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Ricoeur Lo Justo 2 Estudios, Lecturas y Ejercicios de Ética Aplicada
Ricoeur Lo Justo 2 Estudios, Lecturas y Ejercicios de Ética Aplicada
Lo justo 2
Estudios, lecturas y ejercicios
de ética aplicada
E D IT O R IA L TROTTA
Publicada pocos años antes de su muerte, esta obra
de Paul Ricoeur completa el itinerario de una filoso
fía moral y política dedicada al tema de la justicia y
desarrolla los trabajos recogidos en L o justo 1 (1999)
y A m or y justicia (1993). Ricoeur parte de un sentido
originario de la justicia donde «lo justo» no se plantea
como nombre o categoría abstracta sino como adje
tivo sustantivado. No se trata de un valor abstracto
sino de un valor cuyo alcance, precisión y sentido
depende de su realización en la unidad de la vida huma
na. Recuperando el sentido originario que ya aparecía
en los diálogos socráticos de Platón, lo justo describe,
delimita y realiza la praxis de la justicia.
Este análisis es productivo en la ética aplicada por
que plantea la «aplicación» de una manera originaria
y original; no como una actividad posterior o ajena a
la fundamentación sino como un ejercicio de inter
pretación filosófica y creatividad moral. Al entender
así la ética aplicada, a través de lo justo surgen las
cuestiones centrales de la filosofía de Paul Ricoeur:
una antropología del ser humano capaz, una herme
néutica de la acción y de la imaginación, una recons
trucción de la historia de la filosofía práctica y, tam
bién, una ética de la justa distancia.
Esta hermenéutica de lo justo como ética aplicada
es el hilo conductor de las tres partes de la obra: estu
dios, lecturas y ejercicios. Continúa en ella Ricoeur el
debate con la filosofía moral contemporánea (Raw ls,
Taylor, Apel y Habermas), situándolo en una nueva
perspectiva filosófica, y ello por dos razones: en primer
lugar, amplía el horizonte histórico, retomando la ma
triz aristotélica de la filosofía moral (saber prudencial,
verdad, bondad) y, en segundo lugar, porque abre ho
rizontes inexplorados para una antropología persona
lista y comunitaria en tiempos de globalización (solici
tud crítica, transculturalidad, hospitalidad).
Lo justo 2
Lo justo 2
Estudios, lecturas y ejercicios de ética aplicada
Paul Ricoeur
Traducción de
Tomás Domingo Moratalla y Agustín Domingo Morataila
E D I T O R I A L T R O T T A
Esta obra se ha beneficiado del RA.R GARCÍA LORCA,
Programa de Publicación del Servicio Cultural de la Embajada de Francia
en España y del Ministerio francés de Asuntos Exteriores
C O L E C C IÓ N ESTRUCTURAS Y PROCESOS
S e r i e F ilo s o f ía
ISBN: 978-84-8164-9ÓÓ-Ó
Depósito Legal: M. 15.313-2008
Impresión
Closas Orcoyen, S.L.
ÍNDICE
ESTUD IOS
LECTURAS
EJER C IC IO S
En el primer estudio, titu!?.do "O? 1?. mor?.I ¿i ly étic?. y 2 Iss étic3Ss>, trcizo
el círculo más amplio de mi exploración: la manera en que estructuro
actualmente el conjunto de la problemática moral. Presento esta tentativa
sistemática como un complemento y un correctivo a lo que, modesta e
* Traducimos con la palabra castellana «justéza» el original francés justesse para m an
tener así la referencia a la «justicia», en su raíz, que preside todo este trabajo. [N. de los T .]
Con los fenómenos relativos a los seres humanos este ascetismo de
la modelización y de la experimentación se encuentra compensado por
el hecho de que tenemos un acceso parcial a la producción de estos
fenómenos a partir de lo que se comprende como acción. Es posible al
espíritu remontar de los efectos observables de nuestras acciones y de
' nuestras pasiones a las intenciones que les dan sentido, y a veces hasta
los actos creadores que engendran estas intenciones y sus resultados
observables. Así, las acciones y las afecciones correspondientes no son
solamente datos que hay que ver, como los demás fenómenos natu
rales, en los que la acción y la pasión toman parte, sino que hay que
comprender a partir de esas expresiones que son a la vez efectos y sig
nos de las intenciones que les dan sentido, e incluso actos que a veces
las producen. Desde ese momento, el espíritu de descubrimiento no se
ejerce sobre un solo plano, el de la observación y el de la explicación
que como se acaba de decir se emplean en «salvar los fenómenos»; se
despliega en la interfaz de la observación natural y de la comprensión
reflexiva. En este nivel se sitúan las discusiones como las que he podi
do mantener con Jean-Pierre Changeux sobre la relación entre ciencia
neuron al y conocimiento reflexivo. ¿Quiere decir esto, por tanto, que
la investigación de lo verdadero cae bajo la obligación moral y, por
consiguiente, lo verdadero bajo el control de lo justo? Tan irreduc
tible como el conocimiento reflexivo es al conocimiento natural, su
pretensión a la verdad es tan independíente de criterios morales como
este último. Así, en historia, existen situaciones en que hay que com
prender sin condenar, incluso a la vez comprender y condenar, pero
en dos registros diferentes, como propone uno de los protagonistas de
la disputa de los historiadores que evoco en La memoria , la historia,
el olvido*.
Dicho esto, la situación en el punto de encuentro de la reflexión
consagrada a la simple comprensión y del juicio moral es increíblemente
compleja. La reflexión sobre la acción y, su reverso, la pasión, no puede
dejar de coincidir con preocupaciones morales desde el momento en
que la acción de un agente sobre un paciente es una ocasión de dominio
y de daño, y por este motivo debe caer bajo la vigilancia del juicio mo
ral. No hay identificación entre la dimensión veritativa de la reflexión y
esta vigilancia inspirada por el respeto, sino cruce en el mismo punto:
así los debates actuales sobre la experimentación con embriones huma
nos, o la clonación terapéutica, se sitúan en el nivel en que ei espíritu
científico.de descubrimiento se encuentra en interacción con la pregun
ta sobre el grado de respeto debido a la vida humana que comienza. Lo
* Instituí des Hautes Études sur la Justice (IEH J), en ei texto original. [N. de los 7 ].
de la acción, no sabemos componer adecuadamente lo fundamental y
lo histórico. Este aspecto de la paradoja me ha parecido tan importante
que le he consagrado un ensayo que sitúo voluntariamente al término
de la serie de «Ejercicios» que forman la tercera parte de este volumen.
Para llevar esta investigación a buen término se necesitaba reto
mar las cosas desde más arriba y situar la imputabilidad sobre el tras
fondo de las otras modalidades de poder y de no-poder constitutivas
del obrar y del sufrir considerados en toda su amplitud. A !a vez, este
ensayo contribuye directamente a la reestructuración de la «pequeña
ética» de S í m ism o co m o otro al relacionar más estrechamente la impu
tabilidad con los tres temas del yo puedo hablar (capítulos 1 y 2), yo
puedo actuar (capítulos 3 y 4), yo puedo narrar (capítulos 5 y 6). La
imputabilidad añade una cuarta dimensión a esta fenomenología del yo
puedo: yo puedo considerarme verdadero autor de los actos que se me
atribuyen. Al mismo tiempo que la imputabilidad completa el cuadro
de los poderes y de los no-poderes, confirma el rasgo epistemológico
asignado a la afirmación que recae sobre la capacidad y los estados
de poder y de no-poder. Como los demás poderes, la imputabilidad no
puede ser probada ni tampoco refutada, sólo puede ser atestada o ser
objeto de sospecha. Hablo en esta ocasión de afirmación-atestación.
Esta constitución epistémica, ella misma frágil, áa lugar a la paradoja
que acabamos de evocar. Este vínculo entre la imputabilidad y las otras
modalidades de poder y no-poder es tan estrecho que las primeras de
bilidades que recapitulan las experiencias de heteronomía son aquellas
que afectan al poder de decir, poder actuar y poder narrar. Se trata de
formas de fragilidad ciertamente inherentes a la condición humana,
pero reforzadas, o mejor, instauradas, por la vida en sociedad y sus
desigualdades crecientes, brevemente, por instituciones injustas en el
primer sentido del término, en virtud de la ecuación entre justicia e
igualdad sucesivamente afirmada por Aristóteles, Rousseau y "Jocquevi-
lle. En cuanto a las formas de fragilidad inherentes a la búsqueda de la
identidad personal y colectiva, se relacionan claramente con el poder
narrar, en la medida en que la identidad es una identidad narrativa,
como propuse en la conclusión de Tiem po y narración lll* . La identi
dad narrativa es reivindicada como una marca de potencia en tanto que
tiene por vis a vis la constitución temporal de una identidad, así como
su constitución dialógica. Fragilidad de los asuntos humanos sometidos
a la doble experiencia de la distensión temporal y la confrontación con
la inquietante alteridad de los otros seres humanos. La imputabilidad
n o entra pues en escena como una entidad absolutamente neterogé-
II
$
«
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I
t
Primera Parte
EST UDIOS
DE LA MORAL A LA ÉTICA Y A LAS ÉTICAS*
■;tü
* Ricoeur utiliza la expresiva frase « ...la justice développe la bonté qui l’en v e-
loppe». [N. de los T.]
manidad en la propia persona de sí mismo y la de cualquier otro, y.
la proyección del reino de los fines en que cada uno seríamos, al misifj
tiempo, sujetos y legisladores. '
En relación con esta tarea de instaurar el reino de los fines, se«pi?
de articular, por segunda vez, el vínculo entre institución y justicia;®
deja representar mediante la noción de «órdenes del reconocimiento:.,,
que propone Jean-Marc Ferry en L es puissances de l'expérience. Co
esta expresión son designados los sistemas y subsistemas entre los que
se distribuyen nuestras múltiples lealtades. Es, en este nivel, en que i
continúa la discusión entre los defensores de una concepción unitaria
de los principios de justicia, bajo el modelo de la Teoría d e la justicia del
John Rawls, al precio de una reducción drásticamente procedimental i
de estos principios, y los defensores de una concepción pluralista de
las instancias de justicia, a la manera de Michael Walzer y de los co-
rnunitaristas. Pero, incluso así, dispersa en «esferas de justicia» según
la terminología de éste último, la idea de justicia sigue siendo la idea
reguladora suprema, si bien, es cierto, que como regla de vigilancia
sobre las fronteras que cada una de las esferas, entregadas a la pasión
de dominación, tiende a transgredir. Pero a través de las reglas procedi-
mentales que presiden la distribución de los roles, de las tareas y de las
cargas, sigue expresándose la reivindicación de los más desfavorecidos
en los repartos desiguales. Así queda marcada ia filiación de la justicia
según ia norma a partir de la justicia según el deseo.
Queda por señalar, en pocas palabras, de qué manera el paso del
punto de vísta deontológico al de la sabiduría práctica entraña una últi
ma transformación de la idea de justicia. La sabiduría práctica recae so
bre decisiones difíciles que hay que tomar en circunstancias de incerti
dumbre y de conflicto bajo el signo de lo trágico de la acción, ya se trate
de conflicto entre normas de peso aparentemente igual, de conflicto en
tre el respeto a la norma y la solicitud por las personas, de elección que
no sería entre el blanco y el negro sino entre el gris y el gris, o, en fin,
elección donde se estrecha el margen entre lo malo y lo peor. Aplicar
el derecho en las circunstancias singulares de un proceso, es decir, en el
marco de la forma judicial de las instituciones de justicia, constituye un
ejemplo paradigmático de lo que significa aquí la idea de justicia como
equidad. Aristóteles ha dado de ella su definición en las últimas páginas
de su frotado sobre !a justicia: «La naturaleza de io equitativo es así; ser
un correctivo de la ley, allí donde la ley falla a causa de su generalidad».
Este texto de Aristóteles permite pensar que la justicia debe convertirse
en equidad no solamente frente a lo que Ronald Dworkin considera
como hard cases, casos difíciles, sino en todas las circunstancias en que
el juicio m o r;! colocado en situación singular y donde la decisión está
marcada por el sello de la íntima convicción.
En este punto se termina el recorrido de la idea de justicia. Puede
ier considerada como la regla práctica más elevada en la medida en que
zs a la vez el último término de la terna iniciada por el deseo de vivir
bien y el último término del recorrido de nivel en nivel que finaliza en
la sabiduría práctica. En cuanto a la relación con lo bueno, se resume
en ia fórmula propuesta desde el examen de la terna de base: lo bueno
designa el enraizamiento de la justicia en el deseo de vivir bien, pero es
lo justo lo que, al desplegar la doble dialéctica, horizontal y vertical, del
querer vivir bien, marca la impronta de la prudencia sobre la bondad.
' Th. Nagel, Equality and Partiality, Oxford University Press, New York, 1 9 9 1 ;
Igualdad y parcialidad. Bases éticas de ¡a teoría política , trad, de J . F. Alvarez, Paidós,
Barcelona, 19 9 6 . Ricoeur cita por la traducción francesa Égalité et partialité, PUF, París,
1994. [N.delE.]
Es, según él, la capacidad de adoptar sobre nosotros mismos o sobre lo
otros dos «puntos de vista» (es el título de su capítulo segundo). Leo'%
primer párrafo, enteramente escrito en el vocabulario de la capacida
... Dado que e! punto de vista impersonal no nos diferencia de los de
más, debe pasar lo mismo con los valores que caracterizan las demás vi
das. Si usted es importante desde el punto de vista impersonal, cualquier
otro lo es también (p.clO).
Th. Nagel, The View from Nowhere, Oxford University Press, O xford, 1986. fN.
del E.)
según el cual toda vida cuenta y nadie es más importante que nadie. La
capacidad de adoptar el punto de vista impersonal ya no se distingue,
entonces, de la capacidad de igualar los juicios de importancia que unos
hacen sobre los otros. La significación ética de la aserción es ciertamen
te dominante y no se diferencia apenas del imperativo kantiano en su
segunda formulación, ni tampoco del segundo principio de justicia de"
Raw ls: mejorar la parte mínima en los repartos desiguales. Pero ía pro
posición, realmente moral, que hace del respeto una obligación incon
dicional, se apoya en la proposición ontológica según la cual el individuo
humano es capaz del punto de vista impersonal que le abre el horizonte
moral del principio igualitario de la teoría de la justicia. La imparcia
lidad, como capacidad de trascender ei punto de vista individual, y la
igualdad, como obligación de maximizar la parte mínima, se conjugan
en un juicio mixto, según el cual se puede lo que se debe y se debe lo
que se puede.
Esta exacta delimitación del juicio en yo pu edo y del juicio en tú
debes es esencial en la apreciación que se puede hacer de las utopías
igualitarias. La partida dramática del conflicto de los puntos de vista se
juega, pues, en el nivel de las capacidades y no en el de las obligacio
nes. En el nivel de la capacidad permanecen dos puntos de vísta y el
conflicto tiene que ver con lo que podemos y no podemos; la aptitud
para sentir el sufrimiento del otro, para compadecer, no es del orden
del mandato, sino de la disposición; y es en él donde ei ser humano se
encuentra escindido entre los dos puntos de vista. No proceden menos
de la capacidad que de la aptitud para establecer compromisos. Es pre
cisamente porque la conducta moral y política debe tomar en cuenta
las aptitudes variables para el compromiso por lo que la virtud de jus
ticia es una virtud; considerada desde el punto de vista del conflicto
abierto entre los dos puntos de vista, apunta, como ya lo había visto
Platón, mejor que Aristóteles, a restaurar la unidad allí donde nuestras
capacidades nos dejan escindidos entre nosotros y nosotros mismos.
Vuelvo a citar a Nagel:
Les habrá llamado la atención, como a mí, el hecho de que esta ele
vación del imperativo del respeto a la capacidad de imparcialidad, no
conduzca solamente a dar una ascesis antropológica a la moralidad, singl
que, centrándose en la situación conflictiva ligada a la confrontación del
los puntos jde vista, da a la reivindicación moral de igualdad una p r c S
fundidad nueva que reconduce la teoría de la justicia de Kant, e inclusa®
de Aristóteles, a Platón, en el punto en que la división que la justiciad-
trata de corregir atraviesa cada individuo, divide cada alma. La cuestión’;'
decisiva se nos presenta gracias a la consideración antropológica de lus%
dos puntos de vista: «¿Cómo volver a encontrar nuestra unidad? Ésfcft
es la pregunta».
Para cerrar esta sección consagrada la intersección del punto dé'J'
vista veritativo y del punto de vista normativo, diría que el contenido 2
veritativo relacionado con la aserción de la capacidad de imparcialidad
tiene que ver aún, como lo fue en el estadio ético de la moralidad, con
una verdad de atestación, con sú doble carácter de crédito opuesto a
la sospecha y de confianza opuesta al escepticismo. La atestación sola
mente ha sido elevada un grado al mismo tiempo que la moralidad ha
pasado del deseo de la vida buena a la exigencia de universalidad. La
regla de universalización de la máxima recibe el apoyo de la creencia
de que yo puedo cambiar de punto de vista, elevarme desde el punto
de vista individual al punto de vista imparcial. Creo que soy capaz de
imparcialidad, al precio del conflicto entre los dos puntos de vista de los
que soy igualmente capaz.
¿Qué reivindicaciones veritativas se encuentran ligadas a la sabidu
ría práctica? Tal es la pregunta con la que terminaremos esta sección
de nuestro ensayo. Propongo que nos concentremos un momento en el
aspecto epistemológico de los procedimientos de aplicación de la nor
ma a un caso particular, tomando como piedra de toque la prueba que
representan para ia formación dei juicio en ios tribunales los h ará cases
de Dworkin. Es, pues, a la esfera de lo judicial a la que nos limitaremos
un momento, pero espero mostrar que el tribunal no es el único lugar
en el que el análisis que haremos se verifique. El análisis del juicio penal
muestra que lo que se llama aplicación consiste en algo muy distinto a
la subsunción de un caso particular bajo una regla; a este respecto, el
silogismo práctico sólo constituye el revestimiento didáctico de un pro
ceso muy complejo que consiste en adaptar mutuamente dos procesos
paralelos de interpretación: la interpretación de los hechos acaecidos,
la cual es en última instancia de orden narrativo, y la interpretación
de la norma, en cuanto a la cuestión de saber bajo qué formulación, al
pteuo de qué extensión, o mejor, bajo qué invención es susceptible de
«corresponder» con los hechos. Este (suceso es de ida y vuelta entre
los dos niveles de interpretación — narrativa del hecho, jurídica de la
regla— , hasta ei punto en que se produce lo que Dworkin llama un
punto de equilibrio, que puede ser caracterizado como conveniencia
mutua —fit en el vocabulario de Dworkin— entre los dos procesos de
interpretación, narrativo y jurídico. Ahora bien, este establecimiento
del fit en que consiste la aplicación de la norma al caso, presenta, desde
el punto de vista epistemológico, una cara inventiva y una cara lógica.
La cara inventiva concierne tanto a la construcción del encadenamiento
narrativo como a la del razonamiento jurídico. La cara lógica concierne
j la estructura de la argumentación que procede de una lógica de lo
probable.
¿De qué clase de verdad se trata aquí? Ya no es en términos de ca
pacidad como hay que formularla, sino de conveniencia. Es la verdad
del fit, a saber, una clase de evidencia situacional característica de lo que
merece ser llamado convicción, íntima convicción, incluso si la decisión
es tomada en el seno de un comité. ¿Hablaremos de objetividad? No, en
el sentido constatativo. Se trata, más bien, de la certeza según la cual,
en esta situación, esta decisión es la mejor, lo único que hay que hacer.
No se trata de una constricción, la fuerza de la convicción no tiene nada
que ver con un determinismo fáctico. Es la evidencia hic et nunc de lo
que conviene hacer.
Hemos tomado un ejemplo propio de la esfera judicial, pero me
gustaría sugerir que muchas disciplinas entrecruzan de una manera
similar interpretación y argumentación, y que estas disciplinas tienen
también sus hard cases. Pienso, en primer lugar, en el juicio médico
confrontado con situaciones extremas, principalmente aquellas que tie
nen que ver con el principio y final de la vida- pienso también en el
juicio histórico, cuando es necesario apreciar el peso respectivo de la
acción de los individuos y el de las fuerzas colectivas; evoco, por último,
el juicio político, cuando un jefe de gobierno se enfrenta a la obligación
de establecer un orden de prioridad entre los valores heterogéneos,
cuya suma constituiría el programa de un buen gobierno. En todas estas
disciplinas, la,misma lógica de lo probable confirma la búsqueda arries
gada de la convicción, de la cual se autoriza el juicio moral en situación.
En todos estos casos, ia verdad consiste en la conveniencia del juicio a
la situación. Hablaríamos, con todo derecho, de justeza añadida a la
justicia.
Así, hemos recorrido tres niveles de verdad, que corresponden a
tres niveles de imputabilidad. Y} en cada ocasión, se trata de lo que se
podría llamar lo veritativo implicado en el juicio moral.
¿He conseguido hacer plausible mi tesis inicial, según la cual lo ver
dadero y lo justo son magnitudes del mismo rango, incluso si en un
segundo movimiento se implicaran mutuamente? Pero mi demostración
queda incompleta en la medida en que no he mostrado que la verdad, a
su vez, magnitud autónoma en su orden, sólo acaba el camino constitu
tivo de su sentido con el auxilio de la justicia.
AUTONOMÍA Y VULNERABILIDAD*
■i'
<¡
LA PARADOJA DE LA AUTORIDAD*
Estos fueron los hijos de Sem, según sus linajes y lenguas, por sus terri
torios y naciones respectivas.
Hasta aquí los linajes de los hijos de Noé, í gún su origen y sus na
ciones. Y a partir de ellos se dispersaron los pueolos por la tierra después
del diluvio'-.
Para las citas bíblicas se sigue la Biblia de Jerusalén, nueva ed. rev. y aum., Des-
clée de Brouwer, Bilbao, 1998. [N. del E.]
Estos versículos son por su tono enumeraciones en que se expresa
la simple curiosidad de una mirada benévola. La traducción es, enton
ces, una tarea, no en el sentido de una obligación apremiante, sino en
el sentido de lo que hay que hacer para que la acción humana pueda
simplemente continuar, para hablar como Hannah Arendt, la amiga de
Benjamin, en L a condición humana.
Continúa el relato titulado «El mito de Babel»:
L E C T U RAS
PRINCIPIOS D EL DERECHO DE OTFRIED H ÓFFE*
Principios del derecho es la cuarta obra del profesor Hóffe que se ofrece
al público de lengua francesa. Público que había recibido en 19 8 5 una
Introducción a la filosofía práctica de Kant donde el autor proponía una
lectura integral de la filosofía práctica, considerada en toda su dimen
sión temática y metódica, sin olvidar la filosofía del derecho, la filosofía
de la historia y la filosofía de la religión. Le siguió en 1988, siempre en
el plano de las traducciones, una presentación crítica de la filosofía po
lítica en lengua inglesa con el título E l estado de la justicia. Joh n Raw ls
y R obert N ozick. Esta obra fue el complemento de un trabajo sistemáti
co de una gran envergadura, Justicia política-, traducida en Í9 9 1 . Kant
estaba nominalmente ausente del campo de discusión, pero tácitamente
presente a lo largo de toda la argumentación. He aquí ahora un volu
men donde la perspectiva trascendental de Kant se ha desarrollado y,
además, es confrontada, sucesivamente, con su adversario principal, el
utilitarismo, reconocido como la corriente dominante del pensamiento
jurídico y político contemporáneo, y sigue con los sistemas que se recla
man seguidoresde Kant en diverso grado recusando las tesis que el autor
tiene por indisociables de la perspectiva kantiana. El subtítulo alemán,
Ein Kontrapunkt der M oderne, dice bien el propósito del autor, que no
es el de practicar una defensa numantina de Kant, sino reivindicar para
la perspectiva kantiana un lugar a ia vez modesto e inexpugnable. El
vocablo «contrapunto» expresa, a la vez, una concesión en el plano de la
evaluación de las fuerzas presentes en el campo conflictivo considerado
— ¡Kant, solo, se ha terminado!— y una convicción, los adversarios o
los herederos liberados no pueden sacar adelante su propio programa
sin reconocer el derecho del momento kantiano de la autonomía y del
* C. Ginzburg, E l queso y los gusanos. El cosm os según un molinero del siglo XV1,
trad, de F. M artín, El Aleph, Barcel o na, 31 9 9 4. [N. del E.]
** G. Levi, L e pouvoir au village, Gailimard, París, 1989. [N. del £ .]
t?
•u
* Esta cita, que en el original francés se ai buye a Francois Ewald, es, en realidad,
de Jean de iWaiilard, como podemos comprobar en el libro A.. Garapon. La referencia
exacta es: J. de Maillard, «Les maux et les causes. A prepos de la crise du droit pénal»:
Comm entaires 6 7 (1 9 9 4 ), p. 6 1 7 . cit. en A. Garapon, I custodi dei dirittí: giudict e denio-
crazia, Feltrinelli, M ilano, 1 9 9 7 , p. 132. Gracias de nuevo a D. lannotta por la precisión.
[N. de los T.]
Todo el mundo habla de im passe de! individualismo: pero el jurista
tiene una manera muy particular de hablar; sin perder de vista el perfil
del juez como tercero en los conflictos, ve en la identificación emocio
nal con las víctimas el síntoma más visible de este desvanecimiento de la
posición de imparcialidad — identificación emocional con las víctimas
que tendría como contrapartida la diabolización del culpable— . En el
límite, se perfila eí linchamiento, este cuerpo a cuerpo al que expone el
fracaso de todo distanciamiento simbólico y que marca el retorno con
fuerza de la vieja ideología sacrificial. El crecimiento poderoso de la ló
gica victimaría puede, entonces, ser vista como una traba a la tentativa
de que la justicia pueda desempeñar esa función tutelar, función que,
como se mostrará más tarde, es inseparable de condiciones precisas de
democratización de la sociedad. Nos guardaremos, tras esto, de ceder al
simple lamento en la descripción de las funciones sustitutivas de identi
dad, asumidas hoy por una delincuencia juvenil convertida en iniciátíca,
ni sobre otras formas desocializadas de violencia. Nos limitaremos a
vincular estos males sociales a las grandes paradojas que estructuran el
libro; en efecto, miedo al agresor, identificación con la víctima, diabo
lización del culpable, son testimonio del mismo desvanecimiento de la
posición de tercero ocupada por el juez: «el consenso se forma alrede
dor de sufrimientos, y ya no alrededor de valores comunes». Se trata, es
cierto, y de principio a fin, de despolitización del sujeto, ya sea víctima
o acusador, o, lo que es lo mismo, justiciero autoprociamauo. E;> el gran
triángulo: demandante, acusado y juez, el que es puesto en evidencia.
La nueva fragilidad constituye, es cierto, un desafío de una ampli
tud inédita, y viene de más lejos que la esfera política. Al menos da que
pensar políticamente: es necesario vincularla con el vacío de las refe
rencias comunes y el descrédito de las instancias políticas, y la inflación
de la intervención jurídica, que aparecen, entonces, como efectos de
los fenómenos de marginalización, característicos de la nueva crimina
lidad. Por esto, encontraremos al final de la primera parte, no un juez
triunfante sino un juez perplejo, encargado de rehabilitar una instancia
política de la que él debería ser sólo el garante.
Se plantea, entonces, la cuestión de saber si el aumento de proce
dimiento sería susceptible de paliar la debilidad de lo normativo, tanto
en la dimensión judicial como en la dimensión política. Es la cuestión
que domina ia segunda parte del libro. Ahora bien, las terapéuticas
conjuntas de lo judicial y de lo político sólo encuentran cierta credibi
lidad si lo judicial rechaza la sobrevaloración de la que es gratificado
pérfidamente, y si es reconducido a su función mínima, que es al mis
mo tiempo su posición óptima, a saber la tarea de decir el d erecho. No
castigar, sino reparar, pronunciar la palabra que nombra el crimen, y
así pone a la víctima y al delincuente en su justo lugar, a causa de una
• *
acción del lenguaje, la cual se extiende desde la calificación del delito^ s’ 1
hasta el pronunciamiento de la sentencia al término de un verdadero^ Pa
debate de palabra. La justicia ayudará a la democracia, que es también'"
obra de palabra, de discurso, cumpliendo modestamente, pero firme-,. ur
mente, su «obligación hacia el lenguaje, la institución de las institucio-^ 111
nes». «El juicio significa la repatriación en la patria humana, es decir, > P;
en la patria del lenguaje.» Antes incluso de llevar a cabo su función de
autorización de la violencia legítima, la justicia es una palabra y el jai- ti
ció un decir público. Todo lo demás se deriva de esto: la purgación del t'
pasado, la continuidad de la persona y también — y, casi, sobre todo—-3 §> c
la afirmación de la continuidad de) espacio público. Entendemos: si el v 1
juicio es un acto de palabra público, todos sus efectos, comprendidos <
en ellos la detención, que es una exclusión, deben desarrollarse en el
mismo espacio público, ya se trate de penas adicionales, de relaciones
humanas, de relaciones familiares, laborales, etc. Este alegato es políti
co: significa que, incluso privado de libertad, el detenido sigue siendo
un ciudadano y que la finalidad de la privación de libertad es el amparo
de todas las capacidades jurídicas que constituyen a un ciudadano de
pleno derecho. Con esto se hace a la comunidad la promesa de su res
titución como ciudadano.
¿Cómo la autoridad podría constituir un «momento sustraído a la
contractualización democrática», si una autoridad indiscutible fuera sim
plemente sustituida por «la autoridad de la discusión y una autoridad
siempre sometida a la discusión»? ¿Y cómo el debate permanente sobre
la legitimidad podría engendrar autoridad, si la ética de la discusión
descansara sobre el único prestigio del procedimiento de discusión? Si
sólo quedara esta salida, la confianza en que el juez pudiera «legiti
mar la acción política, estructurar al sujeto, organizar el vínculo social,
habilitar construcciones simbólicas, cultivar la verdad», no podría más
que conducir a las ilusiones de la actividad jurídica denunciada en ei
primer capítulo. Es por lo que yo me encuentro nf ás cómodo con otras
fórmulas de Garapon como: «La autoridad asegura el vínculo con los
orígenes, el poder proyectarse hacia el futuro... La autoridad es funda
ción, el poder innovación»; «Las reglas guardan el poder, la autoridad
guarda la regla»; «El poder es lo que puede y la autoridad lo que auto
riza». ¿Qué obligación procedimental podría estar en algún momento a
ia altura de esta ambición? Creería voluntariamente que e) origen de la
autoridad es huidizo, que hereda convicciones ya previas, cuya crítica
asegura, respectivamente, la decadencia, la sustitución, la renovación.
Si no, la posición tercera del juez se convertiría en la de un tercero ab
soluto, más desprovisto que cualquier tirano. «L1 juez — dice además
Garapon— no debe ocupar el lugar de un tercero absoluto, del que la
democracia no dejara de estar en duelo.» Sea así, pues ¿qué es un duelo
£L C U A R b l Á N D E LAS P R O M E S A S D E A N T O I N E ~
; ■
es decir, sin orientación, mediante una reducción indebida de la idea dé
espacio moral al estatuto de una simple metáfora retórica. ■?«§§
A
Esta equivalencia entre la cuestión de saber quién soy y la de saber
dónde me encuentro en ei espacio moral, reaparece cuando se pasa dé.,
la idea de evaluación fuerte a la de articulación, con su doble carácter *':
de jerarquización y de heterogeneidad entre bienes de segundo grado
y, también, con la de rúente moral. El vínculo entre las dos vertien tes^
de ía metáfora espacial se hace por la mediación de la idea de espacioSÍ
de interlocución, de redes de interlocución (webs o f interlocution). So- 4
bre la vertiente del espacio moral, la idea de articulación presenta un ^
carácter manifiesto de espacialización: se trata de especificar no sólo 1
cómo se vuelven a unir los bienes entre sí, sino también qué distancia ,,,
toman unos con respecto a otros. De este trabajo reflexivo resulta otra
manera de situarnos en el espacio moral. Lo que tendríamos entonces
que concebir es la idea de una doble orientación en el tiempo narrativo
y en el espacio moral.
Con las ideas de heterogeneidad, de jerarquización entre bienes su
periores, y sobre todo con la de fuente moral, aparece un aspecto más
dramático de la correlación entre la idea de sí mismo y la de bien, a
saber, una conflictividad creciente que afecta simétricamente a nuestras
evaluaciones fuertes y a nuestra identidad. Parece que sea un rasgo de la
experiencia moral más fundamental que no podamos aspirar al bien, a
la realización, a la plenitud, como horizonte de visión parcial, fragmen
taria, sin experimentar'esta conflictividad constitutiva.
En primer lugar, es en el reconocimiento de estas evaluaciones cua
litativas de rango superior, que hemos llamado más arriba hiperbienes,
donde reside a la vez la grandeza y la fragilidad de la vida moral. Pa
rece que forme parte de la estructura inevitable de la vida moral que
los bienes de rango superior sirvan de punto de vista a partir del cual
sopesamos, juzgamos y adoptamos bienes de menor importancia. Ahora
bien, nuestra personalidad moral se estructura correlativamente con
esta articulación del espacio moral. Charles Taylor tiene sin duda razón
cuando escribe: «los hiperbienes son generalmente una fuente de con
flicto» (p. 64).
Antes de dar, bajo el signo de la historicidad de la construcción dd sí
mismo moderno, algunos ejemplos concretos de estos lugares conflicti
vos de nuestro espacio moral, es preciso decir que la conflictividad llega
a su más alto grado con la evaluación de la idea de «fuentes morales» al
rango de motivaciones fuertes. Reseñemos que si la idea de articulación
f
II
M . Waizer: The Revolution ofthe Saints, A Study in the Origins o f Radical Poli
nes, Harvard University Press, Cambridge, M ass., 1965. [N. delE.]
morales (con Shaftesbury y Hutcheson, que han conform ado la mora
lidad anglosajona moderna). Una cultura de la «naturaleza interior» ha
nacido, opuesta a toda instrucción autoritaria extrínseca, y orientada
hacia una apreciación positiva de los movimientos naturales de benevo
lencia en armonía con un universo providencial.
lll
IV
EJERCICIOS
M
E l p acto de confianza
E l contrato m édico
¿Por qué es preciso, ahora, elevarnos del nivel prudencial al nivel deon
tológico del juicio, y esto dentro del marco de una bioética orientada
hacia la clínica y la terapéutica? Por diversas razones ligadas a las fun
ciones múltiples del juicio deontológico.
La primera función es la de unlversalizar los preceptos que pro
ceden del pacto d cuidados que liga al paciente y al médico. Si he
podido hablar de > receptos de prudencia en un vocabulario cercano a
la terminología griega aplicada a las virtudes propias de los oficios, de
las técnicas, de las prácticas, será en un vocabulario más marcado por la
moral kantiana en el que hablaré de normas consideradas en su función
de universalización respecto a los preceptos que Kant situaba bajo la
categoría de máximas de acción, en espera de la prueba de universali- m
zación susceptible de elevarlos al rango de imperativos. Si el pacto de W
confianza y la promesa de mantener este pacto constituyen el núcleo
ético de la relación que liga a tal médico con tal paciente, es la elevación A
de este pacto de confianza al rango de norma lo que constituye el mo-
mentó deontológico del juicio. Es esencialmente el carácter universal
de la norma el que se afirma: ésta vincula al médico con el paciente, a
cualquiera que entre en la relación de cuidados. Más fundamentalmente
todavía, no es una casualidad si la norma reviste la forma de una pro- Éc
hibición, la de romper el secreto m édico. En el nivel prudencial, lo que *
no era todavía más que un precepto de confidencialidad, conservaba *$£
las trazas de una afinidad que unía de manera electiva a dos personas; 7
en este sentido, el precepto todavía podía ser asignado a la virtud de la
amistad. Bajo la figura de la prohibición, la norma incluye a un tercero,
situando el compromiso singular bajo la regla de justicia, y no bajo los
preceptos de la amistad. El pacto de cuidados, que ha sido tratado en
el plano prudencial, puede ahora ser expresado en el vocabulario de las
relaciones contractuales. Hay que considerar, ciertamente, las excepcio
nes (las evocaremos más adelante), pero ellas mismas deben seguir una
regla: no hay excepción sin una regla para la excepción a la regla. Así,
el secreto profesional puede ser «esgrimido» frente a un colega que no
haya tomado parte en el tratamiento, a las autoridades judiciales que es
peraran o intentaran requerir un testimonio por parte de los miembros
del personal médico, a los encargados de recursos humanos curiosos de
información médica en lo que concierne a eventuales asalariados, a los
investigadores de institutos de opinión interesados en las informaciones
nominativas, a los funcionarios de la seguridad social, no habilitados
por la ley a acceder a las historias clínicas. El carácter deontológico del
juicio, que orienta la práctica médica, está confirmado por la obligación
de todos los miembros del cuerpo médico en general de proporcionar
ayuda no sólo a sus pacientes, sino a toda persona enferma o herida que
se encuentre en situación de peligro. En este nivel de generalidad, los
deberes propios de la profesión médica tienden a confundirse con el
imperativo categórico de ayudar a cualquiera que esté en peligro.
La segunda función del juicio deontológico es una función de c o
nexión. En la medida en que la norma que rige el secreto médico forma
parre ele un código profesional, como el código deontológico de la pro
fesión im !ica, le hace estar religada a las demás normas que gobiernan
el cuerpo médico en el interior de un cuerpo político dado. Tal código
deuiiuiiogico opera como un subsistema en el interior del dominio más
v'*sl<' de la ética médica. Por ejemplo, el Código francés de deontolo-
medica, en el título I, sitúa los deberes generales de todo médico
1 " rel.ieión con las reglas propiamente profesionales que confieren un
estatuto social a estas reglas. Así, un artículo del código francés plantea
que la medicina no es un comercio. ¿Por qué? Porque el paciente, en
tanto que persona, no es una mercancía, sea lo que sea que se le deba
decir después concerniente al coste financiero de sus cuidados, el cual
surge de la relación contractual y pone en juego la dimensión social
de la medicina. Bajo la misma rúbrica de universalidad en un ámbi
to profesional van a situarse los artículos que plantean la libertad de
prescripción por parte del médico y la libre elección del médico por
parte del paciente. Estos artículos no caracterizan solamente un cierto
tipo de medicina, la medicina liberal, sino que reafirman la distinción
básica entre el contrato médico y cualquier otro contrato que rija el in
tercambio de bienes mercantiles. Pero la función de conexión de! juicio
deontológico no se detiene sólo en las reglas que constituyen el cuerpo
médico en tanto que cuerpo social y profesional. En el interior de este
subsistema bien delimitado, los derechos y deberes de todo miembro
del cuerpo médico están coordinados con los de los pacientes. Así, las
normas que definen el secreto médico corresponden a las normas que
rigen los derechos de los pacientes a estar informados sobre su estado
de salud. La cuestión de la verdad com partida viene así a equilibrar la
del secreto m édico que obligaba sólo al médico. Secreto de un lado,
verdad por el otro. Enunciado en términos deontológicos, la prohibi
ción de romper el secreto profesional no puede ser «esgrimida» contra
el paciente. Así están aproximadas lar dos normas que constituyen la
unidad del contrato que está en el centro de la deontología, de ia misma
manera que la confianza recíproca constituía el presupuesto prudencial
más importante del pacto de cuidados. Aquí también las restricciones
han debido ser incorporadas al código, teniendo en cuenta la capacidad
del enfermo para comprender, aceptar, interiorizar y, si se puede decir
así, para compartir información con el médico que lo trata. El descubri
miento de la verdad, sobre todo si significa sentencia de muerte, equi
vale a una prueba iniciática, con sus episodios traumáticos que afectan
a la comprensión de sí y al conjunto de las relaciones con el otro. Es el
horizonte de la vida en su conjunto el que se pondera. Esta vinculación
establecida por el código entre el secreto profesional y el derecho a la
verdad permite atribuir a los códigos deontológicos una función muy
particular en !a arquitectura del juicio deontológico, a saber, el papel de
intercambiador entre los niveles deontológico y prudencial del juicio
médico y de su ética. El código profesional, tomando de cada norma del
código deontológico su significación, ejerce su función de conexión en
el interior del campo deontológico.
Una tercera función del juicio deuinológico es la de arbitrar una
multiplicidad de conflictos que surgen en las fronteras de una práctica
médica de orientación «humanista». A decir verdad, el arbitraje entre
los conflictos siempre ha constituido la parte crítica de toda la deonto- fí
logia. Superamos aquí la letra de los códigos, los cuales, tal y como se f
leen, tienden, si no a disimular los conflictos, de los que vamos a hablar, ^
al menos a no formular más que ciertos compromisos, nacidos de los
debates mantenidos en diferentes niveles del cuerpo médico, de la opi
nión pública y del poder político. Lo que acaba escrito en el código, y
lo que leemos allí, es con mucha frecuencia una soluciói; que esconde |s
un problema.
Ahora bien, los conflictos surgen sobre dos frentes, donde la orien
tación que acabamos de llamar «humanista» de la práctica médica sejfc
encuentra hoy cada vez más amenazada.
El primer frente es aquel en el que la ética médica orientada hacia
la clínica — la única que aquí consideramos— se encuentra con la ética
médica orientada hacia la investigación. Estas dos ramas, tomadas con
juntamente, constituyen lo que se llama hoy bioética, la cual comporta
otra dimensión legal, fuertemente subrayada en el medio anglosajón,
que da lugar a la formación del concepto relativamente reciente de
bioderecho (biolaw ). Dejaré completamente de lado las controversias
internas de la ética de la investigación y las relativas a su relación con
¡a instancia legal superior. A pesar, nada menos, de su orientación dife
rente — mejorar los cuidados y/o hacer avanzar la ciencia— , la clínica
y la investigación tienen una frontera común a lo largo de la cual los
conflictos surgen inevitablemente. El progreso de la m edicina depende
enormemente del de las ciencias biológicas y médicas. La razón última
de esio está en que ei cuerpo humano es a la vez carne de un ser per
sonal y objeto de investigación observable en la naturaleza. Los con
flictos pueden surgir, principalmente, con motivo de las modalidades
de exploración del cuerpo humano, objeto de experimentación, en la
medida en que la participación consciente y voluntaria de los pacientes
está en juego; a este respecto, el desarrollo de la medicina predictiva
ha acrecentado la presión de las técnicas objetivantes sobre la medicina
practicada como un arte. Es aquí donde interviene la regla del «consen
timiento informado». Esta regla implica que el paciente esté no sólo in
formado, sino que intervenga voluntariamente en la experimentación,
incluso la dedicada únicamente a la investigación. Conocemos sobra
damente los innumerables obstáculos opuestos al respeto integral de
esta norma; soluciones de compromiso que oscilan entre una honesta
tentativa que intenta poner límites al poder médico (concepto, cierta
mente, ausente de los códigos) y las precauciones más o menos confesa-
bles tomadas por el cuerpo médico para precaverse contra las acciones
judiciales conducidas por sus pacientes convertidos en adversarios, en
caso de presunción de abuso disimulado o, más frecuentemente, frente
.1 fracasos considerados faltas profesionales (m ala práctica) por pacien-
tes enfadados, dispuestos a co n fu n d ir el deber de cuidados, es decir, de
medios, con un deber de curación, es decir, de resultados. Se conocen
los estragos que produce en Estados Unidos el ardor procesal de las par
tes en conflicto, estragos que producen el efecto de reemplazar el pacto
de confidencialidad, corazón vivo de la ética prudencial, por un pacto de
desconfianza (mistrust vs. trust).
Pero todo no está tergiversado, es decir, pervertido, en el compro
miso que imponen las insuperables situaciones de conflicto. ¿Qué decir,
por ejemplo, del caso límite, suscitado por la medicina predictiva, del
doble ciego (dou ble blind), donde el paciente no es el único excluido de
la información, sino también el investigador-experimentador? Y ¿qué
pasa, entonces, con el consentimiento informado? En este punto, la
función arbitral de la deontología reviste las formas no sólo de la juris
prudencia sino de la casuística.
El segundo frente sigue la línea incierta que separa la preocupación
por el bienestar personal del paciente — piedra angular presunta de la
medicina liberal— y la consideración de la salud pública. No obstante,
un conflicto latente tiende a oponer la preocupación por la persona y
su dignidad y la preocupación por la salud como un fenómeno social.
Este es el tipo de conflicto que un código, como el Código francés de
deontología médica1, tiende, si no a ocultar al menos sí a minimizar.
Así, en su artículo 2, plantea que «el médico, al servicio del individuo y
de la salud pública, ejerce su misión en el respeto de la vida humana, de
la persona y de su dignidad». Este a iü cu ÍG es el modelo del compromi
so. El acento se ha puesto, ciertamente, sobre la persona y su dignidad;
pero la vida humana puede ser entendida también en el sentido de la
mayor extensión de las poblaciones, incluso el género humano en su
conjunto. Esta toma en consideración de la salud pública afecta a todas
las reglas consideradas más arriba y, antes que a cualquier otra, a la
del secreto médico. Es una cuestión de saber, por ejemplo, si un médi
co tiene el deber de exigir a su paciente que informe a su compañero
sexual si es seropositivo, incluso si un diagnóstico precoz sistemático
no debe ser emprendido, el cual no puede dejar de afectar a la práctica
del secreto médico. Es aquí, a buen seguro, donde la ley debe intervenir
y donde la bioética debe hacerse ética legal. Depende de las instancias
legisladoras de una sociedad (el Parlamento en ciertos países, las altas
instituciones judiciales en otros) prescribir los deberes de cada uno y
definir las excepciones a la regla. Pero el deber de verdad debido al pa
ciente no es menos maltratado, cuando numerosos terceros están impli
cados en el tratamiento. En el caso de la medicina hospitalaria, el cara a
II
lll
Es preciso enumerar ahora las razones por las cuales parece necesario
añadir una tercera dimensión a la filosofía moral, la que denominé sa
biduría práctica, a la manera, por una parte, de lo que Hegel lian iba
Sittlichkeit en los Principios de filosofía del derecho y, por otra, d la
teoría aristotélica de la phrónesis — término traducido en latín por pru
dencia— desarrollado en el capítulo VI de la Ética a N icóm aco. ¿Por
qué añadir una tercera dimensión a la moralidad? Si es el hecho del
conflicto y, más fundamentalmente, el hecho de la violencia el que nos
ha forzado a pasar de una ética de la vida buena a una moral de la obli
gación y de la prohibición, es lo que se puede llamar lo trágico de la
acción lo que nos lleva a completar los principios formales de una moral
universal con reglas de aplicación, atentas a los contextos histórico-cul-
turales. Por lo trágico de la acción entendemos, en general, situaciones
típicas que presentan los rasgos comunes siguientes. Se trata, en primer
lugar, de conflictos de deberes, como la tragedia griega los exhibe; a este
respecto, la tragedia de Antígona es perfectamente ejemplar; Antígona
y Creonte representan dos obligaciones antagónicas que engendran un
conflicto inexpiable. Incluso, si es verdad, hablando de forma absoluta,
el deber de amistad fraterna, que mueve a Antígona, es perfectamente
compatible con c¡ servicio político a la ciudad, que mueve al gobernante
Creonte, la finitud humana hace que cada uno de los antagonistas sólo
pueda servir al principio con el cual se identifica sin reconocer los lími
tes estrechos de su adhesión pasional y ciega con respecto a ellos. Lo
trágico consiste, precisamente, en la exclusión de cualquier compromi-\/
so que resulta de la intransigencia de cada uno de los servidores de un
deber absoluto y sagrado. Otra situación trágica: la complejidad de las
relaciones sociales multiplica las situaciones en las cuales la regla moral (L
o jurídica entra en conflicto con la solicitud hacia las personas. Se ha
señalado cómo, en la formulación del segundo imperativo kantiano, el
respeto a las personas está enmarcado por el respeto a la humanidad.
Pero no se trata de la humanidad en el sentido del conjunto de los hom
bres, sino de la cualidad distintiva de la humanidad supuestamente co
mún a todas las culturas históricas. Ahora bien, la práctica médica, como
la práctica jurídica, no deja de situar el juicio moral frente a situaciones
en las que la norma y la persona no pueden ser satisfechas al mismo
tiempo. A este propósito, nos limitaremos a evocar diferentes proble
mas presentados a la ética médica por las situaciones del comienzo y del
final de la vida. En lo que concierne a las primeras, hay buenas razones
para decir que toda vida merece protección desde la concepción, visto
que el embrión tiene desde el principio un código genético distinto del
de sus progenitores; pero los umbrales de efectuación de la «persona
potencial» son múltiples, lo que suscita una evaluación gradual de los
deberes y de los derechos; es más, pasado el nivel del respeto absoluto
a la vida que la prudencia recomienda a la ley, la elección es aquí entre
lo malo y lo peor. Nadie ignora las situaciones de desamparo que hacen
que la vida de una mujer deba ser preferida a la de un embrión; se trata
de un problema de discusión púbiica, de argumentación, que tendrá en
cuenta la singularidad de las situaciones, a la que se remite la decisión al
término de una deliberación honesta. Todavía es preciso evocar el caso
donde ia elección no es entre el bien y el mal, sino, si se puede decir,
entre el gris y el gris; tes preciso, por ejemplo, someter a las mismas le-
yes penales a los adolescentes delincuentes y a los adultos considerados
más responsables? ¿A qué edad es preciso asignar el paso a la mayoría
jurídica o a la mayoría política? Otro problema más discutible todavía,
aquel donde la elección no es entre el bien y el mal sino entre lo malo y
lo peor; nuestras legislaciones relativas a la prostitución, y en particular
la de los niños, proceden de esta alternativa que se puede decir ver
daderamente trágica. Son numerosas las decisiones morales y jurídicas
donde el desafío no es promover el bien, sino evitar lo peor.
N o quiero decir que la ética de la sabiduría no conozca más que
situaciones trágicas del orden de las que acabo de evocar; estos son
casos extremos destinados sólo a llamar la atención sobre un proble
ma mucho más general, a saber, que los principios de justificación de
una regla moral o jurídica dejan intactos los problemas de aplicación.
Es pues la noción de aplicación la que es preciso considerar en toda
su amplitud con el fin de ponerla en paralelo con la de validez que
ha presidido la discusión precedente. Esta noción de aplicación viene
de otro campo diferente al de la moral o del derecho, a saber, del
dominio de la interpretación de los textos, principalmente los textos
literarios o religiosos. Es en el dominio de la exégesis bíblica y de la
filología clásica donde se ha formado la idea de interpretación en tanto
que distinta de las de comprensión y de explicación. Desde finales del
siglo xvni, y sobre todo con Schleiermacher y, más tarde, con Dilthey,
la hermenéutica alcanza su máxima envergadura, más allá de la exé
gesis bíblica y de la filología clásica; proponía reglas de interpretación
válidas para todo tipo de textos singulares; así, nunca ha sido ignorado
que la aplicación de los códigos jurídicos llevaría a formular un tercer
tipo de hermenéutica, la hermenéutica jurídica de la cual vamos a ver,
en un instante, la aplicación a situacion es evocadas en la discusión de
las tesis de Rawls, concernientes a la justicia distributiva, y de las tesis de
Habermas, sobre la discusión pública. En los dos casos, el problema
de la aplicación de normas universales a situaciones singulares pone en
juego la dimensión histórica y cultural de las tradiciones mediadoras
del proceso de aplicación. Ya evocamos, desde la primera fase de esta
discusión, con ocasión de la concepción griega de las virtudes, el an
claje de la ética en la sabiduría popular, de ahí que el mismo nombre
de ética se emparente con la noción de costumbres. Ya Aristóteles, en
su Tratado de la justicia, en el libro V de la E tica a N icóm aco, concluía
con la distinción entre la idea abstracta de justicia y la idea concreta
de equidad, distinción que justificaba por el carácter inadecuado de la
regla general para situaciones inéditas. Es una problemática semejante
la que ha sido suscitada, principalmente en el mundo anglosajón, por
la teoría rawlsiana de la justicia y en Europa occidental por la ética
habermasiana del discurso.
En lo que respecta a la tesis de Rawls, es preciso considerar los argu
mentos de los que hemos anticipado más arriba su formulación. Como
ha desarrollado Michael Walzer en The Spheres o f Justice, una teoría
de la justicia distributiva no puede hacer abstracción, manteniendo un
punto de vista puramente procedimental, de la naturaleza heterogénea
de ios bienes a distribuir; no se puede discutir de la misma forma so
bre bienes mercantiles que sobre bienes no mercantiles, y entre estos
últimos, bienes que ellos mismos son heterogéneos como la salud, la
educación, la seguridad, la ciudadanía, etc. Cada uno de estos bienes,
estima Walzer, procede de una comprensión compartida por una co
munidad dada en una cierta época. Así, la noción de bienes mercantiles
está enteramente subordinada a la estimación de lo que puede ser o no
comprado o vendido. La noción de bienes mercantiles procede de lo
que Walzer llama un «simbolismo compartido», definido en un cierto
contexto sociocultural; de este simbolismo compartido resulta una lógi
ca distinta que rige todas las entidades procedentes del mismo campo, y
que Walzer sitúa bajo ia idea de una «ciudad» o un «mundo». Allí donde
Rawls discierne un proceso universal de distribución, Walzer ve ciuda
des múltiples que suscitan conflictos de fronteras que ningún argumen
to formal puede arbitrar. Se trata, entonces, de compromisos frágiles
que expresan lo que hemos llamado nosotros sabiduría o prudencia. Un
pluralismo jurídico tiende así a sustituir a una concepción unitaria, pero
solamente procedimental, de ia justicia.
Pero, preguntaría yo por mi parte: ¿este pluralismo la substituye
o, más bien, se le añade? Estoy tentado de decir que en ausencia de un
proyecto general y universal de justicia tampoco se podría justificar una
ética del compromiso, que no tuviera por horizonte la constitución o
la reconstrucción de algo así como un bien común. En este sentido, la
querella suscitada por el universalismo, vinculado por Rawls a la idea
de justicia, reenvía a una mezcla compleja de universalidad y de histori
cidad que hemos reconocido en el nivel más elemental de la moralidad,
en el nivel de la ética del bien vivir.
En los escritos posteriores a Teoría de la justicia, el mismo Rawls
ha reconocido los límites, que se pueden llamar históricos, de su teoría.
Esta sólo es operativa en el marco de las democracias que llama liberales
o constitucionales, a saber, de los Estados de derecho, fundados en un
«consenso entrecruzado» de varias tradiciones fundadoras compatibles
entre ellas, a saber, una versión ilustrada de la tradici n judeo-cristiana,
una recuperación de la cultura de la Ilustración, tras .a reducción utili
tarista y puramente estratégica de la racionalidad, en fin, la emergencia
del Romanticismo bajo la forma de un deseo de expresión espontáneo
de acuerdo con los recursos profundos de una naturaleza creadora. En
este sentido, el universalismo de la teoría de la justicia requiere como
complemento el reconocimiento de las condiciones históricas de su rea
lización.
Es hacia una conclusión del mismo estilo hacia donde me parece
orientarse el examen de la ética del discurso. Se le puede objetar que
ella sobrestima el lugar de la discusión en las interacciones humanas y,
más aún, la de las expresiones formalizadas de la argumentación. Buscar
tener razón constituye un juego social extraordinariamente complejo
y variado donde las pasiones diversas se ocultan bajo la apariencia de
imparcialidad; argumentar puede ser una manera astuta de proseguir
el combate. De otra forma; se puede objetar que la mediación lingüís
tica, legítimamente invocada como base de referencia para la ética del
discurso, puede orientarse hacia otra conclusión distinta que la de un
arbitraje mediante la argumentación. Una meditación sobre la diversi
dad de lenguas, aspecto fundamental de la diversidad de culturas, puede
conducir a un interesante análisis de la forma sobre cómo se resuelven
prácticamente los problemas presentados por este fenómeno, tan claro
y evidente, de que el lenguaje no existe en ninguna parte bajo una forma
universal, sino solamente en la fragmentación del universo lingüístico.
Ahora bien, en ausencia de toda superlengua, no estamos completamen
te desprovistos; nos queda el recurso de la traducción que merece mejor
trato que el de ser considerada un fenómeno secundario, al permitir la
comunicación de un mensaje de una lengua en otra; bajo el título de
la traducción, se trata de un fenómeno universal que consiste en decir
de otra manera el mismo mensaje. En la traducción el locutor de una
lengua se transfiere en el universo lingüístico de un texto extraño. A su
vez, acoge en su espacio lingüístico la palabra del otro. Este fenómeno
de hospitalidad lingüística puede servir de modelo a toda comprensión,
en la cual la ausencia de aquello que podríamos llamar un tercero neu
tral pone en juego los mismos operadores de transferencia a ..., y de
acogida en..., de la cual el acto de traducción es el modelo.
Es sobre todo en el dominio jurídico donde se impone la necesi
dad de una aplicación propiamente creadora. Autores como Alexy han
intentado, es cierto, derivar de la ética del discurso una teoría de la
argumentación jurídica. La empresa está perfectamente legitimada en
la medida en que no se puede concebir un juez que estimara que la sen
tencia que pronuncia no es válida. En esta medida, la validez de una
sentencia singular no hace más que expresar la idea general de validez
puesta de relieve por la ética del discurso. Pero esta validez, ¿seguiría
siendo operativa en situaciones que no satisficieran ios presupuestos más
fundamentales de la ética del discurso, a saber, un estado abierto, ilimi
tado, desprovisto de coacciones, del discurso? La decisión jurídica está,
supuestamente, tomada en un marco legal, donde el intercambio de dis
cursos está codificado por un procedimiento constrictivo en virtud del
cual cada parte toma la palabra en límites de tiempo determinados; la
deliberación misma pone en juego un número limitado de protagonistas
cuyos papeles están netamente delimitados; en fin, la decisión final, la
sentencia propiamente dicha, debe ser tomada en un tiempo limitado,
un juez no está autorizado a sustraerse de la obligación de resolver. La
palabra misma de resolver un conflicto marca la distancia entre las con
diciones del debate en el marco de un proceso y la exigencia de apertura
ilimitada de la discusión orientada al consenso. Más importante aún
que estas constricciones, las estructuras mismas de la argumentación
jurídica marcan el lugar de procesos interpretativos, semejantes a los
empleados por la exégesis y la filología. Así, el tratamiento de casos
inéditos, aquellos que Dworkin llama hard cases, apela a un doble pro
ceso de interpretación: interpretación de alguna manera narrativa de
los hechos en cuestión e interpretación de la regla de derecho invocada
en la calificación de un delito. La argumentación está lejos de dejarse
encerrar en las reglas del silogismo práctico; éste se limita a poner en
forma un proceso complicado de ajuste mutuo entre la interpretación
narrativa de los hechos y la interpretación jurídica de la regla. En el
punto de intersección de los dos procesos se produce un fenómeno de
ajuste en que consiste precisamente la calificación jurídica del delito.
Esta mezcla, realmente destacable, de argumentación formal y de
interpretación concreta, en el marco del procedimiento pena!, ilustra
perfectamente la tesis que acabo de desarrollar aquí, a saber, que la
elección no es entre el universalismo dé ia regla y la singularidad de
la decisión. La noción misma de aplicación presupone un trasfondo
normativo común a los protagonistas. Por retomar el vocabulario de
Aristóteles, no habría problema de equidad en situaciones singulares si
no hubiera un problema genera! de justicia susceptible de un reconoci
miento universal.
La discusión de Rawls conduce a una conclusión del mismo orden.
¿Se hablaría de esferas de justicia si no hubiera una idea de ju íic ia que
presidiera el mantenimiento de pretensiones de cada esfera jurídica a
invadir el dominio de otras esferas? Y en el marco de la discusión de
la ética formal del discurso, ¿cómo no se recaería en la violencia si se
eliminara el horizonte del consenso? Más fundamentalmente, ¿cómo
se alejaría el conflicto de la violencia, si no tuviéramos la esperanza de
que su traslación al dominio de la palabra fuera susceptible de desem
bocar, si no en un consenso inmediatamente accesible, al menos sí en
el reconocimiento de desacuerdos razonables, o dicho de otra forma,
e" ” r. acuerdo sobre el desacuerdo? En conclusión, propongo las tres
consideraciones siguientes:
1. El universalismo puede ser considerado como una idea regula
dora que permite reconocer como perteneciente al dominio de la mora
lidad actitudes heterogéneas susceptibles de reconocerse como cofunda-
doras del espacio común desarrollado por la voluntad de vivir juntos.
2. Ninguna convicción moral tendría fuerza, si no elevase una pre
tensión a la universalidad. Pero nos debemos limitar a suministrar el sen
tido de universal presunto a lo que se presenta, en primer lugar, como
universal pretendido; entendemos por uni\ ersal presunto la pretensión
a la universalidad ofrecida a la discusión pública que espera el recono
cimiento de todos. En este intercambio, cada protagonista propone un
universal pretendido o incoativo a la búsqueda de reconocimiento; la
historia de este reconocimiento está ella misma trazada por la idea de
un reconocimiento que tuviera valor de un universal concreto; el mis
mo estatuto de idea reguladora invocado en la conclusión precedente
permite conciliar dos niveles diferentes, el de la moral abstracta y el de
la sabiduría práctica, la exigencia de universalidad y la condición histó
rica de contextualización.
3 . Si es cierto que la humanidad no existe mas que en culturas múl
tiples, al igual que las lenguas, — en lo que consiste fundamentalmente la
tesis de los críticos comunitaristas de Rawls y Habermas— las identida
des culturales presuntas por estos autores sólo son protegidas contra la
vuelta a la intolerancia y al fanatismo mediante un trabajo de compren
sión mutua para el que la traducción de una lengua a otra constituye un
modelo destacable.
Se podrían agrupar estas tres conclusiones baio la declaración si
guiente: el universalismo y el contextualismo no se oponen en el mismo
plano, sino que proceden de dos niveles diferentes de la moralidad: el
de la obligación presuntamente universal y el de la sabiduría práctica
que se hace cargo de la diversidad de las herencias culturales. No sería
inexacto decir que la transición desde el plano universal de la obliga
ción al plano histórico de la obligación pide echar mano de los recursos
de la ética del vivir bien para, si no resolver, al menos allanar las aporías
suscitadas por las exigencias desmedidas de una teoría de la justicia o
de una teoría del discurso que sólo contara con el formalismo de los
principios y el rigor del procedimiento.
Epílogo
expoliar, etc.). Es en este nivel, pienso, don de es válido el argum ento del
decan o Vedel y de Olivier Duhamel, según el cual la regla dem ocrática
exige la universalidad y, por tanto, la igualdad ante la ley f>enal, aplica
ble a todos, incluidos los ministros.
En cam bio, el vasto dom inio d el error y de la culpa en el plano del
desgobiern o no está tom ado en consideración p or esta penalización de la
política. Por mi parte, remitiría al m arco d el desgobierno lo que ha sido
pen alizado en exceso a título de negligencia, de retraso en la decisión,
etc. Es decir, que todo esto que es d el orden de la om isión del hacer d e
bería ser pensado políticam ente más que penalm ente.
* El texto francés utiliza una sinécdoque, bleus (azules), para referirse a cierro tipo
de documentos ministeriales franceses que requieren una respuesta inmediata, y que son
designados por su color. [N. de los T.]
problem as2. Sim plem ente quiero subrayar e l peligro consistente en resol
ver retroactivamente, y no sólo en creer saber cu ál era e l estad o del saber,
pues algunos sabían, sino tam bién en definir cu ál era verdaderam ente
el aban ico de las opcion es efectivam en te abiertas a la p olítica en aqu el
m om ento.
213
Jakobson, R.: l l l Popper, K.: 143
Jaspers, K.: 36, 139
Jauss, H. R .: l l l Ravaisson, F.: 17
Rawls, J .: 14, 15, 16, 39, 44, 59, 62,
Kant, I.: 10, 11, 14, 15, 25, 28, 34, 67, 82, 99, 117, 122, 123, 143,
39, 42, 50-54, 61, 64, 65, 68, 70, 152, 169, 194, 2 1 2 , 2 1 6-219,
71, 79, 80, 84, 97, 98, 117-119, 222, 223, 2 25, 226
121-124, 129, 156, 158, 169, Raynaud, P.: 145
187, 2 01, 2 05, 215-219 Rosanvallon, P.: 29
Kierkegaard, S.: 180 Rosenzweig, F.: 108
Klee, E: 144 Rousseau, J .- J .: 18, 24, 98, 129, 229