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Los rayos del sol entraban tenuemente por la acristalada pared del
despacho de Daniela. A pesar de ser tan solo las siete y media de la
mañana, ella ya había tenido tiempo de hacer varias gestiones y
contestar más de diez correos. Era adicta al trabajo desde que creó,
un par de años atrás, su empresa de organización de eventos.
Se levantó de la silla maldiciendo que todavía no hubiera llegado
Adrián, su secretario, para prepararse un café, aunque no podía
quejarse. El chico, a sus veinticinco años, había resultado un gran
fichaje unos meses atrás, cuando su amiga Aitana se había ido a
vivir a Nueva York con Henry.
Recordar la boda que le había organizado con aquel rubio
larguirucho la hizo sonreír mientras la máquina siseaba al expulsar
el café de la cápsula. Hacía un par de días que no sabía nada de
ella, ahora sus horarios eran tan diferentes que era complicado
coincidir, así que sacó su móvil y le mandó un mensaje que leería
unas horas después. La echaba mucho de menos, pero sabía que
Henry era su felicidad y que estaba donde debía estar.
Soplaba el café que ardía como el mismo infierno cuando
escuchó a alguien abrir la puerta. Bien podía ser la persona que
enviaba la empresa de limpieza cada mañana, pero no, era Adrián,
que como siempre llegaba con bastante tiempo de antelación a su
hora de entrada.
Adrián era alto, pelo castaño, ojos verdes, cara aniñada y
desbordaba timidez, siempre escondido tras sus gafas de pasta y su
mirada gacha. Lo observó durante el tiempo que él no fue
consciente de su presencia, vio cómo se deshacía del abrigo y, sin
entender muy bien por qué, deseo que siguiera quitándose ropa.
Sacudió la cabeza para apartar esos pensamientos de su cabeza
y carraspeó para que él supiera que estaba allí, que ella estaba
observándolo.
El chico levantó la mirada, en ese momento desnuda de sus
gafas, que estaban impregnadas de la fina lluvia que estaba
cayendo en ese momento sobre Madrid. Por primera vez, en el
tiempo que llevaba trabajando para ella, Daniela se encontró con
una mirada llena de seguridad que hizo que su corazón saltara un
latido.
—Buenos días —dijo Adrián, volviendo a esconderse en su halo
de timidez.
—Buenos días, Adrián. ¿Qué tal el fin de semana?
—Bien. Tranquilo. Estudiando en casa y poco más.
—No sabía que estabas estudiando.
—Sí, un máster.
—Me has dejado sorprendida. ¿De qué es?
—De Dirección de Empresas.
—Si te soy sincera, no entiendo qué haces trabajando de
secretario para mí. Estoy segura de que podrías aspirar a mucho
más.
—El mercado laboral no está muy bien, y necesitaba el dinero,
aunque voy a tener que seguir trabajando los fines de semanas para
poder pagar todo… —Adrián puso cara de no haber querido
pronunciar esas últimas palabras.
—¿Trabajas los fines de semana? ¿De qué?
—En la noche.
—Eres una caja de sorpresas, chico. Bueno, vamos a trabajar
que hoy tenemos muchas cosas que hacer.
Adrián siguió a su jefa pensando en la conversación que
acababan de tener. Cuando unos meses atrás encontró el trabajo,
se prometió que dejaría de hacerlo en el mundo de la noche, pero
eran tantos los gastos que tenía con los estudios y la hipoteca, que
mucho se temía que tendría que volver a retomarlo. Solo esperaba
que no le afectara en su actual empleo.
Se sentó donde le había indicado con su bloc de notas y su
bolígrafo, y esperó pacientemente las tareas que Daniela tenía para
él.
Tenía razón su jefa al decir que tenían mucho trabajo por delante
ese día y toda la semana. No tendría tiempo para aburrirse, y menos
para estudiar, porque mucho se temía que iba a trabajar bastantes
horas extras.
Salió del despacho, se sentó en su sitio y comenzó a hacer
llamadas. Con un poco de suerte, terminaría temprano y tendría
tiempo de ir a alguna clase esa tarde, aunque tuviera que comer un
bocadillo en la cafetería que había en la esquina.
Decidieron que debían volver con los demás tras varios minutos en
los que Daniela le explicó lo que había sucedido y lo que contenía
ese audio que le había enviado. Después, antes de emprender el
regreso, le riñó por llevar encima el teléfono del trabajo, era domingo
y no debería tenerlo encendido. Él le explicó que no tenía claro que
ella tuviera su teléfono personal en la agenda, que él tampoco lo
tenía y que salió corriendo de casa, sin tiempo para grabar su
número.
La discusión terminó justo cuando entraron en el salón cogidos
de la mano y dedicándose miradas cómplices. El padre de Daniela
sonrió al verlos, eran una pareja perfecta. Siempre había visto
mucha complicidad entre ellos cada vez que había pasado por la
empresa de su hija, y se alegraba de que estuviera con un buen
chico, porque se veía que el muchacho tenía buen corazón y
nobleza. Y eso era precisamente lo que querían dar a entender con
la actitud que estaban mostrando, y buen trabajo estaban haciendo
porque estaban consiguiendo no solo que Raúl lo creyera, sino que
todos lo hicieran.
Adrián no le soltó la mano durante el tiempo que estuvieron en la
casa de Esther y Antonio. Notaba que temblaba, pero también cierto
subidón, incluso podía ver cierta paz en su rostro. Lo que no
conseguía entender era por qué no había dicho nada, por qué no
había desenmascarado al marido de su hermana, que la observaba
con una mirada sucia y lasciva.
Era algo más de las ocho cuando los padres de Daniela
decidieron que se iban a casa. Esther intentó que la nueva parejita
se quedara con ellos, pero Adrián salió al paso diciendo que habían
quedado con unos amigos que hacía tiempo que no veía. Su jefa
suspiró aliviada al ver a su resolutivo secretario haciéndose cargo
de la situación. Ese chico se merecía todo lo que pudiera hacer por
ayudarlo, más aún teniendo en cuenta lo que había sucedido la
noche anterior en la puerta de su casa.
Salieron de allí, se despidieron de Raúl en la salida del edificio,
su madre ya se había subido en el coche tras dedicarle a Daniela un
sutil beso e ignorar a Adrián, y emprendieron su camino.
No habían avanzado más de cien metros, de nuevo envueltos en
un incómodo silencio, cuando Adrián decidió romper el hielo.
—El audio… ¿Por qué no lo has mostrado a tus padres?
—Es complicado. Mi padre podría creerme, de hecho nunca le ha
terminado de gustar Antonio, pero sé que mi madre dirá que ese no
es él, que le he tendido una trampa, que lo he engatusado para que
diga todo eso… A saber.
—No te llevas bien con tu madre, ¿verdad?
—No. Desde que ya tuve una edad y fui consciente de que su
única hija era Esther.
—¿Cómo?
—Yo no soy su hija biológica, solo soy hija de mi padre, pero iba
en el lote y tuvo que intentar criarme como suya. Siempre he sentido
que sobraba en la familia. Estoy segura de que cuando esto salga a
la luz, hará todo lo posible por separarnos definitivamente.
Daniela calló, no dijo nada más, solo miró por la ventanilla del
coche. Adrián estaba seguro de que estaba llorando en silencio, que
era algo que le dolía demasiado y que era momento de terminar con
esa conversación, de buscar algo que la hiciera volver a ser la mujer
segura que él conocía y no la indefensa que ahora tenía a su lado.
—Te invito a cenar —soltó sin más.
—¿Cómo?
—Que te invito a cenar. Hace mucho que no cocino para alguien
más que yo.
—¿Esta noche no…?
—No, esta noche no trabajo. Solo cojo una o dos noches al mes,
lo justo para pagar la hipoteca y no tener que alquilar las dos
habitaciones que me sobran en el piso.
—Vaya…
Daniela se sintió mal. Si ella le pagara más, no tendría por qué
tener ese trabajo extra, y lo cierto era que el chico bien merecía un
aumento, porque hacía un trabajo impecable y que iba más allá de
su cometido.
—Bueno, si no quieres, no…
—Perdona, estaba en otra cosa. Sí, me encantaría cenar contigo,
creo que debemos hablar y ponernos de acuerdo para terminar con
esta mentira.
—Sí, creo que deberíamos…
—Y de paso…, tenemos que hablar de lo que sucedió anoche,
yo…
—Tranquila, no es necesario. Si yo te contara las situaciones en
las que me he visto envuelto, alucinarías mucho. Lo de ayer no fue
nada, te lo prometo.
Continuaron la charla, aunque desviaron de nuevo la
conversación. Ahora Daniela quería saber más de él, no de su
secretario, sino del hombre que la había acompañado en momentos
complicados en los últimos dos días.
Llegaron al edificio donde vivía Adrián, un barrio humilde que
nada tenía que ver con el suyo. Sí, era una snob. A pesar de no
llegar al punto de su madre o su hermana, pero algo le quedaba de
la educación recibida.
Bajaron del coche y subieron a pie hasta el segundo piso, el
ascensor se había averiado y tampoco era demasiado tramo.
Adrián abrió la puerta y le dio paso con un gesto de su mano.
Daniela le hizo caso y pasó por delante de él. Cuando fijó su vista
en la estancia que los recibía, se quedó perpleja: un diseño
minimalista, cuidado al detalle y con un buen gusto que no esperaba
para nada en su secretario.
8
FIN