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Librito viajero 3

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A este librito no te lo cobramos en dinero, pero no es gratis.
Su costo es que cumpla la misión de recorrer los hogares de
muchas personas, así que te pido que si no lo vas a leer
ahora, lo pases a un amigo o lo devuelvas a quien te lo
entregó, asi puede cumplir su mision.
Si te gusto y queres, podes hacer una copia del mismo.
Hacer copias del mismo y repartirlas haría bien a muchas
mas personas.
También podes dejar algún comentario al final del libro.
Gracias por tu colaboración.

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Introduccion

Este es uno de los 10 libritos donde hay una serie de anécdotas;


vivencias y cuentitos encontrados en Internet que me alegraron el
alma. Hoy quiero compartirlos contigo.

La estatua de barro

La estatua del Buda de barro alcanzaba casi tres metros de


altura. Durante generaciones había sido considerada sagrada por
los habitantes del lugar. Un día, debido al crecimiento de la
ciudad, decidieron trasladarla a un sitio más apropiado. Esta
delicada tarea le fue encomendada a un reconocido monje, quien,
después de planificarlo detenidamente, comenzó su misión. Pero
fue tan mala su fortuna que, al mover la estatua, ésta se deslizó y
cayó, agrietándose en varias partes. Compungidos, el monje y su
equipo decidieron pasar la noche meditando sobre las
alternativas. Fueron unas horas largas, oscuras y lluviosas. De
repente, al observar la escultura resquebrajada, cayó en cuenta
que la luz de su vela se reflejaba a través de las grietas de la
estatua. Pensó que eran las gotas de lluvia. Se acercó a la grieta
y observó que detrás del barro había algo, pero no estaba seguro
qué. Lo consultó con sus colegas y decidió tomar un riesgo que
parecía una locura: pidió un martillo y comenzó a romper el barro,
descubriendo que debajo se escondía un Buda de oro sólido de
casi tres metros de altura. Durante siglos este hermoso tesoro
había sido cubierto por el barro. Los historiadores hallaron
pruebas que demostraban que, en una época, el pueblo iba a ser
atacado por bandidos. Los pobladores, para proteger su tesoro, lo
cubrieron con barro para que pareciera común y ordinario. El
pueblo fue atacado y saqueado, pero el Buda fue ignorado por los
bandidos. Después, los supervivientes pensaron que era mejor
seguir ocultándolo detrás del barro. Con el tiempo, la gente
comenzó a pensar que el Buda de Oro era una leyenda o un
invento de los viejos. Hasta que, finalmente, todos olvidaron el
verdadero tesoro porque pensaron que algo tan hermoso no
podía ser cierto.
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La ostra marina

Era una ostra marina que, como todas las de su especie, había
buscado la roca del fondo para agarrarse firmemente a ella. Una
vez que lo consiguió, creyó haber dado en el destino claro que le
permitiría vivir sin contratiempos su ser de ostra. Un día, durante
una tormenta en la profundidad del mar, de esas que casi no
provocan oleaje en la superficie, pero que remueven el fondo de
los océanos, un pequeño grano de arena entró dentro de ella.
Aunque cerró rápidamente sus valvas -así lo hacia siempre que
algo entraba en ella, pues es la manera de alimentarse que tienen
las ostras-, ya había entrado, y la ostra no pudo hacer lo de
siempre. Bien pronto constató que aquello era sumamente
doloroso. El grano de arena le hería por dentro. En vez de
digerirlo, más bien la lastimaba a ella. Quiso entonces expulsar
ese cuerpo extraño, pero no pudo. Ahí comenzó su drama. Lo
que Dios le había mandado pertenecía a aquellas realidades que
no se dejan integrar, y que tampoco se pueden suprimir. El
granito de arena era indigerible e inexpulsable. Y cuando trató de
olvidarlo, tampoco pudo. Porque las realidades dolorosas que
Dios envía son imposibles de olvidar o de ignorar. Frente a esta
situación, no le quedaba más remedio que luchar contra su dolor,
rodeándolo con él, y entonces vio que tenía una hermosa
cualidad desconocida para ella. Era capaz de producir sustancias
sólidas, que normalmente las ostras dedican a su tarea de
fabricarse un caparazón defensivo, rugoso por fuera y terso por
dentro, pero que también pueden dedicar a la construcción de
una perla. Y eso fue lo que sucedió. Poco a poco, con lo mejor de
sí misma, fue rodeando el granito de arena del dolor que Dios le
había mandado, y a su alrededor comenzó a formar una hermosa
perla. Normalmente las ostras no tienen perlas, sino que son
producidas solo por aquellas que se deciden a rodear, con lo
mejor de sí mismas el dolor de un cuerpo extraño que las ha
herido. Muchos años después de su muerte, unos buzos bajaron
hasta el fondo del mar. Cuando la sacaron a la superficie se
encontró en ella una hermosa perla. Cada uno debe preguntarse
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qué ha hecho con ese granito de arena que Dios ha puesto en su
vida y que tenemos la oportunidad de convertirlo en una perla.

La roca

Un hombre dormía en su cabaña cuando de repente una luz


iluminó la habitación y apareció Dios. El Señor le dijo que tenía un
trabajo para él y le enseñó una gran roca frente a la cabaña. Le
explicó que debía empujar la piedra con todas sus fuerzas. El
hombre hizo lo que el Señor le pidió, día tras día. Por muchos
años, desde que salía el sol hasta el ocaso, el hombre empujaba
la fría piedra con todas sus fuerzas...y esta no se movía. Todas
las noches el hombre regresaba a su cabaña muy cansado y
sintiendo que todos sus esfuerzos eran en vano. Como el hombre
empezó a sentirse frustrado, Satanás decidió entrar en el juego
trayendo pensamientos a su mente: "Has estado empujando esa
roca por mucho tiempo, y no se ha movido". Le dio al hombre la
impresión que la tarea que le había sido encomendada era
imposible de realizar y que él era un fracaso. Estos pensamientos
incrementaron su sentimiento de frustración y desilusión. Satanás
le dijo: "¿Por qué esforzarte todo el día en esta tarea imposible?
Sólo haz un mínimo esfuerzo y será suficiente". El hombre pensó
en poner en práctica esto pero antes decidió elevar una oración al
Señor y confesarle sus sentimientos: "Señor, he trabajado duro
por mucho tiempo a tu servicio. He empleado toda mi fuerza para
conseguir lo que me pediste, pero aún así, no he podido mover la
roca ni un milímetro. ¿Qué pasa? ¿Por qué he fracasado? ". El
Señor le respondió con compasión:"Querido amigo, cuando te
pedí que me sirvieras y tu aceptaste, te dije que tu tarea era
empujar contra la roca con todas tus fuerzas, y lo has hecho.
Nunca dije que esperaba que la movieras. Tu tarea era empujar.
Ahora vienes a mi sin fuerzas a decirme que has fracasado, pero
¿en realidad fracasaste? Mírate ahora, tus brazos están fuertes y
musculosos, tu espalda fuerte y bronceada, tus manos callosas
por la constante presión, tus piernas se han vuelto duras. A pesar
de la adversidad has crecido mucho y tus habilidades ahora son
mayores que las que tuviste alguna vez. Cierto, no has movido la
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roca, pero tu misión era ser obediente y empujar para ejercitar tu
fe en mi. Eso lo has conseguido. Ahora, querido amigo, yo
moveré la roca". Algunas veces, cuando escuchamos la palabra
del Señor, tratamos inútilmente de descifrar su voluntad, cuando
Dios solo nos pedía obediencia y fe en Él. Debemos ejercitar
nuestra fe, que mueve montañas, pero conscientes que es Dios
quien al final logra moverlas. Cuando todo parezca ir mal...
EMPUJA. Cuando estés agotado por el trabajo... EMPUJA.
Cuando la gente no se comporte de la manera que te parece que
debería... EMPUJA. Cuando no tienes más dinero para pagar tus
cuentas... EMPUJA. Cuando la gente no te comprende...
EMPUJA. Cuando te sientas agotado y sin fuerzas... EMPUJA. En
los momentos difíciles pide ayuda al Señor y eleva una oración a
Jesús para que ilumine tu mente y guíe tus pasos.

Compartir

Al entrar en Amiens, un mendigo medio desnudo y casi helado


saludó a Martín, soldado. Sin pensarlo dos veces, Martín tomó la
capa, la dividió en dos con su espada y le ofreció una de las dos
mitades al menesteroso.
En el recodo siguiente estaba Cristo vestido con media capa. Le
miraba sonriente.
—Perdona, Señor, por no haberte dado la capa entera.
Con el tiempo Martín se ordenaría sacerdote y más tarde sería
obispo de Tours. Con el tiempo fue canonizado y se le venera con
el nombre de San Martín de Tours.

Esperar y confiar

El muchacho contempló las ramas llenas de preciosas manzanas.


Arrancó una y se derrumbó la rama. Entonces salió el viejo y sin
rencor le dijo: “Están verdes, muchacho. Son hermosas, muy
hermosas, pero están verdes”. El muchacho pensaba que el viejo
se enfadaría, que le gritaría, pero el viejo le habló con palabras
cálidas. “Hemos de recogerlas ahora que están verdes y sanas y
ya madurarán durante el invierno, pero ahora no se comen, están
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verdes”. Al día siguiente el muchacho y el viejo colaboraron en la
recogida de manzanas. “Es bueno saber que las cosas hay que
recogerlas a su tiempo, sin prisas. ¿Lo entiendes?, sin prisas”. El
muchacho entendía. Era un mundo nuevo, distinto. Los amigos de
la escuela le decían que hay que robar, que todos lo hacen. Sus
padres, que la vida y los hombres nunca te dan nada. Pero el
muchacho comprendió que el viejo tenía razón, que hay que
esperar y confiar. “Las cosas tienen su tiempo, su momento, no
puedes crecer demasiado deprisa y disfrutar de la libertad de los
mayores. Adelantarse al tiempo es malo, no debes quemar
etapas. Debes estar maduro para distinguir el bien y actuar con
responsabilidad. Por eso debes seguir el consejo de los mayores.
La experiencia supone sabiduría. Si te empeñas en crecer
demasiado deprisa no disfrutarás de este momento ni del
venidero. Ten paciencia, cuando tu corazón esté maduro
disfrutarás de los frutos de la vida”. Pasó el verano y el invierno y
el viejo murió una mañana de primavera. Aquel día el río bajaba
ligero y transparente. El muchacho recordó unas palabras del
viejo sobre el regato: “Ahora no tiene profundidad, más adelante
será ancho y grande y tendrá fondo, como la vida”. El muchacho
pensó que así había ocurrido con el viejo, con los años estaba
cargado de fondo, de sabiduría.

Tomado de José María Sanjuán, “Un puñado de manzanas”.

La vanidad de un pobre gallo

Un gallo estaba convencido de que gracias a la potencia y belleza


de su canto se despertaba el sol cada mañana.
Un día, agotado, se quedó dormido y comprobó con horror que el
sol salía como todos los días.

Amigos como tú

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Dos amigos atravesaban un bosque cuando apareció un oso. El
más rápido de los dos huyó sin preocuparse del otro que, para
salvarse se tiró por tierra, como muerto.
El oso, creyéndolo muerto, lo chupó y se fue. Parecía como si le
hubiese dicho algo.
— ¿Qué te ha dicho? Le preguntó el huidizo.
—Sólo me ha dicho que no me fíe de los amigos como tú.

Dos estrellas

Un ermitaño recogía diariamente un hato de ramas, lo cargaba en


su borriquillo y lo intercambiaba en el pueblo por lo que le
ofrecieran: queso, verduras… A mitad de camino de regreso,
cuando el cansancio y el calor arreciaban, pasaba delante de una
fuente de agua fresca, y el ermitaño pasaba de largo
ofreciéndoselo a Dios. Por la noche Dios le obsequiaba ese
sacrificio con una luminosa estrella en el firmamento. Un día un
muchacho se unió al ermitaño en su camino. Ese día el sol
apretaba especialmente y la cuesta se hacía pesada. Cuando se
acercaban a la fuente, el viejo ermitaño leyó en los ojos del joven
que el chico no bebería si él no lo hacía. Decidió beber aun a
costa de quedarse sin estrella. Esa noche, brillaron dos estrellas.

La oración de un hombre sencillo

En el pueblo de Ars había un labrador que siempre hacía una


visita a la iglesia cuando volvía del trabajo. Dejaba la azada y el
hato en la puerta, entraba, y permanecía un buen rato de rodillas
delante del sagrario. El Santo lo había observado. Le llamó la
atención que sus labios no se movieran, aunque sus ojos no se
apartaban del Tabernáculo. Un día se le acercó y le preguntó:
—Dígame, ¿qué le dice al Señor durante esas largas visitas?
—No le digo nada. Yo le miro y Él me mira.

Escarmiento a la avaricia

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Juan Gavaza casó a sus dos hijas con dos caballeros muy
nobles. El padre quería tanto a sus yernos que les repartió sus
posesiones en oro y demás bienes. Ellos se mostraban
agradecidos. Pero cuando se acabó el tesoro y sus yernos se
olvidaron del suegro. Él, muy apenado, decidió darles una lección.
Pidió unas monedas a un amigo y las guardó en un cofre. Hizo
que sus hijas espiaran la operación. Cuando ya habían caído en
el engaño, devolvió el dinero a su amigo, esta vez, en total
secreto. Los últimos días del señor Gavaza discurrieron con todo
tipo de atenciones por parte de sus yernos e hijas. Cuando murió
abrieron el cofre y encontraron una maza muy grande con una
escritura en el mango que decía así: “Yo, Juan Gavaza hago este
testamento: que quien menosprecie a alguien porque ya ha
repartido todos sus bienes, como se hizo con Juan Gavaza, que
en la frente le den con esta maza”.

La fuerza de la Eucaristía

En 1901 se cerraron todos los conventos de Francia y se


expulsaron a los religiosos de todas partes.
El hospital de Reims fue la excepción.
También allí se presentó la comisión inspectora e invitó a abrir
todos los cuartos y salas. La superiora obedeció. Los miembros
de la comisión se sintieron casi mareados de aquel ambiente.
—Usted, ¿desde cuándo está aquí?
—Cuarenta años, dijo la religiosa.
—Y, ¿de dónde saca fuerzas?
—He comulgado todos los días. Si no estuviese entre nosotras el
Santísimo Sacramento no podríamos resistir.

Ser un héroe o morir

Rubén González Gallego nació sin extremidades y fue


abandonado por sus padres. Le tocó vivir en un orfanato
soviético. Casi nada. Cuando te compadezcas de tu suerte piensa
en que otros muchos, como él, no han tenido la suerte que tú has
tenido.
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Soy apenas un pequeñín. Noche. Invierno. Necesito ir al baño. Es
inútil llamar a la cuidadora.
La única solución es arrastrarme hasta los lavabos. Lo primero es
salir de la cama. Es posible; a mi solito se me ha ocurrido el modo
de hacerlo. Me arrastro hasta el borde de la cama, me doy la
vuelta hasta quedar apoyado sobre la espalda; me dejo caer. El
golpe contra el suelo. El dolor.
Me arrastro hasta la puerta del pasillo, la empujo con la cabeza y
salgo de la habitación, relativamente tibia, al frío, a la oscuridad.
Por la noche, dejan abiertas las ventanas del pasillo. Hace frío,
mucho frío. Estoy desnudo.
El trayecto es largo. Cuando paso por delante de la habitación
donde duermen las niñeras, en voz alta pido ayuda y con la
cabeza doy golpes contra la puerta. Nadie responde. Grito.
Silencio. Acaso mis gritos no tienen fuerza suficiente para
despertarlas.
Cuando llego al baño estoy totalmente helado.
En el baño las ventanas están abiertas. En el borde de la ventana
hay nieve.
Llego hasta el orinal. Descanso. Necesito descansar antes de
emprender el camino de vuelta. Mientras lo hago, la orina
empieza a helarse por los bordes.
Me arrastro de vuelta. Llego a mi habitación. Con los dientes, tiro
sobre mí la manta de la cama, me envuelvo en ella como puedo y
trato de dormir.
Soy un héroe. Ser un héroe es fácil: si no tienes brazos ni
piernas, eres un héroe o estás muerto. Si no tienes padres, confía
en tus brazos y en tus piernas. Y hazte un héroe. Pero si no
tienes extremidades y además te ha caído en suerte nacer
huérfano, ¡no hay duda!: estás condenado a ser un héroe hasta el
final de tus días. O a palmaría. Yo soy un héroe. Simplemente no
me queda otro remedio.

Saber mirar a nuestro alrededor

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El drama de un desencantado que se arrojó a la calle desde el
décimo piso, y a medida que caía iban viendo a través de las
ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias
domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad,
cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común,
de modo que en le instante de reventarse contra el pavimento
había cambiado por completo su concepción del mundo, y había
llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para
siempre por la puerta falsa valía la pena ser vivida.

Descubrir al que sufre

Edith Zirer es judía y en 1995, cuando contaba este relato, tenía


66 años. En 1945 fue liberada por los soldados rusos después de
pasar tres años en campos de concentración y haber perdido a su
familia. Dos días después llegó a una pequeña estación
ferroviaria. “Me eché en un rincón de una gran sala donde había
docenas de prófugos. Wojtyla me vio. Vino con una gran taza de
te, la primera taza caliente que probaba en unas semanas.
Después me trajo un bocadillo de queso. No quería comer, pero
me forzó levemente a hacerlo. Luego me dijo que tenía que
caminar para poder subir al tren. Lo intenté, pero caí al suelo.
Entonces me tomó en sus brazos y me llevó durante mucho
tiempo, kilómetros, a cuestas, mientras caía la nieve. Recuerdo
su chaqueta marrón y su voz tranquila que me contaba la muerte
de sus padres, de su hermano, y me decía que él también sufría,
pero que era necesario no dejarse vencer por el dolor y combatir
para vivir con esperanza. Su nombre se me quedó grabado para
siempre”.

Tomado de Miguel Angel Velasco, “Juan Pablo II, ese


desconocido”, p.20.

Convertido por una frase del Papa

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París. Parque de los Príncipes. Un universitario logra acercarse al
Papa y le grita: “Santo Padre, soy ateo, ¡ayúdeme!”. El Papa se le
acercó. Hablaron a solas unos instantes. De regreso a Roma,
Juan Pablo II recordó a ese chico y le dijo a don Estanislao:
“Pienso que quizá podía haberle ayudado mejor. Quizá todavía se
puede hacer algo por él”. Escribieron a París. La respuesta fue
algo así como “lo intentaremos pero va a ser más difícil que
encontrar una aguja en un pajar”. Sin embargo, al final se localizó
al muchacho y le dijeron: “El Papa quiere que sepas que reza
diariamente por ti y está preocupado porque quizá no resolvió tu
problema”. Aquel muchacho explicó que al salir de allí fue a una
librería y compró un Nuevo Testamento, como el Papa le había
dicho..., “y nada más abrirlo, encontré la respuesta que buscaba.
Díganselo al Papa. Ya me preparo para mi bautismo”.

Tomado de Miguel Angel Velasco, “Juan Pablo II, ese


desconocido”, p.56.

El hilo rojo

Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una
culebrita. Sonrió y puso la mano para recogerlo de la mía.
Muchas gracias, me dijo, muy amable, de dónde es usted. Y
comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y
anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y sufrido
mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez
que le viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras
continuábamos charlando. No sé qué me movió a volver la
cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de
nuevo, cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda
para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos
minutos el amplio pozo de su soledad. Pensé que debía
adentrarme en el misterio de tantas personas que quizá no nos
buscan como el señor del hilillo, pero nos necesitan.

Jonás y la ballena

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Una niña estaba hablando de las ballenas a su maestra. La
profesora dijo que era físicamente imposible que una ballena se
tragara a un ser humano porque aunque era un mamífero muy
grande su garganta era muy pequeña. La niña afirmó que Jonás
había sido tragado por una ballena. La profesora le repitió con
ironía que una ballena no podía tragarse a ningún humano, pues
físicamente era imposible. La niña contestó: "Cuando llegue al
cielo le voy a preguntar a Jonás". La maestra le preguntó: "¿Y
qué pasa si Jonás se fue al infierno?". La niña contestó:
"Entonces tendrá que preguntarle usted".

Mantener el buen humor

Tomás Moro, al llegar al pie del cadalso, no perdió su habitual


serenidad y sentido del humor. Le dijo al alcalde: “Ayúdeme a
subir, que ya me las arreglaré para bajar solo.” Y al verdugo:
“Anímate, hombre, y no temas en cumplir tu oficio. Corto es mi
cuello: procura no darme un tajo torcido. Aparta mi barba, sentiría
que la cortases. Ella no es culpable de alta traición”.
Erasmo decía sobre Tomás Moro: “El hombre que se adapta tanto
a la seriedad como a la broma y cuya compañía resulta siempre
agradable, ése es el hombre que los antiguos llamaban: “omnium
horarum homo”, un hombre para todas las horas”.

Aceptarnos como somos

Un cantero se lamentó:
—Ay, si tuviera tanto dinero como este rico.
El genio lo llenó de riquezas. Pero apretaba mucho el sol, era
verano.
—Ay, si fuera sol.
El genio se lo concedió.
Una nube se interpuso entre el sol y la tierra.
—Ay, si fuera nube.
El genio se lo concedió. Pero comprobó como la roca resistía a
sus embates.
—Ay, si fuera roca.
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El genio se lo concedió. Pero cuando vio cómo el cantero la
destrozaba comentó:
—Ay, si fuera cantero.

Vosotros sois mis brazos

En una iglesia de una aldea alemana tenían un Cristo muy bonito


y valioso. Estaba crucificado y la gente le tenía mucha devoción.
Durante la Segunda Guerra Mundial cayó una bomba y, al
explotar, le arrancó los dos brazos. Al final de la contienda, los del
pueblo se planteaban restaurarlo. Pero alguien sugirió dejarlo
como estaba, sin brazos. Se aceptó la propuesta e incluyeron una
leyenda explicativa que decía así: “Vosotros sois mis brazos”. Así
recuerda a todos que Jesucristo tiene necesidad de nosotros para
seguir su misión en la tierra.

Una historia casi verdadera

Es la tarde de un viernes típico y estás conduciendo hacia tu


casa. Sintonizas la radio. Las noticias cuentan una historia de
poca importancia: en un pueblo lejano han muerto tres personas
de alguna gripe que nunca antes se había visto. No le pones
mucha atención a tal acontecimiento. El lunes cuando despiertas,
escuchas que ya no son 3, sino 30.000 personas las que han
muerto en las colinas remotas de la India. Personal del Control de
Enfermedades de EEUU ha ido a investigar. El martes ya es la
noticia más importante en la primera página del periódico, porque
no sólo es la India, sino Pakistán, Irán y Afganistán y pronto la
noticia sale en todos los telediarios. Todos se preguntan cómo
van a controlar la epidemia. A los pocos días, Europa cierra sus
fronteras: no habrá vuelos a desde la India, ni de ningún otro país
en el cual se haya visto la enfermedad. Al día siguiente, en
Francia hay un hombre en el hospital muriendo de esa
enfermedad. Hay pánico en Europa. La información dice que
cuando tienes el virus, es por una semana y ni te das cuenta.
Luego tienes cuatro días de síntomas horribles y mueres.
Inglaterra cierra también sus fronteras, pero es tarde, pasa un día
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más y el presidente de los EEUU cierra las fronteras a Europa y
Asia, para evitar el contagio en el país, hasta que encuentren un
modo de curar esa enfermedad. Al día siguiente la gente se reúne
en las iglesias a rezar. Pero en la radio se oye la noticia: dos
mujeres han muerto en Nueva York. En horas, parece que la
epidemia invade todo el mundo. Los científicos siguen trabajando
para encontrar el antídoto, pero nada funciona. Y de repente,
viene la noticia esperada: se ha descifrado el código de ADN del
Virus. Se puede hacer el antídoto. Va a requerirse la sangre de
alguien que no haya sido infectado y de hecho en todo el país se
corre la voz que todos vayan al hospital más cercano para que se
les practique un examen de sangre. Vas de voluntario con tu
familia, junto a unos vecinos, preguntándote ¿Qué pasará? ¿Será
esto el fin del mundo? De repente el doctor sale gritando un
nombre que ha leído en su cuaderno. El más pequeño de tus
hijos está a tu lado, te agarra la chaqueta y dice: “¿Papá?, ¡Ese
es mi nombre!”. Antes de que puedas reaccionar se están
llevando a tu hijo y gritas: “¡Esperen!”. Y ellos contestan: “Todo
está bien, su sangre está limpia, su sangre es pura. Creemos que
tiene el tipo de sangre correcta”. Después de cinco largos minutos
salen los médicos con cara de satisfacción, emocionados. Es la
primera vez que has visto a alguien sonreír en una semana. El
doctor de mayor edad se te acerca y dice: “¡Gracias! La sangre de
su hijo es perfecta, está limpia y pura, se puede hacer el antídoto
contra esta enfermedad”. La noticia corre por todas partes, la
gente esta pletórica de felicidad. Entonces el doctor se acerca a ti
y a tu esposa y dice: “¿Podemos hablar un momento? Es que no
sabíamos que el donante sería un niño y necesitamos que firmen
este formato para darnos el permiso de usar su sangre”. “¿Cuánta
sangre?”. “No pensábamos que era un niño. ¡La necesitamos
toda!”. No lo puedes creer y tratas de contestar: “Pero, pero...”. El
doctor te sigue insistiendo: “Usted no entiende, estamos hablando
de la cura para todo el mundo. Por favor firme este documento, la
necesitamos... toda”. Tu preguntas: “Pero no pueden darle una
transfusión?”. “Si tuviéramos sangre limpia, podríamos…
¿Firmará? Por favor...”. En silencio y sin poder sentir los mismos
dedos que tienen la pluma en la mano lo firmas. Te preguntan:
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“¿Quiere ver a su hijo?”. Caminas hacia esa sala de emergencia
donde tu hijo esta sentado en la cama. Tomas su mano y le dices:
“Hijo, tu madre y yo te amamos y nunca dejaríamos que te pasara
algo que no fuera necesario, ¿comprendes eso?”. Y cuando el
doctor regresa y te dice: “Lo siento, necesitamos empezar, gente
en todo el mundo está muriendo...”, ¿te puedes ir?, ¿puedes darle
la espalda a tu hijo y dejarlo allí?... mientras el te dice: “¿Papá?,
¿Mamá? ¿Por qué me están abandonando?”. Y a la siguiente
semana, cuando hacen una ceremonia para honrar a tu hijo,
algunas personas se quedan dormidas en casa, otras no vienen
porque prefieren ir de paseo o ver un partido de fútbol y otras
vienen a la ceremonia con una sonrisa falsa fingiendo que les
importa. Quisieras pararte y gritar: “¡Mi hijo murió por ustedes!,
¿es que no les importa?”. Tal vez eso es lo que Dios nos quiere
decir: “Mi hijo murió, ¿todavía no saben cuanto los amó?”.

El hilo de la paciencia

En una humilde choza de madera, de las afueras de un pueblo,


vivía una viuda de un carpintero con su único hijo llamado Pedro.
Era un chico soñador y más aficionado a jugar y a corretear por
los campos con Hilda que a estudiar encerrado en casa o en la
escuela. En la escuela pensaba: "Tengo ganas de salir, para ir a
jugar con Hilda". Jamás estaba conforme con nada y siempre
estaba con sus ensoñaciones. En invierno, mientras patinaba en
el hielo, deseaba que llegara el verano para bañarse en el río;
pero en el verano, deseaba que llegara el otoño para ver como el
viento elevaba graciosamente su cometa. Una tarde de verano,
después de pasear por largo rato bajo el sol, Pedro se quedó
profundamente dormido. En el sueño, se le apareció un mago que
llevaba en sus manos una cajita de plata, redonda como una
pelota, de la que salía un hilo de oro. El mago le dio la cajita
diciéndole: "¿Ves el hilo, Pedro? Es el hilo de tu vida. Si quieres
que el tiempo pase de prisa, no tienes más que tirar de él.
Naturalmente, no podrás contar a nadie tu poder. Pero te advierto
que el hilo, una vez sacado, no puede volver a la cajita, y no
olvides que el hilo es tu propia vida, así que no lo derroches. Una
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vez dichas estas palabras, el mago desapareció, dejando a Pedro
muy contento con lo que creía ser el mejor de todos los tesoros.
Cuando quedó solo, contempló aquella cajita con su diminuto
orificio, pero no se atrevió a tirar del hilo de oro. Al día siguiente,
en la escuela, estaba más distraído que nunca y el maestro le
dijo: "A ver, Pedro. Repite lo que acabo de explicar". Como es
natural, Pedro no supo qué decir. "Veo que no has prestado la
menor atención, así que como castigo copiarás veinte veces la
lección de hoy. Entonces, Pedro sacó disimuladamente la cajita y,
bajo su pupitre, tiró un poquitín del hilo de oro. Y un momento
después el maestro le dijo: "Bien, ya has terminado el castigo,
puedes irte". Pedro se sentía el más feliz de todos los mortales y,
a partir de entonces se divertía continuamente, porque solo tiraba
del hilo a la hora de estudiar. Nunca se le ocurría tirar del hilo
cuando estaba de vacaciones o cuando estaba con Hilda.
Pasaron así semanas y meses hasta que un día pensó: "Aunque
esté siempre de vacaciones, ser niño es aburridísimo, así que
aprenderé un oficio en vez de ir a la escuela y pronto podré
casarme con Hilda. Por la noche, tiró mucho del hilo y a la
mañana siguiente, se encontró como aprendiz en el taller de
carpintero. Durante un tiempo se sintió feliz y no tiraba del hilo
más que en determinadas ocasiones, cuando le parecía que
tardaba demasiado el día en que cobraba su jornal, y entonces
tiraba un poquito del hilo y la semana pasaba volado. Luego se
sintió impaciente, porque quería visitar a Hilda, que se encontraba
fuera de la ciudad. Tras largos meses de separación sintió gran
alegría al verla, y como no quería vivir ya separado de ella, le dijo:
"¿Quieres casarte conmigo? Ya soy un buen carpintero". "Sí,
Pedro, acepto". Como estaba en sus posibilidades nuevamente,
sin que ella supiera, tiró del hilo, y se vieron marchando al templo
para casarse. Pero no duró mucho el contento de la feliz pareja.
Pedro hubo de incorporarse al servicio militar. Hilda lloraba
desconsolada por la separación. "No te aflijas, verás que pronto
se pasarán los años". Durante las primeras semanas de cuartel,
Pedro no tiró del hilo, recordando las advertencias del mago.
Además la vida de militar le resultaba agradable, por la novedad y
porque sus compañeros eran muchachos despreocupados y
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bromistas. Le encantaba al comienzo, salir de campaña, cargar
cañones con granadas, y disparar al grito del capitán. También le
gustaba recibir las cartas cariñosas de Hilda. Según pasaba el
tiempo, la vida en el cuartel empezó a parecerle aburrida, así que
tiró de nuevo del hilo y enseguida estuvo en casa. Hilda lo recibió
con gran alegría: "¡Estos dos años han pasado como un sueño!".
"Ya no volveré a tirar más del hilo –se decía a solas–, pues siento
que va pasando la edad mas bella de mi vida". Pero a veces
olvidaba sus buenos propósitos, y en cuanto se sentía cansado
tiraba un poco del hilo, y sus problemas se pasaban enseguida.
De pronto, un día se dio cuenta de que su madre tenía el pelo
blanco y la cara surcada de arrugas. Su aspecto era de una mujer
muy fatigada. Pedro sintió remordimiento de haber hecho correr el
tiempo con demasiada prisa. El tiempo pasaba rápido, y si tiraba
del hilo eliminaba una enfermedad, pero enseguida aparecían
otras. Cada día le resultaba más pesado el trabajo. Un día le dijo
Hilda. "Ya has estado trabajando bastante. ¿Porque no te
jubilas?". "Tienes razón, pero siento que todavía no tenemos
suficientes ahorros y ya no tengo fuerzas". Un día que paseaba
apesadumbrado por el campo, oyó pronunciar su nombre:
"¡Pedro!". Miró hacia arriba y vio al mago: "¿Has sido feliz?", le
preguntó. "No lo sé. La cajita que me diste era maravillosa, nunca
he tenido que esperar, y tampoco he sufrido por nada..., pero la
vida se me ha pasado como un soplo, y ahora me siento viejo,
débil y pobre". "Cuanto lo siento, yo pensé que te sentirías el más
feliz de los hombres, al poder disponer de tu tiempo a tu capricho.
¿Puedo satisfacer todavía un deseo tuyo, ¡el que tú quieras!".
"Pues me gustaría volver a vivir toda mi vida, como la viven los
demás. Aprender a sufrir me enseñaría a fortalecer mi espíritu y
también aprendería a esperar lo bueno y lo malo de la vida con
paciencia. Sin conocer el dolor, no podré ser humano y me
privaré de comprender a los que sufren". Pedro devolvió al mago
la cajita de plata, y en aquel mismo momento quedó
profundamente dormido. Al despertar vio con asombro que todo
había sido un sueño. Al día siguiente fue a la escuela con muchas
ganas de estudiar.

18 3
El príncipe y la estufa

Me acababa de levantar, cuando vi a través de los cristales


empañados de mi ventana. Yo a pesar de tanto abrigo, tiritaba de
aburrimiento. El no estaba sólo. Venía al frente de su pequeño
ejército de amigos voluntarios. Nunca había contemplado a un
caudillo más joven y recio que él. Mis ojos cansados de soñar sin
dormir, se esforzaban para no dar crédito a esta visión heroica,
tan opuesta a mi vida. Temblé de rabia cobarde cuando noté que
él me miraba. Con voz fuerte, mientras su mirada amablemente
se mantenía hacia mí, me preguntó: "¿Te vienes conmigo". Como
si no lo hubiera oído, casi disimulando, proferí algo así como:
"¿Eehh.... Quéee...?". Su recia voz se oyó de nuevo: "¿Qué si te
vienes voluntario conmigo?". Tartamudeando, débilmente
respondí: "No, no puedo..., es que estoy aquí atado...; atado
voluntariamente, al suave y lindo calorcito de mi estufilla...".
Mientras yo bostezaba, su voz –la voz de él– resonó majestuosa,
con la nobleza amplia de las cascadas eternas: "¡En marcha!".
Sus soldados decididos y voluntarios, caminaron tras él sobre la
blancura ideal de la nieve pura. Y sus huellas –las de él– y las de
ellos, quedaron impresas profundamente, marcando un camino
recto y nuevo hacia el sol. Pero yo..., yo no. He preferido
quedarme aquí detrás de los cristales empañados, atado suave,
cómodamente, al calorcito cercano de mi estufilla privada.
(Rabindranath Tagore)

Hércules y el carretero

Un carretero conducía a sus animales por un camino fangoso


completamente cargados, y las ruedas de la carreta se hundieron
tanto en el lodo que los caballos no podían moverla. El carretero
miraba desesperado alrededor suyo, llamando a Hércules a gritos
para pedirle ayuda. Al fin el dios se presentó, y le dijo: "Apoya el
hombro en la rueda, hombre, y azuza tus caballos, y luego pide
auxilio a Hércules. Porque si no alzas un dedo para ayudarte a ti
mismo, no esperes socorro de Hércules ni de nadie". (Esopo)

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El violín desafinado

Se cuenta que con un viejo violín, un pobre hombre se ganaba la


vida. Iba por los pueblos, comenzaba a tocar y la gente se reunía
a su alrededor. Tocaba y al final pasaba entre la concurrencia una
agujereada boina con la esperanza de que algún día se llenara.
Cierto día comenzó a tocar como solía, se reunió la gente, y salió
lo de costumbre: unos ruidos más o menos armoniosos. No daba
para más ni el violín ni el violinista. Y acertó a pasar por allí un
famoso compositor y virtuoso del violín. Se acercó también al
grupo y al final le dejaron entre sus manos el instrumento. Con
una mirada valoró las posibilidades, lo afinó, lo preparó... y tocó
una pieza asombrosamente bella. El mismo dueño estaba
perplejo y lleno de asombro. Iba de un lado para otro diciendo:
"Es mi violín...!, es mi violín...!, es mi violín...!". Nunca pensó que
aquellas viejas cuerdas encerraran tantas posibilidades. No es
difícil que cada uno, profundizando un poco en sí mismo,
reconozca que no está rindiendo al máximo de sus posibilidades.
Somos en muchas ocasiones como un viejo violín estropeado, y
nos falta incluso alguna cuerda. Somos... un instrumento flojo, y
además con frecuencia desafinado. Si intentamos tocar algo serio
en la vida, sale eso... unos ruidos faltos de armonía. Y al final,
cada vez que hacemos algo, necesitamos también pasar nuestra
agujereada boina; necesitamos aplausos, consideración,
alabanzas... Nos alimentamos de esas cosas; y si los que nos
rodean no nos echan mucho, nos sentimos defraudados; viene el
pesimismo. En el mejor de los casos se cumple el refrán: “Quien
se alimenta de migajas anda siempre hambriento”: no acaban de
llenarnos profundamente las cosas. Qué diferencia cuando
dejamos que ese gran compositor, Dios, nos afine, nos arregle,
ponga esa cuerda que falta, y dejemos ¡que Él toque! Pero
también en la vida terrena existen violinistas que nos pueden
afinar; un amigo, un compañero, un maestro, o cualquier persona
de la que podamos obtener conocimientos, un consejo, una
buena idea, una corrección fraterna, y quedaremos sorprendidos
de las posibilidades que había encerradas en nuestra vida.
Comprobamos que nuestra vida es bella y grandiosa cuanto que
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somos instrumentos perfectibles y, si nos proponemos ser
mejores, lucharemos constante e incansablemente por ser: un
violín cada vez mejor afinado.

He estado con Dios

Había una vez un pequeño niño que quería conocer a Dios. Él


sabía que era un largo viaje llegar hasta donde Dios vivía, así es
que preparó su mochila con sandwiches y botellas de leche
chocolatada y comenzó su viaje. Cuando había andado un
tiempo, se encontró con un viejecita que estaba sentada en el
parque observando a unas palomas. El niño se sentó a su lado y
abrió su mochila. Estaba a punto de tomar un trago de su leche
chocolatada cuando notó que la viejecita parecía hambrienta, así
es que le ofreció un sándwich. Ella, agradecida, lo aceptó y le
sonrió. Su sonrisa era tan hermosa que el niño quiso verla otra
vez, así que le ofreció una leche chocolatada. Una vez más, ella
le sonrió. El niño estaba encantado. Permanecieron sentados allí
toda la tarde. Cuando oscurecía, el niño se levantó para
marcharse. Antes de dar unos pasos, se dio la vuelta, corrió hacia
la viejecita y le dio un abrazo. Ella le ofreció su sonrisa, aun más
amplia. Cuando el niño abrió la puerta de su casa un rato más
tarde, a su madre le sorprendió la alegría en su rostro. Ella le
preguntó: "¿Qué hiciste hoy que estás tan contento?". Él
respondió: "Almorcé con Dios". Pero antes de que su madre
pudiese decir nada, él añadió: "¿Y sabes qué? ¡Tiene la sonrisa
más hermosa que jamás he visto!". Mientras tanto la viejecita,
también radiante de dicha, regresó a su casa. Su vecina estaba
impresionada con el reflejo de paz sobre su rostro, y le preguntó:
"¿Qué hiciste hoy que te puso tan contenta?". Ella respondió:
"Comí unos sandwiches con Dios en el parque". Y antes de que
su vecina comentara nada, añadió: "¿Sabes, es mucho más joven
de lo que esperaba".

Por qué permites esas cosas

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Por la calle vi a una niña hambrienta, sucia y tiritando de frío
dentro de sus harapos. Me encolericé y le dije a Dios: "¿Por qué
permites estas cosas? ¿Por qué no haces nada para ayudar a
esa pobre niña?". Durante un rato, Dios guardó silencio. Pero
aquella noche, cuando menos lo esperaba, Dios respondió mis
preguntas airadas: "Ciertamente que he hecho algo. Te he hecho
a ti."

Un día el demonio habló de la Virgen María

En la instrucción de la beatificación de San Francisco de Sales,


declaró como testigo una de las religiosas que le conoció en el
primer monasterio de la Visitación de Annecy. Refirió que en una
ocasión llevaron ante el obispo de Ginebra (Monseñor Carlos
Augusto de Sales, sobrino y sucesor de San Francisco en la sede
episcopal) a un hombre joven que, desde hacía cinco años,
estaba poseído por el demonio, con el fin de practicarle un
exorcismo. Los interrogatorios al poseso se hicieron junto a los
restos mortales de San Francisco. Durante una de las sesiones,
el demonio exclamó lleno de furia: «¿Por qué he de salir?».
Estaba presente una religiosa de las Madres de la Visitación, que
al oírle, asustada quizá por el furor demoníaco de la exclamación,
invocó a la Virgen: «¡Santa Madre de Dios, rogad por nosotros...».
Al oír esas palabras –prosiguió la monja en su declaración– el
demonio gritó más fuerte: «¡María, María! ¡Para mí no hay María!
¡No pronunciéis ese nombre, que me hace estremecer! ¡Si
hubiera una María para mí, como la que hay para vosotros, yo no
sería lo que soy! Pero para mí no hay María». Sobrecogidos por
la escena, algunos de los que estaban presentes rompieron a
llorar. El demonio continuó: «¡Si yo tuviese un instante de los
muchos que vosotros perdéis…! ¡Un solo instante y una María, y
yo no sería un demonio!». (Tomado de Federico Suárez, “La
pasión de Nuestro Señor Jesucristo”, pág. 219-221).

"El arte de dar lo que no se tiene"

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A Gerard Bessiere le ha preguntado alguien cómo se las arregla
para estar siempre contento. Y Gerard ha confesado
cándidamente que eso no es cierto, que también él tiene sus
horas de tristeza, de cansancio, de inquietud, de malestar. Y
entonces, insisten sus amigos, ¿cómo es que sonríe siempre, que
sube y baja las escaleras silbando infallablemente, que su cara y
su vida parecen estar siempre iluminadas?. Y Gerard ha
confesado humildemente que es que, frente a los problemas que
a veces tiene dentro, él "conoce el remedio, aunque no siempre
sepa utilizarlo: salir de uno mismo", buscar la alegría donde está
(en la mirada de un niño, en un pájaro, en una flor) y, sobre todo,
interesarse por los demás, comprender que ellos tienen derecho a
verle alegre y entonces entregarles ese fondo sereno que hay en
su alma, por debajo de las propias amarguras y dolores. Para
descubrir, al hacerlo, que cuando uno quiere dar felicidad a los
demás la da, aunque él no la tenga, y que, al darla, también a él
le crece, de rebote, en su interior.
Me gustaría que el lector sacara de este párrafo todo el sabroso
jugo que tiene. Y que empezara por descubrir algo que muchos
olvidan: que ser feliz no es carecer de problemas, sino conseguir
que estos problemas, fracasos y dolores no anulen la alegría y
serenidad de base del alma. Es decir: la felicidad está en la "base
del alma", en esa piedra sólida en la que uno está reconciliado
consigo mismo, pleno de la seguridad de que su vida sabe
adónde va y para qué sirve, sabiéndose y sintiéndose nacido del
amor. Cuando alguien tiene bien construida esa base del alma,
todos los dolores y amarguras quedan en la superficie, sin
conseguir minar ni resquebrajar la alegría primordial e interior.
Luego está también la alegría exterior y esa depende, sobre todo,
del "salir de uno mismo". No puede estar alegre quien se pasa la
vida enroscado en sí mismo, dando vueltas y vueltas a las propias
heridas y miserias, auto complaciéndose. Lo está, en cambio,
quien vive con los ojos bien abiertos a las maravillas del mundo
que le rodea: la Naturaleza, los rostros de sus vecinos, el gozo de
trabajar.
Y, sobre todo, interesarse sinceramente por los demás. Descubrir
que los que nos rodean "tienen derecho" a vernos sonrientes
3 23
cuando se acercan a nosotros mendigando comprensión y amor.
¿Y cuando no se tiene la menor gana de sonreír? Entonces hay
que hacerlo doblemente: porque lo necesitan los demás y lo
necesita la pobre criatura que nosotros somos. Porque no hay
nada más autocurativo que la sonrisa. "La felicidad -ha escrito
alguien- es lo único que se puede dar sin tenerlo". La frase
parece disparatada, pero es cierta: cuando uno lucha por dar a
los demás la felicidad, ésta empieza a crecernos dentro, vuelve a
nosotros de rebote, es una de esas extrañas realidades a las que
sólo podemos acercarnos cuando las damos. Y éste puede ser
uno de los significados de la frase de Jesús: "Quien pierde su
vida, la gana", que traducido a nuestro tema podría expresarse
así: "Quien renuncia a chupetear su propia felicidad y se dedica a
fabricar la de los demás, terminará encontrando la propia". Por
eso sonriendo cuando no se tienen ganas, termina uno siempre
con muchísimas ganas de sonreír.

"El chupete"

Cuando estos días veo la famosa campañita de los preservativos


no puedo menos de acordarme del viejo chupete, que fue la
panacea universal de nuestra infancia. ¿Que el niño tenía hambre
porque su madre se había retrasado o despistado? Pues ahí
estaba el chupete salvador para engatusar al pequeño. ¿Que el
niño tenía mojado el culete? Pues chupete al canto. No se
resolvían los problemas, pero al menos por unos minutos se
tranquilizaba al pequeño.
Era la educación evita-riesgos. Porque no se trataba, claro, sólo
del chupete. Era un modo cómodo de entender la tarea educativa.
Su meta no era formar hombres, sino tratar de retrasar o evitar los
problemas
Yo he confesado muchas veces que, en conjunto, estoy bastante
contento de la educación que me dieron mis padres y profesores.
Pero en este punto, no, no puedo estar satisfecho. Para ellos lo
más importante era que los niños o los adolescentes que nosotros
éramos no sufriéramos o sufriéramos lo mínimo indispensable.
Pensaban: «Bastante dura es la vida. Ya se encontrarán con el
24 3
dolor. Pero que sea, al menos, lo más tarde posible.» Y así nos
educaban en un frigorífico, bastante fuera de la realidad. Con lo
que hicieron doblemente dura nuestra juventud o nuestra primera
hombría obligándonos a resolver, entonces, lo que debió quedar
iluminado o resuelto en las curvas de nuestra adolescencia.
Ocultar el dolor puede ser una salida cómoda para el educador y
también para el educando, pero, a la larga, siempre es una salida
negativa. Los tubos de escape no son educación.
Y eso me parece que estamos haciendo ahora con la educación
sexual, de los jóvenes. Después de muchos años de hablar del
déficit educativo en ese campo, salimos ahora diciendo la verdad:
que la única educación del sexo que se nos ocurre es evitar las
consecuencias de su uso desordenado.
Si fuéramos verdaderamente sinceros, en estos días
presentaríamos así la campaña de los anticonceptivos: saldría a
pantalla el ministro o la ministra del ramo y diría:
«Queridos jóvenes: como estamos convencidos de que todos
vosotros sois unos cobardes, incapaces de controlar vuestro
propio cuerpo; como, además, estamos convencidos de que ni
nosotros ni todos los educadores juntos seremos capaces de
formaros en este terreno, hemos pensado que ya que no se nos
ocurre nada positivo que hacer en ese campo, lo que sí podemos
es daros un tubo de escape para que podáis usar vuestro cuerpo,
ya que no con dignidad, al menos sin demasiados riesgos.»
Efectivamente: no hay mayor confesión de fracaso de la
educación que esta campañita de darles nuevos chupetes a los
jóvenes.
¿Se han fijado ustedes en que todos los grandes almacenes - sin
excepción- colocan junto a los cajeros de salida toda clase de
dulces, chicles, chupa-chups, piruletas y demás gollerías? Los
comerciantes son muy listos. Saben que cuando la mamá cree
que ha terminado sus compras, volverá a picar en el último
minuto si es que va acompañada por un niño. Porque ¿qué
chiquillo no se encaprichará con alguna de esas golosinas
mientras se produce el parón inevitable de la mamá en vaciar su
carro y pagar lo comprado? ¿Y qué mamá se resistirá en ese
momento, cuando sabe que si se niega tendrá el berrinche del
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niño ante la mirada de la cajera? Como sabe que, al final,
acabará comprándolo, prefiere caer en ello desde el principio. Es
más cómodo y sencillo añadir diez duros más a la cuenta que
intentar formar la voluntad del pequeño. ¿Y qué futuro aguarda a
esos niños o a esos jóvenes educados en no tener voluntad, en
no carecer de nada, sabiendo que conseguirán todo con cuatro
llantos y una pataleta?
Claro que lo sexual es algo bastante más importante que unos
caramelos más o menos. Pero ahí la postura de la sociedad
moderna es igualmente concesiva. Una educación sexual -creo
yo- tendría que empezar por despertar en el adolescente y en el
joven cuatro gigantescos valores: la estima de su propio cuerpo;
la estima del cuerpo de la que será su compañera; la valoración
de la importancia que el acto sexual tiene en relación amorosa de
los humanos; el aprecio del fruto que de ese acto sexual ha de
salir: el hijo. Pero ¿qué pensar de una educación sexual que,
olvidando todo esto, empieza y termina (repito: empieza y
termina) dando salidas para evitar los riesgos, devaluando con
ello esos cuatro valores?
No sé, pero me parece a mí que algo muy serio se juega en este
campo. Pero ¡pobres los curas o los obispos si se atreven a
recordar algo tan elemental! Les tacharán de cavernícolas, de
pertenecer al siglo XIX. Y el mundo seguirá rodando, rodando.
¿Hacia qué?

“Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”

Albert Einstein

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