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Helena Corbellini
Grupo de Estudios Autobiográficos, CFE, Uruguay
En el año 1972, el Uruguay era un país conmocionado por la crisis política y eco-
nómica. Un año después ocurriría el golpe de Estado militar, pero desde 1968, la
tortura y el asesinato de militantes estudiantiles y obreros era una práctica ejercida
desde el gobierno. El terrorismo de Estado se imponía y la democracia tambaleaba.
Muchos ciudadanos se exiliaban en procura de mejor fortuna.
Por aquel entonces Jorge Varlotta tenía 32 años, vivía en Montevideo en un
apartamento de la calle Soriano 936 que era centro de reunión de sus amigos
artistas, tangueros, y culturalmente inquietos (Montoya 24-26).Colaboraba en el
suplemento de humor Misia Dura, experimentaba la fotografía y el cine, y ya co-
menzaba a obtener reconocimiento en el campo literario, como lo demostró el haber
sido finalista en el concurso literario del semanario Marcha (1969).por su novela
La Ciudad (Montoya: 43).Esta no era su única obra, para esas fechas, Levrero ya
había escrito dos libros de narrativa: Gelatina (1968, su primer libro publicado ).y La
máquina de pensar en Gladys (1970). Luego de su experiencia de vida en Francia, en
el prólogo a la obra aquí estudiada, Marcial Souto entiende que el escritor se lanzará
a nuevas experiencias literarias: Caza de conejos (escrita en 1973, pero no publicada
hasta 1986) y Nick Carter se divierte, mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975)
(Souto 9-10). Cabe señalar que en la primera edición de este último libro, impresa
en Buenos Aires por Equipo editor, firma como Jorge Varlotta, algo que retractará
en la segunda edición montevideana (Arca, 1992), cuando la coloque bajo la autoría
de Mario Levrero. Esta decisión obedeció a que valoró que también era una obra
literaria, aunque fuese de impronta humorística, una parodia al cómic (explicación
que me brindara durante el proceso de edición del libro).
Bien, volvemos al tiempo de su intento de radicación en Francia: estamos ante un
Levrero ubicado en sus inicios de “escritor casi secreto” —(Souto 7)—, que vive con
irregulares ingresos económicos en un continente sacudido, ya que la realidad antes
esbozada excedía las fronteras del país. Sin embargo, ninguna referencia política
aparecerá nunca en la obra de Levrero. Para saber más sobre este punto, son ricos
los testimonios recogidos en la biografía escrita por Jesús Montoya (18-60). Esta
actitud no-política por parte del escritor, lo alejaba de la crítica contemporánea que
fijaba su atención en la litterature engagée. Levrero era diferente. Si con sus otros
heterónimos —el más popular: Tía Encarnación—, el autor se sumaba al equipo
humorístico del suplemento Misia Dura, en la vertiente trascendente de la escritura,
se dedicaba a la exploración de su inconsciente. Durante mi amistad personal con
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el autor, también supe cuánto le molestaba que sus relatos fuesen leídos en clave
política. Recuerdo su enojo ante una interpretación de sus ciudades ficticias como
metáforas de asfixia política (Mondragón 2006). Pues bien: muchos años después,
tampoco habrá referencias al contexto social y político que se vivía en este último
relato de naturaleza autobiográfica. Burdeos, 1972 es el único original, posterior a La
Novela Luminosa (2005), que se mantenía inédito, por eso la edición quedó a cargo
de su hijo Nicolás Varlotta y su hijastro, Juan Ignacio, que aquí, levrerianamente,
firmó con su apellido materno: Hoppe.
Levrero retuvo en silencio lo vivido en Francia. Alguna vez mencionaba el haber
estado en París, sin más explicaciones. Estas Memorias expandirán sus vivencias
como la erupción de un volcán, y la lava, tanto tiempo retenida, se extiende sobre
el paisaje y genera un nuevo escenario para la configuración totalizadora de su
obra. También permite corregir, o por lo menos revisar, lo que se pensó y dijo sobre
el autoexilio del escritor. A diferencia de quienes arguyeron un interés económico
(Montoya 45-46), en Burdeos, 1972 Levrero escribe “… cuando me enteré del viaje
[de su novia] me quise morir. ‘Yo voy contigo’, dije, con un balbuceo babeante, y
no hubo fuerza capaz de convencerme de que aquello era un disparate” (112). El
escritor se fue a vivir a Francia por amor.
En Montevideo, él había iniciado una relación de pareja con una joven francesa,
recién separada de su marido y madre de una niña en edad escolar. Esta experiencia
es un esbozo de lo que más tarde intentará en la ciudad de Colonia, Uruguay,
junto a Alicia Hoppe y su hijo; el esfuerzo por sostener su compromiso de amor y
de familia es narrado en El discurso vacío (1996). Pero, mientras que fracasó en su
intento de formar una familia en Burdeos, con mayor edad, paciencia y sabiduría,
podrá sortear obstáculos y tener un hogar en Colonia del Sacramento.
Al igual que en La novela luminosa, en Burdeos, 1972 el autor, aunque a su pesar,
modifica los nombres propios: “Es una pena que no pueda poner los nombres ver-
daderos […]”. En La novela luminosa explicó que lo hacía para preservar la intimidad
de estas personas, suponemos que aquí lo impulsa la misma precaución; también
con este procedimiento obtiene mayor libertad para recordar e imaginar, porque
elimina al otro que le pida cuentas. Pues bien, a los efectos literarios, madre e hijas
se llaman Antoinette y Pascale. Este cuidado del autor en el original inédito, queda
luego liquidado por sus críticos, quienes —con ingenuidad— recuerdan el nombre
Marie-France para la mujer que lo enamoró. Si este dato mereciera algún tipo de
interés, cabría recuperar más elementos de su identidad real, ya que, sin documen-
tación, nos hallamos ante capas de escritura donde el testimonio se superpone a
la ficcionalización. Otros dos nombres propios más serán modificados en el relato
de Levrero: la uruguaya Rosita —“cuyo nombre he cambiado prolijamente” (132),
quien más tarde se suicidó, pero eso fue “otra historia” (135)—, y el apellido de
casada de su pareja, aquí Dupont (167-70).
Esta aventura de su vida en Francia vivida en el año 1972, cuando tenía 32 años,
no será narrada por el protagonista sino hasta el año 2003, a la edad de 64, un año
antes de morir. Un recuerdo asoma en la sesión habitual de terapia psicoanalítica:
“¿Y cómo fue que usted, nada menos que usted, fue a dar a Burdeos?” (83), pregunta
con asombro, tal vez algo de malicia, el terapeuta. Su perplejidad revela otro rasgo
del carácter del escritor: no es un sujeto a quien le guste viajar. En la vida real, su
fobia se extendía a un simple traslado en autobús. En una entrevista, conté: “Luego
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OBSERVACIONES NARRATOLÓGICAS
Para empezar, enfrentaremos los problemas narratológicos que Burdeos, 1972 pre-
senta. Tiene la superficie de un diario personal que abarca una totalidad de once
días, del 5 al 16 de setiembre de 2003. Cada ingreso en el diario es encabezado por el
registro minucioso de fecha y hora. Usa el mismo rasgo estilístico de datar en forma
maníaca del “Diario de la beca” (Levrero 2005). En los ingresos, por ejemplo, es-
cribe: “05/09/2003 03:18”, “06/09/2003 03:50”, y en el mismo día: “06/09/2003 22:31”.
Pero la construcción de este relato se desvía del formato de diario. Para empezar,
a la separación por fechas se le superpone una división en números. Al parecer, el
diario da cuenta de la consecución de la actividad de escribir, mientras que los nu-
merados pretenden organizar la narración literaria como si se tratase de una novela.
En la secuencia inicial no se ocupa propiamente de esa “larga historia” (84), sino
de la génesis de sus recuerdos en Francia. Como ya dijimos, lo que va a contar tuvo
su origen en una sesión de terapia y también en las horas de insomnio que preceden
al alba. Así es que las dos primeras páginas funcionan como un prólogo que explica
el origen de los recuerdos y nos da alguna información sobre el autor: es un paciente
psicoanalítico y un sujeto insomne. En consecuencia, la actividad de escribir será,
fundamentalmente, nocturna. Hasta aquí no hay nada diferente al Levrero que sus
lectores conocen. Lo que sí ignorábamos —al igual que su psicoanalista— es que
había vivido un corto pero significativo período de su juventud en Francia.
Por otra parte, si dejamos de observar el texto como diario personal y lo pen-
samos como narración ficticia, tropezamos con nuevos problemas. El inicio —lo
que entendimos como prólogo— se ubica en el presente del narrador, año 2003.
En una estructura narrativa corriente, estableceríamos la distinción narratológica
entre narración y metanarración (Genette 1989), donde el presente del narrador se
incorpora a la totalidad del relato. Pero esta operación estudiada para las ficciones,
pierde aquí importancia porque se trata de un texto autobiográfico.
El mayor desvío de este diario de Levrero radica en que no hablará de su pre-
sente, sino de su pasado. Cuenta hechos ocurridos 31 años atrás. El autor se lanza
con ardor al pasado. Busca recuerdos, los sopesa, intenta ubicarlos en el espacio,
también ordenarlos en el tiempo, con más o menos éxito. Entonces, aunque esto
parezca un diario, son realmente sus memorias. Las memorias son otro subgénero
autobiográfico, hasta ahora poco atendido por la crítica. Driss Aïssaoui señala la
imposibilidad de darles especificidad genérica por su constante evolución. Se ob-
servan sus fluctuaciones incesantes: “Il s’en suit que ce genre est sans cesse à une
sorte de fluctuation esthétique qui empêche la fixation d’écrits toujours différents
en une forme arrêtée” (12).
Muy bien: no hay forma fija para las memorias, cada autor apela a las estrate-
gias narrativas que mejor se avengan a su propósito. Entonces, ¿por qué necesitaba
Levrero escribir un diario para contar sus memorias? Puede que haya utilizado el
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16. El protagonista riñe con Pascale por el peso de la cartera escolar (116-17).
17. Han ido a la feria de los sábados y siente temor ante los cangrejos (98-100).
18. Realiza un paseo nocturno por las calles, descubre la luna del hemisferio
norte y un cangrejo le sale al paso (100-02).
19. Antoinette tiene el primer episodio de sonambulismo (103-04).
20. Sentado en el wc, el escritor lee y comprende el francés y esto le provoca un
impulso suicida: quiere arrojarse por la ventana del comedor (104-06).
21. Riñe con Pascale en la mesa porque reclama a su padre (119-20).
22. Séjour en París. Despide a madre e hija y disputa en la estación con una
inspectora (131-35).
23. Una tarde, la pareja sostiene una intensa relación sexual (125-26).
24. Sale a cenar con Pascale y encuentran un restaurante español (157-61).
25. Antoinette consulta a su tío el Obispo, quien le ordena que se separe de su
pareja (148-53).
26. Compra un disco de Gardel en la feria (142-43).
27. El protagonista decide regresar, cambia de parecer ante los ruegos de Antoi-
nette, pero percibe su distanciamiento y retoma la decisión (154-55).
28. Se despide de Pascale y la niña se lamenta (122).
29. Deja todo lo que ha trasladado y también lo adquirido (143); se despide de la
madre y la niña y parte camino al aeropuerto (123).
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MEMORIAS DE FRANCIA
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Quiero que mi memoria diga que los camioneros aplaudieron y que yo aplaudí,
porque en este momento quisiera aplaudir a esos bailarines. Es muy posible que haya
sido así; habría sido cruel que no hubiera sido así. Pero la memoria no me lo dice, ni
me dice cómo salí del café, ni en qué pensaba cuando eché a andar, embobado, yo
también como en un sueño, por la vereda de la ruta […]. (95-96)
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y de paso a todos los chinos”. En verdad, a lo largo del texto recurre a la caricatura
de los personajes. El ejercicio del humor mundaniza más el mundo inhóspito que
habita. Pensarse a sí mismo y pensarse en el mundo, reflexividad y mundaneidad es
una polaridad de la fenomenología de la memoria. “Uno no se acuerda solo de sí […]
sino de las situaciones mundanas en las que se vio […] (Ricoeur 57). En la memoria
existe el cuerpo propio y el cuerpo de los otros, en el horizonte de los mundos se
dan las experiencias del sí.
Retomemos el punto del polo memoria e imaginación. Aunque Levrero fusione
imaginaciones con recuerdos, la diferencia eidética persiste. Invención y recuerdo
son dos cosas distintas. La imaginación “está dirigida hacia lo fantástico, lo irreal,
lo posible, lo utópico”; la memoria se dirige a una realidad anterior, afirma Ricoeur
(22). Por su exigencia de veracidad, la fenomenología de la memoria se toca con
la fenomenología del error (27). Esta preocupación es evidente porque el narrador
nunca claudica a la pretensión de fidelidad del recuerdo. El estatuto veritativo de la
memoria está en juego. Ricoeur afirma: “No tenemos nada mejor que la memoria
para garantizar que algo ocurrió antes de que nos formásemos el recuerdo de ello.
[…] El referente último de la memoria sigue siendo el pasado […]” (23). En el punto
más intenso de la rememoración levreriana, el narrador se atiene a la memoria,
refrenando la tentación de la verificación empírica. Esto ocurre en la descripción
del puente Alejandro III, fragmento al que volveremos. Dice: “[…] y porque estaba
adornado con figuras, también verdosas de óxido, que bien podría tratar de encon-
trar en Internet para ser preciso, pero no: las recuerdo como peces […]” (177). La
enumeración continúa cargada de encantamiento y es la memoria del escritor, sin
ayuda de artificios, la que evoca. ¿Por qué no cree equivocarse? Porque dentro de
sí, al rememorar esta experiencia, se produce el reconocimiento.
Levrero, como “explorador del pasado”, utiliza “el método de la rememoración
eficaz” (Ricoeur 36-37). Tomó un punto de partida (la pregunta de su terapeuta)
y realiza diariamente ejercicios de memoria metódica. La memoria pretende ser
fiel al pasado y, en esta hermenéutica, el olvido es el reverso de la memoria y no
su patología. Sobre la memoria feliz (la que recuerda) “se proyecta la sombra de la
memoria desdichada” (51). En este relato la sombra aparece cada vez que el autor
no logra recordar, pero incluso saber que el olvido está allí es lo que demuestra que
el olvido es parte de la memoria.
La memoria corporal lleva de inmediato a la memoria de los lugares. Estos son
indicios de rememoración. “Las cosas recordadas están intrínsecamente asociadas
a lugares” (62). Levrero se desespera ante la incompletud e inexactitud del recuerdo
cuando no logra ubicarlo. Se pregunta dónde quedaba su apartamento, dónde es-
taban las habitaciones y con mayor desesperación, dónde las personas que vivían
con él:
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EL PEQUEÑO MILAGRO
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personalidades, porque “ese que escribe no soy exactamente yo” (169). Pronunciar
sus dos nombres completará el reconocimiento de sí. Pero todavía hay más juegos
de nombres e identidades.
Por una casualidad —y en un autor que no cree en las casualidades—, antes de
conocer a Antoinette había recortado una entrevista a un artista que tenía el mismo
apellido que ella. Aquí lo disfraza bajo el nombre Dupont, lo cual le quita gracia al
asunto, pero le permite sostener su norma de no revelar la identidad de los demás.
Como el artista se le asemejaba, le había cambiado el titular y puesto “Varlotta”.
Jugó a ser el otro, a ser Dupont. La fantasía se realizó, un tanto incómoda, en Bur-
deos, ya que Antoinette es llamada por su apellido de casada y quienes lo nombren
a él, le dirán Monsieur Dupont. Suplanta al marido como suplantó con severidad al
padre de Pascale. Ha estado tan ocupado ocupando los lugares de M. Dupont que
ha olvidado quién es él. Liberado de la tiranía de ser otro, él revela sus nombres y
las trampas que estos encierran. Así accede al reconocimiento, ese pequeño milagro
de la memoria feliz (Ricoeur 634).
Los recuerdos constituyen al sujeto que se ha esforzado en la rememoración; es
más rico en la vastedad de sus horizontes. En esta situación se halla el escritor y
tal vez por esto esté en condiciones de revelar y explicar sus nombres dentro de su
obra, algo que nunca había hecho antes. Al ser estas memorias su última escritura,
su declaración carga con un pathos. Tiene el efecto patético de un secreto revelado
antes de morir.
Los recuerdos que el escritor ha referido le pertenecen solamente a él. La filoso-
fía ha señalado tres características de la memoria. La primera es ser radicalmente
singular (Ricoeur 128-29). La segunda señala que la memoria es del pasado. Y el
pasado es privativo de un sujeto determinado. Cualquier recuerdo es una posesión
privada. La tercera es su temporalidad. Solo por la mediación de la memoria queda
garantizada la continuidad temporal de la persona, ya que la memoria reúne las
experiencias vividas siguiendo la orientación del paso del tiempo. Para el escritor,
lograr recordar su vida en Burdeos es recuperar una parte de su vida. Al recordar,
ensancha su horizonte. Sabe más de sí. Se reconoce. Es más sí mismo. Asistimos
al triunfo de “la memoria feliz”. “La memoria feliz es la estrella guía de toda la
fenomenología de la memoria” (Ricoeur 633). Ser fiel al pasado es su deseo y su
pretensión, pero los actos de la memoria pueden igualmente triunfar que fracasar.
La memoria vive la aporía de hacer presente una cosa ausente.
Pero antes de cerrar este estudio, tenemos que pensar en el episodio con el
cual el escritor decidió concluir estas memorias. En el numerado 15, Levrero evoca
su paseo veloz por Les Tulleries, recorre por primera vez “aquella maravilla”, “un
parque de ensueño” (177). Entonces atraviesa el puente Alejandro III y experimenta
un éxtasis de intemporalidad:
Ya desde el primer momento me produjo una emoción muy extraña, porque a los
lados tenía unos parapetos con cubierta de cobre o bronce oxidado, verdoso, en sí
mismo algo bello y al mismo tiempo respetable porque transpiraban antigüedad;
y porque estaba adornado con figuras, también verdosas de óxido, que bien podría
tratar de encontrar en Internet para ser preciso pero no: las recuerdo como peces, y
angelitos que tocaban trompetas, y mujercitas con túnicas vaporosas, y caballitos de
mar. Pensé: “Es en este punto exacto que habría debido detenerse la civilización”.
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OBRAS CITADAS
Aïssaoui, Driss. “Les Mémoires: un genre errant”, Dalhousie French Studies 61 (2002): 12-26.
Genette, Gérard. Figuras III. Trad. Carlos Manzano. España: Lumen, 1989.
Lagos, José Gabriel. “Mi pacto con Levrero”. La Diaria [Uruguay], 15 de setiembre de 2018,
s. pág. [en línea].
Levrero, Mario. Nick Carter se divierte, mientras el lector es asesinado y yo agonizo. Uruguay:
Arca, 1993.
—. La novela luminosa. Uruguay: Santillana Ediciones, 2005.
—. Diario de un canalla - Burdeos, 1972. Uruguay: Literatura Mondadori, 2013.
Mondragón, Juan Carlos. “París: ciudad metáfora en la obra de Mario Levrero”. Hermes
Criollo. Revista de Crítica y Teoría Literaria y Cultural 5/10 (2006): 105-10.
Montoya Juárez, Jesús. Mario Levrero para armar: Jorge Varlotta y el libertinaje imaginativo.
Uruguay: Trilce, 2013.
Souto, Marcial. Prólogo. Diario de un canalla - Burdeos, 1972. Mario Levrero. Uruguay: Lite-
ratura Mondadori, 2013. 7-13.
Ricoeur, Paul. La memoria, la historia, el olvido. Trad. Agustín Neira. Argentina: Fondo de
Cultura Económica, 2010.
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