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La memoria feliz de Levrero.

Estudio de Burdeos, 1972

Helena Corbellini
Grupo de Estudios Autobiográficos, CFE, Uruguay

En el año 1972, el Uruguay era un país conmocionado por la crisis política y eco-
nómica. Un año después ocurriría el golpe de Estado militar, pero desde 1968, la
tortura y el asesinato de militantes estudiantiles y obreros era una práctica ejercida
desde el gobierno. El terrorismo de Estado se imponía y la democracia tambaleaba.
Muchos ciudadanos se exiliaban en procura de mejor fortuna.
Por aquel entonces Jorge Varlotta tenía 32 años, vivía en Montevideo en un
apartamento de la calle Soriano 936 que era centro de reunión de sus amigos
artistas, tangueros, y culturalmente inquietos (Montoya 24-26).Colaboraba en el
suplemento de humor Misia Dura, experimentaba la fotografía y el cine, y ya co-
menzaba a obtener reconocimiento en el campo literario, como lo demostró el haber
sido finalista en el concurso literario del semanario Marcha (1969).por su novela
La Ciudad (Montoya: 43).Esta no era su única obra, para esas fechas, Levrero ya
había escrito dos libros de narrativa: Gelatina (1968, su primer libro publicado ).y La
máquina de pensar en Gladys (1970). Luego de su experiencia de vida en Francia, en
el prólogo a la obra aquí estudiada, Marcial Souto entiende que el escritor se lanzará
a nuevas experiencias literarias: Caza de conejos (escrita en 1973, pero no publicada
hasta 1986) y Nick Carter se divierte, mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975)
(Souto 9-10). Cabe señalar que en la primera edición de este último libro, impresa
en Buenos Aires por Equipo editor, firma como Jorge Varlotta, algo que retractará
en la segunda edición montevideana (Arca, 1992), cuando la coloque bajo la autoría
de Mario Levrero. Esta decisión obedeció a que valoró que también era una obra
literaria, aunque fuese de impronta humorística, una parodia al cómic (explicación
que me brindara durante el proceso de edición del libro).
Bien, volvemos al tiempo de su intento de radicación en Francia: estamos ante un
Levrero ubicado en sus inicios de “escritor casi secreto” —(Souto 7)—, que vive con
irregulares ingresos económicos en un continente sacudido, ya que la realidad antes
esbozada excedía las fronteras del país. Sin embargo, ninguna referencia política
aparecerá nunca en la obra de Levrero. Para saber más sobre este punto, son ricos
los testimonios recogidos en la biografía escrita por Jesús Montoya (18-60). Esta
actitud no-política por parte del escritor, lo alejaba de la crítica contemporánea que
fijaba su atención en la litterature engagée. Levrero era diferente. Si con sus otros
heterónimos —el más popular: Tía Encarnación—, el autor se sumaba al equipo
humorístico del suplemento Misia Dura, en la vertiente trascendente de la escritura,
se dedicaba a la exploración de su inconsciente. Durante mi amistad personal con

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el autor, también supe cuánto le molestaba que sus relatos fuesen leídos en clave
política. Recuerdo su enojo ante una interpretación de sus ciudades ficticias como
metáforas de asfixia política (Mondragón 2006). Pues bien: muchos años después,
tampoco habrá referencias al contexto social y político que se vivía en este último
relato de naturaleza autobiográfica. Burdeos, 1972 es el único original, posterior a La
Novela Luminosa (2005), que se mantenía inédito, por eso la edición quedó a cargo
de su hijo Nicolás Varlotta y su hijastro, Juan Ignacio, que aquí, levrerianamente,
firmó con su apellido materno: Hoppe.
Levrero retuvo en silencio lo vivido en Francia. Alguna vez mencionaba el haber
estado en París, sin más explicaciones. Estas Memorias expandirán sus vivencias
como la erupción de un volcán, y la lava, tanto tiempo retenida, se extiende sobre
el paisaje y genera un nuevo escenario para la configuración totalizadora de su
obra. También permite corregir, o por lo menos revisar, lo que se pensó y dijo sobre
el autoexilio del escritor. A diferencia de quienes arguyeron un interés económico
(Montoya 45-46), en Burdeos, 1972 Levrero escribe “… cuando me enteré del viaje
[de su novia] me quise morir. ‘Yo voy contigo’, dije, con un balbuceo babeante, y
no hubo fuerza capaz de convencerme de que aquello era un disparate” (112). El
escritor se fue a vivir a Francia por amor.
En Montevideo, él había iniciado una relación de pareja con una joven francesa,
recién separada de su marido y madre de una niña en edad escolar. Esta experiencia
es un esbozo de lo que más tarde intentará en la ciudad de Colonia, Uruguay,
junto a Alicia Hoppe y su hijo; el esfuerzo por sostener su compromiso de amor y
de familia es narrado en El discurso vacío (1996). Pero, mientras que fracasó en su
intento de formar una familia en Burdeos, con mayor edad, paciencia y sabiduría,
podrá sortear obstáculos y tener un hogar en Colonia del Sacramento.
Al igual que en La novela luminosa, en Burdeos, 1972 el autor, aunque a su pesar,
modifica los nombres propios: “Es una pena que no pueda poner los nombres ver-
daderos […]”. En La novela luminosa explicó que lo hacía para preservar la intimidad
de estas personas, suponemos que aquí lo impulsa la misma precaución; también
con este procedimiento obtiene mayor libertad para recordar e imaginar, porque
elimina al otro que le pida cuentas. Pues bien, a los efectos literarios, madre e hijas
se llaman Antoinette y Pascale. Este cuidado del autor en el original inédito, queda
luego liquidado por sus críticos, quienes —con ingenuidad— recuerdan el nombre
Marie-France para la mujer que lo enamoró. Si este dato mereciera algún tipo de
interés, cabría recuperar más elementos de su identidad real, ya que, sin documen-
tación, nos hallamos ante capas de escritura donde el testimonio se superpone a
la ficcionalización. Otros dos nombres propios más serán modificados en el relato
de Levrero: la uruguaya Rosita —“cuyo nombre he cambiado prolijamente” (132),
quien más tarde se suicidó, pero eso fue “otra historia” (135)—, y el apellido de
casada de su pareja, aquí Dupont (167-70).
Esta aventura de su vida en Francia vivida en el año 1972, cuando tenía 32 años,
no será narrada por el protagonista sino hasta el año 2003, a la edad de 64, un año
antes de morir. Un recuerdo asoma en la sesión habitual de terapia psicoanalítica:
“¿Y cómo fue que usted, nada menos que usted, fue a dar a Burdeos?” (83), pregunta
con asombro, tal vez algo de malicia, el terapeuta. Su perplejidad revela otro rasgo
del carácter del escritor: no es un sujeto a quien le guste viajar. En la vida real, su
fobia se extendía a un simple traslado en autobús. En una entrevista, conté: “Luego

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él me planteó que no aguantaba 20 minutos en ómnibus para llegar, que podía


soportar hasta diez” (Lagos 2018). La narración que sigue es la respuesta a aquella
pregunta que el terapeuta le formula. Lanzado el escritor a la tarea de recordar,
escribirá sus memorias en Francia.

OBSERVACIONES NARRATOLÓGICAS

Para empezar, enfrentaremos los problemas narratológicos que Burdeos, 1972 pre-
senta. Tiene la superficie de un diario personal que abarca una totalidad de once
días, del 5 al 16 de setiembre de 2003. Cada ingreso en el diario es encabezado por el
registro minucioso de fecha y hora. Usa el mismo rasgo estilístico de datar en forma
maníaca del “Diario de la beca” (Levrero 2005). En los ingresos, por ejemplo, es-
cribe: “05/09/2003 03:18”, “06/09/2003 03:50”, y en el mismo día: “06/09/2003 22:31”.
Pero la construcción de este relato se desvía del formato de diario. Para empezar,
a la separación por fechas se le superpone una división en números. Al parecer, el
diario da cuenta de la consecución de la actividad de escribir, mientras que los nu-
merados pretenden organizar la narración literaria como si se tratase de una novela.
En la secuencia inicial no se ocupa propiamente de esa “larga historia” (84), sino
de la génesis de sus recuerdos en Francia. Como ya dijimos, lo que va a contar tuvo
su origen en una sesión de terapia y también en las horas de insomnio que preceden
al alba. Así es que las dos primeras páginas funcionan como un prólogo que explica
el origen de los recuerdos y nos da alguna información sobre el autor: es un paciente
psicoanalítico y un sujeto insomne. En consecuencia, la actividad de escribir será,
fundamentalmente, nocturna. Hasta aquí no hay nada diferente al Levrero que sus
lectores conocen. Lo que sí ignorábamos —al igual que su psicoanalista— es que
había vivido un corto pero significativo período de su juventud en Francia.
Por otra parte, si dejamos de observar el texto como diario personal y lo pen-
samos como narración ficticia, tropezamos con nuevos problemas. El inicio —lo
que entendimos como prólogo— se ubica en el presente del narrador, año 2003.
En una estructura narrativa corriente, estableceríamos la distinción narratológica
entre narración y metanarración (Genette 1989), donde el presente del narrador se
incorpora a la totalidad del relato. Pero esta operación estudiada para las ficciones,
pierde aquí importancia porque se trata de un texto autobiográfico.
El mayor desvío de este diario de Levrero radica en que no hablará de su pre-
sente, sino de su pasado. Cuenta hechos ocurridos 31 años atrás. El autor se lanza
con ardor al pasado. Busca recuerdos, los sopesa, intenta ubicarlos en el espacio,
también ordenarlos en el tiempo, con más o menos éxito. Entonces, aunque esto
parezca un diario, son realmente sus memorias. Las memorias son otro subgénero
autobiográfico, hasta ahora poco atendido por la crítica. Driss Aïssaoui señala la
imposibilidad de darles especificidad genérica por su constante evolución. Se ob-
servan sus fluctuaciones incesantes: “Il s’en suit que ce genre est sans cesse à une
sorte de fluctuation esthétique qui empêche la fixation d’écrits toujours différents
en une forme arrêtée” (12). 
Muy bien: no hay forma fija para las memorias, cada autor apela a las estrate-
gias narrativas que mejor se avengan a su propósito. Entonces, ¿por qué necesitaba
Levrero escribir un diario para contar sus memorias? Puede que haya utilizado el

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formato diario como ayuda-memoria y también —como él lo ha explicado cada


vez— puede que el diario le diera la disciplina de escribir continuamente. Y en
verdad, lo logra, porque hay solamente dos interrupciones: entre el 6 y el 10 de
setiembre —en el inicio—, y el día 14, único día en que deja de escribir hasta llegar
al fin. A distintas horas y a veces, con diferencia de minutos, retoma la escritura del
diario y con él la tarea de recordar y rememorar.
Tal vez cabe aquí una reflexión más sobre la especificidad de los diarios de Le-
vrero. En verdad, siempre los utilizó como instrumento para recuperar la escritura.
Cada vez que se alejó del trabajo de escribir, Levrero entró en crisis y el modo de
salir —desde “Diario de un canalla” (1986)— fue llevar un diario personal. Diga-
mos que el escritor percibe al diario como un algo que le reclama que vuelva para
escribir en sus páginas, sin importar qué. El diario se le impone como la necesidad
de la escritura misma. Quizás a la hora de recordar una experiencia de extranjería
y de ajenidad como la que se ha propuesto narrar ahora, considere que no le será
posible sin ese exigente espiritual que es el diario.
Ya aclarado este punto, volvamos a enfrentarnos a los problemas de la narra-
ción. Leemos y no encontramos el orden temporal lineal en correspondencia con
la historia. En nuestro caso, este orden debe organizarse en la mente del lector.
Aquí expondré un intento de temporalidad consecutiva, en base a la recolección
de episodios:
1. La relación amorosa con Antoinette es reciente. El protagonista le propone
escuchar discos de Gardel en su casa (140-41).
2. También en casa del protagonista, en Montevideo, Antoinette se esfuerza en
pronunciar en correcto español su nombre: “Jorge Varlotta” (168).
3. La niña Pascale —hija de Antoinette— lo aprueba en una reunión y dice “sos
raro como gente” (186).
4. Antoinette le anuncia que se marchará a Francia y el protagonista se deses-
pera y decide ir con ella (112).
5. Al llegar a París, los padres de Antoinette hacen una recepción en su casa
(130); durante la comida utiliza por error una palabra en francés que molesta
a los invitados.
6. Antoinette debe hacer diligencias en París; a la vez pasea al protagonista por
Les Tuilleries y cruzan el puente Alexander III (177-79).
7. Al llegar a Burdeos, se hospedan en un hotel. Antoinette se enferma y la
atiende un médico chino (163-166).
8. Compran un reloj de pared (85-89).
9. Sale del apartamento para comprar tabaco en un comercio por segunda vez
y la vendedora le cuenta historias graciosas que él no comprende (127-28).
10. El protagonista se mete en la bañera y Pascale lo espía por la cerradura (122).
11. Los operarios llegan a instalar un placar (129).
12. Antoinette le compra pantalones y al protagonista le disgusta que sean a la
moda (110-11).
13. Contempla el vals que bailan los camioneros en el Café des Routiers (91).
14. La pareja experimenta juegos eróticos en la bañera de la salle de baine (121).
15. Antoinette se desespera y piensa que es estúpida porque no reconoce su
enfermedad mental: se ha olvidado de todo lo que sabía (113; 153-54).

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16. El protagonista riñe con Pascale por el peso de la cartera escolar (116-17).
17. Han ido a la feria de los sábados y siente temor ante los cangrejos (98-100).
18. Realiza un paseo nocturno por las calles, descubre la luna del hemisferio
norte y un cangrejo le sale al paso (100-02).
19. Antoinette tiene el primer episodio de sonambulismo (103-04).
20. Sentado en el wc, el escritor lee y comprende el francés y esto le provoca un
impulso suicida: quiere arrojarse por la ventana del comedor (104-06).
21. Riñe con Pascale en la mesa porque reclama a su padre (119-20).
22. Séjour en París. Despide a madre e hija y disputa en la estación con una
inspectora (131-35).
23. Una tarde, la pareja sostiene una intensa relación sexual (125-26).
24. Sale a cenar con Pascale y encuentran un restaurante español (157-61).
25. Antoinette consulta a su tío el Obispo, quien le ordena que se separe de su
pareja (148-53).
26. Compra un disco de Gardel en la feria (142-43).
27. El protagonista decide regresar, cambia de parecer ante los ruegos de Antoi-
nette, pero percibe su distanciamiento y retoma la decisión (154-55).
28. Se despide de Pascale y la niña se lamenta (122).
29. Deja todo lo que ha trasladado y también lo adquirido (143); se despide de la
madre y la niña y parte camino al aeropuerto (123).

En cuanto al tiempo, no solo el orden está afectado, también la duración y la


frecuencia. Es iterativo para recordar sus rutinas (numerado 10). Por su carácter re-
currente, no he sabido integrar las compras que incluyen el sabroso queso camem-
bert, las veces que escucha discos de Brassens, la adquisición de revistas usadas en
la feria, las idas a la escuela a buscar a Pascale, los paseos por el Jardín, etcétera.
Ese orden propuesto líneas arriba es una invención de mi comprensión lectora.
Otro lector —para empezar, yo misma— puede reacomodar la mayoría de las accio-
nes en cualquier otro orden, excepto las que refieren al momento inicial: la llegada
a París y a Burdeos, y al momento final: la decisión de retornar.
Al carecer de un orden temporal, el relato naufraga en cuanto tal; ¿entonces
cómo procede esta escritura? Se desarrolla en dieciséis partes numeradas por el
autor. No se llaman capítulos, aunque pudieran serlo; bastaría que la edición pre-
sentara un índice final. Pero no existe, posiblemente en función de la brevedad
que presentan. Ni siquiera el relato entero fue editado como único, sino que en
el mismo volumen está incluida la reedición de “Diario de un canalla”. Esto ha
sido positivo para la interpretación de la obra de Levrero: han reunido dos textos
de índole autobiográfica en el mismo volumen. También fue positiva la extracción
del “Diario…” del volumen de cuentos del año 1993 y que se le diese visibilidad
autobiográfica de este modo.
Cada fragmento numerado de Burdeos, 1972 encierra breves episodios en los
que irá predominando un eje temático. Esto afecta el aspecto durativo del tiempo:
comienza muy lentamente con anécdotas desarrolladas en sus detalles, y finaliza
en una gran aceleración, al encerrar varias anécdotas al vuelo en un solo numerado.
Por ejemplo: los 1 y 2 narran lentamente las historias de la compra del reloj de pared
y el vals que bailan los camioneros en el Café des Routiers, breves acciones insertas

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en descripciones extensas. Pero ni bien el relato avanza, las acciones se aceleran


(parece que aquella lejana voz de Antoinette que lo apura en París, lo apremiase
como un eco “Vite, vite”).
Las memorias se evidencian en la sucesión narrativa provocada por un tema o
por una reflexión. En el numerado 8 da cuenta de sus tropiezos con el idioma. El
fragmento abarca: la falsa conversación sostenida con la vendedora del puesto de
tabacos; las explicaciones incomprensibles de los operarios que llegan a instalar
un armario; la incomodidad que produjo una intervención suya ante invitados en
la casa de los padres de Antoinette; y, por último, un triunfo, un “día de gloria”: la
respuesta descarada a la inspectora del tren en perfecto francés (133).
Es evidente que, a partir del 3, los numerados proponen concentrar recuerdos en
núcleos temáticos. En el 3 describe sus terrores y, en primer lugar, figura la angustia
ante los impedimentos que el olvido le pone a su rememoración. No puede ubicar
con exactitud las calles de Burdeos ni su casa (97-99). Enseguida evoca la rutina de
la ida a la feria de los sábados y deriva en el terror que le producen los cangrejos
vivos que exhiben en canastos (100). Un espacio en blanco separa este terror que
lo persigue hacia una anécdota concreta: el paseo nocturno por las calles de Bur-
deos. Contempla “la luna francesa” (101) y piensa que está al revés. No reconoce
sus manchas, le es ajena. Luego, un cangrejo negro le sale al paso por los negros
adoquines. Él no logra desprenderse de su gran temor. Quiere ponerse “a salvo” en
su casa. Pero el terror prosigue en el sonido de las campanillas del puerto y en la
niebla; también en la cercanía de las catacumbas de la iglesia. Todo esto genera un
clima apropiado para un relato gótico. Para culminarlo, Antoinette se mueve en el
lecho, sonámbula (103-04).
El numerado 6 ilustra su vínculo conflictivo con la niña Pascale con nuevas
anécdotas (119). La niña funciona como un personaje picaresco: lo ha espiado des-
nudo, se ha paseado por la casa con un termómetro “en el culo”, y con frecuencia
canta “Ah, ah, ah, putain de toi” (139). (Esta anécdota está ubicada en el apartado
dedicado al músico George Brassens.) Pascale es el bufón del relato, pero también
carga el aspecto trágico de evocar al padre ausente.
Cabe distinguir el entusiasmo primero, “el coraje demente” (113) que el amor le
infunde al protagonista y lo hace llegar a Francia, y, luego, el desánimo progresivo
que lo deteriora. Se percibe extranjero ante las costumbres y el idioma. También le
incomoda la suplantación del padre y marido ausente: es el no-padre de la niña y el
falso Dupont de su pareja. La crisis alcanza el punto máximo en la extrañeza radical
de no reconocerse a sí mismo y ser dominado por una pulsión de muerte. Ahí forja
un declive: “la etapa difícil” (125). Una débil ilusión lo retiene. Clausura el conflicto
cuando decide regresar a su país.
Ese aparente desorden temporal, lejos de afectar la comprensión del relato,
lo redimensiona en su auténtica profundidad. Las evocaciones marcan un ritmo
al repiquetear de los recuerdos. Y estos se organizan bajo un orden emocional y
reflexivo. Ese orden es el que importa. En verdad, al ordenar en forma lineal las
secuencias de la historia de amor, he destrozado el relato. Puedo comprender bien
ahora, que las piezas desordenadas son un artificio del escritor para habilitar este
otro orden privilegiado.
Por otra parte, las emociones vividas, gracias al distanciamiento temporal, pue-
den ser recordadas sin su carga patética. Luego puede reflexionar. Y comprender y

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comprenderse. El protagonista fracasa en el intento de vivir en Burdeos junto a la


mujer que ama, pero aprende cómo superar el sufrimiento, retomar el cuidado de sí
y guardar en su interior una experiencia trascendental, cuya evocación es el máximo
de felicidad que su espíritu alcanza.
Por esta razón, ya en la mitad de la lectura sabemos que los problemas generados
por la ignorancia del idioma y la imposibilidad de ganar dinero, así como la creciente
incomprensión que afecta a la pareja, lo harán abandonar este proyecto y regresar
a su país. No hay suspenso al respecto y sin embargo la trama, sin dificultades,
funciona al ritmo de la evocación. La narración alcanzará el fin cuando el archivo
de recuerdos se agote. Casi como un epílogo, el protagonista se concentra en él
mismo: revela el origen de sus nombres (el falso Dupont en Burdeos, Jorge Varlotta
en su pasado civil, Mario Levrero en su presente literario); describe la vivencia
trascendental que tuvo al cruzar el puente Alejandro III en París y concluye con el
juicio de la niña sobre su persona: él es “raro como gente”. Solamente recurriendo
al subgénero memorias, puede producirse tal “libertinaje” narrativo (aquí retomo
el acertado término acuñado por Jesús Montoya).

MEMORIAS DE FRANCIA

En la narración de estas memorias, los hechos son el resultado de los recuerdos y


del esfuerzo de rememoración. La persona sumergida en una experiencia nueva
de vida, alterna buenos y malos momentos, y en ellos, situaciones de mayor in-
tensidad signadas por el fracaso o la plenitud —de los que se acordará con fuerza
más tarde—. No recuerda de igual forma las acciones habituales, las que llenan el
tiempo de la vida cotidiana porque los actos rutinarios se desvanecen fácilmente
en el olvido.
Pensaremos estas memorias tomando algunos conceptos de Paul Ricoeur sobre
la fenomenología del recuerdo, presentes en la primera parte de la obra La memoria,
la historia, el olvido (2010 [2000]). El principio de esta fenomenología dice: en la
experiencia mnemónica alguien se acuerda de algo y al acordarse de algo se acuerda
de sí. Este proceso se realiza enteramente en Burdeos, 1972: el escritor experimenta
recuerdos de su vida en Francia y esos recuerdos lo remiten a sí mismo. Al acordarse
se mira. Nuestro escritor integra la tradición de la mirada interior que fundó san
Agustín.
Levrero recurre a la imagen de un “archivo” para hablar de su memoria: “Yo
creo […] que tengo todo bien archivado en mi memoria, que si quiero buscar al-
gún recuerdo no tengo más que evocarlo […]”. Ese archivo personal es análogo a
los “palacios de la memoria” de Agustín (Ricoeur 130). Es un espacio donde los
recuerdos habitan sin salir a la luz, sin ser recordados, en estado latente. Sometida
a la tarea de rememorar, la mente saca el recuerdo del archivo y lo hace relucir en
la escritura: “si quiero sacar algún recuerdo no tengo más que evocarlo, y a través
de quién sabe qué complicados procesos interiores, la mente se irá acercando, lo irá
rodeando, y finalmente saldrá a la luz” (145).
La fenomenología del recuerdo distingue, en primera instancia, mneme de anam-
nesis. Es una distinción antigua, proviene de Aristóteles. La mneme designa algo
que aparece —el recuerdo—. El sujeto es pasivo, tiene una afección, un pathos, el

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recuerdo que sobreviene a su mente. La anamnesis en cambio es activa, se trata de


la rememoración: el sujeto se propone recordar. El recuerdo en la anamnesis no
aparece por sí solo, sino que es el resultado de una búsqueda. El verbo “acordarse”
cubre las dos operaciones y añade la reflexividad: padecer el recuerdo y salir a
buscarlo, para regresar al sujeto. Ambas confluyen en Burdeos, 1972: “Cuando los
recuerdos no se presentan espontáneamente, y tengo que buscarlos, no es mucho
lo que encuentro […]” (115). En nuestro relato confluyen recuerdo y rememoración.
Hemos visto que las imágenes de su vida en Burdeos lo asaltan en la terapia y en
las madrugadas insomnes. Ambas son situaciones especiales en que la mente vaga
en un estado de ensoñación. Tal vez es ahí cuando más libremente actúa lo que él
llama su “mente secreta” (125):

… en los últimos cuatro o cinco días, no me duermo. Me vienen recuerdos, historias,


inventos, y mi mente se pone a trabajar con entusiasmo. Fue hace tres días, creo, que
me vinieron las imágenes de Burdeos, 1972; y empecé a escribirlas. Mentalmente.
Venían las imágenes y yo las traducía a palabras, y las palabras iban encadenando y
aun creando las nuevas imágenes. (83)

El trabajo de su escritura consiste en ligar imágenes y palabras. El relato perma-


necerá fiel al encadenamiento de palabras e imágenes, unas convocan a las otras.
En el discurso de los recuerdos del escritor, como en toda su obra autobiográfica,
las imágenes ocupan un lugar central. Las imágenes lo toman por sorpresa, son
afecciones, al igual que los recuerdos. En la fenomenología del recuerdo, Ricoeur
separa conceptualmente el recuerdo de la imagen. El recuerdo es un fenómeno
previo, la imagen señala su aparición. La imagen es la representación visual interior
que despierta el recuerdo. Aquí el proceso culmina cuando el escritor encuentra las
palabras para expresarlos.
Este asunto de la imagen, tan importante en el Levrero autobiográfico, juega
un papel especial en Burdeos, 1972. En la matriz de la imagen, Levrero fusiona
recuerdos e imaginaciones (invenciones). En la primera página ha dicho que en su
insomnio es asaltado por “recuerdos, historias, inventos” (83). Los tres elementos
figuran en un mismo nivel. Son imágenes-recuerdos, que construirán la historia
con posibles invenciones, las cuales no puede, ni el escritor ni nosotros, discernir.
Se puede conjeturar que hay grados de invención en el momento en que agrega de-
talles o aglutina los elementos dispersos de las escenas. ¿Cómo, si no, logra recordar
con tanta exactitud los movimientos del relojero? Pero aquí hay que distinguir que
va de la simple fusión inicial de imaginerías recordadas e inventadas a la puesta en
duda de lo que recuerda. Ya en el 2 (lo que podría titularse “el vals de los camio-
neros”), el escritor incorpora la memoria dubitativa como metanarración. Levrero
expresa tanto sus juicios de duda como de certeza veritativa acerca de la naturaleza
de sus recuerdos. Con esta operación de doble cognición, el texto es infiltrado y se
complejiza. Por ejemplo, dice: “Es una pena tener una memoria tan endeble; no
puedo afirmar que hiciera una seña […]; esta parte la estoy inventando, pero sí sé
que estaba sentado a una mesa […]” (92). Unas líneas después, cuando describa a
los camioneros, dice recordar con claridad solamente al pequeño: “A los otros los
recuerdo apenas como bultos […]”. Las marcas del olvido continúan: “El pequeño
tenía […] una campera tal vez de lana […]” (93). Cuando finaliza el baile, el escritor
explicita la lucha entre su voluntad por rememorar y las victorias del olvido:

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Quiero que mi memoria diga que los camioneros aplaudieron y que yo aplaudí,
porque en este momento quisiera aplaudir a esos bailarines. Es muy posible que haya
sido así; habría sido cruel que no hubiera sido así. Pero la memoria no me lo dice, ni
me dice cómo salí del café, ni en qué pensaba cuando eché a andar, embobado, yo
también como en un sueño, por la vereda de la ruta […]. (95-96)

No hay detalles nítidos en el recuerdo. El estado de la evocación es un ensueño y


las imágenes se asemejan a las del mundo onírico. Es que echarse a recordar, poner
en acción la anamnesis, equivale a soñar despierto. Y en este punto retornamos al
inicio: es en ese lapso en que el sueño no acude, sobreviene el ensueño y accede a
los recuerdos.
Otra condición de la memoria es que no guarda de un modo disperso las imá-
genes de las impresiones sensibles vividas, sino que incorpora nociones intelec-
tuales, productos del razonamiento. Así en el relato Burdeos, 1972, las imágenes
rememoradas se verbalizan con apreciaciones y juicios que dan cuenta de lo que el
escritor piensa y cree. Comienza por situaciones y pensamientos banales: describe
cuán rígidos, puntillosos y teatrales son —o eran— los bordeleses y, con ellos,
todos los franceses, para exasperación del escritor. Esa misma impresión la tiene del
recepcionista del hotel (164). Pero la memoria corporal del sufrimiento, así como la
memoria feliz de los recuerdos eróticos, se conservarán con mayor fuerza: “[…] Pero
las pruebas, las enfermedades, las heridas, los traumatismos de pasado invitan a la
memoria corporal a fijarse en incidentes precisos que apelan fundamentalmente a
la memoria secundaria, a la rememoración, e invitan a crear su relato” (Ricoeur 62).
Así, en Diario de un canalla, la dolorosa operación de vesícula lo invitaba a narrar
(aunque paradójicamente, lo impedía). Aquí, en Burdeos, su memoria corporal lo
lleva a rememorar dos instancias de su vida sexual muy gratificantes. Él las deno-
mina los “puntos altos” de su estadía (Burdeos, 1972: 122 y 126). Estas dos secuencias
narrativas se avienen a las reflexiones de Ricoeur: “[…] los recuerdos felices, más
especialmente los eróticos, hacen mención igualmente de su lugar singular en el
pasado transcurrido […]” (62).
El humor funciona como el contrapeso emocional y estilístico de la angustia
y la tristeza. Ya el episodio inicial de la compra del reloj a pila lo narra con gra-
cia. Cuando el exasperante vendedor exclama: “Voilá!” y al fin comienza a actuar,
el narrador piensa: “Bueno, esto marcha” (87). Y no ha hecho más que empezar,
porque en las páginas siguientes, un gran número de expresiones coloquiales que
recurren al refranero o al lenguaje vulgar, subrayan la comicidad. Hay fórmulas de
oralidad que se cuelan y logran el efecto de alivio y de risa: “Habíamos alquilado un
apartamento (‘aramos’ dijo el mosquito)” (85). Y también: “A la mierda […]. ¿Qué
le habrá dicho?” (86).
De un gran efecto humorístico es uno de los episodios finales del relato: re-
cuerda que al llegar a Burdeos Antoinette se sintió indispuesta y llamaron a un
médico. El narrador recibe dos sorpresas: la primera es que Antoinette se viste con
una lencería sensual e inusual, con lo que despierta sus celos, y la segunda es la
aparición de un médico chino, tan joven como ellos. Recuerda cuánto esperó tras la
puerta conjeturando una posible infidelidad: “Ese chino de mierda… Ahora la está
tocando… La puta que lo parió… ¡Y cómo tarda! ¿Qué estarán haciendo?” (165). Las
frases procaces y violentas de los pensamientos del protagonista no se agotan ahí
porque “Mi furia se fue extendiendo a todos los médicos del mundo, flor de vivos,

295
Helena Corbellini

y de paso a todos los chinos”. En verdad, a lo largo del texto recurre a la caricatura
de los personajes. El ejercicio del humor mundaniza más el mundo inhóspito que
habita. Pensarse a sí mismo y pensarse en el mundo, reflexividad y mundaneidad es
una polaridad de la fenomenología de la memoria. “Uno no se acuerda solo de sí […]
sino de las situaciones mundanas en las que se vio […] (Ricoeur 57). En la memoria
existe el cuerpo propio y el cuerpo de los otros, en el horizonte de los mundos se
dan las experiencias del sí.
Retomemos el punto del polo memoria e imaginación. Aunque Levrero fusione
imaginaciones con recuerdos, la diferencia eidética persiste. Invención y recuerdo
son dos cosas distintas. La imaginación “está dirigida hacia lo fantástico, lo irreal,
lo posible, lo utópico”; la memoria se dirige a una realidad anterior, afirma Ricoeur
(22). Por su exigencia de veracidad, la fenomenología de la memoria se toca con
la fenomenología del error (27). Esta preocupación es evidente porque el narrador
nunca claudica a la pretensión de fidelidad del recuerdo. El estatuto veritativo de la
memoria está en juego. Ricoeur afirma: “No tenemos nada mejor que la memoria
para garantizar que algo ocurrió antes de que nos formásemos el recuerdo de ello.
[…] El referente último de la memoria sigue siendo el pasado […]” (23). En el punto
más intenso de la rememoración levreriana, el narrador se atiene a la memoria,
refrenando la tentación de la verificación empírica. Esto ocurre en la descripción
del puente Alejandro III, fragmento al que volveremos. Dice: “[…] y porque estaba
adornado con figuras, también verdosas de óxido, que bien podría tratar de encon-
trar en Internet para ser preciso, pero no: las recuerdo como peces […]” (177). La
enumeración continúa cargada de encantamiento y es la memoria del escritor, sin
ayuda de artificios, la que evoca. ¿Por qué no cree equivocarse? Porque dentro de
sí, al rememorar esta experiencia, se produce el reconocimiento.
Levrero, como “explorador del pasado”, utiliza “el método de la rememoración
eficaz” (Ricoeur 36-37). Tomó un punto de partida (la pregunta de su terapeuta)
y realiza diariamente ejercicios de memoria metódica. La memoria pretende ser
fiel al pasado y, en esta hermenéutica, el olvido es el reverso de la memoria y no
su patología. Sobre la memoria feliz (la que recuerda) “se proyecta la sombra de la
memoria desdichada” (51). En este relato la sombra aparece cada vez que el autor
no logra recordar, pero incluso saber que el olvido está allí es lo que demuestra que
el olvido es parte de la memoria.
La memoria corporal lleva de inmediato a la memoria de los lugares. Estos son
indicios de rememoración. “Las cosas recordadas están intrínsecamente asociadas
a lugares” (62). Levrero se desespera ante la incompletud e inexactitud del recuerdo
cuando no logra ubicarlo. Se pregunta dónde quedaba su apartamento, dónde es-
taban las habitaciones y con mayor desesperación, dónde las personas que vivían
con él:

¿Dónde estaba el cuarto de Pascale? ¿Dónde estaba Pascale antes y después de


la escuela? […] ¿Dónde hacía los deberes? […] Eso me llevó a una comprobación
más dramática: tampoco sé dónde estaba Antoinette, la mayor parte del tiempo.
[…] Entonces aparece la parte más dramática de todo esto: ¿dónde estaba yo? ¿Qué
hacía? (146-47)

Quien es afectado por un recuerdo —ahora Levrero— ante todo se pregunta


dónde ubicarlo. Este es un requisito del estatuto veritativo de la memoria. Para

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L a memoria feliz de Levrero. Estudio de Burdeos, 1972

verificar su verdad, ha de ubicar el recuerdo en alguna parte y, de inmediato, en


algún punto de la línea temporal. En cada intento fracasado, gana el olvido. Todo
recuerdo está amenazado por el olvido. El recuerdo conlleva el olvido, el olvido es su
phantasma. Levrero indaga por espacios que ningún mapa le devolverá. Él demues-
tra exasperación y sufrimiento ante los olvidos. La memoria es una lucha contra el
olvido, pero desde la fenomenología de la memoria, el olvido es su condición y no
una enfermedad. Porque tampoco concebimos una memoria sin olvido, se la percibe
como memoria “monstruosa” (Ricoeur 532). La memoria lucha contra el olvido
tratando de lograr un equilibrio justo. En la cita anterior hemos leído cómo Levrero
lamenta los olvidos. El olvido es propio de la vejez, es un anticipo de la muerte. El
escritor llama “olvidadiza” y “endeble” a su memoria porque no le entrega todo
lo que él exige, pero en vista de los resultados, el escritor ha logrado saquear sus
tesoros. Quien sí padece el olvido es su amada Antoinette. Desde esta perspectiva,
vamos a interpretar a Antoinette. Ella está enferma, asegura el narrador. Y su en-
fermedad no está asociada al ligero malestar por el cual acudió el médico chino. Su
enfermedad consiste en no poder recordar:

Yo la veía estudiando y no podía entenderlo. Ella sabía. Pero se había olvidado,


súbitamente, al pisar territorio francés. Y yo tardé mucho en darme cuenta. […]. Y si
bien era grave que se hubiera olvidado de todo, mucho más grave era que, y esto me
llevó mucho más tiempo descubrirlo, ella le echara la culpa a su falta de capacidad, a
su estupidez, y no a una enfermedad mental. El reconocimiento de esa enfermedad
podría haberle valido un buen período de vacaciones pagas y un invalorable respiro.
(113-14)

Desde la visión del narrador, Antoinette está en una situación patológica. En


verdad parece un caso freudiano de memoria impedida. Un síntoma es que el pa-
ciente repite acciones en vez de acordarse. Antoinette se pellizca y realiza otros
gestos impensados, mecánicamente, y no sale del olvido. Por ese motivo, siempre
estará encerrada, estudiando. Así es que Antoinette se transforma en ausencia en
la vida del narrador: es otro fantasma. Él solo puede recordarla juntos en la cama,
sonámbula. En cuanto a la rememoración y el olvido, Mario y Antoinette perma-
necen como figuras simbólicas en el texto, el narrador recordando, reconociendo y
escribiendo frenéticamente durante once días; en oposición, la figura llorosa de la
mujer, congelada en estas páginas. La memoria es actividad y el olvido es inerte y
mortal.

EL PEQUEÑO MILAGRO

Otra distinción apreciaremos: rememoración y reconocimiento. La rememoración


es una actividad que tiene en la conversación su soporte más conocido. Personas
con un pasado en común se encuentran y se dedican a rememorar a partir de la
frase: “¿Te acordás?” Esta noción de “reconocimiento”, Ricoeur la toma de Edward
Casey (Ricoeur 58-60). El reconocimiento es la sanción de la memoria. El punto en
que el recuerdo es reconocido como presencia de lo ausente, aquello que ocurrió en
un momento dado y en virtud de la memoria, se re-presenta. El sujeto es invadido
por un sentimiento de familiaridad: “Uno se siente en su casa, en el disfrute del

297
Helena Corbellini

pasado resucitado” (60-61). El reconocimiento opera ostensiblemente en Burdeos,


1972, desde la forma más simple de lograr contextualizar lo evocado hasta someter
el recuerdo a su actualización, para interpretarlo en medio de un cúmulo de expe-
riencias y vivencias que han vuelto al sujeto más sabio.
En muchas ocasiones los recuerdos aparecen injertados en la reflexión de las
emociones y sentimientos. La extrañeza y el terror —algo que aparece y aumenta
a medida que transcurren sus días en Burdeos— se instalan a poco de iniciado el
relato. La primera vez que piensa sobre esto, es al contemplar la luna al revés del
hemisferio norte. Sin embargo, en este punto, sentirse “muy extranjero y muy ex-
traño” lo hace sentirse libre. Los otros que lo conocen —sus amigos y familiares—
están muy lejos, por lo tanto, no hay testigos de sus acciones. Nadie espera nada de
él. Por lo menos, nadie de su existencia anterior, está comenzando de nuevo.
Los beneficios de la nueva vida serán una ilusión aplastada por la falta de dinero
y el idioma. De inmediato se agudiza el extrañamiento. El sufrimiento es tan grave
que asoma la posibilidad de suicidio. Él sostiene la ambigüedad de ser extraño
(étrange) y extranjero (étranger). No se reconoce a sí mismo cuando cree perder la
principal referencia consigno mismo: su lengua. La permanente discursividad en
francés va cercando su existencia hasta hacerle olvidar el español rioplatense:

Estaba en el WC […] leyendo Le Monde […] cuando de pronto mi mente se abrió al


idioma francés de un modo maravilloso y, sin darme cuenta, empecé a leer de corrido,
sin necesidad de traducir mentalmente al español. Es más; parece que me desprendí
completamente del español, que encajé totalmente en el francés, y que mi mente, al
abrirse al idioma, se abrió a alguna cosita más, porque de pronto tuve una imperiosa
y desesperada necesidad de tirarme por una ventana hacia la calle. (104-05)

Percibirse extranjero lo aterrorizaba, pero el grado máximo de extranjería y ex-


trañeza lo experimenta al abandonar, sin intención, el núcleo de su mismidad: su
lengua. Piensa momentáneamente en el suicidio. No se reconoce. La extranjeridad
es algo que lo expulsa y lo deforma, es aquella visión en el espejo en la cual no se
reconoció: “Vi allí a un desconocido que me odiaba” (106).
“La búsqueda dolorosa de la interioridad” está en el centro de la fenomenología
de la memoria (Ricoeur 130). Husserl alcanzará el apogeo de la escuela de la mirada
interior y Husserl se ocupa de la problemática del recuerdo y del sujeto que se
acuerda, en los polos de interioridad y reflexividad (129). El sujeto es atormentado
por la alteridad, por el temor de ser algo distinto de sí, ser otro. Por eso es funda-
mental el nombre, este “preserva la identidad del individuo” (139).
Por única vez, el autor explicará la causa y efecto de su heteronimia. Experi-
menta una necesidad aguda de reconocerse. Esta se produce hacia el final de estas
memorias. En el numerado 13, mediante anécdotas explica sus nombres propios:
“Debo aclarar que mi nombre oficial es Jorge Varlotta. Fue justamente Antoinette
la primera en llamarme habitualmente Mario. Mejor dicho, Marió”. Pronunciar el
nombre propio tiene una implicancia trascendental en el sujeto. El hecho de que un
día Antoinette logre decir “Jorge Varlotta” es para él una absoluta prueba de amor
(168). El nombre le recuerda quién es. Con el transcurso del tiempo, le llamaron
Mario porque Mario Levrero fue el nombre por el cual se hizo conocer como es-
critor. El nombre del escritor suplantó al “nombre oficial”, aunque en su persona
coexistieron. Hay una armonía y una dificultad en esa convivencia de nombres y

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L a memoria feliz de Levrero. Estudio de Burdeos, 1972

personalidades, porque “ese que escribe no soy exactamente yo” (169). Pronunciar
sus dos nombres completará el reconocimiento de sí. Pero todavía hay más juegos
de nombres e identidades.
Por una casualidad —y en un autor que no cree en las casualidades—, antes de
conocer a Antoinette había recortado una entrevista a un artista que tenía el mismo
apellido que ella. Aquí lo disfraza bajo el nombre Dupont, lo cual le quita gracia al
asunto, pero le permite sostener su norma de no revelar la identidad de los demás.
Como el artista se le asemejaba, le había cambiado el titular y puesto “Varlotta”.
Jugó a ser el otro, a ser Dupont. La fantasía se realizó, un tanto incómoda, en Bur-
deos, ya que Antoinette es llamada por su apellido de casada y quienes lo nombren
a él, le dirán Monsieur Dupont. Suplanta al marido como suplantó con severidad al
padre de Pascale. Ha estado tan ocupado ocupando los lugares de M. Dupont que
ha olvidado quién es él. Liberado de la tiranía de ser otro, él revela sus nombres y
las trampas que estos encierran. Así accede al reconocimiento, ese pequeño milagro
de la memoria feliz (Ricoeur 634).
Los recuerdos constituyen al sujeto que se ha esforzado en la rememoración; es
más rico en la vastedad de sus horizontes. En esta situación se halla el escritor y
tal vez por esto esté en condiciones de revelar y explicar sus nombres dentro de su
obra, algo que nunca había hecho antes. Al ser estas memorias su última escritura,
su declaración carga con un pathos. Tiene el efecto patético de un secreto revelado
antes de morir.
Los recuerdos que el escritor ha referido le pertenecen solamente a él. La filoso-
fía ha señalado tres características de la memoria. La primera es ser radicalmente
singular (Ricoeur 128-29). La segunda señala que la memoria es del pasado. Y el
pasado es privativo de un sujeto determinado. Cualquier recuerdo es una posesión
privada. La tercera es su temporalidad. Solo por la mediación de la memoria queda
garantizada la continuidad temporal de la persona, ya que la memoria reúne las
experiencias vividas siguiendo la orientación del paso del tiempo. Para el escritor,
lograr recordar su vida en Burdeos es recuperar una parte de su vida. Al recordar,
ensancha su horizonte. Sabe más de sí. Se reconoce. Es más sí mismo. Asistimos
al triunfo de “la memoria feliz”. “La memoria feliz es la estrella guía de toda la
fenomenología de la memoria” (Ricoeur 633). Ser fiel al pasado es su deseo y su
pretensión, pero los actos de la memoria pueden igualmente triunfar que fracasar.
La memoria vive la aporía de hacer presente una cosa ausente.
Pero antes de cerrar este estudio, tenemos que pensar en el episodio con el
cual el escritor decidió concluir estas memorias. En el numerado 15, Levrero evoca
su paseo veloz por Les Tulleries, recorre por primera vez “aquella maravilla”, “un
parque de ensueño” (177). Entonces atraviesa el puente Alejandro III y experimenta
un éxtasis de intemporalidad:

Ya desde el primer momento me produjo una emoción muy extraña, porque a los
lados tenía unos parapetos con cubierta de cobre o bronce oxidado, verdoso, en sí
mismo algo bello y al mismo tiempo respetable porque transpiraban antigüedad;
y porque estaba adornado con figuras, también verdosas de óxido, que bien podría
tratar de encontrar en Internet para ser preciso pero no: las recuerdo como peces, y
angelitos que tocaban trompetas, y mujercitas con túnicas vaporosas, y caballitos de
mar. Pensé: “Es en este punto exacto que habría debido detenerse la civilización”.
(177-78)

299
Helena Corbellini

El escritor declara haber encontrado allí su lugar en el mundo y la emoción lo


inunda hasta las lágrimas. Pero la experiencia no termina allí: una turba invisible
e intangible viene hacia él. Fue una “legión de espíritus” que cantan un cántico
solo audible para él y como un gran rumor, se introdujeron en su cuerpo: “eran
muy viejos, muy viejos, y me daban la bienvenida, me querían, me reconocían y me
pedían que los reconociera”. En ese colmo de plenitud del sí, bienvenido, querido y
reconocido por los otros valiosos, esos antiguos espíritus que lo iluminan. Después
de esta experiencia luminosa puede reír y llorar y sentir que “todo estaba muy bien”.
Es más: “todo era maravilloso” (178-79). Conmovido por esta visión, el protagonista
llora “de placer y dolor, de iluminación y agradecimiento”. Esta vivencia luminosa es
un punto de radical felicidad y allí el narrador concluye. Aunque la historia de amor
y de exilio haya sido un fracaso, el desorden temporal superficial de estas memorias,
le permite concluir en un final feliz. En ese colmo de felicidad, finalizará el relato.
Aquí culminan sus memorias de Francia y la reflexividad propia de la memoria:
ha retornado a sí, ha declarado sus nombres propios y luego, transido de eternidad,
ha encontrado su lugar en el mundo. Sin embargo, esta revelación trascendental no
será lo último que diga. Levrero, para concluir, recurre a un recuerdo que está en el
orden de la picardía. Lo sagrado halla su contrapunto profano en la vocecita imper-
tinente de Pascale. Ella le dice al escritor: “Sos raro como gente”. Su raridad, lejos
de perturbarlo como la extranjería, subraya una cualidad pertinente a su persona, el
escritor parece ufano por dar esa impresión a los demás. Con este brote de orgullo
cierra el relato. Esta última secuencia es humorística, suena en contrapunto a la
experiencia anterior y por ser una expresión que representa a los otros, mundaniza
la memoria, aleja al protagonista de los aspectos sublimes de la existencia para
hacerlo corretear por la realidad.
El escritor ha necesitado liberar todos estos recuerdos, por motivos que desco-
nocemos. Al parecer, la necesidad de olvidar se explica por la derrota, por haber
regresado furioso y dolorido de Burdeos. Ese dolor obstruyó la posibilidad de re-
cordar. Padeció la memoria impedida. Entonces, puesto a rememorar, realizó el duelo
freudiano por aquella pérdida. Una gran pérdida, ya que reconoce que en Burdeos
dejó todo lo que tenía. Durante el relato, la rememoración ejerce una virtud sana-
dora. Al fin, la herida infligida en su espíritu y en su memoria, cicatriza.
En este punto los lectores debemos recordar que este relato se inició en una
sesión de terapia del narrador. En el sitio privilegiado del diván, primero cobró
espontáneamente imagen, un recuerdo, luego, empeñado en rememorar, muchos
otros recuerdos aparecieron en esa puesta en diálogo con su psicoanalista, ese otro.
Los recuerdos configuraron una “larga historia”. En un nuevo pliegue narrativo, los
lectores suplantamos la figura del terapeuta y asistimos a la narración de la memoria
de Levrero y a su cura. Es más: al escucharla hemos cooperado en la sanación.
El sufrimiento cesó. Otra vez, como en “Diario de un canalla”, ha podido abrir
tubos interiores. La gran diferencia es que aquella vez la extirpación de un frag-
mento de sí era un suceso cercano que lo alcanzaba en el presente; tratando de na-
rrar cómo fue la operación de vesícula se dio a confesar el abandono de la escritura
y su consiguiente pérdida espiritual.
Esta vez, en cambio, no aparenta cargar con dolor aquel antiguo fracaso. No a
nivel consciente. Pero cuando afloran las imágenes y empieza a hablar, ya no puede
detenerse. La evocación progresa y el paciente deja rápidamente atrás los terrores

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L a memoria feliz de Levrero. Estudio de Burdeos, 1972

iniciales expresados en los cangrejos y las momias, como en un filme de terror. El


escritor ya puede respirar, y al fin, puede reírse. Convencido de quién es configura
definitivamente su relato y lo finaliza en un estado de bienestar. Burdeos, 1972 es
un homenaje a su memoria feliz.

OBRAS CITADAS

Aïssaoui, Driss. “Les Mémoires: un genre errant”, Dalhousie French Studies 61 (2002): 12-26.
Genette, Gérard. Figuras III. Trad. Carlos Manzano. España: Lumen, 1989.
Lagos, José Gabriel. “Mi pacto con Levrero”. La Diaria [Uruguay], 15 de setiembre de 2018,
s. pág. [en línea].
Levrero, Mario. Nick Carter se divierte, mientras el lector es asesinado y yo agonizo. Uruguay:
Arca, 1993.
—. La novela luminosa. Uruguay: Santillana Ediciones, 2005.
—. Diario de un canalla - Burdeos, 1972. Uruguay: Literatura Mondadori, 2013.
Mondragón, Juan Carlos. “París: ciudad metáfora en la obra de Mario Levrero”. Hermes
Criollo. Revista de Crítica y Teoría Literaria y Cultural 5/10 (2006): 105-10.
Montoya Juárez, Jesús. Mario Levrero para armar: Jorge Varlotta y el libertinaje imaginativo.
Uruguay: Trilce, 2013.
Souto, Marcial. Prólogo. Diario de un canalla - Burdeos, 1972. Mario Levrero. Uruguay: Lite-
ratura Mondadori, 2013. 7-13.
Ricoeur, Paul. La memoria, la historia, el olvido. Trad. Agustín Neira. Argentina: Fondo de
Cultura Económica, 2010.

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