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La esperanza de Don Nicolás.

Lo inesperado en Colombia en realidad pasó varios meses atrás. En su primera noche de plaza
pública llena, Gustavo Petro inauguró la campaña presidencial hablando del Apocalipsis. Y
quién lo iba a imaginar, a Petro no le dio vergüenza igualar el texto sacro al tercer tomo de El
Capital. Se le ocurrió la chocante idea de que el final de la Biblia estaba dedicado a advertir
sobre el Cambio Climático y que, por supuesto, el secreto y causa de todo esto ya lo había
descubierto nadie menos que Marx. Pasaron pues, los meses entre profecías de calamidades y
promesas de paraísos, hasta que el 19 de junio un devoto marxista fue elegido presidente de la
República.

Quien maneje algo de literatura política del pasado siglo, encontrará inevitable pensar en la
crítica de Eric Voegelin a esa tendencia —muy propia de la estafa progresista— de inmanentizar
lo escatológico. En castellano, esa peligrosísima estrategia política de manosear la esperanza,
para trastornarla en la ilusión de un proyecto terreno. La táctica es de manual: sembrar terror con
catástrofes y enemigos, para luego estafar con la idea de un paraíso en la tierra y la promesa de
realizarlo en tiempo récord. Al final, aunque sorprenda, las categorías teológicas siempre han
hecho parte tanto del discurso marxista como de esta religión progresista de hoy, solo que la
intención está en sustituirlas por su programa político. “La tierra será el paraíso de toda la
Humanidad”, reza un delirante himno comunista; “Cambio por la Vida”, fue el eslogan de
nuestro embaucador electo.

La verdad es que, después de lo que escuchamos en su campaña, la presidencia de Gustavo Petro


solo puede terminar de dos formas: la desilusión o el terror. Por supuesto preferimos lo primero,
pero hay que estar preparados a que estos 4 años —y esperemos que solo 4 años— los
colombianos viviremos tiempos difíciles. Y todo por nuestra inmadurez. Después de conocer los
terrores a nombre de ideologías utópicas, después de presenciar revolucionarios con crucifijo que
terminaron siendo mercenarios; en este país hemos decidido depositar nuestra sagrada esperanza
en la promesa de una “nueva Jerusalén” fast track por obra del ex guerrillero salvador. A
algunos, la sensación de desesperanza nos visitó el mismo 19 de junio, pero a otros les llegará
con el tiempo que se encargará de deshojar ese edén artificial, y cuando llegue, su caudillo
fallido azuzará el terror, creará enemigos y utilizará el malestar con la intención de seguirnos
enemistando mientras conserva su poder. Así, el desánimo nos seguirá visitando hasta que
maduremos, hasta el día en que aprendamos a distinguir entre esperanza y optimismo ingenuo.
Bien decía Agustín que las dos cosas que matan al alma son “la desesperanza y la perversión de
la esperanza” (De Hipona, A.; Sermón 37 sobre el Nuevo Testamento), la segunda siempre
concluye en la primera.

Tanto los desesperanzados como los estafados del 19 de junio nos merecemos una “terapia de
choque” que sacuda nuestra incomprensión de la condición humana. Para esta noble tarea, el
gran escoliasta colombiano Nicolás Gómez Dávila, tiene en su biblioteca la catequesis que nos
hace falta. Gómez Dávila no era propiamente un desesperanzado, menos un nihilista, esto es lo
primero que habría que desmentir. La realidad es que quienes lo han entendido exclusivamente
desde el pesimismo se quedaron a mitad de camino. Seguramente la expresión que mejor lo
describe es la que Juan Manuel de Prada acuñó para sí mismo: un “pesimista esperanzado” (De
Prada, J.; Una Biblioteca en el Oasis). Es decir, un hombre plenamente consciente de los límites
de la existencia humana, y a la vez creyente de la capacidad que hay en la trascendencia para
abrir puertas en los muros de nuestra pobreza. Era un expectante del milagro.

“Condición humana” es el concepto crítico. Es el epicentro de miserias y glorias, un encuentro


de dos escenarios contrastantes: el fracaso de los sueños y la visita del milagro. Pero con un
agregado determinante, y es que en medio de ese contraste hay algo que se mantiene irrefrenable:
nuestro deseo de paraíso. ¿Qué tiene que ver esto con las agitaciones políticas que nos llevaron al
19 de junio? Todo, pues comprender a la persona humana —y la divina, por supuesto— es
precondición para entender de política; la política es la expresión viva de nuestra condición.
Mirar a nuestra naturaleza a los ojos organiza nuestra madurez política, que luego nos enseña de
dónde debemos esperar, y de dónde no.

Ante todo esto, una nota aclaratoria: Don Nicolás nunca tuvo ánimo aleccionador, poco le
interesó educar con sus notas o sus textos, además despreció a la democracia moderna en cuanto
pudo, de manera que bien le podría haber parecido ingenuo o hasta escandaloso tomar una idea
suya para mejorar lo que seguramente consideró esencialmente podrido. Pero a pesar de lo
inclasificable, siempre quiso transmitir “una verdad que no muere” (Gómez Dávila, N.; Escolios
a un Texto Implícito II). Por esa actitud que sí mantuvo durante su vida, lo podemos considerar
un profeta. Incluso reúne aquella condición primera de todo profeta, la de no serlo en su propia
tierra. Los que somos de su tierra, debemos sobreponernos a todo esto, pues tenemos el deber de
instruir nuestra vida con sus máximas en cuanto más sea posible. 

El primer descubrimiento para nuestros amigos estafados será este: el paraíso no se pudo
construir por falta de mano de obra. Esta es la idea inicial de una obra poco conocida de Gómez
Dávila: su ensayo sobre la miseria y la gloria del hombre. Eficaz “terapia de choque” que
interpela a cualquier optimista ingenuo que dejó adulterar su esperanza. La primera enseñanza:
contemplar nuestras limitaciones y miserias, comprender que “nuestra alma escuálida solo es
capaz de una fracción de los actos con que sueña” (Gómez Dávila, N.; Textos), tener el temple de
soltar la fe en ilusiones y afrontar al mundo como lo que es: “frontera, término, fin” (Gómez
Dávila, N.; Op Cit). Así el pesimismo se vuelve la “posesión viril” (Gómez Dávila, n.; Escolios
a un Texto Implícito I) de la esperanza, se deja de esperar en la prudencia humana, para que dé
paso a la providencia divina. 

“La naturaleza humana siempre toma por sorpresa al progresista” (Gómez Dávila, N.; Op Cit).
Nuestro amigo estafado, tan pronto observa la realidad, pierde su ilusión ante el poder del
Estado. Adquiere consciencia de los límites del poder para esperar muy poco, y advierte sus
miserias para limitarlo más todavía. Comprende que “el hombre y sus esperanzas se extienden
más allá del oficio del Estado y de la esfera de la acción política” (Ratzinger, J.; Liberar la
Libertad), desvela —por fin— que “el hombre es un problema sin solución humana” (Gómez
Dávila, N.; El Reaccionario Auténtico), y decide nunca más elegir a quien lo droga prometiendo
curarlo. Ya el gobernante no es su Dios, ahora se encuentra ante dos alternativas: o la
desesperación, o encontrar que tiene a alguien más arriba, que Dios es Dios y el hombre es solo
el hombre.

Pero “el hombre es un animal perdido, sin ser un animal abandonado” (Gómez Dávila, N.; Op
Cit), hay un inmediato contraste. Los desesperanzados del 19 de junio, aquí descubrimos que es
real nuestra miseria, pero más real la prometida visita del milagro que transfigura nuestra
incapacidad. De esta forma el pesimismo no es paralizante, sino que se vuelve precursor de la
esperanza: “¿cómo puede vivir quien no espera milagros?” (Gómez Dávila, N.; Op Cit)
Entonces, al muro se le empieza a dibujar una puerta, la “desesperanza superada” abre paso al
renacer del sol al final de la noche (Bernanos, G.; Conferencia a estudiantes brasileños). Nicolás
Gómez Dávila descubrió aquí el secreto de la esperanza teologal: “Es en el fracaso mismo —
concluye— …donde el hombre halla el firme suelo de sus sueños”, “esperamos en un futuro con
mayúscula” (Gómez Dávila, N.; Op Cit).

De esta lección, los desesperanzados tenemos un mea culpa que ofrecer. Por vergüenza a las
categorías teológicas, nos hemos privado de la esperanza y nos resignamos al amargo pesimismo
aplicado a todo. Escogimos la política sin fuego, insípida, sin gracia, pro-sistema y pro-statu quo.
Por sentirnos muy moderados, nos hicimos los dignos criticando al populismo que hoy arrasa, y
claudicamos ante realidades crueles. Nos dejó de interpelar la injusticia, nos hicimos
negacionistas de la podredumbre, e hicimos aguantar al sistema hasta que fue imposible. Hoy los
conservadores conservan poder, a la democracia cristiana se le podría llamar democracia sin
gracia y las derechas están llenas de mezclas pegadas con babas de acuerdos sobre puntos cada
vez más insignificantes. Se perdió el sentido de trascendencia y el espacio vacío lo terminó
llenando la estafa progresista como “eco agonizante de la esperanza desaparecida” (Gómez
Dávila, N.; Op Cit). 

Pero “en el principio no fue así” (Mt 19:8). Por contradictorio que suene, hubo un tiempo en que
“el Estado produjo bienes por encima de toda esperanza” (Léon XIII; Immortale Dei). No
decimos esto con el fin de despertar nostalgias de “pasados abolidos” (Gómez Dávila, N.; Op
Cit), sino porque debemos —y de esto depende todo— encontrar la razón del logro. Los
milagros han sido posibles por la madurez. Y aquí nos encontramos ante nuestra última lección
gomezdaviliana: nuestro deseo corresponde a una realidad que la madurez nos ayuda a descubrir.
“El hombre ansía una inmanencia divina” (Gómez Dávila, N.; Op Cit), inicia afirmando su obra
ya citada, que culmina perfectamente de esta forma: “tal vez su terco fervor no [la] desearía, si
no fuese prometid[a] a su ardiente posesión” (Gómez Dávila, N.; Op Cit). Es posible encontrar
milagros en medio de las turbulencias políticas que vivimos, es lícito “abrigar la esperanza de un
nuevo esplendor terrestre” (Gómez Dávila, N.; Op Cit); podemos y debemos esperar en que
nuestros fracasos políticos preparan ambientes de inmensos bienes, ¡la esperanza no defrauda!
Pero debemos madurar para saber de dónde viene y nosotros hacia dónde vamos. El “nuevo
esplendor” no es obra nuestra, apenas participamos, y tan solo es el eco de uno perfecto. El
“nuevo esplendor terrestre” con el que se vale soñar, siempre será “herido, endeble, mortal”
(Gómez Dávila, N.; Op Cit). Y aquí está la perfecta madurez de la esperanza: “madurar no
consiste en renunciar a nuestros anhelos, sino en admitir que este mundo no está obligado a
colmarlos” (Gómez Dávila, N.; Op Cit).

Ante un continente que parece cada vez teñirse más de rojo, cabe decir que Gómez Dávila no nos
habla solo a los colombianos.

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