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ISBN: 978-607-7713-72-2
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cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico o de cualquier otra índole, no está autorizado, salvo
aprobación acordada y expresa por escrito con la Secretaría de las Culturas y Artes de Oaxaca.
en la calle y te decía ¿ves allá la puta que coge con bukowski? soñaba
que soñábamos juntos, aunque al final eras tú en la fotografía y nadie
más. y también soñé contigo diciéndome al oído las cosas que nunca
me dijiste. sueño un poco ahora, soñaba antes: veo un hombre que
no se despertará realmente ni hoy ni nunca, ni mañana, ni ayer. y así
y así y así. soñaba además que sentía tu piel contra mi piel bajo las
sábanas. (7:25 am). te siento moverte, andrés: tus últimas vacilaciones
mientras te detienes en este lugar entre sueño y la vigilia. (7:37 am).
hace siete minutos que sonó el despertador. (7:39 am). corre el tiem-
po y todavía no salgo de la cama. no quiero alejarme ni un ápice de
este mundo de descanso eterno, de placer sin límites, que es la duer-
mevela. extiendo la mano para buscar el cuerpo de andrés a mi lado.
ahí está: encuentro su pecho apenas protegido por la ropa ligera de
dormir. y ahora su mano, que acaricio con la punta de los dedos para
luego seguir recorriendo todo el largo de su brazo, tan quieto bajo
las sábanas traslúcidas. andrés se despierta, lucha tratando de des
embarazarse de aquella masa pegajosa que no lo deja salir tan fácil.
le doy un beso rápido en la mejilla, le digo que siga durmiendo. él
sólo alcanza a balbucear algo que yo no entiendo. me incorporo un
poco y, ya con los ojos completamente abiertos, admiro la figura de
andrés descansando a mi lado. (7:40 am). no quiero salir de la cama.
(7:44 am). giro, dejo caer y apoyo mis pies en el suelo; después me
levanto y tiemblo como si fuera derrumbarme en cualquier momen-
to. me cuesta ver la definición de las cosas. me cuesta sentir mi
cuerpo. (7:45 am). gustavo, ese ser que ya empieza a apoderarse de
mí, comienza a andar despacio, dirigiéndose a la puerta entreabierta
del baño. ahí, abro la ducha y espero a que salga el agua caliente.
(7:47 am). me desvisto y me poso bajo el fluir decidido de la regade-
ra. la temperatura del agua, tan caliente como a mí me gusta, no
hace más que reafirmar mi adormecimiento: un golpe sutil, deses-
perante y final contra la cordura de un hombre que lo único que
quiere es conquistar el estado de alerta y así poder llegar a tiempo al
trabajo. sin embargo, brevemente me han derrotado: creo que de
nuevo me encuentro soñando y que el vapor en que se convierte el
agua luego de chocar contra mi piel formando muchísimas figuras
siempre fantasmales, cuenta todas esas historias que yo no podré
ese nombre falso que ahora está impuesto a la calle sobre la que se
mueven mis pies; y pienso también en aquel botánico italiano en
honor a quien está bautizado el parquecito frente a mí. (8:15 am).
en la esquina, alzo la mano para detener un taxi, pero no hay taxis en
este sitio a esta hora del día. los autos que se ven andando pueden
contarse con los dedos. me detengo a mirar otra vez el conzatti sin
prestarle atención realmente. observo las pocas gentes que pasan, la
poca vida que hay a mi alrededor, el aire límpido de una antequera
que no sueña con crecer como metrópoli. empecé primero mirando
sin atención, pero he terminado haciéndole caso a los más nimios
detalles: el vestido tan variable de las personas que caminan sin vol-
tear a verme, la textura descascarada de las paredes de la clínica del
imss que es casi vecina, la separan unos metros de banqueta única-
mente, del edificio de departamentos donde vivimos andrés y yo.
(8:17 am). no transcurre mucho tiempo. el carro se detiene ante mí,
subo, le digo al chofer la dirección de la biblioteca y arrancamos.
reviso mi celular para comprobar la hora que es: tengo únicamente
trece minutos para llegar a mi trabajo. afortunadamente son sólo
unas pocas cuadras que en otra ocasión hubiera recorrido a pie sin
ningún remilgo, hasta gustoso de caminar y ver las calles de la ciudad
una vez más, con la calma que le dan las mañanas al centro de mi
antequera. pero ahora sencillamente se ha hecho demasiado tarde
para mi paso lento y cansado. (8:18 am). yendo por avenida juárez,
veo el mundo. antequera no está dormida, pero así, en este estado
letárgico, no parece tampoco estar despierta. ahora, incluso, se ve
más como esa ciudad sepia, con todo y la mañana luminosa que es
y los colores que hay, que busco retratar en mis ficciones. esa ciudad
que ha inundado casi todas las páginas que he escrito y que me bus-
ca y acosa constantemente, como pidiéndome algo. esa ciudad con
la que llevo una relación de amor-odio condenada a perdurar por
siglos, casi insoportable. esa ciudad que reconozco como mía, como
mi territorio, paraíso o infierno. y siento también en este momento
todos esos lugares mágicos y perdidos de la urbe, que voy distin-
guiendo o que va trayendo a mí el recuerdo, donde han ocurrido
tantas cosas que me superan y de las cuales yo he escrito tanto; esos
sitios son solamente míos, los lugares más escondidos y alejados de
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sociedad que tantas veces nos ha censurado los besos y las caricias.
(4:57 pm). ay, andrés: cómo me encanta cuando crees sin reservas en
todas y cada una de las frases que digo, cuando sin demasiados pre-
ludios admites que tengo razón al odiar a esta gente, al despreciar a
todos esos rostros lejanos junto a los cuales me crié, al querer escapar
de ese ente extraño que llamamos sociedad. a lo mejor ése sea real-
mente el amor: creer a pies juntillas lo que dice el ser enterrado
entre tus brazos. (4:58 pm). la casa, como muchas otras cosas, tam-
bién está vacía. (4:59 pm). pienso en nato, en sus apropiados regaños,
y no lo culpo: él es una persona capaz de relacionarse bien con todo
el mundo, aun con esa particular discapacidad que supone el leer
todo aquello que cae en nuestras manos. él puede apreciar a los seres
por ser simplemente seres; yo estoy negado a esas bondades y sim-
plezas, a esa felicidad a ratos envidiable. (5:00 pm). pienso en andrés
entrando al departamento y no encontrándome. (5:01 pm). sobre la
mesa, esperan los platos que gustavo tomó de la casa de su familia y
que dice eran de su abuela. y, danzando apenas con el aire, un olor
delicioso, un aroma de hogar que llena el espacio. listo todo para
servirse: una ensalada caprese, una crema de verduras, arrachera
asada. ¿dónde andará él? (5:02 pm). andrés toma la nota que lo espe-
ra sobre la servilleta de tela que tapa la comida, una hoja doblada en
donde se adivina la caligrafía cursiva y difícil, de poeta, de gustavo.
presiente por un momento una nota de despedida. pero no, sólo una
excusa por su ausencia. así es él, quizás piense, romántico: prefiere
dejar notas que usar el celular. (5:28 pm). inquietud en la boca del
estómago: empezar con el vicio delicioso de un cigarrillo tras otro,
de encender el que sigue con la colilla del que se acaba. y tomar de
vez en cuando una cerveza tecate del refrigerador blanco. (5:41 pm).
ya totalmente frío, el olor de la comida se ha desvanecido. (6:13
pm). el sudor en las manos te incomoda. (6:30 pm). miras el celular.
(6:46 pm). expectación. andrés se inclina a tomar el teléfono que
reposaba en la mesa. no lo usa. permanece con los brazos apoyados
en el sofá. (6:51 pm). ¿llamar a gustavo? (7:17 pm). ¿volverá y come-
rán los tres tiempos todavía? (7:19 pm). apagar el televisor. (7:29 pm).
finalmente se levanta y sale del departamento, aquel refugio secreto,
sagrado, solitario, al cual han venido a parar, como huyendo de algo,
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de alguien, de algo que no puede ver. / (7:31 pm). una calle sola.
todas las calles están solas en antequera, a todas horas. siempre exis-
te en el aire la sensación penosa de estar cruzando un camino al
borde del precipicio y la nostalgia. andrés camargo acaba de cruzar
la calle. (7:32 pm). cruzo avenida juárez. (7:33 pm). los carros pasan
y pasan. las calles de antequera siguen solas. de vez en cuando alguien
anda por ahí pero la soledad sigue surgiendo de entre las paredes y
las banquetas. mantengo la vista perdida en línea recta, apuntando
al frente. distingo a andrés a unos pasos de mí. estoy tan acostum-
brado a no ver a la gente a los ojos que estuve a punto de confundir
a mi chico con uno de esos seres sin rostro y sin historia que luego
uno se topa en los lugares menos pensados. (7:34 pm). los árboles
tupidos y enormes del parque el llano nos observan, luchan por
hacerlo, otorgan un sentido de infinitud al cielo nublado de esta
tarde de verano que amenaza con llover y llover. como si el límite de
las hojas verdes abriera un espacio infinito, una brecha en el tiempo.
pienso en mis manos que pudieron haberse rozado con las tuyas,
andrés, como se rozan a veces las manos de los demás transeúntes,
por mero descuido.
—te estaba buscando —dice andrés, indicándome con un gesto
de la cabeza que regresemos a casa.
(7:35 pm). lo miro, luego elevo la mirada al cielo ceniza. asiento.
—vamos.
caminamos, andrés y yo, tomados de la mano. me detengo antes
de cruzar reforma, viendo el café arabia que colinda con los depar-
tamentos y que está justo delante de nosotros. (7:36 pm). damos
unos pasos.
—espera, espera, andrés; quiero un café —le digo.
—a ti casi no te gusta el café —me mira, entre serio y coqueto.
(7:37 pm). sonrío.
—un té, pues… o quién sabe, hoy todo el día he tenido antojo de
café… ¿entramos?
dice que sí con la cabeza. entramos al arabia: sus paredes blancas,
su mobiliario en extraña combinación cálida de amarillo, verde, na-
ranja. nos sentamos en una mesa al fondo del lugar, lejos de los si-
llones donde algunas señoras charlan escandalosamente. para mí,
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todo lo que no tenga que ver con literatura es escandaloso. (7:40 pm).
pido una infusión de canela, andrés un cappuccino frappé. (7:50
pm). ya con nuestras bebidas sobre la mesa, le digo a andrés:
—¿puedo pedir un strudel de pera o… no, mejor un pie de man-
zana?
—¿por qué me pides permiso? —responde.
—pues porque tú vas a pagar todo.
me sonríe con esa coquetería: torcer la boca, brillo en los ojos.
dice que sí asintiendo con la cabeza. a veces siento que vivo para
estos pequeños caprichos: la mirada de andrés, el azúcar de una re-
banada de pastel. (7:59 pm). corto un trozo de pie de manzana y lo
llevo hasta la boca del chico frente a mí. lo veo pasar su lengua por
la cuchara. (8:11 pm). andrés, quiero ahora ese pie helado de limón,
ya ves que tanto antojo tenía anoche. cómpramelo. (8:20 pm). él me
mira comer, todo silencio. silencio apabullante inmerso en el suave
susurro de las conversaciones ajenas y del andar de los carros y la
vida allá afuera. alguna clase de silencio en la acera que se ve tan
lejana desde aquí, a unos pasos. (8:28 pm). miro a andrés, ya no hay
nada sobre la mesa. (8:35 pm). ah, la noche apacible de antequera,
con sus faroles de luz amarillenta escurriéndose por los suelos de
cantera de las calles, y su tranquilidad inmóvil, y su refugio histórico.
siento el dulzor que se me acomoda en la boca, en el espacio entre
los dientes. (8:42 pm). echo una ojeada rápida al reloj de pulsera. con
una leve inclinación de la frente, le digo a andrés que es hora de irnos.
él alza la mano, llamando al mesero, pide la cuenta. (8:46 pm). pa-
gamos. salimos. nos enfilamos, yo por delante, a la casa que queda
solamente a unos cuantos metros. (8:47 pm). antes de entrar, en el
quicio de la puerta, rebusco en los bolsillos de mi pantalón, luchando
por dar con las llaves del edificio. y de pronto, como se dicen tantas
cosas con la luz difuminada, andrés me dice:
—vámonos. no quiero pasar aquí nuestra última noche en la
ciudad.
me quedo, primero, sin habla. (8:48 pm). y no puedo y no quiero
por nada del mundo decirle que no. echo a la basura los planes de
una noche en la cama, unas horas sin más, sin demasiado abrir los
ojos, en la duermevela donde ninguno de los dos hablamos. todo eso
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—le digo a la par que extiendo la mano. (9:40 pm)—. ¿no tienes un
cigarro?
me ofrece una cajetilla de marlboro clásicos. tomo uno y andrés
lo enciende con uno de los zippo que le regalé por su cumpleaños.
—¿por qué no tienes hogar, gustavo? —me pregunta.
—qué terrible. no sé cómo te gustan. prefiero mil veces los camel
—balbuceo entre el humo—. sí tengo hogar, ya te lo he dicho: mi
hogar no son lugares: son libros, personas. qué pena que ya lo haya
dicho antes bolaño.
(9:41 pm). yo fumo para hacer más densas las nubes, más intenso
el negro del cielo. me separo un poco de mi chico, sólo para luego
poder tomar su mano y llegar juntos al centro de la plaza, esa plaza
de suelo rojizo y descascarándose la pintura.
—¿el hogar es donde permaneces siempre? —quiere saber, me ve
a los ojos.
arriba el primer bramido de la tormenta que no aparece.
—creo que sí, lo demás son sólo residencias.
—¿es posible vivir en las historias, en los recuerdos?
lo miro a un par de pasos de distancia. (9:42 pm). otro trueno de
presagio.
—espero que sea cierto —atino vagamente a decir.
—tú siempre estás en tus historias, son tú de muchas maneras
—dice.
a veces andrés también sabe decir las cosas. siento el bramido de
los relámpagos en la carne bajo mis hombros. elevo una súplica: que
no llueva, porque húmedas ya no se ven las estrellas y se me enmo-
hecen los sueños.
—pero mis historias siempre me remiten a ti —le digo—. ¿qué
ocurre con eso?
silencio. (9:43 pm). pienso en nuestra historia: andrés y yo y el
año pasado que trastocó nuestro mundos, estas épocas convulsas de
la juventud sin límites. (9:44 pm). miro la noche negra que no dor-
miremos, la noche última antes de partir. (9:51 pm). miro esa ciudad
que parece desierta viéndola desde la plaza madero. (10:00 pm). miro
todo, todo en este instante perfecto que creamos nosotros esta noche,
aquí, ahí, solos, con nuestras respiraciones, él y yo, y nuestra historia.
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II
Sí, ahí estaba yo, como perdido totalmente. Catalina me había dicho
vamos a Buika, ahí van a estar todos ellos, y yo no pude decir que
no. Quizás, en una parte del fondo de lo que sea que tengo en el
pecho, me hubiera gustado poder negarme. Porque ver a Andrés
fuera de nuestra intimidad, de nuestro pequeño espacio solitario y
enteramente nuestro, es siempre un acto del más supremo maso-
quismo.
—¿Y para ti, Gustavo? —me pregunta mi hermana.
—¿Yo? Eh…
—Sí, ¿qué quieres: un tequila, una piña colada… algo?
—Una piña colada está bien —alcanzo a decir.
El mesero se va. Catalina me mira. Fátima me mira. Inés, Damián
y el bueno de Rodrigo también me miran. Julián observa a otra par-
te. Nato se ha quedado apresado en lo que sea que su celular puede
ofrecerle. Somos todos los que estamos en la mesa. Nadie, con la
excepción obvia de mi hermana y tal vez Inés, tiene idea clara de
cómo actuar en este tipo de lugares. Debo confesarlo: es la primera
vez que estoy en un antro, y aquí, mis amplios conocimientos de li-
teratura no sirven para absolutamente nada, son incluso más inútiles
que allá afuera, en el mundo exterior.
—¿Estás bien, Poeta? —me dice Inés poniendo su mano sobre
la mía.
—Sí… —pero no lo cree nadie, ni yo mismo ni el sudor que per-
la mi frente.
Normalmente me importa un reverendo carajo la forma apropia-
da para comportarse según las circunstancias, pero en este lugar,
Buika, mi espalda y mi rostro se vuelven tensos, se contraen, y me
siento como un ser incapaz de lo libre y lo espontáneo, uno de esos
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seres patéticos que tiene que planear cada uno de sus actos con de-
masiada anticipación.
—Mira, Gus… ahí están —dice Catalina en voz baja.
Con los ojos, mi hermana me señala un punto lejano tras la pista
de baile. Sí, ahí están, todos ellos. Con una discreción envidiable, el
selecto grupo de personas a mi alrededor voltea bruscamente para
verlos. Alfonso Arnaud no tarda en darse cuenta de que los miramos:
luego tose y se inclina hacia adelante, apoya los codos en la mesa
esperando que sus amigos se acerquen para informarles. Y es ahí
cuando mis ojos se encuentran con los de Andrés Camargo. No me
sonríe, sólo me mira extrañado, como si nunca hubiera pensando
encontrarme en este lugar. Yo tampoco le sonrío. Tras unos segundos
de miradas en vilo, las cosas regresan a la normalidad acompañadas
del mesero que nos trae las bebidas.
Inés y Catalina toman tequila, por supuesto. Julián no olvida la
cerveza. Damián tuvo la ocurrencia de pedir vino tinto. Fátima,
imposible no amarla de la ternura, bebe una naranjada sin alcohol.
Nato sólo fuma, incansable, sin ningún líquido a la mano. Y Rodrigo
pidió sólo un vaso de agua pura. A leguas se nota que todos somos
aves de biblioteca que se perdieron en el vuelo y fueron a dar, teme-
rosos, temblorosos, sin saber muy bien cómo, a aquel confín tan
extraño y extraviado del mundo.
—Recuérdenme idea de quién fue que viniéramos acá —digo.
—Mía, se me ocurrió llamarlos, ya sabes, me dije a mí misma
bueno por qué no salir con los chicos esta noche —dice Catalina con
una sonrisa.
Pienso decirle que es una mentirosa, pero me contengo.
—Supongo que fue una buena idea: Buika no es como otros bares,
aquí a veces hay algunos concursos y viene gente más grande, en la
puerta me he encontrado a unos amigos de mis padres por ejemplo
—comenta Inés.
—Hoy hay concurso de baile —apunta de pronto Fátima, abrien-
do la boca para hablar por primera vez en mucho tiempo.
—¿En serio? ¿Cómo lo sabes? —interroga Damián.
—Lo vi en un cártel en la calle el otro día.
Ya de por sí Fátima es sumamente rara, pero cuando habla en
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luego volver y empezar a cruzar los pasos. Con todo, no estoy segu-
ro de verme mejor que Al Pacino en Perfume de mujer. Por un segun-
do, cuando a la música ya no le quedan más que unas cuantas palpi-
taciones de vida, mis piernas tiemblan por primera vez; únicamente
entonces siento miedo.
Bajo mis dedos, entre la carne de la espalda de mi hermana, la
tensión disminuye a medida que avanzan los compases. Y al final
cuando terminamos inclinados, en paralelo con la situación del sue-
lo, y la multitud aplaude irregularmente, Catalina no puede más que
sonreír, relajada por completo mientras nos dirigimos a la mesa
donde los demás nos esperan. Es lamentable que ahora, en este pre-
ciso instante, el peso del alcohol dentro de mi cabeza haya disminui-
do notablemente: sólo queda un tímido rezago, pero ya no la confu-
sión total que gobernaba mis instintos hace unos minutos.
—No nos fue tan mal, ¿verdad? —me pregunta Cata antes de
sentarnos.
—Me impresionan, muchachos. ¿Dónde aprendieron a bailar así?
—nos ataca Inés ni bien llegamos.
Antes de responder alguna de las dos cuestiones, prefiero pedir
que alguien me sirva un vaso de lo que sea que estén bebiendo ac-
tualmente. Damián se muestra caritativo y, en silencio, cumple mis
súplicas. Para evitar bochornos por mi comportamiento etílico,
aduzco ante todos una sed tremenda por el esfuerzo físico que re-
presenta la danza.
Miro con tristeza el lugar vacío que ocupaban Nato y su cajetilla
interminable.
Luego me levanto bruscamente y me disculpo. Trato de ir a los
sanitarios con la mayor naturalidad de la que soy capaz, caminando
como si apenas estuviera allí. No reconozco ninguno de los rostros
que me observan mientras recorro el lugar: es la primera vez que
voy a Buika: yo soy más de esos chicos que pasan las noches de los
sábados en cafés con sus amistades, o solos viendo alguna película
en la inmensidad oscura de su habitación. Me encuentro tan ensimis-
mado, como de costumbre, en mis tribulaciones carentes de sentido
que no me doy cuenta en qué instante Andrés Camargo sale por un
costado y se detiene frente a mí.
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III
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IV
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—Ah, sí…
—¿Los conoces?
—Sólo de vista —y luego nuevo silencio.
Tengo prisa: el segundero apremia en mi muñeca, como si al
avanzar apretara la correa del reloj. Me levanto. Aún tengo que ir
por Catalina a casa de no sé quién: es el precio por pedirle a mi madre
que me prestara el carro.
—Ha sido un placer, me llamo Gustavo Palacios —digo, y extien-
do mi mano para estrechar la suya (su piel es suave, más clara que la
mía).
—Andrés Camargo, y lo mismo digo.
—Supongo que nos veremos en unos meses —es lo último que
atino a decir; luego lo veo sonreír y doy media vuelta.
Cruzo el marco de la puerta corrediza de cristal y le entrego la
hoja de respuestas a la chica de la oficina, ahora perdidamente aten-
ta a la televisión minúscula que mantiene en el regazo. Parece que
las ranas de cerámica que rodean a la mujer también vieran la tele-
novela. Salgo de la dirección. Julián aún me espera: lo he topado
saliendo del entrenamiento de basquetbol que toma aquí en la es-
cuela y le he ofrecido llevarlo a su casa si me esperaba a contestar el
examen. Con un gesto le indico que vayamos al estacionamiento.
Andrés, me temblaban las manos, no sabes cómo me temblaban
las manos.
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Marguerite Duras
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VI
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—Yo no creo que sea algo que se pueda dejar tan al azar: ¿si no
cómo determinas el curso de la historia? Eso no te lo puede decir el
estilo.
—Claro que sí: determina un espacio, una sensación, una imagen
difusa, una pasión a fin de cuentas, y todo lo demás surgirá por aña-
didura.
—No concuerdo contigo en ese punto, pero comprendo hacia
dónde vas: estás harto del realismo sucio. De las frases cortas y los
escenarios absurdamente antipoéticos. De lo anodino del lenguaje.
De tanta vulgaridad fuera de lugar. De lo monótono de un perdedor
viendo pasar su monótona vida. La literatura joven no sale de eso en
estos días.
—Al menos los chicos del taller de Fernando Lobo, que hasta
publicados están y todo: salvo algunas voces brillantes, el resto se ha
embriagado absurdamente de los libros de Fadanelli.
—Amar la literatura es embriagarse constantemente. El día que
no me empalague con algún escritor y quiera devorarme toda su
obra, sé que habré muerto. Debe ser terrible llegar a un punto en
que ya has leído tanto que se pierde la emoción de seguir leyendo.
—Empalagarse. Me gusta esa palabra… Ahora que lo mencionas,
Leo da Jandra me dijo una vez que yo me enamoro muy fácil de los
libros.
—¿También tú? ¿Por fin saltaste del taller de Lobo al de Da Jandra?
—Es algo inevitable para cualquier suspirante a escritor antequerano.
—¿Y bien? ¿Algún comentario?
—Son cosas muy diferentes. Ambos me gustan como escritores.
El taller de narrativa de Lobo es para más chavos: su personalidad da
confianza, tiene piedad con lo que se llega a poner sobre la mesa.
Cuántos cuentos míos no han pasado por ahí… A Da Jandra no lo
conozco tanto, ciertamente es mucho más estricto, eso sí. Pero un
tipo muy agradable.
—Al menos aquí en Antequera se tienen talleres gratuitos de
narrativa para jóvenes.
—Sí…
—Me has dejado pensando con lo que dijiste sobre el estilo.
—Sé que tú eres bastante más moderado que yo en ese aspecto,
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VII
Odio ir a misa pero amo las iglesias, amo ver las cúpulas, las torres
elevándose en el cielo tan cambiante de Antequera, el cielo donde la
paleta de colores desafía lo imposible y logra lo improbable: si alzas
la cabeza verás el color con que lleves envueltos tus ojos. Como mis
pupilas son cafés, a todo le añado ese toque sepia melancolía que tan
bien se adhiere a las paredes de este mundo. Un tono, pues, idóneo
para esta arquitectura frente a mí: las piedras viejas que parecen no
tener época. Lo mejor que nos ha dejado la religión son sus edificios,
nada más. Y esto es lo que pienso mientras el carro de mis padres se
detiene, y ya se oyen en el aire las campanadas de la iglesia de Gua-
dalupe, como apurándonos a correr para prevenir una desgracia. El
cansancio es algo que se pega al cuerpo tan sólo entrar en una iglesia,
ese espacio oloroso a incienso y tiempo, donde todos los pasos re-
suenan amplificados cuando chocan contra el suelo viejísimo, pro-
vocando las miradas insoportables de la gente. Mis padres y Catalina
se inclinan, yo no. Por supuesto que me reprenderán al salir: ahora
sólo pueden hacer una mueca contenida. Mentalmente empiezo a
prepararme para resistir esa hora de embustes y bostezos: ya me he
resignado al abandono, a vagar por mi mente fingiendo prestar aten-
ción a la primera y segunda lectura, al evangelio, al credo, al padre-
nuestro, ya estoy a punto de aislarme por completo del universo y
es entonces cuando lo veo, medio perdido entre tantas personas as-
fixiantes, bien vestido, con un aburrimiento innegable en la cara, él.
Pienso que tengo su nombre en la punta de la lengua y que ahí
también me gustaría tenerlo a él. Ya no me sorprende este tipo de
pensamientos rebotando en mi mente: el pudor interno es algo que
no existe, un mero invento. El chico no mira hacia donde yo estoy:
su vista al frente como si estuviera muy atento a lo que el cura (se-
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guramente un homosexual peor que yo) tiene que decir sobre las
bondades de la humildad. Abriendo un pequeño paréntesis, sólo
espero que hoy el sermón no hable de lo fácil (y delicioso) que es
caer en el pecado: ahora mismo yo podría escribir un tratado sobre
el tema. Por supuesto que es fácil caer en el pecado, con chicos como
Andrés Camargo cómo no. Una voz me dice que tengo que contro-
lar estos pincelazos de discreta lujuria que no son nada propios de
un caballero con mi educación. Pero hoy las buenas maneras las
dejamos en casa y yo seguiré mirando a ese chico, tan lejano de
donde me encuentro. Así pasan los minutos, largos, escurriendo
como una gota incómoda y constante sobre mi coronilla. Recuerdo
que un método chino de tortura consistía básicamente en eso: llevar
al prisionero a la locura dejándole caer una gota de agua cada cierto
tiempo sobre la frente mientras éste permanecía inmovilizado boca
arriba; el final inevitable era la muerte, precedida de una agonía de
total desesperación, ahogamiento y fatiga. Vuelvo los ojos hacia la
salida. Vagamente acaricio la idea de acercarme al confesionario y
admitir mis faltas. Decir únicamente: padre, soy incapaz de robar o
de mentir, jamás he asesinado a nadie, mis crímenes contra Dios
son de otra naturaleza, es algo simple, no tengo el menor deseo de
casarme y formar un hogar cristiano, las mujeres no me despiertan
pasión alguna, en cambio sueño con varones como yo, no hay otra
cosa que desee más que volver a acariciar el pecho desnudo de un
hombre y perderme entre sus caricias afiebradas, pero lo que es peor,
padre, es que no siento el menor arrepentimiento, para mí no es
ningún pecado, el verdadero Dios predica el amor en cualquiera de
sus formas y matices, no tengo la menor gana de enmendar mi ca-
mino, por desviado que parezca ante sus ojos y los de la sociedad.
Poso mi vista en el altar y en Andrés Camargo, que a fin de cuentas
es lo mismo. Estoy a punto de levantarme pero mientras toda la
gente empieza a cantar en coro, él vuelve el rostro y al fin me mira.
Desde lejos, Andrés me reconoce y me sonríe. Muevo la mano ha-
ciendo un gesto de hola y él vuelve a sonreír, provocando una hiper-
ventilación en mí que francamente no me esperaba. Ésta es la segun-
da vez que lo veo en mi vida. Juro ante Dios, esa fuerza en la que sí
creo, que vendré a misa todos los domingos si igualmente viene ese
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VIII
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abisal de los peces que tienen luz propia para no perderse en su os-
curidad.
En el jugueteo número setecientos treinta y nueve, a punto de
destrozar nuestros corazones de puro cansancio, a punto de morir
los dos en un incendio, con el lecho asqueroso y empapado de to-
dos los humores amatorios posibles, a Andrés se le ocurrió dar un
viaje por el continente latinoamericano de Gustavo. De nuestro
México ubicado en el águila real de mi axila, Andrés se fue al norte,
a la frontera con el más allá de mi cuello y allí, susurrando hacia la
isla de mis oídos, me dijo te amo muchas veces, en todas las tonali-
dades posibles que nuestros sentidos pueden captar. Luego Andrés
y su boca se desplomaron cuesta abajo, hacia el sur, a la Colombia
de mi ombligo, y allí, internándose en las selvas tropicales, bajando
en línea recta por la Sierra Nevada que era mi vello en descenso, me
dijo habrán todas las esmeraldas que usted quiera, pero éste es un
sitio peligroso, me secuestrarán los guerrilleros, me asesinarán los
narcotraficantes, me llevarán al cielo las mariposas amarillas de la
locura. Y yo convertido en un revolucionario, fusil al brazo, sin caber
en mí de saber que mi alumno había aprendido algo, lo dejé pasar,
le dije anda más abajo y bébete todas las aguas del río Putumayo. Y
de ahí voló al Perú que era mi muslo izquierdo, visitó la ciudad inca de
mi rodilla, se inclinó en los antiguos templos de Cuzco, y luego siguió
su viaje, besando cada centímetro de la piel, hasta Chile. Perdido en
el desierto de Atacama, Andrés esperó, mirándome a los ojos. Pasó
más tarde a Argentina, y mientras besaba cada dedo de mi pie diestro
me dijo vos no tenés una idea de lo mucho que te quiero, Gustavo,
che, no tenés una idea. Angustiado, desesperado, fui a traerlo a Tie-
rra de Fuego y lo llevé de nueva cuenta hasta el Caribe sin islas, sólo
mar turquesa, de mi boca.
Una vuelta más y luego caímos al suelo, casi sin darnos cuenta,
dormidos totalmente, sin saber y sin importar si había un mañana,
con el sabor de sus besos todavía escurriendo de mis labios entreabier-
tos, cansados, con la piel aún cálida y humeante, aturdidos por el
suelo frío, y sobre todo, con el corazón helado de tanto hacer el amor.
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IX
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Roberto Bolaño
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XI
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XII
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XIII
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así se hace, caray, que sufran los ricos putos, me apresuro a subir de
nuevo al coche y arrancar de prisa, alguien quita las llantas que im-
piden el tránsito para dejarme pasar, lo último que veo es al viejo ese
riéndose a carcajadas con sus compañeros, contándoles mi hazaña,
todos ya muy ebrios, pienso que nadie ha dudado de mí por el color
tan moreno de mi piel, piso fuerte el acelerador queriendo llegar a
casa como nunca.
Y la policía no se vio por meses en la Antequera bajo el mando
de la Asamblea. En pocas semanas, el hurto a mano armada se con-
vierte en cosa usual en las calles del centro de la ciudad. Ya nada
queda de la que fuera una de las urbes más seguras del país. Pero los
antequeranos se resisten a ceder ante el crimen: se organizan comités
de protección por calles, se hacen colectas para comprar silbatos y
se reparten entre todos los habitantes de la zona. Se establece que
cualquier persona deberá hacer sonar el silbato cuando esté siendo
víctima o testigo de un asalto, y que todos los vecinos tienen la obli-
gación de salir a ayudarle. La gente se arma con palos y fuetes en sus
casas. Una señora de setenta años que trabaja administrando un
pequeño hotel a unas cuantas manzanas del zócalo silba de pronto
a las cuatro de la tarde de un día más: un hombre entró en su nego-
cio y la amenazó con una pistola, apuntándole justo al cuello; la se-
ñora tomó discretamente el bate de beisbol que tenía bajo la recep-
ción mientras trataba de dialogar con el criminal, y cuando lo vio
desviar apenas la mirada, lo golpeó con todas sus fuerzas en el
hombro, el asaltante gritó y se lanzó hacia la puerta, el silbato se hizo
oír entonces a todo lo largo de la acera, y antes de que el hombre
pudiera alcanzar la esquina se vio rodeado de vecinos armados de
palos que se apresuraron sobre él, dándole una buena tunda y lleván-
doselo a rastras a la comisaría, un antiguo edificio de oficinas de
gobierno donde algunos empleados públicos, carentes de trabajo por
la nueva autoridad de la Asamblea, se dedican a impartir justicia
para la ciudadanía, ante la ausencia absoluta de las autoridades; el
hombre que trató de asaltar el hotel tiene suerte: si hubiera conse-
guido llevarse algo, los vecinos lo hubieran amarrado a un poste toda
la noche antes de entregarlo a la comisaría. Así, los habitantes de
Antequera se organizan para protegerse entre ellos: allí, en la tierra
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del más grande presidente liberal del siglo xix, no puede reinar ni el
caos ni el crimen. La Asamblea, al ver que los asaltos son casi por com-
pleto erradicados en poco tiempo, decide tomar el crédito por aquel
logro y manda supervisores a patrullar las calles y decidir las penas
que habrán de dárseles a los bandidos que capture la sociedad. La
gente de Antequera se escandaliza: si es por culpa de los alzados que
tienen que defenderse de la inseguridad, ellos han botado a la policía
del estado. Al día siguiente todos los supervisores amanecen amarra-
dos a los postes, los cuerpos moreteados, y desde entonces la Asam-
blea no vuelve a intentar hablar de justicia.
En un punto al norte de la ciudad, en medio de la exclusiva zona
residencial de San Felipe, un anciano campesino se instala día y noche
frente a la bella casa de una familia de abogados. En los ojos vivaces
del aquel ser late una emoción contagiosa: parece que por un mo-
mento ha logrado olvidarse de sus manos curtidas por el polvo, de
sus huaraches a medio desbaratar por el desgaste, del pesado bolso
de manta que trae colgando de un costado desde hace tantos días.
Ahí, sumido en un ensueño inacabable, no se preocupa por el correr
de las horas: dentro de sí, el hombre no deja de repetirse que su
suerte ha cambiado, que Dios ha escuchado el lamento de su pueblo,
que en muestra de ello les ha enviado a la Asamblea, y que él, llamé-
mosle Rufino, ha hecho bien dejando su pequeño rancho de la sierra
sur para venir a sumarse al levantamiento. La tarde de ayer, entre el
gentío que se amontonaba en el zócalo, ha alcanzado a escuchar que
las cosas están por mejorar, que la miseria está por ser cremada para
siempre, y entonces se ha echado a caminar a cualquier parte, deseo-
so de adelantarse un poco de aquella nueva vida que está por llegar.
Desde las ventanas del segundo piso de la casa que Rufino no deja
de mirar, la familia se ha percatado de su presencia y, algo asustados,
han decidido salir a ver qué ocurre, por qué ese hombre lleva ahí
horas y horas con el rostro hinchado de ilusiones. Una guapa y arre-
glada señora, quizás cuarenta y cuatro años, sale por la puerta prin-
cipal de su hogar, madera lustrosa de cedro, dispuesta a enfrentarse
a ese hombre tan ajeno a su mundo. Imperturbable, Rufino ignora
la presencia que va acercándose, el resonar fuerte de unos tacones
sobre el pavimento. Cuando ya está a un metro de él, la dama le
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Carlos Fuentes
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XVI
[…]
e. e. cummings
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10 de febrero
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2 de marzo
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que fue la primera vez que Andrés pisó una biblioteca. Se había de-
jado guiar como un niño hasta aquel lugar, un lugar macizo, pintado
de amarillo, un extraño tono de amarillo mostaza. Cuando con un
gesto le pregunté si entrábamos, él asintió sin mucha emoción. Es
un lugar precioso, y no es que lo diga yo que soy antequerano, sino
que es una verdad racional y absoluta. Andrés está a mi lado; no
entramos a las salas de lectura, nos quedamos en el patio intermedio,
sentados sobre el borde de las escaleras de cantera verde. Allí le con-
fieso mi mayor secreto: soy un lector ávido, el amor de mi vida son
las letras, y aquel sitio, extraño para él, es uno de los pocos puntos
de la tierra donde me siento cómodo. Andrés mira el suelo y luego
me observa con atención por mucho rato.
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Gore Vidal
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Amélie Nothomb
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XXVI
Era una tarde cualquiera, una tarde sencilla, una tarde que transpor-
ta inevitablemente a la puerta de la casa de Andrés Camargo, y la
puerta blanca y cerrada que augura silencio, que esconde todo un
universo borgeano dentro. Y ahí dentro del mundo, un mundo más
en la cama doble de Andrés, flotando como una esfera en el aire
sobre ella. De nuevo se traspasa la puerta que aísla la casa del resto
del mundo, una frontera imaginaria y transparente, y al cruzarla con
la mirada se nos revela una espacio sencillo, al fondo y a la izquierda
las escaleras, y subiendo lentamente los peldaños de uno en uno se
observa aquel pasillo mudo y apacible, alargándose y estrechándose
en los ojos de quien lo mira. Luego está la habitación, simple como
el resto de la casa, la cama en el centro y una ventana en la pared de
la derecha, golpeada exteriormente por las ramas de un árbol raquí-
tico. Y sentados en el suelo, con las espaldas recargadas en la cama,
están ellos. ¿Quiénes? Gustavo y Andrés, ellos; y están mirándose y
de cuando en cuando sonríen y siguen hablando para después obser-
var el piso alfombrado.
—¿Puedo poner algo de música? —dice Gustavo, señalando con
la cabeza hacia un lado.
Andrés gira el torso para mirar: un aparato de sonido reposa
sobre la mesa, la mesa apoyada contra la pared inmóvil. Él asiente y
Gustavo busca en los bolsillos de su pantalón, dónde el contacto del
metal frío y liso del iPod. Y mientras batalla contra aquellos pliegues
intrincados, eleva los ojos, reflejo apenas humedecido por lo huma-
no de sus entrañas, hacia la extensión blanca del techo, y ahí los
mantiene en la quietud de los anhelantes o de los que esperan un
milagro.
—Creo que… no lo traigo —proclama a fin de cuentas, en mitad
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XXVII
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XXVIII
Laura Schiele dijo que compraría las flores ella misma, desde niña le
han gustado los tulipanes rojos más que nada en el mundo, y por eso
se precipita con especial emoción hacia la puerta trasera, ignorando
el bullicio que impera en la cocina por la cena de hoy en la noche,
mamá y sus cenas, mamá y dile, querida, a tu hermano que cuando
venga del gimnasio pase a comprar unas flores, pero Laura no iba a
perderse aquel instante, y ya ha salido de la casa y el auto la espera
al final del camino entre el césped, el molesto reflejo del sol sobre la
carrocería plateada, y luego la sensación de los asientos de piel con-
tra los tobillos al aire, como ese día, segundo de primaria, cuando
mamá me dijo que llevaríamos a Andrés a su casa después del cole-
gio, la luz cae directo sobre las cosas extendidas en el páramo frente
a la escuela, el calor, y Andrés con su chaleco azul, un metro veinte,
la misma cara de mejillas abultadas y pecas sobre la piel pálida de
siempre, el olor de las partículas aceleradas antes de entrar al auto,
el hielo del aire acondicionado sobre sus caras infantiles, incluso el
viejo carro se parece al actual, como se parecen y se confunden entre
sí los días cuando uno va al colegio y la lonchera y la mochila de
rueditas todavía, la mano de la pequeña Laura se introduce en su
bolsa para sacar un cuaderno rosa infestado de calcomanías, una
lapicera con plumines de todos los colores, y la cara de Andresito
mirando hacia afuera de la ventana polarizada, todos los niños mar-
chándose con sus padres, todas los rayos del sol enfocados en este
punto del mundo, y el silencio de Andrés con mi silencio mientras
avanzamos por las calles sin saber qué decir, él tiene la boca seca,
después se abrirá la puerta y Andrés baja frente a su casa, dice un
gracias sonoro que se estrella contra el cristal caliente, y una Laura
Schiele de dieciocho años arranca con un suspiro, sandalias en los
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pies, uñas pintadas de azul, las calles vacías de sábado por la mañana,
la parsimonia del aire como si fuera un eco, entonces ella siente el
cansancio inexistente que le regalan los semáforos en alto y su peso
bajo la piel, una cuadra, muchas cuadras, al lado el acueducto que
está ahí como si pudiéramos tocarlo, el olor de una zona donde
nunca ocurre nada, unos edificios, unos mundos, unas casas, dinero,
pero nada, y el auto gris y la mano de Laura colgando fuera de la
ventana del conductor, las aceras con el borde pintado de amarillo,
una cuadra y el tope y luego la florería, se estaciona de cualquier
manera, tomar el bolso, buscar un par de billetes nadando por ahí,
baja y camina a la tienda y pide unas flores, las hortensias rosas que
tanto le gustan a mamá, la imagen de mamá llevándola y trayéndo-
la de la escuela y a veces a Andrés con ellos, y pide también sus tuli-
panes rojos, por supuesto, esa pasión que no se olvida, paga y las
flores entre los brazos, media vuelta, uno dos pasos, el carro de
nueva cuenta, las flores en el asiento del copiloto, y el color negro
de los asientos de piel, como negro de noche, como la luz recortada
en un lienzo de oscuridad, y esa noche saldría con sus amigos, la
ansiedad en las manos por no saber qué ponerse, el sonido de vida
inexistente sobre las calles al pasar por ellas, y la velocidad que se
muestra vacilante cuando cambia la presión que ejerce su pie, vuel-
ta, el portón automático de casa tarda tanto en abrirse, Laura deja el
coche en donde lo encontró veinte minutos antes, luego toma los
ramos de sueños y las llaves y su bolso y sale, este sábado perdida
también en el borde de la noche, con Alfonso y Andrés y quizás Se-
bastián, a ver si no decide irse hoy con Catalina Palacios, su chica
fácil de estos últimos tiempos, y la puerta de la casa que es necesario
abrir, y cómo si lleva las manos llenas, de pronto una sucesión de
rostros en retirada a través del recuerdo, las apariciones lentas y di-
fuminadas de Alfonso en ese espacio que se irriga de alcohol y se
consume a sí mismo, ah suave recuerdo, una última visión a las
llantas estáticas del automóvil detenido antes de lograr entrar en la
casa, y sólo el rumor de la agitación abarrotando la cocina, el resto
silencio, dejar el ramo de flores sobre la mesa del comedor, ilusiones
fugaces en un panorama que no distingo, el sonido metálico de las
llaves al caer junto a las hortensias, y aproximarse a subir las escaleras
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a grandes pasos, tengo que dormir un rato, mamá llama desde aba-
jo pero al final no era nada, y Laura Schiele se arroja de golpe contra
su cama perfectamente hecha y se apresura a cerrar los ojos, dormir
todo lo que pueda para esta noche, escapar o no estar en la cena que
darán sus padres, dije que compraría las flores yo misma y ya lo hice
y ahora a dormir,
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puede hacerlo por ti. No sé por qué ahora tantos jóvenes hablan de
libertad vistiendo con una playera del Che. Ignorancia, supongo.
Guevara es un simple asesino. Lamentablemente ha sido elevado a
símbolo de liberación. Qué incongruencia; él tenía el mismo despre-
cio por la libertad que Hitler.
Bebo un sorbo de mi té de manzana y canela.
—Entonces, ¿no estás a favor de que el gobierno exista? ¿Si no hay
Estado, quién ayuda a la gente pobre?
—Soy bastante pragmático: el gobierno debería primero reducir-
se. Idealmente creo que algún día, muy en el futuro, sí tendría que
desaparecer, pero nunca en las condiciones en las que actualmente
vivimos: se rompería el orden espontáneo. Ahora, la mejor forma de
acabar con la pobreza es reducir la carga fiscal, lo que generaría ma-
yor inversión, lo que devendría en más empleos, y por lo tanto, se
elevaría la calidad de vida de las personas al asegurarles un ingreso
seguro y constante. No es lo mismo darle de pronto doscientos pesos
a una familia, porque se lo gasta en lo que sea y ya, que crear las
condiciones para que una empresa invierta en su colonia y les dé un
trabajo para mantenerse por mucho tiempo, lo que mejorará su
poder adquisitivo. Y para poder eliminar impuestos, el gobierno debe
recortar sus gastos y su tamaño: quitar primordialmente todas las
políticas sociales y los derroches populistas. Con un gobierno más
pequeño, se hace más eficiente la administración y se elimina la bu-
rocracia.
Empezamos a comer. Extrañamente, me gusta la combinación
de huevos revueltos, salchichas y hot cakes integrales con plátano
que incluye el Desayuno Saramago.
—¿Dónde sacas tiempo para leer tanto? —me pregunta Andrés.
—No es realmente de dónde lo saque: el tiempo lo invierto ahí,
para mí es algo productivo, algo que me da beneficios. Eso de que
uno lee sólo en los ratos no ocupados por alguna otra actividad, en
mi caso es falso: para mí, leer es una actividad tan importante como
algunos consideran al hacer ejercicio, ir de fiesta, hacer la tarea o el
trabajo, o incluso comer.
—Ahora comprendo por qué mucha gente cree que estás com-
pletamente loco. Yo no lo veo así; está bien, tienes ideas extrañas, sí,
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pero en realidad lo único que pasa es que eres muy coherente con
ellas.
No puedo sostenerle esa mirada: el calor que siento alrededor de
los ojos es demasiado. Por un momento ambos solamente comemos.
—Y si no eres izquierdista… ¿eso significa que eres conservador?
—Depende. Soy un gran fan de Ron Paul, que es un político que
proclama exactamente lo mismo que yo, así que, al menos en Estados
Unidos, sería considerado loco y absolutamente conservador. Aquí
quizás no tanto. Lo cierto es que la defensa de la libertad (aunque no
lo parezca) y lo que se conoce como la escuela austriaca de economía,
ha sido siempre algo revolucionario y radical.
—Entiendo. Ahora, eres algo así como un escritor, ¿crees en la
legalización de las drogas?
—Sí.
—¿Por qué?
—El principio de auto-propiedad dice que el hombre es dueño de
sí mismo, ¿no? Entonces puede matarse si quiere; a fin de cuentas,
puede hacer lo que quiera con lo que le pertenece, y su propia vida
le pertenece. Si prefiere matarse lentamente con todo tipo de drogas,
o simplemente fumando de la manera desmedida en que tú y yo lo
hacemos, nadie debería impedirlo por la fuerza; si el Estado le niega
ese derecho, otra vez está interviniendo en algo que no le compete:
la vida privada de los individuos. Suena horrible, pero es una mera
cuestión de ética: ¿debemos dar libertad a todo el mundo, para que
cada quien haga con su vida lo que le plazca, o simplemente seguimos
pretendiendo tener la verdad absoluta para así poder decidir por ellos?
—Y si sabes que te hace daño, ¿por qué fumas?
—Porque me gusta, estoy en mi pleno derecho de hacerlo, y…
debo reconocerlo, a estas alturas ya no puedo dejarlo. Aunque el
hecho de elegir fumar implica una cierta responsabilidad: cada vez
que enciendo un cigarrillo asumo que algún día podría darme cáncer
de pulmón y que tendría que pagar un tratamiento muy costoso si
quiero seguir viviendo. Si yo me he causado el daño, no tengo el
menor derecho a pedir que el gobierno me pague mi salud (en rea-
lidad tanto la educación como la salud deberían irse privatizado
progresivamente). Y es lo que debería hacerse, los servicios de salud
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Lo siento, Fátima. Aunque sea desde lejos, te digo que lo siento mu-
cho. No quería hacerlo, pero cuando un cobarde se queda sin opcio-
nes, cuando a un cobarde lo acorralan, no le queda otra salida que
desaparecer; así es el arte de la fuga. Tú empezaste a hablar dema-
siado de cosas que no quiero tocar, de asuntos que prefiero no tener
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Está todo listo, piensa Gustavo mientras sube las escaleras de la casa
de Andrés. Y sí, estaba todo listo, como una obra que se ensaya mil
y un veces buscando sin tregua la perfección, hasta llegar al momen-
to final en que hay que representar todo el número frente al público.
Todo el gran teatro que habían armado para ese preciso segundo,
estaba listo. El instante de fina y exacta relojería, una red de las más
sutiles mentiras, y estaba todo listo. Casi sin saberlo, sin planearlo,
sin admitirlo el uno al otro, en el más absoluto de los secretos, habían
ido construyendo el paraíso que iniciaría cuando Gustavo llegara a
la habitación de Andrés y cruzara la puerta. Luego de atravesar el
umbral y echar una mirada rápida a todas las cosas que reposaban
expectantes, Gustavo oye el ruido tan suave, como cristalino, que
viene desde el baño, ese sonido del agua cayendo en muchas gotas y
estrellándose en el cuerpo de Andrés en medio de un vapor denso,
y con esa imagen en la mente, Gustavo no puede evitar que un fuer-
te escalofrío le recorra la columna vertebral. Detenido en su posición,
de pie frente a la cama, escuchando atento todo lo que sus oídos
pudieran captar, y viendo cómo un susurro de vapor de agua calien-
te pasaba por el espacio entre la puerta del baño y el suelo para
luego diluirse en el aire del cuarto, él vacila en sus pensamientos,
ahora con más lentitud, como si la velocidad de la vida fuera en ri-
tenuto, y así pasa el tiempo, hasta que de pronto una puerta se abre.
El torso desnudo, de piel blanca sin demasiada musculatura, con una
toalla enrollada alrededor de la cintura y los pies descalzos, Andrés
aparece en silencio y mira al chico que permanece en su cuarto,
primero con una ligera sorpresa en el rostro y luego con una extraña
sonrisa, tan típica de él; de frente, Gustavo sólo lo observa de la úni-
ca manera en que sabe.
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Dile a Andrés que esta noche me voy para siempre del mundo porque
me he robado las estrellas y tengo que escapar.
Dile, pero no le digas en voz alta, que voy a volver acompañado
de nadie, cuando él, mi Andrés, ya viva perdido en el futuro aluci-
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nante, en un rascacielos que toque las nubes y acaricie las aguas que
reposan dentro.
Dile entonces que volveré, con un libro bajo el brazo, y que él
abrirá la puerta de pronto y yo estaré ahí.
Dile, pero esto te lo puedes callar, que llevo en los bolsillos una
foto suya que miro todas las noches, noches sin estrellas porque yo
me las robé.
Dile que he pensado robarme la luna para escurrírsela por la
mejilla y dársela de beber con el whisky, pero no he podido.
Dile a Andrés que me voy, pero volveré.
Dile que estoy detrás de él, viéndolo dormir, velando su sueño
perpetuo que acaba cuando empieza la eternidad de la mañana y la
escuela y las otras eternidades donde no hay estrellas porque yo me
las robé y no las pienso devolver.
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XXXVII
… and naked at long last with angel & greek & athlete
[& hero and brother and boy of my dreams
I lay with my hair intermixed with his, he asking me
[“What shall we do now?”
Allen Ginsberg
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de que estamos solos y ese eco nos cercena el cuello con la rapidez
y el filo de un acero brillante y escurriendo agua limpia. Por eso no
te dejo, Andrés, porque si no corro me quedo quieto para siempre y
si te pierdes, se me desgarra la piel de silencio y soledad. Entramos
a la cueva, al espacio entre las rocas donde cómodamente podemos
sentarnos sin que choquen nuestras piernas, pero éstas chocan, se
buscan, se dan un calor en diminuendo. Me apoyo entre las raíces de
un árbol viejo que ha logrado clavarse en el fondo de la tierra. Puedo
respirar el agua. Tú tratas en vano de sacar tu caja de fósforos y en-
cender un fuego con las ramas raquíticas que has encontrado bajo
nosotros, pero la neblina tan húmeda no te deja, así que te abrazas
a mí, empapados los dos y sucios de lodo en todas partes. Abro mis
ropas, nos envolvemos, que se froten nuestros torsos, que la piel de
tus mejillas sonrosadas no se aleje de mi barbilla. Y ahí nos quedamos,
viendo llover, mojados, muriéndonos de frío, luego viendo nevar a
lo lejos, y nosotros ahí, inmóviles ante la neblina que susurra puro
silencio.
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XLI
Michel Houellebecq
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XLII
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XLIII
DANZÓN NO. 2
Pequeño drama disfrazado de farsa en dos actos
Personajes
Gustavo
Andrés
Nato
Acto I
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Acto II
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Nato toma sus hojas arrugadas de algún sitio, se las da, y luego se
apresura a salir de escena, pero antes de que pueda escapar de nuestra visión,
parece rectificar sus ideas y se queda solamente vagando por el escenario,
alejado de Gustavo y Andrés, y con la vista clavada en el suelo, como
pensando.
139
también te casarás y tendrás hijos con una chica linda y nos veremos
en un departamento a escondidas?
Andrés.—Entiéndelo, mi amor, no estaremos en Antequera para
siempre: allá afuera las cosas son diferentes, nadie nos miraría extra-
ño por las calles si te tomo de la mano.
Gustavo. (Niega con la cabeza, contrariado.)—No, Andrés, senci-
llamente no puedo aceptarlo.
Andrés.—¿Por qué no? Todos salimos beneficiados, carajo…
Hasta mis amigos saben de ti… Y lo de Fernanda no sería tan difícil,
¿cuántas parejas no conoces que su noviazgo sea una mera cosa de
apariencias? Nada más es cuestión de salir con ella y con Alfonso y…
Gustavo.—¿Tus amigos saben?
Andrés.—Eso me han dado a entender.
Gustavo.—¿Y lo aprueban?
Andrés.—No me han dejado de hablar ni han cambiado su actitud
para conmigo, así que creo que sí, aunque prefieran mantenerlo en
la categoría de cosas incómodas de las que nunca se habla.
Gustavo.—Tu mamá lo sabe…
Andrés.—Sí, Gustavo, y te aprecia como no tienes idea.
Gustavo.—Yo… He estado pensando que quizás si…
Andrés.—¿Sí vas a regresar conmigo?
Gustavo. (Duda un momento antes de contestar.)—No. No puedo.
Andrés se aleja también, del lado contrario por el que se fue Gus-
tavo, caminando cansadamente y llevando el libro colgado de una mano.
Sale de nuestra vista.
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XLIV
Jaime Bayly
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XLV
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XLVI
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XLVII
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XLVIII
Orhan Pamuk
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XLIX
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talón que se eleva como carpa. Este maldito momento donde lo que
más necesito es seguir abrazando a Andrés, acariciarlo para siempre
y seguirlo besando hasta el final. Siento sus piernas cruzarse alrede-
dor de mi cadera; no aguanto otro segundo y desabrocho el botón
de mis jeans para dejarlos deslizarse libremente por mis piernas. Sin
embargo no puedo evitar la patética pena que se apodera de mí ante
la inminencia de una desnudez absoluta. Pero no puedo parar. Me
arrojo hacia allá, hacia lo inevitable, la nada y lo que queda. Él busca
quitarme la ropa interior, luego nos separamos para mirarnos. Lo
desnudo y me quedo quieto, como si no tuviera la menor idea de
qué hacer, pero solamente es para apreciarlo a él un segundo y para
tomar algo de aliento. Andrés se lanza sobre mí: todo renace, como
una explosión o como el sonido destacado del primer golpe de las
percusiones al reiniciar el concierto. Volvemos a quedarnos quietos,
paralelos el uno del otro. Miro a Andrés como si no hubiera mañana.
No hay ni mañana ni hoy. Pienso que si viéramos todo esto desde
lejos, pareceríamos solamente dos hombres peleando. Nos besamos.
Terminamos por volver a caer, dos torres que se derriban por la so-
ledad y el tiempo, y los restos de esas mismas torres confundiéndose
juntos en el suelo. Con un movimiento de la cabeza y una mirada
específica, él me indica que me detenga. Otra pausa antes de la ba-
talla en el desierto que es su casa. Inclinándose, el chico se lleva mi
miembro erecto a la boca. No pienso, ya no pienso, dejo que Andrés
haga, ahora siento, siento su lengua haciéndome aproximarme a otro
abismo. No un procedimiento previo para facilitar lo que viene des-
pués, sino un acto que nace y muere en sí. Lo detengo. Me inclino y
pareciendo que seguimos instrucciones de toda la vida, él abre las
piernas. Lo penetro oyendo atento los ruidos tan suaves que van
saliendo de su boca a medias abierta. Vuelvo a sentirlo, todo; él,
Andrés, mi chico, su cuerpo bajo el mío. Entrelazados una vez más
en este jodido instante, de nueva cuenta me sé perdido para siempre.
¿Es imposible que estemos más juntos? Trato de ahogar ciertos ge-
midos que se adhieren al sudor de la piel en el hervor suave del aire.
La escena va fundiéndose en un espiral hacia adelante, una caída
infinita al cuerpo del otro, un vaivén constante que no logra alterar
el espacio ni el sutil contorno de los objetos. El placer, tanto placer.
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LI
Andrés (G), luz (u), la (s) luz (t) se (a) va (v) apagando (o). Tomó (m)
el (a) auto (m) de (á) su (f ) madre (a) sin (l) consultarla (l), ya (e) le
(c) mandaría (i) un (ó) mensaje (u) para (n) avisarle (a), y (c) arrancó
(c) a (i) toda (d) prisa (e). No (n) pensó (t) en (e) las (G) calles (u)
mientras (s) pasaban (t) a (a) su (v) alrededor (o); el (G) carro (u)
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volaba (s), el (t) tráfico (a) estaba (v) atascado (o) pero (m) él (i) no
(a) se (m) dio (o) cuenta (r), no (t) miró (e) el (n) tiempo (e), para (c)
él (e) no (s) pasó (i) el (t) tiempo (o). Las (n) palabras (o) resonaban
(s) en (é) la (q) cabeza (u). Cuando (é) llegó (h), se (a) estacionó (c),
con (e) una (r) destreza (n) que (o) no (t) se (e) conocía (n), en (g) un
(o) pequeño (a) espacio (n) junto (a) a (d) la (i) acera (e); no (p) gastó
(o) ni (r) un (f ) segundo (a) más (v) en (o) desperdicio (r) y (v) bajó
(e) rápido (n) de (v) la (e) camioneta (n).
—¿Cómo ocurrió?
—No sé, venía de un viaje de comisión con sus compañeros de
oficina y el auto del inah se salió de la carretera, y ya ves que en la
sierra llueve tanto… Llegó muy mal al hospital, vine en cuanto me
hablaron: el fémur lo tenía en no sé cuántas partes… y vi cuando la
estaban ingresando, ella me vio una última vez, Gustavo…
—Andrés…
—No sé qué voy a hacer, mi amor…
—¿Vas a irte a vivir con tu papá?
—No. Creo que viviré con mi abuela estos últimos meses… ya
después veremos a dónde irme para la universidad y todo eso…
—¿Sigues pensando en México?
—Sí…
—Ya es algo tarde, deberías descansar…
—¿No te irás, verdad? Quédate conmigo esta noche; no quiero
estar solo.
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Alejandra Pizarnik
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agua pura que escupió sobre el suelo, llenándolo de un tono rosa por
la sangre reseca que acababa de limpiar dentro de la boca. Hizo
amago de levantarse y todos tratamos de detenerlo.
—Vamos a mi cuarto, por favor… Para que pueda acostarme…
—balbuceó.
Con los brazos echados sobre mi hombro, Andrés subió las esca-
leras torpemente. Sentí el latido doloroso de su piel moreteada cada
vez que daba un paso, cada que se enfrentaba con un escalón. Final-
mente lo ayudé a recostarse sobre su cama y volví a la planta baja
por el botiquín.
—¿Vas a suturarle la ceja ya?
Dije que sí; Miranda, Alfonso, Tomás y la madre de Andrés su-
bieron detrás de mí. Busqué entre las gasas lo necesario para empe-
zar: la aguja y la lidocaína. Abrí el frasco para con un dedo esparcir
el ungüento alrededor de la piel abierta en el rostro de Andrés; él
quiso apagar el dolor que se salía de su boca entreabierta mientras
yo me sentía la persona más culpable de la Tierra.
—¿Qué es eso que le pones?
—Anestesia local
—¿Seguro que funcionará así en presentación tópica? —preguntó
Alfonso.
—Algo… es lo único que tengo.
Miré a Tere.
—Hazlo —me dijo ella.
Dije que había que esperar un momento para que hiciera efecto
la lidocaína. Al final no pude evitar reclinarme para darle un beso a
Andrés en la frente, muy suave, lo más lejos posible de su herida,
ignorando las miradas incómodas de los demás presentes. Tomé el
porta agujas y le di dos puntos en la ceja, cerrando la rotura, lo más
rápido y preciso que fui capaz. Andrés gritó.
Cuando acabé, le di a Andrés un par de analgésicos del botiquín.
Los chicos y Tere salieron del cuarto para dejarlo descansar. Él me
pidió que me quedara un rato más. No tardó demasiado, apenas unos
pocos minutos, en dormirse totalmente. Luego oí el grito de Tere
preguntándome si quería café, y bajé las escaleras para conversar con
ella lo que restaba de la noche.
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The Smiths
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Carson McCullers
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LVII
Apuntes a futuro:
Después de un suspiro, empieza la música: el sencillo sonido de la gui
tarra acústica, pero que te sumerge de inmediato en el ambiente necesario.
/ La cámara, o nuestros ojos, enfocan una sombra reflejada en el suelo de
piedra, estamos en un punto del día en que el sol ya no tiene casi fuerza pero
sigue ahí, cálido, caliente. Descubrimos, o adivinamos solamente, que aque
lla sombra carente de forma es producida por un cuerpo sin nombre. Y em
pieza todo. / La canción elegida como música de fondo es There Is A Light
That Never Goes Out, ese poema escrito por Morrissey. Esa canción, ese
himno de nosotros. Pero aquí, en esta escena, oímos el cover que hizo The
Magic Numbers, no la versión original. / El cuerpo está de pie, caminando
junto al acueducto de San Felipe: observamos su espalda, su cabello cho
rreándole la espalda, un suave movimiento en los hombros; es una mujer.
La toma se hace más grande y luego vemos también, a su lado, a un chico,
detenido, inmóvil en el borde de la acera con el pavimento. / Se miran. Y
nosotros vamos acercándonos, muy lentamente, tan despacio como sea po
sible, hasta que tenemos un primer plano de sus rostros paralelos. Los rostros
mirándose, con deseo en las comisuras de los labios, con inercia, nada
más mirándose. / La visión se mueve, traspasa un muro y ahora vemos otra
escena, otro lugar. Mañana, en la sección de lockers de la escuela: Andrés
Camargo hurga en su espacio buscando por algún libro al parecer extravia
do en las profundidades. Andrés va desapareciendo poco a poco, fundiéndo
se con el ambiente. Mientras, la iluminación cambia. Ahora es nuevamente
de tarde, el día envejece. En la imagen, empieza a materializarse Gustavo
Palacios, sentado, recargado en la pared, leyendo un libro, completamente
solo. Por un segundo, vemos a esas dos personas juntas en nuestra vista, pero
es casi un espejismo. / Toma panorámica de la ciudad de Antequera. Esa
pequeña zona metropolitana que está amurallada, no de una forma física,
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pero toda la gente que vive ahí, vive tras unos muros altos, viejos, a puntos
de derrumbarse, con un valor histórico que nadie conoce. / La guitarra nos
trasmite de nueva cuenta hasta donde está la mujer desconocida. Tomados
de la mano, ella y el hombre caminan hacia allá, hacia San Felipe, por un
camino que parece diluirse en las casas grandes que, nadie sabe por qué, han
terminado por perderse y confundirse con el acueducto. / Una rápida visión:
Gustavo sigue sentado, sin más compañía, en la escuela. La tarde muere a
su alrededor. / Sí, eso buscamos: una muerte que nos haga estar juntos. Y
como metiéndose a la brava en la película, cortamos; vemos a Fátima co
rriendo, ingrávida, por la escuela. / La cámara sigue enfocando al hombre
y la mujer, pero ellos ya van unas calles más allá, apenas y distinguimos sus
siluetas en la lejanía. Cerramos los ojos. Fade out.
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LVIII
Andrés. Andrés de pie. Andrés caminando solo por la escuela, los libros bajo
el brazo. Andrés sentado, atento, mirando la clase tan tediosa. Andrés sen
tado solo en el piso del salón. Andrés subiendo las escaleras de su casa en
silencio. Andrés, la cabeza ladeada ligeramente hacia un lado, mirándome
fijamente. Andrés descalzo. Andrés recostado en su cama, con los brazos
bajo la cabeza, sirviéndole de almohada. Andrés, el agua escurriéndole por
el cuerpo y dejando a su paso estelas de vapor caliente y denso. Andrés mi
rando por la ventana para ver la tarde casi muerta de Antequera. Andrés
acompañándome a caminar por esas calles de cantera que me piden que me
quede ahí para siempre. Andrés tomándome de la mano. Andrés con su
sonrisa coqueta, con su mirada sin brillo. Andrés en ropa interior. Andrés,
sencillamente él, sólo él y todo el mundo que trae a cuestas, todas las palabras
que ocupa en mi memoria. Andrés sexy. Andrés con un trago en la mano y
una camisa fina medio abierta, dejando a la vista un poco de su pecho.
Andrés abrazado a mí, como un niño. Andrés desnudo con la tranquilidad
de fondo. Andrés una y otra vez. Andrés, la expresión que le disloca la cara
en el momento del orgasmo. Andrés oyendo música a través de los audífonos
de mi iPod. Andrés escribiendo en una libreta a rayas, con su letra de niño
bien, sus trazos pequeñísimos y perfectamente formados. Andrés detenido
en la puerta de su salón, mirando a la multitud. Andrés leyendo La noche
es virgen de Bayly, el ceño fruncido mientras su vista va viajando por las
líneas. Andrés despertándose en la mañana, el pelo todo revuelto. Andrés
sentado en un sillón a media tarde. Andrés recargado en la pared de una
calle sola y vacía, a mitad de la noche con su luna inmensa. Andrés…
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—No.
—¿Te lo has estado cogiendo o qué?
Eso desborda rápidamente el límite de mi paciencia. Ahora soy
yo el que lo toma por los hombros y lo empuja contra la tapia. No
sé de dónde he tomado impulso ni por qué mis brazos se sienten
terriblemente pesados en este momento.
—Y qué si lo hago… No tienes ningún derecho de preguntarme
algo así; Dios sabrá qué cosas no haces con tu noviecita esa —de
pronto elevo el volumen de mi voz.
—Gustavo, yo… —me mira con los ojos muy abiertos, totalmen-
te sorprendido.
Y tan rápido como comenzó todo el golpe de adrenalina, me
alejo de él y de la escuela; doy media vuelta, cruzo el cauce del asfal-
to y, acelerando la respiración, trato de no mirar atrás. Pasos largos
y firmes para que no pueda alcanzarme dos calles más allá.
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Y si es culpable mi intento,
será mi afecto preciso;
porque es amarte un delito
de que nunca me arrepiento.
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¿Cómo hacer que esta vida valga algo, mi Andrés? ¿Cómo encontrar-
le un sentido a todas las cosas que pasan golpeando mi rostro como
si también golpearan mi cordura, ese hilo de acciones, de meras
palabras, que no hace más que recordarme que me sobra alma, que
me falta vida? Dime, Andrés, que puedo regresar el tiempo y olvidar
que alguna vez fui este hombre que fuma catorce cigarrillos diarios
por mero aburrimiento, que lee porque aborrece esta realidad, esta
misma realidad que nunca ha hecho más que recalcarme mi miseria
interna, incompatible con este mundo de miserias lejanas. Dime que
si le doy vuelta a las manecillas del reloj, que si destruyo este reloj y
doy vuelta a sus manecillas hasta ponerme diez años antes, podré
encontrarme de nuevo con el pantalón corto, sabiendo qué hacer,
qué camino tomar y cual evitar con todo el desdén que me sea posi-
ble. Si pudiera volver a elegir, dime por un momento que sí puedo,
jamás leería una sola línea, nunca iría a cafés, no defraudaría a mis
padres al no ser el hijo que ellos esperan, dejaría que este nido de
pájaros o telarañas que gira y gira dentro de mi cabeza se pudriera,
que no creciera, que no hubiera crecido, que no me hubiera hecho
comprender que hay mundo más allá de esta diminuta Antequera,
que hay un paraíso cada vez que tomo un libro, cada vez que juego
tan vanamente a filosofar, que hay un éxtasis en cada uno de tus ojos
y que yo soy tan ambicioso que quiero poseer los dos. Sólo eso no
quiero alejar de mi recuerdo: el sabor de tu boca, el tufo del tabaco
entre tus dedos, el halo salado de la piel de tu pecho, la textura de tu
cuello impregnado de perfume, el aroma de tu semen. Pero quisiera,
y quiero más que nada, Andrés de mi alma, darle vuelta al aire y
volver a ser ese niño como todos que alguna vez fui, antes de ser esto
que vaya a saber si de verdad soy. Ese niño que mágicamente iría en
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Julio Cortázar
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ta. Lo miro. Dijiste que querías conocer mi casa, ¿no? Ésta es sólo
una parada técnica en el trayecto: vivo unas cuadras más allá de la
iglesia que está a la entrada. Te traje aquí porque quería que cono-
cieras esto, que sintieras lo que me embarga a mí. Paso tantas tardes
aquí que ya siento que es parte de mi personalidad. Y antes de que
Andrés pudiera decir algo, tomo sus manos y huelo el espacio entre
sus dedos. Me encanta el olor que deja el cigarro en su piel. Después
me recargo sobre su hombro y oigo el desplazo del viento mientras
transcurren los minutos. Vámonos, me dice tras un rato inmóviles.
Me levanto y, nunca lo suelto, me alejo del casa. El carro nos espera
luego de la explanada con que inicia este paraíso. Nos subimos,
arrancamos y avanzamos despacio. Me asomo por la ventana: algu-
nos brotes amarillos de cempasúchil todavía se distinguen entre el
verde borroso de los cerros. Y el aire de la tarde arreciaba como re-
gañándome por querer a Andrés, inclinando las matas de hierba
contra el suelo de la montaña, en el paisaje allá a lo lejos.
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no, no pasa nada, mis manos siguen limpias, no siento nada nuevo
en ellas, como si hubiera tocado una hoja de papel virgen, y el suelo
se ve, ya más de cerca, carente de toda mugre posible. Él me mira,
siento su mirada como un soplo de aire caliente en la nuca. Alzo la
vista y lo miro, y respondo con una sonrisa a su expresión interro-
gante, me levanto y volvemos a caminar, o bueno, a andar, tan len-
tamente que pareciera que no avanzamos, por la casa que encierra
un ambiente suave, con la temperatura algo baja, de tranquilidad
absoluta. Salimos del estudio. Enfrente, justo enfrente, tras un pasi-
llo delgado, se encuentra otra puerta, igualmente abierta, como es-
perando a alguien más, como si la casa estuviera siempre tan caren-
te de personas y movimientos que la privacidad no existiera o no
fuera necesaria. Esta vez ya no necesito que él me indique nada, me
adelanto y entro a su habitación en un par de movimientos. El cuar-
to de Gustavo es raro, como él mismo, es diferente, también está
lleno de libros, aunque estos ya no parecen tan antiguos como los
del estudio, pero le siguen dando al lugar un aspecto de relajación
permanente. Aquí no hay muebles viejos, todos son modernos, en
eso sí parece el cuarto de un muchacho normal en los últimos pasos
de la adolescencia. Todo está acomodado en un perfecto orden, como
si las cosas tuvieran que seguir una organización casi alfabética, no
hay ni un solo objeto fuera del lugar ni una viruta de polvo en ningún
lado, ni en los libreros, ni en la cama, ni en el mueble donde hay una
televisión y una colección de música y películas, ni en el ropero, ni
el escritorio donde hay muchas hojas sueltas, en un obsesivo acomo-
damiento, y una computadora del año. Volteo a verlo con la cara
llena de preguntas.
—Sí, soy un poco obsesivo con el orden —dice como disculpándose.
—Y ya ves que yo soy todo desordenado con mi cuarto…—digo,
y me inclino un poco para plantarle un beso rápido.
Luego camino otra vez, los pies chocando duro contra el suelo,
pareciera que los arrastrara todo el tiempo. Veo sus libros, me intri-
gan, como si escondieran un secreto, como si me pudieran decir algo
más de él, de Gustavo, aunque fuera sólo con sus títulos y portadas,
y así tal vez, ya no me encontrara tan perdido en su mundo particu-
lar. Porque me siento perdido al lado de alguien que sabe más de lo
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allá. Le pregunto si él toca y me contesta que sí. Sólo eso podía faltar,
que fuera un virtuoso de la música.
—Toca algo, por favor —volteo para decirle, y señalo con un dedo
el piano que parece esperar algo o a alguien.
No dice nada. Camina rápido hasta llegar a sentarse frente al
instrumento de madera negra, levanta la tapa, toca un par de notas,
y luego de un jugueteo con arpegios a modo de preparación o calen-
tamiento, alza la cabeza y me mira.
—¿Alguna pieza en especial, gentil caballero? —me dice, sonrisa,
sonrisas hasta marearse.
—Tu favorita —y me acerco, y le acaricio el hombro y la mejilla
y el cabello, y luego doy un paso atrás para dejarlo trabajar, Gustavo
fija la mirada hacia abajo y pone de nuevo las manos encima del te-
clado, y yo pienso que lo va a acariciar solamente—. ¿Cuál es?
—Vals número 2 en do sostenido menor, opus 64, de Frederick Chopin
—dice, simple y majestuosamente, como un concertista que se dis-
pone a atacar a su público expectante.
Y comienza, primero como una melodía que avanza suave y que
es tocada apenas, unos sonidos que son como de seda o terciopelo,
un jugueteo entre las manos, a mi gusto esa parte se extiende dema-
siado, pero esos son los inconvenientes de la música clásica, hay pe-
riodos eternos que aburren y desesperan, en los primeros segundos
mientras él toca no me pasa eso, sin embargo tampoco la pieza me
atrae del todo, no me encierra y envuelve, pero me agrada, es dema-
siado… no sé, es brillante, irradia luz, y de pronto se vuelve coqueta
por un instante fugaz. Y pareciera que en ese momento vuelve a
comenzar todo, la velocidad aumenta, la fuerza aumenta, el volumen
aumenta, y ahora llena toda la casa, toda, como si no hubiera paredes
ni muebles, los dedos de Gustavo se desdibujan en la rapidez de la
música, y ahora comprendo por qué adora esa obra más que otras,
por qué es su favorita, es fácil entenderlo, la única razón es esa parte
que empieza más o menos cuando ya van cuarenta segundos de ese
vals, debo decir que a mí me pasa igual, el sonido me tiene de un ala,
me encanta, es como agua dulce derramándose desde el piano, feliz,
coqueta, amorosa, tremendamente juguetona, en notas agudas que
van corriendo, corriendo, volando y… Yo pensaba que los únicos
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valses que existían eran cursis piezas para orquesta donde las partes
del violín resaltaban melosamente y que eran bailados por las quin-
ceañeras y su séquito de chambelanes, amigos y familiares, en esas
mismas fiestas en honor de las quince primaveras. Ahora sé que no
es así. He comenzado a entender más profundamente, en el trance
del tiempo y el espacio que Gustavo crea con los dedos de las manos,
lo que es un vals, la forma. Todo se contrae y se decide en la parte
que toca la mano izquierda, en esos tres acordes que son tocados
para llevar y marcar el tan preponderante ritmo, esas notas que están
bañadas por una suerte de ligero staccato (esta palabra la conoceré
más tarde, por supuesto). Se ha borrado dentro de mí esa imagen de
los malos valses, ahora los valses son éste que oigo y nada más. De
repente, tras un silencio cortísimo, reinicia ese jugueteo delicioso
con las notas tan dulces y yo pierdo el hilo de la música y las notas
se entre confunden, pero siguen atrapándome. Otra cosa que nomás
entiendo de último momento: toda la obra es perfecta, incluso las
partes que al inicio no me gustaron por completo, esos pasajes sirven
para complementarlo, para hacer un vals entero y magistral. Ahora
ya no veo la música en sí, o al piano, lo veo a él, tocando, sí, sí, es un
pianista hecho y derecho, mi pianista personal y absoluto, que mue-
ve las manos con una agilidad que nunca antes había visto. En medio
de la locura de los sonidos y los silencios, de las notas y los sostenidos
a lo largo de todo el mar ordenado de teclas, la melodía sube y cae,
se hace más lenta y termina por acabar con un eco que resuena y
resonará para siempre. Pienso si aplaudir o no, me debato en la duda
instantánea: ¿hacerlo o reproducir el silencio? Gustavo no me da
tiempo de nada, se levanta de la silla y se posa junto a mí.
—Ahora comprendo por qué eres tan bueno con las manos…
—le digo con un guiño que es, completa y descaradamente, una
provocación.
Se aferra a mi cuerpo, y como siguiendo la música de ese vals
suyo y ya no de Chopin, nos movemos con dirección al pasillo lar-
guísimo, como senda hacia el destino perdido, girando como si
bailáramos, girando como en un vuelo por los aires, hasta ver la
puerta abierta del estudio viejo de madera oscura y olorosa, y luego
entramos a su cuarto, nada fuera del lugar desde que nos fuimos,
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Bon Iver, Interpol, Yeah Yeah Yeahs! (sobre todo Maps) e incluso
Weezer, cosas más de tu estilo, pero en fin… Por puro morbo, ¿hay
algún artista pop que te guste completamente?
—Adele; me parece una diosa en todos los sentidos.
—Parece que estamos en polos opuestos cuando de gustos musi-
cales se trata: yo soy fan del metal, de los soundtracks y de la música
clásica, y tú eres más alternativo y punk y esas movidas indepen
dientes.
—Ajá. Aunque no creo que nuestras preferencias entren en con-
flicto; vamos, a ninguno de los dos le gusta el pop plástico ni el reg-
gaeton.
—Exacto: hemos de tener algunas diferencias pero no es necesa-
ria ninguna guerra.
—Hablando de guerras, ¿ya les dijiste a tus padres lo que quieres
hacer?
—¿Lo de México?
—Y también lo del dinero de tu abuelo y los departamentos y
Andrés y todo eso.
—Más o menos: les dije que voy a estudiar Gestión Cultural en
la capital y prácticamente les valió madres; mi papá dijo que me
moriría de hambre y mi mamá no sabe realmente qué es eso así que
no se asustó demasiado.
—¿Y te van a pagar los estudios aunque no estén de acuerdo?
—Sí; tampoco es para que me dejen en la calle. Obviamente pre-
ferirían que estudiara algo como Relaciones Internacionales, pero no
me excomulgarán de la familia; sobre todo porque se los impide la
moral y les da miedo el qué dirán, más que por falta de ganas.
—¿Catalina qué va a estudiar?
—Derecho, creo. En Puebla, o quizás en la Libre.
—¿Y sí les dijiste lo del dinero?
—El abuelo les dijo que me había adelantado una parte de su
herencia y que yo iba además a empezar a usar lo que me dejó la
abuela y lo que sale cada mes de las rentas. Como ya soy mayor de
edad, no pueden decir ni hacer nada; y como todo el dinero está a
mi nombre…
—¿Tus padres conocen a Andrés?
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Pero yo iré
aunque un sol de alacranes me coma la sien.
Pero tú vendrás
con la lengua quemada por la lluvia de sal.
Pero yo iré
entregando a los sapos mi mordido clavel.
Pero tú vendrás
por las turbias cloacas de la oscuridad.
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yor que preguntaba por una gran señora, Catalina del Toboso, oriun-
da de la región y las tierras ibéricas (allá la Madre Patria, allá en el
Viejo Mundo). En una segunda lectura de García Márquez, la casa
se apestó a guayaba. Cuando leyó a Borges, Catalina se hizo dueña
de una memoria pródiga, capaz de recordarlo todo, cada instante del
recuerdo, cada partícula del pasado, todo y absolutamente todo. Y
cuando profundizó en Borges, la chica casi muere en una pelea a
cuchillo afuera de una cantina sureña. Un cuervo empezó a merodear
su ventana mientras estudiaba la literatura norteamericana del siglo
xix. Cuando leyó Arráncame la vida, se fue a conocer el mar con un
hombre de mala reputación llamado Sebastián Miranda. Cuando leyó
a Pizarnik, sus padres tuvieron que contratar una enfermera que la
vigilara día y noche, no fuera que pasara algo trágico. Con Vargas
Llosa ella empezó a tener un acento insoportable de chilenita, ¿o no,
niño bueno? Y al paso de un bestseller, su cuarto se llenó de diseños
de catedrales medievales. En una de sus últimas lecturas conocidas
de Gabo, Catalina rompió los focos de la casa y se puso a nadar en
luz. Dicen que su hermano, mellizo suyo además, menor que ella
por sólo cincuenta y siete segundos, y un escritor en ciernes, tuvo
que huir de la casa por miedo a que su hermana leyera alguna vez
una línea de sus textos y se trastocara para siempre la relación sutil
que hay entre la vida y la página.
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las casas. Y luego le digo a Andrés que volvamos al auto, las mejillas
de ambos sonrosadas por al abofeteo del viento, que bajemos al
departamento, que vayamos a tomar esa ciudad que chocaba contra
los dedos extendidos de nuestra mano alzada, que no olvidemos el
viento tan propio de este mundo.
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Octavio Paz
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LXXXVI
Suena el teléfono.
—¿Andrés?
—Sí.
—Soy yo.
—¿Gustavo? ¿Dónde estás?
—En el departamento.
—¿Pasó algo?
—Hablé con mis padres; voy a vivir solo un tiempo…
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Digamos que no tomaron muy bien nada de lo que les dije.
—¿Lo de irte México y estudiar lo que quieres?
—Sí, y también les dije que estoy contigo… Papá se puso a gritar
como idiota y me dio un puñetazo en la mejilla y luego se peleó con
el abuelo, casi llegan a los golpes…
—Mierda. Pero ¿tú estás bien?
—Sí, sí: sólo tengo un moretón espantoso.
—¿Cuándo fue todo esto?
—Ayer por la tarde. Me salí de la casa y vine a pasar la noche aquí
al depa.
—¿Por qué no me habías hablado?
—No te enojes; quería estar solo un rato.
—Voy para allá.
—Ok.
—¿Hay alguien contigo allí?
—Sólo Cata, pero ella pues ya sabía, y mi mamá le pidió que vi-
niera a hablar conmigo.
—¿Quiere que regreses a tu casa?
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LXXXVII
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Guiño a Temporada de caza para el león negro de Tryno Maldonado, en la cual una frase similar se
repite a modo de capítulo, modificándose apenas, durante varias veces a lo largo de la novela. He-
rencia claramente nabokovniana, Palacios era adepto a este tipo de juegos literarios: es posible
encontrar en su obra una incontable cantidad de guiños y referencias a los más variados textos. Fiel
a su creencia tantas veces expresada de que el escritor no es nada sin sus influencias, el autor mues-
tra su agradecimiento por la experiencia regalada a él en su papel de lector haciendo este tipo de
alusiones, casi imperceptibles en su gran mayoría para el lector común. [N. del e.]
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LXXXVIII
Querido hermano:
Nunca sé bien qué regalarte el día de tu cumpleaños, y tú en cambio
siempre me sorprendes con algún detalle fascinante y de lo más inesperado.
Debo confesarte que cuando éramos niños detestaba que hubiéramos nacido
el mismo día porque me chocaba tener que compartir las fiestas contigo: yo
quería la atención sólo para mí y tú eras un antisocial de lo peor. Pero ya
no, ahora me gusta esto de compartir cumpleaños.
Iba por Liverpool uno de estos días y vi el primer tomo de la saga en la
que se basa la serie de Juego de Tronos, me pregunté si ya lo tendrías y,
como es imposible saber contigo, te lo compré. Recuerdo las noches que pa
samos juntos viendo la serie por hbo. Incluso una vez me dijiste que Renly
Baratheon (¿se escribe así?, como sea) te parecía el hombre más gua-
po de la Tierra y yo no pude dejar de reírme. :)
Traté de comprarte algo más intelectual pero te digo que contigo nunca
se sabe. Aun así sé que sabrás apreciar el esfuerzo, aunque sea literatura
comercial o como sea que le digan tus amigos literatos mamones. Eres la
única persona que conozco que se emociona cuando le regalan libros gordos,
así que espero que lo disfrutes.
Feliz cumpleaños.
Te quiere demasiado,
Catalina
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LXXXIX
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XC
Paul Verlaine
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XCI
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XCII
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XCIII
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XCIV
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XCV
Alessandro Baricco
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XCVI
[…]
W. H. Auden
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Agradecimientos
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I / 25 XIV / 66
II / 26 XV / 67
III / 36 XVI / 70
IV / 38 XVII / 71
V / 41 XVIII / 74
VI / 42 XIX / 75
VII / 46 XX / 77
VIII / 49 XXI / 78
IX / 52 XXII / 81
X / 53 XXIII / 86
XI / 54 XXIV / 87
XII / 55 XXV / 88
XIII / 56 XXVI / 90
El árbol interregno
Oscar Cid de León
De vuelta. Teatritito
Eduardo Ruiz Correa
Ámbar es la botella
Didier López Carpio
De ida
Paco reyes
www.culturasyartes.oaxaca.gob.mx