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Librito viajero 2

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A este librito no te lo cobramos en dinero, pero no es gratis.
Su costo es que cumpla la misión de recorrer los hogares de
muchas personas, así que te pido que si no lo vas a leer
ahora, lo pases a un amigo o lo devuelvas a quien te lo
entregó, asi puede cumplir su mision.
Si te gusto y queres, podes hacer una copia del mismo.
Hacer copias del mismo y repartirlas haría bien a muchas mas
personas.
También podes dejar algún comentario al final del libro.
Gracias por tu colaboración.

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Introduccion

Este es uno de los 10 libritos donde hay una serie de anécdotas;


vivencias y cuentitos encontrados en Internet que me alegraron el
alma. Hoy quiero compartirlos contigo.

La muñeca y la rosa blanca

De prisa, entré a la tienda por departamentos a comprar unos


regalos de Navidad a última hora. Miré a mi alrededor toda la gente
que allí había y me molesté un poco. Estaré aquí una eternidad,
con tanto que tengo que hacer, pensé. La Navidad se había
convertido ya casi en una molestia. Estaba deseando dormirme por
todo el tiempo que durara la Navidad. Pero me apresuré lo más
que pude por entre la gente en la tienda. Entré en el departamento
de juguetes. Otra vez más me encontré murmurando para mí
misma, sobre los precios de aquellos juguetes. Me pregunté si mis
nietos jugarían realmente con ellos. De pronto, me encontré en la
sección de muñecas. En una esquina, me encontré un niñito, como
de cinco años, sosteniendo una preciosa muñeca. Estaba
tocándole el cabello y la sostenía muy tiernamente. No me pude
aguantar, me quedé mirándolo fijamente y preguntándome para
quién sería la muñeca, cuando de pronto se le acercó una mujer, a
la cual llamó tía. El niño le preguntó: "¿Estás segura que no tengo
dinero suficiente?" Y la mujer le contestó, con un tono impaciente:
"Tú sabes que no tienes suficiente dinero para comprarla." La
mujer le dijo al niño que se quedara allí donde estaba mientras ella
buscaba otras cosas que le faltaban. El niño continuó sosteniendo
la muñeca.
Después de un ratito, me le acerqué y le pregunté al niño para
quién era la muñeca. El me contestó: "Esta muñeca es la que mi
hermanita quería tanto para Navidad. Ella estaba segura que Santa
Claus se la iba a traer." Yo le dije que lo más seguro era que Santa
Claus se la traería. Pero él me contestó: "No, no puede ir donde mi
hermanita está. Yo le tengo que dar la muñeca a mi mamá para
que ella se la lleve a mi hermanita." Yo le pregunté dónde estaba
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su hermana. El niño, con una cara muy triste me contestó: "Ella se
ha ido con Jesús. Mi papá dice que mamá se va a ir con ella
también." Mi corazón casi deja de latir. Volví a mirar al niño una y
otra vez. El continuó: "Le dije a papá que le dijera a mamá que no
se fuera todavía. Le dije que le dijera a ella que esperara un poco
hasta que yo regresara de la tienda." El niño me preguntó si quería
ver su foto y le dije que me encantaría. Entonces, el sacó unas
fotografías que tenía en su bolsillo y que había tomado al frente de
la tienda y me dijo: "Le dije a papá que le llevara estas fotos a mi
mamá para que ella nunca se olvide de mí. Quiero mucho a mi
mamá y no quisiera que ella se fuera. Pero papá dice que ella se
tiene que ir con mi hermanita." Me dí cuenta que el niño había
bajado la cabeza y se había quedado muy callado. Mientras él no
miraba, metí la mano en mi cartera y saqué unos billetes. Le dije al
niño que contáramos el dinero una y otra vez. El niño se
entusiasmó mucho y comentó: "Yo sé que es suficiente." Y
comenzó a contar el dinero otra vez. El dinero ahora era suficiente
para pagar la muñeca. El niño, en una voz muy suave, comentó:
"Gracias Jesús por darme suficiente dinero." El niño entonces
comentó: "Yo le acabo de pedir a Jesús que me diera suficiente
dinero para comprar esta muñeca, para que así mi mamá se la
pueda llevar a mi hermanita. Y Él oyó mi oración. Yo le quería pedir
dinero suficiente para comprarle a mi mamá una rosa blanca
también, pero no lo hice. Pero Él me acaba de dar suficiente para
comprar la muñeca y la rosa para mi mamá. A ella le gustan mucho
las rosas. Le gustan mucho las rosas blancas." En unos minutos la
tía regresó y yo desapercibidamente me fuí. Mientras terminaba
mis compras, con un espíritu muy diferente al que tenía al
comenzar, no podía dejar de pensar en el niño. Seguí pensando en
una historia que había leído en el periódico unos días antes,
acerca de un accidente causado por un conductor ebrio, el cual
había causado un accidente donde había perecido una niñita y su
mamá estaba en estado de gravedad. La familia estaba
deliberando en si mantener o no a la mujer con vida artificial y
máquinas. Me di cuenta de inmediato que este niño pertenecía a
esa familia. Dos días más tarde leí en el periódico que la mujer del
accidente había sido removida de la maquinaria que la mantenía
viva y había muerto. No me podía quitar de la mente al niño. Más
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tarde ese día, fui y compré un ramo de rosas blancas y las llevé a
la funeraria donde estaba el cuerpo de la mujer. Y allí estaba, la
mujer del periódico, con una rosa blanca en su mano, una hermosa
muñeca, y la foto del niño en la tienda. Me fui llorando ... mi vida
había cambiado para siempre. El amor de aquel niño por su madre
y su hermanita era enorme. En un segundo, un conductor ebrio le
había destrozado la vida en pedazos a aquel niñito.

La silla

La hija de un hombre le pidió al sacerdote que fuera a su casa a


hacer una oración para su padre que estaba muy enfermo. Cuando
el sacerdote llegó a la habitación del enfermo, encontró a este
hombre en su cama con la cabeza alzada por un par de
almohadas. Había una silla al lado de su cama, por lo que el
sacerdote asumió que el hombre sabía que vendría a verlo. -
"Supongo que me estaba esperando", le dijo. - "No, ¿quién es
usted?", dijo el hombre. - "Soy el sacerdote que su hija llamó para
que orase con usted. Cuando vi la silla vacía al lado de su cama
supuse que usted sabía que yo iba a venir a verlo". - "Oh sí, la
silla", dijo el hombre enfermo. "¿Le importa cerrar la puerta?".
El sacerdote, sorprendido, la cerró. "Nunca le he dicho esto a
nadie, pero ... toda mi vida la he pasado sin saber cómo orar.
Cuando he estado en la iglesia he escuchado siempre al respecto
de la oración, que se debe orar y los beneficios que trae, etc., pero
siempre esto de las oraciones me entró por un oído y salió por el
otro, pues no tengo idea de cómo hacerlo. Por ello hace mucho
tiempo abandoné por completo la oración. Esto ha sido así en mí
hasta hace unos cuatro años, cuando conversando con mi mejor
amigo me dijo: "José, esto de la oración es simplemente tener una
conversación con Jesús. Así es como te sugiero que lo hagas ... Te
sientas en una silla y colocas otra silla vacía enfrente tuyo, luego
con fe mira a Jesús sentado delante tuyo. No es algo alocado el
hacerlo, pues Él nos dijo 'Yo estaré siempre con ustedes'. Por lo
tanto, le hablas y lo escuchas, de la misma manera como lo estás
haciendo conmigo ahora mismo". José continuó hablando: "Es así
que lo hice una vez y me gustó tanto que lo he seguido haciendo
unas dos horas diarias desde entonces. Siempre tengo mucho
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cuidado que no me vaya a ver mi hija, pues diría que son
tonterías". El sacerdote sintió una gran emoción al escuchar esto y
le dijo a José que era muy bueno lo que había estado haciendo y
que no cesara de hacerlo, luego hizo una oración con él, le
extendió una bendición, los santos óleos y se fue a su parroquia.
Dos días después, la hija de José llamó al sacerdote para decirle
que su padre había fallecido. El sacerdote le preguntó: "¿Falleció
en paz?". "Sí", respondió la hija. "Cuando salí de la casa a eso de
las dos de la tarde me llamó y fui a verlo a su cama. Me dijo lo
mucho que me quería y me dio un beso. Cuando regresé de hacer
compras una hora más tarde ya lo encontré muerto. Pero hay algo
extraño al respecto de su muerte, pues aparentemente justo antes
de morir se acercó a la silla que estaba al lado de su cama y
recostó su cabeza en ella, pues así lo encontré. ¿Qué cree usted
que pueda significar esto?". El sacerdote se secó las lágrimas de
emoción, se lo explicó, y concluyó: "Ojalá que todos nos
pudiésemos ir de esa manera".

La última pregunta

Durante mi último curso en la escuela, nuestro profesor nos puso


un examen. Leí rapidamente todas las preguntas, hasta que llegué
a la ultima, que decía así: ¿Cuál es el nombre de la mujer que
limpia la escuela? Seguramente era una broma. Yo había visto
muchas veces a la mujer que limpiaba la escuela. Era alta, cabello
oscuro, como de cincuenta anos, pero... ¿cómo iba yo a saber su
nombre? Entregué mi examen, dejando la última pregunta en
blanco. Antes de que terminara la clase, alguien le preguntó al
profesor si la última pregunta contaría para la nota del examen. Por
supuesto, dijo el profesor. En sus vidas ustedes conoceran muchas
personas. Todas son importantes. Todas merecen su atención y
cuidado, aunque solo les sonrían y digan: !Hola! Yo nunca olvidé
esa lección. Tambien aprendí que su nombre era Dorothy.

Lealtad a un hermano

Uno de dos hermanos que combatían en la misma compañía, en


Francia, cayó abatido por una bala alemana. El que escapó pidió
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autorización a su oficial para recobrar a su hermano. "Tal vez esté
muerto -dijo el oficial-, y no tiene sentido que arriesgues la vida
para rescatar el cadáver". Pero ante sus súplicas el oficial accedió.
Cuando el soldado regresó a las líneas con su hermano sobre los
hombros, el herido falleció. "¿Ves? -dijo el oficial- Arriesgaste la
vida por nada". "No -respondió Tom-; hice lo que él esperaba de
mí, y obtuve mi recompensa. Cuando me acerqué y lo alcé en
brazos, me dijo: 'Tom, sabía que vendrías, estaba seguro de que
vendrías'."

Lo que vale un amigo

Un día, cuando era estudiante de secundaria, vi a un compañero


de mi clase caminando de regreso a su casa. Se llamaba Kyle. Iba
cargando todos sus libros y pensé: "¿Por que se estará llevando a
su casa todos los libros el viernes? Debe ser un empollón". Yo ya
tenía planes para todo el fin de semana: fiestas y un partido de
fútbol con mis amigos el sábado por la tarde, así que me encogí de
hombros y seguí mi camino.
Mientras caminaba, vi a un montón de chicos corriendo hacia él.
Cuando lo alcanzaron le tiraron todos sus libros y le hicieron una
zancadilla que lo tiró al suelo. Vi que sus gafas volaron y cayeron
al suelo como a tres metros de él. Miró hacia arriba y pude ver una
tremenda tristeza en sus ojos. Mi corazón se estremeció, así que
corrí hacia él mientras gateaba buscando sus gafas. Vi lágrimas en
sus ojos. Le acerqué a sus manos sus gafas y le dije: "Esos chicos
son unos tarados, no deberían hacer esto". Me miró y me dijo:
"Gracias". Había una gran sonrisa en su cara. Una de esas
sonrisas que mostraban verdadera gratitud. Le ayudé con sus
libros.
Vivía cerca de mi casa. Le pregunté por qué no lo había visto antes
y me contó que se acababa de cambiar de una escuela privada. Yo
nunca había conocido a alguien que fuera a una escuela privada.
Caminamos hasta casa. Le ayudé con sus libros. Parecía un buen
chico. Le pregunté si quería jugar al fútbol el sábado conmigo y mis
amigos, y aceptó. Estuvimos juntos todo el fin de semana. Mientras
mas conocía a Kyle, mejor nos caía, tanto a mi como a mis amigos.
Llegó el lunes por la mañana y ahí estaba Kyle con aquella enorme
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pila de libros de nuevo. Me paré y le dije: "Oye, vas a sacar buenos
músculos si cargas todos esos libros todos los días". Se río y me
dio la mitad para que le ayudara.
Durante los siguientes cuatro años nos convertimos en los mejores
amigos. Cuando ya estabamos por terminar la secundaria, Kyle
decidió ir a la Universidad de Georgetown y yo a la de Duke. Sabía
que siempre seríamos amigos, que la distancia no sería un
problema. El estudiaría medicina y yo administración, con una beca
de fútbol.
Llegó el gran día de la Graduación. El preparó el discurso. Yo
estaba feliz de no ser el que tenía que hablar. Kyle se veía
realmente bien. Era uno de esas personas que se había
encontrado a sí mismo durante la secundaria, había mejorado en
todos los aspectos, se veía bien con sus gafas. Tenía más citas
con chicas que yo y todas lo adoraban. ¡Caramba! algunas veces
hasta me sentía celoso... Hoy era uno de esos días. Pude ver que
él estaba nervioso por el discurso, así que le di una palmadita en la
espalda y le dije: "Vas a estar genial, amigo". Me miró con una de
esas miradas (realmente de agradecimiento) y me sonrió:
"Gracias", me dijo.
Limpió su garganta y comenzó su discurso: "La Graduación es un
buen momento para dar gracias a todos aquellos que nos han
ayudado a través de estos años difíciles: tus padres, tus maestros,
tus hermanos, quizá algún entrenador... pero principalmente a tus
amigos. Yo estoy aquí para decirles que ser amigo de alguien es el
mejor regalo que podemos dar y recibir y, a este propósito, les voy
a contar una historia". Yo miraba a mi amigo incrédulo cuando
comenzó a contar la historia del primer día que nos conocimos.
Aquel fin de semana él tenia planeado suicidarse. Habló de cómo
limpió su armario y por qué llevaba todos sus libros con él: para
que su madre no tuviera que ir después a recogerlos a la escuela.
Me miraba fijamente y me sonreía. "Afortunadamente fui salvado.
Mi amigo me salvó de hacer algo irremediable". Yo escuchaba con
asombro como este apuesto y popular chico contaba a todos ese
momento de debilidad. Sus padres también me miraban y me
sonreían con esa misma sonrisa de gratitud.
En ese momento me di cuenta de lo profundo de sus palabras:
"Nunca subestimes el poder de tus acciones: con un pequeño
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gesto, puedes cambiar la vida de otra persona, para bien o para
mal. Dios nos pone a cada uno frente a la vida de otros para
impactarlos de alguna manera".

No juzgar antes de tiempo

En los días en que un helado costaba mucho menos, un niño de


diez años entró en un establecimiento y se sentó en una mesa. La
camarera puso un vaso de agua en frente de él. ¿Cuánto cuesta
un helado de chocolate con cacahuetes?, preguntó el niño.
Cincuenta centavos, respondió la camarera. El niño sacó la mano
de su bolsillo y examinó sus monedas. ¿Y cuánto cuesta un helado
solo?, volvió a preguntar. Algunas personas estaban esperando
por una mesa y la camarera ya estaba un poco impaciente.
"Treinta y cinco centavos", dijo ella bruscamente. El niño volvió a
contar la monedas. "Quiero el helado solo", dijo el niño. La mesera
le trajo el helado, puso la cuenta sobre la mesa y se fue. El niño
terminó el helado, pagó en la caja y se fue. Cuando la camarera
volvió, empezó a limpiar la mesa y entonces le costó tragar saliva
con lo que vio. Allí, puesto ordenadamente junto al plato vacío,
habían veinticinco centavos. Su propina.

Pagado con un vaso de leche

Un día, un muchacho muy pobre que era vendedor de puerta a


puerta para pagar sus estudios, se encontró con sólo diez centavos
en su bolsillo y tenía mucha hambre. Entonces decidió que en la
próxima casa iba a pedir comida. No obstante, perdió su coraje
cuando una linda y joven muchacha abrió la puerta. En lugar de
pedir comida pidió un vaso con agua. Ella pensó que él se veía
hambriento y le trajo un gran vaso con leche. Él se lo tomó y le
preguntó: - "¿Cuánto le debo?". - "No me debe nada. Mi mamá nos
enseñó a nunca aceptar pago por bondad." Él dijo: - "Entonces le
agradezco de corazón."
Cuando Howard Kelly -así se llamaba- se fue de esa casa, no sólo
se sintió más fuerte físicamente sino también en su fe en Dios y en
la humanidad. Él estaba a punto de rendirse y renunciar, pero se
animó a seguir luchando con sus estudios.
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Años más tarde esa jóven muchacha se enfermó gravemente. Los
doctores locales estaban muy preocupados. Finalmente la enviaron
a la gran ciudad donde llamaron a especialistas para que
estudiaran su rara enfermedad. Uno de esos especialistas era el
Dr. Howard Kelly. Cuando el se dió cuenta del nombre del pueblo
de donde ella venía, una extraña luz brilló en sus ojos.
Immediatamente él se levantó y fué al cuarto donde ella estaba.
Vestido en sus ropas de doctor fué a verla y la reconoció
inmediatamente. Luego volvió a su oficina determinado a hacer lo
imposible para salvar su vida. Desde ese día le dio atención
especial al caso. Después de una larga lucha, la batalla fue
ganada. El Dr. Kelly pidió a la oficina de cobros que le pasaran la
cuenta final para darle su aprobación. La miró y luego escribió algo
en la esquina y la cuenta fue enviada al cuarto de la muchacha.
Ella sintió temor de abrirla porque estaba segura de que pasaría el
resto de su vida tratando de pagar esa cuenta. Finalmente ella
miró, y algo llamó su atención en la esquina de la factura. Ella leyó
las siguientes palabras: "Pagado por completo con un vaso de
leche." Firmado, Dr. Howard Kelly.

El visitante

Ruth miró el sobre de nuevo. No llevaba sello, ni matasellos, sólo


su nombre y dirección. Leyó la carta una vez más...
Querida Ruth. Voy a estar en tu barrio el sábado por la tarde y me
gustaría pasarme a verte. Te quiere siempre, Jesús
Sus manos temblaban mientras dejaba la carta sobre la mesa.
"¿Por qué querría el Señor visitarme a mí? No soy nadie especial.
No tengo nada que ofrecer". Con este pensamiento, Ruth recordó
los estantes vacíos de la cocina. "¡Oh, Dios Santo, no tengo
absolutamente nada que ofrecer. Tengo que ir corriendo a la tienda
para comprar algo para la cena". Cogió el monedero y contó su
contenido. Cinco dólares y cuarenta centavos. "Bueno, al menos
puedo comprar algo de pan y fiambre". Se puso la chaqueta y se
precipitó hacia la puerta.
Una hogaza de pan francés, media libra de pavo en lonchas, y un
cartón de leche... dejaron a Ruth con un total de doce centavos
para pasar hasta el lunes. A pesar de ello, se sentía bien mientras
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volvía a casa, con sus escasas ofrendas envueltas bajo su brazo...
"Eh, señora. ¿Puede ayudarnos, señora?" Ruth había estado tan
absorta en sus planes sobre la cena que no había percibido las dos
figuras acurrucadas en el callejón.
Un hombre y una mujer, ambos vestidos con poco más que
harapos. "Mire, señora, yo no tengo trabajo, ¿sabe?, y mi mujer y
yo hemos estado viviendo aquí fuera en la calle, y, bien, ahora
tenemos frío y estamos hambrientos y, bueno, si pudiera
ayudarnos, señora, realmente lo apreciaríamos". Ruth miró a
ambos. Estaban sucios, olían mal y, francamente, estaba segura
de que hubieran podido trabajar en algo si realmente lo
necesitaran.
"Oiga, me gustaría ayudarles, pero yo misma soy también pobre.
Todo lo que tengo son unas pocas lonchas de fiambre y algo de
pan, y voy a tener un invitado importante a cenar esta noche y
planeaba servirle eso a Él". "Ya, bueno, OK, señora, lo entiendo.
Gracias de todas formas". El hombre pasó su brazo por los
hombros de la mujer y volviéndose se adentraron en el callejón.
Mientras los contemplaba irse, Ruth sintió una punzada familiar en
su corazón. "¡Oiga, espere!" La pareja se paró y se dio la vuelta
mientras ella corría por el callejón tras de ellos. "Mire, ¿por qué no
toma esta comida. Ya encontraré algo más que servir a mi
invitado". Tendió la cesta de la comida al hombre. "Gracias,
señora. ¡Muchas gracias!". "¡Sí, gracias!" era la esposa del hombre
y Ruth pudo ahora ver que estaba tiritando. "¿Sabe?, tengo otra
chaqueta en casa. Vamos, ¿por qué no coge ésta?" Ruth se
desabrochó la chaqueta y la deslizó sobre los hombros de la mujer.
Entonces, sonriendo, se giró y caminó de vuelta a la calle... sin
chaqueta y sin nada que servir a su invitado. "¡Gracias, señora!
¡Muchas gracias!"
Ruth estaba helada cuando llegó a la puerta principal de su casa. Y
preocupada también. El Señor venía de visita y ella no tenía nada
que ofrecerle. Tanteó en su bolso buscando la llave. Mientras lo
hacía, descubrió otro sobre en su buzón. "Qué extraño. El cartero
no acostumbra a venir dos veces al día". Sacó el sobre del buzón y
lo abrió...
Querida Ruth.
Ha sido tan maravilloso verte de nuevo. Gracias por la estupenda
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comida. Y gracias también por la preciosa chaqueta.
Te quiere siempre, Jesús
El aire todavía era frío pero, incluso sin chaqueta, Ruth ya no lo
notaba.
(Tomado de de www.andaluciaglobal.com/hadaluna)

El zapatero

Estaba Dios sentado en su trono y decidió bajar a la tierra en forma


de mendigo sucio y harapiento. Llegó entonces el Señor a la casa
de un zapatero y tuvieron esta conversacion: - "Mira que soy tan
pobre que no tengo ni siquiera otras sandalias, y como ves están
rotas e inservibles. ¿Podrías tu reparármelas, por favor?, porque
no tengo dinero". El zapatero le contesto: -"¿Qué acaso no ves mi
pobreza? Estoy lleno de deudas y estoy en una situación muy
pobre; y aun así quieres que te repare gratis tus sandalias?" -" Te
puedo dar lo que quieras si me las arreglas." El zapatero con
mucha desconfianza dijo: -"Me puedes dar tú el millón de monedas
de oro que necesito para ser feliz?" -"Te puedo dar 100 millones de
monedas de oro. Pero a cambio me debes dar tus piernas ..." - "Y
de que me sirven los 100 millones si no tengo piernas?" El Señor
volvio a decir: -Te puedo dar 500 millones de monedas de oro, si
me das tus brazos." -"Y que puedo yo hacer con 500 millones si no
podría ni siquiera comer yo solo? "El Señor habló de nuevo y dijo: -
"Te puedo dar 1000 millones si me das tus ojos." - "Y dime; ¿qué
puedo hacer yo con tanto dinero si no podría ver el mundo, ni
podría ver a mis hijos y a mi esposa para compartir con ellos?"
Dios sonrió y le dijo: -"Ay, hijo mío; cómo dices que eres pobre si te
he ofrecido ya 1600 millones de monedas de oro y no los has
cambiado por las partes sanas de tu cuerpo? Eres tan rico y no te
has dado cuenta! ...".

Escogiendo mi cruz

Cuentan que un hombre un día le dijo a Jesús: - "Señor: ya estoy


cansado de llevar la misma cruz en su hombro, es muy pesada
muy grande para mi estatura". Jesús amablemente le dijo: - "Si
crees que es mucho para ti, entra en ese cuarto y elige la cruz que
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más se adapte a ti". El hombre entró y vio una cruz pequeña, pero
muy pesada que se le encajaba en el hombro y le lastimaba; buscó
otra pero era muy grande y muy liviana y le hacía estorbo; tomó
otra pero era de un material que raspaba; buscó otra, y otra, y
otra.... hasta que llegó a una que sintió que se adaptaba a él. Salió
muy contento y dijo: - "Señor, he encontrado la que más se adapta
a mi, muchas gracias por el cambio que me permitiste". Jesús le
mira sonriendo y le dice: - "No tienes nada que agradecer, has
tomado exactamente la misma cruz que traías, tu nombre está
inscrito en ella. Mi Padre no permite más de lo que no puedas
soportar porque te ama y tiene un plan perfecto para tu vida".
Muchas veces nos quejamos por las dificultades que hay en
nuestra vida y hasta cuestionamos la voluntad de Dios, pero Él
permite lo que nos suceda porque es para nuestro bien y algo nos
enseña a través de eso. Dios no nos da nada más grande de lo
que no podamos soportar, y recordemos que después de la
tormenta viene la calma y un día esplendoroso en el que vemos la
Gloria de Dios.

¿Existe Dios?

Un hombre fue a una barbería a cortarse el cabello y recortarse la


barba, como es costumbre. En estos casos entabló una amena
conversación con la persona que le atendía. Hablaban de tantas
cosas y tocaron muchos temas. De pronto, tocaron el tema de
Dios. El barbero dijo: -Fíjese caballero que yo no creo que Dios
exista, como usted dice. -Pero, ¿por qué dice usted eso?- preguntó
el cliente. -Pues es muy fácil, basta con salir a la calle para darse
cuenta de que Dios no existe. O... dígame, acaso si Dios existiera,
¿Habría tantos enfermos? ¿Habría niños abandonados? Si Dios
existiera no habría sufrimiento ni tanto dolor para la humanidad. Yo
no puedo pensar que exista un Dios que permita todas estas
cosas... El cliente se quedó pensando un momento, pero no quiso
responder para evitar una discusión. El barbero terminó su trabajo
y el cliente salió del negocio. Recién abandonada la barbería, vio
en la calle a un hombre con la barba y el cabello largo; al parecer
hacía mucho tiempo que no se lo cortaba y se veía muy
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desarreglado. Entonces entró de nuevo en la barbería y le dijo al
barbero: -¿Sabe una cosa? Los barberos no existen. -¿Cómo que
no existen...? -preguntó el barbero- ...si aquí estoy yo y soy
barbero. -¡No! -dijo el cliente- no existen, porque si existieran no
habría personas con el pelo y la barba tan larga como la de este
hombre que va por la calle. -Ah, los barberos sí existen, lo que
pasa es que esas personas no vienen aquí. -¡Exacto! -dijo el
cliente- Ese es el punto. Dios sí existe, lo que pasa es que las
personas no van hacia Él y no le buscan, por eso hay tanto dolor y
miseria...

Haz como Jesucristo

Cuentan que, estando reciente la revolución francesa, Reveillère


Lépaux, uno de los jefes de la república, que había asistido al
saqueo de iglesias y a la matanza de sacerdotes, se dijo a sí
mismo: "Ha llegado la hora de reemplazar a Cristo. Voy a fundar
una religión enteramente nueva y de acuerdo con el progreso".
Pero no funcionó. Al cabo de unos meses, el «inventor» acudió
desconsolado a Bonaparte, ya primer cónsul, y le dijo: –¿Lo
creeréis, señor? Mi religión es preciosa, pero no arraiga entre el
pueblo. Respondió Bonaparte: –Ciudadano colega, ¿tenéis
seriamente la intención de hacer la competencia a Jesucristo? No
hay más que un medio; haced lo que Él: haceos crucificar un
viernes, y tratad de resucitar el domingo. (Cfr. A. Hillaire, "La
religión demostrada").

Huellas en la arena

Una noche tuve un sueño. Soñé que estaba caminando por la


playa con el Señor y, a través del cielo, pasaban escenas de mi
vida. Por cada escena que pasaba, percibí que quedaban dos
pares de pisadas en la arena: unas eran las mías y las otras del
Señor. Cuando la última escena pasó delante de nosotros, miré
hacia atrás, hacia las pisadas en la arena, y noté que muchas
veces en el camino de mi vida quedaban sólo un par de pisadas en
la arena. Noté también que eso sucedía en los momentos más
difíciles de mi vida. Eso realmente me perturbó y pregunté
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entonces al Señor: "Señor, Tú me dijiste, cuando resolví seguirte,
que andarías conmigo, a lo largo del camino, pero durante los
peores momentos de mi vida, había en la arena sólo un par de
pisadas. No comprendo porque Tú me dejaste en las horas en que
yo más te necesitaba". Entonces, Él, clavando en mi su mirada
infinita me contestó: "Mi querido hijo. Yo te he amado y jamás te
abandonaría en los momentos más difíciles. Cuando viste en la
arena sólo un par de pisadas fue justamente allí donde te cargué
en mis brazos".

Invita al verdadero festejado

Como sabrás nos acercamos nuevamente a la fecha de mi


cumpleaños, todos los años se hace una gran fiesta en mi honor y
creo que este año sucederá lo mismo. En estos días la gente hace
muchas compras, hay anuncios en el radio, en la televisión y por
todas partes no se habla de otra cosa, sino de lo poco que falta
para que llegue el día. La verdad, es agradable saber, que al
menos, un día al año algunas personas piensan un poco en mí.
Como tu sabes hace muchos años que comenzaron a festejar mi
cumpleaños, al principio no parecían comprender y agradecer lo
mucho que hice por ellos, pero hoy en día nadie sabe para que lo
celebran. La gente se reúne y se divierte mucho pero no saben de
que se trata. Recuerdo el año pasado al llegar el día de mi
cumpleaños, hicieron una gran fiesta en mi honor; pero sabes una
cosa, ni siquiera me invitaron. Yo era el invitado de honor y ni
siquiera se acordaron de invitarme, la fiesta era para mi y cuando
llego el gran día me dejaron afuera, me cerraron la puerta. ¡Y yo
quería compartir la mesa con ellos! (Apoc. 3,20). La verdad no me
sorprendió, porque en los últimos años todos me cierran las
puertas. Como no me invitaron, se me ocurrió estar sin hacer ruido,
entré y me quedé en un rincón. Estaban todos bebiendo, había
algunos borrachos, contando chistes, carcajeándose. La estaban
pasando en grande, para colmo llego un viejo gordo, vestido de
rojo, de barba blanca y gritando: "JO JO JO JO", parecía que había
bebido de más, se dejó caer pesadamente en un sillón y todos los
niños corrieron hacia él, diciendo "Santa Claus" "Santa Claus".
¡Cómo si la fiesta fuera en su honor! Llegaron las doce de la noche
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y todos comenzaron a abrazarse, yo extendí mis brazos esperando
que alguien me abrazara. Y ¿sabes?, nadie me abrazó. Comprendí
entonces que yo sobraba en esa fiesta, salí sin hacer ruido, cerré
la puerta y me retiré. Tal vez crean que yo nunca lloro, pero esa
noche lloré, como un ser abandonado, triste y olvidado. Me llegó
tan hondo que al pasar por tu casa, tú y tu familia me invitaron a
pasar, además me trataron como a un rey, tú y tu familia realizaron
una verdadera fiesta en la cual yo era el invitado de honor. Que
Dios bendiga a todas las familias como la tuya, yo jamás dejo de
estar en ellas en ese día y todos los días. También me conmovió el
Belén que pusieron en un rincón de tu casa. Otra cosa que me
asombra es que el día de mi cumpleaños en lugar de hacerme
regalos a mi, se regalan unos a otros. ¿Tú que sentirías si el día de
tu cumpleaños, se hicieran regalos unos a otros y a ti no te
regalaran nada? Una vez alguien me dijo: ¿Cóomo te voy a regalar
algo si a ti nunca te veo? Ya te imaginaras lo que le dije: Regala
comida, ropa y ayuda a los pobres, visita a los enfermos a los que
están solos y yo los contaré como si me lo hubieran hecho a mí
(Mt. 25,34-40). A veces la gente solo piensa en las compras y los
regalos y de mí ni se acuerdan. (Probablemente así hablaría
Jesucristo).

La botella

Un hombre estaba perdido en el desierto, destinado a morir de sed.


Por suerte, llegó a una cabaña vieja, desmoronada sin ventanas,
sin techo. El hombre anduvo por ahí y se encontró con una
pequeña sombra donde acomodarse para protegerse del calor y el
sol del desierto. Mirando a su alrededor, vio una vieja bomba de
agua, toda oxidada. Se arrastró hacia allí, tomó la manivela y
comenzó a bombear, a bombear y a bombear sin parar, pero nada
sucedía. Desilusionado, cayó postrado hacia atrás, y entonces notó
que a su lado había una botella vieja. La miró, la limpió de todo el
polvo que la cubría, y pudo leer que decía: "Usted necesita primero
preparar la bomba con toda el agua que contiene esta botella mi
amigo, después, por favor tenga la gentileza de llenarla
nuevamente antes de marchar".
El hombre desenroscó la tapa de la botella, y vio que estaba llena
16 2
de agua... ¡llena de agua! De pronto, se vio en un dilema: si bebía
aquella agua, él podría sobrevivir, pero si la vertía en esa bomba
vieja y oxidada, tal vez obtendría agua fresca, bien fría, del fondo
del pozo, y podría tomar toda el agua que quisiese, o tal vez no, tal
vez, la bomba no funcionaría y el agua de la botella sería
desperdiciada. ¿Qué debiera hacer? ¿Derramar el agua en la
bomba y esperar a que saliese agua fresca... o beber el agua vieja
de la botella e ignorar el mensaje? ¿Debía perder toda aquella
agua en la esperanza de aquellas instrucciones poco confiables
escritas no se cuánto tiempo atrás?
Al final, derramó toda el agua en la bomba, agarró la manivela y
comenzó a bombear, y la bomba comenzó a rechinar, pero ¡nada
pasaba! La bomba continuaba con sus ruidos y entonces de pronto
surgió un hilo de agua, después un pequeño flujo y finalmente, el
agua corrió con abundancia... Agua fresca, cristalina. Llenó la
botella y bebió ansiosamente, la llenó otra vez y tomó aún más de
su contenido refrescante. Enseguida, la llenó de nuevo para el
próximo viajante, la llenó hasta arriba, tomó la pequeña nota y
añadió otra frase: "Créame que funciona, usted tiene que dar toda
el agua, antes de obtenerla nuevamente".
Hay muchas lecciones que podemos extraer de esta historia.
Muchas veces tenemos miedo de iniciar un nuevo proyecto porque
demandará una gran inversión de tiempo, recursos, preparación y
conocimiento. Muchos se quedan parados satisfaciéndose con los
resultados mediocres, cuando podrían lograr grandes victorias.
Muchas veces tenemos grandes oportunidades que se nos
presentan en la vida y que pueden ayudarnos a ser mejores
personas o pueden abrirnos puertas nuevas que nos conducen a
un mundo mejor... pero tememos... no confiamos. La vida es un
desafío, ¿por qué no nos arriesgamos?, ¿por qué no creemos? El
tren pasa algunas veces por nuestra vida cargado de cosas...
podemos arriesgarnos y subir... o dejarlo pasar... ¿Y si no vuelve?
¿Y si esa oportunidad que hoy dejamos pasar no se repite?

La carreta vacía

Caminaba con mi padre cuando él se detuvo en una curva y


después de un pequeño silencio me preguntó: "Además del cantar
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de los pájaros, ¿escuchas alguna cosa más?". Agudicé mis oídos y
algunos segundos después le respondí: "Estoy escuchando el
ruido de una carreta". "Eso es -dijo mi padre-. Es una carreta
vacía". Pregunté a mi padre: "¿Cómo sabes que es una carreta
vacía, si aún no la vemos?". Entonces mi padre respondió: "Es muy
fácil saber cuándo una carreta está vacía, por causa del ruido.
Cuanto más vacía la carreta, mayor es el ruido que hace". Me
convertí en adulto y hasta hoy cuando veo a una persona hablando
demasiado, interrumpiendo la conversación de todos, siendo
inoportuna o violenta, presumiendo de lo que tiene, sintiéndose
prepotente y haciendo de menos a la gente, tengo la impresión de
oír la voz de mi padre diciendo: "Cuanto más vacía la carreta,
mayor es el ruido que hace". La humildad hace poco ruidosas
nuestras virtudes y permitir a los demás descubrirlas. Y nadie está
mas vacío que aquel que está lleno de sí mismo.

La confidencia del ángel

Una persona joven fue a visitar a un hombre santo para hablarle de


sus afanes, ilusiones, la razón de su existencia y posible vocación.
Recibió sus consejos y quedaron para verse más adelante.
Cuando volvió por segunda vez, aquel hombre santo había tenido
un sueño. Soñó que moría y al llegar al cielo le dicen que pida lo
que quiera, que se lo conceden. Sorprendido, dice que tiene una
gran curiosidad por conocer al ángel que confortó a Jesús en la
agonía del Huerto de Getsemaní. Cuando se lo presentaron, le
dice: "¿Qué dijiste a Jesús cuando sudaba sangre al ver todo lo
que iba a sufrir por nosotros los hombres? ¿Cómo le consolaste?".
Se interrumpió el hombre y preguntó al joven: "¿De verdad quieres
saber lo que me dijo el ángel?". "¡Pues claro!". Y el hombre
prosiguió: "El ángel le habló a Jesús de ti y de mi, de tu
generosidad y de la mía".

La lección de la mariposa

Un día, una pequeña abertura apareció en un capullo. Un hombre


se sentó junto a él y observó durante varias horas como la
mariposa se esforzaba para que su cuerpo pasase a través de
18 2
aquel pequeño agujero. Entonces, pareció que ella sola ya no
lograba ningún progreso. Parecía que había hecho todo lo que
podía, pero no conseguía agrandarlo. Entonces el hombre decidió
ayudar a la mariposa: tomó unas tijeras y cortó el resto del capullo.
La mariposa entonces, salió fácilmente. Pero su cuerpo estaba
atrofiado, era pequeño y tenía las alas aplastadas. El hombre
continuó observándola porque él esperaba que, en cualquier
momento, las alas se abrirían, y se agitarían, y serían capaces de
soportar el cuerpo, que a su vez se iría fortaleciendo.
Pero nada de eso ocurrió. La realidad es que la mariposa pasó el
resto de su vida arrastrándose con un cuerpo deforme y unas alas
atrofiadas. Nunca fue capaz de volar. Lo que aquel hombre no
comprendió -a pesar de su gentileza y su voluntad de ayudar-, era
que ese capullo apretado que observaba aquel día, y el esfuerzo
necesario para que la mariposa pasara a través de esa pequeña
abertura, era el modo por el cual la naturaleza hacía que la salida
de fluidos desde el cuerpo de la mariposa llegara a las alas, de
manera que sería capaz de volar una vez que estuviera libre del
capullo.
En su afán de ayudar, de evitar un esfuerzo, o un sufrimiento, la
había dejado lisiada para toda la vida. Algo parecido sucede a
veces en la educación de las personas. Algunas veces, el esfuerzo
es justamente lo que más precisamos en algunos momentos de
nuestra vida. Si pasamos a través de nuestra vida sin obstáculos,
eso probablemente nos dejaría lisiados. No seríamos tan fuertes
como podríamos haber sido, y nunca podríamos volar.
Esto puede aplicarse también a la oración. Pedí fuerzas... y Dios
me dio dificultades para hacerme fuerte. Pedí sabiduría... y Dios
me dio problemas para resolver. Pedí prosperidad... y Dios me dio
un cerebro y músculos para trabajar. Pedí coraje... y Dios me dio
obstáculos que superar. Pedí amor... y Dios me dio personas para
ayudar. Pedí favores... y Dios me dio oportunidades. Quizá incluso
no recibí nada de lo que pedí... pero recibí todo lo que precisaba.

La mano cicatrizada

Willian Dixon era un infiel. No creía en la existencia de Dios. Y aún


si Dios existiera, no le perdonaría por haberle quitado a su esposa
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a los dos años de casados. Su niñito también había muerto. Esto le
hacía sentirse miserable y desamparado. Diez años después de la
muerte de la esposa de Dixon, sucedió un incidente conmovedor
en la aldea de Brackenthwaite. La casa de la anciana Peggy
Winslow se incendió completamente. Sacaron a la pobre anciana
con vida, aunque sofocada por el humo. Los presentes se
horrorizaron al oír el grito lastimoso de una criatura. Era el pequeño
Dickey Winslow, huérfano y nieto de la anciana Peggy. Las llamas
le despertaron y se asomó a la ventana del último piso. La gente
estaba muy afligida, porque sabían lo que podía pasarle a la
criatura, ya que no había remedio, pues la escalera se había
derrumbado. De repente, William Dixon corrió a la casa, subió por
un tubo de hierro y tomó al niño tembloroso en sus brazos. Lo bajó
con el brazo derecho, sosteniéndose con el izquierdo y puso pie a
tierra entre los aplausos de los presentes exactamente al caerse la
pared. Dickey no se lastimó, pero la mano de Dixon se sostuvo al
descender por el tubo candente y sufrió una quemadura
espantosa. Al final sanó pero le dejó una cicatriz que le
acompañaría hasta la sepultura. La pobre anciana Peggy nunca se
recobró del susto y murió poco después. El problema era qué
hacer con Dickey. James Lovatt, persona muy respetable, pidió
que le dejaran adoptarle, pues él y su esposa ansiaban un niño, ya
que habían perdido el suyo. Para sorpresa de todos, William Dixon
hizo una súplica similar. Era difícil decidir entre los dos. Se llamó
una junta compuesta por el ministro, el molinero y otros más. El
molinero, Sr. Haywood, dijo: "Es halagador que tanto Lovatt como
Dixon se ofrezcan adoptar al huerfanito, pero estoy perplejo sobre
quién deberá tenerlo. Dixon, que le salvó la vida, tiene más
derecho, pero Lovatt tiene esposa y se necesita que a la criatura lo
cuide una mujer". El ministro, Sr. Lipton, dijo: "Un hombre de las
ideas ateas de Dixon no puede ser el llamado para cuidar al niño;
mientras que Lovatt y su esposa son ambos creyentes y lo
educarán como debe ser. Dixon salvó el cuerpo del niño, pero
sería muy triste para su futuro bienestar, que el mismo individuo
que lo salvó del incendio fuese el que lo guiara a la perdición
eterna." "Oiremos lo que los interesados tienen a su favor -dijo el
Sr. Haywood-, y después lo pondremos en votación. El Sr. Lovatt
dijo: "Pues, caballeros, hace poco que mi esposa y yo perdimos un
20 2
pequeño, y sentimos que este niño llenaría el hueco que ha
quedado vacío. Haremos lo mejor para criarlo en los caminos de
Dios. Además, un niño así necesita el cuidado de una mujer."
"Bien, Sr. Lovatt. Ahora el Sr. Dixon." "Tengo sólo un argumento,
señor, y es éste", contestó Dixon con calma mientras quitaba la
venda de su mano izquierda y alzaba el brazo herido y cicatrizado.
Reinó un silencio por algunos momentos en la sala, nublándose los
ojos de algunos. Había algo en aquella mano cicatrizada que
apelaba al sentido de justicia. Tenía el derecho sobre el muchacho
porque había sufrido por él. Cuando vino la votación, la mayoría
voto a favor de William Dixon. Así comenzó una nueva era para
Dixon Dickey. No echó de menos el cuidado de una madre, porque
William era padre y madre para el huerfanito, derramando sobre la
criatura que había salvado toda la ternura encerrada sobre su
naturaleza. Dickey era un muchacho diestro y pronto respondió a la
preparación de su benefactor. Le adoraba con todo el fervor de su
corazoncito. Recordaba cómo "papaíto" lo había rescatado del
incendio y cómo lo reclamaba por causa de la mano tan
terriblemente quemada por su amor. Se conmovía hasta las
lágrimas y besaba la mano cicatrizada por su causa. Cierto verano
hubo una exhibición de cuadros en el pueblo y Dixon llevó a Dickey
a verlos. El muchacho estaba muy interesado en los cuadros e
historias que el papaíto le contaba acerca de ellos. La pintura que
más le impresionó fue una en la que el Señor reprueba a Tomás, al
pie de la cual se leían estas palabras: "Mete tu dedo aquí, y ve mis
manos." (Juan 20,27). Dickey, ya en la casa, recordó las palabras
de ese cuadro y dijo: "Por favor, papá, cuéntame la historia de ese
cuadro". "¡No, esa historia no!". "¿Porqué esa no papá?". "Porque
es una historia que no creo". "Oh, pero no es nada, urgió Dickey; tú
no crees la historia de Jack el matagigantes y sin embargo es una
de mis favoritas. Cuéntame la historia del cuadro por favor, papá".
Así pues, Dixon le relató la historia, y a él le gustó mucho: "Es
como tú y yo, papá, dijo el muchacho. Cuando los Lovatt querían
adoptarme tú les enseñaste la mano. Quizás cuando Tomás vio las
cicatrices en las manos del Buen Hombre sintió que le pertenecía."
"Probablemente", contestó Dixon. "El Buen Hombre se veía tan
triste, que creo que se entristeció porque Tomás no creía. Que
malo fue, ¿verdad?, después de que el Buen hombre había muerto
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por él." Dixon no contestó nada y Dickey continuó: "Hubiera sido yo
muy malo si hubiera actuado así, cuando me contaron de ti y del
fuego y dijera que no creía que lo hubieras hecho; ¿verdad papá?".
"Basta, no quiero pensar más de esa historia, hijo". "Pero Tomás
amó al Buen Hombre después así como te amo yo a ti. Cuando
veo tu pobre mano, te quiero más que nada en este mundo." Ya
cansado, Dickey se durmió. Pero el descanso de su padre no fue
bueno, pues no podía dormir pensando en el cuadro que había
visto y en aquel semblante triste que le miraba desde la pared.
Soñó con Lovatt y consigo mismo cuando discutían por el niño.
Cuando enseñó la mano cicatrizada el muchacho le huía. Un
sentido amargo de injusticia suavizaba su corazón. No se dejó
llevar por esta influencia enseguida, mas su amor por Dickey había
suavizado su corazón y la semilla había caído en buena tierra.
Dixon era honrado y no dejaba de ver que el argumento que había
usado para ganar a Dickey se levantaba en su contra al negar el
derecho de aquellas manos cicatrizadas y heridas por él. Y cuando
consideró la gratitud ardiente que manifestaba aquella criatura por
la salvación que su padre adoptivo le había deparado, Dixon se
sintió pequeño al lado del muchacho. Con el tiempo el corazón de
Dixon se tornó como el de un niño. Al leer la Biblia, encontró que
así como Dickey le pertenecía, él también era de Aquel Salvador,
Jesucristo, que había sido herido por sus trasgresiones, y le dio su
espíritu, alma y cuerpo por aquellas manos horadadas por él.

"El año en que Cristo murió entre las llamas"

Nunca he creído que Jesús terminara de morir hace dos mil años.
Nunca he aceptado que su muerte quedara circunscrita a un rincón
de la Historia, clavada —como una mariposa disecada— en sólo
una fecha, de un mes, de un año pasadísimo. Él, dicen los
teólogos, sigue muriendo no sólo por nosotros, sino en nosotros,
encargados —según las palabras paulinas— de concluir en
nuestra carne lo que le falta a la pasión de Cristo.
Por eso este año, para mí, será ya siempre el año en que Cristo
murió entre llamas a través de la carne de este muchacho que se
llama (no quiero decir que se llamaba) Álvaro Iglesias y que el
martes dio en Madrid su vida por salvar a tres desconocidos. Una
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nota de este periódico decía ayer que, con esa muerte, Alvaro «ha
honrado a la ciudad de Madrid". Yo creo que mucho más: ha
honrado a la condición humana, ha honrado a la juventud entera.
Quiero confesar que —aun sin haberle conocido— se me han
llenado de lágrimas los ojos viendo su fotografía, contemplando su
pelo largo e imaginando la cazadora de cuero que se quitó antes
de entrar valientemente en las llamas y la moto que dejó sobre la
acera pensando que las vidas de quienes estaban en peligro valían
infinitamente más que una motocicleta. He llorado porque siento
vergüenza:
¡Cuántas veces habré mirado yo con desdén a muchachos como
él, que atravesaban tal vez las calles estruendosamente con sus
motos ruidosas y sus veinte años exultantes de vida! ¡Cuántas
veces les habré juzgado vacíos y me habré sentido agredido por su
vitalidad! ¿Cómo iría yo sospechar que tras sus melenas y sus
ruidos había un corazón tan limpio y tan entero como para jugarse
la vida por tres desconocidos? ¡Juro ante Dios que no volveré a
hablar mal de los jóvenes! Una generación capaz de producir un
solo acto como ése no puede estar corrompida; no está, sin duda,
vacía.
Y espero que nadie se escandalice si en este Viernes Santo me
atrevo a hablar de él casi con las mismas palabras con que hablo
de Cristo. No sé siquiera si Álvaro tenía viva su fe. Pero quien ama
tanto, ¿cómo pensar que no estaba —consciente o
inconscientemente— muy cerca de Cristo?. Álvaro Iglesias celebró
el martes pasado la mejor Semana Santa de España, tal vez del
mundo.
Me impresiona pensar que ha habido en la muerte de este
muchacho el reflejo de las tres grandes características de la
muerte de Cristo: libertad, gratuidad, salvación. La libertad de
quien asume un riesgo sin que nadie le obligue o le empuje a ello.
La gratuidad de quien lo hace no para salvar a amigos o a
conocidos, sino a perfectos y totales desconocidos. La salvación
de quien recibe la muerte a la misma hora en que tres personas
han huido, gracias a él, de las llamas. Si un hombre es capaz de
realizar este triple milagro, es que no era cierta aquella afirmación
de Nietzsche que veía en el hombre al "animal más descastado".
En verdad que desde aquel primer Viernes Santo el mundo es
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mucho más caliente de lo que nos imaginábamos. No es cierto que
esté sembrado sólo de violencias, de ambición de poder. También
de amor. Y de amor en libertad.
Me pregunto si tantos españoles corno buscan y gritan «Libertad»
se darán cuenta que es precisamente el Viernes Santo la gran
fiesta de la libertad, siempre que se entienda por ella no tanto el
que nadie me maniate, sino el que yo no tenga maniatado mi
corazón.
La libertad es Jesús: ningún otro ser humano la practicó y vivió tan
hasta el extremo. Fue, en vida, libre frente a las costumbres y
prejuicios de su tiempo. Fue libre ante su familia, ante los
poderosos, ante sus enemigos y ante sus amigos. Libre frente a los
grupos políticos y libre en la dignidad de su trato a las mujeres. Su
sermón de la montaña fue el más alto canto a la libertad interior.
Vino a librar a los enfermos de sus enfermedades y a los
pecadores de sus pecados. Expuso su mensaje dejando en
libertad a sus oyentes. Nos enseñó a librarnos de los falsos dioses
y de las falsas visiones de Dios. Era tan libre —ha escrito
Duquoc—, que hasta en sus gestos y actos parecía un creador.
Pero fue libre, sobre todo, en su muerte. ¡Qué tremendo error si
creemos que murió por casualidad! ¡Qué cortedad de visión si
pensamos que "le mataron" sus enemigos o que cayó bajo un
cruce de circunstancias históricas hostiles!
"Jamás hubo en la Tierra un acto más libre que esa muerte", afirma
Karl Adam. Y basta asomarnos a los documentos que nos hablan
de él para descubrir cómo se encaminó, consciente y
voluntariamente, a la muerte, con más decisión y consciencia de la
que veinte siglos después, este muchacho, imitador suyo, se
quitaba la cazadora y penetraba en las llamas asesinas.
Jesús penetró en la muerte "como se adentra un suicida en el
mar", ha escrito un poeta. Como un suicida que no quisiera
quitarse la vida, sino darla a los demás.
Por eso su vida fue toda ella un largo Viernes Santo. Por eso el vía
crucis, el camino hacia el calvario, empezó desde el día de su
nacimiento. "Nadie me quita la vida —dijo un día—, sino que yo la
doy por voluntad propia y soy dueño de darla y de recobrarla" (Jn
10,18). ¡Y cuánta impaciencia porque llegase "su hora"! "Con un
baño tengo que ser bañado, ¡y cómo me apremia el que se
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cumpla!", exclamaría otra vez (Le 12,50).
¿Es que no le gustaba la vida? ¿Es que a Álvaro no le hubiera
gustado más estar haciendo hoy esquí o pesca submarina cerca
de su casa de Marbella?
Afortunadamente, el hombre —todo hombre entero— es más largo
y más ancho que sus deseos personales. Afortunadamente existe
ese misterio que llamamos amor y que sólo terminamos de
entender cuando alguien da su vida por él, aquel viernes lejano,
este martes pasado.
En verdad que hoy me siento, a la vez, orgulloso y avergonzado de
ser hombre: orgulloso porque redescubro que el corazón humano
es más ancho que la más ancha playa; avergonzado porque los
más nos pasamos la vida achicándolo para que pueda cabemos en
una caja de caudales, no vayan a robárnoslo.
¡Qué maravilla, en cambio, cuando —imitando a Cristo— alguien
muere voluntariamente y por los demás! Recuerdo ahora aquellos
dos versos —milagrosos en su sencillez— con que Gonzalo de
Berceo describía la muerte de Jesús: "Y sabiendo llegada la hora
de partir, 1 inclinó la cabeza y se dejó morir." No murió, se dejó
morir, él, que era rey y dueño de la vida y la muerte.
Trato de imaginar ahora la muerte de este muchacho cuando,
después de salvar a tres personas, se sintió acorralado por las
llamas que prendían ya en su carne. Seguramente le dominó el
terror. Pero también seguramente comprendió que su vida estaba
ya más que llena, que él seguiría viviendo en los tres salvados que
respiraban ya en la calle. Tal vez pensó un momento en la moto
que había dejado abandonada en la acera, en la calla que habla
quedado a medio beber en la barra de un bar. Tal vez descubrió
que aquel espanto de las llamas era como un reclinar la cabeza.
Sin duda, supo entonces que no moría solo. Supo que su amor al
prójimo le había conducido hasta la misma muerte que aquel
Hombre-Dios que, dos mil años antes y llevado por la misma locura
de amor a los demás, "inclinó la cabeza y se dejó morir".

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