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Post-Integración en Psicoterapia
Por: Javier Mandil - Miembro del Directorio de Fundación Equipo de Terapia Cognitiva
Infanto-Juvenil y Profesor a cargo de la materia “Clínica de Niños”, Universidad Favaloro
Comencemos por la clínica de niños y adolescentes: por una parte la consulta está
motivada por una gama muy amplia de trastornos y de características idiosincrásicas
que, de acuerdo a la literatura basada en la evidencia, responden a determinantes
múltiples: sabemos, por ejemplo, que el trastorno bipolar infanto juvenil posee una
etiología neurobiológica y hereditaria. Sin embargo, características del contexto como
la emoción expresada y la organización de los ritmos sociales afectan su evolución. Así
mismo, dada la intensidad de sus manifestaciones conductuales, es muy usual que el
joven consultante y sus familiares participen en aprendizajes poco efectivos, que
suelen decantar en comorbilidades y otras complicaciones del cuadro. Y,
paralelamente, funciones cognitivas como la resolución de problemas, tienden a
sub-ejercitarse por parte de los consultantes que afrontan estas dificultades (Kendall y
Braswell, 1993).
Con lo cual, al hablar de trastorno bipolar en jóvenes (podríamos incluir una gama
amplia de cuadros como el TDAH, la esquizofrenia infantil, y los TEA al referir a este
problema), hemos de incluir determinantes neurobiológicos, cognitivos, conductuales y
contextuales para realizar una precisa formulación del caso.
Así mismo, si bien la Terapia Cognitivo Conductual (TCC), es la que cuenta con más
evidencia para una gama de problemáticas diversas en el área, su soporte empírico no
es exhaustivo a todos los motivos de consulta. Ante diversos trastornos disruptivos, son
los programas de entrenamiento a padres en modificación de contingencias, el gold
standard de los tratamientos con sustento científico (Ollendick y Neville-King, 2010). En
el trastorno bipolar juvenil, la evidencia incipiente se aplica a las terapias de ritmos
sociales y las orientadas a la optimización de la comunicación familiar (Goldstein,
2016). En el Trastorno Disocial en Adolescentes, es la terapia Multisistémica, un
modelo integrativo con base conceptual ecológica y socio-cultural, la que se registra
como probablemente eficaz (Henggeler, 2009). Y respecto a la anorexia restrictiva en
adolescentes, el modelo de Terapia Familiar del Maudsley Institute, de origen sistémico
y bio-médico, es el que cuenta con importante evidencia (Duthu et al., 2016).
Al no ser especialista, pero si inevitable conocedor del área, me permitiré hacer una
presentación más resumida en lo que atañe a otra gama de motivos de consulta
complejos en la clínica psicoterapéutica: los Trastornos de la Personalidad. Si bien es
cierto que la Terapia Conductual Dialéctica (DBT), basada en el célebre modelo
bio-social, constituye el gold standard para el tratamiento del Trastorno Límite (Linehan,
1993), este dispositivo constituye una opción costosa y no siempre viable. Resulta
criterioso entonces, aunque cuenta con menor evidencia a la fecha, tomar en cuenta la
alternativa propuesta por la Terapia basada en la Mentalización, debido a su favorable
diferencia respecto a sus costos de implementación (Bateman y Fonagy, 2006). Así
mismo, para otros trastornos de la personalidad como los Evitativos, Dependientes y
Obesivos, entre otros, es el modelo cognitivo de la Terapia Centrada en Esquemas el
que cuenta con evidencia considerable (Young, Klosko, Weishaar, 2006).
Esto nos lleva a una emisión de opinión fuertemente discutible, pero tal vez inevitable:
en su mayoría, los modelos “puros” más investigados en psicoterapia tienen su
sustento en la especialización respecto a áreas específicas, restringidas y que muchas
veces no toman en cuenta complejidades habituales en la consulta cotidiana: gravedad,
comorbilidad, cronicidad, entornos disfuncionales, carencia de recursos instrumentales
y afectivos, etc. (Castonguay y Beutler,2005).
Es en este punto que, en cierto sentido, denominarse a uno mismo, por ejemplo como
“Terapeuta TCC” o “Practicante de la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT)”,
cuando se trabaja en relación a estas áreas, suele ser, ni más ni menos que una
sobre-simplificación de un accionar a fines comunicacionales, inter-institucionales y
porque no, publicitarios. Nadie puede ser un “Terapeuta TCC standard puro” al trabajar
con los niños y sus familias. Difícilmente se pueda ser solamente un “Terapeuta DBT”
si se aborda, con base en la evidencia, una gama amplia de motivos de consulta
relacionados con los trastornos de la personalidad.
Podría resultar útil, repasar brevemente en este apartado, dos de los históricos
desarrollos teóricos y metodológicos en psicoterapia, orientados a abordar la
complejidad y la diversidad en la clínica cotidiana: el eclecticismo y la integración.
Respecto al primero, si bien registra una gama amplia de variantes, podemos a fines de
circunscribir la temática, centrarnos en la más investigada: el eclecticismo técnico. Uno
de los modelos precursores más difundidos ha sido la Terapia Multi-Modal de Lazarus
(1981), en sus orígenes de fuerte impronta cognitivo conductual pero que, con el correr
del tiempo ha ido incorporando elementos sociales, interpersonales y experienciales en
su marco metodológico. Posteriores modelos de eclecticismo técnico como la
Psicoterapia Prescriptiva y la Selección Sistemática de Tratamientos (Beutler y
Harwood, 2000), han enfatizado el desarrollo de marcos orientados a organizar la
tipología, secuencia e intensidad de intervenciones de origen teórico heterogéneo,
considerando su adecuación de acuerdo a diferentes características idiosincrásicas de
los consultantes y sus contextos de referencia.
Sin embargo, con todo el respeto y admiración que estas perspectivas me merecen (no
puedo evitar reconocer en este espacio a Héctor Fernández Álvarez como uno de los
principales maestros e inspiradores de mí propio recorrido profesional), no dejan de
presentar dificultades y contradicciones, difícilmente resolubles en su propio desarrollo
epistémico:
Es decir que, en un punto, los modelos integrativos, a pesar de sus invaluables aportes,
suelen dejar ciertos interrogantes sin resolver que podrían cuestionar, inclusive, su
propia definición.
¿Es demasiado osado trazar esta analogía en relación a las múltiples y simultáneas
variables que tenemos que determinar, a los marcos de referencia e instrumentos
múltiples a los que tenemos que recurrir por ejemplo, al evaluar a una adolescente con
desregulación emocional, con aparente carga genética registrada en el ambiente
familiar, alto conflicto entre los padres, importante nivel de emoción expresada en el
entorno y poca adherencia y/o observancia del encuadre terapéutico? ¿No es
condición necesaria recurrir a “lentes” e instrumentos diversos para delimitar una
formulación clínica lo suficientemente exhaustiva del caso y para diseñar estrategias
flexibles de intervención?
Por otra parte, puede ocurrir que, en las primeras entrevistas de evaluación o fases de
pre-tratamiento, se evidencie que la consultante no presenta la más mínima motivación
para participar en el proceso terapéutico y/o que los adultos a cargo no cuentan con
herramientas adecuadas para orientarla hacia la responsabilización por su propia
mejoría. El trabajo con los contextos de referencia y la provisión de herramientas para
el soporte y la gestión de las conductas problemáticas, a partir de un programa
psicoeducativo dirigido a los padres, probablemente sea, en estas circunstancias, una
precondición necesaria a la implementación de cualquier tipo de tratamiento que
requiera la participación activa de la joven.
No puedo proceder a finalizar este artículo sin realizar una pequeña pero
imprescindible digresión. Aún esta modesta propuesta para la intercomunicación
teórico-metodológica en casos complejos, presenta puntos indecidibles. Estos son, ni
más ni menos que la particular concepción de salud mental y del desarrollo personal a
la que adscribe cada profesional interviniente. Pueden ser en algún punto
inconciliables, por ejemplo, las concepciones normativas basadas en el DSM,
referentes a la mejoría terapéutica entendida como ausencia o disminución de la
sintomatología, a la que adscriben tradicionalmente modelos como la TCC standard
(Caro, 1997), en contraposición al concepto de normalidad destructiva sustentado por
la Terapia de Aceptación y Compromiso (Hayes, Strosahl y Wilson, 1999). En base a
dicha consideración de múltiples procesos destructivos como inherentes a la vida
“supuestamente normal”, se considera que el sufrimiento humano es inevitable en la
cotidianeidad de las personas, siendo la aceptación del dolor psicológico y el
compromiso respecto a acciones orientadas a valores, brújulas posibles para el
crecimiento personal. En suma, probablemente la divergencia entre estas
concepciones fundamentales a la orientación de un proceso terapéutico, requieran de
una decisión comprometida, idiosincrásica y consensuada entre los profesionales
intervinientes en un caso clínico: ¿Qué esperamos que logren nuestros consultantes al
cabo de un proceso terapéutico? ¿Cuál es la finalidad de nuestro ejercicio profesional?
Sin embargo, posiblemente estas discusiones excedan a la adscripción respecto a una
vertiente teórica en particular y precisen enmarcarse en el ámbito de la filosofía, las
elecciones y los compromisos personales de cada terapeuta. En este sentido, quizás
sea beneficioso dejar estas dudas como puntos de partida a subsiguientes procesos
reflexivos por parte del lector y finalizar, en este punto, el presente artículo.
Bibliografía:
[1] El uso del concepto “interface” en esta propuesta, está inspirado por su aplicación
en el artículo de Barnes-Holmes et al. (2004), donde los autores reportan hallazgos
referentes a solapamientos funcionales entre conceptos propios de la Teoría de los
Marcos Relacionales (RFT) y las Neurociencias. Dichos planteos son, a mi criterio,
impactantes y promisorios, aunque infelizmente no hayan sido suficientemente
desarrollados en posteriores emprendimientos.