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UNIDOS PARA DESAFIARLA

ROMANCE DE UN HARÉN INVERSO


STASIA BLACK
Derechos de autor © 2018 Stasia Black

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida,
ni transmitida de ninguna forma ni por ningún medio, incluyendo fotocopias, grabaciones u otros
métodos electrónicos o mecánicos, sin previo permiso por escrito de la autora, excepto en caso de
citas breves incorporadas en reseñas críticas y algunos otros usos no comerciales permitidos por la
ley de derechos de autor.

Esta es una obra de ficción. Las similitudes con personas, lugares o eventos reales son totalmente
fortuitas.

Traducido por Rosmary Figueroa.


ÍNDICE

Boletín Digital
Prefacio
Mapa

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Epílogo

También por Stasia Black


Acerca de Stasia Black
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todo lo alto fuese posible. <3.
PREFACIO

En un futuro no muy lejano, un ecoterrorista libera un virus genéticamente


modificado en las principales áreas metropolitanas de todo el mundo. Al
cabo de cinco años, casi el 90% de la población femenina mundial está
diezmada.

En un intento de detener la propagación del virus y de poner en cuarentena


a las mujeres que quedaban, se desencadenó una guerra nuclear. Todavía no
está claro quién comenzó a atacar a quién, pero se lanzaron bombas en
todas las ciudades principales de los Estados Unidos, coordinadas con
ataques masivos de pulsos electromagnéticos.

Estas catástrofes, y el fin de la vida tal como se conocía, fueron


denominadas colectivamente como El Declive.
Mapa de Nueva República, Texas
CAPÍTULO 1
DREA
Comparado con todos los otros lugares en los que Drea había estado
cautiva, el centro personal de detención del presidente Goddard era bastante
agradable, dentro de lo que cabía esperar.
Se hallaba en el sótano del Hotel Omni en Fort Worth, y tuvo que
mandarlo a construir con características especiales, como un conjunto de
diez celdas con barrotes, las cuales eran más pequeñas de lo que esperarías
encontrar en una cárcel distrital, por ejemplo. Porque, claro, estas
evidentemente estaban destinadas a retener a un solo prisionero en cada
una.
Sí, porque no era para nada espeluznante que el presidente de la
República tuviera su propia cárcel/cámara de tortura enterrada en el fondo
de lo que era, básicamente, el capitolio.
—Ya sabes —susurró Drea en voz baja, palpando entre los barrotes,
valorando cada uno otra vez en busca de puntos débiles—. Esto es
supernormal.
Volteó los ojos pensando en su estupidez. Qué lista había sido al
apuntarse a la delegación de Pozo Jacob que vino ayer al capitolio. Se había
sentido muy segura de poder convencer al presidente de que le cediese
tropas para retornar a la isla Golfo de Texas en Tierra sin Hombres a
rescatar a las mujeres que se vio obligada a abandonar hacía ya tres meses.
A sus compañeras, las mujeres que juró proteger. «Vengan a esta isla»,
había dicho. «La fortificaremos para estar a salvo del mundo exterior»,
había dicho. Era muy buena dando discursos. «¡Basta de que nos gobiernen
los hombres! ¡Estaremos unidas y nos protegeremos entre nosotras!»
Tragó saliva para pasar el amargo sabor en su boca.
Era una pena que no haya sido tan buena cumpliendo sus promesas. La
clandestinidad, su mayor ventaja, no había durado más que seis meses.
Había ido demasiado lejos, había intentado hacer demasiado. Elena le dijo
que no continuara aceptando refugiadas, que debían cerrar sus fronteras e
ignorar el mundo exterior, y convertirse en una isla autosuficiente.
¿La había escuchado Drea?
No, Drea no prestó atención; Drea afirmó que podían aceptar más
mujeres si tenían cuidado. Se comunicarían a través de mensajes
computarizados y se encontrarían en lugares neutrales.
«Nada es lo bastante seguro», dijo Elena. «Hay diez hombres por cada
una de nosotras». Y ellos eran hombres. El virus Exterminador había
aniquilado al 90% de la población femenina de la Tierra. «Los ha
convertido en animales que nunca dejarán de cazarnos».
Elena tenía razón.
Dos meses después de abrirles la isla a las refugiadas, uno de los
supuestos «rescates» resultó ser una trampa. La mujer llevaba implantado
un GPS para que sus vigilantes pudieran ver adónde la llevaban. Los
primeros en asediar la isla no fueron los hombres de la pandilla de
motociclistas Calaveras Negras, pero sí llegaron rápidamente a apoderarse
del lugar.
Drea y las demás mujeres tenían armas almacenadas, pero no eran
rivales para el asalto a gran escala que duró varios días. Al final, rendirse se
volvió la única opción si querían sobrevivir. Aunque en los meses de
maltratos que siguieron no se sentían como si estuviesen sobreviviendo,
sino más bien como si vivieran un infierno en la Tierra.
Los Calaveras Negras eran de los mayores traficantes en el negocio de
esclavas, por lo que inmediatamente se dieron a la tarea de «entrenar» a las
mujeres que habían llegado a Tierra sin Hombres buscando refugio y
seguridad.
Luego, cuando por fin llegó la salvación… ¿Llegó para toda la isla?
¡Ah, no, claro que no! Un grupo de hombres vino a rescatar a su esposa,
que casualmente estaba encerrada en el mismo armario que Drea, y
decidieron, oh, mira, salvemos a esta también.
A ella, Drea.
De todas las mujeres que realmente merecían ser rescatadas la sacaron a
ella, quien las había llevado a todas como cerdos al matadero. Fue su
arrogancia y orgullo ingenuo lo que le hizo pensar que podría…
Dejó escapar un gruñido, ofuscada con exasperación por sus errores,
mientras seguía examinando cada barrote de su celda.
Había pasado cada instante de los tres meses desde su «rescate»
tratando de regresar con ellas, intentando enmendar sus errores, compensar
sus pecados. He ahí el origen de este viaje mal planificado al capitolio.
Si tan solo el presidente le hubiera ayudado con algo. Tal vez no con un
batallón, pero ¿qué tal un equipo de asalto? Un helicóptero, algo.
Pero nooooooooooo, al parecer el presidente Imbécil de la Inutilidad era
un cerdo misógino que veía como un problema a cualquier mujer que usara
su boca para algo más que para chupar… Bueno, basta con decir que en el
momento en que ella cuestionó a Su Majestad terminó en esta celda.
Sacudió la cabeza. ¿No había aprendido que si quería hacer algo tenía
que hacerlo ella misma? Ya bastaba de confiar en la bondad innata del ser
humano. Eso no era más que un montón de mierda. Tal vez en la bondad de
las mujeres, sus compañeras, pero definitivamente no la de los malditos
hombres.
Si iba a liberar a sus compañeras, iba a tener que hacerlo por sí misma.
—Espero no arruinarlo esta vez —murmuró en voz baja.
Pero no podía permitirse el lujo de pensar de esa manera. Las liberaría o
moriría en el intento.
Zarandeó los barrotes otra vez. Eran de acero, de eso estaba bastante
segura, por lo que doblarlas e intentar meterse entre ellos no era una opción,
y las juntas y las clavijas estaban del lado opuesto de la puerta, así que no
podía arreglárselas para aflojarlas tampoco… pero tal vez si…
—¡Sí que eres bonita!
Oh, genial, el guardia había decidido hacer las rondas nuevamente. Sí
que las hacía con una frecuencia inusual, considerando que ella era la única
prisionera.
Drea no le dio al guardia la satisfacción de reaccionar. Aquel hombre
era de mediana edad, tenía el pelo más gris que marrón, y una barriga que
colgaba por debajo de su cinturón de una forma tal que se figuró que habría
pasado al menos media década desde la última vez que se pudo ver los
dedos de los pies.
Pero la encontraba bonita, por supuesto que sí.
Drea permaneció quieta.
—Y con ese bonito cabello rubio tan largo, apuesto a que puedes
hacerle pasar un bueeeeen rato a un hombre.
Drea dejó escapar un resoplido asqueado.
«No pierdas la compostura, mantén la calma. Usa todos los recursos a tu
disposición, aunque te produzcan náuseas».
Cruzó sus brazos sobre su abdomen lentamente, de manera que sus
pechos se levantaron y resaltaban aún más. Acto seguido se frotó los
brazos.
—Dios, de verdad hace frío aquí —dijo inclinando la cara ligeramente
hacia abajo, de modo que dirigía la mirada al guardia solo por entre sus
pestañas—. ¿Crees que sería posible que me prestaras tu chaqueta? —
Terminando la frase se mordió el labio y siguió parpadeando mientras lo
miraba—. Prometo que me portaré bien.
Mierda, lo estaba exagerando más de la cuenta, ¿verdad? Se daría
cuenta de la pantomima y…
—Seguro que podría calentarte.
O quizás no.
Sonrió y agachó la cabeza.
—Si no es mucha molestia para ti, claro. Sé que todos los hombres aquí
en el capitolio tienen trabajos muy importantes, trabajando para el
presidente y demás.
—Pues al presidente no le importaría que velara por la comodidad de
una prisionera. Después de todo, Nueva República tiene entre sus valores
tratar a la gente con humanidad.
—Oh, Dios santo —dijo Drea procurando saltar de arriba a abajo y
aplaudir… Ahora simplemente estaba emulando a Sophia, la hija del
comandante.
Cielos, nunca pensó vivir para ver ese día. Puede que solo tuviera ocho
años más que esa chica de diecinueve años, pero parecía que las separaban
cinco décadas.
A pesar de todo, el guardia se estaba tragando todo su teatro. Los
hombres eran tan fáciles de manipular.
Sacudiría la cabeza desdeñosamente si no estuviera tan ocupada
manteniéndose en su papel.
«Eso es, amigo. Toma esas llaves».
Luchó por mantener la mirada fija en la cara del guardia mientras la
mano del hombre alcanzaba el llavero de su cinturón.
Entonces levantó un dedo en señal de advertencia.
—Retrocede. No me des problemas o te arrepentirás.
Su mano se desvió a la porra retráctil que colgaba de su cinturón.
—Ay, no, señor —dijo Drea con una sonrisa complaciente—. Nunca
haría algo así. Si tan solo pudiera tener un amigo en esta fría celda,
significaría mucho para mí. Haría cualquier cosa para tener a alguien de mi
lado que me ayude. Te retribuiré de la forma que quieras.
Sonrió lascivamente.
—Como yo quiera, ¿eh?
Drea asintió vigorosamente una y otra vez, sintiéndose como una cabeza
hueca. Se reclinó contra la pared más lejana, justo al lado de la litera, y con
las manos en alto de modo que el tipo pudiera verlas.
El tipo bajó su mano y se ajustó el área de la entrepierna antes de abrir
la puerta. «Paciencia, todavía no». Se metió a la celda. «Todavía no. Sonríe.
Debes parecer inocente e inofensiva». Rio una vez más y agachó la cabeza
mientras él se sacaba la chaqueta en medio de la habitación.
AHORA.
Atacó cuando él tenía todavía los brazos medio metidos en la chaqueta,
tiró de esta y la retorció para atrapar los brazos del hombre al tiempo que lo
derribaba con una patada a nivel de los tobillos.
Papá estaría tan orgulloso.
En el mismo momento en que el guardia cayó al suelo ella se abalanzó
sobre él, arrancándole la porra del cinturón. Porque, ¿qué fue lo otro que
papá le enseñó? Golpea primero y haz las preguntas después. Era una
especie de mantra familiar.
Con un rápido movimiento descendente, Drea logró extender la porra y
se puso manos a la obra. El guardia era de los que gritaban, así que atacó la
garganta primero. Un rápido golpe a su laringe lo hizo llevarse las manos a
la garganta mientras se asfixiaba.
Emitió un sarcástico ruido desaprobatorio al ver que fue tan tonto como
para exponerse de esa manera, ya que obviamente su siguiente golpe iba a
ser en las pelotas.
Eso era lo más elemental en defensa personal femenina.
Atacó algunos de los mejores puntos posibles para asegurarse de que él
quedara inmovilizado. Un golpe duro al plexo solar, y luego, cuando se
acurrucó en posición fetal, un par de golpes a los riñones desde la espalda.
El hombre jadeó buscando aire y… ¿acaso lloraba?
Sacudió la cabeza frente a él de un lado a otro. Patético.
Pero que nunca se dijera que se comportó como una de esas rubias
clichés de las viejas películas de terror, las que siempre celebraban
demasiado pronto sin comprobar que el monstruo estuviera completamente
muerto. Drea siempre se aseguraba de que su enemigo estuviese sometido.
Levantó la porra una última vez y puso todas sus fuerzas en un golpe
que impactó contra su rodilla y lo hizo aullar como un animal. Luego
alcanzó las llaves del piso, las tomó, y salió de la celda cerrándola detrás de
ella, solo para encontrarse con que estaban intentando abrir la puerta de las
escaleras.
Mierda.
Pero por supuesto que había cámaras en las celdas; alguien había visto,
o escuchado, todo. La pregunta ahora era a cuántos habían enviado para
someterla.
Al diablo. Había llegado tan lejos.
Blandió la porra y corrió a la puerta, sabiendo que el factor sorpresa era
su mejor arma.
—¿Drea?
Un momento, ¿qué?
—¿Eric?
Corría tan rápido que no pudo detenerse a tiempo para evitar chocar con
él. Él la envolvió con sus brazos y juntos chocaron contra la puerta,
cerrándola de golpe.
Por un segundo fueron solo ellos dos, con la respiración agitada, la
mirada de él encontrando la suya. Vaya, sus ojos sí que eran de un lindo
color gris.
Espera, espera, espera.
No tan rápido. Paremos esto aquí. Retrocede un maldito momento.
Ella odiaba a Eric Wolford, el comandante. Había fundado la nueva
comunidad en Pozo Jacob luego de El Declive, y controlaba la mayor parte
del territorio de Texas Central del Sur.
Bueno, quizás «odio» era una palabra fuerte, pero sí que le desagradaba
mucho. Era un cerdo chovinista que había inventado el sistema más ridículo
y degradante para las mujeres de su territorio, entregándolas como si fueran
unos malditos premios de lotería, por amor de Dios. Había tenido que
mentir y decir que era lesbiana, o hubiera intentado forzarla a practicar esa
basura.
Además, él también se había negado a ayudarla a volver a la isla del
Golfo de Texas, a pesar de que habían sido hombres de su comunidad los
que la habían sacado de ahí, para empezar.
Drea se apartó de Eric.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Eric levantó los brazos en un gesto que parecía preguntar si aquello no
era obvio.
—Rescatarte.
Drea soltó una carcajada y acto seguido señaló con la mano al guardia
que yacía en el piso de la celda detrás de ella.
—Gracias, pero puedo rescatarme sola bastante bien.
Volvió a retraer la porra y la metió lo más que pudo en su bolsillo.
Eric cruzó los brazos y se reclinó contra la pared.
—Saliste de tu celda, pero ¿cómo planeabas exactamente salir de la
ciudad en medio de un golpe de estado?
Espera, ¿qué? No le parecía haber escuchado bien lo último.
—¿Un qué?
—Un golpe de estado. Ya sabes, cuando alguien intenta derrocar…
—Sé lo que es un maldito golpe de estado —dijo entrecerrando los ojos
—. ¿Qué te hace pensar que está ocurriendo uno ahora?
—Ah, ¿no te has enterado? El presidente Goddard acaba de ser
asesinado hace… —Miró su reloj—. …unos 28 minutos.
Drea sintió que las cejas le llegaban casi a la línea donde nacía su
cabello. Diablos.
—Y para empeorarlo más, creen que fue alguien de nuestro grupo. Me
sorprende que tu linda cabeza siga unida a tu cuerpo.
A pesar de intentar controlarse, Drea se llevó la mano a la garganta. Tan
pronto como reparó en lo que estaba haciendo, dejó caer la mano y miró a
Eric.
—¿Y por qué piensan eso?
Él agitó una mano para calmarla.
—Puede que la escultura de Shay haya explotado. Alguien en su clan, o
bien en el clan de Vanessa, debe estar trabajando para Arnold… para el
coronel Travis, quiero decir.
Travis, el gobernador del Territorio Travis, quien, dependiendo de
cuales rumores escucharas, era un líder benevolente o un comerciante de
esclavas hambriento de poder. Drea tenía suficiente experiencia de vida
para saber que la segunda opción tenía más posibilidades de ser la
verdadera.
Ahora había asesinado al presidente.
Al demonio todo. Parpadeó, con sus pensamientos corriendo a mil
kilómetros por minuto, porque si sus instintos estaban en lo cierto y Travis
era un comerciante de esclavas, seguramente tendría acuerdos con los
Calaveras Negras, quienes retenían apresadas a sus compañeras. Ahora
Travis se había convertido en el hombre más poderoso del país.
De repente Drea giró la cabeza hacia Eric.
—Y sin embargo pareces tan tranquilo al respecto… ¿Por qué?
—Bueno, todo está sucediendo por fin, ¿no? He estado esperando que
se encienda este fuego durante mucho tiempo y, bueno, que arda todo.
Ahora, vámonos. Sé dónde guarda el presidente su helicóptero privado.
—¿Por qué no empezaste tu tonto discurso por ahí? —gruñó Drea
mientras empujaba a Eric.
—Eres una chica muy difícil de rescatar.
Drea sacó la porra de su bolsillo.
—Llámame chica una vez más…
Eric levantó las manos, haciendo un gesto para que se calmara.
—Me disculpo. Eres una mujer muy difícil… eh, compleja.
—Yo me rescaté sola, ¿recuerdas?
—Ah, pero soy yo quien tiene el helicóptero, ¿recuerdas?

—¿QUÉ decías? —recriminó Drea al tiempo que descansaba una mano en


su cintura mientras miraban por la ventana de la puerta que llevaba al
helipuerto presidencial privado.
La pista de aterrizaje estaba ahora plagada de soldados con uniformes
color negro y gris.
—Diablos —gritó Eric—. Esos son los soldados de Travis. Pensé que
estaban en Pozo Jac… —Se interrumpió y sacudió la cabeza—. No importa.
Eric tomó a Drea por el codo y tiró de ella para guiarla hasta las
escaleras del estacionamiento de cuatro pisos que estaba a una cuadra de
distancia del Omni. Ahí Drea se soltó de su guía.
—Bien. Lo intentamos a tu manera. Ahora es mi turno.
Se puso por delante de Eric y empezó a bajar por las escaleras.
Mientras bajaba se dio cuenta de que este había sido su problema todo
este tiempo. No era el tipo de mujer que esperaba a que otras personas la
ayudaran a resolver sus problemas. No, ella siempre tomaba la delantera y
hacía las cosas por su cuenta.
Para empezar, ¿por qué demonios había venido a Fort Worth para
complacer a ese presidente imbécil? Ella sabía bien que, si querías que algo
se hiciera bien, tenías que hacerlo tú mismo.
Bueno, lección aprendida. ¿Cuánto tiempo no había perdido ya? Iba a
volver a Tierra sin Hombres para rescatar a su gente hoy, y que se jodan
todos los demás.
—¿Qué es lo que…? Ni siquiera conoces esta ciudad… ¿Habías venido
a Fort Worth?
Ella no le contestó hasta que llegaron a la planta baja del
estacionamiento, y entonces se giró hacia él para mirarlo a la cara.
—No, pero sé cómo hacer que arranque una de esas. —Señaló la Harley
que había visto al entrar. De hecho, había muchísimas alineadas. Sonrió con
dulzura e inclinó la cabeza hacia Eric—. No te importa montar una de estas
bestias, ¿verdad?
El rostro de Eric se oscureció mientras la miraba sombríamente.
—Detesto las motocicletas —murmuró él, aunque de todos modos
empezó a caminar hacia la Harley.
En tres minutos, Drea se las había arreglado con los cables, logró
encender la moto y le dio un casco a Eric.
—La seguridad ante todo.
Él tomó el casco, pero se quedó mirando la moto fijamente mientras
esta rugía y Drea se subía.
—Sí te das cuenta de que lo más probable es que sea una moto de los
Calaveras Negras, ¿no?
Drea sonrió.
—¿Dónde crees que aprendí a encender una de estas motos? ¿En el 4H?
Ver los ojos de Eric abrirse hasta más no poder casi hacía que valiera la
pena todo ese día de mierda. Le dio una palmadita al asiento trasero.
—Súbete.
Eric sacudió la cabeza de un lado al otro como si estuviera
reconsiderando su decisión de regresar por ella, pero se puso el casco y
subió al asiento.
¿Y si sentía que sus fuertes brazos masculinos alrededor de su cintura
eran una sensación agradable? Bueno, esas eran sus malditas hormonas
hablando. Drea giró la cabeza hacia un lado sin llegar a mirarlo.
—Agárrate fuerte. No voy a ir despacio, y si te caes será tu maldita
culpa.
La única respuesta de Eric fue soltar una sarta de groserías, ansioso.
Drea rio y cerró la visera de su casco antes de salir del estacionamiento.
Se llevaría una sorpresa cuando se diera cuenta de que no iban a Pozo
Jacob. Sentir el ronroneo de un enorme motor entre sus piernas se sentía
mucho mejor de lo que le gustaría admitir, y mientras cabalgaba hacia el
sur, con el sol del amanecer despuntando a su izquierda, pensó: «Hasta
puede que esto llegue a ser divertido».
CAPÍTULO 2
ERIC
Eric detestaba las motocicletas con toda su alma. Las odiaba desde que, de
adolescente, su nuevo mejor amigo Arnie le hiciera el doble desafío de
robar la moto de su padre y sacarla a dar una vuelta por la ciudad.
Ni siquiera había conseguido llegar al final de la calle cuando la moto
ya había perdido el balance y se volcaba hacia un lado. Tuvo suerte de no
haber ido a más velocidad o se habría fracturado la pierna. Sin embargo, se
ganó una herida que le abría toda la pierna, y que en algunas partes llegaba
casi hasta el hueso. Estuvo incapacitado por toda la temporada de fútbol
juvenil.
No se había atrevido a mirar una de esas malditas motos asesinas desde
entonces.
Y ahora estaba aquí, montado sobre una, aferrado a una loca que tenía la
mano puesta en el acelerador.
—¡Más despacio! —gritó, aunque con el fuerte silbido del viento en sus
oídos ella no podía oírlo; o tal vez sí podía y decidía ignorarlo. Drea era
buena en eso, la condenada mujer testaruda.
Miró por encima del hombro de ella y divisó que otra curva se acercaba
más adelante.
—Demonios —farfulló mientras le apretaba la cintura a Drea con los
brazos.
Frunció el ceño pensando en lo delgada que estaba. ¿Acaso no recibía
una cantidad suficiente de las raciones? Vivía en el dormitorio para mujeres
solteras en Pozo Jacob. Eric no había querido que residiera allí; tan solo
trece mujeres vivían en aquel dormitorio, pero lo cierto es que el lugar era
lo más cercano que Pozo Jacob tenía a un burdel.
Si una mujer había pasado la edad fértil o decidía que prefería no
limitarse a cinco hombres, como disponía el sistema de sorteo de
matrimonios, tenía la opción de vivir en el dormitorio. Al menos, en teoría,
no habían tenido muchos problemas de infidelidad con el nuevo sistema.
Estas mujeres, por lo general, compartían sus favores sexuales
libremente, y por tanto eran lógicamente populares y tratadas como reinas
dondequiera que fuesen, sin importar su edad o belleza, pero ¿una mujer
como Drea?
A Eric se le hizo un nudo en el estómago pensando en las bestias que
estarían acechando la puerta de Drea si mostraba algún interés, pero no lo
mostraba.
«Es lesbiana, ¿recuerdas?»
Gracias a Dios por los pequeños milagros… solo porque ella estaba en
contra de todo el tema de los sorteos matrimoniales, claro. A eso se refería.
El hecho de ser lesbiana la eximía del sorteo, así lo había decidido él.
Nunca le había gustado obligar a nadie. El sistema de sorteos matrimoniales
había sido ideado para sacar el mejor partido de una mala situación y
mantener la paz. ¿De qué otra forma se suponía que debía mantener un
pueblo lleno de hombres en orden, con un acceso tan limitado a compañía
femenina? Mucho menos un territorio. Dios sabía que eso había
transformado al resto del país en salvajes, y también al resto del mundo, o
al menos lo que quedaba de él.
Claro, nunca había contado con encontrarse a gente como Drea
Valentine, ¿o sí?
Si tan solo no fuera tan terca y obstinada…
—¡Cristo! —gritó mientras ella tomaba una curva sin disminuir casi la
velocidad. Drea se inclinó a un lado y él se inclinó con ella. No le
importaba si cerrar los ojos lo volvía una gallina, porque si no los cerraba
temía vomitar la rosquilla del desayuno en el interior del casco.
—¡Mierda!
A duras penas escuchó el grito de Drea en medio del viento. Fue un
grito de pánico. ¿Qué podía hacer que la mujer ruda que se enfrentó a
líderes mundiales y noqueó a un guardia de la prisión del doble de su
tamaño sonara tan asustada?
Eric abrió los ojos de golpe justo cuando los neumáticos se detuvieron y
los frenos chillaron.
La inercia lo empujó aún más cerca del cuerpo de Drea y ella se
mantuvo en su lugar; tenía que reconocerle eso. Echó la moto a un lado y
bajó la velocidad.
Pero no lo bastante rápido como para evitar la cinta de púas tendida en
la carretera.
—¡Maldita sea! —gritó Eric mientras la moto derrapaba directamente
hacia dos púas amenazantes.
Luego, el mundo se puso cabeza abajo y… Eric voló por los aires…
Cielos…
Santo Dios, no podía…
PUM.
«Au, au, au», fue el único pensamiento que logró componer antes de
que el mundo se desvaneciera.

—RAYOS, ¿crees que se partió la cabeza? Vaya, cómo han salido volando.
Nunca había visto nada parecido.
—¿Eric? Eric.
Esa voz… Eric conocía esa voz.
—Eric, maldito seas, despierta ahora mismo, o te juro que voy a…
Drea.
Eric se esforzó por abrir los ojos, y encontró el rostro de Drea justo
delante de él, muy, muy cerca. Cielos, sus ojos eran azules, pero muy muy
azules. De seguro odiaba eso. Era tan ruda que podía apostar que ser rubia y
con ojos azules la enfurecía mucho.
Esa idea le hizo sonreír.
—¿Eric? ¿Es eso una puta sonrisa? Mierda, ¿crees que tenga daño
cerebral?
—Oye, viejo, ¿puedes seguir mi dedo?
¿Con quién estaba hablando Drea? Esa voz era de hombre. Movió la
cabeza a la derecha apenas un poco, siguiendo el campo visual de Drea, y
pudo ver a un tipo flaco que llevaba puesta una camiseta desgastada,
vaqueros rasgados y una bandana en la cabeza.
El tipo agitaba la mano frente a la cara de Eric, pero él estaba
demasiado ocupado descubriendo el camión destartalado que se hallaba
detrás de Drea y de él. Al parecer el hombre se las había arreglado para
frenar antes de caer en las púas.
Diablos, las púas.
—¿Qué fue lo que pasó? —preguntó tratando de incorporarse y mirando
el entorno.
—¡MIERDA! —bramó al sentir el intenso dolor que le recorría el brazo
izquierdo.
—Rayos, ¿qué ocurre? —gritó Drea.
Le puso las manos en el abdomen, explorando su torso de arriba a abajo,
pero eso no ayudaba.
—Se fracturó el brazo —declaró el hombre—. Y ya que estamos, no
había visto un sarpullido tan grave desde que mi tía Patty Mae se cayó de
cabeza en su scooter cuando nos perseguía a mi primo Grady y a mí. Ella…
—Sí, definitivamente está roto. —La voz de Drea adoptó un tono de
calma.
Billy asentía.
—Deberíamos inmovilizarlo y entablillarlo tan pronto como podamos,
pero primero debemos salir de aquí.
Eric le echó un vistazo a su brazo y vio que estaba doblado en un
maldito ángulo que no era natural, por no mencionar que el más mínimo
movimiento le provocaba un dolor paralizante que se extendía por todo su
cuerpo.
—Maldito pedazo de… —gritó antes de apretar los dientes.
—¿Te duele algo más? —lo interrumpió Drea—. ¿Eric? —Chasqueó los
dedos en su cara, porque, al parecer, él no reaccionaba tan rápido como
Drea esperaba—. Te pregunté si no te duele algo más.
Lo que más quería era ponerle los ojos en blanco, pero cada minúsculo
movimiento de su cuerpo… ¡Ah! Maldita sea…
—No —espetó. ¿Acaso ella no se había caído también de la moto?
¿Quién la había nombrado inspectora en esta situación?—. ¿Y a ti te duele
algo?
Ella se limitó a contemplarlo por un instante, con una expresión en el
rostro que Eric no pudo descifrar.
—Estoy bien, tú amortiguaste mi caída. —Acto seguido se echó para
atrás y se puso en pie—. Vamos, tenemos que irnos. Somos presa fácil así,
sentados en medio de la carretera. Billy, ayúdame a sacar estas malditas
púas del camino.
Eric luchó por sentarse otra vez, y de inmediato Drea le ordenó
decididamente que no se moviera antes de ir con Billy al costado de la
carretera para mover las púas a un lado del camino.
Ignoró la orden apresurada de Drea, apretando los dientes para soportar
el dolor de su brazo izquierdo mientras se obligaba a sentarse.
—Estoy un poco ocupado por aquí.
Fue entonces cuando vio los cuerpos.
Eran dos, con un charco de sangre reposando en el suelo al lado de cada
uno.
Estaban vestidos con las señas de Travis: ropa de camuflaje negra
absolutamente inútil para el entorno y el calor de Texas. No estaba diseñado
para ser discreto, sino para intimidar. Así operaba Travis, haciendo que sus
enemigos se acobardaran y lloraran a tus pies. Y a cualquiera que no jugara
con sus reglas simplemente lo sacaba del juego; destrucción total. El mundo
tras El Declive era el patio de juegos perfecto para un sociópata tan
narcisista.
Eric sacudió la cabeza de un lado al otro antes de volver a mirar a Drea
y a este sujeto… Billy.
¿Cuál de los dos se habrá encargado de los soldados? No era posible
que Drea llevase un arma encima. La había rescatado de la prisión, y era
hábil, pero ni siquiera ella podía sacar un arma de la nada. Eso dejaba a
Billy. Claro, parecía un tipo simpático, pero cualquiera que se las arreglara
para sobrevivir tanto tiempo a El Declive y aún tuviera acceso a un camión
y un arma, era alguien a quien debían tomar en serio.
Eric apretó la mandíbula y se esforzó lo más que pudo para levantarse.
El brazo le dolía de una manera infernal. Era el peor momento posible para
fracturarse el maldito brazo. Echó una mirada rápida al cielo. «¿En serio?
¿No puedo tener ni un maldito respiro?».
Luego suspiró y empezó a caminar hacia el camión. Tuvo que
sostenerse el brazo contra el pecho, como si fuera un ave malherida… pero
había que hacer lo que se tenía que hacer.
Se subió a la cabina del camión y comprobó que las llaves todavía
estaban en el encendido. Bien, puede que este tipo no fuera el faro más
brillante en la costa, pero de todos modos así era mejor para ellos.
Giró la llave y el motor empezó a rugir. Eric no perdió ni un instante;
Drea y Billy reaccionaron ante el ruido, pero ya Eric había puesto el camión
en marcha e iba a toda velocidad hacia ellos. Billy saltó hacia atrás,
apartándose del camino, pero Drea permaneció donde estaba. Buena chica.
Eric frenó y giró el volante de golpe, virando el camión, y con un
estruendo de neumáticos se detuvo de modo que la puerta del pasajero
quedó justo delante de Drea. Ella ni siquiera se inmutó cuando se elevó una
nube de rocas y polvo a su alrededor. Simplemente abrió esa puerta y saltó
al asiento al lado de Eric.
—Conduce —ordenó Drea, y a Eric le encantó obedecer.
El problema apareció cuando no habían avanzado más de cincuenta
metros y Drea puso una mano en el antebrazo sano de Eric, gritándole que
se detuviera.
Eric entrecerró los ojos mirando la carretera. ¿Había más púas adelante
que no alcanzaba a divisar?
—¡He dicho que pares!
De acuerdo, de acuerdo. Enterró el pie en el pedal de freno otra vez,
reduciendo la velocidad, pero no quería detenerse por completo. Drea no
estaba errada al comentar que eran presas fáciles. ¿Qué pasaría cuando los
dos centinelas que dejaron atrás no se reportaran? Tendrían compañía muy
muy pronto.
—Tenemos que volver por él.
Eric le clavó la mirada mostrando sin reparo que, en su opinión, había
enloquecido.
—¿Te has vuelto loco? No sabemos quién demonios es, por lo que
sabemos podría estar trabajando para los bastardos de Travis, podría ser un
espía vestido de civil, y cuando disparaste…
—Yo no les disparé —dijo Drea—, fue él, para protegerme cuando vio
que las púas nos derribaron. Quedamos tendidos en medio de la carretera al
estrellarnos. Estabas inconsciente, yo me asusté pensando que habías
muerto, y fue entonces cuando esos imbéciles salieron de la zanja donde se
escondían.
¿Se asustó pensando que había muerto?
—Ni siquiera los vi. Estaban casi sobre mí cuando Billy los abatió. Fue
únicamente con los disparos que me di vuelta, y estaban cerquísima, tal vez
a un metro.
Eric parpadeó, tratando de concentrarse en lo que estaba diciendo. Un
momento, no podía estar hablando en serio…
—Tenemos que volver por él —dijo—. Me salvó la vida.
—Ah, vamos. —Eric se burló y sacudió la cabeza ante la idea—. Nunca
pensé que tuvieses un corazón caritativo. No sabemos nada sobre él.
—Nunca dejo mis deudas sin saldar. —Su expresión se tornó severa—.
Ahora, dale la vuelta al maldito camión y volvamos por él.
Eric contempló fijamente el parabrisas, y finalmente detuvo el camión.
¿Por eso le preocupaba que estuviera muerto? ¿Porque creía estar en deuda
con él por el intento de «rescate»?
—Apenas confío en la mitad de los hombres en mi propio campamento,
y tú estás dispuesta a confiar en este completo extraño que acabas de
conocer hace, ¿cuántos minutos? Para comenzar, por lo que sabemos él
podría ser quien puso las malditas púas.
—Solo cállate y…
—Bien.
Eric puso el camión en reversa antes de pisar el acelerador. Ella no
cambiaría de opinión, jamás lo hacía una vez que se proponía hacer algo.
El camión entró en marcha con la mirada de Eric enfocada en el espejo
retrovisor mientras navegaba por entre los escombros y la basura dispersa
en la carretera, que había sido mucho más fácil evitar cuando se dirigían al
sentido contrario.
—Cielos —exclamó Drea girando la cabeza para echar un vistazo por la
ventana trasera—. Diablos, no me refería a que nos mates.
Eric la ignoró, siguió adelante, y no bajó la velocidad hasta divisar a
Billy, parado en mitad del camino justo donde lo habían dejado. Se echó
hacia un lado al ver que el camión se dirigía hacia él en reversa. Eric apretó
los dientes ante la nueva ráfaga de dolor que se extendía por su brazo roto,
al mismo tiempo que pisaba los frenos para detener el camión una vez más.
Con su brazo sano se acercó a la ventana para bajarla.
—Métete en la parte trasera del camión si es que vas a venir —bramó.
—¡Oye, pero si me robaste mi camión! —arguyó Billy caminando hacia
ellos y señalando a Eric. Pero entonces su atención se centró en Drea—. Y
tú nunca me devolviste mi arma.
—Por supuesto que no te devolví tu arma, ¿crees que soy idiota?
Drea se inclinó para hablar con Billy, pasando por encima de Eric y
haciéndolo sonrojar. Cristo, ¿no se daba cuenta de que sus pechos casi le
rozaban el…?
—Ahora, métete en la parte de atrás si no quieres que te dejemos aquí
para que te maten como a un animal.
Teniendo a Drea tan cerca, Eric estaba demasiado ocupado tratando de
recordar cómo respirar, pero al verla regresar a su lugar y escuchar un golpe
desde atrás del camión, asumió que Billy había aceptado el plan.
Drea era así de convincente, y caliente. Se refería a su cuerpo, claro, no
a… Solo quería decir que cuando se inclinó sobre él, el calor de su cuerpo
lo había… Dios, ¿tenía fiebre o algo así? Tuvo que secarse el sudor de la
frente con el brazo.
—Ahora, tú. —Drea le dirigió una feroz mirada cuando él clavó su vista
en ella—. Cambia de asiento conmigo. Lo último que necesitamos es que te
desmayes en medio de la carretera.
Eric hundió el pie en el acelerador antes de que Drea tuviera
oportunidad de desabrocharse el cinturón de seguridad.
—Lo tengo bajo control, gracias.
Mantuvo el brazo fracturado contra su pecho. Le dolía muchísimo.
Sabía que necesitaría entablillarlo pronto, pero no iba a renunciar al control
que tenía en esta situación.
Drea, exasperada, dejó escapar un pequeño bufido.
—Estás herido. ¿Qué demonios se supone que haga si de repente te
desmayas conduciendo?
Eric puso los ojos en blanco.
—Me rompí el brazo, no me estoy desangrando; y no olvidemos lo que
ocurrió la última vez que estuviste a cargo de un vehículo en movimiento.
Si pensó que Drea se había ofuscado antes, aquello no había sido nada
comparado con el resoplido ofendido que soltó como respuesta.
—Había púas en la carretera. Eso no tuvo nada que ver con mis
habilidades de conducción.
—Bueno, tal vez si no hubieras ido tan rápido habríamos podido
detenernos a tiempo.
—¿Es por eso que vamos a solo ochenta kilómetros por hora, abuelo?
Acaba de empezar una guerra, sería bueno salir de la zona antes de que
lleguen los refuerzos de los malos.
—Cielos —exclamó Eric sacudiendo la cabeza, mirándola—. Intento
ahorrar combustible. Todo el mundo sabe que ahorras hasta un veinte por
ciento más de combustible si vas a ochenta en lugar de ir a cien.
—Sí, pero no estaremos vivos para gozar de todo ese combustible que
ahorres si nos terminan alcanzando los malos por estar conduciendo como
si tuvieras un palo enterrado en el trasero, ¿verdad?
—Bien —gruñó Eric—. Si quieres que vaya más rápido, iré más rápido.
Hundió el pedal con más fuerza, sacudiendo la cabeza de un lado a otro
al mirar el indicador de combustible, que estaba solo un poco por encima de
la mitad.
—¿ESTÁS contenta? —Eric levantó la mano de su brazo sano mientras
contemplaba la carretera vacía y el paisaje árido a su alrededor. Ese gesto
provocó que un dolor intolerable se apoderara de su brazo izquierdo—. Ah,
mierda —se lamentó por lo bajo.
Drea levantó la vista del mapa que estaba explorando, y se quedó
boquiabierta.
—Dios mío, ¿sigues quejándote por lo del combustible? Dios santo,
nunca había conocido a alguien tan quejumbroso en toda mi vida.
Eric apretó la mandíbula. El dolor en su brazo no había hecho más que
ir empeorando en el último par de horas, cosa que no creía posible. Entre lo
rápido que iban ahora y que Drea los había llevado por vías alternas que
parecían conducirlos a cualquier parte menos a donde necesitaban ir, no
estaba de buen humor.
Drea debió haber notado el esfuerzo que hacía al apoyar el brazo,
porque su mirada inquisidora se intensificó cuando espió de reojo en su
dirección al entregarle el mapa a Billy.
—Ese brazo debe estar inmóvil. No debimos dejar pasar tanto tiempo.
—¿Qué? —Eric se echó a un lado, alejando su cuerpo y su brazo roto de
Drea—. No, estará bien.
Ella sacudió la cabeza como si Eric estuviera siendo estúpido.
—¿Acaso sabes cómo funcionan las fracturas? Cuanto más esperas para
arreglarlas, peor se ponen. Los huesos se empiezan a curar casi de
inmediato, así que empezará a curarse mal. Tenemos que enderezarlo, de
manera que…
—¿Qué demonios sabes tú de huesos fracturados o de arreglarlos?
—Sé que tu antebrazo no debería estar doblado así, por ejemplo.
Eric hizo una mueca de sufrimiento. El dolor en su brazo parecía
palpitar aún más fuerte con la explicación de Drea. Conducir había sido una
distracción que le permitió habitar un reino maravilloso llamado negación,
lo cual en serio había resultado genial para él. Le gustaría poder quedarse
allí un poco más, muchas gracias.
—Sé un poco al respecto.
Tanto Drea como Eric se voltearon sorprendidos para mirar a Billy. Eric
no podía hablar por Drea, pero por un momento a él se le había olvidado
que ese hombre estaba allí.
—¿Qué? —preguntaron Drea y Eric casi al unísono. Luego se miraron
mutuamente.
—Sé lo que hay que hacer con los brazos rotos. Fui residente en el
Centro Médico Metodista de Harris antes de… bueno, antes.
Drea entrecerró los ojos con suspicacia.
—¿Eres médico y sabes de armas? No me lo creo.
Billy agachó la mirada, llevándose la mano hacia la nuca en señal de
vergüenza.
—Crecí cazando con mi padre y, bueno… —Levantó el rostro y su
mirada encontró la de Drea—. Supongo que todos hemos hecho lo que ha
sido necesario estos últimos años para sobrevivir, ¿sabes?
Drea sacudió la cabeza de atrás hacia adelante, dándole a entender que
tal vez lo entendía, y después, señalando a Eric, hizo un gesto afirmativo
con la cabeza.
—Es tu turno, Doc.
—Espera un momento —exclamó Eric, levantando su mano sana—.
¿Vas a creer en su palabra, así como así? Robamos su camión. ¿Y si intenta
hacer algo? ¿Y si trata de matarme?
Drea volteó los ojos con tantas ganas que a Eric le sorprendió que el
camión no se estrellara, y luego desenfundó el arma que tenía colgada en
los vaqueros, seguramente la misma que pertenecía al propio Billy.
—Escucha, Billy, promete que no lastimarás a mi amigo más de lo que
ya está, y así no tendré que lastimarte yo a ti, ¿te parece bien?
Billy asintió, atónito.
—Por mí está bien.
—Diablos —se quejó Eric, echando la cabeza hacia atrás.
—Muy bien, ven a la parte trasera entonces. Detrás del asiento tengo
guardado un poco de cartón que funcionará muy bien para inmovilizar ese
brazo, y tengo cinta adhesiva también.
¿Cartón y cinta adhesiva? Sí, este sujeto sonaba como el ganador del
premio a Mejor Doctor del año. Drea continuó escudriñando el mapa,
desplegándolo y volviéndolo a doblar repetidamente.
—¿Al menos sabes dónde diablos estamos?
Eric se apoyó contra la pared del camión mientras Billy revolvía entre
las cosas guardadas en la caja de herramientas del camión. Echó un vistazo
a su alrededor, con un panorama de llanura, llanura y más llanura. No se
veía nada más que el cielo.
Vaya que estaba exhausto, por Dios. No había dormido anoche, y eso
sumado a todo lo que había ocurrido esta mañana, bueno, estaba empezando
a afectarle repentinamente. Si su brazo no se hubiera estropeado tanto y no
hubiera necesitado concentrarse en conducir, se habría desmayado hace
mucho rato.
Drea dejó el mapa a un lado y entrecerró los ojos mirando a Eric.
—Por supuesto que sé dónde estamos.
—No parece —dijo Eric entre bostezos.
—Pues tú parece que pertenecieras al set de grabación de una película
de terror con ese brazo como está, torcido y lleno de sangre, pero no me ves
diciendo nada al respecto, ¿verdad? Hasta te dejé conducir.
Eric dejó escapar un siseo entre dientes, luchando simultáneamente
contra el dolor y contra las ganas de contestarle con algún comentario
incisivo que no sería bueno para ninguno de los dos.
—Muy bien, ven aquí —lo llamó Billy desde donde había acomodado
todo en la parte trasera.
Al sentarse Eric donde Billy le indicó, este lo miró de reojo, y luego
miró a Drea.
—Sí que pasan tiempo discutiendo, ustedes. Me recuerdan a unos
vecinos que tenía cuando estaba en la escuela de medicina: Dan y Shirley.
Yo podía estar toda una noche sin dormir por estar estudiando, y ellos
podían pasarse toda la noche discutiendo. Shirley regañaba a Dan por los
platos sin lavar o las cuentas por pagar, y Dan le reclamaba a gritos por la
sartén que quemó o el hecho de que salía de compras demasiado seguido.
—¿Podemos terminar con esto, por favor? —preguntó Eric impaciente.
—¿Entonces están casados? —inquirió Billy.
—¡No! —Eric giró la cabeza intempestivamente para mirarlo—. Pero
no empieces a hacerte ilusiones, ella es… —Eric echó un vistazo a su
costado—. Eso no le… a ella le gustan las mujeres, ¿de acuerdo?
—Yo no estaría tan seguro —exclamó Billy.
—¿Qué demonios significa eso? —Eric le clavó la mirada nuevamente
—. Acabas de conocerla, mientras que yo la conozco desde… hace algún
tiempo.
Billy se encogió de hombros.
—Solo digo… que cuando Dan y Shirley no estaban peleándose como
perros y gatos, estaban… —Levantó las cejas lo más que pudo—. Haciendo
ya sabes qué.
Eric sintió una onda de calor en la nuca y bajó la vista hacia el piso de la
camioneta.
—Termina ya de inmovilizarme el maldito brazo —gruñó apretando los
dientes.
Billy lo enderezó en poco tiempo.
Y vale, puede que Eric gritase como si estuviese dando a luz cuando
Billy puso el hueso en su lugar, pero al menos ese flacucho bastardo parecía
saber lo que hacía. Se movía con una ensayada tranquilidad mientras
envolvía con cinta adhesiva el marco de cartón que había hecho para su
brazo.
No había mucho que se pudiera hacer con la piel levantada y llena de
sangre del resto del brazo y la parte superior del hombro. Billy se ofreció a
quitarse la camisa para ponerla sobre la herida, pero Eric se negó. Dejaría
que se le formara una costra y todo iría bien.
—Puaj, hay un corte muy feo aquí —dijo Billy, inclinándose más cerca
del bíceps de Eric.
—Yo diría que necesita unos puntos. Después de oír lo que pasó con el
presidente salí de la ciudad con tanta prisa que olvidé mi equipo.
Eric había estado apretando los dientes durante tanto tiempo, que la
tensión le provocó dolor de cabeza.
—Dije que está bien. —Eric se incorporó, saltando de donde se
encontraba. Ya basta de que lo trataran como un bebé—. Tenemos que
encontrar un buen lugar para acampar. Dijiste que estamos cerca del río
Colorado, ¿no?
Drea había dejado de revisar el mapa obsesivamente, pero le dio una
mirada para revisarlo una última vez.
—Sí, debería estar a un par de kilómetros en esa dirección.
Eric dejó escapar un largo suspiro. Bien, solo tenían que llegar al río.
Billy traía un galón de agua en la camioneta, pero casi se la habían
terminado. Eric estaba sudando como cerdo y ya tenía bastante sed como
para beberse lo que quedaba, lo cual no era una gran combinación tomando
en cuenta sus heridas, y eso sin mencionar que el sol estaba empezando a
ponerse. Cuando mucho les quedaban un par de horas antes del anochecer,
por lo que necesitaban establecer su campamento para entonces.
—¿Tienes algunos suministros extra que estés escondiendo por aquí,
Doc? —le preguntó a Billy.
—Solamente lo que llevo conmigo —contestó Billy rápidamente…
quizá demasiado rápido, mirando a Eric a los ojos.
Sin embargo, si estaba acaparando comida tenía que tratarse de una
barra de proteínas o algo similar, porque Eric no veía que trajera nada. Era
flacuchento y no veía nada que le sobresaliese de los bolsillos.
Ya Drea había revisado la mochila con suministros que Billy había
traído. Había uno que otro artículo de utilidad: una olla de acero inoxidable
que serviría para purificar agua al hervirla, un par de sándwiches de
mantequilla de maní, de los cuales ya se habían repartido uno, una muda de
ropa limpia de la talla de Billy, por lo que no ayudaba a Eric, una fina manta
de acampar, una navaja que Drea velozmente se había metido en el bolsillo,
una pequeña parrilla portátil que se podía acomodar sobre una fogata, una
caja de fósforos, varias velas, una lámpara de aceite pequeña y dos botellas
de agua.
Después estaban los artículos menos prácticos, que Eric había visto solo
porque Drea los echó a un lado: una revista porno, un osito de peluche y un
marco de fotos al que le había sacado la foto, la cual entregó a Billy antes
de descartar el marco. Billy no había dicho nada, se limitó a meterse la foto
en el bolsillo, recoger el oso, e irse a caminar solo un rato antes de regresar
con ellos varios largos minutos después, sin ningún oso a la vista.
—Es obvio que ese oso tenía significado sentimental —dijo Eric en voz
baja, pero Drea no hizo más que encogerse de hombros.
—Llegar al río es solo la primera etapa del trayecto. Después de eso,
son otros cincuenta kilómetros más o menos hasta llegar al pueblo, y yo
haré el viaje cargando con esa mochila, así que no nos llevaremos nada que
no sea estrictamente necesario.
—¿Qué pueblo es ese exactamente?
Drea se limpió el sudor que tenía acumulado en la frente antes de mirar
el sol poniente.
—Llano.
Eric alzó las cejas y echó un vistazo a su alrededor.
—¿Tan cerca estamos de Llano? Eso significa que ya estamos dentro de
Texas Central del Norte.
Frunció el ceño. ¿No debería haber más colinas si ya habían entrado en
la zona montañosa? Caminó unos pasos con la intención de explorar mejor
el terreno, pero tropezó al verse afectado por un repentino mareo.
—Cuidado, vaquero —dijo Drea, volcándose hacia él para estabilizar su
brazo—. ¿Te sientes bien?
Eric pestañeó perplejo, y entonces el mundo dejó de dar vueltas y volvió
a quedarse quieto, como se suponía que debía estar.
—Sí, todo bien, solo perdí el equilibrio por un momento.
Drea lo miró escéptica, pero él empezó a caminar de nuevo, tratando de
mostrarse confiado. Miente hasta que los convenzas, ¿no? Ese había sido su
lema los últimos ocho años. No sabía una mierda sobre cómo ser el líder de
una comunidad, pero con todo y eso no había hecho un mal trabajo en Pozo
Jacob. Por lo menos no había hecho tan mal trabajo para ser un Teniente
Primero con una baja deshonrosa.
—¿Hay alguna razón por la que te dirijas de vuelta a Fort Worth,
vaquero? Porque el río está por allá.
Eric detuvo su andar, cerró los ojos brevemente y luego se dio la vuelta.
No dejaría que le sacaran una respuesta, ni siquiera porque esta fuera la
mujer más exasperante en la gran villa del señor.
Ella se había colgado la mochila al hombro, y empezaba a encaminarse
por el descampado que estaba a la izquierda del camino. Billy le pisaba los
talones con empeño, a lo que Eric volteó los ojos, rezó por paciencia y fue
tras ellos.
CAPÍTULO 3
DREA
A Drea no le gustaba el aspecto de Eric. Estaba demasiado pálido para el
calor que hacía, sudaba mucho y de vez en cuando dejaba escapar unos
patéticos gruñidos en tono bajo. Cada vez que hacía esto, a Drea se le
encogía más el estómago.
Miró por encima de la fogata hacia la manta de acampar en la que lo
había acostado. Recorrer dos kilómetros les había tomado mucho más
tiempo de lo que debería haberles tomado, y todo porque continuamente
tenía que bajar el ritmo por él. Se había desmayado casi tan pronto como
llegaron al río, y fue entonces cuando tendió la manta en el suelo. El terreno
era irregular y rocoso, pero en cuestión de minutos Eric cayó
profundamente dormido y empezó a roncar tan fuerte que podría despertar a
los muertos.
—Parece que estaba exhausto —dijo Billy mientras Drea ponía a hervir
una olla con agua de río—. ¿Crees que logre llegar a dondequiera que
vayan mañana?
A donde ustedes vayan, había dicho; no a donde nosotros vamos. La
mirada de Drea se posó en Billy sopesando y evaluando. Había más sobre
este hombre de lo que se veía a simple vista, eso lo tenía claro.
—Y cuéntame, Billy, ¿cuáles eran tus planes? ¿Adónde te dirigías antes
de que interceptáramos tu camino?
Él se encogió de hombros y desvió la mirada hacia el fuego.
—Bueno, ya sabes. —Volvió a encogerse de hombros mientras jugaba
con su oreja—. Para mí no hay un destino tallado en piedra. Tengo la
política de desaparecer cuando escucho disparos. Mamá siempre me decía
que me mantuviera alejado de los problemas, y desde que tiré de las coletas
del cabello de Janie Tucker en tercer grado y terminé con el ojo morado por
ello, empecé a obedecer —comentó dedicándole una sonrisa nerviosa.
Bueno, mentía fatal, eso era evidente. Eso significaba que seguramente
no era contrabandista, pues ese era un trabajo que, por lo general, requería
un mínimo de astucia o destreza para usar la fuerza bruta, junto con un
instinto asesino, y Billy no tenía ninguna de esas dos cosas. Después de que
les disparó a esos guardias fronterizos en la trampa de púas, Drea pudo
desarmarlo casi sin esfuerzo. Lo mismo había ocurrido con el cuchillo en la
mochila. De haber sido ella, habría agarrado sus armas a la primera
oportunidad, especialmente si alguien acababa de robarle su camioneta y su
pistola, pero Billy no hizo nada de eso, entonces, ¿qué se traía entre manos?
Drea asintió pausadamente.
—Entiendo.
Dejó que el crepitar del fuego llenara el silencio entre los dos por unos
momentos.
—Aun así, un hombre como tú, con tus habilidades… Es útil ser
médico. ¿Y además eres bueno con las armas? Eres muy útil, deben
recibirte bien dondequiera que vayas.
Se encogió de hombros con la mirada clavada en las llamas.
—He podido cuidarme todos estos años.
—¿Ah sí? Es todo lo que cualquier hombre o mujer quisiera en estos
tiempos.
Se cernió otro silencio. Drea inclinó la cabeza a un lado, con la vista fija
en Billy mientras los ojos de este oscilaban nerviosamente entre las llamas,
ella y hacia la oscuridad del bosque. Era muy nervioso, ¿no?
—Tengo que ir a orinar —anunció de repente, poniéndose de pie y
pasándose las manos por los pantalones como si las tuviese sudadas.
Drea asintió.
—Claro, adelante. No iremos a ninguna parte por el momento.
Se internó en el bosque rápidamente. Tan pronto como se perdió fuera
de la luz de las llamas, Drea se levantó de un salto y corrió tan rápida y
silenciosamente como pudo. Siempre había sido más una chica de ciudad
que un ratón de campo, pero sabía cómo ser sigilosa, y escabullirse siempre
había sido algo así como su especialidad.
Tampoco es que Billy se hubiera alejado mucho. No sabía lo que
encontraría. ¿Estaría hablando por un teléfono satélite? ¿Comiéndose algo
que había estado guardando? Pero lo que no esperaba era el ruido revelador
de unas píldoras agitándose en un frasco.
Hijo de perra.
—A ver, William —interrumpió saliendo de detrás de los árboles, entre
cuyas ramas se filtraba suficiente luz de la luna llena como para
distinguirlo. Billy soltó un grito, pegándose la botella al pecho y alejándose
varios largos pasos hacia atrás—. Supongo que no vas a devolverme la fe en
la humanidad diciéndome que tienes un problema cardíaco y que esas son
sus pastillas para la tensión, ¿verdad?
—Uh, eh —tartamudeó Billy—. Sí, yo, eh, estoy enfermo y estas son,
uh… Las necesito para…
Drea puso los ojos en blanco y se abalanzó hacia adelante, tratando de
alcanzar las píldoras. Sin embargo, Billy no tenía intención de soltarlas.
—¡No! ¡No puedes quitármelas! —Cubrió el frasco con ambas manos, y
reculó con tanta brusquedad que los dos cayeron al suelo—. ¡Suéltame! —
gritó cuando Drea cayó sobre él—. ¡No puedes quitarme mis pastillas! ¡Las
necesito!
Era más fuerte de lo que aparentaba y por poco logra sacudírsela de
encima un par de veces. No le sorprendía, no era su primera vez lidiando
con un drogadicto.
Por suerte su padre la había enseñado a pelear sucio.
Le propinó un puñetazo en las pelotas, y cuando él chilló de dolor,
aferrándose a su basura, se lo arrancó de las manos. Luego lo sometió hasta
ponerle la cara en la tierra, le puso la rodilla en la espalda y le apretó los
dos brazos hasta que lo tuvo bien sujetado.
—Ahora dime la verdad —exigió—. ¿Adónde te dirigías? —Agitó el
frasco de pastillas—. Solo te quedan ¿cuántas? ¿Seis o siete pastillas? No
habrías abandonado la ciudad a menos que estuvieras seguro de poder
conseguir más.
Por un momento no le respondió nada, provocando que Drea le
retorciera el brazo en la espalda con más fuerza, hasta llegar a amenazar
con rompérselo, y le hundió la cara más profundamente en la tierra.
—Bien, bien —bramó por fin—. ¡Hablaré! Pero te equivocas, no iba a
ninguna parte. No tengo donde más abastecerme, esas son las últimas que
quedaban de la reserva de mi último trabajo, pero no tengo más.
—¿Por qué no vuelves a donde solías trabajar?
Hubo silencio.
Tan pronto como Drea le aplicó una mínima presión en el brazo,
empezó a hablar de nuevo, escupiendo una palabra tras otra.
—No puedo regresar. Jamás. Robé esa mierda y escapé. Si me vuelvo a
aparecer por ese lugar, me matarán. Me alegró ver que fuesen en dirección
contraria, porque sé que no estamos a las afueras de Llano, y este no es el
río Colorado. Fuimos hacia el este, no al oeste; apuesto a que este es el río
Brazos, entonces, ¿por qué le mientes al otro sujeto?
—Diablos —exclamó Drea, soltando a Billy y poniéndose de pie.
Entonces era solo un drogadicto sin influencias, y eso no la ayudaba,
maldición. En todo caso lo hacía una carga. Eric había estado en lo cierto en
la mañana, debieron dejarlo.
Se llevó una mano a la frente. Piensa, Drea, piensa.
—No importa —dijo Billy al tiempo que se sentaba y le mostraba las
manos en ademán de rendición—. No es asunto mío, pero deberías saberlo.
Ese corte en su brazo necesita puntos, por no mencionar que estas
condiciones… —Agitó las manos alrededor—. Me necesitas, en caso de
que se enferme.
—Ah, ¿eres uno de esos? —Drea se llevó una mano a la cadera, sacó la
navaja y le mostró la hoja—. Sin lealtad, haces lo que sea para sobrevivir, lo
que sea para mantener tu adicción sin importar a quién lastimes.
—Oye, oye, oye. —Billy levantó las manos—. Mira, tengo un
problema, ¿sí? Pero eso es todo. Lo que trato de decir es que puedo
ayudarte, puedo ayudarlos a ambos, y como dijiste, soy bien recibido
adonde vaya. Todos necesitan a un médico, y no le diré nada a… ¿cómo se
llama?
—Eric.
—No le diré nada a Eric acerca de dónde estamos realmente. Eso es
asunto tuyo, no me importa. No pasa nada. Pero si tan solo pudieras
devolverme esas pastillas, podríamos…
—Oh, ¿estas pastillas?
—Estoy tratando de decir que puedo ayudarte.
Drea alzó las pastillas por encima de su cabeza como si fuese a lanzarlas
por el bosque y todo el cuerpo de Billy se puso en modo alerta, con la
mirada fija en las píldoras. Por un segundo, el salvaje destello en su mirada
hizo a Drea pensar que podría abalanzarse sobre ella.
Alzó más la navaja. Rayos, no podías confiar en los drogadictos,
aunque… sí podías contar con que seguirían siendo drogadictos, y eso era
algo que podía manejar.
—Te diré algo, Billy, muchacho. Hagamos un trato. Tengo un plan con
el que ambos podemos conseguir lo que queremos.
—¿Me devolverás mis pastillas?
Ella sonrió.
—Aún mejor, te conseguiré toda la heroína y pastillas que puedas soñar.
Todo lo que tienes que hacer es ayudarme con algo muy pequeño.
CAPÍTULO 4
BILLY
Billy necesitaba sus pastillas, y mucho. Esa chica, Drea, era preciosa.
Preciosa e intrépida. Y daba un poco de miedo. Le gustaba, vaya que sí.
Definitivamente le gustaría tener sexo con ella. Pero más que cualquiera de
esas cosas, quería otra pastilla.
No, la necesitaba.
Ella simplemente no lo entendía; el dolor lo aquejaba, tenía mucho
dolor, y esas pastillitas blancas lo hacían desaparecer. Si tan solo lo dejara
tomar una más.
—Oye, ¿no crees que viene siendo hora de que tomemos un descanso?
—dijo Billy mirando a Drea con severidad—. No creo que Eric se esté
sintiendo muy bien.
—Estoy bien —murmuró Eric.
La verdad es que lo que dijo fue más bien un balbuceo, que se escuchó
como «Eeeoy eeen».
Ese sujeto no estaba para nada bien.
El día de ayer Eric había estado más o menos bien. Habían estado
caminando hacia el sur intermitentemente por ocho horas, avanzando unos
treinta kilómetros de los cincuenta que tenían que recorrer para poder llegar
a la Estación College. Sin embargo, hoy había despertado con fiebre y
debilidad. No había que ser doctor para darse cuenta de que se le había
infectado el brazo.
Drea fingió que no se daba cuenta, y continúo metiéndole por la
garganta hasta el último pedazo de sándwich de mantequilla de maní. Tras
apenas unos pocos kilómetros, Eric empezó a tambalearse tanto que Drea
tuvo que prestarle su hombro para que se apoyase, y ya en los últimos tres
kilómetros prácticamente había tenido que arrastrarlo. Billy habría querido
ofrecerse a ayudar, de verdad que sí, lo habría hecho tan pronto como Drea
lo dejara tomar otra pastilla.
No había consumido desde la noche anterior, y aquello era una completa
mierda. Sí, claro, había aceptado que darle algunas de sus pastillas de
oxicodona al tipo con el brazo roto y torcido era probablemente lo más
decente que podía hacer, bien, pero ya había sacrificado dos de sus pastillas
y eso significaba que, contando las dos que Eric usó y la única que Drea le
había permitido tomar a Billy, solo quedaban cuatro.
Cuatro.
Podía gastarse hasta cuatro en un día y medio si estaba bajo mucho
estrés, y vagar por el medio de la maldita nada con dos perfectos extraños,
una de las cuales era una nazi acaparadora de píldoras, y otro que
literalmente parecía un muerto viviente no era lo que imaginaba como una
tranquila tarde de verano.
La ansiedad… también es una enfermedad. Necesitaba las pastillas.
¿Debería disminuir la cantidad que estaba tomando al día? Claro. A
veces reflexionaba al respecto. Desde el principio tuvo la intención de
dejarlas, pero entonces todo se fue a la mierda en la clínica y tuvo que huir
y, diablos, eso era estresante. Apenas y se había empezado a acomodar en
un lugarcito que había encontrado en Fort Worth cuando escuchó por la
radio de frecuencia corta que el puto capitolio estaba bajo asedio y, diablos,
no podía pasar ni un minuto tranquilo.
En resumen, lo dejaría en algún momento, claro que sí, pero esperaría
hasta que las cosas se calmaran, cuando la República estuviera funcionando
sin problemas y su situación fuera estable de nuevo. Era sencillamente
descabellado pretender que abandonara su sistema de apoyo mientras todo
se desmoronaba. Sin las pastillas ni siquiera iba a poder levantarse por las
mañanas. Lo intentó una vez y no pudo salir de la cama por día y medio,
temblando, sudando, vomitando hasta más no poder y convencido de que
estaba a punto de morir.
No, no, gracias. Las dejaría un día, claro, solo que este no era el
momento. Billy se subió la mochila más alto en la espalda y siguió adelante,
examinando el entorno a su alrededor. Maldita sea, vaya que estaban en
medio de la maldita nada; no había nada a la vista más que campo. Campo,
campo y, adivinaste, más campo.
Eric se tropezó y Drea apenas fue capaz de mantenerlo en pie.
—No puedo —dijo Eric entre jadeos y con las piernas claudicando.
Era un hombre corpulento. Drea no pudo hacer más que ayudarlo a caer
en el suelo dignamente.
—¿Quieres ayudarme un poco por aquí? —Miró con severidad a Billy.
Billy alzó las manos. ¿Qué había hecho él? No fue él quien puso las
púas en la maldita carretera, y estaba muy seguro de que no la había
obligado a arrastrar a este hombre por medio país. Luego, cuando hizo la
sugerencia lógica esta mañana de que dejaran a Eric en la orilla del río y
volvieran por él después, cuando dispusieran de un vehículo, se enojó
muchísimo con él.
—No voy a dejarlo solo.
Le había dicho aquello como si fuese a arrancarle la cabeza.
Billy avanzó hacia ella, agachada encima de Eric, y Drea alzó una mano
abierta sin siquiera voltear a mirarlo.
—No, no lo hagas.
Billy levantó las manos de nuevo. Vaya, ¿qué demonios quería de él?
Ayúdame. No me ayudes. ¿Qué debía hacer?
Diablos, había olvidado lo difícil que era lidiar con mujeres, aunque
tampoco es que fuera demasiado hábil con ellas antes de El Declive. En esa
época era un residente flacucho que trabajaba setenta horas a la semana, y
aunque siempre podía hacer reír a sus pacientes, nunca tuvo mucha suerte
con las damas. Las chicas no buscaban a un hombre que las hiciera reír;
querían músculos, o dinero. Tal vez algún día tendría dinero, pero como
residente todavía estaba hasta el cuello con la deuda de la escuela de
medicina.
Fue por eso que perdió su virginidad mucho después que la mayoría de
la gente, a los veintidós años, en una fugaz follada en el armario con una
compañera residente, Sheila, quien acababa de resucitar por primera vez a
un paciente que entró en paro cardíaco. A Sheila le gustaba follar siempre
que experimentaba un pico de adrenalina, y casualmente fue él el
afortunado que estaba cerca en ese momento. Luego, cuando llegó el virus
Exterminador, los hospitales se inundaron de mujeres moribundas. Había
tanta muerte, y Billy se había metido en la medicina porque le gustaba
ayudar a la gente, porque la gente se enfermaba y él podía curar.
Sin embargo, el Exterminador resultó ser un predicamento que nadie
podía resolver. Billy nunca se había sentido tan impotente en toda su vida.
Más y más mujeres seguían ingresando al hospital cada día, y muchos
médicos dejaron de asistir a sus trabajos, pero Billy no. Aun cuando su
padre llegó a la emergencia un día con su madre y sus dos hermanas, con la
esperanza de que, por trabajar en el hospital, tuviera algún tipo de conexión
que les consiguiera una cura. Todavía recordaba el destello de esperanza en
los ojos de su padre cuando este le preguntó sobre los rumores de que el
Centro de Control de Enfermedades estaba haciendo pruebas de una terapia
en grupos pequeños de mujeres.
—Puedes hacer que las pongan en la lista, ¿no es así, Billy? ¿Puedes
usar tus influencias y meterlas en la lista para que reciban la medicina de
esa prueba?
Billy se había limitado a asentir silenciosamente. Al día siguiente le
había dicho a su padre que el CDC había llegado. Su madre y sus hermanas
estaban en las últimas etapas de la enfermedad, las más agonizantes, y él les
daba a cada una dos pastillas que había robado de la farmacia, una por la
mañana y otra por la noche. Su llanto y los gritos se calmaban casi de
inmediato. Papá estaba encantado, cayó de rodillas y empezó a agradecer a
Dios.
¿Y qué hizo Billy? Se escabulló al baño a tomarse una de esas pastillas.
Solo eran analgésicos opioides comunes y corrientes, pero con ellos lo
intolerable se hacía un poco más soportable de repente, al menos lo
suficiente para seguir poniendo un pie delante del otro.
Su madre y sus hermanas murieron dos semanas después, pero se fueron
en paz, sin dolor, y eso era mucho más de lo que podía decirse de muchos
otros en el mismo hospital. Aunque su papá no lo vio así. La última vez que
Billy vio a su padre fue cuando este se unió a la turba furiosa de hombres
que incendiaron el ala este del hospital.
Fue entonces cuando Billy huyó. Primero se dirigió a la farmacia, donde
agarró diez frascos de pastillas, y luego entró a su auto y condujo y condujo
hasta que se agotó la batería. Se juntó con unos saqueadores que robaban
una licorería, más tarde irrumpió en una casa abandonada en medio de un
letargo inducido por las pastillas y el alcohol, y permaneció allí por quién
sabe cuánto tiempo. Semanas, puede que hasta meses.
La familia que había vivido en la casa donde se refugiaba debió haber
comprado en los almacenes al por mayor, porque se encontró con cajas y
cajas de comida en el garaje. Vivía a base de cereales, pastelillos, comida
enlatada y alcohol. Había dado con el premio gordo, porque esta gente
incluso tenía una bodega. No entendía por qué se habían esfumado,
probablemente por el Exterminador, pero estaba encantado de usar todo lo
que dejaron.
Ni siquiera se había enterado de las bombas que habían lanzado porque
estuvo muy drogado todo el tiempo. Cuando se cortó la electricidad en la
casa y el agua dejó de salir por los grifos, pensó que la habían cortado
porque se vencieron las facturas.
El agua de grifo en Texas era terrible, pero en vez de vivir con eso como
la mayoría de la gente, la familia Elegante, como empezó a llamar a la
gente que había vivido allí antes que él, tenía unos enormes bidones de agua
iguales a los que ponen en los dispensadores de agua en las oficinas.
Billy no puso un pie fuera de esa casa sino hasta después de acabarse el
último bidón de agua, beberse la última gota de alcohol, y cuando ya solo le
quedaba el último frasco de pastillas.
Salió, y descubrió que se había perdido el maldito Apocalipsis.
Drea se incorporó de repente, sentada, con la espalda rígida. Billy no
pudo verla de frente porque estaba alejada de él, pero cuando notó que se
pasaba un brazo por la cara, parpadeó sorprendido. ¿Acaso estaba…
llorando?
Sin embargo, cuando se giró para verlo, no había rastros de lágrimas
sobre su cara, solo un semblante estoico y decidido. Mierda, en toda su vida
Billy nunca había conocido a nadie tan determinado, y había convivido con
gente tan ambiciosa que daba miedo.
—Esto es lo que vamos a hacer —empezó a decir poniéndose una mano
sobre los ojos horizontalmente y escudriñando el campo que les rodeaba—.
Por allí. —Señaló con la cabeza en dirección a una granja que se divisaba
en la distancia—. Lo llevaremos hasta allá y lo pondremos a salvo para que
esté cómodo. El lugar donde surtiremos suministros está a solo unos diez
kilómetros más, y la base está a otros dos más después de eso. —Alzó la
vista hacia el sol—. Si mantenemos el ritmo, deberíamos llegar allí justo
después del atardecer. De todos modos, esperaremos a que oscurezca por
completo.
Volvió a mirar a Billy y sus miradas quedaron a la misma altura de una
forma que provocó escalofríos en su columna, a pesar del calor abrasador
de Texas.
—Será entonces el momento de atacar.
CAPÍTULO 5
DREA
—¿Mamá? —llamó Drea mientras se inclinaba sobre su madre.
Mamá dormía en el sillón, pero llevaba mucho tiempo dormida y no
parecía estar bien. La piel de las mamás no debía tener ese color pálido y
pastoso, tampoco parecía La Bella Durmiente. Mamá solía ser tan bonita,
rozagante, con mejillas sonrosada muy lindas, pero ya no lucía así. Ahora
se parecía más a la anciana con la manzana que a La Bella Durmiente.
Drea echó un vistazo hacia la aguja puntiaguda y la cuchara con restos
de ese horrible líquido amarillo que yacían sobre la mesa. Mamá se puso
muy conversadora justo después de que introdujesen la aguja en su brazo.
¿Hace cuánto tiempo pasó eso? ¿Dos días, quizá? Empezó a hablar mucho,
quiso bailar por toda la casa. Dijo cosas muy locas, habló de que Drea era
su princesa y que deberían salir a la calle a cantar y bailar.
Dos princesas bailarinas. Repitió eso una y otra vez. Dos princesas
bailarinas.
Drea le dijo que estaba cansada de bailar y mamá gritó que Drea era
una aburrida, y preguntó por qué tenía que ser tan aburrida siempre.
Mamá siguió danzando torpemente después de eso, sola, con una sonrisa
aterradora estampada en el rostro. Intentó recordarle que debía comer,
incluso le sacó el moho a un trozo de pan y le untó un poco de mantequilla
de maní, pero mamá no lo quiso.
—¿Acaso tratas de hacer que mamá engorde? —gritó antes de lanzar
el trozo de pan contra la pared.
Debió haberse cansado luego de un rato, porque cayó en el sofá y
finalmente se quedó dormida. Pero llevaba tanto tiempo dormida que Drea
empezaba a preocuparse, sobre todo porque hacía más o menos una hora
que se había hecho pipí encima.
—Mamá.
Drea la sacudió por los hombros. ¿Qué haría si mamá no volvía a
despertar? ¿Quién la metería en la cama y la arroparía por las noches?
¿Quién le contaría cuentos para dormir? ¿Quién iría a la tienda a buscar
comida? Bueno, es verdad que mamá no siempre se encargaba de esas
cosas, pero a veces sí, y tener una mamá, al menos a veces, era mejor que
no tener mamá en absoluto.
Drea tenía un papá, pero su mamá siempre le decía que él no las
quería. A él no le gustaban los niños, sobre todo las niñitas. Mamá decía
que ella era la única que podría amar a Drea.
—Mama —susurró Drea nuevamente.
Se subió en el sofá y se acurrucó en el espacio que quedaba entre el
cuerpo de mamá y el espaldar del sofá. Mamá estaba tan delgada que Drea
cabía allí sin ningún problema. Las discretas elevaciones y descensos del
torso de mamá eran lo único que evitaba que entrase en pánico, porque al
menos significaban que mamá respiraba, y en tanto aún respirara todo
estaría bien. Sin embargo, su piel estaba helada, casi como hielo.
Estaba respirando por la boca para evitar que el olor que mamá
desprendía le provocara náuseas. Levantó una vieja manta que estaba
tirada detrás del sofá y las cubrió a las dos con ella. Pensó en cerrar los
ojos un momento y tratar de dormir un rato junto a mamá… pero ella
llevaba demasiado tiempo durmiendo. No sabía cuánto tiempo llevaba
mamá sin comer. Drea se había acabado anoche lo que quedaba del pan
cubierto de moho, y después se había sentido mal al respecto por no
haberle guardado ni un poquito a mamá. Pero si despertaba, podría ir a la
tienda y traer más pan, quizás un poco de leche también, y cereal. Le rugió
el estómago de tan solo pensarlo. Un poco de leche y cereal le vendría muy
bien ahora mismo.
—¿Mamá? —la llamó otra vez—. Mamá, si todavía quieres bailar,
bailaré contigo, lo prometo. Bailaré todo lo que quieras, esta vez no me
cansaré. Lo prometo.
En ese momento Drea comenzó a llorar; no lo pudo evitar. Estaba tan
agotada, y no como cuando tienes sueño, sino ese tipo de cansancio en el
que lo único que deseas es acostarte y dejar de luchar tanto. Solo quería a
su mamá.
—Ya no seré aburrida, por favor, mamá. ¿Podrías despertar, por favor?
Mamá. ¿Mamá? ¡MAMÁ!
Mamá despertó de un salto, retorciéndose hasta que la mitad de su
cuerpo se cayó del sofá.
—¿Qué pasó?
Inmediatamente, los ojos enrojecidos de mamá se volvieron grandes
como platos.
—Tú… —siseó con desprecio.
—¿Mamá? —preguntó Drea con las lágrimas aún húmedas en sus
mejillas.
Pero su madre no hizo más que mirar a su alrededor como si no supiera
dónde estaba. Su nariz se arrugó con una expresión de asco, y solo
entonces su mirada se volcó hacia Drea.
—Tú —dijo otra vez—. Siempre supe que te habían enviado del
infierno para atormentarme.
—Mamá… —Drea se le acercó, buscando tan solo un abrazo. Luego
dejaría que volviera a dormir, ya que sabía que estaba bien. Drea la
dejaría dormir, y cuando despertara todo estaría bien.
—¡Aléjate de mí! —chilló mamá, empujando a Drea tan fuerte que hizo
que golpeara la mesa y cayera de espaldas. Mamá tropezó con sus pies—.
Eres el engendro de Satanás, la hija del diablo. Satanás vino a violarme
una noche. Domino lo sabía y por eso ya no me deseaba, por tu culpa. Me
arrebataste todo lo que siempre quise, ¡pequeña perra del demonio!
Envenenas todo lo que tocas. ¡Debería regresarte al lugar de donde viniste!
En un segundo, mamá estaba sobre ella y Drea no podía respirar. ¡En
verdad no podía respirar! Mamá estaba…
—¡Mamá! —trataba de gritar entre jadeos, pero la palabra no salía.
Mamá la estaba asfixiando. ¿Por qué lo hacía?
¡Mamá!
Drea despertó, incorporándose con las manos en la garganta.
—¿Estás bien? —inquirió Billy.
Ella reculó, tropezando con sus pies en el proceso.
—Sí, bien —espetó—. Estoy bien.
Billy levantó una ceja, como diciendo «no pareces estar bien».
—¿Tuviste una pesadilla?
—Dije que estoy bien —respondió Drea tajante antes de darle la
espalda.
—Entonces, ¿por fin vas a decirme qué hay en esa caja?
La caja, cierto. Bajó la mirada hacia la caja que tenía entre los brazos.
Incluso dormida, todavía se aferraba a ella. Hasta su inconsciente sabía que
no debía confiar en un adicto cuando se trataba de cosas importantes, qué
maravilloso.
Habían llegado a las afueras de Estación College poco después del
mediodía y desenterraron el anacardo que había enterrado aquí hace mucho
tiempo. Había echado un vistazo para asegurarse de que todo siguiera allí, y
después se tumbó para tener un muy necesario descanso. Apenas y había
dormido la noche anterior por despertarse una y otra vez a revisar cómo
seguía Eric.
Se estiró y examinó el cielo, comprobando que el sol se estaba
poniendo. Bien, eso era bueno, todo iba de acuerdo al plan.
—Bueno, si no me hablas de esa caja, háblame de este lugar. Revela una
parte del misterio que es Drea… Empecemos con algo fácil: ¿cuál es tu
apellido? —Billy se acercó a su lado, y al ver que no soltaba nada, puso los
ojos en blanco—. Bieeeeen. ¿Esta fue la casa en la que creciste de niña? —
Hizo un ademán señalando la norme casa blanca detrás de ellos. Ahora
mismo estaban en el patio trasero.
Drea dejó escapar un resoplido.
—Nunca he vivido en una casa en toda mi vida.
Vivió con su madre en ese apartamento asqueroso hasta los cinco años,
y tras eso los Servicios Sociales la entregaron a su padre. Porque resulta que
un vecino tocó a la puerta para gritarle a su madre por estar soltando
alaridos a más no poder, encontró la puerta abierta, aparentemente, y
cuando entró encontró a mamá encima de Drea, estrangulando a su propia
hija y llamándola demonio.
Así fue como le dijo adiós a la madre homicida y al apartamento de
tercera en el sur de Houston, y hola a su papi querido y a la base de la
pandilla de motociclistas Calaveras Negras en Estación College.
Eso fue como salir de la sartén para caer en el fuego… sí, tal como dice
el dicho.
—Antes pasaba mucho en auto frente a esta casa. —Fue todo lo que le
dijo a Billy—. Siempre tenía los jardines más bonitos en el frente.
El jardín ya se había extinguido hace mucho, pero la caja que había
enterrado en el patio trasero la noche en que abandonó el pueblo hace una
década, con el corazón destrozado y jurando que expiaría todos sus pecados
de una u otra forma… seguía exactamente donde la había dejado. Era bueno
saber que algunas cosas en la vida nunca cambiaban.
Cerró los ojos con fuerza y respiró hondo mientras sostenía la caja de
metal contra su abdomen. Todavía tenía tierra pegada por los lados, pero
sostenerla era tener entre manos un vínculo muy tangible con su pasado. No
lo habría imaginado. Claro, era un horrible y sangriento pasado, pero era
suyo.
—Dime, ¿qué hay dentro? —preguntó Billy de nuevo—. Vamos, me has
dejado con la duda por horas. Déjame echar un vistazo.
Drea abrió los ojos de repente y luego los entrecerró mientras lo miraba.
Era ingenuo de su parte bajar la guardia incluso por una fracción de
segundo con un adicto, ella lo sabía perfectamente.
Ella se interponía entre Billy y su próxima dosis de pastillas, y esa era
una posición peligrosa. Probablemente la promesa que le había hecho de
conseguirle un suministro de largo plazo era lo único que le impedía
atacarla aquí y ahora para tratar de recuperar el frasco de pastillas guardado
en su bolsillo delantero.
Se había puesto más y más inquieto a lo largo del día. Eso no podía
pasar si esperaba ejecutar su plan.
—Retrocede —le ordenó. Billy arrugó el ceño con confusión y ella
repitió su orden, enfatizando cada palabra—. Hacia… atrás…
Él levantó las manos e hizo lo que le pidió, echándose para atrás entre la
hierba seca. Sus ojos se clavaron en las manos de Drea mientras buscaba el
frasco en su bolsillo. Dios, parecía un perro babeándose. Abajo, chico.
Destapó el frasco y lo sacudió hasta que un pequeño trozo de pastilla
aterrizó en su mano.
—Aquí tienes. —Se la ofreció con la mano extendida, y Billy la tomó
entusiasmado, pero la felicidad en su rostro se vio reemplazada rápidamente
por un ceño fruncido.
—¿Qué rayos significa esto? —Introdujo el fragmento en su boca y lo
trago a secas—. ¿Dónde está la otra mitad de la pastilla?
Drea había cortado todas las pastillas a la mitad con una navaja esta
mañana mientras Billy dormía.
—Solo necesitas lo suficiente para calmar las ansias. Ahora necesito
que estés bien despierto para cumplir con lo que tenemos que hacer.
Billy la miró con desprecio. Ella podía ver los argumentos formándose
en la punta de su lengua, y no tenía ni un maldito segundo para eso.
Presionó el botón de la navaja y la deslizó con destreza entre sus manos
para demostrar su dominio del arma.
—Recuerda, después de esta noche podrás tener todas las pastillas y la
basura que quieras, solo aguanta un poco más. Pero si me fallas…
Con mucha habilidad hizo un fino movimiento hacia su garganta como
si fuera a cortarlo, deteniéndose justo antes de alcanzar la piel. No obstante,
eso no impidió que Billy chillara, diera unos pasos hacia atrás, se llevara las
manos al cuello y examinara su mano para ver si Drea le había hecho
sangrar.
—Vaya que tienes que trabajar en tus modales —murmuró él en voz
baja.
—¿Qué fue lo que dijiste?
—Nada —refunfuñó.
Se sentó de nuevo, pero varios metros más lejos de ella esta vez. A
continuación, Drea le lanzó una de las botellas de agua pequeñas. Apenas y
pudo atajarla a tiempo mientras ella tiraba de la caja y la sacaba del agujero.
Luego giró los tres pequeños diales hasta llegar a la combinación apropiada.
315, por el 31 de mayo, el cumpleaños de su madre.
—¿Tienes algo de comida ahí? —preguntó Billy.
A lo que ella respondió lanzándole una lata de melocotones.
—Diablos, ¿no puedes pasarme algo de buena manera alguna vez?
Esta vez su respuesta fue lanzarle un abrelatas.
—¡Maldición!
Drea sonrió al tiempo que continuaba extrayendo objetos de la caja. Ahí
estaba su pistola de repuesto. Se llevó el frío metal a los labios y besó el
costado del cañón.
—Mamá te ha echado de menos, cariño.
La dejó en el suelo a su lado, del lado opuesto a Billy. No estaba
cargada, pero era mejor no tentarlo. Lo necesitaba para lo que tenía
planeado, y sería muy incómodo si primero tuviera que darle una lección.
Escarbó entre varias pilas de monedas de oro y plata y, finalmente, su
mano se cerró alrededor del objeto que más deseaba recuperar al venir aquí.
Lo levantó con un aire triunfal.
—No lo entiendo. ¿Tienes un teléfono satelital? ¿Entonces, por qué no
llamas para pedir ayuda?
Drea se dio la vuelta y lo hizo entrar en razón con una mirada severa.
—¿Y a quién se supone que debo llamar exactamente? ¿A la policía?
¿Al ejército? ¿A los Cazafantasmas? Hasta el Capitolio se ha ido a la
mierda. Tenemos que hacer esto por nuestra cuenta.
Billy tiró del cuello de su camiseta nerviosamente.
—¿Y realmente crees que esto funcionará? Quiero decir, solo somos tú
y yo, entrando en ese gran edificio lleno de motociclistas armados…
Sonrió y se acercó a él para decirle:
—¿No lo recuerdas, Billy? Nos ocuparemos de ese problema antes de
siquiera llegar allí. Ahora devuélveme el abrelatas, comeremos unos
cuantos melocotones y luego nos moveremos rápidamente.
Sacó otros pocos artículos más de la caja y los ojos de Billy se abrieron
de par en par.
—Mierda, ¿esos son…?
—Menos charla y más melocotones. —Echó una mirada al cielo, hacia
el atardecer—. Casi está oscuro. Es hora de la acción.
CAPÍTULO 6
BILLY
Esta chica, Drea, estaba loca de remate. Billy seguía el plan de una lunática,
después de haber sobrevivido todo este tiempo evitando hacer estupideces.
No llamaba la atención, no tomaba riesgos. Las tortugas eran su espíritu
animal.
Por lo que nadie esperaría que estuviera caminando codo a codo con
Drea, aproximándose decididamente a la ciudad que servía como guarida
para una de las pandillas de motociclistas más notorias del país. Los
Calaveras Negras habían exterminado a toda su competencia en una guerra
de pandillas brutal, que coincidió con la Guerra por la Independencia de
Texas. Pero mientras las tropas de la Nueva República luchaban contra la
Alianza del Sur, los Calaveras Negras iban aplastando y absorbiendo
sistemáticamente a todas las demás pandillas en el área metropolitana de
Texas.
El presidente Goddard creyó que los mantendría contenidos en el
territorio costero del sur de Texas, pero aquello fue una estupidez.
Movilizaban su mercancía a lo largo de todo el territorio texano, e incluso
más allá, si dabas fe de los rumores. Armas, artículos de lujo de antes de El
Declive, drogas, mujeres… Si algo era ilegal y obscenamente caro, lo
traficaban.
Y sí, Billy sabía mucho más sobre el tema de lo que quisiera admitir.
Entonces, sabiendo claramente cuán peligrosa era la situación en la que
se estaban metiendo, ¿por qué no golpeaba a Drea en la nuca cuando bajase
la guardia? Suponiendo que fuera posible que la Comando Barbie se
descuidase podría intentarlo, tomar las tres píldoras y media que quedaban
y salir corriendo.
Su lado cuerdo esperaba que fuera porque entendía que esa era la razón:
tres pastillas y media no eran nada, y por muy loco que fuera el plan de
Drea, si salían airosos tendría todas las drogas que quisiera en un futuro
cercano. Por eso era que se arrastraba por estas calles oscuras tras ella,
siguiéndola entre las sombras como una… bueno, como una sombra.
Por supuesto que no era porque le gustara o le infundiera respeto, ni
nada por el estilo.
De acuerdo, sí, fue conmovedora la forma en que cuidó de Eric después
de que lo arrastrasen a la granja y lo metiesen en la cama. Billy ya le había
preguntado a Eric, pero decidió preguntarle a ella si estaban juntos de
alguna manera, porque era obvio que pasaba algo entre ellos. Pero si
preguntaba, ella le arrancaría la cabeza otra vez. No, ella rabiaría si
preguntaba. No eran más que amigos y Billy debía dejar de ser un idiota.
Sin embargo, recordó lo mucho que Drea y Eric habían reñido antes de
que él enfermara, y eso hizo brotar una sensación cálida en su interior,
porque había visto muchas cosas en los años que siguieron a El Declive, y
alguien que realmente se preocupaba por otra persona sin recibir nada a
cambio... le gustaría poder decir que solo lo había visto un puñado de veces,
pero no, nunca había visto algo así, jamás. Las únicas personas con las que
tuvo trato en todo este tiempo tenían una estricta política de «te rasco la
espalda si tú rascas la mía».
Drea lo agarró por el brazo y lo condujo a un callejón tan oscuro que
apenas podía ver su mano frente a su rostro. Los truenos habían estado
retumbando toda la noche, y las nubes obstruían casi toda la luz de la luna.
—Bien. —Le arrojó el teléfono satelital—. Tan pronto como contesten,
les dices lo que acordamos, tal como lo ensayamos. No te pongas a
improvisar, solo apégate al maldito libreto.
Rayos, la mano le tembló cuando Drea le entregó el teléfono. Todavía
podía retractarse, podía simplemente devolverle el teléfono y correr, pero su
mano se cerró alrededor del aparato, y cuando ella marcó los números, se
limitó a tragar grueso y asintió cuando sus miradas se cruzaron de nuevo.
Drea introdujo el último digito, el teléfono comenzó a sonar, y ella se
acercó a él, sosteniendo el aparato de manera que ambos pudieran escuchar.
Su corazón empezó a acelerarse, y no era solo por lo peligroso de la
situación. ¿Cuándo fue la última vez que tuvo a una mujer tan cerca? Se
había acostado con una prostituta en la ciudad una vez, pero todo el asunto
le pareció demasiado deprimente, así que no volvió. Tener el pene erecto y
apretado en los pantalones tampoco era muy útil que digamos ahora que
necesitaba concentrarse.
—¿Quién diablos habla? —contestó la voz profunda y malhumorada de
un hombre.
Drea le dio un codazo al ver que no respondía de inmediato.
—Eh. —Tragó saliva y cerró los ojos, para luego concentrarse en hacer
más grave el tono de su voz—. Diablos, hombre. Habla Grinder desde la
Estación Bryan. El malnacido ejército está aquí, hermano. Goddard debió
haberlos enviado antes de que lo pusieran bajo tierra. Necesitamos
refuerzos, y rápido.
—¿Grinder? ¿De qué demonios estás hablando, hombre?
—Te digo que el maldito ejército está…
—Pala —le susurró Drea a Billy en el otro oído—. Su apodo es Pala.
—Pala —repitió Billy con la mirada clavada sobre Drea—. Nos están
matando aquí.
¿Cómo rayos conocía a estos tipos tan bien como para identificarlos por
sus voces? Tal parecía que él no era único que guardaba secretos.
—Mierda —vociferó Pala—. ¿Por qué no hiciste contacto por la
frecuencia de radio?
—Parece que tienen alguna clase de artilugio que confunde las señales,
ningún mensaje se transmitía. Inténtalo y verás.
Drea levantó un aparato negro que emitía una luz roja parpadeante, y en
ese instante las nubes se movieron lo suficiente para que Billy viera la
sonrisa malvada que se dibujaba en su rostro. Diablos, mientras más tiempo
pasaba cerca de esta mujer, más aterradora se volvía.
—Maldición, tienes razón. No captamos más que estática. Demonios,
aguanta, hermano. Le diré al jefe, te avisaremos…
—Maldita sea, se escucha entrecortado. Casi se… la batería… Queda
poca batería, podría cortars…
Drea le quitó el teléfono y colgó, tras lo cual se dio la vuelta y se agachó
hasta el suelo, asomándose a ver el edificio del lado opuesto de la calle
desde la esquina. Tenía cuatro pisos de altura y parece que podría haber sido
un edificio de viviendas antes de El Declive. La otra cosa era que… estaba
iluminado como si fuera un árbol de navidad de antes de El Declive. Todo
el edificio tenía electricidad.
No tuvieron que esperar mucho para ver que la táctica estaba rindiendo
frutos. Un enorme portón se abrió y, acto seguido, como el coro en
crescendo de una sinfonía, los motores de las motocicletas rugieron uno tras
otro. Emergieron del garaje como una fila de hormigas en un día de campo.
Dios, Billy no podía creer que aquello en verdad hubiera funcionado.
—Ahora, para la segunda parte… —susurró Drea poniéndose de pie y
acomodándose el pequeño trozo de tela negra que traía puesto, y que se
suponía era un vestido.
Ese vestido fue uno de los últimos artículos que sacó de la caja, y lucía
muy diferente ahora a como lucía inicialmente. Para empezar, antes era más
largo: tenía unos veinte centímetros más antes de que Drea le practicara una
cirugía con la navaja. Además de eso, le había hecho un largo corte en la
parte delantera, casi hasta el ombligo, de manera que su asombroso escote
por poco se desbordaba.
Cuando se dio vuelta, la mandíbula de Billy cayó al suelo. Drea le puso
un dedo bajo la barbilla y le cerró la boca.
—Babear no te luce, encanto.
Esta mujer claramente estaba dispuesta a usar todas las armas a su
disposición para cumplir sus objetivos, de eso no cabía duda. A Billy le
costaba decidir si la admiraba por ello o si más bien le aterraba.
Cambió sus botas por un par de tacones que había encontrado en la
casa, y a continuación se puso un sombrero negro con un velo corto, el cual
cubría la mayor parte de su cara y que también había hallado en esa casa.
—Ven —le susurró mientras le hacía señas—. Antes de que se vuelva a
cerrar.
Cruzaron con premura la oscura calle al tiempo que empezaban a caer
las primeras gotas de lluvia. Billy se tomó solamente un segundo para
pestañear al contemplar el edificio bien iluminado.
Demonios, no le pagaban lo suficiente para esto. Aunque, claro, después
de todo le iban a pagar en la única divisa que le importaba, así que a la
mierda. Ya estaba metido hasta el cuello en este lío, así que más valía
terminarlo. De todos modos, no pasaba gran cosa en su vida por el
momento.
Ambos lograron cruzar la calle a tiempo para pasar agazapados bajo el
portón antes de que se cerrara de nuevo. Diablos, eso estuvo cerca. Billy se
frotó la nuca y miró la puerta antes de echarle un vistazo al recinto que los
rodeaba.
Este garaje era colosal; básicamente un enorme estacionamiento
transformado en un espacio para trabajar y almacenar motocicletas y
camiones. Estaba bien iluminado, y había autos y motocicletas en
condiciones variadas montados encima de bloques por todo el lugar.
—Oye, ¿quiénes rayos son ustedes?
Drea abrió los ojos de par en par antes de hacerle a Billy una señal de
advertencia. Billy dio un salto y vio a un hombre alto y fornido al otro lado
del taller mirándolos furioso, y vaya que sus músculos eran enormes.
—Ah, eh, estamos aquí… bueno, esto es… eh. Estamos aquí porque…
ella es…
—Cristo —soltó Drea justo antes de tomar su Glock y dispararle al tipo
musculoso en la rodilla.
—¡A la mierda! —Billy dio un salto hacia atrás. El disparo apenas y
había hecho ruido, ya que además de tener un arma en esa cajita de los
horrores que desenterraron, tenía también un silenciador.
El hombre soltó un alarido e intentó alcanzar algo en una repisa, un
arma. ¡No me jodan! Pero Drea ya se estaba encargando de la situación,
pues nada más dispararle, corrió hasta donde estaba el sujeto y le hundió el
tacón de aguja en la espalda para mantenerlo sometido.
—Ni siquiera lo pienses, Drogo.
—Mierda, ¿eres tú, Bella?
¿Bella?
—No te muevas, pedazo de mierda.
Drea le enterró el tacón más profundo, pero este tal… Drogo, más bien
empezó a reírse. Billy se acercó, impulsado por la sensación de que debería
estar haciendo algo. No tenía idea de qué, pero… algo.
—Suicidio siempre dijo que volverías. Escuché que tú y él tuvieron una
linda reunión en Galveston recientemente.
—Thomas y yo tenemos asuntos pendientes por resolver, es verdad,
pero no es por eso que vine aquí. ¿Dónde está Bulto? Él es el jefe actual de
la pandilla, ¿no es así? ¿Ya que Thomas decidió irse a por cosas más
grandes y mejores?
Drogo volvió la cabeza y escupió hacia donde estaba Drea.
—Puedes dispararme en la otra rodilla si quieres, no te diré nada. No
eres más que una perra estúpida que nunca entendió cuál era su lugar, y
espero que…
Antes de que Billy siquiera procesara lo que ocurría, Drea bajó el arma
de modo que apuntara a la espalda y procedió a apretar el gatillo dos veces.
Escuchó dos impactos amortiguados.
Luego se apartó del cuerpo sin vida de Drogo y Billy no pudo hacer más
que quedarse ahí parado, con la boca abierta, mirándola fijamente.
—¡Lo mataste! —dijo en un susurro, aunque por dentro estaba
enloqueciendo por completo.
Santo cielo. Vale, esto ya no eran juegos y diversión… no que alguna
vez lo fuera, pero igual. Ahora había un cadáver justo ahí, en el suelo a
menos de un metro de él.
Sí, les había disparado a los hombres que pusieron el alambre de púas
en la carretera, y no es que no haya visto cadáveres antes, pero esta era la
clase de basura de la que intentaba alejarse. Se prometió a sí mismo que
había dejado todo esto atrás de una vez por todas, y ahora estaba aquí,
metido hasta el cuello de nuevo.
—¿Qué? —Drea lo vio como si nada pasara—. Era un imbécil, violador
y asesino. Créeme, el mundo está mejor sin él.
Echó un vistazo por el garaje, y a continuación se aproximó a cierto
punto de la pared y abrió un panel mientras la pequeña bolsa que traía
colgada a la espalda se movía de un lado a otro. Billy no se acercó a ver qué
estaba haciendo. No.
Cuando te terminas juntando con una chica que va por ahí matando
gente sin siquiera pestañear, mientras intentas infiltrarte en una pandilla de
motociclistas asesinos solo por tratar de reponer tu suministro de narcóticos
para satisfacer tu adicción, quizás va siendo hora de empezar a cuestionar
las decisiones que has tomado en la vida.
Billy se pasó ambas manos por el pelo contemplando el rostro sin vida
de Drogo y el creciente charco sangriento en el piso de hormigón.
Maldición, ¿tenía que llamarse Drogo?
No es que Billy se metiera ni nada de eso, era un hombre totalmente fiel
a los opiáceos, pero igual. Diablos, ¿acaso esto era algún tipo de señal del
universo? Arregla tu vida, o si no…
—Vámonos.
Drea se puso delante de él. La expresión en su rostro era fría como el
hielo.
Tal vez simplemente era una señal diciéndole que debía cortar el
vínculo con la mujer asesina peligrosa lo antes posible.
—Después de ti —murmuró.
Abrió la bolsa que trajo, sacó un trozo de cuerda, y después abrió la
puerta del garaje y la mantuvo abierta con la cadera mientras ponía los
brazos tras su espalda.
—Átame como te enseñé.
Él obedeció, desviando la mirada intermitentemente hacia el pasillo
vacío.
Ató el nudo doble infinito más o menos rápido, y tras eso comenzó a
«pasearla» por el pasillo, siguiendo las direcciones que le susurraba. A la
izquierda, izquierda otra vez, derecha, izquierda, por el edificio
sorprendentemente vacío. Vaya, cuando estos motociclistas salían a una
misión, de verdad salían con todo.
Pero en un punto abrieron una puerta tras la cual oyeron voces, muchas
voces. Todos los pasillos por los que habían pasado hasta ahora parecían
pasillos de servicio. Habían pasado por una cocina, por una habitación que
pudo haber sido una sala de conferencias o un gimnasio en el pasado, y
ahora, al parecer, habían arribado a la parte delantera del edificio. Parecía
un vestíbulo, así que este lugar debe haber sido un hotel, o un edificio de
apartamentos lujoso y caro como había imaginado inicialmente.
El vestíbulo constaba de un extenso espacio abierto con un bar en un
extremo. Alrededor de quince motociclistas aproximadamente estaban
repartidos entre sofás y sillas, con algunas mujeres con diferentes grados de
desnudez entre ellos.
Las mujeres no lucían bien, y casi todas tenían moretones o algún tipo
de herida. Billy había visto esto antes. Se preguntaba cuánto tiempo habían
estado viviendo en cautiverio aquí, y si esta era su primera parada en la ruta
del tráfico o si aquí era donde terminaban después de hacer un recorrido por
Texas o por México.
Sintió cómo Drea se puso rígida, pues naturalmente podía ver también a
las mujeres, pero mantuvo la cabeza agachada. Billy sintió un enorme
terror, pero se aferró a la charla motivacional que Drea le había dado antes
de que entrasen en la ciudad.
—Afrontémoslo, mientes muy mal, Billy.
—Genial, me alegra que hayamos tenido esta charla.
Estaba a punto de darse la vuelta cuando ella extendió la mano y la
puso sobre su brazo. Su tacto hizo que sintiera una calidez que le templaba
hasta los huesos.
—Pero tienes un superpoder.
Se quedó viéndola confundido y a la vez hipnotizado por sus hermosos
ojos azules.
—¿Un superpoder?
—Sí. —Sonrió—. Eres un adicto, y nunca he conocido a un adicto que
no pudiera mirarme directo a los ojos y jurarme sin titubear que su abuela
estaba muriendo y necesitaba las drogas para ella. Solo recuerda que
necesitas las drogas que tienen guardadas en alguna parte dentro de ese
edificio, y lo único que se interpone entre tú y esas pastillas son unas pocas
mentiritas. ¿Entendido?
Por lo que Billy se aclaró la garganta y empezó a hablar.
—Drogo dijo que podría dejar aquí a la nueva zorra de Bulto.
—¿Y quién coño eres tú?
Un hombre sentado en una silla acolchada se levantó desde una zona
elevada que parecía un escenario en el fondo de la habitación.
Empujó a un lado a la chica que había estado haciéndole sexo oral,
dejando ver que estaba desnudo excepto por las botas y los pantalones que
se había bajado hasta los tobillos. Era corpulento, tan grande como un
tanque, y los tatuajes le cubrían casi todo el cuerpo, desde sus piernas,
pasando por sus genitales, hasta su cabeza afeitada.
El único espacio que no tenía tinta eran unos pocos centímetros en su
cara. Solo en una ocasión en toda su vida Billy había visto a un hijo de puta
tan intimidante en su vida, y apenas había vivido para contarlo.
«Él es el único interponiéndose entre tú y tu preciosísima recompensa»,
se recordó. Una montaña de pastillas, una plétora de percocet y un océano
de oxicodona. Claro que podía con esto.
—Oye, amigo —contestó Billy encogiéndose de hombros, como si no le
importara—, Suicidio me envió con esta zorra para Bulto. Dijo que era una
especie de regalo, que había recibido un entrenamiento especial. Es todo lo
que sé.
Bulto se quedó inmóvil durante un largo y silencioso momento,
examinándolos a los dos. A Billy le estaban sudando tanto las pelotas que
en unos segundos parecería que se había orinado en los pantalones.
Pero entonces, Bulto sonrió y abrió los brazos de par en par.
—Pésimo momento, hombre, ¡pero tráela con papá! Todas estas
malditas zorras son aburridísimas.
A continuación, se quitó una de las botas y sacó un pie del pantalón, y
luego le dio patadas en el costado a la mujer que le había estado haciendo
un oral hasta que la hizo bajarse de la plataforma. Entonces se quitó la otra
bota, terminó de sacarse los pantalones y se sentó en su silla, que era como
un trono, con las piernas abiertas y el pene erecto sobresaliendo sobre su
abdomen. Lo estrujó fuerte mientras Drea y Billy avanzaban hacia él.
Tal como lo habían planeado, Billy la desató cuando iban a medio
camino. Drea se había reservado los detalles de esta parte del plan, por lo
que Billy no supo qué hacer cuando empezó a contonear las caderas y a
frotarse el cuerpo sensualmente.
Ahora que la veía menearse con el ritmo, se daba cuenta de que había
música sonando, un rock suave con bajos fuertes. Diablos, Drea sí que
bailaba bien.
Mantenía la cabeza gacha en señal de sumisión, pero la forma en que
acariciaba su cuerpo de arriba a abajo… ¡Por todos los cielos! Billy
caminaba con incomodidad en tanto se abría camino hacia la pared, como
ella le había indicado. Estando allí, Drea se agachó, abrió las piernas, y a
continuación se recorrió los muslos con los dedos, acariciándose
seductoramente antes de volver a levantarse muy lento. Al parecer Billy no
era el único que estaba al borde del clímax.
—Ven aquí y cabálgame el pene —exigió Bulto—. Ahora mismo, joder.
—Tomó su pene a dos manos y empezó a masturbarse mientras veía a Drea
acercarse.
Demonios, tenía que admitir que este tipo le hacía honor a su apodo. El
pene le medía unos veinte centímetros, y era tan grueso como una maldita
anaconda. A pesar de la orden del hombre, Drea seguía danzando con una
destreza bien ensayada, que hacía que a Billy se le subiera la presión.
Diablos, estaba llevando esto demasiado lejos. ¿En serio iba a follarse al
tipo? Era tan aguerrida que no dudaba que fuese capaz.
Inicialmente pensó que venían aquí para conseguir ayuda para Eric,
pero se estaba dando cuenta rápidamente de que esto iba mucho más allá.
Resultaba evidente que tenía un pasado con esta pandilla, y no parecía que
fuera simplemente como otra de las mujeres que traficaban. Lo que sea que
haya pasado, vino aquí para darles el castigo que merecían.
Vino aquí por venganza.
Vino por sangre.
Billy contempló con fascinación y terror a Drea subirse a la plataforma,
y luego… Dios mío, ¿qué estaba…?
Billy casi se atragantó con su propia lengua. En un movimiento rápido,
Drea se bajó las tiras del vestido hasta los hombros y después, antes de que
pudiera parpadear, el apretado vestido estaba por su cintura.
Billy se encontraba justo en el mejor ángulo posible para apreciar sus
hermosos y esculpidos pechos en toda su perfecta gloria, antes de que
subiera una pierna en el asiento de ese bastardo tatuado. Todas las miradas
de la condenada sala estaban clavadas en el cuerpo de Drea en tanto ella se
montaba en el regazo de Bulto, por lo que todos pudieron ver el chorro de
sangre que salpicó sobre el pecho de Billy, y la expresión horrorizada en su
rostro cuando Drea…
Le
cortó
el
pene.
Con la navaja que ocultaba en el único lugar que le era posible… su
mismísima vagina.
CAPÍTULO 7
DREA
Drea no desperdició ni un momento del asombro que congeló
momentáneamente la sala. La navaja estaba bien afilada, pero el pene de
Bulto era grueso, por lo que no podía cortarlo de un tajo sin serrucharlo, y
no tenía tiempo para eso. Al menos había cortado un poco más de la mitad,
así que se desangraría pronto.
La verdad, era una muerte más digna de lo que merecía el bastardo.
No había tiempo para meditar al respecto. En unos dos segundos, iban a
caer en cuenta de que ella acababa de matar a su líder, y sería entonces que
se desataría el infierno. Era hora de provocar daños por aquí.
Saltó de la silla de Bulto aterrizando junto a sus pantalones, y en la
misma maniobra se hizo con las dos armas que Bulto llevaba colgadas en el
cinturón. Unas SIG-Sauer P228s. No le gustaban mucho esta clase de
armas, pero papi le había enseñado a disparar con cualquier cosa que
tuviera un cañón y un gatillo, y sabía exactamente a cuáles objetivos
eliminar primero. Había estudiado la sala mientras Billy y Bulto tuvieron su
intercambio de palabras. Primero le apuntó a Manubrio, y solo por
diversión, en vez de apuntarle entre los ojos le apuntó a ese estúpido bigote
elaborado del que estaba tan orgulloso.
Bang.
Un maldito violador menos.
Quedaban unos veinte por eliminar.
Se refugió detrás del asiento de Bulto al tiempo que ponía a Chimenea
en la mira. Era viejísimo, pero sería a quien todos buscarían al estar muertos
los otros dos miembros de mayor rango.
Bang.
Cayó al suelo, tras lo cual Drea se volvió a ocultar detrás de la silla al
tiempo que los disparos estallaban a su alrededor. Bueno… tal parece que
podían desenfundar un arma incluso cuando estaban todos borrachos hasta
la inconciencia. Ahora, si podían apuntarle a algo y darle, ese era otro
asunto. Al menos el maldito trono en el que estaba sentado Bulto era sólido,
porque ninguna de las balas lo atravesó.
—Ríndete, perra loca —gritó alguien cuando se detuvo el fuego cruzado
—, o él muere.
Drea asomó la cabeza por fuera de la silla y su pecho se contrajo al ver
a Cerveza con la pistola puesta en la sien de Billy.
Maldito sea.
Le había dicho a Billy que corriera al fondo de la sala y se escabullera
por la parte de atrás del edificio en cuanto se desatara el caos. Los mejores
planes…
Dio un vistazo al reloj y acto seguido examinó la habitación una vez
más. Al diablo, era ahora o nunca. Se levantó del piso con ambas armas
extendidas, apuntando a los altos mandos que seguían en la lista. Con un
movimiento de la cabeza se sacudió el sombrero que llevaba puesto,
incluyendo el velo, y tan pronto como su rostro quedó al descubierto,
escuchó varias maldiciones de asombro resonar por la sala, junto con otras
obscenidades más pintorescas. Algunos otros, sabía con certeza, seguían
demasiado ocupados admirando sus pechos, a pesar de que acababa de
asesinar a tres miembros de la pandilla.
—¿Bella? —preguntó un hombre, levantándose de una mesa a la
izquierda de la sala, no muy lejos de donde el otro bastardo apuntaba una
pistola a la cabeza de Billy—. ¿Belladonna? ¿Realmente eres tú?
Drea se limitó a dirigirle la mirada brevemente.
Se trataba de Garrett, cuyo apodo de carretera era Pulga. Maldición, no
contaba con que estuviera aquí. Era un hombre gigante con barba de
motociclista y un torso tan amplio que era la representación gráfica del
término pecho de barril.
Había dado por sentado que saldría con la horda de motociclistas
despachados para ayudar a defender la frontera norte. Por lo general, solo
los bastardos de alto rango se quedaban en la base mientras los lacayos
salían, y para convertirte en un Calavera de alto rango tenías que hacer
porquerías que nunca podrías limpiar de tu alma.
Garrett y ella habían sido buenos amigos alguna vez, hace una vida
atrás. Él había crecido en la pandilla, al igual que ella; pero ella acababa de
matar a su padre, Manubrio.
Acababa de matar a su padre justo delante de él, así que tenía el
presentimiento de que Garrett no sentiría mucha simpatía por ella justo
ahora.
Pero no era momento de permitir que eso la desviara de su objetivo,
estaba en una misión.
—Estoy aquí para reclamar lo que es mi derecho por nacimiento —dijo
mirando con firmeza a los diecisiete hombres que aún quedaban en pie,
incluyendo a Garrett y a Cerveza, el cabrón que apuntaba la pistola a la
cabeza de Billy.
—Mi padre fue el jefe de esta división de la pandilla y fue injustamente
asesinado, pero puedo perdonar eso y dejarlo en el pasado. Me ocuparé de
su asesino cuando llegue el momento, cuenten con eso. Todo lo que pido es
que se reconozca mi legítimo derecho a ocupar el puesto de mi padre como
jefe de esta división.
—Una chica no puede ser jefa —se burló Tex Mex, uno de los
miembros veteranos. Su barba gris era tan larga que se extendía por encima
de su enorme barriga cervecera, llegando casi hasta el cinturón.
—¿Por qué no? —replicó Drea al tiempo que su mirada detallaba la sala
y las posiciones de todos en ella. Tendría que tener cuidado con las mujeres.
Por dentro, llevaba la cuenta que había iniciado desde la última vez que
miró su reloj. Trece, doce, once, diez.
—Al diablo con esto —dijo Cerveza quitándole el seguro a su arma.
—¡Espera! —bramó Drea. No podía atinarle así, Billy estaba en el
medio, y aún no era el momento…
Pero entonces, como si sus pensamientos lo hubieran conjurado, la
cabeza de Cerveza estalló. Drea se apresuró a mirar hacia donde se había
originado el sonido del disparo, solo para descubrir a Garrett empuñando su
arma, apuntándola hacia donde Cerveza acababa de caer al suelo.
Garrett le disparó a Cerveza. Garrett estaba de su lado.
Apenas y tuvo un segundo para procesar esa idea antes de que las luces
se apagaran y la sala se tornara completamente oscura.
¡Mierda!
Se forzó a respirar hondo, a concentrarse, y a disparar. Tenía el arma
preparada para ejecutar el truco de la Galleta y el Sombrero, sabiendo de
antemano que las luces se apagarían en cualquier momento. No tenían
ninguna mujer cerca de ellos, así que les disparó. Billy y ella habían dejado
una carga temporizada con seis minutos en la línea eléctrica principal, así
que sabía que quedarían a oscuras.
Los gritos de las chicas por el caos se escucharon por toda la sala, pero
no debían tener miedo. Resultaba que Drea tenía un plan.
Se agachó y buscó su sombrero en el suelo. Tan pronto como lo tuvo en
la mano, sacó de él las sofisticadas gafas de visión nocturna que había
pegado con cinta adhesiva en el borde superior. Se las puso y de inmediato
le apuntó a los dos Calaveras Negras que tenía más cerca.
Disparó a matar. Bang. Bang. Cayeron muertos.
Habían perdido todos los derechos a ser dignos de compasión cuando
aceptaron ser parte de esta pandilla de asesinos, violadores y traficantes de
esclavas.
Excepto Garrett, él nunca tuvo elección, ¿o sí? Manubrio era un
bastardo siniestro. Drea sabía de primera mano que solía golpear a Garrett,
a veces hasta dejarlo al borde de la muerte. En una ocasión, cuando Garrett
era adolescente, Manubrio lo atacó con un bate, destrozándole el hombro.
Otro hombre avanzaba a trompicones entre la oscuridad, con las manos
extendidas, como si tratara de encontrar la pared.
Bang.
Tres más, acurrucados entre sí detrás de uno de los sofás. Primero miró
sus rostros. Ninguno de ellos era Garrett.
Bang. Bang. Bang.
Drea le había rogado a Garrett que huyeran, pero él se había negado
arguyendo que no tenía futuro fuera de la pandilla, pensando que no era
nadie sin ellos, y no quiso escuchar razonamientos en contra. Como no
quiso escucharla, ella le rogó a su padre que intercediera en la vida familiar
de Garrett.
Era el jefe, ¿no? ¿Cómo podía mirar hacia otro lado cuando algo así
estaba sucediendo bajo sus narices? Pero papá dijo que los asuntos
familiares de los demás eran un tema privado. Debió haber sabido en ese
momento que papá no era el héroe abnegado que ella pensaba.
Drea había estado dispuesta a huir con Garrett sabiendo que podría ser
la única manera de conseguir que se fuera. No era estúpida, se dio cuenta de
la forma en que él la miraba, pero no supo si ella sentía lo mismo. Garrett
era dos años más joven, por lo que siempre lo había visto como un hermano
pequeño, aunque tal vez con el tiempo… Si con eso lograba alejarlo del
monstruo que era su padre...
Fue entonces cuando Thomas y su padre aparecieron, y Garrett y sus
problemas quedaron en segundo plano. Todo se puso en perspectiva cuando
Thomas Tillerman apareció en el panorama, y su padre tenía un poco de ese
mismo magnetismo, lo suficiente para que papá lo promoviera a Sargento
de Armas en tan solo un par de años. Venían de una división hermana, pero
aun así ese ascenso meteórico era casi inaudito.
Pensar en Thomas hizo que a Drea le hirviese la sangre al punto de que,
al encontrarse a otro par de bastardos, los cuales habían logrado llegar hasta
la puerta, apretó fuerte su nudillera. Sobre todo, cuando se dio cuenta de
que arrastraban con ellos a unas mujeres para usarlas como escudos
humanos.
Apuntó y le disparó al que estaba más lejos, haciendo una pausa para
asegurarse de haber atinado. Bang. El tipo cayó abatido y la mujer a la que
había estado reteniendo dio un brinco, agitando los brazos aterrorizada.
Pero encontró la pared pronto y se alejó rápidamente.
El motociclista que estaba más cerca, sin embargo, tenía agarrada a la
mujer que usaba como escudo demasiado cerca como para permitirle
disparar bien, así que Drea lo tomó por el codo, lo volteó y le dio un
puñetazo en la cara con la mano que tenía la nudillera. El crujir de los
huesos fue tan satisfactorio.
Le puso el cañón del arma en la frente y apretó el gatillo.
Clic.
A través de sus anteojos, vio la mirada de satisfacción en la cara de la
sabandija. Pensaba que había escapado del verdugo, qué adorable.
El sujeto buscó en su cinturón el arma que tenía enfundada, para lo cual
tuvo que soltar a la mujer, y ella logró escabullirse lejos de él. Mejor aún.
—¿Buscabas esto? —preguntó Drea con dulzura. Bang. Lo dejó caer al
suelo—. Asesinado con tu propio cañón. Diablos, eso debe doler.
Sacudió la cabeza de un lado a otro al ponerse de pie y mirar la sala.
Las mujeres permanecían agachadas en el suelo a lo largo del lugar.
Todavía quedaban unos cuantos motociclistas buscando a tientas una puerta
o ventana, pero un hombre estaba parado en el centro de la sala, inmóvil,
con las manos colgando a ambos lados. No estaba tratando de correr, ni
buscaba desenfundar su arma.
Drea se subió el vestido por el torso y se puso las correas sobre los
hombros, y luego se acercó con el arma delante de ella. En cuanto estuvo
cerca pudo verle el rostro. Era Garrett. Su expresión estaba completamente
vacía. Drea frunció el ceño. ¿Tanto confiaba en ella? ¿Pensaba que no le
dispararía?
—Está bien —vociferó él. Ella se agazapó y dio un paso atrás.
Seguramente no sabía lo cerca que estaba Drea, porque continuó hablando
casi a los gritos—. Estoy listo, Belladonna.
Se acobardó al escucharlo pronunciar su segundo nombre. Belladonna,
así solían llamarla todos. ¿Qué clase de persona nombraba a su hija como
una planta ponzoñosa?
«Envenenas todo lo que tocas, ¡debería regresarte al lugar de donde
viniste!».
—Estoy listo para conocer a mi creador y enfrentar el juicio divino por
mis crímenes.
Drea sacudió la cabeza y lo tocó con la mano. Garrett se sacudió ante su
tacto, como si lo recorriera una corriente eléctrica.
—Garrett… Garrett, soy yo. Está bien.
En ese momento las luces volvieron a encenderse, encandilándola. Drea
retrocedió, luchando por quitarse los anteojos, hasta que un momento
después finalmente lo logró, y Garrett seguía exactamente donde lo había
dejado. Había tenido tiempo de tomarle la delantera si hubiera querido, pero
su arma continuaba enfundada en su cintura. Fácilmente podría haberla
sacado y dispararle, pero no lo había hecho.
—Bellísima —le susurró esa sola palabra, colmada de dolor y
devastación—. Lo lamento mucho, Bella.
Drea sacudió la cabeza e intentó sonreír, tomándole la mano otra vez.
Simultáneamente, se dio cuenta de lo disparatado de la situación. Seguía
vestida con el vestido de bailarina exótica, y estaba bañada en la sangre de
los hombres que acababa de matar. Drea recorrió la sala con un vistazo
fugaz.
—No es seguro aquí —dijo cuando advirtió un intento de Garrett por
abrazarla.
—Diablos. —Se enjugó las lágrimas. ¿Acaso estaba llorando?—. Tienes
razón, por supuesto.
Fue entonces que sacó su arma, pero solo para acompañarla hombro a
hombro. Primero se dirigieron a la mesa de billar bajo la cual se había
arrastrado Billy, y lo encontraron temblando de la cabeza a los pies,
cubriéndose la cabeza con los brazos.
Después, Drea fue a ver a las mujeres, y Garrett recorrió el lugar
asegurándose de que el resto del edificio estuviese despejado y no hubiese
más motociclistas ocultos por ahí.
—Están a salvo. No he venido a hacerles daño.
Todas trataron de huir de ella, menos una. Se había echado encima la
cubierta protectora de uno de los sofás para cubrir su desnudez, pero aun así
era visible que estaba demasiado delgada. Tenía una cabellera castaña con
leves ondas y unos ojos marrones que reflejaban inteligencia.
—Abajo hay más de nosotras. Si realmente estás aquí para ayudarnos,
baja y libera a las demás. —Le extendió un enorme llavero de estilo
antiguo: eran pedazos de metal en lugar de tarjetas de acceso. Sin duda lo
había tomado del cadáver de uno de los hombres a los que Drea había
disparado.
Drea tomó las llaves.
—¿Cómo puedo bajar? ¿Y cómo te llamas?
—Gisela —le contó mientras los conducía de vuelta al pasillo por donde
habían llegado desde el garaje.
Encontraron una puerta, pero Drea se sintió confundida, porque esta
tenía un lector de tarjetas. Gisela sacó una tarjeta de acceso y la puerta se
abrió. Drea encendió la luz para que Gisela, Billy y ella pudieran bajar por
los escalones de hormigón. De inmediato, fueron recibidos por una multitud
de gritos femeninos ahogados.
Drea corrió tan rápido como pudo por lo que restaba de las escaleras, y
cuando alcanzó el final…
—¡No! —chilló echando a correr hacia lo que enfrentaba.
Cubriendo cada centímetro del sótano frío, húmedo y pobremente
iluminado, metidas en cada rincón donde fuera posible, circundando los
calentadores de agua, entre las tuberías expuestas y otra parafernalia variada
había… jaulas.
Jaulas.
Dentro de cada una había una mujer desnuda y temblorosa acurrucada.
Las jaulas ni siquiera eran lo bastante grandes como para que las mujeres
pudiesen estar de pie, tan solo podían sentarse o estar en cuclillas.
Drea se aproximó tan rápido como pudo a la más cercana, y buscó a
tientas la llave correcta en el llavero que Gisela le había entregado.
—Te voy a sacar de aquí. Lo siento, lo siento mucho. —Era todo lo que
podía decir una y otra vez mientras probaba llave tras llave.
—Maldición —exclamó al ver que ninguna de las llaves funcionaba.
Había estado probándolas tan rápida y frenéticamente, que no estaba segura
de si había pasado algunas por alto, tal vez la única maldita llave que podía
abrir esta jaula. Había unas cincuenta endemoniadas llaves en el maldito
llavero. Finalmente soltó un gruñido y sacó una Glock que había tomado de
uno de esos bastardos allá arriba—. Retrocede. ¿Puedes echarte hacia atrás,
cariño?
La mujer dentro de la jaula asintió y estampó su cuerpo contra la parte
trasera de la jaula. Drea tomó aire y apuntó con más cuidado y precisión del
que había tenido nunca en su vida. Bang.
Pero esta vez, en lugar de quitar una vida, la salvaba.
La mujer en la jaula dejó escapar un grito amortiguado, pero a
continuación Drea abrió la puerta y la ayudó a salir a rastras hacia la
libertad.
Por todo el sótano estallaron gritos de alegría que resonaron en las
paredes de hormigón. La mujer que Drea acababa de liberar comenzó a
llorar y envolvió a Drea en un abrazo mientras esta le ayudaba a ponerse de
pie.
—Oh, gracias. ¡Gracias, gracias!
Drea no podía distinguir si el cabello de la chica era rubio o castaño por
lo sucio que estaba, y a juzgar por el olor que emanaba de ella, era evidente
que las duchas no eran frecuentes. Al pasar a la siguiente jaula, vio otra
razón para aquel hedor. Cada una de las chicas tenía un cubo en una esquina
de su jaula. Un maldito cubo.
«Ese es el legado de tu padre».
Drea apretó los dientes y levantó su arma. La mujer en esta jaula ya se
había acomodado bien atrás, lista para ella.
—Bien —escuchó Drea desde atrás—. Me alegra que las hayas
encontrado.
Drea se dio vuelta y vio a Garrett desdeñosamente. ¿Por qué diablos no
le había dicho del sótano de una vez?
Como anticipándose a su pregunta, Garrett se paró con la espalda recta.
—Tenía que asegurarme de que el edificio fuese seguro. Antes que
nada, tenía que comprobar que estuvieses a salvo.
—Empieza con el otro lado de la sala —le gritó ella—, pero ten
cuidado. Si le pasa algo a alguna de estas mujeres no olvides que todavía
tengo mi navaja.
Garrett hizo una breve pausa antes de contestar.
—Sí, señora.
Así, continuaron liberando a mujer tras mujer. A medida que se
adentraban en el sótano, las jaulas empezaban a apilarse de a dos. Algunas
de las mujeres no podían ni mantenerse en pie de tan desgastados que
estaban sus músculos. Para cuando terminaron habían liberado a treinta y
tres mujeres de las jaulas, además de las doce de arriba. Habrían sido treinta
y cinco, pero encontraron a dos muertas por desnutrición.
—Nos alimentan una vez al día, pero ellas perdieron la voluntad de
vivir —explicó Gisela.
Había empezado a organizar a las mujeres a medida que iban
liberándolas. Garrett y Billy habían subido a traer ropa, mantas y comida, y
Gisela rápidamente comenzó a repartir todo, consiguiendo que las mujeres
más fuertes la ayudaran con las que estaban más débiles.
Otra de las chicas asintió ante aquello.
—No querían comer ni hacer otra cosa más que languidecer en sus
jaulas esperando la muerte.
Drea trató de que aquello no le afectara mientras ayudaba a la última de
las chicas a salir de su jaula. Era una de las jaulas apiladas, la que estaba
justo debajo de la jaula de una de las chicas muertas.
Temblaba tanto que Drea tuvo que ayudarla a ponerse de pie. Gisela se
apresuró a ayudar.
—Está bien, Maya. Ya eres libre. Nadie volverá a hacerte daño.
En el rostro de Drea apareció un gesto de dolor ante esa afirmación. En
el pasado había hecho promesas similares; había estado tan segura de poder
proteger a las mujeres que había intentado salvar en Tierra sin Hombres, tan
segura de sí misma.
—¿Y ahora qué? —preguntó Gisela dirigiéndose a Drea, mirándola con
sus brillantes ojos café, llenos de expectativas.
Llevaba una camiseta de los Calaveras Negras que le llegaba hasta las
rodillas, el cual hacía que su ya diminuto cuerpo se viese pequeño.
Seguramente estaba tan hambrienta como todas las demás, pero no había
probado ni un bocado de la comida que Garrett había traído.
—Bueno —dijo Drea—, primero subamos y salgamos de este sótano
apestoso.
Gisela asintió y aplaudió.
—Bien, chicas. Subamos las escaleras, dejemos este asqueroso agujero
atrás de una vez por todas.
Más vítores se alzaron en el sótano. Era como si hubieran estado
esperando el permiso, y cuando se los dieron asaltaron la escalera que
conducía al primer piso. Gisela tuvo que salir al paso a organizarlas para
que no se lastimaran en su premura por subir.
Drea le echó una mirada a Garrett.
—¿Fortificaste la base como te indiqué?
Él asintió.
—Aseguré muy bien a este bebé. Encontré a tres más escondidos, el
resto huyó.
Drea asintió. Llamar a este lugar « base» de la pandilla era digno de
risa. La base en la que creció había sido un cuartel para oficiales retirados
del ejército, lejos de lo que uno llamaría un espacio particularmente
atractivo, mientras que este lugar parece haber sido un edificio de oficinas o
de pisos antes de El Declive.
Aunque habían reemplazado las puertas exteriores por otras de acero, y
tapiaron lo que claramente había sido alguna vez la fachada de cristal del
lugar, solo era moderadamente resistente. Tal vez si hubieran tenido más
tiempo, pero no era el caso, porque pronto habría un enjambre de
motociclistas furiosos regresando cuando descubrieran que la llamada por la
que habían salido de la base era falsa. Drea dio un vistazo al reloj, tenían
diez minutos. Quince como mucho.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó Gisela una vez que Drea alcanzó el
primer piso junto a Maya y se reunieron con las otras chicas que habían
empezado a asaltar las cocinas.
—Primero, come. —Drea tomó un panecillo de la bolsa que Billy había
traído.
Tanto Gisela como Maya se alejaron de él cuando pasó por allí. No era
de extrañar, considerando todo lo que habían pasado a merced de esos
hombres. La mirada de Drea se posó entonces sobre Garrett. Las chicas no
parecían más asustadas de él que de Billy, ¿significaba eso que no habían
tenido ninguna interacción directa?
De cualquier modo, trabajaba para la pandilla que las traficaba, y lo
había hecho durante los últimos ocho años. Sabía lo que hacían, e igual se
había quedado. Garrett le devolvió la mirada como si pudiera sentir sus ojos
clavados sobre él, haciéndola desviar la vista de vuelta a Gisela de
inmediato.
Tras eso, miró al conjunto de mujeres. Algunas estaban acurrucadas
entre sí, aferrándose unas a otras; otras más estaban por ahí solas,
rodeándose con los brazos y meciéndose de atrás hacia adelante; muchas
otras más estaban en el suelo, tal vez porque sus piernas no eran lo
suficientemente fuertes como para mantenerlas de pie.
Drea tragó saliva, pero luego se obligó a pararse firme y habló.
—Tienen que apresurarse. La mitad de la pandilla estará de vuelta en
cualquier momento.
Sus palabras fueron recibidas con gritos de conmoción y miedo.
—¿Adónde iremos? —preguntó una de las chicas—. No tenemos
adónde ir, nos volverá a atrapar otra persona, seremos esclavizadas de
nuevo.
—Además —intervino Gisela al tiempo que pateaba a uno de los
hombres que yacía en un charco de sangre en el suelo después de que Drea
le disparara en la cabeza—, estamos cansadas de huir. Queremos luchar,
como tú.
Algunas otras voces hicieron eco de ese deseo, y las demás parecían
estar aterradas. Drea se llevó una mano a la frente. Maldición, esto no era
parte del plan.
Volvió a ver al montón de chicas medio muertas de hambre. Varias
seguían atiborrándose de comida a tal velocidad que seguro se enfermarían,
mientras que otras batallaban con prendas que eran demasiado grandes para
su talla.
Drea nunca había visto un ejército más desgarbado. Miró el reloj: siete
minutos. No tenían tiempo para quedarse ahí rascándose el trasero sin hacer
nada.
—¿Alguien sabe cómo disparar un arma?
Ocho de las cuarenta y cinco chicas levantaron la mano, y Gisela dio un
paso adelante.
—Yo era la mejor entre mis amigas en los juegos de disparos en primera
persona en línea cuando era pequeña.
—Dios santo —exclamó Billy parado detrás de Drea.
—¡Cállate! —lo reprendió Drea. Después volvió a dirigirse al grupo de
mujeres—. Bien, cualquiera que quiera pelear puede hacerlo. Garrett, Billy,
¿reunieron las armas que sacamos de los cuerpos?
—Hice algo todavía mejor —Garrett sonrió—. Fui a dar un paseíto por
la armería. —Se acercó a una segunda bolsa de lona y la abrió. Estaba hasta
reventar de armas; ametralladoras, fusiles y pistolas.
En el rostro de Drea se dibujó una sonrisa.
—Sabía que había una razón para mantenerte cerca.
Su comentario fue espontáneo, pero la expresión en la cara de Garrett se
tornó seria.
—Te juro, Drea, que haré lo que sea necesario para resarcirte por todo.
Drea se limitó a sacudir la cabeza negativamente.
—No es a mí a quien tienes que compensar.
Garrett tragó saliva, echó una mirada por la habitación repleta de
mujeres que habían sido esclavizadas y asintió. Extendió la bolsa con armas
y Drea hizo avanzar una a una a las mujeres.
—Vamos, vamos, no hay tiempo para ser tímidas, apresúrense. Tengo
un plan.
CAPÍTULO 8
GARRET
A Garrett le parecía que llevaba amando a Drea Valentine desde la primera
vez que respiró su mismo aire. Aún recordaba la primera vez que puso los
ojos sobre ella, sentía que era como su primer recuerdo.
Esa melena rubia suya brillaba bajo el sol cuando bajó de la camioneta
de su padre. Se veía diminuta parada junto a Domino, parecía que solo le
llegaba a la cadera, y era tan delgada que Garrett tenía la certeza de que sus
huesos tenían que estar huecos como los de un pájaro, y que ella echaría a
volar en cualquier momento. Justo desde donde estaba, despegaría del
pavimento hacia las grandes nubes en lo alto, como un ángel. Eso es lo que
él pensaba que era: un ángel que había bajado del cielo.
Aunque Garrett no entendía por qué un angelito vendría a visitar a
Domino. El señor Valentine era un hijo de perra aterrador, incluso en esos
tiempos. Los recuerdos que Garrett tenía antes de Drea eran pesadillas con
la cara huesuda de su padre. En el sueño, venía a llevárselo en medio de la
noche, flotando por el pasillo. Abría las fauces y lo engullía de un bocado, y
Garrett despertaba gritando, haciendo que su madre entrase en la habitación
y lo hiciese callar para evitar que despertase a su padre.
Porque Manubrio también era un hijo de perra malicioso y temible.
Resultó que mamá se hartó de pasarse la vida cubierta de moretones y de
que le fracturasen los huesos, por lo que no pasó mucho tiempo antes de
que se marchara. Dejó una nota para Garrett que decía: «Mamá te ama».
Garrett durmió con esa nota bajo su almohada durante un año, hasta que
Manubrio la descubrió y le dio una paliza tan brutal, que estuvo caminando
raro durante un mes. No era tonto, al menos no tan tonto como todo el
mundo pensaba. Había pensado que era mejor aferrarse a Drea
intensamente porque todo lo demás en su vida era una mierda.
Y entonces, ahí estaba ella: hermosa, inocente, buena.
Y triste.
Lucía tan triste a veces.
La vio sola en el patio de la base, jugando en la arena con un palo, con
lágrimas deslizándose por sus dulces mejillitas sonrosadas entre el polvo
que el viento de Texas parecía alborotar todo el tiempo.
Eran los únicos dos niños que vivían en la base a tiempo completo, así
que se sentó a su lado y cogió un palo también.
Guardó silencio. Aprendió muy pronto que ella huiría si intentaba
hablarle, así que no dijo ni una palabra; simplemente se puso a hurgar la
arena. Inicialmente ella seguía mostrándose muy evasiva, se iba hacia el
otro lado del arenero para alejarse de él, pero al menos no volvió a salir
corriendo de vuelta a la base, así que Garrett lo consideró un progreso.
A medida que pasaba el primer mes y él seguía saliendo al patio cada
tarde después de la escuela, todos los días, ella dejaba de alejarse. Cada día
se quedaba más y más cerca, hasta que, por fin, en un día mágico, esos ojos
tan, tan azules, voltearon a verlo.
Contuvo el aliento por un momento en su diminuto pecho.
¿Acaso le hablaría por fin?
—Lo estás haciendo mal.
Tras esas palabras, siguió removiendo la arena como si no hubiera
acabado de sacudir su mundo entero y abrirle el pecho de par en par para
meterse en su corazón para siempre.
Drea le había hablado.
A él.
Y lo había mirado.
Y ahora estaba sentada justo a su lado, no se había ido.
Se casaría con esa chica. Lo decidió en ese momento.
Contempló unos segundos a la Drea de la actualidad. Ya no era ningún
angelito, ahora era una diosa guerrera. Lo que la vio hacer hace un rato…
por todos los cielos.
Ahora, le entregaba un arma a cada mujer que quisiera luchar, luego las
conducía al garaje enorme de abajo y las hacía esconderse detrás de motos,
autos, cubiertas, cualquier cosa que pudieran usar.
Era increíblemente hermosa, estaba completamente chiflada, y era una
completa locura lo preciosa que era.
Garrett se ocultó agazapándose tras de una enorme Harley modelo
Shovelhead, tan cerca de Drea como le fuese posible. La notaba muy tensa
mientras esperaban que los motociclistas regresaran al garaje.
Garrett había estado en este trabajo por mucho tiempo; demasiado
tiempo, de hecho. Había estado inmerso en guerras territoriales con los
carteles incluso antes de que El Declive tuviese lugar, y después, demonios,
fue una guerra sin cuartel durante media década. Sin embargo, nunca había
visto a nadie tan tranquilo en los momentos previos a la batalla como lo
estaba ahora la increíble Drea Valentine.
Apenas y podía distinguir los movimientos de su pecho. Respiraba
tranquilamente mientras mantenía la mirada clavada en el espacio entre el
guardafangos y la horquilla, limitándose a presionar el control remoto para
cerrar la puerta del garaje cuando la última moto entró.
Esa era la señal, y sus guerreras respondieron a pesar de que Drea no
había tenido más que unos minutos para esbozar el plan. Garrett estaba
entre esos guerreros. Se levantó sosteniendo su subametralladora Thompson
M2053 y dejó a esa belleza trabajar.
¿Quince mujeres enojadas con quince subametralladoras? ¿Además de
Garrett? Por supuesto que todo acabó en cuestión de minutos. El ejército de
Drea se había alineado en un lateral del garaje para evitar el fuego amistoso,
y hasta las mujeres que nunca habían disparado un arma más que en un
videojuego de niñas aprendieron rápidamente.
Garrett no dejó de notar la mezcla de lágrimas, sonrisas y satisfacción
en los rostros de estas mujeres. Puede que fuera una forma sangrienta de
pasar página, pero Drea sabía que era exactamente lo que necesitaban:
darles su justo merecido a los bastardos que las lastimaron, las torturaron y
que las vendieron como si fueran ganado.
Contempló los cuerpos de los hombres que alguna vez lo llamaron
«hermano» y sintió… nada. Diablos, eso no era verdad. Sintió un enorme
alivio, y eso fue todo.
Era como si hubiera estado atrapado en un auto que se hundía bajo el
agua, y solo quedaba una burbuja de aire en la parte superior y estuviera
jadeando por su vida, sobreviviendo minuto a minuto, segundo a segundo,
seguro de que el final estaba cerca.
Y a la vuelta de la esquina veía a la parca, acechándolo, esperando para
llevarlo al infierno. Así que seguía intentando respirar y le rezaba a Dios,
aunque sabía que no tenía derecho a hacerlo.
Garrett sabía cuál era el principal negocio de la pandilla, siempre lo
supo. Manubrio se encargó de que lo supiera. Como regalo para su
cumpleaños dieciséis, trató de hacer que Garrett perdiera su virginidad con
una chica de los muelles que su querido padre había atado a una cama.
Fue justo antes de todo el asunto con el padre de Drea, y poco después
de que el hombro de Garrett se recuperara de la cirugía. Que tu padre te
golpee con un bate de béisbol con tal brutalidad que te destroce el hombro
hasta necesitar una prótesis de omóplato, vaya, eso sí que te hace pensarlo
dos veces antes de decirle a tu padre que se vaya a la mierda, o rechazarle
cualquier regalo.
No, Garrett no tuvo sexo con la chica.
Garrett estuvo golpeando la cama contra la pared durante cinco minutos
mientras se disculpaba con abnegación ante la chica, aunque sabía que no
importaba, pues a ella la devolverían a los muelles, dondequiera que fuera
eso. Manubrio se había limitado a contarle solo lo suficiente para
provocarle pesadillas, sin revelarle nada que le permitiera hacer algo al
respecto.
De todos modos, no es como si hubiese hecho algo al respecto cuando
finalmente se enteró de los detalles del negocio. No por un tiempo, al
menos.
El mundo se había volteado patas arriba para ese momento. Todo el plan
de acudir con el FBI y hundir a su padre y al resto de la pandilla con la
información que había recolectado se fue por el maldito desagüe.
¿Cuál FBI? ¿Cuál policía?
Los Calaveras no hicieron más que radicalizar su brutalidad después de
El Declive, y, aun así, un viaje de pesadilla que hizo al territorio de la
Alianza del Sur por negocios de los Calaveras fue suficiente para
convencerlo de que por muy terribles que fueran, eran un infierno conocido.
Al menos los Calaveras no vendían gente como esclavos para que se los
comieran. Quizás ese era un estándar muy bajo, ¡pero por el amor de Dios!
Y desde adentro, Garrett tenía una oportunidad muy ínfima de subvertir
el sistema. Aun así, sabía que, si alguna de las chicas desaparecía justo
después de que él ingresara como miembro de la pandilla, sería sospechoso.
Manubrio siempre había pensado que era demasiado blando, aun después de
que lo nombraran el encargado de disciplina en la pandilla y pasara todo el
día golpeando a la gente con sus puños.
No, Garrett esperó por siete meses antes de hacer su primer movimiento
y salvar a la primera chica. Encontrar un lugar seguro para que se quedara
también fue engorroso, pero lo logró, y lo hizo en silencio.
Garrett hizo que pareciera que murió en un accidente de auto en la
última etapa de la entrega al cliente. En los siguientes años se encargó de
que ocurrieran varios accidentes de esa naturaleza.
Su mayor orgullo era el barco que se perdió en el mar cargando a doce
chicas en el Golfo de México, en un viaje de Galveston a Nueva Orleans.
Abordó una lancha en medio de la noche, se deshizo del capitán, recogió a
las chicas y hundió el barco. Garrett había contactado a la familia de dos de
las chicas, y ellos habían aceptado recibir a las demás y encontrarles
refugios seguros.
Tras ese incidente, Suicidio empezó a sospechar, y puso de cabeza toda
la maldita base buscando al traidor, pero Garrett era hábil fingiendo ser
grandullón, tonto y complaciente. Así era como Manubrio lo había tratado
toda su vida, así que todos, hasta el mismísimo jefe, lo creyeron; y eso que
Suicidio solía ser mucho más astuto cuando se trataba de leer a la gente.
Sucede que, a veces, si tienes algo justo bajo tus narices, siempre estará en
un punto ciego. Ese era Garrett, un enorme punto ciego de un metro ochenta
y cien kilos.
Pero, en total, tan solo salvó a diecinueve chicas.
Diecinueve de las cien, tal vez incluso miles, que tenían. Ni de lejos
había sido suficiente.
Pero fue la manera que encontró para justificar su existencia en este
mundo. Era la razón por la que no dejaba que el agua lo terminase de
ahogar. La razón por la que no se había metido una pistola en la boca y
apretado el maldito gatillo.
Aunque lo más probable era que, en el fondo, le aterrorizara que no
fuera más que la excusa de un cobarde. Un mejor hombre habría encontrado
una manera de salvar a más chicas.
O una mejor mujer.
Garrett se quedó mirando fijamente a Drea mientras esta estaba
inclinada sobre el escritorio para examinar un mapa. Demonios, había
resultado ser mucho más asombrosa de lo que Garrett pudo haber
imaginado, y eso que había pensado mucho en ella, y había imaginado
muchas cosas.
—¿Qué pasa? —preguntó Drea. Un destello se reflejó en sus ojos
celestes cuando volteó a mirarlo—. ¿Por qué me estás mirando así?
Garrett le sonrió.
—Tan solo recordaba el día en que me dijiste que no estaba jugando
bien con la arena, en el patio de la base.
Drea soltó un bufido.
—Bueno, es que no lo estabas haciendo bien. El objetivo era
precisamente dejarlo todo uniforme para poder hacer figuras en la arena, y
luego volver a aplanarlo todo de nuevo. Tú solo la alborotabas.
Hizo una demostración de cómo alborotaba la arena, haciendo el sonido
del palo removiéndola. Garrett sacudió la cabeza en negación. Como era
frecuente tratándose de él, Drea lo entendió todo mal. El objetivo, para él,
era poder pasar tiempo con ella.
—Muy bien —dijo repentinamente, irguiéndose después de haberle
dado vueltas a una zona en el mapa por un rato—. Lo que harás será ir a
esta casa aquí, justo a la salida de la autopista, la primera, 483 Sycamore
Lane. Lo dejamos en el dormitorio de arriba, y ahora está en malas
condiciones, así que sé delicado cuando lo muevas, ¿está bien? Y lleva un
galón de agua para asegurarte de que esté hidratado.
Por todos los cielos, tenía los labios más cautivantes en la tierra del
señor.
—Garrett.
El labio superior tenía la forma de un pequeño arco, tan rosado, aunque
le constaba que Drea preferiría sacarse los ojos antes que usar lápiz labial.
—¡Garrett!
—¿Qué? —Reaccionó de repente—. Lo siento. Lo tengo: agua, primera
casa a la izquierda, arriba.
Puso una mano sobre la suya, y el contacto de su piel fue como una
corriente eléctrica que viajó directo a su corazón y a su pene. Diablos,
probablemente Drea se enojaría si notaba su erección, considerando que por
el momento estaba muy preocupada por este amigo suyo.
Vaya que le preocupaba este amigo.
—¿Y quién es este hombre? ¿Un novio o algo así?
—¡No! Dios. —Volvió a volcar la vista al mapa y murmuró—. ¿Por qué
todos siguen preguntando eso?
La forma en que se apresuró a apartar la mirada, aunado al rubor en sus
mejillas, le decía otra cosa. «No es que sea de tu incumbencia», se dijo
Garrett. Ya no era un niñito, ya la vida le había enseñado suficientes
lecciones como para comprender que no era el tipo de hombre que se
quedaba con la chica.
—No te preocupes, Bellísima —aseguró—. Yo me encargo de esto.
CAPÍTULO 9
DREA
—¿Y ahora qué haremos? —le preguntó Gisela a Drea, apiñándose con el
resto de chicas a su alrededor.
Drea retrocedió. Un momento, quería levantar una mano y decirles,
bien, chicas, vamos todos a tomarnos las cosas con calma por un puto
segundo.
Pero hace solo un par de horas estas mujeres habían estado… Drea se
estremeció recordando las jaulas. Y ahora se veían… Miró todos los rostros
esperanzados que la rodeaban. Ah, demonios. ¿Así se sentía el Flautista de
Hamelín?
—Bien —empezó a decir esperando que su voz sonara más determinada
de lo que se sentía—. Necesitamos fortificar este lugar. Quizás contemos
con esta noche o un poco más de tiempo antes de que Tillerman se entere de
lo que pasó aquí y…
—¿Quién? —preguntaron varias chicas.
Drea rechinó los dientes.
—Al que llaman Suicidio. Tenemos algo de tiempo antes de que
Suicidio descubra lo que ocurrió. —Odiaba alimentar el ego de ese bastardo
llamándolo por su estúpido apodo de carretera, pero bien, sería más fácil
para todas si simplemente usaba el nombre que conocían—. Volvimos a
conectar la electricidad, y debería ser seguro pasar la noche aquí. Galveston
está a no más de tres horas de viaje, pero no creo que Suicidio nos ataque
frontalmente hasta…
—Suicidio ya no está en Galveston.
Espera… ¿qué?
Varias chicas alrededor de la que habló asintieron.
—Pues, ¿dónde está? —inquirió Drea.
—Se apoderó de San Antonio —contestó Gisela—. Ahora es territorio
de los Calaveras Negras. Escuché a Bulto y a los demás hablando sobre eso.
Están trabajando muy de cerca con Travis.
Maldición.
—¿Qué hizo con las mujeres? —prosiguió Drea—. Con todas las
mujeres que tenía cautivas en la isla de Tierra sin Hombres.
Gisela se encogió de hombros, pero otra chica dio un paso adelante, una
rubia delgada que era más huesos que chica. Todo su cuerpo temblaba,
como una hoja en el viento.
—Escuché a Drogo hablando algo sobre unas chicas. Dijo que Suicidio
llevaba con él todo un harén cuando capturó San Antonio.
—Hijo de puta —bramó Drea.
Respiró hondo tratando de calmarse. Conseguiría liberar a sus
compañeras, solo que podría tomarle algo más de tiempo ahora. Mientras
tanto, estas mujeres contaban con ella ahora.
—Bien. Por ahora eso es bueno para nosotras. Con todo el desastre que
Travis está provocando, Suicidio estará demasiado ocupado con la guerra
civil que está a punto de estallar.
Drea echó una mirada entre el grupo de mujeres. Dondequiera que
mirase, veía clavículas prominentes y pómulos demasiado marcados, y si se
levantaran las camisas para mostrarle sus vientres, seguramente podría
verles las costillas. Con que tuvieran vagina bastaba para vender a estas
mujeres, no había necesidad de alimentarlas.
Volvió a respirar hondo y se concentró en la tarea que tenía por delante.
—Fortificaremos la base y nos quedaremos aquí un par de semanas.
Tenemos que alimentarlas y ponerlas saludables, chicas.
Señaló a Billy con un gesto de la cabeza.
—Billy es médico.
No se le escapó el hecho de que varias de ellas aún parecían temerle.
—No las lastimará. Si les pone como mínimo una mano encima, me
avisan y le cortaré las pelotas. —La imagen de Bulto le vino a la mente—.
Saben que soy buena para eso.
Las risas estallaron entre la multitud, y Billy se paró detrás de ella
cruzando los brazos sobre su ingle, protegiendo sus joyas de la corona.
—No, pero en serio, es uno de los buenos.
Al decirlo, sus miradas se cruzaron, y Billy frunció el ceño, como si
estuviera confundido, pero también conmovido de que Drea dijera algo así.
Era cierto, no tenía por qué ayudarla. Había arriesgado su vida por ella, una
completa desconocida.
«No, no por ti… solo te ayudó pensando en conseguir su recompensa».
Drea frunció el ceño y miró hacia las chicas de nuevo.
—Bien, primero lo primero: sírvanse lo que quieran en la cocina. Traten
de no comer demasiado, ni muy rápido. Entonces podremos…
—¡Belladona! Pulga volvió con el hombre que mandaste a buscar.
Drea ni siquiera trató de mantener su dignidad. Salió corriendo de la
habitación hacia la entrada del vestíbulo, donde Garrett ayudaba, o más bien
arrastraba a Eric para que pasara por la puerta.
—¡Eric! —gritó Drea.
Cielos, tenía mucho peor aspecto que cuando lo dejaron, tan solo unas
horas atrás. Sus mejillas conservaban el rubor, pero el resto de su piel había
adoptado un extraño tono ceroso, y tenía los ojos entrecerrados. Drea no
estaba segura de que Eric pudiera comprender lo que pasaba a su alrededor.
—Vamos, llevémoslo hasta el ascensor. —Se volvió hacia las chicas—.
Gisela, ¿a qué apartamento deberíamos ir?
Gisela corrió hasta donde estaban y le mostró una tarjeta de acceso.
—Esta es una llave maestra. En el cuarto piso, apartamento 401, a la
izquierda del ascensor. Bulto lo reservaba para huéspedes, debería estar
limpio.
Drea asintió, dirigiendo la mirada hacia Billy mientras aún hablaba con
Gisela.
—¿Y la farmacia? Vamos a necesitar antibióticos.
—Cualquier cosa de ese estilo, todo producto así, está en el segundo
piso —le susurró Gisela—. Lo almacenan en una habitación cerrada con
cerrojo, para abrirla se necesitan llaves de las viejas.
Gisela le mostró el mismo llavero antiguo de antes. Era extraño ver
antigüedades como esas en un apartamento tan moderno, pero Drea las
agarró y le hizo señas a Gisela para que caminara.
—Ven con nosotros y muéstrame dónde es.
—Puede venir Maya también —dijo Gisela—, solía estudiar enfermería.
Drea hizo un gesto afirmativo mientras ayudaba a que Garrett metiera a
Eric en el ascensor. Las otras chicas se les unieron, junto con Billy. Drea
podría jurar que sentía la energía emanando de su cuerpo con cada segundo
que se acercaban a conseguir por fin sus pastillas, lo cual la hizo rabiar.
Le lanzó una mirada desdeñosa.
—Primero lo ayudarás, después no me importa qué diablos hagas, con
tal de que mañana por la tarde estés sobrio de nuevo para empezar a revisar
a las chicas, ¿entendido?
Billy parecía ofendido por sus palabras, o su tono, o algo así. Pues qué
pena.
Él era lo que era, y Drea no era tan tonta como para pensar que
mágicamente se había transformado en un buen tipo que se preocupaba por
algo que no fuera su próxima dosis de droga. No podía estar drogado todo
lo que quisiera, porque ella todavía lo necesitaba mucho.
Primero llevaron a Eric al cuarto piso y lo instalaron en una de las tres
habitaciones, luego todos se encaminaron al piso dos y hacia la habitación
cerrada.
Este complejo de apartamentos era muy moderno, seguramente había
sido construido justo antes de El Declive. Tenía muchas ventanas y estaba
muy iluminado. Muchas de las luces estaban fundidas, pero la impresión era
casi mágica después de acostumbrarse a un mundo que, a excepción de la
luz del fuego, se oscurecía por completo al ocultarse el sol.
Pasaron por una pequeña sala de estar abierta, una sala de juegos con
varias mesas de billar, y lo que parecía ser una sala de conferencias.
Las paredes de cristal entre algunas de las habitaciones tenían grietas
por golpes, mientras que otros muros estaban totalmente destruidos, y todo
lo demás estaba sucio. Las alfombras estaban mugrientas y había un olor
amargo flotando en el aire.
—Motociclistas —murmuró Drea asqueada al tiempo que Gisela ponía
una llave en la cerradura de una puerta al final del pasillo. Era la única
habitación con paredes sólidas en lugar de cristal, e incluía una robusta
puerta metálica con un escáner biométrico.
—Necesitamos la tarjeta de acceso también —dijo Gisela, mirando más
de cerca el aparato—, y parece que también requiere una huella de la mano
y un escaneo ocular.
Drea había tomado la tarjeta de Bulto. La levantó, y al escanearla una
cerradura hizo clic, pero la puerta no se abrió.
—¿De quién son las huellas? —preguntó Billy.
—Iré a buscar a Bulto —se ofreció Garrett.
Drea tuvo que tragarse su bilis solo de pensar en arrastrar el cadáver de
ese hombre por el edificio para poder abrir puertas secretas. Pero cuando
Garrett reapareció unos minutos después, no estaba arrastrando un cuerpo,
tan solo sostenía entre sus manos una toalla ensangrentada.
Drea luchó por no darse vuelta del asco que le produjo darse cuenta de
lo que aquello significaba. Se concentró en la misión que tenían que
cumplir, y pasó la tarjeta frente al censor. Cuando fue requerido, Garrett
puso el muñón de la mano de Bulto en la placa de escaneo.
—¿Quién sabe cómo reprogramar esta porquería? —preguntó Drea—.
Porque no nos vamos a quedar con el cadáver de ese bastardo.
—Creo que Carrie es hábil con las computadoras —respondió Gisela—.
Hacía una pasantía en Silicon Valley, y recién volvía a casa a pasar unas
semanas cuando inició todo lo del Exterminador.
Drea asintió.
—Que ella se encargue. —Empujó la puerta tan pronto como la
cerradura se abrió y detuvo el paso ante lo que vio—. Santo Dios.
—Santos cielos —replicó Billy detrás de ella.
Drea se dio media vuelta, mostrándole el índice levantado a manera de
advertencia, pero lo encontró con las manos en alto.
—Lo sé, lo sé. Estamos aquí solo por Eric.
—Bien.
Drea volvió a mirar los estantes repletos de bloques de heroína.
—Este edificio casi no estaba fortificado. —Sacudió la cabeza de un
lado a otro—. ¿Y tenían esta cantidad de mercancía aquí arriba?
Había estantes y más estantes llenos de bloques blancos, y aún más
estantes llenos de todo tipo de drogas prescritas. Dios, parecía que la mitad
de la mercancía obtenida en redadas en el sur de Texas terminó aquí.
—Son los amos de esta zona —explicó Gisela—. Matan y aterrorizan a
la gente del pueblo. ¿Quién iba a desafiar a los Calaveras Negras en su
propio territorio?
Drea negó con la cabeza.
—Bueno, mira lo fácil que fue derribar a los amos. Solo hizo falta una
chica y su fiel compañero. —Le dio una palmada en el hombro a Billy, un
poco más fuerte de lo estrictamente necesario.
Él estaba dedicándole esa mirada tan rara en la que la veía con una
expresión aturdida. ¿Estaría abrumado viendo tantas drogas? Dios, tendría
que vigilarlo para que no tuviera una sobredosis, ¿verdad? Sería demasiado
fácil que ocurriera con acceso a tanta heroína.
—Oye. —Drea se puso delante de su cara—. Concéntrate. Busca
antibióticos y cualquier otra cosa que necesites para el procedimiento.
—Yo ayudaré —intervino Maya entrando inadvertidamente en la sala.
Drea por poco olvida que esa pequeña mujer estaba allí.
Billy reaccionó y empezó a escudriñar la habitación. No era muy
grande, era más grande que un armario, pero más pequeña que una sala de
conferencias. Tal vez del tamaño de un almacén. Caminó por entre la
multitud de estantes.
Fue Maya quien, unos momentos después, anunció:
—Aquí, los antibióticos están por aquí.
Drea recorrió las estanterías rápidamente y vio a Billy metiendo
suministros médicos en una bolsa de lona negra.
Vendas, una jeringa sellada, algo que parecía un equipo de sutura, una
gran botella plástica de peróxido de hidrógeno, y otros materiales más que
Drea pensó que podrían servir para fabricar el yeso. Luego cerró la
cremallera y estuvieron listos.
Maya apareció por una esquina con varias ampollas pequeñas de líquido
transparente y un frasco de pastillas. Billy los examinó y asintió antes de
devolvérselos.
—Cuida esto por mí.
Drea no veía la hora de volver con Eric.
—Abre la puerta —le dijo a Gisela por encima del hombro mientras se
apuraba en llegar al ascensor—. Y haz que Carrie vea qué puede hacer para
reprogramar ese escáner biométrico.
—Está bien, pero puede que necesitemos que bajes para escanear tu ojo
y tu huella.
Drea respondió negando con la cabeza.
—Usa tu ojo y mano, y dale acceso a cualquier otra persona en la que
confíes. Te dejo a cargo de esta habitación.
Drea golpeó el botón de la puerta del ascensor y se metió.
Apenas escuchó a Gisela preguntar:
—¿En serio?
Volteó a mirarla.
—Sí, por supuesto.
Lo último que vio antes de que se cerraran las puertas fue la expresión
anonadada pero satisfecha de Gisela.

BILLY Y MAYA tardaron más de una hora en limpiar y esterilizar las


heridas de Eric, y Drea estuvo presente durante cada sangriento momento.
El corte profundo en la parte superior del brazo de Eric se había inflamado
por la infección.
Afortunadamente, uno de los tesoros que encontraron en el Armario
Mágico de las Drogas había sido morfina. A Drea no le importaba si era un
desperdicio gastarla en alguien que no iba a una cirugía mayor. Eric era
su… su... su amigo; era su amigo, por todos los cielos, y en esta situación
en particular se olvidaría del bien mayor y toda esa basura.
Por fin, por fin, Billy terminó de limpiar todas las heridas de Eric, había
suturado el corte grande, y estaba terminando de ponerle el yeso en el
antebrazo.
—Ya está —anunció Billy, aplicando el último trozo de rollo necesario
para terminar de crear el yeso de Eric—. En cuatro o seis semanas estará
como nuevo.
Drea inhaló profundamente y contuvo la respiración. Cielos, ¿acaso
estaba a punto de llorar? Diablos, oficialmente este día había sido
demasiado largo. Asintió y se apartó de Billy mientras intentaba componer
sus emociones. Empezaron el día sin comida, con un plan que no había
creído que tuviera mucha posibilidad de éxito, y con Eric medio muerto a
sus pies, y ahora…
Tragó saliva y cerró los ojos con fuerza por un largo rato. Dios, ella no
era de las que lloraban; había tomado el control como jefa de esta base de la
pandilla, era poderosa. ¡Le había arrancado el pene a un hombre, por el
amor de Dios!
Una mujer que había hecho todo eso no podía permitirse el lujo de tener
sentimientos estúpidos, no si iba a seguir adelante con todas las cosas que
tenía planeadas. Porque esta pelea no había terminado, acababa de empezar.
Eric estaba a salvo ahora, iba a estar bien. Drea se sentó en la cama a su
lado, todavía alejándose de la mirada de Billy.
Apretó firmemente la mano sana de Eric. Estaba sucia, todo su cuerpo
estaba sucio después de haber dormido en el suelo dos noches seguidas.
Se acercó al bolso que Billy había traído de la farmacia y buscó a tientas
hasta encontrar un paquete de toallas húmedas. Entonces, procedió a
quitarle la suciedad a Eric con cuidado, comenzando la limpieza por su
frente, continuando con su nariz ladeada y llegando hasta sus mejillas, una
y luego la otra. Él se agitó, girándose hacia donde ella lo tocaba, y a Drea se
le detuvo el corazón.
Pero antes de que pudiera siquiera intentar descifrar sus complejas
emociones, Billy habló por detrás de ella.
—Es un hombre afortunado.
Drea se pasó la mano por la cara en un intento por enjugarse las
lágrimas que pudieran o no haber estado allí y luego se giró hacia Billy con
una mirada severa.
—No sé de qué estás hablando.
Billy no la increpó por su mentira. No, tenía esa mirada en su rostro, la
misma que había tenido más temprano.
—Lo que hiciste hoy… —Su voz adoptó un tono más grave y su frente
se arrugó al tiempo que hacía un gesto apuntando detrás de él—. Enfrentar
a esos tipos, patearles el trasero por completo. —Negó con la cabeza—. Y
luego salvaste a todas esas mujeres. —Su ceño se arrugó mucho más—.
Pero no solo eso. Digo, sí las salvaste, pero hiciste más que eso. Tú, no sé…
también les diste una razón para vivir, un propósito. Cuando lo pierdes
todo… —Agachó la mirada—. No sabes cuán importante fue lo que hiciste
por ellas.
Drea sacudió la cabeza de un lado a otro.
—Solo hice lo que cualquiera hub…
—No —la interrumpió Billy bruscamente y volvió a mirarla a los ojos
—. Eso es una sucia mentira, nadie haría lo que tú acabas de hacer. Nadie
en todo el maldito mundo, créeme. —Rio cínicamente—. Rayos, he
conocido a mucha gente, y todos son unos imbéciles egoístas —continuó
manteniendo el contacto visual—. Yo soy un imbécil egoísta. —En ese
momento apareció en sus ojos un brillo frenético—. Pero no quiero serlo,
quiero dejarlo atrás. Gracias a ti. Puedo jurar que fui un buen sujeto alguna
vez, y me haces querer ser ese sujeto de nuevo. —A continuación, metió la
mano en su bolsillo y sacó un frasco de pastillas. Avanzó y con celeridad
estampó el frasco encima de la mesa de noche—. Aquí tienes, lo tomé
cuando estábamos en el armario de suministros.
Drea respiró hondo, sacudiendo la cabeza.
—Increíble.
Un adicto siempre sería adicto.
Billy hizo un gesto compungido, metió la mano en el otro bolsillo y
sacó tres pastillas más que echó sobre la mesita de noche junto al frasco.
—Y esas son las tres que ya había sacado del frasco.
Drea se levantó y lo encaró furiosa.
—¿Tomaste alguna antes de empezar curar a Eric?
—No, no, te juro que no —dijo Billy alzando las manos—. Lo juro por
la tumba de mi madre.
Por la forma en que su voz se ahogó al decirlo, a Drea le pareció que lo
decía en serio. De todos modos, era un maldito adicto. No importaba lo
honestas que fueran sus promesas hoy.
Se quedó mirándolo un momento.
Diablos, no podía lidiar con esto ahora mismo.
«¿Entonces qué? ¿Te desharás de él solo porque es problemático?».
—¡Maldición! —gritó Drea hundiéndose los dedos en el cabello y
masajeándose el cráneo.
Ella misma había sido un problema en el pasado, y la habían desechado
sin pensarlo dos veces, como si fuera la basura de la semana. Al enfrentarlo,
Billy puso una expresión de dolor, pero se mantuvo firme en su sitio,
dándole la cara, esperando a que decidiera su destino. Lo cual no era para
nada justo, Drea no era la salvadora de nadie.
—En primer lugar —agregó apuntándole la cara con un dedo—, no soy
perfecta. En absoluto. No me pongas en ningún maldito pedestal, porque
cuando me caiga de la maldita cosa no quiero tener que soportar tu basura,
¿entendido?
Billy asintió vigorosamente.
—En segundo lugar, ¿tienes más pastillas escondidas? ¿O alguna otra
cosa?
—No, eso era todo —agregó señalando a la mesita de noche.
—Pues no te creo —le dijo—, y no voy a creerte más, al menos no por
un tiempo muy largo, así que acostúmbrate. Ahora, vacíate los bolsillos.
Todos. Ponlos al revés.
Se apresuró a obedecer, poniendo sus bolsillos al revés.
—Los traseros también.
Así lo hizo.
—Zapatos y calcetines, quítatelos también. ¿Sabes qué? Mejor
desvístete, déjate solo los calzoncillos.
Billy se ruborizó hasta el cuello, pero estaba más que complacido de
bajarse los pantalones. Cuando lo estaba revisando, Drea no pudo evitar
notar su erección, haciendo que pusiera los ojos en blanco. Hombres.
Aunque claro, aún no se había cambiado del vestidito negro de femme
fatale, así que, ¿qué esperaba?
—En tercer lugar. —Levantó un tercer dedo para contar al retroceder
unos pasos—. Si vamos a hacer esto, debes comprometerte a hacerlo de
verdad, ¿lo entiendes? Conmigo vas a tener una sola oportunidad; lo
arriesgas todo. Sin segundas oportunidades. Entonces, ¿aceptas?
Billy abrió la boca enseguida y Drea se apresuró a poner una mano
sobre esta.
Todo su cuerpo se sacudió en respuesta al contacto, y Drea por poco
reculó, con la respiración acelerada. Pero ¿qué…?
Porque ella también lo había sentido.
Lo sintió descendiendo a lo largo de todo su pecho, vibrando directo a
sus genitales, y luego bajando hasta la punta de los pies.
Ella mantuvo la mano en su boca, pero de repente la conexión entre
ellos se sintió eléctrica. Tuvo que tragar saliva antes de poder hablar de
nuevo.
—Piénsalo bien —le advirtió. Su voz salía como poco más que un
susurro. Las palabras que le vinieron a la mente fueron «no me rompas el
corazón», pero lo que dijo fue—: Si rompes tu promesa, para mí estás
muerto.
Billy tragó saliva. Su manzana de Adán se movía de arriba a abajo, pero
no bajó la mirada. Drea finalmente apartó la mano de su boca.
—Te lo prometo.
—Muy bien. —Se apartó de él y se volvió hacia su propia bolsita.
Además de la Glock, le había añadido algunos otros tesoros que había
sacado del garaje. Le dio la espalda mientras sacaba uno de los objetos—.
Voy a hacer que respondas por esa promesa, pero ahora lo que necesito es
dormir, no ser tu niñera mientras empiezan los síntomas de abstinencia.
—No tendrás que hacerlo. Drea, te juro que…
Sintió que Billy se acercaba más a ella y se giró, cerrando una de las
esposas en su muñeca izquierda y la otra en su muñeca derecha.
—¿Qué? —exclamó sorprendido cuando la esposa de metal se cerró
alrededor de su muñeca.
—Pulg… —comenzó a gritar Drea antes de detenerse—. Garrett —
corrigió—. ¿Puedes venir?
Momentos después, Garrett apareció en la entrada. Frunció el ceño de
inmediato al verla esposando a Billy.
—Bella…
—Puaj, si te voy a llamar Garrett, tienes que parar con lo de Bella. Es
Drea. —Dio varios pasos al frente, arrastrando a Billy con ella. Posó su
mano libre en el brazo de Garrett y le dio un apretón—. Gracias por lo de
esta noche.
Él la miró con una sonrisa ladeada.
—Debo decir, Drea, que siempre fuiste un maldito dolor de cabeza. —
Su sonrisa desapareció paulatinamente y asintió una vez, con expresión
solemne—. Pero lo que hiciste esta noche era necesario. Era lo que se
merecía. —Clavó su mirada en el suelo y tragó saliva—. Hiciste lo que yo
nunca… Creía que, si rescataba a una chica ocasionalmente, entonces
podría…
Se calló de repente y sacudió la cabeza, contrariado. Luego se movió
para alejarse de Drea, pero ella lo tomó del brazo para detenerlo.
¿Él rescataba chicas?
Lo miró con detenimiento y supo que no le contaría más nada si le
preguntaba al respecto. Pero eso quería decir que Drea estaba en lo
correcto, Garrett era un buen hombre y valía la pena salvarlo esta noche.
Drea lo abrazó. Tenía la intención de que durase poco, pero él también la
abrazó muy, muy fuerte. Lo único incómodo era que ella seguía esposada a
Billy.
Pero estar rodeada por el cálido abrazo de oso de Garrett se sentía muy
bien. La hacía sentir a salvo… y aterrada al mismo tiempo, porque todos le
decían que era una mujer fuerte, que esta noche había logrado lo imposible,
que era una especie de salvadora. ¿No se daban cuenta de que pendía de un
hilo? ¿No veían que cada momento allí, bailando frente a Bulto, había
estado a milisegundos de volverse completamente loca, segura de que iba a
morir?
Cuando se subió al regazo de Bulto, llevó la mano hasta sus genitales y
fingió darse placer mientras buscaba la navaja que había ocultado en su
vagina, pero su corazón se detuvo durante unos tres segundos porque no
podía encontrarla.
Solo podía pensar «mierda, mierda, ¿dónde rayos está? ¿Se cayó? ¿O se
habrá ido hasta mi cérvix? ¿QUÉ DIABLOS VOY A HACER?».
Pero entonces, sus dedos alcanzaron el metal y sacó la navaja, le sujetó
el pene y comenzó a hacer tajos y la sangre…
Enterró el rostro todavía más en el pecho de Garrett.
Y fue entonces cuando se dio cuenta.
No podía hacer esto sola.
Maldición.
No podía hacerlo. ¿Qué iba a…?
Pero…
¿Y si realmente no tuviese que hacerlo sola?
Se alejó de Garrett y lo miró con los ojos abiertos de par en par.
Después clavó la vista en Billy, y luego en Eric, que roncaba un poco en la
cama.
¿Y si…?
No. Aquello era un disparate.
El matrimonio sorteado siempre le había parecido una locura.
¿Una mujer para todos esos hombres?
Aunque esa no era la parte a la que ella se oponía, ¿verdad? Su
problema era que la mujer no tuviese elección.
Pero si Drea elegía…
Recorrió la habitación con la mirada y el corazón se le aceleró.
—¿Drea? —preguntó Garrett—. ¿Estás bien? ¿Qué pasa por esa
cabecita tuya?
Ella tragó saliva y le dio otro apretón en el brazo. Tras eso le ofreció
una débil sonrisa.
—La verdad es que no lo sé. Creo que necesito dormir un poco.
Él asintió y se alejó, listo para marcharse.
—Espera —dijo Drea, siguiéndolo y arrastrando a Billy con ella—. No
te vayas.
Garrett frunció el ceño confundido.
—Necesito dormir, pero no podré hacerlo a menos que sepa que estarás
cerca. ¿Puedes quedarte en el apartamento?
Entonces la expresión de Garrett se relajó y, si Drea estaba en lo
correcto, hasta parecía complacido por su petición.
—Haría cualquier cosa por ti, Drea. Siempre —dijo con un tono que le
sugería más significado que solo una cortesía superficial—. ¿Eso será un
problema? —agregó, haciendo un gesto con la cabeza hacia las esposas.
—Oh, cierto —dijo Drea—. Por él fue que te pedí que vinieras. ¿Puedes
tomar esas pastillas en la mesa de noche y prometerme no dárselas sin
importar cuánto te ruegue, te amenace o se queje? Los próximos días serán
duros.
Garrett entrecerró los ojos.
—Duerme un poco —dijo Garrett—. Drea. —Sonrió como si le gustara
tener el sabor de su nombre en los labios.
Ella asintió y cerró la puerta. Sí, dormir. Obviamente estaba delirando si
pensaba seriamente en lo que se le había ocurrido.
Negó con la cabeza y miró a Eric. Probablemente sería mejor irse a
dormir a una de las otras habitaciones, pero si bien le bastaba con que
Garrett estuviera en el apartamento, ni siquiera se sentía capaz de dejar la
habitación de Eric. Había estado tan aterrada mientras se alejaban de la
granja esa mañana, tan segura de que no lo volvería a ver.
No, Drea necesitaba tenerlo cerca. Así que ella y Billy movieron su
cuerpo inconsciente hasta la pared, y luego ella se tumbó de espaldas a su
lado. Entrelazó los dedos con los de la mano sana de Eric mientras Billy se
acostaba a su otro lado, apretujándola entre ambos. Era un colchón grande,
pero apenas cabían los tres.
Y, aun así, con ambos cuerpos cálidos recostados a cada lado, era la
primera vez —a excepción de cuando Garrett la sostuvo en brazos— que
sentía que podía respirar, que sentía que tal vez, solo tal vez, todo estaría
bien.
Un autoengaño, obviamente. Las probabilidades estaban completamente
en su contra, pero quizás solo por esta noche, se permitiría fingir…
CAPÍTULO 10
ERIC
Eric no estaba solo en la cama. Esa idea atravesó lentamente la bruma de
sus pensamientos. No estaba solo. Con los ojos aún cerrados, frunció el
ceño. El cuerpo tendido junto a él era cálido y suave. No se parecía en nada
a los cuerpos huesudos y angulosos de los muchachos con los que había
tenido que dormir durante la guerra.
No, había una mujer en la cama con él.
Eric parpadeó, o al menos eso intentó. Dios, ¿por qué sentía los
párpados tan pesados?
«Porque estás soñando, idiota».
Cierto, eso era lo único que tenía sentido. Aun así, luchó contra el peso
que cerraba sus párpados y volvió la cabeza hacia el cálido cuerpo a su
lado.
Gruesas rastas rubias.
El corazón se le aceleró.
Drea.
¿Por qué demonios estaba Drea en la cama con él? ¿Y por qué se sentía
tan bien que estuviera allí?
La mayoría de la gente tenía el rostro completamente relajado mientras
dormía, pero Drea no. Aún tenía el ceño ligeramente fruncido y sus labios
permanecían apretados. ¿Estaba soñando… dentro del sueño de Eric?
Él volvió a parpadear e iba a levantar la mano para pasársela por los
ojos cuando…
Dios, ¿qué dem…?
Un gran yeso blanco le cubría el brazo izquierdo, desde el codo hasta la
mano. Movió el hombro y sí, confirmó que era un yeso. Y el resto del
brazo, donde el pavimento había rasgado y destrozado su piel, también
estaba completamente vendado.
Maldición, y ahora que lo veía y pensaba en el accidente, el dolor de su
brazo resultaba insoportable. La piel descarnada le ardía y la fractura del
antebrazo le dolía tan intensamente que le hizo rechinar los dientes.
¿Eso significaba…? Eric volvió la vista hacia Drea. Esto no era un
sueño.
En el momento en que la miró de nuevo, notó que el cuerpo de la chica
se sacudía con un espasmo rítmico. ¿Qué demonios?
Eric apretó la mandíbula para resistir el dolor mientras se levantaba un
poco. Miró al otro lado de la cama y vio allí a Billy, que estaba…
¿Qué demonios? ¿Por qué Billy estaba esposado a Drea? ¿Y por qué
tiraba de las esposas como si pensara que podía zafarse si halaba con
suficiente fuerza? Cada vez que lo hacía, sacudía el cuerpo de Drea, unido
al de él por la pequeña cadena de las esposas.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Eric.
Billy levantó la vista y miró a Eric con el rostro palideciendo.
—Ah… Es, es que… Tengo que ir al baño. No quería despertarlos.
—Bueno, ya estamos despiertos —rezongó Drea, levantando la mano
que no estaba unida a Billy para pasársela por la cara.
Primero, se volvió hacia Eric. Él nunca antes había estado tan… bueno,
tan cerca de ella. Su relación siempre había sido una en la que se mantenían
a distancia y se gritaban furiosamente. Así que esto de tenerla recostada
contra su cuerpo, sin mencionar la forma en que lo miraba, era algo nuevo
para él, algo que ni siquiera sabía cómo llamar y mucho menos manejar.
Aun así, no pudo apartar la vista de su rostro. ¿Siempre había tenido
esas pequeñas pecas por la nariz?
—¿Dónde estamos? —preguntó, orgulloso de poder articular un
lenguaje humano mientras se perdía en el celeste profundo de sus ojos. Eran
como el mar Caribe, del que solía ver fotos en las revistas.
A Eric no le gustó la expresión de preocupación que apareció en el
rostro de Drea ante su pregunta.
—¿Ni siquiera recuerdas que Garrett te trajo? Tuvimos que dejarte en
una granja esta mañana, pero luego recuperamos la base y pude decirle a
Garrett que te trajera.
¿Recuperaron…?
—¿La base?
Lo último que recordaba era que habían encontrado el río Colorado y
que acampaban para pasar la noche. No, ¿tal vez recordaba vagamente
despertar a la mañana siguiente? Pero después de eso, todo estaba borroso.
Su rostro debió haber mostrado un atisbo de confusión, pero Drea se
limitó a sonreír y extendió su mano libre hasta la mejilla de Eric. Su
respiración se agitó por un momento.
De acuerdo, en serio, ¿qué demonios pasaba aquí? ¿Quién era esta
mujer y qué había hecho con la Drea hostil y sarcástica que apenas podía
tolerarlo la mayor parte del tiempo?
—Oh, tuvimos un pequeño desacuerdo con unos motociclistas —dijo
despreocupadamente.
¿Motociclistas? Mierd…
—Pero ya lo resolvimos. ¿Cómo te sientes?
Eric se enderezó un poco más en la cama, maldiciendo mientras las
punzadas de dolor le recorrían el brazo.
—Le duele —dijo Billy desde el otro lado de la cama—. Si tan solo me
dijeras dónde puso Garrett ese frasco de pastillas, puedo…
Drea giró la cabeza hacia él tan bruscamente que su cabello golpeó a
Eric en la cara.
—Dios mío, ¿no han pasado ni veinticuatro horas y ya intentas escapar
de la sobriedad? —Negó con la cabeza.
¿Sobriedad? ¿Qué diablos pasaba?
—¡No! —dijo Billy demasiado fuerte—. No quería hacerlo, lo prometo.
Solo iba a…
—Malditos adictos —gruñó Drea, sentándose y moviendo las piernas
hasta el borde de la cama—. No creas que puedes mentirme como si nada.
—Enterró un dedo en el rostro de Billy.
Por un instante parecía que él continuaría protestando, pero entonces
bajó la mirada.
—Mierda, lo siento tanto, Drea. Pero duele, en todos lados. Siento como
si mil agujas diminutas me apuñalaran los músculos de adentro hacia
afuera. Estaba pensando que sería mejor deshabituarme. Ya sabes, dosis
más y más pequeñas todos los días hasta que…
—No —lo interrumpió Drea—. Súbitamente o nada. —Su mano cortó
el aire con un gesto decisivo—. Una oportunidad. Es ahora o nunca, tómalo
o déjalo.
Billy quedó tan boquiabierto como un pez fuera del agua.
—Pero quiero decir, si tan solo me…
—Tómalo o déjalo —repitió Drea aún más fuerte—. Estamos en medio
de una maldita revolución, una guerra civil. ¿Crees que tengo tiempo para
sentarme a cuidar a un drogadicto mientras se desintoxica? No, maldita sea.
Billy hizo una mueca dolida ante sus palabras, pero eso no la detuvo.
—No tengo tiempo para esto —sentenció, y luego su voz se suavizó tan
solo un poco—. Pero aquí deberíamos estar a salvo por un tiempo y sería
bueno que todos descansáramos algunos días. —Respiró profundo y luego
exhaló.
Eric notó la forma en que entrelazó sus dedos con los de Billy. ¿¡Qué
mier…!? Solo había estado inconsciente como por un día. ¿Habían…? ¿En
tan poco tiempo? ¡No era justo! Él la conocía desde hace meses y…
¿Qué? No. ¿En qué diablos estaba pensando? Se obligó a apartar la vista
de sus manos entrelazadas, girando su cabeza hacia la pared. Tragó saliva
mientras un hoyo negro se le abría en el pecho. No sabía por qué, no era
como si sintiera algo por Drea ni nada parecido. Ellos se odiaban, apenas
podían soportar estar en la misma habitación sin discutir y arrancarse la
cabeza.
—Y creo que vales la pena, Billy. Estoy dispuesta a invertir ese tiempo
en ti y verte superar esto. Esta es tu última oportunidad para retractarte. ¿Te
vas o te quedas? Dímelo ya.
El silencio se prolongó tanto que Eric terminó por mirar de nuevo a
Billy, y lo encontró viendo a Drea a los ojos, fija y profundamente. El
abismo de su pecho se desplomo hasta sus pies. Mierda, de verdad había
algo entre ellos.
Entonces, ¿por qué demonios Drea había dormido junto a Eric así?
Bueno, también estaba durmiendo junto a Billy, idiota. Estaban esposados,
maldita sea.
—Me quedo, Drea. Me quedo, lo juro.
Pero Drea negó con la cabeza.
—No quiero tus juramentos, ni tus promesas, ni nada de esa mierda. Sé
que en el próximo par de días prometerías regalar tu testículo izquierdo y a
tu primogénito tan solo por otra pastilla, pero Eric es testigo. —Lo miró y él
asintió—. Superaremos contigo esta desintoxicación. Lo que hagas después
de que estés limpio depende de ti.
Billy pasó saliva, pero luego asintió.
—Eric —dijo, viéndolo de nuevo, sus ojos azules centelleaban como si
lo retara a llevarle la contraria—. Ayudamos a salvarte la vida, así que ahora
me ayudarás para que Billy supere esta mierda. ¿Entendiste?
Ah, esa sí parecía la Drea que él conocía.
Eric asintió.
—Haré lo que pueda para ayudar.
Ella también asintió con un rígido movimiento de la cabeza, luego
movió sus piernas hacia un lado de la cama y se puso de pie.
—Ahora vamos al baño porque tengo que orinar —dijo.
—¡Eh…! —exclamó Billy mientras Drea lo arrastraba tras ella al baño
de la habitación. Billy cerró la puerta tras ellos, pero aun así Eric pudo oír
que Drea le gritaba que cerrara los malditos ojos de una vez.
Eric esbozó una sonrisa curvada. De acuerdo, bueno, esto podría ser…
¿interesante?

DIOS, ¿por qué Eric había accedido ayudar a Drea con la desintoxicación?
Por Dios, claro que Eric sabía lo que era la abstinencia, pero no tenía idea
de que…
—¡Dame mis pastillas, maldita perra! No hablaba en serio. Te odio,
maldita sea. Solo quería toda esa mierda que me prometiste cuando acepté
entrar a esta puta pesadilla.
Eric atravesó la habitación a zancadas hasta llegar a la cabecera de la
cama, donde habían esposado a Billy. Era apenas el segundo día y Eric ya
estaba listo para matar a ese desgraciado.
—Oye, oye, grandullón —dijo Garrett, sujetando a Eric y haciéndolo a
un lado antes de que pudiera llegar a Billy—. No tiene idea de qué diablos
está diciendo.
—Por favor —gritó Billy, rascándose compulsivamente la cabeza y los
brazos. Estaba cubierto en sudor y tenía los ojos rojos e hinchados. Era un
puto desastre—. Duele —se quejó mientras grandes lágrimas recorrían sus
mejillas sonrosadas—. Duele muchísimo. —Se desplomó a un lado, en el
suelo, haciéndose un ovillo y sollozando—. Por favor —gimoteaba una y
otra vez.
Eric se apartó asqueado.
Cualquier rastro de compasión que hubiese sentido por ese hombre se
había desvanecido de inmediato la primera vez que gritó que Drea era una
perra cruel por hacerle esto. Por lo que Eric sabía, Billy recibía su justo
merecido.
Lo había pasado mal después del Declive —en algunos de sus
murmullos febriles decía que había perdido a su madre y sus hermanas.
Bueno, mala suerte.
Todos habían perdido a alguien, todos habían sobrevivido a una
violencia terrible. Pero no todos podían desentenderse tragándose una
maldita pastilla, ¿o sí?
Así que, lastimosamente, Eric no le daría su compasión a ese cabrón.
Pero Drea sí.
Maldición, Eric no podía ni imaginar por qué razón lo hacía. Esta era la
misma mujer cuyo único objetivo desde que él la conocía era liberar a las
mujeres que había abandonado. Y ahora que de verdad tenía algo de poder a
su disposición —armas, vehículos, un ejército de mujeres que la veneraban
por rescatarlas y que la seguirían hasta el infierno—, estaba encerrada en
este apartamento, ignorando todo y a todos para ayudar a este imbécil a
desintoxicarse. Solo había salido algunas veces para recibir información
actualizada de parte de unas mujeres a las que llamaba sus «tenientes», pero
a excepción de eso estaba aquí arriba encerrada con Billy.
Eric negó con la cabeza.
La mayor parte del tiempo, Drea parecía hacer caso omiso de cualquier
ofensa o insulto que Billy lanzara contra ella, pero a veces, Eric podía ver
que algo lograba afectarla. Era sutil: apretaba muy ligeramente la
mandíbula, enderezaba rígidamente la espalda. No era inmune a todos los
puñales verbales, las súplicas patéticas. Eric pudo ver que eso también la
afectaba, y fue entonces cuando quiso arrancarle la puta cabeza a Billy. En
ese mismo instante. Cada vez que gemía un por favor, Drea se estremecía.
—Muy bien, ya basta —dijo Eric, levantándose con brusquedad de la
silla en la que estaba sentado—. Drea, tienes que descansar un poco. En
realidad, no, a la mierda; necesitas descansar mucho, muchísimo. Garrett y
yo podemos vigilar a este pedazo de mierda.
Pero Drea solo respondió con una mirada fulminante, como si él fuese
el problema.
—De hecho, creo que es hora de que tú des un paseo. Garrett, ve con
Eric a buscar algo de cenar para todos.
Eric dejó escapar un bufido de protesta y levantó las manos.
—Drea, en serio, no voy a…
—Oh, claro que sí. —Se levantó del taburete, donde estaba sentada
leyendo un viejo libro—. Saldrás de esta habitación en este instante y te irás
con Garrett antes de que me hagas perder la maldita cabeza.
¿Qué diablos?
Eric solo pudo negar con la cabeza. Maldición, con Drea nada era fácil.
Ni una sola cosa.
¿Sabes qué? A la mierda, tal vez sí que necesitaba algo de espacio, lejos
de todo esto. Tomó sus zapatos del suelo y salió como un toro de la
habitación, intentando refrenar la mueca de dolor que empezaba a esbozarse
en su rostro.
Medio día de ver a Billy con síndrome de abstinencia bastó para que
Eric se negara a tomar analgésicos. Drea le dijo que estaba siendo estúpido,
que tomarlos por una semana no lo volvería un adicto. Pero a la mierda,
Eric ni siquiera se acercaría a ese veneno.
Garrett se puso en pie de un salto y siguió a Eric fuera de la habitación,
dejando a un lado la vieja revista pre-Declive que había estado ojeando.
Eric tensó la mandíbula y negó con la cabeza. Se volvió y miró
fijamente a Garrett.
—No tienes que hacer todo lo que te dice como si fueras un maldito
perro adiestrado.
—Oye —replicó Garrett entrecerrando los ojos—, deberías bajarle un
poco a esa actitud de imbécil. Deberías bajarle mucho.
—Como sea.
Eric atravesó el apartamento a zancadas y empujó las puertas dobles del
pequeño balcón de la sala de estar. Tan pronto posó la mano sana sobre la
baranda, bajó la cabeza e inhaló una larga y profunda bocanada de aire.
Los rayos del sol se reflejaron sobre su cabeza y cerró los ojos, pero
solo un instante después tiraron de él hacia atrás.
—Maldición, ¿estás loco?
Garrett lo arrastró de nuevo al apartamento y cerró las puertas de vidrio
tras él, meciendo las pesadas cortinas.
—Tienes suerte de que no te volaran la cabeza. No sabemos quién
demonios podría estar vigilando este lugar. Ahora busquemos la maldita
cena.
Eric se sacudió la mano con que Garrett le sujetaba el hombro sano.
¿Qué rayos le pasaba a este tipo? Cuando estaba con Drea era como un
cachorro gigante, siempre dispuesto a satisfacerla y casi desesperado por
cualquier pizca de afecto que ella le diera. Pero apenas se separaba lo
suficiente de ella, se convertía de nuevo en un mastodonte intimidante que
miraba ferozmente a todos y que apenas emitía palabra. Fue por esto que
Eric se sorprendió cuando, mientras entraban al ascensor, Garrett habló de
nuevo:
—Su madre era drogadicta, ¿sabes?
Eric sintió su propio rostro tensarse por la reacción de sorpresa.
—¿Qué? —Se volvió hacia Garrett.
El grandullón solo miraba al frente, con la vista fija en la pared del
ascensor.
—Sí, es un tema delicado para Drea. Su mamá tuvo una sobredosis
cuando ella tenía como seis años, y Drea vivió con ella durante casi todo
ese tiempo. No conozco toda la historia, pero Servicios Sociales le quitó la
custodia a su madre después de que atacara a Drea cuando estaba drogada,
o algo así. Fue entonces cuando vino a vivir con su padre, aquí con la
pandilla.
Eric parpadeó. Era mucha más información de la esperada en un viaje
de ascensor.
—Domino siempre hablaba de su madre como una puta adicta al crack,
pero si te fijabas en Drea podías ver que se ponía a la defensiva. Una vez
los escuché tener una enorme discusión por ese tema. Drea gritaba que
Domino debió haber hecho más para ayudar a su madre, que era su culpa
que ella hubiese muerto. Domino perdió la cabeza, sacó su pistola y le
disparó un cartucho entero a la pared.
La campana sonó y el ascensor se abrió en la planta baja. Eric hizo
silencio mientras ambos salían. Garrett por fin lo miró.
—Bueno, después de eso todos nos quedamos callados, así que toda la
maldita pandilla escuchó cuando Domino le gritó que había intentado que
Cathy —ese era el nombre de su madre—, dejara las drogas una y otra vez.
Aparentemente, la había internado en rehabilitación justo después de que se
casaran y se había dado cuenta de lo serio que era su problema, pero ella
comenzó a consumir de nuevo unos meses después de que regresó. Y luego
la volvió a internar apenas se enteraron de que estaba embarazada.
Fueron hacia la cocina, atravesando el vestíbulo. Gisela estaba ahí,
entrenando a un grupo de mujeres en lo que parecían ejercicios básicos y
movimientos de defensa personal.
—Supongo que funcionó por un tiempo esa última vez, al menos
durante el embarazo. Domino creyó que tal vez ya lo había abandonado
definitivamente, ya sabes, porque ahora tenían una familia.
—Pero no fue así —dijo Eric.
—No —replicó Garrett, negando también con la cabeza—. Esa vez lo
dejó por un par de años, pero entonces comenzó de nuevo. Lo mantuvo en
secreto por más tiempo, pero solo porque se estaba acostando con el subjefe
de la pandilla para que le consiguiera drogas.
—Mierda —dijo Eric.
—Domino se enteró.
—¿La mató?
—Eso es lo que Drea quería saber, pero no. Aparentemente, hizo que la
pandilla creyera eso, pero realmente la internó de nuevo en rehabilitación.
Le dijo que era su última oportunidad. Si podía dejarlo y mantenerse
desintoxicada por tres años, entonces la dejaría ver a su hija otra vez. —
Garrett volvió a hacer contacto visual con Eric—. En vez de eso, Cathy
pidió un paquete grande de heroína, prometiendo que desaparecería para
siempre si se lo daban. Murió de una sobredosis tres días después.
—Mierda.
Eric le dio un último vistazo al ascensor justo antes de que atravesaran
la puerta que conducía a la cocina.
—Pues sí, Drea siempre ha sido un poco sensible con respecto a los
drogadictos.
El rumor de conversaciones reverberaba por el pasillo y se intensificó
cuando Garrett abrió la puerta de la cocina.
—Ya oyeron lo que dijo Belladonna, se supone que cada una debe
consumir al menos mil doscientas calorías al día —dijo una morena junto a
una gran cocina industrial, interrumpiendo varias voces que parecían
protestar—, así que no, no podemos cocinar todos los filetes de golpe. Lo
que sí hay que comer en los próximos días son las frutas y vegetales que no
podemos congelar y que se pudrirán. Así que las encargadas de las
ensaladas, vayan a trabajar, y ahora. ¿Dónde están mis panaderas?
Varias mujeres levantaron las manos.
La morena les hizo señas para que avanzaran hasta el frente del grupo.
—Encontramos dónde guardaban la levadura seca activa, así que esta
noche podrán hacer pan de verdad, en vez de solo bizcochos. Muy bien, las
próximas son… ¡Ah!
La mujer se sorprendió al notar a Eric y Garrett, saltó hacia atrás y se
golpeó contra la cocina, en la que hervían varias ollas grandes de lo que
parecía estofado. Sus ojos fueron de un lado a otro, como si estuviera
buscando algún tipo de arma.
Eric sintió un vacío en el estómago. Mierda, estas mujeres… No podía
siquiera imaginar todo por lo que habían pasado. De inmediato, su hija
apareció en sus pensamientos.
«Sophia está a salvo», se recordó a sí mismo. Había llamado al teléfono
satelital de Nix en cuanto se enteró de que Drea tenía uno. Sophia estaba
bien resguardada con un grupo en un extenso sistema de cuevas al norte de
San Antonio, y a pesar de todos sus pecados Eric había podido alejarla de
una vida como la que habían llevado estas mujeres.
Pero, aparentemente, la cueva se estaba atestando de gente. Además de
las personas de Pozo Jacob, ya había medio ejército allí, el que el presidente
había enviado como refuerzo justo antes de ser asesinado.
—Lo siento, señora —dijo Eric, suavizando su profunda voz—. Drea
nos envió aquí abajo a buscar comida para los cuatro. —Miró a las mujeres
esqueléticas que estaban a su alrededor y se sintió avergonzado de
inmediato—. Si tienen algo que les sobre, claro.
Eric quería volver con su hija y su gente tan pronto como fuera posible,
pero Drea tenía razón. Necesitaban el descanso de esta semana por otras
razones, además de la desintoxicación de Billy. Las mujeres estaban
hambrientas y en malas condiciones.
Este era uno de los pocos lugares cercanos con la comida, los
suministros y las comodidades que necesitaban para reagruparse. Algunas
de las chicas estaban tan débiles que se les haría imposible ponerse en
marcha en ese momento.
Garrett pasaba la mayor parte del tiempo en el garaje, reparando el
vehículo que los sacaría de allí, pero eso también tomaría un par de días
más. Y mientras tanto, este lugar tenía la infraestructura básica que
requerían para protegerse. Ciertamente no era muy fácil encontrar un lugar
donde esconder un grupo de cincuenta.
La morena continuó observándolo con desconfianza, pero finalmente
asintió.
—Lo que sea por Belladonna. Cuatro tazones —ordenó y una mujer del
grupo se escabulló hacia un lado de la cocina para regresar momentos
después con una pequeña pila de tazones—. ¿Les gusta el estofado?
Diablos, olvidé guardar algunos de los bizcochos del desayuno, pero si nos
dan treinta minutos podemos hornear otro lote y…
—No —dijo Eric y levantó la mano—. No es necesario. Saben que
ustedes son la prioridad de Drea, no ella.
Eric no había dicho eso para ganar puntos, simplemente era un hecho,
pero cuando un murmullo aprobatorio emergió de la multitud, se dio cuenta
de lo mucho que Drea significaba para estas mujeres. Y merecidamente.
Cuando se enteró de todo lo que había hecho para recuperar la base…
Dios, casi le da un paro cardíaco. En ese momento, había estado tan furioso
con ella por arriesgarse tanto que realmente no había apreciado la
asombrosa hazaña que había hecho.
Lo había arriesgado todo, había arriesgado su vida, por ¿qué? ¿Por estas
mujeres que hace dos días eran completas desconocidas?
«Y por ti también, imbécil».
—Estás empezando a comprenderlo, ¿eh? —dijo Garrett mientras la
morena le entregaba a cada uno dos tazones con sus cucharas.
—¿Qué? —preguntó Eric, todavía distraído por sus pensamientos sobre
Drea.
—Lo afortunados que somos de siquiera respirar el mismo aire que ella
—respondió, haciendo un gesto hacia el techo, y Eric entendió lo que quería
decir.
Y tenía razón, cada día junto a Drea era un maldito privilegio. Ni Eric ni
Garrett emitieron palabra mientras tomaban el ascensor para regresar al
apartamento. Cuando entraron, lo primero que oyeron fue a Billy gritándole
obscenidades a Drea.
Eric no pudo evitar que el cuerpo se le tensara, pero se obligó a
calmarse mientras caminaba hacia el dormitorio con el tazón humeante.
En cuanto abrió la puerta, su mirada se dirigió hacia Drea. Estaba tan
hermosa como siempre y… Mierda, ¿realmente se había admitido eso a sí
mismo? Pero no tenía sentido negarlo. Era una mujer hermosa, aun con las
ojeras debajo de los ojos y los hombros hundidos como si cargara todo el
peso del mundo sobre ellos.
Era preciosísima, y no solo en la superficie. Era una mujer que lo tenía
todo. Era mucho más que eso, era…
Perfecta.
Drea era perfecta.
Ella lo miró con ojos cansados.
—Bueno, ¿te vas a quedar de pie en la puerta sin hacer un demonio o
vas a traerme ese estofado?
Eric sonrió.
—Tus deseos son órdenes.
CAPÍTULO 11
DREA
Drea se acostó en la cama y pensó en su madre. Parecía que aquello era lo
único que hacía: estar acostada, pensar en mamá, llorar, pensar en mamá
un poco más, echarla de menos y llorar de nuevo. Tenía ya cuatro meses sin
verla. Si tan solo no hubiera tratado de despertar a mamá aquella vez...
Sabía que ella siempre se ponía mal después de pincharse con esa
aguja. Drea ya lo sabía, debió ir a su habitación y quedarse allí sin
molestarla hasta que se sintiera mejor. Sí, últimamente mamá se había
estado pinchando cada vez más, y Drea estaba hambrienta la mayor parte
del tiempo, pero ese no era el punto. A veces mamá necesitaba que la
cuidaran y Drea no había hecho un buen trabajo, por eso vinieron esas
personas a apartarla de mamá.
Ahora tenía que vivir con el hombre corpulento que decía ser su padre.
A veces pensaba que su madre podría estar en lo cierto y ese hombre
era el Diablo, porque vaya que era lo bastante grande y aterrador para
serlo. Tenía un cráneo tatuado en el rostro, justo por encima de donde
estaban los huesos reales.
Su padre abrió la puerta de la habitación donde estaba jugando con
unas Barbies. Una de ellas era Barbie Mamá y la otra era Barbie Drea.
Barbie Mamá abrazaba a Barbie Drea, diciéndole lo mucho que la amaba.
Bailaban y ambas eran felices. Pero entonces Papá Diablo abrió la puerta
de repente y Drea puso ambas Barbies tras su espalda conteniendo la
respiración.
—Ya basta de tus lloriqueos y chillidos —dijo Papá Diablo—, y basta
de estar encerrada en esta habitación. Eres una niña pequeña, las niñas
necesitan llevar sol.
Las sombras que hacía el tatuaje de su cara eran aún más
espeluznantes bajo la tenue luz del dormitorio, así que cuando le señaló la
puerta Drea se escabulló hacia ella sin chistar.
En cuanto llegó al pasillo, el panorama no mejoró mucho. Papá diablo
vivía en lo que él llamaba «base de padilla». Drea no sabía qué
significaba, pero sí sabía que dondequiera que mirara, había hombres
fornidos con tatuajes aterradores y todos conducían motos ruidosas.
Hacían tanto alboroto fuera de su ventana a todas horas, que hacía que le
dolieran los oídos.
—No te preocupes por ninguno de ellos —dijo el primer día cuando la
llevó a conocer su habitación—. Nadie te tocará ni un pelo de esa bonita
cabeza, porque eres la hija del jefe. Este lugar es tan seguro para ti como
cualquier casa.
Drea no sabría la diferencia porque nunca había vivido en una casa.
Mamá y ella vivieron en el apartamento desde que tenía memoria, y ahora
tenía un dormitorio en esta «base de padilla».
Se quedó petrificada en el pasillo al ver a otros dos enormes Hombres
Diablo mirándola con atención. El segundo piso se abrió y pasó por alto el
primero y todos los ojos estaban puestos sobre ellos.
—¿Qué demonios están mirando? —bramó papi—. Solo estoy llevando
a mi hija a dar un paseo.
Tomó a Drea por la mano y le dio un tirón hacia adelante, con tanta
fuerza que tuvo que avanzar a trompicones para mantener el paso sin
caerse y verse arrastrada. No quería llamar aún más la atención de todos
los hombres en el piso de abajo, así que se aseguró de seguirle el ritmo a
Papá Diablo.
—Brenda —ladró cuando llegaron al final de las escaleras.
Una mujer sentada en el regazo de un hombre dio un brinco y se
apresuró a seguir a papá.
—¿Conseguiste las cosas que te pedí?
Drea se echó hacia atrás y se escondió detrás de papá mientras aquella
mujer con la cara pintada se acercaba. Se asomó furtivamente desde atrás
de él para ver a la mujer lucir una gran sonrisa, enseñando el brillante
lápiz labial rosa sobre sus dientes.
—Claro que sí, cariño. Si hay algo más que Brenda pueda hacer por ti,
sabes que solo tienes que pedirlo. También soy muy buena con los niños.
Batió sus pestañas, ennegrecidas por un pegote duro, y a continuación
empezó a deslizar una mano por el pecho de papá, ganándose solamente
que papá le agarrara la muñeca casi al momento de tocarlo y se la quitara
de encima.
—Limítate a las cosas que pedí, gracias.
La sonrisa de Brenda se desvaneció y le frunció el ceño a Drea, quien
volvió a desaparecer tras papá. No le agradaba para nada esta señora
Brenda.
Brenda mencionó que las cosas estaban detrás de la barra, y papá tomó
la mano de Drea de nuevo, el tiempo suficiente para agarrar una bolsa de
papel de la parte trasera de una barra que era tan alta como Drea.
Después, papá la condujo al baño de mujeres. Primero que nada, tuvo
que echar a un hombre y una mujer de ahí, pero luego le indicó que entrara
y se pusiera las cosas que había en la bolsa.
Drea abrió la boca sorprendida. ¿Acaso era ropa? ¿Para ella? Le echó
un vistazo a lo que llevaba puesto y sintió sus mejillas sonrojarse. ¿Será
que a papá no le gustaba el vestido púrpura que llevaba? Lo mantenía
limpio con mucho esmero. Siempre era muy, muy cuidadosa con sus cosas.
Las cuidaba mucho porque mamá no siempre se acordaba de lavar la ropa
o de comprarle cosas nuevas a medida que iba creciendo.
Pensar en mamá le daba ganas de volver a llorar, y quizás Papá Diablo
se dio cuenta, porque de repente le arrojó la bolsa de papel y le dijo:
—Nada de eso, haz lo que te dije.
Obedeció, pero en cuanto entró al baño estuvo segura de que haría
enojar a Papi Diablo, porque no sabía qué eran la mitad de las cosas
dentro de la bolsa. Confundida, sostuvo en el aire unas prendas largas de
cuero negro que tenían una especie de hebilla en la parte superior. ¿Acaso
se suponía que…? Las movía de un lado a otro, pero no tenía ni idea de qué
hacer con ellas.
Algunas de las demás cosas eran menos inusuales. Unos pantalones,
bien, podía con eso. Se los puso en una pierna y luego en la otra. Eran un
par de tallas más grandes, pero si los sostenía se quedaban en su lugar.
¿Tal vez para eso era la hebilla? Aunque, claro, luego estaban esas largas
solapas de cuero que no hacían más que interponerse en su camino cuando
intentaba caminar.
Tocaron la puerta enérgicamente, y luego la imponente voz de papá
resonó.
—¿Cómo va todo ahí dentro?
—¡Bien! —contestó, apurándose a ponerse la camiseta negra. Era
demasiado grande y tenía una aterradora imagen de un cráneo, como el de
la cara de papá, excepto que a este le chorreaba sangre.
—Voy a entrar. ¿Estás vestida? —preguntó papá.
Apenas esperó a que chillara una respuesta afirmativa para entrar,
mirándola con el ceño fruncido.
—Estúpida Brenda —soltó.
Drea estaba acostumbrada a que mamá dijera malas palabras, pero
hasta ahora papá no había usado ninguna cerca de ella.
—Lo siento, pequeña —dijo al tiempo que se pasaba una mano por el
cabello y se agachaba para ponerse a su nivel—. Bien, veamos qué
podemos resolver con esto. Es un poco grande, ¿no?
Era la primera vez que él había hecho eso, agacharse a su altura, y de
cerca... Bueno, tal vez no era tan, tan aterrador. Tenía ojos azules, como los
de Drea. Si entrecerraba los ojos un poco hasta empezar a ver borroso, no
distinguía mucho el tatuaje de la cara y su rostro se veía, bueno, bastante
bien, de hecho.
—Estos son zahones —explicó mientras desabrochaba la hebilla de la
prenda de cuero que la había desconcertado antes. La puso alrededor de su
cintura y la pasó por las presillas que el pantalón tenía para un cinturón—.
Los usas encima de los vaqueros y son algo así como una armadura
flexible. Te protegen cuando estás en la carretera.
Armadura. A Drea le gustaba cómo sonaba eso.
—Luego se acoplan sobre tus vaqueros, así —Acomodó las solapas de
cuero alrededor de los pantalones, y enrolló estos últimos a la altura de los
pies, al ver que se amontonaban ahí—. Mejor te conseguimos unos
pantalones de tu talla. Debería haberlo pensado antes, te conseguiremos
ropa nuevecita. Mi hija debería estar vestida como una princesa.
Drea se mordió el labio otra vez porque no quería llorar delante de
papá. ¿Por qué estaba siendo tan amable con ella? ¿No se suponía que él
era el Diablo? ¿O todo esto no era más que una farsa? ¿Y si solo estaba
siendo amable con ella ahora, como mamá en sus días buenos, y luego
empezaba a ser malo con ella cuando menos lo esperara?
—Después te pones la chaqueta así—La ayudó a ponerse la chaqueta
de cuero. También era demasiado grande, pero la cerró por ella y le sonrió
—. Está bien, ya está todo listo. Vámonos.
Extendió su mano, y a pesar de lo asustada que estaba, Drea la tomó.
Luego la llevó hasta atrás, donde había una fila de motos enormes. Se llenó
de temor cuando él dijo que Drea iba a montar una.
Se quedó petrificada ahí mismo, pero papá la levantó y la sentó sobre la
más cercana.
—Vaya, pero si eres una cosita pequeñita, ¿eh? Ligera como una
pluma. Pon esta pierna del otro lado. Muy bien, así mismo.
Drea pensó que podría empezar a gritar aterrorizada hasta que la
bajara de allí, pero entonces papá hizo algo que la hizo no querer moverse
nunca jamás del asiento: se sentó justo detrás de ella y le rodeó la cintura
con un brazo.
—Así es, pequeñita, lo estás haciendo muy bien.
Enseguida se fundió sobre él. Ni siquiera lo pensó, fue como si... de
repente todo estuviera bien. Era su papá, no era el Diablo, o si lo era, a
ella ni siquiera le importaba. Era su papá, él la quería, ella era su
pequeñita.
A papá le gustaban las motos, así que a ella le gustarían igual. Amaría
las motos, le gustaría todo lo que a él le gustara, y lo haría tan feliz que
nunca le daría una razón para apartarla de su lado.
Así que, aunque aterrada, cuando él le explicó que podía apoyar las
manos sobre sus piernas o sobre sus brazos mientras conducía la moto, ella
asintió concentrada, con la frente fruncida. Tras eso, le puso un casco
grande y pesado en la cabeza.
Cuando papá encendió la moto y el rugido del enorme motor le dio
ganas de llorar y de taparse las orejas con las manos, se obligó a dejar las
manos justo donde papá había indicado. Hundió los puños en lo profundo
de sus vaqueros y se aferró con todas sus fuerzas. Él echó a andar la moto
hacia adelante y el estómago de Drea se revolvió.
Papá volvió a ponerle la mano en la cintura mientras salían del
estacionamiento, y luego la moto emprendió su marcha por la carretera.
Drea gritó un poco, no pudo evitarlo, sobre todo en las esquinas.
Sin embargo, el gran pecho de barril de papá tras ella le ayudó a
mantener el equilibrio en los peores momentos, y después de unos cinco o
diez minutos de aferrarse a papá con los ojos bien cerrados como si su vida
dependiera de ello, finalmente los abrió, para descubrir que estaban
volando.
Habían terminado saliendo de la ciudad y eran solo ellos, el largo
camino que se extendía por delante, pastos rodeándolos por todos lados, y
el cielo. Ese cielo tan, tan azul. Azul como los ojos de papá, y como sus
ojos también.
Cuarenta y cinco minutos después, cuando el viaje terminó, Drea podía
decir que casi se había divertido. Pero resultó que la mejor parte de todo el
día estaba por llegar, porque después de detenerse en el estacionamiento de
la base de padilla, papá se quitó el casco, luego se lo quitó a ella y le
sonrió como si estuviera orgulloso. Tan solo eso ya le hacía sentir que
seguía flotando por la carretera, en el aire, entre ese brillante y soleado
cielo azul.
Aunque fueron sus palabras las que sacudieron su mundo y le
devolvieron la luz del sol. Esas palabras le permitieron a Drea empezar a
vivir de nuevo. Papá le puso el dedo índice bajo la barbilla, manteniendo
esa deslumbrante sonrisa blanca.
—Vaya que te quiero, pequeñita. Siempre te he amado y siempre te
amaré.
A continuación, papá ya no la contemplaba desde lo alto de la moto.
No, era Drea quien bajaba la mirada para verlo, porque ahora estaba de
rodillas.
Un hombre estaba de pie tras él, apuntando un arma a la parte trasera
de su cabeza.
Y entonces papi levantó su mirada azul celeste hacia Drea, una última
vez.
—No dudes que te quiero, pequeñita. Siempre te he amado y siempre
será así.
BANG.
—¡¡¡No!!! —gritó Drea, retorciéndose en la cama.
Abrió los ojos de golpe y ahogó un sollozo, mientras miraba a su
alrededor frenéticamente.
—¡Drea! —Eric entró corriendo y escaneó con la mirada toda la
habitación. Al no ver a nadie, se apresuró a sentarse en la cama a su lado—.
¿Estás bien?
Le apartó de la cara una rasta que tenía suelta y ella se echó hacia atrás,
enjugándose los ojos con el antebrazo antes de ponerse en pie.
—No me pasa nada —bramó—. Voy a bajar a ver cómo están las
mujeres.
—Bien, pero, Drea... —Eric se levantó. No tenía el valor de verlo a la
cara, no teniendo la imagen de papá aún tan vívida en la cabeza. Dios, ¿qué
debió pensar Eric de ella al entrar y encontrarla así? Había cosas que nadie
necesitaba saber.
—¿Qué?
—Está bien necesitar un hombro sobre el cual llorar a veces.
Ella giró la cabeza de repente para lanzarle una mirada penetrante.
—Yo no lloro.
Seguidamente, salió corriendo del apartamento, ignorando a Garrett y a
Billy, y se perdió de vista durante varias horas mientras entrenaba con las
demás mujeres.
Gisela aprendía rápido esto del combate cuerpo a cuerpo y era buena en
la práctica de tiro al blanco. Maya era mala en ambas actividades, pero aun
así seguía cada uno de los movimientos de Gisela, de forma similar a como
Gisela parecía seguir a Drea siempre que estaba cerca, por lo que Drea
estaba empeñada en estar apartada. Era mejor que pasara la mayor parte del
tiempo arriba, no necesitaba que ninguna de estas mujeres se encariñara con
ella. Les enseñaba a defenderse, pero eso era todo.
No era la líder de nadie. Había aprendido esa lección muy bien.
Cuando volvió a subir varias horas después, sudorosa y agotada después
de un buen entrenamiento, esperaba poder estar más relajada, pero desde
que había echado a Eric y a Garrett hace unos días de la habitación en la
que Billy se desintoxicaba, Eric había estado comportándose… diferente.
Es que, hasta la forma en que la miraba era distinta.
Normalmente, cuando hablaban parecía exasperado y al borde de la
locura, pero estos últimos días… Como lo de esta mañana, que había estado
extrañamente tranquilo. Era más paciente, aun con Billy. Había hecho
guardia esposado a Billy, incluso en esa cuarta noche de abstinencia, en la
cual Billy pasó abrazando el inodoro, expulsando por un orificio o por el
otro la escasa cantidad de comida que habían logrado que se tragara ese día.
Drea se enteró solo porque Garrett se lo contó a la mañana siguiente.
Ella durmió como un bebé en la habitación contigua.
Había asumido que tendría que llevar sobre sus hombros la carga de
acompañar a Billy en su desintoxicación. Después de todo, Eric y Garrett
no se habían apuntado para esta mierda. Esta era una cruzada que solo ella
había decidido luchar, por alguna maldita razón absurda que aún no estaba
preparada para analizar minuciosamente.
Pero ahí estaban ellos, en cada paso del camino. Garrett limpiando la
cara de Billy, Eric instándola a descansar en la otra habitación mientras él le
daba a Billy un tazón de caldo. Había pasado una semana desde la última
vez que Billy había tomado pastillas y por fin, por fin, volvía a parecer él
mismo. Drea no sabía qué esperar hoy al volver a subir. ¿Más de lo mismo?
Billy en la cama, de espaldas a todos, con la cara enterrada en una
almohada.
Pero en lugar de eso, lo encontró sentado a la mesa del comedor
jugando cartas con Eric y Garrett. Parecía como… si se hubiese duchado.
Sus ojos aún estaban enrojecidos cuando volteó a verla, pero le mostró una
sonrisa insegura que parecía genuina.
El pecho de Drea parecía hincharse. ¿Realmente lo habían logrado?
¿Había pasado lo peor?
Después de enterarse a los dieciocho años en una intensa pelea con su
padre de todo lo que había pasado con mamá, pasó mucho tiempo como
voluntaria en un centro ambulatorio de tratamiento de adicciones en la
ciudad. Sabía que lo peor de los síntomas de abstinencia tardaba unos seis
días en pasar.
Aun así, atravesando la peor parte con Billy, parecía que nunca lo
superaría, que nunca mejoraría.
Pero aquí estaba ahora, sentado, en sus cabales y en una sola pieza.
Completo.
¿Por cuánto tiempo estaría así?
Ah, a la mierda. Se preocuparía por eso más adelante. Hoy era un día
para celebrar, era el día que siempre había deseado tener con mamá. El día
que había vivido una y otra vez en su cabeza. Mamá, con los ojos
despejados y la mente clara, finalmente capaz de ser la madre que Drea
siempre había soñado, y que sabía que podía llegar a ser.
Drea caminó directamente hacia Billy y lo abrazó. Por un segundo él no
respondió, tan solo permanecía estático entre sus brazos. Bueno, pues,
podía ser que siguiera enfadado por lo de las esposas, era comprensible.
Ella no…
Pero de repente sus brazos la envolvieron por la cintura, y la apretó tan
fuerte contra él que apenas podía respirar.
—Gracias —le susurró al oído, y si no se equivocaba parecía que él la
había… ¿Acaso le besó el costado de la cabeza, justo por encima de la
oreja? Recobró el aliento y dio unos pasos atrás.
Durante un largo instante, Drea se quedó mirando fijamente el tono café
oscuro de la mirada de Billy. Sí, la piel alrededor de sus ojos estaba
hinchada y lo que debía ser blanco era rojo, pero era la forma en que la
miraba lo que le hacía mantener la calma.
Durante todo el tiempo que había conocido a Billy, aparte de aquel
momento desesperado en que este le dijo que quería dejarlo, de verdad
dejarlo atrás, había estado medio ido, con la mente siempre atenta a cuándo
y dónde podría conseguir las siguientes pastillas.
Pero ahora la estaba mirando, realmente la miraba, con la cabeza
despejada por primera vez. Tragó saliva mientras la mirada de Billy hacía
un intenso escrutinio, hasta que esos ojos se posaron sobre sus labios y Drea
se quedó sin aliento.
No, no, no, no podía estar… Soltó a Billy y dio un brinco hacia atrás,
con tal violencia que Billy se tambaleó un poco después de que se alejara de
él.
—Me alegra ver que finalmente estás sobrio —dijo con voz rígida,
procurando desviar la mirada—. Intenta mantenerte así.
Con ese comentario, se dio la vuelta y se encaminó a su dormitorio, al
final del pasillo. Cuando cerró la puerta tras ella, dio unos pasos atrás y
afincó las palmas de las manos contra su frente con los ojos cerrados.
¿En qué demonios estaba pensando? No podía permitirse el lujo de
distraerse en este momento, esas mujeres de abajo la necesitaban. Puede
que no fuera la indicada para guiarlas, pero aun así necesitaba entrenarlas
para enfrentarse al mundo por sí mismas. Por no mencionar a todas las
chicas a las que les falló en Tierra sin Hombres.
¿Cómo se atrevía ella a jugar a sentir algo por un chico en un momento
como este? ¿Cuál era su maldito problema? Y, sin embargo, detrás de sus
ojos cerrados, las imágenes que la habían atormentado desde su
experimento mental unas noches antes —tres cuerpos rodeándola—
volvieron para su venganza. Manos la apretaban, bocas la chupaban,
penes…
Se pasó la camisa por encima de la cabeza mientras iba al baño. Una
buena ducha fría era todo lo que necesitaba. Eso y tal vez un puñetazo en la
cara para que pusiera sus prioridades en orden.
Sacudió la cabeza, decepcionada de sí misma mientras se iba bajando
los pantalones hasta que logró quitárselos por completo. Acababa de
llevarse las manos a la espalda para desabrocharse el sostén, cuando la
puerta de su dormitorio se abrió de golpe.
—¿De qué demonios se trató eso? —retumbó la voz de Eric—. Ha
pasado por un infierno esta semana, y vienes tú a…
—¡¿Qué rayos?! —gritó Drea cubriéndose los pechos con los brazos.
Gracias a Dios aún no se había quitado el sujetador, pero era tan viejo y el
delgado encaje estaba tan desgastado en algunas partes que era como si lo
hubiera hecho.
La mandíbula de Eric literalmente se abrió y le escudriñó todo el cuerpo
con los ojos. ¿El hijo de puta iba a quedarse ahí parado mirándola
embobado? ¿En serio?
Bien.
Se llevó las manos a las caderas y ladeó la cabeza.
—¿Quieres tomar una foto para tu colección de nalgas? Porque puedo
esperar mientras vas a buscar tu cámara.
La mirada de Eric saltó de vuelta a su cara, seguida de una inspiración
profunda. La apuntó con el dedo.
—Ponte algo de ropa para que podamos conversar. Billy está
aguantando esto por los pelos y que tú llegaras con esas vibras extrañas no
ayudó.
Drea levantó las manos.
—Ah, ¿así que de repente te preocupas por Billy? No te importaba un
pepino al inicio de la semana.
—Bueno, he cambiado, ¿no? ¿O es que tienes la cabeza tan metida en el
culo que ni siquiera te diste cuenta?
Drea dejó escapar un ruido de indignación. Hijo de perra.
—Ay, lo siento. Supongo que fue mi ego el que me hizo irrumpir en este
maldito lugar solo para conseguirte unos putos antibióticos sin los cuales
habrías muerto.
Eric se burló.
—Ambos sabemos que lo hiciste por ti, no por mí. Este fue tu plan todo
el tiempo, ¿no es así? Venir aquí, entrenar a tu ejército, ir tras Suicidio, o
como sea su maldito nombre.
—Thomas —corrigió Drea en un gruñido.
—¿Lo ves? —Eric extendió las manos como si ella acabara de
comprobar su punto—. No pretendas que tu agenda tiene una motivación
altruista, eres una estratega calculadora. ¿Y qué? ¿Necesitabas que un
médico quedara en deuda contigo? ¿Por eso todo el asunto con Billy esta
semana?
Drea cruzó la habitación en tres zancadas, y en la cuarta su mano estaba
alzada. ¿Era de mal gusto abofetear a un hombre con un brazo roto? ¿Al
menos cuando la enfurecía tanto como el maldito Eric Wolford? Pero claro
que no.
Sin embargo, la bofetada nunca llegó. Eric le agarró la mano en el aire
antes de que el golpe pudiera caer sobre él. Luego la volteó y la arrinconó
contra la pared, presionando su pecho contra el de ella para lograr
inmovilizarla.
—No somos solo unas marionetitas de tu obra —dijo entre dientes
plantándole cara—. ¿Tienes la más remota idea de lo que le has hecho a ese
hombre? Él te idolatra, maldición. Una palabra tuya podría componerlo o
despedazarlo, ¿acaso no lo entiendes? —Golpeó su muñeca contra la pared
para enfatizar sus palabras, y el pecho de Drea se elevó y volvió a caer
mientras buscaba la mirada de Eric.
—¿Componer o despedazar a Billy? —preguntó con un tono bajo
mientras bajaba la mirada hasta los labios de Eric—. ¿O a ti?
Por un instante una descarga de furia se apoderó del rostro de Eric, y de
repente la estaba besando.
Oh, Dios, sí.
Oh, sí, sí.
Drea le pasó una pierna por la cadera y se restregó descaradamente
sobre él, solo para descubrir que ya lo tenía duro como roca.
Cielos, ¿cuánto tiempo llevaba con esa erección? ¿La tuvo todo este
tiempo que estuvieron discutiendo?
Drea enterró los dedos en el cabello de Eric hasta que sus uñas se
hundieron en lo más profundo. Él gimió mientras le estampaba un beso,
metiéndole la lengua en la boca.
Drea le devolvió el beso hasta que estuvieron inmersos en un duelo
apasionado, devorándose. Aunque no era suficiente, necesitaba más. Más,
maldita sea.
Hizo girar sus cuerpos de nuevo y a continuación empujó a Eric hasta
hacerlo tropezar con la cama. Se arrancó lo que quedaba del sujetador antes
de lanzarse hacia él, empujándolo contra el colchón. Ignoró su mueca de
dolor. Su brazo debió haberse resentido, pero la cama era blanda. Lo
superaría.
Las manos de Drea se desviaron al botón de los pantalones de Eric, y a
juzgar por cómo su duro pene saltaba cuando lo tocaba, diría que estaba lo
suficientemente distraído por otras cosas como para no inquietarse
demasiado por el dolor en ese momento.
—Levanta las caderas —ordenó Drea.
Él la fulminó con la mirada, pero obedeció permitiendo que le bajara los
pantalones y la ropa interior hasta los muslos. Entonces ya pudo verlo, ahí
estaba y, diablos, su pene era gigante. Siempre había sospechado que lo
tenía grande. Los hombres no solían tener tanta confianza personal como
Eric, ni esa facilidad innata para liderar, a no ser que tuvieran un buen
cargamento. No era una teoría que hubiera tenido muchas oportunidades de
poner a prueba durante su vida, pero de todos modos Eric no la decepcionó.
Sin embargo, justo cuando Drea trató de ponerse encima de él para
poder sentir cada centímetro de ese glorioso pene llevándola hasta sus
límites, Eric la agarró de repente con su brazo sano. Un momento después,
la había volteado para que estuviera de espaldas y él era el que estaba
encima de ella.
—¿Qué te hace pensar que puedes dirigir este espectáculo, nena?
Hijo de… Debería sentirse honrado de que ella se dignara a…
Acto seguido, se agachó para besarla de nuevo, con tal fiereza que
olvidó todas sus protestas. Drea le rodeó las caderas con ambas piernas y le
apretó el trasero a Eric.
—Fóllame en este preciso momento —demandó entre besos.
Eric retrocedió y le dedicó una sonrisa, inclinando su cadera de modo
que la cabeza de su pene frotaba de arriba a abajo los empapados labios
vaginales de Drea.
—No lo sé, nena, no estoy seguro de que estés lista aún.
—Hijo de…
Una vez más, la besó antes de que pudiera terminar la frase.
Desgraciado, definitivamente tenía que acabar con esa mierda, pero sería
después. Después de cabalgar el gran pene que ese hombre tenía y de
alcanzar un orgasmo que la hiciera gritar. Ya podía sentirlo venir.
Metió la mano entre ambos cuerpos hasta llegar a donde su pene la
estimulaba, y tras eso metió los dedos de Eric donde necesitaba que le
metiera el pene. Apretó con su vagina los dos dedos que había metido en su
interior, levantando la cabeza de la almohada solo para morderle los labios.
Dios, nunca antes se había comportado así en la cama, nunca se había
sentido tan famélica por un hombre.
Por lo cual, cuando él le sacó los dedos de su interior y los afincó
bruscamente contra sus labios, ordenándole que los chupara, ella se limitó a
abrir la boca y a hacer lo que se le dijo.
Su olor y sabor no se parecían en nada a lo que se había imaginado.
Todo esto era tan sucio, tan candente, sobre todo tener a Eric encima, tan
exigente y dominante. Eso no debería gustarle.
En serio, ¿qué demonios le pasaba? Se enorgullecía de ser una mujer
fuerte e independiente, no el tipo de mujer que lamía los dedos de un
hombre como un perro pidiendo sobras. No, ella necesitaba ponerle fin a
esto ahora m…
Pero, antes de que pudiera comunicarle estas ideas, Eric comenzó a
penetrarla con su formidable y grueso pene. Tenía años sin ser penetrada
por alguien además de sus propios dedos. ¿El sexo siempre se sentía así?
—¡Ah! —gritó—. Justo ahí. Oh, Dios, dámelo todo.
Eric estaba sentado casi por completo, cuando de repente cambió de
posición y empujó las caderas, logrando introducir los centímetros que
faltaban hasta quedar bien adentro, chocando las pelotas contra su culo.
Sí, Dios, ah, cielos. ¡Así! Aquí es donde siempre estuvo destinado a
estar Eric. Sus cuerpos estaban hechos el uno para el otro, como piezas de
un rompecabezas que encajaban perfectamente. Tan solo cuando él estaba
dentro de ella de este modo el caos del mundo se detenía y todo tenía
sentido.
Fue entonces cuando comenzó a embestirla, y a embestirla sin piedad.
—Vamos, Drea, acaba. Haré que tengas un orgasmo con mi pene
adentro, y haré que sea intenso. Sabes que te has estado haciendo la difícil
conmigo todos estos meses. Te has hecho la difícil con nosotros, así que
solo admítelo. —Se inclinó para darle un beso intoxicante—. Lo has
deseado tanto como yo.
Ella se apartó de su boca y lo miró con desprecio, pero no pudo
mantenerse así por más de un momento. Muy pronto, su cabeza se hundía
de nuevo en la almohada mientras arqueaba la espalda y apoyaba el pie en
el colchón para lograr impulsar la pelvis hacia arriba y así recibir la de Eric
en cada embestida.
Drea se mordió el labio para contener el grito que se iba acumulando en
su garganta gracias al placer que se elevaba cada vez más, cada vez que la
pelvis de Eric encajaba perfectamente con la suya. Además, su pene llegaba
a ese punto tan profundo dentro de ella de una forma muy especial.
Demonios, hasta ahora había pensado que el punto G no era más que un
mito, pero, ¿era ahí donde la estaba? Nunca había sentido nada parecido
a…
—Acaba, Drea. Termina, porque yo te lo ordeno. ¡Hazlo ya!
—Malnacido —gritó ella mientras uno de los orgasmos más intensos de
su vida le recorría el cuerpo.
—Drea, ¿qué diablos te está hacien…?
Drea giró la cabeza hacia la puerta donde, por entre la neblina de su
clímax, alcanzó a ver a Garrett y a Billy parados en la puerta, con las
mandíbulas descolgadas.
Eric arremetió nuevamente y luego permaneció en lo más profundo de
ella, con la cabeza inclinada hacia su pecho. Drea pudo sentir la tensión de
su cuerpo y la descarga de calor que se abría paso dentro de ella mientras
Eric eyaculaba.
Su vagina se contrajo alrededor del pene de Eric aun cuando ella
extendía una mano hacia la puerta.
—¡Esperen! No se vayan.
Billy ya había dado varios pasos tambaleantes hacia atrás, pero
permaneció inmóvil ante la petición. Garrett estaba tan quieto como una
estatua.
Eric sacó la cabeza del pecho de Drea al escuchar sus palabras. Las tres
miradas estaban puestas sobre ella ahora. Tres hombres. ¿Estaba loca por
pensar lo que estaba pensando? Pero en la neblina de ese orgasmo, que
apenas había terminado de llegar a su punto máximo, lo soltó de golpe.
—Los deseo.
Egoísta, tal vez insensato, pero lo había dicho.
Estaba mirando a Eric cuando lo dijo, pero luego se volvió hacia Garrett
y Billy.
—Los deseo a todos.
Podía sentir lo tenso que estaba el cuerpo de Eric encima del suyo.
Cielos, ¿le dolió oírla decir eso? Tenía que hacerlo entender, y para eso
puso las mejillas de él entre sus manos, lo enfrentó con una profunda
mirada y luego decidió decir algo que le resultaba tan raro, que se sintió
más vulnerable de lo que hubiera estado corriendo por la calle
completamente desnuda frente a sus peores enemigos.
—El sorteo matrimonial… Si tan solo les diera elección a las mujeres,
siempre pensé que traería muchos beneficios. Hasta me ponía… celosa en
ocasiones.
Se atrevió a abrir los ojos después de hablar, y Eric no podría haber
tenido más cara de sorprendido ni aunque le hubiera revelado que era un
hada con alas azules que venía a transportarlo a un planeta extraño.
Le apartó las manos del rostro y forcejeó para quitárselo de encima.
—Cielos, ¿es tan difícil creer que podría querer iniciar mi propia
familia? ¿Mi clan?
—Deja de intentar alejarte, maldita sea —gruñó Eric sujetándola tan
bien como podía con sus piernas, un solo brazo y con su pene erecto todavía
dentro de su sexo—. Bien, déjame entender esto. ¿Quieres que yo… que
nosotros…? —Hizo un gesto con la cabeza hacia Billy y Garrett, quienes
permanecían callados de pie en la entrada—. ¿Quieres que seamos tu clan?
—¿Qué es un clan? —La voz de Garrett, usualmente profunda, se
quebró con un tono muy agudo al preguntar.
Cuando Drea volteó a mirarlo, se sorprendió al comprobar que su
mirada estaba enfocaba en su cara y no en sus pechos. Al crecer juntos no
habían sido más que amigos, pero se había percatado de la forma en que
Garrett la miraba constantemente. Básicamente, desde que Garrett entró en
la pubertad sus ojos estuvieron todo el tiempo clavados en los pechos de
Drea, hasta que su novio le dio una paliza por la misma razón una vez,
teniendo él quince años.
Por aquel momento pensó que había sido romántico. Más bien, debería
haberse dado cuenta de la clase de psicópata que su novio veinteañero era
como para golpear a un chico de quince, indiferentemente de la razón.
Así que sí, sabía que Garrett había estado embelesado con ella cuando
eran jóvenes, pero fue solo esta semana, viéndolo con Billy, Eric e incluso
con las mujeres de la base, que se dio cuenta de lo que se había estado
perdiendo justo bajo sus narices todo este tiempo. Sí, Garrett podría no ser
un líder natural, pero era un buen partido. Era el tipo de hombre bueno y
estable con el que nunca se había dado una oportunidad en toda su vida.
Por eso fue que lo miró directo a los ojos cuando dijo:
—Un clan está formado por una mujer y varios hombres que aceptan ser
una familia. Viven en el mismo lugar, se apoyan mutuamente y trabajan
juntos como una unidad. —Agachó la cabeza y meneó las pestañas
mirándolo seductoramente—. Y follan. Mucho. Entonces, Garrett, ¿quieres
follarme?
CAPÍTULO 12
GARRETT
Drea Belladonna Valentine había sido la protagonista de los sueños
húmedos de Garrett desde que tuvo edad para empezar a tenerlos.
Sin embargo, era dos años mayor, y a esa edad esos dos años se sentían
como veinte. Se decía a sí mismo que esa era la única razón por la que ella
nunca lo vio como más que un hermano pequeño.
Además, siempre estuvo demasiado cautivada por Thomas como para
prestarle atención a nada ni a nadie. El hecho de que Thomas fuera un
bastardo idiota no lo descubrió Drea hasta que fue demasiado tarde. Si tan
solo Garrett hubiera actuado de manera distinta, si tan solo se hubiera
enfrentado a su padre, si hubiera acudido con Drea a decirle lo que
realmente pasaba...
No lo sabía todo en ese momento, pero incluso lo poco que sí sabía… Si
tan solo hubiera podido convencerla de no enfrentárseles directamente, y
mostrarle cómo era Thomas en verdad. Si nada más hubiera hecho
literalmente cualquier otra cosa diferente a lo que hizo… lo cual fue nada
en absoluto.
Si tan solo él…
Pero ahora Drea está de vuelta.
Y te desea. Por fin, por fin te desea.
¿Y cuando se entere paulatinamente de todas las cosas que has hecho?
Puede que en el pasado haya sido un chico inocente en su mayoría,
pero, ¿y en los años que le siguieron? Se había metido hasta el maldito
cuello en todo este asunto, papá se había asegurado de eso. Las pocas chicas
que había salvado esporádicamente nunca podrían compensar todo el mal
que había hecho, el mal del que había formado parte.
Un hombre mejor se daría la vuelta y saldría por la puerta, pero nunca
había sido esa clase de hombre, por lo que atravesó la habitación en tres
zancadas, y al siguiente segundo ya tenía una rodilla apoyada en la cama,
mientras arrastraba a Drea hasta sus brazos.
Mierda, se sentía como el maldito paraíso. Su piel, su calidez. Se había
tirado a unas cuantas prostitutas en el pasado —nunca a ninguna de las
mujeres que traficaba la pandilla—, pero aun así podría jurar por la puta
Biblia que nunca había besado a una mujer antes, porque cuando sus labios
tocaron los de Drea no se sintió como nada que hubiera sentido antes en
toda su maldita vida.
No era tímida, no lo besó como si quisiera complacerlo, ni tampoco
como si estuviera borracha o drogada, ni como si deseara estar en otro
lugar.
Ella estaba justo en frente, en la vida real junto a él.
Era Drea Valentine.
Eric se había pasado a un lado de la cama para que Garrett pudiera
ponerse sobre Drea, asumiendo la posición en la que Eric había estado, pero
Drea simplemente negó con la cabeza sonriendo maliciosamente y se lo
quitó de encima.
Pero ¿qué…? ¿Acaso lo estaba jodiendo? ¿Lo había invitado a unirse
solo para mofarse de él?
Lo que siguió fue que Drea se dio vuelta sobre la cama, se puso de
rodillas y lo miró por encima del hombro, sacudiendo su delicioso y suave
trasero blanco para él.
Garrett se quedó sin palabras, porque ahora todo el flujo de sangre se
había ido hacia abajo. Su pene estaba tan duro que estaba a punto de romper
la estúpida costura de sus pantalones.
Se agachó para abrir la hebilla del cinturón y se desabrochó el pantalón,
aunque fuera para aminorar un poco la presión sobre su miembro adolorido.
Pero al ver que la mirada de Drea estaba clavada en sus movimientos…
Maldita sea, ¿acaso quería matarlo? Esto era mucho más salvaje que
cualquiera de sus fantasías. Al menos en esas tenían sexo simplemente
porque ella estaba aburrida o drogada, y él era el único hombre cerca.
¿Pero esto? ¿Estas ganas intensas? Se bajó los pantalones de un tirón y
le acarició el trasero con una mano temblorosa. Era tan hermoso y perfecto.
¿Estaba realmente aquí? ¿Esto era real?
—Por el amor de Dios, Garrett, no estoy hecha de cristal. ¿Vas a
follarme en serio o qué?
Santos cielos. En sus fantasías tampoco hablaba como marinero, pero
cómo era excitante aquello.
Terminó de explorar el último par de centímetros y a continuación
apretó una buena parte de su nalga. Una gran parte. Diablos, Drea estaba
diseñada a la perfección para él. Toda su vida había preferido un buen
trasero.
Y cuando la vio hacerle señas a Billy para que se acercara y lo puso
frente a su boca… No podía ser, ¿iba a…?
Por todos los cielos, cuando engulló entero el pene de Billy, Garrett
pensó que podría acabar antes de siquiera penetrarla. Era una zorra tan sucia
y atrevida.
Y suya… Estaba a punto de asegurarse de que fuese suya.
Garrett se agarró el pene con ambas manos y empezó a masturbarse con
intensidad por un momento; pero no pudo aguantar ni un maldito segundo
más, así que se acomodó y empezó a introducir su virilidad, sin juegos, sin
provocaciones. Lo que necesitaba era penetrarle la vagina tan profundo para
que nunca olvidara quién se la estaba follando.
Quizá Eric la follaría de forma brusca y dominante, y Billy parecía estar
drogado de puro placer, pero Garrett la adoraría.
La haría adicta a él, así nunca tendría suficiente. Lo que significaba que
debía evitar eyacular en los primeros tres minutos como un tonto
adolescente.
Se mordió el interior de la mejilla y bajó por la cintura de Drea para
estimularle clítoris. «Concéntrate en ella, su placer es lo único que
importa».
Drea se arqueó contra él tan pronto como puso sus manos allí, y la
satisfacción saltó disparada por el pecho de Garrett y directo hasta su pene.
Por la forma en que se abalanzó sobre él, era evidente que no buscaba
un encuentro tierno y dulce, y Garrett no tenía problema con eso. En otra
oportunidad le haría el amor de ese otro modo. Quería dárselo todo, pero en
ese preciso momento ella quería que fuera duro y sucio, y así se lo daría.
Le dio un azote a su delicioso trasero y empezó a embestirla más fuerte.
Ella chilló con el pene de Billy aún en la boca y Eric se acercó por debajo
de ella para empezar a retorcerle los pezones.
Diablos.
Garrett le pellizcó el clítoris y pudo sentir el instante en que su orgasmo
se desató. Drea se estremeció con su pene aún clavado firmemente en su
interior.
Garrett nunca había sentido nada como…
Cielos…
No, todavía no, quería darle otro…
—¡Síííííííí! —rugió mientras la embestía una última vez y eyaculaba
dentro de ella, dentro de Drea.
Dentro de la mismísima Drea Valentine.
Lo sacó y lo volvió a meter de nuevo, haciendo salir a borbotones aún
más semen de su vagina.
En ese momento todo era perfecto. Su vida era todo lo que estuvo
destinada a ser.
Sin ningún maldito pasado deleznable, sin futuro.
Tan solo Drea, y el pene de Garrett bien clavado en lo profundo de su
sexo.
Suya.
Era suya. Como siempre estuvo destinada a ser.
Era perfecto.
Pero pronto, demasiado pronto, el mundo real volvió a entrometerse. El
sonido de la pesada y agitada respiración de Billy y sus subsecuentes
disculpas por acabar en el cabello de Drea, y Eric diciendo que deberían
llevarla a la ducha para limpiarla.
«¡Cállense ya!», quiso gritarles a todos.
Se desplomó sobre la espalda de Drea, haciéndola caer de lado sobre la
cama para que se acurrucaran. Todavía tenía el brazo alrededor de su
cintura, y por un rato continuó jugando con su vagina y su clítoris. De vez
en cuando pequeñas sacudidas reminiscentes del orgasmo recorrían sus
piernas y él solo sonreía abrazándola, oliendo la fragancia de su piel.
No hubiera querido moverse de ahí nunca. Jamás. Pero un insistente
zumbido proveniente de la habitación contigua hizo que Drea se apartara de
él y asomara las piernas por el costado de la cama.
—¿Es el teléfono satelital? —le preguntó a Eric.
Él asintió, frunciendo el ceño.
—Aunque acabo de hablar con Sophia, y no tenemos otra llamada
programada hasta la semana entrante.
Salió raudo de la habitación.
Drea se quitó la manta que la cubría y lo siguió.
Maldita sea.
Garrett también se bajó de la cama. Rayos, ni siquiera se había quitado
los pantalones por completo. Avanzó varios pasos a tropezones mientras se
iba subiendo los pantalones, y para cuando llegó a la sala, encontró a Eric
con una expresión inquietante en el rostro y a Drea exigiéndole que le
pasara el teléfono.
—¿Dónde? —Su boca se transformó en una mueca severa y… Mierda,
¿acaso Drea se había puesto pálida?—. ¿Hace cuánto? —indagó ella en el
teléfono.
Después maldijo.
—Gracias. Evacuaremos ahora mismo.
Maldición, eso tenía que significar…
Drea apagó el teléfono.
—Los exploradores que vigilaban a los Calaveras Negras en San
Antonio vieron salir a una de las facciones. Hay treinta motos
aproximadamente dirigiéndose hacia nosotros, junto con algunas
camionetas, y todos armados hasta los dientes.
—Mierda —exclamó Billy, pasándose las manos por el cabello.
—¿Hace cuánto tiempo que se fueron? —preguntó Eric.
—Anoche. Los vigilantes fueron neutralizados y tan solo volvieron a las
cuevas para informarnos.
—MIERDA.
—Está bien, sabíamos que esto pasaría tarde o temprano —dijo Drea
empezando a caminar hacia su dormitorio, dejando caer la sábana y
gritando muchas órdenes a medida que avanzaba.
—Todos vístanse. Luego, Garrett, baja y hazle saber a Gisela la
situación. No tenemos mucho tiempo, pero ella sabe qué hacer…
Bang, bang, bang, bang.
¡Demonios!
Disparos.
Ya estaban aquí.
—¡Al suelo! —gritó Garrett, saltando hacia Drea aun cuando su cabeza
se movía hacia la ventana. Se estrelló sobre Drea justo cuando la ventana
explotó en una lluvia de vidrios y balas.
CAPÍTULO 13
DREA
¡No! Esto no era lo que había planeado.
Se suponía que tendrían más tiempo. Había centinelas en el perímetro,
deberían haber recibido una advertencia para poder sacar a todos con
tiempo de sobra.
«No has debido quedarte tantos días».
¿Y si no podía sacarlos a todos? Serían presa fácil. ¿Y por qué? Porque
ella estaba ocupada jugando a la casita con sus follamigos en vez de hacer
lo necesario para llevarlos a todos a un lugar seguro.
Fue estúpido de su parte asumir que los Calaveras estarían ocupados
con Travis y el asalto al Capitolio. Estúpida. Había estado completamente
segura de que Travis tendría a los Calaveras haciendo el trabajo sucio,
persiguiendo a los disidentes del norte y del sur.
Otra ráfaga de disparos rápidos la hizo estamparse contra el suelo
mientras Garrett se inclinaba sobre ella para protegerla.
Eso solo la enojó muchísimo más porque, maldita sea, no era ninguna
niñita débil que necesitase protección. Ella había recapturado la base bajo
sus malditas narices. Ella era quien había logrado eso. Tal vez había
cometido errores, pero no les fallaría a estas mujeres como les había fallado
a las de Tierra sin Hombres.
Y estaban preparados, en gran parte. Esta no era una catástrofe, solo
otro bache en el camino. Se lo repitió a sí misma una y otra vez mientras
respiraba profundo y se quitaba a Garrett de encima.
—Vístete —le gritó, buscando sus pantalones, que estaban arrinconados
bajo la cama.
—¿Qué diablos? —gritó Garrett intentando cubrirla, pero ella lo
fulminó con la mirada y levantó la mano.
Garrett debió haber comprendido por su expresión que no era momento
de desafiarla ni de estar jodiendo con su actitud de macho.
Drea le sacudió los pedazos de vidrio al pantalón tanto como pudo antes
de ponérselos, aún acostada en el suelo. Los chicos hicieron lo mismo.
Los disparos no cesaban.
Vio la línea de agujeros que las balas habían hecho en la pared de yeso,
muy por encima de la cabecera de la cama. Eso significaba que estaban
disparando desde abajo. Bien. Se puso también la camisa y se arrastró
cabizbaja hacia la puerta.
Al menos estaba abierta, así que, aun si los asaltantes podían ver la
habitación, no verían movimiento alguno. Los demás la siguieron de cerca.
Todo el apartamento estaba destruido. Drea se mantuvo agachada en caso
de que los Calaveras tuviesen francotiradores en los pisos superiores de
edificios cercanos.
¿Hueso o Vikingo estarían con este grupo? Habían sido sus mejores
francotiradores antes del Declive, pero no, a Suicidio le gustaba
mantenerlos cerca. Tomó la mochila de emergencia que mantenía junto a la
entrada principal mientras Garrett se levantaba lo suficiente para abrir la
puerta.
Ya los disparos no entraban por las ventanas. Eso podría significar que
no estaban disparándole a objetivos específicos, sino en general a todo lo
que pudiesen darle, y Drea ni siquiera podía concebir tal derroche de
municiones. Sabían que no lograrían matar a muchos de esa manera, así que
probablemente su objetivo era aterrar a todos los que estuvieran dentro,
pensando que las mujeres llorarían, temblarían y se rendirían ante tal
despliegue de fuerza.
Hijos de puta. Siguió arrastrándose por el corredor y no se puso de pie
hasta que abrió la puerta de las escaleras.
—¿Qué coño vamos a hacer? —gritó Billy con una voz que resonó por
ese estrecho espacio.
Drea comenzó a correr escaleras abajo.
—Para empezar, cálmate —dijo Eric, y Drea apreció que lo hiciera. Ya
tenía mucho de qué preocuparse como para que su propia gente aumentara
su nivel de estrés.
Dios, ¿por qué tomaba tanto bajar tres tramos de escaleras?
Finalmente, luego de lo que parecieron diez años, abrió de golpe la
puerta del segundo piso. Maya estaba en la entrada del armario de
suministros, cargando sobre sus hombros grandes mochilas, una sobre otra.
La mujer era tan diminuta que a Drea le sorprendió que lograra mantenerse
erguida.
—Todas las demás fueron al sótano —gritó Maya.
—Con eso es suficiente, Maya. —Drea señaló hacia la escalera—.
Vamos, no hay tiempo.
—No, todavía tengo que buscar los antivirales, son…
—Olvídalos —gritó Drea—. Ven rápido ¡ahora!
Pero Maya volvió a desaparecer en el armario de suministros. Cuando
volvió, apenas podía caminar de tantas mochilas que cargaba, pero tenía
una gran sonrisa en el rostro. De hecho, Maya siguió sonriendo cuando los
disparos volvieron a sonar y las paredes de vidrio de las que estaba hecho
todo el segundo piso empezaron a hacerse añicos.
CAPÍTULO 14
ERIC
—¡Quédate tras la puerta! —gritó Garrett empujando a Drea hacia Eric
mientras Billy corría hacia Maya.
Eric tiró de Drea con su brazo enyesado y cerró de golpe la pesada
puerta de las escaleras justo cuando el vidrio estallaba.
—¡No! —gritó Drea, resistiéndose—. ¡Suéltame! ¡Garrett! ¡Maya!
Pero Eric la alejó a rastras de la puerta.
—¡Garrett! ¡Suéltame, joder!
La puerta era robusta y ese era el único consuelo de Eric. Drea se
resistía en sus brazos como una fiera. De ninguna manera la dejaría ir, ni
siquiera cuando el brazo roto comenzó a dolerle y ella comenzó a clavarle
las uñas y a gritarle obscenidades.
—Maldita sea, si no me dejas ir te juro que no te volveré a hablar —
chilló.
Por él estaba bien. Tenía una hija, se había preparado desde hace mucho
tiempo para afrontar ese hecho: los sacrificios que había que hacer para
proteger a los seres queridos podrían implicar perderlos. Eric ni siquiera
pensó en soltarla hasta que el sonido del tiroteo se apaciguó, como si
hubiera pasado a otra zona del edificio.
E incluso entonces, sintió alivio cuando Billy se ofreció a salir en lugar
de Drea a ver cómo estaban.
Mientras Billy abría la puerta, pudieron ver a Garrett agachado, usando
su cuerpo para proteger a Maya. Estaba cubierto de esquirlas de vidrio y
Eric notó la sangre a su alrededor.
Sujetó a Drea con aún más fuerza hasta que ella se volvió hacia él.
Tenía la mirada más fría que Eric hubiese visto jamás.
—Suéltame… ahora… mismo…
Un escalofrío le recorrió la espalda.
—Drea, podrían regresar. Solo esper…
Y entonces un dolor explosivo detonó en su cabeza.
¿Qué c…?
¿Acaso Drea le había dado un cabezazo?
Perdió el equilibrio, aturdido, y se llevó una mano a la frente mientras
Drea se escabullía de sus brazos para correr junto a Maya y Garrett.
—Drea —intentó llamarla Eric, cerrando los ojos con fuerza para
escapar de la repentina ola de mareo que lo invadía. Siempre había sabido
que esa mujer era una cabezota, pero esto era demasiado.
Sin embargo, un instante después, ya estaba repuesto y de vuelta a la
acción. Billy ayudaba a Garrett a levantarse y a alejarse de Maya. Drea se
puso en cuclillas junto a ella de inmediato y posó los dedos sobre su cuello.
—Maya —dijo Drea—. Cariño, Maya. Ay, Dios, ¿puedes oírme?
Estamos aquí, ¿de acuerdo? Estamos justo aquí.
«Por favor, por favor, que la chica esté bien». Eric no sabía a quién
demonios se lo estaba rogando. Hacía mucho tiempo que no creía en Dios,
pero ahora rezaba, por el bien de Drea.
Había sangre. La sien y los brazos de Maya sangraban profusamente.
—Está inconsciente, pero respira —dijo Garrett mientras Billy recorría
con sus manos el lánguido cuerpo de la chica.
Una ola de alivio recorrió a Eric.
—Por lo que puedo ver, recibió dos disparos antes de que pudiera llegar
a ella —continuó Garrett—. Ambos aquí, del lado izquierdo.
Billy ya estaba manos a la obra, rasgando el dobladillo de la camiseta de
Maya. Improvisó un par de torniquetes, atándole la tela alrededor del muslo
y de la parte superior del brazo.
—¿Podemos moverla? —preguntó Eric—. Debemos irnos.
Drea lo fulminó con la mirada, pero obviamente sabía que tenía razón,
porque se puso de pie.
—Puedo vendarla en el camión —dijo Billy, rascándose la muñeca
como si deseara no haber comenzado con la abstinencia justamente esta
semana. Más le valía a ese cabrón mantenerse sobrio—, pero tenemos que
largarnos.
Garrett levantó a Maya con un solo movimiento, cargándola en brazos
sin dificultad.
Al siguiente instante, Drea se puso en marcha.
—Lleven esto —le ladró a Eric y a Billy, entregándoles bruscamente
dos de las grandes mochilas que Maya cargaba. Luego, tomó ella las otras
dos y se puso de pie.
Caminó de regreso a las escaleras con una expresión impenetrable,
pasando junto a ellos sin dirigirles la palabra. Cuando comenzó a correr
escaleras abajo otra vez, Eric intercambió una mirada con los otros antes de
seguirla a toda prisa. Maldita sea, ¿iba a volver a ser distante con ellos?
Esa misma semana habían sellado con una soldadura la puerta que
conducía al vestíbulo. Era una salida de emergencia, una puerta de acero, y
Eric se estremeció ante la ráfaga de disparos acribillando el metal.
Mierda. ¿Ya estaban dentro del edificio? Drea no perdió ni un segundo.
Saltó por encima de las dos motocicletas que bloqueaban el rellano del
primer piso, que habían llevado hasta allá solo en caso de que alguien
lograra entrar desde el vestíbulo. Eric y los otros la siguieron, pero ninguno
se podía mover tan rápido como Drea en una misión.
La escalera no culminaba en una simple puerta hacia el vestíbulo, sino
que se bifurcaba en dos direcciones. Una puerta conducía al vestíbulo, y la
otra, a un pasillo trasero que daba al garaje. Afortunadamente el garaje
también tenía, gracias a la pandilla y su amor por las motocicletas, un
enorme portón de acero en la entrada. Cuando llegaron, estaba cerrado y
recibía una lluvia de balas del lado de afuera.
—¡Drea!
Cuando la vieron irrumpir en el garaje, las mujeres dejaron escapar
suspiros de emoción y alivio. Todas estaban en el suelo, refugiándose tras el
camión blindado. Drea solo las miró rápidamente y siguió caminando a
zancadas.
—¿Por qué no están en el camión? —espetó—. Muévanse, ¡ya! —gritó,
apuntando a la parte trasera del vehículo.
Varias de las mujeres miraron con aprensión las puertas abiertas del
camión blindado: otras simplemente temblaban sin control o se abrazaban
entre ellas.
Garrett y Billy fueron de inmediato a la parte trasera para dejar a Maya
en el camión. Billy se quedó con ella, pero Garrett volvió a bajarse un
momento después. Gisela se separó de las otras mujeres y tomó a Drea del
brazo.
—Te dije que esta era una mala idea. Estos son los mismos vehículos
que usaron para traficarlas, no pretendas que…
Pero Drea sacudió el brazo para apartar a Gisela y se volvió al grupo de
mujeres. Señaló la pared con un dedo.
—Van a entrar por esa puerta y les prometo que las pistolas serán el
menor de sus problemas. ¿Quieren estar aquí sin hacer un cuerno cuando
eso pase? Súbanse al maldito camión.
Eric sintió pena al ver a las mujeres estremecerse y alejarse de ella, pero
lo que Drea no tenía de sutil lo tenía de eficiente, porque las mujeres sí
empezaron a subirse al vehículo y cuando dos lo hicieron, otras cuatro
siguieron su ejemplo y pronto fue una estampida. Las chicas que ya estaban
en el camión ayudaban a las otras a subir.
Eran tantas. ¿Cabrían ahí dentro? Solo habían practicado subirse al
camión una vez, y eso sin hacer espacio para el doctor que intentaba operar
a una mujer herida. Pero se quedaron de pie una junto a otra, hacinadas.
Cuando entró el último par de mujeres, tambaleándose en el borde, estaban
tan apretadas como sardinas en lata.
Muchas de ellas tenían una expresión de puro terror en el rostro. Dios,
las estaban forzando a revivir algunos de los peores recuerdos de su vida:
ser traficadas a quién demonios sabía dónde, entregadas de un cabrón
malvado a otro. Eric creyó que Drea iba a cerrar de golpe las puertas
traseras sin emitir palabra, pero en el último momento se detuvo, extendió
los brazos y tomó las manos de las mujeres que estaban más cerca de ella.
—Las mantendré a salvo. Lo juro por mi vida.
Y por la forma en que lo dijo, por la expresión en su rostro… Eric sintió
que su estómago se oprimía, embargado por el terror. ¿Qué quería decir con
que lo juraba por su vida? ¿Que estaría dispuesta a morir si era necesario?
Ya se había arriesgado demasiado, no podía…
—Ahora retrocedan —dijo con una voz más gentil que la que había
usado para darles órdenes—. Y recuerden, son ustedes las que cerrarán la
puerta desde adentro. Ustedes tienen el control. Nadie las está encerrando.
Cerró las puertas tan suavemente como pudo y no miró a Eric ni a
Garrett hasta escuchar el seguro de la cerradura de adentro.
Y entonces sus facciones volvieron a ser tan duras como la piedra.
—Ustedes dos, al frente.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó Eric.
—Ella se va en una de las Harley Davidson —dijo Garrett—. Yo
también me iré en la mía y podremos…
Pero Drea puso los ojos en blanco.
—Ni hablar, solo me retrasarías.
Durante un segundo, Eric creyó ver una chispa de la antigua Drea.
—Me voy con Stella. Todavía la tenían allá atrás acumulando polvo.
Malditos idiotas.
Tiró de una lona y reveló una brillante motocicleta roja que estaba junto
al camión. Era el doble de pequeña que algunas de las Harley aparcadas en
el garaje.
Eric leyó Ducati en un costado de la motocicleta, y justo arriba,
estampado junto a una calcomanía de fuego, estaba el nombre «Stella».
Eric habría sonreído de no ser por dos cosas. Primero, era una maldita
motocicleta y el accidente que habían tenido conduciendo una todavía era
muy reciente; y segundo, toda la calidez en el rostro de Drea desapareció
cuando volvió la vista al camión blindado.
En el suelo, junto a la motocicleta, había una pequeña mochila
bandolera. Drea la tomó y se la puso cruzada en el pecho, colocándosela en
el vientre cuando se subió a Stella.
Luego los fulminó con la mirada.
—Bueno, ¿qué diablos esperan? ¿Una invitación? Vayan al camión. Las
llaves están sobre el tablero.
Eric apretó la mandíbula. Lo único que quería era hablar con ella y
asegurarse de que no planeara hacer algo que la pusiera en peligro, pero
durante su tiempo en el ejército había aprendido que en las batallas solo
podía haber un comandante y, por más que hubiese preferido estar él a
cargo, sabía que Drea lideraba esta guerra.
Así que asintió firmemente y emprendió la marcha hacia el camión sin
decir palabra. Al menos Garrett no se opuso cuando Eric tomó el asiento del
conductor. De haber sido al revés, Eric habría perdido la cabeza por sentir
que le arrebataban la poca autoridad que le quedaba.
Apenas cerraron las puertas del camión, una enorme explosión sacudió
todo el garaje y el edificio. Eric se cubrió los ojos con el brazo
instintivamente, pero luego giró la cabeza hacia la ventana del conductor.
Drea. Estaba a punto de abrir la puerta para verificar cómo estaba, pero
logró divisarla en el espejo retrovisor. Tenía la motocicleta contra el camión
blindado para evitar ser vista desde la entrada y negaba fuertemente con la
cabeza. Levantó una mano como indicándole que se agachara.
Dios, ¿hablaba en serio? Cuando no lo hizo lo suficientemente rápido,
empezó a hacer señas más frenéticas para captar la atención de Eric.
—Agáchense —gruñó.
Fue incómodo hacerlo sin tropezarse con Garrett, pero lo lograron. Eric
solo le había dado un vistazo al portón del garaje antes de ocultarse, pero
fue suficiente para ver que le habían hecho un agujero impresionante.
Porque habían traído explosivos, por supuesto.
—Maldición, qué táctica tan mala —murmuró Garrett tan bajo que Eric
apenas pudo oírlo—. ¿Qué habrán usado? ¿Una maldita carga de C4? ¿Qué
demonios les enseña Suicidio a estos nuevos reclutas?
Eric se preguntaba si de algún modo Drea les habría indicado a las
chicas que mantuvieran la calma, porque estaban en completo silencio. O
tal vez la parte trasera del camión estaba insonorizada además de ser a
prueba de balas.
Mierda, ¿qué estaba pasando allá afuera? A Eric nunca le había gustado
este plan de contingencia desde el mismo momento en que Drea lo había
propuesto, y ahora, sentado allí, ciego y con el enemigo a la puerta, le
gustaba muchísimo menos.
«Solo espera la señal, espera la señal».
Transcurrió otro momento tenso y silencioso. Bueno, no tan silencioso.
Podía oír voces en la distancia, voces de hombres llamándose entre sí.
Luego, un minuto después, oyó más voces.
Cuando escuchó pasos que se dirigían hacia ellos, Drea dio la señal. Fue
imposible no escucharla arrancando su motocicleta a toda marcha y
rompiendo la quietud del garaje. Eric se enderezó y encendió rápidamente
el motor antes de poner en marcha el camión blindado y con todas sus
fuerzas pisar a fondo el acelerador. Por un momento fugaz, las luces del
camión iluminaron los rostros sorprendidos de la decena de motociclistas
que entraban en tropel al garaje. En ese momento, Garrett oprimió el
interruptor que abría el portón.
Los motociclistas levantaron sus ametralladores y comenzaron a
disparar, pero Eric se mantuvo inmutable. Bueno, tal vez sintió un poco de
satisfacción al arrollar a uno de esos bastardos y verlo caer hacia un lado.
Pero sus ojos estuvieron fijos casi todo el tiempo en el espejo retrovisor,
asegurándose de que Drea fuese al paso del camión, protegida de la lluvia
de balas que venía hacia ellos.
El camión se sacudió violentamente cuando salieron del garaje y
condujeron en el asfalto de afuera. Eric se estremeció, pensando en las
mujeres que estaban de pie en la parte de atrás. Pero no había tiempo para
sutilezas. La motocicleta de Drea adelantó al camión y comenzó a alejarse,
guiando el camino.
Caía el atardecer y ni una nube cruzaba el firmamento. La luz del sol
resplandecía en las calles. Rugidos de motocicletas retumbaron tras ellos y
Eric pisó todavía más el acelerador, consciente de que no había tiempo.
Condujo por otros diez metros cuando una explosión a sus espaldas sacudió
el vehículo.
—¡Esooooooo! —gritó Garrett, dándole un golpe al tablero—. ¡Así es
como se usan los explosivos, joder!
—Dios mío —exclamó Eric—. ¿No podías esperar que nos alejáramos
un poco más?
—¿Estás loco? La idea era acabar con todos los que pudiera. —Garrett
se inclinó hacia la ventana, comprobando su espejo retrovisor—. Mierda,
parece que no fueron tantos como hubiera querido. Tenemos a cinco
bastardos pisándonos los talones, tres tienen esos manubrios largos y no van
a alcanzarnos si pisas a fondo el acelerador. Drea tenía razón, normalmente
esas Harley no pasan los ciento ochenta kilómetros por hora.
Eric bajó la vista al velocímetro. Iba a ciento treinta y cinco y sentía que
el motor aún tenía mucho que dar.
—Pero tienen una camioneta que nos está alcanzando. Mierda, otra
camioneta acaba de doblar la esquina y también nos persigue.
Eric miró por su espejo retrovisor y vio la camioneta de la que hablaba
Garrett.
Bien, era hora de algunas maniobras evasivas. Durante la guerra, la
única manera de sobrevivir era aprender a escapar. La Alianza del Sur era
infame por perseguir a los soldados de Texas después de ganar una batalla,
su lema era «si los matas hoy, no tendrás que luchar mañana».
—Sujétate fuerte —murmuró Eric, deseando poder decírselo también a
las mujeres de atrás. Igual sabían que esto no iba a ser un paseo en la
pradera.
Tendría que sacarlos de la carretera uno por uno. Sería más difícil si
intentaban aprisionarlo desde ambos lados, pero había salido de peores
situaciones, solo que con menos presión…
—¿Qué hace? —preguntó Garrett, enderezándose en la silla.
—¡Drea! —le advirtió Eric con preocupación cuando Drea desaceleró
para quedar al mismo nivel del camión, del lado de Garrett. Pero ella no
podía escucharlo, ni le haría caso aun si pudiera.
Los disparos se habían detenido, pero cuando Drea se volvió un blanco
fácil, volvieron a comenzar.
—¡Maldición, Drea! —gritó Eric, mirándola y pisando el freno.
Intentaba volver a ponerse detrás de ella para cubrirla.
Pero entonces, Drea se desvió hacia una calle lateral.
—¿Adónde diablos va? —gritó Eric.
—No te preocupes —respondió Garrett—. Ella sabe lo que hace.
Eric lo miró con incredulidad. ¿Hablaba en serio?
—Todos tienen armas, ¿cómo se supone que no me preocupe?
Garrett tan solo sonrió, parecía un demente.
—Yo también tengo una. —Cargó su escopeta—. Además, casi nadie
sabe disparar desde una puta motocicleta. El que te diga que sabe es un
maldito mentiroso.
Si Eric no hubiese estado conduciendo un camión lleno de gente, habría
regresado a buscar a Drea, sin duda. Pero no era así, maldición, y ella lo
sabía. ¿Cómo se atrevía a ponerlo en esta situación? Si de algún modo
lograban sobrevivir, la sentaría y le pondría las cosas en claro, eso era
seguro.
Garrett bajó el vidrio de su ventana y sacó el torso, apoyándose la
escopeta en el hombro.
Boom.
La volvió a apuntar de inmediato y disparó de nuevo.
—¿Qué diablos estás haciendo? —gritó Eric cuando empezaron a
dispararles y Garrett volvió a entrar por la ventana.
—Drea está detrás de ellos. Estoy llamando su atención para que no la
noten tan rápido.
—¿QUÉ?
Eric tomó el espejo retrovisor y lo reajustó, alternando la vista entre la
calle y el espejo. Maldición, Garrett tenía razón, Drea estaba detrás de
todos, agazapada sobre su motocicleta y aproximándose a la camioneta de
atrás. Se acercó tanto al camión que desapareció del reflejo.
—¿Qué diablos haces, Drea? —murmuró Eric, tomando una
pronunciada curva a la derecha.
Creía que esta otra calle los conduciría en la dirección correcta. Se había
estudiado un mapa, pero habían salido con tanto apuro que solo tenía una
idea general de dónde estaban.
A mitad de la curva, la camioneta detrás de ellos explotó. Eric giró el
volante rápidamente mientras Garrett gritaba como si estuviera en una pelea
de boxeo.
—¿Dónde rayos está Drea? —gritó Eric.
Pero aparentemente Garrett no estaba de humor para ayudar.
—Mierda, ¡no puedo creer que realmente lo hizo! —Se pasó una mano
por el cabello como si estuviera en el mejor momento de su vida—.
Siempre hablamos de poner una carga de nitroglicerina en un tubo de
escape, pero ninguno de los dos estaba lo suficientemente loco como para
hacerlo.
—¿Pero ella está bien? —gritó Eric.
—Sí, hombre, relájate. La vi desviarse antes de la explosión.
—Dios…
Eric se limpió una por una las manos sudorosas de los pantalones. Drea
iba a terminar matándolo. Había sobrevivido a los años de adolescencia con
su hija solo para acabar muriéndose por una maníaca testaruda por la que
empezaba a sentir cosas como un tonto y…
—Oooooh, ahí viene otra vez. —comentó Garrett entre risas,
asomándose por la ventana y disparando otra vez con la escopeta.
Eric miró fijamente el espejo retrovisor.
—Maldita sea, Drea.
Porque obviamente ellos no eran los únicos que habían notado la
primera explosión.
Varios motociclistas habían retrocedido y todo lo que Eric podía oír eran
los estallidos de las balas.
—Tenemos que apartarlos de ella.
Eric estiró su brazo enyesado hacia el volante, apretando los dientes
para resistir el dolor, mientras que buscaba con el otro una de las
subametralladoras que había ocultado bajo su asiento. Le quitó el seguro y
sacó el brazo por la ventana, apuntando a algún lugar a sus espaldas.
Entonces pisó el freno. El chillido de los neumáticos fue ensordecedor y
el camión comenzó a virar de un lado a otro. Dios, Eric esperaba que Billy
no estuviera suturando en ese momento. Sujetó el volante tan fuerte como
pudo con los dedos de su brazo enyesado, controlando el ángulo de giro
para que el lado de Garrett quedara frente a la camioneta y las motocicletas
que se aproximaban.
—¡Fuego! —gritó, moviéndose y uniéndose a Garrett para disparar
desde su ventana, sin importarle cuántas balas estaba desperdiciando la
ametralladora. Lo único que necesitaba era que dejaran de concentrarse en
Drea.
—¡Vamos, vamos, vamos! —gritó Garrett—. Ya se escapó.
Eric abrió los ojos de par en par y retrocedió. Arrojó la ametralladora en
el suelo del camión y pisó el acelerador de nuevo. Las motocicletas pasaron
junto a ellos a toda velocidad y las balas zumbaban alrededor del camión.
Eric soltó un pequeño grito cuando su espejo retrovisor se quebró, pero
mantuvo el pie a fondo en el acelerador. Le echó un vistazo a su espejo
lateral y vio que la camioneta detrás de ellos se detuvo, y que sus ocupantes
salieron huyendo momentos antes de que estallara con una nube de fuego y
humo. Garrett, como era de esperarse, gritó.
—¡Así se hace! ¡Coman nitro!
Pero ahora las motocicletas los habían rebasado y maniobraban frente al
camión blindado, descargando sobre ellos una lluvia de balas. Uno tras otro,
los disparos tintineaban sobre el parabrisas, pero el cristal resistía bien las
balas. Estaba diseñado para eso.
—¡Mierda, una granada! —gritó Garrett.
Y lo hizo justo a tiempo, porque Eric había estado concentrado en un
par de motocicletas que habían desacelerado y se habían ubicado a cada
lado del camión. Volvió su atención al motociclista frente a él justo cuando
movía el brazo y arrojaba una pequeña esfera por los aires. Eric viró
bruscamente hacia la izquierda y un BOOM retumbó tras ellos cuando la
granada estalló.
La motocicleta de la izquierda apenas logró alejarse a tiempo. A Eric no
le hubiese importado arrollar a ese cabrón… Lo cual era una gran idea,
ahora que lo pensaba. Eric se preparó para intentar derribar al bastardo del
otro lado, porque ¿y qué tal si Drea no era la única que estaba lo
suficientemente loca como para intentar ese truco con la nitroglicerina?
Pero entonces, Drea apareció de repente por un callejón lateral y se ubicó
frente a todos ellos, liderando el grupo.
—¿Y ahora qué diablos está haciendo? —gruñó Eric.
Ya tenía el acelerador pisado a fondo, pero rechinó los dientes como si
pudiera hacer que el maldito camión fuera más deprisa a pura fuerza de
voluntad.
Pero no tuvo que esperar mucho para ver lo que Drea estaba tramando.
Serpenteaba de un lado a otro de la carretera, introduciendo el brazo en su
mochila y luego levantándolo hacia afuera varias veces.
—¿Qué está arrojando? —preguntó Eric.
—Abrojos —respondió Garrett con una sonrisa en el rostro, como si
estuviera orgulloso—. No te sientas mal, yo tampoco sabía lo que eran antes
de que Drea me dijera. Ahora sujétate, nos vamos a sacudir un poco —dijo
y se aferró a la manija del techo mientras Eric se agarraba al volante.
No tenía idea de qué era un «abrojo», pero cualquier cosa que hiciera
que el demente de Garrett se sujetara era algo para lo que definitivamente se
tenía que preparar.
—Ay, mierda —exclamó Eric mientras el camión iba a toda velocidad
hacia lo que en un principio parecían puntos brillantes en el asfalto oscuro.
No estaba seguro de qué era lo que Drea había arrojado al suelo, pero
cuando estuvo más cerca, comprendió la terrible verdad.
—No sería capaz —suspiró con voz ronca.
—Maldición, claro que sí —se burló Garrett—. ¿Adónde creíste que me
iba cuando desaparecía durante horas cada semana? Estaba soldando estos
bebés.
—Maldición, maldición, ¡MALDICIÓN! —gritó Eric, sin atreverse a
reducir la velocidad para no prevenir a ninguno de los motociclistas.
Aún había algunas motocicletas delante de él, y Eric se aseguró de
mantenerse alejado de ellas cuando alcanzaron las primeras púas.
Porque eso era lo que Drea había arrojado: púas pincha-neumáticos.
Maldición, como si no hubiesen tenido suficiente la primera vez.
Las motocicletas pasaron por las púas y salieron disparadas en todas
direcciones. Dos de ellas derraparon sin control y una tercera se volcó una y
otra vez, pero Eric apenas tuvo tiempo de procesar la masacre antes de que
su propio camión pasara por encima de esa mierda. Se estremeció mientras
se preparaba y se aferró al volante con tanta fuerza como pudo.
Ba-bam, ba-bam.
Y luego… nada.
¿Qué dia…?
Espera. ¿Eso era… todo?
Eric no lo sabía. Fijó la vista en el espejo lateral. No podía ver si los
neumáticos estaban rotos, pero… Se deshicieron de todos los otros
motociclistas, eso era un hecho. Justo cuando verificaba, vio al último
intentando frenar antes de llegar a una de las púas.
Casi se detuvo a tiempo, pero igual terminó derrapando de costado por
la calle. Eric volvió la vista al frente. Sus frenéticos latidos solo se calmaron
cuando vio que Drea aún estaba allí, conduciendo a toda marcha como si
nada, como si no acabara de arriesgar su maldita vida unas cien veces
llevando a cabo esas hazañas.
Mientras tanto, Garrett se reía tan fuerte que apenas podía respirar. Eric
lo fulminó con la mirada, pero eso solo lo hizo reírse todavía más y darse
un golpe en la rodilla.
—¿Qué diablos es tan gracioso? —le espetó Eric.
—Los camiones blindados… —comenzó Garrett, pero otro ataque de
risa lo hizo detenerse antes de tragar saliva y proseguir—, pueden conducir
con los neumáticos desinflados. —Volvió a golpearse la rodilla—. ¡Así que
Drea nos lanzó las púas a todos!
Eric apretó la mandíbula con tanta furia que sus dientes rechinaron.
Sí, definitivamente le pondría las cosas bien en claro cuando llegaran a
las cuevas.
CAPÍTULO 15
GENERAL DAVID CRUZ
David tenía bastantes líderes de pelotón que podían traer a las mujeres que
llamaron pidiendo ayuda. Pero luego de conversar brevemente con su líder,
Drea Valentine, decidió ir él mismo.
—Hola, habla Halcón Alfa.
David caminó en círculos por las enormes columnas de estalagmitas
alzadas como gordos gigantes en el centro de la caverna, en las
profundidades de las afueras de San Antonio. Otras personas lo observaban.
Estaba tan abarrotado que había pocos lugares a los que acudir para tener
algo de intimidad. Y esto era con solo unos dos mil de sus siete mil
soldados aquí abajo en los más de tres kilómetros de cuevas. Los otros
cinco mil se quedaron a su suerte en el campo de la colina, donde eran
reclutados por las fuerzas de Travis cada día.
—¿Quién es…?
—No me importa —le interrumpió impaciente—. Soy Drea.
Necesitamos transporte para cruzar el territorio de los Calaveras Negras y lo
necesitamos ahora. Acabamos de alborotar el avispero, así que cuanto antes
mejor.
David entrecerró los ojos y se apartó de la mirada interrogante de
Jonathan. Jonathan era su coronel principal, su mano derecha y su mejor
amigo desde hacía siete años.
—Tenemos protocolos para este tipo de eventualidades, señora.
—Me importan una mierda los protocolos. Tengo mujeres muy
nerviosas aquí. Tienen que llegar a un lugar seguro lo más pronto posible.
—Por favor identifíquese con la señal habitual. Por lo que sé, podría ser
agente de Arnold Travis.
—Por la madre de Cristo. No tengo tiempo para esto. Hágame el favor
de poner a Sophia Wolford al teléfono. Ella me conoce y hasta podría
mandarme un equipo de rescate más rápido que los mismos estirados y
pomposos robots del ejército.
David mantuvo la calma a pesar de que le hirviese la sangre por dentro.
Había conocido a muchas personas como esta mujer. ¿Apreciaban los años
que había dedicado a defender al nuevo país de gente como ellos? No, solo
podían cagarse en su servicio.
«Eso no hace que tu trabajo sea menos importante». Su labor iba más
allá de cualquier persona, incluyéndose a él mismo y a su orgullo.
—Si ya ha terminado de insultarme —comentó con tono de voz
apaciguado—, podemos volver al protocolo. Recibieron una serie de
lugares de encuentro en la última semana. ¿Podría mencionar, de forma
cuidadosa, una de las frases que indicarían en dónde se encuentran para que
podamos discutir su rescate?
«Sin mencionar su ubicación ni nada con respecto a los habitantes de la
cueva», pensó, molesto.
—Hijo de…
Luego de varios momentos de incoherencias indescifrables durante la
llamada que sonaron como una serie de palabrotas, una voz femenina dijo:
—Billy. ¿Dónde están los…? Ya sabes, esa maldita carpeta con los…
No, la bolsa del guion no, los…
—Las ubicaciones del protocolo —aportó David con ánimos de ayudar.
—Sí. Las ubicaciones del protocolo.
David se apartó el teléfono de la oreja y se quedó mirándolo por un
minuto antes de que unos gritos del otro lado hiciesen que volviese a
colocárselo.
—Charlie Alfa Nueve. Estamos en el maldito Charlie Alfa Nueve.
David se dirigió bruscamente hacia Jonathan.
—Un mapa.
Jonathan asintió, acercándose con el mapa que ya tenía preparado. Lo
desplegó en el suelo y David acercó su lámpara de aceite a este.
—Tendremos que esperar a que caiga la noche. Los Calaveras hacen
volar drones en el día para vigilar el área. Pero tenemos algunas camionetas
estampadas con pintura anti infrarrojos y podremos movernos por la noche
sin problemas.
—Entonces muevan el culo y vengan al punto de encuentro C o como
mierda sea apenas anochezca. Tengo a muchas sobrevivientes inquietas aquí
y esperar no las calmará en lo absoluto.
Tras eso, le colgó.
CAPÍTULO 16
SOPHIA
—¿Papá? —preguntó Sophia, abriéndose paso entre el grupito de mujeres
que se acercaban por la entrada de la cueva—. ¿Hola? ¿Dónde está el
comandante?
—Espera, Soph —dijo Finn—. Tranquila. Déjalas respirar. ¿No ves que
están asustadas?
Sophia se volvió hacia Finn, boquiabierta. Por supuesto que vio…
¿Creía que ella…?
—Solo necesito saber que papá está bien, ¿sí?
Finn era seis meses mayor que ella y creía saberlo todo porque asistía a
las misiones de los recolectores desde los dieciséis años.
Varias mujeres del pueblo guiaron a las recién llegadas por la larga
escalera diagonal ida y vuelta que se había excavado en la roca hacía más
de ciento cincuenta años, cuando estas cuevas eran una atracción turística.
Las cuevas tenían trece pisos de profundidad, y habían sido creadas por ríos
subterráneos hace siglos.
Sophia se volvió hacia la boca de la cueva, deseando que su padre fuese
el siguiente en cruzarla.
Finn se limitó a soltar una bocanada de aire desdeñosa.
—Nada podría hacerle daño al comandante.
Sophia lo ignoró. ¿Por qué había subido hasta aquí?
—Vamos, Soph. ¿De verdad estás preocupada? Luchó en Texarkana.
Esa fue la batalla más horrible de toda la guerra por la Independencia. ¿Y
no estuvo en el ejército antes de eso? Nada puede matar a ese duro y viejo
bast…
Sophia se dio vuelta, haciendo volar su cabello castaño, para fulminar
con la mirada a Finn otra vez.
—¿Intentas darle mala suerte? Dios, cállate ya.
Finn alzó las manos.
—Cielos, mujer. Solo intentaba hacerte sentir mejor y que dejaras de
preocuparte.
—Pues lo haces pésimo —espetó Sophia—. Ya para.
Ese hombre tenía que espabilar. ¿Cómo se suponía que traer a colación
los momentos en los que su padre había estado en peligro de muerte en el
pasado fuese a hacer que se sintiera mejor sobre el peligro que corría ahora?
En todo caso, significaba que ahora era más probable que le pasara algo. Si
la vida era un juego de probabilidades, ¿no significaba eso que era más
probable que su turno llegase ahora si no había ocurrido entonces?
Fulminó a Finn con la mirada.
—Solo necesito saber que está bien. Además, ¿qué sabes tú de eso?
Nunca has estado en una guerra.
Los ojos de Finn destellaron.
—Solo porque todavía era demasiado joven cuando terminó la última.
Pero ahora estamos en guerra, y te garantizo que voy a cumplir con mi
deber. Seré el último en luchar de ser necesario.
Ahora le tocó a Sophia burlarse. Miró a Finn con desdén. Tenía la forma
de un hombre —hombros anchos, barba en la cara por no haberse afeitado
en varios días, rasgos faciales definidos—, pero todo lo que parecía notar
cuando lo miraba era al jovencito que solía romperle el sujetador de
entrenamiento en lo que era el instituto del municipio.
—Tú sí que hablas, Finn Malone. Pero no olvides que yo estuve ahí el
día que casi te meas en los pantalones cuando esa abeja te picó en séptimo
grado.
—Así que piensas mucho en mí, ¿no? —Finn se paró a su lado,
chocando su hombro con el de ella—. Para recordar algo que sucedió hace
tanto.
Sophia le dedicó una sonrisa empalagosa.
—Para nada. Es que nunca había visto a un chico gritar como niña
porque una grande y malévola abeja le picó. No estaba acostumbrada a ver
chicos llorar. Mi padre era militar, como has dicho.
Finn no parecía ni un poco inmutado por sus palabras, solo siguió
sonriéndole y mostrándole todos los dientes.
—Lo único que creo recordar de ese día fue cuando una linda niña de
cabello castaño se sentó junto a mí y me preguntó con dulzura si me sentía
bien. ¿Recuerdas lo que me preguntaste?
Sophia hizo una pausa al ser tomada desprevenida por este inesperado
viaje al pasado, sobre todo viniendo de alguien como Finn.
—Pregunté si podía quitarte el dolor —dijo ella, parpadeando
confundida por la forma en que Finn la miraba ahora; no como un chico,
sino como un hombre ve a una mujer.
—Fue mi primer beso —dijo él, mirándola con más intensidad de la
permitida.
Sophia forzó una risa.
—Te saqué el aguijón y te di un beso en el brazo.
—¿Y? Igual cuenta.
Cuando dijo aquello, lo hizo mirándole los labios, como imaginándose
cómo se sentiría besarla ahí.
Pensarlo hizo que el corazón le latiese deprisa en el pecho y que la
respiración se le acelerase.
Retrocedió, meneando la cabeza e interrumpiendo la magia. Santos
cielos, ¿de qué iba eso? Debía estar bastante alterada por su padre si estaba
dejando que Finn Malone la pusiera nerviosa.
—Viene otro grupo —llamó Diego desde la boca de la cueva a tres
metros detrás de ellos.
¡Papá!
Sophia apenas logró evitar correr para encontrarlo. Ella podía esperar.
Sabía que permanecer demasiado tiempo en la entrada de la cueva era
peligroso para todos. El General traía a los grupos en varias furgonetas
pintadas con pintura anti infrarrojos y todos se bajan de estas a las cuevas
con mantas gruesas cubiertas con la misma pintura sobre sus cabezas. Aun
así, si alguien en el capitolio observaba demasiado este lugar con los
satélites infrarrojos y había un solo error… Sophia se estremeció. Sería
catastrófico.
Así que mantuvo la calma mientras conducían al siguiente grupo a la
cueva.
Fue solo cuando cerraron la entrada con la roca y se bajaron las mantas
que corrió y encontró a su padre. Fue fácil porque él siempre era más alto
que cualquier otra persona entre cualquier multitud.
Venía caminando junto a Drea y dos hombres que Sophia no reconoció.
Parecía demacrado y cansado y oh…
—¡Papá! —chilló Sophia—. ¡Tu brazo! —Lo tenía enyesado con una
venda atada al hombro—. ¿Qué ha pasado?
Quería lanzársele de brazos, pero no quería lastimarlo más de lo que
estaba, así que le agarró la mano sana, ya que necesitaba algún tipo de
contacto para demostrarse a sí misma que era real, que estaba a salvo.
—Soph. —De inmediato la acercó a sí, atrayéndola a su pecho y
rodeándola con su brazo sano—. Me da tanto gusto verte, cariño. —La
apretó con fuerza y le dio un beso en la cabeza, como hacía siempre, desde
que ella era una niña y él volvía a casa de los despliegues.
Toda Sophia se relajó cerca de él y, cuando volvió a respirar, sintió que
era la primera vez que sus pulmones se inflaban por completo desde que se
separó de él en Fort Worth hacía una semana y media. Ni siquiera había
sido plenamente consciente de ello, pero había estado tan preocupada por él
que su cuerpo había estado tenso todo el tiempo en que no estuvo. Quiso
darle una bofetada por ser tan imprudente y por preocuparla tanto.
No habría estado en peligro en primer lugar si no fuera por… esa mujer.
Sophia miró con detenimiento a Drea.
A Sophia le contentaba tener a su padre de vuelta, pero, bah, ¿no
pudieron dejar a Drea por ahí en algún bosque?
Se sintió mal en cuanto tuvo ese pensamiento. Es que Drea siempre
sacaba lo peor de ella. Y ahora que papá había vuelto, Sophia quería un
poco de paz y tranquilidad, pasar ratos solo con él. Al menos Drea no iba a
estar dándole lata cada dos por tres. No había precisamente un municipio
que gobernar aquí abajo en las cuevas.
—Vamos, papá. He encontrado un agujero pequeño y tranquilo de una
caverna y ya tengo una cama preparada para ti. Bueno, está bien —dijo
entre risitas—. He hecho que parezca tan hogareño como he podido y creo
que te gustará…
—Cariño —comentó su padre apartándose de ella, y hubo algo en su
tono que hizo que a Sophia se le helara la sangre de las venas—. Debo
decirte algo.
¿Por qué usaba el tono de voz de las malas noticias?
Sophia meneó la cabeza.
—Papá…
—Estoy segura de que no es nada que no pueda esperar hasta mañana
—dijo Drea desde varios metros de distancia. Sophia volteó la cabeza para
mirarla. ¿Y ella qué rayos tenía que decir? Pero Drea continuó hablando—.
Todos estamos cansados, Eric. Durmamos un poco. Podemos hablar en la
mañana.
¿Eric?
¿ERIC?
¿Qué demonios pasaba? Sophia se dio vuelta enseguida para mirar a su
padre, que estaba mirando a Drea.
Hacía más de una semana que no lo veía, no había tenido contacto con
él durante la mayoría de ese tiempo, había estado aterrada de que estuviese
muerto, ¿y ahora apenas le dirigía dos palabras y se volvía a mirarla… a
ella?
De verdad, ¿qué demonios pasaba?
—Bien —dijo papá entre dientes apretados.
Sophia conocía esa voz. Era su voz de «Estoy perdiendo la paciencia
contigo y más te vale que moderes tu actitud».
Salvo que cuando Drea lo ignoró y le dio la espalda, no le gritó por
faltarle el respeto como lo habría hecho con Sophia.
Dah. Porque ella no era su hija.
Porque ella no era nada para él.
Nada.
Sophia respiró profundo mientras Drea bajaba la inmensa escalera junto
a los otros hombres con los que ella y papá llegaron, y luego se volvió a su
padre.
Le abrazó la cintura con los brazos, con cuidado de no lastimarle el
brazo. De acuerdo, todo iba a estar bien. Inhaló su aroma. Se sentía cálido y
firme en sus brazos.
—Ven —dijo cuando por fin se apartó de él—. Sé que estás cansado,
pero puedo mostrarte algunas cosas de camino a nuestra caverna. Ah,
también podemos pasar a comer algo.
Papá le sonrió, pero de pronto sus ojos se volvieron hacia las escaleras,
por donde se había ido Drea.
Sophia frunció el ceño y prosiguió:
—Ahora que parte de los soldados están aquí, racionamos la comida
como no tienes idea. A veces ayudo en las cocinas. ¿Pensaste que
estirábamos las raciones en el pueblo? Pues no era nada comparado a lo que
hacemos aquí. —Se rio y continuó comentando sobre la vida en las
cavernas.
En cuanto llegaron al final de las escaleras, le presentó rápidamente a
las personas que se quedaban en las cavernas más grandes que tenían que
atravesar a medida que se adentraban más. Pero no pudo evitar darse cuenta
de que su padre no estaba del todo presente y que, dondequiera que iba, sus
ojos siempre buscaban alrededor de cada cueva, como si la buscara a ella, a
Drea.
CAPÍTULO 17
ERIC
Eric necesitaba dormir. Pero aparentemente ya había amanecido, si es que el
alboroto de Sophia no lo había dejado lo suficientemente claro. Estaba más
oscuro que nunca en la cueva, pero había una lámpara de aceite en la
esquina totalmente encendida. Sonrió al parpadear somnoliento. Desde que
pudo bajarse de su cuna, Sophia siempre se levantaba animada por las
mañanas.
Sintió una punzada en el pecho cuando intentó evocar los recuerdos que
cada día eran más distantes: él y Consuela en la cama un sábado por la
mañana con Sophia somnolienta, de tres años, trepando el colchón para
meterse entre ellos, cantando cancioncillas que había inventado mientras les
pellizcaba e intentaba que despertasen.
—¡Es el juego para despertar, papá! ¡Despierta, despierta, despierta! —
La última parte indiscutiblemente se la gritaba al oído.
Fue hace muchos años y aún lo sentía como si hubiese sido ayer.
Eric abrió los ojos y miró a su niña, ya hecha toda una adulta. Estaba
sacando ropa de una bolsa, ropa suya, al parecer. Debió haberla empacado
en su casa de Pozo Jacob antes de escapar del pueblo con el resto de las
familias. Sacaba una camisa, la examinaba y la volvía a doblar, luego hacía
lo mismo con la siguiente prenda que sacaba hasta tener una pila ordenada
al lado de la bolsa de lona.
Eric yacía acostado en su bolsa de dormir, callado, mirándola.
Iba a ser un día largo. Había tantas cosas por hacer, tantos problemas
por resolver. Problemas imposibles. Acudirían a él en busca de respuestas.
Se había pasado los últimos ocho años de su vida construyendo un lugar
seguro que protegiera a todos precisamente del tipo de catástrofe que había
ocurrido… y al final de nada sirvió.
Aquí estaba Sophia, escondida con un grupo de rebeldes en una
situación insostenible. Había visto la supuesta cocina que Sophia le había
mostrado con tanto entusiasmo ayer por la noche. Estaban gastando una
cantidad trágicamente pequeña de suministros a un ritmo alarmante. Los
soldados habían traído raciones cuando vinieron de Fort Worth, pero
esperaban complementarlas con la comida de Pozo Jacob, no estar
encerrados sin poder renovar sus provisiones.
Eric también había hablado brevemente con Nix antes de irse a dormir
con Sophia anoche. Había un poco más de doscientas personas en las
cuevas, ya que la mayor parte de los soldados estaban refugiados en la otra
cueva enorme. En total, había tres kilómetros y medio de cuevas y dos
sistemas de cuevas principales que no estaban conectados y a los que había
que entrar por entradas diferentes separadas por unos seis metros.
Pero hasta este lado más «civil» de las cuevas estaba incómodamente
abarrotado de gente. El hecho de que Sophia les hubiera conseguido esta
pequeña gruta de la caverna hablaba más que nada del rango de Eric.
El general Cruz tenía otros seis mil soldados escondidos en las colinas.
Cada día eran menos por los informes que el general recibía de sus
exploradores, cada vez se capturaban a más escuadrones.
Pero movilizar y desplazar semejante cantidad de personas era
imposible mientras hubiera satélites sobrevolando la zona que pudiesen
rastrear sus movimientos.
A menos que hicieran algo, y rápido, su única ventaja —tener un
ejército propio para hacerle frente al de Travis— no valdría de nada.
Ya no había tiempo para holgazanear en la cama ni para recordar días
del pasado.
Eric se incorporó, haciendo una mueca por el dolor en el brazo, pero lo
olvidó por completo cuando Sophia se giró hacia él, con una enorme sonrisa
en su hermoso rostro. A veces era tan hermosa que era doloroso. No estaba
seguro de si era una bondad o una crueldad que no hubiera nada de Connie
en sus rasgos, salvo sus ojos.
—Papi —chilló Sophia, corriendo hacia él y envolviéndole el cuello con
los brazos. Él no pudo evitar el gruñido de dolor que se le escapó, haciendo
que se apartase de inmediato—. Oh, no. Lo siento. ¿Te lastimé el brazo?
Él negó con la cabeza y le sonrió. Levantó una mano y le acarició la
mejilla.
—Estoy bien. No pasa nada.
—¿Tienes hambre? Mira, te he traído cecina y un trozo de pan duro. —
Hizo una mueca de arrepentimiento al pasarle el trozo tieso de pan—. No es
el más delicioso, pero cumplirá con su función. Ah, y agua. —Le tendió una
cantimplora—. Al menos eso es algo de lo que no carecemos gracias al
pozo.
Eric asintió, agradecido, y recibió la comida, haciendo una pausa antes
para darle un apretón fuerte. Ella sonrió y, por varios minutos, comieron en
silencio.
Después de que Eric hubiese terminado la mitad de la comida, bebió un
largo sorbo de agua. De acuerdo, basta de prolongarlo.
—Tenemos que hablar, cariño.
Sophia lo miró con los ojos abiertos de par en par, como si no supiera de
qué estaba hablando. A veces hacía eso, cuando sabía que había algo difícil
que discutir. Era como si no reconociera que, lo que sea que aquello fuera,
fuese real.
Pero él no la educó para que huyera de las cosas difíciles… ¿o sí? ¿No
era eso lo que era realmente Pozo Jacob? ¿Un lugar donde podía esconderla
en una incubadora en la que controlaba todas las variables para mantenerla
a salvo de la violencia y el mal del mundo?
Bueno, si lo había hecho, desde luego que la burbuja había estallado. No
podía pretender que Sophia viviera toda su vida en el globo perfecto que él
había intentado crear para ella: el pueblo perfecto, la comunidad perfecta, la
vida perfecta.
Todo eso había desaparecido.
Y él estaba lejos de ser un padre perfecto. Era hora de admitirlo de una
vez por todas. Pero Sophia era una jovencita lista. Era tan inteligente como
fantasiosa. Lo que tenía que decirle significaría aún más cambios grandes
para ellos, pero no era nada que no pudiesen superar juntos.
Respiró hondo.
—Cariño, sabes que Drea y yo hemos… bueno, hemos… —Dios santo,
¿cómo se suponía que explicaría algo que ni él entendía por completo?—.
Nos hemos acercado mucho esta última semana, y Drea decidió que,
después de todo, puede que quiera tener algo como un matrimonio sorteado,
con la excepción de que ella escogería en lugar de tener un sorteo.
Las cejas de Sophia se juntaron por la confusión.
De acueeeeeeerdo. Parecía que iba a tener que escupirlo sin más.
—¿Sabes esos dos hombres con los que nos viste llegar? Son Billy y
Garrett, dos de, eh, de sus hombres. Supongo que así puedes llamarnos.
Los ojos de Sophia se abrieron como platos al escuchar la palabra
«llamarnos».
Él asintió.
—Yo soy uno de ellos.
Ella abrió la boca como si fuese a decir algo y volvió a cerrarla. Luego
la abrió otra vez, pero seguía sin salir nada.
—Sophia. —Eric le tomó el brazo, pero ella se lo arrancó. Eric se sentó
más recto, conmocionado por su reacción—. Soph, todo va a estar…
—Pero tú… —comenzó a decir Sophia negando con la cabeza, y su
pecho se elevaba y descendía con fuerza, como si con respirar así no
rompería en llantos ni estallaría en gritos… Eric no supo cuál de ambas
opciones.
Sophia se puso de pie de un salto y comenzó a caminar de un lado al
otro dentro de la diminuta caverna. Tres pasos en un sentido, dos de vuelta,
tres pasos…
Finalmente se dio vuelta y lo miró de forma acusadora.
—¡Dijiste que no querías volver a casarte! Siempre dijiste… —dijo y la
voz se le quebró, pasándose las manos por el cabello como si no pudiese
creer lo que escuchaba. Entonces se detuvo y lo miró con incredulidad—.
¡Dijiste que mamá era el amor de tu vida! ¿Estuviste mintiendo todo este
tiempo?
—No. Por Dios, no.
Eric se puso de pie y seguidamente ella retrocedió. Quiso acercarse a
ella y abrazarla, porque no sabía cómo explicarle a una joven de diecinueve
años que la vida y el amor no siempre resultaban de la forma que
imaginabas que resultarían cuando miraste a los ojos por primera vez a la
persona que pensaste que era el amor de tu vida.
—Soph —dijo él, dejando salir un suspiro—. Eso no es justo. La vida
tiene etapas. Pero te juro que amé a tu madre con todas mis fuerzas mientras
estuvo viva.
—Etap… —comenzó a decir Sophia, luego negó con la cabeza, con
lágrimas en los ojos—. Si tanto la amabas, ¿entonces cómo pudiste dejarla
sola tantas veces? ¿Cómo pudiste dejarnos? Crees que estaba muy pequeña
para recordarlo, pero no es así.
Se golpeó el pecho con el puño.
—Recuerdo a mamá llorando en los cumpleaños y navidades en que no
estuviste. Cuando estaba pequeña me mostraba tu fotografía para que no
olvidara cómo se veía mi propio padre.
—Soph… —Santo Dios, le estaba rompiendo el corazón—. Cuando nos
casamos, tu madre sabía que estaría prestando servicio durante mucho…
—¡Tenía que enseñarme una foto tuya para que supiera quién eras! —
gritó Sophia, con tono acusador cortante en cada palabra—. No eras más
real para mí que los príncipes de los libros de cuentos que ella me leía. Con
la excepción de que ellos no la hacían llorar.
Eric intentó tragarse el nudo que tenía en la garganta, pero no pudo. No
lo sabía… Connie nunca le dijo…
Pero Sophia no había terminado.
—Pasé la mayor parte de mi infancia adorándote y odiándote al mismo
tiempo.
Las lágrimas finalmente se desbordaron y corrieron por sus mejillas.
Verla así desgarró a Eric. Él no tenía ni idea de que se había sentido así.
Cuando volvía a casa entre despliegues, Connie y su pequeña Sophia
siempre se alegraban mucho de verlo.
«¿Y después de marcharte? ¿Te preocupabas por lo que sentían?».
Lo había hecho. Juraba que sí. Solo que pensó que la diferencia que
marcaba en el mundo era también importante.
El mundo era un desastre mucho antes del Exterminador. Recibían
ataques terroristas casi todos los meses; bombas, ataques con armas
químicas. Todos los niños llevaban una máscara antigás en sus mochilas.
Y en ese momento Eric había pensado que, de no ser por hombres como
él, dispuestos a sacrificarlo todo, incluso la familia, para mantener el mundo
a salvo, ¿quién iba a hacerlo?
Pero siempre creyó que era él quien hacía el sacrificio, porque era un
maldito ciego egoísta.
—Nunca supe que… —susurró, desconcertado.
—Por supuesto que nunca lo supiste —estalló Sophia entre lágrimas
que antes habían sido silenciosas—. Mamá nunca quiso darte la carga de
saberlo. Decía que lo que hacías era demasiado importante.
Sophia alzó la mirada.
—Pero ¿qué podía ser más importante que tu propia familia? ¿Más que
yo? ¿Más que tu esposa?
—Nada —dijo Eric con vehemencia, intentando de nuevo cruzar el
pequeño espacio para abrazarla—. Nada es más importante que tú.
Pero, una vez más, cuando se acercó a ella, lo empujó con una mirada
severa en los ojos.
—¡Deja de mentir por una vez en tu vida! Te lo perdoné todo en ese
entonces. Luego de su muerte, cuando por fin estuviste ahí, eras todo lo que
tenía, por lo que me dije a mí misma que estaba bien, que al final habías
vuelto por nosotras y que no había sido tu culpa que llegaras demasiado
tarde, que estaba bien porque la amabas de verdad.
Sacudió la cabeza con firmeza.
—Pero si no fue así… Si durante todo ese tiempo ella solo fue una
etapa para ti… —La voz se le quebró y lo miró como si fuese un
desconocido.
—Cielos, cariño. No me he sabido explicar —dijo en tono de súplica—.
No quise decir eso. Yo amaba a tu madre.
Pero… ¿la amó lo suficiente?
Quizá Sophia oyó la pregunta en su voz, porque se limitó a sacudir la
cabeza, desilusionada. Entonces se dio la vuelta, apartó la cortina de la
caverna de golpe y salió corriendo.
—¡Sophia! —la llamó.
Todo su ser le gritaba que corriese tras ella, pero la experiencia le había
enseñado que no era lo mejor. Cuando Sophia estaba muy alterada, siempre
era mejor darle espacio para que procesara las cosas por sí sola antes de
acercarse a ella.
Por supuesto, nunca había sido él el responsable de su enfado.
«Que tú supieras».
No podía creer que todo este tiempo no supo lo mucho que le afectaban
sus servicios. Siempre estaba tan alegre.
Pero era una niña. Él era el padre, le correspondía ver más allá de la
apariencia, ver su corazón y saber lo que le pasaba a su hija. Santo Dios,
qué ciego había estado.
Hizo pedazos a su propia familia. ¿Y todo para qué?
Irónicamente, fue el embarazo de Connie con Sophia lo que facilitó su
decisión de enlistarse en el ejército en primer lugar.
Consuela y él se conocieron en la universidad. Él estudiaba ingeniería
en Texas A&M y formaba parte del Cuerpo de Cadetes, por lo que ella supo
desde el principio que él consideraba apuntarse en el ejército.
Sin embargo, debía admitir que su romance fue turbulento. Connie era
estudiante de primer año mientras que él estudiaba el tercero. Era dulce y
divertida. Vaya que era divertida. Él tenía la costumbre de tomarse la vida
demasiado en serio y ella fue como un soplo de aire fresco.
Le propuso matrimonio luego de conocerla por apenas dos meses y
quedó embarazada antes de casarse un año después.
El embarazo llegó un poco antes de lo que hubieran preferido, pero Eric
se emocionó muchísimo en cuanto Connie se lo dijo. Recordaba haberse
arrodillado y haber apoyado la mejilla de su vientre, anonadado ante la idea
de que una pequeña vida creciese allí. Una parte suya y una de Connie
crecían dentro de ella. ¿Cómo no había pensado antes en la magnitud del
milagro que aquello fue?
Cuando alzó la vista para mirar a Connie, sus hermosos y grandes ojos
marrón estaban llenos de lágrimas.
—¿No estás enojado?
—¿Enojado? —¿Había perdido la cabeza?—. ¡Acabas de hacerme el
hombre más feliz del planeta! —Se puso de pie y la abrazó, girándola en
círculos hasta que sus lágrimas se convirtieron en carcajadas.
Ahora le dolía el recuerdo porque sabía todo lo que vino después y todo
lo que aquellos dos ojos brillantes e inocentes no sabían entonces.
Contempló abandonar sus planes de irse al ejército. De verdad lo hizo.
Él y su mejor amigo del instituto, Arnie, lo hablaron por años, y Eric
siempre había asumido que era donde terminaría. ¿Que el recuerdo de su
padre tenía mucho que ver con eso? Por supuesto.
Pero pensar en que su pequeña venía en camino a este espantoso y
aterrador mundo fue lo que le hizo ver con tanta claridad.
Si se iba a batallar con los malos, quizá ella podría crecer en un mundo
más seguro del que él tenía.
Ja.
Para empezar, pensar que un solo hombre pudiese haber hecho algún
cambio en el desorden que era el mundo antes de El Declive… Sacudió la
cabeza y soltó una risa amarga, enterrando la cara en la mano.
Fue un idealista patético.
Tal vez, en algún momento, el ejército de los Estados Unidos fue una
institución honorable. Le gustaba pensar que así había sido. Pero cuando se
enlistó, la corrupción interna y la saturación de la organización la habían
convertido en una burla en comparación a lo que una vez fue.
En ese momento era teniente primero y le habían asignado un
destacamento pequeño en Pakistán del norte. Dirigía una unidad encargada
de reparar carreteras y puentes en toda la zona. Se hacían pedazos cada
pocos años y había que volver a repararlos.
Entonces llevaba a cabo un trabajo que mejoraría al mundo para su
pequeña, que estaba en casa, cuya infancia se estaba perdiendo.
Sophia acababa de cumplir diez años y, una vez más, no estuvo
presente.
Empezó a cansarse. Después de múltiples misiones, estaba llegando a
los diez años de servicio. Ya era hora. Había llegado el momento.
Sobre todo, con el último trabajo que tuvo. Él y su equipo de ingenieros
iban por todas las unidades ubicadas por todo el Hindu Kush. No había
pasado en su última área de trabajo más que unos pocos días antes de darse
cuenta de que el oficial al mando, el comandante Waterford, era una
completa escoria. Siempre molestaba a las mujeres locales cuando pasaban
a buscar agua del pozo del pueblo central.
Pero había imbéciles en todas partes. Eric decidió mantenerse cabizbajo,
hacer su trabajo y luego solicitar un permiso a largo plazo mientras
organizaba su salida del ejército en cuanto volviera al cuartel general el mes
próximo.
Hasta que un día el comandante Waterford fue más allá de los piropos y
los comentarios lascivos.
Eric entró en la tienda de mando para ponerlo al día sobre los progresos
de su equipo y fue cuando encontró al comandante Waterford con los
pantalones en los tobillos, resoplando y agitado, encima del cuerpo de una
mujer que lloraba y luchaba y que tenía la boca tapada.
Eric corrió y se lo quitó de encima a la mujer, la cual se bajó el burka de
inmediato y huyó de la habitación. Había sangre en la cama, era virgen,
pero ¿qué edad tenía?
En ese momento, Eric pensó: ¿Y si esa hubiese sido su hija, su pequeña
Sophia?
Perdió los estribos.
Le dio una paliza al comandante como si su vida dependiera de ello. Si
el segundo al mando no hubiese entrado a apartar a Eric, pudo haberlo
matado.
Lo enviaron con efecto inmediato al cuartel general y lo metieron al
calabozo. Y mientras llevaban a cabo su juicio, llegaba más información
sobre la diseminación del virus Exterminador.
No solo en África y Asia del este, también en Canadá, en México y,
final e inevitablemente, en los Estados Unidos.
Lo que más deseaba Eric era volver por Connie y Sophia. Comprendió
que había malgastado todos aquellos años y ¿para qué? Por un país tan
corrupto que su veredicto final fue decidido por chantaje antes de que
pusiera un pie en la corte.
El día que cayó el mazo y Eric fue condenado por agresión a un oficial
superior y por violación, se enteró de la magnitud de casos de Exterminador
en Texas.
Mientras tanto, iba de camino a Leavenworth, lugar donde habría
terminado de no ser por Arnie.
Eric estaba atado y esposado a un poste detrás de una furgoneta de la
policía militar cuando una explosión lo sacudió. Todo se puso patas arriba
cuando la furgoneta se estrelló, volcándose de lado y patinando por la
carretera durante una eternidad.
Lo único que supo fue que, cuando la furgoneta por fin dejó de moverse
y abrió los ojos en un estado de confusión, vio que la parte trasera de la
furgoneta estaba abierta a la luz cegadora del día.
Y ahí estaba Arnie.
Eric no habría estado más conmocionado ni que la mismísima Hada
Azul hubiese aparecido soplándole polvo mágico en el culo. Estaba seguro
de que se había golpeado la cabeza más fuerte de lo que pensaba y estaba
alucinando.
Pero ahí estaba Arnie, hablando, pues, muy al estilo de Arnie.
—Diablos, viejo. Perdóname las turbulencias. Esa parte no salió como
pensaba. —Se subió a la furgoneta con unas tenazas y liberó las esposas de
Eric del poste.
Eric seguía allí, suspendido por las correas de su cinturón de seguridad,
todavía mareado.
—Vamos, viejo. ¿Me vas a ayudar o quieres que te corte esas malditas
tiras también? —Arnie señaló las correas con las tenazas, un poco
demasiado cerca del rostro de Eric de lo que le gustaría.
—No, no —murmuró Eric—. Ya me encargo.
Se desabrochó el cinturón de seguridad y se tiró al suelo. Arnie se rio a
carcajadas.
—Vaya, te ves muy gracioso con ese traje de plátano, viejo.
Eric se miró. Llevaba un mono amarillo de prisionero, porque era un
prisionero, y Arnie acababa de volar una furgoneta de la policía militar para
liberarlo.
Arnie siempre hacía locuras, pero ¿esto? Esto iba más allá de…
—Arnie. —Eric lo agarró del brazo, poniéndose de pie al fin y
bajándose de la camioneta—. Te encerrarán para siempre por esto, amigo.
Pero aquel loco de remate solo se rio.
—¿Quién? —Arnie extendió los brazos y señaló a su alrededor. Fue
entonces cuando Eric vio realmente al país por el que había estado luchando
más de una década para proteger.
—Pero ¿qué…? —Eric se quedó sin palabras y entonces soltó un grito
de horror y se tambaleó varios pasos hacia atrás.
Cadáveres.
Había cadáveres afuera. Cadáveres putrefactos en descomposición.
Eric corrió hacia un lado de la carretera y vomitó.
Cuando finalizó y se limpió la boca con el antebrazo, tuvo arcadas otra
vez. El olor era terrible.
Negó con la cabeza. No. No, esto estaba mal, esto no era Estados
Unidos.
A lo lejos estaba un centro comercial, o lo que quedaba de este. Todas
las vidrieras de las tiendas estaban rotas. Había objetos saqueados
esparcidos por el estacionamiento junto con más cuerpos.
Había autos quemados, algunos todavía con humo, y mugre y suciedad
por doquier.
Tal vez estaba en un país del tercer mundo. Eric había visto que así se
veían las zonas de guerra; ciudades destrozadas en Siria, Pakistán, África
central.
Pero no los Estados Unidos.
—No es posible —susurró Eric.
—Lo siento, amigo —comentó Arnie acercándose para darle una
palmada en la espalda—. Lo llaman disturbios mortales. Todos se han
vuelto locos ahora que las mujeres se enferman y mueren.
Mujeres.
Connie y Sophia. De pronto no le importaba qué demonios había
ocurrido en este pequeño infierno; solo era de importancia para Eric lo que
estaba pasando en Kyle, Texas.
Agarró el antebrazo de Arnie.
—¿Dónde está tu auto?
—Ahora sí nos entendemos. —Arnie lo guio carretera abajo hasta su
camioneta.
Ese viaje de diez horas hasta el centro de Texas fue el más largo en toda
la vida de Eric.
Si tan solo hubiese tomado un avión. Todos los vuelos estaban
cancelados en ese entonces, pero, maldición, él y Arnie pudieron haber
robado uno: uno pequeño de vuelos comerciales, un helicóptero, lo que
fuere.
Hoy en día parecería algo muy fácil. Habrían podido elegir. Fue antes
de los ataques de pulsos electromagnéticos.
Pero en ese momento nadie tenía ni idea de que estaban a solo días de
que todo se desmoronase, de que llegaría el fin de la civilización.
Todavía había reglas. Al menos Eric así lo creía. Así que condujo
aquella condenada camioneta, a unos treinta kilómetros por encima del
límite de velocidad, por el amor de Dios. Como si a la policía le importasen
un cuerno las multas de tránsito en ese momento.
Pero no. Le decía a Arnie que era un prófugo de la justicia. Si los
paraban y alguien lo reconocía, no alcanzaría a llegar para ver a Connie y a
Sophia, por lo que iba treinta kilómetros por encima.
Arnie ya había sobrecargado los protocolos de seguridad del camión
eléctrico para poder encontrar a Eric más rápido. ¿Por qué Eric no le dejó
programarlo para que fuese a la misma velocidad de regreso?
¿Y si los manifestantes habían decidido irrumpir en la casa un día
después o una hora más tarde?
Una hora pudo haber sido la diferencia entre la vida y la muerte.
Si tan solo condujese más rápido.
Si tan solo…
Pero no lo hizo.
Así que cuando Arnie y él se detuvieron frente a su antigua casa en
Blueberry Lane, encontraron la puerta abierta, a su esposa maltratada y
abandonada hasta que muriese en el centro de su sala de estar.
—¡Connie! —Entró corriendo y cayó arrodillado al suelo junto a ella.
La atrajo a sus brazos. Apenas pudo reconocerle el rostro por tanta sangre.
Pero todavía respiraba. De algún modo, de alguna manera, había
sobrevivido a todo aquello, algo que perseguiría a Eric para siempre. Sintió
cada agonizante momento de todo lo que le hicieron.
—Buscaré a Sophia —dijo Arnie, desapareciendo por el pasillo.
Eric asintió, rezando que Travis encontrase a su hija y suplicando al
mismo tiempo: «Oh, Dios, que Sophia no esté aquí. Que por favor no haya
visto esto».
—Eric… —susurró Connie con voz ronca, apenas perceptible, con
sangre y saliva derramándose de su boca.
Eric sollozó y meció su cuerpo.
—Shh, tranquila. Todo va a estar bien. Te llevaré al doctor y…
Pero Connie negó con la cabeza, con los rasgos retorcidos por el dolor.
—Soph… Arrib… Arriba.
Eric, devastado, se alejó.
—¿Dónde está Sophia, cariño?
—Arriba. —Connie se ahogó y tosió, lo que hizo que derramase
partículas de sangre en la camiseta blanca que Arnie le había comprado a
Eric en una gasolinera en Oklahoma.
Ella le susurró algo que Eric no pudo escuchar y cerró los ojos.
—¡Connie! ¡No! ¡Connie! No me dejes. No me dejes, cariño. ¿Dónde
está Sophia? Dime dónde está y nos subiremos todos al auto para ir al
hospital y… —Se calló en cuanto ella abrió los ojos otra vez, quería
escuchar todo lo que decía.
—Armario —susurró finalmente, y entonces alargó el brazo con lo que
debió haberle costado todas sus fuerzas y le agarró el brazo—.
Prométeme… que… la protegerás —jadeó—. Protégela.
Eric asintió. Las lágrimas le obstruían los ojos de tal manera que apenas
podía verle el rostro.
—Te lo juro. Protegeré a nuestra pequeña cueste lo que cueste. Lucharé
por ella, robaré por ella, mataré por ella y moriré por ella. Te juro que la
protegeré con todo mi ser. Te lo juro.
Tras eso se llevó a Connie al pecho, susurrando su promesa una y otra
vez, besándole la frente, el cabello, y abrazándola.
Cuando se apartó, porque sabía que tenía que ir a buscar a Sophia, quiso
fingir que encontraría a su mujer respirando todavía.
No fue así.
La acostó con suavidad y reverencia en el suelo y la cubrió con una
manta. Luego, subió las escaleras corriendo tan rápido como sus piernas se
lo permitieron, dirigiéndose primero al armario del dormitorio principal.
Sophia no estaba allí.
Seguidamente fue a su dormitorio, y allí, acurrucada en forma de ovillo
detrás de su armario, detrás de unas maletas amontonadas, estaba su
pequeña.
Ella alzó la mirada para verlo con esos grandes y hermosos ojos
marrones, los mismos de su madre que se habían cerrado para siempre hace
apenas segundos.
—Sabía que vendrías a salvarnos de los hombres malos, papi.
¿Cómo es que el mismo mundo podía albergar la crueldad de lo que
había ocurrido abajo y también la belleza pura en forma de fe de su hija?
La cogió en brazos, la apretó hacia sí y se juró a sí mismo que nunca
jamás la dejaría sola.
«No eras más real para mí que los príncipes de los libros de cuentos que
ella me leía. Con la excepción de que ellos no la hacían llorar».
Eric dejó caer la cabeza en su mano sana, y se pasó los dedos por el
cabello con firmeza.
—¡Maldición! —gritó en cuanto agarró la lámpara de aceite y salió al
pasillo dando largas zancadas, cosa que atrajo las miradas del grupo de
personas paradas en el pasaje estrecho de afuera.
Tenía que encontrar a Drea. Anoche le prestó muy poca atención a
Sophia cuando le enseñó el lugar, pero después de preguntar a unos pocos,
encontró el camino hacia la caverna principal. En el centro de la caverna
había tres enormes formaciones montañosas paradas como antiguos reyes
de quince metros de altura, con un camino deteriorado a su alrededor. Las
personas estaban reunidas a lo largo del camino deteriorado, y varias
linternas de aceite proyectaban luz que iluminaba el cavernoso pasadizo.
Supo que estaba en el lugar correcto porque oyó la voz de Drea
resonando en las paredes de cera goteante mucho antes de llegar a la sala.
Pero no era la única que hablaba. Había muchas voces. Y gritos.
¿En qué demonios se había metido Drea ahora? Aceleró el paso.
—No. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —La voz grave y cortante
del general Cruz mientras Eric doblaba la última esquina le dio la razón.
El general Cruz y Drea estaban enfrentándose, rodeados por una
multitud. Pero no era solo una multitud, detrás del general Cruz había un
grupo grande de soldados, y detrás de Drea, las mujeres que había rescatado
del recinto. También estaban allí los habitantes de Pozo Jacob junto con
aquellos que ya estaban escondidos en las cuevas cuando estos llegaron.
Esto no pintaba nada bien.
—Los Calaveras Negras se aliaron con Arnold Travis —prosiguió el
general—. Esa alianza tiene tanto poder que derrocó el territorio de San
Antonio y asesinó a un presidente. Ahora también tiene el ejército que
estaba establecido en las bases conjuntas del ejército y la fuerza aérea allí.
Todos son leales a Travis, que ahora se ha proclamado presidente de la
República.
—Usted también tiene un ejército. —Drea señaló con un brazo a los
hombres agrupados detrás del general Cruz—. Puede que la mayoría de sus
hombres estén dispersos y escondidos en las colinas, pero eso es una razón
más para atacar ahora antes de que Travis y los Calaveras Negras los
eliminen batallón por batallón.
—¿Y exactamente cómo sugieres que juntemos a este ejército mío sin
atraer la atención de los soldados de Travis hacia nosotros? Ni que nos
trasladásemos en luna nueva. Olvidas que no tenemos tantos camiones anti
infrarrojos. Travis tiene acceso a las computadoras del presidente Goddard,
los cuales le permiten ver las señales satelitales infrarrojas. Ya habrán
arreglado algunos de sus aviones también. Estaría condenando a mis
soldados a una muerte inmediata si intentara movilizarlos.
Pero Drea ya estaba meneando la cabeza.
—Tengo un plan en el que no nos quedamos todos escondidos aquí
como ratas hasta que los Calaveras Negras se den cuenta de que nos hemos
estado escondiendo debajo de sus narices. ¿Por cuánto tiempo crees que
podamos mantener esto en secreto? —le preguntó más a la multitud que los
rodeaba en lugar de al general Cruz.
—Tenemos que atacar ahora que Travis sigue luchando por conseguir
apoyo, no luego de que sea el dueño y señor de toda la Nueva República.
Las cabezas de la multitud se volvieron a mirar al general esperando su
respuesta cual observadores de un partido de tenis.
A Eric le daba la sensación de que, aunque ninguno de los soldados lo
diría o estaría abiertamente en desacuerdo con su general, muchos pensaban
igual que Drea.
Estos hombres eran hombres de acción. A juzgar por sus edades, Eric
apostaría que muchos habían luchado en la Guerra de la Independencia.
Estar aquí sentados, de brazos cruzados, tenía que molestarles.
Sin embargo, el general mantuvo la calma y la compostura, debía
reconocer Eric. Solo la contracción de la vena de su cuello delató que Drea
seguía sobrepasando los límites de su tolerancia.
—No arriesgaré a mis hombres de forma irresponsable, así que no
interactuaremos con los Calaveras Negras ni con el ejército restante que
vigila a San Antonio hasta que esté seguro de que encontramos un plan de
acción con un cociente de riesgo aceptable.
—Díselo a las mujeres que están siendo violadas todos los días —gritó
una de las mujeres que estaba detrás de Drea.
Otra dio un paso al frente, Gisela.
—Drea derribó a toda una comunidad de pandilleros siendo una mujer
sola. Todas la vimos hacerlo. —Gisela señaló a las mujeres detrás de ella y
todas asintieron—. ¿Dice usted que, con cinco mil, o incluso con
quinientos, no puede hacer lo que hizo una mujer de la mitad de su tamaño?
Gritos y vítores resonaron detrás de ella, y también murmullos por parte
de los hombres del General.
Eric vio la expresión de sorpresa en el rostro del general antes de que se
volviese a mirar a sus hombres. Pobre bastardo. No tenía ni idea de en qué
lío se metía enfrentándose a Drea. Así que, quizá, en esta única ocasión,
Eric podría echarle una mano.
Eric dio un paso al frente.
—No se puede decidir nada con tantas personas hablando a la vez o en
un foro público como este. Drea dice que tiene un plan, pero sabemos que
Travis ya ha infiltrado espías entre nosotros. Tenemos que nombrar un
consejo. Un consejo conformado por miembros de todas las partes. Luego
podríamos discutir los próximos pasos de una manera significativa para
proceder a formar un plan de acción.
El general se burló.
—¿Por qué iba a necesitar un consejo? Solo veo a un ejército aquí y es
mío.
Drea se acercó para estar cara a cara con el general.
—¿Lo que dice es que puede ser un dictador porque tiene un ejército?
¿No es eso exactamente contra lo que estamos luchando?
El general Cruz la fulminó con la mirada.
—Estás tergiversando mis palabras.
Drea alzó las manos.
—Solo digo lo que veo. —Miró detrás de él a los hombres amontonados
en la caverna—. ¿No creen que deberían poder expresar su opinión sobre su
futuro? Respetan a su general, eso es bueno y está bien. Él será una de las
voces del consejo, pero ustedes también deberían tener una voz.
Los murmullos entre los soldados incrementaron y Eric pudo ver más de
unas pocas cabezas asintiendo. Las ideas de Drea estaban surtiendo efecto.
La espalda del general se puso más rígida que nunca.
—Incitar un alzamiento de parte de mis hombres no es la mejor manera
de empezar con el pie derecho conmigo.
—Pues qué bueno que su pie derecho me importe una mierda.
—¡Excelente! —dijo Eric, aplaudiendo fuerte antes de que Drea pudiese
decir otra cosa que no tuviese vuelta atrás.
—El consejo estará formado por… —Pensó rápido—. Usted, general, y
otro representante que sus hombres elijan democráticamente, sin ninguna
influencia indebida por su parte. ¿Están todos de acuerdo?
Eric miró a los hombres del general y las cabezas asentían aún más
rápido. Miró a Drea y ella asintió, decidida.
—Deberíamos tener un concejal —dijo un hombre que dio un paso al
frente, mirándolos a todos—. Estábamos aquí desde mucho antes de que
ustedes vinieran y se apoderaran de nuestras cuevas. Hemos sido más que
comprensivos mientras sobrepoblaban nuestros hogares. Lo menos que
pueden hacer es darnos voz en nuestro propio futuro.
Nix le había dicho a Eric que había descontento entre los habitantes
iniciales de la cueva, pero que eran una proporción pequeña. La mayoría
eran personas que habían huido de aquí cuando cayeron las bombas por
primera vez, pero que habían vuelto a la superficie después de un tiempo.
Regresaron cuando los Calaveras Negras se apoderaron de San Antonio.
Así que llevaban unas pocas semanas como máximo ocupando las cuevas
antes que los habitantes de Pozo Jacob.
—Por supuesto —aceptó Eric amablemente—. Elijan a su
representante. —Eric se volvió hacia las mujeres—. Drea también será
concejala. Y también debería haber una representante de las rescatadas del
complejo de los Calaveras Negras.
—Eso significa que la señorita Valentine tendrá dos votos —objetó el
general—. Dirán lo que ella quiera.
—Podría decir lo mismo de sus hombres —respondió Drea con frialdad
—. ¿O tiene tan poca confianza en sus decisiones que no se cree capaz de
convencerlos de que usted tiene razón?
El general enfureció, pero Gisela dio un paso al frente otra vez.
—Además, estamos hartas de que decidan nuestro destino sin
consultárnoslo. Las mujeres bajo el poder de los Calaveras Negras son
nuestras hermanas. No quedan tantas mujeres como para abandonar a una
sola.
Habló con mucha pasión, y cuando Eric echó un vistazo para evaluar las
reacciones de todos, vio más de unos cuantos ojos de los soldados puestos
en Gisela. Tenían que mirar esto.
—Tú también deberías estar en el consejo —dijo Drea en voz alta,
sorprendiendo a Eric. Iba a sugerirle a los habitantes de Pozo Jacob que
eligiesen al que querían que los representase. No creía seguir siendo
merecedor de la posición de comandante después de haberle fallado tanto al
pueblo…
Pero asumir el mando del pueblo nunca fue algo que hiciera por bondad
o porque se preocupara por el bienestar de los extraños, a pesar de que esos
extraños fueran ahora amigos.
La luz que lo guiaba era la misma de siempre: Sophia.
Necesitaba estar en este consejo para tener decisión en el futuro de una
manera que creara la mejor posibilidad de un futuro estable y pacífico para
que viviera su hija. Si eso coincidía con los intereses del pueblo como había
venido siendo hacía mucho, pues sería lo mejor para todos.
Eric miró a su alrededor y vio al clan de Nix junto a varios otros.
—¿Quieren que siga representándolos? Levanten la mano aquellos que
quieran que siga siendo su líder y que sea su representante en el consejo.
La cantidad de manos que se alzaron al aire de inmediato hizo que se le
hiciera un nudo en la garganta.
«No conocen al verdadero hombre por el que están votando».
Eric consiguió esbozar una sonrisa tensa. Sabía que la gente del pueblo
lo consideraba un héroe, y hasta su salvador.
Pozo Jacob había sido como cualquier otro pueblo después de El
Declive: caótico, con violencia en grandes cantidades y saqueos durante los
disturbios mortales. Los cuerpos de las mujeres fallecidas yacían en las
calles porque los escuadrones de entierro habían abandonado sus deberes,
puesto que la mitad formó parte de los actos vandálicos.
Así, cuando Eric llegó con un batallón de soldados, dos tanques y
comenzó a restituir el orden, bueno, fue comprensible que los lugareños
comenzaran a ponerlo en un pedestal.
Él hasta lo propició.
Si sentían respeto por él, eso significa que tenía poder sobre ellos. Y el
poder fue algo que necesitaba desesperadamente en ese momento.
Significa que nunca se detuvieron a preguntar exactamente cómo había
conseguido esos tanques. Significaba que nunca cuestionaron por qué debía
ser él su líder y el que establecía las reglas. Significaba que serían las ovejas
de su pastor.
Por tanto, se hizo con el poder y lo ejerció, y lo ejerció para conseguir
más poder hasta que su control del Pozo Jacob se expandió hasta controlar
un territorio cada vez más grande.
Para asegurar su dominio, él y parte de su batallón fueron a luchar por el
recién nombrado presidente Goddard.
Eric sobornó, suplicó, tomó prestado y robó para poder entrar en el
círculo íntimo del presidente al frente mientras se forjaban la Alianza de
Estados del Sur en la frontera oriental de lo que se conocía como Luisiana.
Cada palabra que pronunció, cada broma que hizo y cada nombre que salió
de su boca fue dicho con el único propósito de reforzar su influencia en la
estima del joven general.
Y fue premiado: logró hacerse con Pozo Jacob.
Sophia tendría su lugar seguro para crecer y florecer. Crecería en un
ambiente que él podía controlar. Cumpliría la promesa que le hizo a Connie.
Mantendría a su hija a salvo.
Lo había hecho durante ocho años y medio, y juraba por Dios que lo
haría otros ocho, y luego otros ocho y otros más hasta que Sophia fuese una
anciana arrugada en su cama. Y hasta entonces seguiría luchando.
Le daría su último aliento si eso significaba que ella viviría un segundo
más en paz.
Eso también significaba que nunca jamás podría decirle a nadie el
nombre del hombre que lo había rescatado aquel día de la furgoneta que se
dirigía a Leavenworth. Hombre que, en efecto, le salvó la vida a su hija
porque, tarde o temprano, Sophia habría salido de ese armario de no haberla
encontrado, y en sus pesadillas nocturnas siempre estaban los escenarios de
lo que pudo pasarle como él no hubiese llegado.
Su mejor amigo la había salvado de ese destino. Arnie, también
conocido como Arnold Jason Travis.
CAPÍTULO 18
DREA
Drea sabía que Eric quería hablar con ella, o castigarla o cualquier otra
mierda parecida para la que no tenía tiempo. Intentaba quedarse a solas con
ella cada vez que la caravana se detenía para que las chicas bajaran del
camión blindado a pasear. Y también mientras esperaban a que el general
enviara a sus soldados para llevarlos a la cueva en grupos pequeños.
Pero cada vez que lo veía caminar hacia ella, se ponía a ayudar a una de
las chicas o hablaba con Billy sobre los tratamientos que necesitarían una
vez que llegaran a la cueva.
En una ocasión se metió una barra de proteínas a la boca para gruñir sin
interés ante el aluvión de preguntas de Eric: ¿En qué estaba pensando al ser
tan imprudente? ¿Cómo pudo arriesgar su vida de esa manera? ¿Quería que
la mataran?
Después, por suerte, una de las chicas la necesitó y pudo escapar de la
mirada incriminadora de sus meditabundos ojos verdes.
Lo evitó después de eso pasando el rato con las chicas que estaban
comprensiblemente traumatizadas por todo lo que sucedió al salir de
Estación College.
La verdad era que ese día Drea se había preocupado un poco. Vale,
aquello era mentira. Estaba segura de que iba a morir. Más de una vez. Fue
muy arriesgado.
Pero no, no iba a pensar en eso. Por lo que cuando vio que Eric fue tras
ella luego de que David Cruz los despidiera para que comenzaran las
votaciones, Drea se dio vuelta y caminó en dirección a su pequeña caverna.
Era poco más grande que un vestidor, pero, técnicamente, también era el
vestidor de Eric. Porque todavía estaban juntos.
Por más que le gustase fingir que lo que había ocurrido la semana
pasada entre ella, Eric, Billy y Garrett fueron solo acciones de cuatro
personas desesperadas que acababan de desafiar a la muerte en busca de un
poco de consuelo… sabía que era algo más. El significado de ese más,
bueno…
«No te pongas sentimental», se reprendió. «Todos se están utilizando
entre sí. Y eso está bien. Tú los necesitas. Ellos te necesitan a ti. Con eso
basta».
Pero eso significaba que no podía evitar a Eric por siempre, así que
respiró profundo y se detuvo.
Pues hablarían. Él le gritaría, eso lo haría sentirse hombre. Luego ella le
gritaría porque no era marioneta de nadie. Y ya estaría. Tal vez echarían un
polvo ardiente y furibundo, y después podrían continuar con sus vidas.
Las pisadas sobre el suave suelo de la cueva se hicieron más sonoras.
—Drea.
Ella cerró los ojos al escuchar su nombre proveniente de sus labios.
No sonó enfadado como ayer; sin embargo, no abrió los ojos ni siquiera
cuando lo sintió pararse frente a ella.
Hacía frío en las cuevas. Eso fue lo que se dijo a sí misma cuando un
escalofrío le recorrió los brazos luego de que él le agarrara la mano y
entrelazara los dedos con los suyos.
No tenía intenciones de apoyarse en su cuerpo. De verdad que no. Pero
era como si tuviese un imán en el esternón que reaccionaba a otro dentro de
su pecho.
Él la atrajo a sí o ella se hundió en él, no estaba segura. Lo único que
sabía era que al segundo siguiente estaba pegada a su cuerpo y que él la
había rodeado con los brazos como si ella fuese un chaleco salvavidas y él
se estuviera ahogando.
La abrazó, en silencio, en el oscuro pasillo con nada más que unas pocas
velas encendidas por el pasillo, por lo que se sintieron minutos.
Después del primer minuto Drea quiso apartarse. Era incómodo. De
acuerdo, lo entendía; la había echado de menos o se alegraba de que
estuviese bien o lo que sea.
Pero cuando ella se movió para alejarse, la abrazó más fuerte. Fue
entonces cuando comenzó a sentir la garganta más seca.
La primera pregunta que se formuló en la cabeza fue: ¿Cuándo fue la
última vez que alguien la abrazó así? Y entonces supo la respuesta: Nunca.
Nunca nadie la había abrazado así de fuerte ni por tanto tiempo en toda su
vida. Desde luego que su madre no, ya que había estado demasiado ocupada
buscando su próxima dosis. Y papá… Drea tragó saliva y giró la cara en el
hombro de Eric.
Pasaron minutos antes de que Eric hablase, y cuando lo hizo, fue apenas
un susurro.
—Casi me matas del susto, ojos azules. Eres irreemplazable. Lo sabes,
¿verdad? Acabo de encontrarte, no te puedo perder.
Drea apretó los ojos. Maldito sea. No podía burlar sus defensas de esa
manera, ¿acaso no lo sabía?
Se suponía que debía ser un cretino arrogante que le fuese de utilidad,
claro, pero no tanto como para necesitarlo como al oxígeno para respirar.
«Él no es el problema. El problema eres tú. Lo destruirás. Eres veneno».
—Estábamos buscándolos. —La voz de Garrett fue el chapoteo de agua
que necesitaba para finalmente reunir fuerzas para alejarse de Eric.
Cuando se volvió para mirar a Garrett y a Billy, que se acercaban por
detrás de ella, Eric seguía sin soltarle la mano. Y qué bien se sentía la
calidez de sus dedos entrelazados con los de ella, Dios. Demasiado bien.
Este era el peor momento de la vida para permitirse estar distraída.
Sus mujeres secuestradas por los Calaveras Negras en San Antonio la
necesitaban. Ellas eran lo único que importaba. Dios santo, lo que ella había
tenido que pasar no era nada, absolutamente nada, comparado a lo de ellas,
cuyas vidas eran traficadas como esclavas sexuales al mejor postor.
Una de las chicas que acababa de liberar, Lucy, estaba tan nerviosa que
no podía hablar con nadie. Incluso ahora, más de una semana después de
que Drea las rescatase, Lucy se quedaba sentada en el suelo, abrazándose y
meciéndose de adelante hacia atrás. Drea ni siquiera tenía idea de cómo
comenzar a ayudar a alguien así.
Esas eran personas con problemas serios.
Ya era hora de que Drea volviese a concentrarse de lleno.
—Han votado —dijo Billy, severamente pálido. Todavía tenía ojeras,
pero se veía concentrado—. Tenemos que hablar.
Cruzó el pasillo asintiendo con la cabeza, mirando de vez en cuando por
encima del hombro mientras más personas comenzaban a salir de la cueva
principal de reuniones.
Obviamente se refería a que debían hablar en privado. Drea asintió con
seguridad y dirigió el camino de vuelta a su caverna.
Cruzaron en silencio la larga pasarela de acero que estaba unido a un
arroyo subterráneo. En vista de que eran un clan nuevo, les habían dado una
de las cavernas con cortinas en lugar de uno de los «dormitorios».
—A ver, ¿qué es lo que pasa? —preguntó Eric, claramente molesto de
que su momento con Drea hubiese sido interrumpido. Cada paso que se
alejaban de ese intenso abrazo se sentía como si saliese de una niebla muy
profunda.
Volvió la claridad, y con ella, su determinación.
—¿Quién ganó en las votaciones? —preguntó ella apenas Garrett cerró
la cortina de su caverna y encendió una lamparita de aceite.
—Gisela, de parte de las mujeres.
—¿Y los soldados?
—Jonathan, la mano de derecha del general.
—Maldición —vociferó Drea—. Eso estancará el consejo si no están de
acuerdo con el plan y los habitantes iniciales de las cuevas votan a favor de
ellos.
—Lo cual harán —dijo Garrett—. Tu plan implica que este lugar estará
abarrotado de soldados. Arriesgamos su escondite a lo grande. Sin duda no
correrán ese riesgo a menos que se vean forzados a hacerlo.
Drea dijo otra palabrota.
—Espera, espera, espera —dijo Eric—. Para empezar, ¿sobre qué plan
discutían el general y tú? ¿Exactamente qué quieres hacer?
Drea miró a Eric.
—La verdad es que has sido tú quien me ha dado la idea.
—¿Yo?
—¿Recuerdas que una vez me contaste de tu padre? En Pozo Jacob, en
medio de una de nuestras muchas disputas nocturnas.
Él la miró sarcásticamente.
—Tendrás que refrescarme la memoria. Fueron tantas.
Ella le dio un golpe en el hombro y él sonrió con picardía. Esa sonrisa,
Dios, tenía cierto efecto en ella. ¡Cosa que era una completa estupidez!
Negó con la cabeza e intentó volver a concentrarse en su plan y en lo que
había que hacer.
Así que se alejó de Eric para alejarse de sus feromonas o de lo que sea
que estuviese obstruyéndole los pensamientos cada vez que estaba cerca de
él y le habló del plan, tras lo cual él se quedó boquiabierto.
—Pero ha debido ser destruido por la bomba.
Drea negó con la cabeza y explicó su plan.
Eric se pasó una mano por el cabello para cuando ella acabó.
—Dios santo. Bueno. Supongo que sí. Si todo sigue ahí, podría
funcionar.
—Pero para tener la más mínima posibilidad, tenemos que conseguir el
apoyo del general —dijo Billy, caminando en círculos y estirando la banda
elástica que ahora siempre llevaba en la muñeca—. Que es donde entra en
juego nuestra idea.
—Escucha, viejo —se burló Garrett—, nada de nuestro, este plan es
todo tuyo.
Billy miró fijamente a Garrett.
—Dijiste que era buena idea.
—Creo que mis palabras exactas fueron: no es el peor plan que haya
escuchado.
—Dínoslo ya —comentó Eric.
Billy se acercó a Drea, y esta tuvo que pedirle que repitiese lo dicho
porque al principio estaba segura de que era imposible que él hubiese dicho
lo que creía que había dicho.
Pero cuando se aclaró la garganta y lo volvió a decir, dijo exactamente
lo mismo:
—Creo que deberías invitar al general y a Jonathan, su teniente coronel,
a ser el cuarto y el quinto miembro de nuestro clan.
—¡¿Te has vuelto loco?! —gritó Eric.
—Préstenme atención. —Billy acortó el resto de distancia que quedaba
de modo que estaba a centímetros de Drea otra vez y bajó la voz—.
Necesitamos la alianza. Podrían ir esta noche a presentar el plan en la
reunión del consejo y quizás los escuche y contemple lo que tienen que
decir, o tal vez no lo haga. En todo caso, necesitamos tenerlos de nuestro
lado para más que solo esta misión. Tenemos que hacerlo.
—¿Qué demonios sabes tú de nada? —Eric agarró a Billy por la camisa
y lo apartó de Drea—. No eres más que un ex médico drogadicto. ¿Cómo te
atreves a…?
—¡Basta! —exclamó Drea agarrando el brazo de Eric antes de que
golpease a Billy como parecía que quería—. ¡Cállate al menos por un
segundo!
Eric se giró hacia ella.
—Por favor. No estarás…
—He dicho que te calles. —Drea alzó las manos y les dio la espalda a
todos.
—Ya he estado cerca del poder —dijo Billy—. Y lo que tenemos en este
clan es sólido —agregó mirándolos a todos a los ojos—. Pero podría ser
más sólido. Para lo que nos vamos a enfrentar, necesitamos todas las
ventajas que podamos.
—La familia no se trata de ventajas tácticas —masculló Eric.
Por el rabillo del ojo, Drea vio a Billy sacudir la cabeza.
—Por favor, no seas ingenuo.
—¿Crees que salvó tu patética vida porque era una ventaja estratégica?
Billy se encogió de hombros.
—Soy médico, y serlo es de gran utilidad en aprietos. Así que sí, fue
una buena táctica el casarse conmigo.
A Drea se le descolgó la mandíbula. ¿De verdad Billy pensaba que por
eso lo había salvado? Y a ese le siguió un pensamiento más preocupante:
¿era por eso que lo había salvado?
Lo hizo a un lado para preocuparse por ello en otro momento y respiró
profundamente. Este era el enfoque que le faltaba. Era la razón por la que
había formado el clan en primer lugar; para que la ayudasen a ver lo que
ella no podía, para que le diesen fuerzas cuando se debilitara.
—Billy tiene razón —dijo Drea.
Eric se acercó a ella y la miró como si estuviera loca.
—¡¿Cómo?!
Ella se paró más erguida, y Garrett ya estaba listo para apoyarla.
—Tiene sentido —dijo Garrett—. Siempre que había un pandillero rival
cuyos recursos queríamos, era más inteligente traerlos al equipo que
enfrentarnos a ellos.
Eric levantó las manos.
—¿Entonces qué? ¿Cada vez que nos topemos con alguien que crees
que ayudará a la «causa» tendremos que hacerles más espacio en la cama?
¿Los acogeremos en nuestro clan y tú les abrirás las piernas?
Lo habría abofeteado, pero Billy y Garrett la rodeaban y se acercaron a
él, emanando tal furia que, al final, ella dio un paso al frente y tuvo que
contenerlos a ellos.
Pero le plantó cara a Eric con decisión.
—Eres un hipócrita —masculló en tono bajo y severo—. Casas mujeres
con cinco hombres todo el tiempo como si fuese nada y ¿ahora que estás en
esos zapatos de repente quieres cambiar la señal? Qué conveniente.
—Yo no… no… —balbuceó Eric.
Drea retrocedió.
—Invitaré al general David Cruz y al teniente coronel Jonathan Palmer
a formar parte de nuestro clan. Tendré cinco esposos como cualquier otra
prometida de un clan en Pozo Jacob. Tendremos un matrimonio como
cualquier otro y el nombre de nuestro clan será el condenado Clan
Valentine. —Fulminó con la mirada a un hombre tras otro como retándolos
a oponerse.
Luego salió de la cueva dando pisotones, haciendo la cortina a un lado y
cerrándola de golpe tras ella.
CAPÍTULO 19
JONATHAN
Jonathan amaba a David Cruz. Pero, a diferencia de lo que media Brigada
de Élite pensaba, Jonathan no querría follárselo. Honestamente, habría sido
más fácil si así fuese. Le facilitaría entender los abrumadores sentimientos
que sentía Jonathan por él.
Desde el día en que el general David Benito Cruz se cruzó en el camino
de Jonathan, sangrando, en aquel callejón de Nacogdoches hacía siete años,
Jonathan había sentido un amor que a veces llegaba al límite de obsesión
por aquel hombre. ¿Y cómo no? David era todo lo que el padre de Jonathan
no: honorable, leal, desinteresado. Además, no apestaba a alcohol ni a
orina, así que eso también sumaba.
El mundo era así: estaba la gente basura y la de calidad.
La familia de Jonathan había sido una basura en todas las generaciones
que conocía. Su abuelo era un borracho malvado, y contaba la leyenda
familiar que su bisabuelo solía robarles dinero a las ancianas llamándolas
por teléfono y engañándolas para que revelaran su información personal y
así poder robar sus identidades y datos bancarios.
Pero ¿la gente de David? Él era el segundo de su familia en ir a la
Academia Militar, el resto fue a la universidad. Y no solo eso, eran buenos.
Su madre hizo de voluntaria en caridades antes de morir a causa del
Exterminador. Su abuelita estudiaba para ser monja antes de enamorarse de
su abuelo y abandonar el convento para casarse con él.
Calidad.
David era apenas diez años mayor que Jonathan, pero hizo más que
acogerlo: lo adoptó. O tal vez era más preciso decir que lo aceptó como un
suplente de hermano menor, pues Jonathan sabía que le recordaba a Kevin,
el hermano de David que murió.
En ocasiones se preguntaba si cuando David lo miraba, veía a Jonathan.
Adoptaba esa característica mirada distante y Jonathan se preguntaba si
fingía que era a Kevin a quien le enseñaba a disparar, o a afeitarse, o a
seguir el millón de reglas necesarias para estar en el ejército.
Al principio no eran muy unidos. David se limitó a llevar a Jonathan al
cuartel del ejército en Fort Worth a vivir y a entrenar con los demás
soldados. Pero Jonathan pasaba horas estudiando hasta que le dolían los
ojos y pasaba días practicando el tiro al blanco hasta para superar a todos
los demás cadetes. Era más bajito que muchos de los otros, pero corría más
rápido, se exigía más y permanecía más tiempo en la sala de pesas, decidido
a ser el mejor soldado que el general hubiese visto en su vida.
No nació siendo el más apto, pero, tal vez, si se esforzaba muchísimo,
podría ser mejor que su genética de porquería.
No tenía muchos amigos, pero eso no le importaba. La mitad de los
chicos allí eran flojos en todo lo que hacían porque, bueno, el mundo se
había acabado, así que dejó de importarles.
Pero el general Cruz pasaba por allí y observaba los entrenamientos de
los cadetes. Había luchado un año junto al general Goddard en el frente
oriental y todos lo respetaban. Se rumoreaba que él mismo estaba
seleccionando una fuerza de élite que pudiese marcar una verdadera
diferencia en aras de detener el caos en que se había convertido el mundo
después del Declive. Jonathan quería formar parte de este más que nada en
el mundo.
Y cada vez que el general Cruz iba a verlos, se detenía a conversar con
Jonathan. Le preguntaba cómo le iba, si se estaba adaptando, si había
encontrado el equilibrio, si necesitaba hablar con alguien sobre todo lo que
había vivido y visto. Había orientadores consejeros en la base.
A Jonathan siempre le avergonzaban esas preguntas. ¿Acaso no era lo
suficientemente fuerte para el general como para controlar sus problemas de
mierda? Siempre le hacía saber que estaba bien.
Aun así, a Jonathan le preocupaba no estar haciendo lo suficiente. El
general parecía interesado en sus progresos y de vez en cuando pasaba una
tarde ayudando a Jonathan a perfeccionar alguna habilidad. Pero solo un par
de tardes dos veces al mes. No era suficiente, aunque Jonathan sabía cuán
egoísta era querer acaparar el valioso tiempo del general; intentaba salvar a
todo un país y Jonathan quería molestarlo cual niño tonto.
Jonathan llevaba unos dos meses en la base cuando pasó por una sala
llena de ordenadores portátiles. Totalmente llena. Estaban apilados en el
suelo, en los escritorios, en las sillas.
Al principio estaba confundido. Todos los aparatos electrónicos
quedaron inutilizables debido a las explosiones de pulsaciones
electromagnéticas. Pero un día se detuvo y giró el pomo de la puerta,
porque, ¿y si alguno todavía servía? Tal vez si estuvieran en un sótano lo
suficientemente profundo o en un edificio que por alguna razón tuviese
paredes de metal… De acuerdo, era una exageración, pero se hizo evidente
que para alguien era una teoría que merecía la pena probar.
La puerta estaba cerrada, pero estas no habían sido un problema para
Jonathan desde séptimo grado, cuando aprendió a forzar cerraduras para
poder colarse en la sala de profesores y robarse el almuerzo. Su padre nunca
le preparaba nada ni le daba dinero para comer.
Por ese motivo, Jonathan siempre llevaba un par de pasadores de
seguridad, una costumbre que aún no había abandonado a pesar de que
sabía que el general se enfadaría si lo descubría. El general Cruz era muy
exigente en cuanto al uniforme, más aún después del Declive, mientras que
otros comandantes habían relajado las normas.
Jonathan logró entrar a la habitación y vio un voltímetro. Luego, se
sentó y empezó a examinar los portátiles. Pasó allí tres horas antes de que
alguien lo encontrara: el holgazán que supuestamente los supervisaba.
Por esto, Jonathan le propuso un trato. Si el soldado le dejaba a
Jonathan esa tarea, Jonathan cedería sus raciones de almuerzo de toda una
semana. ¿Salir de lo que parecía una tarea interminable e ingrata, además de
raciones extra? El soldado se marchó con los tiquetes de raciones semanales
de Jonathan antes de que este terminase de hablar.
Jonathan pasó cada minuto libre de los siguientes tres días en esa
habitación sin ventanas, abriendo portátiles, probando piezas, lanzando
aquellos portátiles inservibles a una montaña cada vez más alta en la
esquina.
Comenzaba a perder la esperanza, pues había cedido sus almuerzos por
nada, pero, de pronto, el pulso del voltímetro dio un salto y emitió un
zumbido. Eran las dos de la mañana y Jonathan estaba medio delirando por
haber estado agachado repitiendo el mismo movimiento una y otra y otra
vez.
Ante el resultado positivo, dio un salto tan violento que el portátil casi
se cae de su regazo y se estrella contra el suelo.
Se lanzó y lo atrapó justo antes de que eso sucediera, con los ojos
abiertos de par en par.
Luego lo apretó contra su pecho y caminó lenta y cuidadosamente hasta
el cuartel de mando donde llamó a la puerta del general Cruz.
Al general no le gustó para nada que lo despertase un cadete a la
medianoche, pero entonces vio lo que Jonathan acunaba como un precioso
tesoro y su actitud cambió por completo. Se puso más erguido y adoptó una
expresión de concentración.
—¿Qué tienes ahí, soldado?
—He sustituido a Vernon en la sala de los portátiles, señor. Llevo días
probando las máquinas y esta noche encontré esta.
Los ojos del general miraron fijamente los de Jonathan y su voz fue un
susurro.
—¿Funciona?
Jonathan asintió.
—A ver.
Se dirigieron al despacho del general y Jonathan le mostró. El despacho
estaba alimentado por un generador, así que conectaron el portátil a un
enchufe. En ese momento, la pantalla se iluminó.
Jonathan pudo haber llorado, tanto por estar viendo la pantalla como por
la forma en que el general estaba cernido detrás de su silla, con una mano
en su hombro.
Jonathan empezó a teclear comandos de inmediato, con la curiosidad en
todo su elemento. ¿Todavía existía alguna versión de internet? Era posible.
Los satélites almacenaban imágenes de respaldo de grandes porciones de
internet. Si existía, ¿había alguien más haciendo uso de este?
Resultó que sí, y ahí estaba.
—¿Qué estás haciendo ahí? —preguntó el general.
—Mire —dijo Jonathan, cambiando la pantalla para que el general
pudiese ver mejor—. Hay toda una red de emergencia en toda Texas. Gente
con portátiles y ordenadores funcionales que se comunican entre sí.
—Puta madre.
Jonathan alzó la vista drásticamente. Nunca había escuchado al general
decir malas palabras, pero este estaba demasiado ocupado mirando a la
pantalla.
—¿Cómo encontraste esto?
Jonathan se encogió de hombros.
—He hecho cosas como esta toda mi vida.
La verdad era que prefería no indagar mucho sobre cómo sabía ingresar
a la internet oscura; la internet dentro de la internet.
Hackear era muchísimo más fácil que robar, y mil veces más lucrativo si
eras bueno en ello. Y Jonathan lo era. Mientras otras personas de su edad
habían desperdiciado sus años de secundaria en redes sociales, él había
estado robando identidades de otros y vaciándoles las cuentas bancarias. Sin
embargo, a diferencia de su bisabuelo, sus objetivos no eran las ancianas
dulces; solo ricos y corruptos imbéciles corporativos. Tenía lo suficiente
guardado en cuentas bancarias en el extranjero para vivir cómodamente
cuando se graduó.
Le había servido de mucho cuando los pulsos electromagnéticos
acabaron con todos los saldos bancarios.
Y, al final, robar era robar sin importar de qué forma se justificase a sí
mismo. ¿Era mejor que su bisabuelo? Robar era lo que hacía la basura:
tomar el camino corto en lugar de ganarse la vida de forma honesta.
—Jonathan, hemos tenido tres ordenadores funcionales e ingenieros
intentando establecer comunicación con el exterior y solo hemos
conseguido contactar con pocas personas de Rusia y China.
La sonrisa de asombro y orgullo que el general le dedicó a Jonathan le
hizo sentirse más satisfecho y pleno que nunca en toda su triste vida.
Así se sentía hacer trabajo honesto y bueno, uno que no había que hacer
en la oscuridad, uno del que no tendría que avergonzarse.
Era una sensación que Jonathan había perseguido desde entonces. La
había perseguido a lo largo de todos los años trabajando en el despacho
junto al del general como Jefe Especialista de Comunicaciones. El General
dejó de ser su oficial al mando para convertirse en David, su amigo.
Pero, aun así, Jonathan se desvivía por esa sonrisa de orgullo de David,
fuere con una cerveza fría o en el campo de batalla como su mano derecha.
Pero hacía tiempo que no había sonrisas de ningún tipo en el rostro de
David, incluso desde antes de esta última catástrofe que cobró la vida del
presidente.
Últimamente, el rostro de David siempre estaba tenso. Era propenso a
largos silencios y a respuestas cortas y monosilábicas. Jonathan sabía que
era porque pensaba demasiado para tratar de resolver los problemas
multifacéticos a los que se enfrentaba toda la gente que dependía de él.
Jonathan estaba al corriente de eso, pero la pequeña y mezquina parte de su
interior no podía evitar tomárselo personal.
Si tan solo pudiese animar a David. Si tan solo David se lo permitiera.
Porque, por muy unidos que estuvieran, David seguía interponiendo
distancia entre ellos aun después de todo este tiempo. Después de todo lo
que habían pasado juntos, él todavía no dejaba entrar a Jonathan.
Como sucedía ahora mismo, por ejemplo. Compartían una caverna con
otros tres oficiales, pero estos estaban en las cavernas comunes, así que
estaban ellos dos solos.
Y David estaba de pie, con las manos detrás de la espalda en reposo,
mirando la pared. Llevaba quince minutos en la misma posición, a pesar de
que Jonathan estaba allí, listo y dispuesto a hablar de todas las cosas que
evidentemente le pasaban a David por la cabeza. ¿Cuándo aprendería que
no tenía que cargar con el peso del mundo entero en sus hombros?
Jonathan era su igual ahora, o al menos en términos prácticos. Los
hombres lo habían escogido como su portavoz en el consejo, y tenía un voto
igual al de David.
—¿Cómo crees que debemos manejar la situación con la chica
Valentine? —preguntó Jonathan, acercándose a David e interponiéndose
entre él y la pared. Tal vez si exigía atención, David por fin se la daría.
En vista de que David no respondió, Jonathan siguió presionando.
—¿Crees que este plan suyo dará resultados?
—Tal vez —dijo David sin agregar nada más, con la mirada distante.
—Si hizo lo que dicen que hizo en el complejo de los Calaveras Negras,
entonces es de admirar.
David asintió distraídamente.
Jonathan apretó los puños.
—Dios santo, estoy aquí. ¿Crees que podrías dedicarme un mínimo de
tu atención?, ¿que podrías escucharme y mirarme por al menos cinco
minutos?
David parpadeó y se enderezó, dejando caer los brazos a los lados al
mirar a Jonathan. Esta vez sí que lo miró, ceñudo.
—Te escucho.
«Nunca escuchas». Jonathan luchó por no exhalar como un adolescente
petulante. Por mucho que admirara y quisiera a David, a veces le
preocupaba sentirse siempre así; como el jovencito que David rescató,
nunca un verdadero igual. No importaba cuántas veces lo escogiesen como
portavoz del consejo ni que tuviese habilidades con un ordenador que David
jamás podría soñar con entender.
Sin embargo, por una vez, David lo estaba mirando. ¿Será que ahora sí
escucharía lo que Jonathan tenía que decir por una puta vez?
—¿Qué? —preguntó David—. ¿Qué pasa, Jonathan? —Alargó el brazo
y lo puso en el hombro de Jonathan—. Te escucho. Aquí estoy.
Y así, sin más, Jonathan se sintió el mayor imbécil del universo. ¿Qué
tan egoísta e inmaduro era para pensar tanto en sus necesidades en un
momento como este? El mundo entero era un desastre y la mayoría de los
hombres de David estaban escondidos en las colinas, sin saber cuándo
vendría su próxima comida y si Travis o los Calaveras los descubrirían. Por
supuesto que David, en su mente, estaba preocupado por todas las cosas en
las que Jonathan debería estar pensando, porque era honorable, leal y
desinteresado.
De calidad.
Jonathan levantó su brazo contrario para darle palmadas en el hombro a
David.
—Nada. Ya casi es hora de cenar. Deberíamos ir a comer.
David frunció el ceño.
—¿Estás seguro? Sé que últimamente he estado distraído. Lo siento.
¿Cómo te has sentido?
Era el imbécil más grande del mundo.
Jonathan forzó una sonrisa.
—En otra ocasión.
David adoptó una expresión como si estuviese a punto de decir algo
cuando se escuchó una voz femenina.
—Hola. ¿Puedo pasar?
El ceño fruncido de David se profundizó más cuando caminó hacia la
cortina que cerraba la pequeña caverna que les habían otorgado como
especie de sede general de mando y dormitorio, y la corrió hacia atrás para
revelar allí a Drea Valentine.
¿Qué podía querer esta mujer?
Entró a la habitación por delante de David, sin esperar ser invitada a
pasar.
—Me gustaría hablar con ustedes dos.
—De acuerdo —dijo David, tan confundido por su repentina visita
como lo estaba Jonathan.
Ella caminó hacia el centro de la cueva y se detuvo junto a la linterna
que estaba en un pequeño estante de estalagmitas junto a la pared más
lejana.
—¿No podía esperar hasta la reunión del consejo? —quiso saber David.
Jonathan estaba pensando lo mismo. La reunión del consejo estaba
programada para después de la cena, y solo faltaba una hora para eso.
—No —dijo Drea, luego se quedó callada por un largo rato como si
estuviese organizando sus ideas. ¿Intentaba pensar en la mejor forma de
convencerlos para que estuvieran a su favor en el consejo? Obviamente
subestimaba a David si pensaba que unos cuantos elogios femeninos iban
a…
—El problema de cualquier tipo de ataque a los Calaveras Negras en
San Antonio es que nos verán venir —comenzó a decir Drea. Miró a David
y a Jonathan, asegurándose de cruzar miradas con ambos.
Jonathan tragó saliva y luchó contra el impulso de apartar la mirada.
Vaya, era bonita. Era tan estricta y tenía siempre tan mala cara, que no era
algo que se notara de inmediato. Pero sus rasgos, esos pómulos altos y esos
ojos azules brillantes e inteligentes… de verdad que era hermosa de una
forma única.
—Y eso si pudiésemos movilizar a mis tropas en primer lugar —dijo
David. Jonathan estaba impresionado por su capacidad de concentración—.
Lo cual no podemos, por la misma razón. Verán los movimientos de las
tropas por vía satelital.
—No necesariamente.
—¿Cómo que no? —preguntó David—. Por supuesto que las verían.
No sonó impaciente, más bien curioso.
—Tenemos que cegarlos.
David parecía decepcionado de su respuesta.
—Fort Worth bien podría ser Fort Knox en este punto con todos los
militares de los que se ha rodeado Travis. Aunque pudiésemos conseguir
que alguien se colara y destruyera el ordenador que están usando para
rastrear las imágenes satelitales, encontraría otro…
—¿Me dejas terminar? —le interrumpió Drea con una ceja arqueada.
Sin embargo, no parecía impaciente, ni enfadada, ni con aires de
superioridad, a diferencia de la actitud que tuvo antes frente a la multitud.
Fue entonces cuando Jonathan se dio cuenta de que lo de antes había sido
una actuación.
Pero ¿para quién? Incluso mientras se lo preguntaba, creyó saber la
respuesta: para las mujeres. Les había dado a entender que este era un lugar
seguro, un lugar donde podían enfrentarse a los hombres y no ser castigadas
por ello, un lugar donde realmente podían alzar la voz.
Jonathan, fascinado, dio paso al frente.
—¿Qué es lo que propones?
—El problema no son las computadoras de Travis —dijo haciendo
contacto visual con Jonathan—, son los satélites en sí.
Jonathan sintió cómo se la arrugaba la frente. No podía estar hablando
de…
—Tenemos que ir a la sede de la NASA en Houston y desviar los
satélites de Texas.
A la mierda, sí hablaba de eso.
—No puedes estar hablando en serio —se burló David—. La NASA
estaba en Houston. Houston. Debió haber sido destruida con el resto de la
ciudad el Día D cuando ocurrieron los bombardeos.
Drea estaba negando con la cabeza y sacó un mapa que tenía enrollado
y metido en bolsillo trasero de sus pantalones. Lo abrió y señaló.
—El Centro Espacial Johnson estaba al sur de Houston, apenas en la
ciudad, y miren: mi colonia estaba aquí, junto a Galveston, apenas a
cincuenta kilómetros al sur. Me llegaban mujeres de todos los alrededores.
Al menos dos vinieron de la misma zona donde estaba la NASA: una de
League City y otra de Friendswood, y las dos estaban muy sanas.
—Al menos has podido ver eso —murmuró David, estudiando el mapa.
Drea le ignoró.
—Y todos saben que la nube de lluvia radiactiva fue en sentido noroeste
después de que cayeran las bombas. Hay muchas posibilidades de que los
edificios de la NASA estén no solo intactos, sino sin radiación.
David empezaba a parecer pensativo, así que Jonathan tomó la palabra.
—No los cegaríamos exclusivamente a ellos al quitar los satélites, nos
cegaría a todos. —Miró a David. No podía estar considerando esto,
¿verdad?
—Eso únicamente si aún vivimos para cuando todo esto haya terminado
—replicó ella, trasladando su atención de nuevo hacia David—. Y no sería
para siempre. Después de que tomemos San Antonio y nos hagamos cargo
de Travis de una vez por todas, siempre podemos volver a poner en
funcionamiento los satélites y poner a Texas en el radar más adelante.
Piénsalo —dijo Drea, bajando la voz—. Dependen de esos ojos que están
en el cielo, sobre todo de las cámaras nocturnas de los satélites de
infrarrojos. Si los eliminamos y los agarramos desprevenidos…
—Podríamos atacar sin que nos vieran venir —agregó David, con los
ojos abiertos de par en par. Jonathan vio la emoción de David en sus ojos:
esta era la respuesta que había estado buscando. Todas sus miradas, sus
silencios melancólicos, se debían a que se había estado matando para
intentar resolver el problema para el que esta mujer acababa de llegar a
ofrecer una solución en bandeja de plata.
Espera un momento, se estaban olvidando de un punto muy importante.
—¿Qué hay de los ataques de pulsaciones electromagnéticas? —
preguntó Jonathan—. Aunque la sede siga allí y no haya sido afectada por
la radiación, no tendría caso, todos los equipos han debido dañarse.
Les tomaría meses y hasta años intentar descifrar una forma de
reestablecer la conexión con los satélites, aunque tuviese el equipo roto del
Centro de Control. Tendría que…
—No están dañados —dijo Drea—. El padre de Eric Wolford solía
trabajar ahí, en el centro de control. Me contó que su padre lo llevó allí un
día. El verdadero centro de control fue construido en un búnker a tres pisos
por debajo del suelo.
Santos cielos. Con cada palabra que decía, lo ridículo sonaba cada vez
más… creíble, y hasta posible. Jonathan intercambió una mirada con David
y se dio cuenta de que su amigo estaba pensando algo parecido.
—Ahora bien —continuó Drea, no sé nada de ordenadores, pero hay un
hombre del Clan Hale que es muy bueno. Tendremos que ver si está
dispuesto a…
—Eso no hará falta. —Jonathan dio los últimos pasos hasta ponerse al
lado de Drea—. Yo puedo hacerlo.
—Jonathan —dijo David, pero Jonathan lo interrumpió.
—No, David, sabes que soy la persona más indicada para hacer esto. No
puedes hacerme a un lado esta vez ni intentar mantenerme en un lugar
seguro.
Eso era lo que David siempre hacía. Jonathan era su mano derecha…
hasta que llegaba la acción, entonces siempre lo mandaba a quedarse atrás.
«Tienes que vigilar las comunicaciones, Jonathan». O «Quédate aquí atrás
con el equipo valioso, Jonathan».
Jonathan no estaba nada seguro de Drea cuando irrumpió aquí, pero
había explicado su plan y lo había hecho bien. Tenían que intentarlo. Y solo
decía la verdad: no había nadie mejor que él con los ordenadores o los
sistemas avanzados.
Pero ¿podría David ver más allá del papel que había creado para
Jonathan? Jonathan miró a David, lo miró con atención, suplicándole que le
escuchara.
—Ningún lugar es seguro. A menos que creemos uno. —Luego agregó
en voz baja—: Puedo hacerlo. Tienes que dejarme.
No era algo para lo que realmente necesitara pedir permiso, pero por
todo el respeto que sentía por David, lo hizo de todos modos.
David dejó escapar un profundo suspiro y luego asintió con la cabeza.
—Está bien, pero voy con ustedes.
Jonathan estaba contento y asustado a la vez. Sería peligroso, pero
estarían juntos. Y tal vez, finalmente David se permitiría compartir con
Jonathan parte de esa pesada carga que siempre llevaba encima.
—Me contenta escuchar eso —dijo Drea—. Pero eso no es todo lo que
he venido a decir.
Jonathan observó a Drea, sorprendido. ¿Qué más tendría que decir?
—Mi clan y yo tenemos una propuesta para ustedes —agregó.
Ni Jonathan ni David dijeron palabra, simplemente esperaron a que ella
prosiguiese.
—Nos gustaría invitarlos a formar parte de nuestro clan; a que se casen
conmigo.
¿Cómo…? Jonathan se ahogó con saliva y comenzó a toser.
«Por todos los cielos, compórtate. Ella no ha dicho lo que crees que
escuchaste. Debió haber dicho ‘a cazar conmigo’ o algo así».
Pero entonces empezó a hablar con el mismo tono frío con el que había
discutido sus planes para la misión propuesta sobre ir a la NASA y explicó
lo buena que sería esa alianza para todos, lo fuertes que serían juntos y que
la intimidad les ayudaría a formar un equipo inquebrantable.
Jonathan parpadeó, anonadado.
Cielos.
Hablaba en serio.
Jonathan había oído hablar de todo este asunto de los matrimonios
sorteados que hacían en Texas Central del Sur. Dos hombres que Jonathan
conocía habían ido allí para hacerse ciudadanos del territorio y así poder
apuntarse al sorteo. Creían que era mejor que en Fort Worth, donde la única
manera de conseguir una esposa era siendo millonario o ahorrando
suficiente dinero para pagarle a una puta de vez en cuando.
Pero una esposa… Dios mío, Jonathan no se había permitido pensar en
algo así hacía años. Simplemente no estaba en las cartas para un militar
como él. Se había resignado. Su familia eran los militares y tenía a David.
Era suficiente. Le bastaba.
«¿O es solo el mantra que te has obligado a repetir durante más de cinco
años? ¿No has querido siempre más?».
Jonathan se pasó una mano por la nuca. Claro que ver a las familias de
cerca desde que llegó a las cuevas había sido, pues… ¿quién no querría
eso? Por supuesto que se veía muy bien desde el exterior. Y bueno,
Jonathan nunca había tenido padres amorosos, así que la idea de tener una
familia le hacía ilusión, por lo que lo romantizó todo, nada más.
Llevaba mucho tiempo solo.
Cuando no podías dormir en la madrugada era cuando la verdad te daba
en la cara: estabas solo. Tan solo en el mundo que a nadie le importaba
mucho si vivías o si morías.
Pero una familia…
Jonathan miró a David, y sintió el pecho apretársele cuando lo hizo,
pues veía imposible que David aceptase. Ni por toda la paz mundial.
Pero cuando observó con detenimiento a David, el también miraba a
Jonathan con una expresión muy particular en el rostro.
—¿Qué? —preguntó Jonathan, dándose cuenta en ese momento que
Drea se había callado.
—Podríamos formar una familia de verdad.
Que un hacha le atravesara el pecho a Jonathan, por favor, porque, por
supuesto, David sabía lo que Jonathan estaba pensando, probablemente
antes de que él mismo lo entendiera. Creía que David había estado distante
últimamente, pero David siempre estuvo ahí: conectado a él a un nivel más
profundo que un hermano, un padre, o de lo que cualquier otro humano
podría.
Entonces David se giró y se acercó a Drea. Durante todo lo que habían
conversado hasta ahora, o más bien negociado, diría Jonathan, David había
sido severo y recto; todo un general.
Pero cuando David se acercó a Drea, Jonathan observó la suavidad que
aparecía en sus rasgos y que normalmente solo mostraba cuando Jonathan y
él estaban solos.
—No tienes que ofrecerte así —dijo David, con voz suave—. Ya hemos
acordado participar en la misión. Estaremos contigo de lleno.
Drea parecía sorprendida por el cambio en la actitud de David.
Parpadeó un par de veces y luego su espalda se puso rígida, como si la
suavidad de David la hiciera querer escudarse y volverse aún más dura.
—No es solo una misión, esto es una guerra; una que pretendo ganar.
Liberaré a mis mujeres de los Calaveras Negras y les daré un país en el que
por fin puedan vivir sin miedo.
David ladeó el rostro hacia un lado, suavizándose aún más mientras
asentía.
—Eso es algo que ambos queremos. —Juntó las cejas—. Por eso no
tienes que venderte para conseguir nuestra ayuda.
Drea se paró frente a frente con David, con mirada firme. Solo después
del fuerte suspiro de David, Jonathan vio el cuchillo de caza que ella le
había puesto en la entrepierna.
—Vuelve a llamarme zorra y verás cómo reorganizo tu árbol
genealógico.
—¿Qué? —balbuceó Jonathan—. Él no…
Pero Drea ya había empezado a hablar de nuevo.
—Los matrimonios arreglados han existido durante la mayor parte de la
historia de la humanidad. La única diferencia es que yo estoy escogiendo en
lugar de mi padre o algún pariente masculino. ¿Tienes algún problema con
eso?
Tenía el rostro tan cerca del de David que seguramente podía oler la
fécula de maíz con aroma a naranja que utilizaban como sustituto de
desodorante.
—No —dijo David, sin romper el contacto visual con ella—. No tengo
ningún problema.
Cielos santos, la intensidad que emergía de ellos era suficiente para
encender los vapores de la lámpara de aceite encendida a sus lados.
Jonathan nunca había visto a David con una mujer, pero de pronto pudo
imaginarlo poniendo a Drea contra el suelo y ubicándose a horcajadas sobre
ella. Le bajaría esos pantalones por las piernas y entonces ella abriría sus
pálidos muslos y…
—Excelente —dijo Drea, alejándose de David y tragando rápidamente
antes de poner la espalda recta—. ¿Entonces tenemos un acuerdo?
La mandíbula de David se tensó, pero asintió con determinación.
—Tenemos un acuerdo.
A la mierda. ¿De verdad aquello acababa de pasar?
—Tendremos una pequeña ceremonia privada después de la reunión del
consejo —dijo Drea—. Luego, consumaremos el matrimonio y mañana
pasaremos el día preparándonos para la misión. Mañana por la noche nos
iremos a Houston.
Se dio vuelta y abandonó la cueva con un movimiento de sus rastas
rubias. Jonathan se quedó inmóvil, absolutamente rígido, en todo el sentido
de la palabra.
En su mente se reprodujeron las palabras que había pronunciado ella
con tanta normalidad: «Luego, consumaremos el matrimonio».
Esta misma noche.
Esta noche consumarían el matrimonio.
Santos cielos.
CAPÍTULO 20
DREA
Drea estaba temblando cuando salió de la caverna de David y Jonathan.
David, así era como había decidido verlo. Ya no más «general Cruz esto y
general Cruz aquello».
El general Cruz era una figura intocable que mandaba a miles de
personas; David era un hombre.
«No, no es nada de eso. Es un recurso y lo seguirá siendo mientras sea
de utilidad».
No sería tan tonta como para pensar que solo por traerlo a su clan y a su
cama podría confiar en él o en ese teniente coronel suyo.
Pero así podría mantenerlos vigilados. Y cuando llegara el momento,
estaría en posición de hacer lo que fuera necesario para cuidar de sus
mujeres.
Mantén a tus amigos cerca, pero más cerca a tus enemigos.
Tan cerca como de amante.
Thomas le había enseñado esa lección y de una manera que jamás
olvidaría. En aquel entonces tenía la edad de Sophia y estaba convencida de
que era amor. Pudo haber escrito odas al verdadero amor: sobre sus alturas,
profundidades y anchuras. Estaba segurísima de que incluso había una
terrible poesía a medio escribir en algún lugar que daba fe de ello.
Pero Thomas era muy muy astuto, incluso a la edad de veintiún años,
llevándole apenas tres a ella. «Mantén a tus enemigos cerca». Y cuando
llegue el momento, ¡ataca!
Lo recordaba como si hubiese sido ayer; ella acostada en la cama junto
a Thomas después de haber hecho el amor, soñando con el futuro. Sueños
que cada vez se centraban más en solo él, cosa que aceptaba porque, en ese
momento, él era su universo.
—Nos casaremos y ocuparás el puesto de presidente de mi padre —dijo
ella muy feliz mientras entrelazaba los dedos con los de Thomas—. Y me
embarazarás de inmediato con tantos bebés como sea posible.
Thomas soltó una risa ronca.
Drea amaba escucharlo reír y se acurrucó más cerca de él.
—¿Gemelos? —dijo él meneando la cabeza, acostándose sobre ella e
inmovilizándola en la cama con las muñecas sujetas en el colchón—. Creo
que te estás olvidando de unos detalles clave, princesa.
Estaba sonriendo, pero tenía una mirada oscura de esa forma que a
veces le causaba escalofríos. Intentó levantarse de la cama para besarlo,
pero él le sujetó las muñecas con firmeza.
Fingió que fruncía el ceño y que luchaba por liberarse. Sabía que a él le
gustaba sentir que tenía el control y a ella le gustaba seguirle sus
jueguecillos.
—¿Y de qué me estoy olvidando? —preguntó ella, rindiéndose y
dejándose caer de nuevo sobre la almohada.
Él sonrió cual depredador y se inclinó sobre ella. Ella pensó que iba a
besarla, pero no fue así.
—Oh, no lo sé. Tal vez que tu padre acaba de cumplir cincuenta años el
mes pasado y que es imposible que ceda su puesto pronto. Y mucho menos
a alguien como yo. Me odia, Belladonna.
Drea comenzó a negar con la cabeza de inmediato.
—No. Es que no te conoce como yo, Thomas. Si pudiesen…
—También está mi padre, quien seguro no aceptaría que yo fuese el
presidente antes de quedarse con el puesto él mismo, aunque aquello
implique destriparme con sus propias manos para llegar al trono. Aunque
arruinaría a los Calaveras si algún día llegase a ser presidente.
—Para ya —dijo Drea, frunciendo el ceño.
—¿Qué es lo que voy a parar? —Thomas se rio, y fue la risa que a ella
no le gustaba: su risa malvada.
Drea quiso llevarse las manos a las orejas cuando lo escuchó, pero él
todavía las tenía sujetas.
—¿De decir qué, Bella? ¿La verdad?
Ella intentó llevar una mano hacia la cara de él, pero, por supuesto, no
se lo permitió. Ella puso los ojos en blanco y resopló por la frustración de
no poder moverse. Aunque, en secreto, le gustaba.
Era la hija del presidente de los pandilleros Calaveras Negras. Thomas
tenía razón cuando la llamaba princesa. Nadie más se atrevía a tratarla
como lo hacía Thomas, lo que era parte de la razón por la que se sentía tan
desenfrenadamente atraída por él.
No obedecía la orden tácita de su padre de no tocar a su hija, la cual sí
entendían todos los otros miembros del club y asociados. Thomas no se
andaba con rodeos.
Ella tenía moretones en los hombros y muslos por la forma en la que
hacían el amor. Nunca se había sentido tan viva como cuando estaba a solas
con Thomas. Pero odiaba cuando se ponía de malhumor como ahora.
Él se apartó de ella, sujetándole las muñecas todo el tiempo para que no
pudiese tocarlo.
—Thomas, no.
—¿No qué?
Ella tiró de la sábana para cubrirse los pechos después de que él
finalmente la soltara para buscar su caja de cigarrillos.
—No lo arruines. Tuvimos una noche tan buena.
Él se rio de forma oscura y malvada.
—La princesa Belladonna viviendo aquí arriba en su preciosa casa de la
colina con toda su ropa de diseñador y adornos. —Levantó un collar de
perlas colgado en su mesita de maquillaje antigua.
—Thomas, basta ya. Deja eso.
—¿Dónde fue que dijo tu papi que te consiguió esto?
—Sabes que lo compró en Tiffany’s cuando fue a Nueva York el año
pasado. Tú estabas huyendo con él.
Thomas se rio con todas las ganas ahora y ella enderezó los hombros al
sentarse más erguida.
—No soy estúpida. Sé que mi padre hace cosas ilegales.
—Oh, has llegado a esa conclusión tú sola, ¿no?
—Ya fue suficiente. —Drea se llevó la sábana consigo cuando se
levantó de la cama y señaló la puerta de su dormitorio—. Vete. Estás muy
grosero y yo solo he sido cariñosa y amable contigo. No quiero volver a
hablar contigo hasta que te hayas disculpado y aprendido lo que significa
hablar de forma civilizada.
Thomas solo meneó la cabeza mientras se ponía los pantalones.
—Ya casi cumples diecinueve, princesa. ¿No crees que ya es hora de
saber cómo consigue papi su dinero?
Ella lo fulminó con la mirada, apretando la mandíbula.
—Sé lo de las drogas, ¿bueno? Y de las armas.
¿Tan malo era que intentara no pensar en esa parte de su vida? Papá era
papá. Un día, cuando tuvo la edad suficiente para preguntarlo, él le sacudió
el cabello y le dijo: «Drea, cielo, no pienses en eso». Él era el único que la
llamaba por su nombre de pila y no Belladonna. «Alguien va a mover estos
productos. ¿No es mejor que seamos nosotros en lugar de una banda
mexicana violenta como la MS-13 que viola y mata en todas las ciudades
que pisa?»
Ella negó con la cabeza y él le besó la cabeza. «Además, tenemos el
derecho a armarnos según la segunda enmienda. El gobierno no debería
meterse en nuestra forma de protegernos ni en lo que metemos en nuestro
cuerpo cuando queremos divertirnos un poco. Tú crees en la libertad,
¿verdad, Andrea?».
Ella asintió y él le dio otro beso. «Me alegro de que hayamos tenido esta
conversación».
Pero Thomas se limitó a reírse.
—Armas y drog… —Sacudió la cabeza—. Vaya, princesa, de verdad
que no tienes ni idea.
Ella se agachó, le recogió la camisa del suelo y se la lanzó.
—Si soy tan tonta e ingenua, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué estás
conmigo?
Su rostro se suavizó, pero solo por un instante.
—Ay, princesa —suspiró, pasándose una mano por la cara. Bajó la
cabeza por un momento y Drea frunció el ceño. A pesar de la pelea que
estaban teniendo, una parte de ella quería acercarse a él, envolverle la
cintura con los brazos y enterrar su cabeza en su familiar pecho.
Pero entonces él susurró las palabras que iban a cambiar todo. Las
palabras que fueron el catalizador de una reacción en cadena de
acontecimientos que terminó con la pérdida de absolutamente todo lo que le
importaba en el mundo entero:
—Princesa, si quieres saber cómo gana dinero tu padre realmente, ve a
echar un vistazo en el almacén de la pandilla que está junto a los muelles.
CAPÍTULO 21
DREA
Drea volvía a la sección de pasadizos donde dormían las mujeres cuando
vio una cabeza familiar de cabello largo castaño oscuro.
—Sophia —llamó.
Sophia se volvió desde el grupo de mujeres donde estaba, buscando con
los ojos y entrecerrándolos cuando vio a Drea.
Drea dejó escapar un suspiro mientras acortaba la distancia. Maldición.
Decir que había empezado con el pie equivocado con ella era quedarse
corto. Y ahora Sophia sería su… ¿hijastra? Drea hizo a un lado ese
pensamiento. Como fuere, sería su familia.
Porque, mientras que Drea consideraba el acuerdo con David y Jonathan
como un negocio más que nada, Eric era diferente. Eric era… bueno, Eric.
Y algo que sabía de él era que amaba a su hija. Drea le debía intentar
arreglar esto.
—¿Tienes un momento? —preguntó Drea en cuanto se acercó a Sophia
—. ¿Podríamos buscar un lugar para hablar? —dijo Drea mirando a todas
las personas que pasaban por su lado de camino a la caverna de la cena.
Sophia se cruzó de brazos.
—La verdad es que no creo querer escuchar nada que tengas que
decirme, pero adelante, habla.
Drea soltó un suspiro de exasperación. «No dejas que te altere. No dejes
que te altere. Piensa en Eric».
—¿Al menos podemos ir a una esquina?
Sin esperar una respuesta, Drea caminó hacia un rincón natural a un
lado del pasillo principal. No volteó a mirar, pero, para su alivio, al rato,
sintió a Sophia detrás de ella.
Drea se volvió hacia ella y alzó las manos.
—Mira, quiero que hagamos una tregua. Sé que nunca nos hemos
llevado de maravilla…
Sophia se burló.
—…pero por la salud mental de tu padre, esperaba que pudiésemos
cambiar eso.
La espalda de Sophia se puso rígida. «Mierda, aquí vamos», pensó
Drea.
—Porque tú y mi padre se han vuelto muy cercanos de repente —dijo
Sophia, con los ojos entrecerrados por el enfado—. El mismo hombre que
no soportabas hace unas semanas. El mismo hombre al que no hacías más
que despreciar cada vez que yo intentaba decirte que era un buen hombre.
De acuerdo. Drea se merecía eso.
—Escucha, no te digo que soy un ángel, ¿sí? La he cagado. Me
pongo… irritante con ciertos temas.
—¿Irritante? —Otra burla—. Yo usaría otros adjetivos.
¿Así es como iba a ser esto?
—De acuerdo —dijo Drea, abandonando todo intento de voz
conciliadora—. Fui una perra. ¿Es eso lo que quieres que diga?
Sophia bajó los brazos.
—Sí, es un comienzo.
Drea meneó la cabeza.
—Dios santo, de verdad que eres… —Princesa. Estuvo a punto de
decirle que era una princesa.
Drea dio un paso atrás, parpadeando. Mierda. ¿De esto iba todo? No
soportaba ver a Sophia porque ella le…
«Te recuerda a ti cuando tenías su edad».
—¿Qué? —Sophia frunció el ceño al ver el cambio de actitud de Drea.
Drea levantó una mano.
—Yo… eh… —comenzó a decir, pero luego no supo cómo continuar
por un largo rato. Sophia se quedó esperando en silencio, desconcertada.
Finalmente, Drea respiró profundo.
—Escucha, creo que he sido muy injusta contigo.
Lo que sea que Sophia estuviese esperando escucharle decir, no fue eso
en lo absoluto. Parecía sorprendida y perpleja. Quizá en otra ocasión, Drea
pudo haber intentado usar eso para ganar puntos en su contra, pero ahora
mismo se sentía muy vulnerable como para intentar otra cosa que ser
honesta.
—Me parecía mucho a ti cuando tenía tu edad. Quería a mi padre más
que a nada en el mundo. Era mi héroe. Creí que siempre me cuidaría, que
me protegería. —Las últimas palabras salieron en un susurro ahogado.
Porque, al final, él había intentado protegerla, ¿no?, de su retorcida
manera.
Drea respiró profundo, mirando al suelo para poder decir lo que tenía
que decir.
—Pero mi padre no era un buen hombre como el tuyo. No era la
persona que había idolatrado toda mi vida. —Drea hizo una pausa y sacudió
la cabeza—. Hizo cosas horrorosas.
Mientras lo decía revivía aquella horrible noche. Después de que
Thomas se fuera, se vistió y cogió a Stella, su moto Ducati. Conocía el
almacén que estaba junto a los muelles. Su padre la había llevado allí una
sola vez hacía años. Él justo acababa de recibir un cargamento de autos
muscle antiguos del extranjero y quería que ella los salir del barco.
Pero cuando rompió la cadena con la cizalla que se llevó y abrió la
puerta de golpe, no encontró coches viejos dentro; había mujeres, niñas.
Algunas de apenas catorce años.
Estaban encerradas en jaulas como animales. Olía muy mal. No tenían
otra opción que defecar y mear en las mismas jaulas donde dormían.
Tiempo después se enteró de que el almacén era un simple lugar de
procesamiento para su viaje hacia el puerto en Houston, donde eran
traficadas dentro y fuera del país.
Así era como los Calaveras Negras ganaban dinero: traficando personas.
Y su padre había sido el presidente de los Calaveras Negras durante casi
quince años.
Drea agachó más la cabeza.
—Cuando supe quién era realmente… —Soltó una risa sin sentido del
humor para contener las lágrimas que amenazaban con ahogarla—. Me
destrozó.
—¿Qué ocurrió? —La voz suave de Sophia hizo que Drea levantara la
mirada. Ya no tenía postura de defensa ni su correcta actitud petulante.
Parecía que de verdad quería saber, y la compasión en sus ojos se parecía
mucho a la de su padre.
Drea volvió a apartar la mirada. No sabía si lo que quería saber Sophia
eran las cosas malas que hacía su padre o cómo respondió Drea. Sobre lo
primero no iba a hablar; sobre lo segundo…
Drea negó con la cabeza.
—Yo… —Exhaló y cerró los ojos—. Lo confronté cuando descubrí
quién era y las cosas que había hecho. Las cosas que seguía haciendo.
Quiso tan desesperadamente que él le dijera que no sabía nada, que era
su segundo al mando el que hacía esas cosas a sus espaldas y no él, que
volvería al muelle con ella y ayudaría a liberar a esas mujeres. Pero lo que
hizo fue todo lo contrario.
—Me amenazó. Me dijo que si sabía lo que era bueno para mí dejaría de
hacer preguntas cuyas respuestas no quería escuchar, que ya era hora de que
madurara y de que hiciera lo que las mujeres de nuestro mundo siempre
hacían. —Drea abrió los ojos y miró a Sophia—. Hacer la vista gorda,
casarme, tener hijos, gastarme el dinero por el que tanto había trabajado. —
Drea frunció la boca—. Dinero manchado de sangre.
Los rasgos de Sophia se retorcieron en un gesto de simpatía y parecía
que quería alargar la mano para consolar a Drea. Por suerte, contuvo el
impulso. Drea no iba a poder con tanto.
—Lo curioso es que, antes de descubrir lo que hacía, eso era lo que
quería. —Necesitaba que Sophia lo entendiera. No sabía por qué de repente
era tan importante, pero lo era—. Todos los días pensaba en eso; en qué tipo
de vestido de novia me pondría, cómo se verían mi novio y mis hijos, si
heredarían mi cabello rubio o sus ojos marrones.
Incluso pensar en esto ahora mismo le produjo escalofríos de repulsión.
Dios, ¿cómo pudo ser tan estúpida y ciega?
—Pero claro que él estaba metido hasta el cuello en la misma basura
que papá. —Drea hizo una mueca de disgusto—. Me tendió una trampa
para que me enterara de todo. Pensé que intentaba ayudarme y de
mostrarme la verdad, pero solo me estaba manipulando.
Sophia jadeó.
—No puede ser. ¿Estás segura? Tal vez…
Pero Drea sacudió la cabeza de forma violenta.
—Thomas me conocía. Sabía lo que haría. O al menos lo sospechaba.
Yo era la princesa de papá, pero siempre había sido testaruda. Cuando mi
padre aseveró que tenía que ser la hijita buena y olvidarme de todo lo que
me había enterado, me fui a mi dormitorio. Seguidamente, a la medianoche,
me fui escapada a buscar un teléfono público y llamé a la policía
diciéndoles exactamente dónde podían encontrar… —Tragó saliva, incapaz
de terminar la oración.
Ni siquiera a estar alturas podía admitir lo que él había hecho. Solo ese
día, cuando llamó a la policía, dijo en voz alta lo que había visto ese día en
el almacén.
—¿Arrestaron a tu padre?
Drea soltó una corta risa sin gracia.
—Por supuesto que no. Papá sobornaba a los policías de esa ciudad. Fui
tan idiota.
—¿Y qué pasó?
—Papá se enteró, claramente. Alguien había soplado sobre el contenido
del almacén. No hacía falta pensar mucho para saber quién. El problema era
que papá no trabajaba solo, y no fue el único que supo de mi llamada. Los
policías le dieron la grabación de mi llamada, y bueno, todos los
«asociados» de mi padre conocían mi voz. Con toda la mierda en la que
estaba metido, lo peor que podías ser era un soplón. Ellos no perdonan.
Boliche, el padre de Thomas, la sacó de la cama a rastras por el
cabello. Era el sargento de armas de la pandilla, su matón, y siempre
disfrutaba demasiado su trabajo.
Aquella era la única vez que había estado en la iglesia donde se
reunían. Todos estaban ahí, los hombres con los que creció toda su vida, de
pie, juzgándola. Cosa que esperaba. Cuervo era el segundo al mando y
todos sabían que estaba buscando el puesto de papá. Manubrio era un hijo
de puta grandulón que siempre le había causado miedo, y nunca le gustó
Drogo para nada. Pero ¿Taco, Ragú y Tabaco? Esos hombres habían sido
padres para ella tanto como el suyo propio, sin embargo, ahí estaban,
algunos con una expresión de incomodidad, pero ni uno moviendo un dedo
para defenderla.
Salvo papá.
—Sí, la ha cagado —dijo papá—. Pero todo este tiempo la mantuvimos
alejada de los asuntos del club. Gracias a que su madre se fue ha estado en
la casa club estos últimos años, ahora está bajo mi responsabilidad. Debí
esforzarme más por mantenerla alejada de todo esto.
—Sabe nuestro secreto —dijo Boliche—. Nos traicionó, y los traidores
terminan dos metros por debajo del suelo. Así es como funciona esto.
Drea ya estaba asustada, pero no fue hasta ese momento que se dio
cuenta: estaba aquí porque estaban decidiendo si matarla o no. Este era su
tribunal. Estos hombres serían sus jueces, sus jurados y, si consideraban
que lo merecía, sus verdugos.
Se arrastró hasta ponerse de pie y trató de huir.
Una estupidez, teniendo en cuenta las circunstancias, el lugar en el que
se encontraba y quiénes la rodeaban.
Boliche la agarró por el cabello —siempre por el cabello con ese hijo
de puta—, y la tiró de nuevo al suelo.
Mientras la sangre le corría hasta los ojos por la frente, miró
frenéticamente a su alrededor buscando a Thomas. Estaba al fondo de la
multitud. Puesto que era prospecto, no solía permitírsele entrar a la iglesia,
pero ahí estaba.
Todo el tiempo esperó que le enviara algún tipo de señal secreta, algo
que le hiciera saber que la sacaría de allí, que todo estaría bien.
Más estupidez.
Ni en ese momento pudo verlo.
Ese era el momento que esperaba orquestar.
—Pudieron matarme en ese momento.
Sophia alzó las cejas de golpe.
—¿Cómo escapaste?
—No me escapé. —La voz de Drea era apenas un susurro— Mi padre…
—Se le quebró la voz y respiró muy profundo—. Era un mal hombre, pero
me quería. —Una verdad que aún no sabía cómo aceptar—. Les plantó cara
por mí. Dijo que yo era de la familia y que la familia era lo primero. —Que
iba antes que los negocios, que el dinero y que el club.
—Y cuando vio que nada de lo que dijera iba a hacerles cambiar de
opinión, hizo lo único que le quedaba.
—¿Qué? —preguntó Sophia, absorta.
—Ofreció su vida por la mía.
Drea alzó la vista en ese momento, encontrándose con los ojos de
Sophia por primera vez desde que había comenzado su relato. Las lágrimas
que vio allí hicieron que a Drea le doliera el estómago. Demasiado blanda.
La jovencita era demasiado blanda para las maldades de este mundo.
—¿Y lo mataron? —dijo Sophia mientras una lágrima corría por su
mejilla.
Drea tragó fuerte para contener sus propias emociones, de pronto
avergonzada por haber expuesto tanto.
—Claro que lo mataron. Ese era el motivo por el que habían hecho
todo; darme la dirección, saber que yo haría algo estúpido. Thomas y su
padre se confiaron en mi ingenuidad, mi estupidez y mi debilidad de joven,
e hice todo lo que esperaban. Asesinaron a papá frente a mí y… —Drea
apretó la mandíbula—. Y las atrocidades que llevaban a cabo continuaron
sin que se hiciera justicia.
Aquello todavía le generaba pesadillas por la noche: esas mujeres del
almacén. Ella había estado allí. Justo ahí. Ya tenía las cizallas. ¿Por qué no
entró a sacarlas de esas malditas jaulas?
Pero noooooo, en lugar de hacerlo salió corriendo a buscar a papá. Y
cuando eso no funcionó, llamó a la policía.
Qué estupidez. Una completa y absurda estupidez.
—No fue tu culpa…
—No. —Drea levantó un dedo—. Por favor no digas eso.
Todas esas mujeres pasaron el resto de sus vidas siendo esclavas
sexuales porque ella… Dios, ni siquiera podía pensar en una palabra para lo
que había sido. Ingenua e ignorante no eran suficiente porque debió hacerlo
mejor, debió haber hecho preguntas. Una persona mejor lo habría hecho.
Una gran parte de ella no hubiese querido saber. ¿Cuántas mujeres
habían entrado y salido de aquel almacén en todos esos años que había
pasado jugando feliz a las muñecas y corriendo en la pista, participando en
obras de teatro del colegio y sonriéndole a su padre entre la multitud?
La niña de papá.
—Me pasaré el resto de mi vida intentando enmendar los pecados de mi
padre.
—Drea —comentó Sophia negando con la cabeza—. Tú…
—He dicho que no lo digas.
Sophia exhaló, pero luego asintió.
—De acuerdo. No lo haré. Pero siento mucho lo de tu padre. Todo esto.
Drea se encogió de hombros.
—En fin, dicho todo esto, he visto lo ciegamente devota que eres a tu
padre y esto, no lo sé, supongo que desencadenó algo dentro de mí; así que
lo siento, me disculpo. Y significaría mucho para tu padre si pudieses ir a
nuestra boda esta noche.
Sophia abrió los ojos de par en par y la expresión de simpatía en su
rostro se desvaneció.
—¿Esta noche? —chilló.
Mierda. ¿Había vuelto a meter la pata?
—Escucha, sé que es rápido…
—¿Te parece? —Sophia volvió a cruzarse de brazos—. Solo dime algo.
Drea levantó las manos.
—Lo que sea. Soy un libro abierto.
Sophia entrecerró los ojos.
—¿Lo amas?
«Me tienes que estar jodiendo».
—Sophia, es complicado.
—No, la verdad es que no. ¿Lo amas o no?
—Lo respeto. Valoro su opinión. Siempre tendré en cuenta sus
sentimientos y haré todo lo que esté en mis manos para hacerlo sentir bien y
feliz.
Sophia ni siquiera intentó ocultar su decepción.
—Pero no lo amas.
—Yo… eh… —Drea se calló, alzando las manos otra vez, esta vez
como un gesto de impotencia—. No sé si algún día podré sentir el tipo de
amor del que hablas. Podría mentirte y responderte lo que quieres escuchar,
pero es que… —Meneó la cabeza—. No lo sé.
Mientras lo dijo, se dio cuenta de que era verdad.
Genuinamente no creía poder amar a nadie. No sabía si la traición de
papá y de Thomas la habían roto.
—Eso no es suficiente —dijo Sophia, dándose vuelta y marchándose.
Drea quiso detenerla, pero ¿qué le iba a decir?
No podía cambiar el pasado. No podía cambiar todo el daño que esto le
había causado.
Después de que papá dijese que daría su vida por la de ella, todo pasó
demasiado rápido. Boliche se acercó y, sin importar cuán fuerte gritase, no
importó. Thomas se acercó y ayudó a los hombres a sujetarla mientras
Boliche levantaba la Colt 45 y le disparaba a su padre en la cabeza.
Luego le pusieron una bolsa negra en la cabeza y llevaron a Drea a la
costa.
Cuando le quitaron la bolsa, solo estaba Thomas.
Thomas, su Thomas. El chico con el que había perdido su virginidad. El
chico al que había prometido amar siempre, en su corazón, no en voz alta.
La había traicionado.
En ese momento lo supo.
La llevó directo al almacén.
Jugó con ella como si fuera una marioneta bajo su control.
—¡Hijo de puta!
Se abalanzó hacia él, medio ciega por las lágrimas, pero decidida a
herirlo tanto como él la había herido a ella, a matarlo. Pero él le agarró
las dos muñecas con una mano, doblegándola fácilmente. Porque era débil.
Porque era una niña estúpida.
Le tiró de los brazos a la espalda y luego la acercó a su pecho. Ella le
escupió en la cara y él la abofeteó.
Drea parpadeó, aturdida.
Se dio cuenta de que, hasta ese momento, una parte de ella había
estado esperando que le dijera que lo había entendido todo mal, que solo
había estado cumpliendo con su función en la pandilla, que no había
podido evitar lo que le había pasado a su padre pero que la salvaría y
ahora huirían juntos.
Pero la había golpeado.
Él debió ver la conmoción en su rostro porque se rio. Era la risa
malvada, cuyo significado ahora entendía: era su verdadera personalidad,
la de un hombre cruel. Era la risa de alguien a quien le gustaba infligir
dolor.
Drea giró la cabeza hacia un lado y vomitó.
—Mierda. —Thomas la soltó y ella cayó de espaldas, golpeándose el
trasero y raspándose los codos—. Qué desastre. —Se limpió las manos de
la camisa como si ella tuviese una enfermedad contagiosa.
—Eres un monstruo —susurró.
Él puso los ojos en blanco.
—Deberías estar arrodillada besándome los pies. Es gracias a mí que
no estás en un contenedor de camino a Suramérica mientras tenemos esta
conversación. Allá pagan buena pasta por las rubias.
A Drea se le descolgó la mandíbula, pero no tenía palabras salvo dos:
—¿Por qué?
—A veces me dabas buenos polvos —agregó encogiéndose de hombros.
Todo su cuerpo tembló del asco.
—No. ¿Por qué haces esto? ¿Por qué…? —Se le quebró la voz.
Imágenes del cuerpo de su padre cayendo al suelo pasaron por su mente y
se llevó la mano a la frente. De repente estaba mareada.
Thomas se rio.
—Cielos, de verdad que no me conoces, ¿verdad? Seré presidente de los
Calaveras Negras, y no dentro de veinte años cuando sea un viejo
asqueroso y arrugado, sino en dos años, princesa.
A Drea se le descolgó la mandíbula otra vez, aunque no sabía cómo es
que seguía sorprendiéndose a estas alturas. Luego meneó la cabeza y se
rio.
—Cuervo te matará apenas intentes meterte con él. No eres más que un
mocoso arrogante que no le importa una mierda a su propio padre.
Thomas saltó rápido como un rayo. En un momento parado sobre ella;
al siguiente estaba agachado, con la mano en su garganta, apretando hasta
hacerla jadear por aire.
Se acercó tanto que pudo oler su aliento a cigarrillos.
—La única razón por la que no voy a matarte en este preciso momento
es porque quiero que sufras sabiendo que te tirabas al hombre que hizo que
mataran a tu padre, que estabas enamorada del hombre que hizo que
mataran a tu padre. Qué rico gemías cuando me chupabas el pene, nena, lo
hacías muy bien.
Drea gritó de rabia, pero apenas fue audible porque él la asfixiaba con
fuerza.
—Me dabas sueño en la cama, pero me lo chupabas como una
profesional, eso te lo concedo. Me gustaba tirarme a las zorras del club o,
mejor aún, a una de las chicas del almacén, cuando quería echar un buen
polvo. —La apretó más fuerte—. ¿Lo ves? Nada me excita más que infligir
dolor.
Se movió para susurrarle al oído, inmovilizándola sin importar cuánto
luchase por salir de sus garras.
—Me gusta que griten. Siempre me he preguntado cómo serían tus
gritos, princesa. ¿Gritarías por mí?
Sí que gritó en los siguientes veinte minutos. La lastimó y violó. Ella
gritó, suplicándole a alguien, a quien fuere, que la escuchara y fuese a
rescatarla.
Pero la vida no era un cuento de hadas.
Los príncipes azules no existían.
Y cuando la dejó allí, destrozada en una playa sucia y abandonada en
pleno invierno, creyó que moriría. Quería morir. Pero al igual que con todo
lo que sucedió esa noche, no consiguió lo que quería.
Se despertó al amanecer, maltratada, magullada y con tanto dolor que
no estaba segura de poder moverse.
Pero lo hizo, porque, ¿qué importaba el dolor? Se arrastró por la playa
hasta las aguas marrones del Golfo de Texas y apretó los dientes ante el
escozor que le causaba el agua salada en todas sus heridas y laceraciones.
Luchó contra la tentación de adentrarse y dejar que la marea la llevase
al mar.
No. Jamás volvería a tomar el camino fácil.
Tenía que pagar la penitencia por los muchos pecados de su padre.
Y aunque fuera lo último que hiciera en esta Tierra, enterraría a todos
los Calaveras Negras, en particular a Thomas Tillerman.
CAPÍTULO 22
ERIC
—Y los declaro maridos y mujer —dijo Jonas, extendiendo las manos con
una sonrisa de oreja a oreja—. Pueden besar a la novia.
Los seis, junto con Jonas, se encontraban en la pequeña caverna que su
clan había hecho suya. Los pocos testigos estaban ubicados pocos más allá
del pasillo: Audrey, Shay, Vanessa y otros pocos.
Sophia no.
Le dolía que no estuviese aquí, pero, a la vez, Eric sabía que podría
llevarle un tiempo hacerse a la idea de que él y Drea estaban juntos.
Y por mucho que le preocupara su hija, había asuntos más urgentes en
su mente a medida que Jonas pronunciaba las palabras de la conocida
ceremonia que Eric había presenciado tantas veces. Claro estaba que en
ninguna de esas ocasiones había sido él el que hacía los votos. Y Drea
nunca había sido la novia.
Eric no podía dejar de mirarla. Y ella no podía dejar de mirar… el
suelo.
Ella caminó rápidamente por el semicírculo, dándole a cada uno un beso
tan superficial, que sus labios fueron apenas un roce de calidez en los de
Eric antes de que su boca desapareciera de nuevo. Eric luchó contra el
impulso de buscarla y atraerla hacia él cuando se acercó a Garrett.
¿Por qué hacía esto? ¿Por qué invitó a los dos extraños? ¿Era esta la
misma mujer que proclamaba que el matrimonio era una convención
anticuada creada por el patriarcado para oprimir a las mujeres? ¿Por qué de
repente había cambiado de opinión? ¿Era porque creía que era la única
manera de convencer al general Cruz y a su teniente coronel de estar de su
lado?
Eric sintió que iba a salirse de su piel cuando el pastor les dio las gracias
a los invitados y salieron uno por uno de la caverna. Drea se excusó y se
escabulló detrás del rinconcito cubierto por cortinas del fondo de la cueva
para cambiarse y Eric se le quedó mirando. No le importaba ser un pésimo
anfitrión.
Si tan solo lo hubiese escuchado. Podrían haberse ido durante la noche
sin la aprobación del general. Si modificaban los satélites, no iba a poder
decirles que no, que no se aprovecharía de los beneficios de lo que habían
hecho. Por supuesto que iba a hacerlo. Lograrían su objetivo y su clan
podría quedarse como estaba.
Ya era bastante malo tener que compartirla con otros dos hombres.
Pero ¿con cuatro?
«Eres un hipócrita. Casas mujeres con cinco hombres todo el tiempo
como si nada y ¿ahora que estás en esos zapatos de repente quieres cambiar
la señal?».
Cerró los ojos. Maldición. Se suponía que nunca iba a estar en esta
posición. Hipotéticamente, siempre había asumido que le parecía bien
volver a casarse algún día. Pero eso nunca iba a ser una realidad para él, lo
decidió hace un tiempo, así que fue una afirmación muy fácil de hacer.
Y aquí estaba él. No importaba cuán molesto estuviera, pensar en dar
marcha atrás y no continuar con el matrimonio… bueno, lo consideró
durante tres segundos, pero todo en él se negó.
NO.
Así que aquí estaba, con su noche de bodas avecinándose… para
compartir a la mujer con la que acababa de casarse con otros cuatro
hombres…
Apretó los puños.
—¿Tienes algún problema, campeón? —preguntó Garrett, mirando
fijamente las manos de Eric—. Porque si le causas algún problema a mi
mujer, voy a tener que causarte yo un problema a ti.
Eric entrecerró los ojos.
—¿Esta es la parte en la que intentas asustarme con tus tácticas
intimidatorias? Porque no soy fácil de intimidar.
Garrett sonrió.
—¿Crees que me hace falta intimidarte? Qué lindo. ¿Qué te parece si te
destrozo la cara de una vez? No puedes arruinar nada inconsciente, ¿no
crees?
A Eric se le ocurrían cientos de respuestas que darle. No tenía ni idea de
qué cualidades había visto Drea en este imbécil. Pero de momento se había
quedado sin palabras, pues Drea salió de detrás de la cortina, y
aparentemente el «algo cómodo» que dijo que se pondría era su atuendo de
nacimiento, porque ahí estaba, desnuda como el día en que nació y tan
preciosa que Eric batallaba por saber cuál de los dos dolía más: si su
corazón o su duro pene.
—Santos cielos —vociferó Jonathan—. Eres lo más hermoso que mis
ojos han visto.
Al menos en eso podía concordar Eric con el recién llegado.
Drea tenía una modesta sonrisa en el rostro, aunque no era nada tímida.
Tenía los hombros hacia atrás, los pechos desnudos y una mirada firme que
iba de un hombre a otro. Eric no pudo evitar contener la respiración cuando
sus ojos se dirigieron a él.
Pero cuando así fue, frunció el ceño. Faltaba algo. Faltaba chispa. Era
como si estuviese en modo automático.
No dijo ni una palabra cuando avanzó, dirigiéndose directamente hacia
Garrett, y se puso de puntillas para besarlo.
Él la envolvió torpemente con los brazos a medida que le correspondía
el beso.
Beso que solo duró unos segundos, porque poco tiempo después de que
atrajera a Drea hacia sí, ella se apartó de nuevo.
A continuación, se dirigió a Jonathan. Primero le cogió la mano y se la
llevó al pecho. Incluso desde el otro lado de la cueva en el que estaba, Eric
pudo ver el temblor en la mano del hombre. Era joven, quizá de unos
veinticinco años. ¿Cuánta experiencia con mujeres había tenido antes de El
Declive, si es que alguna? A no ser que hubiese visitado a las putas del
capitolio en Fort Worth, muy posiblemente esta era la primera vez que
tocaba a una mujer así.
Jonathan le apretó el pecho y ella bajó la mano hasta su entrepierna. Él
gruñó y le pasó una mano por su espalda desnuda, devorándole los labios.
Eric apretó tanto los puños, que sabía que se perforaría la piel con las
uñas. Se suponía que tenía que quedarse allí y mirar mientras… ella…
Ya estuvo. Hipócrita o no, Eric no iba a poder seguir presenciando esto.
Se volvió, listo para marcharse.
—No creo que quieras hacer eso, viejo —dijo David a la salida, con los
brazos cruzado como si estuviese montando guardia.
Eric lo fulminó con la mirada.
Alargó el brazo hacia la cortina, incapaz de soportar escuchar los
sonidos que provenían detrás de él ni un puto segundo más cuando el
general volvió a hablar.
—Creo que es posible que te necesite esta noche.
Eric se devolvió, listo para darle su merecido a ese cretino cuando Drea
volvió a estar en su campo de visión.
Jonathan le apretaba el pecho con experticia y con una expresión de
fervor en la mirada.
Cómo quería Eric arrancarle la mano a ese hombre. Quería avanzar a
largas zancadas y quitársela de los brazos. Quería gritar que ella era suya y
de nadie más. Quería echarlos a todos y cerrarles la cortina en las caras.
Quería mirar a Drea a los ojos y exigirle que lo mirase, que viese dentro de
él, que detuviese esta actuación que estaba montando.
Parpadeó y observó con atención. Fue entonces cuando lo vio, o al
menos comenzó a prestarle atención a lo que debió notar David.
Había algo en su cara. Esa sonrisa. Esa rigidez en lo que hacía. No le
parecía precisamente un juego; Drea no andaba con juegos, no así. No había
invitado a estos hombres a su clan para lastimar a Eric o a los demás. Al
menos no a propósito.
Cuando la vio alejarse de Jonathan y volverse hacia Billy, con esa
maldita sonrisa falsa todavía pegada en el rostro, estuvo aún más
convencido.
Dios santo, aquí estaba, completamente desnuda, invitándolos a su cama
—invitándolos a entrar en su cuerpo—, pero todo era una farsa.
Todo esto era para alejarlos.
En ese momento que compartieron en los túneles, cuando la abrazó y
ella se aferró a él, estuvieron en una burbuja tranquila por lo que sintió
como una eternidad, aunque solo fueron minutos. Pero se conectaron. Fue
una conexión real. Eric lo sintió y sabía que ella también.
¿Y cómo respondió ella? Invitando a más hombres a su clan, al menos,
en parte, para alejar a Eric. Casi le funcionó. Eric no se dejaría alejar.
¿Tanto le temía a la intimidad?
«¿Qué es lo que te sorprende, idiota?».
No tenía ni idea de cómo había sido su vida antes de conocerla, pero sí
sabía dónde Nix y los demás la habían encontrado: encerrada en un armario,
golpeada, maltratada y torturada desde quién sabía por cuánto tiempo.
Pensarlo fue como un flechazo directo a las tripas de Eric. No era algo
en lo que se había permitido pensar mucho, le generaba náuseas y un
instinto asesino simultáneamente.
Y antes de eso creció en el club de los Calaveras Negras. ¿Y las cosas
que sabía hacer? ¿Y la persona que era?
Eric negó con la cabeza. Apostaría cien a uno a que su daño había
comenzado mucho antes de El Declive.
Arrastró a Garrett hasta el suelo, donde habían apilado las mantas, y
luego se puso a cuatro patas. Se metió el pene de Garrett a la boca mientras
meneaba el trasero invitando a Billy. Era lo contrario a como había estado
con ellos la primera vez, cuando se lo chupó a Billy mientras Garrett la
follaba desde atrás.
Hizo un chasquido con la boca al sacarse el pene de Garrett y se volvió
hacia Jonathan, que seguía de pie, mirando con los ojos abiertos de par en
par y frotándose el pene con una mano por encima de su ropa.
—Me gusta lo que veo —dijo Drea con una voz muy poco propia de
ella—. Sácatelo y tócate mientras miras. Luego será tu turno.
Eric entrecerró los ojos. ¿Esto era lo que iba a hacer de su noche de
bodas? ¿Esta farsa? ¿Jugar a ser una condenada estrella del porno desde
antes de El Declive?
No.
Eso no iba a suceder. Eric no lo permitiría.
Atravesó el pequeño espacio de la caverna justo hasta un lado de Drea,
donde tenía a Garrett en la boca, al lado opuesto de Jonathan. Entonces se
agachó y los ojos de Drea lo miraron, nublándose brevemente de confusión,
sin duda por su proximidad.
Él se arrodilló y se acercó para susurrarle al oído, no sin antes verla
estremecerse. Mierda. Se había comportado como un idiota hoy, poniéndose
celoso en lugar de concentrarse en lo que ella necesitaba. ¿Creía que iba a
ser grosero con ella justo ahora que estaba tan vulnerable? ¿Tan poco
esperaba de él?
Lo único que podía hacer ahora era compensarlo, mostrarle el hombre
que podría ser si tan solo le diese la oportunidad, de mostrarle que podía ser
tan valiente como ella.
—Mira a Garrett, cielo —le susurró Eric al oído, sacando solo la punta
de la lengua para lamerle el lóbulo de su oreja—. Mira bien lo que le haces.
Eric se apartó solo un momento para verla alzar la vista hacia el cuerpo
de Garrett. Los ojos de adoración de Garrett estaban fijos en Drea, tal como
Eric esperaba.
Eric volvió a inclinarse.
—Él te ama.
La respiración de Drea se entrecortó al escucharlo y continuó.
—Dale todo lo que tienes, cielo. No escatimes, dáselo todo. Venera ese
pene que tienes en la boca como si fuera lo último que saborearás en esta
Tierra.
La succión de Drea aumentó en el eje de Garrett. Eric lo supo porque
cada vez que se lo sacaba su boca emitía un fuerte chasquido.
—Eso es, cielo —la animó Eric—. Ahora acaricia la parte inferior de su
miembro con tu mano y baja y sube hasta la cresta superior de su glande.
Cúbrete los dientes con los labios. Oh, sí, eso es. No tengas miedo de
ensuciarte. Rayos, eres tan sexy, Drea, cielo.
Los ojos de Drea volvieron a los suyos. La confusión había sido
reemplazada por lujuria. Esto la estaba excitando, y mucho, si su expresión
le decía algo.
Eric se inclinó y le besó el hombro. Necesitaba el contacto. Porque por
más que quisiera esto para ella, él también lo necesitaba; la conexión y la
intimidad, por no mencionar que tenía el pene erecto y que si no la tocaba
sentía que moriría.
—Eres tan preciosa —susurró, agarrando un pecho con la mano antes
de estimularle el pezón entre su dedo índice y pulgar.
Ella gimió con el pene de Garrett en la boca y este gruñó. Eric le besó la
escápula a Drea. Mientras lo hacía, vio a Billy agarrarle las caderas y supo
que por fin estaba a punto de penetrarla. Eric pellizcó y soltó el pezón de
Drea, pellizcó y soltó, ayudando a que estuviese muy excitada y lubricada
para Billy.
El gemido de placer de Drea cuando Billy la penetró le indicó a Eric
que lo estaban haciendo bien. Eric pasó su mano sana por debajo de su
cuerpo, bajando desde su pecho hasta su vientre y finalmente hasta su sexo.
Si antes creyó que había gemido cuando le tocaba el pecho, no fue nada
comparado al sonido de éxtasis que dejó salir cuando finalmente hizo
contacto con su clítoris.
Eric sintió el pene de Billy entrando y saliendo de ella, pero se centró en
ese botón hinchado en la parte superior de su sexo, haciendo círculos con
suavidad al principio para provocarla. Quería volverla loca. Quería que
dejara de pensar, que apagara esa mente calculadora suya. Quería que se
entregara a ellos.
—Mierda, cariño —jadeó Garrett, y Eric lo miró—. Voy a…
Intentaba apartarse de la boca de Drea, pero ella llevó una mano al
trasero de Garrett para que no se moviera y lo chupó con mucho más fervor,
llevándolo hasta el fondo de su garganta. Santos cielos. Aquello era lo más
sensual que Eric había presenciado y hasta imaginado.
Garrett soltó un grito ahogado y bajó una mano hacia la cabeza de Drea
mientras impulsaba las caderas hacia adelante, casi al ras de sus labios
rosados.
Eric se imaginó el semen bajando por su garganta y no pudo evitar
llevarse la mano hacia la parte frontal de sus pantalones. Dios santo. No iba
a venirse sin estar dentro de ella, pero se lo iba a poner muy difícil, ¿no?
Duro, se lo había puesto muy duro.
Garrett finalmente se lo sacó de la boca y se desplomó sobre sus
rodillas, luego tomó la cara de Drea entre sus manos y la besó.
Eric dejó de estimularle el clítoris y la frotó con decisión. No quería que
Drea se contuviera ahora. Tenía que entregarse por completo a Garrett
cuando su impulso fuese tratar de poner distancia después de la intimidad
que acababan de compartir. Eric no dejaría que eso sucediera.
Si se volvía loca de lujuria, tal vez bajaría las defensas lo suficiente
como para permitirles calentar el corazón que había dejado enfriar durante
tantos años para sobrevivir.
Así que Eric quitó la mano de su empapado sexo, pero solo por un
momento para poder tumbarse boca arriba y ubicarse al lado del agitado
cuerpo de Drea. Movió el brazo lesionado al hacerlo, pero no le importó.
Luego volvió a llevar la mano a su clítoris mientras se alzaba para
chuparle un pecho tras otro.
Tener su carne en la boca era como estar en el cielo. Sus pezones se
habían contraído como unos botoncitos duros y les pasó los dientes, lo que
la hizo gritar. Lo supo porque de repente su pecho se movía más rápido
cada vez que jadeaba. Cómo amaba estar así de cerca de ella.
Podía verse volviéndose fácilmente adicto a su cuerpo. Embriagándose
con ella. Ya lo estaba y solo le había hecho el amor una vez.
De repente el pecho de Drea comenzó a agitarse más rápido que nunca y
Eric escuchó sus jadeos necesitados aumentar de tono mientras besaba a
Garrett.
Mierda, estaba a punto de venirse. Eric no sabía si era un orgasmo de
clítoris o si Billy estaba estimulando su punto G o si era por ambos, pero se
concentró exclusivamente en lo que estaba haciendo con los dedos. Y sí,
cuando movía los dedos de la manera correcta, haciendo círculos y
presionando y repitiendo este proceso, los chillidos que soltaba aumentaban
de tono cada vez.
Dios santo, era intoxicante. Le chupó el pezón con más fuerza, dándole
vueltas y presionándolo; y luego solo haciendo presión y moviendo la
lengua de un lado al otro mínimamente hasta que sus gemidos se
convirtieron en gritos ahogados por el pene de Garrett atragantándola.
Eric la había llevado al orgasmo. Lo había conseguido. Nunca se había
sentido como un dios.
Quería más, lo quería todo.
Lo que significaba que tenía que mostrarle todo lo que podían tener en
este matrimonio, lo que necesitaba ser, lo que tenía que ser. Porque cómo
necesitaba esto y a ella.
Había vivido toda su vida adulta al servicio de los demás, primero de su
país y luego de su hija y de Pozo Jacob. Y era lo correcto. Pero Sophia ya
había crecido y quizás era su turno.
Tal vez por fin había llegado el momento de vivir para sí mismo. Se
sentía blasfemo solo de pensarlo. Pero también sabía, en el fondo de su
alma, que era lo que quería más que nada en el mundo.
Porque era Drea. Aquello significaba tener a Drea, y eso lo valía todo.
Eric se sintió abrumado de emociones cuando se apartó de Drea. Una
parte de él quería distanciarse de esta respuesta emocional tan poderosa
hacia ella, pero sería una hipocresía teniendo en cuenta que eso era
exactamente lo que intentaba evitar que hiciera ella. ¿Tendría miedo cuando
le estaba pidiendo que fuese fuerte y se enfrentara a la intimidad que le
asustaba?
No. Se había enfrentado a enemigos, sobrevivió a la muerte de su
esposa, luchó en la Guerra de la Independencia, creó un municipio estable
entre el desastre y los disturbios. Podía enfrentarse a sus propios miedos.
Así que se apartó de Drea, pero solo para poder volver a colocarse a la
altura de su oreja.
—Ahora complace a Billy, cielo. Míralo por encima de tu hombro, se
está muriendo por ti. Dale lo que acabas de darle a Garrett.
Garrett obviamente escuchó y, en su favor, se retiró después de un
último y largo beso. Y entonces Drea hizo lo que Eric le indicó: se volvió
para mirar a Billy.
Eric se dio cuenta de que Billy estaba encantado. Tal vez se sentía
excluido, porque en cuanto Drea se giró para mirarlo, aceleró el ritmo de
inmediato y le agarró las caderas con más fuerza.
—Besa a tu esposa —le ordenó Eric a Billy, el cual obedeció encantado.
Billy se inclinó sobre su espalda y la besó, meneando siempre las
caderas hacia adelante y hacia atrás, introduciendo y sacando su miembro
de ella.
Debía de estar ya muy listo por todo lo que había pasado y por lo mucho
que le apretó Drea el pene cuando se vino unos momentos antes, porque no
pasó mucho tiempo antes de que Billy gruñera, con un brazo puesto
alrededor de la cintura de ella y el cuerpo casi pegado a su espalda,
viniéndose mientras se besaban con fervor.
Siguieron besándose por un largo rato antes de que Billy se hiciera a un
lado, respirando con dificultad como si acabara de correr kilómetros. Pero
no cerró los ojos ni se quedó dormido, sino que mantuvo la mirada fija en
Drea, con una expresión similar a la de Garrett. Adoraba a Drea. Tal vez ya
la amaba a pesar de que solo la conocía desde hacía poco más de una
semana.
Eric entendía el impulso. Darse cuenta de ello lo hizo parpadear,
sorprendido por pensarlo. Pero se deshizo de esa idea e invitó a Jonathan y
a David a acercarse a la manta mientras atraía a Drea a sus brazos y por fin,
por fin saboreaba esos labios de fresa suyos.
—Qué preciosa eres —dijo entre besos, y luego la besó con tanta
profundidad que no pronunció ni una palabra más durante minutos.
Pero finalmente, a regañadientes, se separó de ella. Tenía un plan y no
se desapegaría de este ni por la boca más exquisita del planeta.
—Jonathan —le dijo Eric al otro hombre—. Siéntate así. —Instruyó a
Jonathan a sentarse con las piernas cruzadas.
—Drea. —Le extendió la mano a ella.
Tenía los ojos bien abiertos, atenta. Su actitud sarcástica y malhumorada
habitual había desaparecido. Estaba desnuda y no se refería solo al exterior.
La estaban viendo en su momento más vulnerable y Eric sabía el gran
privilegio que era y la responsabilidad que representaba.
Le estaba dando las riendas a Eric y no podía arruinarlo. Juntos, los
demás esposos y él estaban penetrando sus muros de hierro y Eric tenía la
intención de dejar allí una huella tan profunda que ella jamás pudiese
olvidarlo a él ni a ninguno de ellos.
Porque por más que Eric hubiese odiado al principio la idea de que
hubiere más integrantes en el matrimonio que él y Drea, cuanto más lo
pensaba… más concluía que en el mundo en el que vivían ahora no había
garantía de vida para ninguno. Y si algo le ocurriese, ¿no querría saber que
Drea tendría otros cuatro miembros en la familia a su lado? Eric no podía
soportar la idea de que volviese a estar sola.
Así, después de que Eric ayudara a Drea a subirse al regazo de Jonathan
y se diera la vuelta para indicarle a David que se acercara, ya no sentía la
hostilidad de hace un rato.
Porque Eric estaba con Drea, incluso aquí. No estaba en un cuarto
oscuro teniendo relaciones sin él. No había mentiras, ni secretos. Estaría
aquí en cada paso del camino.
—Súbete encima de él —le dijo Eric a Drea—. Toma su pene y llévalo
dentro de ti.
La mirada de Jonathan era una especie de mezcla entre asombro y terror
cuando Drea alargó el brazo hacia su entrepierna.
—David —dijo Eric—. Siéntate detrás de ella. Excítala. Tócala.
David tenía una mirada de atención y cautela, pero hizo lo que Eric le
indicó. Algo que probablemente iba en contra de la corriente para un
hombre acostumbrado a estar al mando. Sin embargo, lo hizo sin ninguna
queja.
Jonathan gimió de placer, sin duda al entrar en la pequeña, ajustada y
húmeda cueva de Drea, y el pene de Eric palpitó cuando le pasó una mano
por la espalda para apretarle el culo por última vez antes de moverse para
darle espacio a David.
CAPÍTULO 23
DAVID
David tragó saliva cuando se agachó detrás de Drea. Ella tenía las piernas
envueltas en la espalda de Jonathan. Las piernas de Jonathan estaban
dobladas debajo de ella y estaba apoyado en sus manos, hipnotizado,
mirándola retorcerse encima de él.
Jonathan era muchas cosas para David: su segundo al mando, su
confidente, el jefe de estrategias, su mejor amigo y, sí, quizá un sustituto del
hermano que David había perdido.
Sabía que a Jonathan le preocupaba en ocasiones que David solo lo
viera como la sombra de Kevin. Se lo preguntó directamente una noche en
la que estaba muy borracho. «¿Me ves por lo que soy? ¿O solo soy Kevin
para ti?». La única respuesta de David fue quitarle la botella de la mano y
ayudarlo a volver a su litera. A la mañana siguiente, ambos fingieron que
nada había pasado.
David no sabía si era cierto o no. Lo único que sabía era que lo que más
deseaba en el mundo era la felicidad de Jonathan.
Tal vez todo sí volvía siempre a Kevin. El día en que David volvió a
casa para ver cómo estaba su madre enferma y la encontró muerta y a Kevin
arriba en la bañera con las muñecas cortadas, ¿cuál era el sentido de todo
después de eso?
Por más que una parte de él quisiera agarrar la navaja que había
utilizado Kevin para hacerles compañía a él y a su madre, no pudo hacerlo;
por eso, no le quedó de otra más que vivir, y el ejército era lo único que
conocía. Su padre era militar y se mudaban cada poco tiempo durante toda
su vida. Se había dado por sentado que David asistiría a West Point, tal
como su padre.
David volvió a prestar servicio militar. Era algo que podía hacerse casi
sin pensar; un sistema que recompensaba que fueses más máquina que
hombre, sobre todo después de que el mundo se fuese a la mierda.
David ascendió rápidamente de rango, ya que apenas se mantenía en el
caos. La mitad de las tropas eran tan indisciplinadas que los soldados se
iban a los saqueos en lugar de trabajar para restablecer el orden, por no
hablar del enorme número de desertores que se iban de la base y se
ausentaban sin permiso por la noche.
David no estaba de acuerdo con eso. Había reglas, orden, leyes. El
ejército era lo único que tenía sentido para David después de El Declive.
Quizá por eso se aferró un poco más que la mayoría a las normas y
reglamentos de lo que era estrictamente saludable.
Pero David nunca se tomaba el tiempo de preocuparse por esas cosas. Si
lo acusaban de ser un robot, ese era problema de ellos. Había demasiadas
cosas que hacer en el día como para molestarse en perder el tiempo con
tonterías mentales.
Nunca se metió el cañón de la Sig Sauer en la boca, así que le parecía
que lo hacía bien. ¿Qué importaba si vivía despreocupado? ¿Quién no lo
hacía después todo lo que habían vivido? Él no era de pensar demasiado las
cosas.
Fue por eso que no sopesó demasiado la situación antes de agacharse
detrás de Drea para apartarle el pelo del cuello.
Sus rastas eran sorpresivamente suaves. No sabía si esperaba algo, pero
los mechones suaves y encrespados no formaban parte de esto. También
olían bien, como a coco.
David se inclinó hacia ella y le pasó la nariz por la nuca. La había
rozado en lo más mínimo y ya se le estaba hinchando el pene dentro de los
calzoncillos.
Se le secó la boca cuando levantó la mano para tocarla por primera vez.
Primero solo con la yema del dedo índice, trazando el mismo camino que
había seguido su nariz. Ver que le causó escalofríos hizo que se le
expandiera el pecho y que se le erizaran los vellos del brazo.
Más. Necesitaba más. Y ahora.
David le masajeó el cuello y le pasó la mano por las colinas de su
columna vertebral.
Drea emitió ruiditos de placer mientras Jonathan la follaba y arqueó la
espalda en la mano de David. David observó fascinado, todavía con la
mano puesta en su cálida piel.
Era tan… Suave era la única palabra que se le ocurría. Su piel y su
cuerpo eran suaves en todos los lugares mientras que los hombres duros.
Pero iba más allá. Ella no era nada de lo que asumió cuando hablaron
por teléfono en aquella primera ocasión, ni hoy cuando discutieron frente a
todos en la caverna central. En ese momento estaba seria, rígida, cortante.
Pero aquí estaba: suave como el algodón en los brazos de Jonathan y
recibiendo las caricias de David al mismo tiempo. Era tan receptiva.
Aunque no había sido así al principio. Había intentado cubrirse con ese
duro caparazón al comienzo, pero Eric no se lo permitió; la ayudó a
exteriorizar esta vulnerabilidad. Fue una de las transformaciones más
sorprendentes que David había presenciado.
Accedió al matrimonio por Jonathan. Jonathan lo necesitaba por
innumerables razones. Pero cuando David se acercó e inhaló la dulce y
limpia fragancia de Drea, todo quedó tan claro como si estuviera escrito en
la pared de la cueva: David también lo necesitaba.
No había estado con una mujer desde antes de El Declive. Y tocar a una
mujer así, tan viva y receptiva —su esposa, nada menos, no una puta
prepagada— se lo puso tan duro que apenas pudo bajarse el elástico de los
calzoncillos.
Sus manos curiosas se aferraron a sus caderas y hundió la frente en su
espalda. Tuvo que desplazarse con ella, adelante y atrás, mientras Jonathan
la follaba.
¿Le gustaba tener el pene de Jonathan tan dentro de ella? Sus ruidos
indicaban que le encantaba, así como el movimiento de sus caderas en el
regazo de Jonathan tras cada embestida.
Por la forma en que Drea y Jonathan estaban posicionados, con ella
sobre su regazo, ninguno podía penetrarla profundo. Era más bien un
estímulo superficial, ambos movían las caderas en sincronía para conseguir
la mayor fricción posible.
David quería saber qué se sentía estar enterrado profundo, hasta el
fondo, en ella. Apenas Jonathan terminara, quería hacer exactamente eso.
Era lo único en lo que podía pensar cuando se arrodilló para poder frotar
su palpitante erección contra la columna vertebral de Drea. Fue después de
haberse acariciado con su cuerpo por unos buenos diez segundos que se dio
cuenta. Mierda.
¿Qué diablos hacía? Seguían siendo desconocidos y aquí estaba,
frotándose el pene en su espalda para conseguir fricción. ¿Qué creía que iba
a pasar? ¿Pensaba que solo porque se habían casado esta noche ya todo
estaría bien?
Hablando del desastre del fin del mundo.
David comenzó a alejarse, indignado de sí mismo. Él no era así. Cuando
sus hombres se ponían estúpidos y pensaban con el pene, solía ser el quien
los hacía entrar en razón, entonces qué rayos…
—¡Dios santo! —gritó mirando hacia abajo, hacia donde la mano firme
de Drea le agarraba el pene, masturbándolo.
No por mucho tiempo, y no hizo mucho más que apretárselo
brevemente, pero fue suficiente para darse a entender. Nunca dejó de besar
a Jonathan, como si estuviera hambrienta y él fuera su última comida.
Mierda. Parecía que quería que se quedara exactamente allí.
A David comenzó a correrle el sudor por la frente a pesar de que la
cueva estaba fresca.
Tal vez todo esto era habitual. Era normal de donde ella venía, ¿verdad?
¿Novias sorteadas y cinco esposos y todo lo demás?
Tan normal, de hecho, que cuando Eric le dio un codazo en el hombro a
David un momento después y le entregó una botellita, tenía una mirada
alentadora en el rostro.
—Cielo —dijo Eric, pasándole una mano a Drea por el pelo—, ¿quieres
que David juegue con tu culo?
Drea dejó de besar a Jonathan el tiempo suficiente para apoyar la cabeza
en el pecho de David y asentir.
Su cercanía le hizo sentir a David que el corazón se le iba a salir del
pecho. O tal vez fue que, desde este ángulo, podía vele sus gordos pechos y
hasta más abajo, donde Jonathan la penetraba.
Las manos de David fueron de inmediato a acariciarle los pechos. Qué
buena estaba. Le daba una nueva definición a la palabra «tersa».
Luego, finalmente procesó lo que Eric le había preguntado y asintió con
deseo.
Juega… con… su… culo…
¿Acaso…?
Eric le pasó el frasco.
¿Iban a…?
A David se le había caído la botellita de plástico al suelo cuando fue a
acariciarle los pechos, pero ahora volvió a tomarlo con entusiasmo. Lo
abrió y no perdió tiempo. Vertió un poco del aceite perfumado, quizá
lavanda, en su dedo y bajó la mano hacia el trasero de Drea.
Juega con su culo.
Juega con su culo.
Por la posición en la que estaba con Jonathan, con ella en su regazo y
ambos en el suelo de esa forma, el sexo no se trataba de follar y ya. Era
demasiado profundo para que lo fuera; demasiado íntimo.
Ella y Jonathan estaban haciendo el amor.
Y a David le encantaba eso para Jonathan. Nadie lo merecía más que él.
Y a juzgar por la expresión de felicidad en su rostro, a él también le
gustaba. Pero David iba a pasar al siguiente nivel por Drea, y también por
él. Ya estaba cansado de fingir que podía ser un robot. No era una máquina.
Tuvo años para llorar la pérdida de su hermano. Era hora de volver a ser un
hombre.
Así que introdujo nada más que la punta de su dedo índice empapado en
aceite en el ano de Drea al tiempo que estudiaba cada respiro y contracción.
No lo decepcionó. Definitivamente lo sentía a pesar de todas las
sensaciones que Jonathan le generaba. Tensó ligeramente los músculos. Sus
bíceps se flexionaron cuando llevó la cabeza de Jonathan hacia su pecho y
le hundió los dedos en el cabello.
David no tenía prisa. Ahora que la tenía en sus manos quería disfrutar
cada momento de la experiencia. Por ello, la estimuló muy lentamente.
Metió el dedo hasta el primer nudillo en su oscuro y ajustado agujero.
Encontró resistencia, así que le estiró y estimuló el orificio de entrada,
adentro y afuera, girando siempre. Luego, a pesar de que ella se relajó para
dejarlo entrar más profundo, se mantuvo en la superficie hasta ver que se le
agitaba la espalda por los breves y rápidos jadeos.
Cada vez estaba más cerca del orgasmo, aunque, cada vez que se lo
sacaba, ella soltaba un quejido de decepción.
David sonrió y volvió a sacárselo, torturándola.
Fue entonces cuando Drea se volteó a mirarlo, con los ojos azules en
llamas.
—Más. Más profundo. ¡Ahora!
David sonrió. La lengua viperina y el demonio que llevaba dentro
seguía ahí a pesar de todo. David no lo entendía, pero saberlo hizo que su
miembro se endureciese más; algo que creía imposible. Y es que, vaya, su
erección podía abrir agujeros en las paredes.
—Sí, señora —dijo él, enterrando finalmente su dedo bien lubricado
hasta el fondo de su culo.
Ella gritó y se meneó con más ímpetu en el regazo de Jonathan.
—Otro —pidió, con la respiración entrecortada—. Otro dedo. Ábreme.
Lo necesito. Lo necesito ahora.
Fue la respiración de David la que se entrecortó ahora. No quería llegar
a lo que le parecía que quería llegar… ¿verdad? El palpitar del pene de
David era casi doloroso, pero no se tocó.
Se dedicó a lubricar otro dedo con la certeza de que no podría volver a
oler el aroma a lavanda en toda su vida sin recordar este momento y tener
una erección. Y estaba enteramente feliz al respecto mientras sumergía un
segundo dedo junto al primero.
Para fracasar. El pequeño ano de Drea estaba muy apretado.
—Lo estás haciendo muy bien, cariño—dijo Eric—. Pero tienes que
dejarnos entrar. Déjanos entrar hasta el fondo.
La verdad era que no parecía que estuviese hablando solamente de su
ano.
—Relájate —prosiguió Eric—. Déjalo entrar. —Le apartó el cabello de
la cara—. Respira. Eres tan sexy. Disfruta del placer, cielo. Déjate llevar.
Puedo ver lo cerca que estás de venirte. Puedo olerlo. Puedo oler tu miel,
estás tan excitada ahora mismo. Deja entrar a David, deja que te llenemos
por completo.
Los gimoteos de Drea incrementaron al igual que antes cuando había
tenido un orgasmo con los otros dos hombres. Sin duda llegaría al clímax de
nuevo.
David le estimuló el culo con más insistencia. ¿Cuánto más placer
sentiría si pudiese introducirle dos dedos en vez de uno solo?
Y mientras pensaba en ello, por fin, como por arte de magia, su segundo
dedo se deslizó después de que relajase el esfínter. David no perdió el
tiempo y le metió el segundo dedo en el culo justo al lado del primero, lo
cual, aparentemente, fue la gota que derramó el vaso.
Eric tuvo que taparle la boca con la mano para amortiguar sus gritos de
placer, que hacían eco por las paredes de la cueva mientras cabalgaba a
Jonathan con desenfreno.
Pero David, santos cielos, fue David el que sintió cada temblor de su
orgasmo por lo fuerte que se aferró a los dedos que tenía dentro de su culo.
Sintió cuando Jonathan dejó de empujar, sin duda viniéndose también.
Y fue uno de los momentos más poderosos en la vida de David; formar
parte de esta intimidad, poder tocar la carne de Drea, estar unido no solo a
ella sino también a Jonathan, en el sentido más real posible.
Sin embargo, David nunca dejó de mover los dedos. Ni siquiera cuando
lo amordazó en el pico alto de su orgasmo; siguió moviendo los dedos,
girándolos en círculo, separándolos cuando podía, metiéndolos y
sacándolos; básicamente estirándola de todas las formas que se le ocurrían
en lugar de usar un juguete u otra herramienta.
A ella también le gustaba, si es que la forma en que se movía incluso al
besar a Jonathan con dulzura le decía algo. A David le encantaba que
siguiese brindándole toda su atención a Jonathan, entregándole todo como
Eric le había pedido al principio.
Cuando Eric lo dijo por primera vez, a David le pareció que era pedirle
demasiado. Ellos eran cinco y ella solo una.
Tenía que estar ya agotada, se había venido dos veces y…
Al parecer, Eric estaba pensando lo mismo porque preguntó:
—¿Quieres descansar, cielo?
Bien. Era la habilidad básica de liderazgo 101. Presionas a tus tropas
para que den más de lo que creen que pueden, pero no más allá de lo que
realmente pueden. Su salud y el bienestar de la unidad en conjunto era
siempre lo que más importaba.
Al fin y al cabo, este pequeño naciente clan —así llamaban a estas
familias basadas en matrimonios de múltiples miembros— tenía el resto de
su vida para explorar por más largo o corto que fuera ese tiempo.
Pero antes de que David pudiese sacar los dedos por completo, la mano
de Drea salió disparada de repente y se aferró a su muñeca para mantenerlo
en ese lugar.
—Es mi noche de bodas —fue todo lo que dijo al principio, y luego,
después de un largo rato, agregó—: Y quiero estar con todos mis esposos
esta noche.
CAPÍTULO 24
DREA
Después de que las palabras salieran de la boca de Drea, otra parte de ella
gritaba: «¿Qué coño estás haciendo?».
Tenía esta noche planeada. Vale, tampoco había sido un plan demasiado
pensado… más bien una intención.
Las relaciones eran transaccionales por naturaleza. Esto por aquello.
Toma y dame. Ya no era la jovencita ingenua que hace mucho fue.
Todo el mundo quería follar. Incluso ella en ocasiones. Aunque, más
allá de eso, quería un equipo unido en el que pudiese confiar. Bueno, nunca
confiaría por completo en nadie; no podía, no después de lo que ocurrió con
papá, y mucho menos después de Thomas. Pero el matrimonio era la mejor
solución dada la situación. Tendría su equipo y todos podrían desahogarse.
La mayoría necesitaba liberación sexual de un modo u otro, y un
matrimonio era un lugar bueno y seguro para encontrarlo. Pero no tenía que
ser más que eso.
El sexo era solo eso: sexo. Era el impulso primitivo animal que el ser
humano aún tenía que alimentar. Era un apetito como cualquier otro. Fue
por eso que vio su noche de bodas más como un entrenamiento grupal que
cualquier otra cosa.
Pero entonces ahí estaba Eric. El endemoniado Eric Wolford, el hombre
que no podía dejar las cosas como estaban.
Tenía que meterse y provocarla. Tenía que haberle susurrado al oído,
con su aliento revolviéndole el cabello de las sienes y acelerándole
ridículamente el ritmo cardíaco. Porque por supuesto que eso era lo que la
había excitado; no necesitó ni siquiera tocarla. A pesar de que tenía el
miembro de Garrett en la boca, fueron los susurros de Eric, el aliento de
Eric en su oído lo que hizo que su ropa interior se empapase.
Maldito hombre.
Si tan solo la hubiese dejado hacer las cosas a su manera, jugando a
seducirlos, y todos llegaban al clímax al menos una vez, después podían
dormir como bebés y despertar descansados y concentrados y…
Los dedos de David se sumergieron más profundo y, por millonésima
vez aquella noche, todos los pensamientos racionales abandonaron la mente
de Drea así, sin más.
Más.
SÍ.
MÁS.
Se suponía que ellos se dejarían seducir por ella y que ella tendría
control. Pero cuando pasó los brazos por el cuello de Eric y lo atrajo hacia
ella, levantando la pierna en una de las caderas de él y estampando un beso
devorador en sus labios, no sintió que tuviese nada de control. Cosa que la
enfadó muchísimo y se desquitó con la boca de Eric.
Los dedos de David seguían su tortuoso trabajo en su culo, estirándola,
preparándola, porque mientras le mordía el labio inferior a Eric sabía a
dónde iba a llegar todo el juego anal; sabía a dónde quería que llegara.
Eric solo se sacudió un poco tras la rudeza de sus labios. Por un
segundo le preocupó no haber tenido el cuidado suficiente con su brazo
herido. Pero al segundo siguiente eran los dientes de Eric los que la
mordían y lo olvidó todo; solo existía él adelante y David a su espalda. La
lengua y los dientes de Eric —mordiendo y soltando, mordiendo y soltando
— que la mantenían siempre en ese límite entre el dolor y el placer,
mientras David hacía lo mismo en su culo.
Dios santo. ¿Alguna vez se había sentido tan viva? Nunca había sido tan
consciente de su propio cuerpo, eso era seguro. ¿Quién diría que los nervios
del interior de su codo estaban conectados directamente con su sexo?
Drea lo sabía. Al menos ahora. Porque cuando Eric le besó y
mordisqueó el brazo, mordiéndole en el lugar más superficial y suave, jadeó
y se arqueó como nunca antes. Fue algo que no ocurrió ni siquiera cuando
Billy la follaba.
Lo cual era una locura. Ya se había corrido dos veces. Ese era su límite
normal, o al menos cuando se tocaba ella sola.
Eric se recostó en una plataforma de roca, abriéndose de piernas de
inmediato y agarrando su monstruoso pene con su mano sana, listo para
meterlo en su hambriento sexo.
Ella no lo pensó dos veces. Su pelvis fue directamente hacia él como si
tuviese mente propia. Pasó una pierna sobre la roca donde yacía Eric,
dejando la otra en el suelo. Seguidamente se hundió sobre el pene más
gloriosamente placentero. Sintió que todo lo ocurrido esta noche había
conducido a este momento. El enorme y gordo miembro de Eric llenándola
se sentía diferente al largo y más delgado falo de Billy. Ambos eran
exquisitos, pero en este momento el de Eric era perfecto.
Centímetro a centímetro descendió en él, a pesar de que lo único que
deseaba era sentarse de golpe y empalarse con semejante miembro.
Lo sentía, sentía lo cerca que estaba de perder todo el control, de perder
toda su maldita cordura por este hombre. Por estos hombres. Por todo lo
que le pedían y todo lo que le daban.
Alarmas seguían sonando en su mente: «¡es demasiado, es demasiado!».
Mientras la voz más fuerte seguía gritando que quería más.
Al final, Eric tomó la decisión por ella. Debió de hartarse de su lentitud
porque la agarró por la cintura con su brazo sano y la bajó de golpe por los
centímetros que le faltaban.
Oh, Dios. Drea gritó y le clavó las uñas en el cuero cabelludo.
El orgasmo ya estaba ahí, sin previo aviso, sin precipitación, ya casi.
Oh…
Oh, oh…
Agarró la cabeza de Eric y la pegó de su pecho, sin prestarle atención a
si le clavaba las uñas en la piel. Esto era lo que él quería: que perdiera la
cabeza, que se volviera una bestia sexual con él. Se levantó y se sentó de
golpe, alojando su pene en ese lugar tan perfecto en su interior. Era tan
profundo y tan perfecto y oh… Giró las caderas y volvió a bajar de golpe.
Oh Dios, justo ahí, estaba subiendo, veía luces y estrellas…
Estalló…
Millones de agujas le pincharon todo el cuero cabelludo y explotaron
desde cada una de sus terminaciones nerviosas.
Y en medio de aquel manojo de sensaciones, mientras lloraba y gritaba
y lágrimas corrían por sus mejillas a causa del placer, sintió que la plenitud
en su culo cambiaba.
El pene de David.
Le había sacado los dedos y ahora había metido su pene ahí.
Justo en su ano.
Apenas decreció su orgasmo cuando ya estaba volviendo a
incrementarse.
Sí, este era su secreto más oscuro. Lo único que nunca le había pedido a
ningún compañero sexual. Pero David lo sabía. Todos sabían lo mucho que
lo deseaba. Más bien lo mucho que lo necesitaba.
Y era un animal que no pensaba. Era puro instinto y placer. Se dejaría
llevar por donde sus amos la guiasen. Solo por ahora. Solo por este maldito
segundo no tendría que ser la responsable. Podía simplemente desear y
tomar lo que quisiera.
Así que, con una mano todavía clavada en la nuca de Eric, alargó el
brazo hasta su trasero para abrirse las nalgas lo más que pudiese. No sabía
si eso ayudaría a David a tener mejor acceso al orificio, pero quería hacerle
saber que sí, que aceptaba todo lo que quería darle.
Le apretó el pene a Eric con el sexo y continuó moviendo rítmicamente
las caderas encima de él, dejando caer al mismo tiempo su pecho en el suyo
y obligándole a recostarse más en la húmeda pared de la cueva.
Y lo besó. O quizás sería más apropiado decir que lo mordió. Le mordió
y mordisqueó los labios hasta que él le dio un beso devorador que hizo que
sus labios se ablandaran contra los de él. Pero solo hasta que recordó dónde
estaba y se apartó con otro mordisco de amor.
Tal vez las cosas siempre serían así entre ellos, tal vez siempre estarían
compitiendo y la cama sería su campo de batalla.
Si pensaba que había ganado porque la tenía en esa posición, justo
donde creía que la quería, pues ya vería.
—Inclínate más —le susurró a Eric al oído en voz baja—. Quiero darle
a David el mejor ángulo para que me folle el culo. Será el primero, ¿lo
sabías? El primero en meter su gran pene en mi oscuro y privado culito.
¿Quieres sentir cómo mi coño te aprieta mientras él lo folla por primera
vez?
Eric le gruñó en la boca, alargó el brazo y le dio un tirón de las rastas
para que se viera obligada a mirarlo de frente.
—Quiero sentirlo todo —dijo—, así como quiero que tú lo sientas todo.
—Entonces plantó su boca en la suya una vez más.
Fue entonces cuando la presión en su espalda se hizo más insistente.
David estaba allí, justo en el borde, haciendo presión para entrar. Solo tenía
que relajarse y dejarle entrar.
«Quiero que lo sientas todo».
De nuevo sonaron las alarmas: «Es demasiado. Es demasiado».
Eric le estaba pidiendo todo.
Todo.
Y si dejaba entrar a David, lo tendrían. Estaría dándoles todo. De una
forma y de otra, su interior y su exterior. Y es que en este punto no había
opción, o si la había, ya estaba hecho.
Relajó su esfínter y jadeó en la boca de Eric cuando la cabeza del pene
de David atravesó el anillo de músculos de su culo. Él le rodeó la cintura
con un brazo a modo de soporte y le masajeó los pechos con la otra mano.
Cerró los ojos y siguió besando a Eric.
«No es real. Son solo cuerpos». Su mente seguía rebelándose mientras
su cuerpo cedía y se liquidificaba. «No eres tú. No estás aquí. No puedes
estar aquí».
El sexo es solo para liberarse. No puede significar nada.
—Cielos, Drea, ¿sientes eso? —bramó Eric como si pudiera sentir que
intentaba alejarse—. No puedes huir de nosotros.
Y cuánta maldita razón tenía, porque con cada centímetro que le
introducía David en el culo sentía que el muro que siempre mantenía entre
ella y todos los demás a su alrededor desaparecía.
Cuanto más la penetraba David, era como si lo viera en su cabeza: el
reverso de la deriva continental. Los continentes que ella había intentado
mantener separados por océanos de repente se anulaban y colisionaban
derrumbando todas las barreras artificiales, convirtiéndose en una sola
tierra, al descubierto, completamente desnuda.
David empujó las caderas hacia adelante el último centímetro y Drea se
quedó sin palabras salvo por largos gemidos y silbidos que expulsó entre los
dientes.
Los tres permanecieron allí por lo que pareció una eternidad, sin
moverse, conectados más íntimamente de lo que tres humanos podrían
concebir normalmente.
Seguidamente —y esto fue lo que la llevó al límite, lo que deshizo
cualquier última barrera endeble que la mente de Drea pudiera haber estado
sujetando a medias— Jonathan se acercó por un lado y Garrett y Billy por
el otro y la tocaron como pudieron, como si posaran sus manos, como si
fuera una ceremonia religiosa. Y en ese momento se sintió así: religiosa y
sagrada.
Drea no tenía otra palabra para describir el placer sobrenatural y la
alegría absoluta que la inundaba como un tsunami.
Todos y cada uno de los miembros de su clan la acariciaron mientras se
venía y lloraba y seguía viniéndose y gritando y gimiendo.
Todo lo que sabía era que cuando volvió a la tierra quién sabe cuántos
minutos después, lo que escuchó fue la voz de Eric; lo que sintió fueron las
manos de Eric acariciándole la cara; lo que vio fueron los ojos azules de
Eric atravesando los suyos.
—Esto no es un matrimonio en el que cada uno de nosotros se queda
con una parte tuya. No va a funcionar así, cielo. Tienes que dar todo de ti a
cada uno de nosotros, exprimir cada gota de ti misma, y tienes que confiar
en que nosotros te lo daremos todo.
Reafirmó la caricia en sus mejillas y la vena de su cuello palpitó a
medida que buscaba en sus ojos con una intensidad que, apenas media hora
antes, la habría aterrorizado y hecho apartarse. Pero ahora solo podía
mirarlo con la misma intensidad.
—Porque te llenaremos en todos los sentidos. Eso es lo que hemos
jurado hoy. Somos tus esposos. En la riqueza y en la pobreza. En la salud y
en la enfermedad. Si alguno de nosotros se cae, el otro lo levantará. Nunca
te dejaremos. Nunca te abandonaremos. Somos tuyos hasta el final de los
tiempos. Y, cielo, tú también eres enteramente nuestra.
CAPÍTULO 25
BILLY
Una parte de Billy creía que todo sería igual cuando todos despertaran a la
mañana siguiente de la noche de bodas. Seguramente lo de anoche había
sido como una especie de alucinación inducida por la abstinencia, ¿no?
Drea estuvo tan… Al final, cuando Eric y David estaban… y todos se
acercaron y estuvieron juntos y…
Demonios. Fue algo muy grande, una locura que todavía no estaba
seguro de poder entender, porque ver a Drea así… De acuerdo, la conocía
desde hace ¿cuánto? ¿Poco menos de dos semanas?
Pero se veía destruida. Destruida de la manera más hermosa que Billy
había visto. Billy había visto esa mirada en otros rostros. Tal vez era una
analogía absurda, pero aquella era la misma cara que tenían los adictos en
abstinencia cuando por fin volvían a consumir esa dulce sustancia. Ese
momento de felicidad pura y sí, de destrucción. El problema era que nunca
duraba. En media hora, a veces en cuestión de diez minutos, desaparecía y
te quedabas persiguiéndolo como si nunca hubiese sucedido.
Pero Drea…
Al finalizar, ella llena de semen por delante y por detrás, se dejó
envolver en los brazos de Garrett en su saco de dormir. Cuando los demás
los rodearon, ella pasó la pierna por encima de Jonathan y levantó los
brazos por encima de la cabeza para hacer contacto con David y Billy. Eric
estuvo un buen rato a sus pies, masajeando primero uno y luego el otro
como si fuera su sirviente o algo por el estilo.
Y la expresión en su rostro era tan abierta que parecía que podías ver a
través de ella. Era la primera vez que la miraba y caía en la cuenta de que
en algún momento fue una niña.
Antes creía verla como una mujer biónica que creció de la nada. Quizá
una fugitiva de un proyecto secreto del gobierno previo a El Declive,
porque seguro que nadie podría ser tan valiente en la vida real. Era una
exageración, claramente, pero es que siempre estaba activa, fuerte,
temeraria.
Pero aquí estaba esta hermosa mujer, desnuda en todos los sentidos.
Durmió con los cinco a su lado, acurrucada por ratos con Garrett o Jonathan
o Eric. Dios, hasta la vio acurrucada con ese autómata, inmenso y
musculoso general.
Billy no había podido dormir. Mientras que Drea se había desnudado,
Billy tenía más que esconder que nunca.
Había cosas que la criatura angelical acostada en el suelo de la cueva
junto a él nunca podía saber. No podía enterarse nunca de lo que había
hecho y quién había sido.
Ella nunca podía enterarse de lo que había hecho.
Una parte de él esperó ansiosamente toda la noche con la esperanza de
que, cuando Drea despertara, su escudo blindado volviera a ponerse en su
sitio, que fuera dura y distante y un poco malvada. Eso significaría que el
mundo había recuperado el orden natural.
Pero despertó para encontrarla besando a Jonathan, o más bien yendo de
un lado al otro entre Eric y Jonathan, mientras David y Garrett observaban
con las manos en sus respectivos penes. Billy no era más que un pobre
humano, así que por supuesto se unió al grupo. La temperatura volvió a
elevarse después de eso.
Cuando Billy estuvo dentro de Drea, ella alargó el brazo y le acarició la
mejilla. La sinceridad que vio en sus ojos noche anterior lo desarmó.
Ella les dedicó una sonrisita juguetona y los hizo girar para estar arriba,
cabalgando a Billy, poniéndole sus pequeños y perfectos pechos en la cara.
Y cielos —el infierno ya era una realidad para él, así que por qué no seguir
adelante—, Billy no la apartó. Le clavó los dedos en las caderas y la bajó y
subió en su pene.
Los demás hombres también estaban allí, halándole el cabello y
chupándole el cuello, estimulándole los pezones, pellizcándole el clítoris.
Y quizá Billy estaba destinado a ir al infierno, pero vaya que se apretaba
alrededor de él como un dulcísimo cielo cuando se vino entre temblores
encima de él.
De acuerdo, entonces era cálida en la cama, pero seguro que apenas
regresaran a la cueva principal y comenzaran a planificar la misión, la
señorita Fuerza y Valentía volvería.
Pero no fue así.
En todo el día estuvo siempre buscando hacer contacto físico con uno o
con otro. Eran detalles mínimos. Billy la vio colocar la mano sobre la de
Eric mientras trazaban un mapa de las carreteras en el suelo de la cueva y
Drea señalaba la mejor forma de trasladarse por Houston a través de
carreteras secundarias, teóricamente evitando la zona de lluvia radiactiva
hasta llegar a un lugar seguro. Luego, despreocupadamente, dejó caer una
mano en el muslo de Jonathan mientras David exponía la estrategia que
utilizarían en cuanto llegasen a la NASA, lugar donde estaba el área que
infiltrarían, y las estrategias que llevaría a cabo el equipo que iba con ellos
si tenían algún problema por el camino o en el mismo Centro de Control.
Pero, aunque Drea fuese más dulce y apacible, su férrea determinación
no había flaqueado en absoluto.
—No hay motivo para que te arriesgues a ir —dijo Gisela, llevando a
Drea un lugar apartado después del almuerzo.
Pero, en lugar de la fría mirada que Billy esperaba ver en los ojos de
Drea, se limitó a alargar el brazo y a cogerle la mano a Gisela.
—Voy a estar bien. Conozco la zona.
Gisela la observó con detenimiento.
—No me vengas con esa mierda. Crecí en Sugarland, a las afueras de
Houston. Conozco la zona igual que tú, quizá mejor. Yo debería ir.
Déjame…
—No —la interrumpió Drea bruscamente.
Eso. Ahí estaba la severidad que Billy había estado esperando todo el
día.
—Pero…
Drea interpuso su dedo entre ellas, con una clara señal de advertencia en
la mirada.
—No sigas, Gisela. Las chicas te necesitan aquí. Te han elegido como
su líder y representante, ve a cumplir con tu rol.
Billy observó la mandíbula de Gisela ponerse rígida.
—Creía que nos habías rescatado para que diéramos la batalla.
Las palabras de Gisela salieron entre dientes apretados y cualquier otro
día a Billy le habría recordado a la mismísima Drea. Pero los ojos de Drea
se suavizaron cuando alargó la mano y le apretó el brazo a Gisela.
—No las rescaté para que formaran parte de un ejército —dijo Drea
meneando la cabeza, obviamente desconcertada—. Mi intención no era
conseguir reclutas. Lo hice para que fueran libres.
—¿Y crees que alguna de nosotras será libre sin luchar?
Drea estaba claramente a punto de volver a refutar, pero esta vez Gisela
la interrumpió a ella.
—No. Dos vehículos de transporte irán a la misión y yo estaré en el
otro. Si se separan, necesitarán a otra persona que conozca la zona para que
guíe al segundo vehículo. Maya podrá arreglárselas para dirigir al resto de
las mujeres hasta que ambas volvamos a casa.
Pero Drea no iba a aceptarlo. Se paró más erguida, con la mirada severa.
—No vas a ir y eso no está sometido a discusión.
Gisela se quedó boquiabierta de indignación.
—Soy tan parte del consejo como tú. No puedes…
—Créeme que puedo —dijo Drea, inquebrantable—. Te saqué de esa
prisión y puedo meterte en otra con la misma facilidad hasta que volvamos.
Y esas furgonetas de las que hablas son de mi esposo. Está prestándoselos
al consejo, pero él es el que decide quién puede viajar en ellos, y créeme
que no vas a ir a ninguna parte.
—Pero eso… Eso no es… —Gisela soltó un resoplido de exasperación
y lanzó las manos al aire—. No es justo.
Drea permaneció impasible.
—Estamos viviendo el apocalipsis. Nadie dijo que sería justo.
Gisela se puso en pie, furiosa, pero obviamente sin más que decir contra
una lógica como esa. Luego se volvió y huyó por el pasillo, atrayendo todas
las miradas tras su paso.
Drea se desplomó de inmediato y se llevó la mano a la frente al ver a
Gisela irse.
—Dios, no me digas que así será cuando algún día tenga un hijo.
—¿Quieres tener hijos? —quiso saber Billy.
No pudo evitarlo. Otra vez esa disonancia cognitiva. ¿Drea, un
embarazo y niños? Incluso hace dos días le habría parecido una locura.
Pero ¿esta Drea? ¿La Drea después de anoche? Hasta verla cuidando a
Gisela… Dios, esa joven era uno seis o siete años más joven que Drea, pero
Billy no podía pensar en otra palabra que no fuese «maternal» para la forma
en que la cuidaba.
Pero, una vez más, Billy no sabía por qué le sorprendía. Era como algo
característico de Drea. Se preocupaba por ayudar a los demás.
Billy no era estúpido. Sabía que usaba a las personas para lograr sus
objetivos y que probablemente lo estaba usando a él. Era útil tener un
médico en el equipo. Ciertamente estuvo abierta al mismo tipo de lógica
cuando Billy sugirió incluir al general en el clan por razones similares.
Pero la cuestión era que, aunque estuviese utilizándolo él y a los demás,
no lo hacía por ella; todo lo que hacía, lo hacía por los demás.
La razón por la que estaba tan empeñada y decidida a modificar esos
satélites y en llegar a San Antonio era para poder liberar a las mujeres que
estaban con ella en Tierra sin Hombres. Era así de increíble.
«Razón por la que te odiará cuando se entere de la verdad».
Billy cerró los ojos y tragó con fuerza mientras atraía a Drea hacia sí y
le daba un beso en la sien.
—Nos vemos más tarde, cariño. Tengo que prepararme para la misión.
Comenzó a alejarse, pero ella le agarró la mano antes de que pudiera
marcharse.
—Oye. —Entrelazó los dedos con los de él y se acercó más.
La intimidad de aquel gesto hizo que a Billy se le revolvieran las
entrañas. Quería ir por un cuchillo y abrirse las tripas por todo lo que había
hecho. Quería agarrarla y colocarla contra la superficie dura más cercana
que pudiese encontrar y follarla hasta que caminase mal durante días.
Quería arrodillarse ante ella y pedirle perdón.
Pero tenían una misión y lo que menos necesitaba Drea era distraerse
con sus tonterías en este momento.
—¿Quieres que uno de los chicos baje contigo a buscar suministros? Lo
has hecho muy bien, pero no es necesario tentarte sin razón.
—No entraré al depósito —prometió Billy.
Y no lo haría, porque esa forma en que lo miraba ahora mismo, con esos
ojos azules brillantes tan dulces y llenos de preocupación...
Jamás renunciaría a eso, nunca; ni por píldoras, ni por heroína, y, desde
luego, no por un principio moral erróneo que le indicara que tenía que
confesar su pasado.
Drea era su nueva droga, y era una adicción que se llevaría a la tumba.
CAPÍTULO 26
GARRETT
A Garrett no le encantó estar hacinado en los banquitos diminutos a los
lados de la furgoneta durante las cuatro horas y media que llevaban en la
carretera, sobre todo porque tuvieron que tomar carreteras alternas llenas de
baches, más de una vez se toparon con obstáculos que tuvieron que quitar
de la carretera, y habían tenido muchos menos descansos de los que le
hubiera gustado para estirar las piernas.
Pero estar al lado de D lo valía todo. Debía estar tan incómoda como él
dentro de ese reducido espacio, pero jamás lo expresaría.
Se había pasado la primera hora haciendo que el general repasara la
operación una y otra vez hasta hacerle pensar a Garrett que iba a tener que
darle un puñetazo a la furgoneta como volviese a escuchar las palabras
«operación sigilosa».
A Garrett no le quedaban dudas de que todos habían entendido el
mensaje: infiltrarse en el lugar, deshacerse de todo el que estuviese allí sin
hacer ningún ruido, evitar llamar la atención. Bah, sentido común. ¿Pensaba
el general que eran imbéciles?
Pero Drea seguía sentada al lado de Garrett, con la mirada puesta en el
general, asintiendo como si repasara todo en su cabeza, detalle a detalle.
Mierda, seguramente sí. Había hecho bastantes preguntas, como qué
podrían hacer en determinada situación.
La cuestión era que no podían estar más preparados, ni siquiera con
meses de planificación. Quizá ninguno de los que venía en la furgoneta
quería admitirlo, pero para algo como esto podías hacer simulacros hasta el
cansancio y no haría ninguna diferencia.
Garrett había vivido mucho como para saber que los planes no valían
para nada cunado estabas en el momento. Cuando había balas por doquier y
todos corrían de un lado a otro y no sabías quién era de los tuyos y quién
no, cuando todo se iba a la mierda… solo intentabas hacer tu trabajo y que
tú y los tuyos volvieran enteros.
Aunque tal vez en esta ocasión sería diferente. Tal vez este estirado del
ejército sabía realmente de lo que hablaba y no sería como los trabajos de la
pandilla que había hecho Garrett toda su vida.
Al menos estaba Franco, uno de los soldados del general, que ayudaba a
pasar el tiempo con sus chistes malísimos. Garrett juraba que empeoraban
con el paso de las horas. Puedo haber hecho molestar a Garrett de no ser
porque era muy divertido ver a Franco poner a Eric de los nervios.
Ese hombre tenía que aflojar y soltar el palo que tenía metido en el culo.
—Así que estoy en el entrenamiento básico —comienza a decir Franco
unos cinco minutos después de contar su última broma tonta.
Franco era un poco mayor que Garrett. Tendría unos treinta años más o
menos. Un hombre joven todavía, pero era uno de los hombres en los que
más confiaba el general para haber sido elegido para esta misión. Tenía el
cabello oscuro y la piel bronceada, y sí, pudo haber sido todo un donjuán en
los viejos tiempos.
A Eric probablemente no le agradaba porque no el hombre no paraba de
sonreírle a Drea, pero aquello se debía a que Eric era un idiota celoso. ¿No
le parecía que ya Drea estaba bastante ocupada con los cinco? Qué idiota.
Para Garrett, cualquier cosa o persona que hiciera sonreír a Drea era
bienvenido.
—Hay un hombre, Benny —prosiguió Franco—, que siempre se mete
en problemas con nuestro sargento instructor. Cuando vamos a una misión,
él siempre llega de último. Cuando limpiamos los cuarteles, su cama es la
que siempre está mal hecha.
Franco se inclinó hacia adelante, con los codos en las rodillas, contento
ahora que veía que tenía la atención de todos detrás de la furgoneta.
—Hubo un día en que el sargento arremetió contra Benny y lo
reprendió, y a medida que se marcha, le dice: «Sé que algún día disfrutarás
caminar sobre mi tumba, ¿eh, cadete?».
Franco se sentó erguido en su asiento y se metió en el papel.
—Y Benny le responde: «No, señor. Digo, sargento». «¿Ah sí? ¿Y por
qué, cadete?», le pregunta el sargento. «Porque me prometí a mí mismo que
después de que me vaya del ejército jamás volvería a hacer otra fila, señor».
Drea estalló en risas y Garrett no pudo evitar sonreír también, porque
podía sentir las sacudidas del cuerpo de Drea a su lado. Le encantaba eso de
ella, que no hacía nada a medias; ni reír, ni follar, ni ir a la guerra.
Garrett apretó más fuerte el cañón de su rifle que había estado puliendo
la última media hora. Miró a Drea, tan pequeña a su lado. Casi todo el
mundo era pequeño si lo comparabas con él, pero D en particular se lo
parecía. Tal vez porque rara vez estaba cerca de mujeres. ¿Qué tan furiosa
se pondría si intentara esposarla al volante mientras bajaban y se
aseguraban de que el edificio estaba despejado?
Aunque ya sabía la respuesta. Ella lo castraría como intentase algo así
alguna vez.
Además, ¿quién decía que quedarse en la furgoneta sería más seguro
que entrar en el edificio? El lugar más seguro para ella era al lado de
Garrett, donde sabía que podría matar a cualquier hijo de puta que osase
mirarla mal.
Porque, a pesar de que D estaba aquí para salvar el mundo o algo así,
Garrett había venido por una única razón: por ella, así que la protegería a
toda costa. La protegería con su vida de ser necesario. Juró que así sería.
Había sido un cobarde durante toda su miserable vida. Todavía no
entendía cómo es que Drea no se volteó después de castrar a su padre para
dejarle un balazo entre los ojos.
Pero no lo hizo.
Así que tal vez sentía que vivía un tiempo prestado. Debió haber muerto
ese día con todos sus supuestos hermanos.
Pero más bien le cumplieron el más imposible de sus sueños: casarse
con ella. Se suponía que la vida no funcionaba así. Debías recibir lo que
merecías, tal como finalmente hizo su padre. Como el infierno que haría
caer sobre Suicidio en cuanto lo encontrase.
Dios santo, a una gran parte de él no le importaba no merecerla. Ahora
que la tenía, lo único que quería hacer era cargarla, echársela al hombro,
apuntar al conductor con su rifle y exigir que los dejaran salir a él y a D.
Seguramente tendría que darle como diez píldoras sedantes y luego
encadenarla a un árbol cuando despertara, pero estaría viva, así que tal vez
valdría la pena.
Pero, maldita sea, parte de amar a D —sí, la amaba, siempre la había
amado— significaba no privarla de libertad. Significaba que la amaba tal y
como era.
Esa fue la parte que su padre nunca pudo entender, pues creía que podía
mantenerla alejada de la vida en la pandilla. Creía que ella, tal como él,
podría ser dos personas: el padre amoroso por las noches en casa; y el
presidente despiadado de la pandilla traficante de mujeres de día.
Pero así no era D. Cuando creía en algo se entregaba de lleno; por
completo.
Todos podían ir a medias tintas, pero no D. Y la amaba por eso y por
muchas otras razones.
—¿Qué parte de las agujas odian los soldados? —le preguntó Franco.
—No tengo idea. ¿Cuál?
—El cabo —agrega Franco, sonriendo.
D se rio, a carcajadas, allí sentada con botas militares, pistolas,
municiones y quizá otras armas que ni siquiera Garrett sabía atadas a su
cuerpo. Pero cómo amaba a esta mujer y a todas sus contradicciones.
Por eso, por una vez en su triste vida, no sería un cobarde. La seguiría
hasta el infierno de ser necesario. Sería un hombre de verdad para ella, o
moriría en el intento.
CAPÍTULO 27
ERIC
David hizo a un lado la cortina que separaba la parte trasera de la furgoneta
del asiento del conductor y del acompañante donde estaba sentada Drea. Se
había cambiado de lugar a medida que se acercaban a Houston para poder
orientarlo sobre qué carretera tomar. El conductor del ejército atravesó sin
problemas los escombros y los autos abandonados mientras que Drea tenía
un detector de radiactividad en las manos.
Habían conducido por un amplio círculo en los alrededores de Houston,
por lo que no habían visto ninguna parte destruida por la bomba nuclear,
pero aun así estaban muy cerca para el gusto de Eric. Supuestamente, la
lluvia radiactiva había caído al noreste… pero ¿y si estaban equivocados?
¿Y si iban directo de camino a una zona tóxica?
Eric no creía ser el único que contenía la respiración cuando todos, a
excepción del conductor, observaban el puntero del detector de
radiactividad rebotar hacia la zona verde, que, en ocasiones, saltaba a la
amarilla junto con un pequeño pitido que el aparato emitía.
Si pasaba a la zona roja y no se movía de allí, toda la misión estaría
estropeada.
Bueno, tenían un único traje de bioseguridad.
En teoría, Jonathan podía vestirse y Eric podía intentar guiarlo hacia el
edificio donde creía que encontraría lo que necesitaban, si es que todo
seguía en el mismo lugar que hace veinticinco años…
Eric apretó la mandíbula y miró por la ventana. Gracias a Dios que la
Luna estaba brillante esta noche porque no se atrevían a usar los faros. Sin
embargo, eso significaba que tenían que ir despacio, y aunque habían salido
justo después de que anocheciera, en poco tiempo saldría el sol.
Pero si todo salía como lo habían planeado, no tendría importancia,
porque Travis no tendría imágenes satelitales por mucho más tiempo.
Podrían volver a las cuevas en el día sin la preocupación de que él o alguien
más pudiese verlos.
Pero si se demoraban más de lo planeado y él de casualidad tenía
monitorizada esta área…
—Miren —dijo Drea—. Por allá. —Señaló hacia adelante.
—Sí —dijo Eric—. Es ese. Cruza a la izquierda. Pasa entre los dos
aviones.
Volteó a mirar a Drea y la encontró mirándolo. Lo habían logrado.
Habían llegado.
El chillido del detector de radiactividad atrajo la atención de ambos a la
máquina, que tenía el puntero en la zona amarilla de advertencia.
Drea tragó saliva, pero enderezó la espalda y volvió la mirada al
parabrisas nuevamente.
—¿Cuál edificio?
Eric sabía que no había vuelta atrás. No cuando estaban tan cerca. Y
mientras el puntero no se ubicase en la zona roja, lo mejor que podía hacer
era intentar que entraran y salieran lo más rápido posible.
Drea lo necesitaba. Todo el equipo lo necesitaba. Era una posición en la
que no se sentía demasiado cómodo, y tampoco se sentía a la altura del
trabajo. Pero, como comandante de Pozo Jacob, aprendió que las personas
no necesitaban un líder perfecto, solo alguien a quien escuchar y seguir.
Así que utilizó su voz confiada y segura cuando dijo:
—Sigue el camino que pasa por el centro de visitantes rodeado de
árboles conmemorativos que sigue hacia los edificios anexos. Buscamos el
número 30. Te aviso cuando lleguemos.
El conductor asintió y continuaron. Eric miró por el espejo retrovisor
junto al asiento del acompañante en el que estaba Drea y vio la segunda
furgoneta negra siguiéndolos.
—Veo un edificio, pero no sé qué número es —dijo Drea en cuanto
apareció uno a la vista a su derecha, en la oscuridad—. No veo nada.
—Por aquí hay otro —dijo el conductor.
—No, está más adentro —dijo Eric—. Sigue por esta carretera. No está
demasiado lejos.
¿Cuántas veces condujeron su madre y él por esta misma carretera? En
el verano, le gustaba pasar buscando a papá al mediodía para que fueran a
almorzar todos juntos al menos una vez a la semana.
—Cielos —dijo Drea, inclinándose hacia adelante en su asiento—.
¿Qué rayos pasó allá? —Señaló los trozos grandes de escombros metálicos
que había en la carretera.
El conductor se detuvo y David ordenó por radio a varios soldados que
salieran de la furgoneta de atrás a investigar.
Eric se deslizó por el regazo de Drea para abrir la puerta.
—¿A dónde demonios crees que vas?
—Tengo una corazonada —dijo—. Pero necesito saber si tengo razón.
Drea refunfuñó algo, pero lo siguió mientras las tropas se distribuían
alrededor de los trozos metálicos amontonados. Pero Eric no miraba el
metal, sino el edificio que tenían a la izquierda.
—Sí es lo que pensaba. —Señaló una valla rota, cubierta de zarzas y
enredaderas—. Estos son los que quedan de los enormes tanques de
nitrógeno líquido que estaban allí. Los utilizaban para simular las
condiciones del espacio y probar los equipos. Pero el nitrógeno líquido se
tiene que mantener a 160°C bajo cero. Apenas se cortó la electricidad y
subieron las temperaturas, explotaron.
—¿Y nadie ha venido aquí ni ha intentado conducir por esta carretera
desde entonces cuando es un lugar tan importante? —Drea negó con la
cabeza—. No me lo creo. Y que esté colocado aquí, en medio de la
carretera. —Se volvió y miró de un lado al otro—. Esto no me gusta nada.
—De acuerdo contigo —dijo David—. Vuelve a la furgoneta. ¿Y qué
haces aquí sin tu condenado chaleco?
Drea ni siquiera le contestó, solo volvió a la furgoneta. «Maldita sea»,
pensó Eric. «Debe de estar preocupada».
Todos volvieron a la furgoneta y el conductor se subió a la acera
izquierda, encima de la hierba descuidada.
Un segundo después, Eric comenzó a pensar en lo que había visto. ¿Y si
el metal de la carretera había sido colocado como obstáculo? ¿Y si había
una mina terrestre plantada aquí, en la hierba, para que explotara si alguien
intentaba acercarse?
Pero debía estar tremendamente paranoico porque no hubo ninguna
explosión. Nada explotó, ni estallaron disparos de ninguna parte.
La noche siguió tan silenciosa como fue posible, salvo por el gruñido
del motor de la furgoneta cuando, una tras otra, subían al pasto y pasaban
por encima de los escombros de la carretera.
Su hiperactiva imaginación lo tenía al borde. Tal vez no era el único,
porque un segundo después, una mano pequeña se posó sobre la de él y bajó
la mirada para encontrar la mano de Drea apretando la suya. No lo miró; ese
fue el único punto de contacto que permitió que tuviesen. Pero fue
suficiente. Mucho más que suficiente.
Este día había sido de no parar. Tuvieron que preparar todo y repasar los
detalles de la misión. Dos veces. Una vez más, tuvo que despedirse de
Sophia, que todo el tiempo evitó mirarlo a la cara, de brazos cruzados,
mientras él le explicaba todo lo que podía sobre el motivo por el que tenía
que ir. Luego, todos salieron de las cuevas y recorrieron el kilómetro y
medio de distancia hacia el lugar donde estaban guardadas las furgonetas.
Seguidamente, aquel largo viaje. Pero eso no impidió que los recuerdos de
la noche anterior y de esta mañana se repitieran sin cesar en su cerebro.
Dios santo, que Drea se hubiese entregado a ellos, con total abandono,
vulnerable, superó hasta el más salvaje de sus sueños. Resultó ser más de lo
que esperaba, más de lo que él creía posible.
Y aquí estaban: arriesgándolo todo justo después de encontrarla. El
vello de sus brazos se erizó mientras miraba de un lado a otro por el
parabrisas y seguidamente por las dos ventanillas laterales. Sus ojos se
habían adaptado a la oscuridad desde hacía un buen rato, pero, aun así,
apenas alcanzaba a ver con claridad unos cinco o diez metros por delante de
la furgoneta. A lo lejos, solo discernía el vago contorno de los edificios,
cuyas siluetas se alzaban en ciertas áreas como lápidas en un entorno que,
de resto, era llano.
—Ponte esto. —Eric cogió el chaleco antibalas que Drea había colocado
junto a su asiento y la ayudó a ponérselo. Una vez más, no se opuso, ni
apartó las manos, ni le dijo que podía hacerlo ella misma.
Los otros hombres de su clan y los soldados atrás —sobre todo ese
demasiado insinuante hombre llamado Franco que le había sonreído a Drea
cientos de veces— vinieron charlando en el camino, pero ahora lo que
reinaba era un silencio mortal.
Eric guio al conductor por el sinuoso camino más allá de varios
edificios.
—Aquel —comentó Eric, señalando la conocida forma del edificio del
Centro de Control. Resaltaba de entre los otros: había una parte más antigua
del edificio y luego una extensión de diez pisos que había sido agregada
sobre el original.
Los autobuses turísticos solían circular todo el tiempo por esta carretera;
cientos de personas entraban al edificio treinta y subían las escaleras hasta
la tercera planta, donde yacía el histórico Centro de Control: la sala exacta
donde se habían recibido comunicados famosos como «Houston, hemos
llegado» y «Houston, tenemos un problema».
Su padre intentó presionar a Eric en la secundaria para que buscase un
trabajo de verano como guía turístico, pero, en aquel momento, nada sonaba
peor que verse obligado a soportar el calor de Houston y hablarles de
historia antigua a turistas aburridos y a sus mocosos hijos. Ni hablar de
hacer lo que su padre quería que hiciera.
Eric hizo una mueca al recordar el adolescente de mierda que había
sido. Todavía le dolía saber que había desperdiciado esos últimos años de
vida de su padre, arruinándolo todo para « encontrarse a sí mismo» y esas
mierdas.
—Jamás seré como tú, papá —le gritó en una de las últimas
conversaciones que tuvieron en la Tierra—. No me importa la ciencia ni las
matemáticas ni nada de esas mierdas. No quiero ayudar a la NASA a seguir
preparando la eventual colonización de Marte. ¿Nunca te tomas el tiempo
de mirar a tu alrededor? Ya hay suficientes cosas rotas aquí. Si dejaras de
ser tan egoísta te darías cuenta de que es la gente la que necesita ayuda. No
voy a desperdiciar mi vida en una mierda de ciencia en el espacio exterior.
Su padre no dijo palabra, solo obligó a Eric a bajar las escaleras y a
subirse a la camioneta.
—¿Qué demonios, papá?
Su padre levantó la mano bruscamente, apuntando la cara de Eric con el
dedo.
—No te atrevas a hablar así cerca de este lugar, ¿me oyes? A tu madre
le rompería el corazón oírte usar un lenguaje tan sucio.
Y entonces su padre lo trajo aquí.
Cuando la furgoneta se detuvo y todos bajaron, Eric no pudo evitar
comparar las dos experiencias. Con su padre también vino en plena noche,
como ahora, y el campus estaba igual de abandonado, a diferencia de que,
en aquel entonces, el jardincito en frente del edificio treinta, el Centro de
Control, tenía unos bonitos y podados arbustos en la entrada.
El jardín era ahora un desastre: el césped y los arbustos estaban
descuidados; había papeleras vertidas y basura dispersa; uno de los
ventanales delanteros del primer piso había sido destruido y, en la entrada
del edificio, había enredaderas por todas partes.
—Tengan cuidado —dijo David, tomando la delantera para atravesar la
ventana rota. Llevaba un arma automática y otra amarrada en la espalda,
junto con una mochila que, según la imaginación de Eric, solo podía
contener más munición o armas. Sus soldados le siguieron, con las armas
enfundadas, y otros se quedaron atrás para flanquear a su clan.
—¿Qué demonios haces aquí?
Eric observaba a los hombres de David y el edificio, pero al escuchar
las palabras de Drea miró hacia atrás para encontrarla enfrentándose a…
¿Gisela? ¿Qué demonios hacía ella aquí?
Gisela enderezó los hombros y levantó la barbilla.
—Soy tan capaz como cualquiera de estos hombres para hacer guardia.
Y sé cómo usar esto. —Levantó el radio que tenía en la mano y pulsó el
botón del lateral con el pulgar—. Todo despejado por aquí, cambio —dijo,
y el radio de la cintura de David hizo un chasquido.
Eric pudo ver que la cabeza de Drea estaba literalmente a punto de
explotar de lo furiosa que estaba.
David se dio vuelta y se llevó un dedo a los labios. Negó con la cabeza,
claramente exasperado, antes de volverse hacia sus hombres e indicarles
con un gesto que se desplegaran en el primer piso.
Gisela pareció sentirse culpable por un momento, pues se dio cuenta
demasiado tarde de que precisamente ahora no era el mejor momento para
demostrar sus habilidades con la radio de onda corta. Por el amor de Dios,
si había alguien en el edificio, esa simple hazaña los habría delatado.
Pasaron varios minutos de tensión antes de que David regresara y les
indicara que pasaran con un gesto de la mano.
—Está despejado.
Eric soltó el aliento que estaba conteniendo, pero Drea no parecía nada
aliviada; su mirada fulminante hacia Gisela tampoco disminuyó. Le dio un
empujón al pasar por su lado y sus hombros chocaron brevemente.
Gisela puso los ojos en blanco y levantó aún más la barbilla, pero para
Eric estaba más que claro lo desesperada que estaba por tener la aprobación
de Drea.
Él más que nadie lo sabía. Desafió a su padre de forma similar cuando
atravesó este mismo camino con él hace tantos años.
Eric siguió a Drea a través de la ventana, y solo tuvo un breve momento
para mirar a los lados antes de que David le preguntase:
—¿Hacia dónde?
El vestíbulo estaba tan desastroso como el jardín. O peor, porque el
linóleo y la pared de yeso nunca se hicieron para estar expuestos al exterior.
El mural que iba del suelo al techo de la pared y que representaba la
llegada a la luna con las palabras «Centro de Control Histórico» apenas se
distinguía.
Eric no esperaba sentir la dolorosa nostalgia que lo invadió al ver
aquello. ¿Cuántas veces había pasado por delante de esa pared de joven?
Recordó la emoción que sintió cuando por fin fue más alto que el Neil
Armstrong del mural.
Tragó fuerte y le dio la espalda a la pared.
—Por aquí.
Allí estaba la siempre transitada escalera que conducía al centro de
control, tanto la histórica que veían los turistas como la del segundo piso,
donde se llevaban a cabo misiones activas hasta principios del siglo XXI.
Pero a ellos no les interesaban ninguna de las dos. Bueno, tenían que
subir las escaleras hasta el segundo piso, pero solo para poder cruzar hasta
el anexo nuevo del edificio. Eric dirigió el camino y todos le siguieron,
escaleras arriba, hasta el pasillo que llevaba al centro de control.
Esperaba que tuviesen que sacar el lanzallamas para atravesar la puerta
al final del pasillo que siempre estaba cerrada, pero…
—Parece que no somos los primeros en venir después de todo —susurró
David.
Se colocó frente a Eric e hizo señas con la mano. Dos de sus soldados
asintieron y procedieron a cruzar la puerta, con las ametralladoras en
posición.
Eric retrocedió para proteger a Drea. David había dejado guardias en
cada fase de la entrada, dos abajo y dos más en la cima de la escalera.
Cuando finalmente regresó y anunció que todo estaba despejado, se
quedaron dos más en esa puerta. Eso significaba que solo había nueve en el
grupo que guiaba Eric a través del laberíntico túnel de pasillos: los seis
miembros de su clan, Gisela, Franco y Wendall, otro soldado que conoció
Eric en el camino. Jonathan y David habían traído un solo par de gafas de
visión nocturna, pero era más fácil encender algunas linternas para que
todos pudieran ver a medida que se adentraban en las entrañas del edificio.
Recordó lo confundido que se sintió la noche en que su padre lo trajo a este
mismo lugar.
—Cuatro veces a la derecha, a la izquierda y luego a la derecha —le
había dicho su padre en tono muy bajo.
Eric susurró lo mismo al caminar y los llevó a una sección del pasillo
con ladrillos pintados de color crema que lucía… exactamente como
cualquier otro extremo del pasillo.
—¿Qué estamos buscando exactamente? —preguntó Franco—. Parece
que saquearon cualquier cosa que pudiese ser de valor en este lugar hace
mucho tiempo. —Señaló con su arma hacia una de las muchas salas
saqueadas por las que habían pasado.
—No sabían qué buscaban —dijo Eric—. ¿Por qué crees que las
paredes internas de este edificio son de ladrillo? Se construyó a principios
del siglo XXI. ¿A nadie le parece extraño eso?
—Pues ahora que lo señalas, sí —agregó David.
Eric asintió y palpó las ranuras de los ladrillos. Estaba en algún lugar
del medio. ¿Dónde había tocado papá? Cerró los ojos e intentó recordar.
Papá tuvo que agacharse un poco. Eric recordó que en ese momento se
preguntó qué demonios hacía su padre, agachado en un pasillo que daba
hacia ninguna parte a medianoche.
Eric se agachó ligeramente y siguió pasando los dedos por las ranuras
de los ladrillos y…
Bingo.
Palpó el botón que presionó su padre aquella noche e hizo lo mismo. No
hubo respuesta inmediata y le preocupó que en los años transcurridos desde
la muerte de su padre hubiesen automatizado la apertura mecánica.
Pero no, cuando miró a la esquina del pasillo a algunos metros de
distancia, el panel de ladrillos falsos de medio metro de ancho se desplazó
parcialmente a los lados para descubrir una larga palanca de metal.
Eric corrió de prisa hacia esta. Como pensó en un principio, el panel no
se deslizó por completo.
—Ayúdenme a abrirlo por completo.
David y él empujaron la pequeña puerta de medio metro para abrirla y
exponer la palanca en su totalidad. Bien. Tenía sentido. Este era el sistema
de respaldo en caso de que el sistema electrónico dejase de funcionar por
alguna razón, o en caso de un ataque de pulsaciones electromagnéticas.
—¿Tiras de eso y luego qué? —quiso saber Franco—. ¿Cae la cortina y
descubrimos que todo este tiempo hemos estado en Oz?
Eric puso los ojos en blanco mientras David agarraba la palanca con
ambas manos; sus bíceps se abultaron mientras la movía hacia abajo.
Cuando lo hizo, otro panel de ladrillos falsos se hundió en la pared y
luego, tras empujar un poco más, el panel se deslizó hacia un lado sobre un
riel y apareció la escalera.
—Ahí está —dijo Eric, extendiendo una mano—. La entrada de
emergencia al verdadero Centro de Control. Al menos aquel centro donde
se hacía todo lo verdaderamente importante.
Eric pudo ver el asombro en los rostros de los demás que él mismo
sintió la primera vez que vio la puerta secreta abrirse, sobre todo en el de
Gisela.
—Increíble —susurró ella, con los ojos abiertos de par en par.
—Tú te quedas aquí—le espetó Drea a Gisela y miró a Eric—. ¿Dijiste
en nuestras reuniones que hay dos salidas del edificio desde este punto?
Eric asintió.
—La primera es por donde hemos entrado. La segunda está si sigues por
este pasillo, cruzas a la derecha, a la izquierda, atraviesas el pasillo y ves
otro que se ramifica a mitad de camino a la derecha, con una puerta. Esa es
la salida que da hacia el estacionamiento trasero. Estacionamos la segunda
furgoneta junto al siguiente edificio al este.
—¿Escuchaste? —dijo Drea tomando a Gisela por el antebrazo—.
Repítemelo. ¿Dónde están las salidas?
Gisela apretó la mandíbula, pero repitió lo que había dicho Eric. Drea
parecía mínimamente apaciguada.
—A la primera señal de peligro te largas de aquí, ¿entendiste? —
reprendió Drea.
—¿Y qué hay de mí, cariño? —preguntó Franco—. ¿A mí no me hablas
con ese tono serio?
Drea lo ignoró, tenía la mirada clavada netamente en Gisela.
—Entendido —anunció Gisela sacudiendo la mano—. Puedo hacerlo.
Ahora vayan a encargarse de lo que han venido a hacer.
Drea no asintió ni pareció más contenta con la situación, pero sí que
sacó su Glock de la funda que tenía en la cadera y se la entregó a Gisela.
—Recuerda: quitas el seguro, separas los pies un poco más que la
anchura de los hombros, y te fue mejor con el pie izquierdo hacia delante,
así que…
—Entendido —repitió Gisela, ruborizándose al mirar a los demás. Drea
no vio o no le importó estar avergonzando a la jovencita. Se limitó a mirar
detrás de Eric.
—Billy y Garrett: ustedes también se quedarán aquí arriba.
—Ni lo pienses —dijo Garrett—. Iré donde tú vayas.
—Yo también —agregó Billy.
—Todo despejado —llamó a lo lejos David a mitad de la escalera.
Eric esperaba que Drea comenzara a gritarles a Garrett y Billy, pero más
bien se acercó y los tomó de las manos.
—Por favor. Los necesito aquí para que sean mis ojos y mis oídos. Si
pasa algo, nos quedaremos ahí atrapados. Necesitaremos que estén aquí por
si necesitamos que nos despejen el camino.
Los ojos de Garrett brillaron, sin duda al pensar que le pasara algo a
Drea. Eric juraría que el ADN de ese tipo era mitad perro guardián, cosa
que estaba bien para Eric. Cuanta más gente cuidara de Drea, mejor, en lo
que a él respectaba; sobre todo con lo mucho que ella había arriesgado su
vida últimamente.
Al final, Garrett aceptó el radio que le tendió Jonathan y Billy se quedó
a su lado mientras Drea bajaba las escaleras con una linterna en mano. Eric
y Jonathan iban justo detrás de ella. Bajaron un nivel, luego otro, luego un
tercero y un cuarto.
Cuando Eric finalmente llegó abajo, solo había una pequeña plataforma
de hormigón y una puerta con… Santo cielo, una pantallita de un escáner
biométrico junto a la puerta totalmente iluminada.
Drea corrió hacia la pantalla del escáner y colocó su mano en el
contorno para manos. Hubo un pitido y un destello antes de la señal roja
que decía «Acceso denegado» en la pequeña pantalla.
Drea se volvió para mirar a Eric.
—Funciona. Tenías razón. Las pulsaciones electromagnéticas no
pudieron llegar hasta aquí abajo. Pero ¿qué energía lo ha alimentado todo
este tiempo?
Eric se metió la linterna que llevaba bajo el brazo y se acercó a mirar la
pantalla.
—Papá me dijo que hay un generador secundario para este lugar.
Bueno, dos generadores; uno que funciona con energía solar y otro con
combustible fósil, muy a la antigua. Se activa por movimiento, por lo que lo
encendimos al bajar. —Eric agitó la mano a su alrededor.
—Tiene razón. La pantalla se iluminó justo cuando bajamos las
escaleras —confirmó David—. Muy bien, atrás ustedes dos —dijo,
indicándole a Eric y Drea que se alejasen mientras Franco se ponía una
máscara y preparaba su soplete.
Tardaron más de una hora en perforar la puerta. Nadie hablaba
demasiado, pero, claramente, Eric no era el único que se sentía ansioso.
Drea había estado dando golpecitos en el suelo con el pie sin parar durante
la última media hora, siguiendo un ritmo que no ralentizó ni siquiera
cuando Jonathan comenzó a masajearle los hombros. David no estaba
mucho mejor; subía las escaleras corriendo para mantener informados a los
demás que estaban plantados como centinelas en lugar de hacerlo desde
abajo.
Todos sabían que ya debía haber amanecido y, aunque habían intentado
estacionar las furgonetas bajo la mayor cantidad de árboles posible, una
justo frente a la salida principal y la segunda a un par de edificios de
distancia, estaban en Texas. Los árboles eran bajos y rechonchos y no
cubrían una mierda.
Cualquiera que mirara y prestara la más mínima atención vería dos
furgonetas negras estacionadas y muy fuera de lugar que no estaban ahí
hace un día.
Un ruido estruendoso hizo que la atención de Eric volviera a la
plataforma y que Drea se pusiera en pie de un salto. La puerta había caído
hacia dentro emitiendo un gran estruendo.
—Tengan cuidado con lo que pisan. —David se subió encima de la
puerta en el suelo y extendió una mano para sujetar a Drea cuando ésta se
acercó a él—. Esos escombros pueden quemarte el zapato en segundos.
Drea asintió y entraron a la sala. Eric fue tras ellos, pisando con todo el
cuidado del mundo para evitar hacer contacto con el área todavía
chisporroteante. Jonathan lo siguió.
Eric evaluó toda la sala con la linterna, listo para encontrar un desastre
como en el resto del edificio; que los escritorios estuvieran volcados y los
ordenadores hechos pedazos por todo el suelo.
Pero cuando entró y echó un vistazo, notó que todo estaba en perfectas
condiciones.
En la sala había tres filas de mesas dispuestas en un gran círculo,
parecido a los asientos de los estadios. Lucía igual que la noche en que su
padre le trajo aquí.
La única diferencia era que aquella noche se escuchaba el zumbido
estático de los ordenadores y que en el centro de las mesas dispuestas en
círculo había una proyección tridimensional de la Tierra, de unos dos
metros de diámetro, con cientos de pequeños satélites orbitando alrededor.
Ahora, sin embargo, el espacio estaba vacío.
—Muy bien. Démonos prisa —dijo David, con tono de voz cortante—.
Ya llevamos demasiado tiempo aquí.
Eric se acercó a la consola que un día fue de su padre, la primera fila,
segunda desde el corredor, se sentó y pasó las manos por la pantalla
cristalina y el pequeño orbe de control apoyado en su soporte.
—Santos cielos, miren esto —dijo Drea.
Eric miró a Drea, que salió de un almacén y traía junto con Franco una
caja de aspecto pesado que dejaron en el escritorio más cercano.
—¿Qué?
Drea metió la mano dentro de la caja y sacó algo que a Eric le pareció
un portátil al principio, pero no; era demasiado grande y tosco para eso.
—Mini paneles solares —dijo Drea pronunciando cada palabra con
alegría.
—De tipo militar —agregó Franco—. De las que tienen noventa y ocho
por ciento de eficiencia. Como enchufes algo a este bebé tendrás energía
durante horas.
—Pero ¿qué vamos a enchufar aquí? —preguntó Drea bruscamente y
corriendo de vuelta al almacén y volver—. Miren esto.
Sonrió de oreja a oreja, sujetando dos portátiles delgados junto con
varias tabletas cristalinas. Era lo último en tecnología. Cielos, si
funcionaban…
—Hay unas diez tabletas aquí, cinco portátiles más y dos cajas con diez
paneles de energía solar.
—Puede que no tengamos una ciudad con redes eléctricas, pero
tendremos tanta tecnología como el mismísimo Travis —dijo David, con
una rara sonrisa que le iluminaba el rostro—. Tal vez más, y en mejor
estado. —Luego su mirada se volvió calculadora—. Ahora solo
necesitamos ir a San Antonio.
Drea buscó en su mochila y sacó el teléfono satelital para entregárselo a
David. Él lo cogió, pero miró a Jonathan, el cual todo este tiempo había
estado trabajando en un panel abierto a lo largo de la pared del fondo.
—¿Cuál es la contraseña, Jon?
—Dame un segundo.
Y, en efecto, apenas un segundo después se iluminó la sala gracias a las
luces del techo y a las estaciones de consola. Incluso la enorme proyección
de la tierra en el círculo central entre escritorios cobró vida, junto con los
cientos de pequeños satélites de diferentes colores orbitando. Cada color
representaba un tipo diferente de satélite: el azul, los satélites de
telecomunicaciones; el rojo, para imágenes geoespaciales; el verde, para el
clima.
—Muy bien, hemos entrado —anunció Jonathan, acercándose
rápidamente a la consola más cercana.
Desde que habían encendido la energía, todas las pequeñas órbitas de
exploración cobraron vida también, flotando a unos centímetros de sus
bases. Jonathan tocó la pantalla cristalina de la tableta de la consola y luego
hizo girar la órbita, lo que hizo que el globo terráqueo del centro de la sala
girara también sobre su eje.
Drea jadeó y Eric debía admitir que a él también le faltaba un poco el
aire al ver toda la tecnología. Cada cierto tiempo almacenaban energía
suficiente para ver una película en el teatro del pueblo, pero siempre exigía
demasiada coordinación, planificación y energía, así que solo lo hacían una
vez al mes. La exposición de energía que tenían ante sus ojos era
impresionante.
Si Jonathan estaba asombrado por ello, no lo demostró. Deslizaba
pantalla tras pantalla, ampliando el globo terrestre hasta ubicar a los
Estados Unidos al frente, luego a Texas.
—¿Puedes hacerlo? —preguntó David—. ¿Has entrado?
Jonathan no respondió. Tenía el ceño fruncido y el rostro tenso de lo
concentrado que estaba. Alejó la imagen y la Tierra del centro de los
escritorios se hizo más pequeña. Jonathan presionó algo en la tableta y
todos los puntos rojos de las imágenes satelitales se hicieron más brillantes.
Giró la muñeca, haciendo girar el globo, y la Tierra se alejó mucho más,
ofreciendo un primer plano de uno de los satélites.
Jonathan tecleó en un pequeño teclado que la tableta proyectaba y
entonces todos observaron el satélite girar y comenzar a moverse en
dirección opuesta a la que estaba dirigida inicialmente.
—Santos cielos —susurró Eric.
Desde que Drea le contó su idea, siempre había sabido que esta misión
era muy arriesgada. Parecía imposible que llegasen aquí, que encontrasen
todo intacto, que los generadores siguieran funcionando, que la zona
estuviese sin nada de lluvia radiactiva en primer lugar, que…
—Aquí Halcón Alfa. Napoleón positivo.
Eric alzó la vista y encontró a David dando órdenes en el teléfono
satelital.
—Repito: Napoleón positivo. —David asintió—. Halcón Negro fuera.
—Colgó el teléfono y se dirigió al otro soldado, Wendall: —Llevemos
todos estos suministros a las furgonetas.
Wendall asintió con firmeza, luego Eric lo ayudó a subir la primera caja.
—Yo me encargo —dijo Billy acercándose a la caja. Eric alzó una ceja,
pero Billy lo hizo a un lado y se hizo cargo.
Cuando Eric volvió a bajar, David estaba guardando una tableta, un
portátil y un cargador de energía solar en la mochila que había traído.
—¿No nos llevaremos la segunda caja? —preguntó Eric.
—No, Wendall puede subir la segunda cuando vuelva —dijo David—.
Me gusta estar preparado.
—Creí que esa era la consigna de los Boy Scouts —bromeó Drea, y
David le dedicó una sonrisa.
Eric, asombrado, negó con la cabeza. ¿Es que una mujer podía cambiar
de la noche a la mañana?
Tampoco es que la Drea más amable y gentil que tenía enfrente no
tuviera nada en común con la mujer autoritaria y perpetuamente enfadada
que había llegado a conocer tan bien. En el fondo, seguía siendo Drea. Era
demasiado auténtica como para intentar ser algo más. La verdad es que Eric
no sabía cómo describir exactamente la diferencia. Excepto que, por lo
general, mantenía distancia con todo el mundo, y hoy, al menos con su clan,
les había permitido entrar en ese círculo íntimo que normalmente mantenía
totalmente privado. Les había dejado entrar y aquello era algo hermoso.
—Algún día crecerás, hijo —le había dicho su padre hace muchos años,
sentado en esta misma sala—. Y quiero asegurarme de que seas un hombre
con las prioridades claras.
—¿Y eso qué rayos significa?
—Significa que esta actitud de «me las sé todas» no te va a llevar muy
lejos, por lo que veo.
Silencio. Estaba echando pestes por lo estúpido e irracional que era su
padre y pensando en que, apenas llegase a casa, les enviaría un mensaje a
sus amigos para que se reunieran en la casa de Trevor a drogarse y jugar a
Piper6, el último juego FPS VR que había salido.
—Escucha, hijo. —Su padre encendió su consola y el globo terráqueo
del centro de la sala comenzó a rotar mientras su padre hacía girar la
órbita a un lado.
—Uno de nuestros satélites captó esto hoy por la mañana.
Su padre tecleó alguna tontería en su teclado proyectado y la pantalla
cristalina sobre el globo terráqueo se encendió. Era una vista amplia de la
calle de una ciudad muy de cerca; tanto que Eric pudo ver a una mujer en
pantalla que llevaba un billete de lotería en la mano, justo después de salir
de una tienda.
Su padre presionó algo en su tableta y las figuras en pantalla cobraron
vida como si fuera una película.
La mujer metió el billete de lotería en su bolsillo en cuanto vio a un
grupo de hombres merodeando en la calle, pero era demasiado tarde.
La mujer bajó por la calle y los hombres la siguieron. Eric no creía que
fuese el billete de lotería lo que les interesaba. Iban a trompicones,
mareados, borrachos o drogados, sin duda. Pero no tanto porque, cuando
ella corrió, uno de ellos la persiguió, la alcanzó y la llevó a rastras a un
callejón con la boca tapada.
—¡Por Dios, papá! —Eric saltó hacia atrás desde el escritorio y se
apartó de la pantalla—. ¿Qué demonios?
—Sigue mirando.
—No. ¿Qué coño pretendes con todo esto?
—Que sigas mirando.
Eric se negó a seguir mirando y se apartó. Pero cuando una luz
intermitente, procedente de la pantalla que tenía a su espalda, invadió la
sala, no pudo evitar girarse para ver lo que ocurría.
Tres patrullas de policías habían llegado al callejón. Se llevaban a los
asaltantes esposados mientras una oficial ayudaba a la mujer a salir del
callejón con un brazo puesto en sus hombros.
Eric se detuvo, ceñudo, aunque sus nauseas se calmaron un poco al
saber que la mujer estaba a salvo.
—Gracias a que nuestros satélites están ahí arriba podemos evitar este
tipo de cosas. Cada día hay más seguridad en las calles, y no solo las calles
del centro de la ciudad; las del mundo entero. Podemos vigilar Sudán,
Afganistán, Rusia. Podemos ver el peligro mientras se desarrolla y hacer
algo antes de que lastimen personas. A esto he dedicado mi vida. Fui a la
escuela de aviación, pero cuando tuve la oportunidad, vine a trabajar aquí
y a ser parte del equipo que mantiene estos satélites, las operaciones y las
solicitudes de información.
Eric negó con la cabeza y volvió a mirar la pantalla, a los policías que
seguían metiendo a los agresores en las patrullas. Claro que este era el
ejemplo que su padre elegiría para mostrarle a él.
—Por Dios, papá. No te pongas paternalista. Tienes una puta cámara
oculta. ¿Crees que esto hará que te respete? Te dedicas a invadir la
privacidad de todo el mundo.
Su padre se quedó boquiabierto.
—¡La policía pudo salvar a esa mujer gracias a nosotros!
Eric se rio.
—Ese es el tipo de lógica que utilizan los dictadores para justificar el
espionaje. «Te estamos protegiendo. Pondremos estas cámaras en tu casa
para mantenerte a salvo de los intrusos». ¿Quién decide quién vigila esto?
¿Quién te puso al mando y te hizo juez, jurado y verdugo? Porque sé que
usas esta misma tecnología para los ataques teledirigidos. No te atrevas a
mentirme. Pones el ojo en cualquier estúpido y luego, puf —agregó Eric
haciendo un gesto con las manos—, ¡desaparece tras la explosión rápida
de una bomba que cayó de la nada!
—Pero nuestro gobierno es bueno. —Papá dio un paso hacia él, pero
Eric retrocedió aún más.
—A veces hay que tener fe, hijo. Fe en que las personas que elegimos
para que nos representen en el gobierno desean lo mejor para nosotros, que
nos protegen lo mejor que pueden. Hoy en día el mundo es un lugar
aterrador. Créeme. Las cosas que veo… —Se le quebró la voz y miró a lo
lejos, con una expresión ligeramente atormentada antes de volver a mirar a
Eric—. Todo lo que quería era mantenerlos a ti y a tu madre a salvo. Para
mí es un honor servirle a mi país. ¿Nunca has tenido fe en algo que sea más
grande que tú?
Eric no. No de una manera que importara. Y no lo haría, no hasta que su
padre muriera de un ataque al corazón y se viera obligado a reconsiderar
muchas cosas.
Su padre tenía miedo.
Eso fue lo que admitió aquella noche, pero, por supuesto, Eric era
demasiado egocéntrico para darse cuenta de ello. Su padre le estaba
diciendo que la razón por la que trabajaba sesenta horas semanales era
porque tenía miedo. Esa fue la misma razón por la que Eric se alistaría en el
ejército ocho años después: las guerras interminables, los ataques
terroristas, las constantes crisis de refugiados en todo el mundo, las
discusiones de todos los expertos que no ofrecían soluciones reales.
Eric se alistó porque quería criar a su hija en un mundo más seguro que
el que se avecinaba, tal como su padre lo había querido para él. Y tal vez
que ambos creyeran que un solo hombre podría marcar la diferencia en un
mundo que ya estaba tan cerca del infierno había sido ridículo e ingenuo.
Nada de posibilidades. Definitivamente habían puesto su fe en las
instituciones equivocadas.
Pero si Eric y este equipo ahora podían acabar con Travis y podían
formar parte de la construcción del nuevo gobierno… Si pudiesen hacer las
cosas de mejor forma que el mismo presidente Goddard… No sería difícil,
teniendo en cuenta el borracho asqueroso en el que este se convirtió.
Podrían exigir más reformas, más leyes, más orden. Tal vez podrían
sacar a este país del abismo y convertirlo en la nación que siempre debió
ser; el tipo de nación que imaginaron los fundadores de los Estados Unidos,
pero esta vez serían conscientes de todos los errores y pecados del pasado, y
podrían, con la voluntad de Dios, evitar repetirlos.
Eric miró a Drea, la cual seguía clasificando las cosas del almacén, de
vez en cuando sacando objetos y añadiéndolos a una creciente montaña
afuera de la puerta.
Su rostro era de concentración pura mientras clasificaba otra caja, y Eric
tuvo un pensamiento vago: «qué buena presidenta sería».
Parpadeó un poco sorprendido por la idea, pero luego asintió con la
cabeza, pues mientras más lo pensaba más le gustaba. Quizá lo que el país
necesitaba esta vez era una madre fundadora en lugar de un padre.
El teléfono satelital sonó, sacándolo de sus pensamientos. David
contestó.
—Alfa por aquí. ¿Pasa algo con Napoleón? —David volvió la cabeza
hacia Eric—. Ese no es el fin de esta línea. Despejen la línea únicamente
para comunicados oficiales.
David frunció más el ceño, claramente molesto. Eric se acercó a él. ¿Por
qué había mirado hacia donde estaba Eric de esa manera? A menos que
fuera…
—Tu padre está ocupado… —comenzó a decir David, pero Eric le
arrancó el teléfono.
—¿Sophia? ¿Pasa algo?
—Papá —dijo Sophia—. Gracias a Dios.
—¿Qué pasa? ¿Los hombres de Travis han encontrado las cuevas? ¿Se
encuentran bajo ataque?
—No. Dios, no, papá. Nada de eso.
Eric se frotó la cara con la mano. Esta jovencita. Un día de estos le iba a
causar un infarto.
—El general tiene razón, querida. Tenemos que mantener esta línea…
—Me voy —le interrumpió Sophia—. Quería despedirme de ti porque
no estaré cuando vuelvas.
—¡¿Qué?!
—Papá, no grites.
—Entonces no me digas tonterías.
—No puedes verme como una niña toda la vida, papá. Te apuntaste al
ejército cuando tenías mi edad.
—Tenía veintiún años cuando me apunté al ejército. —Eric luchó por
mantener una voz calmada. A veces Sophia era impulsiva y tenía ideas
descabelladas. Pero, Dios mío, estaba en una misión ahora mismo. No tenía
tiempo para esto—. No tienes ni diecinueve.
—Cumplo diecinueve en una semana.
—Por Dios, Soph, ¿de qué estamos hablando? Déjate de tonterías. No
vas a ir a ninguna parte. Volveré pronto y entonces podremos…
—Ahí está otra vez. Me subestimas como si fuera una niñita. Nos acaba
de llamar el gobernador de Santa Fe. Están reconstruyendo lo que queda de
Nuevo México, pero necesitan nuestra ayuda y quieren hacer un
intercambio. Dicen que tienen muchos hombres que estarían dispuestos a
luchar con nosotros, papá. Iré como representante de Texas Central del Sur
a pedirles su ayuda.
—¿De qué demonios estás hablando? —Eric sintió que la vena de su
frente estaba a punto de estallar. Esto era lo último con lo que necesitaba
lidiar ahora mismo—. Un desconocido habló con… No puedes… No vas
a…
Apenas podía encontrar las palabras para responder a la magnitud de la
estupidez que su hija acababa de decir. Si se iba sola… Dios santo, los
hombres de Travis estaban por todas partes. Si se apoderaban de su niña,
iban a…
—Escucha, Finn Knight viene conmigo. Nos llevamos un teléfono
satelital para poder hablar de esto luego. Puedo cuidarme sola, papá —dijo
ella, un poco irritada y como si no escuchara una sola palabra de lo que él le
decía.
—¡No puedes! —estalló Eric—. ¡Absolutamente no! He hecho un
sacrificio tras otro durante toda tu vida para que nunca tuvieras que saber lo
brutal, miserable y aterrador que es el mundo. Así que no, no vas a ir a una
estúpida y absurda…
—¡General! —exclamó Jonathan.
Eric percibió el pánico en la voz de Jonathan y lo vio señalando la
pantalla encima de la proyección central. Era el complejo de la NASA.
Jonathan había ampliado el edificio en el que se encontraban todos en este
momento, y rodeándolos había hombres bajándose de motocicletas, todos
armados hasta los dientes.
CAPÍTULO 28
JONATHAN
Jonathan giró la órbita para ver más de cerca.
Los dos hombres que cargaban la caja claramente habían escuchado el
rugido de las motocicletas acercarse, por lo que la dejaron caer y cogieron
sus armas.
Pero era demasiado tarde. No había ningún lugar para defenderse en
aquel jardín vacío. Uno de los soldados, aparentemente Wendall, se lanzó
en un cubo de basura.
Ambos fueron abatidos ante sus ojos.
—¡Billy! —gritó Drea, extendiendo la mano como si pudiera detener lo
que estaba sucediendo.
—¿Cuánto tiempo te falta para redireccionar el resto de los satélites? —
soltó David.
—Mucho —dijo Jonathan, volviendo a girar la órbita para alejarse.
Tenía que atravesar la atmósfera y ver el globo hasta que todos los
satélites fuesen visibles, no solo los geoestacionarios sino los
geosincrónicos que creaban una banda alrededor del ecuador de la Tierra,
parecido a los anillos de Saturno.
Había cientos. Miles. Siempre fue muy ambicioso pensar que tendrían
tiempo suficiente para venir y redireccionar todas las imágenes satelitales
de los Estados Unidos en unas pocas horas, pero era una posibilidad.
Ahora de eso no quedaba nada.
—¿Operación Amanecer Negro? —preguntó Jonathan con voz
temblorosa.
Hubo un momento de silencio, pero muy breve. Entonces la voz
confiada de David ordenó:
—No. Operación Hellen Keller.
En vista de que Jonathan no respondió de inmediato, David gritó:
—Confirme que la operación Helen Keller está en marcha, soldado.
—Positivo. Helen Keller está en marcha.
En el fondo se escuchaban voces frenéticas; la de Eric hablando por
teléfono con su hija o la de Drea gritando por los radios a cualquiera que
pudiese escuchar, pero Jonathan apretó los dientes y se concentró
únicamente en la proyección que tenía enfrente.
Giró la órbita inalámbrica y manipuló tableta para seleccionar la
agrupación de satélites que David había indicado.
Todos los satélites que David había indicado.
Jonathan repasó el protocolo para iniciar los subprogramas de
autodestrucción. No solo los redireccionaría lejos de Texas; en ocho
minutos, todos los satélites que había seleccionado apuntarían la Tierra y se
quemarían al volver a ingresar a la atmósfera terrestre. Todos se destruirían.
Nadie tendría vista satelital nunca más; ni Travis, ni ellos, ni nadie. Al
menos los que dependían de los satélites estadounidenses. Nunca más.
Eso es lo que habría implicado la operación Amanecer Negro:
destrucción de todas las imágenes satelitales, nadie podría tener acceso. Sin
embargo, la operación Helen Keller iba un poco más lejos.
El dedo de Jonathan titubeó encima de la tableta y del comando
«confirmar autodestrucción».
—No hay tiempo, soldado —dijo David, con voz inquebrantable—.
Cumpla sus órdenes.
Así que Jonathan hizo lo que mejor sabía hacer, al menos desde que
conoció a David Cruz: siguió las órdenes. Presionó el botón y comenzó la
cuenta regresiva.
La cuenta regresiva no solo para destruir las imágenes satelitales, sino
también la comunicación. En ocho minutos, no, en siete minutos y
cincuenta y un segundos, los teléfonos satelitales dejarían de funcionar. El
escaso internet probablemente se caería.
David acababa de hacer lo que ni las pulsaciones electromagnéticas
pudieron: los había llevado de vuelta a la prehistoria para siempre esta vez.
No. David no lo hizo. Lo hizo Jonathan.
Se recostó en la silla y se pasó las manos por el cabello. ¿Qué rayos
acababa de hacer?
Ni la operación Amanecer Negro ni Helen Keller se discutieron con el
consejo. David no creyó que tuviesen las agallas para afrontarlo.
—Si algo sale mal y no tenemos tiempo para redireccionar los satélites,
tenemos que asegurarnos de que el viaje no sea en vano —le había dicho
David. Tenemos que quitarle la visibilidad a Travis de una forma u otra.
—Esto ni siquiera fue idea tuya —argumentó Jonathan—. ¿De repente
eres el que más la respalda?
—Debería haberlo pensado. Fue un descuido de mi parte asumir que la
NASA había sido destruida junto con Houston. Es brillante cegar a Travis.
Y si llegamos a eso, los ensordecemos también. No podemos desperdiciar
una oportunidad como esta. Tenemos que eliminar los satélites de
comunicación mientras podamos.
—¿Te has vuelto loco? —gritó Jonathan, y luego se controló
rápidamente para que nadie que estuviese en los túneles cercanos los
escuchara. Dependemos de los teléfonos satelitales tanto como Travis.
Incluso más teniendo a nuestros hombres dispersos en las colinas. ¡No
podrás comunicarte con ellos!
—Los prepararé para que sepan lo que viene. O al menos les haré
saber que la Operación Helen Keller es una posibilidad. Obviamente, la
opción óptima es poder redirigir los satélites a corto plazo, y luego volver a
ponerlos en funcionamiento una vez Travis esté puesto en su lugar. Pero
Jonathan, tú y yo vivimos en el mundo real. Sabes cómo es la guerra. Este
plan es deficiente mejor de los casos, llevado a cabo en un día sin conocer
el área, los planos, las amenazas locales, si sigue siendo viable o no…
—Lo entiendo —lo interrumpió Jonathan—. Pero tomar una medida tan
drástica…
—¿Has mirado a tu alrededor desde que llegamos aquí? —La vena del
cuello de David palpitó cuando señaló la cueva que los rodeaba—. Esta es
una batalla por la supervivencia. No es solo por ti y por mí, ni siquiera por
nuestros hombres escondidos en esas colinas. ¿Has visto a los hombres y
mujeres de estas cuevas? ¿A las familias? Has visto los almacenes de
comida. Tenemos suficiente para sobrevivir quizá por una semana y media
con los mil setecientos que estamos aquí. Después, la gente empezará a
morir de hambre. Los hijos de esas mujeres, la próxima generación y el
futuro de este planeta, empezarán a morir de hambre o serán expulsados y
estarán a merced de Travis. A un país lo hace su gente, Jonathan. Tenemos
la oportunidad, y es una oportunidad muy pequeña, de luchar por este país,
su país, antes de que se pierda a manos de un loco por quién sabe cuánto
tiempo. Así que sí, si pierdo la comodidad de coger un teléfono y llamar a
alguien que está a cientos o a miles de kilómetros de distancia, no pasa
nada. Lo humanidad sobrevivió sin esto y nosotros sobreviviremos sin esto
otra vez. Veremos si usamos el puto telégrafo otra vez si es necesario, pero
tendremos un país.
—Tendremos un país —susurró Jonathan para sí mismo al apartarse de
la consola y ponerse en pie.
Seis minutos y treinta y ocho segundos.
—¡Oye! —gritó Eric.
Jonathan miró a su alrededor, todavía con una mano en la cabeza. David
estaba volviendo a marcar en el teléfono satelital, ignorando a Eric. Drea
corría hacia las escaleras. Mierda. Con su complejo de salvadora quién sabe
qué haría si la perdían de vista. Ni siquiera tenía arma; se la había entregado
a esa polizona, Gisela. Jonathan sintió el repentino impulso de golpear al
soldado que se dejó engatusar para que esa chica viniera en la otra
furgoneta. Sería una distracción y Drea tenía que estar más enfocada que
nunca si querían salir con vida de aquí.
Eric seguía discutiendo con David, el cual le había dado la espalda y
estaba gritándole a la persona del otro lado de la llamada que la operación
Helen Keller estaba en marcha.
Jonathan agarró a Eric por el brazo.
—Drea —llamó y señaló hacia donde corría ella, por la puerta metálica
derrumbada.
Fue todo lo que hizo falta decirle a Eric. Inmediatamente se dio la
vuelta y corrió.
—Drea, espera. ¡Drea!
Jonathan corrió tras ellos.
Pero no se iba a frenar por nadie, y vaya qué era rápida la mujer. La
pequeña ventaja que había conseguido era suficiente para estar a una
escalera por delante de ellos.
Jonathan pasó a Eric en la escalera. Quizá Eric estaba en forma, pero
Jonathan entrenaba con el general David Cruz. Mientras corría en la
oscuridad, agarró al pasamanos para estabilizarse en la oscuridad.
Sin embargo, Drea llegó a la cima antes que él. Jonathan oyó los gritos
mientras salía de la oscuridad del hueco de la escalera hacia el frenético
movimiento de linternas.
—Silencio —indicó Jonathan.
Miró a su alrededor e hizo un recuento rápidamente de los cuerpos de
dos en dos. Ahí estaban Franco y Gisela, Billy y Garrett, además de los dos
soldados que habían dejado vigilando la puerta de entrada donde
comenzaban los pasillos laberínticos. Debieron correr en este sentido
cuando comenzó el ataque.
Drea abrazaba a Billy mientras éste le explicaba que un soldado del
frente había tomado la caja y lo había hecho entrar.
Pero la celebración duró poco, porque unos escasos momentos
después…
Pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum.
Jonathan se abalanzó hacia Drea, tirándola al suelo mientras buscaba de
dónde provenían los disparos.
Franco había hecho lo mismo con Gisela, que gritaba, pero hacia el
radio que traía en la mano.
—¿Hola? —gritó—. ¿Alguien me escucha? ¿Arthur? ¿Art? Vamos.
¿Christian? ¿Me escuchas? ¿Alguien me escucha?
Jonathan definitivamente escuchó voces a través de la frecuencia, pero
ninguna de sus hombres ni de David. Se arrastró por el suelo y le arrancó la
radio de la mano.
—¡Silencio! —ordenó de nuevo.
—¡Pero los hombres! —exclamó Gisela, medio histérica mientras
trataba de arrastrarse para salir de debajo de Franco—. ¡Tenemos que ir a
ayudarlos!
Jonathan miró a Franco por encima de la cabeza de ella.
—Es demasiado tarde —dijo Franco con voz suave, apartándose de ella
lentamente—. Ya no están.
Drea se quitó a Jonathan de encima, se acercó a su amiga y la abrazó.
Jonathan negó con la cabeza. No tenían tiempo para esto.
Si los intrusos ya estaban en el edificio, era cuestión de tiempo para que
encontraran el camino hacia la sección más nueva. Quizá los pasillos eran
laberínticos, pero el edificio no era demasiado grande. Los miembros de la
pandilla acabarían tropezando con ellos. Tenían que salir ya.
Jonathan volteó a mirar hacia a la escalera que daba el sótano del Centro
de Control. ¿Dónde rayos estaba David?
Gisela siguió alargando el brazo hacia el radio.
—¡No sabes si están muertos! Tenemos que saber qué está pasando.
—Suficiente —dijo Jonathan mirando por última vez hacia el sótano—.
Levántala, Franco. Vayamos por la salida trasera. David nos seguirá.
Franco asintió y tanto Drea como él levantaron a Gisela.
—No dejen que haga ruido —susurró Jonathan con voz severa—. Y
apaguen las linternas. Si podemos mantenernos callados y en la oscuridad,
tendremos ventaja táctica. Ahora formen una fila y coloquen la mano en la
espalda de la persona que tienen adelante.
Hicieron más o menos lo que Jonathan les indicó, y uno por uno,
apagaron sus linternas. A Gisela tuvieron que arrancarle la linterna de la
mano y Jonathan se sintió aliviado al ver que Drea también le quitaba el
arma.
Jonathan se puso los anteojos de visión nocturna que había traído y se
acercó a Drea.
—¿Qué esperas?
Jonathan miró por encima del hombro y vislumbró a David aparecer de
repente en la escalera. Tuvo que reprimir su frustración y su furia, sobre
todo cuando vio la gran mochila que llevaba en la espalda y una segunda
bolsa colgada al hombro. ¿De verdad había estado ahí abajo cogiendo
provisiones y perdiendo preciados minutos cuando sus hombres estaban
aquí arriba perdiendo sus vidas?
Como sea. Jonathan no podía permitirse el lujo de pensar en ello ahora.
Tenía una sola misión: sacar a esta gente viva de aquí.
Jonathan tiró de la correa de su ametralladora y la giró para tomarla en
sus manos. Se la subió al hombro con destreza y observó por la mirilla.
Dejó un dedo puesto en el gatillo mientras guiaba a su equipo hacia la
salida trasera, al frente de la fila por el pasillo.
El silencio que siguió a las discusiones y a los disparos por el radio,
junto con la repentina y completa oscuridad de los pasillos internos, le
dieron a Jonathan la incómoda sensación de estar entrando en un mundo
diferente, o de estar despertando para encontrarse en otro sueño. En este
caso, una pesadilla. Con la excepción de que Jonathan se sentía muy vivo
con toda la adrenalina que le corría por las venas. Llegaron a una T en el
pasillo.
«A la derecha». Jonathan recordó las instrucciones de Eric. También
había mirado los planos del edificio cuando estuvo abajo.
Los visualizó en su cabeza. El camino de salida era fácil: derecha,
izquierda, derecha.
Estaban mucho más cerca de la salida trasera de lo que lo estaría
cualquiera que entrara por la puerta del edificio nuevo, sobre todo porque le
desorientaría el laberinto de los pasillos. A menos, claro, que quienquiera
que fuera hubiese estado aquí antes y supiera que había un camino muy
sencillo hacia la salida trasera si tomabas la tercera a la derecha y cruzabas
todo el largo pasillo del edificio.
Jonathan aceleró el paso al doblar la esquina y se mantuvo agachado,
siempre consciente de ir lo suficientemente lento como para que la persona
que le tocaba la espalda —tal vez Drea— no lo perdiese.
Hasta ahora todo iba bien. Ahora venía la izquierda. Disminuyó el paso
y, con los latidos del corazón unas quinientas veces más rápido que su ritmo
normal, asomó la cabeza.
Pero no había nada, ni pasos, ni voces, ni luces de linternas. Solo más
oscuridad verdosa a través de sus anteojos.
Dobló rápidamente en la esquina, deteniéndose solo el tiempo suficiente
para comprobar que no había perdido a la persona que tenía detrás. El ligero
tirón a su chaleco táctico le indicó que sí, que todavía seguían con él.
Sin embargo, la respiración de Jonathan no se calmó ni un poco. Si por
casualidad los intrusos sabían que debían tomar el otro camino, aquí era
donde los encontrarían, viniendo ellos desde el extremo opuesto.
Pero a mitad de este pasillo era donde se ramificaba el rincón que daba
a la puerta trasera, así que no había forma de evitarlo.
Iban a estar bien. Estaban moviéndose bastante rápido. Llegarían allí
en…
—¿Dónde están esos cabrones?
A lo lejos parpadeó una luz que iluminaba el final del pasillo.
Maldición.
Los motociclistas se acercaban desde el pasillo largo, justo lo que temía.
Jonathan calculó la distancia hasta el rincón con la poca luz. Nueve
metros. Quizá podían llegar antes de que los motociclistas los rodearan y
comenzaran a disparar.
Drea. Su esposa. Su familia.
Quizá no era suficiente.
—¡Corran! —susurró David desde atrás donde estaba, mientras
Jonathan se giraba, llevaba bruscamente a Drea y la arrastraba a ella y, en
consecuencia, a Gisela, a quien Drea sujetaba, hacia una de las oficinas
destruidas del pasillo.
Billy, Eric y Garrett fueron con ellos también y, finalmente, Franco y los
otros dos soldados. David fue el último, y aunque Jonathan no podía verle
el rostro en la oscuridad, pudo sentir la furia de su general. En casi una
década había desafiado una orden directa.
¿En qué demonios pensaba David con que intentaran correr? Podría
haber hecho que los mataran a todos. Ahora también, cuando se tardó tanto
en subir. Ya habrían salido por la puerta trasera si él no se hubiera detenido
a abastecerse de lo que fuera que hubiere en sus preciadas bolsas.
Lo que Jonathan sabía era que ahora tenía nuevas prioridades y hasta
que no estuviese seguro de que David estaba en la misma sintonía que él, ya
no podía seguirlo a ciegas. No cuando las vidas de su recién descubierta
familia estaban en juego.
Menos de diez segundos después, unos rayos de luz iluminaron el
pasillo que pasaba por la oficina donde estaban escondidos. Nunca habrían
llegado al rincón.
O… ¿sí? ¿Y si Jonathan y David hubiesen disparado mientras todos
salían, haciendo que los motociclistas retrocedieran lo suficiente para que
su grupo llegase al rincón y saliese por la puerta trasera? Maldita sea. Tal
vez David tenía razón y Jonathan lo había arruinado todo.
Jonathan torció la boca. Odiaba no confiar en David. Todo estaba mal.
Pero si David estaba tomando las decisiones equivocadas, alguien tenía que
cuestionarlas.
Sin embargo, no había vuelta atrás. Con la escasa luz proveniente de las
linternas lejanas, Jonathan pudo ver a Drea protegiendo a Gisela con su
cuerpo y a Eric intentando proteger a Drea. Billy y Garrett se interpusieron
entre ellos y la puerta. Jonathan se acercó a David y a los demás soldados
que estaban en posición de ataque justo al lado de la puerta.
Quizá David estaba igual de enfadado con él, pero habían estado juntos
en el campo de batalla demasiadas veces como para dejar que eso importase
ahora. David alzó un puño y levantó los cinco dedos. Jonathan y los demás
asintieron y esperaron la cuenta regresiva.
Las voces se escuchaban más fuerte y las luces se veían cada vez más
brillantes.
Cinco.
Cuatro.
—¿Escuchaste el grito de esa mujer por la radio? Pido ser el primero.
Tres.
—Bien, pero no la estires demasiado. Quiero que esté apretado cuando
le desgarre el coño a esa zorrita.
Dos.
—Pues voy a…
El hijo de puta no alcanzó a terminar la oración, porque Jonathan y
Franco salieron de la oficina y dispararon las ametralladoras en dirección a
la luz.
CAPÍTULO 29
DREA
Gisela, aterrorizada, soltó un chillido cuando comenzó el tiroteo y Drea le
tapó la boca con una mano. Drea abrazó a la joven y rezó por el perdón que
sabía que no merecía.
La gente que amas y en la que confías te defraudará y te lastimará. Esa
era una verdad tan profundamente arraigada para Drea como la cicatriz de
la quemadura de cigarrillo que tenía en el antebrazo izquierdo de aquella
vez que mamá la atacó durante uno de los estragos causados por la
metanfetamina.
Pero cuando Drea miró los ojos aterrorizados de Gisela, se dio cuenta de
que esta vez era ella la que defraudaba a la gente que confiaba en ella.
Porque debió anticipar lo testaruda que sería Gisela. Lo había visto en
su mirada desafiante ayer por la noche. Por supuesto que encontró la
manera de infiltrarse para venir a la misión después de todo. Probablemente
en un absurdo intento de impresionar a Drea. Y esto podría acabar con su
vida.
Luego estaba Billy. ¿En qué demonios pensaba cuando lo dejó venir?
Alguna persona de las cuevas pudo haber cuidado que se mantuviera
alejado de la reserva de medicinas. Fácilmente pudo haber sido él a quien
vio morir por la transmisión satelital.
Incluso Eric. Pudo haberles dibujado la dirección a la sala secreta. Tenía
una fractura en el brazo, por el amor de Dios. No tenía por qué estar en una
misión. De acuerdo, lo que hizo para conseguir que el último panel secreto
abriera la palanca de la escalera fue algo muy específico, pero pudo guiarlos
por el teléfono satelital.
No había ninguna necesidad de que todos vinieran. Mucho menos de
que todos vinieran a morir.
A Drea se le contrajo el pecho y se aferró con más fuerza a su Glock.
Sin embargo, relajó conscientemente el dedo en el gatillo. Lo último que
necesitaban ahora mismo era que ella les disparase por accidente a Jonathan
o Garrett o a uno de los soldados en el culo. Ya tenían suficientes problemas
como para que ella agregase sus manos de gelatina a la mezcla.
Drea mantuvo la mirada fija en la puerta. Apenas podía distinguir quién
era quién en la oscuridad. Los hombres eran siluetas contra las luces de las
linternas del pasillo. Tensa, observó a uno de los hombres cambiar de
posición e inclinarse un poco más para seguir disparando mientras otro se
apartaba para recargar su cartucho.
El estruendoso grito de Gisela le atravesó el oído a Drea cuando uno de
los hombres de la puerta cayó al suelo como si fuese plomo.
Oh, Dios, no. Todo el aire le abandonó el pecho. ¡Jonathan! ¿Era
Jonathan?
Y así, sin más, Drea estaba otra vez en aquel húmedo sótano de hace
diez años, cuando obligaron a su padre a arrodillarse frente a ella.
Los ojos llorosos de su padre buscaron los de ella en ese último
momento cuando el padre de Thomas se paró detrás de él, le apuntó en la
nuca y…
—¡Franco! —exclamó Gisela, sollozando y luchando por zafarse de los
brazos de Drea. Fue suficiente para que Drea volviera a la actualidad y
detuviera el desencadenamiento de sus propios demonios antes de que la
inundaran.
Y para ver que el cuerpo que Garrett había arrastrado de vuelta a la
oficina no era Jonathan, después de todo; era Franco, su chófer, el hombre
de la sonrisa de diez mil vatios y los miles de chistes malos. Billy estaba
inclinado sobre él, con los dedos en su cuello, pero se apartó, negando con
la cabeza.
No. Se negaba a aceptarlo aun cuando tenía la evidencia frente a sus
ojos. Franco no podía estar muerto. Hace apenas unas horas había estado
riendo y contando chistes estúpidos y…
—¡Al suelo! —gritó David antes de lanzar algo al pasillo.
Jonathan se abalanzó hacia ella, protegiéndola a ella y a Gisela con su
cuerpo antes de que un ruido estruendoso estallase en el pasillo e hiciera
temblar las paredes.
—Vamos, vamos, vamos —indicó David, señalando hacia la puerta con
el brazo.
Luego Jonathan agarró a Drea por el codo, Garrett y Billy ayudaron a
Gisela a ponerse de pie y todos corrieron hacia la puerta.
Drea apenas sentía las piernas. Todo estaba sucediendo demasiado
rápido. Había demasiado ruido.
«Aguanta, Drea. Gisela te necesita. Jonathan y David y Billy y Garrett y
Eric te necesitan».
Respiró profundo, se apartó de Jonathan y sujetó su Glock. Quizá la
granada de David se había ocupado de cualquier amenaza inmediata que
hubiese afuera de la oficina, pero no estaban a salvo en lo absoluto.
Jonathan la miró, apenas discernible en la penumbra. Al menos una
linterna debía haber sobrevivido. Ella lo miró y asintió decisivamente.
Estaba bien. No se derrumbaría sobre él.
Él y David dieron el primer paso hacia el pasillo, con las ametralladoras
en los hombros. Sin embargo, no dispararon de inmediato, por lo que Drea
supuso que no quedaba ningún motociclista a la vista.
Siguió junto al resto de su clan y Gisela, alejándose del cuerpo de
Franco. Se obligó a mirar al frente y a no bajar la vista y verlo. Pero eso no
impidió que su bota se resbalara en la sangre.
Drea tragó fuerte al sentir la regurgitación de bilis y se obligó a seguir
hacia el pasillo. Mierda. En los escombros que quedaban del pasillo, visible
por la luz de una linterna que había salido volando, quedó más que claro
que nadie había sobrevivido a la explosión. El suelo estaba lleno de
cadáveres, las paredes habían sido derrumbadas y las tuberías rotas
colgaban del techo.
Jonathan atravesó deprisa las ruinas y los cadáveres y Drea le siguió,
pero dejó que Garrett se adelantara para que ella y Billy pudieran ayudar a
Gisela a seguir avanzando, tomándola cada uno por un brazo.
—Solo tres metros más —dijo Jonathan—. Giren a la derecha y ahí está
la puerta.
Pero casi inmediatamente después de que hablara, aparecieron más
luces adelante.
Mierda. Drea sintió cuando abrió los ojos de par en par al empezar a
correr, arrastrando a Gisela con ella.
Drea puso a Gisela al frente en el último momento y la empujó por los
últimos metros que quedaban hacia el rincón antes de lanzarse ella misma.
Segundos antes de abandonar del pasillo, Drea sintió dolor en el hombro
como si le hubiesen clavado una estaca.
Seguidamente escuchó los disparos.
Todo se nubló.
Oscuridad, gritos, disparos.
Manos tirando de ella.
—¡Drea! ¡Maldición! ¡Le han dado!
—¡Tenemos que irnos ya de aquí!
—Sabes que estarán esperándonos afuera. Es imposible que no estén
cubriendo la segunda salida.
—Mierda. MIERDA.
—Atrás. Tenemos que devolvernos.
—No podemos. ¡Nos están pisando los talones!
Y luego hubo una luz cegadora cuando abrieron una puerta hacia la luz
del sol, pero solo por un momento. La cerraron con la misma rapidez.
Bam.
Esta vez fue más distante que en el pasillo.
Con cada segundo que pasaba, Drea estaba más consciente de lo que
ocurría. Intentó incorporarse, parpadeando y quejándose por el dolor en el
hombro.
—No hay sangre. No tiene sangre. —La voz de Billy—. Creo que el
chaleco lo atrapó.
—Bien. Levantémosla de una buena vez y larguémonos de aquí.
Drea, aturdida, se llevó una mano a la cabeza mientras Billy la ayudaba
a ponerse en pie.
—Gisela —dijo, mirando a su alrededor—. ¿Dónde está Gis…?
—Estoy aquí —dijo Gisela entre sollozos—. Oh, gracias a Dios.
Gracias a Dios que estás bien. Lo siento. Siento haber venido cuando me
dijiste que no lo hiciera. Te he hecho perder tiempo en todo momento. Lo
siento. Por favor perdóname. —Apenas alcanzó a entender lo que decía
entre los sollozos—. Todo lo que siempre quise fue ser como tú, ser fuerte
como tú. No quería que me rompieran. No te rompieron a ti. Pero no soy
fuerte, soy débil. Sí que me han roto. Lo siento. Oh Dios, lo siento tanto.
Drea negó con la cabeza, todavía parpadeando e intentando recobrar el
sentido cuando se acercó a Gisela.
—No pasa nada. Lleguemos a casa a salvo. Eres fuerte. Lo eres.
Gisela negó con la cabeza y lágrimas corrían por su rostro. Drea la
rodeó con el brazo para confortarla y darle estabilidad, aunque Eric y
Garrett ya la sostenían.
David volvió a abrir la puerta trasera con un empujón.
Después de llevar tanto tiempo en la oscuridad, la luz cegó a Drea como
si fuese una navaja perforante, pero en todo caso continuó.
—Estoy bien —dijo Drea, apartándose de Eric y Garrett—. Estoy bien.
Puedo caminar.
Se esforzó por salir con Gisela y se agarró a la barandilla de la escalera.
Mantuvo la mirada fija en sus pies, medio tropezando, casi cayendo por las
escaleras, consiguiendo mantenerse en pie únicamente gracias al soporte
que le brindaba la barandilla. Ella y Gisela se mantuvieron en pie por
alguna especie de milagro.
Durante los veinte segundos que les tomó llegar al final de la escalera,
sus ojos lograron acostumbrarse cada vez más a la luz, lo suficiente como
para que, cuando por fin alzó la vista más allá de sus pies, viera al hombre
salir de su escondite, detrás de su moto aparcada, apuntándole el rifle
directamente a la cabeza.
—¡No! —exclamó Gisela.
Todo acabó en una fracción de segundo.
Una vez más Drea estaba en el suelo, solo que esta vez no estaba sola:
Gisela yacía encima de ella.
Gisela, que había empujado a Drea en el último momento.
—Gis… —comenzó a decir Drea, girándolas a las dos.
Y gritó, pues la mitad de la cabeza de Gisela ya no estaba.
CAPÍTULO 30
ERIC
—¡Drea! —gritó Eric, bajando deprisa lo que quedaba de escalera a pesar
de que la ametralladora estallara detrás de él en respuesta al disparo de la
escopeta.
No, no, no, no, no. No podía estar pasando otra vez. No podía llegar
tarde. No podía ver morir a otra mujer a la que amaba frente a sus ojos.
Eric se arrodilló junto a Drea, que estaba sentada, acunando el cuerpo
inerte de Gisela en su pecho.
Drea estaba viva. Oh, gracias a Dios. Gracias a Dios. Pero había mucha
sangre. Conmocionado, pasó la mano sana por la cabeza de Drea, su cuello,
sus brazos y todo lo que no estaba cubierto por su chaleco. Al retirar la
mano notó que estaba llena de sangre. Pero no era la suya.
Fue entonces cuando Eric observó bien a Gisela. Desde el lado por el
que se acercó la primera vez, tenía mal aspecto, pero cuando caminó
alrededor de Drea… ¡Santo Dios! Eric tragó la bilis que subió a su garganta
al ver lo que quedaba de la cabeza de Gisela.
Pudo haber sido Drea.
Pudo ser el cerebro de Drea el que quedara esparcido por el pavimento.
Otra mujer que amaba muerta en sus brazos, otra que no había podido
salvar.
Toda esta situación se había salido de control. No debieron venir hasta
poder controlar más variables, controlar todo aquello que pudo haber salido
mal, traer un maldito batallón para proteger…
—Levántala —bramó David—. Levántala, Garrett. Tenemos que irnos.
Hay más detrás de nosotros.
Eric ayudó a Garrett a poner a Drea en pie, a rastras. Al principio se
resistió cuando intentaron que soltara el cadáver de Gisela.
—Ha muerto, D —dijo Garrett—. Tienes que dejarla ir.
Drea asintió en silencio y se puso por fin de pie.
—Eric. Eric Wolford.
Eric se congeló al escuchar esa voz. Se volvió y sacó la pistola de la
parte trasera de sus pantalones.
Hubo una risa. Una risa que conocía tan bien como la suya propia.
—¿Esa es tu novia? ¿Una zorra de la pandilla de motociclistas? ¿Es en
serio? ¿Qué diría Connie? ¿Y qué clase de ejemplo es ese para la pequeña
Sophia?
Eric se volvió una vez más.
La voz no sonaba clara. Era como si proviniera de una grabación, de un
altavoz… o de un teléfono.
Eric bajó la mirada y allí estaba, un teléfono satelital. Estaba en el suelo,
a varios metros de distancia de uno de los pandilleros que murieron por la
explosión de la granada que David lanzó por la puerta.
Eric caminó hacia este y lo levantó del suelo mientras David los llevaba
a todos al lugar donde habían escondido la segunda furgoneta.
—Pero mírense, huyendo todos como ratas —dijo la voz por el teléfono
satelital. La voz de Arnold Travis—. ¿No es lindo?
Así que Jonathan no había podido desviar el satélite de esta zona antes
de que se vieran obligados a abortar la misión después de todo. Genial.
—En cualquier momento mis hombres volverán a poner esos satélites
en posición y toda esta gente habrá muerto por nada. Estoy deseando volver
a verte cara a cara. Tenemos muchos asuntos sin resolver. Eso no es sano,
¿sabes? ¿No es eso lo que dicen? O lo que solía decir la gente cuando se
sentaba en el sofá todo el día y hablaba de sus sentimientos.
—Tú no sabes nada de eso —gruñó Eric—. De sentimientos, de
emociones humanas. Eso no es lo tuyo.
Arnold exhaló con desprecio.
—Lo has entendido mal. Tú siempre fuiste el robot. Trabajo, trabajo,
trabajo. Yo intentaba hacerte cambiar y que te divirtieras, pero no, el gran
Eric Wolford siempre tenía que tomarse todo muy en serio.
—No puedo creer que jamás me diera cuenta del psicópata que eras.
—Eso duele, amigo. ¿La pequeña Sophia sabe que le dirías algo así al
hombre que escogiste como su padrino?
—No te atrevas a volver a decir su nombre.
—¿Sophia?
—Te voy a…
—¿No quieres saber de Pozo Jacob? De verdad que es un pueblito
encantador. Mi primera orden como presidente fue asegurar ese bastión de
actitud de insurgencia. Ahora es la sede de todas mis operaciones en Texas
Central. Es pintoresco. Entiendo por qué atrajo tu sensibilidad campestre.
Siempre te ha gustado considerarte común y corriente, ¿verdad?
Eric se mordió la lengua. Literalmente se la mordió. Tenía ganas de
lanzar el teléfono lo más lejos posible, pero Arnold le estaba dando
información valiosa sin darse cuenta. Aunque estuviera exagerando, era la
única información que habían tenido sobre lo que ocurría en Pozo Jacob,
puesto que la mayoría de los hombres y mujeres con familia habían
evacuado.
—Claro —prosiguió Arnold—, las palizas públicas en la plaza del
pueblo merman un poco el espíritu festivo, pero pronto aprenderán a
respetar las nuevas leyes. Hubo unos buenos ciudadanos que hasta fueron
bastante amables y ofrecieron la ubicación de varias mujeres que sus
vecinos habían intentado ocultarles a las autoridades. Eso, por supuesto, es
un delito penado con la muerte, por lo que hemos tenido unos cuantos
ahorcamientos de…
Travis se calló a mitad de la frase y Eric miró el teléfono. La luz seguía
encendida pero la conexión se había perdido.
—Vámonos —dijo David, abriendo de golpe las puertas traseras de la
furgoneta y haciendo un gesto para que todos entraran. Billy y otro soldado
ayudaron a Drea a entrar.
Eric corrió los últimos metros de distancia, deteniéndose solo unos
instantes.
—¿Este teléfono está fallando? Se acaba de cortar…
—Acabamos con todos los satélites de comunicación. Los teléfonos
satelitales ya no funcionarán.
Eric sintió que alzaba las cejas en el momento en que se subió a la
furgoneta, pero David lo detuvo con los brazos cruzados.
—¿Desde cuándo Arnold Travis y tú son tan amigos?
Eric bajó la mirada.
—Es una larga historia. Luego te cuento.
Cuando alzó la vista, encontró la mirada severa de David.
—Espero que así sea.
Eric asintió, pero al cabo rato también miró al general con severidad.
—Y tú me explicarás qué diablos quisiste decir con lo de los satélites.
El consejo no discutió hacer nada con los satélites de comunicación.
David inclinó la cabeza y Eric se subió atrás de la furgoneta.
David cerró la puerta de golpe y caminó hasta el asiento del conductor.
Un minuto más tarde, antes de que Eric pudiera abrocharse el cinturón de
seguridad, ya estaban dando brincos hacia delante.
Miró a Drea, sentada con el cinturón puesto entre Billy y Jonathan, pero
tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, como si estuviera
durmiendo. Por los latidos frenéticos que veía en su cuello y por lo rápido
que tragaba, supo que no lo estaba.
Pero si necesitaba alejarlos a todos en ese momento, no pasaba nada.
Todo el mundo se enfrentaba a las secuelas de una batalla de forma
diferente. A algunos, si tratabas de acorralarlos y hacerles hablar de lo
ocurrido de inmediato, eso solo empeoraba todo. Y lo que acababa de pasar
ya era bastante traumático.
Dios, ese infeliz con el rifle le había apuntado directamente a Drea. No
fue al azar. Para que le apuntasen así a una mujer en lugar de intentar
capturarla para venderla, tenían que saber exactamente quién era.
Y, claramente, por la llamada telefónica, fue Arnold quien dio las
instrucciones.
La pregunta era, ¿se ensañó contra Drea por haber atacado el complejo
de los Calaveras Negras en Estación College o por lo que ella significaba
para Eric? Por Dios, no, era imposible que supiera de su relación con ella.
«Volverás a verme, hermano. Te lo prometo».
Eric cerró los ojos para frenar los recuerdos, pero ahí estaban de todos
modos.
Aquel terrible día, tras la muerte de Connie, Arnie cavó una tumba en el
patio mientras Eric se quedaba arriba con Sophia. Después de un rápido y
poco ceremonioso entierro, Eric y Sophia subieron a la camioneta de Arnie
y los tres se alejaron a toda velocidad de la casa donde Eric y su familia
habían creado tantos recuerdos. Eric le cubrió los ojos a Sophia cuando
bajaron las escaleras y salieron por la puerta trasera para no pasar por la
sala, pero ella tenía diez años, no era una niña pequeña. Sabía por qué su
madre no iba con ellos.
Lloró por todo el camino hacia las afueras del norte de San Antonio,
donde estaban viviendo los compañeros de milicia de Arnie.
Arnie encontró un lugar seguro para Eric y Sophia; una cabaña separada
del resto de los milicianos. Llevaban allí pocos días cuando las luces se
apagaron y sus ordenadores y tabletas dejaron de funcionar, a pesar de que
les quedara suficiente batería. Los autos no encendían, los generadores de
reserva no funcionaban.
Todo el mundo había escuchado rumores de ensayos gubernamentales
de armas tras el descubrimiento de la tecnología de pulso electromagnético
inerte, pero solo era eso: rumores. Hasta que ya no lo fue.
No se enteraron de los ataques nucleares hasta un día después, cuando
los refugiados que huían del sur de Austin contaron que habían visto la
explosión nuclear y huyeron.
Para ese momento, Eric y Arnie ya tenían un plan. El único grupo de
personas que se tomaba en serio los rumores de conspiración de parte del
gobierno era el de milicianos independientes en lugares como Texas.
Llevaban décadas preparados para ese tipo de eventualidades.
Habían almacenado vehículos antiguos con componentes totalmente
mecánicos y los habían puesto a funcionar nuevamente. Había escasos autos
automáticos a la vista además de aquel en el que llegaron Eric y Arnie.
Y armas.
Tenían muchísimas armas.
Y hombres para dispararlas.
Ahora que lo pensaba, fue ingenuo de parte de Eric no ver lo que había
planeado Arnie. Seguía muy dolido por la muerte de Connie.
Sí le había parecido raro que Arnie tuviese tanta influencia sobre los
hombres milicianos. Parecía ser su líder. Eric no tenía idea de cómo lo había
hecho cuando estaba acuartelado en el extranjero tan seguido como Eric. Y
no pensó en cuestionarlo. Después de todo, se trataba de Arnie. El mismo
hombre que estuvo ahí para él cuando su padre murió. El mismo con el que
se había emborrachado hasta quedar inconsciente y con el que había hecho
un concurso de comer pizza en la universidad en el que comieron tanto que
se turnaron para abrazar el excusado del dormitorio toda la noche. Y era el
mismo que lo había arriesgado todo para evitar que Eric fuese a la cárcel
militar.
Eran más que mejores amigos. Eran hermanos.
Fue por ello que, cuando Arnie habló de ir a San Antonio para ver si
podían reclutar más soldados que los apoyaran justo después del ataque de
pulsaciones electromagnéticas, Eric se entusiasmó de inmediato. Podían
construir una comunidad segura, un lugar donde Sophia pudiese crecer
protegida.
—Por supuesto, hombre —dijo Arnie en aquel momento—. Y
podríamos crear las reglas porque estaríamos al mando.
Eric asintió. Sí. Había visto en el extranjero con sus propios ojos lo que
ocurría después de que la guerra y los desastres dejaran vacíos de poder.
Siempre había alguien que asumía el poder y, quienquiera que fuera,
determinaba el futuro del país o de la región, para bien o para mal. Sobre
todo, para mal, porque las personas que consideraban lanzarse y tomar
ventaja de los vacíos de poder eran los ricos y los corruptos.
Pero si él y Arnie podían tener el control, podían usar el poder para el
bien, para proteger a la gente y mantenerlos a salvo.
—Vámonos ya —dijo Eric.
Cuanto más lo pensaba, más seguro estaba de que era el camino
correcto. El único, quizá, si realmente quería cumplir la promesa que le
hizo a Connie de que protegería a su hija. ¿Por cuánto tiempo más podían
esperar estar a salvo en una frágil cabaña del bosque? Sophia crecería y
necesitaría algo más que una casa y cuatro paredes. Eric quería que lo
tuviera todo: amigos, escuela y hasta que se casara algún día.
Pero incluso pensarlo después de que el mundo acabara de ser
destruido parecía más que imposible.
A menos que recuperase el mundo bajo sus parámetros.
Se subió a las camionetas antiquísimas junto con Arnie y sus
compañeros de la milicia. Dejó a Sophia con una de las pocas mujeres del
campamento de la milicia, luego de darle un beso y prometerle que todo
mejoraría pronto. Luego, fueron a la base aérea y militar de Lackland.
Eric esperaba encontrar cierta resistencia en las puertas. Pero las
puertas no estaban cerradas. Tampoco había ni un policía militar en el
puesto de vigilancia.
En San Antonio no había caído ninguna bomba, pero la siempre ruidosa
ciudad estaba casi en silencio. Había autos parados por todas partes y, de
vez en cuando, veían gente, normalmente corriendo de un lado o del otro,
pero era muy espeluznante.
Hasta entonces, no había asimilado que estaba presenciando el fin del
mundo.
Eric y Arnie se miraron entre sí mientras cruzaban la calle en la
camioneta. En todas las bases militares en las que Eric había estado,
siempre había constante actividad; tropas entrenando, haciendo
simulacros, de camino al comedor, vehículos de un lado a otro.
Pero aquel silencio…
¿Habían llamado a todas las tropas a ayudar a lidiar con los desastres
de todo el estado? Solo sabían que Austin había sido bombardeada, pero
podía haber más ciudades. Tanto Houston como Dallas tenían más
población que Austin.
Arnie levantó el puño y la furgoneta en la que iban se detuvo. Abrió la
puerta de un empujón y se bajó de un salto.
—Vamos —le dijo a Eric.
Eric le siguió.
—Tú, llévalo a donde quiera ir —dijo señalando al conductor de la
segunda furgoneta.
Luego se volvió hacia Eric y habló en tono más bajo.
—Ve por un lado y yo voy por el otro. Veamos si encontramos a alguien
que quiera formar parte de nuestro equipo.
Eric asintió. Le intimidó pensar en tener que intentar convencer a
alguien de algo aparte de Arnie, pero entonces recordó a Sophia en el
campamento, esperándolo, contando con él.
—Llévate esto. —Arnie le puso una pistola en las manos y Eric lo miró
anonadado.
—¿Qué? ¡No me voy a llevar eso!
—¿Me estás jodiendo? ¿Has visto o no todo lo que había de camino
aquí? Este es un mundo nuevo, viejo. Debes cuidarte. Además, estamos en
una base militar. Esta gente tendrá armas.
—Exacto —dijo Eric, exasperado—. ¿Qué haríamos si alguien entrara
en una base de Kandahar? Lo acribillaríamos en el acto. Hemos venido
aquí solo a hablar con ellos, a darles opciones.
—Dios santo —dijo Arnie—. Por una vez en tu vida deja de ser un puto
Boy Scout. Solo intento cuidarte.
Eric respiró profundo.
—Lo sé. —Le puso un brazo en el hombro a Arnie—. Lo sé. Lo mismo
digo. Que acabes lleno de agujeros no sería exactamente lo mejor que
podría pasarme, ¿sabes? Eres el único hermano que he tenido.
Por un segundo, Eric notó el efecto de lo que había dicho. Arnie asintió
y tragó saliva, pero luego puso los ojos en blanco y se quitó la mano de
Eric del hombro.
—De acuerdo, basta de cursilerías. Acabemos con esto.
—Oye, tú. Apártate. Este chico trae una escopeta —anunció Arnie a un
miliciano que había estado sentado en el lado del acompañante de la
segunda furgoneta.
El hombre se cambió deprisa hacia atrás para darle espacio a Eric. Si
les desagradaba que Arnie les diera órdenes o que Eric fuese de repente su
mano derecha, no se les notaba en las caras. Por otra parte, parecían
seguir a Arnie con una especie de lealtad absoluta que Eric no entendía.
La furgoneta de Arnie fue hacia la izquierda, por lo que Eric tomó la
derecha. No se tardó mucho en finalmente encontrar vida.
Vio gente caminando por el Centro Comunitario, así que le ordenó al
conductor de la furgoneta que se detuviera.
Mierda. Ahora tenía que hacer algo. Tenía que decir algo. No era
bueno para hablar, solo para reparar puentes y carreteras.
Pero le bastó lo que dura alguien en parpadear para que la imagen del
cuerpo golpeado y magullado de Connie le pasara por la mente.
Abrió la puerta de golpe y se bajó. Había soldados y pilotos instalados
en sofás o mesas, algunos jugando a las cartas o ping-pong, otros
hablando, algunos solo durmiendo. Había varios consumiendo alcohol
abiertamente.
¿Pero qué era aquello que veía? Eran las diez de la mañana. ¿El
mundo entero había enloquecido?
—¡Firmes! —exclamó Eric con su voz más seria.
Aquello fue como si hubiese descargado una pistola paralizante en los
traseros de todos. Se pusieron de pie en segundos. Hasta los que estaban
durmiendo en el suelo. Por un hombre. Todos estaban de pie, con las manos
a los lados, mirando al frente, y todos eran hombres. No había ni una
cadete femenina a la vista; sin duda se las había llevado El Exterminador o
el desastre que lo siguió, o tal vez, si tuvieron suerte, se habían escondido.
—A discreción —anunció Eric, y todas las miradas se posaron en él.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que llevaba puesto el uniforme.
Todos los milicianos lo tenían. Pero no quería fingir que era algo que no
era.
—Soy el teniente primero Eric Wolford. Serví diez años en el extranjero,
en una ocasión en Siria, otra en África Central, y recientemente estuve en
el norte de Pakistán. He vuelto a casa y me he encontrado al país que amo
destrozado, mi mujer… —Hizo una pausa y contuvo las emociones antes de
continuar con voz temblorosa—. Mi mujer está muerta, no a causa del
virus, sino por la vil y monstruosa violencia del hombre.
Dio un paso al frente hacia el centro comunitario.
—Estos no son los Estados Unidos por los que luché y me jugué la vida,
pero todavía puede serlo.
—¿De qué coño estás hablando? —comentó uno de los hombres—.
¿Has visto todo? Estamos viviendo un puto apocalipsis.
—Houston y Austin desaparecieron del mapa —dijo otro hombre.
—Es como el rapto, solo que Jesús se olvidó de mi culo.
Hubo risas tras eso.
—Basta —dijo Eric—. No es el fin del mundo. Tengo una hija de diez
años en casa que es la prueba de que no.
Eso atrajo su atención.
—Y pretendo que tenga una vida que no se base en esconderme en una
madriguera quejándome del fin del mundo.
Caminó varios pasos al frente, volviéndose para poder mirar a todos
los que estaban presentes a los ojos y exponerle sus motivos para darles la
oportunidad de que hicieran lo mismo con él.
—Crearé una comunidad para que ella crezca de forma segura. Una
comunidad en la que las leyes reflejen los valores que cada uno de nosotros
accedió proteger en las fuerzas armadas. Tal vez este país se haya ido al
infierno. Lo reconstruiremos. Crearemos un mejor país mejor, sin
corrupción.
—Estás soñando mierdas, viejo.
Eric, fatigado, se limitó a negar con la cabeza.
—Por supuesto que no. Empezaremos con un pueblo. Un pueblito en
Hill Country con una buena fuente de agua. Por lo que he visto, no puedo
imaginar que ninguna de estas comunidades no acoja a una fuerza que
venga a restaurar la ley y el orden. Obviamente el gobierno no está
haciendo una mierda por ellos, por eso lo haremos nosotros.
Cuanto más hablaba, más cabezas dentro del lugar empezaban a
asentir.
—Nuestro comandante se ha vuelto loco —dijo uno de los chicos en
medio de la multitud—. Cuando se cortó toda la electricidad y el Comando
dejó de recibir órdenes de los superiores, todos comenzaron a robar y a
huir.
—Sobre todo cuando nos enteramos de las bombas. Todos estaban
seguros de que sería el turno de San Antonio.
Todos asintieron una vez más.
—Pero ustedes se quedaron —dijo Eric.
—No tenemos a donde ir.
—Mi mujer y mi hermana murieron —dijo un soldado—. Pensé en
quedarme en la base para hacer el bien si en algún momento se
comportaban. Pues eso no ha ocurrido.
Eric intervino.
—Les estoy dando una oportunidad. El gobierno nos ha fallado.
¿Dónde está la Guardia Nacional? ¿Dónde está la policía? ¿Quién
protegió a mi esposa de los disturbios? Nadie.
Caminó hacia el otro extremo de la sala.
—Alguien debe comenzar a reconstruir. Alguien debe poner orden y
cordura en medio de esta locura. Comencemos nosotros. El mundo no ha
terminado. O, bueno, tal vez sí, pero también estamos frente al comienzo de
un mundo nuevo.
Los asentimientos eran más contundentes ahora, y un hombre, soldado,
caminó hacia el frente y se colocó al lado de Eric.
—Este tonto tiene mucho sentido. ¿Qué más podemos hacer?
¿Quedarnos aquí tocándonos las pelotas? Incluso si nuestro comandante
vuelve, ¿alguno de ustedes quiere volver a recibir órdenes de un cobarde de
mierda como él?
Hubo una ruidosa negación en respuesta.
Un representante de la aviación también dio un paso adelante y, en
segundos, toda la sala estaba con ellos. Incluyendo a un sargento primero
que casualmente tenía las llaves de dos tanques de la base que residían en
un hangar a prueba de pulsaciones electromagnéticas.
Hubo un ambiente positivo de júbilo cuando Eric condujo a los
hombres al hangar. No solo había dos tanques, también una flota de
vehículos del ejército todavía funcionales; todos habían sobrevivido a los
ataques. Eric les ordenó a los hombres que cargaran todas la comida y los
suministros que cupiesen en los vehículos.
Ya tenía un lugar en mente para crear la comunidad que acababa de
proponerles a los soldados y pilotos. Era un pueblito al que Connie siempre
le gustaba llevar a Sophia los fines de semana en las ferias. Contaba con
un río. Un día, cuando estaba en casa de vuelta de una misión, pasaron una
amena tarde de domingo chapoteando en el Pozo Jacob, un increíble pozo
natural procedente de un manantial subterráneo.
Estaba deseando contárselo a Arnie. Varios hombres con los que habló
le dijeron que, en efecto, había soldados y pilotos por la zona, así que quizá
Arnie había encontrado más personas que los acompañasen.
Pero no fue hasta tener los camiones cargados y los tanques
comenzando a rodar que se encontró a su mejor amigo, que fue cuando
toda su alegría se esfumó al verlo. Arnie estaba bañado en sangre.
—Dios mío. ¿Qué ha pasado? —Eric corrió hacia él, agarró a Arnie
por los brazos y lo examinó.
Pero Arnie estaba ocupado mirando por encima del hombro de Eric.
—Santos cielos. Nos conseguiste tanques. Bien hecho, viejo.
—¡Pero si estás cubierto de sangre! ¿Qué diablos pasó?
Arnie parpadeó y se secó las manchas de sangre que tenía en la cara, lo
cual tuvo el efecto de esparcirla más.
Cuando Arnie se encogió de hombros, Eric retrocedió.
—Tuve un pequeño inconveniente en la comisaría. Nada que mis
hombres y yo no pudiésemos manejar. Escucha: tenemos un helicóptero,
suministros y un grupo de hombres quieren unirse a nuestro equipo. Están
cansados de esta mierda. Entienden que si hay algo que en esta vida tiene
que ir a por ello. Eso es más real ahora que nunca. Solo debemos
asegurarnos de hacernos con todo primero.
Eric se tropezó hacia atrás, pero Arnie siguió hablando.
—Debiste verme, viejo. Empecé a hablar y todos estuvieron totalmente
de acuerdo conmigo desde la primera palabra. El sistema lleva años
manipulado. Pero esta es nuestra oportunidad. Finalmente podemos tomar
lo que nos pertenece. Podemos ser reyes.
—Dios mío. —Eric sacudió la cabeza y se pasó las manos por el
cabello—. Dios mío. —Fue todo lo que pudo decir. ¿Cuántos hombres
había matado Arnie para poder ser rey?
En ese momento se dio cuenta de que no conocía en absoluto al hombre
que tenía enfrente.
No se trataba solo de que no coincidieran en algunas cosas como Eric
pensaba, ni que tuviesen un pasado distinto. Eric nunca le había dado
mucha importancia a que Arnie fuese un poco flojo con las reglas que a
Eric le parecían importantes.
Arnie engañaba a las mujeres, se drogaba en ocasiones, falsificaba los
registros de suministros y vendía el excedente cuando trabajaron juntos en
Siria.
Eric había llegado a la conclusión de que él nunca tuvo buenos
modelos de niño. Iba de un hogar de acogida a otro. Nunca conoció a su
padre y se negaba a hablar de su madre. En el último año, Eric se enteró de
que Arnie había estado durmiendo en la escuela, en el armario del
conserje, porque su padre adoptivo lo había echado de la casa, por lo que
Eric exigió que Arnie fuese a vivir a su casa. Tenían espacio suficiente.
Arnie nunca llegó a decirlo, pero Eric tuvo la sensación de que era el
entorno familiar más estable que había tenido en mucho tiempo. Arnie se
enfadaba si Eric no llegaba a tiempo a lo que empezaron a llamar «cena
familiar». La madre de Eric cocinaba delicioso, eso no se podía negar.
Pero Arnie parecía disfrutar de todo el asunto: el comedor, la vajilla de lujo
que a mamá le gustaba usar para comer porque, como siempre decía ella,
¿para qué iban a guardarlas en el armario?
—¿Cuántos? —logró decir Eric.
—¿Cómo? —preguntó Arnie.
—¿A cuántos hombres mataste?
Arnie lo miró como si fuese extraterrestre.
—¿Es en serio esta mierda?
—¿Mierda? —explotó Eric—. ¡Estamos hablando de vidas humanas!
—Sí, y eran ellos o yo —le gritó Arnie, apuntándole el pecho—.
¿Preferías que estuviese yo muerto?
—¿Entonces fue en defensa propia? —Por favor, que diga que fue en
defensa propia—. ¿Ellos comenzaron a disparar?
Arnie negó con la cabeza.
—No me puedo creer esto. ¿Después de todo el tiempo que llevamos
conociéndonos? ¿Después de todo lo que he hecho por ti? —Empujó a Eric
en el pecho—. ¡Estarías pudriéndote en una maldita celda ahora mismo de
no ser por mí!
Eric se recuperó del empujón justo antes de caer y volvió a pararse
erguido. Tenía los ojos hinchados por haber llorado a Connie en los
últimos días y se sentía al borde de las emociones.
—Solo dime quién disparó primero.
—¡Tu hija estaría muerta de no ser por mí!
—Quién…
—¡YO DISPARÉ! —le gritó Arnie a Eric en la cara, escupiendo—. ¡Fui
yo! Entré a la comisaría y vi a unos hijos de puta armados custodiando los
suministros y les ordené a todos mis hombres que dispararan. Saqué esta
maldita pistola que tengo aquí —dijo sacando el arma que tenía atrás en
los pantalones y le apuntó la frente a Eric—, y cuando estaban en el suelo,
suplicando por sus miserables vidas, acabé con ellos. Tal como acabé con
los infelices que se interpusieron en mis operaciones de contrabando en
Siria, en el Líbano y en Polonia. ¿Por qué crees que siempre me ascendían
mucho más rápido que a ti? ¡Piensa! —Le golpeó la frente a Eric con el
cañón—. Porque yo sabía jugar ese juego. Algo que Eric el Boy Scout
siempre se negó a hacer.
Arnie finalmente apartó el arma, agitándola a los lados, hacia los
soldados que se habían alineado detrás de él, junto con los que se habían
agrupado detrás de Eric.
Eric podía sentir la tensión entre los dos grupos. A Arnie parecía
encantarle.
—Este es el mundo real, Eric. Espabila, coño.
Eric se limitó a negar con la cabeza y a dar un paso atrás. Tenía la voz
quebrada cuando reunió fuerzas para dar la única respuesta que podía.
—Te quería como a un hermano. —Tragó saliva y se paró más erguido
—. Déjanos pasar a mis hombres y a mí. Iré a buscar a mi hija y después
no tendremos que vernos nunca más.
—Tus hom… —Arnie se burló, pero todos los hombres detrás de Eric se
movieron como parándose más erguidos también, firmes, listos para la
batalla.
Arnie se rio con ganas. Fue una risa falsa, la que soltaba cuando algo
le importaba. Eric odiaba saberlo y odiaba que le importara. Sería mucho
más fácil odiar a Arnie si no lo quisiera tanto.
Arnie se metió la pistola atrás del pantalón.
—¿Y a mí qué diablos me importa lo que tú hagas?
Eric no esperó. Quisiera al hombre como un hermano o no, Eric habló
muy en serio. Si lograba su cometido, sus caminos no volverían a cruzarse
nunca más.
Como una marea turbulenta, Eric y sus hombres se volvieron y se
marcharon por donde vinieron.
Aparentemente, Arnie no podía dejarlo ir sin una estocada final.
—Volverás a verme, hermano. Te lo prometo.
CAPÍTULO 31
DAVID
David se estacionó en el amplio aparcadero del centro comercial
abandonado ubicado a unos quince kilómetros al sur de Travisville, justo al
lado de la interestatal 35.
Respiró profundo al ver a sus soldados acampados en los alrededores
del centro comercial. Muchos ya se habían movilizado aún con el poco
tiempo transcurrido desde que hizo la última llamada por el teléfono
satelital antes de que dejase de funcionar para siempre. Verlos fue una
bendición, sobre todo después del caos que acababan de dejar atrás.
Aunque perdieron hombres —y a una mujer, David cerró los ojos al
recordar a la joven muerta en los brazos de Drea, y a Franco, a Wendall, a
Benjamín, a Keith, a Vernon, a Paolo—, cumplieron con los objetivos de su
misión.
Arnold Travis estaba ahora a ciegas, al igual que Thomas «Suicidio»
Tillerman, el líder de los Calaveras Negras y gobernador de San Antonio,
quien sería el comandante del ejército en esa área ahora que Travis no podía
dar órdenes a distancia desde Fort Worth.
Tal vez las probabilidades seguían en su contra, pero eso significaba que
su plan tenía oportunidad. Se habrían enfrentado a una derrota y captura
segura, y probablemente a la muerte de miles de sus hombres.
Saludó a sus hombres con la mano al bajarse de la furgoneta y estallaron
vítores por doquier cuando los hombres lo reconocieron.
No tenía muchos amigos cercanos. Más bien ninguno aparte de
Jonathan, pero tenía el respeto de sus tropas, lo cual era mucho más
importante.
Así que saludó, se paró erguido y no permitió que en su rostro se
reflejara nada más que seguridad mientras pasaba por delante de sus
hombres. Mañana podrían llorar a los que habían perdido. Mañana podría
abrir el whisky que había dejado guardado en la cueva y dedicarse a beber y
pronunciar los hombres de los fallecidos. Siete más que añadir a los ciento
ochenta y dos que ya susurraba en voz alta cada noche antes de acostarse a
dormir. Ahora eran ciento ochenta y nueve. Cada noche comenzaba con el
nombre que estaba grabado en lo más profundo de su corazón: Kevin, su
estúpido, hermoso e idiota hermano menor.
Mientras tanto, tomó aire y se paró más erguido. Metería todo en una
caja y cerraría bien la solapa. Lo sellaría todo al vacío hasta que se acabara
la crisis actual.
Eric y Garrett ayudaban a Drea a bajar de la parte trasera de la furgoneta
mientras el sargento Miles se acercaba deprisa a David.
—General Cruz, tenemos un área de operaciones instalada en esta
edificación de la esquina. —Les señaló una estructura de gran tamaño en la
esquina del centro comercial.
Caminaron sobre el asfalto irregular, Jonathan traía la mochila y la bolsa
de suministros que David había traído del Centro de Control al hombro.
La edificación a la que les condujo el sargento Miles era un espacio
grande y vacío. Todas las ventanas tenían tiempo rotas, pero habían
recogido y estaba bastante limpio, con unas sillas dispuestas y suficientes
sacos para dormir para que todos estuvieran cómodos. Interesante. ¿Cuánta
gente conocía la nueva situación… familiar de David?
El sargento Miles les mostró el lugar.
—Hay un baño atrás, junto con varios galones de agua si quieren
asearse. Tenemos algunas raciones aquí arriba si tienen hambre.
David le agradeció y despidió al sargento.
Billy asintió con la cabeza y condujo a Drea, todavía aturdida, por el
espacio grande y abierto hacia atrás, sin duda de camino al baño. Drea
seguía cubierta de sangre. La tenía en toda la ropa y en el rostro. Hasta le
había pintado las rastas de color marrón rojizo. Garrett y Eric los siguieron
rápidamente.
Jonathan dejó caer la bolsa de provisiones que David le había indicado
que llevara, le dio la espalda a David y se alejó de él. Después de todos los
años que llevaban juntos, David lo conocía bastante bien como para saber
que estaba molesto. Al mismo tiempo, David estaba agotadísimo y no tenía
energía para las estupideces pasivo agresivas de Jonathan el día de hoy.
—Si tienes algo que decir, dilo.
Jack se volvió hacia él, claramente furioso.
—¿Qué demonios fue eso que ocurrió allá? Debiste consultarlo con los
demás antes de hacer desaparecer los satélites de comunicación.
David se burló.
—No teníamos precisamente mucho tiempo, si recuerdas.
—Te hablo de ayer. Jamás debimos irnos sin decirles a todos lo que
planeábamos.
—No era nuestro objetivo principal. Llegaríamos a eso si las cosas se
ponían feas, lo cual ocurrió.
Jonathan hizo una mofa y negó con la cabeza.
—Esa misión estaba fea desde el momento en que se concibió. Fuimos
sin saber a qué nos enfrentábamos, con una estrategia de escape de mierda y
con personas ajenas. Esa joven jamás debió infiltrarse en la segunda
furgoneta.
—Concuerdo con en el último punto —dijo David, dando un paso al
frente, delante de Jonathan—. Pero estamos en una guerra. ¿O es que esos
años de comodidad en el Capitolio te hicieron olvidar lo que es estar en
primera fila? No siempre tenemos el lujo de tener toda la información.
Tenemos que actuar si queremos seguir vivos. Hay que hacer sacrificios…
—¿Es eso lo que Franco era para ti? ¿Y Wendall? ¿Eran sacrificios que
había que hacer? ¿Para qué? ¿Para que pudieras tomarte esos minutos extra
para hacer quién sabe qué abajo? ¿Para conseguir unas bacterias de más?
—Cuidado con lo que dices —advirtió David en voz baja y peligrosa.
—No —dijo Jonathan, plantándole cara a David—. A la mierda todo.
Estoy cansado de morderme la lengua. Siempre te admiré, por lo que
incluso cuando me sentí incómodo con tus decisiones, jamás te dije nada.
Es el general, pensaba. Él sabe lo que hace. Pero ¿sabes de qué me doy
cuenta ahora? No eres más que un hombre y estás inventando toda esta
mierda sobre la marcha.
—Por supuesto que no soy más que un hombre —estalló David—. Solo
un niño intentaría convertirme en un héroe. Discúlpame si no estuve a la
altura de cualquier pedestal de mierda en el que me hayas puesto, porque no
soy ningún héroe. —A la mierda todo. A la mierda con tratar a Jonathan
con cuidado. ¿Ya no quería seguir siendo tratado como un niño? Perfecto—.
Ese no es mi trabajo. Mi trabajo es proteger a los hombres que están a mi
cargo y al país al que juré servirle.
David apuntó el pecho de Jonathan con el dedo.
—Tu único trabajo es obedecer mis órdenes. Pero hoy has desobedecido
una orden directa. Te he dicho que corrieras. Pudimos haber cruzado en la
esquina hacia el rellano y llegado a la salida antes de que esos hijos de puta
nos rodearan. Pudimos haber salido rápido del edificio, pero no, creíste que
sabías más y terminamos encerrados en esa maldita oficina.
La cara de Jonathan se puso roja como un tomate.
—¿Intentas culparme de la muerte de Franco?
—Estoy diciendo que cuando mis hombres no obedecen mis órdenes, no
puedo controlar lo que sucede.
—Vete al infierno. —Jonathan le dio un fuerte empujón en el pecho y
David apretó la mandíbula mientras daba un paso atrás.
—Atrás, soldado —masculló David entre dientes—. Te agradezco que
retrocedas en este preciso momento.
Jonathan soltó una risa amarga.
—Pero claro. Cualquiera que se atreva a cuestionar al omnipotente
general David Cruz es destituido con efecto inmediato. Disciplina hasta el
último respiro.
—Hago lo que se tiene que hacer. ¿Qué crees que pasaría si esos
hombres que están afuera no tuvieran a alguien que los dirigiera? ¿Crees
que mañana estaríamos coordinando un ataque con alguna posibilidad de
éxito?
—Oh, ¿porque todos somos unas ovejas idiotas que estarían perdidas
sin ti? Eso es lo que has querido que crea durante toda mi adultez, ¿no es
así? Para que nunca cuestionara nada de lo que me ordenaras hacer, para
que me alineara y lo hiciera. Sí, señor, señor general. —Hizo una mofa del
saludo y se puso firme—. Lo que usted diga, general, mi señor.
David negó con la cabeza. Jonathan se había pasado tanto de la raya que
se había salido del puto mapa. David había visto en qué se convertía el
mundo cuando nadie intervenía a exigir orden. No era solo caos, era el
infierno en la Tierra.
—Tal vez si no fueras tan…
—Suficiente. —La voz de Drea sonó como un látigo.
Tanto David como Jonathan se volvieron para mirar hacia el fondo de la
sala, donde Drea venía caminando a paso rápido hacia ellos. David notó que
los ojos se le abrieron de par en par al verla llegar.
Llevaba puesta ropa limpia; una camiseta ajustada verde de tirantes y
pantalones de camuflaje, pero era su cabello lo que no podía dejar de mirar.
Las rastas que le colgaban por la espalda ya no estaban. Las habían cortado
por completo. Ahora la rodeaba un halo de cabello rubio alborotado que le
llegaba a los hombros.
Pero nada en el resto de su actitud indicaba dulzura en lo más mínimo.
Se dirigió hacia ellos, decidida, con una expresión seria en el rostro.
Cuando alargó la mano hacia el bajo de su camiseta, no titubeó y se la sacó.
La tiró al suelo como si aquella prenda la hubiese ofendido. Tampoco se
detuvo ahí. Agarró la mano sana de Eric y el brazo de Billy, arrastrándolos
con ella para acercarse a Jonathan.
—Drea, ¿no crees que deberías…? —comenzó a decir Eric, pero Drea
lo ignoró. Cuando se acercó a Jonathan, soltó a Billy y a Eric y se abalanzó
sobre él.
Jonathan la recibió con gusto, ella se aferró a él con los brazos y piernas
y le devoró los labios.
Lo besó con fuerza, girando las caderas de una manera que dejaba claro
a dónde quería llegar. Y maldita sea, David se puso duro en segundos.
Estaba agotado, pero se le había puesto duro y vaya que quería todo lo que
ella ofrecía.
Aunque parecía que solo se lo ofrecía a Jonathan por lo concentrada que
estaba en él. David exhaló profundamente. Bien. Se iba a perder.
Probablemente lo mejor era alejarse de Jonathan en este momento.
Pero justo cuando se volvió para marcharse, Drea miró por encima del
hombro. O fulminó con la mirada, debería decir. Lo fulminó por encima del
hombro.
—No te atrevas a irte. ¿Qué te parece si utilizas toda esa energía que
estabas gastando en pelear para follar y soltar todos tus problemas?
Se apartó de los brazos de Jonathan solo lo necesario para bajarse los
pantalones. No llevaba ropa interior. Mierda. Ese culo suyo era pura
perfección. David se sentía atraído por él como un imán.
Antes de que se diera cuenta de que había acortado los dos metros que
los separaban, estaba tocándole el culo y las manos de ella estaban en el
botón de sus pantalones, desabrochándolos bruscamente, bajando la
cremallera, y sacando su ya duro miembro.
—Mierda, sí —gruñó con voz ronca. Sobre todo, cuando ella se metió
los dedos en su interior y le untó el pene con su propia humedad. Lo repitió
hasta dejárselo brillante con sus jugos.
A continuación, volvió a girarse, obsequiándole la vista de su espalda,
de su culo, el cual meneó como incitándolo.
Oh, por Dios. El pene le palpitaba de deseo.
—Drea —comenzó otra vez Eric, con tono cauteloso, y, una vez más,
Drea lo ignoró.
Lo que ella hizo fue acercar a Garrett por la barba y lamerle los labios
con la lengua hasta que él gruñó y la besó. Pero David estaba demasiado
distraído con su culo como para prestarle mucha atención a todo lo demás.
Le pasó el empapado pene por la abertura de su culo hasta el lugar
oculto, lo que le hizo recordar lo delicioso que se había sentido la última
vez que lo exploró. Por Dios, su cuerpo lo envolvía tan perfectamente…
—Ayúdalos a sostenerme, Garrett —susurró Drea cuando finalmente se
separó de él y este asintió de forma bobalicona.
Entonces volvió a levantar una pierna hacia la cadera de Jonathan, el
cual, sabiamente, se había despojado de sus propios pantalones. David
inhaló profundo mientras Jonathan y Garrett la ayudaban a treparlo. Ahora
que le levantaban y le abrían las piernas así, su ano era repentinamente
mucho más accesible.
—Santos cielos —susurró mientras acunaba la cabeza de su pene en la
entrada de ella.
Pero entonces parpadeó. ¿Qué estaba haciendo? Tal vez Eric tenía razón
cuando trataba de promover cautela y cordura… Su amiga acababa de morir
hace unas horas…
—Métanme sus penes o perderán la oportunidad. Les aseguro que
Garrett y Billy estarán encantados de hacerse cargo y tomar su turno. ¿No
es así, chicos? —Se volvió hacia Garrett—. Todavía no me has penetrado el
culo, ¿verdad, Garrett, amorcito?
—Drea —soltó Eric, pero esta vez fue Garrett el que lo hizo callar.
—Cállate ya, viejo. —Garrett se interpuso entre Eric y el lugar donde
Drea estaba metida entre los cuerpos de David y Jonathan—. Drea está
grandecita. Es una mujer y sabe lo que quiere. Deja que haga lo que
necesite hacer.
Y a eso le siguió:
—Sí —gimoteó Drea.
Jonathan debe haber respondido a su invitación. La había penetrado.
Follar en lugar de pelear. Desde luego que David podía sumarse a eso.
Cerró los ojos para saborear cada segundo mientras se sumergía en su
culo, pasando la gorda cabeza de su pene más allá del primer anillo de
músculo resistente.
Dios mío, esto era el cielo. Se sentía exquisito. Siguió empujando y
entonces… listo, estaba adentro de ella.
Ella le apretó el pene con el ano y, por un segundo, no pudo entrar más.
¿Quería que parara? Mierda, se iba a morir si quería que saliera y parara.
Haría cualquier cosa si ella…
—Más duro —jadeó—. Sigue. Fóllame el culo más duro. Húndelo.
Entiérralo.
Y fue así como enterró otro centímetro. Su ano lo era todo. Solo en eso
estaba centrado, allí dentro, empujando más, atiborrándola de pene.
Oh, cielos, sí. Sí, más. Necesitaba más.
Más fuerte.
Más profundo.
Mucho más profundo.
Introdujo el último centímetro y soltó un gruñido animal de satisfacción
cuando estuvo enterrado hasta las pelotas.
Meneó las caderas hacia adelante y atrás, encantado al sentir el roce de
sus pelotas contra su trasero.
Jonathan ya había cogido el ritmo follándola por delante, y qué bien se
sentía. Cada embestida sacudía todo el cuerpo de Drea y la hacía apretarle
el pene a David. Esto era lo mejor del mundo. Nunca lo había disfrutado
tanto. Nunca había sentido algo… en su puta vida…
—Juntos —dijo Drea, con un tono de voz más bajo de lo normal—. Y
duro. Fóllenme duro.
De pronto la mañana de aquel día volvió a su mente en un destello. La
adrenalina. Los disparos. El cuerpo de Franco cayendo al suelo. Jonathan
acusándole de ser el responsable.
Sacó el pene y volvió a enterrarlo, haciendo gritar a Drea. Si el sonido
hubiese sido de algo que no fuese placer puro, habría parado. Pero gritó de
éxtasis; como si estar penetrándole el culo con tanta fuerza la volviese loca
como nada más.
Así que lo sacó y volvió a meterlo con fuerza.
Drea meneó las caderas sin cesar, aunque apenas tenía algún efecto.
David y Jonathan tenían el control de esta situación. Jonathan la sujetaba
por debajo de los muslos, arrastrándola hacia él cada vez que él se
abalanzaba hacia delante, llevándola hacia David hasta que desarrollaron un
ritmo, empujando juntos y retrocediendo juntos.
Cosa que hizo enfadar a David. Siempre eran así. Con los años, habían
desarrollado una relación de trabajo tan natural. Jonathan era su mano
derecha. Pero ¿por cuánto tiempo había estado albergando estos
sentimientos? ¿Desde cuándo cuestionaba todo lo que hacía David? ¿Qué
pensaba? ¿Que él podría hacerlo mejor? Ja. A David le encantaría ver eso.
Jonathan se derrumbaría en una semana.
David gruñó al penetrarla más fuerte de lo que lo había hecho hasta el
momento, fulminando a Jonathan con la mirada por encima del hombro de
Drea, que fue cuando lo encontró devolviéndole la misma mirada. La
embistieron de nuevo juntos. Cada vez más fuerte que la anterior.
Lo cual era una mierda.
Pero entonces Drea gritó:
—Úsenme. Úsenme más duro.
Follar, no pelear.
¿Fue este su plan todo el tiempo? ¿Hacer que olvidaran sus diferencias
en el sexo? Y como no eran gay, ¿que la usaran a ella como intermediaria?
O tal vez estaba pensando demasiado las cosas y ella solo quería que la
perforaran. Sabía de soldados que reaccionaban a los eventos así. No
estaban bien hasta que les sacaban los demonios a la fuerza. Que Drea fuese
mujer no significaba que tuviera que ser diferente.
—Tenía que sacar todas las baterías que pudiera —gruñó David después
de que ambos penetraran a Drea hasta el fondo. David alargó la mano y
agarró el antebrazo de Jonathan—. Las necesitábamos para la artillería
antiaérea. Las que tenemos no eran fiables y no sabía si las unidades que las
tenían se las habían quedado los hombres de Travis. La única forma de que
tengamos una oportunidad en el infierno esta noche es si podemos derribar
cualquier avión o helicóptero que envíen para intentar contar a nuestros
soldados. No estaba allá abajo perdiendo el tiempo por gusto. Tenía que
hacerlo.
Jonathan se sacudió el brazo, salieron de su interior y la penetraron
varias veces más. Jonathan apretó los dientes y cerró los ojos. Bien. Quería
rechazar a David, pues no importaba. David sabía que había hecho lo
correcto.
A la mierda. Tenía más que decir.
—Si no confías en mí como tu líder, no me sirves como soldado.
Los ojos de Jonathan se abrieron como platos al escuchar aquello.
—¿Así que a esto llegamos? ¿Después de todos estos años te deshaces
de mí? —Claramente estaba a punto de apartarse de Drea, de los dos, así
que David lo agarró de nuevo y le dijo a Drea—: Sujétalo.
Lo hizo. Rodeó a Jonathan con las piernas, le envolvió el cuello con los
brazos y enterró la cabeza en su pecho. Al parecer, le venía bien dejar que
su disputa continuara sin ella… bueno, aparte del hecho de que apretó el
miembro de David con su cuerpo, y apostaba que también el de Jonathan,
como si estuviera decidida a aferrarse a los dos con cada pizca de fuerza
que tuviese.
—Dije que no me sirves como soldado si ya no confías en mí como tu
comandante. Pero no como amigo, como mi hermano. —Se aferró a Drea y
la abrazó a ella y a Jonathan—. Ahora más que nunca somos una familia.
Eso es lo que significa esto. Es lo que Drea nos está dando.
Se agachó y le besó el cuello ahora expuesto dado que sus rastas ya no
estaban.
—Somos una familia sin importar que quieras dejar tu puesto. No tienes
que ser…
—¡No quiero dejar mi puesto! —explotó Jonathan—. ¡Dios santo! A
veces estaría bien que te trataran como a un igual, que me explicaras por
qué haces las mierdas que haces en lugar de ir, sin más, y esperar a que
obedezca órdenes como si fuera un peón en su primera misión. Soy el mejor
en lo que hago y además soy un muy buen estratega.
—¡Sé que lo eres!
—Entonces deja de mangonearme.
—Solo puede haber un comandante en un campo de batalla. ¿Es eso lo
que quieres? ¿Ser el número uno?
—¡No! ¡Yo nunca he querido eso! Solo quiero que seamos iguales fuera
del campo de batalla. No en el momento. Estaba cagado del miedo hoy.
Solo necesito saber que te importa mi existencia.
—Por todos los cielos, ¡claro que me importas! ¿Cuánto más quieres
importarme? —David apretó a Drea entre ellos, la abrazó y alargó la mano
hacia el brazo de Jonathan—. Estamos follando en conjunto, en completa
sincronía. Me conoces mejor que cualquier otra persona en esta Tierra y
ahora somos una familia. Estamos haciendo el amor juntos ahora mismo,
maldición.
—Más duro —gritó Drea, y Jonathan miró a David a los ojos.
Por un momento, solo se miraron fijamente, luego Jonathan asintió.
David entendió su gesto. Ese era el punto de todo esto: no necesitaban
palabras.
Estaban en paz.
Ahora era momento de atender a su mujer y acabar con esto. En lugar
de darse un apretón de manos para demostrar que habían mejorado las cosas
entre ellos, lo sellarían con un polvo.
Jonathan pasó los brazos por debajo de los de Drea, envolviéndolos y
sujetándole los hombros por detrás, adhiriendo aún más sus cuerpos. David
también se acercó tanto a ella, que no podría respirar sin que los tres lo
sintieran.
Y le dieron exactamente lo que había estado pidiendo. La inmovilizaron
y Jonathan le chupó la garganta mientras la follaba con toda la fuerza y el
ímpetu que pudo. No les tomó mucho llevarla al borde.
La cercanía, la intensidad, todo el maldito día vivido y lo absurdamente
bien que se sentía su culo alrededor del pene de David… Enterró la cara en
la curva de su cuello, donde se unía a su hombro, y gritó al liberarse…
Oh…
OH, SÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍ, DIOS…
David se descargó en su culo al mismo tiempo que escuchó los gemidos
de placer de Jonathan.
Oh, Dios, oh, Dios, eso fue… David se tropezó un poco cuando
finalmente salió de su culo.
Ella se volvió, lo agarró por el cuello y lo besó, luego le hizo lo mismo
a Jonathan.
David lamentó que ella lo dejara ir, pero a la vez se alegró porque eso
significaba que por fin podría desplomarse en el suelo y recuperar el
aliento. Tal vez podría dormir una siesta de unos minutos. O años. Porque,
Dios, oficialmente había tenido el mejor sexo de toda su vida.
Un poco somnoliento, observó a Drea acercarse a Eric. David estaba
listo para que se acostara con él, para hacer el esfuerzo de mantenerse
despierto y abrazarla o lo que fuera que les gustara hacer a las mujeres
después del sexo.
Pero, de alguna manera, después de aquel apoteósico polvo, ella no solo
seguía de pie; su mano no se dirigía a la entrepierna de Eric, sino que la
metió en sus pantalones.
Oh, cielos. Su esposa no había terminado. No estaba ni cerca de hacerlo,
por la mirada en su rostro.
CAPÍTULO 32
ERIC
Eric ya estaba duro por haberla visto con los otros hombres, pero que le
pusiera la mano en el pene, incluso con la tela de sus pantalones de por
medio, hizo que se endureciese como una piedra.
Y eso no la satisfaría por mucho tiempo, con las ganas que tenía. De
inmediato le abrió la hebilla del cinturón y empezó a desabrocharle los
pantalones.
Por un segundo, Eric cerró los ojos y la dejó. Deseaba esto. La deseaba
a ella. Pero ¿era lo mejor para ella en este momento?
—Drea. —Puso la mano sobre la de ella justo cuando la metió dentro de
sus pantalones. Sus ojos azules miraron los de él, pero no estaban llenos de
su habitual desafío. Tampoco veía allí lujuria.
Sí que estaba excitada, de eso no tenía dudas.
Pero lo que vio en sus ojos fue un dolor tan profundo que hizo que le
doliera el pecho.
Recordó que, cuando escaparon del complejo de los pandilleros y Maya
resultó herida, se culpó a sí misma y se volvió extremadamente imprudente.
Y ahora, con la muerte de Gisela…
—Cielo —susurró Eric, acercándose para acariciarle el rostro.
Drea le apartó las manos, y su expresión se cerró tanto como si fuese
una puerta.
—Quiero follar. —Le bajó los pantalones de un tirón y lo empujó fuerte
hacia atrás hasta que tropezó y se sentó en la silla de camping, a unos
metros de distancia.
Al parecer, eso era exactamente lo que Drea pretendía, porque lo siguió
y le dio la espalda en el último segundo para sentarse en su regazo.
Y sabía que no era por casualidad que no quisiera mirarlo de frente para
echar un polvo.
Porque precisamente sería un polvo, no harían el amor. Si Drea
conseguía lo que quería, no habría ninguna conexión. Él solo sería un
consolador con un cuerpo adherido. Y eso no estaba bien.
Cuando se levantó y le agarró el pene para metérselo, Eric le puso las
manos en las caderas para detenerla y que no se sentara; especialmente
cuando se dio cuenta de que apuntaba a su entrada trasera y no a su vagina.
Todo su cuerpo se tensó porque, maldita sea, cómo deseaba ese culo.
Pero esto estaba mal. Sin la conexión emocional, estaba mal. Por no
mencionar que no tenían lubricante y, sin ánimos de ser creído, pero tenía
un pene gigante y no quería hacerle daño. Al menos a David lo había
lubricado con su propia humedad primero.
Drea giró la cabeza para mirarlo, sorprendida y furiosa.
—Basta —le ordenó.
Eric negó con la cabeza, dejando escapar un suspiro de exasperación.
—No te voy a penetrar el culo por primera vez de esta forma. No tienes
lubricante y no estás en el estado mental adecuado…
—Garrett —llamó Drea.
—Sí. —Garrett se acercó desde donde había estado parado,
masturbándose.
Drea le miró el pene y sonrió. Se apartó de Eric, se arrodilló frente a
Garrett y se metió su pene a la boca hasta la garganta.
A Eric le palpitó el pene con solo mirar. Cada ve lo hacía mejor. Pero
¿qué demonios? ¿Estaba jugando con ellos? ¿Eric no hacía lo que ella
quería y por eso pasaba al siguiente esposo? Maldición. Eric empezó a
levantarse, pero Drea se sacó repentinamente el pene de Garrett de la boca y
fulminó a Eric con la mirada.
—¿Quién te ha dicho que puedes moverte?
Eric se quedó mirándola. En cualquier otro momento no le habría
aguantado esta mierda, pero tal vez estaba equivocado. Tal vez esto era lo
que necesitaba ahora mismo.
Después de todo lo malo por lo que acababan de pasar, tal vez esto
podría ser exactamente lo que necesitaba: tener el control. Si había alguien
que podía entender la necesidad de tener el control, ese era él. Después de
perder a Gisela, después de todo el caos que resultó ser la misión, tal vez
necesitaba esto y tener el control total.
Por ello, aunque le costara, exhaló fuerte y allí se quedó.
Drea se arrastró de inmediato hacia él, haciendo que sus pechos y culo
se balancearan, y luego…
¡Santos cielos! Le chupó el pene y comenzó a metérselo tan profundo
como tenía a Garrett hacía escasos segundos. Con la excepción de que él lo
tenía un poco más ancho que Garrett, así que tuvo un par de arcadas. Eso, al
parecer, solo le dio más ímpetu. Abrió completamente la boca y relajó la
garganta hasta que estuvo rozándole la barbilla con las pelotas.
Sí… ohhhhh, sí.
A Eric le temblaban las piernas de lo bien que se sentía.
Alzó la mirada hacia él, con su enorme pene en la garganta, y volvió a
verlo: la cruda devastación que habitaba en sus ojos.
Oh, Drea.
Quería tocarla, consolarla. Pero eso solo haría que se alejase de nuevo.
Volvería a poner la máscara en su sitio antes de que él pudiera decir:
«Déjame hacerte sentir mejor, cielo».
Al segundo siguiente, ella desvió la mirada, pero Eric se aferró a ese
momento en que compartía su dolor con él, aunque sin duda fuera
involuntario. Ella lo necesitaba aunque no lo admitiera. Los necesitaba a
todos.
Se balanceó sobre su pene y luego se levantó, liberando su eje, pero no
por completo. Jugó con la punta varias veces, volviéndolo loco de placer.
Finalmente, no pudo soportar pasar otro secundo sin tocarla, así que
hizo el único contacto que aceptaría.
Le agarró el cabello y la inmovilizó. Ella seguía chupándole el glande,
sin bajar demasiado, pero aparentemente su gesto surtió efecto en ella
porque se resistió con fuerza a su agarre, tirando de un lado al otro,
llevándose una mano a la entrepierna al mismo tiempo.
Qué excitante fue eso.
Le agarró más fuerte el cabello y la hizo bajar por su pene, emitiendo un
gruñido bajo que reverberó por todo su miembro.
Dios santo.
Pero, al parecer, ya había terminado, porque segundos después se
levantó y le escupió más saliva en el pene para lubricarlo.
Y entonces, sin una palabra ni mirada, se volteó una vez más y volvió a
sentarse sobre él.
Mierda. Lo había lubricado esta vez. Y tal vez estaba equivocado. Si
necesitaba tener el control en esto, quizá estaba bien. Quizá…
—Sííííííiííííí —gruñó él cuando ella hundió el culito más apretado de la
faz de la tierra sobre su pene.
Oír sus jadeos lo volvían más loco. ¿Eran jadeos de sorpresa? ¿De
dolor? ¿De placer y dolor? Sin duda estaba sintiendo cada enorme
centímetro suyo.
Intentó alargar el brazo para acariciarle el clítoris, pero ella lo apartó de
un manotazo.
—Garrett, agárrale los brazos.
Y Garrett, como siempre, el gorila entrenado, se puso manos a la obra
de inmediato. Eric miró al hombre mientras se acercaba.
—Ni se te ocurra.
Garrett sonrió, lo que permitió verle la corona plateada de su incisivo
brillante bajo la luz del sol que entraba por las ventanas rotas. Se guardó el
pene en los pantalones y se frotó las manos.
—No recibo órdenes tuyas, hermano.
A continuación, sujetó la muñeca derecha de Eric y tiró de esta hacia el
respaldo de la silla con tal fuerza que bien pudo haberle roto ese brazo
también.
Y Drea se sentó por completo en el eje de Eric y emitió lo que fue
definitivamente un gruñido de dolor.
Maldita sea. ¿Acaso quería hacerse daño utilizándolo como
herramienta?
Pero entonces la recordó tocándose, genuinamente excitada cuando le
haló el cabello. Tal vez… siempre y cuando no lo llevara demasiado lejos…
Maldición. No le gustaba nada de esto. Por este motivo, normalmente le
gustaba tener el control, no tener un brazo literalmente en la espalda y el
otro fracturado.
«Pero tal vez eso sea exactamente lo que necesita: el control absoluto».
¿Podía ser lo suficientemente hombre para dejarla tomar las riendas por
completo? ¿Aunque fuere solo por esta vez?
Sí. Maldita crea, sí podía.
Pero ¿apreciaba que le sujetaran el brazo en la espalda como si fuera un
niño castigado?
Miró a Garrett por encima del hombro.
—Yo puedo, gracias. Creo que puedo controlarme.
Garrett seguía sonriendo; el cabrón estaba disfrutando demasiado de
todo el asunto.
—Billy —espetó Drea—. Te toca.
A Billy no le hizo falta que se lo dijeran dos veces. David estaba
acostado en el saco de dormir del suelo y Jonathan estaba sentado en una
silla a su lado. A pesar de que ambos habían tenido su turno hace un rato,
estaban viendo el espectáculo, acariciándose los penes descuidadamente
mientras observaban.
Al parecer, Billy no tenía ninguna de las dudas que tenía Eric, porque ya
estaba desnudo y de camino hacia Drea con ojos de adoración.
—¿Cómo me quieres, preciosa?
—Quiero que hagas exactamente lo que te diga —gruñó, inclinándose
hacia adelante y agarrándole las caderas en lo que se acercó él.
—Exactamente lo que digas —suspiró Billy.
Eric no podía ver mucho, pero alcanzó a verla envolver las piernas
alrededor de Billy y, al ver la expresión de felicidad en la cara de este, supo
que estaba penetrándola.
Al cabo de un rato la sintió apretarle el pene al máximo y supo que Billy
también estaba dentro de ella.
«¿Te gusta eso, cielo?» quiso preguntar. «¿Te gusta sentirte llena por los
dos al mismo tiempo?».
Sabía que a ella le encantaba por cómo lo buscó con David y Jonathan.
Aunque no le extrañó que no se hubiese venido cuando follaban, a pesar de
que estuvo muy cerca. ¿Por qué no había llegado al límite? Más bien, ¿por
qué no se había permitido llegar al límite?
Eric movió las caderas, lo poco que pudo, intentando darle algo de
fricción. Ella gimió de inmediato.
Oh, sí, le encantó. Quizá lo necesitaba en este preciso momento. Quizá
no se permitiría sentir placer sin dolor.
Meneó las caderas otra vez, retrocedió en la silla y las levantó una vez
más. Sus suspiros de placer fueron su recompensa.
Pero aparentemente Billy había hecho algo mal, porque Eric oyó el
impacto de la mano de Drea contra piel.
—¿Te he dicho que me toques el clítoris?
—Eh —dijo Billy con tono de niño reprendido—. No.
—No, no te lo he dicho. Ahora sácame el pene.
Billy debió haber obedecido porque la presión en el miembro de Eric se
redujo.
—Ahora fóllame el culo.
—Ya lo hago yo —dijo Eric.
Drea giró la cabeza y lo fulminó con la mirada.
—¿Te parece que te hablaba a ti?
Rápidamente giró de nuevo la cabeza y repitió la orden.
—Te dije que me folles el culo.
Qué… Eric intentó sentarse en la silla, pero Garrett le sujetó el brazo
con más fuerza.
—Pe… Pero… —tartamudeó Billy.
—¿Eres un maldito mentiroso? Dijiste que harías exactamente lo que te
dijera. Acércate y dame tu pene. Me follaré con él si no lo haces tú.
Así que eran consoladores humanos después de todo.
Eric exhaló e intentó controlar su creciente furia. Se trataba de Drea.
Por supuesto que llevaría todo demasiado lejos. ¿Y no era esto mejor a que
condujera una puta moto mortal con imprudencia durante una persecución
entre disparos y malos que la intentaban sacar de la carretera?
—¡Pero no cabré! —Billy seguía discutiendo—. No con él ahí dentro.
—Cabrás si yo lo digo, coño. Si no me metes el pene en los próximos
tres segundos, te puedes ir. Llamaré a Garrett y él lo hará.
Eric miró hacia atrás, a Garrett, y este parecía igual de desconcertado
que él. Estaba abriendo la boca como si fuese a decir algo, pero Eric negó
con la cabeza. Garrett le frunció el ceño.
—Yo siempre te daré lo que me pidas, preciosa —dijo Billy,
acercándose por fin—. Es que no quiero que sientas dolor.
Billy soltó un jadeó profundo y se acercó un poco más. Sin duda Drea le
había agarrado el pene como le amenazó con hacer.
—A veces tiene que doler —susurró ella.
Entonces Eric sintió la presión que causó que Drea se metiera el pene de
Billy justo al lado del suyo en el culo.
«Tal vez no cabrá», pensó Eric esperanzado. Porque Billy no lo tenía
pequeño. Era difícil no mirar por aquí y por allá cuando todos tenían los
penes afuera para Drea todo el tiempo.
No había dos maneras de hacerlo. Si lograba que Billy pasara ese primer
anillo de músculos, le dolería.
Pero ella era Drea; estaba decidida y Billy estaba igualmente decidido a
complacerla.
Así que lo consiguieron.
Drea soltó un grito gutural cargado de angustia cuando el miembro de
Billy finalmente entró.
—Ahora fóllenme. Clávenme esos putos penes.
Y Billy hizo lo que le pidió, la perforó hasta el fondo.
¡Mierda!
Toda terminación nerviosa de la columna vertebral de Eric cobró vida.
Nunca se había sentido tan apretado… nunca tan cerrado en toda su
puta vida. Nunca soñó con algo tan ajustado.
—Más duro —exigió Drea entre dientes apretados—. Maldita sea, Billy.
Fóllame como un puto hombre.
Eric abrió los ojos y la vio agarrándole las caderas a Billy para acercarlo
más. Cada vez que lo hacía, la fricción y la presión en el propio miembro de
Eric era absurda, casi intolerable.
Y, al mismo tiempo, estaba desgarrándolo por dentro… «¿Por qué? ¿Por
qué, cielo? Dime por qué».
Cada vez que les exigía que lo hiciesen con más fuerza, lo hacía
apretando los dientes. Sentía dolor, y no era como cuando le halaba el
cabello. Esto no le proporcionaba placer. Esto era solo un castigo.
Ahora lo veía todo con claridad. Esto no era para hacer catarsis, como
esperaba. Solo quería castigarse.
Repentinamente, la presión en su brazo derecho desapareció. Eric volteó
a mirar y le sorprendió ver a Garrett retroceder, perturbado, observando a
Drea.
—Fóllenme como si me odiaran —chilló Drea. Y chillar en serio,
porque había lágrimas en su rostro.
Le estaba rompiendo el corazón a Eric. Tal vez siempre lo haría. Tal vez
nunca podría aceptar el amor que quería darle. Porque sí, la amaba, joder. Y
ella estaba rota. Se estaba rompiendo en pedazos delante de él… encima de
él. Y Eric no iba a soportar que eso ocurriera ni un segundo más.
—Garrett —gruñó Eric—, lleva a nuestra esposa al clímax.
Y entonces la sujetó con el brazo sano, inmovilizándole los dos brazos
contra su pecho.
—¿Qué? —Drea giró la cabeza y de inmediato empezó a ofrecer
resistencia.
Billy retrocedió y Garrett tomó su lugar, arrodillado frente a ella.
—¿Qué estás…?
Drea seguía agitándose, pero Eric la agarraba con firmeza, empujando
de vez en cuando su pene todavía enterrado en su culo mientras Garrett le
hacía sexo oral.
—No puedes… —gritó furiosa, volviendo la cabeza hacia Eric—.
Maldito bastardo. ¿Por qué siempre arruinas todo? Eres un confabulador,
controlador y un puto moralista…
Al parecer, perdió el hilo de sus pensamientos porque empezó a
pestañear. Las atenciones de Garrett obviamente sacaban lo mejor de ella.
Respiraba fuerte y su boca se aflojó cuando el placer la invadió. Le
apretó el pene a Eric con el culo, probablemente inconscientemente, pero,
oh, sí.
Por fin.
Para esto era para lo que se suponía que era el sexo. Podían follar
salvajemente para complacer a Drea. Pero necesitaba que hubiese algún tipo
de conexión. La necesitaba aquí con él.
Y ahora que lo estaba, se dejó llevar. ¿Quería que le dieran duro? Podía
dárselo. ¿Quería llegar al límite? La llevaría al mismísimo límite.
Lo sacó y volvió a empujar con toda la fuerza que pudo. Sin el segundo
pene en el culo, sabía que era suficiente sin llegar a ser demasiado.
Por sus gritos de placer en aumento, supo que la tenía justo donde
quería, así que siguió haciéndolo. Rodeándola con el brazo como la tenía,
también podía manipularla; así, la bajó con fuerza, perforándola. Luego la
levantó mientras echaba las caderas atrás. Seguidamente bajó otra vez, con
todas sus fuerzas. Le sacudió el brazo fracturado y no le importó. Garrett se
compaginó con sus movimientos. Eric podía oírlo comiéndosela.
Todo el tiempo escuchó los gemidos de placer de Drea, como si le
resultase imposible quedarse callada. Así era exactamente como quería
tenerla Eric: perdida, en contacto con sus emociones y sensaciones,
entregándolo todo, todo sus lamentos y dolores. Toda esa angustia que
permanecería días, hasta años, si no la enfrentaba de una forma u otra.
—Dánoslo, cielo —gruñó, metiéndoselo hasta la empuñadura otra vez.
Y lo sintió de una manera como nunca antes porque jamás había estado
tan en sintonía con su cuerpo como ahora, que estaba sensible y vulnerable.
Sintió cada movimiento suyo, cada inhalación, cada jadeo y gemido.
Le apretó el pene con el culo y sus gemidos jadeantes se incrementaron
cada vez más. Estaba alcanzando el orgasmo. Estaba a punto de estallar.
—Que me lo des, joder —le gritó.
Y así lo hizo. Echó la cabeza atrás hacia su pecho, gritó con los dientes
apretados, y él vació su semen dentro mientras ella se corría en la cara de
Garrett. Se corrió a chorros, hasta que le temblaron las piernas. Demonios,
le temblaba todo el cuerpo y caían lágrimas por sus mejillas.
Después de que acabara, los tres se quedaron en el mismo lugar; Garrett
con la cabeza apoyada en su muslo, ella con la cabeza en el pecho de Eric,
el pene de Eric todavía erecto dentro de su ano, con el corazón como si
acabase de correr una maratón.
En ese momento, David y Jonathan se acercaron y los ayudaron a
ponerse de pie para que fueran al lugar donde habían desdoblado varias
bolsas de dormir.
En el camino, Drea buscó la mano de Billy.
—Lo siento —susurró ella, y él la abrazó de inmediato.
Rodeándola todos, se quedaron dormidos. Pero cuando Eric despertó
horas más tarde, cuando el sol comenzaba a ponerse, Drea no estaba.
CAPÍTULO 33
DREA
Drea salió, con las manos en los ojos, y miró al cielo. Todavía hacía un
calor infernal, pero había nubes grises grandes que provenientes del norte y,
a lo lejos, oyó el estruendo de un relámpago.
El sonido le produjo escalofríos. Siempre había odiado las tormentas,
desde que era una niña. No tenía muchos recuerdos de antes de que fuese a
vivir con papá, pero había uno en el que estaba metida debajo de la cama,
abrazando un peluche tonto al que le faltaba un ojo, y deseando que su
madre estuviese en casa.
Naturalmente, a mamá no le importaba dejar sola en casa a su hija de
seis años en medio de una tormenta cuando necesitaba ir a buscar su
próxima dosis.
Drea sacudió las botas en el suelo. Miró a su alrededor y vio a un grupo
de soldados fumando. Demonios, qué bien le vendría fumarse un cigarro.
Caminó hacia ellos y le arrancó el cigarrillo de la boca al que estaba más
cerca antes de que pudiera encenderlo. Este le tendió un encendedor y ella
le guiñó un ojo. Probablemente se ensuciaría el maldito uniforme. Estos
hombres estaban tan ansiosos por una mujer. Pero eran hombres de David,
así que se sintió a salvo.
Encendió el cigarrillo, le dio una larga y satisfactoria calada, y luego le
arrojó el encendedor al hombre que se lo dio. Se dio vuelta y se marchó, de
vuelta a su lugar solitario afuera de la sala en la que dormían sus esposos.
Pensar en aquella palabra la hizo estremecerse. Esposos. Qué tremendo
error. ¿En qué demonios estaba pensando cuando se casó?
Veneno.
Dio otra larga calada y arrojó las cenizas al concreto agrietado que tenía
debajo.
Otra vez había soñado con mamá. Estaba ocurriendo más seguido
últimamente. Bueno, si era un recuerdo, ¿podía llamarse sueño? Era más
como su subconsciente jugándole una mala pasada.
Aunque, en esta ocasión, eran dos recuerdos mezclados. Estaba otra vez
en la NASA. David acababa de lanzar la granada y bajaban las escaleras
corriendo. Estaban a punto de escapar. A lo lejos, Drea vio al hombre con el
rifle. Excepto que en el sueño el tiempo corría distinto, por lo que lo vio
apuntar el rifle, la bala salir del cañón y volar hacia ella.
Le habría dado justo entre los ojos.
Esa bala tenía su maldito nombre escrito en ella.
Ah, pero la estúpida insolente de Gisela tenía que… Tuvo que…
Drea intentó darle otra calada al cigarrillo, pero no pudo, porque estaba
llorando demasiado.
Escupió el cigarrillo al suelo y lo pisoteó. Luego se frotó los ojos con
furia. Oh, llórala. Vamos, llórala. Como si eso fuese a servir de algo; ella
estaba tendida en el suelo con la cabeza reventada en Houston.
Drea se abofeteó la cara una vez y luego otra, más fuerte. Luego más
fuerte todavía hasta que las lágrimas cesaron.
Al final del sueño estaba allí, con Gisela en brazos, llorando como una
perra inútil, y Gisela se retorcía y giraba la cara hacia Drea. Salvo que ya no
era Gisela. Era mamá.
Ahorcó a Drea con sus propias manos y le gritó: «Eres la hija del diablo.
Satanás vino una noche y me violó. ¡Perra del demonio! ¡Eres veneno!
¡VENENO!».
Un trueno estalló en la distancia y Drea saltó y se llevó la mano al
pecho.
Su pecho, con un corazón que todavía latía. Porque ella estaba viva y
Gisela estaba muerta.
—Oye.
Drea saltó otra vez, sorprendida por la voz que provenía justo detrás de
ella, y se giró para ver a Eric con un adorable aspecto adormilado.
—Has desaparecido. —Se acercó a tomarle la mano, pero ella le dio la
espalda y miró hacia las nubes que se acercaban.
—No podía dormir.
Lo que quería decir, no, gritar, era: «VETE. ¡Lárgate de mi vista!».
Pero Eric, el puto Eric Wolford, por supuesto que se puso a su lado. El
hombre tenía un instinto nulo de autopreservación.
Drea apartó la cara.
—Drea. Sabes que estoy aquí si quieres hablar.
Ella soltó una carcajada amarga, y finalmente se volvió hacia él.
—¿Desde cuándo me ha gustado hablar contigo? Pero es bueno follar
contigo, lo reconozco.
Le dolió y a la vez le agradó que se le tensara la mandíbula por su
comentario.
Veneno.
—No lo hagas. —Se colocó delante de ella hasta a estar a pocos
centímetros de distancia—. No me apartes de ti. Sabes que me importas.
Ella lo empujó y dio un paso atrás.
—Tal vez ese sea tu error. Lamento no ser la persona que quieres que
sea. Pero oye, eso no me corresponde a mí. No me des tus cargas, hombre.
Él la persiguió.
—No hagas esto, joder.
—¿Qué?
—Tú sabes qué.
Se encogió de hombros, miró el suelo y deseó no haber pisoteado el
resto de ese maldito cigarrillo. ¿Se habría visto muy desesperado que se
tirara al suelo a intentar sacar el resto de tabaco para poder fumarse esa
última porción?
—Te he visto —anunció Eric, encarándola y poniéndole las manos en
los hombros. Ella trató de quitárselo de encima, pero él la sujetó más fuerte
—. ¡Drea! Basta ya. Deja de hacernos a un lado. Te he visto mientras
teníamos sexo. Vi dentro de ti. Tu amiga ha muerto. Puedes sentirte mal por
ello, puedes llorarla.
Si seguía hablando, gritaría. Gritaría fuerte y no dejaría de gritar hasta
que tuviese la garganta irritada y rota.
Se apartó de él y volvió a empujarlo con todas sus malditas fuerzas.
—Gisela no era mi amiga. Era una joven tonta y patética que murió en
vano. La única razón por la que se subió a esa maldita furgoneta es porque
yo creí que podía ser algo que no soy. Ilusioné a todas esas mujeres con
dejar sus pasados atrás. Les dije que lucharan. Pura mierda. Todas estarán
rotas hasta el día en que se mueran.
—¿Así como tú? ¿Es eso? ¿Crees que estás rota?
Drea retrocedió y aplaudió lenta y pausadamente.
—Bravo, doctor Wolford, lo sabe todo de mí. Dese una palmada en la
espalda.
—Demonios, eres la mujer más exasperante que he conocido en mi puta
vida…
—¡Entonces vete! —gritó Drea, exasperada.
Dios, vete ya. Corre. Huye.
—Drea… —comenzó a decir él, respirando con dificultad, pero con
tono de voz calmado.
—¡Por todos los cielos! —vociferó. ¿Qué tenía que hacer para que se
fuera?—. Estoy harta de que vean en mí lo que quieren ver. No soy la
salvadora que vio Gisela, ni soy una estúpida damisela en aprietos o lo que
sea que quieres que sea.
—Eso no es lo que…
—Me importa una mierda —le interrumpió Drea—. Estoy harta de todo
esto.
—¿Y qué harás? ¿Te irás al bosque a vivir sola después de esta misión?
Asintió.
—Es un buen plan para mí —dijo y se marchó.
—Drea. —Le agarró el brazo para detenerla, pero ella se lo arrancó y le
dio la espalda.
—No —declaró con desprecio—. No me toques, joder.
Ella lo fulminó con la mirada. «Corre, maldita sea», era lo que gritaba
por dentro.
Al mismo tiempo, quería acercarse a él, arañarle la ropa y aferrarse a él.
Arrodillarse ante él y rogarle que se quedara. «QUÉDATE. Sé mi hogar por
siempre. Por favor, te ruego que seas mi hogar y que me salves de las
pesadillas».
Pero ya hoy había matado a una persona que amaba, por lo que, con el
rostro de Gisela en la mente, pronunció las siguientes palabras:
—Por este tipo de mierda fue que le dije a Sophia que tenía que irse sola
a descubrir quién era realmente, lejos de ti.
A pesar de lo fuera de sí que estaba al volver de Houston, Drea había
oído a Eric contarle a Jonathan sobre la llamada telefónica con Sophia.
Nada lo apartaría más rápido que hacerle creer que fue por ella que Sophia
se marchó, aunque nunca le hubiese dicho nada de eso. Así que Drea
continuó:
—Sofocas a las personas y lo llamas amor. Eres una maldita
sanguijuela. Le dije a Sophia que se zafara de ti apenas tuviese la
oportunidad y, por primera vez, me escuchó.
Por fin, Eric retrocedió, con los ojos abiertos de par en par como si
estuviese frente a un desconocido.
—Que le dijiste… —Se calló, parpadeando confundido y herido—.
Sabes lo peligroso que es el mundo ahora. ¿Cómo pudiste?
Se sentía como si las entrañas de Drea estuvieran siendo trituradas por
un rallador de queso, pero se obligó a encogerse de hombros como si no le
importara.
—Es más fuerte de lo que crees. Estará bien. Además, si te preocupaba
tanto el bienestar de las mujeres afuera de tu preciosa burbujita comunal,
has podido prestarme ayuda para que fuese a rescatar a mis chicas mucho
antes, ¿no?
A Eric se le descolgó la mandíbula y retrocedió varios pasos a
trompicones.
—Dios mío. —Soltó la carcajada más amarga que le había escuchado
—. Todo este tiempo, pensé: Eric, si tienes paciencia, ella tarde o temprano
te dejará entrar. La han lastimado. Vale la pena esperar, vale la pena el
esfuerzo.
Meneó la cabeza, el dolor en sus ojos era tan claro que era como si un
cuchillo le perforara el centro del pecho. Pensó que nada podía doler más,
pero entonces abrió la boca.
—Pero supongo que estás demasiado rota después de todo.
No lo hagas. No le dejes ver dentro de ti. Ya casi se va. Casi lo
consigues.
Drea apretó la mandíbula y arqueó una sola ceja.
—¿Ya terminaste?
Él exhaló y volvió a negar con la cabeza.
—Voy a ir a buscar a Sophia y a protegerla como lo he hecho toda mi
vida.
Se acercó, tanto que Drea pensó que iba a besarla o a gritarle en la cara
o a escupirle. Algo, cualquier cosa. Pero se quedó allí y lo único que pudo
hacer fue inhalarlo y tratar de memorizar su aroma desesperadamente
porque sabía que esta era la última vez que lo vería, que lo olería y que
estaría tan cerca de este hombre tan increíble que le había robado el
corazón.
—Porque eso es lo que hace la familia —le susurró al oído—. Somos
más fuertes juntos. Pero tú disfrutas de estar sola toda la vida.
Y entonces se dio vuelta y se marchó.
CAPÍTULO 34
DREA
Drea esperó hasta que él estuviese a la mitad del aparcamiento y solo en ese
momento fue como si sus pulmones dejaran de funcionar correctamente. Se
llevó la mano al pecho y jadeó para respirar.
Parpadeó y tosió, apenas podía respirar. Metió la cabeza entre las
rodillas, medio hiperventilando mientras jadeaba, con hipo, inhalando aire
cada tantos segundos.
Se había ido.
Se había ido.
Ella había conseguido lo que quería. «Está a salvo. Está a salvo de ti.
Eso es bueno. Contrólate ya».
—¡Quítenme sus patéticas manos de encima! Cuando Suicidio se entere
de esto, son hombres muertos. ¡Todos van a morir!
Drea alzó la vista y vio a dos soldados arrastrando a un hombre con un
chaleco de los Calaveras Negras por el viejo aparcamiento directamente
hacia donde estaba Drea.
Pero ¿qué…?
Las caras de los soldados permanecieron impasibles a pesar de que él
siguiera diciéndoles palabrotas, y Drea se dio cuenta de que no se
molestaron en ser amables cuando este tropezaba. Siguieron halándolo
hacia delante, aunque este arrastrase las piernas por el suelo.
—¡Hijos de puta! Soy un miembro importante de los Calaveras. Soy la
mano derecha de Suicidio…
Drea respiró por primera vez en minutos a medida que los soldados
arrastraban al hombre lejos de ella hacia el establecimiento en el que
estaban David y los demás. Llovería en el infierno antes de que Thomas
tuviese una mano derecha.
Drea entró con ellos, si acaso para distraerse. Lo que sea para no pensar
en Eric alejándose y en la distancia que crecía más con cada momento que
pasaba.
—¿Qué diablos haces aquí, Pulga? —gritó el pandillero mirando a
Garrett—. Qué cómodo estás. Resultaste ser un soplón, ¿no?
Garrett sacudió la cabeza y se rio.
—No me sorprende que te hayan atrapado, Barril. Siempre fuiste un
hijo de puta descuidado.
Barril se echó hacia atrás y escupió en dirección a Garrett, lo cual lo
hizo reír más.
Barril miró a su alrededor, sacudiéndose aún con tanta fuerza para
intentar liberarse de los soldados que Drea estaba segura de que en
cualquier momento se dislocaría uno o ambos brazos. Debió haberse
sumado a los Calaveras luego de que ella se fuera, porque no lo reconocía.
David permaneció mirándolo pasivamente. Seguía siendo el general a
pesar de solo llevar puestos calzoncillos y una camiseta gris.
Pero resultó que Garrett no era el único que el pandillero conocía de la
sala.
—¿Doc? ¿Eres tú?
Drea giró la cabeza para mirar a Billy, y fue como si sintiera que la
sangre le abandonaba la cara e inmediatamente se mareó. Apenas había
recuperado el aliento y ahora…
¿Cómo demonios Barril conocía a Billy?
—Espera, eres ella, ¿no? Eres la perra de Suicidio. Tu padre fue
presidente de los Calaveras.
—¿Qué sabes de este hombre? —preguntó David señalando a Billy.
—Bueno —dijo Barril sonriéndole a Drea, pero ella estaba concentrada
en el pálido rostro de Billy—. Se escapó hace unos meses. Él arreglaba a las
chicas de Suicidio después de que nosotros las usáramos. Tenemos que
tener un buen producto que venderles a los clientes, como comprenderán.
Pero eso no significa que no podamos divertirnos antes de trasladarlas.
Suicidio tiene mucho apetito.
Drea quiso vomitar.
Era como repetir la historia de su padre, cuando descubrió cómo ganaba
dinero realmente y que la comida que había ingerido toda su vida había sido
pagada por la esclavitud sexual. La ropa que se puso, el techo sobre su
cabeza, el estúpido Chevrolet rosa que tan feliz la hizo en su cumpleaños
número dieciséis. ¿Cuántas mujeres habían vendido para pagar eso?
Veneno.
Era una maldición en ambos sentidos: todas las personas que amaba la
traicionarían y ella traicionaría a todo aquel que amaba.
—Espera, Drea, deja que te explique. Te juro que no lo sabía cuando
acepté el trabajo, creí que iba a… —comenzó a suplicar Billy, pero Drea le
dedicó una mirada más fría que el hielo y le dio más de lo que merecía, un
momento más de su tiempo, una única palabra:
—No.
Luego se volvió hacia David y Garrett, pero Garrett ya estaba delante de
ella, sonándose los nudillos, con los ojos puestos en Barril.
—Déjenmelo a mí. Yo lo haré hablar. Nos va a decir exactamente dónde
está Suicidio…
—¡Thomas! —exclamó Drea—. Su nombre es Thomas Tillerman.
—Nos contará dónde se esconde Thomas Tillerman —se corrigió
Garrett.
David asintió con decisión.
Cuando Drea volvió a mirar a Barril, tuvo al menos el consuelo de ver
que parecía asustado al ver a Garrett acercándose.
Eso significaba que Garrett tenía una reputación. ¿Era ejecutor? ¿En qué
se había convertido exactamente en los años transcurridos desde la última
vez que lo vio antes de irse?
Nadie era lo que parecía. Dios, ¿cómo es que no se había dado cuenta
de eso hasta ahora? Vio exactamente lo que Billy había sido. No dudaba
que le desagradara el trabajo que le obligó a hacer Suicidio, pero aun así lo
hizo por su constante adicción a la próxima dosis.
Suicidio sabía exactamente dónde pisar para hacer que todo el mundo
hiciera lo que él quisiera.
Cuando Billy vio a tantas mujeres usadas, violadas y rotas, ¿intentó
liberarlas? ¿Intentó salvar a alguna? No. Se robó toda la droga que pudo y
se fugó, él solo, con toda la droga que pudiese llevar.
Hasta que, un día, se enteró de que Suicidio y su amiguito y aliado
Arnold Travis habían invadido Fort Worth y salió arrastrado de la
madriguera en la que se escondía. Y se cruzó con ella y con Eric, quienes
desafortunadamente se habían topado con esas malditas púas en la carretera.
Estaba furiosísima consigo misma por haberlo dejado entrar en lo más
mínimo. ¿Creía que salvándolo estaría salvando a su madre? ¿Por qué era
tan patética?
Últimamente, cada vez que intentaba salvar a alguien, solo le explotaba
en la cara, así que ya se había hartado.
Obviamente no había nacido para ser heroína. Se lo dejaba a gente
como Eric y David. Vaqueros y Generales.
—Llévenlo a algún lugar lejos de aquí —les dijo David a los soldados,
señalando a Barril—. Preferiblemente bien lejos de las tropas.
Garrett sonrió y se frotó las manos, y Drea pudo notar que a Barril se le
habían acabado la bravuconería y las palabrotas.
Quizá Garrett había cambiado, pero nunca había intentado ocultar lo
que era. Recordó la primera noche que lo encontró, cuando la esperaba en la
oscuridad, esperando su juicio y ejecución.
Si existía un alma gemela a la suya, ese era él: un niño nacido y criado
con la misma herencia de sangre y violencia que ella.
Si lograba su cometido, al final del día, ambos repararían el daño de sus
pecados de una forma u otra.
CAPÍTULO 35
GARRETT
Horas más tarde, Garrett cerró la puerta donde estaba el hombre llorando
atado a la silla. Garrett tenía las manos empapadas de sangre y se las limpió
en una camisa de repuesto que había traído precisamente con esa finalidad.
Normalmente le incomodaba lo fácil que le resultaba romperles los
huesos a los hombres y arrancarles las uñas una por una, pero hoy fue casi
un placer.
Todavía recordaba el día en que papá lo metió por primera vez en una
sala con un hombre atado a una silla como lo estaba Barril detrás de él. En
ese momento era un prospecto, porque por supuesto que papá lo hizo ser
prospecto igual que a cualquier otro imbécil que quisiera entrar en el club
sin importar que se hubiera criado en la maldita sede. Papá puso un chaleco
junto a la puerta y le dijo que sería suyo si podía conseguir la información
que necesitaban sacarle al hombre sentado en la silla.
Drea ya se había ido para entonces. Tres meses hacían desde su partida.
No había ni una pista de a dónde había ido o si estaba bien. Todo el club
había cambiado también. Después de enterarse de lo que hacían en el club
—de lo que realmente hacían, vender mujeres—, todos los días de su vida
deseó haber aceptado la oferta de Drea cuando intentó convencerlo de que
se fueran del club.
Debió amarrarla atrás de su Harley y llevarla al otro lado del país. Al
norte, tal vez. Cualquier lugar donde hubiera otras estaciones además de
calor, más calor y sequía. Le haría hombres de nieve e irían a cortar su árbol
de Navidad en el bosque cada año y la haría engordar con bebés. Y…
Pero todo eso era como mear contra el viento.
Desapareció como si nunca hubiese existido.
Y ahí seguía Garrett, anclado a su padre y a la pandilla. Así que cogió
ese estúpido bate y golpeó al hombre como si su vida dependiera de ello.
Aunque ese día no obtuvo su chaleco, pues no le hizo ni una sola pregunta
al hombre. Pero sí obtuvo una reputación.
En los últimos años casi no tuvo que levantar los puños si no tenía
ganas. Sin embargo, la mayoría de los días, no iba a mentir… sí le daban
ganas.
Porque resultaba que, una vez le cogías el gusto a la violencia, te
volvías insaciable. Sobre todo, porque siempre estaba muy enfadado.
Resultó que llevaba toda una década enfadado y ni siquiera lo sabía.
No hasta que ella volvió y la vida volvió a desplegar sus alas como una
de esas mariposas que salen de un capullo.
A Garrett le gustaba ver programas de naturaleza luego de que se fuera
su madre y pasara tantas horas solo. Miraba bichos e insectos y cosas así.
Con el tiempo incluso empezó a utilizarlos en el trabajo. Especialmente las
arañas. Le gustaban grandes y peludas. Algunas personas se cagaban en los
pantalones si les ponías unas tarántulas en la cara. Literalmente se cagaban
en los pantalones.
Garrett no lo entendía, para él eran unas mascotas. Ozzy y Sharon. Eran
muy dóciles, siempre que no les gritaras ni las golpearas.
Eran parecidas a él.
Podía ser el señor Amabilidad sin importar lo que la gente pensara de él
por su tamaño o su actitud distante.
Pero ¿que se metieran con su familia?, ¿con su mujer? Ahí sí que se las
veían con él.
Tal como Barril, también conocido como Leslie Smith, acababa de
comprender. Sí, Leslie. Era más o menos predecible por qué se convirtió en
un imbécil.
Pero Garrett se había hartado de pensar en la miserable vida de Leslie.
Salió hacia la casi intacta cubierta del centro comercial, donde había dejado
a Drea y a los demás.
Al llegar, encontró a David al frente de la sala hablando con acerca de
veinte personas reunidas. También había una puerta volcada y puesta de
unos caballetes a modo de mesa. Sobre esta había un mapa extendido.
—…les dije, es una táctica de batalla antigua llamada derrota «divide y
vencerás». Hoy los tres batallones han hecho acto de presencia en estos tres
lugares estratégicos: New Braunfels en el centro, Canyon Lake al norte y
Seguin al sur.

[ Image: image1.jpeg ]

Garrett no vio a Eric ni a ese pedazo de mierdecilla de Billy. Tal vez


Eric estaba afuera encargándose de Billy. Drea estaba parada al fondo del
grupo. Dio un pequeño cuando lo vio y sus ojos se dirigieron
inmediatamente al paño ensangrentado que tenía en las manos, y luego de
vuelta a su rostro.
Se le encogió el estómago por un segundo. ¿Sentiría asco de él y se
alejaría? Pero lo único que preguntó fue:
—¿Conseguiste lo que necesitamos? ¿Sabes dónde está Suicidio?
Él exhaló y asintió.
—Está en un hospital de Riverwalk. —Inclinó la cabeza hacia la sala—.
¿Qué está pasando aquí?
—Hombres jugando con sus ejércitos —dijo Drea poniendo los ojos en
blanco.
Garrett negó con la cabeza. Drea era obstinada, eso se lo concedía. Se
concentró en lo que decía David.
—Los tres batallones se han retirado, pero es casi seguro que les haya
llegado la información antes de que se cortara la comunicación. Y eso era
exactamente lo que queríamos. Cuando te confías en el número de
combatientes, el protocolo es responder a cualquier ataque con una
demostración de fuerza. Dividirán su ejército y mandarán tropas a cada uno
de los tres lugares porque ellos son más.
Comenzó a dibujar en la pared con un rotulador negro.
—Estimo que estarán enviando unas 5.000 tropas a defender cada
ubicación.
Se escucharon murmullos entre la gente. Obviamente no les contentó
escuchar ese número.
—Pero, señor, incluso con los voluntarios nuevos, llegamos, como
mucho, a 8.000.
David sacudió la cabeza.
—Divide y vencerás —repitió la frase de hace un rato—. Así fue como
Napoleón venció a los italianos durante la Revolución Francesa. En la
Guerra Civil, el general Stonewall Jackson derribó a 60.000 hombres con
tan solo 17.000.
Vaya. Hasta Drea dejó de poner los ojos en blanco y puso interés a la
conversación.
—¿Tendrá algún otro ejemplo moderno de esta táctica? —preguntó otra
persona.
David negó con la cabeza.
—Funciona si los divides en grupos pequeños que vayan a tres o cuatro
lugares. Le haces saber al enemigo que estás allí con una fuerza grande,
como hicimos hoy en Canyon Lake, New Braunfels y Seguin. Pero no
saben exactamente cuántos eran. Lo único que dirán es que eran miles, que
así fue. Un poco más de 2.500 para ser exactos. Pero no saben cuántos
somos, así que envían sus 5.000 a todos lados.
—Mierda, general, ¿no irán a fregar el suelo con nuestros traseros?
¡Tienen el doble de hombres que nosotros!
—Fíjate en esto. —David comenzó a sonreír—. Esa es la razón por la
que este truco no funcionó después de 1914: por los aviones. Si puedes
volar y ver la magnitud de la fuerza del enemigo, no se les puede engañar.
Las imágenes satelitales lo empeoraron.
—Ya basta de regodeos —dijo Drea—. Ve al grano.
Los soldados se rieron y David les hizo un gesto para que se callasen.
—Bien. Tenemos artillería antiaérea a las afueras de los tres lugares. Si
alguien intenta hacer un sobrevuelo, BAM, están fritos. Y mientras tanto,
dejamos solo 500 hombres en Canyon Lake y Seguin y llevamos al resto a
reunirse con la fuerza central en New Braunfels. —Dibujó flechas en la
pared—. Y entonces atacamos a esos hijos de puta, con la diferencia de que
ahora seremos más de 6.500 contra sus míseros 5.000.
—Santos cielos —susurró Garrett.
—Luego esa fuerza se traslada hasta Canyon Lake, teniendo otra vez
mayor número.
—También tenemos más voluntarios que llegan todo el tiempo —dijo
Jonathan, poniéndose al lado de David—. Después de que los Calaveras
Negras mataran al gobernador de este territorio y se apoderaran de este hace
dos semanas, han aterrorizado a la gente y están dispuestos a contraatacar.
Esta noche les daremos esa oportunidad.
Una ovación surgió de la multitud.
—Vaya que son buenos dando discursos —dijo Garrett.
—Y conocen la historia militar, lo cual está muy bien para ellos. —Drea
se volvió hacia él, dedicándole toda su atención—. Pero me importa una
mierda salvar el mundo. Lo único que quiero es entrar en esa maldita
ciudad, sacar a las mujeres a las que les prometí sacarlas de ese infierno y
meterle una bala en los sesos a Thomas Tillerman, ¿me entendiste?
—Fuerte y claro.
Drea asintió. Los soldados se dispersaban mientras David iba de grupo
en grupo dando lo que parecían instrucciones personalizadas para el ataque
de esta noche. Saldrían después de que el sol se pusiera. Drea supuso que
eran líderes de escuadrón o como fuere que se llamara la gente del ejército
que dirigía grupos más pequeños de hombres.
Les pasó por un lado y fue directamente al mapa puesto sobre la mesa
improvisada. Garrett se acercó a su lado.
Era un mapa grande de San Antonio, recortado a un lado, con una vista
ampliada de Riverwalk.
—¿Dónde está? —susurró ella.
Garrett se secó bien la mano para no mancharlo, y luego pasó su dedo
índice por las pequeñas líneas por las que pasaba el río de San Antonio.
—Ahí —dijo—. En el Hospital Nix. Es viejísimo, aunque ha sido
renovado muchas veces, pero siempre ha estado ahí. Lo construyeron hace
cientos de años o algo así. Barril dijo que Suici… digo, Thomas. Me dijo
que a Thomas le gusta porque aparentemente las viejas salas de examen
funcionan bien como celdas.
Garrett pudo notar que a Drea se le pusieron los pelos de punta con lo
que dijo, pero prosiguió.
—Pero da hacia el río.
La mente de Drea funcionaba a un millón de kilómetros por hora y
acercó la mano al mapa para hacer trazos por el río. Él había pensado lo
mismo. Sacudió la cabeza.
—Lo mismo pensé, pero el río nace en medio de San Antonio. No es
una forma de entrar.
Drea miró el mapa, ceñuda.
—¿Dónde empieza exactamente?
—No tengo ni idea. —Garrett se encogió de hombros.
Drea se agachó, a centímetros del mapa. Garrett negó con la cabeza.
—Por ahí no se puede entrar, ya te lo digo. No creo que vaya más arriba
de ese parque donde está el zoológico.
Drea levantó la cabeza tan rápido que casi le daba en la barbilla. Él se
echó hacia atrás justo a tiempo.
—¿Cuál zoológico? ¿Cuál parque?
—Eh, el zoológico de San Antonio. No sé cómo se llama el parque.
—Muéstramelo.
Garrett exhaló fuerte, pero se agachó hacia el mapa. Solo era visible en
la parte cortada de Riverwalk.
—Ahí —anunció—. ¿Ves el zoológico y este parque de aquí? —
Entrecerró los ojos—. Parque Brackenridge.
Drea sonrió.
Oh, no. a Garrett no le gustaba esa sonrisa.
—Anímate, querido esposo. —Se puso de puntillas y le dio un beso en
la mejilla, justo arriba de su barba—. Esta noche nos encargamos del
cabecilla de los Calaveras Negras para siempre.
CAPÍTULO 36
JONATHAN
A Jonathan le alegraba haber visto a Drea y a Garrett maquinando con el
mapa. Todavía pensaba que era arriesgado que condujeran a San Antonio
solos sin avisarle a nadie ni pensarlo mejor.
Dios mío, era como si buscaran que los matasen. Se detuvo ante ese
pensamiento, moviendo bruscamente la cabeza para verlos a los dos
ponerse las chaquetas de motociclistas de los Calaveras Negras que ambos
insistían en llamar chalecos.
Miró a Drea con los ojos entrecerrados. Últimamente no era la mejor
versión de ella misma. Él había intentado convencerla de que no era
necesario ir a hacer las cosas así. ¿Por qué no dejar que David ejecutase su
plan? Iban a atacar en la noche, por el amor de Dios. Dentro de unos días
estarían tomando San Antonio… al menos si todo salía como lo habían
planeado.
Pero ella insistió en que el hombre llamado Suicidio huiría si se
enteraba de que los iban a invadir. Que se llevaría a las mujeres que estaba
tan desesperada por salvar, o peor aún, las mataría a todas para ahorrarse el
problema.
Y teniendo en cuenta las historias que contó Garrett sobre Suicidio —
cosas que preguntaba cuando no estaba Drea cerca— no sonaba
descabellado.
Así que Jonathan estuvo de acuerdo en que fueran con una condición:
que él fuese con ellos. Lo harían bien o no harían nada.
A David no le gustó para nada la idea. Se marchó en cuanto Jonathan le
dijo lo que quería hacer.
—¿Me vas a abandonar en vísperas de una de las batallas más
importantes de la Nueva República? —dijo hacia la pared—. ¿Esto es por lo
de ahora? ¿Porque no te incluí en mis planes para la misión en la NASA?
Jonathan negó con la cabeza y le agarró el hombro a David.
—No —dijo con firmeza una vez que David volvió a mirarlo. Luego
frunció el ceño—. De acuerdo, no lo sé. Tal vez sí sea parte de ello. A veces
tengo que seguir mi propio camino. Pero no es solo eso. Sabes que cada
vida femenina es crucial para el futuro de la República. Según la
información que Garrett le sacó al pandillero, Thomas Tillerman tiene a
más de ochenta mujeres retenidas en el Hospital Nix. Si podemos garantizar
la seguridad de todas hasta que llegues con el ejército, podría suponer una
enorme diferencia.
Jonathan le apretó el hombro a David con más fuerza.
—Por favor, David. No necesito de tu aprobación en esta misión, pero
aun así me gustaría tenerla.
David se quedó mirándolo fijamente, enmudecido, por un largo rato
antes de romper el silencio, asentir y darle un fuerte abrazo.
—Por el amor de Dios, ten cuidado, hermano. ¿Quién más me va a
llamar la atención por mis estupideces?
Jonathan se rio y le dio una palmada en la espalda.
—Bien. Ahora que estás de acuerdo, también está el asunto de cierto
equipo que no me importaría tomar prestado. Todavía tenemos ese equipo
de buceo, ¿verdad?
—Ah, ya veo por qué querías mi supuesta aprobación —comentó David
entre risas, dándole palmadas en la cabeza.
Pero David fue muy solidario y le dio todo lo que le pidió.
—Te quedan bien las motos —dijo Drea, y se rio cuando Jonathan se
quedó mirando perplejo los pliegues y solapas de cuero a los que ella se
refirió como zahones.
¿No eran los zahones para las desnudistas?
—Ten. —Ella se acercó a él y tiró de las trabillas de su cinturón.
Mierda, su cercanía le recordó lo que hicieron temprano: ella
cabalgándolo, envolviéndolo con esas piernas firmes suyas mientras él
estaba enterrado en…
—Quieto —le espetó Drea en la cara—. Concéntrate, soldado.
Espabiló y bajó la mirada a lo que ella hacía. Mierda. La erección le
sobresalía del uniforme, pero Drea lo ignoró, pasó el cinturón de los
zahones por sus trabillas y lo abrochó dándole un fuerte tirón.
Se puso de puntillas y le susurró al oído:
—Listo, grandullón. —Antes de volverse, le dio un apretón en el pene.
Dios santo, ¿quería matarlo?
Él se quedó observándola caminar hacia a una de las tres motocicletas e
inclinarse para revisar algo en las alforjas detrás de la moto.
Ladeó la cabeza hacia un lado para apreciar todas las bondades de Drea
Valentine, su mujer.
A quien tenía que proteger en esta misión sin importar a qué costo. El
Señor sabía que no se cuidaba demasiado a sí misma. Garrett haría
cualquier cosa por ella, eso lo sabía Jonathan. Pero, la mayoría de las veces,
Garrett estaba tan loco como Drea.
Era responsabilidad de Jonathan ser el sensato. Él era el militar, el que
sabía seguir el protocolo. Quizá no había ido a West Point, pero había
pasado los últimos siete años empapándose de las reglas y normas del
ejército.
Nació siendo una basura, pero ahora valía más que eso. Se lo
demostraría a sí mismo, a David, a su esposa.
—¿Crees que vas a pasar como un hombre si sigues agachándote así y
exhibiendo ese dulce culo a todo el mundo, D? Porque en lo único que
podría pensar cualquier hombre si te mirase ahora mismo es…
Drea se dio vuelta y le sacó el dedo a Garrett.
—No te atrevas a terminar esa oración si quieres que tus pelotas estén
intactas.
Garrett levantó las manos.
—Está bien, está bien, yo solo digo.
Drea puso los ojos en blanco y se puso el chaleco de los Calaveras
Negras que tenía encima del asiento de la moto. Así parada, con los
pantalones sueltos, con la camisa negra y la chaqueta de motociclista, casi
podía pasar por hombre.
Si no la mirabas a la cara.
Se había cortado un poco más el cabello y lo tenía peinado hacia atrás,
pero su rostro era demasiado hermoso como para que la confundieran con
un hombre, incluso con el cabello corto.
Pero el casco, cuando se lo puso, ayudó a completar la ilusión.
Pasó la pierna sobre la Harley y aceleró el viejo motor de gasolina
reconstruido. Este comenzó a rugir y, sentada allí, podría ser cualquier
matón de los Calaveras Negras, aunque más bien bajita.
Pero con Garrett y Jonathan a cada lado, no se veía tan fuera de lugar.
Al menos era con lo que contaban, pues iban de camino a la interestatal 35,
hacia San Antonio, justo al corazón del territorio de los Calaveras Negras.

HASTA AHORA IBAN BIEN. No hubo contratiempos en el viaje durante


los veinticuatro kilómetros hasta New Braunfels, pero Jonathan empezó a
reducir la velocidad cuando llegaron al primer bloqueo del ejército.
Garrett tomó la delantera cuando redujeron la velocidad y se detuvo
justo delante de los camiones del ejército estacionados a los lados,
bloqueando la carretera. A veces el mejor liderazgo consistía en saber
cuándo dejar que otro tomara las riendas y, en este caso, Garrett era el mejor
para este trabajo. De los tres, Garrett era, naturalmente, el miembro de los
Calaveras Negras más convincente, teniendo en cuenta que lo fue hasta
hace poco más de una semana.
Varios soldados se acercaron, con las armas automáticas desenfundadas.
Garrett se quitó el casco.
—Pero ¿qué coño? —gritó—. Somos nosotros. Déjennos pasar. Suicidio
nos espera. Hemos estado cazando a esos idiotas arriba en las colinas y
tenemos que dar nuestro reporte.
El soldado líder bajó el arma.
—¿Ah sí? ¿A cuántos vieron?
—Había miles en Canyon Lake. Ahí fue donde empezamos esta
mañana. Luego vinimos en esta dirección y vimos a más de esos cabrones a
unos cincuenta kilómetros por la carretera.
Los soldados intercambiaron miradas. En sí, no parecían preocupados,
pero definitivamente estaban interesados en la información adornada.
—¿Nos van a dejar pasar? Tenemos que hacerle llegar esta información
a Suicidio en persona porque las comunicaciones están jodidas.
Jonathan sintió que se le aceleraba el corazón y tuvo que esforzarse para
controlar su respiración para no llamar la atención.
El soldado jefe asintió y levantó una mano, con la palma hacia arriba.
Detrás de él, uno de los camiones cobró vida y retrocedió, abriéndoles el
espacio necesario para que pasaran las motocicletas.
Jonathan y Drea nunca dijeron palabra ni se quitaron los cascos. Al rato,
estaban de vuelta en la carretera otra vez.
Esta parte de la interestatal 35 había sido despejada. Había autos
eléctricos y camionetas viejas a los lados de la carretera, pero también un
área bonita y despejada en el centro.
Jonathan solo había conducido una motocicleta un par de veces y la
moto que tenía debajo distaba mucho de las motocicletas de uso militar a
las que estaba acostumbrado. Estaba segurísimo de que sentiría estas
vibraciones hasta la semana próxima. Era un milagro que los motociclistas
tuviesen hijos. Le dolían las pelotas y solo llevaba media hora montado en
esa cosa.
El siguiente tramo fue más largo que el primero. Cuarenta y ocho
kilómetros de silencio. Bueno, a excepción del incomprensible rugido de la
moto en sus oídos que, después de un rato, se había vuelo un ruido de
fondo. Un fuerte ruido de fondo, pero bueno, era casi relajante.
¿Estaba Drea calmada o tan tensa como él?
Jonathan pasó los siguientes treinta minutos repasando el plan en su
cabeza… e imaginando todo lo que podía salir mal. Al igual que el plan de
la NASA, este había sido diseñado con premura y también estaba basado en
información poco sólida, por decir lo mínimo. Se estaban adentrando en
territorio enemigo.
—Exacto —dijo Drea cuando le explicaba el plan—. Nunca esperarán
un ataque directo. No mientras haya un ejército formándose a las afueras de
la ciudad. Puede que busquen espías que intenten infiltrarse en la ciudad de
las formas habituales, porque Suicidio y Travis comparten la misma
debilidad: se creen más listos que el resto del mundo. No creen que sea
posible que alguien piense más que ellos. No esperan este tipo de ataque.
Eso fue lo que dijo. Jonathan prefería no subestimar nunca a su
oponente.
Cuando se detuvieron en la segunda barricada en la autopista que
formaba el anillo exterior de San Antonio y Garrett se puso al frente, fue
una experiencia similar a la de la primera puerta.
Mientras se alejaban, Jonathan no dejaba de mirar el espejo retrovisor
de su moto. Pero los soldados no mostraron ninguna intención de seguirlos.
Cielos. No podía creer que aquello hubiera salido tan bien. De verdad
iban a hacerlo. Los soldados ni siquiera voltearon a mirar a Drea.
Pasó los siguientes kilómetros en la carretera seguro de que en cualquier
momento oiría el rugido de un camión persiguiéndolos. Pero no, nadie
venía detrás. Y la carretera que tenían enfrente estaba despejada. No habían
despertado sospechas en nadie.
Tenía calmarse de una puta vez, Dios. Se les debía un poco de suerte
teniendo en cuenta el desastre de la última misión. Solo tenía que
concentrarse. Ahora entrarían al parque que estaba al lado del zoológico
y…
Delante de él, Garrett se desvió, se hizo a un lado y desaceleró para
ubicarse detrás de Jonathan.
¿Qué estaba…?
Entonces Jonathan lo vio: había otro bloqueo más adelante.
Y esta vez no era un bloqueo del ejército. Había camionetas atravesadas
en la carretera otra vez, pero no eran militares. Y la cruz de motocicletas
reforzadas aparcadas junto a los camiones dejaba claro quién mandaba en
esta barricada.
Jonathan respiró profundo y hundió el acelerador para tomar la
delantera que Garrett le había cedido.
Habían planeado esto. Bueno, no exactamente esto. Se suponía que solo
habría dos barricadas, ambas militares. Pero se habían preparado para que
Jonathan fuese el portavoz en caso de que hubiera algún miembro de los
Calaveras Negras visible en los otros bloqueos que pudiesen conocer a
Garrett. Y que pudiesen saber que Garrett se había puesto del lado de Drea
en Estación College, si es que alguno de los pocos pandilleros que habían
logrado escapar esa noche hubiera llegado a su base en San Antonio.
Así que fue Jonathan quien se detuvo a la cabeza de su equipo y se quitó
el casco. Quizá solo había escuchado de la vida de los motociclistas de
parte de otros, pero había pasado dos años de su vida en las calles. Un
matón era un matón, lo miraras por donde lo miraras.
Jonathan se colocó el casco en el muslo cerca de la cadera —o cerca del
arma que tenía allí guardada— mientras evaluaba la situación. Había cuatro
hombres en total: tres que estaban sentados en sillas de camping jugando
cartas con una caja volteada en forma de mesa; el cuarto estaba dentro de
una de las camionetas.
—¿Quién demonios eres tú? —gruñó un hombre de altura y contextura
similar a la de Garrett, caminando a largas zancadas y encarando a
Jonathan, con pistola en mano—. A ti nunca te he visto. ¿En qué área estás
tú?
—No tengo que dar explicaciones a un mierdecilla que está de guardia.
—Jonathan miró al enorme hombre por debajo de la nariz, algo difícil de
hacer puesto que seguía en la moto y el otro hombre era alto—. Suicidio
está esperando conocer lo que sabemos sobre las tropas de allá. ¿Quieres
quitarte de en medio o quieres que le diga que los tontos de la frontera nos
han retrasado?
Jonathan notó una mínima incertidumbre en los ojos del hombre grande.
Pero al segundo siguiente este miró atrás, a sus otros compañeros, y levantó
la barbilla cuando volvió a mirar hacia Jonathan, salvo que no se detuvo en
él.
—¿Qué pasa con ustedes dos? Quítense los malditos cascos. No pueden
ser todos del puto Beaumont y ese es el único que no conozco.
Jonathan no dejó de ver la mano del cabrón apretando la pistola que
tenía en la mano.
Mierda.
Iban a tener que…
Pero ni siquiera llegó a terminar de pensar aquello antes de que se oyera
el disparo sordo de una pistola con silenciador y se le abriera un agujero en
la frente al hombre que tenía enfrente.
¡Mierda! Jonathan no sabía si había sido Drea o Garrett quien le había
disparado, pero podían haber arruinado todo.
El motociclista se desplomó en el suelo frente a ellos y Jonathan levantó
su arma justo cuando los que estaban más lejos se pusieron en pie.
Jonathan disparó a uno de los neumáticos de la camioneta, pero no le
dio. Mierda. Fue un pésimo disparo. El motor de la camioneta rugió y salió
disparada hacia adelante. Si se escapaban, estaban jodidos. Su plan solo
funcionaría si nadie sabía que estaban aquí.
—Cúbranme mientras llego a la camioneta —llamó Jonathan.
Luego corrió hacia adelante, en plena carretera, y se colocó en una
buena posición para disparar: con las piernas más separadas que el ancho de
los hombros, las rodillas ligeramente flexionadas y los brazos extendidos.
Disparos estallaron a su alrededor. Una parte del cerebro de Jonathan
sabía que era un blanco fácil, pero no podía concentrarse en eso. Confiaba
en que su equipo podría cubrirlo, y sabía que tenía que detener esa
camioneta. Detenerla era lo único que importaba.
La camioneta que se alejaba cada vez más.
Pero Jonathan tomó aire y se concentró en el blanco. Ya no iba a por las
ruedas; le apuntaba a la cabeza del conductor.
Tras exhalar, apretó el gatillo. Absorbió la sacudida hacia atrás y estaba
a punto de disparar varias veces más cuando el camión giró bruscamente a
la derecha y se estrelló con los vehículos enfilados a un lado de la carretera.
Jonathan se tiró al suelo de inmediato. Entonces, diez segundos y dos
disparos más tarde, escuchó un grito de Garrett.
—¡Por fin le di a ese hijo de puta!
Jonathan se incorporó justo a tiempo para ver a Drea correr rápidamente
hacia los dos hombres en el suelo junto a las motos. Se inclinó sobre cada
uno de ellos y les metió otro balazo en la cabeza.
—Siempre fue muy minuciosa —dijo Garrett encantado, mirándola
como si estuviese más enamorado que nunca.
Jonathan negó con la cabeza y volvió a ponerse en pie.
—¿Supongo que fue ella la que disparó primero?
Garrett se encogió de hombros.
—Sabíamos que todo estaba a punto de descontrolarse. Ella tomó la
iniciativa. —Le sonrió ampliamente a Drea, que volvía hacia ellos.
Se detuvo y luego se acercó a Jonathan, deslizando el visor de su casco
en el último segundo para abrirlo.
No sabía qué esperar, pero ciertamente no era la furia que vio en su
rostro.
—No vuelvas a arriesgar tu vida nunca más de esa manera. Nunca debí
dejarte venir.
Su voz sonó gélida. Se bajó el visor de un tirón y se volvió antes de que
él pudiese responderle. Se quedó mirando cómo caminaba de vuelta a su
moto, pasaba una pierna y la encendía.
Fue entonces cuando Jonathan se dio cuenta de varias cosas: en primer
lugar, vio quién estaba verdaderamente al mando de esta misión, por mucho
que hubiera intentado engañarse a sí mismo con otra cosa.
Drea se metía en el papel de forma muy natural.
Y Garrett la veía invencible. Si la veías en modo malota como ahora,
era fácil pensar que podía atravesar el fuego y no quemarse, escalar una
montaña y no quedarse sin aire, caminar por un desierto y no tener sed.
Se esforzaba mucho por proyectar la fachada de una mujer que no tenía
vulnerabilidades.
Pero Jonathan había pasado los últimos siete años de su vida cerca de un
hombre que la gente llamaba robótico en sus momentos de más empatía.
Jonathan sabía que no era así.
Drea era tan humana como David. ¿Eso significaba que…? ¿David
había estado reprimiendo a Jonathan todos estos años por la misma razón
que escondían las duras palabras de Drea? ¿Porque David temía que
Jonathan saliera herido? ¿No porque creyera que Jonathan no era lo
suficientemente bueno?
Jonathan parpadeó con fuerza.
Drea volvió a levantar el visor, pero solo para poder rugir en un tono
muy parecido al que David solía gritar:
—Vámonos.
Jonathan corrió rápidamente hacia su moto, recargando el arma en el
camino. Mientras encendía su moto, estaba más decidido que nunca a
cuidar a Drea.
Porque, lo supiera o no, ella, así como David, lo necesitaba.
CAPÍTULO 37
DREA
La tormenta se mantuvo a raya hasta que llegaron al parque Brackenridge.
Cuando finalmente comenzó a llover, cayó un diluvio. Ya Drea estaba
acostumbrada a ese tipo de cosas. Pero en este caso era algo bueno, pues
significaba que no habría nadie acechándolos mientras ocultaban las
motocicletas en los arbustos y se ponían los trajes de buceo.
Junto al parque, el río San Antonio era solo una angosta corriente de
agua, pero río abajo se hacía más caudaloso y profundo. Se fueron
adentrando en él uno por uno. Lo más complicado era saltar del dique de
metro y medio a la parte del río que bajaba hasta la zona comercial en el
centro de la ciudad. No era demasiado peligroso, pero sí podía resultar algo
inquietante.
Y hasta el mismo río… Dios, era asqueroso. Todos llevaban gafas de
protección, pero eran prácticamente inútiles. Río arriba, se habían dado
cuenta de que la mejor manera de abrirse paso sin separarse era agarrarse
fuerte el uno del otro, pero había algunos lugares en los que hasta eso era
poco práctico, por la cantidad de escombros que arrastraba la corriente o
porque la maleza estrechaba demasiado el cauce.
Pero al final lo lograron, llegaron al centro y siguieron la corriente,
nadando por las calles que se habían aprendido de memoria. Drea sintió que
Jonathan se detenía frente a ella, resistiéndose al impulso del agua gracias a
las rocas y otros desechos sedimentados en el lecho del río. Ella siguió su
ejemplo, al igual que Garrett, que iba a su lado.
Drea emergió a la superficie después de recibir dos golpecitos en el
hombro, la señal de Jonathan. Como él tenía más experiencia buceando, lo
había dejado asumir el mando, pero cuando Drea sacó la cabeza lentamente
por encima del agua, la lluvia caía con tanta fuerza que era casi imposible
distinguir qué tenía enfrente. Garrett emergió de golpe, sin ninguna sutileza,
salpicando. Dios, con el traje de buceo y su gran barba asomándose parecía
una morsa demente o algo parecido.
Drea negó con la cabeza y estaba a punto de agarrarlo por el hombro y
sumergirlo de nuevo, pero Jonathan también se levantó, sujetándose al muro
de piedra que separaba el río de la acera. ¿Eso significaba que no había
moros en la costa? Drea tomó a Garrett del brazo y tiró de él hacia la orilla.
Con la ayuda de Jonathan, logró empujarlo hasta el tope del muro y, luego,
la misma Drea escaló hasta la acera y se puso en pie mientras Jonathan
seguía ayudando a Garrett a levantarse.
Garrett podía ser muchas cosas, pero no se veía para nada elegante con
un traje de buceo. Drea se quitó la máscara de oxígeno y echó un vistazo a
su alrededor. Mierda. Estaban completamente expuestos. Ayudó a Jonathan
a levantar a Garrett y, juntos, se escabulleron hacia las sombras, bajo un
gran puente sobre el río.
No respiró profundo hasta que estuvieron bien resguardados bajo la
penumbra del puente. Había muchos caminos peatonales que cruzaban la
corriente, pero este era para autos, así que era más grande.
En todo caso, todos se mantuvieron en silencio mientras se quitaban los
trajes de buceo. Jonathan se quitó la mochila a prueba de agua que cargaba
además del pequeño tanque de oxígeno. La colocó en el suelo y empezó a
sacar toda su ropa. Drea se sintió aliviada al ponerse su camiseta y sus
pantalones y estaba contenta de volver a llevar la funda de la pistola en el
cinturón.
Aseguró la navaja en su bota y se puso de pie. Era la primera en estar
lista. Se aproximó al borde del puente para ver qué había al otro lado.
Jonathan le siseó en señal de alerta, pero ella levantó un dedo para
acallarlo.
Ahí estaba. El Hospital Nix. Sobresalía por sobre el resto de la ciudad:
un edificio piramidal de veinticuatro pisos.
—¿Qué fortaleza de pesadilla te has construido, Thomas? —suspiró
Drea entre dientes.
Cerró los ojos y los recuerdos de lo que Thomas le había hecho a su
amada Tierra sin Hombres relampaguearon en su cabeza como escenas de
una película de terror.
Las mujeres gritaban las veinticuatro horas del día. Una tras otra,
Thomas torturaba a las que habían sido compañeras de Drea. Regresaban
después de horas de violación y tortura; más ensangrentadas, más heridas,
más rotas. Les arrebataban el brillo de los ojos hasta que un día no
regresaban más.
Y todo sin ponerle ni un dedo encima a Drea.
Ese sádico hijo de puta sabía que era una tortura mucho peor que
quebrantar su cuerpo.
Intentaba quebrantar su mente. Su espíritu. Su alma.
Algunas noches —Drea no podía negarlo—, había estado a punto de
conseguirlo.
Pero al final, no se lo había permitido. Y ahora había regresado. Estaba
lista para consumar su venganza y acabar con él, para recobrar las vidas que
había robado, para traer vida en vez de muerte por una vez. Solo por esta
vez.
Cuando Jonathan la tocó en el hombro, se sobresaltó del susto. Así de
inmersa había estado en sus recuerdos.
—Oye —le susurró él con ternura—, ¿estás bien? Porque si necesitas
mantenerte al margen durante esto, Garrett y yo podemos…
—Por Dios, no seas ridículo —lo interrumpió con voz fría.
Se sintió mal de inmediato por su tono brusco, pero luego exhaló y
cerró los ojos por un instante. No. Igual que con Eric, era mejor que
Jonathan no se encariñara demasiado.
Abrió los ojos y, decidida, levantó de nuevo la mirada hacia el hospital,
hacia el último piso. El hombre al que Garrett había «interrogado» dijo que
ahí era donde Thomas vivía. Y tenía sentido; siempre había estado
particularmente obsesionado con tener solo lo mejor, pero casi nunca podía
permitírselo en la época en que Drea lo había conocido. Oh, pero qué rápido
ascendido de estatus. Y qué dolorosa sería su caída.
Drea estaba a punto de indicarles que se pusieran en marcha cuando
escuchó voces. Pudo oírlas porque la lluvia había amainado un poco. De lo
contrario, habría cometido la estupidez de precipitarse frente a los dos
hombres que descendían pesadamente los escalones del puente.
—¿…creer esta mierda? Tener que hacer rondas nocturnas en medio de
una maldita inundación… De verdad que es una mierda.
—Ya cállate, joder. ¿Crees que lloriquear va a arreglar las cosas? Te
quejas más que los cabrones que regresan del campo de batalla con media
cara destrozada.
—¿Quieres decirle eso a mis puños?
—Es por esta mierda que siempre estás de guardia, maldición. ¿Nunca
te han dicho que te relajes un poco? Ven, descansemos un momento de esta
maldita lluvia.
Drea abrió los ojos de par en par mientras ella y los muchachos
retrocedían tan rápido como podían.
Y lo hicieron justo a tiempo, porque al siguiente instante los dos
guardias se refugiaban bajo el puente. El más grande arrojó su paragua
empapado al suelo y sacó algunos fósforos de su bolsillo.
Drea no le dio la oportunidad de que buscara los cigarrillos. Ya había
sacado la pistola y le había dado en la cabeza.
Mientras tanto, Jonathan le rompía el cráneo al otro con su tanque de
oxígeno. No gastar balas era una sabia decisión.
Pero cuando el guardia gimió e intentó ponerse de pie, Drea mandó todo
a la mierda y le vació un cartucho detrás de la cabeza.
Jonathan apenas logró apartarse, evitando llenarse el rostro de materia
gris. Era un hombre inteligente.
—Dios mío, ¿de verdad era necesario? —preguntó, tropezándose hacia
atrás y bajando la vista hacia el tipo que Drea acababa de aniquilar—. Ya
estaba acabado. Otro buen golpe en la cabeza y no se habría vuelto a
levantar.
Drea se encogió de hombros y volvió a cargar su Glock. Quince balas.
Metió el cargador y amartilló la pistola.
Garrett había estado saqueando los bolsillos de los motociclistas
muertos a sus pies y halló dos tarjetas de acceso.
Bingo. Hora de la fiesta.
Garrett y Jonathan arrastraron los dos cadáveres hasta el rincón más
profundo bajo el puente. Luego, Drea tomó las tarjetas y encabezó la
marcha, trotando ágilmente hacia la puerta trasera del hospital.
Colocó la tarjeta en el sensor de la puerta y un momento después, luego
de un pequeño pitido, la abrió con un empujón. Adentro había luces, qué
sorpresa. Por supuesto que el edificio de Thomas tendría electricidad.
Estaban contando con ello.
Drea les hizo una seña a Jonathan y a Garrett, quienes se dieron prisa
hacia al interior del edificio y los adelantaron. Afuera, los truenos
retumbaban y los relámpagos centelleaban, pues la tormenta empeoraba
otra vez. Drea echó un último vistazo al exterior para asegurarse de que
nadie los hubiese visto y cerró rápidamente la puerta tras ellos, aplacando el
ruido de la lluvia torrencial.
Luego de la sorpresa de la tercera barricada, no sabían qué tan confiable
era la información que Garrett le había sacado al motociclista en el centro
comercial. Había dicho que casi nadie bajaba al sótano, pero no había
mencionado a los guardias rondando el perímetro. Tal vez ambas cosas eran
medidas de seguridad de último minuto porque sabían que su ejército se
acercaba a San Antonio. O tal vez Garrett había querido acabar rápido con
el asunto y había sido más descuidado que de costumbre.
De cualquier modo, mientras se abrían paso sigilosamente a través del
sótano —lo que parecía un restaurante abandonado de cuando la zona
comercial era un área turística—, no se encontraron con nadie. Y la escalera
que conducía al sótano inferior y a los pisos superiores se encontraba
exactamente donde su informante forzado dijo que estaría.
Apenas habían comenzado a descender las escaleras para cortar la
electricidad del edificio cuando de repente…
Las luces se apagaron.
Drea se quedó inmóvil, llevó una mano a la barandilla bruscamente y
sujetó con la otra a Jonathan, que estaba más cerca de ella. No dijo una
palabra, pero oyó y sintió a Jonathan moverse, como revolviéndose. Sin
duda buscaba sus lentes de visión nocturna.
Solo tenían un par porque David había equipado a sus tropas con el
resto para la batalla de esta noche. Y tenía sentido que Jonathan los llevara,
porque era el que mejor puntería tenía. El plan era usarlos luego de cortar la
electricidad.
Pero ¿por qué diablos se habían apagado las luces antes de que llegaran
a la maldita caja de fusibles?
Un segundo después, Drea sintió que la mano fuerte de Jonathan se
posaba sobre su brazo, poniéndola contra la pared de la escalera.
—Probablemente sea por la tormenta —murmuró en voz tan baja que
apenas podía llamarse un susurro.
—¿Probablemente? —susurró Garrett con fuerza—. ¿Y qué tal si no?
—Shh —lo acalló Drea, conteniendo la respiración por un largo rato,
concentrándose en escuchar.
Contó durante sesenta segundos y no pudo oír nada. Ni botas en las
escaleras. Ni otras voces. Ni siquiera la lluvia de afuera.
Suspiró y extendió la mano hacia Garrett, agarrándolo de su gran
antebrazo.
—Solo es la tormenta. Ya viste lo terrible que era. Eso significa que no
habrá electricidad por un buen rato. Nadie saldrá a arreglar nada con una
tormenta así.
Hubo una larga pausa, y luego Garrett respondió:
—Muy bien, D. Lo que consideres mejor.
En cualquier otra ocasión, la habría inquietado que Garrett confiara en
ella tan ciegamente, pero es que estaban tan cerca. Solo tenían que terminar
el trabajo. Necesitaba acabar con Thomas de una vez por todas. Estaba muy
cerca y podía saborearlo.
No defraudaría a sus mujeres. Por una vez en su maldita vida, no
defraudaría a las personas que más dependían de ella.
Sacó su pistola, le quitó el seguro y la sostuvo apuntando al suelo.
Jonathan se giró frente a ella, asumiendo el mando.
—No hay nadie —susurró.
Bien. Las escaleras estaban tan vacías como parecía.
Empezaron a subirlas y Drea recordó repentinamente que esta vez no
llevaba un chaleco antibalas. Habría sido un peso muy grande como para
nadar con los trajes de buceo. Era algo de lo que estaba terriblemente
consciente con cada paso que daba.
Apretó la mano alrededor de la pistola; su dedo se acercaba más al
gatillo a medida que subían. Esperaba que alguna puerta se abriera de
golpe. Era un edificio de veinticuatro pisos, después de todo.
Y ellos sabían que no habían saboteado la electricidad, pero nadie más
lo sabía. ¿Todos asumirían que era por la tormenta? Eso era bastante
estúpido, considerando todo lo que estaba pasando con los ejércitos.
Aunque, cuando estaban haciendo los planes, Garrett había mencionado
que era posible que Thomas usara a la mayoría de los Calaveras Negras
para defender la ciudad, creyéndose invulnerable a un ataque en el corazón
de su fortaleza.
El ego de Thomas era tan grande que lo hacía asumir que era
intocable… Pero, por otro lado, también era astuto y calculador. Drea ya
había aprendido demasiadas veces que con él nada era lo que parecía.
Por eso, cuanto más subían, más aumentaba la presión que sentía en el
pecho. ¿Y si el informante le había dado a Garrett información falsa? ¿Y si
estaban en el edificio equivocado? Garrett estaba convencido de que el
hombre le había dicho la verdad, pero…
El sonido de una puerta abriéndose resonó dos pisos por encima de
ellos, la luz inundó la oscuridad. De inmediato, Jonathan rodeó con el brazo
el pecho de Drea y la llevó hasta la pared, sacándola del campo de visión
que ahora se abría en medio de la escalera.
Se subió las gafas hasta la frente y Garrett también retrocedió. Drea
podía distinguir sus tenues siluetas por la luz de las linternas de arriba. De
los tres, Garrett era el único que resollaba a causa de la subida, pero lo hacía
muy silenciosamente.
—¿Escuchas esa tormenta? Hombre, odio los edificios grandes. No sé
por qué nos tenemos que quedar en un piso catorce sin siquiera poder
respirar solo porque al jefe lo excitan las…
—Cállate —dijo el segundo hombre.
—¿Qué?
—¿Escuchaste eso?
—¿Qué cosa?
—Tal vez podrías oírlo si cerraras la maldita boca.
Drea volvió la vista hacia Garrett, que tenía una mano sobre la nariz y
boca. ¿Acababa de estornudar? Y parecía que estaba conteniendo un
segundo estornudo. Mierda.
Drea lo fulminó con la mirada y Garrett se cubrió la boca con ambas
manos. Entonces todo su cuerpo se sacudió por segunda vez. Pero en esta
ocasión el ruido fue casi imperceptible.
Drea volvió la cabeza hacia las voces.
—Maldición, estás paranoico. Hagamos esto de una vez y regresemos.
A esa Mónica la están entrenando en sexo oral esta semana y no quiero
quitarle la oportunidad de tener una buena práctica, si sabes a lo que me
refiero.
—Hombre, es como una maldita aspiradora. El jefe podrá venderla
fácilmente por unos mil.
El ruido de pasos resonó justo sobre ellos y la luz rebotó por las
paredes.
Jonathan intentaba presionar a Drea cada vez más contra la pared.
Pero ella no iba a dejarlo pasar. El eco de tres palabras retumbaba en su
cabeza hasta hacerse insoportable.
«Mónica».
«Entrenando».
«Sexo oral».
Mónica. Había conocido a Mónica. Era una chica tímida y modesta, de
apenas dieciséis años cuando Drea la aceptó en su refugio de Tierra sin
Hombres. Era tan tímida que casi no habló con las otras mujeres por casi
tres meses. Y ahora estos tipos estaban…
Entonces, justo cuando los pasos y las linternas giraban la esquina que
estaba justo sobre ellos, otra idea la acometió, tan clara como el agua.
«Mátalos».
Así que, a pesar de sentir la fuerza insistente de Jonathan, apretó con
todavía más fuerza el mango de su Glock y caminó hacia el rellano, justo
frente a los dos hombres.
—Hola, muchachos —profirió con una sonrisa, porque sabía que sería
lo último que verían sobre la faz de la Tierra.
Entonces levantó su pistola y les disparó entre los ojos, primero a uno y
después al otro, bang, bang, antes de que siquiera pudieran sacar sus armas.
Bueno, en realidad fue algo como pum, pum por el silenciador, pero
Drea sintió más satisfacción de la que le gustaría admitir cuando sus
cuerpos cayeron por el último tramo de escaleras y aterrizaron a sus pies.
Jonathan, a sus espaldas, maldijo un par de veces, pero Garrett solo
tomó uno de los cadáveres, lo levantó y lo deslizó por sobre la baranda,
hacia el hoyo central entre las escaleras. Luego lo dejó caer y repitió el
proceso con el otro cuerpo. Drea ignoró el golpe sordo que hicieron los
cuerpos al dar contra el suelo de concreto del fondo; en su lugar, continuó
su caminó escaleras arriba. Esos tipos no serían una pérdida para la
humanidad.
Ahora tenía los nervios de punta, pero no se encontraron con más nadie
durante el resto del camino.
«Drea, a caballo regalado no se le miran los dientes».
Antes de apagar las linternas, Garrett abrió los ojos como platos y
esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Había descubierto una vieja hacha de
bombero que milagrosamente seguía en su caja de cristal en la pared.
Pero no por mucho tiempo, porque, usando una linterna como martillo,
rompió el vidrio y tomó el hacha.
Jonathan puso los ojos en blanco, pero a Drea apoyaba la creatividad
cuando se trataba de acabar con estos hijos de puta violadores y asesinos.
Apagaron las linternas —no querían ser demasiado obvios solo en caso de
que se encontraran con alguien más en las escaleras— y continuaron
subiendo, directo al último piso.
Hasta Drea quedó sin aliento después de subir corriendo los diez pisos
últimos. Al llegar arriba, ella y Jonathan hicieron una pausa de un par de
minutos para que Garrett pudiese alcanzarlos. Se había quedado atrás
algunos pisos más abajo.
Drea quería preguntarle a Jonathan qué veía ahora que habían llegado al
último piso. ¿La entrada era igual a las simples puertas blancas que habían
visto abajo antes de apagar las linternas? ¿O era más imponente? Aguardó,
pistola en mano, y luego aguardó un poco más después de que Garrett
finalmente llegara, mientras recuperaba el aliento.
—Mierda —susurró él, pero Drea le cubrió la boca con la mano.
Tenían que estar tan callados como una tumba hasta el último momento.
Thomas podía estar al otro lado de esa puerta. Claro, si es que la
información que Garrett le había sacado al prisionero era cierta, algo que
empezaba a dudar muchísimo.
No sabía exactamente qué, pero algo no andaba bien.
Para nada bien.
—Retrocedan, armas listas —susurró Jonathan en voz baja—. Intentaré
abrir la puerta.
Drea contuvo la respiración.
—Está cerrada —suspiró—. Bien, la voy a derribar.
Sí. Dah, ¿qué esperaba? Era la entrada a la guarida secreta del malo. Se
supone que debía estar cerrada.
—En tres —comenzó la cuenta regresiva—. Dos...
Todavía estaba negro como la noche cuando Jonathan hizo volar el
seguro. Se abrió paso derribando la puerta y estallaron gritos. Gritos de
mujeres.
Drea intentó atravesar la entrada, pero Garrett se interpuso en su
camino. Aún no podía ver absolutamente nada.
—Garrett, ¡quítate!
Pero permaneció en el medio como un maldito árbol. Maldito sea.
—Jonathan —gritó—. ¿Qué ves?
—Dios mío —dijo en voz baja—. Garrett, enciende la linterna.
Ayúdame a bajarlas.
A Drea se le heló la sangre por el tono ominoso de sus palabras. ¿De
qué diablos hablaba?
No tuvo que esperar mucho para averiguarlo, porque, un momento
después, Garrett encendió su linterna y…
—¡Oh, Dios! —gritó Drea, haciendo a Garrett a un lado. O al menos
intentándolo. Todavía no le permitía pasar más allá, y atravesó un brazo
cuando intentó deslizarse entre él y la puerta.
Pero no podía apartar los ojos del horror que estaba viendo. Por toda la
sala había mujeres colgadas, lánguidas, desnudas y encadenadas de las
muñecas y los tobillos a las paredes de hormigón. Había al menos ocho y…
—¡Elena! —gritó. Elena estaba viva. Oh, Dios. Oh, Dios, oh, Dios.
Drea empujó a Garrett—. ¡Déjame pasar!
Garrett por fin avanzó al interior de la habitación, pero mantuvo el
brazo levantado, todavía intentando detener a Drea.
—No te acerques hasta que sepamos que es seguro. Las bajaremos.
Hijo de perra. Cuando terminaran con esto iban a tener una
conversación muy seria. Pero, mientras tanto, se escabulló por debajo de su
brazo y por fin entró a la sala. Lucía como si alguna vez hubiese sido un
vestíbulo, pero lo despojaron de los muebles. Todavía había un área
separada por cristales del resto de la habitación, tal vez allí podría haber
estado un recepcionista.
Drea contempló todo esto echando un vistazo rápido antes de correr
hacia Elena.
—Drea —gritó Garrett con voz ronca—, maldición.
A ella no le importó. Había abandonado a Elena hacía muchísimos
meses cuando Nix la había salvado a ella en Tierra sin Hombres. A ella.
Cuando mujeres como Elena llevaban en ese entonces casi un año siendo
torturadas, violadas una y otra vez. Dios, Drea solo las había podido ver por
muy poco tiempo, excepto cuando Thomas quería que lo viera, que viera lo
que les pasaba a las mujeres que había intentado proteger…
—Elena —gritó de nuevo mientras se acercaba a la que mujer que había
sido su amiga. Luego repitió su nombre, pero esta vez con la voz llena de
desconsuelo—: Elena.
Era de las mujeres más hermosas que habían buscado refugio en Tierra
sin Hombres.
Y ahora… Oh, Dios.
El brillo de la linterna era tenue, pero cuando Elena se volvió hacia ella,
de cara a la luz, Drea pudo ver las cicatrices que cubrían la piel otrora
perfecta de su rostro, como si le hubiesen hecho tajos con una navaja.
Algunas cicatrices eran antiguas, rojas e hinchadas, pero ya curadas,
mientras que otras estaban tan frescas que la sangre seca formaba una costra
en los costados y dejaba manchas en su mejilla.
—Drea —graznó Elena, alargando débilmente la mano encadenada.
—Cariño, aquí estoy. Te sacaré de aquí. De una vez por todas. Prometo
que no te defraudaré esta vez. —Se volvió hacia Garrett—. Ayúdame a
bajarla.
Él asintió, pero seguía mirando ansiosamente a su alrededor. Drea lo
comprendía. De verdad que sí. ¿Dónde estaba Thomas? ¿Por qué estas
chicas estaban exhibidas como corderos antes del sacrificio? Todo apestaba
a trampa, pero Drea se negaba —maldición, se negaba— a abandonar a
Elena una vez más.
No le importaba si era una trampa. La muerte la había estado
persiguiendo durante los últimos diez años, desde la noche en que su padre
se ofreció estúpidamente a tomar su lugar. Pues entonces que viniera y se la
llevara.
Pero que dejara en paz a Elena. Que dejara en paz a todas estas chicas.
Dios, por favor. Era todo lo que pedía.
Drea sostuvo a Elena mientras Garrett levantaba el hacha que había
tomado antes y golpeaba la cadena en la juntura con la pared. Uno de los
grilletes de las muñecas se zafó y Elena rodeó a Drea con el brazo.
—Ahora el otro, el otro —lo apremió ella, apartando a Elena de la
pared.
Garrett se apresuró a destrozar la otra juntura. Le tomó algunos golpes
liberar sus tobillos, pero en menos de un minuto, ya la había separado.
Después se ocuparían de quitarle los grilletes, pero al menos ya no estaba
encadenada a la pared.
—Ahora las otras chicas.
Drea gesticuló hacia la chica que colgaba junto al lugar donde había
estado Elena. Del otro lado de la sala, Jonathan usaba su precisa puntería
para liberar a las chicas con la pistola. Ya había bajado a una y estaba
soltando a otra.
Drea volvió la vista hacia Elena. Probablemente estaba deshidratada.
Tendría que encontrar un lugar para resguardar a las mujeres hasta que el
ejército se abriera paso por la ciudad y fuera seguro salir. ¿Quizá algún
almacén abandonado cerca del río? Algún lugar vacío en el que pudieran
pasar inadvertidas hasta que…
—¡Drea, cuidado! —gritó Garrett y Drea giró hacia él justo a tiempo
para ver que la mujer a la que acababa de liberar estaba tras él y tenía un
cuchillo en alto.
—¡Garrett! —gritó, abalanzándose hacia ambos.
Pero era demasiado tarde.
La muchacha raquítica le enterró el cuchillo en la espalda. Garrett cayó
de bruces.
—¡No! —gritó Drea, dándose prisa. Pero apenas dio un paso, dio un
traspié y cayó de rodillas.
Bajó la vista y se dio cuenta de inmediato de que se había tropezado con
las cadenas de Elena, y que había sido ella quien las había arrojado en su
camino.
A propósito.
—¿Qué?
—¡Dispárale! —gritó Jonathan desde el otro lado de la sala—.
Dispárale. ¡Ahora!
Justo entonces las luces se encendieron, completamente cegadoras
después de una oscuridad casi total.
Drea luchó para levantarse, pero volvió a ser derribada de inmediato.
Elena saltó sobre ella, intentando arrebatarle la pistola que tenía detrás
del cinturón.
—¿Qué demonios? Elena. ¡Elena!
Pero ella no respondió, solo se mordió el labio. La vena de su cuello
palpitaba, tensa, mientras intentaba apoderarse del arma de Drea.
¿Qué demonios pasaba? ¿Todas se habían vuelto locas?
Drea sujetó a Elena de la muñeca justo cuando cerraba la mano
alrededor de su Glock. Elena sonrió y tiró de la pistola.
Maldición.
Drea le dobló la muñeca un milisegundo antes de que halara el gatillo.
La bala fue a dar contra el suelo, inofensiva, pero si Elena se hubiese salido
con la suya, le habría atravesado el vientre a Drea.
Y la otra chica había apuñalado a Garrett.
Intentaban matarlos.
Pequeña Elena. Dulce Elena. ¿Por qué?
Elena gruñó y se retorció, luchando con todas sus fuerzas por apuntarle
a Drea.
—Detente —bramó Drea, antes de empujarla y dar la vuelta, de modo
que fuese ella quien estuviese arriba—. Elena. Soy yo. Drea.
—Sé quién eres —le espetó—. Eres la perra que me abandonó. La que
nos abandonó a todas. Nos prometiste que estaríamos a salvo en tu pequeña
isla de fantasía cuando en realidad solo nos convertías en un blanco fácil.
Luego, apenas tuviste una oportunidad para escaparte, te fuiste y dejaste
que nos pudriéramos.
—No. ¡Eso no fue lo que pasó! Intenté que volvieran por ustedes. Lo
juro. Lo intenté. Elena, si pudieras…
—¡No! —gritó Elena—. Ya no tengo que escuchar tus mentiras. Ahora
sí sé lo que es amor verdadero. Y haría cualquier cosa por él. Todo. Le daría
todo.
Entonces, con un incremento de fuerza del que Drea no la habría creído
capaz, Elena se sacudió la muñeca, liberándose, y le apuntó la cabeza con la
pistola.
—Elen…
Drea la tomó del brazo y volvió a tirar de la pistola, pero Elena la
acometió, derribándola una vez más antes de que ambas rodaran por suelo
varias veces.
Drea no supo en qué momento salió el disparo. Solo sabía que su dedo
no estaba sobre el gatillo.
Pero ya no importaba. Cuando retrocedió a rastras…
—¡Noooooo! —gritó—. ¡No! ¡Elena!
Elena estaba desnuda, así que el agujero de bala que atravesaba su
pecho estaba a plena vista, igual que la sangre que manaba con cada
agonizante latido de su corazón.
Drea se apresuró a poner la mano sobre la herida. Si le aplicaba presión,
podría detener el sangrado lo suficiente para que… Y Billy podría… O tal
vez otro de los doctores. Estaban en un hospital, debían tener…
—Ahora me amará por siempre —susurró Elena mientras un hilillo de
sangre se escapaba de la comisura de sus labios.
Entonces sus ojos se pusieron en blanco y su cuerpo quedó
completamente inerte.
—No. No. —Drea negó con la cabeza—. No, no, no. Elena. ¡Elena! —
chilló, manteniendo la mano sobre la herida de bala.
Miró a su alrededor desesperadamente. Tenía que haber algo que
pudiera hacer. Alguien. Algo.
—¡Ayuda! ¡Por favor!
Pero solo vio a las dos chicas que Jonathan había liberado reteniéndolo
con las manos en alto a punta de pistola.
¿Qué dem…?
Pero mientras observaba perpleja y confundida, las otras chicas que
estaban encadenadas se liberaron ellas solas, con llaves que habían
escondido en sus bocas durante todo este tiempo.
Drea solo reconoció un par de rostros; eran chicas que habían estado
con ella en Tierra sin Hombres. Las otras debían ser mujeres que Thomas
había capturado sobre la marcha. Tal vez mujeres que estaba traficando pero
que había decidido conservar para sí.
¿Qué estaba pasando? ¿En qué clase de trampa se habían metido? ¿A
qué clase de trampa los había arrastrado?
Drea volvió a darle un vistazo a Jonathan. Oh, Dios. Lo iban a matar.
Igual que a Garrett. Oh, Dios. Todo gracias a ella y su venganza que al final
no sirvió de nada.
Pero de seguro no todas estas mujeres estaban bajo el control de
Thomas.
Mientras las observaba, todas menos las dos que tenían a Jonathan
acorralado levantaron sus cuchillos y dijeron en unísono:
—Tú nos hiciste esto, Drea Valentine.
Y entonces se abrieron la garganta de un tajo.
Drea gritó y las lágrimas nublaron su visión. Sangre. Había tanta sangre.
Bajó la vista a sus propias manos, cubiertas con la sangre de Elena.
Y por toda la sala. Toda esta sangre.
—¿Por qué? —gritó, sollozando—. ¿Por qué?
Lloraba tan fuerte que no lo vio entrar a la sala. Pero Jonathan sí,
porque escuchaba sus gritos distantes, como si ella estuviese bajo el agua.
Todo se sentía apagado, el mundo se movía más lentamente de lo que
debería.
Este estado catatónico terminó bruscamente cuando unas manos firmes
se cerraron alrededor de su cuello y un cuerpo cayó sobre ella.
Pudo aspirar una última bocanada antes de que la presión cortara el paso
del aire.
Levantó la vista hacia su rostro; sus facciones oscuras se retorcían con
un placer burlón y cruel.
Su demonio personal: Thomas Tillerman.
Se retorció y luchó para apartarlo, pero él se sentó en su pecho,
inmovilizándole los brazos con sus piernas.
La pistola. ¿Dónde estaba la maldita pistola? La buscó frenéticamente
con la mirada, y la encontró en el suelo… del otro lado de la sala. Thomas
debió haberla pateado hacia allá antes de saltar sobre ella.
—¿Cuántas personas tuvieron que morir por ti, pequeña Belladonna? —
Thomas frunció sus cejas oscuras mientras le apretaba aún con más fuerza
la garganta—. Primero tu papi. Y luego todas las mujeres en esa islita…
Intentabas compensar a las mujeres a las que defraudaste aquella noche en
el almacén, ¿no es así?
Thomas le levantó un poco la cabeza para poder estrellársela de nuevo
contra el suelo. Drea pestañeó y el mundo a su alrededor parecía
balancearse de un lado a otro.
—Pero eso ya es algo común en ti, ¿no? —continuó—. Fallarle a la
gente. Hacer que los maten. Estos dos hombres que trajiste contigo. Elena.
Si te hubieses esforzado más, podrías haberla salvado. Por Dios, estaba
medio muerta de hambre. Pero tú tomaste el camino fácil y simplemente la
mataste. —Hizo un gesto de desaprobación—. Y en mi juventud no paraba
de oír sobre lo fuerte que era el linaje de los Valentine. Los Valentine esto,
los Valentine aquello. Los Valentine que habían liderado prósperamente a
los Calaveras Negras durante generaciones. —Negó con la cabeza—. Pero
solo bastaron algunos meses acariciándote las tetas y un rumor de pasillo
para que destruyeras tu propia dinastía, ¿no es así?
Drea lloraba; el poco aire que le quedaba se escapaba con sus sollozos.
Intentó tomar una bocanada, pero casi nada logró atravesar la presión de
muerte que Thomas mantenía alrededor de su garganta.
Lo odiaba.
Lo odiaba con todas sus fuerzas.
Más aire.
Odiaba… Odiaba…
Se odiaba.
Era la hija de un comerciante de esclavas y de una adicta al crack. Cada
vez que intentaba demostrar que era más que eso, cada vez que intentaba
hacer algo bueno y ayudar a otros por todo lo malo que sus padres habían
hecho, lo único que lograba era lastimar a más personas.
Su padre no era el diablo, pero era como si lo fuese. Y, aun así, ella lo
amaba. Era un monstruo y ella lo amaba, incluso después de conocer la
verdad sobre él. Había hecho penitencia durante toda su vida por ese pecado
original.
Y ahora la muerte la llamaba, bajo el rostro de su peor verdugo.
Así era como estaba destinada a acabar.
Su veneno solo podía ser extirpado con un veneno aún más tóxico.
—Eso es —musitó Thomas, sonriendo sobre ella—. Déjate ir. Ríndete y
déjate ir.
Drea dejó que sus párpados se cerraran. Él no sería lo último que vería
en este mundo. Pensó en su padre, en las facciones familiares de su rostro
bajo el tatuaje de calavera, en la manera en que aparecían pequeñas arrugas
en sus ojos cuando le sonreía.
«Claro que te amo, pequeñita. Siempre lo he hecho y siempre lo haré».
Yo también te amo, papi.
Siempre lo he hecho… siempre… lo haré.
—¡Drea, no!
¿Eric?
Drea abrió los ojos de golpe y se retorció en manos de Thomas. ¡No!
Dos motociclistas arrastraban a Eric a la sala desde el ascensor abierto y
otros dos llevaban a Billy, que se resistía. ¿Cómo habían…? ¡No podían
estar aquí!
—Drea. ¿Qué estás haciendo? ¡Defiéndete!
—Amordázalo —gruñó Thomas, apretando con aún más fuerza la
garganta de Drea.
Unas manchas negras comenzaron a bailar en sus ojos. Thomas no
había estado usando toda su fuerza, permitía que pasara solo un poco de
aire para alargar el tormento. Disfrutaba de su sufrimiento, de su tortura.
Pero ya había sido suficiente.
Porque Eric había venido. Eric había venido a pesar de todas las cosas
horribles que ella le había dicho.
—Te amo, Drea —gritó Eric, resistiéndose a los motociclistas que
intentaban amordazarlo—. Pelea por nosotros. Pelea, maldita sea.
Eric estaba peleando por ella.
Estaba allí.
Eric la amaba.
—Él solo será uno más de todos los que han muerto por ti —gruñó
Thomas, y sus ojos brillaron cuando apretó con más fuerza.
¡No!
Eric no podía morir. Ni Eric, ni Jonathan, ni nadie más.
Thomas era el maldito veneno.
Drea se sentía más y más débil a cada momento.
Pero Eric estaba aquí. «Somos más fuertes juntos». Juntos eran más
fuertes. Ya no tenía que pelear sola. Nunca más.
Pero a pesar de lo mucho que ella lo necesitaba, él también la
necesitaba. Todos la necesitaban.
Seguía firmemente inmovilizada por Thomas, sentado a horcajadas
sobre su pecho. Pero antes, cuando había pensado en la pistola, había
olvidado su arma secundaria. Dobló la rodilla. Maldición, era un ángulo
difícil teniendo a Thomas encima.
Extendió la mano derecha hacia su bota desesperadamente.
Ya casi. Casi…
—Bueno, esto fue divertido, puta —dijo Thomas—, pero ya es hora
de…
«¡Ahora!».
Drea sujetó la empuñadura del cuchillo con todas sus fuerzas, le dio la
vuelta y lo enterró hasta el fondo en la espalda baja de Thomas.
Él gritó y la presión en su cuello se esfumó de inmediato, pero Drea
intentó mantener la concentración aun mientras jadeaba para intentar
respirar.
—¡Mátenla! —chilló Thomas.
Drea extrajo el cuchillo y lo apuñaló de nuevo mientras Thomas se
alejaba de ella a rastras, retorciéndose.
Drea volvió a sacar el cuchillo y se abalanzó sobre él, rodeándolo desde
atrás como si fuese a darle un abrazo de oso.
Excepto que este abrazo era letal, porque no esperó a oír sus ruegos ni
sus últimas palabras.
Le hizo un tajo despiadado en el cuello, de oreja a oreja. Thomas se
desplomó en el suelo y ella cayó sobre él, todavía respirando con dificultad.
«En cualquier momento», pensó. Uno de sus lacayos vendría a matarla.
O una de las mujeres adoctrinadas.
No, maldición. No podía simplemente quedarse allí y aceptar la muerte.
Eric y Jonathan merecían más que eso.
Así que rodó hacia un costado, ignorando el charco de sangre que
emanaba del cadáver de Thomas. Sostuvo su cuchillo frente a ella
débilmente mientras luchaba por enderezarse.
Cuando alzó la vista, se encontró con que Billy les apuntaba
temblorosamente a las dos mujeres que habían amenazado a Jonathan. Este
y Eric, por su parte, les daban una paliza a los matones.
Tres de los cuatro motociclistas que habían traído a Eric y a Billy ya
estaban en el suelo, inconscientes o muertos, y el cuarto luchaba por su
vida.
Intentó abalanzarse sobre Eric, justo antes de que Jonathan le pusiera
una bala en la cabeza.
—Cuidado con ellas —gritó Drea señalando a las mujeres que Billy
estaba cuidando—. Tienen cuchillos.
Eric se volvió hacia ellas justo cuando sacaban sus armas. Pero no se
acercaron ni a Billy ni a ninguno de los otros.
—¡Deténganlas! —gritó Drea cuando llevaron los cuchillos hasta sus
propias gargantas, como las demás mujeres.
—Tú nos hiciste esto, Dr… —comenzaron a decir en unísono, pero
Jonathan saltó frente a Billy y se los arrebató de las manos antes de que
lograran cortarse.
Intentaron atacarlo para recuperar los cuchillos, pero Billy lo ayudó a
mantenerlas a raya. Al final, tuvieron que atarlas con los brazos detrás de la
espalda para evitar que se hicieran daño.
Eric corrió hacia Drea y se desplomó junto a ella, abrazándola fuerte.
Pero ella se apartó de inmediato.
—Garrett —gritó, pero Billy ya estaba junto a él.
—¡Está vivo!
Billy le sacó el cuchillo y Drea fue a gatas hasta ellos mientras Garrett
se erguía. Ya ni siquiera intentaba contener las lágrimas.
—Garrett.
Él pestañeó e hizo una mueca de dolor al intentar mover el brazo.
—Mierda, creo que le dio a la placa de metal de mi hombro.
—Dios mío.
Drea enterró la cara en su muslo y lloró, y lloró, y lloró. Eric le
acariciaba la espalda y Jonathan y Billy observaban de pie.
Después de unos minutos, por fin levantó la cabeza y se volvió hacia
Eric.
—¿Cómo? ¿Cómo llegaste aquí? —preguntó, hipando.
Él posó la frente sobre la de ella.
—No llegué muy lejos antes de darme cuenta de que no importa.
—¿Qué? —exclamó Drea, incrédula, con lágrimas en las mejillas.
—No importa qué tan mala intentes ser. Sé cómo eres aquí. —Llevó una
mano hasta su pecho, justo sobre su corazón—. Y te prometí que sería para
siempre. Eres tan parte de mi familia como mi hija. Y si bien ella podría
estar en peligro, tú sí que lo estabas. Sabía que me necesitabas.
Eso solo hizo que las lágrimas brotaran de nuevo.
—Lo lamento —sollozó contra su pecho—. Lamento todo lo que te dije
antes. No hablaba en serio. Es que tenía tanto miedo. Y nunca le dije nada
de eso a Sophia. Nosotras hablamos, pero no sobre eso. Nunca le dije que
tenía que irse sola. Le dije que eras un padre maravilloso, un hombre bueno.
Le dije que me había equivocado contigo.
Eric la rodeó con los brazos y la estrechó con fuerza mientras le besaba
el cabello.
—Dios, te amo, mujer terca.
Ella sonrió a pesar de las lágrimas.
—Yo también te amo. —Se apartó, miró sus ojos azules y repitió—: Te
amo.
Y era como si algo en su interior rompiera la jaula de concreto en la que
había estado encerrado y por fin fuese libre.
Miró a su alrededor, hacia Jonathan, Garrett y Billy.
—Los amo —les dijo—. A todos. Los amo.
Ahora que lo había aceptado, sentía que decirlo mil veces no era
suficiente.
—Los amo —repetía riendo y llorando al mismo tiempo.
Todos se reunieron a su alrededor… Bueno, Eric, Garrett y Jonathan.
Billy se quedó de pie tras ellos. Drea lo miró entre lágrimas y le hizo señas
para que se acercara.
Finalmente había logrado reconciliarse consigo misma, así se sentía.
¿Cómo no podría hacer lo mismo con él?
Billy se puso de rodillas y dejó caer la cabeza a sus pies.
—Lo siento, lo siento tanto —dijo temblando.
Drea posó una mano en su cabeza y parecía como si estuviera dándole
el perdón, pero tal vez también se lo daba a sí misma.
El pasado no tenía que definirlos.
Tenían el futuro en sus manos.
—Vamos —dijo en voz baja, tirando del hombro de Billy para que se
levantara. Tenía los ojos rojos y un rastro de lágrimas en las mejillas—.
Veamos cómo están las otras chicas.
CAPÍTULO 38
BILLY
—Solo voy a limpiar la herida y luego suturarla, ¿de acuerdo? —le dijo
Billy a la chica flacuchenta que estaba en la camilla.
Le costó mantener la voz tranquila mientras le aplicaba antiséptico al
tajo que tenía en la frente. Ya le había limpiado la sangre seca que había
estado allí por quién sabe cuánto.
—Vas a mejorarte, cariño —le dijo Drea, apretando su mano—. Jenny,
¿cierto? ¿Has dicho que te llamabas Jenny?
La chica asintió, mirando a Billy y a Drea una y otra vez.
—Está bien, Jenny. Ahora estás a salvo. Billy te cuidará muy bien. Lo
prometo.
Billy tragó con fuerza por las palabras de Drea. ¿Cómo podía decir eso?
¿Cómo podía siquiera mirarlo, sabiendo lo que había hecho? Tal vez no
había estado en estas salas con estas mujeres, pero había estado en unas
muy similares, trabajando para los mismos hijos de puta, ayudándolos…
Sin embargo, ahora no podía pensar en ello. Su paciente merecía toda su
atención, así que se concentró en suturar el corte de su frente con manos
hábiles y cuidadosas.
Cuando terminó, Drea fue a buscar a la próxima chica.
No había descansado durante toda la noche mientras despejaban y
aseguraban el hospital, piso por piso. Garrett estaba en lo correcto: la mayor
parte de los Calaveras estaba defendiendo la ciudad; solo un escuadrón de
la muerte se había quedado en el edificio.
Al darse cuenta de que Suicidio estaba muerto, al igual que casi todos
sus compañeros, uno de ellos finalmente fue lo suficientemente inteligente
y empezó a hablar. Aparentemente, Suicidio tenía la certeza de que Drea
vendría tras él, especialmente después del ataque en la Estación College.
Eso explicaba la pequeña escena que había montado en el penthouse.
Cuando los dos guardias que rondaban el perímetro no se reportaron,
Suicidio ordenó que apagaran el generador eléctrico del edificio hasta
nuevo aviso.
Ignoró a los miembros de su círculo más cercano, quienes sugerían que
sería más fácil matar a Drea en el acto o al menos tener más hombres en el
penthouse. Suicidio les ordenó que lideraran las fuerzas que defenderían la
ciudad.
Por eso es que Drea y los muchachos solo se encontraron con dos
guardias apostados en cada piso. Desde el quince al veinticuatro, todos los
pisos estaban llenos de mujeres encerradas en consultorios.
Jonathan hizo que Drea retrocediera cuando abrieron la primera puerta,
pues no sabía si se encontrarían con mujeres desquiciadas como las de
arriba.
Pero a estas no les habían lavado el cerebro. Solo eran chicas abusadas
y aterradas que no podían creer que al fin eran libres.
Drea reunió en el vestíbulo del piso quince a las que no necesitaban
atención médica mientras verificaba personalmente a aquellas que sí la
necesitaban. Obviamente no había un doctor real en el personal del hospital,
porque si bien algunas tenían pequeños problemas que se resolvían con
corregir algunos huesos dislocados, otras tenían condiciones mucho más
serias: huesos rotos, heridas infectadas. Billy sospechaba que algunas tenían
lesiones internas, así que iba a comprobarlo con una máquina de rayos x
improvisada que Jonathan había conseguido; aparentemente el equipo de
Suicidio la había reparado y funcionaba.
Billy nunca había visto a ninguna de las mujeres que entraban al
consultorio.
Porque para ese entonces habían vendido a todas a las que conocía, y
quién sabe dónde diablos podrían estar.
«Y no hiciste nada. En lugar de ayudarlas, huiste. Solo te salvaste a ti».
Dios, la expresión en el rostro de Drea cuando se enteró de lo que había
hecho… No solo de que había trabajado para ellos, sino de que había huido.
Él solo pudo balbucear excusas patéticas, pero Drea lo interrumpió con un
gélido: «No».
El terror y decepción en su rostro decían todo lo que había estado
intentando silenciar con pastillas durante los últimos dos años. Por año y
medio, trabajó para Suicidio, en su «planta de tratamiento» de Texas
Central del Sur. En condiciones tan malas que bastaban para atormentar a
cualquier hombre cuerdo.
Pero se había quedado. Había tragado más y más pastillas para no sentir
nada mientras remendaba a una chica tras otra. Chicas que Suicidio y sus
hombres habían roto durante su entrenamiento y que no tardarían en volver
a necesitar reparación.
Billy se decía a si mismo que si él no lo hacía, simplemente
encontrarían a alguien más que sí lo hiciera. Se decía que él les daría más
atención y consideración que cualquier otro doctor. Se decía que no
continuaría abusando de ellas. Maldición, eran excusas miserables.
Más de una chica le había suplicado que la matara.
Incluso ahora no podía soportar ver a todas estas mujeres. Quería volver
corriendo al lugar donde había estado el día anterior, arrinconado entre los
bolsos de insumos médicos en el centro comercial, con el frasco de
calmantes en la mano.
Drea había salido furiosa, decidida a cumplir su misión para salvar el
mundo. Todos los hombres dignos de seguirla se fueron tras ella, y Billy,
como el bastardo débil y patético que era, había corrido tras los calmantes.
Los tomó con manos temblorosas y le obedeció a la voz que bramaba en
su cabeza.
Sí. Por favor. ¡Llévate este dolor! Llévatelo para siempre.
¿Cuántas pastillas harían falta? Destapó el frasco y miró en su interior.
Estaba lleno. Aun así, si quería asegurarse de hacerlo bien, debería
tragárselas todas.
Entonces se rio con amargura. Sería un egoísta hasta el último
momento, ¿no? ¿Los privaría a todos de analgésicos tan valiosos solo
porque era un cobarde incorregible?
Una última gran decepción.
Por un lado, pensó que era un final adecuado: arrastrarse hasta el suelo
con la espalda contra la pared. Moriría como vivió: como un cobarde.
Pero, por otro lado, ¿qué sentiría Drea cuando volviera y descubriera lo
que había hecho?
Eric decía que Drea siempre quería cargar con todo el peso del mundo
sobre sus hombros. Se culpaba por las heridas de Maya y por lo que le
había pasado a Gisela.
Demonios, la razón por la que Billy había ido a esa misión era para
demostrarle a todos y a sí mismo que no era un maldito cobarde. Pero,
cuando fue hora de demostrar su valor, ¿había estado dispuesto a recibir una
bala por Drea? No, una vez más, había dejado que una mujer pagara con su
vida mientras él se quedaba a salvo, sin hacer nada.
Maldición, Drea tenía que saber que todo esto era su culpa.
Simplemente no tenía la suficiente fuerza. Algunas personas eran muy
débiles para soportar toda la mierda que la vida les ponía enfrente, y él era
uno de ellos. Un débil.
Decidió que escribiría una carta. Así, Drea y todos los demás sabrían
que solo él tenía la culpa.
Revolvió las cosas buscando algo con lo que escribir. Resulta que no era
muy común llevar papel y lápiz a una zona de guerra.
Finalmente, decidió usar una caja de cartón y el rotulador que David
había usado para dibujar en la pared.
Se sentó en el suelo e intentó comenzar la carta. Intentó explicar que
solía creer que todos hacían cualquier cosa con tal de sobrevivir, que nadie
tenía verdaderos principios morales. Intentó explicar que antes creía que la
idea de moralidad, del bien y del mal, eran lujos de la era antes del Declive,
y que así era como había justificado…
Pero entonces se detuvo y leyó lo que había escrito. Era pura mierda.
Mierda para autocompadecerse y justificarse. Excusas. Eran las excusas de
un maldito cobarde.
Entonces empezó a garabatear frenéticamente la palabra COBARDE
por toda la caja, en cada superficie posible, por sobre toda la otra mierda
que había escrito, hasta que blandía el marcador con tanta fuerza que
desgarraba el cartón.
Allí fue donde Eric lo halló, postrado en el suelo, quién sabe cuánto
tiempo después.
Billy ni siquiera sabía que estaba allí hasta que Eric dijo:
—Suficiente. Levántate. Tenemos que apoyar a nuestra esposa y salvar
nuestra familia.
Eso fue todo. Lo afirmó tan tranquilamente, tan seguro de lo que decía,
que era como si lo hubiese dicho la mismísima Drea.
Así que Billy se puso de pie. Eric había encontrado otra motocicleta
para ambos. Billy creía que a Eric le aterraban, pero se subió detrás de él sin
proferir ni una palabra de protesta.
Fue algo extraño conducir una motocicleta, algo que Billy había hecho
quizás unas cinco veces en toda su vida, con el brazo de un hombre
alrededor de la cintura —y solo un brazo, porque Eric tenía el otro
enyesado—, además de tener que equilibrar el peso de ambos. Sí, fue muy
extraño.
Pero todo desde que se había encontrado con Drea y Eric aquel día en la
carretera se había sentido bastante surreal.
Había una parte de Billy que no estaba segura de que todo esto fuese
verdad. Tal vez se habían drogado con unos hongos rancios y todo esto era
una alucinación muy vívida e intensa.
De cualquier modo, pasaron por dos puestos de vigilancia del ejército y
Eric mintió diciendo que eran los últimos que lograron escapar de Seguin
con vida antes de que aplastaran las defensas. A Billy le pareció algo
apropiado para su situación, al igual que encontrarse únicamente con
cadáveres en el tercer puesto de vigilancia.
Ese era sin duda el trabajo de su ilustre esposa. La mujer que no le
temía a nada.
Excepto cuando los llevaron a esa sala, Billy por fin había visto lo que
Eric ya sabía… Todos los demonios de Drea.
Había estado a punto de rendirse ante ese bastardo viperino.
Billy no se había encontrado mucho con Thomas Suicidio Tillerman,
pero todas y cada una de las veces se había sentido estremecido, como si el
hombre pudiese ver su alma. Como si viera su cobardía y se deleitara en
ella.
Pero Drea se sobrepuso, al igual que con todos los obstáculos que había
enfrentado en su vida. Venció a ese cabrón y a lo que quería hacerle. Acabó
con él y con sus mentiras. Le abrió la maldita garganta como la guerrera
amazona que era.
Y luego se había arrojado en sus brazos, en los de todos, incluyendo a
Billy. Porque a pesar de que la perfección era imposible, Billy estaba seguro
de que Drea estaba más cerca de la perfección que cualquier otro ser
humano.
Mientras que él era débil, ella era fuerte. Él era cobarde; ella era
valiente. Drea era todo lo que él nunca sería.
Entonces, ¿cómo podía estar…? ¿De él…?
Negó con la cabeza mientras ella traía a la próxima chica.
Drea tenía la mano sobre la espalda de la mujer. Era de piel morena y
caminaba con el brazo doblado en el vientre.
Billy hizo un gesto de dolor. Estaba roto, era obvio desde el otro
extremo de la habitación. Pero solo podía ofrecerle una cosa a Drea: sus
conocimientos de medicina. Así que atendería a estas mujeres hasta que se
le entumecieran las manos y le sangraran los pies.
Donaría litros y litros de sangre y plasma hasta desmayarse. Da…
—Él es Billy.
La mujer comenzó a retroceder de inmediato en cuanto vio a Billy, pero
Drea volvió a posar una mano en su espalda.
—Está bien. Él es igual que los que están afuera. Es un hombre bueno.
Solo necesitamos ver cómo está tu brazo. No te lastimará.
Cinco minutos después, Billy deseaba que Drea no le hubiese prometido
eso a Denise, la mujer. Porque resulta que le habían herido el brazo una
semana atrás, y Billy tenía que volver a romper el hueso para corregirlo.
Aun con la inyección de morfina, la mujer gritó y sollozó junto a Drea
mientras Billy hacía lo necesario. Las lágrimas le corrían a Drea por las
mejillas, le acariciaba el cabello y le susurraba que estaba bien, que ya
habían acabado, que ahora todo estaría bien.
Billy sabía que se lo decía a Denise. Lo sabía. Pero mientras le envolvía
el brazo en un yeso decente, también quiso sentirse reconfortado por sus
palabras y por su cercanía.
«Maldición, eres un bastardo egoísta —se reprendió a sí mismo—.
Estás obsesionado contigo mismo». Dios, si tan solo pudiese escapar de sí
mismo por al menos dos segundos. Le gustaría vivir en la mente de Drea.
Se imaginaba allí, sentado en un rincón tranquilo, preocupándose por otras
personas, amándolos, absorbiendo su fuerza y su determinación inagotable.
—Pasa algo —prorrumpió Garrett, entrando bruscamente y
estremeciendo a Denise cuando Billy ya casi terminaba de enyesarle el
brazo—. Mierda, lo siento —se disculpó, y se volvió hacia Drea—. D,
tienes que venir. Es el ejército. Están en las calles.
Drea se dirigió a la puerta de inmediato.
—¿Cuál ejército?
—Ese es el problema. Parece que ambos.
Drea se paró en seco.
—¿A qué te refieres con ambos?
Rápidamente, Billy le susurró a Denise instrucciones para el cuidado de
su brazo y se apresuró a salir con Drea y a Garrett.
—Me refiero a ambos. Todos revueltos. Ven a ver.
Todavía estaban en lo alto del edificio, en el piso diecinueve, y el sol
había salido hace casi una hora.
Así que había suficiente luz para ver a los soldados marchando por las
calles. Vestían el negro distintivo del ejército de Travis intercalado con el
uniforme militar verde del ejército de David.
—¿Qué diablos significa esto? —suspiró Drea.
—Diría que estamos a punto de averiguarlo —dijo Eric—, porque
parece que vienen directo hacia acá.
—Mierda, tienes razón —replicó Garrett.
—Podría ser una trampa —continuó Eric—. Si derrotaron al ejército de
David, podrían haber capturado a los soldados y haberles quitado los
uniformes. Si no funcionó la táctica de aislar a su ejército, todas sus fuerzas
podrían haber arremetido contra las tropas de David en New Braunfels.
David no habría tenido más opción que rendirse o dejar que mataran a sus
hombres.
—Si no hubiese otra opción —profirió Jonathan—. Si no hubiese
esperanzas, David se habría rendido.
—Y podrían haberles quitado los uniformes, como dijo Eric… —Drea
se movió por la ventana, intentando ver mejor—. Para engañarnos luego de
no poder comunicarse con Thomas.
Habían intentado llamar por radio durante toda la noche, pero ellos no
habían contestado. Si fingían ser Suicidio y los descubrían, los Calaveras
Negras estarían seguros de que lo habían derrotado, pero si no contestaban,
al menos dejaban la posibilidad de fallas en las comunicaciones.
Drea siguió mirando por la ventana durante otro largo rato, con el ceño
fruncido. Entonces se apartó y dijo decisivamente:
—Bajaré.
—¡¿Qué?! —exclamó Garrett.
—Ni hablar, podrías caer directo en su trampa —dijo Jonathan, un poco
menos exasperado.
—Nos enteraremos de una forma u otra —dijo Drea—, y soy la líder
del…
—Creí que ya habíamos superado toda esa mierda autodestruct…
—No es eso, Eric —lo interrumpió Drea—. Te lo prometo. Pero hay un
ejército allá abajo. Y si capturaron a los hombres de David, entonces
tenemos que…
—Yo iré —anunció Billy en voz alta, de pie en el ascensor, donde ya
estaba. Se había escabullido hasta allá mientras ellos discutían.
—Billy —lo llamó Drea alarmada, precipitándose hacia él como si
quisiera detenerlo.
Pero él ya estaba presionando el botón.
—Te amo —le dijo mientras las puertas se cerraban.
Mientras el ascensor descendía, Billy había esperado sentir el terror
usual que lo acometía cuando se metía en situaciones peligrosas; su instinto
de supervivencia y autopreservación que usualmente suprimía cualquier
otro pensamiento.
Pero en lugar de eso, sintió… calma.
Sin importar lo que aguardara tras esas puertas, por primera vez en
mucho, muchísimo tiempo, estaba haciendo lo correcto.
Y estaba en paz.
CAPÍTULO 39
ERIC
—No puedo ver qué está pasando, ¿y tú? —preguntó Drea, presionando
ansiosamente el rostro contra la ventana.
Eric estaba del otro lado de la habitación con la frente contra el cristal.
—Tampoco veo nada. Solo un montón de soldados amontonados en la
calle.
Maldita sea, llegar tan lejos solo para quedar atrapados en este edificio.
Era exasperante. Debieron haber ideado una estrategia de salida en vez de
haber esperado a que llegara el ejército. Debieron haber tenido un plan de
contingencia solo en caso de que David…
Detrás de él, sonó la campana del ascensor.
—Retrocede —gruñó Garrett, corriendo hacia Drea y deteniéndose
frente a ella.
Cargó su rifle y lo apuntó hacia el ascensor. Eric se encontraba justo
detrás de Garrett y Jonathan estaba a su lado.
—No —dijo Drea, empujándolos para abrirse paso—. Bajen las armas,
les dispararán. ¡Basta!
Pero antes de que ninguno se moviera, las puertas del ascensor se
abrieron.
Y de él se bajaron Billy y David.
Drea dejó escapar un grito y se abrió camino empujando a Eric y a los
otros. Se arrojó primero en brazos de Billy, y después de abrazarlo, se
apartó y lo empujó con fuerza.
—Nunca vuelvas a hacerme eso de nuevo, ¿me entendiste? —gritó.
Luego lo volvió a abrazar y se volvió hacia David para apretarlo
también en sus brazos.
—David —dijo Jonathan, yendo de prisa hacia ellos—. ¿Qué está
pasando? ¿Cómo…?
David solo se rio y se separó de Drea. Sin embargo, Eric notó que la
tomaba de la mano, como si se rehusara a desprenderse por completo.
—La batalla comenzó exactamente como lo planeamos. Los
superábamos en número y les íbamos ganando.
Drea le sonrió, embelesada.
—Claro que sí. Eres brillante.
Pero él negó con la cabeza.
—Bueno, no contábamos con una gran contingencia.
Drea abrió los ojos de par en par.
—¿Qué? ¿Qué pasó?
—Después de un par de horas, seguíamos abriéndonos camino, aislando
al ejército de Travis sin demasiadas bajas. Pero de repente, los vimos a lo
lejos: una gigantesca masa de soldados que llegaban como refuerzos.
—Dios mío —suspiró Drea, volviendo los ojos hacia la ventana con
expresión preocupada—. ¿Entonces ga…?
—No, no, está bien —la tranquilizó David de inmediato—. Pero sí,
estuve a punto de hacerme en los pantalones cuando los vi. Creí que
estábamos acabados.
—¿Entonces qué pasó? —le espetó Eric. Basta de la narración
dramática. Malditos sean los soldados y sus historias de guerra.
—Bueno, parece que el ejército que ya estaba apostado aquí en San
Antonio no estaba de acuerdo con el cambio de liderazgo luego de que
Travis matara al presidente Goddard. Él intentó echarles la culpa a ustedes
—dijo, señalando a Eric—, pero nadie le cree. Saben que fue Travis,
algunos de ellos habían peleado junto a Goddard en el pasado. Y aun si no
lo hubiesen hecho, el patriotismo todavía significa algo para ellos, así que
cuando vieron que teníamos un ejército lo suficientemente grande como
para tomar San Antonio y una líder capaz de mantenerlo —agregó,
sonriéndole a Drea—, se unieron a nosotros. Atacaron a los soldados leales
a Travis y nos ayudaron a acorralarlos. Ahora tienes un ejército de
veinticinco mil hombres bajo tus órdenes.
Miró a Drea mientras lo decía y ella obviamente estaba tan confundida
como Eric.
Echó un vistazo hacia atrás por encima del hombro y, naturalmente, no
había nadie.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. No comprendo.
Entonces, Jonathan comenzó a reírse haciéndose evidente que sabía
algo que Drea y Eric aún no entendían.
—Ellos querían un líder fuerte —elaboró Jonathan.
David asintió.
—Y ya habían oído hablar de ti, Drea. Tus hazañas en la Estación
College se han vuelto legendarias.
Drea soltó un bufido.
—Pero eso no fue más que…
—Y además, ¿deshabilitar los satélites? Eso fue decisivo. —David
estaba ignorando deliberadamente, o simplemente no veía la aversión de
Drea mientras hacía ademanes a su alrededor—. Y luego esto, has liberado
a tantas mujeres. Se te conoce como Drea, la Libertadora.
Drea frunció el ceño.
—Es absurdo.
Pero enseguida Eric empezó a hacer un gesto negativo con la cabeza.
—No, no lo es.
Drea le clavó una mirada mordaz, pero él continuó hablando:
—No, escucha lo que tengo que decir, Drea. Piensa en lo que podrías
lograr como presidenta.
—¡¿Presidenta?! —escupió, casi tosiendo las palabras, pero Eric no iba
a dejar perder la oportunidad ahora.
—Sí, presidenta. Siempre has dicho que las mujeres deberían tener voz
propia, y esta es la oportunidad. ¿En serio vas a dejar que cualquier tipo
llegue y tome el poder de nuevo para inventar solo Dios sabe qué reglas
arbitrarias para las mujeres? Nunca te gustaron las normas que yo hice al
respecto, y eso que yo te agrado. —Hizo un gesto con la mano—. Al menos
la mayor parte del tiempo.
Drea volvió a balbucear.
—Pero yo… eh….
Acto seguido, se apartó de todos ellos mientras pasaba las manos por su
renovado cabello.
—¿Qué? —increpó David—. Me parece una gran idea. Iba proponerte
como gobernadora del territorio de San Antonio, pero ser la presidencia
tiene más sentido. Te declararemos presidenta alterna. No hay ningún
escenario en el que sea posible tener a Arnold Travis en el poder.
Fue entonces cuando Drea dio media vuelta y Eric fue testigo de la
expresión de terror puro grabada en su rostro.
—No puedo ser presidenta, ¿no lo entienden? —gimió—. No hago más
que decepcionar a todos los que cuentan conmigo. ¿Acaso no has visto a
todas las mujeres en este hospital? ¡Esto es lo que le ocurre a la gente
cuando intento estar a cargo! Y lo que le pasó a Gisela…
—No. —Eric atravesó la habitación hasta que estuvo junto a ella—. Eso
es pura basura, y pensé que ya habías logrado comprenderlo hace rato. Tú
no provocaste esto, los responsables fueron esos bastardos malévolos, no tú.
El hecho de que te sigas enfrentando una y otra vez a estos malditos es la
razón por la que la gente desea seguirte.
Billy se acercó a su lado.
—Por todos los cielos, Drea… Si tan solo pudieras verte con los
mismos ojos con los que nosotros te vemos. Eres mucho más fuerte de lo
que llegas a comprender.
Ella sacudió la cabeza de un lado a otro, mirando a cada uno por
separado.
—Pero no lo soy.
Eric simplemente se aproximó un poco más y la tomó de la mano, y
luego, uno por uno, el resto de sus esposos hizo lo propio.
—Sí eres lo bastante fuerte —replicó Eric—, porque nuestra fuerza es
tu fuerza también. Si caes, nosotros te levantaremos del suelo.
—Si tropiezas —empezó David, y Jonathan completó la oración—, te
atajaremos.
—Siempre estaremos ahí para ti —dijo Garrett.
—Siempre te amaremos —agregó Billy.
—¿Siempre ha sido así y siempre lo será? —cuestionó Drea, mirando al
grupo de hombres con un aire de vulnerabilidad que le arrugó el corazón a
Eric.
Sería la roca de esta mujer hasta el día de su muerte, si ella se lo
permitía.
—Siempre —prometió Eric, justo antes de fundirse en un beso con ella.
EPÍLOGO
SOPHIA
Sophia dispuso la cartera en su regazo y resopló con irritación gracias a
Finn, quien había detenido la camioneta para revisar la brújula por
millonésima vez.
—Dios mío, Finnigan, vamos en dirección oeste. Acaba de salir el sol,
así que, ¿adivina qué? Si vamos en dirección contraria, ¡estamos en la
dirección correcta!
—Ah, vaya, por favor edúqueme un poco más, señorita Sophia. Yo ser
gran tonto, no saber distinguir izquierda de derecha —bromeó Finn al
tiempo que cerraba la brújula y ponía la camioneta en marcha de nuevo para
dirigirse, por supuesto, por el mismo rumbo que Sophia había indicado
hacía cinco segundos—. No es que tenga demasiada experiencia en rastreo
y haya estado en un centenar de misiones. ¿En cuántas has estado tú? Ya
que hablamos de eso, ¿cuántos viajes has hecho fuera de Pozo Jacob?
Puaj, cómo quería estamparle la cartera en ese rostro condescendiente
suyo. En cambio, sonrió con dulzura.
—¿Te refieres a las misiones diplomáticas en las que he estado? En
siete. Comparadas con las… ¿cuántas eran? —Se llevó una mano a la oreja
como si tratara de escuchar mejor—. Ah, ¿cero? Hmm, qué curioso.
—Y pensar que tan solo llevamos un día en esta pequeña aventura.
Pensé que tomaría al menos cinco días antes de que te convirtieras en una
arpía desalmada.
—Arpía des… —Sophia cortó la frase con un bufido, apartando la cara
con furia.
Finnigan Knight era con toda seguridad y sin lugar a duda el chico más
molesto de todo el planeta.
Le gustaría poder retroceder el tiempo y evitar invitarlo a su viajecito
diplomático a Nuevo México. Aunque… bueno, lo más probable era que
necesitara a ese gran zoquete. Cuando recibieron la llamada del gobernador
de Santa Fe, en Nuevo México, no pudo sentirse más emocionada.
¡Nuevo México! Hacía años que nadie tenía noticias del lugar, salvo por
boca de uno que otro comerciante que afirmaba haber pasado por allí en
algún viaje desde tierras más lejanas. Afirmaban que todo estaba
prácticamente abandonado, salvo por las hordas de bandidos que pululaban
en el territorio.
Habían corrido rumores de que existía una especie de guerra entre los
estados del suroeste, como Nuevo México y Arizona, más o menos al
mismo tiempo que la guerra que mantenía Texas con los estados de la
Alianza del Sur. Sin embargo, nadie tenía ninguna información concreta
sobre el tema, lo cual era, en sí mismo, inusual y más que un poco
espeluznante. Los ciudadanos de todo un estado no desaparecen sin más.
Pues bien, la persona que había llamado al teléfono satelital de Pozo
Jacob tenía respuestas al respecto.
Una guerra había tenido lugar, y la habían perdido ante Colorado. Al
parecer, Colorado era el estado contra el que todos habían combatido, tal
como los estados del sur se habían confabulado contra Texas, y al igual que
Texas, Colorado también resultó vencedor, y al ganar se llevaron a todas las
mujeres de los estados perdedores, al parecer.
Sophia no había podido evitar soltar un grito sordo al escuchar eso. ¿No
había mujeres? ¿Ninguna?
Ninguna, había dicho el gobernador. Al menos, ninguna que no se
hubiera escondido tremendamente bien, y era complicado lograr esconderse
por períodos largos, dado que Nuevo México no era el lugar más
indulgente. A pesar de ello, estaban empezando a reconstruir. Al menos era
el caso de Santa Fe. Habían conseguido el número de Pozo Jacob gracias al
secretario de comercio del presidente Goddard, según había dicho aquel
hombre.
Ahora Santa Fe no era tan solo una comunidad próspera que había
restaurado buena parte de la red eléctrica, sino que estaban ansiosos por
establecer relaciones comerciales con la Nueva República de Texas.
Cualquier cosa que Texas quisiera, a cambio de novias. Novias.
Ese era el término que habían empleado. Si hubieran dicho mujeres,
como si trataran de venderlas o hacer un trueque con ellas cual ganado,
Sophia habría colgado en el acto. Pero no, aparentemente habían oído
hablar del sistema de sorteo matrimonial de Pozo Jacob; querían participar,
y pagarían mucho por el privilegio.
—Está en juego el futuro de nuestro estado-nación, ¿comprende,
señorita Wolford? —había suplicado el hombre al teléfono—. Sin usted,
desapareceremos en una generación.
¿Cómo podría ella decir que no a eso? Pero no se precipitaría, tenía que
asegurarse de que eran quienes decían ser, y que realmente podían ofrecer
lo que prometían.
Y quería mostrarles de buena fe que ellos también podían cumplir, así
que por eso iba a ir para ofrecerse como la primera novia. Era un
movimiento ingenioso, la verdad. Papá necesitaba hombres, tropas para
luchar contra Travis y retomar la República. Nuevo México tenía hombres,
y muchos, al parecer. Texas tenía mujeres, empezando por todas las que
Drea acababa de liberar, y muchas más aún una vez que liberaran San
Antonio.
Además, Sophia estaba segura de que papá no dejaría que otro imbécil
se apoderara de la presidencia. No habría otro presidente Goddard. Tal vez
él mismo sería presidente; había hecho un buen trabajo en Pozo Jacob,
¡imagina lo que podría lograr manejando toda Nueva República!
Definitivamente honraría cualquier acuerdo que ella hiciera.
Pero entonces, Sophia frunció el ceño. La última vez que hablaron papá
no había estado precisamente encantado, la comunicación se había cortado
tan de repente, y luego la batería del teléfono satelital se había agotado y no
había querido volver a la cueva a buscar otra. No, no quería volver a
encontrarse con papá hasta que la misión fuera un éxito.
Además, en Nuevo México podría usar el teléfono satelital que tenían
allá. O mejor aún, reaparecer con un nuevo ejército tras ella, como una
especie de Juana de Arco moderna. Sophia suspiró contenta.
—¿Será que quiero saber qué es lo que estás maquinando en tu mente?
Sophia miró a Finn con desprecio, y su buen humor de inmediato volvió
a aguarse. Claro, Finn. El acompañante al que desafortunadamente había
tenido que pedir ayuda, porque, aunque le gustaba fingir que era una
guerrera diplomática, bueno… llamarse a sí misma guerrera podía ser un
poco exagerado. Sentía confianza de sus habilidades diplomáticas, ¿acaso
no había observado a su padre trabajar por años? ¿No le había dado la
bienvenida a cada nueva chica en Pozo Jacob desde los diecisiete años?
Pero si algún bandido o contrabandista la perseguía mientras viajaba, no
tendría ni idea de qué hacer.
Había pensado fríamente en todas las opciones a las que hubiera podido
abordar en busca de ayuda. Tal vez Nix o uno de los maridos de Shay, ¿o tal
vez Vanessa podría prestarle a los gemelos, grandes y fornidos…?
Pero aquella conversación con papá le había puesto fin a esa idea.
Cualquiera de ellos se limitaría a ponerse del lado de su padre. Le dirían
que lo mejor sería esperar, que debía llevar a más gente o, lo más probable,
dirían que era mejor no ir. De seguro eso era lo que papá diría.
Por lo que tenía que viajar antes de que él volviera, y llevar consigo a
alguien que fuera completamente imprudente y tuviera poca deferencia por
la autoridad o por actuar según las reglas: ¡Finnigan Knight, ding ding ding
ding!
Porque sin importar lo que Drea o cualquier otra persona pensara,
Sophia era mucho más que la princesa de papá. Se preocupaba por el futuro
de la República tanto como cualquiera, porque amaba a su país. Lucharía
por él… moriría por él, si fuera necesario.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo al pensar en esa posibilidad, pero se
olvidó de esta y enderezó la espalda. Aunque era cierto, esos muchachos
valientes que estaban luchando junto al General en San Antonio no eran los
únicos que podían ser aguerridos. Tal vez la mayoría de la gente no le daría
mucha importancia a un viaje de un par de días y a contraer nupcias en una
boda elaborada… pero todavía había mucho provecho que sacar de un
método femenino de hacer la guerra.
Sophia había soñado con su boda desde que tenía memoria, y se había
obsesionado con su propio sorteo por tanto tiempo que por poco había
muerto de la ansiedad a la espera de que el día llegara.
Pues bien, aquí estaba.
La semana siguiente cumpliría diecinueve años, y tal vez la boda no
sería exactamente como siempre había soñado, en esa vieja iglesia católica
de Pozo Jacob con la gran campana que resonaba en el pueblo y en las
colinas. Tal vez su padre no estaría a su lado para entregarla en el altar, y tal
vez no estaría rodeada de los rostros que conocía desde pequeña, pero se
casaría y empezaría por fin a amar a alguien, a varios, y a aprender cómo se
siente ser amada. Eso era todo lo que siempre había querido.
Dejó escapar otro suspiro de felicidad, imaginando a sus futuros
maridos. ¿Serían hombres grandes musculosos? ¿O elegantes y refinados?
¿Tal vez uno de cada clase? ¿Acaso uno sería músico y le cantaría hasta
dormirse por las noches? Ah, ¡o un poeta! Le encantaría estar casada con un
poeta.
«Sophia, cuánto te amo, déjame contar las muchas formas de mi
amor…»
No pudo evitar soltar otro feliz suspiro.
—¿Estás como estreñida o algo?
—¿Qué? —preguntó Sophia dando un brinco en su asiento al tiempo
que volvía a mirar a Finn con desdén, aunque sentía cómo se le ruborizaba
la cara—. No, no estoy… ¿Por qué pensarías…?
—No lo sé —dijo él con una mano al volante mientras volteaba a verla
un momento antes de volver a mirar hacia adelante—. No dejas de hacer
estos ruiditos: Hmmmm. Ooooohhh —imitó él.
Sophia se cruzó de brazos y resopló, dándole la espalda a Finn y
mirando con seriedad por la ventana.
—Oh, vamos, Soph. —Finn se rio—. Solo estoy bromeando. Es que te
ves tan bonita cuando tus mejillas se ponen rosadas como ahora.
¿Tan… bonita? ¿Acaba de…?
Volvió a girarse para mirarlo, pero había vuelto a mirar la carretera. Sin
embargo, la vio por el rabillo del ojo y la sorprendió mirándolo. Le lanzó un
rápido guiño y luego volvió a mirar la carretera como si no fuera nada
especial.
Sophia soltó un resoplido, enfadada, y se juró a sí misma que, en cuanto
se casara, no volvería a tener nada que ver con Finnigan Knight mientras
estuviese viva.

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STASIA BLACK creció en Texas y recientemente pasó por un período de cinco años de muy bajas
temperaturas en Minnesota, y ahora vive felizmente en la soleada California, de la que nunca, nunca
se irá.
Le encanta escribir, leer, escuchar podcasts, y recientemente ha comenzado a andar en bicicleta
después de un descanso de veinte años (y tiene los golpes y moretones que lo prueban). Vive con su
propio animador personal, es decir, su guapo marido y su hijo adolescente. Vaya. Escribir eso la hace
sentir vieja. Y escribir sobre sí misma en tercera persona la hace sentir un poco como una chiflada,
¡pero ejem! ¿Dónde estábamos?
A Stasia le atraen las historias románticas que no toman la salida fácil. Quiere ver bajo la fachada
de las personas y hurgar en sus lugares oscuros, sus motivos retorcidos y sus más profundos deseos.
Básicamente, quiere crear personajes que por un momento hagan reír a los lectores y que después los
tengan derramando lágrimas, que quieran lanzar sus kindles a través de la habitación, y que luego
declaren que tienen un nuevo NLS (Novio de Libro por Siempre; o por sus siglas en inglés FBB
Forever Book Boyfriend).

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