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Antequera.

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Antequera o el paraíso
Manuel del Callejo

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Antequera o el paraíso
de Manuel del Callejo fue seleccionado en la Convocatoria 2012
de la Colección Parajes. Serie: Narrativa

D.R. © Manuel del Callejo

Primera edición, 2012


D.R. © Secretaría de las Culturas y Artes de Oaxaca
Mártires de Tacubaya núm. 400. Santa María Ixcotel.
Santa Lucía del Camino, Oaxaca.
C.P. 68100
www.culturasyartes.oaxaca.gob.mx
publicacionesylectura@gmail.com

Imagen de portada: S/t (técnica mixta), René Santiago Díaz

Cuidado de la edición: Pedro Luis García


Diseño: Pedro Luis García

ISBN: 978-607-7713-72-2

La reproducción total o parcial de esta obra, incluido el diseño tipográfico y de portada, por
cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico o de cualquier otra índole, no está autorizado, salvo
aprobación acordada y expresa por escrito con la Secretaría de las Culturas y Artes de Oaxaca.

Impreso en Oaxaca, México

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Primera parte
(Hoy)

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(7:00 am). a veces quiero contarte, niño malo, la historia de tus


besos. y así, viéndote dormir a mi lado mientras yo despierto, ha-
blarte de lo que fue de nosotros. y de lo que será de nuestras palabras.
porque sólo en las palabras puedo hacerte mío para siempre. para
siempre, andrés; ¿sabes lo que es para siempre? (7:01 am). para siem-
pre son los suspiros de somnolencia que exhalas en este momento,
o los ruidos del despertador próximo de las 7:30, o los reflejos de tu
rostro dormido, o algo, andrés, algo que es el día de hoy, en toda su
extensión y anchura. (7:02 am). abro un poco los ojos. (7:04 am).
quiero fijarme en la fecha de hoy sólo para anotarla en ese cuaderno
arrugado y triste, el que reposa en el buró, con el que estoy conde-
nado a vagar eternamente, a la espera de un milagro que no se vis-
lumbra cercano en el horizonte, a la caza perpetua de la bendita
inspiración que no existe ni existirá jamás. estamos a 14 de agosto. y
eso es todo. (7:10 am). a veces quiero detener el tiempo, andrés, para
dictarle al cinematógrafo de tu mirada estos ecos de una vez por
todas. estos ecos que cuentan nuestra historia, niño, y que yo apenas
recuerdo. pero no hay tiempo, y por eso no puedo detenerlo. (7:17
am) pienso en el tiempo: en la quietud inamovible de los minutos
después de despertar, en ese arrancar de pronto a hablarse sin ningún
motivo, queriendo explicar sin complicaciones la totalidad que alcan-
zan los recuerdos, y en ese tiempo a gotas que se escapa, porque
mañana tú y yo nos vamos de la ciudad y el regreso aún no tiene
fecha. (7:21 am). pensar que hace unos minutos yo soñaba: soñaba
con nosotros, imágenes sin ninguna coherencia, tú y yo como dos
peces muriendo asfixiados bajo el sol de antequera. soñaba una luz
detrás de la cortina, andrés, un faro suspendido en la noche que yo
no me atrevía a ver. y así y así y así: soñaba: yo te señalaba un punto

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en la calle y te decía ¿ves allá la puta que coge con bukowski? soñaba
que soñábamos juntos, aunque al final eras tú en la fotografía y nadie
más. y también soñé contigo diciéndome al oído las cosas que nunca
me dijiste. sueño un poco ahora, soñaba antes: veo un hombre que
no se despertará realmente ni hoy ni nunca, ni mañana, ni ayer. y así
y así y así. soñaba además que sentía tu piel contra mi piel bajo las
sábanas. (7:25 am). te siento moverte, andrés: tus últimas vacilaciones
mientras te detienes en este lugar entre sueño y la vigilia. (7:37 am).
hace siete minutos que sonó el despertador. (7:39 am). corre el tiem-
po y todavía no salgo de la cama. no quiero alejarme ni un ápice de
este mundo de descanso eterno, de placer sin límites, que es la duer-
mevela. extiendo la mano para buscar el cuerpo de andrés a mi lado.
ahí está: encuentro su pecho apenas protegido por la ropa ligera de
dormir. y ahora su mano, que acaricio con la punta de los dedos para
luego seguir recorriendo todo el largo de su brazo, tan quieto bajo
las sábanas traslúcidas. andrés se despierta, lucha tratando de des­
embarazarse de aquella masa pegajosa que no lo deja salir tan fácil.
le doy un beso rápido en la mejilla, le digo que siga durmiendo. él
sólo alcanza a balbucear algo que yo no entiendo. me incorporo un
poco y, ya con los ojos completamente abiertos, admiro la figura de
andrés descansando a mi lado. (7:40 am). no quiero salir de la cama.
(7:44 am). giro, dejo caer y apoyo mis pies en el suelo; después me
levanto y tiemblo como si fuera derrumbarme en cualquier momen-
to. me cuesta ver la definición de las cosas. me cuesta sentir mi
cuerpo. (7:45 am). gustavo, ese ser que ya empieza a apoderarse de
mí, comienza a andar despacio, dirigiéndose a la puerta entreabierta
del baño. ahí, abro la ducha y espero a que salga el agua caliente.
(7:47 am). me desvisto y me poso bajo el fluir decidido de la regade-
ra. la temperatura del agua, tan caliente como a mí me gusta, no
hace más que reafirmar mi adormecimiento: un golpe sutil, deses-
perante y final contra la cordura de un hombre que lo único que
quiere es conquistar el estado de alerta y así poder llegar a tiempo al
trabajo. sin embargo, brevemente me han derrotado: creo que de
nuevo me encuentro soñando y que el vapor en que se convierte el
agua luego de chocar contra mi piel formando muchísimas figuras
siempre fantasmales, cuenta todas esas historias que yo no podré

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escribir nunca. ese mismo vapor que termina por embadurnarse


contra la pared como una prostituta y la deja llena de una exhalación
que se volverá fría al paso de unos segundos. y de pronto respirar
con mucha más soltura. (7:50 am). me siento en el suelo, bajo el
chorro de agua hirviente, y la pared está helada y hacen un buen
contraste: me salvan de las garras del sueño. (7:51 am). el agua es-
curre por mi rostro. no quiero hacer nada, acaso sólo imaginar para
luego ponerme a escribir. (7:52 am). el agua sigue escurriendo por
mi rostro. (7:53 am). siento cómo andrés se despierta definitivamen-
te, siento que abre los ojos; ¿lo hace? (7:54 am). me baño como es
debido. (7:59 am). el jabón se va de mi cuerpo. salgo de la ducha y
me envuelvo en una toalla. (8:00 am). afeitada, cepillado de dientes
y un poco de gel. hace tanto calor que, luego de secarme lo necesario,
dejo caer la toalla y salgo al cuarto así como estoy. (8:06 am). tras
quedarme unos minutos mirando como idiota el suelo sentado des-
de la cama, me he vestido con unos jeans y cualquier camiseta (la de
hoy es del pasado concierto de iron maiden en la ciudad de méxico),
he tomado mi celular, mi cartera, el último par de cigarrillos de la
cajetilla de ayer, las llaves del departamento y he salido de la habita-
ción. (8:07 am). he vuelto para plantarle un beso a andrés y él ha
abierto los ojos. me ha dicho adiós con la mirada mientras yo trata-
ba de no perderme en los imprevistos recovecos de sus ojos, pues se
hace tarde para llegar a la biblioteca. (8:09 am). me detengo al pasar
por la cocina; ahí bebo de un solo trago un vaso de agua de limón de
la comida pasada y tomo un rol de canela comprado la noche anterior
en el cinnabon del centro y que seguramente ya estará algo duro. ése
será mi parco desayuno. luego bajo las escaleras para salir de este
departamento al cual hemos venido a parar. (8:11 am). la calle de
jacobo dalevuelta, y enfrente, tras sólo cruzar el pavimento, el jardín
conzatti, ese parque lleno de árboles de laurel y bancas bajo su som-
bra, una fuente en el centro de la extensión, y algunas jardineras en
donde las parejas vienen a echarse sobre el pasto a la salida del cole-
gio, jugando a ver el cielo o a besarse impudorosas. y arriba el sol de
antequera desparramándose sobre la acera. (8:14 am). luego de va-
cilar unos instantes, echo a andar hacia la derecha. pienso, no sé por
qué, en el pseudónimo de un lejano periodista local del siglo xix, en

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ese nombre falso que ahora está impuesto a la calle sobre la que se
mueven mis pies; y pienso también en aquel botánico italiano en
honor a quien está bautizado el parquecito frente a mí. (8:15 am).
en la esquina, alzo la mano para detener un taxi, pero no hay taxis en
este sitio a esta hora del día. los autos que se ven andando pueden
contarse con los dedos. me detengo a mirar otra vez el conzatti sin
prestarle atención realmente. observo las pocas gentes que pasan, la
poca vida que hay a mi alrededor, el aire límpido de una antequera
que no sueña con crecer como metrópoli. empecé primero mirando
sin atención, pero he terminado haciéndole caso a los más nimios
detalles: el vestido tan variable de las personas que caminan sin vol-
tear a verme, la textura descascarada de las paredes de la clínica del
imss que es casi vecina, la separan unos metros de banqueta única-
mente, del edificio de departamentos donde vivimos andrés y yo.
(8:17 am). no transcurre mucho tiempo. el carro se detiene ante mí,
subo, le digo al chofer la dirección de la biblioteca y arrancamos.
reviso mi celular para comprobar la hora que es: tengo únicamente
trece minutos para llegar a mi trabajo. afortunadamente son sólo
unas pocas cuadras que en otra ocasión hubiera recorrido a pie sin
ningún remilgo, hasta gustoso de caminar y ver las calles de la ciudad
una vez más, con la calma que le dan las mañanas al centro de mi
antequera. pero ahora sencillamente se ha hecho demasiado tarde
para mi paso lento y cansado. (8:18 am). yendo por avenida juárez,
veo el mundo. antequera no está dormida, pero así, en este estado
letárgico, no parece tampoco estar despierta. ahora, incluso, se ve
más como esa ciudad sepia, con todo y la mañana luminosa que es
y los colores que hay, que busco retratar en mis ficciones. esa ciudad
que ha inundado casi todas las páginas que he escrito y que me bus-
ca y acosa constantemente, como pidiéndome algo. esa ciudad con
la que llevo una relación de amor-odio condenada a perdurar por
siglos, casi insoportable. esa ciudad que reconozco como mía, como
mi territorio, paraíso o infierno. y siento también en este momento
todos esos lugares mágicos y perdidos de la urbe, que voy distin-
guiendo o que va trayendo a mí el recuerdo, donde han ocurrido
tantas cosas que me superan y de las cuales yo he escrito tanto; esos
sitios son solamente míos, los lugares más escondidos y alejados de

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la vida moderna del universo, esas calles de cantera donde todos


tienen miedo de perderse. (8:29 am). hemos avanzado más rápido
de lo que yo esperaba: bajamos todo por avenida juárez, damos
vuelta en morelos y seguimos, seguimos. de pronto, nos detenemos
en un alto del semáforo. (8:30 am). pago aquel taxi que me deja
justo en la puerta de la biblioteca henestrosa. nadie se dará cuenta
de la terrible infracción que he cometido: llegar a tiempo exactamen-
te. saludo al policía que cuida la entrada y luego entro a la oficina
para anunciar que ya estoy aquí; espero a que mi superior, una chica
linda de nombre claudia, me anuncie las tareas de la jornada. (9:40
am). siento en la boca el deseo de un café de olla oloroso a canela, y
dulce, lo suficientemente dulce como para dar comienzo a mi carre-
ra demencial, aunque feliz, hacia la diabetes. ya veré si puedo esca-
parme un rato e ir un par de calles arriba hacia el nuevo mundo, a
comprar la cafeína o la teína necesaria para que los días de trabajo
se vayan volando libres en el aire, como si fueran agua. (10:31 am).
acabo de terminar de revisar la lista de libros consultados en el último
mes. sentarme frente a un escritorio y esperar a que los usuarios de
la biblioteca se acerquen a mí preguntándome sobre tal o cual libro,
o que me pidan que les fotocopie ciertas páginas, no es ni de lejos un
trabajo memorable. podría mejor acercarme yo a ellos a ofrecerles
mi ayuda al verles a algunos entrar confundidos, o cuando ya los
habituales tienen a su alrededor tantos volúmenes que les cuesta
trabajo moverse, pero si algo he aprendido aquí es que la mayoría de
los bibliotecarios jamás ofrecen su apoyo así nada más. (10:37 am).
no he hecho nada, me da muchísima fiaca moverme. (10:38 am). por
supuesto que sigo sin moverme. finjo solamente observar algo en la
computadora. (10:41 am). últimamente ha venido todos los días un
estudiante de derecho a leer un libro sobre la conquista española y
primeros años de la, en ese entonces, villa de antequera. tampoco ha
faltado, hay que reconocer su constancia europea, el holandés de
nombre impronunciable que viene a inspeccionar todo lo que tenga
que ver con octavio paz. (10:50 am). acabé, ¿de hacer qué?, no lo sé.
los ojos se me cierran de sueño. (10:53 am). tomo el celular, veo la
hora una vez más. (11:17 am). los pensamientos me conducen ine-
vitablemente a andrés. (11:21 am). recuerdo la noche de ayer. recuer-

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do que regresamos a casa luego de ir a comer a los portales del zó-


calo. recuerdo que comimos sushi y que faltaba la abierta melancolía,
con ella todo se hubiera sentido infinitamente más como una noche
de adioses y despedidas. recuerdo que caminamos por el andador
turístico, esas calles de cantera que quiero tanto o más que a mis li-
bros. recuerdo que tomé de la mano a andrés, apenas las siete y
media en las manecillas del reloj. recuerdo que caminamos, que no
tomamos un taxi: él no había querido llevar el carro y yo no soporto
manejar, y antequera no es bella vista desde los asientos de un auto-
móvil: tras el cristal de la ventana todo se ve como desde muy lejos,
y así no es posible apreciar la belleza a detalles que compone los
muros y las fachadas de mi ciudad. recuerdo que una cuadra antes
de llegar a la casa, en la intersección de quintana roo y gómez farías,
surgieron de la nada, escapando de un auto que pasó muy deprisa,
los sonidos de una canción electrónica. la noche, en ese punto, ya se
confundía con el espacio que uno podía tocar al extender la mano
vacía. y yo me quedé perdido en ese limbo compartido por mis pen-
samientos y la música. recuerdo que al abrir la casa y penetrar en
ella, la ciudad que dejábamos atrás ya estaba muerta. la oscuridad
como boca de lobo. no prendimos las luces: jamás me importó ver
las cosas así en medio de las tinieblas: a fin de cuentas es casi lo mis-
mo, la misma incertidumbre de no saber si lo que estamos nombran-
do merece real y originalmente aquel sustantivo con el que nos es-
cudamos. recuerdo los bultos de nuestras pertenencias empacadas
por todos lados de la sala. recuerdo que me eche sobre el lecho al
lado de andrés y que no dijimos nada, que sólo empezamos a quitar-
nos la ropa, que acaricié y besé todo su cuerpo desnudo y tan blanco
contra la cama, que seguimos sin decir nada. (11:22 am). me quedo
en blanco. (11:29 am). vuelvo, hipotéticamente, a trabajar. no deja
de parecerme extraño ese anhelo de café del nuevo mundo (yo casi
nunca tomo café) que no puedo ir a comprar estando tan cerca. (12:58
pm). ordeno en su lugar todos los libros que los usuarios dejan sobre
las mesas; antes, por supuesto, he anotado sus datos en una lista en
la computadora, sólo para llevar registro de lo que lee la gente per-
dida que viene a acabar a este lugar. (1:02 pm). espero en esta espe-
ra interminable de esperar algo imposible. (1:07 pm). veo los anuncios

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de los eventos próximos que habrá en la biblioteca: el viernes que


entra fernando lobo presenta un libro. (1:08 pm). a lobo lo conozco
por nato. fue él quien me habló del taller de narrativa para jóvenes
que lobo, el buen lobo, imparte todos los martes y jueves a las cuatro
en punto de la tarde, aquí mismo en la biblioteca. nato viene con
regularidad y de ahí que conozca a lobo. al parecer en alguna ocasión
incluso ha traído algún cuentecillo de su autoría para ponerlo sobre
la mesa del taller. sus textos han recibido algunas críticas positivas,
incluso del propio maestro. (1:09 pm). recuerdo la primera vez que
vi a lobo: yo iba caminando por la calle con nato cuando desde la
acera de enfrente un hombre alto y delgado, con físico de fumador
consumado, también un poco consumido, de tez pálida y descuidado
cabello negro, ojos grandes y expresivos, y nariz afilada, lo saludó
con un gesto de la mano. ése es lobo, me dijo nato al oído, el escritor.
(1:10 pm). he venido al curso de lobo en algunas ocasiones, pero a
mí siempre me falta el tiempo. (1:18 pm). me levanto de mi asiento,
los usuarios no se inmutan. me dirijo al espacio de claudia; miro los
muros blanquísimos del lugar, su combinación íntima con la cantera
verde, tan tradicional de esta tierra. en la recepción, le pregunto a mi
superiora si se acuerda que hoy es mi último día. ella asiente sin
voltear a verme. ¿entonces en cuanto acabe me marcho?, ya arreglé
lo de los papeles. sí, mañana mismo ocupa tu silla ese chico al que
recomendaste, hoy no vino porque tiene gripe. ésas son todas sus
palabras. pienso: ¿gripe?, ¿con este clima? (1:20 pm). estoy por dar
media vuelta y marcharme cuando claudia me detiene. espera, dice
a media voz. se acerca a mí y me estrecha la mano; respiraciones más
tarde, un abrazo. suerte, y ésa es una de las primeras sonrisas que le
veo nunca. me retiro, vuelvo a mi lugar. (1:53 pm). hojeo sin muchas
ganas un viejo ejemplar de el llano en llamas de juan rulfo. (2:01 pm).
y los espacios se suceden mientras termino de dibujar, bosquejar
apenas, un árbol a lápiz que se deforma en una mujer desnuda, el
primer tatuaje sobre la extensión de esa hoja cualquiera. de pronto
quiero detener el tiempo, aunque sea para guardar la fotografía de
este lugar inmóvil: la biblioteca, dos figuras inclinadas y detenidas
sobre algún texto, el silencio. qué decadente, me invade la nostalgia
de las cosas. (2:04 pm). veo cómo se van los minutos. (2:25 pm). ya

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no tengo nada más por hacer y francamente no sé cuál es la sensación


que me embarga. (2:30 pm). acaban formalmente mis horas de tra-
bajo. (2:32 pm). tomo mis pertenencias, escasas por cierto, y me voy.
(2:34 pm). tal vez no quisiera marcharme. sería tan perfecto que
pudiera quedarme así: sin más estudiar, trabajando de bibliotecario
sin muchas complicaciones, viviendo de lo poco que gano, de lo que
su familia le pasa a andrés, de lo que recibo por las rentas de los de-
partamentos que me dejó mi abuela, en uno de los cuales vivimos,
escribiendo en antequera acerca de antequera, en una vida compar-
tida con él, con mi chico, acostumbrándome, no importa. (2:40 pm).
recuerdo que a esta hora acababan mis clases, antes, en esa escuela
a la que ya no volveré. antes, cuando no había vacaciones de verano,
ni universidades próximas, ni trabajo en la henestrosa, ni departa-
mento con andrés, ni últimos días, ni ciudad de méxico futura, ni
finales inminentes. (2:50 pm). me voy, compro un café, y me voy
caminando hacia la casa. / (4:55 pm). quizás andrés llega a aquel
edificio solitario, no lo sé, y se interna de pronto en ese espacio pro-
tegido del exterior por una reja metálica, clara separación entre el
recinto a ratos tiernamente lúgubre que es la entrada de nuestra casa
y el monstruo imprevisible que es antequera, un ser dormido antes
que una ciudad. quizás andrés sube las escaleras con la lentitud par-
simoniosa que lo caracteriza (no fuera el asunto bajar, porque enton-
ces él saltaría los escalones de dos en dos y correría hasta la puerta
de salida). quiero pensar que a esta hora del día, andrés toca la made­
ra tras la que se esconde el departamento, un leve roce con la yema
de los dedos delgados, y que siente una vez más, un último rescol-
do de lo que fue, el frío que lo invade siempre que camina solo por
la ciudad. (4:56 pm). y entra, tal vez andrés entra; no es necesaria la
llave. él pensará en gustavo, en mí, en mi manía de nunca poner el
seguro, en mis justificaciones. si ya no hay nada más que puedan
robarnos… y pensará también en mis constantes despotriques contra
la sociedad de esta ciudad hermosa pero de mierda: esa bola de hi-
pócritas, esas sonrisas hasta el hartazgo en sus reuniones, ese amasi-
jo de inhumanos más preocupados por la apariencia que por la vida,
ese fervor religioso y únicamente social, esa aburrida plática acerca
sólo de ellos mismos y sus abrumadoras propiedades materiales. esa

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sociedad que tantas veces nos ha censurado los besos y las caricias.
(4:57 pm). ay, andrés: cómo me encanta cuando crees sin reservas en
todas y cada una de las frases que digo, cuando sin demasiados pre-
ludios admites que tengo razón al odiar a esta gente, al despreciar a
todos esos rostros lejanos junto a los cuales me crié, al querer escapar
de ese ente extraño que llamamos sociedad. a lo mejor ése sea real-
mente el amor: creer a pies juntillas lo que dice el ser enterrado
entre tus brazos. (4:58 pm). la casa, como muchas otras cosas, tam-
bién está vacía. (4:59 pm). pienso en nato, en sus apropiados regaños,
y no lo culpo: él es una persona capaz de relacionarse bien con todo
el mundo, aun con esa particular discapacidad que supone el leer
todo aquello que cae en nuestras manos. él puede apreciar a los seres
por ser simplemente seres; yo estoy negado a esas bondades y sim-
plezas, a esa felicidad a ratos envidiable. (5:00 pm). pienso en andrés
entrando al departamento y no encontrándome. (5:01 pm). sobre la
mesa, esperan los platos que gustavo tomó de la casa de su familia y
que dice eran de su abuela. y, danzando apenas con el aire, un olor
delicioso, un aroma de hogar que llena el espacio. listo todo para
servirse: una ensalada caprese, una crema de verduras, arrachera
asada. ¿dónde andará él? (5:02 pm). andrés toma la nota que lo espe-
ra sobre la servilleta de tela que tapa la comida, una hoja doblada en
donde se adivina la caligrafía cursiva y difícil, de poeta, de gustavo.
presiente por un momento una nota de despedida. pero no, sólo una
excusa por su ausencia. así es él, quizás piense, romántico: prefiere
dejar notas que usar el celular. (5:28 pm). inquietud en la boca del
estómago: empezar con el vicio delicioso de un cigarrillo tras otro,
de encender el que sigue con la colilla del que se acaba. y tomar de
vez en cuando una cerveza tecate del refrigerador blanco. (5:41 pm).
ya totalmente frío, el olor de la comida se ha desvanecido. (6:13
pm). el sudor en las manos te incomoda. (6:30 pm). miras el celular.
(6:46 pm). expectación. andrés se inclina a tomar el teléfono que
reposaba en la mesa. no lo usa. permanece con los brazos apoyados
en el sofá. (6:51 pm). ¿llamar a gustavo? (7:17 pm). ¿volverá y come-
rán los tres tiempos todavía? (7:19 pm). apagar el televisor. (7:29 pm).
finalmente se levanta y sale del departamento, aquel refugio secreto,
sagrado, solitario, al cual han venido a parar, como huyendo de algo,

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de alguien, de algo que no puede ver. / (7:31 pm). una calle sola.
todas las calles están solas en antequera, a todas horas. siempre exis-
te en el aire la sensación penosa de estar cruzando un camino al
borde del precipicio y la nostalgia. andrés camargo acaba de cruzar
la calle. (7:32 pm). cruzo avenida juárez. (7:33 pm). los carros pasan
y pasan. las calles de antequera siguen solas. de vez en cuando alguien
anda por ahí pero la soledad sigue surgiendo de entre las paredes y
las banquetas. mantengo la vista perdida en línea recta, apuntando
al frente. distingo a andrés a unos pasos de mí. estoy tan acostum-
brado a no ver a la gente a los ojos que estuve a punto de confundir
a mi chico con uno de esos seres sin rostro y sin historia que luego
uno se topa en los lugares menos pensados. (7:34 pm). los árboles
tupidos y enormes del parque el llano nos observan, luchan por
hacerlo, otorgan un sentido de infinitud al cielo nublado de esta
tarde de verano que amenaza con llover y llover. como si el límite de
las hojas verdes abriera un espacio infinito, una brecha en el tiempo.
pienso en mis manos que pudieron haberse rozado con las tuyas,
andrés, como se rozan a veces las manos de los demás transeúntes,
por mero descuido.
—te estaba buscando —dice andrés, indicándome con un gesto
de la cabeza que regresemos a casa.
(7:35 pm). lo miro, luego elevo la mirada al cielo ceniza. asiento.
—vamos.
caminamos, andrés y yo, tomados de la mano. me detengo antes
de cruzar reforma, viendo el café arabia que colinda con los depar-
tamentos y que está justo delante de nosotros. (7:36 pm). damos
unos pasos.
—espera, espera, andrés; quiero un café —le digo.
—a ti casi no te gusta el café —me mira, entre serio y coqueto.
(7:37 pm). sonrío.
—un té, pues… o quién sabe, hoy todo el día he tenido antojo de
café… ¿entramos?
dice que sí con la cabeza. entramos al arabia: sus paredes blancas,
su mobiliario en extraña combinación cálida de amarillo, verde, na-
ranja. nos sentamos en una mesa al fondo del lugar, lejos de los si-
llones donde algunas señoras charlan escandalosamente. para mí,

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todo lo que no tenga que ver con literatura es escandaloso. (7:40 pm).
pido una infusión de canela, andrés un cappuccino frappé. (7:50
pm). ya con nuestras bebidas sobre la mesa, le digo a andrés:
—¿puedo pedir un strudel de pera o… no, mejor un pie de man-
zana?
—¿por qué me pides permiso? —responde.
—pues porque tú vas a pagar todo.
me sonríe con esa coquetería: torcer la boca, brillo en los ojos.
dice que sí asintiendo con la cabeza. a veces siento que vivo para
estos pequeños caprichos: la mirada de andrés, el azúcar de una re-
banada de pastel. (7:59 pm). corto un trozo de pie de manzana y lo
llevo hasta la boca del chico frente a mí. lo veo pasar su lengua por
la cuchara. (8:11 pm). andrés, quiero ahora ese pie helado de limón,
ya ves que tanto antojo tenía anoche. cómpramelo. (8:20 pm). él me
mira comer, todo silencio. silencio apabullante inmerso en el suave
susurro de las conversaciones ajenas y del andar de los carros y la
vida allá afuera. alguna clase de silencio en la acera que se ve tan
lejana desde aquí, a unos pasos. (8:28 pm). miro a andrés, ya no hay
nada sobre la mesa. (8:35 pm). ah, la noche apacible de antequera,
con sus faroles de luz amarillenta escurriéndose por los suelos de
cantera de las calles, y su tranquilidad inmóvil, y su refugio histórico.
siento el dulzor que se me acomoda en la boca, en el espacio entre
los dientes. (8:42 pm). echo una ojeada rápida al reloj de pulsera. con
una leve inclinación de la frente, le digo a andrés que es hora de irnos.
él alza la mano, llamando al mesero, pide la cuenta. (8:46 pm). pa-
gamos. salimos. nos enfilamos, yo por delante, a la casa que queda
solamente a unos cuantos metros. (8:47 pm). antes de entrar, en el
quicio de la puerta, rebusco en los bolsillos de mi pantalón, luchando
por dar con las llaves del edificio. y de pronto, como se dicen tantas
cosas con la luz difuminada, andrés me dice:
—vámonos. no quiero pasar aquí nuestra última noche en la
ciudad.
me quedo, primero, sin habla. (8:48 pm). y no puedo y no quiero
por nada del mundo decirle que no. echo a la basura los planes de
una noche en la cama, unas horas sin más, sin demasiado abrir los
ojos, en la duermevela donde ninguno de los dos hablamos. todo eso

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Manuel del Callejo

me parece ahora un mamotreto de aburrimiento. (8:49 pm). como


si pudiera leerme los pensamientos (y yo he llegado a pensar que de
verdad puede hacerlo), andrés me toma del brazo y me lleva avan-
zando hasta que pasamos la clínica del imss y doblamos en la esqui-
na para ir hacia la parada de camiones que se ha acomodado desde
tiempos inmemoriales dos cuadras más allá, enfrente de un hospital.
(8:51 pm). sin embargo no usaremos ningún camión esta noche, lo
sé. nos embarcamos en un taxi manejado por un señor sesentón que
se porta de lo más amable, que no hace demasiadas preguntas. si nos
preguntara a dónde queremos ir, le diremos que a donde él quiera:
no importa el lugar al que vayamos a parar esta noche. (8:58 pm).
¿tomo la mano de andrés entre las mías y juego con ella y la pongo
sobre mis piernas? el taxista, o no ve, o no quiere ver. (9:01 pm). y
como todo tiene el sabor de despedida, las luces de antequera en
decadencia van esculpiendo los sonidos de una pieza de michael
nyman en mis oídos. los violines, en plena sumisión a la melancolía,
repiten las mismas notas, variando poco, lentamente, enterrándose
más en la piel de mi mano que choca con el vidrio sucio de la venta-
na del taxi. (9:04 pm). si esto no estuviera en carne propia, sería un
pésimo libro, una terrible sucesión de retazos para ser contada: los
apuntes que hago en mi cuaderno cada vez que obsesivamente vuel-
vo a mirar el reloj. (9:05 pm). mira, andrés, es posible: calles sin
tráfico, sin bocinazos, sin la cara de la gente dentro de los automó-
viles. (9:15 pm). y me da por pensar, justo ahora, que por tu mejilla
pecosa puede escurrir algo tan impropio de estos tiempos como una
lágrima. pero éste no es el final de una película ambientada en parís,
y por lo tanto, esa lágrima es imposible. mi mano aún mantiene en
vilo la tuya. (9:21 pm). mientras va desfalleciendo el libertinaje mu-
sical de nyman que he imaginado, andrés abre la boca por vez pri-
mera en mucho rato y dice:
—acá nos bajamos.
le da un billete de cincuenta al conductor. decimos un gracias
inaudible. (9:23 pm). el caso es éste: terminamos solos, caminando
en medio de la ciudad y la noche por calzada madero. nuestras pisa-
das apuntan al teatro álvaro carillo, pero sé que no llegaremos tan
lejos. este sitio parece simplemente tan alejado de todo lo que asocia

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Antequera o el paraíso

mi memoria… (9:27 pm). dos cuadras. sólo caminamos y caminamos,


en la ciudad, por la noche, o a la inversa. (9:29 pm). rara vez había
observado esa plaza que está frente a nosotros, pequeña y olvidada
del mundo. un lugar desamparado, como un páramo desértico en
medio de los edificios y la vida urbana. una isla puesta ahí por el
movimiento de los carros sobre el asfalto negro. la plaza madero. y
la observamos desde aquí, le digo a andrés que mire. (9:31 pm).
entramos en sus límites oyendo el eco de nuestros propios pasos
repetirse en el aire que sube al cielo. caminamos como si en la expla-
nada de baldosas rojo sangre, sangre seca por el polvo acumulado,
se viera el espacio inmenso, con su horizonte en el borde de la vista,
y tuviéramos todo el lugar para nosotros solos, todo el mundo, todo
el tiempo. todo el tiempo lo tenemos, eso sí. (9:32 pm). me alejo de
él para poder abrir los brazos y abrazar el viento caluroso de agosto.
andrés camina en la dirección contraria, me ve extenderme y tratar
de asir la inmensidad. no dice nada. en realidad, no hace nada más
que mirarme. ¿qué pensamientos deambularán por su mente en este
instante? (9:34 pm). miro: la noche es toda negra, negra sin más,
como boca de lobo, negro aterciopelado sin gota acuosa de luz.
faulkner, mentiroso, ¿dónde está la luz de agosto? (9:35 pm). el alum-
brado público es lo que crea nuestro ambiente: las tonalidades difu-
sas de claridad amarillenta que se extravían trazo a trazo en el fondo
negro. ésta es la última imagen que tengo antes de las palabras.
—¿qué haces? —me dice andrés camargo, el de la mirada inquisi-
dora y el ceño fruncido de manera divertida.
volteo a verlo.
—¿qué crees tú que hago? ¿echarme un tiro de cocaína?
—eres un tonto…
(9:36 pm). la misma expresión de relajación en su rostro que unos
segundos antes, la sonrisa sin permiso de permanencia. hay algo en
su manera de estar esta noche que me inspira una tranquilidad pro-
funda. (9:37 pm).
—nunca había venido a este lugar —digo.
—ni yo. he pasado tantas veces por aquí, pero nunca me había
detenido a ver con atención esta plaza hasta ahora —dice el que
parece ser el único ser viviente en muchos kilómetros a la redonda.

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la distancia con su cuerpo empieza a doler, a hacer mella en los


sentidos, de esa forma tan particular que sólo alguien acostumbrado
a la cercanía de otro ente podría definir. me acerco a él para sentir el
frío de su cuerpo y evadir el bochorno que transporta la fecha. vera-
no, qué mierda de clima. andrés guarda silencio un momento.
—¿realmente te quieres ir, gustavo?
touché. él lo dijo. al fin la única pregunta con algo de importancia.
(9:38 pm). lo abrazo por detrás, pugno por aspirar su olor, por afe-
rrarme a su brazo como si así él pudiera entender lo que yo no.
—no sé. por dios que no sé…
adivino su respiración.
—no jures en nombre de algo en lo que no crees —me dice, me-
dio en broma, medio hablando en serio.
—yo creo en dios, andrés. sólo que no de la manera en que todos
creen, porque yo creo que dios está aquí en todo momento: dios eres
tú y soy yo y tantas cosas a la vez. él es todo aquello que nos haga
sentir —balbuceo.
—me encanta cuando hablas como escritor.
(9:39 pm). beso su mejilla tibia. él mueve la cabeza para poner
sus labios sobre mi cabeza, para que los dedos de sus manos puedan
jugar con mi cabello.
—no soy un escritor, soy un escribidor, un escritorzuelo de
­quinta.
andrés sonríe, y ese inicio de la risa se oye en la paraje vacío de
este sitio. el viento recorre el mundo, sin frío ni calor, únicamente ya
con fuerza.
—sabes que no, mi amor, sí eres un escritor, y uno con mucho
futuro —dice exhalando en mi cuello; yo no puedo evitar que mis
labios se tuerzan en una mueca que lo representa todo—. y sigues
sin responderme, eh: ¿quieres marcharte de antequera o no?
—¿por qué quieres saberlo? si ni yo tengo la menor idea aún.
—quiero saberlo. así de simple. tu opinión me ayuda siempre a
decidir las mías. y todavía creo que estamos a tiempo de cambiar
de decisión, si ninguno está seguro.
—la verdad no sé si quiero quedarme o si quiero irme, ni sé si
necesito quedarme o si me urge escapar. no sé nada más tampoco

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Antequera o el paraíso

—le digo a la par que extiendo la mano. (9:40 pm)—. ¿no tienes un
cigarro?
me ofrece una cajetilla de marlboro clásicos. tomo uno y andrés
lo enciende con uno de los zippo que le regalé por su cumpleaños.
—¿por qué no tienes hogar, gustavo? —me pregunta.
—qué terrible. no sé cómo te gustan. prefiero mil veces los camel
—balbuceo entre el humo—. sí tengo hogar, ya te lo he dicho: mi
hogar no son lugares: son libros, personas. qué pena que ya lo haya
dicho antes bolaño.
(9:41 pm). yo fumo para hacer más densas las nubes, más intenso
el negro del cielo. me separo un poco de mi chico, sólo para luego
poder tomar su mano y llegar juntos al centro de la plaza, esa plaza
de suelo rojizo y descascarándose la pintura.
—¿el hogar es donde permaneces siempre? —quiere saber, me ve
a los ojos.
arriba el primer bramido de la tormenta que no aparece.
—creo que sí, lo demás son sólo residencias.
—¿es posible vivir en las historias, en los recuerdos?
lo miro a un par de pasos de distancia. (9:42 pm). otro trueno de
presagio.
—espero que sea cierto —atino vagamente a decir.
—tú siempre estás en tus historias, son tú de muchas maneras
—dice.
a veces andrés también sabe decir las cosas. siento el bramido de
los relámpagos en la carne bajo mis hombros. elevo una súplica: que
no llueva, porque húmedas ya no se ven las estrellas y se me enmo-
hecen los sueños.
—pero mis historias siempre me remiten a ti —le digo—. ¿qué
ocurre con eso?
silencio. (9:43 pm). pienso en nuestra historia: andrés y yo y el
año pasado que trastocó nuestro mundos, estas épocas convulsas de
la juventud sin límites. (9:44 pm). miro la noche negra que no dor-
miremos, la noche última antes de partir. (9:51 pm). miro esa ciudad
que parece desierta viéndola desde la plaza madero. (10:00 pm). miro
todo, todo en este instante perfecto que creamos nosotros esta noche,
aquí, ahí, solos, con nuestras respiraciones, él y yo, y nuestra historia.

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Segunda parte
(Los días que ya se fueron)

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Andrés como la lluvia, o Andrés como el viento frío. Sin duda An-


drés en la noche. Andrés en mi noche. Andrés en mi cuerpo. Andrés
y nada más que Andrés, o Andrés en los sueños. Andrés en la nada
que soy. Andrés y yo, Andrés como yo. Cuando tenía diecisiete años
me enamoré de un niño llamado Andrés. Andrés como tú, Andrés
como el espejo, Andrés como el reflejo que quiero tragarme. An-
drés que no era excesivamente alto, y sus cabellos negros que solían
sobrepasar a las demás personas. Andrés y su piel, su piel blanca tan
ligeramente tostada por el sol de los veranos y el calor de mis mira-
das. Andrés y eso que llaman amor a primera vista, a última vista, a
todas y cada una de las vistas. Andrés coronado de azabache brillan-
te. Cuando tenía diecisiete años me enamoré de ti, Andrés. Andrés
desconocido, yo explorando las tierras desconocidas de Andrés.
Andrés como el fuego, Andrés como el silencio. Andrés en la oscu-
ridad. Andrés y conocerlo. Andrés y el placer de descubrirlo a cada
instante. Andrés y el noviembre cuando nos conocimos. Todas las
tardes con Andrés, en mil lugares. Andrés como la palabra. Andrés
como el placer. Todos los momentos contigo, jugando a bebernos el
tiempo. Andrés y lo inevitable. Andrés, y todo lo demás que está
escrito en un libro.

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Manuel del Callejo

II

Sí, ahí estaba yo, como perdido totalmente. Catalina me había dicho
vamos a Buika, ahí van a estar todos ellos, y yo no pude decir que
no. Quizás, en una parte del fondo de lo que sea que tengo en el
pecho, me hubiera gustado poder negarme. Porque ver a Andrés
fuera de nuestra intimidad, de nuestro pequeño espacio solitario y
enteramente nuestro, es siempre un acto del más supremo maso-
quismo.
—¿Y para ti, Gustavo? —me pregunta mi hermana.
—¿Yo? Eh…
—Sí, ¿qué quieres: un tequila, una piña colada… algo?
—Una piña colada está bien —alcanzo a decir.
El mesero se va. Catalina me mira. Fátima me mira. Inés, Damián
y el bueno de Rodrigo también me miran. Julián observa a otra par-
te. Nato se ha quedado apresado en lo que sea que su celular puede
ofrecerle. Somos todos los que estamos en la mesa. Nadie, con la
excepción obvia de mi hermana y tal vez Inés, tiene idea clara de
cómo actuar en este tipo de lugares. Debo confesarlo: es la primera
vez que estoy en un antro, y aquí, mis amplios conocimientos de li-
teratura no sirven para absolutamente nada, son incluso más inútiles
que allá afuera, en el mundo exterior.
—¿Estás bien, Poeta? —me dice Inés poniendo su mano sobre
la mía.
—Sí… —pero no lo cree nadie, ni yo mismo ni el sudor que per-
la mi frente.
Normalmente me importa un reverendo carajo la forma apropia-
da para comportarse según las circunstancias, pero en este lugar,
Buika, mi espalda y mi rostro se vuelven tensos, se contraen, y me
siento como un ser incapaz de lo libre y lo espontáneo, uno de esos

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seres patéticos que tiene que planear cada uno de sus actos con de-
masiada anticipación.
—Mira, Gus… ahí están —dice Catalina en voz baja.
Con los ojos, mi hermana me señala un punto lejano tras la pista
de baile. Sí, ahí están, todos ellos. Con una discreción envidiable, el
selecto grupo de personas a mi alrededor voltea bruscamente para
verlos. Alfonso Arnaud no tarda en darse cuenta de que los miramos:
luego tose y se inclina hacia adelante, apoya los codos en la mesa
esperando que sus amigos se acerquen para informarles. Y es ahí
cuando mis ojos se encuentran con los de Andrés Camargo. No me
sonríe, sólo me mira extrañado, como si nunca hubiera pensando
encontrarme en este lugar. Yo tampoco le sonrío. Tras unos segundos
de miradas en vilo, las cosas regresan a la normalidad acompañadas
del mesero que nos trae las bebidas.
Inés y Catalina toman tequila, por supuesto. Julián no olvida la
cerveza. Damián tuvo la ocurrencia de pedir vino tinto. Fátima,
imposible no amarla de la ternura, bebe una naranjada sin alcohol.
Nato sólo fuma, incansable, sin ningún líquido a la mano. Y Rodrigo
pidió sólo un vaso de agua pura. A leguas se nota que todos somos
aves de biblioteca que se perdieron en el vuelo y fueron a dar, teme-
rosos, temblorosos, sin saber muy bien cómo, a aquel confín tan
extraño y extraviado del mundo.
—Recuérdenme idea de quién fue que viniéramos acá —digo.
—Mía, se me ocurrió llamarlos, ya sabes, me dije a mí misma
bueno por qué no salir con los chicos esta noche —dice Catalina con
una sonrisa.
Pienso decirle que es una mentirosa, pero me contengo.
—Supongo que fue una buena idea: Buika no es como otros bares,
aquí a veces hay algunos concursos y viene gente más grande, en la
puerta me he encontrado a unos amigos de mis padres por ejemplo
—comenta Inés.
—Hoy hay concurso de baile —apunta de pronto Fátima, abrien-
do la boca para hablar por primera vez en mucho tiempo.
—¿En serio? ¿Cómo lo sabes? —interroga Damián.
—Lo vi en un cártel en la calle el otro día.
Ya de por sí Fátima es sumamente rara, pero cuando habla en

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suspiros viendo al espacio sin tomar importancia de las cosas, como


ahora, es una figura aún más enigmática, de una rareza que se acer-
ca a los límites de lo posible.
—Tres mujeres y cuatro hombres, salen casi exactas las parejas
—bromea Catalina.
No puedo sonreír. Pienso en marcarle a Andrés para que nos
veamos en el baño, como hacemos en la escuela. Después de una
desesperante discusión en mi cabeza, opto por mandarle un menos
evidente mensaje de texto. Tomo el celular y estoy por enviar el men-
saje cuando veo que Fernanda Silva se acerca a la mesa de Andrés, con
ese caminar suyo que parece sacado de una vieja película de ficheras.
—Salud entonces… —dice Fátima alzando su vaso.
Salud pues. Todos chocan sus copas. Bebo mi piña colada con una
rapidez producto del calor y de la situación, ante la mirada divertida
de mi hermana Catalina: yo jamás bebo en lugares públicos. De
hecho, fuera de un indecente número de botellas de vino tinto con
que a veces trato de inspirarme, yo no bebo en lo absoluto, aunque
nunca es mal momento para empezar, y menos momentos como
éste, donde no sé con exactitud qué es aquello que mueve mis pasos,
si la locura, el sentimiento, o algo que todavía no conozco.
—Tengo la ligera impresión de que habrá que pedir algo más
fuerte —alcanzo a decir cuando mi vaso se encuentra ya vacío—. Un
whisky, tal vez.
—No, Gustavo: sólo a ti se te ocurre pensar en whisky en estos
momentos. Pediremos una botella de tequila —si Catalina lo dice
con esa voz de mando que a veces usa desde que me acuerdo, es
porque hay una buena razón—. Al menos ya no vas a seguir con tu
mariconada esa de la piñita colada y no sé qué tanto…
Mando el mensaje y entonces pedimos tequila. La primera ronda
se va con una velocidad demencial que, de ser posible, debería evi-
tarse siempre al beber aquel líquido ambarino y seco, aquel trago
nacional que deja un incendio en la garganta. Julián se excusa para
ir un momento al sanitario.
—Salud, otra vez —dice una voz que no sé si es la mía.
Rodrigo me mira espantado. Damián no me mira. Fátima mira
algo que nadie más puede ver. Mi hermana se sirve otro caballito.

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Inés simplemente me mira. Nato enciende otro cigarrillo para luego,


entre sonrisas, brindar conmigo.
—¡Salud una y mil veces, Poeta!
Al paso de una hora, quizás hora y media, la botella de Corralejo
se termina, y el eco del cristal vacío se extiende por todo el espacio,
como apagando la música y todos los otros sonidos de conversación.
Andrés tardó en responderme, pero a su debido momento mi Nokia
vibró para avisarme que había llegado un mensaje. Aquí no, leí.
Perfecto, me parece perfecto, las cosas serán como él diga. Aunque
con un dejo de ira en el labio inferior, he tratado de olvidar la pre-
sencia de Camargo y todos los de su calaña. Me distraigo pensando
en Conversación en la catedral, en cómo este momento puede aseme-
jarse a la imagen de Zavalita y el zambo Ambrosio charlando sin
tregua en una mala cantina, en cómo toda la vida del Perú puede irse
en un río sin límites, narrada en los espacios entre sus palabras.
La literatura es un buen tema para pensar cuando tienes un lige-
ro nivel de alcohol en la cabeza: te distrae infinitamente, se ramifica
de formas impensadas, no permite que vayas a lo importante. Podría
pararme en este momento y soltar una clase magistral sobre la obra
de Vargas Llosa y la influencia de técnicas modernistas en él, sobre
el uso que hace de ellas, adaptándolas a sus temáticas y creando así
una propia vanguardia, y además, también podría ahondar sobre el
impacto posterior que tuvo el estilo vargallosiano en la literatura
latinoamericana de nuestros días. O quizás expondría de Nabokov:
el preciosismo excesivo de su prosa, el descaro intelectual, la atención
obsesiva a los detalles, su delicia en el uso del lenguaje y el abuso del
estilo. En estos días donde las nuevas voces no suelen escribir más
que copias, cada día más descaradas, del realismo sucio, es necesario
un poco de atención al esteticismo: daría lo que fuera por ser un
estandarte de los valores artísticos que el ruso Nabokov defendió tan
apasionadamente en vida y tan excelentemente ya muerto. Que tu
obra no muera y luche por ti: eso es dignidad. Es la razón por la cual
escribo: para que me tachen de esteta, de decadente, de romántico
extraviado.
¿Lo ven? Estando ebrio sólo es posible hablar de literatura. Uno
dice cosas atinadas y no se enfrasca en llantos vergonzosos para el

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pudor ajeno. Pero la literatura igualmente termina por llevarme a


Andrés. De una forma extraña, ese chico por completo ajeno a los
libros me inspira un necesidad imperiosa de escribir, un deseo irre-
frenable de abrir las páginas amarillentas y oler el polvo y el tiempo
acumulado en ellas.
—Vamos, Gustavo, te mereces algo mejor que Camargo —me
dice Rodrigo mientras pone su mano sobre la mía.
¿Tanto se me nota en la cara esta deformación de los gestos que
es el pensamiento? Debe ser una visión terrible.
—No, yo no… —pero es imposible ocultar el vaivén de mi voz.
Noto la calidez de su mano oprimiendo mis nudillos: bruscamen-
te alzo la vista y me topo de lleno, también, con el calor bochornoso
de su mirada muy cerca. Rodrigo tiene unos labios preciosos; sobre
todo cuando los tiene así, entreabiertos, y aún brilla sobre ellos la luz
sudada del lugar. Sé lo que él está pensando, no sé lo que yo pienso,
el alcohol en mis venas se asienta en el relieve de mis muñecas. Me
acerco a su cara. Rodrigo abre mucho los ojos: él quiere, me quiere…
Sí, es un chico guapo…
—Ven conmigo, Gustavo.
Antes de que pueda reaccionar, mi hermana ya me ha levantado
y me lleva hacia la salida, casi en brazos.
—No fastidies, Cata.
Se detiene en seco y me estaca con los ojos: espero todas las clases
posibles de reclamo; cualquiera que fuera la causa, me declararía
culpable.
—¿Todavía te acuerdas de cuando tomamos clases de tango?
Catalina es así, un poco rara.
—Sí, algo… más o menos… ¿Por qué?
Me toma de la mano y me lleva hasta la barra. De pronto, caigo
en cuenta de mi estado y trato de parecer lo menos ebrio que pueda.
¿Qué dirían de esta pobre muchachita, teniendo que lidiar con un
hombre impertinente, torpe y desesperante a causa del alcohol? El
nivel de la música va aumentando: una onda expansiva golpea las
sienes, rebota hasta los muros, cuartea el suelo y se interna en la
tierra como un temblor. Y además los tacones de Catalina y su eco
expandiéndose dentro del cráneo.

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Antequera o el paraíso

—Acaba de llegar Miranda… Así que tú y yo vamos a entrar a eso


del baile. El premio es una botella de Black Label: en el estado en
que estás, hasta te conviene.
—¿Miranda?
—¡Sebastián!
No se nos puede culpar, a ninguno de los dos: a fuerza de ser
gemelos dicigóticos, Catalina y yo compartimos ciertas característi-
cas. El gusto por los malos hombres, por ejemplo. Y por el alcohol,
claro. Y por muchas otras tantas cosas que ahora no vienen al caso.
—Bueno, bueno…
Ella desaparece, perdida entre una multitud que ya va muy lejos
de mí. No puedo evitar pensar que, aunque bajita y menuda, mi
hermana es una mujer sumamente guapa: se ha adueñado de una
manera particular de mirar, a caballo entre la coquetería desenfrena-
da que enmarca su cabello castaño cayendo laciamente sobre los
hombros descubiertos y la inocencia enternecedora de sus mejillas
apenas bronceadas. Y el porte, por supuesto; ese andar tan firme, de
una seguridad envidiable, con que Catalina mueve sus zapatos (mar-
ca Guess, tacón del número 10) sobre el suelo reflejante. Nadie du-
daría que aquella mujer pueda tener lo que quiera.
En la oscuridad momentánea veo ojos gigantescos. Balbuceando
digo: ojos que también han pasado rápidamente por los pechos a
medias descubiertos de docenas de chicas, chicas lindas hay que
decirlo, eso sí, chicas que están ahí-aquí, en Buika, con el único pro-
pósito de sentir que la vida corre por y para ellas nada más, que el
mundo a sus dieciséis, diecisiete, dieciocho y veinte años es un plano
puesto sobre la mesa para que ellas lo llenen de sus recorridos de
fiesta en fiesta y de hombre en hombre, para que lo manchen con su
delineador excesivo, con las anotaciones de su lápiz labial sobre vasos
de cerveza y vodka, y en fin: la cartografía de la juventud de Ante-
quera que Gustavo, este sujeto alcoholizado que se extravía desfalle-
ciente entre segundos hechos vueltas de reloj, ese ser deplorable que
además soy yo, ve pasar con una fugacidad cruel para la memoria,
la memoria que entra al cuerpo por los ojos, y estos mismos ojos
míos que a duras penas distinguen a Catalina que ha regresado, lle-
vándome del brazo, pasando al lado de las chicas sin rostro puestas

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sobre el mapa del delirio, maniquíes expectantes a un atropello me-


recido del destino.
Hay ciertas ventajas en el olvido por causa etílica: sobre todo
resalto la imposibilidad de sentir vergüenza. Simplemente uno no
recuerda todos aquellos actos pueriles que cercenan el pudor y que
es imposible dejar de realizar una vez que se ha ingerido demasiado
tequila. Sabrá dios cuántas personas pisé en el minuto anterior a este
respiro. Y ha igualmente de saber él, la ecuación del tiempo cuando
corre ahora, todo aquello que pasó mientras yo me pasaba de largo
un parpadeo ni siquiera más extenso de lo normal.
Así que tras un par, un ciento de pasos, me encuentro en medio
de una pista de baile, y un par, un ciento de miradas se posan sobre
mi espalda adolorida, la vista clavada en el negro lleno de humo que
cubre mis pies y que de pronto desaparece.
—La segunda pareja de la noche: Catalina y Gustavo Palacios…
—la voz es tan fuerte que pierde claridad en mi cabeza; seguramen-
te dice algo sobre el concurso, el baile, el premio y las otras ocho
parejas que se han inscrito.
Siento la resequedad instalarse en mi boca y el temblor en mis
tobillos cuando la melodía comienza a sonar; la provocación caden-
ciosa de esas frases musicales argentinas. Catalina me guía: mis pasos
imitan las florituras inverosímiles con que su cuerpo va siguiendo las
notas deliciosas de Piazzolla. Si hay algo innegable en el mundo, es
la elegancia erótica del tango, punto medio entre contención y locu-
ra, entre la delicadeza del coqueteo y el éxtasis del orgasmo ya con-
sumado. Nuestros cuerpos muy juntos recorren la pista mientras
aquella extraña versión de Libertango (en los violines con beat de Bond)
se adueña del lugar, imponiéndose sobre el silencio de las personas
que nos miran. En medio de la gente distingo el rostro de Andrés, la
boca entreabierta y la mirada atenta al espectro que va dejando el
movimiento de mi cuerpo por el espacio.
No sé bien lo que hago; trato de recordar mis clases de tango pero
el ajetreo del momento es tanto que me impide concretar ninguna
idea. Alguien más frente a mí es quien decide aquel itinerario demen-
te: bailar es fácil una vez que se ha perdido toda noción de conscien-
cia racional. Catalina se aleja un poco tomada de mi mano para

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Antequera o el paraíso

luego volver y empezar a cruzar los pasos. Con todo, no estoy segu-
ro de verme mejor que Al Pacino en Perfume de mujer. Por un segun-
do, cuando a la música ya no le quedan más que unas cuantas palpi-
taciones de vida, mis piernas tiemblan por primera vez; únicamente
entonces siento miedo.
Bajo mis dedos, entre la carne de la espalda de mi hermana, la
tensión disminuye a medida que avanzan los compases. Y al final
cuando terminamos inclinados, en paralelo con la situación del sue-
lo, y la multitud aplaude irregularmente, Catalina no puede más que
sonreír, relajada por completo mientras nos dirigimos a la mesa
donde los demás nos esperan. Es lamentable que ahora, en este pre-
ciso instante, el peso del alcohol dentro de mi cabeza haya disminui-
do notablemente: sólo queda un tímido rezago, pero ya no la confu-
sión total que gobernaba mis instintos hace unos minutos.
—No nos fue tan mal, ¿verdad? —me pregunta Cata antes de
sentarnos.
—Me impresionan, muchachos. ¿Dónde aprendieron a bailar así?
—nos ataca Inés ni bien llegamos.
Antes de responder alguna de las dos cuestiones, prefiero pedir
que alguien me sirva un vaso de lo que sea que estén bebiendo ac-
tualmente. Damián se muestra caritativo y, en silencio, cumple mis
súplicas. Para evitar bochornos por mi comportamiento etílico,
aduzco ante todos una sed tremenda por el esfuerzo físico que re-
presenta la danza.
Miro con tristeza el lugar vacío que ocupaban Nato y su cajetilla
interminable.
Luego me levanto bruscamente y me disculpo. Trato de ir a los
sanitarios con la mayor naturalidad de la que soy capaz, caminando
como si apenas estuviera allí. No reconozco ninguno de los rostros
que me observan mientras recorro el lugar: es la primera vez que
voy a Buika: yo soy más de esos chicos que pasan las noches de los
sábados en cafés con sus amistades, o solos viendo alguna película
en la inmensidad oscura de su habitación. Me encuentro tan ensimis-
mado, como de costumbre, en mis tribulaciones carentes de sentido
que no me doy cuenta en qué instante Andrés Camargo sale por un
costado y se detiene frente a mí.

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Manuel del Callejo

—¿Podemos hablar? —me dice rápidamente, atropellándose en


las palabras, desviando la vista y con mal semblante.
Yo asiento pensando en mi vejiga a reventar. Andrés me toma del
brazo y salimos del antro; él alza la cabeza constantemente para ver
si alguien nos observa. El hombre de la puerta no presta atención a
nosotros y, deseoso de más privacidad, el chico me lleva hasta la es-
quina; ahí doblamos y nos perdemos de cualquier posible mirada
indiscreta.
La penumbra de la calle en solitario. El sonido lejano, de fondo,
de la música excesiva que emana de Buika. Y, Andrés, el frío; el frío
rebotando contra tu chamarra de cuero negro (ésa misma que qui-
siera quitarte en este instante), el frío que no sentíamos en el bochor-
no insoportable del lugar y de la gente. Imagino la posibilidad de tu
piel blanca y fría bajo la ropa, la piel que tantas veces se incendia
cuando mis manos la recorren una y otra vez. Mira, amor, el vaho
que sale de tu boca entreabierta.
Estoy por decir algo, por acercarme a él y quizás besarlo levemen-
te, cuando su voz resuena en el invierno antes de que yo pueda abrir
la boca y decir nada.
—¿Y ésa, Gustavo? ¿Qué pretendes, eh? ¿Alguna clase de escena
de celos? ¡Carajo! Te dije simplemente que no podíamos vernos aquí
porque está Fernanda allá adentro. ¿Qué quieres que todo el mundo
se entere? —dice todo esto de corrido y tratando de apagar el volu-
men, los ojos vacilantes en su visión iracunda.
—Andrés, yo…
—¿Por qué siempre tienes que complicarlo todo? ¿No habías
aceptado finalmente las cosas así? Joder; jamás pensé que iba a en-
contrarte en este lugar… Y luego tú metiéndote en lo de baile con
esa chica…
—Es mi hermana —balbuceo.
Andrés ha terminado por acorralarme contra la pared infestada
de graffitis. Estamos tan cerca que podría tocar su rostro con mover
mínimamente la mano. En mi espalda se encaja el tacto rugoso del
cemento y en mi pecho la presión incómoda que ejerce el cuerpo de
Andrés sobre mi anatomía. Todo con el sabor del viento helado po-
sándose sobre los labios inseguros.

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Antequera o el paraíso

—¿Y qué te sucede a ti? —replico de pronto empujándolo violen-


tamente.
Él alcanza solamente a mirarme sin poder atinar palabra. Ya se-
parados, el vaho de nuestras bocas se instala entre nosotros para
luego difuminarse en la plancha nocturna. ¿Piensas besarme, como
si con eso se pudiera reparar el último arrebato? Aquel chico guarda
silencio y la ventisca arrecia contra nuestras mejillas sonrosadas.
—Gus, no lo… —y desvío el enfoque de la vista, a ver si así pue-
do también apagar la insistencia temblorosa de su voz.
Repentinamente algo externo se apodera de mis muslos y me
obliga a avanzar en dirección al laberinto de calles ennegrecidas que
se extiende a lo lejos, contrario a Buika y Andrés y los demás. Cami-
no lentamente, como tropezando con la planicie del asfalto desgas-
tado por las ruedas rápidas de miles de autos. Andrés aguardará un
poco antes de llamarme, de gritar mi nombre y echar a correr tras
de mí. Por ese entonces yo ya habré avanzando poco menos de cien
metros y me detendré al sonido próximo de sus pasos. Al final, ce-
rraré los ojos, lo sentiré acercarse, rozar mi hombro, y sólo prestaré
atención a la masa engorrosa y densa que parece ser la noche, tan a
mi alcance.

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Manuel del Callejo

III

Visto desde afuera, el automóvil apenas se mueve, y Nico prefiere


no prestar atención al suave bamboleo de la carrocería: prefiere mirar
hacia otro lado, hacia el parque donde no se ve ni una sola alma, ha-
cia el cielo nocturno donde la luna parece tan cercana y a punto de
reventar, hacia la posibilidad de un carro viniendo desde la calle
próxima. Nico es el chofer de Catalina Palacios y lo ha sido desde
que ella tenía cuatro años, cuando a su padre Javier Palacios lo nom-
braron secretario de Gobierno del Estado. A pesar de que el licencia-
do Palacios dejó el cargo hace ocho años, Nico se mantuvo fiel a la
familia, pues les había tomado cariño a los niños de tanto llevarlos y
traerlos de la escuela. Ahora, ni a Nico ni a los Palacios les es posible
imaginar la monotonía del diario el uno sin el otro: él es ya casi par-
te de la familia, y estaría dispuesto a dar la vida, siempre lo dice, por
cualquiera de los niños del ahora ex-congresista local Palacios. Por
eso no es de extrañar que Nico se encuentre en la camioneta Explo-
rer que espera a media cuadra del Audi plateado que apenas se mue-
ve en un ligero y rítmico balanceo. Primero, ha llevado a la joven
Catalina a la fiesta de una de sus amigas; ahí, luego de un rato, ella
se ha subido al auto del joven Sebastián (Nico ya lo identifica bien)
y, sin palabras de por medio, han partido en medio de la noche hacia
el Conzatti, el parque frente al cual la familia Palacios tiene un edifi-
cio. Catalina ha tratado de entrar a alguno de los departamentos pero
ninguna de las llaves que lleva en el bolso funciona y se ha resignado
a encerrarse con Sebastián en su auto. Afortunadamente para Nico,
los cristales se han empañado muy rápido y él no ha tenido que ver
nada del espectáculo. Entonces espera, pensando en el joven Gusta-
vo que siempre se mostró tan reticente a llevar chofer, en sus propios

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Antequera o el paraíso

hijos ahora mayores, en el tiempo que apenas y corre, en que ya no


debe de tardar mucho la señorita Catalina.

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Manuel del Callejo

IV

A Andrés lo conocí una tarde de noviembre mientras veía las hojas


secas del otoño arrastrarse por el suelo de la escuela, impulsadas por
el soplido del viento. Cierro los ojos y te veo, Andrés: playera blanca
sin más, pegada a tu cuerpo; bermudas entre gris y café terminadas
en la rodilla; sandalias de jebe marca Hollister. No sé cómo no te
morías de frío: yo iba con ese suéter gris que a veces ya no puedo
despegar de mi piel. Es como si estuviera ahí, nuevamente, mirán-
dote por vez primera y mirando también la tarde sin sol, llena de ese
aire helado que espanta los buenos pensamientos mientras corre
desmedido por entre los árboles del Colegio Newton. Y tú surges de
pronto, amparado bajo las hojas que bordean tu imagen como dán-
dole márgenes. En el mundo no hay sonidos: dejo de oír la voz de
Julián a mi lado, se apaga el retumbar de Yann Tiersen en mis oídos.
Te veo, Andrés, y tú me miras apenas y sigues caminando. Quiero
pensar en la mueca de despecho que entreabrió mi boca: yo no había
valido para ti ni un detenimiento en la mirada. Me mataste desde el
primer momento, niño malo, con tu porte de engreído total y tu
indiferencia para con todo aquello que pasara bajo tus pies. Inevita-
blemente ahí me encuentro yo en ese momento, bajo tus pies, un
nivel por debajo de ti, estampado de cara contra el suelo polvoso.
Vuelvo la mirada hacia otro lado. No le quiero tomar más importan-
cia al asunto: estos gustos fugaces pasan todos los días. No ha pasado
nada sobrenatural en el ambiente: el iPod nunca ha dejado de sonar
en mis audífonos (ni un compás se ha perdido de La valse des monstres,
ni una nota sulfúrica del acordeón afinado en francés), y Julián y yo
seguimos sentados afuera de la dirección del colegio, esperando a que
la secretaria se desocupe y pueda atenderme. Y tu rostro para mirar-
se horas y horas, Andrés; tu rostro insolente que entró sin la menor

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Antequera o el paraíso

preocupación en la oficina. ¿Se te ocurrió que nosotros llevábamos


allí un cuarto de hora, en vilo, esperando? Por supuesto que no, niño
malo, así eres tú, egoísta: jamás te importa lo que pueda ser de los demás.
Un par de minutos y luego la chica que atiende la recepción sale
y me dice que puedo pasar. Julián sonríe: yo balbuceo que me espe-
re, que no tardo. Me levanto, apago el iPod y entro al edificio de la
dirección. Sobre un escritorio veo decenas de sapos de cerámica que
alguien colecciona con fervor.
—¿Eres Palacios, verdad?
—Sí, yo…
—Control Académico me dijo que vendrías para un extemporá-
neo. ¿Tienes la orden? ¿Ya te validaron el justificante de falta?
Muevo la cabeza, afirmando. Ella me da el examen y la hoja de
respuestas y me conduce por un pasillo (en el que se encuentra el
escritorio de las ranas) hacia una sala de juntas. Ahí, sentado detrás
de una mesa muy grande de madera brillante, estás tú, Andrés, aun-
que en este momento aún no sepa tu nombre. Entonces para mí eras
solamente el chico guapo de las sandalias de jebe.
Me siento y el chico alza la vista, apenas una sonrisa discreta de
parte de ambos. La secretaria se va. Ojos a la mesa y al papel. Saco
del bolsillo un lápiz del número dos, perfecta y obsesivamente afila-
do. Silencio completo durante largos minutos.
—¿De qué año eres? —me pregunta una voz frente a mí.
—Voy a pasar a cuarto semestre —respondo, en voz baja, sin alzar
la vista.
—¿En serio? Pareces más grande.
—¿Y tú? ¿En qué año vas? —le pregunto, evadiendo mi timidez
patológica.
—Igual: en tercer semestre. Justo estoy rellenando los papeles de
ingreso para entrar a esta escuela —comenta, sonriendo.
—¿De verdad? ¿Conoces a alguien de acá? —tomo con más fuera
el lápiz para levantar la mirada.
El examen es fácil: biología es más una cuestión de lógica que de
memoria, el sentido común que pocos encuentran.
—A Tomás Saqui, Alfonso Arnaud, Sebastián Miranda… Fui con
ellos en la secundaria.

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Manuel del Callejo

—Ah, sí…
—¿Los conoces?
—Sólo de vista —y luego nuevo silencio.
Tengo prisa: el segundero apremia en mi muñeca, como si al
avanzar apretara la correa del reloj. Me levanto. Aún tengo que ir
por Catalina a casa de no sé quién: es el precio por pedirle a mi madre
que me prestara el carro.
—Ha sido un placer, me llamo Gustavo Palacios —digo, y extien-
do mi mano para estrechar la suya (su piel es suave, más clara que la
mía).
—Andrés Camargo, y lo mismo digo.
—Supongo que nos veremos en unos meses —es lo último que
atino a decir; luego lo veo sonreír y doy media vuelta.
Cruzo el marco de la puerta corrediza de cristal y le entrego la
hoja de respuestas a la chica de la oficina, ahora perdidamente aten-
ta a la televisión minúscula que mantiene en el regazo. Parece que
las ranas de cerámica que rodean a la mujer también vieran la tele-
novela. Salgo de la dirección. Julián aún me espera: lo he topado
saliendo del entrenamiento de basquetbol que toma aquí en la es-
cuela y le he ofrecido llevarlo a su casa si me esperaba a contestar el
examen. Con un gesto le indico que vayamos al estacionamiento.
Andrés, me temblaban las manos, no sabes cómo me temblaban
las manos.

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Antequera o el paraíso

Il n’y avait pas à attirer le désir. Il était dans celle qui


le provoquait ou il n’existait pas. Il était déjà là dès le
premier regard ou bien il n’avait jamais existé. Il était
l’intelligence immédiate du rapport de sexualité ou
bien il n’était rien.

Marguerite Duras

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Manuel del Callejo

VI

—Nato, quiero escribir una novela.


—No me extraña. El placer por la lectura, si es verdadero, una
pasión entera y devoradora y no chingaderas, termina por conver-
tirse, siempre y a fin de cuentas, en un placer por la escritura.
—Nunca he escrito nada muy trabajado, pero tengo la idea de
que no es tan difícil.
—Ahí te equivocas, y rotundamente: para escribir hay que ser
idiota, y obstinado, no sé exactamente en qué orden.
—¿Entonces por qué escribes tú?
—Por lo mismo: soy un rematado idiota, y obstinado hasta decir
basta…
—¿No tienes una ambición más grande? ¿Algo así como el deseo
de escribir una novela que cambie los tiempos?
—No, todo esto es mera supervivencia.
—Mientes. Eres el esteta más desmedido que ha pisado la tierra
en un buen tiempo. Y además, alguna vez me dijiste que todo el arte
es una expresión egoísta. Expresión.
—Claro que miento: una parte fundamental de ser escritor es
decir cosas interesantes cuando te entrevistan… y bueno, esto es casi
una entrevista. Siguiente pregunta.
—¿Cuál es la base de tu prosa?
—Vamos, eso pregúntamelo cuando gane el Cervantes… Pues,
yo diría que lo que busco cuando escribo, es la sensación. Sí, tú sabes,
crear imágenes, frases que se encarnen en la piel del lector, que lo
hagan sentir, que lo extasíen de gusto estético.
—¿Y los personajes? ¿Y sus tramas?
—Bah, eso es secundario… ¿No tienes un encendedor? Se me
acabaron los cerillos.

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Antequera o el paraíso

—Yo no creo que sea algo que se pueda dejar tan al azar: ¿si no
cómo determinas el curso de la historia? Eso no te lo puede decir el
estilo.
—Claro que sí: determina un espacio, una sensación, una imagen
difusa, una pasión a fin de cuentas, y todo lo demás surgirá por aña-
didura.
—No concuerdo contigo en ese punto, pero comprendo hacia
dónde vas: estás harto del realismo sucio. De las frases cortas y los
escenarios absurdamente antipoéticos. De lo anodino del lenguaje.
De tanta vulgaridad fuera de lugar. De lo monótono de un perdedor
viendo pasar su monótona vida. La literatura joven no sale de eso en
estos días.
—Al menos los chicos del taller de Fernando Lobo, que hasta
publicados están y todo: salvo algunas voces brillantes, el resto se ha
embriagado absurdamente de los libros de Fadanelli.
—Amar la literatura es embriagarse constantemente. El día que
no me empalague con algún escritor y quiera devorarme toda su
obra, sé que habré muerto. Debe ser terrible llegar a un punto en
que ya has leído tanto que se pierde la emoción de seguir leyendo.
—Empalagarse. Me gusta esa palabra… Ahora que lo mencionas,
Leo da Jandra me dijo una vez que yo me enamoro muy fácil de los
libros.
—¿También tú? ¿Por fin saltaste del taller de Lobo al de Da Jandra?
—Es algo inevitable para cualquier suspirante a escritor antequerano.
—¿Y bien? ¿Algún comentario?
—Son cosas muy diferentes. Ambos me gustan como escritores.
El taller de narrativa de Lobo es para más chavos: su personalidad da
confianza, tiene piedad con lo que se llega a poner sobre la mesa.
Cuántos cuentos míos no han pasado por ahí… A Da Jandra no lo
conozco tanto, ciertamente es mucho más estricto, eso sí. Pero un
tipo muy agradable.
—Al menos aquí en Antequera se tienen talleres gratuitos de
narrativa para jóvenes.
—Sí…
—Me has dejado pensando con lo que dijiste sobre el estilo.
—Sé que tú eres bastante más moderado que yo en ese aspecto,

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Manuel del Callejo

pero no me dirás justo a mí que eres un devoto creyente de la mera


eficacia en un texto. Por Dios, Gustavo, te he leído…, o al menos lo
poco que has escrito, aquel par de cuentos, tú sabes. Eres más de la
camada de McEwan: el punto perfecto entre desborde y contención.
—Exacto. Al momento del discurso, soy un esteta perdido, pero
con una hoja vacía al frente, me sale la influencia de Carver y ­Bukowski.
—Nada reprochable. En este mundo hay que leerlo todo. Como
sea, yo no puedo medirme: mis textos son de un barroco infumable.
—Para mí, la belleza es el fin supremo, ¿sabes? Cuando estamos
frente a una obra de arte, frente a algo realmente hermoso, no po-
demos hacer nada, sólo apreciarlo. ¿Y cómo se logra esto? Simple:
totalidad. El límite entre pasión e inteligencia.
—La belleza es el fin supremo… Por lo que veo, has leído a
Nothomb.
—Sí, pero esto no tiene nada que ver con ella.
—¿Ah, no? La belleza es un tema en casi todas sus novelas. Y ella
lo mencionó en una entrevista. Es más, casi de la misma forma en
que lo hiciste tú: la belleza es la cuestión suprema, dijo.
—No es posible que sepas tanto, que lo recuerdes todo. Ni pensé
que pudieras conocer a la belle Amélie…
—Vamos, Gustavo, un escritor publicado por Anagrama no es
exactamente alguien que yo no conocería.
—Si todo lo sabes, ¿me recomiendas a Bolaño?
—Por supuesto: yo lo odio, tanta rebeldía nomás no me pasa por
la garganta… pero sus libros son una cosa muy diferente: tiene la
prosa más perfecta, más exacta, que he leído en mucho tiempo. Algo
tipo Borges: quién sabe cómo es que sus frases encajan tan bien unas
con otras, no hay ni un adjetivo de fuera, ni una pinche coma mal
puesta.
—Lo leeré… pero no nos distraigamos: estábamos en la belleza
y en Nothomb.
—Nothomb es belleza. ¿Has visto sus fotografías? Es una mujer
bellísima. Y escribe tan bien. Se ahoga en aforismos, eso me encanta.
—Nato está enamorado.
—Y no lo dudes. Gustar de los libros de alguien es la forma más
exquisita, delicada y fina del enamoramiento.

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Antequera o el paraíso

—¿Entonces de cuánta gente estás enamorado tú?


—De algunas. Tampoco de muchas, no soy un cualquiera.
—Los libros nos hacen a todos unas putas.
—No todos los libros, no generalices…
—Dime uno que sí.
—Podemos empezar con Viaje de invierno de la señorita Nothomb.
—No lo he leído, es lo más reciente de ella, ¿no?
—O El sabotaje amoroso, Ni de Eva ni de Adán.
—A mí me gustó especialmente Biografía del hambre.
—Tiene pasajes memorables…
—¿Vamos a llegar a una conclusión o no?
—¿Acerca de qué?
—Faulkner o Hemingway. Exceso estilístico u oraciones básicas.
Volver la vista hacia atrás o subirse al tren de la modernidad, que
cada día corre más rápido. Barroco o simplicidad. ¿Cómo escribir,
pues; en medio de un giro pasional, o con la cabeza fría y todo ya
calculado?
—Yo, para evitar futuros problemas contigo, querido Gustavo,
me decanto únicamente por la belleza. Con todo lo que sea necesa-
rio para conseguirla.

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Manuel del Callejo

VII

Odio ir a misa pero amo las iglesias, amo ver las cúpulas, las torres
elevándose en el cielo tan cambiante de Antequera, el cielo donde la
paleta de colores desafía lo imposible y logra lo improbable: si alzas
la cabeza verás el color con que lleves envueltos tus ojos. Como mis
pupilas son cafés, a todo le añado ese toque sepia melancolía que tan
bien se adhiere a las paredes de este mundo. Un tono, pues, idóneo
para esta arquitectura frente a mí: las piedras viejas que parecen no
tener época. Lo mejor que nos ha dejado la religión son sus edificios,
nada más. Y esto es lo que pienso mientras el carro de mis padres se
detiene, y ya se oyen en el aire las campanadas de la iglesia de Gua-
dalupe, como apurándonos a correr para prevenir una desgracia. El
cansancio es algo que se pega al cuerpo tan sólo entrar en una iglesia,
ese espacio oloroso a incienso y tiempo, donde todos los pasos re-
suenan amplificados cuando chocan contra el suelo viejísimo, pro-
vocando las miradas insoportables de la gente. Mis padres y Catalina
se inclinan, yo no. Por supuesto que me reprenderán al salir: ahora
sólo pueden hacer una mueca contenida. Mentalmente empiezo a
prepararme para resistir esa hora de embustes y bostezos: ya me he
resignado al abandono, a vagar por mi mente fingiendo prestar aten-
ción a la primera y segunda lectura, al evangelio, al credo, al padre-
nuestro, ya estoy a punto de aislarme por completo del universo y
es entonces cuando lo veo, medio perdido entre tantas personas as-
fixiantes, bien vestido, con un aburrimiento innegable en la cara, él.
Pienso que tengo su nombre en la punta de la lengua y que ahí
también me gustaría tenerlo a él. Ya no me sorprende este tipo de
pensamientos rebotando en mi mente: el pudor interno es algo que
no existe, un mero invento. El chico no mira hacia donde yo estoy:
su vista al frente como si estuviera muy atento a lo que el cura (se-

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Antequera o el paraíso

guramente un homosexual peor que yo) tiene que decir sobre las
bondades de la humildad. Abriendo un pequeño paréntesis, sólo
espero que hoy el sermón no hable de lo fácil (y delicioso) que es
caer en el pecado: ahora mismo yo podría escribir un tratado sobre
el tema. Por supuesto que es fácil caer en el pecado, con chicos como
Andrés Camargo cómo no. Una voz me dice que tengo que contro-
lar estos pincelazos de discreta lujuria que no son nada propios de
un caballero con mi educación. Pero hoy las buenas maneras las
dejamos en casa y yo seguiré mirando a ese chico, tan lejano de
donde me encuentro. Así pasan los minutos, largos, escurriendo
como una gota incómoda y constante sobre mi coronilla. Recuerdo
que un método chino de tortura consistía básicamente en eso: llevar
al prisionero a la locura dejándole caer una gota de agua cada cierto
tiempo sobre la frente mientras éste permanecía inmovilizado boca
arriba; el final inevitable era la muerte, precedida de una agonía de
total desesperación, ahogamiento y fatiga. Vuelvo los ojos hacia la
salida. Vagamente acaricio la idea de acercarme al confesionario y
admitir mis faltas. Decir únicamente: padre, soy incapaz de robar o
de mentir, jamás he asesinado a nadie, mis crímenes contra Dios
son de otra naturaleza, es algo simple, no tengo el menor deseo de
casarme y formar un hogar cristiano, las mujeres no me despiertan
pasión alguna, en cambio sueño con varones como yo, no hay otra
cosa que desee más que volver a acariciar el pecho desnudo de un
hombre y perderme entre sus caricias afiebradas, pero lo que es peor,
padre, es que no siento el menor arrepentimiento, para mí no es
ningún pecado, el verdadero Dios predica el amor en cualquiera de
sus formas y matices, no tengo la menor gana de enmendar mi ca-
mino, por desviado que parezca ante sus ojos y los de la sociedad.
Poso mi vista en el altar y en Andrés Camargo, que a fin de cuentas
es lo mismo. Estoy a punto de levantarme pero mientras toda la
gente empieza a cantar en coro, él vuelve el rostro y al fin me mira.
Desde lejos, Andrés me reconoce y me sonríe. Muevo la mano ha-
ciendo un gesto de hola y él vuelve a sonreír, provocando una hiper-
ventilación en mí que francamente no me esperaba. Ésta es la segun-
da vez que lo veo en mi vida. Juro ante Dios, esa fuerza en la que sí
creo, que vendré a misa todos los domingos si igualmente viene ese

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Manuel del Callejo

chico y se me hace la buena de conocerlo. De pronto, la gente a mi


lado comienza a moverse, a formar cola para ir a comulgar, y yo me
quedo fijo en mi asiento, simplemente porque hoy no se me antoja
la insípida hostia. Los cantos se elevan hasta el techo, y no, no van al
cielo porque no existe. Acaso el cielo y el infierno estén aquí mismo
en la Tierra, junto a ti, junto a mí y junto a Andrés Camargo. Miro
hacia donde lo recuerdo y ya no lo distingo: lo ha remplazado un
lugar vacío entre la gente. Me invade una pisca de terror. Pienso: ¿y
si ya se habrá ido?, ¿y si sólo se habrá parado a comulgar como hacen
todos los niños bien, bien guapos pues? Al lado del hereje, una voz
dice hola. Ahí está, sentado junto a mí, ese chico que apenas y co-
nozco. Lo saludo al instante y me acerco un poco más para que
podamos hablar en voz baja. Él parece entenderlo, porque inclina la
cabeza y me pregunta cómo estoy. Gracias, señor. Un aplauso por el
Dios todopoderoso que ha permitido este momento. Desde aquí, ya
puedo vislumbrar el futuro, imaginarlo, saber con quizás demasiada
exactitud cómo se darán las cosas: hablaremos nimiedades ligeras,
frases que nos causarán sonrisas discretas, y luego nos despediremos
al finalizar la ceremonia para marchar cada quien con su familia, y
en el aire vagará la promesa de que nos volveremos a ver algún día,
cuando las clases comiencen, y acaso a partir de ese entonces él y yo
podamos hablar todo lo que queramos, sin límite alguno, sencilla-
mente buenos amigos. Nunca he sido alguien muy dado a presenti-
mientos, pero las piezas avanzan en el tablero y yo ya no sé bien lo
que he sido antes. Tal vez a partir de hoy me vuelva un solitario que
vaga por las iglesias sin escuchar misa, un hombre deseoso solamen-
te del humo oloroso del incienso, o incluso podría llegar a ser alguien
estudiado en las sagradas escrituras, un devoto de la eucaristía que
voltea siempre a ver si entre la gente no está Andrés Camargo.

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VIII

Y así, una noche mientras Andrés y yo hacíamos el amor, dimos se-


tecientas cuarenta vueltas sobre la cama; las piernas largas, extendi-
das, entrelazadas como las raíces del árbol del Tule con los años. Así
nos hicimos y deshicimos en la pasión y el fuego de mil veinticuatro
maneras, tanto que terminamos por caer al suelo y dormirnos al
instante, aún abrazados sin posibilidad de cambio, con una mejilla
contra el suelo helado y la otra de cara a la noche asfixiante de An-
tequera.
Y en una de las setecientas cuarenta vueltas sobre y bajo las sába-
nas que di con Andrés, tuve la certeza de que alguien nos miraba.
Fue el fantasma de Canterville, o el recuerdo de mi abuela María
Isabel. Fue el demonio que se ríe en las noches, mostrando sus fauces
abiertas a los que no sueñan. Fue María Carlota de Bélgica, la Em-
peratriz de México, que nos vio desde el libro de Del Paso donde
pasa sus días remojando la piel en chocolate. Fue Julio Cortázar
desde la contraportada de Rayuela. Fueron los hijos que nunca ten-
dremos. Fue la muerte misma que tocaba en el piano de la sala el
Danzón No. 2 de Márquez, y fueron los violines dando vueltas con
nosotros, en esa melodía que perdía y fascinaba a Ignacio y que él
tarareaba siempre mientras caminaba por las calles. Fue Fernanda,
escondida tras la cortina. Fue la casa de Andrés, celosa de que no
retozáramos esta vez entre sus paredes. Fue la caja de condones que
nunca usamos. Fue el eco de mi orgasmo futuro. Fue el reflejo de
sus ojos que se había quedado atrapado en el espejo.
En otra de las setecientas cuarenta piruetas que di con el cuerpo
de Andrés, el tiempo se detuvo solamente para mí. Y entonces lamí
su cuerpo entero, cambié su sudor delicioso, el sudor que le cubría
toda la piel, su sudor quemante y salado, por mi saliva que no tarda-

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Manuel del Callejo

ría en evaporarse. Y besé sus párpados y sorbí su lengua como tantas


veces lo había hecho. Y pinté también en su cuerpo, largo y extenso,
como queriendo ser Gauguin: en su espalda dejé un paisaje con
acuarelas, en su brazo grabé con tiza el plano de la iglesia de Santo
Domingo, con óleo disfracé su rostro y lo volví una máscara egipcia,
y luego me unté los labios de grana cochinilla y olvidé la huella de
mi boca en las plantas de sus pies, en una uña de sus manos le escri-
bí con tinta china la partitura de un vals de Shostakóvich. Por último,
con mi líquido preseminal y con mi miembro mismo, firmé su mus-
lo derecho para que todo el mundo supiera que aquella obra de arte
detenida en el tiempo, era mía, sólo mía y para mi deleite.
Y antes de que Andrés se despertara, seguí jugando con su ana-
tomía, pasando mi lengua húmeda por sus pezones, hurgando en su
ombligo, limpiando la pintura de mis dedos con el vello de su pubis
y cenando, abrazando en mi boca, su miembro para escapar del
hambre y del deseo. Sorbí su sexo erecto hasta cansarme, me atra-
ganté con el sabor de su hombría, los sonidos de los gemidos que no
escuchaba me reventaron los tímpanos. Hasta que él estalló, emba-
durnando mis labios con su semen hirviente y dulce, manchando la
cama, la tela de las sábanas, haciéndome tragar su éxtasis. Se manchó
también la pared y la noche, la moral intachable de Truman Capote,
el borde del vaso de agua que dejé en el buró antes de acostarnos,
mis zapatos, sus pantalones hechos bola en el piso, la colección de
películas de Joe Wright, el sonido de los grillos invisibles en la male-
za bajo la ventana. Se manchó la luna. Y yo me lo bebí todo, me bebí
a Andrés como antes los emperadores aztecas bebían el chocolate,
por galones, por mares, por océanos. Como si fuera té chai, como si
fuera vino francés.
Y luego me abracé otra vez a él y el tiempo volvió a su cauce.
Volvimos a estar perdidos el uno en el otro. Volvimos, como si nada
hubiera pasado, a estar dando recorridos interminables por el mapa
sin trópicos y sin ecuador de la cama, por aquel valle lleno de mon-
tañas que se movían, morían y renacían con la misma fuerza de dos
amantes a la deriva, esa cama que conocíamos con la misma obsti-
nación con que yo conocía de literatura, con la profundidad del Ti-
tanic hundido para siempre en el Atlántico, con la misma profundidad

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Antequera o el paraíso

abisal de los peces que tienen luz propia para no perderse en su os-
curidad.
En el jugueteo número setecientos treinta y nueve, a punto de
destrozar nuestros corazones de puro cansancio, a punto de morir
los dos en un incendio, con el lecho asqueroso y empapado de to-
dos los humores amatorios posibles, a Andrés se le ocurrió dar un
viaje por el continente latinoamericano de Gustavo. De nuestro
México ubicado en el águila real de mi axila, Andrés se fue al norte,
a la frontera con el más allá de mi cuello y allí, susurrando hacia la
isla de mis oídos, me dijo te amo muchas veces, en todas las tonali-
dades posibles que nuestros sentidos pueden captar. Luego Andrés
y su boca se desplomaron cuesta abajo, hacia el sur, a la Colombia
de mi ombligo, y allí, internándose en las selvas tropicales, bajando
en línea recta por la Sierra Nevada que era mi vello en descenso, me
dijo habrán todas las esmeraldas que usted quiera, pero éste es un
sitio peligroso, me secuestrarán los guerrilleros, me asesinarán los
narcotraficantes, me llevarán al cielo las mariposas amarillas de la
locura. Y yo convertido en un revolucionario, fusil al brazo, sin caber
en mí de saber que mi alumno había aprendido algo, lo dejé pasar,
le dije anda más abajo y bébete todas las aguas del río Putumayo. Y
de ahí voló al Perú que era mi muslo izquierdo, visitó la ciudad inca de
mi rodilla, se inclinó en los antiguos templos de Cuzco, y luego siguió
su viaje, besando cada centímetro de la piel, hasta Chile. Perdido en
el desierto de Atacama, Andrés esperó, mirándome a los ojos. Pasó
más tarde a Argentina, y mientras besaba cada dedo de mi pie diestro
me dijo vos no tenés una idea de lo mucho que te quiero, Gustavo,
che, no tenés una idea. Angustiado, desesperado, fui a traerlo a Tie-
rra de Fuego y lo llevé de nueva cuenta hasta el Caribe sin islas, sólo
mar turquesa, de mi boca.
Una vuelta más y luego caímos al suelo, casi sin darnos cuenta,
dormidos totalmente, sin saber y sin importar si había un mañana,
con el sabor de sus besos todavía escurriendo de mis labios entreabier-
tos, cansados, con la piel aún cálida y humeante, aturdidos por el
suelo frío, y sobre todo, con el corazón helado de tanto hacer el amor.

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Manuel del Callejo

IX

Antequera es un paraíso de lo más extraño: durante la mañana ama-


nece nublado, con nubes de medidas gigantes y apariencia desespe-
ranzadora; a mediodía el sol se vuelve inclemente y filoso, quema la
piel de todos; las tardes siempre son de tonos sepias, en blanco y
negro, o con los colores sumamente difuminados, y suelen llevar
impregnado un viento mítico y gélido, pero agradable, eso sí; las
noches son solamente oscuras, frías y diáfanas.

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Antequera o el paraíso

El amor es así, el argot es así, las calles son así, los so-


netos son así, el cielo de las cinco de la mañana es así.

Roberto Bolaño

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Manuel del Callejo

XI

Algún día haré un cuaderno de citas. En él reposarán todas aquellas


frases que me encuentro al pasar por un libro (a la manera de un niño
silencioso que camina por la playa y descubre, de pronto y sin pen-
sarlo, confundido entre la arena, un guijarro más bello que el borde
del océano), las frases que se quedan luego taladrando en mi cabeza
(como un niño que guarda piedras en un frasco de vidrio sobre su
cama).

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Antequera o el paraíso

XII

Sobre mi libro abierto se posan las sombras de los flamboyanes,


adornando con manchones difusos las líneas que una vez Julio Cor-
tázar dibujó con pasión en el páramo de una hoja en blanco. Estoy
seguro que él hubiera adorado esta visión, incluso si no hay jazz de
fondo, incluso si no es la imagen de una mujer temblando contra
otro cuerpo, siguiendo el ritmo de la luna al vacilar sobre el agua.
El silencio lo corta de tajo el viento: los que caminan en el anda-
dor frente a mí son seres incorpóreos, meros alucines, simples turis-
tas incapaces del menor sonido. Es un poco la mañana de Antequera:
encerrarse y dejar de oír las apreciaciones en francés de los visitantes,
la plática insulsa de los aborígenes, el acordeón delirante de Max, el
ciego que todos los días se planta de cara a la biblioteca del Instituto
de Artes Gráficas, encomendado a la tarea de proveer una música
incidental coherente con el respirar de estas calles.
Nato sale de la biblioteca como quien sale de su casa: un libro
bajo el brazo y un cigarro encendiéndose entre los dedos. Es un
chico adorable. Un año menor que yo, me supera en todos los aspec-
tos importantes del intelecto humano: ha leído el doble de libros de
los que yo he podido, ama la literatura con un fervor y una devoción
que yo no puedo concebir, y dice cosas tan hábiles que dejan embo-
bado a mi ingenio.
A él lo conocí en la escuela, hará poco menos de un par de años.
Yo estaba sentado solo en el receso, leyendo a Borges, y Nato se de-
tuvo frente a mí. Con cara de pocos amigos, me interrogó durante
un cuarto de hora sobre El libro de arena. Al final, sonrío para luego
extenderme la mano. El ruido de la campana se lo llevó de la misma
forma intempestiva como lo había traído la casualidad. Dos días
después me lo encontré en Nuevo Mundo: Ignacio (deben ustedes

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Manuel del Callejo

saber que ése es su verdadero nombre) estaba sentado en una mesa


de hasta el fondo, con un cigarrillo omnipresente en la mano y le-
yendo a Carlos Fuentes, uno de sus grandes ídolos.
—Siéntate, chico, quiero conversar contigo un rato —me dijo
cuando pasé junto a él, cerrando de pronto Cantar de ciegos.
Esa tarde por primera vez estuve con alguien que no se deslum-
braba con mi léxico trabajado y que podía sostenerme una charla
sobre cualquier libro sin cansarse nunca. Es de comprender que mi
gusto fuera mayúsculo: nunca nadie me había parecido tan intere-
sante. Fuera de mi abuelo, en mi familia jamás se ha leído un libro.
Pasé mi infancia imposibilitado para hablar con alguien de un tema
que me interesara: mi padre nunca está en casa, y cuando uno logra
verlo, solamente habla de dinero y de política; mi madre piensa que
si menciono a Benedetti me refiero a la pizzería (la pobre mujer no
sabe de otra cosa que no sea moda y chismes de las demás familias
bien de la ciudad); y Catalina, aunque decididamente no es tonta,
prefiere no perder el tiempo con laberintos mentales y se limita a leer
únicamente lo que le dejan en la escuela o lo que, muy de vez en
cuando, llama su atención. El colegio tampoco era una posibilidad
para mí: toda la vida asistí a institutos católicos para niños ricos, y
ahí jamás surgirá nada que tenga que ver con la cultura. No sé por
qué, desde que mis abuelos me enseñaron a leer a los tres años, mi
único interés en la vida han sido los libros.
El caso es que desde entonces Nato y yo hemos pasado incontables
tardes en ese café, hablando por horas y mañanas enteras, bebiendo
té chai como dementes y fumando en todo momento (yo Camel, él
Lucky Strike).
Ahora lo veo salir de la biblioteca y saludarme con un gesto de la
mano. Se acerca con pasos lentos: aquellos movimientos de anciano
que lo caracterizan en mi imaginario, aunque no tenga más de die-
ciséis años. Me ofrece ir a desayunar a alguna parte. Le pregunto
dónde.
—Tengo antojo del Arabia; sabrá Dios la causa —dice él—. Estoy
seguro que Nuevo Mundo sabrá perdonarnos una pequeña infide­
lidad.
Nos dirigimos, pues, hasta el parque Conzatti y el café Arabia.

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Antequera o el paraíso

Esta mañana el clima anda tranquilo: el calor se ha sosegado y ha


extendido permiso al frescor del aire.
Él desayuna una baguette de salmón con queso crema y alcapa-
rras, y yo pido una de jamón con manchego.
—Me gusta la música de acordeón que tocan ahí frente al iago
—dice luego de la primera mordida.
Nato bebe té de canela; Gustavo toma un mundano jugo de na-
ranja. Hablamos de nuestros proyectos, las grandes novelas que algún
día escribiremos. Él tiene fascinación por la narrativa con contexto
histórico, ésa que se involucra con el pasado verídico y rellena los
coquetos secretos que deja el ayer.
—¿Ya tienes algo en mente?
—Más o menos. Quiero escribir sobre lo que pasó aquí en 2006.
—¿La novela del movimiento?
—No, más bien una trama totalmente ficticia en medio de aquel
desmadre.
—Cuéntame.
—Ando pensando que puede ser el soliloquio de alguien que
sobrevivió al conflicto en carne propia. Un hombre ajeno que se vio
involucrado por cosas del azar. En una de ésas, hasta termina siendo
una historia de amor. O quizás puede sólo ser el relato de una fami-
lia que lo perdió todo sin remedio.
—¿Qué piensas del tono y el estilo para esa historia?
—Puede que algo melancólico tipo tu ídolo Michael Nyman.
—¿Eso no sería más bien un soundtrack?
—Ah, Nyman… su música me entra con más fuerza por la co-
lumna que todas las esencias y visiones de tus chicos atléticos, o de
las posibles escritoras de ojos tristes y con tabaquismo incontrolable.
—Entiendo el punto —digo.
Nato busca un cigarrillo en su cajetilla vacía, y tras fallar (para él
ha sido una mañana larga donde se perdieron veinte tabacos sin
mucho problema), la hace bola con fuerza y la echa sobre el cenice-
ro de la mesa. Luego da un largo sorbo a su taza.
—Probablemente me llevará años escribir aquello.
—Escribe, pues; sólo escribe.

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Manuel del Callejo

XIII

Hablaré. En mi pecho llevo tatuada la vírgula de la palabra desde


antes de ser parido por mi madre en esta ciudad donde antes hubo
palacios y conventos, y hoy sólo hay historia. Aquí en Antequera
pasan y pasarán los años y el recuerdo es inmutable: ahí está, puedo
verlo y señalarlo con mi índice extendido. La palabra tiene una resis-
tencia natural a diluirse en el vino suave del olvido. Por eso yo no
olvido. La memoria viva y temblorosa de las personas tampoco ol-
vida. Nadie olvida, por mucho y largo que corra el tiempo. Hay un
eco débil que va repitiéndose por los muros de las casas viejas del
centro de la ciudad. Un murmullo. Como el resplandor de una hoja
metálica, muy pulida y filosa, que aún se resiste a desclavarse de la
carne ya negra. Dejemos que el viento gire en remolino y que le
imponga otra vez sus hojas al calendario. Estamos en 2006, y la ima-
gen es ésta: sobre la cúpula de la catedral antequerana, se eleva un
hongo de humo negro, como de bochorno sudoroso y gasolina tira-
da sobre el asfalto.
Horas antes, la policía ha tratado de desalojar a los miles de maes-
tros de escuelas públicas que llevaban meses manifestándose en el
zócalo de la ciudad. Ha habido un enfrentamiento: con palos y pie-
dras, los profesores han respondido al ataque. La locura se desata
cuando, sobre el manto del cielo, se observan helicópteros arrojando
gas lacrimógeno contra los manifestantes. Los policías huyen, des-
perdigándose por las calles de Antequera, precedidos por las pocas
personas que ya estaban sobre la calle a esa hora. El zócalo, antes de
que el sol haya terminado de nacer sobre nosotros, ya es propiedad
absoluta de los manifestantes. Nadie sabe nada: los niños van a la
escuela (los pocos con la fortuna de poder pagar una educación pri-
vada) y los padres marchan al trabajo como si nada hubiera ocurrido.

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Sin embargo, antes de las diez de la mañana, en los salones de clase


ya no hay un alma, y las oficinas se han sellado desde adentro a cau-
sa del temor; poco a poco las personas se atreven a salir y tratar de
marchar a sus casas. El tráfico en las calles está paralizado: la epidemia
se ha extendido y los manifestantes han bloqueado el paso en las
principales avenidas de la ciudad. Al final de ese día, las familias com-
parten lo que han oído: los maestros se han alzado contra el gober-
nador, el gobierno ha caído, se ha formado una Asamblea de los
huelguistas que tomará el poder en el estado, alguien incluso habla
de la formación de una república socialista independiente de México,
la ciudad entera está tomada por los revoltosos, nadie sabe qué pa-
sará después.
El origen del conflicto, hay que decirlo, es más viejo que muchos
de los que vivieron su culminación aquel año. Nadie sabe de dónde
salieron los cerillos para encenderlo todo, nadie recuerda qué mecha
fue la que comenzó a arder mucho tiempo atrás. Un niño dice: los
maestros protestan porque quieren ganar más y trabajar menos, ¿es
eso posible, papi? El dependiente de una papelería dice: los pinches
maestros sindicalizados cada mes le venían exigiendo al gobernador
que les subiera los salarios, y pues cómo, si mi hijo va a la secundaria
y el horario de clases es de 9 a 12 y con un receso de media hora
incluido, y luego el maestro ni llega, ¿cómo chingados quieren ganar
más?, yo trabajo desde que amanece hasta que se oculta el sol y no
gano ni la mitad de lo que un maestro gana, ¿trabajar menos y ganar
más?, eso es una incoherencia. El día del desalojo, la manifestación
llevaba ya cerca de dos meses asentada en el zócalo: se habían colo-
cado casas de campaña en las jardineras del parque, los huelguistas
ponían cartones y se echaban a dormitar sobre ellos en los andadores,
el aire llevaba cargada la peste de los orines de tanta gente, y los tu-
ristas, nacionales y extranjeros, que por miles visitan Antequera cada
año, eran espectadores mudos de este teatro lamentable.
A los pocos días del estallido (fue un 14 de junio recuerda alguien),
la Asamblea ordena a sus fuerzas tomar todas las oficinas guberna-
mentales y las estaciones de radio y televisión. Se amenaza con
ocupar las escuelas privadas si no éstas no suspenden labores inme-
diatamente; las públicas no tenían ninguna actividad desde que inició

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el plantón en el zócalo. En una marcha donde cientos de mujeres


golpean cacerolas y objetos de cocina, son tomados la principal es-
tación de radio y los estudios del canal televisivo del gobierno. La
nueva programación, impuesta por la Asamblea, está conformada
casi completamente por documentales cubanos, con excepción de
un noticiario de la resistencia que informa al pueblo sobre los avan-
ces del levantamiento, que poco a poco cambia y diversifica a su
enemigo: el actual gobernador, el sistema capitalista, el imperialismo
americano, el gobierno nacional, el presidente de la república, las
empresas transnacionales, los comerciantes de Antequera, los turis-
tas que trafican con la cultura. La lógica aún no explica cómo cam-
biaron tan radicalmente los objetivos de la Asamblea. En los meses
posteriores, algunos jóvenes manifestantes gritarán, aunque no
venga al caso: ¡tierra y libertad!
La Asamblea dará una orden para que se ocupe la catedral, ubi-
cada a un costado de la plaza mayor de Antequera. Cientos de per-
sonas corren para ver las gigantescas puertas de madera de la iglesia
cerrarse en sus narices. El bajorrelieve de Nuestra Señora de la
Asunción los observa desde lo alto de la fachada principal, indistin-
guible el rostro de la Virgen en medio de los destellos solares que
recortan los campanarios sobre el firmamento. Entre la gritería in-
soportable, el arzobispo asoma por un resquicio y pide hablar con
algún dirigente. La conversación, aún rodeada de alzados, no pierde
nunca su carácter confidencial; pero la Asamblea no vuelve a intentar
nada contra ninguna iglesia de Antequera.
Se dice que un autobús, robado por supuesto, fue usado como
ariete por los profesores para abatir las puertas del palacio de gobier-
no, enfrentado espacialmente desde siempre con la plaza de armas.
Cuentan, además, que el palacio fue saqueado; después de eso, nin-
gún partidario de la Asamblea se atrevió a entrar otra vez al edificio.
Los días fueron desgranándose ante la expectación de una ciudad
entera; y la zozobra visible en los niños que mantenían abiertas las
cortinas tras sus ventanas, escondidos ellos en sus casas cercanas al
centro, para no perderse absolutamente nada de lo que pudiera
acontecer.
Y la noche terminó por cerrarse también para las personas en

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Antequera, pues al desaparecer la luz diurna de las calles, cambiaban


las reglas del juego. Lo más cercano a un toque de queda que haya
visto cualquiera. Las principales avenidas de las colonias más perifé-
ricas de la ciudad eran utilizadas como retenes por miembros de la
Asamblea, y a partir de las siete de la tarde, ningún auto podía pasar.
Con llantas quemadas y sillas de plástico, los alzados ocupaban el
asfalto; alrededor de una fogata alimentada por lo que fuera, se bebía
café y tequila hasta el amanecer. Sólo entonces se retiraban los blo-
queos.
Un padre de familia, cuarenta y tantos años, dice: una noche se
me hizo la mala de toparme con el retén, carajo, detuve el auto fren-
te a los escombros que impedían el paso y esperé a que algún mani-
festante se acercara, un hombre gordo de espesa barba negra se paró
a mi lado, muerto de miedo bajé el vidrio y le pedí que me dejaran
pasar, me preguntó si no conocía las reglas de la Asamblea, haciendo
alarde de un ingenio sorpresivo e impensado (producto sólo de la
adrenalina que me recorría) le dije que llevaba la cena para la barri-
cada de un par de cuadras más allá, y señalé los cartones de cerveza
que llevaba en el asiento trasero y las bolsas del supermercado, el
hombre sonrió y ordenó que me dieran paso, todavía temblando
arranqué el auto y conduje lo más rápido que pude hasta mi casa,
los cartones estaban vacíos y vagaban por mi coche desde hacía me-
ses, y las bolsas de Wal-Mart únicamente tenían el desayuno que mis
tres hijos llevarían al colegio lasallista el día siguiente. Un chico de
veintiún años dice: venía de haber dejado a mi novia en su casa, no-
che de cine como todos los viernes, cuando me tocó un pinche retén
a tres cuadras de mi casa, la fogata estaba hecha de vidrios rotos y
pedazos de cartón viejo, antes de que pudiera detenerme del todo
un viejo maloliente golpeó la ventana del conductor, violentamente
abrió la puerta del carro y me dijo que me bajara, su prepotencia era
excesiva, le obedecí porque me aterró ver cómo los otros miembros
de la Asamblea comenzaban a acercarse, está bueno el coche, por
eso se va a quedar con nosotros, grité por dentro pues aquel auto es
el resultado de mis primeros años de empleo, no puedo contenerme
y empiezo a hablar, no jodan, se lo acabo de bajar a un pinche junior
aquí en la colonia Rosario, el viejo sonríe y me palmea el hombro,

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Manuel del Callejo

así se hace, caray, que sufran los ricos putos, me apresuro a subir de
nuevo al coche y arrancar de prisa, alguien quita las llantas que im-
piden el tránsito para dejarme pasar, lo último que veo es al viejo ese
riéndose a carcajadas con sus compañeros, contándoles mi hazaña,
todos ya muy ebrios, pienso que nadie ha dudado de mí por el color
tan moreno de mi piel, piso fuerte el acelerador queriendo llegar a
casa como nunca.
Y la policía no se vio por meses en la Antequera bajo el mando
de la Asamblea. En pocas semanas, el hurto a mano armada se con-
vierte en cosa usual en las calles del centro de la ciudad. Ya nada
queda de la que fuera una de las urbes más seguras del país. Pero los
antequeranos se resisten a ceder ante el crimen: se organizan comités
de protección por calles, se hacen colectas para comprar silbatos y
se reparten entre todos los habitantes de la zona. Se establece que
cualquier persona deberá hacer sonar el silbato cuando esté siendo
víctima o testigo de un asalto, y que todos los vecinos tienen la obli-
gación de salir a ayudarle. La gente se arma con palos y fuetes en sus
casas. Una señora de setenta años que trabaja administrando un
pequeño hotel a unas cuantas manzanas del zócalo silba de pronto
a las cuatro de la tarde de un día más: un hombre entró en su nego-
cio y la amenazó con una pistola, apuntándole justo al cuello; la se-
ñora tomó discretamente el bate de beisbol que tenía bajo la recep-
ción mientras trataba de dialogar con el criminal, y cuando lo vio
desviar apenas la mirada, lo golpeó con todas sus fuerzas en el
hombro, el asaltante gritó y se lanzó hacia la puerta, el silbato se hizo
oír entonces a todo lo largo de la acera, y antes de que el hombre
pudiera alcanzar la esquina se vio rodeado de vecinos armados de
palos que se apresuraron sobre él, dándole una buena tunda y lleván-
doselo a rastras a la comisaría, un antiguo edificio de oficinas de
gobierno donde algunos empleados públicos, carentes de trabajo por
la nueva autoridad de la Asamblea, se dedican a impartir justicia
para la ciudadanía, ante la ausencia absoluta de las autoridades; el
hombre que trató de asaltar el hotel tiene suerte: si hubiera conse-
guido llevarse algo, los vecinos lo hubieran amarrado a un poste toda
la noche antes de entregarlo a la comisaría. Así, los habitantes de
Antequera se organizan para protegerse entre ellos: allí, en la tierra

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del más grande presidente liberal del siglo xix, no puede reinar ni el
caos ni el crimen. La Asamblea, al ver que los asaltos son casi por com-
pleto erradicados en poco tiempo, decide tomar el crédito por aquel
logro y manda supervisores a patrullar las calles y decidir las penas
que habrán de dárseles a los bandidos que capture la sociedad. La
gente de Antequera se escandaliza: si es por culpa de los alzados que
tienen que defenderse de la inseguridad, ellos han botado a la policía
del estado. Al día siguiente todos los supervisores amanecen amarra-
dos a los postes, los cuerpos moreteados, y desde entonces la Asam-
blea no vuelve a intentar hablar de justicia.
En un punto al norte de la ciudad, en medio de la exclusiva zona
residencial de San Felipe, un anciano campesino se instala día y noche
frente a la bella casa de una familia de abogados. En los ojos vivaces
del aquel ser late una emoción contagiosa: parece que por un mo-
mento ha logrado olvidarse de sus manos curtidas por el polvo, de
sus huaraches a medio desbaratar por el desgaste, del pesado bolso
de manta que trae colgando de un costado desde hace tantos días.
Ahí, sumido en un ensueño inacabable, no se preocupa por el correr
de las horas: dentro de sí, el hombre no deja de repetirse que su
suerte ha cambiado, que Dios ha escuchado el lamento de su pueblo,
que en muestra de ello les ha enviado a la Asamblea, y que él, llamé-
mosle Rufino, ha hecho bien dejando su pequeño rancho de la sierra
sur para venir a sumarse al levantamiento. La tarde de ayer, entre el
gentío que se amontonaba en el zócalo, ha alcanzado a escuchar que
las cosas están por mejorar, que la miseria está por ser cremada para
siempre, y entonces se ha echado a caminar a cualquier parte, deseo-
so de adelantarse un poco de aquella nueva vida que está por llegar.
Desde las ventanas del segundo piso de la casa que Rufino no deja
de mirar, la familia se ha percatado de su presencia y, algo asustados,
han decidido salir a ver qué ocurre, por qué ese hombre lleva ahí
horas y horas con el rostro hinchado de ilusiones. Una guapa y arre-
glada señora, quizás cuarenta y cuatro años, sale por la puerta prin-
cipal de su hogar, madera lustrosa de cedro, dispuesta a enfrentarse
a ese hombre tan ajeno a su mundo. Imperturbable, Rufino ignora
la presencia que va acercándose, el resonar fuerte de unos tacones
sobre el pavimento. Cuando ya está a un metro de él, la dama le

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pregunta amablemente si puede ayudarlo en algo. El hombre man-


tiene la vista fija en el edificio y, al principio, da la impresión de no
haberla oído. Tras los cristales, dos niños observan a su madre hablar
con un desconocido. Finalmente, en medio de un suspiro y aún sin
mirar a la mujer, Rufino dice: no, no, nada, sólo estoy viendo… Esa
casa va a ser mía cuando caiga el gobernador.
Así pasaron cuatro meses en Antequera, la ciudad de cantera
verde.
La situación política del país se encontraba en plena efervescencia
también aquel año: la derecha cristiana y keynesiana le gana por
medio punto porcentual la elección presidencial al nuevo movimien-
to socialista. La izquierda no acepta su derrota y llama a sus segui-
dores a manifestarse por todo el territorio. El candidato perdedor
viene a Antequera a traerles víveres a los miembros de la Asamblea;
los invita a unirse a su movimiento y ellos aceptan. El presidente
saliente anuncia que no heredará problemas al entrante gobierno
conservador, nacido del mismo partido que seis años antes lo llevó
a él al poder. Finalmente, el 28 de noviembre, el presidente de la
república ordena al ejército y la policía nacional tomar la ciudad, ante
la evidente incapacidad del gobernador de resolver el conflicto, quien
además había huido de Antequera en cuanto inició el cataclismo.
A la mañana siguiente, la fuerza pública recién llegada va remo-
viendo las barricadas abandonadas en la periferia, los restos de autos
quemados, para llegar por último al zócalo, que encuentran desierto.
Por escasos minutos de ventaja, la Asamblea ha abandonado el lugar
donde, por demasiados días, sus líderes han decidido el destino de
más de medio millón de personas que viven y duermen en la ciudad
colonial. A las siete de la noche, la Asamblea hace un llamado al
pueblo por medio de las estaciones de radio aún bajo su control:
insurgencia popular, levantamiento armado contra las fuerzas poli-
ciales fascistas. Nadie entiende la posible asociación entre Mussolini
y los ejércitos de una federación democrática. Durante horas, la
Asamblea da instrucciones por la radio sobre cómo preparar bombas
Molotov a base de botellas de vidrio y gasolina. Con la oscuridad, los
alzados reocupan algunos puestos en las afueras; se llama a la gente
a preparase porque, por la mañana, tratarán de recuperar el zócalo

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de manos del ejército. La vida cotidiana se suspende para todo el


mundo; las familias se reúnen frente al televisor: en las cadenas na-
cionales no se trasmite otra cosa que el conflicto de Antequera.
Durante días, la fuerza pública y la Asamblea se enfrentan a lo largo
de toda la ciudad. Un periodista americano que venía a cubrir los
sucesos es alcanzado por una bala perdida. Se habla de un número
incierto de muertos y cientos de heridos.
Tras casi una semana de incertidumbre, la Asamblea se ha visto
obligada a retroceder al sur de la mancha urbana, atrincherándose
en el campus de la universidad estatal. La importante zona comercial
aledaña también ha sido saqueada. El ejército se traslada allá parar
hacerse con el control de la ciudad universitaria. No se sabe el saldo
final que dejó la tarde cuando entraron. Los miembros no capturados
de la Asamblea escapan y se dispersan por las colonias cercanas. Dos
semanas más tarde, la fuerza pública se retira de Antequera; el país
entero procura, a partir de entonces, no guardar en la memoria aquel
evento catastrófico. Los antequeranos, a su vez, tratan de pensar que
aquél fue un mal sueño que es preferible no recordar jamás.
Pero yo no puedo olvidar la imagen de mi ciudad de cantera ver-
de destrozada por la locura.

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XIV

No existe la libertad, sino la búsqueda de la libertad,


y esa búsqueda es la que nos hace libres.

Carlos Fuentes

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Antequera o el paraíso

XV

El portón de madera se abrió y Gustavo entró a la escuela, las manos


en los bolsillos y caminando a paso lento. El invierno permite licen-
cias poéticas como la bufanda tejida que el muchacho llevaba enro-
llada en el cuello; por supuesto, un adorno antes que una protección
contra la ausencia de sol esa mañana. Una mirada y nadie en los te-
rrenos de la escuela. Luego de saludar con un gesto de la cabeza al
policía de la entrada, Gustavo siguió su rumbo hasta los salones, con
sus libros pesando en el bolso y el bolso a cuestas en el hombro.
Algunos carros estacionados en la extensión gris. Fuera del viento
invernal, no se oía el menor sonido ni se respiraba el más mínimo
movimiento. El choque de los pasos contra el suelo de piedra parecía,
incluso, parte de la inmovilidad que reinaba el lugar. El Colegio ­Isaac
Newton en el más apabullante de los estados letárgicos, casi muerto.
Al llegar a su locker, Gustavo leyó el nuevo horario de clases, susu-
rrando muy suavemente las materias que le esperaban aquel día. Es
triste, pensó, que el vaho que sale de mi boca no sea permanente.
Tristemente, también tendría que aprenderse el nuevo itinerario.
Abrió el candado de su casillero con una pequeña llave y ordenó
cuidadosamente los libros, que todavía llevaban el olor a recién
abierto entre sus hojas. Es una suerte que mi locker siga siendo el
mismo, se dijo. Luego tomó lo que correspondía para aquella prime-
ra mañana y se marchó, solo, sin haber visto siquiera a otro ser. Tras
algunas ventanas, se veían siluetas moviéndose en la bruma que in-
terpone la lejanía. Sin embargo, todo estaba cerrado para protegerse
del frío que hacía a esa hora inclemente, las seis y media de la maña-
na. El sol no había salido, ni saldría: las nubes bloqueaban el cielo y
daban al ambiente un color gris que lo dominaba todo. Ya frente a
su salón, Gustavo empujó la puerta con la rodilla, abriéndose paso y

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dejando entrar, a su vez, algunos destellos del viento gélido. No es-


peraba encontrar a nadie dentro. La imagen de Damián durmiendo
sobre una banca era casi parte del mobiliario del aula 11. Tratando
de no hacer ruido, Gustavo se sentó a su lado y abrió Tokio Blues de
Haruki Murakami. La noche anterior había acabado After Dark antes
de acostarse, a una hora para él indeterminada. El desvelo cobró su
factura: antes de pasar a la segunda página, el chico cerró el libro y
se recostó sobre la mesa. Minutos después, cuando Damián le tocó
el hombro, ya estaba dormido.
Al despertar nada había cambiado en el ambiente: el espacio seguía
libre de perturbaciones y brusquedades. La gente fue llegando des-
pués; se metían al salón frotándose las manos, con gorros en la ca-
beza y la piel de la cara sonrosada por el golpe de frío. Algunos se
acercaban a saludar a Gustavo, le contaban alegremente acerca de
sus vacaciones (tal o cual playa paradisiaca), y él reía y fingía con
mucho talento estar interesado. Por supuesto se sentía terriblemen-
te solo. Es mi culpa, pensó, únicamente me siento acompañado
cuando estoy solo en mi cuarto, leyendo. Esa pequeña depresión lo
asaltaba por momentos, propia de los amantes de la literatura y
agravada por la edad adolescente. Al poco rato, ya estaba envuelto
en la primera carcajada.
Horas más tarde, sonó el timbre del receso. Gustavo saltó del
asiento rápidamente y salió del aula a paso veloz. Observó de lleno
el paisaje, como si éste pudiera decirle lo que él quería encontrar.
Casi por mera costumbre se dirigió al baño de hombres. Con la ca-
beza agachada y viendo al suelo, no pudo evitar el choque.
—Disculpa —dijo sin levantar la vista, apresurándose a entrar.
—Espera… ¿Gustavo?
Dio media vuelta con el corazón en un hilo. Andrés Camargo.
Primero fue el escepticismo pintado en la cara del otro, luego la
sonrisa, temblorosa y a medias, y finalmente el apretón de manos sin
saber qué decir. Terminaron andando juntos por los pasillos de la
escuela. Gustavo se sorprendió de la amabilidad de Andrés: no era
el rasgo distintivo de las personas que solían asistir a esa escuela para
niños ricos. Andrés le preguntó acerca de absolutamente todo hasta
que ya no pudo pensar en nada más. Entonces se callaron, volvieron

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a sonreír y bajaron la mirada. Habían pasado acaso unos cinco mi-


nutos. Mientras hablaban ninguno de los dos sintió el frío que se
imponía sobre el mundo.
Luego Andrés se marchó a la cafetería con sus amigos y Gustavo
se quedó ahí, como estacado al suelo, en medio del pasto.

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Manuel del Callejo

XVI

love is more thicker than forget


more thinner than recall
more seldom than a wave is wet
more frequent than to fail

[…]

love is less always than to win


less never than alive
less bigger than the least begin
less littler than forgive

it is most sane and sunly


and more it cannot die
than all the sky which only
is higher than the sky

e. e. cummings

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XVII

10 de febrero

Las manecillas de su reloj de pulsera marcan justamente las dos cua-


renta de la tarde: no tardará en activarse el timbre de salida y desatar-
se entonces el murmullo de tantos pasos abandonando el colegio.
Segundos más tarde, Gustavo sale caminando del salón y echa a
andar por el largo pasillo de cemento que divide a la escuela en dos
mitades; lleva La muerte de Artemio Cruz bajo el brazo y a Nightwish
en la punta de los audífonos. La estridente sinfonía de la guitarra
distorsionada amenaza con romper sus tímpanos: ¿quién dijo que a
los escritores homosexuales no les puede gustar el metal, carajo?
Su Jetta negro en medio del estacionamiento. Gustavo deja su
mochila en el asiento trasero y luego regresa, a pie, hasta la cafetería
para comprar un Sprite, ese antojo provocado por el débil sol vaci-
lando en lo alto. Ahí se encuentra con Andrés Camargo. Se saludan
en la barra: Andrés compra una Coca e insiste en pagar también el
refresco de Gustavo; él trata de evitarlo, pero finalmente calla. Al ir
de vuelta al estacionamiento, el chico pregunta si tiene planes para
esa tarde. Gustavo niega mientras da un trago largo a su bebida. ¿Te
parece si vamos a comer algo?, pregunta el otro. Por un momento
el líquido se atasca en su garganta, después asiente tratando de apa-
rentar una naturalidad que jamás ha conocido.
Suben al auto. Sentado de copiloto, Andrés cubre sus ojos con
gafas negras de sol, ante el bochorno de Gustavo, que a duras penas
puede ocultar su excitación: las manos le sudan al encender el auto,
presionar los pedales y abandonar la escuela.

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2 de marzo

Y ya no hay nadie más en el mundo. Se vaciaron de pronto los rin-


cones y las esquinas y el llano desigual que es la escuela, el espacio
extendiéndose solo. Estás a mi lado, Andrés, sentado en una jardine-
ra donde reposa un árbol delgado, de ramas raquíticas y hojas secas.
Sólo una reja metálica separa el lugar de la cancha techada de fútbol.
Y es ahí, en ese instante que pasa tan lento, que tengo la impresión
y acaso la certeza, de que estamos solos en el mundo y todos han
desaparecido de repente, los seres humanos se han esfumado de
milagro. Sí, mirándote recargado, la espalda sobre el edificio que sube
a los salones y sentado en la jardinera, sé que todos se han marchado
de este mundo y que ahora podemos hablar solos. El silencio, el
cielo nublado, tu mirada que se cruza con la mía.
—Es extraño… —dices, cambiando la vista, perdiéndola en algún
punto indistinguible del Colegio Newton.
—¿Qué es extraño?
Tú eres extraño, yo soy extraño, este mundo es extraño, Ante-
quera es un universo particularmente extraño.
—Pues… esto: la escuela, no hay nadie.
—En general nunca hay nadie, sólo que ahora puede apreciarse
con más claridad porque sin alumnos estorbando es más fácil ver la
realidad.
Andrés me mira y sonríe.

26 de marzo

Andrés me acompaña a la biblioteca Henestrosa. Viéndolo en pers-


pectiva, no sé muy bien cómo llegamos allí, cómo es que nuestros
pasos fueron a traernos hasta acá. Yo tenía ganas de ir a leer un rato,
solo, pero Andrés se me acercó en la salida y me preguntó a dónde
iba y yo le dije que a caminar al centro y él me dijo que si podía
acompañarme. No iba a negarme a él. Así que empezamos a caminar
y media hora más tarde, vimos alzarse ante nosotros, recortando las
nubes, el edificio de la biblioteca. Calle Morelos, esquina con Porfirio
Díaz; recorrimos casi todo el centro para llegar. No quiero pensar

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que fue la primera vez que Andrés pisó una biblioteca. Se había de-
jado guiar como un niño hasta aquel lugar, un lugar macizo, pintado
de amarillo, un extraño tono de amarillo mostaza. Cuando con un
gesto le pregunté si entrábamos, él asintió sin mucha emoción. Es
un lugar precioso, y no es que lo diga yo que soy antequerano, sino
que es una verdad racional y absoluta. Andrés está a mi lado; no
entramos a las salas de lectura, nos quedamos en el patio intermedio,
sentados sobre el borde de las escaleras de cantera verde. Allí le con-
fieso mi mayor secreto: soy un lector ávido, el amor de mi vida son
las letras, y aquel sitio, extraño para él, es uno de los pocos puntos
de la tierra donde me siento cómodo. Andrés mira el suelo y luego
me observa con atención por mucho rato.

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Manuel del Callejo

XVIII

He is beautiful, though you might not think so. There


is something circular about him, like moths fluttering
in the clear Arizona night.
And I know we will meet.

Bret Easton Ellis

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XIX

—¿Jaime Bayly? ¿De verdad? Un maestro, de los escritores más chin-


gones nacidos después de los sesenta. No sabía que tú también lo
conocieras. Yo prefiero La noche es virgen, aunque tiene otras novelas
memorables; ¿tú cuál?
—Yo que quería impresionarte; juraba que no leías cosas así.
—¿Así cómo, Gustavo?
—Pues… Que tú eras exclusivo de la alta literatura y nada más.
—Bayly es alta literatura o como le quieras llamar. ¿Has leído El
canalla sentimental?
—Sí.
—Ya quisieras tú y cualquiera de los escritorcillos baratos que
andan por ahí, un manejo y una refinación tal del humor y el estilo.
¿Ya leíste Yo amo a mi mami?
—No, lo he buscado en todas las librerías de acá y jamás lo he en-
contrado. Hasta en la página web de la Gandhi aparece como agotado.
—Es un novelón. Dime quién puede combinar una novela de
infancia recordada a través de la nostalgia, con una muy velada crí-
tica al gobierno del general Velasco Alvarado en Perú. Y hacerlo con
la voz de un verdadero niño narrándola. Por no hablar del erotismo
tan bien calculado que se esconde en la ternura de la trama.
—Préstamela, quiero leerla… Por alguna razón, mi favorita sigue
siendo El huracán lleva tu nombre. Soy un huachafo incorregible.
—Tiene momentos realmente buenos pero no me termina de
fascinar, lo mismo me pasa con Los amigos que perdí. Aunque com-
prendo lo que tanto te llama la atención: Bayly tiene un desenfreno
contagioso cuando habla de pasión, te pone la excitación sobre la piel
de las manos con que sostienes el libro. Hablando de deseo, La mujer
de mi hermano es tan bueno.

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—Sí, es de sus mejores obras… Y el homoerotismo, bueno, toda-


vía no he leído a nadie que lo aborde con la misma mezcla de culpa,
delirio y placer que él.
—Exacto. Aunque maneje la misma temática, es diametralmente
distinto de Gore Vidal en, por ejemplo, La ciudad y el pilar de sal…
¿Pero de qué carajos te ríes tú, eh, Gustavo?
—Nada, nada. Solamente me estoy acordando de cuando fuimos
a la librería a buscar cosas de Baricco: no tuviste madre esa vez.
—Lo sé, pero es que sencillamente fue demasiado: esos tres libri-
tos estaban en un estado de decadencia espantoso.
—Le gritaste horrible al pobre hombre que nos atendió.
—Óyeme, es que era un insulto lo que nos querían cobrar por
libros en tan mal estado, entre las páginas debía de haber un país
entero de cucarachas… Y ahora que lo pienso, quizás eso sea la hu-
manidad: un montón de cucarachas viviendo dentro de un libro.
—Puede ser, aunque no soy ni tan pesimista ni tan desencantado.
Recuero que terminamos pagando menos de cien pesos por Seda,
Novecento y City; en otras condiciones hubiéramos pagado fácil el
quíntuple… Sólo a ti se te ocurre amenazar con llamar al gerente.
—Con lo que cuesta un libro en este país, parece que hay que ser
político corrupto para poder comprarlos y leerlos a gusto.
—Esa vez también fue cuando te dije que me enseñaras a escribir
y tú te encabronaste y me dijiste: “No friegues, yo de escribir no sé
nada. Escribo, sí, pero nada muy rescatable.”
—Sigue siendo cierto. Aparte nadie puede enseñarnos a escribir
sino son los mismos autores mientras los leemos. Lo demás es fan-
farronería. Y además no puedes hablar, Gustavo: a fin de cuentas
terminé leyendo tus textos.
—¿Te acuerdas lo que me dijiste entonces, Nato?
—Sí: “Mándame todo lo que quieras, hombre, lo leeré y te diré
lo que me provoca. Aunque te advierto que de literatura yo no sé
casi nada.”

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XX

So they met. Eyes tight shut against an irrelevant


world. A wind warm and sudden shook all the trees,
scattered the fire’s ashes, threw shadows to the
ground. But then the wind stopped. The fire went to
coals. The trees were silent. No comets marked the
dark lovely sky, and the moment was gone...
The eyes opened again. Two bodies faced one
another where only an instant before a universe had
lived...

Gore Vidal

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Manuel del Callejo

XXI

Había olvidado la sensación del lápiz entre los dedos, incómoda a


largo plazo, y el suave roce del papel contra el dorso tibio de la mano,
en medio del talco. Había olvidado también la fuerza de aquel éxta-
sis siempre portentoso, capaz de embriagarlo una y otra vez, y que,
sin embargo, nunca excedía su dominio más allá de los límites de su
piel infantil. Le parecía simplemente imposible que ese placer solita-
rio, reducido esencialmente a un acto de nimia simpleza, pudiera
llenar de aquella forma inmaterial pero totalitaria la gran mayoría
de sus tardes de primaria.
A veces, sobre todo en momentos así cuando el mundo clareaba
con un sol apenas visible y en entredicho, escondido detrás de nubes
que parecían contener el fulgor del astro supremo, él se decía a sí
mismo que, quizás porque el hechizo no se sostenía luego de que se
hubiera levantado del escritorio, esos actos de completo arrebato
egoísta no podían estar del todo errados. Después, o en ocasiones
antes, dependiendo del correr del día en particular, el chiquillo se
ponía a hacer la lista de deberes del colegio: ejercicios de matemáti-
cas más que nada. Piensa en las primeras sumas, las incomprensibles
restas, las multiplicaciones mal hechas, las divisiones que francamen-
te no alcanzaba a entender: a su juicio todo era números escondidos
dentro de los mismos números, puestos sobre el dibujo absurdo de
una casa para, en un conjuro indescifrable, elevarlos y volverlos a
bajar a tierra, trasponerlos de mil maneras con el propósito de dar
con un resultado que ni comprendía, ni esperaba encontrar. A dife-
rencia de una hoja en blanco para el dibujo, nunca pudo divisar en
esos amasijos numéricos la más mínima lógica.
Había dejado de dibujar tiempo atrás, acaso unos meses transfor-
mados en eternidad por su mirada de hombre de siete años: durante

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Antequera o el paraíso

ese tiempo, se había acostumbrado a responderle a su madre que el


abandono era meramente temporal, una cuestión obligada por las
particularidades y excesos de las tareas, pero que volvería sin duda
alguna a tomar la colección de crayones pastel que le había regalado
su abuela en el último cumpleaños, y entonces, añadía, le compondría
un retrato bellísimo, el más bello de los que un hijo pueda hacer de
su madre. En el fondo sabía que eso no era cierto, que la realidad era
otra: había mantenido ocultos los colores en un cajón del escritorio
no por rigor académico, lo que le importaba menos que nada en el
mundo, sino por miedo, porque llanamente le era imposible sacarse
de la cabeza la imagen furibunda de su padre. Dibujar, eso es cosa de
maricas, le había dicho una vez, lleno de un desprecio frío y viperino;
tu madre hace mal dejando que vayas a esas clases, ¿así cuándo cara-
jos vas a hacerte hombre, caray? Lo peor de todo es que lo sabes, ¿no
es cierto?, pero a ti y a la vieja les encanta joderme la vida.
Desde aquel día, no deja de atormentarlo esa imagen exacta, ese
recuerdo tan vívido, esa voz tan precisamente afinada. ¿Cómo evitar,
se pregunta, que regresen a su mente todas aquellas sensaciones
ramificadas que, una y otra vez, recorren cuesta abajo la espina dor-
sal para finalmente depositarse en el estómago como un bloque de
plomo? Cierra los ojos por un momento y ve a su padre diciéndole
que se olvide de soñar, que no se haga ilusiones con la idea de algún
día vivir de ese pasatiempo de homosexuales y heroinómanos, que
en realidad no vale nada poder crear un instante detenido en el tiem-
po. Eso es lo que hace, se dice a sí mismo, con sus crayones, sus lá-
pices y sus acuarelas: detener una mirada particular, la suya, y hacer-
la que dure más allá de un parpadeo extremadamente largo. Cierra
los ojos y vuelve a sentir el miedo al regaño, al dolor físico y, una
sensación nueva, el miedo a la opresión terrible del interior del pecho,
ese vacilar agitado en su respiración que sólo se calma cuando es
libre de echarse a llorar y sabe que nadie lo va a oír. Pero ahora,
justo ahora, una sequedad en la garganta le impide seguir temblando.
Esta tarde es diferente: algo en él se ha rebelado: algo difícil, como
un pedregal inacabable que empieza a correr en la tráquea y se ex-
tiende hasta la punta de los dedos y de ahí se diluye hasta el afilado
grafito que roza apenas la blancura del papel. Esa sensación de en-

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frentamiento, de hacer lo indebido, de exasperarse de placer, de jugar


al escondite. Solo en su habitación, postergando los deberes de la
escuela, el niño se ha entregado a esa pasión secreta mientras una
parte de él eleva ruegos para que su padre no aparezca por la casa y
lo descubra con las manos aún manchadas con los restos del delito.
Afuera el sol desciende ya, dejándose caer sobre las montañas que
cuidan la ciudad. Finalmente, el pequeño hombre se levanta del es-
critorio y alza su gran obra, observándola de cara a cara. La ventana
que ha dibujado con el lápiz se enfrenta a su modelo original: al otro
lado del cuarto, de espaldas a él, el amplio ventanal permite adivinar
los últimos colores del jardín y los miembros alzados del árbol que
algún día se encontrarán con los cristales. En medio de las dos, el
niño se deja nacer una sonrisa, consciente de que ha roto todas las
reglas que imperan en esa casa atrapada por el silencio.

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XXII

A veces creo que Fátima será antropóloga, piensa Gustavo. No es la


primera vez que aquella idea surge dentro de su cabeza, afincándose
en aquel panorama nudoso que terminan por ser las primeras im-
presiones. Lo mismo había pensado unos años atrás (¿uno, dos?),
cuando el verano en que conoció a Gonzalo Ferrol. Jamás se había
sentido tanto calor en Antequera, piensa ahora Gustavo desde el
fresco sopor de su cama, un libro a su lado, los pies descalzos sobre
las sábanas arrugadas, el ventilador encendido y zumbando como un
enorme insecto moribundo encaramado en el cielo de piedra artifi-
ciosa que resulta siempre todo techo. Así, entre la fácil inducción al
sueño en que termina por convertirse el acostarse en medio del
apabullante silencio bordeado por el sonido como gorgojo del ven-
tilador, y la excitación cada vez más explícita a la que se entrega
cualquier hombre o mujer que pase demasiados minutos en un
cuarto solo, no es de que extrañar que Gustavo recuerde ahora con
claridad el fino rostro con olor a viñedo toledano que se traspone al
sol del recuerdo de aquel verano pasado. Gonzalo… ¿Cómo fue que
lo conoció? ¿Había sido por ese programa de guía de turistas? Sí,
apenas ahora lo volvía a ver todo con mayor claridad: el comienzo
de aquellos días, el inicio de ese hilo de pequeños detalles. Recostado,
Gustavo ríe con la felicidad que traen los recuerdos fáciles que aún
mantienen su aura de juego. Fátima antropóloga, probablemente: la
chica había analizado de una manera casi científica a aquel español
al que sólo vio un par de veces en su vida y siempre rematado por la
lejanía y sus destellos. Creo que fue Damián, o quizás Rodrigo, quien
me sugirió inscribirme, rememora alguien, y pareció tan fácil para
alguien con tanto tiempo libre como yo. En algún punto de ese ve-
rano de tanto calor como gente en las calles, el chico se dirigió a un

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instituto cultural (una fundación privada quizá, no recuerda el nom-


bre, puede que financiada por algún extraño programa gubernamen-
tal tal vez, un edificio achatado en una esquina, no muy lejos de su
escuela, un jardín para dejarse caer y perder el tiempo) y se ofreció
como voluntario para, de cierta forma, adoptar un visitante extran-
jero y guiarlo por esos recovecos de los que Antequera está llena (una
esquina inadvertida, una calle por donde nunca pasa nadie, la vista
ladeada de la catedral a las tres de la tarde cuando el sol es un asesino
insoportable, la ciudad echada sobre el valle y apreciada desde una
determinada ventana en algún exconvento dominico). Es probable,
mas no estrictamente necesario, que al final del proceso cada uno de
los involucrados terminara dominando a la perfección el lenguaje
del otro; con esto, no se habla meramente de un intercambio de
idiomas, sino también se abre la posibilidad de una clase magistral
de slang, de un compendio de historia y de política exterior que jamás
dejó el terreno de lo informal, de terminar por hacer del tiempo un
relato inacabable de anécdotas y detalles propios que pudieran acabar
siendo narrados, por ejemplo, en la costa sur de Australia, para la
risa desternillante de un par de parejas que nunca en la vida conoce-
remos y que sabrán más de nosotros, a pequeños trazos por supues-
to, de lo que uno podrá imaginar algún día de ellos. Si es que acaso
llegáramos a pensar en la posibilidad de su existencia. Pero Gustavo,
lo recuerda ahora con una sonrisa imborrable, no quería saber nada
de dialectos distintos al suyo y por eso pidió que la primera persona
a la que le tocara ayudar, hablara español como lengua materna, sin
importar el origen nacional. Y semana, semana y media más tarde,
el destino habría de poner una llamada telefónica en su oído y a
Gonzalo Ferrol frente a él. Por ese tiempo, el chico debía tener unos
dieciséis años, y el visitante sería un año, quizás sumarle algunos
meses, mayor que su anfitrión antequerano. Gonzalo Ferrol era alto,
flacucho, de cabellos largos y cobrizos (un tono o un poco más claros
que los de Gustavo), manejables aunque lacios (que no cayendo como
escurrimiento de la coronilla), y vestía casi siempre bermudas ajus-
tadas que terminaban en la rodilla, mocasines de cuero pardo y ca-
misas de cuadros de alguna buena marca arremangadas hasta los
codos. Alguna vez también lo vio Gustavo llevar una playera sin

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mangas de un color incorregible, y no pudo evitar pensar que su


delgadez le restaba algún atractivo. Aunque el español era muy gua-
po, con las puntadas apenas visibles donde debiera estar el bigote y
el sombrerito que se puso en un par de ocasiones para salir a caminar
por la ciudad. Y a pesar de que al principio costó un carajo hacerlo
hablar (ya después demostró ser un conversador excelente), Gustavo
tuvo la oportunidad de comprobar que el estudio antropológico que
Fátima (tan inocente la chiquilla, tan ingenuamente mal intenciona-
da cuando se trataba del español) había inadvertidamente realizado
de él, no tenía ni pies ni cabeza. Gonzalo no sentía la menor pena
por el nuevo continente que alguna vez fuera casi por completo
colonia de su país; no sentía, asimismo, ninguna lástima por el nivel
de vida de México, bastante discutible en general si se le comparaba
con el mundo europeo; y jamás demostró ninguna clase de arrogan-
cia, superioridad o resentimiento con nadie, mucho menos imputa-
ble a las pasadas y estúpidas rencillas de la historia universal. Gustavo,
francamente, estaba sorprendido: había tenido la oportunidad de
conocer a un par de gringos que, contra el viento y marea de la ra-
cionalidad, seguían creyendo firmemente que su país vecino carecía
de televisores, que la gente aún se movía a lomo de burro y que la
era del internet era un mito impensable para nosotros, que jamás el
progreso tocaría el suelo nacional. Pero no fue la sencillez del extran-
jero lo que enamoró, (recemos porque sea válido el término) a
Gustavo, sino la pasión que éste mostraba por la pintura y la escul-
tura. Antequera no ha vuelto a oír a nadie que hable de Klimt con el
mismo desborde erótico que reproducen las mujeres en éxtasis y los
árboles en espiral de la obra del austriaco, ni a nadie que comprenda
los colores de Van Gogh ni la perfección evanescente de Dalí como
lo hizo alguna vez Gonzalo Ferrol mientras caminaba por las calles
de cantera de este sitio, en una charla interminable con un muchacho
local al que volteaba a ver cada cierto rato, como temiendo que no
le siguiera el ritmo, tanto de las palabras como de los pasos. ¿Cuántos
días duró aquel período indefinido de tiempo? ¿Tres semanas? No lo
sabe, Gustavo, incluso ahora, no lo sabe: para él, el paso de Cronos
fue increíblemente lento mientras Gonzalo apareció en el plano de
su vida. De alguna forma, en este momento, extendido sobre su cama

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y con el repiqueteo en lo alto del ventilador, Gustavo extraña ese no


sé saber qué pasará mañana, esa confusión, esa vacilación a cada
instante, esa totalidad que adquiere el segundo en compañía; y ex-
traña igualmente, esto lo piensa claramente, esa excitación pensando
en lo ajeno, esa lejanía platónica construida por la edad y el lugar de
nacimiento antes que por la realidad, ese eyacular de pronto en la
soledad de su cuarto, satisfecho y pleno, el miembro entre la manos,
con la imagen diluyéndose en su mente, la fotografía retocada de
Gonzalo la tarde pasada, el papel mojado que es alcanzado por el sol
antes de lo debido y pierde sin reparo la historia que había quedado
impresa en su superficie. Y luego volver a verlo, al día siguiente, y
sonrojarse y ahogar la risa. Hasta que inesperadamente Gonzalo
responde un coqueteo nunca realizado, muy sutil y vago, una mano
poniendo a prueba las aguas, y a Gustavo no le queda otra opción
que responder el fuego enemigo. Nada claro: simples cercanías,
simples silencios estrechándose en algún paseo por la ciudad turísti-
ca de Antequera, la sonrisa al decir nos vemos mañana a las diez, a
las doce, a las cinco, o por la tarde. Y la rebelión de los últimos días,
piensa Gustavo en el presente, cuando ya habíamos admitido que se
acababa el tiempo. Esa escena que llega a repetirse algunas veces:
como dice Cortázar, ir poco a poco, muy lentamente, andar como
las tortugas, encontrarse de pronto en aquel o tal parque, fingir que
no se han visto, hacer como que de pronto los ojos se han encontra-
do en la lejanía (dicen que las siluetas se reconocen, que el deseo
insatisfecho las hace curvarse lo necesario para encajar en otra esen-
cia igualmente perdida), y entonces hacer el cíclope. Y más tarde
marcharse, decir adiós te escribiré espero volver. Gustavo abre aho-
ra el armario y encuentra esa playera de la selección española de
fútbol que era de Gonzalo y que éste le regaló cuando se despidieron,
minutos antes de que él partiera en un taxi hacia el aeropuerto. Vol-
ver a Iberia luego de unas vacaciones nada más por Antequera,
México. Claro que hubo cartas y mails que llegaron, se echa Gustavo
nuevamente a la cama, y que fueron respondidos, claro, a detalle,
claro. Pero más que la posibilidad del reencuentro queda para él la
burla hacia Fátima, a causa del desatino de sus raras teorías socio-
psicológicas acerca de un hombre de una tierra lejana que nada tenía

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Antequera o el paraíso

que ver con la historiografía de su reino, y queda también el recuer-


do de una calle donde iban ellos dos muy solos y la cercanía en un
cierto punto, de un momento donde algunas prendas escasearon, y
los sonidos… Sí, el recuerdo y la emoción de volver a vivir aquellos
días y ese sol inclemente de nueva cuenta sobre la frente, haciéndo-
nos sudar, y no tanto la posibilidad del reencuentro, no, no tanto la
posibilidad del reencuentro.

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XXIII

Il n’y a pas d’échec amoureux. C’est une contradiction


dans les termes. Éprouver l’amour est déjà un tel
triomphe que l’on pourrait se demander pourquoi l’on
veut davantage.

Amélie Nothomb

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Antequera o el paraíso

XXIV

Mis historias hablaban siempre de cosas que nunca me pasaron, de


cosas que imaginaba pero no vivía. Era mejor así: ningún pudor
sufría daños. Pero ya no puedo más: he sucumbido al papel de fisgón
y exhibicionista al mismo tiempo. Por eso mejor escribiré mi propia
historia, la de un tal Gustavo. Escribiré de mí y de mi Andrés y de
nuestra Antequera con olor a libros en el viento. Ésa será mi mejor
novela.

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Manuel del Callejo

XXV

A Andrés le gusta el helado de chocolate y no le gusta el de vainilla.


Prefiere la cerveza Tecate antes que todas. Aborrece que yo fume
Camel porque dice que huelen demasiado fuerte. A Andrés también
le gusta el whisky con agua mineral, las motos, la música house, los
perfumes Armani y los programas de cocina que pasan en la tele.
Aun así no le gusta cocinar: dice que jamás le sale nada bien. Le
gustan igualmente el color azul y el negro, los zapatos Lacoste y los
días de mucho sol en la escuela (Andrés odia el frío y mis pies helados
cuando chocan con sus pies bajo las sábanas). No le gusta el agua de
horchata pero sí la de jamaica. No tolera el picante en las comidas
pero adora el kétchup. Dice que antes le daba asco el sushi pero que
ahora le gusta bastante desde que yo lo obligo a ir a comer ahí. A mí
me fascina el sushi, pero eso no viene al caso. A Andrés no le gusta
usar condones cuando lo hacemos pero le gusta jugar con ellos.
Procura lavarse las manos varias veces al día. Le parecen extraños los
mapas y le gusta el olor del vinagre. Andrés detesta el aguacate.
Siempre se embarra los labios y las mejillas cuando come chocolate
y luego se chupa los dedos. Le gusta hacerlo en cuatro. Le gustan las
canciones de Stromae. Le gusta leer la revista Selecciones del Reader’s
Digest porque su mamá le leía los chistes cuando era chico. Su pasión
(algo secreta) es dibujar. A Andrés le da risa que a mí me encante
andar descalzo por donde sea. No puede salir un día sin llevar su
reloj en la muñeca o su rosario colgando del cuello y no le gusta usar
cinturón. Sólo viste jeans Levi’s. Dice que no sabe si estudiar Admi-
nistración, Diseño Gráfico o Derecho. Le encanta coquetear con
todos y consigo mismo. Es extremadamente vanidoso y tarda horas
frente al espejo. Sin embargo, a Andrés le cagan los hombres afemi-

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nados. No soporta el sabor del café expreso. Le gustan los hot-dogs


con mucha cebolla y no le gustan las hamburguesas.

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Manuel del Callejo

XXVI

Era una tarde cualquiera, una tarde sencilla, una tarde que transpor-
ta inevitablemente a la puerta de la casa de Andrés Camargo, y la
puerta blanca y cerrada que augura silencio, que esconde todo un
universo borgeano dentro. Y ahí dentro del mundo, un mundo más
en la cama doble de Andrés, flotando como una esfera en el aire
sobre ella. De nuevo se traspasa la puerta que aísla la casa del resto
del mundo, una frontera imaginaria y transparente, y al cruzarla con
la mirada se nos revela una espacio sencillo, al fondo y a la izquierda
las escaleras, y subiendo lentamente los peldaños de uno en uno se
observa aquel pasillo mudo y apacible, alargándose y estrechándose
en los ojos de quien lo mira. Luego está la habitación, simple como
el resto de la casa, la cama en el centro y una ventana en la pared de
la derecha, golpeada exteriormente por las ramas de un árbol raquí-
tico. Y sentados en el suelo, con las espaldas recargadas en la cama,
están ellos. ¿Quiénes? Gustavo y Andrés, ellos; y están mirándose y
de cuando en cuando sonríen y siguen hablando para después obser-
var el piso alfombrado.
—¿Puedo poner algo de música? —dice Gustavo, señalando con
la cabeza hacia un lado.
Andrés gira el torso para mirar: un aparato de sonido reposa
sobre la mesa, la mesa apoyada contra la pared inmóvil. Él asiente y
Gustavo busca en los bolsillos de su pantalón, dónde el contacto del
metal frío y liso del iPod. Y mientras batalla contra aquellos pliegues
intrincados, eleva los ojos, reflejo apenas humedecido por lo huma-
no de sus entrañas, hacia la extensión blanca del techo, y ahí los
mantiene en la quietud de los anhelantes o de los que esperan un
milagro.
—Creo que… no lo traigo —proclama a fin de cuentas, en mitad

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de un balbuceo apagado, desembarazando su mano del bolsillo y


sintiendo el suave calorcillo en hormigueo que penetra la piel de su
nuca, introduciéndose como agua hasta el otro lado del cuello—. A
veces soy así, algo idiota.
Por fin un momento de silencio; el eco de una risa anterior vaci-
lando todavía en el aire, la vista de ambos adecuadamente enfocada
en sus zapatos. Andrés pone su mano sobre el muslo grueso de
Gustavo, poco a poco relajando los dedos. Y sumidos hasta el fondo
como están en ese plano borgeano, la reacción se diluye entre aque-
lla tensión en la columna que trata de pasar desapercibida en la os-
curidad y la indiferencia fingida de no haber notado nada. En algún
punto de la habitación, se acaba el susurro seco de un reloj de arena
funcionando; tras el cristal, se disimula el remolino de polvo que ha
quedado como remanente de los últimos granos cayendo con parsi-
monia.
—¿Qué querías poner? —pregunta Andrés, dejando sin cerrar de
vuelta las puertas de sus labios.
Gustavo se inclina ligeramente y alza la cara. Ahora están casi
frente a frente, miradas sobre el color imposible de la alfombra, esa
oscilación perdida entre el azul profundo, el gris deslavado, el verde
moribundo, y el fulgor indistinguible que enmarca sus rostros en la
visión.
—Weezer, Island in the sun… No sé, últimamente me ha dado por
escuchar más alternative y esas cosas, ya no tanto metal…
El preludio lo conforman unos segundos de duda. Luego Andrés
se mueve y cierra con su boca la sonrisa de Gustavo. Repasar tan
suavemente sus labios sobre los suyos, y una presión contenida, y un
par de sonidos, y las respiraciones juntas. Allá afuera, todo lo demás,
el límite del jardín y la quietud de la casa permanecen igual, no los
altera el vientecillo ligero que ha empezado a azotar las piedras es-
táticas y conjugadas que forman los edificios. Pero solamente esa
casa. Y adentro Andrés y Gustavo se separan, por supuesto la sonri-
sa curvada por un instante, sólo para volver a acercarse de nueva
cuenta.

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Manuel del Callejo

XXVII

Y Nato, sentado en Nuevo Mundo con una taza humeante de té chai


entre las manos, me dijo entonces:
—Hoy mi británico profesor de inglés (quien por cierto hace de
la clase de Historia del Arte la mejor de toda la escuela) nos pregun-
tó qué era el amor, luego nos preguntó qué es el deseo, como si
pudieran ser cosas separadas, no sé, digo yo, pero sabes bien, queri-
do Gustavo, que yo soy un huachafito pobre sin remedio, de esos que
a usanza antigua todavía creen en el amor irracional y apasionado,
y por eso tuve responder que para mí el amor era primordialmente
una idea, y que sólo al comprender esa idea, se puede de verdad
sentir el amor, y me refiero al amor en serio, no a ese gustico efíme-
ro y basado en todo menos en las esencias combinadas de dos per-
sonas, ese deseo menos que sexual que la juventud confundida de
hoy se atreve a llamar amor con una facilidad espantosa, al sentir
(con referencias y parámetros tomados de las más excelsas obras de
arte) ese deseo arrebatador provocado por la belleza innata de otra
persona, esa belleza que sólo uno encuentra completa y perfecta y
que a los ojos de alguien más puede parecer menos que cualquier
cosa, sólo al final, uno es capaz de sentir amor y vivir y morir por
amor y hablar de amor y hacer el amor y jugar con amor y poder
decir esa sola palabra (amor) sin sentir el peso quemante de las men-
tiras ignorantes destrozándonos la boca…

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Antequera o el paraíso

XXVIII

Laura Schiele dijo que compraría las flores ella misma, desde niña le
han gustado los tulipanes rojos más que nada en el mundo, y por eso
se precipita con especial emoción hacia la puerta trasera, ignorando
el bullicio que impera en la cocina por la cena de hoy en la noche,
mamá y sus cenas, mamá y dile, querida, a tu hermano que cuando
venga del gimnasio pase a comprar unas flores, pero Laura no iba a
perderse aquel instante, y ya ha salido de la casa y el auto la espera
al final del camino entre el césped, el molesto reflejo del sol sobre la
carrocería plateada, y luego la sensación de los asientos de piel con-
tra los tobillos al aire, como ese día, segundo de primaria, cuando
mamá me dijo que llevaríamos a Andrés a su casa después del cole-
gio, la luz cae directo sobre las cosas extendidas en el páramo frente
a la escuela, el calor, y Andrés con su chaleco azul, un metro veinte,
la misma cara de mejillas abultadas y pecas sobre la piel pálida de
siempre, el olor de las partículas aceleradas antes de entrar al auto,
el hielo del aire acondicionado sobre sus caras infantiles, incluso el
viejo carro se parece al actual, como se parecen y se confunden entre
sí los días cuando uno va al colegio y la lonchera y la mochila de
rueditas todavía, la mano de la pequeña Laura se introduce en su
bolsa para sacar un cuaderno rosa infestado de calcomanías, una
lapicera con plumines de todos los colores, y la cara de Andresito
mirando hacia afuera de la ventana polarizada, todos los niños mar-
chándose con sus padres, todas los rayos del sol enfocados en este
punto del mundo, y el silencio de Andrés con mi silencio mientras
avanzamos por las calles sin saber qué decir, él tiene la boca seca,
después se abrirá la puerta y Andrés baja frente a su casa, dice un
gracias sonoro que se estrella contra el cristal caliente, y una Laura
Schiele de dieciocho años arranca con un suspiro, sandalias en los

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Manuel del Callejo

pies, uñas pintadas de azul, las calles vacías de sábado por la mañana,
la parsimonia del aire como si fuera un eco, entonces ella siente el
cansancio inexistente que le regalan los semáforos en alto y su peso
bajo la piel, una cuadra, muchas cuadras, al lado el acueducto que
está ahí como si pudiéramos tocarlo, el olor de una zona donde
nunca ocurre nada, unos edificios, unos mundos, unas casas, dinero,
pero nada, y el auto gris y la mano de Laura colgando fuera de la
ventana del conductor, las aceras con el borde pintado de amarillo,
una cuadra y el tope y luego la florería, se estaciona de cualquier
manera, tomar el bolso, buscar un par de billetes nadando por ahí,
baja y camina a la tienda y pide unas flores, las hortensias rosas que
tanto le gustan a mamá, la imagen de mamá llevándola y trayéndo-
la de la escuela y a veces a Andrés con ellos, y pide también sus tuli-
panes rojos, por supuesto, esa pasión que no se olvida, paga y las
flores entre los brazos, media vuelta, uno dos pasos, el carro de
nueva cuenta, las flores en el asiento del copiloto, y el color negro
de los asientos de piel, como negro de noche, como la luz recortada
en un lienzo de oscuridad, y esa noche saldría con sus amigos, la
ansiedad en las manos por no saber qué ponerse, el sonido de vida
inexistente sobre las calles al pasar por ellas, y la velocidad que se
muestra vacilante cuando cambia la presión que ejerce su pie, vuel-
ta, el portón automático de casa tarda tanto en abrirse, Laura deja el
coche en donde lo encontró veinte minutos antes, luego toma los
ramos de sueños y las llaves y su bolso y sale, este sábado perdida
también en el borde de la noche, con Alfonso y Andrés y quizás Se-
bastián, a ver si no decide irse hoy con Catalina Palacios, su chica
fácil de estos últimos tiempos, y la puerta de la casa que es necesario
abrir, y cómo si lleva las manos llenas, de pronto una sucesión de
rostros en retirada a través del recuerdo, las apariciones lentas y di-
fuminadas de Alfonso en ese espacio que se irriga de alcohol y se
consume a sí mismo, ah suave recuerdo, una última visión a las
llantas estáticas del automóvil detenido antes de lograr entrar en la
casa, y sólo el rumor de la agitación abarrotando la cocina, el resto
silencio, dejar el ramo de flores sobre la mesa del comedor, ilusiones
fugaces en un panorama que no distingo, el sonido metálico de las
llaves al caer junto a las hortensias, y aproximarse a subir las escaleras

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a grandes pasos, tengo que dormir un rato, mamá llama desde aba-
jo pero al final no era nada, y Laura Schiele se arroja de golpe contra
su cama perfectamente hecha y se apresura a cerrar los ojos, dormir
todo lo que pueda para esta noche, escapar o no estar en la cena que
darán sus padres, dije que compraría las flores yo misma y ya lo hice
y ahora a dormir,

( )

las luces brillan, tintinean y se apagan y yo no las veo, y luego todo


se repite, como luces de burdel aunque no haya estado nunca en un
burdel, las sombras como peces cayendo al fondo del cuello del abis-
mo, tu cuello tan frágil que se rompería con un dedo, con un dedo
tómame toda la mano y dime sí Andrés dime lo que quieras, la luna
no ilumina el interior de aquel lugar, Alfonso riéndose estrepitosa-
mente con Laura a un lado, sentados ambos en los sillones lounge, y
Miranda fuma viendo algo más, y Andrés de pie sosteniendo la be-
bida con la mano, y aquí no hay luz ni sonidos ni nada más que
presencias que se borran, ah la cara de Andrés y el olor del tequila,
los cuerpos que danzan a lo lejos ofreciéndose no sé a qué placer o
qué éxtasis, la mesita circular con un cenicero atiborrado de colillas
y una mujer en zapatos de tacón y blusas de materia etérea, muchas
risas, muchísimas risas insonoras en medio de las ondas de sonido,
Laura pasmada por lo que alguien le dice, y el olor de esta luz vaci-
lante entre las sombras, como esta tarde mi bien cuando te hablaba
y en tu cabello y todo te veía y mientras mi mano el vaso tomaba mi
corazón por ti se deshacía, aquel poema es lo único que logro recor-
dar de la primaria, las personas como una vela en este calor y el humo
que rellena esta bruma y el bum-bum de la bocina que hace vibrar
las paredes y las pupilas, nada ¡nada! ¿Por qué no me contestas? Há-
blame, Andrés concentrado en el celular que a duras penas logra ver,
mira Alfonso qué borracho ya está este Andrés, dime algo aunque
no estés aquí ¿no oyes el tono de Para Elisa anunciando mi llamada?,
el golpe de las luces tartamudas, el reflejo imaginario que vuela como
ave en sitio de penumbras donde la gente se apelotona para bailar en
el centro y no distinguir sus rostros en la negrura, negrura que vio-

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Manuel del Callejo

lan a veces las luces de colores, como violaría un pájaro la noche si


cruza el cielo en este instante, suspiro y tomo otro trago y me levan-
to con Laura muerta de la risa aferrada a mi brazo, da otro trago
hasta el final, el sonido de la copa vacía, Alfonso que golpea suave-
mente el hombro de Andrés para pedirle un encendedor, oyen apenas
sus voces perdidas en el eco de este antro, olvido qué día es, ellos
empiezan a sentir el efecto del whisky elevándose por las venas hacia
el cerebro, o vodka o no sé o captain morgan, la risa fácil y el desor-
den de mis palabras, imposible oír algo sino se está a un palmo de la
boca que lo profiere, quiero verte Gustavo porque sé que estás pen-
sando mi nombre, Andrés Andrés como un torbellino, y Andrés me
llama Laura para decirme que ya llegó Fernanda, y Tomás que ha
aparecido de pronto se acomoda en uno de los sillones platicando
con Sebastián, quiero cerveza y a ti en este momento, como ahora
que todo parece que se acaba y se funde en esta luz vacilante, los
tacones altos de Laura y Laura perdiendo la consciencia, el tintineo
de las luces, Andrés se pone a la mesa, Fernanda viene allá con alguien
más, y Alfonso se acerca caminando, y pienso pienso, pienso en ti,

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Antequera o el paraíso

XXIX

Le dije a Gustavo que si nos veíamos en el atrio de Santo Domingo


el sábado a las diez.
—¿De la noche? —me preguntó él.
Yo sonreí.
—No, en la mañana. Quiero mostrarte algo.
—¿No puede ser más tarde, a las doce? Es que no creo poder le-
vantarme tan temprano.
—Pues duerme conmigo la noche antes y yo me aseguro de que
te despiertes y llegues a tiempo —le dije, bajando la mirada y des-
viando hacia un lado la sonrisa.
Él me miró, como si no supiera qué decir, pero Gustavo siempre
sabe qué decir. Lo más probable es que tuviera la respuesta entre la
lengua y los labios pero no me la quisiera decir. Sonrió y se mordió
los mismos labios.
—A las doce —le dije.
—¿Qué quieres mostrarme?
—No es nada… Es un lugar que me pareció muy padre y, no sé,
me recordó a ti. Tú todo lo sabes así que lo más probable es que ya
lo conozcas, aunque nunca te he oído mencionarlo y… Pues quería
ir ahí contigo.
—¿No vas a salir con tus amigos el fin de semana, el viernes en la
noche o…? —me preguntó.
—No sé, tal vez; Alfonso me dijo el otro día que quería salir el
viernes, pero… pero si tú me dices que no vaya, no voy —balbuceé,
incapaz de mantenerla esa mirada suya inamovible.
—Jamás voy a prohibirte algo así, Andrés.
El suelo de la calle se adivinaba hirviente y rasposo, y yo quería

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posar las yemas de mis dedos sobre la superficie negra. Extendí mi


mano para tocar la de Gustavo.
—Entonces a las doce el sábado —le dije—. Saldré con mis amigos
el viernes, y ya el otro día es exclusivo para ti.
—No, a las diez: quiero llevarte a desayunar a un lugar que me
encanta.

Andrés y yo vamos a desayunar al Lobo Azul. Le he dicho que ahí


se come exquisitamente bien y a un buen precio. Ahora acabamos
de sentarnos y un mesero nos ha traído el menú. Andrés no deja de
observar la decoración: afiches del Che Guevara, posters bramando
por la liberación palestina, publicidad ecologista, imágenes de la
resistencia del 2006. Me dice:
—Lo sabía, tenía que ser, tú tan culto, era obvio que ibas a ser
como revolucionario o algo así.
—¿Te refieres a eso? —le digo, señalando un morral con la famo-
sa fotografía del Che tomada por Alberto Korda y que sirve de ador-
no en la pared.
Asiente y da un trago al jugo de naranja que le acaban de traer.
—No soy socialista si es a lo que te refieres.
—¿Ah, no? —y arquea una ceja.
—Por supuesto que no: yo soy libertario.
Ordenamos. Yo pido un Desayuno Saramago y él un Harvey Milk
(le cuento rápidamente quién es cada uno y él sonríe).
—Explícame eso de libertario.
—Creo, fundamentalmente, en la libertad. Según Rothbard, la
condición más básica del hombre es ser inherente a algo; esto se
traduce en la auto-propiedad y la propiedad en relación con el mun-
do. O sea, el hombre, por principio, se posee a sí mismo, y tiene la
capacidad de entablar relaciones con el ambiente, eso es poseer cosas
físicas o materiales. Al ser dueño de algo, uno tiene la total libertad
de decidir sobre esas cosas propias: lo que se traduce en libertad de
acción y, por ende, de pensamiento. El Estado es entonces un crimi-
nal, pues se adueña de la propiedad ajena; como hace con los im-
puestos.

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—¿No es lo mismo que ser de izquierda?


—Para nada: la izquierda (el socialismo en cualquiera de sus dis-
fraces) busca la planificación de los aspectos de la realidad por parte
de un ente central, el gobierno, pues considera que el hombre no es
capaz de regirse a sí mismo y tiene que ser supervisado por algo
superior. Esto es incompatible con la libertad. Técnicamente porque
ninguna institución puede saberlo todo como para planificarlo todo
con eficacia, que es lo que dicen Von Mises y Hayek. Cuando eso
pasa, o al menos se intenta, se viola el orden espontáneo de las cosas.
Éste orden lo asegura todo, porque es libre; cada persona elige lo que
quiere hacer, y la acción está basada en las decisiones de individuos,
no en los conceptos de supremacía de las masas sobre las personas.
En el orden espontáneo se satisfacen todas las necesidades del ser
humano: si alguien necesita o simplemente quiere comprar tomates
o manzanas, habrá alguien que las cultive y que las venda, y este
último alguien tendrá todo el derecho de hacerlo, pues es libre de
intercambiar su propiedad en los términos que establezca con otro
alguien. Y si algún ente completamente externo trata de controlar
este proceso, bajo cualquier argumento, es coerción, y la coerción es
violencia pura. Para planificar el comercio, el Estado tiene que violar
la libertad de los involucrados.
La música de fondo deja de ser Vivaldi en alguno de los movi-
mientos de su Verano y se convierte en una melodía suave de piano.
—Un momento… ¿No es ésa la que sabes tocar?
—Sí —sonrío.
—¿Cómo se llama?
—Big my secret de Michael Nyman.
—¿El Che Guevara no quería lo mismo, libertad?
—Jamás. Su sistema no se basaba en la libertad en lo absoluto,
sino en la coerción. Porque libertad significa poder estar en contra;
eso el socialismo no lo permite, pues según su ideología ellos saben
qué es lo mejor para todos, y al ir en contra del llamado bien común,
¿no sería uno enemigo de todos, del pueblo? Y lo verdaderamente
importante es que nadie puede establecer un bien común, pues lo
que beneficia a algunos puede perjudicar a otros y depende de la
gente decidir qué es lo que quieren, cuál es su bien a alcanzar, nadie

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puede hacerlo por ti. No sé por qué ahora tantos jóvenes hablan de
libertad vistiendo con una playera del Che. Ignorancia, supongo.
Guevara es un simple asesino. Lamentablemente ha sido elevado a
símbolo de liberación. Qué incongruencia; él tenía el mismo despre-
cio por la libertad que Hitler.
Bebo un sorbo de mi té de manzana y canela.
—Entonces, ¿no estás a favor de que el gobierno exista? ¿Si no hay
Estado, quién ayuda a la gente pobre?
—Soy bastante pragmático: el gobierno debería primero reducir-
se. Idealmente creo que algún día, muy en el futuro, sí tendría que
desaparecer, pero nunca en las condiciones en las que actualmente
vivimos: se rompería el orden espontáneo. Ahora, la mejor forma de
acabar con la pobreza es reducir la carga fiscal, lo que generaría ma-
yor inversión, lo que devendría en más empleos, y por lo tanto, se
elevaría la calidad de vida de las personas al asegurarles un ingreso
seguro y constante. No es lo mismo darle de pronto doscientos pesos
a una familia, porque se lo gasta en lo que sea y ya, que crear las
condiciones para que una empresa invierta en su colonia y les dé un
trabajo para mantenerse por mucho tiempo, lo que mejorará su
poder adquisitivo. Y para poder eliminar impuestos, el gobierno debe
recortar sus gastos y su tamaño: quitar primordialmente todas las
políticas sociales y los derroches populistas. Con un gobierno más
pequeño, se hace más eficiente la administración y se elimina la bu-
rocracia.
Empezamos a comer. Extrañamente, me gusta la combinación
de huevos revueltos, salchichas y hot cakes integrales con plátano
que incluye el Desayuno Saramago.
—¿Dónde sacas tiempo para leer tanto? —me pregunta Andrés.
—No es realmente de dónde lo saque: el tiempo lo invierto ahí,
para mí es algo productivo, algo que me da beneficios. Eso de que
uno lee sólo en los ratos no ocupados por alguna otra actividad, en
mi caso es falso: para mí, leer es una actividad tan importante como
algunos consideran al hacer ejercicio, ir de fiesta, hacer la tarea o el
trabajo, o incluso comer.
—Ahora comprendo por qué mucha gente cree que estás com-
pletamente loco. Yo no lo veo así; está bien, tienes ideas extrañas, sí,

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pero en realidad lo único que pasa es que eres muy coherente con
ellas.
No puedo sostenerle esa mirada: el calor que siento alrededor de
los ojos es demasiado. Por un momento ambos solamente comemos.
—Y si no eres izquierdista… ¿eso significa que eres conservador?
—Depende. Soy un gran fan de Ron Paul, que es un político que
proclama exactamente lo mismo que yo, así que, al menos en Estados
Unidos, sería considerado loco y absolutamente conservador. Aquí
quizás no tanto. Lo cierto es que la defensa de la libertad (aunque no
lo parezca) y lo que se conoce como la escuela austriaca de economía,
ha sido siempre algo revolucionario y radical.
—Entiendo. Ahora, eres algo así como un escritor, ¿crees en la
legalización de las drogas?
—Sí.
—¿Por qué?
—El principio de auto-propiedad dice que el hombre es dueño de
sí mismo, ¿no? Entonces puede matarse si quiere; a fin de cuentas,
puede hacer lo que quiera con lo que le pertenece, y su propia vida
le pertenece. Si prefiere matarse lentamente con todo tipo de drogas,
o simplemente fumando de la manera desmedida en que tú y yo lo
hacemos, nadie debería impedirlo por la fuerza; si el Estado le niega
ese derecho, otra vez está interviniendo en algo que no le compete:
la vida privada de los individuos. Suena horrible, pero es una mera
cuestión de ética: ¿debemos dar libertad a todo el mundo, para que
cada quien haga con su vida lo que le plazca, o simplemente seguimos
pretendiendo tener la verdad absoluta para así poder decidir por ellos?
—Y si sabes que te hace daño, ¿por qué fumas?
—Porque me gusta, estoy en mi pleno derecho de hacerlo, y…
debo reconocerlo, a estas alturas ya no puedo dejarlo. Aunque el
hecho de elegir fumar implica una cierta responsabilidad: cada vez
que enciendo un cigarrillo asumo que algún día podría darme cáncer
de pulmón y que tendría que pagar un tratamiento muy costoso si
quiero seguir viviendo. Si yo me he causado el daño, no tengo el
menor derecho a pedir que el gobierno me pague mi salud (en rea-
lidad tanto la educación como la salud deberían irse privatizado
progresivamente). Y es lo que debería hacerse, los servicios de salud

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gubernamentales no tienen por qué atender gratuitamente a los que


se han causado el daño sabiendo las consecuencias.
—Todo es cuestión de elegir, entonces.
—Y de dejar elegir a los demás. Es como el matrimonio gay. Está
bien si un determinado grupo de la sociedad piensa que es espanto-
so, inmoral, un acto contra Dios o lo que sea, están en todo su dere-
cho de pensarlo y de expresarlo y de vivir de acuerdo a sus ideas. Lo
que no pueden es tratar de imponer su moral a otras personas: eso
viola el principio de no agresión, tan básico en los ideales libertarios.
Todos los mexicanos tenemos los mismos derechos, y si unos pueden
casarse, ¿por qué habría de impedírselo a otros su simple preferencia
sexual? La ley en sí dice que la orientación no es motivo válido para
ningún tipo de discriminación ni cancelación de los derechos. Y si
alguien sale con su argumento de que tradicionalmente el matrimo-
nio es entre un hombre y una mujer y que legalmente está estable-
cido así, con muchísimo gusto le recordaría que la jurisprudencia es
producto de un contexto histórico cambiante, hasta su definición lo
dice. Y si ha cambiado el contexto, ¿no debería cambiar también el
derecho…? Disculpa, pero como bien sabes, yo soy un maricón re-
domado, y estos temas me exaltan ligeramente más.
Andrés se ríe:
—No creo que seas lo que se sobrentiende por maricón. A veces
hasta pienso que eres más masculino que yo.
—Quizás, pero a lo que me refería es que me gustan los hombres.
Y eso sí, me molestan de sobremanera los afeminamientos. Es como:
carajo, nací machito, y aunque muy gay y lo que quieras, me siento
encantando con mi sexo y mi género.
Andrés se apoya sobre la mesa y pone sus labios sobre los míos
por un segundo. Luego vuelve a su posición original y, sin decir nada,
llama al mesero y pide la cuenta. Yo doy los últimos bocados mientras
veo a Andrés, su plato ya limpio, tomar un trozo de pan del cesto y
embarrarlo con mantequilla y sal. Nos acabamos las bebidas.
Cuando traen la cuenta, Andrés se apresura a tomarla, le echa un
vistazo, saca un billete rápido de su cartera y se lo da al mesero.
Después se levanta. A mí no me ha dado tiempo ni de protestar; sigo
con la boca abierta sin atinar a decir nada. Él arquea las cejas y dice:

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Antequera o el paraíso

—Es mi dinero, mi propiedad, y si quiero lo gasto como me dé la


gana y le pago el desayuno a mi chico, ¿no?
Touché. Me quedo callado y salimos de ahí.

Caminábamos sobre Morelos, en Tinoco y Palacios dimos vuelta y


empezamos a subir. Me volvía a verlo cada dos pasos: Gustavo man-
tenía ese semblante serio que lo hacía tan diferente. Quería tomarlo
de la mano pero no me atrevía. Le rozaba el brazo, la muñeca, que-
riendo que mis movimientos pasaran desapercibidos pero también
con la esperanza de que mi chico se diera cuenta e hiciera algo,
tampoco sé, pero algo. Gustavo sonrió apenas, dándose cuenta. Me
tomó de la mano como si aquello fuera natural. Yo miré hacia abajo,
al suelo por el cual caminábamos, y sentí de pronto el calor sofocan-
te, una gota de sudor escurriendo por mi sien, mi cabello hirviente,
la mano cálida de Gustavo. Con miedo, como recordando algo, miré
por la calle para ver si alguien nos veía. En nuestra acera no había un
alma, en la paralela no había nadie, sólo el sonido de los carros pre-
cipitándose hacia abajo como el murmullo de un río. El sol caía con
fuerza sobre nuestras cabezas. Andábamos tan tranquilos, caminan-
do tan lento, que nuestra respiración no se agitó demasiado a pesar
de la subida. Llegamos a Jesús Carranza, una callecita inmóvil, em-
pedrada, que pasaba sobre un puente antiguo. Seguimos unos pasos
más, acaso unos cien metros, no sé, hasta la plaza. Entré al lugar y
él me siguió. El suelo era de piedra vieja, de cantera percudida por
los años. Escondida entre las casas, había una fuente seca: aquello
era lo que yo llamaba la plaza, la pequeñísima plazuela Hidalgo. A
la derecha estaba el río, ahora muerto y con sus riberas llenas de
hierba. Y a la izquierda de la fuente estaba el Café Café, de momen-
to cerrado: sólo abría por las tardes. Y más allá, a pocos movimientos
en el espacio, había una escalera que subía, ancha, de la misma piedra
que todo el lugar, bordeada por casas como si fuera una calle. Todo
era del estilo más característico de Antequera. El ambiente era el que
yo imaginaba que Gustavo usaría para su poesía, el espacio era suyo.
No se oía nada más que el caminar de las hojas secas sobre el piso.
Nos sentamos recargados en un árbol, junto a un hormiguero que

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desfilaba en dirección a la fuente. Pensé que si me pidieran describir


aquel lugar, no podría hacerlo en absoluto. Gustavo pasó su brazo
sobre mis hombros y eso lo dijo todo. Poco después lo sentí recar-
garse en mi cuerpo. Estuvimos ahí mucho tiempo, ya no recuerdo
cuánto.

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XXX

¿Vamos al cine, o esta tarde también vas a ir a casa de Andrés?


XOXO, Cata

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XXXI

—¿Te puedo preguntar una cosa, Gustavo?


—Ya me estás preguntado una…
—Así muy íntima, muy íntima.
—¡Hombre!, ¿hay algo de mí que no sepas todavía?
—Sí, muchísimo. ¿Entonces sí puedo?
—Sí, claro que sí, Fátima, ¿ya?
—¿Gustavo, tú sientes deseo sexual?
—Ay Dios, eso sí que no me lo esperaba…
—Si quieres no me respondas.
—No, no, no es eso, es sólo que me tomaste desprevenido.
—¿Y bien?
—Sí, también siento deseo sexual, como todas las personas.
—No todas las personas lo sienten, yo nunca he deseado a nadie.
—Quizás sólo no has conocido a alguien que valga la pena para
desearlo.
—Estamos hablando de deseo sexual, no de romance ni matri-
monio.
—¿Y eso qué significa?
—Que la gente puede desear a mucha gente y eso no significa que
el objeto de su deseo tenga que valer necesariamente la pena.
—Bueno, tienes razón: el deseo no es como el sentimiento.
—Te lo preguntaba porque a veces me parece que eres como yo,
que nadie te gustaba de esa forma, que el sexo, o las relaciones, si se
quiere ser más cursilón, sólo no te llamaban para nada la atención.
—Sí me atrae, sí me llama la atención, lo que pasa es que nunca
me ha gustado realmente nadie en serio, pero sí me han atraído,
aunque sea un gustillo leve, muchas personas.
—¿Y entonces qué pasa con la amiga de tu prima, ésa con la que

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te acostaste? ¿O con el españolito tan guapo que te seguía a todos


lados?
—Nada, la verdad no sé… Locura juvenil, tal vez.
—Yo no lo hubiera hecho…
—La diferencia es que creo que yo no tengo muchos escrúpulos
y tú sí.
—Ay, Gustavo, debes dejar de leer a Bayly, está sacando la cosa
horrorosa que llevas dentro.
—Sólo me está haciendo más sincero, aparte sus libros son genia-
les, son divertidos más allá del bien y el mal. En fin, soy como soy,
ámame u ódiame, cariño.
—Prefiero amarte porque sé que eres una de las mejores personas
que he conocido.
—¿Fátima, por qué tienes que acabar con todo el humor que es-
taba naciendo en nuestra conversación?
—¿Por qué nunca muestras tus sentimientos, Gustavo?
—Claro que los muestro…
—No es cierto. ¿Por qué no pudiste decir simplemente: gracias,
yo también te quiero?
—Gracias, yo también te quiero.
—Supongo que estas cosas no suenan muy bien por teléfono.
—No, pero ya qué, en algún momento tenía que pasar, ¿no?
—Sí, lo sé.
—Espera, espera… creo que tengo que colgar.
—¿Y eso? ¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Nada, mi madre quiere utilizar el teléfono. ¿Nos vemos maña-
na, de acuerdo? ¿Sí me ayudas a estudiar para eso de mi extemporá-
neo de Biología?
—Sí, claro… ciao, Gus.

Lo siento, Fátima. Aunque sea desde lejos, te digo que lo siento mu-
cho. No quería hacerlo, pero cuando un cobarde se queda sin opcio-
nes, cuando a un cobarde lo acorralan, no le queda otra salida que
desaparecer; así es el arte de la fuga. Tú empezaste a hablar dema-
siado de cosas que no quiero tocar, de asuntos que prefiero no tener

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que enfrentar todavía. ¿Deseo? ¿Amor? ¿Cariño? No, esos temas me


gustan pero sólo para mis novelas, solamente para escribirlos, leerlos
y saber que no podré acercarme demasiado a ellos. No quiero sentir,
porque sé que siento de otra manera, que quizás siento más que
todos, y además sé que mi deseo está prohibido en el mundo en
que me ha tocado vivir. Perdóname, Fátima, incluso he tenido que
ocultarte la verdad, y eso igual es una forma de mentir. No me llamó
mi madre, mi madre ni siquiera estaba en casa, yo fui el que tuvo
que colgar para no decir nada más. Te compensaré como pueda,
porque aunque todas las personas mienten, a mí me cuesta de espe-
cial manera, y más a alguien como tú, Fátima querida. Cierto, nunca
está de más decirlo: eres una gran amiga, de las pocas que tengo. No
entiendo por qué las palabras se me resisten a salir de la boca. Si de
pronto ahora me pusiera a hablar solo, sí, aquí caminando sin rumbo
por el centro de la ciudad, sé que no me detendría hasta que se me
acabara la voz y me doliera la garganta. Por eso no hablo. Prefiero
inevitablemente el silencio; así es más fácil vivir, es como no sentir
una parte de la vida. La calle luce lisa, perfecta, sin rastro de nada, y
mis pasos se deslizan como si en verdad no estuviera ahí. La librería
de siempre aparece de la nada como todas las veces, y la atracción
magnética que termina por llevarme allí cada que camino por el
lugar, no tarda en brotar del subsuelo. No me resistiré a ella, es una
tentación cotidiana en mi vida, un solo momento de debilidad. Antes
de penetrar en el umbral, pienso de nueva cuenta, aquí, desde lo
lejos, en Fátima. Tomo mi celular y le hablo mientras veo los libros.
Sonrío: compraré algo para ti. Nunca salgo de este lugar con las
manos vacías. Siempre, al caminar por el centro histórico o por don-
de sea, llevo un libro bajo el brazo: es un recordatorio de mí mismo
y del mutismo.

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XXXII

Volvamos a esa tarde; sí, es preciso traerla de vuelta, nomás para el


recuerdo, sólo para no perder el hilo de los detalles de esta historia
que ojalá se abriera como espejos y reflejos y luces extraviadas de
Antequera. Sí, hemos vuelto a esa tarde, otra tarde en Nuevo Mundo;
sí, porque es inevitable vagar para volver a caer en ese escalón desde
donde no se vislumbra el mundo ni nada. Ahí estamos, o están, o
son, o juguemos con los verbos pero ahí reposan Ignacio y Gustavo,
tazas a medias vacías frente a ellos, retazos de pastel, olor a cafetín y
a la buena conversación que suelen tener dos muchachitos sin mucho
futuro y sin mucho provecho en la vida. Sí, sí, otro té chai y un pan
de plátano, ordena alguien; y esto llevará al azúcar a correr sin rum-
bo por la sangre de ese ser obscenamente feliz, como corren los carros
cuando van bajando por calzada Porfirio Díaz a las tres de la tarde.
Y Gustavo entonces piensa que Palinuro, el hijo de mamá Clemen-
tina, sin duda, se desmayaría con la sola contemplación de la sangre
de Nato, una sangre como melaza, más dulce aun que el sabor que
le trasmitían en el recuerdo, todos los besos y todas las tardes con su
prima Estefanía, la diosa, la puta, la santa Estefanía inmaculada y
virginal. Y por supuesto hay que decirlo: Nato no muere esta tarde
en una sobredosis de placer al paladar, nadie puede morir en medio
de una buena conversación. Y Gustavo continúa con el tema y ha-
bla de Andrés y Nato le pregunta si se refiere a Andrés Camargo.
¿Cómo lo conoces?, dice extrañado en medio de un sorbo. Porque
llevas no sé cuántas semanas hablándome de él, y es más, una vez,
aquí mismo, con las paredes de Nuevo Mundo como testigo, te dije
un montón de cosas de él que tú preferirías no haber escuchado ja-
más, pero es que tú estabas Andrés esto, Andrés aquello, Andrés lo
otro, como si ya hubieras escrito un libro acerca de él. No, no, no me

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atrevo, eso prefiero dejártelo a ti, Nato. Pero si yo no estoy en la te-


rapia de Miller. ¿Cuál? La de olvidar un amor haciéndolo literatura.
No hace mucho frío pero ellos toman las tazas hirvientes y, quizás
por la temperatura del suave té hindú, Gustavo enrojece esa tarde
violentamente. Ah, podríamos contar otros momentos cuando él
enrojece así pero sería faltarle al respecto a la ficción, adelantarnos
capítulos enteros y darle una puñalada final a esta trama. Bueno, el
caso es que iba a hablarte de que en realidad Andrés no es como
parece, yo lo conozco y puedo asegurarlo. Podrás engañar hasta a
un tribunal, Gustavo, pero yo te conozco como la madre que te parió,
como conozco de matices en libros, así que mejor dilo y punto. El
ardor en la lengua a causa el clavo que es la esencia del té o por la
palabra implícita Andrés y sus sinónimos y antónimos peleándose
por salir de la boca. ¿Es posible que el rojo de la cara de Gustavo se
incrementara aún más? Sí, es posible: porque aquí en Antequera los
datos biológicos no tienen validez desde el instante en que Cesárea
Tinajero reformó, hizo y deshizo la poesía universal; desde ese día
la ley mayor de Antequera es el delirio poético, lo evidencian los
periódicos cuando nos dicen que un joven trabajador del mercado
mató a la matrona de las putas de la calle de Zaragoza para poder
casarse con una de las chicas lindas, de las mariposas nocturnas de
aquel arrabal. En el increíble átomo partido que es esta ciudad, Louis
Pasteur nunca existió y su afirmación de que sólo la vida engendra
vida es un misterio. Sólo la vida engendra vida, sólo el amor imagina
el odio y la muerte, y nada más que el sonido se desvela en silencio.
Pero volvamos, volvamos. La piel de Gustavo, ahora roja como el
infierno, arde y se convulsiona en flamas, se quema y se ahoga mien-
tras sigue su curso. No sé a qué te refieres. Pero por supuesto que lo
sabía, porque Gustavo es brillante como el que más. Pensé que ya
habíamos superado esa etapa donde uno cree que el otro no sabe
nada, dijo Nato. El lugar, Nuevo Mundo, ahora está atascado, y las
personas como electrones aglutinándose en las mesas disueltas entre
el humo. Y Gustavo piensa ¿por qué no? Así que es allí, en aquel café
que visitan casi a diario, donde se habla de lo ya sabido; las otras
personas no escuchan que a Gustavo le encanta ese chico que está
evocando, al que cree conocer tan íntimamente, nadie en el local

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imagina que está en presencia de algo horrible: un escritor enamo-


rado. Gustavo calla para beber té chai y su interlocutor sonríe. Pero
Nato no dice nada por un rato y al final sólo balbucea, sin sentido,
que el alma de un escritor es como antimateria: destruye todo lo que
toca por la colisión de esencias, un alma y otra alma, que son antíte-
sis predestinadas por una mera situación de la poesía.

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XXXIII

Andrés me dice que vayamos a su casa. Yo le pregunto cómo. Estoy


seguro que llamará a su madre para que venga por nosotros y nos
lleve, pero me sorprende preguntándome si prefiero tomar un taxi
o un camión. Respondo con una sonrisa de novedad y diciendo que
me gusta caminar. Estás loco, cómo caminar hasta mi casa con este
sol, me dice.
Las clases han acabado antes por causa de la Feria de las Ciencias
y aún es temprano en la mañana. Salimos de la escuela, echamos a
andar por unas calles viejas, empedradas, caminos pequeños que se
confunden con un antiquísimo acueducto, y mientras caminamos,
el sol ya no parece un enemigo tan aterrador como antes.
A pesar de su reticencia inicial, Andrés ha accedido a ir a pie has-
ta su casa, ubicada en San Felipe, al norte de la ciudad. Realmente
no es mucha la distancia; la caminamos en tres cuartos de hora, ca-
llados ambos, y poco a poco cansados por el peso de nuestras mo-
chilas en la espalda. Cruzamos la colonia Reforma y vamos subiendo
hasta nuestro destino final. Andrés no dice nada ni yo tampoco, de
vez en cuando volteamos a vernos para esbozar una sonrisa, un re-
tazo, quizás excesivamente bobos.
Al llegar a su casa, ubicada enfrente de un pequeño parque de
juegos y canchas de fútbol, limpio el sudor de mi frente con el dorso
de la mano. Andrés saca de su bolsa las llaves necesarias y se enfras-
ca en el proceso tan tardado de dejarnos entrar. ¿No hay nadie?,
pregunto en cuanto cruzo la puerta. No: mi mamá llega hasta en la
tarde y la señora del aseo no viene hoy, me contesta el chico delante
de mí. Dejamos todo echado sobre los sillones de la sala; me apresu-
ro a sentarme a la mesa del comedor.
La tarde de ayer Andrés y yo nos hemos besado por primera vez.

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Hoy, luego de superar la vergüenza esperada de vernos las caras


luego de lo ocurrido, hemos decidido venir a su casa. Tengo la espe-
ranza de que podamos hablar como gente civilizada y decidir el
rumbo formal que tomarán las cosas. Al parecer Andrés no opina lo
mismo; no han pasado más de un par de minutos en silencio, cuando
él no puede contenerse más y se acerca y me vuelve a besar.

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XXXIV

Y ahí estabas tú, Fátima, plantada frente al pizarrón, con tu lápiz


vacilando entre la mano y la boca, y el cabello como siempre, un mar
de hojas secas escurriendo por la espalda, y la mirada que tienes y
que está exenta de la ley de la gravedad. Me dijiste que no me riera,
pero era imposible dejar inmune tu gesto de maestra graduada. Alcé
los brazos para implorarte y luego tú te empezaste a reír como de-
mente y yo también me reí y tú borraste del pizarrón la ecuación de
la fotosíntesis porque dijiste que debía sabérmela de memoria. Me
llegó un mensaje de Cata al celular mientras tú dibujabas flores y
plantas, adorables ciertamente, para señalar cada una de sus partes;
pusiste mala cara y amenazaste con quitarme el aparato ese: toda
una profesora perfectamente establecida en su papel, educando al
inculto, maravillando al ansioso, ignorando al brillante. Te pregunté
sobre el papel de la mitocondria en la estructura celular. Luego tú
me hablaste de los lisosomas, de los ribosomas, de los factores bajo
los cuales se teje el largo código genético que rige al ser humano, de
todas las propiedades y magias del ácido desoxirribonucleico. Yo
copiaba algunos datos sobre mi destartalada libreta, y cuando alcé la
vista, me encontré a un palmo de tu rostro blanquísimo, tus ojos
fundiéndose en uno solo por la cercanía. En ese momento recordé
el día cuando te conocí, Fátima. Sexto de primaria y los dos seres
solitarios por naturaleza. A ti te daba miedo hablarle a las personas;
a mí sencillamente nunca me han interesado mucho los demás. Me
viste comiendo solo y te acercaste sin más. Como te acercaste en el
salón de clases, dejando de lado la asesoría particular de Biología para
mirarme fijamente y estacarme con el calor imposible que exhalaba
tu mirada. Y cerré los ojos y tu boca estaba sobre mi boca antes de
poder pronunciar la siguiente pregunta. Así olvidé lo que quería saber

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sobre la síntesis de proteínas. Un par de segundos más tarde, Fátima,


al separarnos, yo traté de explicarte que aquello no era posible: a mí
no me gustaban las mujeres, ninguna de ellas, y tú, aunque hermo-
sísima, balbuceé… Me pusiste un dedo sobre los labios para que me
callara. Sólo querías probar, dijiste, no había algo más en el fondo.
Luego volviste al frente, con el plumón naranja abierto en la mano,
y dibujaste una célula quizás excesivamente grande; me preguntaste
si tenía alguna duda y yo negué con la cabeza.

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Manuel del Callejo

XXXV

Cuando sus padres se separaron, acababa de cumplir los ocho años.


Para ese punto, creía que ya lo había visto todo: perder la magia de
la infancia, entregarla a cambio de días grises que exudaban un silen-
cio que ya nunca más pudo separar de las paredes interiores de su
casa de San Felipe, como una enfermedad que no se puede expulsar
hacia la calle para que la atropellen los ocasionales carros, pero que
sin embargo no hace daño a nadie.
Recuerda los cuidados que tuvo su madre para que él casi nunca
tuviera oportunidad de verla llorar. Sin embargo, hay visiones y re-
tazos que hemos por convención llamado recuerdos, y que difícil-
mente se secan, aun cuando se acabe el elixir del lagrimal de los ojos.
Probablemente fueron muchas veces más pero la memoria ha filtra-
do sólo una para la posteridad: la tarde en que llegó del colegio y
alcanzó a ver cómo su padre trataba de romper con un golpe en la
mejilla la integridad de la mujer. Ése fue el inicio del silencio. Papá
se marchó entonces dando un portazo, pasando a su lado en el pasi-
llo de la entrada como si no existiera, y luego su madre trató de
acordarse de las dos o tres obras de teatro que había visto en su vida
para fingir una tranquilidad que casi logra. Le preguntó cómo le
había ido en el día, qué tal la tarea de matemáticas que lo había ayu-
dado a hacer la tarde anterior, qué decían Laurita y su madre, tan
amables ellas cuando lo llevaban a su casa a la salida de la escuela.
Antes de acabar los últimos bocados ya partidos del pescado empa-
nizado, él le preguntó si estaba bien. Ella no respondió y siguió con
la vista fija atravesando la ventana sobre el fregadero. Luego de un
rato, cuando ya se había levantado de la mesa, dado las gracias y
retirado a su cuarto, podría jurar que la había oído llorar.
Su padre no regresó esa noche: volvió a verlo en la comida del día

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siguiente, y no cruzaron palabra entre ellos. Por supuesto, volvió a


marcharse. Ahí sí recuerda el rostro tatuado de lágrimas de mamá.
Tardes después, se topó con su padre en la planta alta, cuando se
dirigía a su habitación, y lo saludó con una formalidad que no se
reconocía. Horas más tarde, mientras dibujaba una manzana a lápiz
en las últimas hojas de alguna libreta, oyó al hombre recargarse en
el vano de la puerta. No tuvo miedo. Volvió la mirada y esperó lo
que fuera a increparle. Fue la primera vez que sintió asco, aunque
en ese tiempo no hubiera podido darle nombre a ese hundimiento
de las entrañas bajo el estómago. Su padre parecía a punto de decir-
le algo pero permanecía en silencio. Finalmente lo miró con decep-
ción una última vez y se marchó. No volvieron a vivir juntos.
Años después, una mañana mientras su madre lo llevaba a la es-
cuela en el Passat rojo que acababan de comprar, alcanzó a ver a su
padre en el automóvil de junto, muy atento de su celular, en alto el
semáforo. Él dijo que si todo hubiera ocurrido más tarde, le habría
roto la cara a su padre por lo que había hecho. Mamá no lo reprendió
como las veces pasadas en que solía hablar así: simplemente lo miró
en silencio largo rato, con la nostalgia de saber que ya era un hombre
y que ella tendría que enterrar la anticuada imagen que guardaba de
aquel niño, el suyo, que alguna vez amó pasar sus tardes dibujando,
un lápiz sobre el papel y nada más.

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XXXVI

Está todo listo, piensa Gustavo mientras sube las escaleras de la casa
de Andrés. Y sí, estaba todo listo, como una obra que se ensaya mil
y un veces buscando sin tregua la perfección, hasta llegar al momen-
to final en que hay que representar todo el número frente al público.
Todo el gran teatro que habían armado para ese preciso segundo,
estaba listo. El instante de fina y exacta relojería, una red de las más
sutiles mentiras, y estaba todo listo. Casi sin saberlo, sin planearlo,
sin admitirlo el uno al otro, en el más absoluto de los secretos, habían
ido construyendo el paraíso que iniciaría cuando Gustavo llegara a
la habitación de Andrés y cruzara la puerta. Luego de atravesar el
umbral y echar una mirada rápida a todas las cosas que reposaban
expectantes, Gustavo oye el ruido tan suave, como cristalino, que
viene desde el baño, ese sonido del agua cayendo en muchas gotas y
estrellándose en el cuerpo de Andrés en medio de un vapor denso,
y con esa imagen en la mente, Gustavo no puede evitar que un fuer-
te escalofrío le recorra la columna vertebral. Detenido en su posición,
de pie frente a la cama, escuchando atento todo lo que sus oídos
pudieran captar, y viendo cómo un susurro de vapor de agua calien-
te pasaba por el espacio entre la puerta del baño y el suelo para
luego diluirse en el aire del cuarto, él vacila en sus pensamientos,
ahora con más lentitud, como si la velocidad de la vida fuera en ri-
tenuto, y así pasa el tiempo, hasta que de pronto una puerta se abre.
El torso desnudo, de piel blanca sin demasiada musculatura, con una
toalla enrollada alrededor de la cintura y los pies descalzos, Andrés
aparece en silencio y mira al chico que permanece en su cuarto,
primero con una ligera sorpresa en el rostro y luego con una extraña
sonrisa, tan típica de él; de frente, Gustavo sólo lo observa de la úni-
ca manera en que sabe.

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—¿Cómo entraste? —pregunta Andrés acercándose.


Tan cerca. Gustavo no lo espera pero de repente siente los labios
del chico, siente la punta de su lengua buscando abrir su boca, y ese
beso que nunca imaginó pero que ama sentir. Su mano se eleva has-
ta que puede acariciar apenas, poco menos que un roce, el costado
del pecho desnudo de Andrés, y ese solo contacto, ese mísero toque
con su piel, le bate el cuerpo en un remolino que a Gustavo le des-
encaja los órganos principales. Y sin prestar atención a nada más que
ellos, se separan.
—Místicamente esto apareció en la bolsa de mi chamarra —dice
Gustavo sacando unas llaves que Andrés reconoce inmediatamente
como las de su casa—. No sé ni cómo, ni sé por qué.
Se desprenden: Andrés se mantiene en su lugar pero Gustavo
empieza a vagar por el cuarto, a verlo sin mirarlo. Camina hacia la
ventana, grande, abierta de par en par, y mira al exterior, apoya los
codos en el marco de madera y parece que está esperando que, sin
aviso, de imprevisto, se haga de noche con un suspiro.
—Decidí venir antes para verte. Lo sé, soy un huachafo pero no
me importa ya nada —continúa Gustavo—. Quería estar contigo y…
Su mirada viaja de reojo hacia atrás. Andrés se ha quitado la toa-
lla y empieza a deslizar un bóxer entre sus piernas. Gustavo vuelve
la vista al frente, rápido. No, quiero descubrir tu cuerpo de otra
manera, piensa. Sin saber muy qué hacer, Andrés sigue vistiéndose;
afuera la tarde va declinando rápidamente, escupiendo los últimos
reductos de luz anaranjada que alcanza a colarse por las ventanas
para ir a estrellarse contra el suelo. Silencio.
—¿Quieres ir a cenar a alguna parte? —le pregunta Andrés una
vez vestido.
—No tengo mucha hambre, pero si tú quieres… —sonríe.
La primera penumbra comienza a invadir el cuarto, alentada por
el tic-tac caminante del reloj.
—¿Qué horas son?
—Van a dar las siete. Se suponía que debías pasar por mí a las
ocho.
—Pero ya estás aquí.
—Sí.

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En la habitación las sombras estorban para caminar, se vuelven


pegajosas entre las piernas e incómodas para la tela de los jeans.
Ambos se sientan en el borde de la cama.
—¿Qué les dijiste a tus padres?
—Simplemente que iba a quedarme a dormir en casa de mi ami-
go Andrés. ¿Tú qué le dijiste a tu mamá?
—Nada, que a lo mejor venías un rato o que a lo mejor salíamos.
—¿Sospecha algo, verdad?
—Eso creo: últimamente cuando le hablo de ti, pone caras muy
extrañas.
—¿Por qué o qué?
—No sé, pregunta mucho por ti: que dónde andas, que por qué
no vienes, que si no nos hemos peleado.
—¿Piensas decirle?
—Tal vez, no creo que me diga nada. No se enojó cuando men-
cioné que iba a estar contigo en la noche.
—¿A dónde dices que fue?
—A la costa, creo; me dijo el nombre del lugar pero no me acuer-
do. Regresa el domingo en la mañana.
—Yo mataría por un trabajo así.
—Si quieres le digo a mi mamá que te consiga un puesto, aunque
sea del chico que trae los cafés ahí en el inah.
Sonríen. Gustavo pone entonces su mano sobre la mejilla de
Andrés. Luego la deja caer hasta su muslo, sintiendo la turbación que
comienza a recorrerlos a los dos por la columna y que los va acer-
cando, temblorosos, cuerpo con cuerpo, hasta que uno toma el
rostro del otro entre las manos y lo comprime contra la boca en-
treabierta. Ciegos, se echan sobre el lecho, y los dedos de Gustavo
recorren el cabello aún mojado del chico, todas las gotas y el vapor
aún entrelazados en aquel punto, como las lenguas rítmicamente
comienzan a subyugarse también entre ellas mismas. Mira cómo ya
están las sábanas, Andrés, no podemos detenernos, piensa alguien.
Y de pronto las manos recorren los parámetros desconocidos debajo
de las camisas, las piernas se arquean alrededor de otra figura, se
sienten las palpitaciones de otro fuego externo a la propia piel, la piel

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que Andrés trata de devorar a mordiscos en el cuello de Gustavo. Un


instante de vacío y todo se detiene.
Él asiente, y lentamente, con la negrura de la cortina abierta, va
sintiendo casi imperceptible, grabadas en las muñecas, las instruc-
ciones precisas para abrir el pantalón de su chico. Se desnudan con
algo de desesperación en sus gestos y se toman; Andrés se apoya con
los nudillos sobre la cama para no perderse un solo segundo de aque-
lla mirada que, de alguna extraña forma, es perfectamente nítida en
la oscuridad, y que sólo lo mira a él. Luego, minutos después, Andrés
deja escapar de su boca aquel rumor placentero, la agitación de sus
jadeos cuando siente vaciársele las entrañas.

—¿Alguna vez pensaste que acabaríamos así?


Andrés se lleva el cigarrillo a la boca luego de hablar. Fuma con
una gracia desconocida. El hombro alrededor del cuello de Gustavo.
De fondo el sonido de los grillos apretujados en la masa difusa de la
noche.
—No, nunca.
—Yo tampoco... —una larga calada al pitillo entre los dedos—.
Pero no tienes una idea de cómo lo deseaba.
—¿Nunca lo habías hecho con un chico?
—No. ¿Tú? —y le pasa el cigarrillo.
—Tampoco… o bueno, nunca completamente. ¿Algún comenta-
rio, opinión, sugerencia…?
Andrés toma de nuevo el Marlboro y se lo termina, lo apaga en
el cenicero que está sobre el buró. Luego toma a Gustavo muy fuer-
te entre sus brazos.
—Te digo después, ¿va?

Dile a Andrés que esta noche me voy para siempre del mundo porque
me he robado las estrellas y tengo que escapar.
Dile, pero no le digas en voz alta, que voy a volver acompañado
de nadie, cuando él, mi Andrés, ya viva perdido en el futuro aluci-

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nante, en un rascacielos que toque las nubes y acaricie las aguas que
reposan dentro.
Dile entonces que volveré, con un libro bajo el brazo, y que él
abrirá la puerta de pronto y yo estaré ahí.
Dile, pero esto te lo puedes callar, que llevo en los bolsillos una
foto suya que miro todas las noches, noches sin estrellas porque yo
me las robé.
Dile que he pensado robarme la luna para escurrírsela por la
mejilla y dársela de beber con el whisky, pero no he podido.
Dile a Andrés que me voy, pero volveré.
Dile que estoy detrás de él, viéndolo dormir, velando su sueño
perpetuo que acaba cuando empieza la eternidad de la mañana y la
escuela y las otras eternidades donde no hay estrellas porque yo me
las robé y no las pienso devolver.

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Antequera o el paraíso

XXXVII

And his breasts, his heart slow thudding against my


[back,
and his middle torso, narrow and made of iron, soft
[at my back,
his fiery firm belly warming me while I trembled—
His belly of fists and starvation, his belly a thousand
[girls kissed in Colorado
his belly of rocks thrown over Denver roofs, prowess
[of jumping and fists, his stomach of solitudes,
His belly of burning iron and jails affectionate to my
[side:
I began to tremble, he pulled me in closer with his
[arm, and hugged me long and close
my soul melted, secrecy departed

… and naked at long last with angel & greek & athlete
[& hero and brother and boy of my dreams
I lay with my hair intermixed with his, he asking me
[“What shall we do now?”

—And I lie here naked in the dark, dreaming

Allen Ginsberg

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Manuel del Callejo

XXXVIII

Y después del orgasmo me quedé mirando el techo de su cuarto


mucho tiempo. Luego de un rato, volví la mirada hacia él y descubrí
que me observaba. Sus ojos de pupilas oscuras brillaban más de lo que
nunca había visto brillar al sol. Y su rostro permanecía inmóvil, con-
fundiéndose entre la almohada y las sábanas. Se acercó sin que yo lo
notara, y es que embelesado como permanecía, no hubiera notado
el fin del mundo. Sentí su nariz rozando y jugueteando con la mía,
luego sus labios buscándome los míos, dándome un beso tierno, una
caricia apenas tentadora. Supe que él estaba mirándome muy fija-
mente pero abrí los ojos hasta muchos segundos después. Su sonrisa
en ese silencio que podíamos matar tan sencillo. Y me besó distinto,
rodeó mi cuello y mi torso con sus brazos, metió su lengua en mi
boca. No importaba cuántas veces lo besara, siempre diré que en
pocas ocasiones he sentido algo así. Nos separamos un poco. Él cogió
el borde de la colcha y la movió para cubrirnos. ¿Tienes frío?, le pre-
gunté en un susurro. Él negó con un movimiento de cabeza y dijo
que no muy vagamente. ¿Entonces te da pena que te vea desnudo?
Andrés no respondió, bajó la vista y se quedó así. Cuántas veces te
habré visto ya sin ropa, cuántas veces no te la he quitado yo, le dije
para luego levantarme un poco y empezar a besarle el cuello. Bajé
por su pecho hacia sus tetillas, que jugué con especial atención, sa-
boreándolas. Y luego seguí bajando por su torso hasta terminar con
un beso en su ombligo, y allí me quedé. Apoyé un lado de la cara
contra su estómago y miré hacia allá, vi sus pies inertes escaparse de
la tela. Con una mano, moví la colcha y devolví la imagen de su
cuerpo desnudo a la noche y a mi vista. Imaginé su cara, ese rostro
que tantas veces había evocado hasta el más obsceno cansancio.
Sentí su cercanía. Era cierto: a veces el placer carnal era comparable

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Antequera o el paraíso

al éxtasis de la contemplación, de la adoración. Vi entonces y ahora


sus pies de nuevo y con claridad, vi sus piernas algo gruesas, vi el
inicio del vello de su sexo. Olí el aroma de su anatomía y supe que
podía estar así por mucho tiempo y que para mí no pasarían las horas.
Suspiré. Bostecé. Volví a acostarme, abrazándolo, subiendo uno de
mis muslos a su muslo. Él siguió acariciándome la cabeza, internán-
dose entre mis cabellos, como lo había estado haciendo desde que
puse mis labios sobre su cuello. En algún punto, volvió a cubrirnos
con las sábanas, pero yo me encontraba tan agotado de todo que
apenas y lo noté. Estaba por dormirme cuando sentí su aliento cáli-
do en mi frente, ese beso en la sien. Cuando desperté él seguía in-
móvil, no se había movido un ápice. Y el mundo seguía ahí y la noche
no se había ido.

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Manuel del Callejo

XXXIX

No debíamos llevar ni cinco días enteros, con sus noches indomables


ya domadas, viviendo en aquel departamento de la calle de Jacobo
Dalevuelta, cuando Andrés se sentó descalzo en el suelo de nuestra
recámara y me dijo que estaba aburrido. Yo no sé cómo alguien
vestido apenas con una camiseta blanca y unos pants grises, sin ha-
berse duchado ni afeitado aunque ya fueran las doce del día, en un
despeinado apabullante, y con la misma suciedad en la cara que le
dejaron mis besos y mi deseo de anoche, podía estar aburrido. Pero
Andrés era así, hermoso. Entonces le dije que para que él se desabu-
rriera, yo iba a ir al supermercado a comprar otro Andrés menos
susceptible al ocio. Me dijo está bien, sólo tráeme una caja de Choco
Krispis que me muero del antojo. Y tomé el Passat rojo y me marché
a Sam’s, con las manos todavía oliendo a los pies de Andrés Camargo,
ese chico que yo no conocía pero que últimamente se metía en mi
cama todas las noches para pedirme que le hiciera el amor. Ya en el
supermercado, fui hasta la sección de panadería y pedí algunos me-
tros cuadrados de piel de Andrés y diez bolillos. Tomé también un
pastel de queso con zarzamoras, unas cuantas botellas de vino y una
caja de barras de chocolate Hershey’s Cookies ’n’ Creme, sólo porque
el chocolate blanco con galletitas incrustadas me recordaba a la piel
pecosa de las mejillas de Andrés, el niño anfibio que insistía en ba-
ñarse conmigo todas las mañanas antes de ir a la escuela aunque yo
siguiera preguntándome ¿y éste de dónde salió? Compré una bolsa
de lechuga y varias verduras, entre ellas abundantes tomates y pi-
mientos, y carne suficiente como para alimentar a una manada de
bestias salvajes. Y llevé tanta fruta como para armar un festival en
honor de las antiguas deidades helénicas. Y tanto salmón ahumado
como para convertir nuestra casa en una embajada noruega. Y tam-

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Antequera o el paraíso

bién puse en el carrito unas cajas de leche, algunas botellas de Levi-


té y quesos diversos, pues es bien sabido que yo podría vivir entera-
mente de gouda fundido si de mí dependiera. Cuando ya iba de
salida algún vendedor me ofreció una prueba de un helado tan deli-
cioso que tuve que regresar a tomar un galón entero, sin la menor
intención de compartirlo con mi novio, un tal Andrés al que yo es-
casas veces he visto. Pagué y salí de la tienda. Regresé a casa con un
hambre del demonio: el tráfico insoportable de la ciudad había exa-
cerbado mis nervios difíciles. Andrés seguía en la misma postura en
que lo dejé: como jugando videojuegos frente a la televisión de
nuestro cuarto, pero sin ninguna consola a la vista. Encabronado
grité sandeces contra Antequera por sus miles de automóviles apre-
tujándose en las calles y su servicio de policía inexistente. En cuanto
me vio e ignorando por absoluto todo mi enojo, Andrés me dijo
tengo hambre, y con eso bastó para que yo lo olvidara todo y me
encerrara treintaicinco minutos en la cocina del departamento a
prepararle una ensalada nada saludable. Durante el postre (el galón
de helado que finalmente sí decidí compartir con él), Andrés me dijo
que ya no estaba para nada aburrido y que saldría con sus amigos
por la noche. Asentí solamente sin decir palabra: el que, en un ligero
aburrimiento pasaría la noche leyendo en el café de abajo, sería yo.
Luego Andrés me preguntó si había comprado sus Choco Krispis.

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Manuel del Callejo

XL

Imagina, Andrés, que estamos en un bosque, y que llueve, y que la


neblina. Sueña tú conmigo que se nos mojan las manos al extender-
las a nuestro alrededor y dejarlas deslizarse por el espacio, jugando
a vagar en esa humedad del aire donde todo se confunde con una
exhalación, hasta las palabras. No diremos, Andrés, ni una sola pala-
bra mientras corra este tiempo. Imagina que te hago señas, ven, ven,
sígueme, y que tus pasos se meten muchas veces en el suave lodo
que se forma a nuestros pies, y que tu piel se vuelve fría y pálida,
y que de pronto empiezas a tiritar de frío, te castañean los dientes y
me dices, Gustavo, Gustavo, espera. Las gotas del bosque te empapan
el cabello negro y algunos mechones te lamen la frente, y por tus
mejillas, metiéndose en la comisura abierta de la boca, unos hilillos
del río del cielo se abalanzan hacia el suelo de tierra y fango. Ahí, te
digo sin sonidos, te señalo la cueva y te llevo, siempre de la mano,
como si fueras a perderte entre los arbustos y los cedros que se van
creando a nuestro lado mientras andamos, como si al no tocarte y
tenerte en mi poder, al no sentirte por completo sumiso ante mí y
ante mi deseo helado, fueras a desintegrarte en esa neblina que nos
bordea la visión del mundo. Llueve, y cuanto más nos acercamos a
ese agujero de la montaña, arrecia la lluvia, que busca desinteresa-
damente borrar de esta faz todo aquello que se ponga bajo ella sin
miedo, dejando que su orines translúcidos les bañen la cara y les
inunden los ojos. Porque si algo he aprendido en los segundos, ins-
tantes marcados por los pasos que damos y por el viento enredándo-
se en los pinos altos, segundos que se hacen años y años que se hacen
recuerdos de eternidad en un libro, es que morir es algo fácil, que se
puede morir de frío si el agua de este paraíso gris se nos cala hasta
los huesos, o si estamos solos por completo y oímos entonces el eco

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Antequera o el paraíso

de que estamos solos y ese eco nos cercena el cuello con la rapidez
y el filo de un acero brillante y escurriendo agua limpia. Por eso no
te dejo, Andrés, porque si no corro me quedo quieto para siempre y
si te pierdes, se me desgarra la piel de silencio y soledad. Entramos
a la cueva, al espacio entre las rocas donde cómodamente podemos
sentarnos sin que choquen nuestras piernas, pero éstas chocan, se
buscan, se dan un calor en diminuendo. Me apoyo entre las raíces de
un árbol viejo que ha logrado clavarse en el fondo de la tierra. Puedo
respirar el agua. Tú tratas en vano de sacar tu caja de fósforos y en-
cender un fuego con las ramas raquíticas que has encontrado bajo
nosotros, pero la neblina tan húmeda no te deja, así que te abrazas
a mí, empapados los dos y sucios de lodo en todas partes. Abro mis
ropas, nos envolvemos, que se froten nuestros torsos, que la piel de
tus mejillas sonrosadas no se aleje de mi barbilla. Y ahí nos quedamos,
viendo llover, mojados, muriéndonos de frío, luego viendo nevar a
lo lejos, y nosotros ahí, inmóviles ante la neblina que susurra puro
silencio.

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Manuel del Callejo

XLI

Nous descendons le chemin solitaire jusqu’à


[l’endroit où tout est noir,
Sans enfants et sans femmes,
Nous entrons dans le lac
Au milieu de la nuit
(Et l’eau, sur nos vieux corps, est si froide).

Michel Houellebecq

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Antequera o el paraíso

XLII

Voy caminando por esta calle espantosa, inclinada hacia el precipicio,


sola como todas las calles de esta puta ciudad de mierda. Nadie me
acompaña, ni el viento ni el ladrido de los perros. Veo con atención
el cemento cuarteado del piso, roto por la insana vejez o por el in-
dulgente abandono. Procuro no tropezar con todas piedras, de mil
y un tamaños, que hay esparcidas por el suelo: no podría soportar
una caída más, no aguanto otro chingadazo extra de la vida. No
quiero volver a tu casa. No quiero volver a sentir tus manos. Hasta
podría decir que no quiero tampoco volver a ver tu rostro. Eres un
chingado hijo de la chingada, Andrés. Un auto se detiene en la acera
de enfrente: joder, quiten esa música asquerosa, nacos de porquería;
¿que acaso no pueden comprarse unos estúpidos audífonos y dejar
que esa basura infecte sólo sus oídos mugrosos?, ¿por qué verga
tienen que ponerla a todo volumen en su carro patético de hace ocho
mil años? Miro el cielo, siempre gris, siempre londinense. ¿En qué
momento se jodió Antequera? ¿En qué momento tenías, Andrés, que
cagarla? Eres un mariconzete de lo peor: no tienes ni siquiera los
pantalones necesarios para admitir que quieres a otro hombre y por
eso prefieres esconderte en las faldas de Fernanda. Simple, una pe-
rra… ¡Joder! Pinche Andrés pendejo. Porque me encantaría volver a
tu cuarto y besarte y decirte que me vale pito si andas o no con esa
tipa, porque sé en el fondo que es verdad lo que me dices, que me
quieres a mí y no a ella. Pero en realidad ya no tengo certeza de nada.
No, Andrés, tú no me quieres y nunca me quisiste. Lo peor es que
yo soy un tarado que se enamoró estúpidamente de ti. Podría volver
y mentarte la madre. Podría volver y hacerte el amor. Que el cielo
gris te cuide de no sé qué. Me voy caminando por esta calle, espe-
rando no morirme con la pésima pavimentación, esperando no caer

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Manuel del Callejo

en alguno de los agujeros en mitad del asfalto y jamás volver a salir


a la superficie. Pero es que no, joder, es que no.

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Antequera o el paraíso

XLIII

DANZÓN NO. 2
Pequeño drama disfrazado de farsa en dos actos

Personajes
Gustavo
Andrés
Nato

El escenario es simple: la ciudad de Antequera. Sus esquinas donde nunca


acontecen cosas transcendentes, sus calles de cantera trazadas hace más de
cuatrocientos años por frailes andaluces, su arquitectura hecha de una
perfección silenciosa y a detalles, su aire amarillento, el tono sepia de sus
murmullos y sus voces.
La acción transcurre en un día cualquiera de algún verano, época actual.

Acto I

Se abre el telón. Por unos segundos solamente oímos, suave e inadvertida­


mente, la pieza que da título a esta puesta en escena. La tranquilidad se
rompe, en teoría, cuando entra Gustavo corriendo, visiblemente agitado.
Quizás unas gotas de sudor perlen su frente.

Gustavo.  (Mira al público.)—En estos días la vida se me va en correr,


en arrancar de pronto y no hacerle caso a la turba polvorienta de mi
corazón fatigado. Y si éste algún día llegara a reventar, el responsable
tendría nombre, apellido, dirección e historia previa. Su nombre es
Andrés, así lo bautizaron Afrodita y Ares, quienes apadrinaron al niño

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Manuel del Callejo

según el nombre que le puso su madre. Y yo también lo coroné An-


drés cuando lo conocí y me lo llevé a la cama. Pero shhh… (Se ha
llevado el dedo índice a los labios en señal de silencio.) Esto él no quiere
que lo sepa nadie: que él me llevó a la cama y yo lo llevé al placer, que
me regaló el néctar de un beso y yo fui a sembrar más fruta de aque-
lla para hacer mermelada de todos los días. (Pausa.) Y ahora, luego
de esas páginas percudidas por el halo de las cosas bellas, bellas como
tu nombre, Andrés, me has arrojado a la ignominia. O me he arro-
jado yo, pero con tu mano sobre el pecho. (Pausa.) Dirán ustedes que
yo hablo mucho, que dramatizo demasiado, que la vida entera se me
va en un hilo de agua que nace de una cortadura sentimental apenas
notable a la vista humana. Dirán muchas cosas ustedes de mí, habla-
rán de mi falta de ética y moral, de mi exceso de verborrea encandi-
lada por una pasión degenerada, de la poca importancia de mi ser
tan triste. Dirán ustedes lo que dicen las gentes propias, los hombres
y mujeres de buena familia, los que nacen en cunas cristianas. Hablen,
pues, según su credo, que yo no dejaré de obrar según el mío. Y en
mi Biblia personal, el valor supremo, frente al que todas las otras
cuestiones de la existencia se desmoronan en su escaso valor, es la
estética, la belleza. Y en el amor que yo profesaba por Andrés, mi
adorado y extasiado Andrés, no había otra cosa que no fuera pasión
pura, deseo devorador, agua de rosas, citas de libros excelentes, de-
voción religiosa. De religión verdadera, no ese amasijo imperdonable
de monjas libidinosas y sáficas que se echan a copular sobre las mesas
donde adulteran el rompope en las mañanas, todo mientras no es-
cuchan la misa de seis de la tarde. Por no hablar de esa casta de sa-
cerdotes, hombres con vestido, amantes de ser sodomizados por
pequeños infantes inocentes, y con los mismos cirios pascuales que
más tarde encenderá este grupo de farsantes, al representar su obra
en esos escenarios tan fastuosos que les ha legado la historia y que
debería arrebatarles de la mano la Secretaría de Cultura. Porque ellos,
que predican el evangelio del amor, en la práctica no hacen más que
aplicar el credo del odio. Al hacerlo se burlan grotescamente de su
profeta crucificado, quien dijo que la única verdad de este mundo
era el amor. (Pausa. Inclina la cabeza.) Discúlpenme, perdonen ustedes,
algo se enciende en mí cuando la Iglesia pasa por el camino de mis

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Antequera o el paraíso

pensamientos. Quizás sea la llama misma que se prende cuando, aún


ahora, miro a Andrés y sus ojos de niño. ¡No me digan que está mal
amarlo! No me hablen de enfermedad, ni de moral, que ésta no me
importa nada. (Silencio. Da algunos pasos.) ¿Pero por qué sigo yo exal-
tándome, defendiendo algo que ya no será nunca más? Pues a Andrés
no quiero verlo ni de lejos. Se me nubla la tierra y se me encoleriza
el cielo sólo de pensar en lo que me ha hecho... ¡Cabrón! Díganme
ustedes, antequeranos del alma mía, por qué todos los hombres son
así. Te hablan con palabras que desarman a cualquiera, te regalan
cada caricia imposible… Y luego empiezan a preocuparse del qué
dirán. En la escuela yo no podía hablarle a Andrés, nuestros mundos
están separados por la brecha insondable de la luz-oscuridad, de
música y silencio. Y si alguna vez me permití amarlo, y si alguna vez
él se permitió jugar conmigo, fue siempre en la más apabullante
ausencia de sonidos, en un secreto protegido por las cuatro paredes
de su cuarto y la confesión fiel de sus sábanas blancas. Allí, solos en
su habitación, sentados al borde de la cama o en el lecho del suelo,
descubrí a qué sabe la piel de su pecho, cuánto queman exactamen-
te sus susurros calientes en mi cuello, diciendo cosas que no vuelvo
a repetir. Sí, fue ahí también donde tuvo el descaro de confesarme
que era verdad todo lo que se oía en la escuela. (Pausa. Se recarga
contra una pared.) Aún recuerdo con exactitud la conversación insul-
sa de dos tipas de primer año sin más gracia… (Imitando una voz de
chica fresa.) “¿A que no sabes qué me dijo no sé quién?” “¿Es sobre la
última fiesta de los de tercero?” “No exactamente: ¿sí ubicas a Andrés
Camargo?” “Ajá, más o menos, sólo de vista obvio.” “¿Te acuerdas
que por ahí decían que era gay y que andaba con uno de Letras?”
“Algo así había oído, pero no creo.” “No, pues anda con Fernanda.”
“¿Qué Fernanda? ¿Silva Gómez-Sandoval?” “Sí…” (Volviendo a su voz
normal.) ¡Y yo ahí, parado en la fila de la cafetería detrás de esas pen-
dejas, oyendo cómo tiraban mi castillo sobre el aire contra la alfom-
bra de arena! (Pausa.) No tienen una idea de cuánto odié en ese
momento a Andrés; quería golpearlo hasta que toda la rabia se fuera
de mí. Lo peor es que ya habíamos hablado de eso: él ya me había
preguntado días antes si yo estaría de acuerdo en que anduviera con
alguien sólo de tapadera. Y me había hablado de la puta esa, la tal

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Manuel del Callejo

Fernanda que desde siempre se moría por mi chico, y que no se daría


cuenta de nada. (Pausa.) Cómo le daba miedo a Andrés que alguien
supiera de lo nuestro; la desesperación por conseguir novia le venía
de algún comentario de sus amigos que le habían dicho que se oían
cosas extrañas de él y de mí, de nuestra amistad tan inesperada.
(Pausa.) Yo le había dicho que no, que no me parecía buena idea, que
más fácil sencillamente dejábamos de hablarnos en público y ya es-
taba, y él en ese momento había dicho que estaba bien, que así lo
haríamos. ¡Pero el hijo de la chingada me tenía que salir con estas
madres! Así que me trago el orgullo y esa tarde voy a su casa como
si nada. Ahí no puedo contenerme más y le pregunto si es verdad lo
de Fernanda. (Pausa. Mira al suelo.) Y él me dijo que sí y trató de ex-
plicarme, en balbuceos, que eso no importaba nada y que me quería
a mí. Yo no quise oír más y me apresuré a salir de su casa; Andrés no
me siguió ni trató de impedir que me fuera. (Vista al público.) Y así es
como ocurrió todo… desde entonces la vida se me va en correr, en
arrancar de repente e ignorar el escándalo de mi corazón delirante
de cansancio.

Gustavo echa a correr y sale de escena mientras cae el TELÓN; de


fondo suena el tema que da nombre a este coqueteo dramático y que se apa­
ga en cuanto el mundo esté sellado totalmente al público por la gruesa tela
frente a ellos que oculta el escenario.

Acto II

Se abre el telón. Gustavo está sentado en el borde de la acera, recargado


contra un farol. El sol ya no es un enemigo aterrador como en el Acto I,
ahora sólo es una luz agradable, y puede que hasta corra un viento refres­
cante por Antequera a esas horas. Gustavo lee un libro de pasta gruesa
y antigua, ajeno totalmente al bullicio inexistente de la calle: el respiro de
una tranquilidad envidiable. El ambiente se rompe cuando Nato entra
caminando apurado, unos papeles bajo el brazo y un café para llevar en la
mano. Evidentemente se acerca a Gustavo.

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Antequera o el paraíso

Nato.—¡Carajo…! ¡Y tú ahí tirado! ¡Con lo que se viene! (Pausa. Pone


cara de extrañeza.) No, no me malinterpretes, Gustavo querido, no
me refiero a ese tipo de venidas que los hombres conocemos tan
bien… (Gustavo no le ha prestado la menor atención, como si no notara
que se encuentra allí: él sigue sumido en las páginas abiertas del libro.) ¿Me
estás oyendo? (El grito logra por fin atrapar la atención de Gustavo y
asustarlo; mira a Nato con un miedo inhumano.) Pareces hijo de Bukows-
ki, así tirado en el piso como indigente… Sólo te falta el trago y la
nube de moscas alrededor de la melena: el libro ya lo tienes. (Pausa.
Gustavo ha recuperado la compostura. Nato le ofrece la mano para ayu­
darlo a levantarse y el otro acepta.) No entiendo cómo puedes perma-
necer tan tranquilo con todo lo que pasa.
Gustavo.—¿Qué pasa, Nato? ¿Por qué tanta alarma? ¿La Asamblea
volvió con sus manifestaciones o qué? Si no es eso, no veo razón
suficiente para tener pánico aquí en Antequera. El día es cálido, las
calles reflejan la sensación de éxtasis histórico, el libro que estaba
leyendo era buenísimo…
Nato.—Andrés viene. Exactamente a dos cuadras, caminando a
paso rápido y, según me informan, estará aquí en cuestión de cin-
cuenta segundos.
Gustavo.—Me tiene en el más absoluto de los sin cuidados, Igna-
cio: ese chico no me importa…
Nato.—¿Y toda la literatura previa? ¿Vas a dejar que se pudran allí
todas las páginas que se han escrito al calor de una obsesión?
Gustavo.—Ya no tiene sentido seguir husmeando en el pasado
inmediato…

Entra Andrés y camina hacia ellos sin decir palabra. Se detiene a un


par de metros de Gustavo; éste extiende por un momento una mano
hacia el recién llegado, como si fuera una ilusión o un muñeco que puede
manejar a sus deseos.

Nato.—¿Acaso no te acuerdas del instante eternizado por el


deseo?
Gustavo.  (Mira a Andrés, señalándolo a veces, y al público también,
durante el diálogo.)—Por supuesto que me acuerdo de sus manos cá-

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Manuel del Callejo

lidas, hirvientes cuando me tocaban, y de todos sus recorridos por


mi piel. Y me acuerdo también de sus besos. (Pausa.) Lo recuerdo
como si hubiera sido ayer, aunque en realidad fue hace mucho, hace
veinte horas, el día antes de hoy, hace dos meses, el tiempo de tantos
orgasmos posibles, censurados por nuestra lejanía. (Pausa.) Cómo
no acordarme si la locura me hace verte en cada esquina. Te veía aun
a través de las bancas escolares que nos separaban, y te veo incluso
en este mundo que no es el nuestro. Porque nuestro mundo es ese
cuarto tuyo, esas tardes sepias que sopla el viento, el silencio de los
recuerdos detenidos para siempre. Nuestro país tiene cuatro paredes,
una cama y una ventana abierta. Y no hay calles allá afuera que no
cercenen nuestros pasos. Y ese mundo del que hablo, tiene también
unas montañas que son tus piernas formando una V inversa sobre
las olas, que son las sábanas. Y yo soy los peces y las aves, los anima-
les y todo lo que se mueve sobre los valles y laderas de tu ombligo
extendido. (Pausa.) Pero antes, meses antes, este páramo de nuestros
juegos no existía: lo hemos ido creando poco a poco a base de caricias
torpes de cemento, a base de momentos como esa primera tarde en
que estábamos tan cerca que nos besamos, y tan excitados que con
las lenguas nos recorrimos el interior de las bocas hasta morir. (Sus­
pira.) Llevábamos por ese entonces semanas enteras tragándonos el
líquido amargo del deseo no resuelto. Te quitaste una vez tu playera
Abercrombie, tu pecho perfecto. Y te quedaste quieto mientras yo
ponía la palma de mi mano sobre tu respiración en vaivén. Ya era de
noche y decir que, como una luna ahogada en un vaso de agua, An-
drés, sí, como esa luna ya dicha, decir, tus ojos relumbraban con la
delicadeza del fuego y lo excesivo de los libros de Nabokov. (Sube la
voz.) Porque yo me bebo tus ojos en el vaso de agua donde se disuel-
ven las estrellas y se hunde la luna. Y sin tus ojos, mi Andrés, por no
hablar del deslumbre diamantino de tu piel pálida de mármol, sin tus
ojos qué haría yo, chico Camargo; sin tus ojos encendidos dónde
podría dormir. (Silencio largo.)
Andrés.  (Desesperado.)—Gustavo… Vengo persiguiéndote desde
hace cientos de kilómetros: ya no puedo más. No contestas mis
mensajes ni mis llamadas, no me dejas darte ninguna explicación,
¿no piensas tener piedad de mí?

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Antequera o el paraíso

Gustavo.—Tú no la tuviste conmigo.


Nato.  (Vacilante.)—Yo voy por un té chai aquí a Nuevo Mundo,
los dejo para que platiquen, no tardo… (Susurrando específicamente.)
Gustavo… ¡Gustavo! (Éste se vuelve.) Ten unos poemas de García
Lorca para que te defiendas…

Nato toma sus hojas arrugadas de algún sitio, se las da, y luego se
apresura a salir de escena, pero antes de que pueda escapar de nuestra visión,
parece rectificar sus ideas y se queda solamente vagando por el escenario,
alejado de Gustavo y Andrés, y con la vista clavada en el suelo, como
pensando.

Andrés.—Solamente déjame hablar contigo.


Gustavo.—No tengo mucho tiempo, por favor sé breve.
Andrés.—Vuelve conmigo.
Gustavo.—No, no mientras estés con Fernanda.
Andrés.—Pero así como están las cosas es lo mejor: podemos
estar juntos sin que nadie lo sepa, evitar tantos problemas…
Gustavo.—¿Y quién me asegura a mí que no te las estás cogiendo
todos los días?
Andrés.—Yo, te lo juro, sabes que…
Gustavo.—A ti ya no te creo nada, Andrés, ése es el problema.
(Silencio.) Y deja de mandarme mensajes, en serio.
Andrés.—Gustavo, escúchame y…
Gustavo.—¿Cuarenta y un mensajes de texto hoy en la mañana?
No me jodas.
Andrés.—Sólo piénsalo. ¿Tú estás dispuesto a decirle a todo el
mundo lo que somos? ¿En esa escuela? Gustavo, tú que eres tan bri-
llante, sé un poco práctico: Fernanda no es más que una careta, con
ella tú y yo podemos estar como antes….
Gustavo.—¿Y no te preocupa lastimar sus sentimientos? Digo,
usualmente diría que una mujer tan estúpida no tiene sentimientos,
pero no puedo evitar pensar en todas las posibilidades ahora.
Andrés.—Ella será feliz el tiempo que dure, lo único que tenemos
que asegurarnos es que nadie nos vea juntos…
Gustavo.—¿Y cuánto tiempo piensas tú que dure? ¿Algún día

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Manuel del Callejo

también te casarás y tendrás hijos con una chica linda y nos veremos
en un departamento a escondidas?
Andrés.—Entiéndelo, mi amor, no estaremos en Antequera para
siempre: allá afuera las cosas son diferentes, nadie nos miraría extra-
ño por las calles si te tomo de la mano.
Gustavo.  (Niega con la cabeza, contrariado.)—No, Andrés, senci-
llamente no puedo aceptarlo.
Andrés.—¿Por qué no? Todos salimos beneficiados, carajo…
Hasta mis amigos saben de ti… Y lo de Fernanda no sería tan difícil,
¿cuántas parejas no conoces que su noviazgo sea una mera cosa de
apariencias? Nada más es cuestión de salir con ella y con Alfonso y…
Gustavo.—¿Tus amigos saben?
Andrés.—Eso me han dado a entender.
Gustavo.—¿Y lo aprueban?
Andrés.—No me han dejado de hablar ni han cambiado su actitud
para conmigo, así que creo que sí, aunque prefieran mantenerlo en
la categoría de cosas incómodas de las que nunca se habla.
Gustavo.—Tu mamá lo sabe…
Andrés.—Sí, Gustavo, y te aprecia como no tienes idea.
Gustavo.—Yo… He estado pensando que quizás si…
Andrés.—¿Sí vas a regresar conmigo?
Gustavo.  (Duda un momento antes de contestar.)—No. No puedo.

Gustavo da media vuelta bruscamente y se aleja corriendo de allí;


en el proceso, su libro se le resbala y cae sobre la acera. Él parece no notarlo
y sale de escena. Nato lo sigue a pasos lentos luego de un segundo; ha
echado una mirada silenciosa y reprobatoria a Andrés antes de mar­
charse.

Andrés.  (Aproximándose a recoger el libro. Suspirando libremente


ahora que está solo.)—Ay, mi escritor, por qué eres así, por qué no
comprendes…

Andrés se aleja también, del lado contrario por el que se fue Gus-
tavo, caminando cansadamente y llevando el libro colgado de una mano.
Sale de nuestra vista.

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Antequera o el paraíso

Gustavo.  (Fuera de escena.)—¡Andrés, Andrés! ¡Espera por favor!


(La voz se ha intensificado, como si fuera acercándose, y se oyen, ahora
también, el murmullo de unos pasos.) ¡¡¡Andrés!!!

Gustavo entra apresuradamente mientras el TELÓN comienza a


cerrarse. Se dirige a la dirección en cual vimos irse a Andrés; antes de
que pueda volver a salir de escena, el telón ha caído completamente y, entre
la pieza que nombra a esta obra patética y desmedida, ya sólo podemos oír
sus gritos ahogados, llamándolo.

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Manuel del Callejo

XLIV

No me cuentes tus historias / que me harás llorar /


ven aquí a mi lado / bésame como un chico o una
chica / bésame como te dé la gana / muere un poco
dentro de mí / y luego llora todo lo que quieras llorar
/ como un chico o una chica.

Jaime Bayly

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Antequera o el paraíso

XLV

Un escritor solo/acompañado únicamente por el sonido de su antigua


máquina de escribir repiqueteando contra el papel. Un escritor per-
dido/el camino a la perdición trazado desde la punta de sus dedos
hasta el inicio de sus sienes. Palabras/sueños que no se pierden, que
permanecen en el aire siempre/ilusiones que surgen de los libros y
los ojos. Ojos sin vida/ojos irritados por todo, por el polvo, por el
tabaco, por el alcohol, por la cocaína apenas comprendida, y por la
vida/ojos opacos que no reflejan una viruta sucia de luz. Los ojos de
nadie/esos ojos que el escritor sueña a todas horas, cuando está
despierto y cuando la noche está sobre él/ojos negros sin fin. El es-
critor no se detiene aunque tiene las manos acalambradas y los oídos
insensibles/es apenas audible el murmullo de su iPod en las orejas.
Las páginas que vuelan, sucias/palabras que no se terminarán nun-
ca de decir/porque la vida, la incertidumbre y los demonios propios
plasmados en la ficción son y seguirán siendo esa margarita cuyas
pétalos no se terminan nunca de deshojar/Vargas Llosa y él dixit.
Otra vez los ojos perpetuos/y los dedos que vuelan para tocar el
piano dulce de la literatura joven. Ese escritor en la aventura de su
segundo libro/ese escritor viendo los ojos que conoce del todo, las
manos, el cuerpo que ha llegado a dominar. Un escritor solo.

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Manuel del Callejo

XLVI

Ya no sé ni qué voy a hacer/no lo sé, no lo imagino/ya no tengo la


más remota idea/¿qué es idea?, me he olvidado de las ideas antes de
ti/ese antes de ti que era el olvido/¿qué es el olvido? Extraño las
tardes en la escuela cuando nos conocimos, las tardes como cuando
te vi por primera vez, las tardes tomados de la mano en la soledad/
ya no sé, ya ni quiero saber/la tarde cuando me acariciaste los labios
con los labios/y saber que me quieres, amor/y quizás las tardes en
tu casa. Y tal vez algunos momentos/momentos que escribí hace
mucho, hace nada, hace ayer. Pensar que el sol no existe porque no
existe en tu piel. Mejor así/y mejor y nunca/pensar que las palabras
encadenan tan dulcemente, que los actos arrojan tan lejos, que las
miradas mantienen en vilo. Volveremos a vernos, seguro, a encon-
trarnos hoy a las siete. No te voy a querer/diré que sí/no te voy a
querer, no te voy a querer, te voy a querer.

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Antequera o el paraíso

XLVII

¿Qué hace Gustavo echado ahí en el suelo?


Gustavo, que a decir verdad no es alguien muy destacable, hace
siempre una sola cosa, ese acto mínimo que se reduce a ser la vida
misma: escribir. Y en realidad es algo muy simple: Gustavo es, de
alguna forma, un genio, una mente brillante capaz de pensar y pen-
sar todo lo que los demás mortales ni siquiera sueñan, y es bien sa-
bido que los más grandes intelectuales del mundo son personas
condenadamente tristes, y que para ellos la única forma de salvación
posible en este mundo de mierda, es el arte. Por eso escribe Gustavo
Palacios.
¿Gustavo siente?
En general, podríase decir que todos los humanos sienten, pero
yo he conocido seres por completo incapacitados para ese bello y
doloroso acto que es el sentimiento, seres asquerosos y pútridos que
están llenos aire sobrecalentado y estupidez condensada. Para mayor
información, al final proporcionaremos un par de números telefóni-
cos a los cuales se puede acudir sin ningún costo para solicitar algu-
nas fuentes y asesoramiento en el tema. Pero no nos desviemos de
la verdadera respuesta: Gustavo siente, y como la persona románti-
camente trastornada que es, siente muchísimo más que todos los
comunes, siente de una puta manera tan encarnizada que por eso
escribe, por eso y nada más.
Define a Gustavo en una palabra.
Weltschmerz. Pues como todos los artistas, él detesta esta realidad
de la cual no puede escapar y en la cual no puede terminar de aho-
garse. Weltschmerz. Weltschmerz. Weltschmerz. Siempre habrá algo
mejor que nunca llegará a nuestras manos, algo que apenas y ­podemos
soñar rozar con la yema de nuestros dedos extendidos. Weltschmerz.

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Manuel del Callejo

¿Ya ha acabado Gustavo de escribir aquella cosa?


Sí, el acto de creación literaria es como el acto sexual: nunca dura
lo que es debido (se alarga hasta lo excesivo o nos insatisface por su
efímero tránsito), nos deja siempre agotados y consume nuestras
escasas fuerzas. Por eso al mirar la oscuridad alucinante de la noche
temprana, Gustavo parece a punto de morir: ojos en blanco, respi-
raciones elegantemente agitadas, las primeras gotas de sudor perlán-
dole la frente y el cuello, incluso pareciera que el acto de la literatu-
ra lo ha dejado desnudo y expectante a la más mínima perturbación.
¿Y qué ha escrito nuestro héroe?
Ese amasijo de hojas, ese manuscrito que espera allí, esparcido
como abanico sobre el piso, es una novela. Y la novela, muchas veces,
es la realización en el papel de los más íntimos deseos. Otras veces,
la escritura es un apunte de los días, un débil relato que tratará en
vano de plasmar la vida cotidiana. Pero no en el texto de Gustavo:
una historia ajena que él ha imaginado con pasión y esmero de arte-
sano, decidido a infundirle vida a sus personajes con un soplo casi
divino. Una novela.
¿De qué va la trama?
El libro trata de muchas cosas, por supuesto, pero no es en abso-
luto una historia de amor. Es, más que nada, el cuento de un escritor,
o un chiquillo que sueña con serlo, al que le pasa algo muy extraño.
Sí, cada que el protagonista termina una historia, empieza a vivirla;
la trama y las escenas se salen de las páginas para ser el argumento
de su vida solitaria, y los personajes surgen de cada esquina para ser
sus amigos, sus amantes, sus enemigos. Ahora bien… ¿Qué pasaría
si no sólo pudieras vivir la literatura al leerla? ¿Qué pasaría si todas
tus frustraciones y problemas los corrigieras en la ficción y esa ficción
se pasara a la vida real? Y al final, al haber ya amoldado la realidad al
capricho propio, no queda otro paraíso que la muerte.
¿De dónde salió la inspiración?
El tema es el mismo tema que hizo nacer a la vida y a la literatu-
ra: la búsqueda de un lugar donde sea posible la felicidad.
¿Gustavo piensa escribir una segunda novela?
Claro que sí. De hecho esta misma noche empezará esa segunda
guerra contra el caos de la mente. Y dejará para siempre la imagina-

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Antequera o el paraíso

ción, la matará. En esta obra futura no se escribirá nada que no sea


absolutamente cierto; será un libro de evocación, de deseo y embe-
lesamiento. Alguien será contemplado entre sus páginas con la mis-
ma obsesión con que un ruso habló de Dolly Haze alguna vez.
¿Qué es eso que Gustavo toma entre las manos, indistinguible en
la oscuridad?
Es un cuaderno pequeño que sin embargo pesa como si dentro
llevara muchas monedas antiguas: ahí descansará el primer capítulo
de la historia que ahora le absorbe el cráneo, del diario de estos últi-
mos meses, del relato simple de dos personas llamadas Gustavo y
Andrés.
¿Escribirá sin más, escribe ya?
Sí: no hay pausas para él entre el final tajante de una novela y
la primera línea de otra. Pues Gustavo empezó a escribir antes de la
barba en el mentón, y dejará de hacerlo sólo luego del infarto, cuan-
do yazca en la tumba fría o cuando sus manos sean sólo cenizas en
el viento.

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Manuel del Callejo

XLVIII

Çünkü hikâyesi güzel olsun da inanalým diye


kývýrmayacaðý yalan yoktur.

(Porque no hay mentira a la que no sea capaz de re-


currir con tal de que la historia sea hermosa y nos la
creamos.)

Orhan Pamuk

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Antequera o el paraíso

XLIX

Sé que estoy soñando; el perfil de las cosas es una línea vacilante


confundiéndose con el fondo, como difuminada por el calor de los
párpados cayendo sobre el mundo. Estoy soñando, y en el sueño bajo
las escaleras de una casa que no conozco, Andrés, que no es la tuya.
Acababa de dar dos pasos en aquel corredor que me lleva a tu cuar-
to (no preguntes por qué pero tu cuarto, y no estabas, la casa era un
ente vacío con todas las puertas abiertas y el aire moviéndose despa-
cio) cuando de pronto caigo sobre las escaleras de aquella casa en la
que nunca he estado; veo la sala, una mesa que parece puesta para
alguna fiesta, con el ambiente extraño que crean el mantel navideño
y los vasos desechables y las servilletas de papel. Oigo el eco de Bon
Iver estampándose contra las paredes del lugar. Ya no estoy seguro
de que si vuelvo arriba encontraré tu cama perfectamente hecha y
tu ausencia como de milenios. Siento el sudor del nerviosismo en mi
frente mientras bajo las escaleras. Al llegar, me siento en la primera
silla que veo; sobre la mesa una bolsa de plástico llena de fotografías
que yo discretamente tomo para examinar, para buscar rostros co-
nocidos en ellas. Pero son casi siempre niños jugando en el jardín con
gorros de cumpleaños, o más niños retratados con uniforme de la
escuela a la hora de la salida. Aburrido, sigo observando las fotos por
mera inercia al cambio; en una de ésas, me topo con la imagen de
alguien mirando directamente a la cámara: sé que es Andrés de pe-
queño, con su cabello negro igual que ahora y su cara de niño donde
no es posible ocultar la misma mirada que tiene todavía. Veo, con
una ternura desconocida, que Andrés no ha cambiado: ahí siguen
sus cejas casi siempre juntas en un mohín de enojo, sus mejillas
grandes y abultadas, sus dientes incisivos resaltando ligeramente, su
piel blanca llena de pecas y sus ojos negros oscuridad. El ruido de la

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Manuel del Callejo

cocina tras de mí interrumpe las cavilaciones: algo se prepara allí


adentro, con muchas personas estorbándose entre sí que pasan una
y otra vez con alguna cazuela en las manos y que luego desaparecen
tras la puerta que da a la calle. Todos ignoran mi presencia. Me le-
vanto y me dirijo a la salida; en el camino me topo con un hombre
que me dice, como previniéndome:
—Andrés es así, no confíes en él, ya ves cómo es, que no te afecte,
hace lo mismo con todos.
Y yo quiero negar no sé qué cosa pero el hombre se va antes de
que pueda abrir la boca, mis manos frías de puro asombro. Salgo
de la casa y allí también hay más gente, charlando todos mientras
comen cacahuates, sentados en sillas de plástico y mesas puestas al
propósito. Sigo caminando hasta la calle. De reojo creo identificar
aquella casa extraña con la de algún pariente en una ciudad lejana.
Avanzo por la banqueta hacia la izquierda y me topo con otra calle,
más ancha aquí que en la memoria. Y vienen caminando hacia mí
Alfonso Arnaud y Sebastián Miranda, los amigos del chico Camargo,
esa pandilla que yo no frecuento. Se acercan y me hablan con la na-
tural cordialidad impostada que uno ocupa cuando, años después, se
encuentra con quienes fueron sus compañeros de preparatoria.
Nunca los había tenido tan cerca. Pienso en Andrés; como si ellos
estuvieran aquí para preguntarme dónde está él, como si yo fuera el
último que lo vio. Y de pronto la escena cambia, entregándose al
humo y la oscuridad por un segundo para luego reconstruirse. Y
ahora me encuentro en un restaurante muy lujoso, con grandes
ventanales de vidrio apuntando a un cañón y en el fondo un río cau-
daloso. Tengo una copa de champán en la mano; me encuentro de-
tenido en medio del lugar, con la vista dirigida al piso de madera, el
oído atento al rumor de las conversaciones. Acaricio lentamente la
pana de mi pantalón mientras alguien se posa tras de mí, su sombra
sensible sobre mi piel. Es Andrés.
—¿Podemos salir?
Asiento y le doy el paso. Él abre el ventanal gigantesco de cristal
para que podamos pasar al balcón. Fijo la mirada en la cascada que
se aprecia junto al restaurante, siento el murmullo del agua corrien-
do bajo nosotros. Pronuncia mi nombre en un susurro apenas audi-

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Antequera o el paraíso

ble, y yo finjo no darme cuenta de nada. El paisaje me tiene aprisio-


nado: el verdor de las plantas, aquel lugar en cualquier parte del
bosque, el azul imposible del agua, el cielo encrespado y blanco de
nubes, las hojas y las ramas que recortan el lienzo…
Abro los ojos en medio de la oscuridad.

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Manuel del Callejo

Así es como me encuentro casi siempre en estos días: mi cuerpo


entrelazado con el de él, tendidos en su cama. A esto hemos venido
a parar, como si nunca hubiera pasado nada, como si el incidente de
la novia hubiera sido imaginario. Los días se han sucedido tan rápido,
volviéndose extrañamente semejantes, confundiéndose, borrándose,
recordándome las primeras tardes cuando Andrés y yo nos conoci-
mos. Estoy de nuevo solamente con él y nadie más; no hay vida al-
guna fuera de esta recámara. Hemos aprendido a ignorar el rechini-
do de la cama al moverse y a pensar que el día no tiene horas, pues
la luz que atraviesa las cortinas parece siempre la misma. No existe la
mañana ni el atardecer, y la noche es sólo un pequeño amasijo de
oscuridades mal definidas, una tela ligera de sombras y sonidos, una
sábana envolviéndonos mientras el sueño se ciñe a nosotros. Ahora
recuerdo que la noche es el punto del día donde más podemos apre-
ciar los pequeños detalles de las cosas inertes; ahora, justo ahora, en
este momento donde no me encuentro. Y siento sin ver la ropa de
Andrés cayendo por el borde abismal de la cama, estrellándose con-
tra el suelo alfombrado. Con los ojos abiertos no es posible enfocar
ningún punto definido: las imágenes corren a demasiada velocidad,
como si la cámara cinematográfica de mi vida estuviera cayendo
perpetuamente, jamás un segundo de estabilidad para captar los
bordes de algo. Veo apenas los hombros desnudos de mi chico, sus
brazos gruesos, aquellas manos acariciándome la espalda, el rostro
que de pronto se fija en el mío. ¿En qué suspiro mi torso ha quedado
desnudo? Ni yo sé dónde estoy en este instante... Y se me ha vuelto
imposible ignorar el murmullo interior que sigue creciendo en la
garganta: esa excitación sexual en purísimo estado. Bajo la vista al
final de la cama y observo nuestros pies sucios y descalzos, mi pan-

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Antequera o el paraíso

talón que se eleva como carpa. Este maldito momento donde lo que
más necesito es seguir abrazando a Andrés, acariciarlo para siempre
y seguirlo besando hasta el final. Siento sus piernas cruzarse alrede-
dor de mi cadera; no aguanto otro segundo y desabrocho el botón
de mis jeans para dejarlos deslizarse libremente por mis piernas. Sin
embargo no puedo evitar la patética pena que se apodera de mí ante
la inminencia de una desnudez absoluta. Pero no puedo parar. Me
arrojo hacia allá, hacia lo inevitable, la nada y lo que queda. Él busca
quitarme la ropa interior, luego nos separamos para mirarnos. Lo
desnudo y me quedo quieto, como si no tuviera la menor idea de
qué hacer, pero solamente es para apreciarlo a él un segundo y para
tomar algo de aliento. Andrés se lanza sobre mí: todo renace, como
una explosión o como el sonido destacado del primer golpe de las
percusiones al reiniciar el concierto. Volvemos a quedarnos quietos,
paralelos el uno del otro. Miro a Andrés como si no hubiera mañana.
No hay ni mañana ni hoy. Pienso que si viéramos todo esto desde
lejos, pareceríamos solamente dos hombres peleando. Nos besamos.
Terminamos por volver a caer, dos torres que se derriban por la so-
ledad y el tiempo, y los restos de esas mismas torres confundiéndose
juntos en el suelo. Con un movimiento de la cabeza y una mirada
específica, él me indica que me detenga. Otra pausa antes de la ba-
talla en el desierto que es su casa. Inclinándose, el chico se lleva mi
miembro erecto a la boca. No pienso, ya no pienso, dejo que Andrés
haga, ahora siento, siento su lengua haciéndome aproximarme a otro
abismo. No un procedimiento previo para facilitar lo que viene des-
pués, sino un acto que nace y muere en sí. Lo detengo. Me inclino y
pareciendo que seguimos instrucciones de toda la vida, él abre las
piernas. Lo penetro oyendo atento los ruidos tan suaves que van
saliendo de su boca a medias abierta. Vuelvo a sentirlo, todo; él,
Andrés, mi chico, su cuerpo bajo el mío. Entrelazados una vez más
en este jodido instante, de nueva cuenta me sé perdido para siempre.
¿Es imposible que estemos más juntos? Trato de ahogar ciertos ge-
midos que se adhieren al sudor de la piel en el hervor suave del aire.
La escena va fundiéndose en un espiral hacia adelante, una caída
infinita al cuerpo del otro, un vaivén constante que no logra alterar
el espacio ni el sutil contorno de los objetos. El placer, tanto placer.

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Manuel del Callejo

Andrés. Lo veo por última vez. La sensación se extiende de una zona


de mi cuerpo hacia el cielo, hacia el pecho y hacia el piso, las piernas
largas. Quiero decirle algo, o quizás sólo baste con besarlo; y todas
las sensaciones impregnadas en los labios, sin usar palabras sucias.
No puedo articular más que balbuceos, sólo murmullos, sólo gemi-
dos, sólo sonidos incompletos, extraños sonidos que escapan de la
boca. Y Andrés bajo mi cuerpo, en una cabalgata por ese espiral que
se antoja infinito…
Luego caigo derribado junto a él; nos cubrimos con la ropa de
cama. Mi pecho se eleva muchas veces tratando de reponer el oxíge-
no perdido. Y entonces pienso nuevamente que aquí, en este cuarto
con Andrés, al día le faltan las horas, pues una luz sepia sigue violan-
do las cortinas para decirnos que fuera de esta habitación no hay
más vida.

Llego a mi casa; no hay nadie, está vacía. Me acompaña la sensación


de resaca que se pega a mi cuerpo luego del sexo. Entro sin prestar
atención a nada de lo que me rodea. No quiero estar ahí. Por descui-
do tiro al suelo unas copas que alguien había puesto sobre la mesa
del comedor. La sensación del cristal rompiéndose y haciéndose
polvo contra el piso. Miro aquel desastre sin inmutarme, como si
fuera ajeno a mí. Y pienso, no sé por qué, que mi vida es como esas
copas de cristal rotas a mis pies.

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Antequera o el paraíso

LI

Me llama; es de tarde y yo estoy solo, casi siempre estoy solo, vagan-


do por ahí, escribiendo encerrado en la oscuridad de mi casa, ha­
blando con alguien que no me ve. Estoy solo casi todas las tardes,
pero de pronto él me llama: el teléfono suena antes, la computadora
emite un sonido extraño mientras entra la llamada y yo contesto,
casi nunca contesto porque mi celular suele estar extraviado y el
teléfono fijo lejísimos de mí. El aparato reconoce su número y en-
tonces sí contesto, aquel instante antes de oír su voz, le digo ¿bueno?,
hola, mi amor, y él, la voz quebrada, la sonrisa que se me evapora de
la cara, el frío glacial que empieza a subir desde las piernas mientras
lo oigo; me llevo la mano a la boca y me sale el primer sollozo, dejo
de mirar la pantalla encendida del computador, siento las lágrimas
calientes y su voz helada a través de este teléfono sin vida; siento,
siento todo, siento tantas cosas, siento que mis órganos están mo-
viéndose fuera de su lugar dentro de mi pecho. Finalmente me da
una dirección que yo conozco y le digo voy para allá, llego en quince
minutos, y colgamos; su voz y el silencio del auricular quedan como
un eco que se va repitiendo hasta la extenuación. Vuelvo a taparme
la boca para evitar el llanto, y sin saber muy bien cómo, termino
derribado en el escritorio; luego me levanto, tomo un suéter y corro
para salir de la casa.

Andrés (G), luz (u), la (s) luz (t) se (a) va (v) apagando (o). Tomó (m)
el (a) auto (m) de (á) su (f ) madre (a) sin (l) consultarla (l), ya (e) le
(c) mandaría (i) un (ó) mensaje (u) para (n) avisarle (a), y (c) arrancó
(c) a (i) toda (d) prisa (e). No (n) pensó (t) en (e) las (G) calles (u)
mientras (s) pasaban (t) a (a) su (v) alrededor (o); el (G) carro (u)

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Manuel del Callejo

volaba (s), el (t) tráfico (a) estaba (v) atascado (o) pero (m) él (i) no
(a) se (m) dio (o) cuenta (r), no (t) miró (e) el (n) tiempo (e), para (c)
él (e) no (s) pasó (i) el (t) tiempo (o). Las (n) palabras (o) resonaban
(s) en (é) la (q) cabeza (u). Cuando (é) llegó (h), se (a) estacionó (c),
con (e) una (r) destreza (n) que (o) no (t) se (e) conocía (n), en (g) un
(o) pequeño (a) espacio (n) junto (a) a (d) la (i) acera (e); no (p) gastó
(o) ni (r) un (f ) segundo (a) más (v) en (o) desperdicio (r) y (v) bajó
(e) rápido (n) de (v) la (e) camioneta (n).

Andrés está frente al médico. Luego se da cuenta de mi presencia y


voltea. Me mira, no decimos nada; los ojos poco a poco se le llenan
de lágrimas y yo lo tomo entre mis brazos.

—¿Cómo ocurrió?
—No sé, venía de un viaje de comisión con sus compañeros de
oficina y el auto del inah se salió de la carretera, y ya ves que en la
sierra llueve tanto… Llegó muy mal al hospital, vine en cuanto me
hablaron: el fémur lo tenía en no sé cuántas partes… y vi cuando la
estaban ingresando, ella me vio una última vez, Gustavo…
—Andrés…
—No sé qué voy a hacer, mi amor…
—¿Vas a irte a vivir con tu papá?
—No. Creo que viviré con mi abuela estos últimos meses… ya
después veremos a dónde irme para la universidad y todo eso…
—¿Sigues pensando en México?
—Sí…
—Ya es algo tarde, deberías descansar…
—¿No te irás, verdad? Quédate conmigo esta noche; no quiero
estar solo.

Dejamos la funeraria para ir a descansar un poco a su casa antes de


la ceremonia de mañana. Estábamos agotados, yo no podía caminar
sin sentir un peso excesivo lastrándome las piernas. Andrés no había

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Antequera o el paraíso

soltado mi mano durante todas las horas previas, el desfile en medio


de las velas para darle el pésame a un niño que se ha quedado solo.
Llegamos a la casa sólo nosotros dos cuando acababan de dar las
cuatro; Andrés se había negado a pasar esta noche en casa de su fa-
milia paterna (no es que no los quisiera, me había dicho, adoro a mi
abuela, y ya mañana viviré con ellos, pero hoy no, hoy aún pertenez-
co al lugar de mi madre): no entiendo qué fantasma quería capturar
en ese momento. Sus ojos sin vida me llevaron hasta el cuarto y nos
echamos sobre la cama todavía vestidos. Pasé el resto de las horas
mirando su espalda, sabiendo que tenía los ojos abiertos y que por
ellos de cuando en cuando volvían a surgir unas cuantas lágrimas,
un llanto que era apenas audible dentro de la noche enclaustrada en
su habitación.

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Manuel del Callejo

LII

Vida, mi vida, déjate caer, déjate doler, mi vida,


déjate enlazar de fuego, de silencio ingenuo…

Alejandra Pizarnik

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Antequera o el paraíso

LIII

Como en una revelación, como si solamente ahora viviera en carne


propia aquellas imágenes que pasan fugaces, vuelve a mí el recuerdo
de esa noche de apéndice.
Yo estaba mirando el vacío de la habitación, o tal vez miraba sólo
el vacío de mis pensamientos, cuando sentí el escalofrío, la vibra-
ción, el temblor que me recorrió la columna segundos antes de que
sonara el teléfono. Rumiando, molesto conmigo y con todo el mun-
do, me levanté del sillón y me apresuré hacia la sala. Mientras exten-
día mis pasos a lo largo del pasillo, desde la ventana más lejana y
recóndita llegó la luz de un auto que se movía con la velocidad de las
once de la noche y el sonido del tráfico improbable. Descolgué el
aparato y lo pegué a mi oreja.
—¿Bueno? —dije, y mi voz se extendió en las paredes de la casa,
como un eco.
—¿Gustavo? Mira, habla Alfonso… —se oía la agitación, era pal-
pable incluso a través del teléfono.
—¿Alfonso? ¿Arnaud? —fue lo único que atiné a decir.
—Sí, sí… Mira, lo que pasa es que Andrés está muy mal y sólo se
me ocurrió llamarte a ti.
—¡Andrés! ¿Qué tiene? ¿Qué pasa? ¿Dónde están?
—Estamos por el centro; a Andrés lo golpearon unos güeyes que
nos encontramos afuera de Cantinita, Jaime Díaz Valle y los de su
grupo, sí, y está muy mal, tiene rota la ceja y no reacciona y…
—Voy para allá —y colgué.
Corrí al cuarto. En el marco de la puerta me detuve y tomé aire
violentamente. Las llaves, una chamarra y el botiquín que guardaba
en el último cajón de un buró. De pronto estaba en el auto de mi
padre, saliendo a la calle y presionando el pedal con fuerza. Por un

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momento me arrepentí de no tener carro propio. Un semáforo en


rojo y otro más. Viernes por la noche, cómo no, la ciudad hirviendo
en las calles y la distancia espantosa entre San Agustín y la zona cen-
tro. Nunca había manejado presionado por llegar a tiempo; una
desesperación se apoderó de mí y me dio lo necesario para ignorar
todos los pitazos que recibí a causa de mi velocidad desmedida y mi
falta de respeto por las normas viales. Busqué en el auto la cigarrera
de mi papá y me puse a fumar como loco durante el período eterno
que duró el alto en un semáforo (esa noche me tocó la mala suerte
de toparme con el rojo en cada cuadra, si no me engaña la memoria).
Las calles del centro de Antequera las pasé rápidamente; me estacio-
né a una cuadra del andador turístico y bajé corriendo. El recorrido,
que normalmente tomaría cuarenta y cinco minutos, lo realicé en
dieciocho. Al doblar la esquina, divisé Cantinita; afuera distinguí a
Arnaud en medio de un círculo de gente que rodeaba algo imposible
de apreciar desde ese punto. Arrojé la colilla y me acerqué: Andrés
estaba en brazos de Miranda, recostado en el suelo de piedra antigua,
un hilillo de sangre manaba de la boca entreabierta y la ceja rota
tintaba de rojo el resto de la piel de la cara, la nariz embarrada de
restos de sangre ya seca. En cuanto me vio, Arnaud me abrió paso
entre los curiosos. Yo me hinqué y acaricié la mejilla de Andrés;
dentro de la garganta tenía que tragarme el preludio de un llanto
absolutamente imposible para el momento. La música de David
Guetta a todo volumen vibraba en mis oídos a pesar de estar al aire
libre, en medio del andador. Andrés pareció reaccionar: abrió más
los ojos y dejó aquel estado letárgico en que lo había encontrado,
estoy seguro de que me reconoció entre la nebulosa que debía ser su
vista por esos instantes.
—¿Qué hacemos? —me preguntó Alfonso a mi lado.
—Vamos a llevarlo a su casa…
—¿No a un hospital o algo?
—No se preocupen, yo sé lo que hago.
Entre los tres, Miranda, Alfonso y yo, cargamos a Andrés (que
soltó un alarido de dolor) y lo llevamos hasta mi auto, acomodándo-
lo lo mejor que pudimos a lo largo de los asientos traseros. Miranda
dijo que iría por su auto y por Saqui y yo le dije a Arnaud que se

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Antequera o el paraíso

subiera de copiloto: quedamos de ir a casa de Andrés. Arranqué;


pudimos ver a la multitud disolviéndose de donde segundos antes la
habíamos dejado. Traté de manejar con la mayor delicadeza posible,
alucinado a causa de los quejidos que de cuando en cuando daba mi
chico desde atrás.
—¿Cómo pasó? —le pregunté a Alfonso.
No oí del todo su relato; estaba pensando en la rápida sucesión
de eventos que me habían llevado hasta esa noche, sin pensarlo. No
presté mucha atención a las calles mientras pasaba por ellas. El tra-
yecto fue más tranquilo: el tráfico era una cuestión bastante llevable
y no tardamos demasiado en internarnos hasta San Felipe. Le pre-
gunté a Alfonso si la madre de Andrés sabía algo, él negó. Su cabello
casi rubio contrastaba claramente con el fondo de la noche visible a
través de la ventana. Nos estacionamos justo enfrente de la casa de
Andrés y Miranda detrás de nosotros. La noche no era fría, pero
tampoco se prestaba a idilios tropicales. Alguien tocó el timbre mien-
tras yo tomaba a mi chico y trataba de alzarlo en brazos. Finalmen-
te entre los tres pudimos levantarlo y llevarlo en vilo hasta la sala;
Teresa, la madre de Andrés, había abierto la puerta y soltado un
grito de espanto al ver el estado de su hijo. Superado el susto inicial,
la madre de Andrés me ayudó a limpiarle la cara (con algo de Isodine
de mi botiquín y paños húmedos que Tere trajo de algún lugar)
mientras Miranda y Arnaud repetían la historia de lo sucedido y
Tomás sólo se pasaba la mano una y otra vez por la frente.
—¿Con qué lo golpearon aquí? —quise saber, señalando la ceja
de la cual había dejado de brotar sangre.
—El tipo tenía un anillo —dijo Alfonso, enseñándonos el borde
de su mano derecha también lastimado.
—Creo que voy a tener que darle algunos puntos —dije.
—¿Sabes hacerlo? —me preguntó Sebastián.
Asentí:
—Mis padres me inscribieron a un curso de primeros auxilios hace
unos años. Y compraron todo el material pensando que algún día yo
podía llegar a ser médico…
Andrés comenzó a reaccionar más en forma: nos preguntó dónde
estaba y tardó un poco en reconocer a su madre. Pidió un vaso de

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Manuel del Callejo

agua pura que escupió sobre el suelo, llenándolo de un tono rosa por
la sangre reseca que acababa de limpiar dentro de la boca. Hizo
amago de levantarse y todos tratamos de detenerlo.
—Vamos a mi cuarto, por favor… Para que pueda acostarme…
—balbuceó.
Con los brazos echados sobre mi hombro, Andrés subió las esca-
leras torpemente. Sentí el latido doloroso de su piel moreteada cada
vez que daba un paso, cada que se enfrentaba con un escalón. Final-
mente lo ayudé a recostarse sobre su cama y volví a la planta baja
por el botiquín.
—¿Vas a suturarle la ceja ya?
Dije que sí; Miranda, Alfonso, Tomás y la madre de Andrés su-
bieron detrás de mí. Busqué entre las gasas lo necesario para empe-
zar: la aguja y la lidocaína. Abrí el frasco para con un dedo esparcir
el ungüento alrededor de la piel abierta en el rostro de Andrés; él
quiso apagar el dolor que se salía de su boca entreabierta mientras
yo me sentía la persona más culpable de la Tierra.
—¿Qué es eso que le pones?
—Anestesia local
—¿Seguro que funcionará así en presentación tópica? —preguntó
Alfonso.
—Algo… es lo único que tengo.
Miré a Tere.
—Hazlo —me dijo ella.
Dije que había que esperar un momento para que hiciera efecto
la lidocaína. Al final no pude evitar reclinarme para darle un beso a
Andrés en la frente, muy suave, lo más lejos posible de su herida,
ignorando las miradas incómodas de los demás presentes. Tomé el
porta agujas y le di dos puntos en la ceja, cerrando la rotura, lo más
rápido y preciso que fui capaz. Andrés gritó.
Cuando acabé, le di a Andrés un par de analgésicos del botiquín.
Los chicos y Tere salieron del cuarto para dejarlo descansar. Él me
pidió que me quedara un rato más. No tardó demasiado, apenas unos
pocos minutos, en dormirse totalmente. Luego oí el grito de Tere
preguntándome si quería café, y bajé las escaleras para conversar con
ella lo que restaba de la noche.

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Antequera o el paraíso

LIV

Take me out tonight


Oh, take me anywhere, I don’t care
I don’t care, I don’t care…

The Smiths

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Manuel del Callejo

LV

Siempre me he preguntado qué pensaba al respecto ese hombre al


que Morrissey le componía canciones de amor. Siempre ha sido in-
teresante (e inescrutable) para mí la otra visión, la que nunca he
conocido, la versión del amado y no la del amante. Por ejemplo, ¿qué
pensaría también aquel joven y polaco Tadzio de las miradas ince-
santes del viejo profesor Aschenbach? Seguramente, el mozuelo no
se daría ni cuenta de los incendios que provocaba en algún pecho
ajeno, de la excitación a causa de la imagen, pero el delirio y la re-
flexión estarían ahí, ajenos, haciendo de la escultura de un rostro, la
única virtud apreciable en todo el universo para los sentidos del es-
teta. Sin embargo, es igualmente ése el gran fallo del mundo, la
mayor trampa: el arte, nuestra escasa defensa, no es más que un vano
intento, un fatuo soplo de delirio al exceso, una cruzada fallida con-
tra lo impuesto por los ojos: nada lo que creemos se asemejará a la
belleza percibida, ni las palabras, ni los sonidos, ni las imágenes es-
táticas. Una canción compuesta y dedicada para un guitarrista ado-
rado por un poeta jamás tendrá la misma fuerza que exhala la cerca-
nía mística de esa persona. Un libro escrito en honor del amor a un
hombre, no importa si redactado por mí o por Thomas Mann,
nunca se asemejará ni un poco a ese amor devastador. Pero en el
intento está el triunfo, o eso quiero creer, pues no me queda de otra.
Estoy condenado (lo sé aunque sólo han pasado algunos días desde
el primer reencuentro al regresar al colegio luego del invierno) y la
única manera de pelear contra ello es acercarme a ese soplo de deli-
rio. La sentencia es simple: yo seré tu amigo, esa vaga presencia que
pasa contigo las tardes, Andrés, y tu sino será llanamente ser querido
en silencio. No importa una muerte de cólera en Venecia, o de sole-
dad en Antequera, o de anhelo en tu casa, jamás sabrás ni una línea,

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Antequera o el paraíso

mis ojos nunca se permitirán la más mínima licencia. Yo, Gustav


(¿Aschenbach?) asumo resignado mi destino de escritor: mirarte y
quererte, Tadzio, estar contigo pero sin ti, Andrés, y así hasta lo
locura.

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Manuel del Callejo

LVI

First of all, love is a joint experience between two


persons — but the fact that it is a joint experience does
not mean that it is a similar experience to the two
people involved. There are the lover and the beloved,
but these two come from different countries. Often
the beloved is only a stimulus for all the stored-up love
which had lain quiet within the lover for a long time
hitherto. And somehow every lover knows this.
He feels in his soul that his love is a solitary thing. He
comes to know a new, strange loneliness and it is this
knowledge which makes him suffer. So there is only
one thing for the lover to do. He must house his love
within himself as best he can; he must create for him-
self a whole new inward world — a world intense and
strange, complete in himself. Let it be added here that
this lover about whom we speak need not necessarily
be a young man saving for a wedding ring — this
lover can be man, woman, child, or indeed any human
creature on this earth.
Now, the beloved can also be of any description.
The most outlandish people can be the stimulus for
love. A man may be a doddering great-grandfather
and still love only a strange girl he saw in the streets
of Cheehaw one afternoon two decades past. The
preacher may love a fallen woman. The beloved may
be treacherous, greasy-headed, and given to evil hab-
its. Yes, and the lover may see this as clearly as anyone
else — but that does not affect the evolution of his
love one whit. A most mediocre person can be the
object of a love which is wild, extravagant, and beau-
tiful as the poison lilies of the swamp. A good man
may be the stimulus for a love both violent and de-
based, or a jabbering madman may bring about in the
soul of someone a tender and simple idyll. Therefore,
the value and quality of any love is determined solely
by the lover himself.

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Antequera o el paraíso

It is for this reason that most of us would rather


love than be loved. Almost everyone wants to be the
lover. And the curt truth is that, in a deep secret way,
the state of being beloved is intolerable to many. The
beloved fears and hates the lover, and with the best of
reasons. For the lover is forever trying to strip bare his
beloved. The lover craves any possible relation with
the beloved, even if this experience can cause him only
pain.

Carson McCullers

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Manuel del Callejo

LVII

Apuntes a futuro:
Después de un suspiro, empieza la música: el sencillo sonido de la gui­
tarra acústica, pero que te sumerge de inmediato en el ambiente necesario.
/ La cámara, o nuestros ojos, enfocan una sombra reflejada en el suelo de
piedra, estamos en un punto del día en que el sol ya no tiene casi fuerza pero
sigue ahí, cálido, caliente. Descubrimos, o adivinamos solamente, que aque­
lla sombra carente de forma es producida por un cuerpo sin nombre. Y em­
pieza todo. / La canción elegida como música de fondo es There Is A Light
That Never Goes Out, ese poema escrito por Morrissey. Esa canción, ese
himno de nosotros. Pero aquí, en esta escena, oímos el cover que hizo The
Magic Numbers, no la versión original. / El cuerpo está de pie, caminando
junto al acueducto de San Felipe: observamos su espalda, su cabello cho­
rreándole la espalda, un suave movimiento en los hombros; es una mujer.
La toma se hace más grande y luego vemos también, a su lado, a un chico,
detenido, inmóvil en el borde de la acera con el pavimento. / Se miran. Y
nosotros vamos acercándonos, muy lentamente, tan despacio como sea po­
sible, hasta que tenemos un primer plano de sus rostros paralelos. Los rostros
mirándose, con deseo en las comisuras de los labios, con inercia, nada
más mirándose. / La visión se mueve, traspasa un muro y ahora vemos otra
escena, otro lugar. Mañana, en la sección de lockers de la escuela: Andrés
Camargo hurga en su espacio buscando por algún libro al parecer extravia­
do en las profundidades. Andrés va desapareciendo poco a poco, fundiéndo­
se con el ambiente. Mientras, la iluminación cambia. Ahora es nuevamente
de tarde, el día envejece. En la imagen, empieza a materializarse Gustavo
Palacios, sentado, recargado en la pared, leyendo un libro, completamente
solo. Por un segundo, vemos a esas dos personas juntas en nuestra vista, pero
es casi un espejismo. / Toma panorámica de la ciudad de Antequera. Esa
pequeña zona metropolitana que está amurallada, no de una forma física,

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pero toda la gente que vive ahí, vive tras unos muros altos, viejos, a puntos
de derrumbarse, con un valor histórico que nadie conoce. / La guitarra nos
trasmite de nueva cuenta hasta donde está la mujer desconocida. Tomados
de la mano, ella y el hombre caminan hacia allá, hacia San Felipe, por un
camino que parece diluirse en las casas grandes que, nadie sabe por qué, han
terminado por perderse y confundirse con el acueducto. / Una rápida visión:
Gustavo sigue sentado, sin más compañía, en la escuela. La tarde muere a
su alrededor. / Sí, eso buscamos: una muerte que nos haga estar juntos. Y
como metiéndose a la brava en la película, cortamos; vemos a Fátima co­
rriendo, ingrávida, por la escuela. / La cámara sigue enfocando al hombre
y la mujer, pero ellos ya van unas calles más allá, apenas y distinguimos sus
siluetas en la lejanía. Cerramos los ojos. Fade out.

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Manuel del Callejo

LVIII

Hojeando aburridamente cosas ajenas en mitad de la clase, he en-


contrado esto en la última hoja de la libreta de Sociología del buen
Gustavo:

Andrés. Andrés de pie. Andrés caminando solo por la escuela, los libros bajo
el brazo. Andrés sentado, atento, mirando la clase tan tediosa. Andrés sen­
tado solo en el piso del salón. Andrés subiendo las escaleras de su casa en
silencio. Andrés, la cabeza ladeada ligeramente hacia un lado, mirándome
fijamente. Andrés descalzo. Andrés recostado en su cama, con los brazos
bajo la cabeza, sirviéndole de almohada. Andrés, el agua escurriéndole por
el cuerpo y dejando a su paso estelas de vapor caliente y denso. Andrés mi­
rando por la ventana para ver la tarde casi muerta de Antequera. Andrés
acompañándome a caminar por esas calles de cantera que me piden que me
quede ahí para siempre. Andrés tomándome de la mano. Andrés con su
sonrisa coqueta, con su mirada sin brillo. Andrés en ropa interior. Andrés,
sencillamente él, sólo él y todo el mundo que trae a cuestas, todas las palabras
que ocupa en mi memoria. Andrés sexy. Andrés con un trago en la mano y
una camisa fina medio abierta, dejando a la vista un poco de su pecho.
Andrés abrazado a mí, como un niño. Andrés desnudo con la tranquilidad
de fondo. Andrés una y otra vez. Andrés, la expresión que le disloca la cara
en el momento del orgasmo. Andrés oyendo música a través de los audífonos
de mi iPod. Andrés escribiendo en una libreta a rayas, con su letra de niño
bien, sus trazos pequeñísimos y perfectamente formados. Andrés detenido
en la puerta de su salón, mirando a la multitud. Andrés leyendo La noche
es virgen de Bayly, el ceño fruncido mientras su vista va viajando por las
líneas. Andrés despertándose en la mañana, el pelo todo revuelto. Andrés
sentado en un sillón a media tarde. Andrés recargado en la pared de una
calle sola y vacía, a mitad de la noche con su luna inmensa. Andrés…

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Antequera o el paraíso

La lista seguía, interminable. Yo sonreí para mis adentros y vi a


Gustavo, que no se había dado cuenta de nada, aún con los ojos
perdidos en el frente del aula, sin ver realmente lo que no ocurría en
la clase. Dejé la libreta en su escritorio y le sonreí, él me correspondió
pero no supo en realidad por qué.

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LIX

La escuela es, en el mejor de los casos, un lugar extraño. Es una casa


y es una mesa y un horizonte que se extiende bajo un crepúsculo
lleno de personas caminando. Pero ahora, sólo ahora, adquiere ese
significado de templo, de tú y yo compartiendo el mismo aire pero
no el mismo lugar, y nuestras manos extendidas tratando de tocarse
apenas.
La clase de Historia Universal se ha convertido ahora en Historia
de tu piel. Y todos los libros me cuentan del desembarco de Dun-
kerque, librado en la arena clarísima de la playa de tu pecho. Por no
hablar de la guerra mundial que a veces libran nuestros ojos, tratan-
do de no mirarse, recordando que Hiroshima puede repetirse en
cualquier momento.
Biología es el estudio detallado de tu anatomía, la clasificación
taxonómica de ti y todo tú. Si Nabokov era un reputado entomólogo,
yo solamente trato de ser un completo experto en aquel animal hu-
mano de mi afecto. (Y ya encandilado, desearía poder ver cada célu-
la de tu cuerpo; comprender cómo estás formado, el orden exacto
de tus partículas. Y además observar, con minucia de relojero, las
mitocondrias, millones de mitocondrias, que forman la energía ne-
cesaria para que puedan brillarte los ojos al llorar. E imagino, además,
la membrana externa de tu piel invaginándose para atrapar el aire,
las moléculas del mundo y los suspiros echados a tu nombre por esta
célula enferma y gigantesca que soy yo y que se muere de plasmóli-
sis sin un libro. Interesante la naturaleza humana; biológica, metafí-
sica, filosófica y artística, todo a la vez. Tal vez mis besos, aquellos
ósculos humanos que desperdigué en tu anatomía, se hayan absor-
bido y oxidado, o hayan sido atrapados por algunos lisosomas, para
que no te infecte con mi toxina del deseo. Y ahí has de estar tú, mi-

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llones de células, trillones de átomos, sin embargo un solo ser, mi-


rando algo desde el infinito mientras yo pienso en cada una de tus
minúsculas células.)
En Matemáticas comprendo la perfección nívea de tus mejillas,
el x + y de la profundidad de tus ojos, y el teorema de Pitágoras para
la hipotenusa de cada cabello negro.
En Literatura sólo el murmullo de mis susurros evocándote.
Me siento, recargado en la ventana. En el vidrio se dibuja tu ima-
gen, te alcanzo a ver de lejos en el otro salón, la mirada atenta hacia
la clase, una pluma roja suspendida en la boca y la libreta llena de
anotaciones en esa caligrafía tuya tan pequeña y monótona. ¿Qué es
lo que tienes anotado allí? ¿Física? ¿Densidad relativa, ley de Hooke,
la intensidad eléctrica que circula entre dos puntos de un circuito con
10 Ω de resistencia, quizás las ecuaciones de Maxwell o algún dia-
grama de cuerpo libre? No lo sé, Andrés, desde aquí no alcanzo a ver
lo que corre por tu cabeza.
Ojalá no cambie la hora y suene el timbre, y que nunca llegue
Filosofía, pues no podría soportar sumar la cursilería de Platón (y los
seres esféricos de Aristófanes y la sublimación ante la belleza de la
que hablaba Sócrates) a mi propia obsesión insoportable.

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Manuel del Callejo

LX

Hay que reconocer la mirada tan penetrante de Fernanda, bien en-


cuadrada en su rostro de finas facciones y su cabello rubio cayendo
hasta los hombros. Sí, esa mirada que se perpetúa desde el otro ex-
tremo del espacio y que viene cargada de todo lo que merezco. Y yo
ahí, un metro setenta y cinco de estatura, viendo cómo me ve sin
decir nada mientras camino, apostándole al silencio y mordiéndome
los labios hasta hacerlos sangrar. Paso de largo, como si no me diera
cuenta de que ella me observa sin el menor pudor; en mis labios ya
siento el sabor delicioso de la sangre, ese gusto metálico que me
calienta la lengua. Y esa mirada, otra vez, de nuevo, esos ojos incisi-
vos, lacerantes, fríos, que apenas se dan cuenta de la realidad, y
Fernanda como una estatua muy alta e imponente, una estatua que
mira y es mirada, mirada desde lejos con el hervor que produce el
recuerdo de la saliva de Andrés en mi nuca. Pienso que si las situa-
ciones fueran diferentes, yo no tendría problema en reconocer que
es una chica ciertamente muy guapa. Pero no ahora que no puedo
caminar a ningún rincón de la escuela sin sentirla mirándome. Así
que sigo andando, procurando no volver, porque su mirada no se ha
ido a ninguna parte.

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LXI

Y me la quedo viendo y sueño que dice:


—Porque no, realmente en la obra del Marqués de Sade no en-
contramos un valor artístico demasiado rescatable por sí solo; o al
menos no una superioridad evidente ante sus demás contemporá-
neos. Lo fabuloso realmente de los libros del Divino Marqués es la
ruptura, el total abandono del neoclasicismo para entregarse por
completo a la vulgaridad, al erotismo puro del exceso. Ni en Justine
o los infortunios de la virtud, o en Los 120 días de Sodoma, o en Filosofía
del tocador, nos encontramos frente a un tratado de filosofía formal
como tal, nada más lejos de Kant por ejemplo. Lo más grandioso es
que el hombre tuvo los cojones suficientes para escribir sobre damas
y jovencitas masturbándose juntas y defendiendo el placer y la here-
jía absoluta con sofismas de un hedonismo delicioso. Yo misma
quisiera lanzarme a sorber los jugos del sexo de Juliette, sólo para
hacerme partícipe de la antiestética dominante del texto. Y es que
ahí, en el límite de las situaciones que mejor combinan sexo y vio-
lencia, en el elegantísimo manejo de los diálogos, en la rotunda
descripción de los juegos del placer más retorcido, ahí es donde en-
contramos la esencia de la obra de arte.
Pero por supuesto que sólo imagino: Fernanda jamás podría decir
algo así; solamente me mira desde ahí, detenida en su inmensa estu-
pidez y su putería hasta mental. No es la primera vez que la he des-
cubierto observándome a lo lejos. Como si no hubiera visto nada,
doy media vuelta y me alejo de ahí con Fátima. De pronto, en el
camino a la cafetería, Damián aparece a nuestro lado y él sí dice:
—Más que contarnos una historia perfectamente definida, Instin­
to de Inés nos trasmite una idea, una sensación. Y creo que ahí está la
cuestión de todo buen libro: ¿cumplió con el objetivo de decirnos

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Manuel del Callejo

algo que no es posible expresar con meras palabras? Volviendo a la


novela de Fuentes, que me ha encantado totalmente, me parece que
el motif principal está bastante bien desarrollado, incluso aunque no
sea del todo claro a lo largo de las páginas. El amor a través de los
tiempos. Y por qué no también el inicio universal de los celos. Y con
Berlioz de fondo, nomás para armonizar nuestros oídos con el correr
de la prosa maestra. Y el tema, claro, de la mujer fatal repitiéndose
una vez más. Me parece una de esas novelas románticas que inspiran
sin saber por qué, que marcan para siempre aunque uno jamás llegue
a comprender con claridad qué fue lo que pasó en los recovecos de
su trama, quién amaba a quién y quién fui yo en el pasado abruman-
te donde aún la humanidad se escondía en cuevas y se entregaba sin
tapujos a la práctica carnal, antes siquiera de que decidiéramos cómo
organizar el mundo.
Asiento y guardamos silencio.
Por la tarde, comiendo con Nato en Nuevo Mundo, él me dice:
—Puede que últimamente haya estado leyendo demasiado a
Kierkegaard o maravillándome íntimamente con la correspondencia
privada entre Beauvoir y Sartre, pero he empezado a preguntarme
cuál es en realidad el objetivo de vivir. Sí, existimos, ¿pero para qué?
¿Para realizarnos y alcanzar nuestra felicidad por media las elecciones
que hacemos en libertad? ¿O estamos aquí únicamente como mario-
netas cumpliendo un papel en el teatro gigantesco del absurdo? ¿Tú
qué dices, eh, Gustavo? ¿No pasas las noches sin poder pegar el ojo,
tratando de encontrarle sentido a los sentimientos? ¿No morirías por
alcanzar algún día una relación con alguien como la que mantenían
nuestros queridos Simone y Jean-Paul? Imagínate poder mantener
todos los encuentros sexuales que desees, porque a fin de cuentas tu
alma está perdidamente enamorada de una sola persona, la persona
con quien de verdad se establece un vínculo de mutua admiración
intelectual, y si ambos aceptan esa tipo de estabilidad, no se ve afec-
tada en ningún momento la fidelidad emocional. ¿No es eso encon-
trarle un ligero sentido a la existencia? ¿Pueden esos dos seres seguir
perteneciéndose el uno al otro, aunque se encuentren en los brazos
de algún tercero? O quizás digo meros desvaríos, aventurándome
demasiado en el terreno de una libertad que no tenemos por más

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que queramos, borracho totalmente de mi mala comprensión de los


existencialistas. No sé, así que mejor guardo silencio y no digo más.

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LXII

Inés preferiría no volver a su propia casa luego de la escuela pero no


tiene otra opción. Preferiría escapar por razones humanitarias con-
sigo misma. Preferiría estar con Renzo y no decir nada en las tardes
que pasen juntos para dejar que el silencio sea el vocablo perfecto.
Pero la relación con Renzo es difícil y monótona, y la vida indepen-
diente sólo una fantasía.

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Antequera o el paraíso

LXIII

Y cuando te miro suena música de Morricone y el viento entre los


árboles y el sol sobre Antequera. El astro que es testigo mudo de
nuestros destinos. E inesperado, inacabable, el suspiro caliente de
Andrés en mi nuca. Inacabable también la costumbre, el paso rítmi-
co de los días (en un andante moderato e sostenuto con fuoco). Es
así como, en repeticiones, déjà vu tras déjà vu, estos treinta minutos
que tengo en la mano se van como agua, fluida e inapresable. El
tiempo de los recesos que paso con Andrés. Los días que podemos
nos encerramos en mi salón, para hablar de cosas que he olvidado,
para besarnos; a veces sólo nos miramos. Es increíble la privacidad
que tenemos, como si estuviéramos en cuevas bajo tierra. Andrés,
nunca dejaré de evocarte. Como estas páginas que no rehúyen el
recuerdo de cómo llegamos aquí: y suena el timbre de la escuela y
empieza el receso y el Edgar Allan Poe de la clase de literatura se va
de mis pensamientos donde nunca estuvo, y luego hacemos lo de
siempre, primero salgo con Inés hacia la cafetería y ahí compro un
Boeing sabor uva y ella no sé qué comerá, después volvemos sobre
ese pasillo largo y eterno que es el alma de la escuela, Fátima nos
alcanza en algún punto y habla con nosotros y nos dirige hasta la
jardinera donde están sentado los chicos, un saludo a lo lejos de
Rodrigo, e Inés que se disculpa para ir al sanitario, no me acerco a
donde comen mis amigos, les arrojo sólo un gesto diciendo que voy
para la dirección y que no tardaré, Fátima sabe lo que hago y me
echa una sonrisa de despedida antes de alejarse hacia Damián, yo
camino, entro al aula y sí, ahí está él, ahí estás tú, mi Andrés, recli-
nado en dirección al piso, sentado en el escritorio del maestro, solo
en la infinitud y la suave negrura del espacio. El aula vacía. Me que-
dé estático al cerrar la puerta y tú me abrazaste por detrás, tu esencia

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y todo tú, para besarme lentamente el cuello y provocar que yo


suspirara con el mismo aire que suelto cuando me haces el amor.
Aquí en la escuela, aquí en mi mente, no puedo dejar de dictar estas
palabras. ¿Qué te dicen tus amigos de que no estás con ellos?, le
pregunto sin verlo. Nada, me dice, enfocado en su tarea de recorrer
mi nuca con sus labios. ¿Y tu novia no te pregunta a dónde vas en los
recesos? A veces; le digo que no hice alguna tarea y que fui a la bi-
blioteca a terminarla. Me toma por la cadera y me comprime contra
él. Vaya que si es tonta, balbuceo en un susurro. Y el tema de Lolita
de Morricone y el suspiro que me sigue pareciendo inacabable al
extenderse sobre mi piel. No sé qué estoy por preguntar, los días se
me confunden y ya no sé si esto es ayer o mañana, y tus manos se
internan apenas bajo mi playera para impedirme pensar, qué mane-
ra tan sutil de hacer callar, invalidándome para cualquier otra acción
que no sea el sentir.

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Antequera o el paraíso

LXIV

Pero mirá, ¡oh, Maga!, que quiero a Camargo. Lo quiero como un


loco ama a su locura, o como un viejo intelectual con un pullover
color borravino ama las películas húngaras en blanco y negro. ¿Te
encontraré algún día, niño del Sena? Dime, Maga, que cuando él
salía de su casa yo salía de la mía y el destino ya ponía a cebar el mate,
luchando por encontrarnos en una esquina rota de este París inven-
tado. Constante adoro su falta de filosofía y de lecturas, su ignoran-
cia me enternece hasta el punto más álgido mientras cruzo una tabla
de ventana a ventana, a muchos metros de altura, tratando de no
caer en el pensamiento de nuestro Buenos Aires. Lo quiero, Maga,
como un viejo adora su cigarrillo, como Verlaine amó a su Rimbaud,
como Gustavo quiere a su Andrés. Al principio tenía un miedo terri-
ble, que me carcomía hasta las entrañas llenas de ajenjo, de decirle
ven acá a mi lado, no haremos el amor, él nos hará. No se lo decía
porque tenía miedo de que se evaporara la ilusión, de que esta obse-
sión fuera sólo mía y que él apenas alcanzara a desearme. ¡Maga,
tenía miedo de amarle demasiado! Pero entonces Andrés tomó mi
cara entre sus manos y sorprendiéndome como siempre lo hace,
como sorprende hasta al más precavido lector una primera hojeada
de Joyce, me dijo te quiero como nunca he querido a nadie. Y yo,
¡idiota de mí!, me quedé callado unos segundos, y con la sonrisa
inocente atiné solamente a pasarle el dedo índice por los labios.
Dentro de mí maldecía la imposibilidad de la antropofagia amorosa.
(No sé si leí aquel término en un libro de Pedro Ángel Palou o en
uno de cocina británica. Palou, ¿dónde andará el buen mozo del
Crack? Ah, hombre, ven más seguido a tomarte una tacita de té
conmigo, ¿querés?, por las tardes, a cualquier hora, tú aparécete por
la casa, hijo.) Y fuese como fuese, no puedo mezclarme con él, con

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Manuel del Callejo

mi Andrés de carne y hueso, con mi Andrés Camargo de fresa y


chocolate: no puedo ser uno con él y nuestras pieles combinadas.
¡No puedo! ¡Es una quimera! ¡Nunca podremos poseernos realmen-
te, Maga! Es imposible aprisionarse en el cuerpo ajeno donde se
encuentra el éxtasis. ¿Comprendes mi dolor? ¿Comprendes la deses-
peración que me invade al saber que nos separa la materia? Y hoy te
digo, Maga, que aunque nos separe una fina barrera, nos une el
océano profundo de las palabras en mi cabeza, o el blanco de un libro
que aún no se ha escrito. Algo nos atañe sólo a los dos. Lo supe con
total certeza ese día, segundos después, cuando le contesté yo tam-
bién te quiero, y luego ya no sé lo que pasó. Quizás me fundí en su
boca. Quizás no pasó nada. Quizás, quizás, quizás; como la canción.
Como sea, Maga, dime tú.

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LXV

The Heart Asks Pleasure First


Michael Nyman
The Piano

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Manuel del Callejo

LXVI

De fondo las campanadas de Santo Domingo y el manto del cielo


extendido detrás de la iglesia, como un océano inverso sujeto a la
curvatura del horizonte; el azul recortado por las hojas de los árboles, el
azul terroso embarrado sobre el firmamento. Y de fondo, también,
el sonido de Antequera: el llanto triste del aire desplazándose por el
cauce de las calles de piedra, trayendo consigo la melodía de la nos-
talgia. A ojos cerrados, las notas no pueden sino emular La Llorona
y su ritmo ternario que termina por darle congruencia a mis respiros.
Estoy recostado a lo largo de una banca en la plazuela Labastida
con las manos como almohada y un libro abierto sobre el pecho.
Apenas me doy cuenta de las personas que pasan junto a mí en esta
hora inclemente de la mañana: el reloj ya había marcado cuarto para
las diez la última vez que miré. Y no habían dado las nueve cuando
salí de mi casa, topándome con el gris pintado de sol que son las
banquetas donde doy todos mis pasos; caminé rápidamente desde el
Conzatti hasta donde estoy ahora. En el camino sentí el olor de los
cuerpos que se quedan inmóviles un segundo y el delirio de la ma-
ñana que va tejiéndose a sí misma lentamente. Al llegar me senté y
observé cómo se acomodaban los cuadros que se ponen a la venta
en aquel sitio. Un gato azul me mira, sus ojos verdes tan abiertos
desde el lienzo. Y había abierto el libro y leído durante media hora:
aunque muy bueno, Houellebecq no es lo ideal para esta hora ino-
cente. Luego me recosté para quedar donde empezó mi narración.
Una vibración en el bolsillo del pantalón me pone de nuevo sobre
el mapa. Sobre mí, el sol ha dejado su timidez inicial para empezar
a sacar la cara. Tomo el celular y contesto la llamada entrante; es Cata.
—¿Bueno?
—Hola, guapo, ¿dónde estás?

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Antequera o el paraíso

—En la plazuela Labastida, ¿sabes dónde es?


—En contra esquina del templo de la Sangre de Cristo, ¿no?
—Ajá.
—Oye, dice el abuelo que si vamos a desayunar a alguna parte.
—Sí, muero por verlos.
—De hecho ya íbamos camino para el Conzatti; te paso a recoger
ahí donde estás en cinco minutos.
Cuelga. Me estiro para evitar el entumecimiento de los miembros,
deseando como nunca tener algo de tabaco entre los dedos. Busco
con la mirada a alguno de los niños que venden dulces y cigarrillos
sueltos aquí en el centro de la ciudad, esos que llevan cargando siem-
pre una caja de madera sobre el pecho con toda su venta. Ninguno
a la vista así que me resigno a la ansiedad y la espera. Hojeo sin in-
terés el libro que llevo mientras Catalina se apresura a pasar por mí.
Casi no siento pasar el tiempo mientras aguardo; arriba el cielo no
ha hecho más que profundizar el azul de su textura y darle impulso
al calor que ya es sensible sobre la piel de los brazos. De pronto un
claxon atrás de mi espalda. Volteo y, detenido el auto al borde de la
acera, Catalina me hace señas para que me acerque. No sé bajo qué
artimañas ha conseguido la camioneta Buick de mamá; la ligera
nostalgia de saber que nunca estaré de nuevo sintiendo el volante de
nuestro antiguo Jetta negro. Me aseguro de llevar a Houellebecq y
camino hacia el coche. Desde afuera oigo a Joaquín Sabina en el
estéreo; el abuelo sonriente y mirándome, acomodado en el asiento
del copiloto. Subo y me olvido de los minutos en la plazuela La­
bastida.

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Manuel del Callejo

LXVII

Un tweet que diga:

Científicos de la Universidad de Harvard descubrieron una nueva espe-


cie de víbora. La llamaron “tu novia”.
@ewolivia

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Antequera o el paraíso

LXVIII

Rodrigo me da la mano y luego lo veo alejarse por la calle. La escue-


la, a las cuatro y muerte de la tarde, es un lugar vacío. Sonrío pen-
sando en la cara que pondrá el buen Rodrigo al leer tan sólo las pri-
meras páginas de Bukowski; qué cosas, Dios mío, qué cosas. De
pronto el aguijón de una mirada se clava entre mi nuca y mi hombro.
Doy media vuelta: afuera del portón de madera del colegio, recar-
gado sobre la tapia, la pierna en perpendicular contra la pared mien-
tras fuma un cigarrillo, está Andrés. Me mira fijamente y luego alza
la ceja, acaso una señal de hosco saludo. Sus ojos buscan parecer
ausentes para ocultar la vacilación de ira que no augura nada bueno.
Me acerco a él hasta quedar a sólo dos palmos de su rostro.
—Últimamente sales mucho con ese güey, ¿no? —me dice.
—Rodrigo, ya te he dicho que se llama Rodrigo —le respondo.
—Me vale madres cómo se llame.
—¿Por qué te pones así? Solamente le…
—Porque a mí me parece que él quiere ser más que tu amigo
—lo dice con la misma voz que utiliza para intimidar a cualquier
gente que le mire de mala manera en algún bar de la ciudad.
—Sólo conversamos, me pidió que le prestara un libro de Bukows-
ki y se lo traje y ya.
Hemos ido quedando contra el muro, él acorralándome. Bajo la
vista: un cristal roto sobre la banqueta, con su reflejo iridiscente (la
luz del sol le cae en vertical) que a veces me distrae la mirada de la cara
de Andrés. Sus ojos brillan como el día que vivimos ahora: secos, el
enojo le ha succionado todas las gotas posibles. Y hasta el labio le ha
empezado a temblar, o no sé si sea el reflejo de lo que vacilan mis
propios gestos.
—¿Te gusta, verdad?

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Manuel del Callejo

—No.
—¿Te lo has estado cogiendo o qué?
Eso desborda rápidamente el límite de mi paciencia. Ahora soy
yo el que lo toma por los hombros y lo empuja contra la tapia. No
sé de dónde he tomado impulso ni por qué mis brazos se sienten
terriblemente pesados en este momento.
—Y qué si lo hago… No tienes ningún derecho de preguntarme
algo así; Dios sabrá qué cosas no haces con tu noviecita esa —de
pronto elevo el volumen de mi voz.
—Gustavo, yo… —me mira con los ojos muy abiertos, totalmen-
te sorprendido.
Y tan rápido como comenzó todo el golpe de adrenalina, me
alejo de él y de la escuela; doy media vuelta, cruzo el cauce del asfal-
to y, acelerando la respiración, trato de no mirar atrás. Pasos largos
y firmes para que no pueda alcanzarme dos calles más allá.

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Antequera o el paraíso

LXIX

Yo sé, terriblemente en el fondo, que no está bien. Pero cuando estoy


con él, abrazados en mi cama, con el uniforme de la escuela, hablan-
do, oyéndolo hablar, yo fumándome un cigarrillo, sí, en ese momen-
to no parece que nada vaya mal. Por un tiempo saboreé esa sensación
de disfrutar de lo prohibido, pero fue fugaz. Porque hay algo ahí de
totalidad y eso lo cambia todo. ¿Dónde están mis amigos ahora? A
veces siento que los he abandonado, pero cuando estoy de nuevo con
ellos, en la noche de un viernes o un sábado, con unas copas de más,
siento sus miradas como diciéndome que está bien, que no hay nin-
gún problema. Jamás hablaré con ellos del tema: que todo quede en
el campo de los secretos a voces. No quiero instantes incómodos.
Suficiente tengo con las dudas que constantemente tengo dentro de
mí, como ahora mismo, cuando creo que no está bien que un hom-
bre sienta la excitación que yo siento cuando Gustavo me toca. Y me
decido a luchar contra esa sensación, pero todo se irá al carajo cuan-
do vuelva a verlo nada más. Eso, ya lo he dicho, lo cambia todo. Y
así será todo el tiempo que estemos juntos: con mis certezas y mis
dudas, con una voz interna diciéndome que está mal ser así, y con
un cuerpo que sólo pide más.

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Manuel del Callejo

LXX

Y si es culpable mi intento,
será mi afecto preciso;
porque es amarte un delito
de que nunca me arrepiento.

Sor Juana Inés de la Cruz

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Antequera o el paraíso

LXXI

¿Cómo hacer que esta vida valga algo, mi Andrés? ¿Cómo encontrar-
le un sentido a todas las cosas que pasan golpeando mi rostro como
si también golpearan mi cordura, ese hilo de acciones, de meras
palabras, que no hace más que recordarme que me sobra alma, que
me falta vida? Dime, Andrés, que puedo regresar el tiempo y olvidar
que alguna vez fui este hombre que fuma catorce cigarrillos diarios
por mero aburrimiento, que lee porque aborrece esta realidad, esta
misma realidad que nunca ha hecho más que recalcarme mi miseria
interna, incompatible con este mundo de miserias lejanas. Dime que
si le doy vuelta a las manecillas del reloj, que si destruyo este reloj y
doy vuelta a sus manecillas hasta ponerme diez años antes, podré
encontrarme de nuevo con el pantalón corto, sabiendo qué hacer,
qué camino tomar y cual evitar con todo el desdén que me sea posi-
ble. Si pudiera volver a elegir, dime por un momento que sí puedo,
jamás leería una sola línea, nunca iría a cafés, no defraudaría a mis
padres al no ser el hijo que ellos esperan, dejaría que este nido de
pájaros o telarañas que gira y gira dentro de mi cabeza se pudriera,
que no creciera, que no hubiera crecido, que no me hubiera hecho
comprender que hay mundo más allá de esta diminuta Antequera,
que hay un paraíso cada vez que tomo un libro, cada vez que juego
tan vanamente a filosofar, que hay un éxtasis en cada uno de tus ojos
y que yo soy tan ambicioso que quiero poseer los dos. Sólo eso no
quiero alejar de mi recuerdo: el sabor de tu boca, el tufo del tabaco
entre tus dedos, el halo salado de la piel de tu pecho, la textura de tu
cuello impregnado de perfume, el aroma de tu semen. Pero quisiera,
y quiero más que nada, Andrés de mi alma, darle vuelta al aire y
volver a ser ese niño como todos que alguna vez fui, antes de ser esto
que vaya a saber si de verdad soy. Ese niño que mágicamente iría en

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Manuel del Callejo

tu escuela, que sería tu mejor amigo y se enamoraría de ti en cuanto


pudiera comprender lo que es eso. Aunque así jamás lo sabría: en ese
universo yo no sabría que tus ojos pueden volverme loco del miedo
y la ternura, o que tu lengua es el más repugnante gusano que deli-
ciosamente he tenido dentro de la boca. Ahí, en ese punto del es­pacio
que no podré ya alcanzar, sólo te querría de una forma caprichosa,
sólo me gustarías y yo sería un gay más, burla de esta sociedad hipó-
crita, amante de la moda, vestido según la estúpida pasión de ésta.
Pero estarías tú, Andrés, y estarían tus amigos y tu mundo y tu vida
y ese correr de noches interminables donde me bebería a tu lado
todo el tequila que pudiéramos pagar, donde incluso bebería licor
barato para matar esa escasa inteligencia que yo ya habría enterrado.
Amaría como no tienes idea el barco sin regresos del Captain Morgan.
Y no sabría quién es Nabokov ni qué es el verdadero éxtasis y sería
un idiota como cualquiera de ellos, pero sería feliz. Me preocuparía
solamente por la fiesta del viernes y la del sábado, y las olvidaría una
vez acabadas, no las recordaría por mero efecto del alcohol. Y acep-
taría que cogieras con todo el mundo, con todas las putillas que tu
bisexualidad te permitiera, mientras no me dejaras a mí. Mi dignidad
estaría en la inexistencia de donde nunca debió salir. Tendría carro
del año. A mi madre no le daría pena decir que su hijo quiere ser
escritor, porque yo a duras penas sabría escribir mi nombre. A mi
madre le daría un imbécil orgullo hablar de mí delante de sus amigas,
diría sí, sí, mi hijo Gustavo es amigo de tal y tal, y esta noche saldrá
con cual y cual, y sí, ya le dije que no tomara, que va a manejar, pero
ya ven cómo son los niños de estas generaciones. Pero en el fondo
mi madre desearía que yo bebiera hasta donde me aguante el cuerpo,
que toda Antequera me conociera, que fuera tan popular que nadie
se preguntara en realidad quién soy, qué hay detrás de esta piel que se
comerán los insectos. Y por supuesto, gastaría un dinero ingente en
ropa carísima y andaría siempre súper arreglado. Y hablaría nada más
de quién se madreó a quién en Santo, de quién coge con quién, de
qué puta ofrece sexo oral al primer desconocido que se encuentra en
una fiesta. Y en mi mundo sin pasiones no existiría Fátima ni Rodri-
go ni Nato ni Damián ni Inés. No existirían para mí nadie más que
los chicos bien de Antequera. Pero sé que es imposible pedirle al

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tiempo una segunda oportunidad, y que todo lo que yo desearía se


quedará para siempre en mi carpeta mental de ficciones irrealizables.
Se reduce así mi campo de posibilidades; dentro de él, me gustaría
poder no pensar en nada, que los ojos se me inunden de las hojas
verdes que veo ahora (en lenta, suave transformación a un amarillo
tranquilidad e indiferencia), y así, con la vista clausurada, cancelar
también los pensamientos que me atascan las carreteras dentro de
las sienes. Cómo desearía que no haya palabras atravesándose a
nuestros pasos mientras caminamos por el pasillo. Todo esto a ve-
ces no incluye a Andrés. Porque mi humor adolescente varía, y a
veces termino por caer en no sé qué profundidades. Y en estos mo-
mentos ya no sé si debo escribir de ti, ya no sé cómo hacerlo. Se me
escapa tu olor de los dedos, se diluye la imagen de tu rostro que
guardo enmarcado en la pared tras mis pupilas. Y el polvo cabalga
cuesta arriba de la luz, a trompicones. Y el silencio hiere, lastima mis
oídos, estorba para caminar, golpea los músculos, quema la piel que
no es tocada por el sol. Adentro de mi garganta hay algo que moles-
ta, amenazando con salir, pero no es nada, nada. Tal vez el dolor en
las mejillas sea sólo llanto contenido en esta momentánea depresión.
Espero el día en que se me hayan cauterizado las venas y ya no sien-
ta. A veces ya no sé si debo siquiera hablar de ti. Pero en respiros
como éste, solamente quiero cambiar el sentido de las cosas, y ser lo
que nunca he sido.

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Manuel del Callejo

LXXII

El cielo rojizo me regala la idea de tranquilidad; yo que no creía


poder encontrar alguna clase de sosiego si no era en el horizonte de
las paredes de la casa de Andrés, pero el infinito de matices que se
ven desde el jardín de mi casa es lo más parecido al reposo absoluto
que he conocido nunca.
Esta serenidad sólo era tangible al tocar algunas sábanas, las pá-
ginas de un libro, el agua de la alberca, algún objeto inmaterial. Me
pregunto cómo estarás: hoy te he visto sólo de lejos en la escuela,
imposibilitado a hablarte porque jamás te separaste de tus amigos ni
de tu novia. Como tengo puestos los audífonos, no oigo sonar el
celular. Dentro de mí, Iron Maiden y luego Megadeth me alegran
el momento. No sé cuántos minutos después vi el mensaje, un parco
cómo estás que me gusta más por todas las cosas que calla, por todo
lo escondido en una sola frase. Dejo el celular de nuevo sobre el
suelo y observo el pueblo de San Agustín como si éste pudiera sacar-
me de dudas. Ahora suena Trivium y yo no sé qué responderle;
luego Eternal Tears of Sorrow. El aparato comienza a parecer lejano
en la luz que disminuye y que va trayendo lentamente la cobija de la
noche a cuestas. No me atrevo a moverme; he decidido que le habla-
ré en algunos minutos y de mientras me distraigo tarareando las
melodías de Epica y Within Temptation. Pienso, Andrés, en volver
a mandarte a la chingada porque sencillamente me estoy hartando
de mentiras. Sé que yo acepté este engaño y no me arrepiento.
Amesoeurs calma los nervios con su shoegaze perfecto que se intro-
duce hasta mis piernas y las pone a llevar el ritmo. Dentro de la casa
se encienden algunas luces; mis padres han de haber llegado hace
rato. Alguna presencia en el aire: el efecto de Alcest. Me levanto,
apoyándome sobre la madera de las escaleras al jardín, y muevo la

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Antequera o el paraíso

puerta corrediza de la cocina para evitar los mosquitos. He descu-


bierto que mirar el paisaje enmarcado por la música es una forma
perfecta de soledad: no hay reflexiones alrededor, no hay presencias
incomodando, hay silencio interior si los oídos están bien cubiertos
por el iPod. Tomo el celular y marco el número de Andrés.

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Manuel del Callejo

LXXIII

Aquel denso olor en el aire, aroma típico inevitablemente asociado


a las fechas que se desgranan. Y el color de las cosas también diferen-
te a los otros días del año, como si la esencia de los pétalos de cem-
pasúchil adherida a las yemas de los dedos igualmente lo desdibuja-
ra todo; el amarillo terroso cubriéndonos la piel, esa prueba de
perfume que uno podría llevarse a la nariz cientos de veces para
embriagarse así del color y el olor combinados en uno solo.
Las flores reposan observando cómo los alumnos construyen los
altares en la cancha de fútbol bajo techo, cómo algunos forman ta-
petes de arena en el suelo para dibujar en ellos Catrinas hechas de
anilina y diamantina. Entre la gente corre un aire preludiando el
humo del incienso que se encenderá sólo en la noche. Ya comienzan
los primeros vientos fríos del año, las primeras ventiscas que corren
confundidas entre octubre y noviembre, y que llevan en sí un soplo
realmente gélido que no se volverá a sentir luego en el invierno.
Últimamente a los de la escuela les ha dado por poner una músi-
ca horrible. No es que no aprecie el vano intento de amenizar este
tipo de momentos, pero me parece lamentable que se resignen a la
música pop (música que yo solamente me atrevo a amar en silencio,
unas pocas y privilegiadas canciones nada más). Porque es una mú-
sica que me cuesta tener en los talones: no se puede leer a Bolaño y
luego escuchar pop de moda, pero qué le voy a hacer. Inevitablemen-
te busco a Andrés entre todas la gente del colegio; no lo veo y sigo
tomando agua pura. Hey, hey, baby, I wanna know if you’ll be my girl.
A veces quiero decirte, Andrés, que no siempre voy a estar ahí para
vivir nuestro romance en las tardes mientras tú tienes novia en las
mañanas. Te veo, al fin: tú estabas atento por si en una de ésas me
veías. Y ladeas la cabeza y esa sonrisita que te cruza los labios antes

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de desviar la mirada. Te dije que me iba a acordar de esa noche cada


vez que oyera esa canción, te dije que evocaría lo bien que lo hicimos
esa vez; y ahora que me buscaste con la mirada, me doy cuenta que
tú también te acordaste y sonreíste. Sé perfectamente lo que quiero
ahora: escribir y a ti, tal vez no en ese orden.
De pronto Shakira canta desde las bocinas: dice que quiere pasar-
la muy bien y portarse muy mal en los brazos de algún caballero. Y
yo pienso que quiero eso también, aunque no en los brazos de cual-
quiera, Andrés, sólo en los tuyos, aunque no seas ni de lejos un ca-
ballero. Y entonces caminas hacia donde me encuentro; tú riéndote
en medio de tus amigos mientras yo ayudo a mis compañeros de
salón a pintar la arena para esculpir las manos de hueso de la Muer-
te en nuestro tapete. Estoy seguro que no ganaremos: el 3° C, noso-
tros, es adicto a los segundos lugares. Pero te veía a ti y, ¡Dios mío
Jesucristo!, amo verte cuando traes pants; cómo me gusta la manera
en que se te forman las piernas dentro de la tela, mi amor. Eres un
chico sexy, hay que admitirlo. Siempre admití que era verdad pura
lo que las chicas decían de ti: tienes un trasero de epopeya, esa es la
causa mayor de las sonrisas sutiles que de cuando en cuando brotan
de mis labios. Qué estúpido me siento. Qué decepción de mí mismo.
Me haces perder la elegancia de los escritores. Bendita escuela y
bendito pants que te hace ver tan bien.
El día de Muertos es de las pocas fechas donde me siento a gusto
sólo porque sí. Nada me relaja tanto como la visión de Fátima con
los pantalones totalmente manchados de anilina y arena hasta en el
cabello. Yo, por lo pronto, miro alejarse a Andrés y me distraigo en
pensamientos nada propios para un día como éste; y el cempasúchil
que tengo entre las manos me inspira un aire religioso que no se irá
aunque comience a deshojar sus pétalos amarillos para impregnar
de esencia las yemas de mis dedos: (vente aquí, guapo, deja de mi-
rarme y empieza a caminar hacia a mí, tú sabes que no te voy a hacer
nada, mentira, a ti nomás quiero hacerte mañoserías y cositas ricas,
y no te hagas, bien que te gusta, Andrés, mi Andrés, si ayer mismo
me besabas y besabas y no querías parar, y hoy solamente me miras
de lejos, con ese brillito coqueto en los ojos, tus ojos donde tanto me
gusta perderme, sí, ven aquí, mi amor, libérate, deja que tus pasos te

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Manuel del Callejo

guíen, y que de pronto, sin saber muy bien cómo, te encuentres a mi


lado, hiperventilando yo por ti, el chico que no sabe qué demonios
hacer con tanta coquetería, hombre, tú sí que deberías estar en la
cárcel, lo que provocas en mí es un crimen, un delito delicioso, pero
delito al fin).

Acabábamos de salir de la escuela, y la tarde ya se empezaba a escu-


rrir por el aire cada vez más ligero, más diáfano de la ciudad. Íbamos
Renzo, Inés y yo por la calle de Quintana Roo, esa calle siempre tan
tranquila e inesperada. El ambiente que creábamos a nuestro alre-
dedor era hecho básicamente de risas estruendosas, con el marco del
pavimento a medias roto en la calle. Teníamos poco más de un par
de horas para comer, estirar las piernas y volver al Newton; yo tenía
la terrible certeza de que nos sobraría el tiempo. De pronto pisé un
espacio resquebrajado del suelo, lleno de pequeña maleza, y luego
mientras alzaba la vista, lo vi. Andrés acababa de dar vuelta en la
última esquina antes de llegar a la pared del ex convento y venía di-
recto hacia nosotros. Hasta que estuvo lo bastante cerca no pareció
darse cuenta de nuestra presencia, la vista clavada al piso; su rostro
sólo se sobresaltó al encontrarse con el mío por un momento fugaz.
Nos detuvimos. Andrés hizo un gesto de saludo a Inés y Renzo, y
me preguntó si podíamos hablar. Les dije a los chicos que se adelan-
taran, que yo los alcanzaría después. Me recargué contra la pared a
medias derrumbada de alguna casa, la sensación áspera del adobe en
el dorso de la mano, y lo observé; él empezó a explicarse:
—Estaba buscándote por el centro.
—¿Pasó algo?
—Ya corté con Fernanda… —dijo con una voz que no supe iden-
tificar.
Lo miré y pensé que realmente no había escuchado esas palabras.
No sé qué aspecto debía tener mi cara, pero él me respondió con un
silencio y una mirada tan penetrante que no supe qué hacer.
—¿Por qué? Habíamos aceptado que era más simple todo si lo
llevábamos así…
Me besó. Todo lo demás pasó muy rápido; las visiones fueron

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Antequera o el paraíso

sucediéndose a la velocidad de la luz, encandiladas por la fuerza


vertiginosa de su boca. El lugar cambió poco a poco. El aire de las
calles también cambió. De repente sólo tuve la única certeza de ha-
llarme con Andrés, y nada más.

La vibración del celular sobre el buró. Una mano, luego de dudar


por unos segundos, se mueve para tomarlo y contestar.
—¿Bueno? ¿Gustavo?
—Sí. ¿Quién es?
—Soy yo…
Silencio. El eco del sonido timbre del celular resonando en la
habitación.
—Inés: sólo tú podrías decir algo así.
—Sí. ¿Dónde estás? Te estamos esperando.
—Ya no voy a poder llegar, lo siento. Mejor los veo en la escuela
más al rato, ¿va?
—¿Pues dónde andas, poeta?
—Este… (Espérate, ¡ya!, ¡Andrés!)
A través de la conversación se cuelan sonidos entendidos sólo a
medias, palabras dichas con los dedos tapando el auricular.
—¿Qué? Bueno ya, ¿dónde estás?
—No me lo vas a creer…
—Pruébame.
—Es que no te va a gustar… (¡Andrés!)
—Dime.
—Estoy en casa de Andrés.
Un brevísimo silencio antes del estallido.
—¿Por qué? Habíamos quedado de venir a comer.
—Ni yo lo sé bien, la verdad.
De algún lado de la línea, una chica eleva la mirada al cielo, sus-
pirando resignada mientras su novio espera atento, oyéndolo todo
por el altavoz.
—Ay, Gustavo, ya no sé ni qué decirte…
—No es lo que imaginas, bueno quizás sí pero… (De verdad, mi

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Manuel del Callejo

amor, un segundo nada más)… No es una historia larga, pero creo


que es mejor dejarla para otra ocasión.
—Ok, entiendo…
—Aparte no tardarás mucho en enterarte de la primera parte.
—¿Por qué lo dices?
Otro tiempo silente, lleno de sonidos sin el menor volumen. En
el lado opuesto de la línea, un chico mira a otro, evade su boca con
una sonrisa, siente el roce nada suave de sus cuerpos y el beso en la
mejilla.
—Inés, realmente tengo que colgar, lo siento.
—Está bien… pero sí irás a lo de la noche, ¿no?
—Sí, ahí estaré: tengo que vender no sé qué cosa para lo de la
recaudación de fondos de la generación.
—Y la comparsa se pone buena.
—Ajá.
—Bueno, te dejo. Ciao…
El corte abrupto de la llamada. El sonido clásico del teléfono al
colgar, resonando.

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Antequera o el paraíso

LXXIV

No hablaré de mi amor por Andrés. No diré de sus ojos ni de sus


labios. No diré nada de sus besos. Pero sobre todo, no hablaré de su
silencio. Me callaré su expresión de asombro y su sonrisa. El ruiseñor
no imitará su voz de adolescente. Por hoy no veré la distancia de su
mundo con el mío. Mi Andrés ya no será dos personas: él, el que
tiene vida en las nocturnas cloacas de Antequera, y el otro él, el niño
que reposa en mi cama sin decir nada. He dicho que no voy a hablar
de mi amor por ti, Andrés. Ni de la estatua que he tallado con mármol
y agua, para ponerte en un pedestal. Ni del chocolate que he dejado
correr por tu piel para sorberlo y morirme ahogado. No hablo más
de ti, mi amor. He venido a decir un discurso, no este enfermizo
elogio. Y no diré quién eres en realidad. No diré que tras esa fachada
de plata lisa hay algo más, estás tú. No diré que he logrado ver qué
eres realmente. No hablaré de esta obsesión. No, sólo por hoy, sola-
mente ahora en este instante, no hablaré de mi amor por Andrés.

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Manuel del Callejo

LXXV

Sólo en sueños, en la poesía, en el juego —encender


una vela, andar con ella por el corredor— nos asoma-
mos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya
a saber si somos.

Julio Cortázar

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Antequera o el paraíso

LXXVI

Es como si aquel edificio no debiera estar ahí. Si no lo hubiera visto


antes, pensaría sin duda que es una imposición poética de mi mente,
una ilusión, un espejismo creado por el calor agobiante del día al
chocar contra el viento fresco que gira en círculos exactos por estas
montañas, y que viene a parar finalmente al sudor de mi frente.
Andrés está junto a mí. La noche anterior le había dicho disfrázate
para mí de turista, y él hizo caso: estaba casi igual que el día en que
lo conocí, con una playera rosa Abercrombie, bermudas blancas y
sandalias de jebe. Voltea, me mira interrogante. Muy bien, seré el
guía de turista. El casa es un mundo rarísimo, un microcosmos par-
ticular y ajeno a lo que lo rodea. Anteriormente, aquello fue una
fábrica de hilados y tejidos en la época porfiriana, le digo a mi guapo
turista personal. ¿Qué visitará aquel hombre de muy lejos? ¿Mi piel?
¿El interior de mis costillas? ¿Mi boca? Hoy, aquél es el Centro de las
Artes de San Agustín, un espacio, una nación en miniatura donde se
imparten cursos de artes gráficas, teatro, fotografía, novela, trabajo
en filigrana de oro y demás. Yo he asistido a algunos de apreciación
y crítica literaria, con eso de que mi casa no queda muy lejos incluso
venía en bicicleta, pero si uno viviera en la ciudad, venir hasta acá
sería un martirio de los dioses. Pienso, o sea que esto no se lo digo a
Andrew (recordemos que es un turista que casi no habla español),
que tengo ganas de estar en alguno de los talleres de novela que ha
venido a dar Mónica Lavín. Nato me ha dicho que él asistió al de
dramaturgia que impartió Jaime Chabaud. A pesar de la cercanía
de mi casa, siempre he sido más afecto a las bibliotecas del centro de
la ciudad; el ir y venir de todos los días me ha inmunizado a la dis-
tancia y al insoportable trayecto. Andrés hace un ademán que indica
ir hacia adelante. Yo lo tomo de la mano y lo conduzco, no sea que

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Manuel del Callejo

se me pierda. Le cuento algo de la historia del lugar. Vagamente


identifica a Francisco Toledo y su fundación, la cual busca liderar
todo el ámbito intelectual de Antequera. Andrés se ríe con mis co-
mentarios. Imaginé que alguien que gasta sus millones en el arte y
la cultura sería tu adoración, me dice, no tu mayor enemigo. No odio
a Toledo… es más, hasta le estoy agradecido por todo lo que hace
por la cultura antequerana, pero no sé, desconfío de su control de
todas las cosas, o mejor dicho, de la gente que está en su gracia y él
pone en puestos clave para administrarlo todo. Puta madre, hasta de
eso tienes una opinión bien definida, dice, divertido. Le señalo el
edificio principal: ¿no te parece un palacio europeo adaptado a la be-
lleza de este lugar y dejado aquí, en la cima del momento y la mon-
taña, como perdido y olvidado de todo? Andrés no asiente: sólo
entrega su mirada a ese contemplar, a ratos tan necesario, que se
apodera de los ojos de aquellos que por primera vez ven el edificio
frente a nosotros. No se oye nada de la ciudad desde aquí, me dice.
Yo recuerdo la postura silenciosa en que lo encontré esta mañana al
pasar por él: mutismo absoluto, Andrés en la sala de su casa mirando
algo indefinido. Varias veces me había dicho que quería conocer mi
casa, y yo pensé que sería buena idea ir a dar un paseo al Centro de
las Artes antes de llegar a nuestro destino final, expectante a sólo
unas calles. Nos miramos en el espejo de agua extendido sobre la
planicie de piedra. Es tan sencillo, balbucea él. Cuando ya lo hemos
recorrido todo (la biblioteca, las salas para los talleres, el segundo
piso del edificio que permanece completamente vacío, o el primero
albergando siempre alguna exposición pictórica, ambas cámaras con
paredes blanquísimas y piso de madera casi negra, con columnas de
hierro forjado dándole sentido de infinitud a la estancia), nos senta-
mos en una escalinata de piedra en las afueras, cantera verde por
supuesto, y esperamos que pase algo inesperado. Hay pequeños
canales incrustados en el suelo y a nuestra vista, por los cuales circu-
la agua de una pureza apabullante que luego continúa su camino por
algunos senderos a las orillas de las calles del pueblo, ladera abajo.
Jamás habrá palabras que describan el sentido que te atrapa cuando
estás en aquel sitio: uno se vuelve minúsculo, insignificante en toda
la inercia del lugar. ¿Por qué me trajiste aquí, Gustavo?, me pregun-

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ta. Lo miro. Dijiste que querías conocer mi casa, ¿no? Ésta es sólo
una parada técnica en el trayecto: vivo unas cuadras más allá de la
iglesia que está a la entrada. Te traje aquí porque quería que cono-
cieras esto, que sintieras lo que me embarga a mí. Paso tantas tardes
aquí que ya siento que es parte de mi personalidad. Y antes de que
Andrés pudiera decir algo, tomo sus manos y huelo el espacio entre
sus dedos. Me encanta el olor que deja el cigarro en su piel. Después
me recargo sobre su hombro y oigo el desplazo del viento mientras
transcurren los minutos. Vámonos, me dice tras un rato inmóviles.
Me levanto y, nunca lo suelto, me alejo del casa. El carro nos espera
luego de la explanada con que inicia este paraíso. Nos subimos,
arrancamos y avanzamos despacio. Me asomo por la ventana: algu-
nos brotes amarillos de cempasúchil todavía se distinguen entre el
verde borroso de los cerros. Y el aire de la tarde arreciaba como re-
gañándome por querer a Andrés, inclinando las matas de hierba
contra el suelo de la montaña, en el paisaje allá a lo lejos.

En su casa hay un piano y muchos libros, ordenados maniáticamen-


te en unos altos muebles de madera que desprenden un olor seductor
y de antigüedad. Y hay también una oscuridad un poco extraña,
consecuencia directa del aún más extraño color de las cortinas, como
si estuvieran sucias, como si transformaran el aire en un aire viejo,
como si preparan el escenario para capturar una fotografía en tonos
sepias, así, al natural, sin utilizar efectos electrónicos ni una cámara
jurásica de hace más de cien años. Ahora que lo pienso, el lugar en
conjunto, la casa de Gustavo, también parece fuera de época, como
si fuera algo prehistórico comparado con nuestro tiempo, da la idea
de que ha permanecido así desde 1930 o antes. Los muebles son
antiquísimos, de una madera que, si hubiera luz en el ambiente, no
pararían de brillar nunca. El piso, en cambio, es de una madera opa-
ca, oscura, como si tuviera muchos días sin limpiarse, como si los
pasos de siglos atrás hubieran dejado elegantes firmas para el recuer-
do. Suelto la mano de Gustavo y me inclino al suelo, con una curio-
sidad morbosa, y lo acaricio, le paso los dedos muchas veces, espe-
rando que la suciedad se me impregne rápidamente a la piel, pero

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Manuel del Callejo

no, no pasa nada, mis manos siguen limpias, no siento nada nuevo
en ellas, como si hubiera tocado una hoja de papel virgen, y el suelo
se ve, ya más de cerca, carente de toda mugre posible. Él me mira,
siento su mirada como un soplo de aire caliente en la nuca. Alzo la
vista y lo miro, y respondo con una sonrisa a su expresión interro-
gante, me levanto y volvemos a caminar, o bueno, a andar, tan len-
tamente que pareciera que no avanzamos, por la casa que encierra
un ambiente suave, con la temperatura algo baja, de tranquilidad
absoluta. Salimos del estudio. Enfrente, justo enfrente, tras un pasi-
llo delgado, se encuentra otra puerta, igualmente abierta, como es-
perando a alguien más, como si la casa estuviera siempre tan caren-
te de personas y movimientos que la privacidad no existiera o no
fuera necesaria. Esta vez ya no necesito que él me indique nada, me
adelanto y entro a su habitación en un par de movimientos. El cuar-
to de Gustavo es raro, como él mismo, es diferente, también está
lleno de libros, aunque estos ya no parecen tan antiguos como los
del estudio, pero le siguen dando al lugar un aspecto de relajación
permanente. Aquí no hay muebles viejos, todos son modernos, en
eso sí parece el cuarto de un muchacho normal en los últimos pasos
de la adolescencia. Todo está acomodado en un perfecto orden, como
si las cosas tuvieran que seguir una organización casi alfabética, no
hay ni un solo objeto fuera del lugar ni una viruta de polvo en ningún
lado, ni en los libreros, ni en la cama, ni en el mueble donde hay una
televisión y una colección de música y películas, ni en el ropero, ni
el escritorio donde hay muchas hojas sueltas, en un obsesivo acomo-
damiento, y una computadora del año. Volteo a verlo con la cara
llena de preguntas.
—Sí, soy un poco obsesivo con el orden —dice como disculpándose.
—Y ya ves que yo soy todo desordenado con mi cuarto…—digo,
y me inclino un poco para plantarle un beso rápido.
Luego camino otra vez, los pies chocando duro contra el suelo,
pareciera que los arrastrara todo el tiempo. Veo sus libros, me intri-
gan, como si escondieran un secreto, como si me pudieran decir algo
más de él, de Gustavo, aunque fuera sólo con sus títulos y portadas,
y así tal vez, ya no me encontrara tan perdido en su mundo particu-
lar. Porque me siento perdido al lado de alguien que sabe más de lo

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que yo algún día podré recordar. Ese chico, mi muchacho, podría


dictar una conferencia de literatura ahora mismo y dejar apantallados
a todos, yo en primera fila, con esa voz que no le falla para dar dis-
cursos pero sí para conversar tan tranquilo con toda la gente. Me
gusta que me hable de sus libros, los que lee y los que escribe, sus
libros en general, incluso aunque yo no le entienda nada de nada,
pues a duras penas he logrado acabar un par de libros enteros en toda
mi vida. No me atraía leer, ni la cultura en general, pero ahora, o
mejor dicho desde que estoy con él, me llena una curiosidad extraña
por saber un poco más, por entender quizás, a través de las letras,
como fue que terminé aquí, en este lugar y con Gustavo, con él,
como fue que lo terminé queriendo como nunca he querido a nadie.
Paso la yema de mi dedo índice por el borde de su colección de libros,
los acaricio para después volver a verlo.
—Háblame de libros —le pido.
—¿Qué quieres saber? —me contesta y yo lo observo vacilar, sin
decidir si se sienta en la cama o si viene a mi lado.
De nuevo recorro con la mirada el librero y veo, fugaz, un nom-
bre que se repite en el lomo de los libros, constante.
—¿Quién es tu escritor favorito?
—Podría decir que no tengo uno, que es totalmente imposible
seleccionar sólo a uno, y que sería mejor hablar de una lista de auto-
res preferidos, pero, en este momento, diría que es Jaime Bayly —dice,
con esa voz tranquila que suele usar conmigo, pero sin perder nunca
esa expresión por completo intelectual que tiene en el rostro.
—¿De dónde es?
—De Perú, no sé, dicen por ahí que tengo fetiche con los perua-
nos, o al menos, con los escritores de allá.
—¿Por qué? ¿Has andado con algún peruano? —no puedo evitar
curvar la ceja en interrogante y usar un tono de voz no muy cálido.
—No, no, para nada… —veo su sonrisa clara y abierta.
—A veces me cuesta trabajo entenderte, seguirte, ¿te lo he dicho?
—le digo, y busco atraerlo hacia donde yo estoy.
—Lo siento… —dice apenado, bajando la mirada al suelo.
—Eso me gusta de ti —digo, con toda la coquetería de la que soy
capaz, esa coquetería que me sale tan natural cuando estoy con él.

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Y funciona, parece ser que funciona, porque él se levanta de la


cama donde se había sentado por un momento y se acerca a mí, me
abraza y pone su cara casi contra la mía. Todo indica que me besara,
yo le busco los labios, pero, con una sonrisa inevitable, él sólo cruza
y junta, acariciando, su nariz con la mía, me vacila, me roza apenas
la boca, disfruta sintiendo cómo lo busco y cómo él no se deja besar
todavía. Abro los ojos y recorro suavemente mis labios con la lengua,
mirándolo.
—Mejor háblame de libros, de ese Bayly, o de algo que yo no
conozca muy bien —y sonrío.
—¿Conoces una película o un libro llamado Lolita? —me dice,
serio, sin soltarme un milímetro.
—Vi la película con mi madre una vez, Jeremy Irons era su amor
platónico desde que estaba en la secundaria —digo, asintiendo.
—Tú eres como mi Lolita, eres un coqueto sin descaro, y no sabes
nada de literatura, así que yo puedo ser tu profesor Humbert y en-
señarte de libros… y de otras cosas —dice Gustavo con la risa coque-
ta y provocativa que sabe tener, se abraza más a mí.
Y cuando estoy por decir algo, me besa, me besa.
—Dime más, sígueme hablando de libros —le insto, le provoco,
sin pensar muy bien el poder erótico de los libros, las palabras, la li-
teratura.
—Me gusta, me encanta Bayly porque me recuerda demasiado a
ti, Andrés —dice y sus manos acarician mi cuello, me pasa los dedos
una y otra vez por la nuca, se aventura apenas a jugar entre el inicio
de mi cabello, me mira con deseo y yo lo miro con deseo, murién-
dome por besarlo, por tragarlo entero, todo él.
—¿Por qué? ¿De qué van sus historias?
—De muchas cosas, de drogadicción, bisexualidad… Casi en todas
me siento identificado con el protagonista, y te pienso a ti como uno
de los personajes —sonríe—. En No se lo digas a nadie eres el actor,
en La noche es virgen eres mi Mariano, en El huracán lleva tu nombre
eres Sebastián…
—Explícame más, quiero entenderte —y le doy un beso apenas.
—Tendrías que leerlos para entenderlo.

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—Haz el intento, por favor, mi amor —le digo, en una súplica, y


no lo suelto.
—A ver, a ver… Sebastián es un personaje extraño, justo como
tú, es un actor famoso de telenovelas, sexy hasta la chingada, que
mantiene una relación secreta, a escondidas, con Gabriel, un presen-
tador de televisión que sueña con ser un escritor, pero Sebastián
mantiene una relación con una guapa chica, sólo por aparentar, para
que la gente no sepa que…
—Nunca me vas a perdonar lo de Fernanda, ¿verdad? —susurro,
en un hilo de voz.
—No hablemos de cosas feas, ¿sí? —dice, y tras un instante que
se me hace tremendamente largo, me suelta otra sonrisa.
Solamente alcanzo a balbucear un ok antes de que me vuelva a
besar, y éste es un beso largo, que avanza y se mueve despacio, un
momento que disfruta del mismo momento y no tiene prisas en
llegar a ningún lado, ni siquiera al orgasmo final, porque sé que lle-
garemos, y que tenemos todo el tiempo del mundo para recorrer ese
camino.
—Necesito tomar agua —dice de pronto, en un gesto, y sí, así es él.
Yo inmediatamente pongo un gesto compungido pero Gustavo
prefiere ignorarlo y mejor caminar rápido con dirección a la puerta,
y al estar en el marco, me hace una seña para que lo siga, y, faltara
más, voy tras sus pasos. Salimos al pasillo largo y vamos en silencio
hasta la sala y luego la cocina. Abre el refrigerador y toma una in-
mensa jarra de agua que, por el olor, sé que es de limón, toma un
vaso de cristal y, amable, con la mirada me pregunta si quiero yo
también, niego, pues es precisamente ese instante cuando siento la
boca más húmeda que nunca y la sed más satisfecha, pienso que es
porque acabo de beber su saliva.
—Soy como el gran pez, siempre tengo sed —dice cuando ya va
por el tercer vaso.
Luego de devorar sin miedos otro medio litro de agua, me pre-
gunta si no deseo nada de comer o beber, lo que sea. Yo le digo que
no y le extiendo la mano para que volvamos al cuarto. Al pasar por
la sala, me fijo de nueva cuenta en el piano que está un poco más

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allá. Le pregunto si él toca y me contesta que sí. Sólo eso podía faltar,
que fuera un virtuoso de la música.
—Toca algo, por favor —volteo para decirle, y señalo con un dedo
el piano que parece esperar algo o a alguien.
No dice nada. Camina rápido hasta llegar a sentarse frente al
instrumento de madera negra, levanta la tapa, toca un par de notas,
y luego de un jugueteo con arpegios a modo de preparación o calen-
tamiento, alza la cabeza y me mira.
—¿Alguna pieza en especial, gentil caballero? —me dice, sonrisa,
sonrisas hasta marearse.
—Tu favorita —y me acerco, y le acaricio el hombro y la mejilla
y el cabello, y luego doy un paso atrás para dejarlo trabajar, Gustavo
fija la mirada hacia abajo y pone de nuevo las manos encima del te-
clado, y yo pienso que lo va a acariciar solamente—. ¿Cuál es?
—Vals número 2 en do sostenido menor, opus 64, de Frederick Chopin
—dice, simple y majestuosamente, como un concertista que se dis-
pone a atacar a su público expectante.
Y comienza, primero como una melodía que avanza suave y que
es tocada apenas, unos sonidos que son como de seda o terciopelo,
un jugueteo entre las manos, a mi gusto esa parte se extiende dema-
siado, pero esos son los inconvenientes de la música clásica, hay pe-
riodos eternos que aburren y desesperan, en los primeros segundos
mientras él toca no me pasa eso, sin embargo tampoco la pieza me
atrae del todo, no me encierra y envuelve, pero me agrada, es dema-
siado… no sé, es brillante, irradia luz, y de pronto se vuelve coqueta
por un instante fugaz. Y pareciera que en ese momento vuelve a
comenzar todo, la velocidad aumenta, la fuerza aumenta, el volumen
aumenta, y ahora llena toda la casa, toda, como si no hubiera paredes
ni muebles, los dedos de Gustavo se desdibujan en la rapidez de la
música, y ahora comprendo por qué adora esa obra más que otras,
por qué es su favorita, es fácil entenderlo, la única razón es esa parte
que empieza más o menos cuando ya van cuarenta segundos de ese
vals, debo decir que a mí me pasa igual, el sonido me tiene de un ala,
me encanta, es como agua dulce derramándose desde el piano, feliz,
coqueta, amorosa, tremendamente juguetona, en notas agudas que
van corriendo, corriendo, volando y… Yo pensaba que los únicos

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valses que existían eran cursis piezas para orquesta donde las partes
del violín resaltaban melosamente y que eran bailados por las quin-
ceañeras y su séquito de chambelanes, amigos y familiares, en esas
mismas fiestas en honor de las quince primaveras. Ahora sé que no
es así. He comenzado a entender más profundamente, en el trance
del tiempo y el espacio que Gustavo crea con los dedos de las manos,
lo que es un vals, la forma. Todo se contrae y se decide en la parte
que toca la mano izquierda, en esos tres acordes que son tocados
para llevar y marcar el tan preponderante ritmo, esas notas que están
bañadas por una suerte de ligero staccato (esta palabra la conoceré
más tarde, por supuesto). Se ha borrado dentro de mí esa imagen de
los malos valses, ahora los valses son éste que oigo y nada más. De
repente, tras un silencio cortísimo, reinicia ese jugueteo delicioso
con las notas tan dulces y yo pierdo el hilo de la música y las notas
se entre confunden, pero siguen atrapándome. Otra cosa que nomás
entiendo de último momento: toda la obra es perfecta, incluso las
partes que al inicio no me gustaron por completo, esos pasajes sirven
para complementarlo, para hacer un vals entero y magistral. Ahora
ya no veo la música en sí, o al piano, lo veo a él, tocando, sí, sí, es un
pianista hecho y derecho, mi pianista personal y absoluto, que mue-
ve las manos con una agilidad que nunca antes había visto. En medio
de la locura de los sonidos y los silencios, de las notas y los sostenidos
a lo largo de todo el mar ordenado de teclas, la melodía sube y cae,
se hace más lenta y termina por acabar con un eco que resuena y
resonará para siempre. Pienso si aplaudir o no, me debato en la duda
instantánea: ¿hacerlo o reproducir el silencio? Gustavo no me da
tiempo de nada, se levanta de la silla y se posa junto a mí.
—Ahora comprendo por qué eres tan bueno con las manos…
—le digo con un guiño que es, completa y descaradamente, una
provocación.
Se aferra a mi cuerpo, y como siguiendo la música de ese vals
suyo y ya no de Chopin, nos movemos con dirección al pasillo lar-
guísimo, como senda hacia el destino perdido, girando como si
bailáramos, girando como en un vuelo por los aires, hasta ver la
puerta abierta del estudio viejo de madera oscura y olorosa, y luego
entramos a su cuarto, nada fuera del lugar desde que nos fuimos,

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todo sigue en obsesivo orden, como debe de ser. Combinando todo


lo que es en uno solo, el amante de las letras, el músico reprimido,
el ser humano que no se atreve a serlo, mi chico que se muere de de-
seo, Gustavo me arroja con fuerza a la cama y se pone encima de mí,
quitándose a empujones los zapatos, tomándome el rostro entre las
manos, besándome con fuerza y suavidad, ese beso que también es
todo, todo contraste, con él la vida es puro y eterno contraste. La
casa está sola, vacía por completo, y a las cuatro de la tarde nadie nos
escucha gemir mientras hacemos el amor.

Los ojos cerrados y el rostro con demasiada calma, tendido de lado,


con el cuerpo cubierto nada más por las sábanas más delgadas que
había sentido en su vida, él comenzó a oír las primeras interrupciones
del silencio, como si sólo ahora, en este momento, se hubiera des-
cubierto, o acaso inventado, la forma maravillosa de matar a la iner-
cia de los sonidos, un truco novísimo para crear las más sutiles notas,
para que nadie pensara que en este mundo permanecíamos siempre
estáticos, sin oír nada, sin sentir físicamente nada, sin ver más que
oscuridades impenetrables, solamente pensando y viviendo en la
mente. Primero, acomplejadas por ser los primeros sonidos que
habían salido nunca de cualquier parte, las notas del piano eran in-
terrumpidas, como si la senda de aquella música estuviera marcada
de tantos tropiezos. Luego, las corcheas, las fusas y todas las partes de
la melodía fueron tomando más fuerza, y empezaron a seguir su
camino sin ningún contratiempo, sin miedos, pero, eso sí, en un
volumen bajísimo, pian piano pianísimo piano pianisisísimo, apenas
audible para el silencio derrotado, y para ese mismo silencio que era
obligado a esconderse en los rincones y en las ausencias. Él no esta-
ba despierto pero ya no era víctima, o victimario, del dios del sueño,
ahora ese ser se movía, trastrabillando, amenazando con caer, en esa
zona difusa que es el duermevela, un estado imperfecto entre el
sueño y la vigilia donde el pensamiento estaba presente y los sentidos
también, pero no la razón; ese tiempo que era como una pantalla
donde se veían las más oscuras, o luminosas, profundidades de ese
ser que permanecía sobre la cama, como imitando el descanso de un

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Antequera o el paraíso

niño. Hubo un momento que pasó inadvertido: ese punto cuando la


música se adueñó de todo y regaló al lugar, a la vida o lo que fuere,
una totalidad que sólo existía mientras los sonidos del piano se des-
lizaban en el aire. El otro él había olvidado, ¿acaso inconscientemen-
te?, ¿quizás sabiéndolo todo?, que el primer él dormitaba en su alco-
ba y que había estado allí desde que cayó rendido luego de que
hicieran el amor a eso de las cuatro de la tarde, y por eso, por mero
y simple olvido, había empezado a tocar su piano sin preocuparse
por el volumen, sintiendo que la casa entera estaba sola, olvidada y
vacía, pues él, el otro, el que tocaba a un compositor romántico, no
había pegado el ojo ni un solo momento, aun cuando la mitad de las
fuerzas vitales se le habían ido en los jugueteos amorosos de cama,
y no porque no quisiera, era un ser que amaba perderse en la locura
onírica, sino simplemente porque no había podido, aunque lo había
intentado no lo había logrado, y había pasado varias horas recostado
al lado de otro hombre, pensando en tantas cosas, deseoso de fumar-
se un cigarrillo pero temeroso de hacerlo por miedo a despertar al
que reposaba junto a él, y así que había bajado a la cocina a leer
mientras el cielo cambiaba de tonos y se oscurecía, hasta que no pudo
contenerse de sentir las teclas, partes de un objeto lleno de infernal
coquetería, una tecla negra y la otra blanca hasta el infinito, bajo los
dedos de sus manos diestras en música clásica. En un instante el
primer él abrió los ojos y se mantuvo así un pequeño espacio hasta
que se cansó demasiado, como ese ser que busca seguir en el sueño
profundo y no puede mantener la mirada constante en el mundo y
termina por volver a su interna oscuridad de los ojos sellados, y poco
después, como si lo hiciera automáticamente, el hombre palpó en la
cama, bajo las sábanas y la colcha, buscando otro cuerpo al cual
asirse, al cual aferrarse, pero el sonido del piano le explicó, luego de
no entender el vacío, dónde estaba el chico que buscaba. Él pensó,
ojos de nuevos cerrados fácilmente, comparando la gran similitud
de la melodía que captaba a la que el otro él había tocado para él
hacía unas horas: Seguro es un vals de Chopin.

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Manuel del Callejo

LXXVII

—En realidad, me parece que ese tema de Nyman refleja exactamen-


te la pasión como sentimiento básico del hombre. Y volvemos a un
punto básico del que siempre hablamos: el erotismo estilizado como
fuerza creadora primordial.
—Sí, concuerdo contigo. Ahí Nyman se salió de sus propios lími-
tes: el tema principal de Ada es una pieza tan bella… Y la película en
sí es realmente buena; te recomiendo que veas los otros trabajos de
Jane Campion también, en especial el biopic que hizo de Keats.
—Lo tendré en cuenta… ¿Por qué fue que empezamos a hablar
de Nyman?
—Divagabas sobre el soundtrack apropiado para las calles de An-
tequera, Gustavo, y yo te pregunté por tu compositor preferido de
música para cine.
—Nyman, Morricone, Desplat, Williams, Glass, Zimmer, Maria-
nelli, Korzeniowski… Imposible elegir uno nada más.
—No me extraña que te encante el metal sinfónico entonces:
todas las influencias de esas bandas vienen de los scores cinematográ-
ficos; ya sabes, esa explosividad orquestal, el dramatismo tan expre-
sivo, las melodías de reminiscencias románticas… Y debo admitir
que me agrada, pero sencillamente creo que esta ciudad amerita otro
tipo de música ambiental.
—¿Cuál propones tú, Ignacio?
—Algo indie o una cosa por el estilo, ya sabes que yo soy un nos-
tálgico del sonido de las épocas pasadas: The Cure, The Smiths, Joy
Division, incluso puede que hasta Muse y Radiohead para no negar-
nos a lo actual.
—Debo confesarte que a veces, últimamente sobre todo, me da
por escuchar durante horas seguidas a Steven Wilson, The Church,

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Antequera o el paraíso

Bon Iver, Interpol, Yeah Yeah Yeahs! (sobre todo Maps) e incluso
Weezer, cosas más de tu estilo, pero en fin… Por puro morbo, ¿hay
algún artista pop que te guste completamente?
—Adele; me parece una diosa en todos los sentidos.
—Parece que estamos en polos opuestos cuando de gustos musi-
cales se trata: yo soy fan del metal, de los soundtracks y de la música
clásica, y tú eres más alternativo y punk y esas movidas indepen­
dientes.
—Ajá. Aunque no creo que nuestras preferencias entren en con-
flicto; vamos, a ninguno de los dos le gusta el pop plástico ni el reg-
gaeton.
—Exacto: hemos de tener algunas diferencias pero no es necesa-
ria ninguna guerra.
—Hablando de guerras, ¿ya les dijiste a tus padres lo que quieres
hacer?
—¿Lo de México?
—Y también lo del dinero de tu abuelo y los departamentos y
Andrés y todo eso.
—Más o menos: les dije que voy a estudiar Gestión Cultural en
la capital y prácticamente les valió madres; mi papá dijo que me
moriría de hambre y mi mamá no sabe realmente qué es eso así que
no se asustó demasiado.
—¿Y te van a pagar los estudios aunque no estén de acuerdo?
—Sí; tampoco es para que me dejen en la calle. Obviamente pre-
ferirían que estudiara algo como Relaciones Internacionales, pero no
me excomulgarán de la familia; sobre todo porque se los impide la
moral y les da miedo el qué dirán, más que por falta de ganas.
—¿Catalina qué va a estudiar?
—Derecho, creo. En Puebla, o quizás en la Libre.
—¿Y sí les dijiste lo del dinero?
—El abuelo les dijo que me había adelantado una parte de su
herencia y que yo iba además a empezar a usar lo que me dejó la
abuela y lo que sale cada mes de las rentas. Como ya soy mayor de
edad, no pueden decir ni hacer nada; y como todo el dinero está a
mi nombre…
—¿Tus padres conocen a Andrés?

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Manuel del Callejo

—Sí… Aunque piensan que es mi amigo.


—¿Y son más felices en su ignorancia?
—Bastante; de todas maneras algún día se tendrán que enterar
que mi plan es irme a vivir con él en México. Tal vez así, o tarde o
temprano, se darán cuenta de la realidad.
—¿Y no crees que digan nada?
—No sé… Nunca han opinado de mi vida, ¿por qué tendrían que
empezar a hacerlo ahora?

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Antequera o el paraíso

LXXVIII

Soneto de la dulce queja

Federico García Lorca

Tengo miedo a perder la maravilla


de tus ojos de estatua, y el acento
que de noche me pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.

Tengo pena de ser en esta orilla


tronco sin ramas, y lo que más siento
es no tener la flor, pulpa o arcilla,
para el gusano de mi sufrimiento.

Si tú eres el tesoro oculto mío,


si eres mi cruz y mi dolor mojado,
si soy el perro de tu señorío,

no me dejes perder lo que he ganado


y decora las aguas de tu río
con hojas de mi otoño enajenado.

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Manuel del Callejo

Gacela del amor desesperado

Federico García Lorca

La noche no quiere venir


para que tú no vengas,
ni yo pueda ir.

Pero yo iré
aunque un sol de alacranes me coma la sien.

Pero tú vendrás
con la lengua quemada por la lluvia de sal.

El día no quiere venir


para que tú no vengas,
ni yo pueda ir.

Pero yo iré
entregando a los sapos mi mordido clavel.

Pero tú vendrás
por las turbias cloacas de la oscuridad.

Ni la noche ni el día quieren venir


para que por ti muera
y tú mueras por mí.

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Antequera o el paraíso

El amor duerme en el pecho del poeta

Federico García Lorca

Tú nunca entenderás lo que te quiero


porque duermes en mí y estás dormido.
Yo te oculto llorando, perseguido
por una voz de penetrante acero.

Norma que agita igual carne y lucero


traspasa ya mi pecho dolorido
y las turbias palabras han mordido
las alas de tu espíritu severo.

Grupo de gente salta en los jardines


esperando tu cuerpo y mi agonía
en caballos de luz y verdes crines.

Pero sigue durmiendo, vida mía.


¡Oye mi sangre rota en los violines!
¡Mira que nos acechan todavía!

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Manuel del Callejo

Soneto de la guirnalda de rosas

Federico García Lorca

¡Esa guirnalda! ¡Pronto! ¡Que me muero!


¡Teje deprisa! ¡Canta! ¡Gime! ¡Canta!
Que la sombra me enturbia la garganta
y otra vez y mil la luz de enero.

Entre lo que me quieres y te quiero,


aire de estrellas y temblor de planta,
espesura de anémonas levanta
con oscuro gemir un año entero.

Goza el fresco paisaje de mi herida,


quiebra juncos y arroyos delicados.
Bebe en muslo de miel sangre vertida.

Pero ¡pronto! Que unidos, enlazados,


boca rota de amor y alma mordida,
el tiempo nos encuentre destrozados.

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Antequera o el paraíso

LXXIX

Un jueves, entre siete y ocho de la mañana. Como repitiendo la ru-


tina de todos los días, Inés ha vuelto a dejar su auto en el estaciona-
miento del colegio y ha venido caminando al salón sin mucha prisa.
Trata de no pensar demasiado porque aún trae el sueño instalando
en los ojos, abiertos de puro milagro. Entra al salón siguiendo los
pasos de la costumbre. Y ahí, en algún lugar perdido al fondo, Gus-
tavo Palacios, enfocado en el iPod que tiene entre los dedos y en el
libro abierto que sostiene con las manos. Inés sabe que no podría
oírla, que de seguro el sonido de aquel aparato le inunda las entrañas
en este momento. Ella se desespera con el silencio que se apodera
de la escuela a esa hora del día y empieza a agujerear al chico con la
mirada; nunca han hablado gran cosa a pesar de haber cursado la se-
cundaria juntos. Y de pronto el tiempo parece detenerse, el efecto
natural del abandono a mirar las manecillas del reloj, los segundos
que extienden su agonía en un terrible decrescendo. Gustavo mueve
bruscamente la cabeza y sus audífonos caen al suelo sin quererlo,
dejando un pequeño zumbido instalado en el aire.
—Por puro morbo: ¿qué escuchabas? —pregunta Inés y su voz
resuena tan fuerte en el aula por la ausencia de personas.
—Janis Joplin, ¿la conoces?
—Es una broma, ¿verdad?
—No…
Inés se ha inclinado para observar mejor a Gustavo, que ha frun-
cido la frente y las cejas y le ha devuelto la mirada con el mismo
ímpetu.
—Janis es como mi amor platónico. Qué mujer tan sensual; con
su gran voz y sus gestos de rebeldía contra todos. Es una pena que
haya muerto tan joven.

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Manuel del Callejo

—Te entiendo. A mí también me fascina Janis —y sonríe.


—No pensé que nadie la oyera en esta escuela aparte de mí.
—Yo creía exactamente lo mismo. No es que la oiga demasiado,
pero ando en mi momento hippie del mes.
Gustavo ha puesto de nuevo en su lugar uno de los audífonos y
ha dejado el otro oído libre para lo que pueda decir Inés. Por un
momento el chico cree estar en una alucinación producto de sus
desvelos: jamás imaginó que una chica como Inés pudiera conocer
algo más que mtv. Y el silencio, suave y cadencioso, que se apodera
de todo, como cuando él tenía los audífonos puestos para aislarse de
todo lo tangible.
—¿Puedo saber qué lees? —pregunta al fin Inés.
—Yukio Mishima —responde y le enseña el libro abierto—. Aun-
que justo acabo de terminar algo de Sergio Pitol antes de que tú
llegaras.
—¿Y me los recomendarías?
—Claro que sí: son excelentes, ambos.
—¿Alguna otra cosa rescatable que hayas leído en los últimos días?
—Hace un par de días terminé a Virginia Woolf, y me parece una
prosista perfecta.
—Eres una persona interesante, ¿sabes? —dice Inés de pronto.
—¿Por qué lo dices? —interroga Gustavo, jugueteando distraída-
mente con una pluma.
—No lo sé a ciencia cierta, eres un poco como de otro mundo,
pero a la vez, no sé, me pareces muy sencillo, humano.
Gustavo la mira con la boca como una línea recta. Inés lo mira
con la boca curvada en una sonrisa.
—¿Te gustaría salir conmigo uno de estos días?
Ella pierde la sonrisa y sus ojos se hacen más grandes, como si
quisiera ver con más luz todas las cosas, como si quisiera captar con
mayor nitidez la imagen del otro chico invitándola a salir. Sí, ese
chico extraño y silencioso, el hermano tímido de Catalina, el que
nunca habla en las clases y evita a casi todas las personas.
—Es que yo… —balbucea sin saber qué decir por el asombro.
—Tranquila; no sería nada; ni de lejos, una cita: yo sé perfecta-
mente que tienes novio, es más hasta conozco un poco a Renzo, y si

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Antequera o el paraíso

te soy sincero, francamente no estoy para nada interesado en ti en


ese sentido —aclara Gustavo, volviendo a sonreír, con la voz tran-
quila y risueña que casi siempre tiene, esa voz que suele parecer
llena de coquetería—. Y si tienes dudas de mí, pide referencias por
ahí. No soy tan mala persona, creo, y tampoco soy un violador, al
menos no uno de chicas lindas como tú, si me permites la audacia.
El silencio no dura mucho aquel nuevo jueves entre siete y ocho
de la mañana.
—¿Hoy saliendo de la escuela estaría bien? —dice Inés con una
sonrisa inevitable.

—No me digas que tú también vienes a Nuevo Mundo… —dice


Gustavo.
—Sí, ¿qué tiene?
—No, nada; sencillamente no pensé que nadie de la escuela vi-
niera a este lugar —explica, mientras con un gesto de la mano le cede
el pasó a Inés—. Yo soy un adicto a este café: todos sus bocados son
mi perdición.
—Yo más que nada vengo por el espresso, aunque reconozco que
en un buen momento soy capaz de comerme varios panes de pláta-
no —sonríe Inés mientras camina.
—Por no hablar de los brownies y los roles de canela y los crois-
sants rellenos de chocolate —añade Gustavo, mirándola, preguntán-
dole con los ojos dónde se sentarán—. Lamentablemente no como
todo esto tan seguido como me gustaría: no puedo morir tan joven
en una orgía de azúcar y orgasmos en el paladar.
—¿Te da miedo la muerte? —pregunta Inés, siempre sonriente,
sentándose en una mesa para dos al fondo del lugar.
—En absoluto; yo estaría encantado de morir, pero tengo cosas
por hacer antes —dice él con total firmeza.
—¿Proyectos? ¿Familia e hijos? ¿Qué exactamente?
—Dudo algún día dejar descendencia en este mundo; no soy tan
cruel como para condenar a alguien a la existencia —Gustavo jugue-
tea con sus manos—. Pero sí, podemos decir que tengo uno que otro
proyecto por delante.

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Manuel del Callejo

—¿Cumplir alguna meta? ¿Acabar una gran obra? ¿Sembrar un


árbol?
—Sonará excesivo, pero quizás tratar en vano de descubrir por
qué el amor, cuando pasa por la razón, deja de ser amor y se convier-
te en literatura.
—Lo sabía: tú eres algo así como escritor —sonrisa, luego se
acerca el mesero a dejarles la carta.
Gustavo asiente; quedan de verse al otro día en el mismo lugar,
para tratar de terminar la conversación a la que ya dan por hecho
que es imposible encontrarle un fin.

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Antequera o el paraíso

LXXX

Tengo que contarles a Vuestras Mercedes la historia de Catalina


Palacios, anécdota estrictamente verídica que tantas veces oí contar
a los hombres de mi pueblo, y cuyo estudio era completamente im-
prescindible para aquellos que anhelaran descubrir los secretos de
las Bellas Artes. Pues bien, Catalina era una muchacha lindísima,
nacida bajo las lunas de noviembre y portadora por eso de una ex-
traña enfermedad de la que poco se sabía: ella leía y vivía, o vivía
leyendo, pieza fundamental del río literario que nunca detenía su
fluir. Es por esa cuestión difícil que la niña Catalina evitaba la cerca-
nía con los libros. Pero la vida da muchas vueltas y Catalina, por
meros azares del desatino, ha le leído algunas obras que en breve
mencionaré, con la intención de ilustrar más este relato de su en­
fermedad. Cuando Catalina leyó Cien años de soledad, su hermano la
encontró elevándose al cielo desde la terraza de su casa mientras
tendía a secar las sábanas limpias; volvió al atardecer sin decir una
palabra. Cuando, siendo sólo una niña pequeña, leyó a Günter Gras,
Catalina dejó de crecer y por las noches el ruido de un tambor no
dejaba dormir a nadie. Lo que paso cuando leyó a Anaïs Nin no es
algo que pueda contarse en horas diurnas, disculpe usted. Cuando
leyó a Rulfo, Catalina se apareció al desayuno familiar vestida con
ropa de manta y huaraches y hablando de irse a Comala a buscar a
su padre, un tal Pedro Páramo. Cuando leyó a Bolaño se lanzó a
buscar poetas perdidos a la sierra. Cuando leyó Lolita llamaron de su
escuela diciendo que tenía aterrados, y encantados, a todos los maes-
tros; sabiamente y viendo el peligro que corría, su hermano se abs-
tuvo de prestarle Ada o el ardor. Cuando leyó a Murakami, la chica
empezó a hablar japonés y a no volver a la hora de dormir. Tras una
lectura de Cervantes, empezó a tocar a la puerta un hombre ya ma-

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Manuel del Callejo

yor que preguntaba por una gran señora, Catalina del Toboso, oriun-
da de la región y las tierras ibéricas (allá la Madre Patria, allá en el
Viejo Mundo). En una segunda lectura de García Márquez, la casa
se apestó a guayaba. Cuando leyó a Borges, Catalina se hizo dueña
de una memoria pródiga, capaz de recordarlo todo, cada instante del
recuerdo, cada partícula del pasado, todo y absolutamente todo. Y
cuando profundizó en Borges, la chica casi muere en una pelea a
cuchillo afuera de una cantina sureña. Un cuervo empezó a merodear
su ventana mientras estudiaba la literatura norteamericana del siglo
xix. Cuando leyó Arráncame la vida, se fue a conocer el mar con un
hombre de mala reputación llamado Sebastián Miranda. Cuando leyó
a Pizarnik, sus padres tuvieron que contratar una enfermera que la
vigilara día y noche, no fuera que pasara algo trágico. Con Vargas
Llosa ella empezó a tener un acento insoportable de chilenita, ¿o no,
niño bueno? Y al paso de un bestseller, su cuarto se llenó de diseños
de catedrales medievales. En una de sus últimas lecturas conocidas
de Gabo, Catalina rompió los focos de la casa y se puso a nadar en
luz. Dicen que su hermano, mellizo suyo además, menor que ella
por sólo cincuenta y siete segundos, y un escritor en ciernes, tuvo
que huir de la casa por miedo a que su hermana leyera alguna vez
una línea de sus textos y se trastocara para siempre la relación sutil
que hay entre la vida y la página.

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LXXXI

XIII. Dance of the Swans. Act II. Swan Lake (ballet),


op. 20
Piotr Tchaikovsky
Arreglo para piano solo de Nikolai Kashkin

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LXXXII

A veces Andrés y yo jugábamos. Exactamente como Jacinto y Apolo


jugaban a lanzarse el disco, pero diferente. Andrés y yo jugábamos
a comernos las bocas, a devorarnos las orejas, a nadar en los ojos del
otro, a salir de campamento al bosque de nuestras cabezas. Jugába-
mos a inventar perfumes que reprodujeran el olor de nuestra piel
sudorosa, a componer sinfonías que fueran iguales a los suspiros que
dejábamos votados por toda la cama a la hora de hacer el amor.
Aunque por supuesto que antes de hacer todo esto, tuve que
enseñarle a Andrés el delicado arte de capturar olores y embotellar-
los para siempre, y solamente por eso tuvimos que irnos a Francia a
estudiar la destilación de aceites naturales, la maceración de hierbas
y frutos, únicamente para tener idea de cómo componer las notas
de una fragancia sublime. Y volvimos con las manos oliendo a lavan-
da, la nariz asqueada de tanto jazmín, la piel de la planta de los pies
hecha de pétalos de rosas y las piernas de maderas exóticas de sán-
dalo y canela. Pero al final, como Jean-Baptiste Grenouille, mi chico
y yo logramos nuestro objetivo: unas gotas doradas de esencia de
Andrés Camargo, un hilillo líquido de perfume de Gustavo Palacios.
Y bañamos nuestra carne con esos elíxires; aspiramos, aspiramos
hasta volvernos locos de éxtasis y de locura.
Y a veces jugábamos, también, a la insana vorágine de la música
clásica, un género que Andrés tuvo que admitir en su vida por la
fuerza, pues yo en cualquier momento del día podía atacarlo de
pronto con un concierto de piano a todo volumen. Y esto, hay que
ser claros, terminó por llevarme a mí a buscar vagamente el camino
de la composición, y a arrastrarlo a él conmigo en el proceso.
Tampoco está de más decir que antes de dejarme llevar por el
desbocado estruendo interno que me corroía, y que acabó por con-

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tagiarlo a él igualmente, tuve que darle clases de música a Andrés.


El pobre no sabía absolutamente nada de aquello, no reconocía un
Do de un Si, no tocaba hábilmente ningún otro instrumento que no
fuera su propio miembro erecto, se espantaba con la sola visión del
teclado de un piano y tenía unos gustos espantosos que no salían de
lo electrónico que hoy en día la juventud idiotizada se atreve a llamar
música. Le enseñé a colocar sus dedos no demasiado grandes en cada
una de las ochenta y ocho teclas del mundo, y a no temer a esos
monstruos voraces que son los pianos de cola. Aprendió a distinguir
el sonido de un fagot y a diferenciarlo del de un oboe o un clarinete.
Conoció de mi boca las vidas de Bach, Mozart, Beethoven, Chopin,
Brahms, Debussy, Tchaikovsky, Saint-Saëns, Wagner, Rachmaninoff,
Mahler, Shostakóvich, Stravinsky, Prokofiev y tantos más; pero no
quise empezar con los compositores latinoamericanos del siglo xx
porque tampoco era para tanto, aunque bien pudo mi Andrés apren-
der de Ginastera, Piazzolla, Revueltas, Chávez, Villa-Lobos, Márquez,
Romero y Castellanos. Terminamos por encontrarnos dirigiendo las
mejores orquestas de todo el mundo desde la cama, sin salir del es-
condrijo de entre las sábanas. Yo le dediqué una sonata para piano y
él me dedicó de vuelta su primer chiflido. Le escribí un cuarteto para
cuerdas y él dijo que mi risa le había inspirado una bagatela, en la
que creí distinguir la cadencia de una chacona. Compuse una ópera
en su honor y Andrés tocó para mí toda la noche mis piezas favoritas.
El final de mi obra musical llegó con la sinfonía que le dediqué, divi-
dida en cuatro movimientos: un andante para sus ojos, un adagio
por sus labios, un moderato de sus manos y un allegro en nombre
de sus muslos y sus piernas. Todavía recuerdo tan clara su expresión
cuando él me enseñó la partitura final de su propia sinfonía. Yo le
dije que no se podía escribir de mí si no era en Do Menor o tal vez
hasta en Si Mayor, pero jamás en otras tonalidades. ¿Y lo que has
cambiado por mí?, me dijo. Su sinfonía en Mi Menor (con variaciones
a Fa Mayor) fue, en el peor de los casos, perfecta.
A veces Andrés y yo jugábamos. Jugábamos a ser chefs expertos,
encerrados en la cocina minúscula de nuestro departamento de la
calle de Jacobo Dalevuelta, fascinados los dos por las esculturas de
queso Philadelphia que habíamos visto en un programa de la tele. Y

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Manuel del Callejo

por la cercana posibilidad de construir de nuevo nuestros cuerpos


con ladrillos de frutas y cementos de chocolate antequerano. Pero
ésa, la memoria de cómo Andrés y yo nos esculpimos y horneamos
en trozos de fresa y azúcar, sólo para devorarnos el uno al otro con
lenguas gigantescas, ésa es otra historia.

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LXXXIII

Me he propuesto escribir sobre ese tal Andrés, a ver si de esa forma


logro entender, al descubrir un improbable milagro literario, qué es
lo que tiene tan perdido a Gustavo; me habla de él, me cuenta de su
vida, me explica minuciosamente algunos detalles, como si tuviera
que justificar ante mí su atracción o no sé qué cosa. Sí, es guapo,
aunque no demasiado; más bien puede ser considerado atractivo.
Algún tiempo pensé que quizás la de ellos era una relación mera-
mente física, una simple repetición de orgasmos apresurados hasta
el infinito, porque Gustavo tiene lo suyo, y el famoso Andrés es
unánimemente considerado como un símbolo sexual (o casi, porque
esa unanimidad se reduce a ciertos círculos sociales de mi escuela
que yo la verdad no frecuento). Así que un día me interné en ese
pantano cavernoso que es el Facebook, y lo vi. La de Andrés no es
una de esas bellezas desgarradoras que probablemente hasta a mí
(soy un artista, no hay excusa, admiro la belleza en todas y cada una
de sus formas) me hubiera envenenado y carcomido hasta el alma.
Su caso, en definitiva, no es el de Remedios Buendía; más bien es el
de Estefanía, la prima, la puta, la de Del Paso, la que Del Paso nos
hace ver como un ser más de a pie, común y corriente, pero un ser,
también, endemoniada, divinamente hermoso a los ojos de alguien.
Por eso me he propuesto gastar un par de líneas en ese tal Andrés,
esperando no convertirme, al final, en un cronista de calles y silencios
ajenos.

—Déjame decirte, querido Gustavo, que esta semana he tenido un


sueño de lo más extraño: un buen día me llamaba un muchacho
queriéndome contratar para adaptar al cine una de tus novelas, es-

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pecíficamente Ciudad de cantera. No sé si tengas planeado escribir un


libro de título semejante: culpa en todo caso a mi subconsciente. En
aquel sueño, luego de charlar contigo, yo aceptaba el trabajo. Re-
cuerdo lo que me decía el tipo por el auricular del teléfono: “Usted
nos parece el único capaz de hacerlo: no sólo por su experiencia en
cine o porque sus propios libros comparten gran cantidad de esce-
narios y temáticas con la obra de Palacios, sino por la amistad que lo
une a él de tantos años”. De pronto me encontraba enclaustrado en
una habitación que no reconocí, con un gran ventanal frente a mí,
un ventilador, un café y un cigarrillo, escribiendo a máquina (no sé
por qué a máquina, no me preguntes), con una expresión de frustra-
ción y esfuerzo en la cara que nada concordaba con la tranquilidad
y fluidez que sentía en el pecho. Lo siguiente que recuerdo es estar
parado en medio del parque Conzatti, de nuevo un vaso de café en
la mano, observando en silencio a toda una infraestructura cinema-
tográfica grabar una escena determinada; y yo tenía las hojas del
guión en la mano libre. Es curioso, pero el actor que contrataban
para interpretar a Andrés era Josh Hutcherson, quien seguía siendo
el mismo joven que es ahora, incluso aunque yo fuera un hombre ya
de canas. ¿No te parece fascinante la autocomplacencia que dan los
sueños? Tanto tú como yo éramos escritores reconocidos… Sí, sí, la
novela era acerca de tu relación con Andrés… No sé, era más o me-
nos lo que ha pasado en la vida real. Y debo confesar que al final, en
la película, veía unas escenas que no sé si has vivido o imaginado de
verdad. Por ejemplo: la habitación de Gustavo, la música muy fuer-
te, Toxicity de System of a Down, él echado en la cama sin nada que
hacer y llega Andrés, no pueden hablar por el volumen tan alto pero
aun así Gustavo, divertido con el asunto, se niega a calmar el ruido,
ambos ríen y, como no pueden hacer otra, terminan besándose. Otra
que recuerdo ocurre en el interior de un carro: Gustavo va manejan-
do y pone Disorder de Joy Division, poco a poco empieza a cantar y
a seguir el ritmo de la canción con los dedos sobre el volante, mien-
tras tanto Andrés sólo lo mira y sonríe como pensando. La última
fue una de las cosas más bizarras que me ha tocado ver nunca, sobre
todo porque al tener más participación en la historia real de lo que
sería prudente, la exposición adquiere casi un toque de pudor perso-

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nal: Andrés y Gustavo pasan la tarde solos en casa del primero, en


un determinado momento previo a la algidez de su virilidad combi-
nada, el joven escritor enciende un estéreo y Michael Jackson inunda
el lugar (ah, los gustos musicales de la madre de Andrés), Gustavo
entonces comienza a bailar Beat it para el deleite sólo del otro mu-
chacho, lo que posteriormente acabaría llevándolos al camino irre-
mediable del sexo. Ahora, pensándolo bien, el momento también
hace sentido con Rock Dj de Robbie Williams de fondo… Como
fuere, querido Gustavo, ya ves qué sueños los míos.

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Manuel del Callejo

LXXXIV

Se aproxima el invierno: todo lo que podamos sentir estará tocado


por un aura de falsa infinitud a causa del frío, y el tiempo correrá
muy lentamente por entre las manos que se frotan buscando apresar
el calor. Aquí en Antequera no existe el romanticismo que pintan la
nieve y la visión de un bosque bañado de blanco: no conocemos otra
cosa que no sea el viento gélido y seco. El frío, entonces, se lleva en
el alma; por eso las tazas de chocolate caliente y la letanía de las
posadas. ¿No ves allá el paisaje hecho sólo de frases y la ciudad silen-
ciosa? ¿Qué otra cosa mirar en este punto en el que nos hemos de-
tenido para ver correr el viento? Ante y bajo nosotros, se extiende la
ciudad y el mundo particular que es en realidad Antequera, con sus
trazos en cuadrados perfectos y sus iglesias que sobresalen en el es-
pacio. Desde aquí, un mirador en mitad de la montaña más próxima,
todo parece perfectamente alcanzable con la mano extendida. A
nuestras espaldas, una estatua de Juárez nos señala la profunda línea
del cielo. El carro nos espera a unos cuantos pasos pero no nos mo-
vemos; de alguna forma el frío nos inmoviliza contra el abismo y no
contra la avenida que pasa por el monte. Siento el aire afilado que
desdobla la piel, que va metiéndose entre los poros para helar la
sangre y dejar agarrotado un cuerpo contra otro cuerpo. Dime,
Andrés, dónde me tienes sostenido ahora entre tus brazos, si Ante-
quera o el paraíso. El paraíso en el último suspiro antes de arrojarse,
de dejarse caer sobre la piscina helada que llamamos invierno. Pien-
so en las iglesias y en los edificios de cantera colonial que resisten el
cuchillo del aire sin revelar los secretos de la gente que esconden
detrás de sus paredes, esos hombres que se miran entre ellos con las
manos en los bolsillos y sin decir nada. Pienso también en el frío, en
el invierno próximo, en esa prisión apacible en que se transforman

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Antequera o el paraíso

las casas. Y luego le digo a Andrés que volvamos al auto, las mejillas
de ambos sonrosadas por al abofeteo del viento, que bajemos al
departamento, que vayamos a tomar esa ciudad que chocaba contra
los dedos extendidos de nuestra mano alzada, que no olvidemos el
viento tan propio de este mundo.

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Manuel del Callejo

LXXXV

Dos cuerpos frente a frente


son a veces dos olas
y la noche es océano.

Dos cuerpos frente a frente


son a veces raíces
en la noche enlazadas…

Octavio Paz

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Antequera o el paraíso

LXXXVI

Suena el teléfono.
—¿Andrés?
—Sí.
—Soy yo.
—¿Gustavo? ¿Dónde estás?
—En el departamento.
—¿Pasó algo?
—Hablé con mis padres; voy a vivir solo un tiempo…
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Digamos que no tomaron muy bien nada de lo que les dije.
—¿Lo de irte México y estudiar lo que quieres?
—Sí, y también les dije que estoy contigo… Papá se puso a gritar
como idiota y me dio un puñetazo en la mejilla y luego se peleó con
el abuelo, casi llegan a los golpes…
—Mierda. Pero ¿tú estás bien?
—Sí, sí: sólo tengo un moretón espantoso.
—¿Cuándo fue todo esto?
—Ayer por la tarde. Me salí de la casa y vine a pasar la noche aquí
al depa.
—¿Por qué no me habías hablado?
—No te enojes; quería estar solo un rato.
—Voy para allá.
—Ok.
—¿Hay alguien contigo allí?
—Sólo Cata, pero ella pues ya sabía, y mi mamá le pidió que vi-
niera a hablar conmigo.
—¿Quiere que regreses a tu casa?

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Manuel del Callejo

—No exactamente, me mandó decir que le va a dar dinero a Cata


cada mes para que me lo pase, para la colegiatura y esas cosas.
—¿Entonces vas a seguir yendo a la escuela?
—Estamos a tres meses de terminar, no puedo dejarlo.
—¿Tu mamá no se molestó?
—No sé, solamente se puso a llorar… Lo del dinero es a escondi-
das de mi papá así que creo que no se lo tomó tan mal.
—¿Y no te asusta la idea de vivir solo, amor?
—No. Tengo dinero suficiente para vivir bien varios años, por lo
de los abuelos y así, y en realidad siempre he pasado gran parte de
mi tiempo solo.
—Siento mucho lo de tu familia.
—Tarde o temprano iba a pasar así que…
—Siento que es mi culpa.
—No, Andrés, yo siempre fui el que habló de no mentirle a nadie
acerca de nosotros.
—Quizás todo hubiera sido más fácil si seguía siendo un secreto
a voces.
—Tal vez, como quiera ya es tarde para arrepentirnos.
—Sí.
—He estado pensando que quizás tú…. quieras venirte conmigo
y pues… ya que pensamos irnos juntos a México después…
—¿Vivir contigo?
—Sería sólo por unos días, en lo que se acaba la escuela.
—Me encantaría.
—Ok…
—Voy saliendo para allá.

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Antequera o el paraíso

LXXXVII

Si me lo preguntan, diré que sí. Quise a Andrés con toda mi alma.


Pero no me pregunten por qué.1

1
Guiño a Temporada de caza para el león negro de Tryno Maldonado, en la cual una frase similar se
repite a modo de capítulo, modificándose apenas, durante varias veces a lo largo de la novela. He-
rencia claramente nabokovniana, Palacios era adepto a este tipo de juegos literarios: es posible
encontrar en su obra una incontable cantidad de guiños y referencias a los más variados textos. Fiel
a su creencia tantas veces expresada de que el escritor no es nada sin sus influencias, el autor mues-
tra su agradecimiento por la experiencia regalada a él en su papel de lector haciendo este tipo de
alusiones, casi imperceptibles en su gran mayoría para el lector común. [N. del e.]

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Manuel del Callejo

LXXXVIII

Querido hermano:
Nunca sé bien qué regalarte el día de tu cumpleaños, y tú en cambio
siempre me sorprendes con algún detalle fascinante y de lo más inesperado.
Debo confesarte que cuando éramos niños detestaba que hubiéramos nacido
el mismo día porque me chocaba tener que compartir las fiestas contigo: yo
quería la atención sólo para mí y tú eras un antisocial de lo peor. Pero ya
no, ahora me gusta esto de compartir cumpleaños.
Iba por Liverpool uno de estos días y vi el primer tomo de la saga en la
que se basa la serie de Juego de Tronos, me pregunté si ya lo tendrías y,
como es imposible saber contigo, te lo compré. Recuerdo las noches que pa­
samos juntos viendo la serie por hbo. Incluso una vez me dijiste que Renly
Baratheon (¿se escribe así?, como sea) te parecía el hombre más gua-
po de la Tierra y yo no pude dejar de reírme. :)
Traté de comprarte algo más intelectual pero te digo que contigo nunca
se sabe. Aun así sé que sabrás apreciar el esfuerzo, aunque sea literatura
comercial o como sea que le digan tus amigos literatos mamones. Eres la
única persona que conozco que se emociona cuando le regalan libros gordos,
así que espero que lo disfrutes.
Feliz cumpleaños.
Te quiere demasiado,
Catalina

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Antequera o el paraíso

LXXXIX

Meto la llave en el cerrojo. Andrés está detrás de mí. Hay silencio.


Como si antes de abrir la puerta y penetrar en el misterio, los violines
del suspenso se elevaran in crescendo hasta lastimar los oídos. Pero la
ausencia de sonidos y de vibraciones en el aire, es perfecta. Entramos.
De pronto pienso que cambiar de residencia nos adelanta un paso en
ese interminable ir y venir de lo que somos a lo que seremos. Yo no
sé lo que seremos tú y yo, Andrés. Poco le hemos añadido al depar-
tamento IV: no hay nada nuevo a primera vista, sigue casi igual que
cuando yo lo usaba para escapar de mi casa algunas noches. Extra-
ñamente, en este momento, no siento la voz de mi madre en la ca-
beza reprochándome algo infinito. Andrés deja sus maletas en medio
de la sala. Tantas cosas, traídas antes en cajas de cartón o traídas
justo ahora en la masa líquida de los sueños, nos esperan en el cuar-
to, ya todo perfectamente acomodado.
—Supongo que ya ninguno de los dos podemos echarnos para
atrás —dice Andrés.
—¿Tú te arrepientes de algo?
—No.
Me echo sobre uno de los sillones.
—¿Quieres ver una película?
Las facciones de Andrés dicen que sí mientras se sienta a mi lado,
ambos solos en mitad de la casa. Enciendo un pitillo antes de encen-
der la televisión; él lo sostiene mientras yo busco alguna película
entre todo el mar de cine que tengo dentro un cajón. Con un gesto
le pregunto qué le apetece y él me dice que lo que sea. Yo tomo
cualquier cosa y la pongo para luego volver al sofá y a su abrazo. No
decimos nada mientras corre el tiempo.
El cabello negro de Andrés es una cosa extraña: invita a desorde-

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Manuel del Callejo

narlo. Me inclino sobre su cabeza y le doy un beso en la mejilla (él


recarga esa misma cabeza sobre mi hombro). No decimos nada: hay
que preservar el silencio que hemos mantenido la última hora, un
poco de respeto por esta ausencia sacra de sonidos.
—¿Ya viste la última?
—¿Ah?
—De Crepúsculo, la última película.
—Ah, sí… la primera parte de Amanecer.
—¿Te gustó?
—Sí; Robert Pattinson ya sabes que me encanta y ahí se ve tan…
Fui a verla con Cata, creo. ¿No fue la vez que te vi en el cine e ibas
con tu súpernoviecita?
—No sé…
—Ya me acordé: no, la película salió a mediados de noviembre y
tú dejaste a la susodicha en Muertos, así que por fechas al menos eso
no es posible.
—Para que no digas que no te quiero hasta la corté… Y tú en
cambio todo soñado viendo a Edward Cullen, cabrón.
—Es que, Andrés, ese hombre está para morderlo por todos lados,
como diría Bayly.
Lo veo alzar la ceja izquierda en un signo de no sé qué reprobación
o coquetería.
—Bueno pues, si no quieres no… —le digo.
Él sonríe y luego aprieta más su brazo grueso contra mi cuerpo,
rodeándolo. Vuelve por un momento la vista al televisor donde Bella
Swan conversa con un mal herido Jacob Black, hablando los dos de
luchar contra un eclipse; todo mientras yo voy quedándome dormi-
do, derrotado al fin por aquel día tan largo que viene a acabar, la
oscuridad afuera, la noche ya completa, en este momento donde
Andrés y yo perdemos un poco el tiempo que nos queda, viendo
vampiros guapos en nuestra primera noche en aquella casa que la
vida ha puesto para nosotros.

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Antequera o el paraíso

XC

Dans le vieux parc solitaire et glacé


Deux formes ont tout à l’heure passé.

Leurs yeux sont morts et leurs lèvres sont molles,


Et l’on entend à peine leurs paroles.

Dans le vieux parc solitaire et glacé


Deux spectres ont évoqué le passé.

—Te souvient-il de notre extase ancienne?


—Pourquoi voulez-vous donc qu’il m’en souvienne?

—Ton coeur bat-il toujours à mon seul nom?


Toujours vois tu mon âme en rêve? —Non.

—Ah! les beaux jours de bonheur indicible


Où nous joignions nos bouches! —C’est possible.

Paul Verlaine

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Manuel del Callejo

XCI

—Ay, Gustavo… Disculpa la tardanza: te juro que ni me di cuenta


cuándo se me hizo tan tarde viendo tonterías allí en el centro…
—No te preocupes, Fátima, tranquila: no te retrasaste ni quince
minutos, y como yo estaba aquí afuera leyendo desde hace rato (úl-
timamente cómo me gusta venir a leer acá al Conzatti por las tardes),
ni había visto la hora.
—Por cierto, en el camino me encontré a tu amigo ese tan ado-
rable, Nato, y lo saludé y me preguntó si te iba a ver pronto y yo le
dije que sí y me pidió que te diera esto y que te dijera que luego
hablaba contigo.
—Ah, sí, gracias…
—¿Puedo preguntar qué es?
—No es nada, unas películas que le presté la semana pasada.
—A ver… ¿De qué tratan?
—Las dos son adaptación de novelas de un escritor inglés que me
gusta mucho, se llama Christopher Isherwood: A single man, que es
como su trabajo más reconocido, y Christopher and his kind, que es su
autobiografía.
—¿Tú no ves ninguna película si no tiene hombres desnudos en
la portada, verdad…? No te rías así, hablo en serio… ¡Gustavo!
—Lamento desilusionarte, querida Fátima, pero sí veo cine, una
gran cantidad de películas, de hecho, incluso aunque no tengan mu-
chachos encuerados.
—Sí te voy a extrañar mucho, poeta.
—¿Y a qué viene todo eso de pronto?
—Nada más… Te vas la semana que viene para México y yo no
sé qué voy a hacer de mi vida, parece que me quedo un semestre acá
sin hacer nada.

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Antequera o el paraíso

—Aprovecha: tienes tiempo de pensar y de hacer todo lo que no


podías por la escuela. Puedes buscar una casa-hogar, hablo en serio,
eh, con eso de que te gusta enseñarle a los niños y hacer servicio
social unos días a la semana.
—Sí, lo he pensado. Pero no me distraigas el tema…
—¿Cuál tema? Sí, me voy acabando la semana próxima pero
nada más.
—¿Ya sabes cuándo vas a venir de visita?
—Todavía ni me voy…
—O para que yo vaya a visitarte a México.
—Puedes ir cuando quieras: el departamento que rentamos An-
drés y yo tiene un cuarto extra y hasta un estudio que puede servir…
—Ah, sí, antes de que se me olvide. Dile a Andrés que el viernes
les voy a hacer una cena de despedida con los chicos, en mi casa.
—¿Es una invitación, una orden o un aviso?
—Como quieras, pero ve. ¿Sí?
—Sí, yo le digo a Camargo.
—Ay, Gustavo, me cuesta creer que te vas… ¿Qué voy a hacer
sin ti?
—Nada, lo mismo de siempre.
—¿Y qué voy a ser sin ti?
—No lo sé, Fátima, supongo que feliz.

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Manuel del Callejo

XCII

Te he prometido, Andrés, muchas cosas que sé que no voy a cumplir.


De entre ellas puedo decirte ahora una sola, cuando te dije que voy
a ser inmortal y que encontraré la forma para vivir contigo todas las
épocas y todos los años, sin envejecer jamás. Eso, Andrés de mis
amores y de mi alma, no es cierto en materia. Es verdad en esencia,
porque en mis libros, que ojalá vivan todos los siglos venideros, es-
taremos juntos aunque se acabe la Tierra y el universo se colapse. Y
debo decirte, mi amor, que me he callado también muchas de las
cosas que haré para ti en el futuro, aunque quizás no me las creas.
Por ejemplo, voy a construirnos una casa gigantesca. La haré con
mis propias manos. Los ladrillos serán todos los terrones de azúcar
que me he robado de los restaurantes a lo largo de muchos años. La
casa tendrá árboles altos, unos eucaliptos olorosos y fríos para que
llenen nuestras vidas de perfumes naturales, para que podamos res-
pirar sin enfermedades de por medio en las noches de invierno. Y el
jardín será enorme para que quepan en él todos tus instintos anima-
les. Habrá una fuente de té chai junto a la cual yo me sentaré a escri-
bir en las tardes de mi vejez. Habrá una alberca de vino tinto italiano
en la cual te bañarás para que después yo pueda embriagarme be-
biéndome tu piel. Y esta casa de las maravillas estará en las afueras
de nuestra Antequera, en las murallas de la ciudad más hermosa y
diáfana del mundo, en una ciudad que seguirá siendo la misma en el
futuro, pero mucho más perfecta, mucho menos estúpida. Nuestra
casa, Andrés, nuestra casa tendrá una biblioteca donde Borges se
hubiera vuelto loco, con un millón de volúmenes de las más excelsas
obras literarias de nuestro tiempo, como Don Andrés de la Mancha, o
Crimen, castigo y Andrés, o incluso libros que se creían perdidos como
El Andresito, y de seguro tampoco faltarán cosas del estilo de Andrés

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Antequera o el paraíso

Páramo, Instinto de Andrés o Andrés y las visitadoras, porque no habrá


nada que no esté en nuestra biblioteca. Nuestro cuarto tendrá un
techo tan alto que a la hora de dormir se verá igual de oscuro que
la noche, un techo así de alto para que quepan nuestros sueños. Y la
cama será tan monstruosa como un país entero, pues a lo largo de
toda nuestra vida, a lo largo y ancho de las noches de pasión sin fin,
jamás acabaremos de descubrirla toda. Las paredes de nuestro baño,
Andrés, estarán hechas con rubíes, para que al ducharnos parezca
que nos consumen las llamas. Del grifo de la tina saldrán esmeraldas
para que nadando recorramos todas las selvas, todo el verdor de los
bosques que no pudimos conocer. El piso de mi estudio serán agua-
marinas engarzadas en redes de plata. Y afuera, en los millones de
metros cuadrados de nuestra casa o hacienda, habrá un parque de di-
versiones en el cual jugarás cuando, a partir de los setenta, empieces
a ser niño de nuevo. Todo esto y más tendrá nuestra mansión. Todo
esto, y millones de estrellas más, será la vida futura que se nos esca-
pa de las manos y que tenemos que ir a alcanzar.

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Manuel del Callejo

XCIII

Está abierta la ventana, Andrés, y aun así el aire no penetra en la


habitación; el aire que no atraviesa la división imaginaria, el aire que
nos rehúye… ese mismo aire que se escapa de nuestras manos antes
de golpear nuestros cuerpos, ese aire que nos hace una condena de
muerte y olvido; sí, maldita ventisca que nos deja sumidos en el calor
insoportable de las noches, y así, como me encuentro en este instan-
te, arropado sólo con tu cuerpo, parece ser que moriré, moriremos
los dos, en este bacanal de sudores y altas temperaturas. Permane-
cemos en esa posición, como si no pudiéramos hacer nada (ni mo-
vernos, respirar, vivir o sentir nada), sólo estar en esta posición, en
el abrazo para la hora de dormir. Así, el tiempo pasa y no nos damos
cuenta: corre como un río interminable que va perdiendo velocidad
y fuerza, hasta que un día se detendrá, Andrés, y no lo sabremos;
quizás se ha detenido ya y tú y yo como viendo llover allá afuera,
como apenas oyendo el chisporroteo de las gotas contra la ventana.
El agua y el calor nos ahogarán, nos sepultarán aquí; no espero que
nadie lo note, y en realidad no quiero otra cosa: ahogarme en medio
de sudores y sin dejar nada, en el infinito que ya se acabó, dentro de
los límites de la alcoba. El tiempo pasa, Andrés mon amour, el tiempo
pasa y no nos damos cuenta.

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Antequera o el paraíso

XCIV

El sol lame mi cara; un polvillo amarillento metiéndose poco a poco


por entre mis poros. Uno de esos pequeños placeres siempre ha sido
levantarme, 4:52 de la tarde, con el suave lamido de la luz solar pe-
sando sobre los párpados. No imagino qué expresión de intimidad
apacible se instala en mis gestos faciales pero, en el vacío de mi vista,
oigo la risa de Andrés e imagino la forma en cómo se separan sus
labios. Abro los ojos y lo veo: él está detenido en el marco de la
puerta, mirándome dormir.
—No te vayas a enojar pero…
—Hola.
Andrés entra en la habitación. Sonríe.
—Roncas mucho, ¿te lo han dicho?
—Sí.
—Normalmente no me doy cuenta: siempre me duermo antes
que tú y tú te levantas antes, pero desde hace como dos noches que
me levanté para ir al baño y te oí…, en serio que roncas demasiado.
—Tú que insistes en dormir conmigo.
Él deja su celular en el buró y empieza a quitarse los zapatos.
—¿Ya comiste?
—No, de hecho estaba pensando decirte si íbamos a algún lugar.
Estiro los brazos en señal de sueño.
—¿No quieres que te prepare algo? La verdad no tengo ganas de
salir a ninguna parte.
Paso cansadamente mi mano por la playera blanca de la escuela:
apenas una ligera comezón sobre el estómago.
—Ok.
Me levanto de golpe e ignoro mis zapatos al pie de la cama. Lue-
go me dirijo a la cocina y al pasar junto a Andrés procuro picarle la

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Manuel del Callejo

cintura antes de salir del cuarto. Él me sigue y se sienta a la mesa sin


decir nada, con los codos apoyados sobre la madera y la barbilla re-
cargada pesadamente en la palma abierta. Por eso no tengo miedo
alguno del futuro: en la vida diaria con Andrés no es necesario relle-
nar hasta la extenuación los silencios, para nosotros allí no está la
derrota que otros ven.
—¿Quieres un omelette con queso?
Él asiente mientras me mira tomar la sartén y todo lo necesario.
Rápidamente preparo dos porciones: la mía abarrotada de mucha
albahaca y pimienta, y la de Andrés con sólo una pisca de sal y exce-
siva cebolla. Sus manos, fuera de mi vista, cabalgan un rato sobre la
extensión de la mesa sin avanzar; el repiqueteo de sus dedos es lo
único que se oye en la casa por un rato, aparte del aceite burbujean-
do y danzando al fuego. Una vez que tiene el plato enfrente, Andrés
lo llena con kétchup y comemos en silencio.
—¿No hay algo de tomar? —pregunta él a mitad de un bocado,
un par de minutos más tarde y levantando la vista para observarme
con una sonrisa.
Me levanto y abro el refrigerador.
—Hay vino, leche, jugo de naranja y la última chela de las que
compraste el lunes.
Andrés se acerca y toma la lata de cerveza. Yo saco la botella se-
mivacía de vino tinto y regreso a la mesa; no uso vasos, tomo direc-
tamente del vidrio.
—¿Dónde aprendiste a cocinar? —me dice con la boca llena.
—Mi abuela cocinaba muy bien y yo toda la vida estuve viéndola,
así que…
—Esto está realmente bueno, en serio…, aunque los omelettes
fuera del desayuno se vean un poco raros.
—Lo sé, pero a mí siempre me han encantado para la hora de
comer: me acuerdo que mi abuela me preparaba unos omelettes
de espinacas riquísimos y yo tenía que comérmelos siempre a escon-
didas porque mi madre me hubiera regañado. Vamos, no es algo
extremo, no haces drama sólo porque tu hijo de seis años prefiere
huevos en la comida… pero ya ves que la señora esa está bien bien
loca.

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Antequera o el paraíso

Andrés se ríe y me dice:


—¿Sabes preparar algo así muy complicado?
—Sé hacer pan, varios tipos de hecho.
—¿Un día me cocinas un poco? —yo asiento—. Escritor, chef,
pianista… No eres tan mal partido después de todo.
Sonrío y terminamos la comida. Entonces tomo mi plato vacío y
lo llevo al fregadero; antes, acercando peligrosamente mi nariz a su
cuello y nuca, le pregunto a Andrés si no quiere nada más. Él niega
diciendo que está satisfecho. Oigo la lata vacía de Tecate aplastarse
entre la presión de su mano.
—Deja eso, ahorita yo lo hago —me dice cuando empiezo a lavar
los trastes sucios.
Le obedezco y me apresuro a salir de la cocina; le doy un beso en
la mejilla en cuanto lo veo tomar el estropajo.
Sé que esta tarde no diremos nada más.

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Manuel del Callejo

XCV

Rimani così, ti voglio guardare, io ti ho guardato tan-


to ma non eri per me, adesso sei per me, non avvici-
narti, ti prego, resta come sei, abbiamo una notte per
noi, e io voglio guardarti, non ti ho mai visto così, il
tuo corpo per me, la tua pelle, chiudi gli occhi, e ac-
carézzati, ti prego…

Alessandro Baricco

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Antequera o el paraíso

XCVI

And down by the brimming river


I heard a lover sing
Under an arch of the railway:
‘Love has no ending.

‘I’ll love you, dear, I’ll love you


Till China and Africa meet,
And the river jumps over the mountain
And the salmon sing in the street,

‘I’ll love you till the ocean


Is folded and hung up to dry
And the seven stars go squawking
Like geese about the sky…

[…]

It was late, late in the evening,


The lovers they were gone;
The clocks had ceased their chiming,
And the deep river ran on.

W. H. Auden

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Manuel del Callejo

XCVII

Era la mañana del penúltimo día, Gustavo, y te levantaste como lo


hacías desde que eras un niño de brazos: moviendo primeros los
dedos de las manos, luego los pies, moviéndote, dando vueltas más
tarde en la cama, abriendo los ojos sin querer. Andrés ya estaba des-
pierto como viendo un paisaje, un horizonte que no le dice nada,
estaba tan ensimismado en sus propios pensamientos que no cayó
en la cuenta de que lo mirabas. Sólo al sentir una mano recorriendo
su pecho, volteó para verte fijamente, le sonreíste y él te beso la
frente, se pegó más a ti. No dijeron nada más, tú saliste de la cama
unos momentos después y te arreglaste para el día. Cuando dejaste
el baño, él estaba preparándose también, no sabías para qué, decidis-
te no preguntarle y mejor seguir hacia aquella puerta que distancia-
ba su cuarto del resto del pequeño departamento. En la cocina to-
maste un vaso de agua bien fría, qué rutinaria tu vida, él apareció
por detrás y tomó un vaso de leche pura; tú eras incapaz de eso,
detestas la leche así pura. Se miraron mientras bebían, como si fuera
el preludio de una larga despedida, él observaba tu silueta y tú bajas-
te la mirada, exploraste la cocina minúscula.
—Te llamo cuando salga, ¿sí? —dijiste de pronto, con tu voz que
irrumpía a la brava en la tranquilidad palpable del recinto.
Él asintió y bajó la mirada, qué día, ¿por qué todos bajaron algu-
na vez los ojos, como si el suelo sucio tuviera alguna novedad? Andrés
igual te acompañó unos pasos más, hasta la puerta de su departa-
mento, sí, su departamento, su casa, sólo de ustedes. Sentiste el pomo
de la entrada y volteaste para verlo, la idea revoloteó en tu mente, la
idea sutil, apenas un bosquejo, de que por muchos años a futuro,
tendrías a alguien esperándote en la casa, formando sin quererlo una
familia de dos individuos. Te imaginaste anciano, un escritor canoso,

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Antequera o el paraíso

vestido siempre con suéteres de mil y un tipos, de colores y tonali-


dades grises, con pantalones formales y zapatos negros, un escritor
ya realizado, un escritor como los que admiras, que solamente se
dedican a la vida suave de pelear con la vida mediante historias que
hagan suspirar, un hombre lleno de cultura que dé conferencias y
firme autógrafos ocasionalmente, un ser que luego del día vuelva
tranquilo, sin las más mínimas preocupaciones, a su casa, donde lo
esperara otro hombre, Andrés Camargo. A pesar de todo, no puedes
fantasear cómo sería un Andrés con arrugas en la cara y nieve en el
cabello, pero la propia imagen de tu vejez surge constante y fácil. No
supiste si habías estado pensando por unos cuantos segundos, o por
una hora que se pasó sencillamente, como cuando se lee algún buen
libro, oloroso a papel y a tinta. Le sonreíste porque había un mañana,
aunque fuere mañana su último día en la ciudad. Se besaron largo
rato, y tú no te querías ir, pero el caminar del reloj en la muñeca te
apremiaba a salir rápido de la casa y marchar al trabajo. Lo miraste,
Andrés te sonrió y ya no hubo más, saliste sin mirar atrás, no porque
hubiera en ti un deseo de escapar de aquel lugar pequeño, su templo
de silencio, su último escondite, sino por la promesa de muchos días,
muchas tardes y muchas noches, con la sonrisa de Andrés Camargo.

Luego de salir de la biblioteca, no nos separamos en todo el día,


Andrés. Yo intentaba mirar la ciudad, atrapar Antequera con mis
ojos, pero estabas tú, y es difícil mirar algo más estando tú a mi lado.
Los bordes de los grandes edificios de cantera antigua me parecían
eternos, siempre estarían ahí, los vería todos los días, cada vez que
quisiera verlos no se habrían movido, me parecían hasta prescindibles
mientras caminábamos frente a la librería Grañén, y fue ahí cuando
tuve la certeza de que no me iría. ¿Nos iremos para siempre, Andrés?
Estando allí en el centro histórico la respuesta se volvía un rotundo
no, pero yo dudaba de mí mismo. ¿Lo sabes tú? Yo no. No vimos a
nadie más ese día, ya nos habíamos despedido de todos los amigos,
y ahora nos despedíamos de las calles y quizás de nosotros mismos,
de lo que fuimos y lo que somos. Me tomaste de la mano, Andrés, y
ya no me soltaste, y ya no dudaste, nadie nos vio. Estábamos tan

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Manuel del Callejo

solos en el mundo, sin un lugar a donde asirnos, ¿importa realmente


eso? Caminábamos y la gente pasaba, totalmente perdidas entre todos
los turistas que salen de cualquier esquina en nuestra ciudad. Llega-
mos al zócalo y, viendo el juego de sombras y luces que creaban las
hojas de los árboles en el suelo de piedra, sin saber muy bien adónde
nos llevaban los pasos y la costumbre, terminamos en una mesa de
ese restaurant de sushi al que yo iba cada cierto tiempo. En ese mo-
mento no pensé que era una locura desaprovechar la oportunidad,
ese gesto romántico, de comer hasta hartarnos comida regional,
como signo de otra despedida. No me importaba nada: me sentía
extrañamente adormilado, como drogado o sedado, pero a la vez
inusualmente activo, en pleno golpe de adrenalina. Las cosas yo las
veía borrosas pero no las olvidaba, la cabeza me parecía llena de un
vaso entero de tequila con limón o de un montón de frases de Vargas
Llosa, el efecto a fin de cuentas era el mismo: una poderosa excitación
y una profunda paz interior. Comimos en silencio pero sonrientes,
yo por la torpeza inicial con que mi niño ocupó los palillos chinos, y
él, no, realmente no sé por qué sonreía él. Respirábamos el aire del
centro de Antequera, esa sensación de que era la última vez que
hacíamos muchas cosas, que comíamos ahí, por ejemplo, que quizás
en mucho tiempo no vería el paraíso-infierno que, en todos los sen-
tidos, significaba para mí la ciudad. Luego de pagar la cuenta, y dis-
frutar de un postre que comiste saboreando mucho, demasiado,
coqueteándome, pasando tu lengua por el labio inferior para captu-
rar el hilillo de chocolate y helado derretido que se escapaba por allí,
cuesta abajo por tu barbilla, luego de todo eso y más, nos fuimos
para siempre de los edificios de cantera, de la vida de piedra e histo-
ria, de las calles repletas de literatura de Antequera. Pasamos por
calles solitarias y oscuras para llegar al departamento, siempre to­
mados los dos de la mano porque la negrura nos amparaba, como a
toda la humanidad también, de sentir vergüenza alguna. Pero a
punto de llegar, un par de cuadras antes, antes de hacer el amor en
silencio, una música empieza a flotar en el aire, quizás salga por las
ventanas abiertas de un auto, de una casa, de la fiesta que está por
allí en al­guna parte, o quizás esos sonidos florezcan solos en la noche
junto a ti.

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la música electrónica que yo siempre he odiado y que a ti quizás


tanto te gusta; realmente no sé ni qué música te guste ahora. andrés,
cómo estás, dime algo, no puedo ver ninguna expresión en tu rostro.
mi chico, dime por favor qué piensas, no me dejes en ascuas, alúm-
brame con tu voz en el silencio de la música moderna y horrenda,
esos sonidos hipnóticos, fascinantes. ¿quieres que te cuente nuestra
historia por última vez? ¿quieres que te diga lo que somos? no somos
nada, mi amor, lo sabemos bien. tal vez únicamente seamos lo que
queda del recuerdo de las tardes tristes donde nos besamos, el alien-
to soporífero y encantador de las mañanas grises en aquella escuela,
los vacíos de esas noches frías a la intemperie de antequera. andrés
camargo que te imprimiste en mi vida. me gustaría bailar esa canción
y otras tantas, me gustaría verte bailar sólo esa canción; yo no puedo
hacerlo porque me da pena moverme al ritmo de la música, siento
que me veré demasiado grotesco. en cambio tú te verías bien, eso
sin duda. esto que soy no puede dejar de pensar, éste quien quiere
ser un escritor no es capaz de abandonarse a esas cosas: el placer
fútil de la danza, la inanidad del pensamiento. de nuevo y una vez
más, los sonidos de la música electrónica. cómo quisiera que se que-
de estático el tiempo; esta noche por ejemplo que estamos solos, no
importa si vagando por la calle o en la tranquilidad de la próxima
cama a la que llegaremos. pienso, al cruzar la esquina de quintana
roo y gómez farías, en esa voz rara que tienes, andrés, y en esa mú-
sica que ya se va siguiendo al auto de donde proviene y que pasó sólo
un instante. ya no diré nada más, amor, sé que mi exceso verbal
terminará por fatigarte y yo no quiero que me dejes nunca, chico
mío. pienso en este caminar apenas, en nuestro paseo final por la
ciudad, en el departamento que ya se vislumbra al fondo, en el pasa-
do, y me parece que este instante es la única eternidad que podemos
compartir, andrés camargo. no puedo evitar los pensamientos mo-
lestos e inoportunos que batallan en mi mente: decirte baila esa
canción, canta esa canción, bésame, bésame con deseo, quiéreme,
quiéreme como me quieres, haz conmigo lo que quieras. if you don’t
know my name, you can call me baby. y luego preguntarte… huyamos,

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Manuel del Callejo

andrés, vayámonos para no volver jamás y nunca, salgamos de esta


ciudad y de esta noche, o adentrémonos, elige tú, perdámonos para
siempre en ella.

Oaxaca, otoño de 2009-


México, df, otoño de 2012

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Agradecimientos

A mis padres, por su estoica resistencia ante todas las excentricidades


que trae consigo el escribir. Si yo estuviera en su lugar, ya me habría
corrido de la casa.
A mis amigos, a todos aquellos locos que me hagan el favor de
considerarse como tales; especialmente me gustaría mencionar a
Alonso Robles y Krishna Avendaño, con quienes he mantenido las
discusiones más apasionantes de mi corta vida y de las cuales nunca
dejo de aprender, y a Carolina Chávez y Alejandra del Carmen Sán-
chez, por su generosidad excesiva, por su paciencia cuando les dic-
taba tantas partes de este texto.
Finalmente me gustaría agradecer a una persona muy lejana,
alguien a quien no conozco y quien probablemente nunca lea esto,
pero que ha sido fundamental en cada palabra: su nombre es Mario
Vargas Llosa. Fue a causa del delirio al que me llevó su primera no-
vela que yo decidí pasar mi vida entre libros. Aún no sé cómo agra-
decer aquel regalo tan desinteresado e improbable. De cualquier
forma, aprovecho para dejar constancia, aquí, en estas líneas, de mi
deuda tan inmensa, eterna e impagable.

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Índice

Primera parte (Hoy)  /  5

Segunda parte (Los días que ya se fueron)  /  23

I  /  25 XIV  /  66

II  /  26 XV  /  67

III  /  36 XVI  /  70

IV  /  38 XVII  /  71

V  /  41 XVIII  /  74

VI  /  42 XIX  /  75

VII  /  46 XX  /  77

VIII  /  49 XXI  /  78

IX  /  52 XXII  /  81

X  /  53 XXIII  /  86

XI  /  54 XXIV  /  87

XII  /  55 XXV  /  88

XIII  /  56 XXVI  /  90

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XXVII  /  92 XLV  /  143

XXVIII  /  93 XLVI  /  144

XXVIX  /  97 XLVII  /  145

XXX  /  105 XLVIII  /  148

XXXI  /  106 XLIX  /  149

XXXII  /  109 L  /  152

XXXIII  /  112 LI  /  155

XXXIV  /  114 LII  /  158

XXXV  /  116 LIII  /  159

XXXVI  /  118 LIV  /  163

XXXVII  /  123 LV  /  164

XXXVIII  /  124 LVI  /  166

XXXIX  /  126 LVII  /  168

XL  /  128 LVIII  /  170

XLI  /  130 LIX  /  172

XLII  /  131 LX  /  174

XLIII  /  133 LXI  /  175

XLIV  /  142 LXII  /  178

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LXIII  /  179 LXXXI  /  227

LXIV  /  181 LXXXII  /  228

LXV  /  183 LXXXIII  /  231

LXVI  /  184 LXXXIV  /  234

LXVII  /  186 LXXXV  /  236

LXVIII  /  187 LXXXVI  /  237

LXIX  /  189 LXXXVII  /  239

LXX  /  190 LXXXVIII  /  240

LXXI  /  191 LXXXIX  /  241

LXXII  /  194 XC  /  243

LXXIII  /  196 XCI  /  244

LXXIV  /  201 XCII  /  246

LXXV  /  202 XCIII  /  248

LXXVI  /  203 XCIV  /  249

LXXVII  /  214 XCV  /  252

LXXVIII  /  217 XCVI  /  253

LXXIX  /  221 XCVII  /  254

LXXX  /  225 Agradecimientos  /  259

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Directorio

Gabino Cué Monteagudo


Gobernador Constitucional del Estado Libre y Soberano de Oaxaca

Jesús Emilio de Leo Blanco


Subsecretario de Fomento Cultural y Artístico
Encargado del despacho de la Secretaría
de las Culturas y Artes de Oaxaca

Alma Rosa Espíndola Galicia


Subsecretaria del Patrimonio Cultural

Hugo López Velasco


Director de Divulgación del Patrimonio Cultural

Claudia Guichard Bello


Jefa del Departamento Editorial y Fomento a la Lectura

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Otros títulos de la Colección Parajes

Cantos para dormir a un lobo y otros bichos


Julio Ramírez

Santuario del sueño y otras mentiras


Manuel Matus Manzo

Una Revolución de ocho meses en la Sierra Juárez


Rosendo Pérez García

Los artefactos sonoros del Oaxaca prehispánico


Gonzalo Alejandro Sánchez

La música tradicional de Oaxaca


David Barbosa Pescador

El tejate, una bebida prehispánica


Luz María González Esperón

La moneda de Dios, diez cuentos fantásticos


Jorge Martínez Gracida

Crónica de una hoguera


Enrique Quezadas Luna

El árbol interregno
Oscar Cid de León

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Villa de Santa María Oaxaca
Gerardo F. Castellanos Bolaños

Obsesiones del escribano


Víctor Armando Cruz Chávez

Pago por ver


Virgilio Torres Hernández

Laxdao Yelazeralle /El corazón de los deseos


Javier Castellanos

De vuelta. Teatritito
Eduardo Ruiz Correa

Mitos y leyendas de huachichiles


Homero Adame

Ámbar es la botella
Didier López Carpio

De ida
Paco reyes

Mal contento/Una esquina de tu cama


César Rito Salinas

Algo de lo nuestro… La vida en Oaxaca a mitad de la vigésima centuria


Manuel Alarzón Aragón

Conchas donde guarda la jacaranda sus semillas


Guadalupe Ángela

Ñuu Kuiñi: un territorio en disputa, conflictos agrarios


y negociación en la Mixteca
Germán Ortiz Coronel

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Teatro anarquista. La obra dramática de Ricardo Flores Magón
y los sindicatos veracruzanos
Daniel Nahmad Molinari

Historia de un pueblo… Relatos y costumbres de Zaachila


Gerardo Melchor Calvo

Entorno mágico de la Huasteca


Luisa Herrera Casasús

Pueblo en llamas, la inobediencia de los mixtecos


de Achiutla en el siglo xvi
Alfonzo Pérez Ortiz

Crónica de mi pueblo, Estación Mogoñé, Oaxaca


Gonzalo Lara Gómez

Una aproximación histórica de la llegada y asentamiento


de los primitivos trikis de Oaxaca
Pablo Hernández Cruz

Quetzalcóatl, el dios de los vencidos. Voces del pasado


Jaime Adolfo Cruz Reyes

www.culturasyartes.oaxaca.gob.mx

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Antequera o el paraíso de Manuel del Callejo
se terminó de imprimir en el mes de diciembre
de 2012 en los talleres gráficos Mariolugos,
Macedonio Alcalá núm. 305, interior 3,
col. centro, Oaxaca, Oax. C. P. 68000.
Se tiraron mil ejemplares
más sobrantes

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