Está en la página 1de 3

Diario Los Andes

sábado, 22 de julio de 2017

Edición impresa

Crisis de la Justicia y formación jurídica


Héctor Ghiretti - Profesor de Filosofía Social y Política

En el vasto y descorazonador escenario de la institucionalidad disfuncional argentina, la


justicia brilla con (lúgubre) luz propia. Platón sostenía que en la polis perfecta un orden
justo y armónico hacía superflua la existencia de la ley y el derecho. En las últimas
décadas, la Argentina ha ido desmontando su sistema judicial sin haber alcanzado por ello
el elevado ideal platónico. El resultado parece claro.

En pocos trazos, el estado actual de la justicia combina una estructura ineficaz y


burocrática, magistrados poco idóneos cuando no venales -¡no todos, naturalmente!- y
una legislación cada vez menos adecuada para resolver los conflictos, desequilibrios,
violencias, delitos y crímenes que sufren los argentinos.

Sistema, personal, leyes: la crisis es general. ¿Es posible encontrar un hilo conductor, una
articulación entre esos males, un origen común?

El Judicial es un poder corporativo: concebido jurídica e institucionalmente, gobernado y


operado exclusivamente por abogados.

Si se quieren comprender las causas de la declinación del sistema judicial, resulta


imprescindible indagar en la formación profesional que reciben nuestros hombres de leyes.
Aquí pueden encontrarse las primeras pistas, el origen del problema.

La educación universitaria busca formar profesionales según parámetros de máxima y de


mínima. El criterio de máxima, en el caso del Derecho, es la formación de hombres
comprometidos con la promoción y defensa de la Justicia: el antiguo jurisconsulto del
Derecho Romano. El criterio de mínima es la capacitación de técnicos capaces de ofrecer
servicios profesionales de defensa de intereses en el contexto específico del ordenamiento
jurídico: el simple jurisperito.

En otras épocas estos dos extremos se hallaban relativamente equilibrados, en razón de


una mejor integración de los planes de estudio, que en su configuración clásica se
componían de dos tipos de materias. Por un lado las teóricas, que instruían sobre los
aspectos generales del Derecho, sus raíces filosóficas e históricas, su vinculación con la
Ciencia Política, la Sociología y la Economía, su articulación con la Ética. Por otro, la
enseñanza de las diversas ramas del Derecho, que apuntaban a la formación técnica
jurídica.

En las últimas décadas las materias teóricas en la carrera de Derecho han acompañado la
crisis de sentido que afecta en general a las Humanidades y las Ciencias Sociales,
abismadas en debates epistemológicos (es decir, en torno a la posibilidad de producir y
comunicar conocimiento verdadero) de los que se han mostrado incapaces de salir por sí
mismas.

Estas tendencias fueron introducidas en el ámbito de la enseñanza del Derecho, que es


una disciplina esencialmente práctica, orientada a la acción, no como debates o núcleos
de desarrollo científico que servían para ampliar el espectro de conocimientos que ya
proveían las antiguas materias, sino directamente como sustitutos. Si se quieren apreciar
los efectos sociales erosivos de la crisis contemporánea de las Humanidades y las
Ciencias Sociales, basta ver cuál es la formación que reciben los abogados.

En lugar de las viejas materias teóricas se les provee a los alumnos un amasijo de
contenidos en los que se mezclan las teorías críticas del Derecho, diversos
posestructuralismos, posmodernidades y deconstruccionismos, teorías de género,
corrientes sociológicas en boga, etc.

Desvinculada del objeto que analiza, la crítica se convierte en ideología.

El problema no es exclusivamente argentino. Uno de los argumentos para relativizar el


descrédito del controvertido Eugenio Zaffaroni es que posee un gran reconocimiento como
académico en el extranjero. Este dato, no obstante, podría estar indicando, otra realidad:
no tanto el prestigio del profesor Zaffaroni sino la profunda crisis en la que se encuentra el
derecho penal en el mundo.

Es probable que el impacto de estas teorías sea más profunda en nuestro país, dada la
alta sensibilidad de los académicos e intelectuales respecto de las tendencias y novedades
del ambiente, sólo comparable al mundo de la moda. 

A esto se agrega el hecho de que la complejidad creciente del propio Derecho, empujada
por la positivización, ha llevado a que se le dediquen cada vez más asignaturas técnicas
en desmedro de las teóricas. Menos y peor teoría, más técnica.

Mientras que las facultades siguen produciendo técnicos del Derecho aunque en formas
cada vez más degradadas (basta ver la emergencia del carancho como tipo profesional
dominante: su hábitat no se limita a los juzgados penales; los hay también en los grandes
bufetes y los departamentos jurídicos corporativos) la posibilidad de formar profesionales
comprometidos con la Justicia se ha perdido casi por completo.
Conocer las teorías críticas sobre el Derecho no equivale a saber Derecho. Los alumnos
que muestran inclinación o vocación por la teoría jurídica y que son potencialmente el
mejor fruto de las facultades de Ciencias Jurídicas, son persuadidos de que el Derecho
es incapaz de servir a la Justicia, de contribuir a su realización. El resultado es la
formación de académicos, magistrados, funcionarios y activistas que no creen en la
función social del Derecho.

La interacción de "técnicos" y "críticos" del Derecho nos pone, desde el punto de vista de
la Justicia, en el peor de los mundos posibles.

Es necesario aclarar que ni todas las escuelas de Derecho siguen esas tendencias, ni
todos sus profesores son partícipes de esa declinación, ni se encuentra en sus aulas la
suma de los males del sistema.

La formación de los abogados forma parte del colapso del sistema educativo que
experimenta nuestro país. Esa crisis es más evidente en los ciclos básicos, como la
primaria y la secundaria. Pero la situación no es menos grave en la educación superior.
Las universidades se encuentran en un estado de decadencia sordo, invisibilizado, que no
muestra su particular profundidad, entre otras cosas, por el mero hecho de que han ido
perdiendo progresivamente su relevancia en el entramado institucional del país.

Ramón Doll, autor maldito de juventud anarquista y socialista, madurez nacionalista y


peronista y vejez nazi y antisemita, sostenía en 1939 que la Argentina se hallaba sometida
a una "oligarquía curialesca triangular": bufete-estrado (tribunales)-cátedra. Advertía el
dominio incontestado que habían conseguido los abogados en esa República verdadera
que vaticinara Alberdi. 

Esta hegemonía es probablemente inevitable: en un contexto de democracia formal y


Estado de Derecho, en el que las leyes y los procedimientos son los que estructuran y
otorgan legitimidad al sistema, la profesión de abogado se revela como la más política, la
que capacita mejor para el gobierno. Razón de más para replantearse muy seriamente su
formación: en definitiva es la materia prima, no solamente del sistema judicial, sino
también de la dirigencia política del país.

También podría gustarte