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ANÁLISIS

JAMES FERGUSON

Paradojas de la soberanía
y la independencia
«Reales» y «pseudo» estados-nación y la
despolitización de la pobreza

icen que hay un chiste que se cuenta (en varias versiones) entre los habi-

D tantes de Tijuana, en México. Un turista «gringo» entra en un bar de la


ciudad y se encuentra con la frialdad de los locales que están bebiendo
allí. En busca de una explicación, se acerca a un mexicano apostado en la barra y
le pregunta si no podrían tomar una cerveza juntos. El mexicano rehusa diciendo:
«Mire, ustedes los gringos vinieron aquí en 1840 y nos quitaron la mitad de nuestro
país. Ahora se sientan allí con sus coches, sus piscinas y sus rascacielos, mientras
nosotros aquí nos sentamos sobre nuestra pobreza. ¿Por qué debería beber con us-
ted?» El gringo responde: «¿Quiere decir que todavía, 150 años más tarde, no pue-
den perdonarnos por llevarnos la mitad de su país?». «No», responde el mexicano.
«Yo puedo perdonar eso. No es fácil, pero puedo perdonar que ustedes se llevaran
la mitad de nuestro país. Pero hay una cosa que no puedo perdonar». «¿El qué?»,
pregunta el gringo. «Lo que no puedo perdonar es que no se llevaran también la
otra mitad». 1

El chiste no es muy divertido. Incluso cuando es contado por mexicanos, resulta


ligeramente embarazoso para una sensibilidad política liberal. A finales de un siglo
dominado por luchas nacionalistas anticoloniales por la soberanía y la independen-
cia, no podemos evitar mirar la independencia nacional casi como sinónimo de
dignidad, libertad y empoderamiento. Esta idea, como sugeriré aquí, puede ser en
algún sentido una trampa. Una comparación sacada de la reciente historia política
del África austral podría iluminarla.

En particular, describiré brevemente la forma en que la pobreza y la falta de po-


der han sido aprehendidas y descritas en Lesotho, un estado-nación cuya indepen-
dencia política y soberanía territorial son reconocidas universalmente. Compararé
entonces esta visión con la manera en que realidades muy similares han sido apre-
hendidas en el pseudo estado-nación de Transkei, un «bantustán» surafricano cuya
reivindicación de independencia nacional y soberanía fue duramente contestada, y
finalmente rechazada. Argumentaré que la propia debilidad de las reclamaciones
de soberanía de Transkei facilitó un análisis radical y politizado de las raíces de la

James Ferguson, catedrático de antropología de la Universidad de California en Irvine.


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análisis

pobreza y el subdesarrollo, que puede ser extendido de manera útil a las difíciles si-
tuaciones de los estados-nación «reales» empobrecidos del mundo. Especialmente
en un tiempo en que la fórmula del estado-nación sufre en todo el mundo presiones
sin precedentes, y que las cartografías nacionales –que conciben a cada pueblo
dentro de un espacio– son cada vez más desafiadas y contestadas, tanto en la aca-
demia como en otros ámbitos, puede haber mucho que ganar con la exploración de
alternativas políticas y analíticas al marco de referencia del estado-nación soberano.
Una mirada cercana a la experiencia del África austral puede ayudarnos a hacer
justo eso.

En un apunte final, también reflexionaré sobre algunos paralelismos entre la vi-


sión del mundo dominante en antropología como un ensamblaje de «culturas» o
«sociedades» separadas y únicas, y la visión de los estudios del «desarrollo» del
mundo como un ensamblaje de «economías nacionales». Argumentaré que las ide-
as antropológicas de cultura, sociedad y «campo» tienden a localizar y despolitizar
nuestra comprensión de la desigualdad global y la diferencia cultural del mismo
modo que la idea de estado-nación soberano localiza y despolitiza nuestras percep-
ciones de la pobreza.

■ Lesotho: un estado-nación «real»

Mientras estaba preparando mi viaje a Lesotho para hacer trabajo de campo en


1982, tuve que asegurar a muchos amigos y familiares en Estados Unidos que
Lesotho era, como yo decía, «un país real». Con tanto debate en la prensa sobre el
intento de Suráfrica de convertir a los artificiales «bantustanes» étnicos en supuestos
«estados independientes», era necesario insistir en ello. Dada la posición precaria
de Lesotho como un pequeño enclave completamente rodeado por Suráfrica, la
confusión era, tal vez, comprensible; en cualquier caso, era necesario enfatizar que
Lesotho no era un espurio «homeland» étnico, sino una antigua colonia británica
que había logrado su independencia, reconocida internacionalmente, en 1966. Y
era eso, sin duda, lo que para mí y para mis amigos marcaba la diferencia.

Era la historia la que había hecho de Lesotho un «país real». A través de la resis-
tencia de sus gentes y la astuta diplomacia de su fundador en el siglo XIX, el rey
Moshoeshoe I, Lesotho no fue absorbido por Suráfrica, sino incorporado al Imperio
Británico como un protectorado (entonces conocido como Basutolandia) bajo la ju-
risdicción de una Alta Comisión. Liberado del dominio del estado colonial surafri-
cano, Lesotho y los demás llamados Territorios de Alta Comisión obtuvieron la in-
dependencia a mediados de los años 60 del siglo XX, junto con el resto de las colo-
nias británicas en África. Libre e independiente, y uno de los «Estados de la Línea
del Frente» en la lucha contra el apartheid, Lesotho se mantuvo orgullosamente

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aparte de Suráfrica y sus bantustanes étnicos (cuya supuesta «independencia»
Lesotho provocativamente rechazó reconocer).

Cuando llegué a Lesotho, sin embargo, esta diferencia categórica comenzó a pa-
recer menos absoluta. Completamente dominado, económica y políticamente, por
Suráfrica, la «independencia» de Lesotho se demostró difícil de ubicar. El trabajo in-
migrante en Suráfrica era la forma de empleo predominante, las compañías surafri-
canas dominaban los bancos, la industria y el comercio locales, y el rand surafrica-
no era la moneda cotidiana. Uno de los pocos signos de independencia económica
(siquiera simbólico) era precisamente la introducción de una moneda de Lesotho, el
loti, en paridad con el rand. Sin embargo, pocos parecían asumir el gesto naciona-
lista: la moneda continuaba conociéndose insistentemente como «rand», y los bille-
tes surafricanos eran preferidos activamente. Peor aún, muchos informantes compa-
raban su propia situación de forma desfavorable con la de los habitantes de los ban-
tustanes surafricanos como Transkei. De hecho, uno de mis informantes más
articulados y sofisticados políticamente me dejó estupefacto cuando expresó abier-
tamente su deseo de que Lesotho se convirtiera en un bantustán, insistiendo en que
en los bantustanes los impuestos eran más bajos y los servicios del Gobierno eran
mejores que en Lesotho. La distinción entre «reales» y «pseudo» estados-nación,
tan importante cuando estaba en Estados Unidos, parecía mucho menor aquí sobre
el terreno.

Para un historiador económico, esto sería tal vez poco sorprendente, ya que en
términos económicos no hay mucha razón para distinguir la historia de Lesotho de
la de las «reservas nativas» dentro de Suráfrica (i.e. los territorios reservados para
surafricanos negros «nativos», que se convertirían más tarde en la base de los ban-
tustanes supuestamente independientes). Para empezar, los súbditos basoto del rey
Moshoeshoe, como otros agricultores africanos de la región, perdieron la mayoría
de sus mejores tierras cultivables en una serie de guerras entre 1840 y 1869 con los
colonos invasores blancos. En este menguado territorio, los campesinos de Basuto-
landia consiguieron, sin embargo, responder a nuevos mercados con la producción
de sorprendentes grandes cosechas de grano excedente a lo largo de la última parte
del siglo XIX (Murray, 1981), un proceso que ha sido también documentado entre
los campesinos agricultores negros de las «reservas nativas» surafricanas (cf. Wilson
y Thompson, 1971; Bundy, 1979). Al mismo tiempo, un número creciente de baso-
tos comenzó a viajar a Suráfrica para trabajar, después de que allí se descubrieran
diamantes en 1867 y oro en 1876. A lo largo de los años, sin embargo, la produc-
ción agrícola se hundió, conforme más y más gente cultivaba una tierra pequeña y
deteriorada, y los mercados surafricanos para productos agrícolas, en su día lucrati-
vos, se cerraron. Las familias se volvieron cada vez más dependientes de las reme-
sas de dinero que enviaban los hombres empleados en Suráfrica, normalmente en
las minas. Al tiempo de la independencia en 1966, Lesotho era poco más que una

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reserva de trabajo para la economía surafricana (cf. Murray, 1981). Esta trayectoria
económica muestra notorios paralelismos con la de las «reservas nativas» de Sur-
áfrica, y con la del Transkei 2 en particular (Wilson y Thompson, 1971: 69). 3

Sin embargo, si la historia económica de Lesotho es sorprendentemente similar a


la de las «reservas nativas» como el Transkei, su trayectoria política es notoriamente
diferente. Porque cuando en los años 60 los británicos lo descolonizaron, junto con
otros protectorados de África austral, Lesotho consiguió la condición de estado-
nación soberano, reconocido internacionalmente, a pesar de su precaria posición
geográfica totalmente rodeado por Suráfrica.

Como reserva de trabajo pequeña, económicamente dependiente y geográfica-


mente rodeada, la Basutolandia británica era tal vez un excéntrico candidato para
la independencia nacional. En los debates que rodearon la descolonización, hubo
ciertamente algunos que sostuvieron que dicho territorio no sería ni independiente
ni (como se decía) «viable» económicamente (Spence, 1968). Políticamente, tampo-
co estaba claro cómo de independiente un Lesotho independiente podría ser, estan-
do completamente rodeado por un vecino tan poderoso y dominante. Dichos temo-
res se demostraron bien fundados en los primeros años de la independencia de
Lesotho, que vio no sólo la continuidad de su dependencia económica, sino la re-
petida y poco sutil interferencia surafricana en los procesos electorales y una pre-
sencia sustancial de surafricanos blancos en posiciones clave del Gobierno. 4

Sin embargo, dichas dudas nunca desafiaron seriamente la legitimidad y acepta-


ción de Lesotho dentro de la comunidad internacional. El nuevo estado-nación fue
recibido simplemente como uno más de un número de territorios coloniales británi-
cos que accedieron a la independencia. En realidad, parece claro que la soberanía
de Lesotho fue aceptada por la comunidad internacional más como respuesta a su
condición de ex colonia británica que como respaldo a una capacidad interna de
funcionar económica o políticamente. A diferencia del caso de Transkei, el acceso
de Lesotho a la estatalidad fue recibido como una descolonización rutinaria, no co-
mo parte de un plan cínico para despojar a los negros surafricanos de su ciudadanía
(como aclararé más abajo). Fue este contexto político, más que ninguna característi-
ca objetiva de los territorios en cuestión, lo que hizo a Lesotho, pero no a Transkei,
«un país real».

■ Transkei: crónica de un pseudo estado-nación

Los orígenes de los bantustanes surafricanos deben buscarse en las viejas «reser-
vas nativas», establecidas formalmente bajo los términos del Land Act de 1913, que
asignaba alrededor del 7% de la tierra de Suráfrica (más tarde incrementada al 13%)

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para el asentamiento exclusivo de africanos, mientras que reservaba el resto –la
gran mayoría– para los blancos. Pero con la ascendencia del Partido Nacionalista y
su política de apartheid en 1948, las reservas rurales adquirieron una nueva impor-
tancia política. A medida que el gran plan del apartheid se desarrollaba a lo largo
de los años 50 y 60, se hacía evidente que su estrategia central era traducir la domi-
nación racial y la segregación (bien establecidos ya en Suráfrica) en términos de di-
ferencia nacional. Con la discriminación por color perdiendo legitimidad tanto den-
tro como fuera de Suráfrica, los planificadores del apartheid pretendieron redefinir a
los surafricanos negros como ciudadanos étnicos de «sus propios estados naciona-
les» o «homelands», construidos y consolidados a partir de los restos de las viejas
reservas nativas. Conforme estos «estados bantú» o bantustanes obtuvieran la «inde-
pendencia», sus ciudadanos africanos disfrutarían en efecto de los derechos políti-
cos y privilegios electorales que el mundo estaba demandando, pero sólo dentro de
esos estados. Allí serían capaces de «desarrollarse libremente de acuerdo a sus pro-
pios principios», como normalmente se decía. Pero en el 87% del país designado
como la «Suráfrica blanca», los africanos serían ciudadanos extranjeros. Incluso a
los africanos nacidos y crecidos en las llamadas áreas «blancas» se les asignaría una
ciudadanía sobre la base de su etnicidad en uno de los «estados bantú», convirtién-
dose por tanto en extranjeros en su propia tierra. Los ciudadanos de los bantustanes
podrían, por supuesto, ser admitidos dentro de la «Suráfrica blanca» como trabaja-
dores, con los permisos correspondientes, pero no disfrutarían allí de más derechos
políticos que los trabajadores extranjeros en otros países (como los turcos en Ale-
mania o los mexicanos en Estados Unidos). A través de este siniestro e ingenioso
plan, el «problema racial» (como se llamaba) sería resuelto de un golpe, pues ya no
habría más surafricanos negros. En su lugar, el problema sería replanteado como un
problema de nacionalidad y de migración entre estados nacionales independientes.

Se invirtió una considerable cantidad de energía y dinero en este plan improba-


ble. Millones de personas, como está hoy bien documentado, fueron desplazadas
de manera forzosa y metidas dentro de las fronteras de los futuros bantustanes
(Platzky y Walker, 1985). Se establecieron, en efecto, gobiernos supuestamente in-
dependientes, comenzando en 1976 por los bantustanes de Transkei, Bophutatsua-
na, Venda y Ciskey. A la larga, se preveía que 10 «homelands» étnicos alcanzarían
la independencia, para ser ligados a la llamada «Suráfrica blanca» en lo que el pre-
sidente surafricano, P.W. Botha le gustaba llamar «una constelación de estados», al-
go así como la Commonwealth británica. Los planificadores también albergaron es-
peranzas (desde una fecha tan temprana como 1954) de que los antiguos Territorios
de Alta Comisión de Lesotho, Suazilandia y Botsuana pudieran ser atraídos en el fu-
turo a dicha constelación (Spence 1968: 74).

Al mismo tiempo, se hizo un esfuerzo extraordinario para fundamentar la legiti-


midad de los supuestos estados nacionales, tanto dentro de Suráfrica como más

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allá. Se establecieron gobiernos nacionales con todos los adornos, incluidos emba-
jadores, embajadas y limusinas. Además, se confeccionaron símbolos nacionales ad
hoc para los nuevos estados: himnos, banderas, escudos, lemas,... fueron produci-
dos en serie en un tiempo récord a inicios de los años 70 por el Departamento de
Administración y Desarrollo Bantú de Pretoria. La nueva «República de Transkei»
obtuvo no sólo una bandera sino un escudo nacional (en el estilo incongruente de
la heráldica europea) mostrando una cabeza de toro (como símbolo «no sólo del
papel vital de la cría de ganado sino también de la importancia de los toros en la vi-
da ritual de la pueblo xhosa») junto con un lema involuntariamente irónico, «la uni-
dad hace la fuerza» (Malan y Hattingh, 1976). La supuesta «independencia» de
Transkei en 1976 fue acompañada por una tromba de símbolos nacionalistas, inclu-
yendo una elaborada y costosa ceremonia de independencia, y la publicación de
un lustroso libro de gran formato celebrando la nueva «República de Transkei» y su
herencia cultural. Nunca la frase un tanto irónica de Hobsbawm y Ranger «la in-
vención de la tradición» (1983) fue literalmente más apropiada. 5

Es ahora bien sabido que todos estos intentos de asegurar legitimidad para los
bantustanes fueron, en mayor o menor medida, un fracaso total. A pesar de vigoro-
sas presiones, ninguna nación fuera de Suráfrica extendió su reconocimiento diplo-
mático formal a los supuestos estados «independientes». Y pese a la confusa combi-
nación de zanahorias y palos que se les aplicaba, los supuestos «ciudadanos» de
los bantustanes nunca fueron cautivados por la idea de que la «independencia» de
empobrecidas y dispersas reservas africanas constituía su liberación política. Al fi-
nal, la estrategia bantustán fue abandonada como un fracaso total. Hoy, bajo la
nueva constitución interina, los antiguos homelands han sido completamente rein-
corporados a una Suráfrica unitaria, con una estructura provincial que no conserva
ninguna de las fronteras o estructuras institucionales de los homelands. La era de
los «bantustanes independientes» acabó siendo muy corta.

Pero vale la pena recordar que dicho resultado no fue siempre obvio o inevitable.
Cuando Transkei fue presentado como el primero de los nuevos estados bantú «in-
dependientes», muchos observadores –tanto negros como blancos– lo consideraron
como un nuevo ingreso no inverosímil en el mundo de los estados-nación. Como
muchos de sus defensores señalaban, Transkei era más extensa, rica y populosa que
sus vecinos internacionalmente reconocidos, Lesotho y Suazilandia. Estaba mejor
consolidada y era más grande que los otros «estados nacionales» propuestos, y si su
territorio no era totalmente continuo, tampoco lo era el de muchos otros estados-
nación bien establecidos, incluyendo por ejemplo Estados Unidos. Además, el caso
de la estatalidad de Transkei, en términos formales y constitucionales, se demostró
sorprendentemente sólido (Southall, 1982: 5-6). La pobreza de Transkei y su falta
de recursos lo hacían vulnerable a los argumentos acerca de su «viabilidad» econó-
mica; pero como Mlahleni Njisani (quien se convertiría más tarde en el embajador

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no acreditado de Transkei en Estados Unidos) observó, correctamente, Transkei no
era «ni el más pequeño ni el más pobre de los países en África». Por el contrario,
«el simple hecho es que Transkei no estará peor que la mitad del Tercer Mundo»
(BCP 1976: 16-17)

En el ámbito internacional, tampoco era inmediatamente obvio que la indepen-


dencia de Transkei fracasaría. Recordemos que la República de Transkei aparecía
en los mapas mundiales de National Geographic como estado independiente desde
1976 hasta al menos 1981. 6 Y aunque se le denegó el reconocimiento diplomático,
se establecieron muchos contactos informales y de negocios con países extranjeros,
especialmente con estados internacionalmente estigmatizados como Israel y
Taiwán. Y no podremos saber nunca lo cerca que pudo estar la administración
Reagan de extender el reconocimiento formal a los bantustanes: algunos de sus ase-
sores al menos no estaban frontalmente en contra de los «estados nacionales inde-
pendientes».

En última instancia, la legitimidad de Transkei se arbitró tanto en el marco de la


«comunidad internacional de naciones» como en el vigoroso debate político inter-
no. Aunque constreñidos por el formidable aparato de propaganda del estado sura-
fricano, existían poderosos movimientos políticos de oposición (irónicamente, mo-
vimientos «anti-independencia»), que arrancaron el ropaje de banderas, himnos y
retórica nacionalista para atacar la maniobra política que ocultaban. Unas pocas ci-
tas darán una idea de las campañas anti-independencia.

La Black People's Convention declaró en 1975 que la independencia de Trans-


kei:

«es una astuta maniobra del régimen racista de Vorster para dar credibilidad na-
cional e internacional a la repugnante política de apartheid, precisamente en un
momento en que el proceso de liberación ha mostrado ser inevitable en África, y
también cuando el subcontinente ha cambiado dramáticamente a favor de la lu-
cha por la liberación nacional (...) La llamada independencia no es más que otra
maniobra para ‘legalizar’ la alienación del pueblo de Transkei del resto de
Azania, que es su patria, y proporcionar un respaldo legal y constitucional a la
negación de sus derechos». (BCP 1976: 39)

Para Steve Biko, los bantustanes eran «el mayor fraude singular jamás inventado
por políticos blancos» (Biko, 1978: 83). Algunos políticos negros pensaron que podí-
an utilizar la independencia bantustán para presionar por la liberación negra, «dis-
puestos», como decía Biko, «a ver una escapatoria incluso en un muro de hierro de
dos pies de grosor» (ibid.: 36). «Pero en un combate, no se acepta que el enemigo
vacíe sus pistolas y luego se le desafía a un duelo» (ibid.: 85) como hacía Suráfrica.

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«Estas burbujas tribales llamadas ‘homelands’ no son más que sofisticados cam-
pos de concentración donde la gente negra puede ‘sufrir en paz’ (...) Nosotros, la
gente negra, deberíamos tener siempre presente que Suráfrica es nuestro país y
que todo él nos pertenece. La arrogancia que hizo a la gente blanca salir de
Holanda para venir y balcanizar nuestro país y desplazarnos debe destruirse. Se
ha abusado de nuestra amabilidad, y nuestra hospitalidad se ha vuelto en nuestra
contra. Mientras los blancos eran para nosotros meros invitados cuando llegaron
a este país, nos han expulsado a una esquina del 13% del territorio y están ac-
tuando como malos inquilinos en el resto del país. Debemos acabar con esto.
¡¡Abajo los bantustanes!!!» (ibid.: 86)

■ Política y pobreza: dos paisajes discursivos

La diferencia entre la posición de Lesotho y la de Transkei en el mundo de los es-


tados-nación legítimos ha tenido como resultado un tratamiento llamativamente di-
ferente de las realidades de pobreza y falta de poder que los dos territorios compar-
ten de forma tan evidente. En el discurso del «desarrollo» que domina las discusio-
nes de Lesotho, la pobreza ha sido tratada inevitablemente como un atributo de su
economía nacional. Como he mostrado en otro lugar (Ferguson, 1994), las causas
históricas y estructurales de la difícil situación de Lesotho han sido en gran medida
ocultados a la vista, pues el marco de referencia del «estado-nación» ha desplazado
una perspectiva regional más amplia. A través de lo que yo he llamado «la máquina
antipolítica» del «desarrollo», la pobreza persistente ha sido ideológicamente cons-
truida como un producto de la desafortunada geografía y la falta de recursos (toma-
dos como dados) de Lesotho, junto con el hecho técnico de que esos magros recur-
sos no han sido totalmente «desarrollados». Las causas reales de la pobreza en
Lesotho eran, como he sugerido, muy similares a las de Transkei; pero las discusio-
nes sobre la pobreza en Lesotho apenas han hecho ninguna referencia a la política
del estado surafricano de salarios bajos, control de flujos o apartheid. La pobreza en
el estado-nación independiente de Lesotho ha sido formulada insistentemente en
términos nacionales, como «pobreza de Lesotho», y por tanto, implícitamente, co-
mo un problema de Lesotho (Ferguson, 1994).

El experimento del apartheid implicaba, entre otras cosas, un intento de emplear


este mismo mecanismo internamente, transformando el problema político de los su-
rafricanos pobres y racialmente oprimidos en una cuestión de relaciones internacio-
nales con «países en desarrollo». De hecho, los planificadores surafricanos siempre
mantuvieron que apartheid sólo significaba realmente «desarrollo separado», y que
sólo anhelaban ayudar a «los bantúes» a «desarrollarse» dentro de sus propios «es-
tados bantú» (bantustanes). Junto a la invención de banderas nacionales y escudos
iba, por tanto, un énfasis paralelo en el «desarrollo» de cada homeland, dirigido por

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su propio Gobierno, pero con la ayuda paternalista del estado surafricano. Se redac-
taron solemnemente planes de desarrollo nacional para cada homeland, incluso pa-
ra los más minúsculos como Leboua y QuaQua. Consultores y académicos discutie-
ron seriamente sobre los méritos de diferentes «estrategias de desarrollo nacional».
Fueron diseñados y ejecutados proyectos de desarrollo; sus fracasos se analizaron y
lamentaron.

Transkei fue por tanto capturado en la red del discurso del «desarrollo». Como
Lesotho, fue objeto de una forma de conocimiento distintiva, que buscaba identifi-
car «problemas» dentro de una economía nacional, y prescribir soluciones técnicas
a los mismos. En algunos aspectos, al menos, las «ilegítimas» e internacionalmente
despreciadas actividades de «desarrollo» en Transkei y las «legítimas» y reputadas
iniciativas de «desarrollo» en Lesotho –tan diferentes vistas desde lejos– parecían
bastante similares desde más cerca.

Pero más allá de estas similitudes, mantengo que subyace una diferencia crucial.
Pues la recepción de las construcciones «desarrollistas» que he descrito, tanto den-
tro como fuera de los territorios en cuestión, era notoriamente diferente en Transkei
que en el caso de Lesotho. Mientras el discurso del «desarrollo» en Lesotho ha teni-
do un gran éxito en despolitizar la pobreza, construyéndola en términos técnicos (y
nacionales) como una falta de alguna combinación de habilidades, inputs y recur-
sos, en el caso Transkei, el discurso «desarrollista» encontró una aguda, vigorosa y
politizada crítica. Más que aceptar «Transkei» como una unidad económica delimi-
tada, los críticos insistieron implacablemente desde el principio en conectar los
apuros económicos de Transkei con el orden económico más amplio, y en ligar, de
una forma muy directa, la pobreza rural negra con la riqueza urbana blanca.

Hector Ncokazi, que lideró la resistencia a la independencia de Transkei hasta su


detención por las fuerzas de seguridad en 1976, declaró, por ejemplo,

«El pueblo del Transkei que es tan injusta y cruelmente maltratado por el sistema
socio-político surafricano, es el mismo pueblo que ha construido la economía su-
rafricana de la que el Gobierno se jacta en el extranjero. Este pueblo ha sufrido
terriblemente los desastres en las minas que han acribillado a este país en el pa-
sado. Y quiere ahora los frutos de su trabajo y la compensación por sus sufri-
mientos, con la garantía de los derechos humanos». (VXP, 1976: 22)

Hlaku Rachidi, de la Black People's Convention, observó por su parte,

«[En el plan bantustán] los negros son empujados y convertidos en presuntos ciu-
dadanos de estados artificiales diseminados por toda Suráfrica, para menoscabar
sus reclamaciones en una Suráfrica metropolitana más amplia. Uno se da cuenta

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inmediatamente que ésta es una versión sofisticada de las mismas «reservas nati-
vas» creadas durante la era Smuts. Los presuntos estados negros artificiales que
ahora se prevén no tendrán una infraestructura industrial elaborada que dé traba-
jo a los millones de negros que se suponen sus ciudadanos. Ni sus creadores
blancos han pretendido seriamente que la tengan, porque el hombre blanco ha
decidido que, aunque ciertamente no quiere el voto del hombre negro en la
Suráfrica metropolitana, por supuesto sí quiere su trabajo, para que maneje sus
industrias, para que construya para él, para que barra sus calles, para que man-
tenga su jardín y para que cuide a sus niños. Por tanto, el trabajo migratorio esta-
rá de hecho en el centro de la relación entre los presuntos estados artificiales y la
Suráfrica más amplia (...) [Los bantustanes] serán utilizados como vertedero del
voto negro no querido (...) [y] servirán como una conveniente reserva de trabajo
sin los otros embarazosos factores que surgirían de tener que reconocer la perma-
nencia del trabajo negro en la Suráfrica metropolitana». (ibid.: 42-8)

Dicha crítica política radical, junto con una movilización política efectiva, tuvo
finalmente sus efectos también en el nivel del discurso político, conforme toda la
estrategia bantustán comenzó a ser cada vez más cuestionada seriamente a media-
dos de los años 80. El Banco de Desarrollo de África Austral, por ejemplo, era una
agencia de préstamo oficial encargada de la inversión para el «desarrollo» en los
homelands. Los primeros números de la revista del DBSA, Development Southern
Africa, revelan una amplia aceptación del marco del «desarrollo separado», y mues-
tran varios intentos de elaborar políticas de «desarrollo» para los nuevos «estados
nacionales» (por ejemplo para Transkei, Nkhulu, 1984). Hacia 1986, sin embargo,
es posible encontrar algún cuestionamiento fundamental de este marco dentro de
este discurso político. Por ejemplo, un autor criticaba una propuesta de «Estrategia
Rural de Desarrollo para Leboua», observando que sus autores «habían fracasado
en examinar la naturaleza y circunstancias de la pobreza en Leboua y, en particu-
lar, la dependencia estructural de Leboua, con su numerosa población ‘encerrada’
dentro de la política económica surafricana» (Cobbett 1986: 309-10). Por el contra-
rio, afirmaba que,

«al tratar a Leboua de hecho como un país autónomo y no examinar críticamente


su posición dentro de la economía surafricana, los autores han decidido usar ce-
gueras ideológicas. Así, por ejemplo, el impacto e implicaciones del sistema de
trabajo migratorio sobre las opciones de desarrollo para Leboua no han sido exa-
minados. El documento evita, de forma estudiada, cualquier análisis político tan-
to de las causas de la pobreza rural como de las posibilidades que la reforma po-
lítica podría suponer.»

Otro autor que escribe en la misma época encuentra que las discusiones en la re-
vista han llegado a un acuerdo amplio sobre la existencia de «una economía surafri-

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cana funcionalmente integrada» (opuesta a un conjunto de distintas economías «na-
cionales» correspondientes a «homelands» discretos). Este autor argumenta que

«la aceptación de una economía funcionalmente integrada y sus implicaciones


para la política es tan totalmente ‘opuesta’ al pensamiento anterior, que una sim-
ple adaptación de las estructuras y estrategias existentes para este ‘nuevo’ paradig-
ma puede llevar a un pensamiento algo confuso». (Van der Merwe, 1986: 464)

Esta clase de rechazo de la idea de que una reserva de trabajo pequeña y depen-
diente podía ser analizada como una economía nacional, y el cuestionamiento de
todo el marco étnico-nacional de referencia estaba, como mantuve extensamente
en otro sitio (Ferguson, 1994), notoriamente ausente del discurso oficial del «desa-
rrollo» en Lesotho durante este mismo periodo. Precisamente, porque la legitimidad
de Lesotho como estado-nación soberano e independiente no estaba en cuestión,
las estructuras económicas se concebían insistentemente en términos nacionales
(«economía de Lesotho»), y cuestiones de pobreza, crecimiento, salarios, etc. eran
tratados como problemas de política nacional («problemas de desarrollo de
Lesotho»). En el caso de Transkei, por su parte, los formidables desafíos políticos a
la misma existencia de los bantustanes crearon un paisaje discursivo muy diferente,
en el que cuestiones de pobreza, política económica y «desarrollo» podían plante-
arse de modo que se hicieran visibles las cuestiones más amplias de las estructuras
económicas y políticas regionales. Esto era cierto tanto del discurso radical de la
oposición política como, en un momento posterior y de una forma más aguada, de
parte del discurso oficial del desarrollo.

■ Despolitizar la pobreza: una constelación de estados

La estrategia de los bantustanes intentaba despolitizar la carencia de poder de los


africanos rurales delegándolos a estados independientes. Pero el rechazo de los crí-
ticos, dentro y fuera de Suráfrica, a aceptar esta separación espuria volvió a politizar
la pobreza de las reservas rurales, conectándola de nuevo al sistema que la creó.

La insistencia en considerar esta situación como radicalmente distinta al caso de


Lesotho –insistiendo en tratar a Lesotho como una nación «real», esto es, soberana
e independiente– irónicamente despolitiza su debilidad llevando a cabo, de forma
involuntaria, una separación similar. A través de su respetabilidad internacional,
Lesotho fue rescatado de la «constelación de estados» imaginada por P.W.Botha
pero fue incorporado simultáneamente a una constelación mucho más amplia, la
comunidad mundial de naciones, dentro de la cual ocupa una posición igualmente
frágil (Malkki 1994). Esto puede iluminar la relevancia del chiste con el que comen-
zaba, que es de hecho muy serio. Porque el chiste sugiere que –como en el caso de

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la magnánima aceptación de la independencia formal de Lesotho por Suráfrica–


puede haber un cierto ardid envuelto en «tomar sólo la mitad». Después de todo,
¿no es precisamente reconociendo la soberanía de México, aun cuando domina el
país política y económicamente, como Estados Unidos logra contener las implica-
ciones políticas de la pobreza masiva de su reserva de trabajo, dentro de las fronte-
ras ideológicas de «los problemas de México»? 7

Enfatizaría aquí que no pretendo negar que la independencia nacional, en África


austral y en otros sitios, ha tenido a menudo consecuencias progresistas y de empo-
deramiento. Sólo pretendo señalar que concebir la liberación en términos de inde-
pendencia nacional ha tenido ciertos efectos ideológicos que haríamos bien en no
perder de vista. En particular, donde el marco nacional de referencia ha disfrutado
de una legitimidad incuestionable, las reivindicaciones económicas han tendido a
verse como «problemas» esencialmente locales e internos a una economía nacio-
nal, y la crítica económica ha sido canalizada en gran medida a través de una dis-
cusión sobre si «la nación» está adoptando o no «las políticas correctas». De este
modo, el sistema de relaciones económicas más amplio que es constitutivo de mu-
chos de estos «problemas» se aparta de la vista, despolitizando la discusión de for-
ma fundamental desde el principio.

Este hecho se hace especialmente visible, como he sugerido, cuando la política


de la pobreza en un estado-nación legítimo como Lesotho se contrasta con un caso
como el de Transkei, donde el marco nacional carece de legitimidad y ha sido posi-
ble una crítica mucho más radical.

La experiencia de los bantustanes ha dado al mundo una rica lección sobre las
engañosas trampas de la soberanía nacional. La politización que se sigue del debate
sobre los bantustanes ha resultado en la amplia difusión de un análisis radical y cla-
rividente de las bases sistémicas de la pobreza en la región. Lesotho se mantiene
como un claro contra-ejemplo, en el que la introducción de una incontestable so-
beranía nacional ha tenido gran éxito en oscurecer las conexiones regionales y lo-
calizar la responsabilidad de la pobreza dentro de fronteras nacionales.

Pero Lesotho, incluso si es un caso particularmente claro, no es único. Porque


ninguna de las naciones empobrecidas del mundo son realmente «soberanas» ni
«independientes», y en ningún lugar encontramos una verdadera «economía nacio-
nal». Al ser demasiado respetuosos con los mitos nacionalistas de la soberanía y la
independencia, los estudiosos del Tercer Mundo involuntariamente hemos contri-
buido, a nivel global, a esa misma despolitización que P.W.Botha no pudo llevar a
cabo a nivel regional a través de su imaginada «constelación de estados». Porque,
¿qué es el orden internacional de naciones sino dicha «constelación de estados»
que escinde las regiones explotadas y empobrecidas del mundo en discretos com-

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partimentos nacionales con «sus propios problemas», enmascarando las relaciones
que vinculan a las regiones ricas y pobres detrás de las falsas fachadas de una sobe-
ranía y una independencia que no han existido nunca?

La línea que separa a los estados-nación «reales» de los «pseudo» estados-nación


es más frágil de lo que habíamos advertido, y la experiencia surafricana de «home-
lands» étnicos tiene que enseñarnos más de lo que habríamos reconocido. Puede
haber mucho que ganar introduciendo la claridad conceptual y política que han ca-
racterizado los análisis recientes de los «pseudo» estados-naciones surafricanos a
nuestra comprensión de la constelación internacional de los llamados estados-na-
ciones «reales». 8

■ Epílogo: ¿apartheid antropológico? Una constelación de culturas

En esta breve sección final, me gustaría sugerir algunos paralelismos entre la for-
ma en que la idea de una economía nacional localiza y despolitiza las percepcio-
nes de pobreza y la manera en que las ideas antropológicas convencionales acerca
de las «culturas», las «sociedades» y el «campo» hacen lo mismo con nuestra com-
prensión de las diferencias culturales.

Permítanme empezar sugiriendo, sin ánimo de controversia, que igual que no hay
una «economía nacional de Lesotho» separada de un conjunto de relaciones con el
sistema más amplio surafricano (y en última instancia global), tampoco puede haber
«culturas» locales separadas respecto de relaciones más amplias y abarcadoras den-
tro de las cuales son definidas. Igual que las economías de lo que los teóricos del
sistema-mundo denominan «centro» y «periferia» exigen ser entendidas a través de
sus interrelaciones, también las formas de vida y sistemas de significado que se en-
cuentran en diferentes partes del mundo poscolonial exigen ser entendidos de for-
ma relacional, pues se modulan y constituyen unos a otros.

Teóricos recientes (Gilroy, 1991, 1993; Bhabha, 1994; Wright, 1985) han mostrado
que cosas como la identidad inglesa o europea requieren ser comprendidas en rela-
ción con el encuentro colonial: que la identidad del «blanco» se construye sobre la
base del colonizado «no blanco»; que la racionalidad se construye contra la pre-
sunta irracionalidad del nativo salvaje; y la Ilustración contra la imaginada negrura
e ignorancia del continente oscuro. Las culturas de los colonizados, por su parte, se
construyen de un modo similar, aunque inverso –así, la «cultura sesoto» en Lesotho
se construye explícitamente como contraste y punto de resistencia contra la «cultu-
ra blanca» dominante, llamada localmente «sekhooa» 9– y lo que se cuenta como
«cultura local» (y por tanto es «antropológicamente» suficiente para ser objeto de
un informe etnográfico) se constituye por ese encuentro desigual.

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análisis

La convencional idea antropológica de que «una cultura» forma «un sistema»


que puede ser conocido «holísticamente», tiende, sin embargo, a hacer invisibles
dichas relaciones constitutivas. 10 La visión holística de cultura como sistema está
basada normalmente en algún tipo de analogía con el lenguaje, con un supuesto
lenguaje simplistamente unitario y sistemático. Pero incluso para el lenguaje, ésta
puede ser una manera dudosa de proceder, como Mary Louise Pratt ha demostrado
recientemente (1987). Pratt mantiene que los modelos dominantes del lenguaje (en
lingüística estructural y en otras escuelas) descansan en la ficción de una homogé-
nea e indiferenciada «comunidad de habla», en la que todos los hablantes son juga-
dores iguales y comparten un conjunto de significados y códigos comunes. Como
las situaciones de habla reales están caracterizadas más a menudo por significados
parcialmente compartidos, relaciones jerárquicas de poder y comprensiones dife-
rentes y conflictivas por parte de actores desigualmente situados, Pratt se refiere al
modelo lingüístico contrafáctico como «utopía lingüística», que sirve para imaginar
un tipo muy particular de comunidad. Contra esta «lingüística de la comunidad»,
Pratt contrapone lo que ella denomina «lingüística del contacto», una lingüística
que coloca en su centro el funcionamiento del lenguaje 'a través' más que 'dentro'
de líneas de diferenciación social, de clase, raza, género, edad.

Las concepciones antropológicas del «campo», también ayudan a reforzar, como


he argumentado en otro lugar, 11 la debilidad antropológica al ver a las culturas co-
mo la propiedad de «sociedades» o «comunidades» separadas más que como fenó-
menos de relación e interconexión jerárquicas. 12 La imagen todavía familiar del et-
nógrafo entrando y saliendo, yendo y viniendo del campo, sugiere poderosamente
dos mundos separados, unidos sólo por la iniciativa del intrépido antropólogo.
Dichas imágenes desplazan a los márgenes del cuadro antropológico, precisamen-
te, aquellas conexiones que vinculan los dos lugares y los sitúan dentro de un mun-
do común y compartido. Deborah D'Amico-Samuels (1991: 75) lo expresa bien:

«Como la noción de campo existente en antropología permite que dicha separa-


ción tenga lugar simbólica y físicamente, los efectos reales de distanciamiento
son enmascarados en términos de ‘volver del campo’. Estas palabras perpetúan la
noción de que etnógrafos y aquellos que proporcionan sus datos viven en mun-
dos que son diferentes y separados, más que diferentes y desiguales en las formas
que ligan la subordinación de uno al poder del otro».

El movimiento distanciador y relativizador que nos permite contrastar imparcial-


mente una «cultura» (la que estudiamos) con otra («la nuestra») tiene algunos de los
mismos peligros ocultos que la imagen nacionalista que establece relaciones for-
malmente simétricas entre economías nacionales desiguales y mutuamente constitu-
tivas. En este sentido, la familiar afirmación antropológica de que «ellos tienen su
propia cultura» conlleva para el análisis cultural un efecto parecido a la afirmación

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del planificador del desarrollo de que «ellos tienen su propia economía» para el
análisis económico: esto es, eliminar de la vista aquellas conexiones y relaciones
que permitirían un análisis muy diferente.

Por el contrario, rechazar la localización y aislamiento espacial que produce el


concepto de cultura asociado a la idea de «campo», hace algo análogo a lo que el
desafío al estado-nación soberano hace en el caso de Transkei: problematiza los
«presupuestos dados» y exige una explicación de por qué las culturas son «diferen-
tes», «exóticas», «aisladas» o lo que se quiera, y de cómo han llegado a ser de esa
manera. Asumir un enfoque analítico centrado en las conexiones y relaciones que
conforman las economías nacionales como nacionales, o las culturas locales como
locales, puede combatir la deshistoricización y la despolitización que los análisis
desarrollistas de las economías y los análisis antropológicos de las culturas promue-
ven de diferentes maneras.

1. Agradezco a Ricardo Ovalle Bahamón por proporcionarme una versión de este chiste y por la estimu-
lante discusión sobre su significado para el contexto del África austral.
2. Utilizo la frase de “el Transkei” para referirme al territorio anterior a 1976, cuando era una “Reserva
Nativa”. Hablo, sin embargo, de “Transkei” cuando me refiero específicamente a la supuestamente inde-
pendiente “República de Transkei”.
3. Para la historia económica de Lesotho ver, además de Murray (1981) y Wilson y Thompson (1971)
citados antes, Ley (1979) y Palmer y Parsons (1977). Sobre la historia del Transkei, ver Wilson y
Thompson (1971), Bundy (1979) y Southall (1982), para una visión general, y Beinart y Bundy (1987),
para una estimulante serie de estudios más detallados.
4. Ver Ferguson (1994: 105-7) y las referencias citadas allí.
5. Ver Anónimo (1991) para un informe excelente sobre un proceso similar en Ciskei.
6. Los mapas de National Geographic contienen una nota en letra pequeña que observa que la indepen-
dencia de los homelands no estaba reconocida internacionalmente. Pero Transkei y los otros homelands
“independientes” eran descritas no obstante como “países”, cada uno con colores diferentes.
7. Köler (1993) ha planteado un argumento similar.
8. Sobre la comunidad internacional imaginada de estados-nación, véase Malkki 1994.
9. Jean y John Comaroff han escrito sobre el contraste muy parecido entre los batsuana entre sekgoa y
setsuana. Ver Comaroff y Comaroff, 1987, 1991.
10. Este es un argumento que he desarrollado con alguna extensión en un próximo artículo, “Open
Systems and Closed Mines: The Limits of Anthropological Holism on the Zambian Copperbelt”.
11. Ver Akhil Gupta y James Ferguson (1997).
12. Esta sección de mi argumento lo he desarrollado con Akhil Gupta, en Gupta y Ferguson (1992),
Gupta y Ferguson (1997).

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análisis

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Traducción del inglés: Alicia Campos Serrano.

Este artículo apareció publicado por primera vez en OLWIG, Karen FOG y Kirsten HASTRUP (eds.)
(1996) Siting Culture. The Shifting Anthropological Object, Londres, Routledge.

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