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ÍNDICE

Aviso

Prólogo a Alicia en Wall Street

Prólogo a Alicia regresa a Wall Street

Introducción

Diez años después

La gran mansión

El anciano de larga barba blanca

Benjamin Graham

Warren Buffett

Estampida en Wall Street

La magia del interés compuesto

Dale Carnegie y los gigantes

¿Cuánto vale su dinero?

Dados y dardos

La sala de ordenadores

El escalador de libros

La mujer que visitaba Wall Street una vez al año

Marco Lanaro Tichatschek

La lección magistral

En su nueva casa

Epílogo

Las claves para invertir con éxito

Carta de Pablo Martínez Bernal

Carta de Marco Lanaro Tichatschek

Charlie Munger, la mano derecha de Warren Buffett

Mecanismos que conducen a la autocensura

Agradecimientos

Lecturas recomendadas
Alicia regresa a Wall Street
Las claves para invertir con éxito
y ser feliz.

Luis Allué Bellosta y Pablo Martínez Bernal
Este libro no puede ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el permiso
previo escrito del editor. Todos los derechos reservados.
Los derechos de autor sobre las ventas de la edición de este libro serán
cedidos íntegramente a la Fundación África Directo.

























Primera edición: junio 2021

© Luis Allué Bellosta
© Pablo Martínez Bernal

Edición a cargo de Value School
Diseño de cubierta y maquetación: Beatriz Naranjo Jordán
Gracias a diferentes ayudas (como en este caso la suya, con la compra del
libro Alicia regresa a Wall Street), la Fundación África Directo colabora con las
poblaciones más vulnerables del África Subsahariana: huérfanos, malnutridos,
enfermos, niños y adultos sin escolarizar…
Estamos presentes en más de 20 países acompañando a los misioneros y
organizaciones locales en procesos de desarrollo, mediante voluntarios
desplazados al terreno, sensibilizando a la población española, y obteniendo
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a las poblaciones más necesitadas de África, y para que tengan acceso a
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del Menor y de la Familia del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, con el
número 28/0975 y está registrada como Fundación Benéfico — Asistencial, por
Orden Ministerial de 12 de Julio de 1995.
Aviso

Las estrategias recomendadas en este libro pueden no ser adecuadas a su
situación personal y a sus intereses económicos. Consulte siempre a un buen
profesional antes de tomar cualquier decisión financiera.
Algunos de los nombres, lugares y personajes de esta historia son ficticios y
cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Los autores no pueden garantizar la exactitud y veracidad de los datos
transcritos en este texto.
Los autores no tienen ningún incentivo económico en los productos
financieros referenciados en este libro, aunque pueden tener invertida parte de su
patrimonio en algunos de ellos.













A mi mujer, por regalarme su tiempo.

Luis Allué Bellosta










«El éxito es lograr lo que quieres. La felicidad es querer lo que tienes».

Warren E. Buffett

Prólogo a Alicia en Wall Street

S iempre es agradable leer sobre cómo invertir con sentido común o


con criterios sanos y razonables. A esto se lo suele llamar value
investing o inversión de valor o fundamental, pero en el fondo es la única
manera de invertir que debiera existir: hacerlo con sentido común.
Es importante resaltar «sentido común», pues es habitual ver cómo utilizamos
este correctamente en la mayoría de los actos de nuestras vidas, pero no cuando
nos enfrentamos a la tarea de invertir nuestros ahorros.
La tendencia natural que tiene el hombre hacia la consecución de sus
objetivos, sean estos cualesquiera que sean, requiere la utilización de unos
medios que son, normalmente, escasos. Para ello es necesario aplicar los seis
sentidos (incluido el «común») al máximo. La mayoría de las veces así ocurre y
utilizamos recursos adecuados a la consecución de los objetivos previstos. Un
emprendedor que tiene como proyecto ofrecer a la sociedad un nuevo producto o
una manera más eficiente de producir uno ya conocido, establece un plan de
actuación esperando obtener resultados positivos al cabo, normalmente, de los
años. Quien desea seguir una profesión se prepara concienzuda y lógicamente
para ello. Quien compra un coche, casa, etc., analiza las alternativas
detalladamente, tomando la decisión que más le conviene. Así podemos seguir
en prácticamente todas las situaciones de nuestras vidas.
¿En todas? No. Como la pequeña aldea gala de Astérix, ¡en todas no! Hay
una pequeña parte de nuestras vidas a la que no aplicamos el sentido común, a la
que no dedicamos el tiempo suficiente para analizar objetivos y recursos y a la
que no ayudamos con la necesaria paciencia que requiere el caso.
Obviamente, nos referimos a la inversión de nuestros ahorros. La mayoría de
los ahorradores e inversores no dedican mucho tiempo a la toma de la decisión y,
por tanto, no suele ser una buena decisión. Tampoco tienen la paciencia
necesaria para que el proceso inversor madure, ya que éste a veces tarda más de
lo previsto. En general, se dejan llevar por la tranquilidad que supone estar con
la mayoría, aunque esté actuando de manera claramente irracional.
Todo esto es especialmente triste porque, como decía al principio, hay una
manera sensata, simple y clara de hacer las cosas, que es invertir con criterio, o
sea, el value investing. Es la manera de invertir que utilizamos en nuestra
empresa, la que utilizan numerosos inversores con muy buenos resultados
auditados a largo plazo, y la que debería utilizar todo ahorrador e inversor. Sin
excepciones.
Es la filosofía que explica Luis Allué en su libro Alicia en Wall Street. En él
se van desgranando de manera sencilla y didáctica las claves para invertir a largo
plazo, maximizando las rentabilidades y minimizando los riesgos potenciales.
Aunque pueda sorprender a más de uno, estas claves son poco conocidas no
solo para el inversor no profesional, sino para la mayor parte de los
profesionales. Y, si son conocidas, desde luego no son utilizadas.
El autor hace un repaso, con ayuda de algunos de los más importantes
inversores de todos los tiempos, como Graham y Buffett, de conceptos tan
instructivos como invertir a largo plazo, no salir del círculo de competencia de
cada uno, analizar las alternativas antes de decidir, o centrarse en activos
infravalorados. También explica realidades no tan obvias, como el riesgo oculto
de la renta fija, a saber, la depreciación de la moneda en que se denomina, al no
existir patrón oro.
El autor lo hace de manera atractiva, y a mí, a pesar de conocer el tema
tratado, me entretuvo en todo momento.
También me parece interesante la relación que propone entre inversión y
felicidad. Invertir correctamente y a largo plazo requiere no tanto un cociente
intelectual o una preparación elevados sino, ante todo, cualidades de carácter. Es
esencial la renuncia a la gratificación instantánea, que se refleja en la insistente
petición de paciencia. También es vital un compromiso con esta filosofía, sin
concesiones que adulteren la política de inversión. Para ello, es necesaria una
dosis alta de calma ante los inevitables movimientos de los mercados, que
siempre nos harán dudar.
El dinero no da la felicidad, pero invertir correctamente los ahorros no solo
nos da más tranquilidad e independencia de cara al futuro, sino también la
satisfacción de hacer las cosas bien.
En fin, una iniciación estupenda para todos aquellos que quieran invertir sus
ahorros correctamente y que espero inspire a muchos a profundizar en el value
investing.

Francisco García Paramés
Presidente y director de inversiones
de Cobas Asset Management
Octubre de 2010
Prólogo a Alicia regresa a Wall Street

H ay que reconocer el mérito de Luis al escribir un libro como este


que usted tiene en sus manos, me atrevería a decir el único
publicado sobre value investing en español, y con total certeza el único escrito
por una persona cuya profesión es totalmente ajena a la materia tratada en estas
páginas. Y digo mérito porque, cuando uno lee detenidamente los capítulos que
lo componen prestando atención a los numerosos y valiosísimos mensajes que
trasmite, se da cuenta de que, detrás de sus páginas, ha habido un profundo
trabajo de lectura, documentación e investigación por parte del autor.
Recuerdo leer la primera edición de la obra hace prácticamente diez años,
coincidiendo con la Gran Crisis Financiera. Los años siguientes fueron de los
mejores para la inversión en bolsa. Espero que esta nueva edición, coetánea de
una de las peores crisis que se recuerdan por culpa de la pandemia causada por la
COVID-19, sea igual de premonitoria en cuanto a rentabilidad para los años
venideros. Nadie sabe qué ocurrirá, pero si se presta atención a algunos de los
mensajes aquí recogidos, como el horizonte temporal y la estabilidad emocional
a la hora de invertir, entre otros, las probabilidades de ganar dinero a largo plazo
se multiplican comprando en un entorno deprimido como el actual.
Sin duda este libro es para todos los públicos, lo que le hace tener aún mayor
valor. Y no me refiero solamente a la edad, sino al grado de conocimiento del
lector sobre el campo de las inversiones. En mi opinión, cumple
satisfactoriamente el doble reto de explicar y divulgar de forma amena una
materia poco conocida, a veces ardua para los más neófitos, sin dejar de
sorprender a gente experta en el asunto con nueva información, afirmaciones,
datos históricos y otras reflexiones de alto interés.
Si además resulta que usted es un fan de los aforismos de grandes
personalidades de la historia, entonces no tengo duda de que este también es su
libro, incluso si esto del value investing no es lo suyo, me atrevo a decir.
Por mi profesión, que es mi pasión, y al revés, he leído muchos libros sobre
inversiones, finanzas y economía, pero le aseguro que ninguno como este. Cada
uno de esos libros trata un tema particular, expone los puntos principales, los
desarrolla, y muestra ejemplos y evidencia empírica. Otros en cambio, exponen
teorías profundamente fundamentadas o bien narran una historia concreta,
determinada, sobre un pasaje financiero particular, una crisis, un nuevo
paradigma empresarial. Pero este libro es ciertamente diferente, pues contiene un
gran número de mensajes de interés que van más allá del value investing.
Representa un poco de todo lo anterior y algo más. Por eso y al menos y en mi
opinión, merece la pena leerlo, le sorprenderá, y le despertará el interés por
alguno, algunos o todos los temas tratados en él .
Así, y haciendo honor a la coletilla final del título completo del libro (Las
claves para invertir con éxito y ser feliz), podrá usted disfrutar de exquisitas
píldoras de autoayuda con cierto toque filosófico sobre la búsqueda de la
felicidad y otras técnicas para prosperar en la vida y en los negocios, asuntos que
suelen despertar cierto recelo, pero que no dejan de ser, reconozcámoslo,
importantes de recordar de vez en cuando.
A modo de símil médico, uno no es consciente del daño que hace el paso del
tiempo si no lleva una vida financiera saludable, esto es, si no se preocupa
activamente por cuidar su dinero. Y es que, si nos comemos impulsivamente
nuestros ingresos sin importar qué nos deparará el mañana, corremos el serio
riesgo de sufrir un grave accidente cardiovascular, no por la acumulación de
grasa en las arterias, sino por el impacto de ver cómo, en un momento dado y sin
previo aviso, no somos capaces de pagar nuestra casa, la educación de nuestros
hijos, o siquiera llegar a fin de mes.
Prevenir lo anterior depende de su voluntad de ahorrar, esfuerzo loable pero
insuficiente a todas luces a tenor de las presiones inflacionarias y fiscales que
evaporan su capital, lentamente, pero de forma segura, con la ayuda del paso del
tiempo. Invertir es la acción necesaria para aspirar a proteger y hacer crecer su
patrimonio. En otras palabras, llegar a ser financieramente independiente y capaz
de cubrir todas sus necesidades financieras con los retornos de un capital bien
invertido. A tenor de los datos históricos sobre diferentes activos disponibles, la
renta variable, y concretamente el estilo descrito en estas páginas, el value
investing, resulta la opción más rentable y menos arriesgada para conseguirlo;
solo necesita convicción y tiempo, por eso creo que este libro puede ayudarle en
tan importante cometido .
La diferencia entre ser rico y financieramente independiente no tiene que ver
con la acumulación de millones, billones o trillones de moneda. De hecho, no
deberíamos caer en el error común de pensar que para alcanzar la autosuficiencia
financiera necesariamente deberíamos llegar a ser ricos. Como punto de partida,
la independencia financiera es posible para toda persona dispuesta a trabajar,
ahorrar, invertir y controlar o reprimir los gastos superfluos. Así, en ese orden y
con la ayuda de la paciencia, uno puede llegar a tener el suficiente dinero como
para no pensar más en el dinero. La simple acumulación de billetes y monedas
en cantidades millonarias puede convertirle de facto en «ricamente pobre» si sus
hábitos de ahorro, inversión y gasto no son acordes a sus ingresos y patrimonio,
por muchos ceros que queramos escribir a la derecha del estado de posición de
su cuenta de efectivo y valores.
Considero un éxito posible que después de leer estas hojas piense diferente
acerca del dinero, de forma consciente y activa, sin por ello tener que ruborizarse
o considerarlo un tema tabú.
Nadie nos puede obligar a ahorrar ni invertir, aunque debería ser una
obligación moral de cada persona, fruto de una decisión libre e inteligente, dado
que ahorrando e invirtiendo usted proveerá mejor para sí mismo y para los que
de usted dependen. No preocuparse de su patrimonio es una irresponsabilidad de
consecuencias poco deseables. En términos sanitarios sería tan irresponsable
como no realizarse chequeos médicos periódicos. Igual que decir la verdad, ser
leal, o tratar con equidad a las personas, cuidar las inversiones debería ser uno de
los valores capitales de toda persona cabal. El camino hacia la independencia
financiera no se puede emprender si no tomamos conciencia moral de la
necesidad de hacerlo.
Uno de los conceptos cardinales del value investing es sin duda el hecho de
comprar barato. Es un principio sencillo que llega a la categoría de axioma por
méritos propios: cuando uno paga por un activo menos de lo que realmente vale,
es prácticamente imposible perder dinero, además, asumiendo el mínimo riesgo.
Es fácil de entender y funciona, aunque no es tan fácil de llevar a la práctica
como se explica en algunos de los pasajes del libro.
De esta renovada edición merece mención especial el capítulo «¿Cuánto vale
su dinero?», en mi opinión una joya y, sin duda, un trabajo que hace aún más
grande a esta obra. De hecho, por la cantidad de información suministrada,
temáticas tratadas, y aportaciones y opiniones fuera de consenso que no dejarán
a nadie indiferente, se gana la categoría de libro dentro de otro libro. Es muy
interesante, por ejemplo, todo lo expuesto en relación con los riesgos de la
inflación, ese impuesto silencioso, explicado con sencillez y multitud de
ejemplos históricos deliciosos de leer. Es igualmente loable la labor de
desenmascarar la perfidia de los Estados en su afán confiscatorio, tanto fiscal
como inflacionario, y en su obsesión por tenerlo y controlarlo todo. Sería ideal
que llegara a las estanterías de algunos de los gobernantes que nos lideran, y
maravilloso que fueran capaces de entender y poner en práctica los valiosísimos
mensajes contenidos en él. Me parece un capítulo obligatorio, para subrayar.
Le recomiendo igualmente que preste especial atención al capítulo «El interés
compuesto». De hecho, y en el hipotético (e irreal) caso de solo tener tiempo
para leer un centenar de páginas, le recomendaría que se fuera directamente a
leer las de este capítulo y las escritas sobre el valor del dinero. En pocas
ocasiones tan pocas páginas de conocimiento y técnicas financieras harán tanto
por su salud financiera. No sólo aprenderá la magia del interés compuesto,
también disfrutará y se sorprenderá de lo que es capaz de hacer con su dinero,
multiplicándolo exponencialmente «solo» con el paso del tiempo. El interés
compuesto es, definitivamente, la magia de las finanzas, en mi opinión la única
magia en el mundo que no tiene truco.
En resumen, a fin de evitar el mal común que sufre el homo economicus,
deberíamos tener este libro bien cerca de nosotros, a ser posible en nuestra
mesilla de noche o lugar similar, para usarlo en caso de necesidad y repasar
ciertos pasajes y mensajes de alto valor financiero. Porque como el propio Luis
recuerda: «Nadie nos explica cómo hay que administrar el dinero. Salimos con
nuestro título de analfabetos financieros. Antes de enmarcar el título deberíamos
prepararnos para entender la vida, para comprender las trampas que nos tiende,
subliminalmente, la sociedad, para adquirir un criterio propio que nos proteja de
las noticias de los medios de comunicación, de las campañas publicitarias, de los
mensajes de nuestros gobernantes, de los banqueros…».
Parafraseando a uno de mis personajes preferidos del libro, Juan de Mariana,
al acabar de leer esta obra, esté de acuerdo o no con su contenido, le gusten o no
las opiniones en él expresadas por sus personajes, usted acabará un poco más
sabio de como empezó, y eso es de agradecer a sus autores, Luis Allué y Pablo
Martínez Bernal. Gracias.

Iván Martín Aránguez
Socio fundador y director de inversiones
de Magallanes Value Investors

Junio 2020
Introducción

«Qué extraño, dondequiera que fijo los ojos,
siempre ven las cosas desde mi punto de vista».

Ashleigh Brilliant (1933)
Dibujante y caricaturista británico.

V ivimos rodeados de peligros ocultos, pero esas amenazas no se


esconden en lo más recóndito de la inhóspita selva. Los enemigos
del hombre civilizado son —entre otros de menor importancia— la sociedad de
consumo, que nos incita al gasto desmedido y al endeudamiento perpetuo, las
entidades financieras y, en tercer lugar —y probablemente el depredador más
eficaz— papá Estado, que con su voracidad recaudatoria nos esquilma gran parte
de las rentas de nuestro trabajo, de nuestro ahorro y de nuestro patrimonio.
¿Cómo podemos defendernos de esos hostiles adversarios camuflados en sus
embelesadores discursos? La clave está en la formación. «Los que están
aprendiendo heredarán la Tierra, mientras que los que ya saben estarán
perfectamente equipados para vivir en un mundo que ya no existe». Estoy
citando a Eric Hoffer. Solo el conocimiento nos protegerá del empobrecimiento
—cultural y económico— progresivo. «El analfabeto de mañana no será la
persona incapaz de leer. El analfabeto de mañana será la persona que no ha
aprendido a aprender», sentenció Alvin Toffler.
Nuestra riqueza solo crecerá hasta donde alcance nuestra inteligencia personal
y financiera. En ese proceso de aprendizaje es fundamental recordar la historia,
ya que conocer dónde se han equivocado otros nos allanará el camino. Quien
desprecia la historia desoye las palabras de Mark Twain: «La historia nunca se
repite, pero rima». Esa necesaria formación financiera no la recibimos en la
escuela. Salimos de nuestras universidades con dos títulos. El segundo de ellos
no lo enmarcamos y su leyenda reza: «Analfabeto financiero». Descubrimos
demasiado tarde que los errores que hemos cometido a lo largo de nuestra vida
ya los padecieron quienes nos precedieron. Los sabios aprenden de los errores
ajenos estudiando la historia. Tampoco podemos pretender cambiar el mundo, ni
tan siquiera mejorarlo, si previamente no nos hemos mejorado a nosotros
mismos. La cultura y el sentido común se adquieren con el estudio. No
deberíamos ser perezosos ni conformistas y tendríamos que plantearnos ciertas
preguntas fundamentales e intentar encontrarles respuesta. Alguien dijo que una
persona extraordinaria es una persona ordinaria que se formula preguntas
extraordinarias:

¿Podrá papá Estado pagarme la pensión de jubilación?
¿Conozco algún empleado por cuenta ajena que se haya enriquecido con su
sueldo?
¿Por qué Hacienda me concede beneficios fiscales para que compre una
vivienda mediante una hipoteca?
¿Es inteligente usar las tarjetas de crédito para endeudarme?
¿Por qué tanta insistencia para que suscriba un plan de pensiones?
¿Es justo que el que más impuestos paga tenga menos derechos que el que
paga menos o no paga nada?
¿Genera riqueza la política de subvenciones?
¿Es más segura, a largo plazo, la renta fija que la inversión en renta variable?
¿Para hacerse rico hay que trabajar duro?
¿Seré más feliz comprando un lujoso automóvil?
¿Debería sentirme cómodo actuando al son que dicta la gran mayoría?
¿Poseer mucho dinero me colmará de felicidad?
¿Cómo puedo lograr la libertad financiera?

Erich Fromm afirmó que la esencia del hombre está en las preguntas, no en
las respuestas. Este es un libro que no se ha concebido para resolver todos esos
interrogantes. Esa es una ardua labor que puede llevar toda una vida y que debe
realizar, personalmente, cada uno de nosotros. Estas páginas harán que sus
lectores se planteen nuevas e incómodas preguntas.
La renta variable es, a largo plazo, la inversión más rentable (así ha sido en
los últimos cien años), pero no olvidemos que nunca hay que depositar en la
bolsa ningún capital que no podamos permitirnos perder en su totalidad.
Comprar acciones es adquirir parte de las empresas y hasta las compañías más
grandes y aparentemente sólidas pueden quebrar. No deberíamos especular en
bolsa con la idea de tentar a la suerte, pues nos rehuirá si no estamos
convenientemente formados; la suerte siempre es esquiva con quienes no crean
las circunstancias adecuadas para atraerla.
Alicia regresa a Wall Street aboga por la filosofía del value investing, ya que
comprar valores sólidos y hacerlo a buenos precios ha demostrado tener retornos
superiores a los índices.
Si usted opina que no está preparado para afrontar con éxito sus inversiones,
contrate a un buen asesor bursátil independiente. Al contrario de lo que pueda
pensar tras la lectura de este libro, sí existen; los hay, y muy buenos. Si, en
cambio, se considera capacitado para invertir por su cuenta, apóyese también en
un experto, pues es recomendable que alguien controle nuestros arrebatos
afectivos y nos ayude a reposar, enfriándolas, nuestras decisiones más
emocionales, como las que tomó Pol y que le llevaron al desastre financiero.
Pol tenía 25 años. Había ahorrado lo suficiente para dar la entrada de un piso.
Pensaba casarse el próximo año. Todos los índices bursátiles se habían
revalorizado sustancialmente en los últimos tres años y estaban cercanos a sus
máximos históricos. Las noticias macroeconómicas eran muy buenas y los
analistas bursátiles derrochaban optimismo. El director de la sucursal bancaria
en la que trabajaba lo animó a invertir en una compañía del S&P 500 que, según
información confidencial, se revalorizaría de forma importante y, según las
previsiones de gente bien informada, lo haría en un corto espacio de tiempo.
Alentado ante esa certeza y amparándose en dicha información privilegiada,
invirtió todos sus ahorros y hasta solicitó del banco un adelanto de tres nóminas
para adquirir más acciones. En apenas seis meses la cotización de sus títulos se
desplomó un 50%. Pol no aguantó más y, finalmente, vendió en el peor
momento, justo antes de que empezasen a recuperarse un poco las valoraciones.
¿Podría enumerar algunos de los errores cometidos por nuestro protagonista?
No invirtió a largo plazo, sino que especuló buscando un enriquecimiento
rápido.
Apostó incluso más dinero del que tenía. Se endeudó para adquirir acciones.
Negoció con un activo del cual lo desconocía casi todo. El riesgo proviene,
como dice Buffett, de no saber lo que se está haciendo.
Confió en los conocimientos y el consejo de su jefe.
Persiguió el lucro fácil, respaldado por la peligrosísima información
privilegiada que nos induce a creer que sabemos cosas que otros desconocen y
que genera una falsa sensación de omnipotencia.
Entró en bolsa cuando los índices estaban muy próximos a sus niveles
máximos históricos, olvidándose de que no hay que dejarse arrastrar por el
optimismo desmesurado imperante en las burbujas alcistas. En palabras del
mítico André Kostolany, «nada es más fácil que vender valores al público
cuando se le puede mostrar hasta qué punto han subido ya».
Se dejó influir por la euforia reinante entre los analistas financieros. A corto
plazo es inútil intentar predecir el comportamiento de una compañía o de un
índice bursátil porque nos equivocaremos, como mínimo, en la mitad de las
ocasiones.
Se guio por las buenas perspectivas macroeconómicas cuando, créaselo, la
correlación entre el PIB, los tipos de interés, el paro y otras variables
económicas y los índices bursátiles, es más que dudosa.
No tenía la suficiente formación financiera para invertir en bolsa.
Vendió asustado en los momentos de máximo pánico bursátil, obviando la
máxima que dice que no es bueno vender tras importantes caídas ni comprar tras
grandes subidas.
Pol no estaba preparado emocionalmente para soportar cuantiosas pérdidas.
Tomó la decisión de vender, para cortar pérdidas, con la misma «alegría» e
ignorancia con la que se animó a comprar.
Depositó todos los huevos en la misma cesta. No diversificó suficientemente
su capital.
Finalmente, y quizá lo más grave, arriesgó un dinero que precisaría rescatar
en poco tiempo y que, por supuesto, no podía permitirse perder.
El relato acaba mal porque nuestro joven «inversor» es de los que, como la
gran mayoría de especuladores bursátiles, piensa todavía que la Tierra es plana y
que las islas flotan. Pero todo ese cúmulo de disparates cometidos en tan corto
espacio de tiempo no debería asustarnos y motivar nuestro alejamiento del riesgo
bursátil. El riesgo está en todas partes y quien intenta evitarlo también ahuyenta
el éxito.
La diferencia en las rentabilidades entre especular e invertir es tan abismal
como la existente entre ahorrar e invertir.
Alicia regresa a Wall Street le ayudará a optimizar sus inversiones en el largo
plazo, explicándole la diferencia entre ahorrar e invertir, sugiriéndole opciones
para obtener buenas plusvalías asumiendo pocos riesgos, proponiéndole ideas
para liberarse de los tabúes económicos que coartan sus inversiones y
ayudándole a obtener la tan ansiada libertad financiera. Si lo que usted busca es
un enriquecimiento rápido, no siga leyendo. Este no es su libro. ¡Regálelo!
Diez años después

«El hombre es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras».

Baltasar Gracián (1601-1658)
Escritor y sacerdote aragonés.

« Conviene mantenerse recto, no enderezado». ¿Qué quiso decir Marco


Aurelio con esas palabras? Es la sutil diferencia entre que a uno lo
zarandeen los vaivenes de la vida y rectificar en innumerables
ocasiones como consecuencia de esos errores, acabando enderezado, aunque
maltrecho. Quizá por eso permanecer erguidos con la inestimable ayuda del
mástil de la razón, con el apoyo de la sabiduría acumulada por otros gigantes,
sea un sabio objetivo. Es bueno aprender de los errores, pero es mucho mejor no
cometerlos, si bien la mayoría de las veces las cadenas que nos atan al mástil son
invisibles y constituyen per se un condicionante, puesto que no podemos
liberarnos de algo que no sabemos que existe.
En el momento de escribir estas líneas, un cisne negro, la enfermedad
COVID-19, ha provocado una catástrofe de enorme coste humano y financiero.
Una situación dramática. El mismo Buffett, con sus ochenta y nueve años,
admite no haber vivido nada similar. En este libro repetimos una y otra vez que,
si estamos en una fase de acumulación de riqueza, de creación de una cartera (es
decir, de compras), deberíamos celebrar las caídas de las cotizaciones porque
adquirimos los mismos negocios a mejores precios. Afirmarlo no es ninguna
barbaridad. Los inversores value se alegran de los descuentos, pero también se
acongojan cuando esas depreciaciones son consecuencia de una epidemia, una
guerra, un atentado terrorista o un desastre natural, entre otros sucesos
indeseables. Haríamos bien en considerar, además, que cuando esos mejores
precios van acompañados por daños colaterales importantes (como pueden ser el
aumento del paro y el empobrecimiento colectivo), por esas rebajas estamos
pagando un elevado precio.
Dos lustros después de la publicación de Alicia en Wall Street pensando que
sabíamos algo, ya con alguna cana de más (eso no es malo), uno descubre, en
ocasiones con dolor, que lo que te mata no es lo que no sabes, sino lo que
piensas que sabes y no sabes. Los cisnes negros existen y no siempre vienen de
Australia. Esta vez procede de China y es invisible al ojo humano. En cualquier
caso, no es mala idea comprar buenos negocios a bajos precios. Y si usted cree
que es más racional refugiarse en la renta fija, sería prudente recordarle que
cuando suscribe un bono al uno por ciento, está pagando por esa «inversión», un
PER de 100.
Y ahora, la sorpresa: al contrario de lo que pueda parecer, y de lo que le
hemos dicho, el maldito coronavirus no es un cisne negro sino un cisne blanco;
el propio Taleb lo define así. En un mundo globalizado e interconectado como el
que, afortunadamente, nos ha tocado vivir, sufrir una pandemia era un hecho
previsible, tal como predijo Bill Gates hace cinco años.
Por desgracia, los Estados suelen aprovechar las grandes tragedias para
intervenir la economía (un 41 % del PIB en España está en manos del Estado,
pero no le es suficiente) y regular más la sociedad: más burocracia, más
impuestos, más gasto público, más derroche político, más despilfarro ideológico,
más deuda, más subsidios, más nacionalizaciones, etc. Tratan de magnificarse y
fortalecerse como Estados nación con la excusa de proteger a la ciudadanía de
forma más «eficiente» y amparados en aquello tantas veces esgrimido de «la
próxima vez será diferente». Esquilmando recursos privados en favor de lo
público conducen, indefectiblemente, al empobrecimiento a los países en los que
se dictan esas medidas intervencionistas que coartan y desincentivan la iniciativa
empresarial o personal.
En apenas dos décadas hemos sufrido tres cracs bursátiles de gran magnitud.
La crisis tecnológica del 2000, el derrumbe de las hipotecas subprime del 2008 y
la actual pandemia de la COVID-19. Todavía nos encontramos inmersos en esta
última y su desenlace es muy incierto. Al value investor de origen hindú
Mohnish Pabrai le gusta recordar que el mejor escenario para un inversor es
«uno donde tengamos mucha incertidumbre, pero poco riesgo».
Lamentablemente, la crisis de la COVID-19 es una situación de mucha
incertidumbre y mucho riesgo. Puede resultar chocante que, apenas diez años
después de sufrir una de las mayores crisis financieras que se recuerdan, nos
encontremos a las puertas de una nueva que puede ser similar en magnitud a la
denominada como Gran Recesión. Lo cierto es que no es casualidad. Las
reacciones del poder político a la anterior crisis, principalmente por parte de los
bancos centrales, fueron una serie de intervenciones de dudosa eficacia. A lo
largo de la última década estamos asistiendo al mayor experimento monetario de
la historia de la humanidad. Como en todo experimento, nadie conoce el
desenlace con certeza. Que el sistema monetario mundial se encuentre en esta
situación crítica debería perturbarnos a todos. Entre otros muchos motivos,
debería preocuparnos porque las consecuencias negativas de todas estas
actuaciones las padecemos todos, sin que los individuos (detrás de cada
institución pública siempre hay una persona en última instancia) que toman las
decisiones las sufran de igual forma. No hay, como dice el filósofo y matemático
Nassim Taleb, skin in the game, que no es más que jugarse la piel.
La política monetaria adoptada a escala global desde 2009 ha sido la de tipos
de interés cero y la de disparar la base monetaria para sostener (artificialmente)
el precio de los activos y la actividad de empresas «zombis». Esta intervención
ha generado numerosas ineficiencias y ha distorsionado la natural asignación de
activos ajustada a los niveles de riesgo dispuestos a ser asumidos. Hemos
contemplado cómo las mayores compañías del mundo iniciaban programas de
recompra de acciones de una magnitud sin precedentes, endeudándose para
financiarlos e incrementar de manera peligrosa el beneficio por acción. Según
Harvard Business Review, las 465 compañías del S&P 500 que en enero de 2019
habían cotizado entre 2009 y 2018 se gastaron a lo largo de dicha década 4,3
billones de dólares estadounidenses en recompras de acciones. Esta cifra
equivale al 52 % del beneficio neto. También se han destinado otros 3,3 billones
de dólares a pagar dividendos, lo que representa un 39 % adicional de los
beneficios. En 2018, sin ir más lejos, las recompras de acciones representaron un
espectacular 68 % del beneficio. La destrucción de valor para los accionistas a
largo plazo que representa recomprar acciones en máximos históricos es difícil
de estimar, pero, sin lugar a dudas, hemos asistido a la década de peor
asignación de capital de la historia, y el dinero barato por culpa de los bancos
centrales es el culpable.
La renta fija es otro reflejo de toda esta distorsión. Poco antes de emerger la
crisis de la COVID-19, Howard Marks alertaba en uno de sus famosos
memorandos de que las emisiones de renta fija con rentabilidades negativas se
encontraban en máximos, con más de 17 billones de dólares en rentabilidad
nominal negativa. Si a esa cifra se le añadía la inflación esperada, aumentaba a
los 35,7 billones. ¿Cómo se explica que en el mundo los inversores estén
dispuestos a prestar (con el consiguiente riesgo que entraña) casi 36 billones de
dólares a cambio de una rentabilidad real negativa? Como ha mencionado el
inversor Ray Dalio en más de una entrevista, hemos llegado a una situación en
donde el dinero es basura (cash is trash). Las compañías y los inversores no
saben cómo invertirlo, dónde dejarlo a buen recaudo y que rinda un rendimiento
satisfactorio. Este experimento monetario planetario apenas ha tardado una
década en destruir los mecanismos de coordinación económico-financiera que
representan la rentabilidad de los activos financieros. Puede sonar un tanto
agorero, pero el propio Dalio ha advertido de los peligros que se asoman en el
horizonte financiero. Tras un sesudo estudio sobre el auge y declive de los
imperios, concluyó que se suele producir una confluencia de varios elementos:
Exagerados niveles de endeudamiento y tipos de interés extremadamente
bajos, lo que limita el poder de los bancos centrales para estimular la economía.
Elevada desigualdad de riqueza y división política dentro de las naciones, lo
que deriva en un incremento de los conflictos políticos y sociales.
Una potencia mundial emergente (en este contexto hablamos de China)
desafiando la longeva hegemonía mundial (Estados Unidos), lo que provoca
conflictos externos.

La crisis de la COVID-19 simplemente ha acelerado la aparición de todos
estos problemas. Los diferenciales de deuda se han disparado, las recompras de
acciones y el pago desorbitado de dividendos se han frenado en seco. Comienza
la purga de los excesos por la falta de equilibrio entre rentabilidad y riesgo. Lo
grave es enfrentarnos ante la depuración de todos estos excesos crediticios y de
deuda en un contexto de frenazo económico en seco. Nunca desde la Segunda
Guerra Mundial habíamos asistido a una paralización económica global. El paro,
las quiebras empresariales, los rescates públicos de empresas privadas
(socialización de pérdidas), el repunte de la morosidad, el resurgimiento de los
problemas de capitalización de muchos bancos y el auge del populismo son, sin
duda, preocupantes. Pero saldremos de esto, como lo hemos hecho en el pasado,
aunque Dalio vislumbre lo que ha venido a llamar un nuevo paradigma
financiero.
Diez años después, padecemos un nuevo y brusco desplome de las
cotizaciones. Muchos de quienes leyeron Alicia en Wall Street, pensarán que les
habría ido mejor si su asignación de capital se hubiera decantado
prioritariamente por empresas growth (de crecimiento) en detrimento del value
(de valor). Sería complejo discernir por qué la estrategia growth ha vencido por
goleada, aunque retrospectivamente cualquier analista (incluso los que
pronosticaron lo contrario) encontrará decenas de razones macroeconómicas que
justifiquen esa diferencia en las rentabilidades a favor de las empresas de
crecimiento. Como la renta variable es cíclica, podríamos pensar que la siguiente
década favorecerá más al value, pero Buffett nos advierte de que «los
pronósticos nos dicen mucho de quien los realiza y nada sobre el futuro». Y no
olvidemos, por supuesto, que es muy difícil encasillar y etiquetar a las empresas,
ya que el value y el growth se solapan.
Las plusvalías de la bolsa no son lineales, y aunque tras la lectura de Alicia
regresa a Wall Street usted pueda concluir que esto de la renta variable es tan
fácil como invertir y esperar al largo plazo (y, efectivamente, si mira la
revalorización de la bolsa estadounidense en los últimos ciento cincuenta años se
autoconvencerá de esa idea), recuerde que esos gráficos están distorsionados por
el sesgo de supervivencia (los índices dejan por el camino las empresas
quebradas); y lo peor es que usted no vivirá un siglo y medio.
Y ahora, ¿qué? ¿Cómo y con qué criterio debería invertir usted? Suponiendo
que esa sea la pregunta que le ronda por la cabeza, y teniendo en cuenta que
nadie le puede dar una respuesta certera, le confesamos que, en un supuesto
similar, antaño no le habríamos resuelto sus dudas, porque para entonces ya
sabíamos la «escapatoria» (siempre digna, y que tantas veces hemos usado) de
contestar con un «no lo sé». Pero ahora es diferente. Con una década añadida de
experiencia inversora (y con mucha menos paciencia), nos atreveríamos a
responderle con un «ni puñetera idea». No, no se moleste. No tratamos de
esquivar el bulto. No olvide que una conclusión es el lugar al que llegamos
después de cansarnos de pensar.
En esta nueva edición se han actualizado datos relevantes (capitalización de
las empresas, montos de deuda, etc.) e incluido esas cifras y reseñas en el texto
en lugar de a pie de página para no entorpecer la lectura. Pablo Martínez Bernal
ha ampliado considerablemente el apéndice dedicado a Charlie Munger, una
figura que ha pasado un tanto desapercibida, a la sombra de Buffett, y que
merece un reconocimiento especial. Ya conocen aquella pregunta cuya respuesta
ha perseguido Munger a lo largo de toda su vida: «¿Dónde voy a morir?». A
primera conexión de neurona (pensamiento de primer nivel) podríamos colegir
que no es muy inteligente, que quizá sea más útil saber cuándo se va a morir
uno. Si despertamos alguna de nuestras neuronas de refuerzo, las dormidas,
damos con la clave. En cuanto lo averigüe, Munger no pisará nunca más el lugar
donde morirá.
También hemos redactado un capítulo nuevo («¿Cuánto vale su dinero?»)
inspirado por nuestra colección de billetes inflacionarios, y hemos abordado
algunos temas no financieros con los que somos bombardeados sin tregua desde
la mayoría de medios de comunicación. Como dijo Taleb, «quien ve una estafa y
no la denuncia es un estafador». Naturalmente, como individuos, vemos e
interpretamos los sucesos bajo el «yo y mis circunstancias» pero, como subrayó
Miguel de Unamuno, «tu silencio me ofende, tu silencio es la peor mentira».
¿Qué ser humano que se precie no quiere mejorar el mundo? Nunca hemos
vivido —gracias al desarrollo industrial y tecnológico— en un planeta mejor.
Jamás la humanidad ha gozado de la calidad de vida de la que disfrutamos hoy.
Pero nuestros dirigentes políticos, muchos «intelectuales» y una gran mayoría de
«expertos» miran con otros ojos; mirada condicionada, distorsionada y alienada
por innumerables incentivos de todo tipo y no siempre honorables. Algunos,
amparados en la comodidad del consenso y bajo el escudo protector de lo
políticamente correcto, parecen obviar lo evidente y quieren —mediante una
manipulación intolerable y con unos intereses económicos ocultos (no tan
ocultos para quien quiera ver)— convencernos de que la sociedad está llegando a
un punto de no retorno. Sea incrédulo, contraste la información y luche por que
lo colectivo no condicione su libertad de pensamiento como individuo.
¿Será verdad que las actuales generaciones de jóvenes son las mejores
preparadas de la historia? Pregúntese en qué y en qué valores son mejores que
sus padres y abuelos. Pregúnteles a sus hijos y nietos: ¿cómo ha llegado esa
botella de agua mineral a su mesa?, ¿cómo es posible que surja agua limpia por
el grifo?, ¿qué milagro tecnológico ha permitido que ese lápiz de madera de
cedro y punta de grafito esté en su escritorio? Cada generación se ha
aprovechado desde tiempos prehistóricos del trabajo de sus antepasados, y así
seguirá sucediendo en los próximos siglos. Despreciar el pasado por arcaico,
exigir derechos sin obligaciones que los sustenten y renunciar a los valores
tradicionales del núcleo familiar, priorizando los derechos colectivos y el criterio
de la ética estatal, tiene un coste (las deudas nos fragilizan) que deberemos pagar
como individuos y como especie.
No olvide que la inflación es un «impuesto» silencioso y, sin duda, su peor
enemigo. A finales de 1922, en Alemania, una barra de pan costaba 600 marcos.
¿Le parece mucho? En noviembre de 1923 se necesitaban 200.000 millones de
marcos para comprarla. En el año 2008, en Zimbabue se imprimió un billete de
cien billones de dólares (cien trillones anglosajones); con él apenas se podía
pagar un taxi. Era más económico limpiarse el trasero con billetes que usar papel
higiénico. Los precios llegaron a multiplicarse por un billón en un mes. Pero
todo es superable. ¡Sujétese el cinturón! Nos vamos a Hungría, año 1946. Ese
país tiene el dudoso honor de haber puesto en circulación el billete con el valor
nominal más alto de la historia: cien trillones de pengös. ¿Se ha perdido? No se
preocupe, se lo vamos a escribir:
100.000.000.000.000.000.000.
El valor real de ese billete, al cambio, era de una milmillonésima parte de un
céntimo de dólar. Los precios se doblaban cada quince horas y en julio de 1946
la inflación alcanzó los 42 mil billones por ciento. Poco antes de abandonar la
moneda y cambiarla por el florín (respaldado por patrón oro) se imprimió un
billete de mil trillones de pengös que no salió de la imprenta. Todo el dinero
circulante en Hungría llegó a valer, exactamente, al cambio, la décima parte de
un centavo de dólar.
Los personajes principales de esta narración son, o han sido, economistas e
inversores destacados; hemos pretendido respetar al máximo las opiniones que
promulgaron en sus conferencias o publicaciones, pero, en unas pocas ocasiones
y en aras de una mayor fluidez y riqueza conceptual, hemos puesto en boca de
ellos ideas que han sido expresadas por otros intelectuales y pensadores. Esa
inmersión la hemos realizado intentando no contradecir en ningún momento su
propia personalidad y pensamiento fundamental.
Con este texto hemos querido homenajear a esos inversores míticos —la
mayoría pertenecientes a la escuela del value investing— que han luchado
contracorriente por divulgar desinteresadamente sus mejores ideas económicas.
Esa generosidad intelectual ha sido también filantrópica en muchos de ellos,
especialmente en el caso de Warren Buffett, que ha donado para obras benéficas
(fundamentalmente para la Bill & Melinda Gates Foundation) el 99 % de sus
acciones de clase A y clase B, equivalentes a más de 80.000 millones de dólares
y que hasta la fecha ya han superado los 34.000 millones de dólares invertidos.
Como él mismo dice, tenemos que ser agradecidos y devolver a la sociedad parte
de lo que nos ha dado.
Es de justicia destacar que el modelo financiero y fiscal reflejado en este libro
no es el anglosajón, que es mucho más eficaz y maduro que el nuestro. En banca
el problema no radica meramente en la elección de los innumerables productos
financieros existentes, sino más bien en el exhaustivo conocimiento de los
mismos por parte de quien los vende y de quien los compra. A un lado de la
mesa debería ubicarse la profesionalidad, la formación y la ética de los
banqueros, ya que el cliente deposita en ellos su esfuerzo, sus aspiraciones, sus
deseos, su esperanza y su futuro. En el otro lado debe reinar el sentido común
del inversor quien, en último término, debería ser el principal responsable de sus
decisiones económicas. Las opiniones plasmadas en esta historia son muy
personales y, lo reconocemos, pueden parecer en algunos pasajes del texto algo
extremas y exageradas. Lea más libros, amplíe su cultura financiera, saque sus
propias conclusiones y evalúe, considerando sus circunstancias económicas,
personales y familiares, cuál es su mejor estrategia inversora. Adjudique su
capital con la necesaria formación financiera, que le ayudará a descubrir y
reconocer a los mejores asesores y economistas. Cuando invierta en renta
variable hágalo con el suficiente «margen de seguridad»; eso le permitirá no
perder parte de su dinero (siempre a largo plazo). No debería «apostar» en bolsa
si piensa que hay alguna probabilidad de sufrir minusvalías graves en el largo
plazo. Invierta en renta variable únicamente si está convencido de obtener una
rentabilidad esperada superior a la que podría conseguir suscribiendo letras del
Tesoro. Y, por favor, no olvide que Alicia regresa a Wall Street no está
redactado por un experto asesor bursátil. No es más que el sueño de una niña. El
sueño de Alicia.
Este libro nació con la idea de dar, que es la mejor manera de recibir.
«Recuerda siempre que cuando estás dando tu amor y cuidado a los enfermos,
están haciendo más ellos por ti que tú por ellos». Son palabras de la madre
Teresa de Calcuta. Desde que se publicó, este libro atrajo a gente maravillosa. Y
quizá lo mejor que podía suceder es que Alicia viajara a África con la ONG
África Directo. Una de esas personas entregadas incondicionalmente a los más
necesitados de aquel continente es José María Márquez, a quien tenemos que
agradecer que nos haya dado la oportunidad de ser más felices al permitir que
este texto beneficie a muchos individuos que no tendrán la ocasión de leerlo.
Nuestros padres nos enseñaron, con su esfuerzo personal, a no ampararnos en
la colectividad, evitando el refugio que supone pensar y actuar como la mayoría
y no asumiendo nuestras responsabilidades individuales. Pero no concluimos que
el Estado nos devuelve tan sólo unas migajas del gran bocadillo que nos arrebata
por la fuerza hasta que descubrimos a Jesús Huerta de Soto. Poder asistir
telemáticamente a sus magistrales clases de economía en la Universidad Rey
Juan Carlos fue revelador. Por primera vez alguien nos mostró
convincentemente el camino liberal. Huerta de Soto nos condujo al Instituto Juan
de Mariana donde encontramos a otro liberal ilustre (y en palabras del propio
don Jesús, su mejor discípulo): Juan Ramón Rallo.
Recibimos con desazón la negativa a la publicación de la primera edición del
libro Alicia en Wall Street de una importante editorial, aduciendo que era un
texto ambiguo y difícil de encajar en ninguna de sus líneas editoriales, porque
mezclaba de forma un tanto anárquica conceptos de autoayuda sobre la felicidad
con recomendaciones de inversión. Tenían razón, pero inicialmente el libro fue
escrito para nuestros hijos y podíamos aceptar que no fueran ricos, pero de
ninguna manera que no fueran felices. Así que, con cierta presunción y
prepotencia por nuestra parte, añadimos al subtítulo del libro una coletilla un
tanto ingenua y pretenciosa.

Un abrazo, amable lector.

Luis Allué Bellosta
Pablo Martínez Bernal
Barcelona, abril de 2020
L a velada luna trasera de su coche se alejaba, inexorable, de su
pasado reciente. Los rascacielos apenas se divisaban en el
horizonte, ocultos tras una densa y amenazante niebla. La silueta de Nueva
York, majestuosa en el recuerdo, se desdibujaba ante su mirada perdida, apenas
reconocibles sus emblemáticos edificios, intrépidos monstruos de acero y cristal.
Lejanos quedaban su escuela, su vivienda, sus amigos y sus, ahora truncadas,
ilusiones de adolescente.
«Algún día regresaré», pensó con resignación.
Su padre conducía, apresurado, el lujoso Cadillac familiar —símbolo de
mejores tiempos—, rumbo al sur. La crisis los había arruinado y obligado a
malvender la que había sido la casa de sus sueños.
Pese a su corta edad —tenía trece años recién cumplidos—, Alicia era una
lectora voraz. Su mejor amiga le había obsequiado un libro poco antes de su
dolorosa partida. Rasgó descuidadamente el papel de regalo y le sorprendió el
cautivador e intrigante título: Alicia regresa a Wall Street. Lo abrió con desgana
mientras dirigía una última mirada al paisaje urbano de su metrópoli y leyó al
azar…

«No lleves nunca a cuestas más de un tipo de problema a la vez.
Hay quienes cargan con tres:
los que tuvieron,
los que ahora tienen
y los que esperan tener».
Edward Everett Hale

Apenas le quedaban fuerzas; se quedó adormilada cavilando sobre su incierto
futuro… Soledad… Sombras… Silencio. El día había discurrido agotador, nunca
hubiera imaginado la ingente cantidad de cachivaches que se acumulan, inútiles,
en una casa. Tuvo que hacer un supremo y último gran esfuerzo para mantenerse
despierta.
Ojeó la primera página y empezó a leer…

La gran mansión

«No tiene sentido contratar a personas inteligentes
y después decirles lo que tienen que hacer.
Nosotros contratamos a personas inteligentes
para que nos digan qué tenemos que hacer».

Steve Jobs (1955 - 2011)
Fundador de Apple y de los estudios Pixar.

U n gran mural con la imagen de una monumental y elegante mansión


de estilo victoriano colgaba, majestuoso, en el centro de la sala.
Tenía un cuidado jardín con una piscina de curvas sinuosas y un deportivo
descapotable. Todo destilaba armónica belleza.
—¡Si pudiera vivir en esa casa sería un sueño maravilloso! —pensó Alicia
con resignación, y no sin cierta tristeza, al acordarse de la pésima situación
económica de sus padres.
Se percató de que, en una esquina de la fotografía, había un rótulo:
« ¡En venta! 3.550.000 $ ¡Felicidad no incluida! »
Se sintió mareada. Por momentos la mansión parecía cobrar vida. Se fue
haciendo inmensamente grande, hasta envolverla por completo. Se encontró en
el jardín sin saber cómo, justo a la entrada de la puerta principal. Tenía la
percepción de ser pequeña e insignificante. De la gran chimenea empezaron a
surgir como por arte de magia miles de burbujas. Parecían frágiles pompas de
jabón, pero no se rompían, más bien al contrario, se iban hinchando, haciéndose
más y más grandes hasta transformarse en enormes globos multicolores. Se
agruparon formando un gigantesco globo aerostático que elevó la vivienda a los
cielos hasta hacerla minúscula, a tal punto que apenas podía vislumbrarla en la
lejanía. Al cabo de pocos segundos se oyó una explosión y pudo comprobar,
atónita, como la gran casa se desplomaba a unos cientos de metros, quedando
reducida a polvo y humo.
—¿Te gusta la mansión? Alicia se sobresaltó.
—Perdona, te he asustado —dijo un hombre que pareció surgir de la nada.
—No importa, estaba distraída. Es fantástica —contestó Alicia—, pero no
puedo comprarla, es muy cara.
—Si piensas así no será nunca tuya. Tienes que preguntarte: «¿Cómo puedo
comprarla?». Entonces tu mente creará las circunstancias adecuadas para tenerla.
Como decía Paulo Coelho: «Solo una cosa vuelve un sueño imposible, y es el
miedo a fracasar». Pero recuerda que la felicidad no está incluida en el precio.
—¡Pobre de mí! —replicó Alicia—. Ni mi padre, que ha trabajado toda su
vida sin descanso, podría adquirirla. ¿Cómo una niña podría tan siquiera soñar
con un palacio así? La verdad es que me gustaría regalársela a mis padres. La
maldita crisis los ha arruinado y han tenido que alquilar una pequeña casa lejos
de Nueva York.
—¿Te gustaría ser rica?
Quedó aturdida. No esperaba esa pregunta.
—Bueno… creo que sí —respondió dubitativamente.
Estaba confusa y avergonzada. Sus padres siempre le habían dicho que tenía
que ser solidaria y que debía compartir sus cosas con los demás. Ellos veían a los
ricos y a los empresarios como explotadores de los pobres y de los trabajadores.
Su interlocutor pareció adivinar sus pensamientos.
—Yo empecé ahorrando parte de mi salario. Invertí en activos que produjeron
buenos rendimientos y reinvertí las ganancias en más activos. Cuando tuve
bastante dinero como para no depender de mi trabajo como asalariado, creé mi
propio negocio. Es mejor trabajar inteligentemente que trabajar mucho.
—¿Qué es un activo?
—Muy simple, un activo es lo que llena tus bolsillos de dinero. Por el
contrario, un pasivo es lo que vacía tus bolsillos, lo que solo provoca gastos. Si
compras esa soberbia residencia y vives en ella, generará muchos gastos, será un
pasivo; en cambio, si la compras para alquilarla o la vendes con plusvalías, será
un activo. El secreto para hacerse rico es poseer muchos activos y pocos pasivos.
El rico, lo es porque adquiere activos.
—Parece muy simple —interrumpió Alicia.
—Los millonarios viven en formidables casas y compran coches lujosos
cuando tienen activos y riqueza suficiente. Pueden pagar sus caprichos con los
ingresos que producen sus activos. Por el contrario, los que viven como ricos sin
serlo, los que gastan el dinero que no tienen comprando cosas que en realidad no
necesitan, solo para aparentar opulencia ante sus amigos o familiares, lo hacen
endeudándose prematuramente. La clase media, en general, trabaja para gastar,
pagar intereses a los bancos y tributos al tesoro público. El secreto está en
ahorrar, invertir bien y diferir los lujos innecesarios hasta que se puedan pagar
sin tener que trabajar para ellos. El que entiende cómo funciona el interés, lo
gana; el que no, lo paga. Lo más importante para tener unas finanzas saneadas no
es cuánto dinero se gana sino cuánto se conserva. La mayoría de las personas
cuanto más ganan más gastan. Por lo tanto, trabajar más para ingresar más
billetes difícilmente resolverá los problemas económicos si se carece de una
buena cultura financiera y lo único que prevalece es la ostentación y la
fanfarronería.
«Qué lástima que no nos enseñen esas cosas en la escuela», pensó Alicia.
—Son muchos los que suspiran por un aumento de sueldo que conllevará más
retenciones en la nómina, un incremento del gasto, un mayor endeudamiento y,
en último término, una declaración de la renta más penosa. Por supuesto, esa
sustancial mejoría del salario irá ligada a un ascenso profesional que acarreará
un empeoramiento de nuestra esclavitud laboral. Cuando iniciamos un trabajo
por cuenta ajena, aspiramos a ser el jefe de nuestro departamento, olvidando que,
si finalmente lo conseguimos, elevaremos el dintel de nuestra responsabilidad y
dedicación a la empresa. Trabajar para otro implica que, cuando te despidan, o
en el mejor de los casos te jubilen, no tendrás nada tuyo, solo la subvención del
paro o la exigua pensión. No dispondrás de ningún valor residual que genere
beneficios para ti o tus hijos. «Me ganaba la vida, pero no la vivía», suelen decir
los enfermos terminales; y Thoreau afirmaba que no hay nadie tan equivocado
como aquel que pasa la mayor parte de su vida ganándose la vida.
—Leí en un libro —dijo Alicia— que en un colegio dieron un caramelo a
cada uno de los alumnos de cuatro años. El profesor les advirtió que los niños
que lo conservaran tras finalizar el recreo recibirían, como recompensa a su
paciencia y autocontrol, dos caramelos. La mayoría de los escolares se comieron
inmediatamente la golosina. Años después, se comprobó que aquellos alumnos
que vencieron la tentación tuvieron mucho más éxito en la vida y en sus
negocios que el resto de sus compañeros.
—Muy bien, esa es la clave, ¡diferir la recompensa! Recuerda que los ricos
adquieren sus lujos al final, pagándolos con los activos que han trabajado para
ellos; en cambio, la clase media los necesita ya, inmediatamente, y los compra al
principio, endeudándose y teniendo que sacrificarse para pagar esos caprichos
gran parte del resto de sus vidas. Las deudas los esclavizan y les impiden
cambiar de hábitos y de estilo de vida. Muchas familias viven al día, al límite,
usando su tarjeta de crédito como último recurso para seguir consumiendo por
encima de sus posibilidades; subsisten a escasos meses de salario de la
bancarrota, son «ricos de mentirijillas». Se sabe que el uso de las tarjetas hace
que compremos, de media, un 23,5 % más. Con el pago diferido gastamos más
dinero del que tenemos para comprar cosas que no podemos permitirnos y que
no necesitamos. Debes aprender a diferenciar un gasto bueno de un gasto malo.
—Eso es maniqueísmo.
—Me explicaré. Un gasto bueno es una inversión, es la compra de un activo
que, en el futuro, te generará más ingresos; es un gasto que, a la larga, pagarán
tus clientes. En cambio, un gasto malo es aquel que no se recupera, que solo
pagas y financias tú. Ya lo dijo Raimon Samsó: «Las deudas pésimas no
compran riqueza, solo compran la apariencia de la riqueza. Es el dinero más caro
del mundo porque proviene del trabajo futuro… ¡Llega bajo una montaña de
intereses!».
—Creo que lo he entendido, pero ¿quién me puede enseñar qué activos debo
comprar?
—A lo largo de tu vida, tanto si tienes empresas o negocios como si no,
rodéate siempre de personas inteligentes y págales bien, ése será un gasto útil.
Tú nunca podrás abarcar todos los conocimientos que te permitan ahorrar
impuestos, hacer buenas inversiones, contratar los seguros justos y necesarios,
aprovechar todo lo que te puede ofrecer el marketing y la informática, coordinar
las obras de tu casa y un largo sinfín de tareas que tienes que aprender a delegar
en gente cualificada. Tu tiempo es limitado y muy importante. Si te sobra,
podrás estudiar y disfrutar de muchas horas con tu familia y para tu ocio. ¿De
qué sirve tener multitud de valiosas posesiones materiales si no dispones de
tiempo libre para poder gozar de ellas? No te importe pagar a profesionales por
aquellos servicios que te aporten minutos. A la larga, el dicho de que el tiempo
es oro se cumplirá. «Tu problema es que crees que tienes tiempo», decía Buda.
Una persona que viva unos ochenta años dispone tan solo de setecientas mil
horas. Te parecerán muchas, pero te aseguro que pasarán volando, y mucho más
cuantos más años tengas. Eso lo entenderás mejor si te imaginas un reloj de
arena. Las partículas caen a un ritmo lento y constante, pero cuando la arena está
toda en el receptáculo superior, al inicio, tenemos la impresión de que en su
descenso atraviesa el estrecho orificio muy lentamente; por el contrario, cuando
la mayoría de los granos de sílice reposan en el bulbo inferior, nos parece que se
desmoronan mucho más rápidamente.

Hay un agrado en observar la arcana
arena que resbala y que declina
y, a punto de caer, se arremolina
con una prisa que es del todo humana.
(…)
No se detiene nunca la caída.
Yo me desangro, no el cristal. El rito
de decantar la arena es infinito
y con la arena se nos va la vida.

Es una poesía de Borges —añadió, exultante, antes de continuar con su
discurso filosófico—. «Alguien debería decirnos, justo al principio de nuestras
vidas, que nos estamos muriendo. Entonces podríamos vivir cada segundo de
cada día», afirmaba Michael Landon. La gente, cuando ha envejecido, suele
arrepentirse de no haber hecho más cosas. Mientras somos jóvenes tendemos a
pensar que todo se puede diferir: empezaré a pintar cuadros cuando me jubile…,
cuando mis hijos sean mayores haré… Tendemos a postergar nuestros objetivos
de felicidad. Es el síndrome del «mañana seré feliz». Así que no desperdicies tus
momentos de ocio y piensa cada día al levantarte que hoy puede ser el día más
importante de tu vida, vívelo como si fuera el último. «Aprovecha el día de hoy;
no seas demasiado crédulo en el de mañana», decía Horacio. Haz como Steve
Jobs, que cada día al levantarse se miraba al espejo y se preguntaba: «Si hoy
fuera el último día de mi existencia, ¿querría hacer lo que voy a hacer hoy?».
Cuando la respuesta era un «no» durante muchos días consecutivos, sabía que
necesitaba cambiar algo en su vida. Paulo Coelho opina que «el primer síntoma
de que estamos matando nuestros sueños es la falta de tiempo».
—¿Eso implica que debo correr más, que tengo que hacer más cosas y más
deprisa?
—En absoluto. Quizá no me he explicado bien. Son muchos los que padecen
la enfermedad del tiempo: correr para no llegar a ninguna parte. Lo entenderás
mejor con las palabras de Carl Honoré, extraídas de su excelente libro Elogio de
la lentitud:

«Rápido equivale a atareado, controlador, agresivo, apresurado,
analítico, estresado, superficial, impaciente y activo; es decir, la
cantidad prima sobre la calidad. Lento es lo contrario: sereno,
cuidadoso, receptivo, silencioso, intuitivo, pausado, paciente y
reflexivo; en este caso, la calidad prima sobre la cantidad. (…)
La paradoja es que la lentitud no siempre significa ser lento».

Lily Tomlin nos dio un sabio consejo: «Para obtener un rápido alivio del
estrés, prueba a ir más despacio». Y seríamos desagradecidos si no
mencionáramos a Blaise Pascal: «Toda la infelicidad humana tiene un mismo
origen: no saber estar tranquilamente sin hacer nada en una habitación».
Alicia intentó recordar, no sin cierto agobio, parte de la inmensa maraña de
aforismos. Cuando volvió en sí, su interlocutor estaba leyendo un fragmento del
libro de Honoré:

«Dos niñas esperan en la parada del autobús escolar, cada una
aferrada a una agenda. Una de ellas le dice a la otra: “Bueno,
retrasaré el ballet una hora, programaré de nuevo la gimnasia y
cancelaré el piano… Tú, cambia la lección de violín al jueves y
sáltate el fútbol… Así, el viernes 16 podremos jugar de 15:15 a
15:45”».

La pequeña se consoló con el chiste. Siempre hay alguien más estresado que
uno mismo.
—Volvamos al tema principal. No olvides que el verdaderamente rico lo es
más por lo que disfruta que por lo que posee, y que es absurdo pretender tenerlo
todo. ¿Dónde lo guardaríamos? La riqueza es una vía para ayudarnos a un
desarrollo equilibrado como personas, es una recompensa a nuestro esfuerzo y
no debe convertirse en un fin en sí misma. El dinero proporciona cierta felicidad,
pero llegando a un cierto nivel, lo único que aporta es más dinero. Los
psicólogos aseguran que el aumentar significativamente nuestro nivel económico
y disponer de más dinero para comprar más cosas y de mayor precio nos hará
creer que podemos adquirirlo todo, y esa posibilidad nos generará la angustia
vital de la elección. En último término, tras una decisión tendemos a pensar que
nos hemos equivocado, provocando, con ese arrepentimiento, nuestra
infelicidad.
—Pero, entonces, si hemos de disfrutar del día a día, como decía Horacio,
¿eso no es incompatible con el ahorro y la previsión de nuestro futuro? —
preguntó Alicia.
—Para ser feliz no se necesita gastar mucho. El dinero no lo es todo siempre
que tengas el suficiente —continuó su simpático interlocutor—. No nos asegura
la felicidad, pero es necesario y no hay que evitarlo ni tenerle miedo, sobre todo
al conseguido siendo emprendedores y aplicando nuestra inteligencia. En
cambio, el dinero obtenido mediante las subvenciones y ayudas estatales no
fomenta el ahorro ni el esfuerzo. De hecho, algunos sociólogos alegan que el
retraso económico y científico de los países comunistas se debió, en buena parte,
a que durante décadas papá Estado hacía ver que pagaba mientras los
trabajadores funcionarios, sin apenas motivación, simulaban que trabajaban.
—¿Quieres decir que para ser libres tenemos que ser ricos?
—Es complejo de explicar, pero trataré de hacerlo de la forma más sencilla
posible. Yo diferencio entre «ingresos activos» e «ingresos pasivos».
Un ingreso activo requiere del trabajo personal para conseguirlo. Si no se
ejecuta la tarea, no se gana dinero. Dicho ingreso podemos obtenerlo como
empleados de una empresa, con nuestro correspondiente sueldo; mediante el
cobro de honorarios, en el caso que seamos profesionales liberales o trabajemos
como autónomos; o, también, como empresarios, con nuestros propios negocios.
Lo fundamental que debes recordar del ingreso activo es que si no se trabaja no
se cobra.
Un ingreso pasivo es el que se consigue percibiendo los intereses y plusvalías
de nuestro capital, por el cobro de rentas de alquiler de bienes inmuebles, por la
posesión de patentes, licencias o derechos de autor, etc. Lo importante es que
dichos ingresos se generan, aunque no trabajemos.
Una persona goza de libertad financiera cuando tiene los suficientes ingresos
pasivos como para compensar, con creces, sus gastos y necesidades diarias. Esa
libertad se puede obtener sin necesidad de ser un potentado; solo hay que limitar
nuestros gastos y saber invertir con eficiencia nuestros ahorros. Un
multimillonario que lleve un nivel de vida de lujos y derroche puede tener más
gastos que ingresos pasivos y necesitar seguir trabajando para compensar ese
déficit. Es rico, pero no es financieramente libre.
—¡Lo he entendido! Está claro que a lo largo de mi vida tengo que ahorrar
dinero, procedente de mis ingresos activos, e invertirlo en bienes que generen los
máximos rendimientos. Y cuando tenga más ingresos pasivos que gastos, podré
vivir, si así lo deseo, sin trabajar.
Pensó que se había explicado torpemente, pero no importaba. Había
comprendido el mensaje y estaba entusiasmada con su hallazgo.
—Perfectamente asimilado. Pero no debes interpretar el trabajo como un
castigo. Sin trabajar es muy difícil alcanzar la felicidad. Todos estamos en este
mundo para cumplir un cometido. La naturaleza nos ha dotado de unas
capacidades y habilidades que debemos desarrollar, aunque solo sea por el bien
de los demás. Tener libertad financiera, eso sí, te permitirá elegir la ocupación
que más te satisfaga y, si así lo deseas, despedirte de tu jefe. Te facilitará ser
libre y feliz. El poseer suficiente dinero no nos asegura la felicidad, pero nos
permitirá decidir libremente qué hacemos con nuestro tiempo. Lo más
inteligente es procurar hacer excelentes adquisiciones e inversiones para que,
con el tiempo, la mayor parte de nuestras rentas provengan de dicho origen en
forma de ingresos pasivos; y ello, junto con un estricto control de los gastos, nos
hará financieramente libres. Si nuestro negocio fracasa o nuestra empresa
quiebra, si enfermamos o si perdemos el trabajo, podremos seguir cubriendo
nuestros gastos habituales. Recuerda que ganar más dinero no siempre resuelve
los problemas económicos si no tenemos una autodisciplina de ahorro y un plan
efectivo de control financiero. Debemos aplicar dicho plan desde nuestra
adolescencia, lo que favorecerá la creación de un colchón económico que a lo
largo de nuestra vida laboral nos permita disponer de libertad de elección, ya sea
realizando otras tareas que nos satisfagan más o simplemente cambiando de
sector laboral. Ten siempre presente que si el dinero no está primero en tu
cabeza, no permanecerá en tus manos. No es prudente llegar a la jubilación sin
independencia económica porque no sabemos si el sistema público de pensiones
será viable en el futuro, ni si dicho subsidio podrá satisfacer nuestras
necesidades. «Cuando me jubile, la Seguridad Social y papá Estado me
asegurarán una paga digna», se repite la gente. Ésa es una creencia ilusoria y
poco informada. Cuando se instauraron las pensiones de jubilación, la vida
media de la población oscilaba entre los 63 y los 67 años; ahora, con el
progresivo aumento de la esperanza de vida (83,5 años en España según datos
del INE de 2018), cobramos las pensiones durante muchos más años, con la
consiguiente devaluación y pérdida del poder adquisitivo. Además, el pago se
fundamenta en los sistemas piramidales de Ponzi. No aportamos nuestras
cotizaciones a una hucha personal, sino que con nuestros impuestos financiamos
a los ya jubilados. Y sabemos que muchas estafas financieras se han basado en
esos sistemas piramidales que, al final, cuando hay más receptores de subsidios o
intereses que cotizantes o inversores nuevos, se derrumban. Las pensiones solo
redistribuyen la riqueza, la transmiten de algunas personas que han ahorrado y
participado de forma activa en el enriquecimiento del país (trabajando,
generando empleo, capitalizando a las empresas y pagando impuestos por su
atesoramiento) a aquellos que no han querido, no han sabido o no han podido
ahorrar y que a lo largo de sus vidas han dedicado su tiempo y su esfuerzo
exclusivamente al consumo. No estoy diciendo que no sean necesarias las
pensiones. De hecho, hay gente que ha llevado una vida de esfuerzo y
privaciones y que, a pesar de ello, ha acabado empobrecida y con escaso poder
de compra. Es triste, pero en esos casos el problema suele ser que nadie les ha
enseñado a invertir sus ahorros. «Dale un pez a un hombre y comerá un día,
enséñale a pescar y comerá toda su vida», reza un proverbio chino.
«Curioso personaje», pensaba Alicia, entre sorprendida e incrédula.
—Un ladrón inteligente debería llevarse los libros del magnate al que está
robando, y no sus joyas. Robar las ideas que han enriquecido a su víctima, ésa es
la clave. La mayoría se acerca a mí para pedirme trabajo o un préstamo
económico. Son contados los que me preguntan cómo he conseguido mi riqueza.
—Pero organizar y llevar a buen puerto un negocio, por muchas buenas ideas
que tengamos, debe de ser muy difícil.
—Empieza con pequeñas inversiones, pero susténtalas en grandes ideas. «No
sueñes sueños pequeños —decía Goethe—, porque los sueños pequeños no
tienen el poder de mover los corazones de los hombres». Si diseñas un negocio
con ideas y servicios útiles a los demás, tendrás más posibilidades de triunfar
que si solo emprendes tu proyecto por afán de riqueza. Tienes que creer en lo
que haces y disfrutar con ello. Dedícate a las actividades que te apasionen y no a
aquellas que creas que la sociedad te demanda. Trabajar en algo que te desagrade
es fuente de desdichas. Tus empresas deben nacer con vocación de servicio. El
éxito llegará con un poco de disciplina y de paciencia. Es importante que tu
mente esté preparada para pensar en grande. Debes ser optimista y positiva.
También es aconsejable verbalizar y escribir tus objetivos marcando unos plazos
razonables de consecución. La gente que transcribe sus ambiciones sobre un
papel aumenta las probabilidades de conseguirlas. Hay que plantearse grandes
metas, pero hay que alcanzarlas paso a paso, como afirma Luis Rojas Marcos:
«Las pequeñas pero frecuentes conquistas nos deparan más alegrías que los
grandes logros esporádicos». Y recuerda que cuanto más necesites el dinero, más
huidizo será; no lo persigas y acudirá a ti.
Su compañero de tertulia besó las sonrosadas mejillas de Alicia, le entregó un
sobre y, sin más dilación, se alejó sin despedirse.
Permanecía sola, desamparada, en la gran sala, delante del mural.
Sorprendentemente, ya no le parecía tan bonita la mansión. Abrió la carta,
pensando si volvería a ver a ese señor tan inteligente y agradable, del cual no
sabía ni su nombre, y leyó…

«Los ricos trabajan para aprender, no para ganar dinero, y aprenden a
gestionar el riesgo, no a evitarlo».

Cuídate, Alicia.
Tu siempre amigo,
Robert Kiyosaki

Ahora conocía el nombre de ese locuaz y amable señor de rasgos asiáticos,
pero… ¿cómo sabía él que se llamaba Alicia? No recordaba habérselo dicho.

El anciano de larga barba blanca

«La felicidad humana no es producto tanto
de grandes golpes de buena suerte que rara vez ocurren, sino
de las pequeñas ventajas que tienen lugar todos los días».

Benjamin Franklin (1706-1790)
Político, científico e inventor estadounidense.

nada.
D esorientada en un lugar extraño y singular, no sabía qué ruta tomar.
Nadie con quien hablar. Todos los caminos parecían conducir a la

Por fin vislumbró una luz que centelleaba en la lejanía. Miró el rótulo
luminoso: «9 de marzo de 2009». Estaba ensimismada, absorta en sus
nostálgicos pensamientos, cuando vio a un hombre anciano de larga barba blanca
que, con la ayuda de un palo, escribía en el suelo, sobre la arena. Le pareció que,
como en los cuentos, sería el sabio de la historia y se acercó con afán de
preguntar por la salida, pero el amable personaje se le anticipó.
—Buenos días, me llamo Jason. Robert me dijo que vendrías a verme.
—Adivino por tu semblante que estás triste.
—Mis padres se han arruinado, he tenido que cambiar de residencia y de
colegio, estoy perdida en Wall Street…, tengo muy mala suerte.
—Estás soportando un período de cambios en tu vida y no siempre es fácil
adaptarse a ellos, pero no estés tan segura de que esas circunstancias impliquen,
necesariamente, que tengas mala suerte. Eso solo lo podrás valorar con
objetividad con la perspectiva del paso del tiempo. Te contaré una historia
verídica —prosiguió Jason—. Le sucedió a uno de mis clientes: un día se inundó
completamente su vivienda como consecuencia de la rotura de una tubería del
piso superior. ¡Qué mala suerte! Se pasó todo el período vacacional
acondicionando su casa. Durante las obras, levantando un saco de yeso, en su
afán por ayudar a los operarios, se produjo un esguince en el costado que le
provocaba fuertes dolores. ¡Qué mala suerte! Su médico le solicitó una
radiografía de tórax para descartar una fractura costal. Cuál fue su sorpresa
cuando el galeno le descubrió un pequeño nódulo pulmonar que resultó ser un
cáncer de pulmón. Afortunadamente, se pudo extraer en su totalidad y no había
metástasis; si se hubiera retrasado su diagnóstico tan solo unos meses, habría
resultado mortal de necesidad, pues se trataba de un tumor muy agresivo. La
mala suerte le había salvado la vida.
«Quizá tenga razón el anciano», pensó Alicia sobrecogida, «tal vez mi mala
suerte de hoy sea el inicio de la buena suerte de mañana».
—La vida no siempre nos da lo que le pedimos, pero sí nos recompensa con
lo que necesitamos. Tus padres se recuperarán de sus pérdidas económicas y
triunfarán, ¡ya lo verás! Los emprendedores siempre resurgen (si cabe, con más
fuerza) de las caídas. Cometer errores no es malo (hasta cierto punto es
necesario), es una forma de aprender, aunque, eso sí, debemos procurar no
tropezar siempre en los mismos obstáculos. «Rectificar es de sabios, pero tener
que hacerlo todos los días es de necios». No te lamentes de tu «mala suerte»,
eres una persona afortunada, tienes salud y una familia que te quiere: esas son
tus pelotas de golf.
—¿Cómo dice?
Jason abrazó una pecera de límpido cristal. Su traslúcida forma panzuda
magnificó las arrugas del rostro del anciano. Extrajo de una bolsa un montón de
pelotas de golf y las vació en el recipiente hasta que no pudo contener más. Le
preguntó a la niña si creía que la pecera estaba llena. Alicia asintió y permaneció
expectante.
—Bien —continuó Jason—, prosigamos con el experimento —dijo volcando
un frasco repleto de canicas multicolores. Como puedes comprobar, las canicas
han ocupado los espacios vacíos existentes entre las pelotas de golf.
—Así es —aceptó Alicia—, pero la pregunta tenía trampa.
—¿Qué opinas ahora? ¿Cabe algo más?
—Parece que no —respondió dubitativamente.
Jason decantó en la pecera una caja de arena; los pequeños granos de sílice
ocuparon por completo los resquicios llenos de aire.
—¡Vale! De acuerdo, no estaba totalmente llena —confirmó Alicia,
adelantándose a la previsible puntualización de Jason—. Lo reconozco, me he
equivocado de nuevo, pero admita que me está tomando el pelo.
—No te enfades y contéstame: ¿está llena?
Alicia la agarró con gesto enérgico y empezó a zarandearla con la fuerza
necesaria para aposentar y compactar la arena, cuyo nivel descendió unos
centímetros. Inmediatamente depositó más arena hasta colmar el borde de cristal.
—¡Ahora sí! Certifico que está completamente abarrotada…, atiborrada…,
repleta…, rebosante… —afirmó, haciendo hincapié en cada adjetivo y
empleando un cierto tono recriminatorio.
Jason levantó una taza de café y la derramó, impregnando la arena con el
oscuro líquido.
—Eso no vale —protestó Alicia.
—Esta frágil pecera simboliza la vida:
Las pelotas de golf son los valores realmente transcendentales: la familia, la
salud, los amigos, el amor…, bienes que, aun careciendo de todo lo demás,
llenan y dan sentido a nuestra vida.
Las canicas tienen menos importancia: representan las posesiones materiales,
el trabajo, el dinero…
La arena alude a las cosas más triviales: las preocupaciones diarias, las
rencillas, la envidia, el egoísmo, los problemas banales…
¿Qué crees que sucedería si invirtiéramos el orden de llenado y depositáramos
primero la arena?
—Evidentemente, no habría espacio para las canicas ni para las pelotas de
golf.
—Así es. La moraleja es que, si malgastamos nuestra energía y nuestro
tiempo en las tonterías de los pequeños problemas diarios, si nos enfadamos por
un pequeño gesto, por un comentario poco acertado, por un olvido, por unas
desafortunadas palabras… nos perderemos los bienes auténticamente valiosos,
no habrá espacio para ellos en nuestras vidas. Establece con sentido común tus
prioridades y ocúpate de los valores que realmente importan: llena tu vida de
pelotas de golf, el resto es solo arena.
—¿Y el café?
El anciano esbozó una amplia sonrisa.
—Estaba esperando esa pregunta como agua de mayo. El café nos avisa de
que, aunque estemos muy ocupados, siempre deberíamos hacer un hueco para
poder tomar una taza con un amigo.
—Cuando le vi, estaba escribiendo en el suelo. ¿De qué se trataba? —se
atrevió a preguntar sin poder contener su natural curiosidad.
—El genial científico renacentista Galileo Galilei dijo: «El nombre de los que
te han ayudado y favorecido debes grabarlo en bronce; y el de aquellos que te
han perjudicado y ofendido debes escribirlo en el aire». Yo lo hago en la arena,
es más fácil. El rencor causa más daño a quien lo padece que a quien lo ha
provocado. Intenta perdonar las ofensas recibidas. Nada hace más fuerte a
nuestro enemigo que nuestro odio y nada le debilita más que nuestra
indiferencia. Ten presente la cita de Oscar Wilde: «Perdona siempre a tu
enemigo. No hay nada que le enfurezca más».
Pensó en el consejo de sus progenitores: olvidar nunca, perdonar siempre.
—¿Cómo puedo salir de Wall Street?
Jason abrió un libro y leyó:

—¿Podrías decirme, por favor, qué camino he de tomar para salir
de aquí?
—Depende mucho del punto adonde quieras ir —comentó el Gato.
—Me da casi igual dónde —dijo Alicia.
—Entonces no importa qué camino sigas —dijo el Gato.
—…siempre que llegue a alguna parte —añadió Alicia, a modo de
explicación.
—¡Ah!, seguro que lo consigues —dijo el Gato—, si andas lo
suficiente.

—¡Pero si es Alicia en el país de las maravillas!
—No tengas excesiva prisa en regresar a tu casa. Aquí aprenderás a invertir
con éxito, pero para ello es imprescindible que seas humilde y paciente; la
prepotencia y las prisas son siempre malas consejeras. También deberás ser
discreta; ten presente que tus amigos tienen otros amigos, que a su vez tienen
más amigos; así que no divulgues nada que pueda perjudicarte a ti o a otras
personas. Tampoco tomes nunca tus decisiones influenciada por los rumores o
por noticias no confirmadas. Cuando hables mal de alguien, asegúrate de que
esté presente para poder defenderse. En su ausencia, antes de airear tus críticas,
pásalas por el triple filtro atribuido a Séneca. Hazte siempre tres preguntas:
¿estoy segura de que es verdad lo que voy a decir?, ¿es necesario que lo cuente?,
¿es útil y beneficioso para alguien? Si tan solo una de esas tres preguntas se
contesta con un «¡no!», es mejor que guardes silencio.
Un tañido de campanas sonó lejano. Meditó, un tanto agobiada. Finalmente
concluyó que Jason era una máquina de ofrecer consejos. Jamás hubiera
imaginado recibir tantos tan variopintos y encajarlos en tan corto espacio de
tiempo. Estaba decidida a no hacer demasiadas preguntas; la última que había
formulado mereció por respuesta una sarta de recomendaciones que, como
mínimo, de cumplirlas, la convertirían en una beata.
—¿Para qué crees que sirve el dinero?
Se atrevió a contestar diciendo que para poder comprar cosas y cancelar las
deudas.
—La mayoría de la gente —continuó el anciano— piensa que comprar
muchas cosas, como tú dices, les hará felices. Están convencidos de que poseer
un aparato de televisión o un coche nuevo les va a reportar muchas alegrías, pero
no suele ser así. Las personas son más felices anticipando la compra, pensando
en la futura adquisición, que cuando realmente la tienen ya en su poder. Cuando
ya disponen del flamante vehículo y lo han enseñado a todos sus amigos y
familiares, éste empieza a perder atractivo, les parece aburrido y se fijan en el
nuevo modelo de su vecino. Es la expectativa de comprar el coche, más que su
propia posesión, lo que nos genera felicidad.
Alicia evocó que el entusiasmo de su padre por el Cadillac duró apenas lo que
tardó en desaparecer el aroma a cuero nuevo.
—¿Crees que, si no pudieran presumir ante los demás de su lujoso deportivo,
con lo que ello representa de éxito social, lo cambiarían tan a menudo? Si
vivieras en un barrio en el que fueras una completa desconocida, ¿te haría tanta
ilusión estrenar tu carísimo todoterreno? El hombre tiende a crearse nuevas
necesidades y retos permanentemente, algunos más loables y justificados que
otros; una vez obtenido, el objetivo pierde todo el interés. Así pues, el ser más o
menos ricos no nos proporcionará la felicidad; para ser dichosos necesitamos un
aumento de riqueza continuado. Cuando hemos ganado un millón, durante un
tiempo relativamente corto nos sentimos bien, pero luego nos adaptamos a ese
nivel de riqueza y precisamos ganar otro millón para obtener el mismo nivel de
felicidad. Además, hay que considerar que no es lo mismo tener un millón
partiendo de la nada que habiendo poseído dos y perdido uno. ¿Quién crees que
se sentiría mejor?
La pregunta quedó en el aire; Alicia no la contestó por obvia.
—En la búsqueda, en el camino, en la expectativa, y no en el destino final,
está la felicidad. Según Eduardo Punset: «La felicidad está escondida en la sala
de espera de la felicidad». La felicidad es un viaje, no es un destino; disfruta del
camino porque el final siempre es incierto.
Profirió un pausado y profundo suspiro de resignación. Quizá era feliz y no lo
sabía, fueron los pensamientos que fugazmente acudieron a consolarla.
—Con demasiada frecuencia utilizamos el dinero esperando alcanzar metas
que nada tienen que ver con las finanzas. Tratamos de comprar sentimientos
como el amor, la autoestima, el reconocimiento, la felicidad (entre otros), y
erramos al intentar lo imposible. Todo el mundo quiere más y más riqueza. La
gran mayoría, al ser interrogada por sus ingresos, nos contesta que necesitaría el
doble, como mínimo, para vivir bien; pero, curiosamente, se ha comprobado que
al doblarse el sueldo también se duplican las necesidades. Un periodista le
preguntó a John D. Rockefeller, por entonces el hombre más rico del mundo,
cuánto dinero era suficiente para él, y el magnate contestó con un lacónico:
«Solo un poquito más». Ya lo decía Séneca: «Nada es suficiente para el hombre
al que suficiente le parece demasiado poco».
Pensó que Séneca debía de ser un personaje muy listo cuando todo el mundo
lo nombraba tanto.
—El neurobiólogo Semir Zeki asegura que el cerebro tiende a crear —
condicionado por los medios audiovisuales— unos modelos abstractos casi
perfectos —de la pareja, el trabajo, la casa o el coche ideales—; esas
idealizaciones nos hacen sentirnos insatisfechos con nuestras posesiones y con la
trivialidad de nuestra vida cotidiana. Nada nos parece suficiente, ni
suficientemente bueno.
«Solo un poquito más, solo un poquito mejor», pensó Alicia.
—¿Crees que es mejor ser cabeza de ratón o cola de león? —preguntó el
anciano.
—Si puedo elegir, ni lo uno ni lo otro, lo mejor es ser cabeza de león.
—Veo que eres orgullosa y ambiciosa, eso está muy bien. «Si nos bastase ser
felices, la cosa sería facilísima; pero nosotros queremos ser más felices que los
demás, y esto es casi siempre imposible, porque creemos que los demás son
bastante más felices de lo que son en realidad». Tenía razón Montesquieu,
nuestro nivel de felicidad depende de lo que consideremos que tienen nuestros
vecinos o colegas de profesión. Estudios científicos han demostrado que,
curiosamente, la gente prefiere cobrar 60.000 dólares cuando sus compañeros de
trabajo de la misma categoría profesional están ganando 50.000, que percibir un
aumento de sueldo y recibir 70.000, si eso conlleva que los otros obtengan
80.000. Nuestra felicidad depende de cómo evaluemos la felicidad del prójimo,
¡craso error! Supongamos que eres una prestigiosa abogada y que ingresas en tu
cuenta corriente la no despreciable suma de un millón de dólares anuales. Vives
en tu barrio de toda la vida, donde naciste. Todos te admiran y respetan, pero, a
pesar de ello, tú te consideras cabeza de ratón y decides trasladar tu domicilio a
un lujoso complejo residencial de Nueva York. Una vez instalada en tu nueva
vivienda, te das cuenta de que los vecinos y la gente del club deportivo local, en
general, te tratan con desprecio. Eres la que menos ingresos recibe y, aunque
dispones de las mismas retribuciones que antes, en comparación con el poder
adquisitivo de tus actuales vecinos, eres pobre. Te has convertido en cola de león
y, sin duda, al no ser bien aceptada por la comunidad, te vas a sentir menos feliz.
Pero si te sirve de consuelo, esos mismos ricos que te rechazan se sienten, a su
vez, como cabeza de ratón, ya que tampoco pueden dejar de compararse con
otras personas (artistas de cine, empresarios, dueños de multinacionales…)
mucho más poderosos que ellos; ciertamente, aun siendo mucho más pudientes
que tú, no serán más felices que la gente trabajadora de tu barrio natal. El dinero
suele acrecentar y multiplicar nuestros defectos y es muy difícil resignarse con
poco, pero totalmente imposible conformarse con mucho. Todos quieren más y
más, y total ¿para qué? Las cosas o los acontecimientos que nos proporcionan
felicidad suelen costar muy poco. No presumas ante los más ricos que tú, pues te
despreciarán; y tampoco lo hagas con los más pobres, pues con ello no
conseguirás más que envidia y odio. La ostentación solo conduce al rechazo,
nunca a la admiración.
—¿Usted es rico?
—Mucho, pero no por lo que tengo, sino por lo mucho que no necesito. Soy
muy rico, rico en tiempo, tiempo para caminar, para leer, para conversar con los
amigos, para pasear por el campo, y eso no es costoso. En cambio, hay gente que
para poder presumir de la mansión que has visto tiene que empeñar todo el
tiempo de su vida, dejándose incluso la salud por el camino. Para ser feliz hay
que desear solo lo que es necesario y después amar lo que se desea. Sé humilde y
sencilla a lo largo de tu vida, pues como mencionaba Pearl S. Buck: «Muchas
personas se pierden las pequeñas alegrías mientras aguardan la gran felicidad».
¿Por qué no dejamos de perseguir insistentemente la felicidad y nos dedicamos
simplemente a ser felices? En palabras de Fernando Savater: «El secreto de la
felicidad es tener gustos sencillos y una mente compleja. El problema es que a
menudo la mente es sencilla y los gustos complejos».
Alicia trató de imaginarse cómo era su propio intelecto. Jason guardó un
respetuoso silencio. La sublime melodía de un violonchelo exquisitamente
acariciado pareció envolverlo todo, elevándose al cielo hasta convertir sus penas
en fino polvo estelar. Para ambos fueron unos minutos de indescriptible
felicidad.
—¡Qué música! Me ha colmado de paz —dijo Alicia, un tanto incómoda ante
tanta belleza.
—Es el Benedictus de Karl Jenkins, compuesto para enaltecer la paz.
—¿Y tú? ¿Eres rica? —le preguntó Jason, retornándola a la cruda realidad.
—¿Yo?… Pero si soy una niña.
—Precisamente por eso eres inmensamente rica. No hay nadie en Wall Street
que atesore tanta riqueza como tú.
—Usted me toma el pelo.
—En absoluto. Eres dueña del mayor de los tesoros: ¡la juventud! Conocerás
al hombre más rico del mundo, tiene 79 años. ¿Serías capaz de entregarle tu
lozanía a cambio de su dinero? Nacemos desnudos, sin riquezas materiales, pero
venimos a la vida inmensamente ricos, todo el tiempo del mundo nos pertenece.
Nuestra felicidad dependerá del buen uso que hagamos de él en nuestro fugaz
periplo por el planeta.
Escuchaba con atención. Nadie hasta ahora le había desvelado esos
conceptos. Sin saber cómo, se puso a pensar en la gente que mataba el tiempo
viendo inútiles y denigrantes programas de televisión. ¡Qué manera más tonta de
empobrecerse!
—Uno de nuestros mayores tesoros es el tiempo —continuó Jason—. Procura
evitar la conversación insulsa, el hablar por hablar, las relaciones personales que
no aporten nada y elude a los ladrones de tiempo; proliferan por doquier y
absorben toda tu energía. Rehúyelos, no quedes atrapada en sus malignas redes
de lo inútil. Cuando tengas necesidad de hablar, asegúrate, antes de hacerlo, de
que tus palabras mejoren tu silencio.
«¡Ladrones de tiempo!», se repitió Alicia, tratando de interiorizar el concepto.
—Para ganar dinero —añadió Jason— la mayoría de las personas gastan
buena parte de su tiempo con la esperanza de poder comprar con el sueldo
ganado, a su vez, algo de tiempo y de ocio; es un círculo vicioso. «Tu tiempo es
tu mayor riqueza —dice Raimon Samsó— y no deberías venderlo sino
invertirlo».
«Vender nuestro tiempo a cambio de dinero para adquirir tiempo», se repitió
Alicia, con la esperanza de entenderlo.
—La gente más productiva es la que sabe administrar con más eficacia su
tiempo y también suele ser la que disfruta de más horas de ocio. El tiempo es un
recurso limitado, su correcta gestión nos permitirá disponer del suficiente para
desarrollar nuestras aficiones.
—¿Y cuál es el secreto del éxito?
—Para obtenerlo es imprescindible trabajar en lo que te satisfaga. Te
contestaré con palabras de Kiyosaki: «La clave para el éxito es soñar a lo grande,
pensar a largo plazo, obtener logros modestos de manera cotidiana y dar
pequeños pasitos».
—¡Kiyosaki! ¡Mi amigo! —dijo evocando su reciente encuentro.
—«La sabiduría suprema es tener sueños lo bastante grandes para no
perderlos de vista mientras los persigues».
—¿Y eso quién lo dijo?
—Son palabras del poeta William Faulkner.
Alicia era una gran lectora, pero desconocía a ese autor. Trató de memorizar
el nombre.
—En muchos libros de autoayuda se hace referencia a un proceso
fundamental que conduce al éxito: ser – hacer – tener. Ese es el camino y en ese
orden. Primero tienes que ser: debes formarte como persona, tienes que
esforzarte en tu aprendizaje, saber cuál es tu camino y cómo recorrerlo. Luego
tienes que hacer: hay que ponerse manos a la obra y actuar con ímpetu, energía y
dedicación, creando y buscando las circunstancias más adecuadas para atraer la
«buena suerte». Finalmente, y siempre en último lugar, los pasos anteriores te
conducirán al tener. Ese tener no incluye únicamente cosas materiales sino
también riqueza espiritual. La gente, con demasiada frecuencia, siguiendo la
cultura actual del mínimo esfuerzo y llevada por la sociedad consumista, invierte
los términos y sigue la senda del tener – hacer – ser. Craso error.
—Necesitaremos muchos conocimientos para triunfar —puntualizó Alicia.
—Por supuesto, pero no lo contemples desde la perspectiva meramente
académica. En el colegio te formarán para que tengas mucha aptitud, allí te
atiborrarán de información, de datos, de fórmulas…, pero es la actitud que
tenemos ante los demás y ante la vida lo que, en mayor medida, determinará que
tengamos más o menos éxito. Es nuestra inteligencia emocional y,
desgraciadamente, en las universidades no nos enseñan a desarrollarla.
Resumiendo: «El triunfo, como persona, dependerá más de tu actitud que de tu
aptitud». En las escuelas nos programan para no cometer errores, olvidando que
las equivocaciones forman parte del proceso de aprendizaje y del camino hacia
el éxito. Los errores son necesarios; si solo caminamos por senderos marcados y
trillados evitaremos las molestas caídas, pero no descubriremos nuevos parajes.
Fue Winston Churchill quien dijo que el éxito consiste en ir de fracaso en
fracaso sin perder entusiasmo.
Jason se detuvo unos instantes para deleitarse con el gorjeo de los pájaros,
especialmente cantarines aquella mañana.
—En un viaje que realicé por España —prosiguió Jason con parsimonia—
tuve la fortuna de conocer a un magnífico pintor catalán, Jordi Bernaus.
Caminaba por el distinguido paseo de Gracia de Barcelona cuando quedé
cautivado por un bodegón suyo, expuesto en un lugar preferente del escaparate
de una elegante galería de arte. Me dijeron que estaba adquirido y que a duras
penas recibían un Bernaus cada mes, vendiéndose habitualmente a las pocas
horas de llegar a la galería. Averigüé la dirección de su estudio y aquella misma
tarde me atendió con una cortesía y discreción propias de una persona muy culta.
Le pregunté por qué no reunía los suficientes cuadros como para hacer una
exposición y por qué no promocionaba su excepcional obra. Me contó su
historia. Brevemente te diré que había sido empresario y que, abrumado por el
estrés, abandonó todos sus negocios para hacer lo que verdaderamente le
apasionaba, pintar cuadros. No necesitaba fama ni dinero, ya que podía vivir
dignamente de su pintura. El prestigio y los honores le habrían supuesto recibir
presiones de los marchantes y galeristas para que pintara más y más cuadros,
para llenar las exposiciones. En definitiva, no deseaba que nadie le acosara ni le
robara su tiempo y precisaba mucho para emplearlo en lo que más le relajaba…
¡pintar! Un día me aseguró que aunque fuera multimillonario seguiría pintando;
por lo tanto, si ya era lo que hacía ahora, ¿para qué complicarse la vida
preparando exhibiciones, con la consiguiente pérdida de tiempo y los problemas
que ello le produciría? ¿Para qué exponer? ¿Para acrecentar su vanidad? ¿Para
ganar más dinero que no necesitaba? Bernaus me enseñó más sobre la felicidad
que nos aporta hacer lo que realmente queremos en la vida, que las decenas de
libros que he leído sobre el tema. Durante casi un año no entregó ningún cuadro
a la galería… Hoy tengo la fortuna de disfrutar de seis de sus mejores pinturas.
—¿Vive todavía el pintor? —preguntó Alicia, intentando modular su voz
entrecortada.
—Para siempre…, en sus lienzos, en mi corazón y en el de todos aquellos que
lo conocieron. Su generosidad llegó hasta el extremo de donar su cuerpo a la
ciencia para que los estudiantes de medicina pudieran hacer prácticas de
disección.
—Yo procuro no pensar en la muerte, me asusta.
—No debemos temer a la muerte. Cuando ésta nos encuentre ya no estaremos
para recibirla. Lo más importante es que, en la medida de tus posibilidades, te
esfuerces en que la muerte te encuentre lo más viva posible. Al respecto, si el
genio de la lámpara de Aladino te concediera un deseo, ¿qué le pedirías?
—Umm…, así, a bote pronto, tal vez sabiduría.
—No está mal tu elección. Charlie Munger le exigiría conocer dónde iba a
morir.
—¿Y eso?
—Simple y llanamente, para no volver a pisar ese sitio de por vida.
—Genial.
—Pero dejémonos de tristezas y acompáñame a comprar el periódico.
Alicia se emocionó… Jason derramó unas lágrimas. Caminaron en silencio
apenas unos cinco minutos. Tomó un ejemplar del Wall Street Journal y entregó
un billete de cinco dólares. El vendedor le devolvió el cambio con desgana y un
gesto un tanto descortés, a pesar de lo cual Jason se despidió con una gran
sonrisa y le dio las gracias.
—Casi todos los días, desde hace más de un año, compro la prensa en esta
librería. Con los años tendemos a convertirnos en personas de rutinas y
costumbres fijas.
—Es muy antipático. ¿Por qué no recoge el periódico en otra tienda?
—Sí, tienes razón, no es muy educado, pero no puedo permitir que nadie
decida por mí dónde he de comprarlo. Además, es un reto personal conseguir
que algún día me lo entregue con amabilidad.
—Si le trata tan mal, ¿por qué le sonríe?
—¿Por qué tendría que dejar de sonreírle? ¿Por qué he de consentir que ese
señor, con su actitud poco amistosa, condicione cuál ha de ser mi
comportamiento? Quien no sabe sonreír es quien más necesita que le sonrían. Si
tratas a una persona tal cual es, seguirá siendo y comportándose de la misma
manera; en cambio, si la tratas como quieres que en realidad sea, alabando y
exagerando sus «virtudes», conseguirás que, inconscientemente, haga un
esfuerzo por mejorar y, sin duda, se hará mejor persona. En ese sentido hay que
mencionar a Amado Nervo: «Una de las mejores maneras de corregir ciertos
defectos es atribuir ostensiblemente, a quienes los tienen, las virtudes
contrarias».
—En cualquier caso, no me negará que ese vendedor tiene muy mal genio —
insistió Alicia.
—A propósito: «El mal genio es el que nos mete en líos; el orgullo es el que
nos mantiene en ellos».
Alicia repasó mentalmente las personas díscolas y groseras que conocía.
—Sé que peco de ingenuo, pero siempre he necesitado creer que todo el
mundo es bueno para poder conservar la fe en mí mismo. Las personas solo
suelen comportarse mal cuando se sienten amenazadas. El problema es que, en
nuestra sociedad de las prisas, de la competitividad, del materialismo, todo nos
parecen «permanentes amenazas». Nos sentimos presionados, tememos perder,
entre otras cosas, nuestras amistades, nuestro puesto de trabajo, nuestro estatus
social, nuestro poder adquisitivo. Permanecemos, en consecuencia, a la
defensiva, como si estuviéramos rodeados de peligros y de enemigos. Nos
encerramos en nosotros mismos, conviviendo con nuestros miedos, solo nos
preocupamos de nuestro propio bienestar y ese es el camino más seguro hacia la
infelicidad. No deberíamos olvidar que dar a los demás, entregarnos al prójimo,
es una fuente inagotable de bienestar. Dar para recibir, esa es la clave. Si nos
planteáramos las preguntas realmente importantes, las que versan sobre el amor,
la entrega, la espiritualidad, el trabajo bien hecho…, seríamos mejores personas
y, también, más felices.
—Sí, tiene razón, quizá deberíamos dar más oportunidades a los demás, pero
en mi clase hay niños que son insoportables.
—Un vecino tenía la mala costumbre de aparcar su coche de forma
desconsiderada, invadiendo habitualmente los límites de mi plaza de
aparcamiento —continuó Jason—. Decidí hacer un experimento: cuantos más
centímetros me robaba, más espacio le dejaba, apartándome de la línea divisoria.
¿Sabes lo que ocurrió en los siguientes meses? Pues como yo había previsto,
empezó a estacionar correctamente su vehículo. Si yo le hubiera recriminado, en
un primer momento, su conducta incívica, si lo hubiera tratado como un
aprovechado y maleducado, seguramente habría persistido en su actitud
descortés, habría seguido haciendo el papel de malo que yo le había asignado. Le
di la oportunidad de rectificar y lo hizo.
Pensó en algunos de sus compañeros de clase más antipáticos y se arrepintió
de no haber sido más comprensiva y condescendiente con ellos.
—Si quieres conocer qué clase de persona es tu vecino —prosiguió Jason—
tienes que fijarte en cómo ubica su vehículo. Si lo hace correctamente, puede ser
una mala persona que esté adoptando una falsa actitud de cortesía; pero si lo deja
mal, de cualquier manera, molestando deliberadamente a los demás, seguro que
no es digno de tu confianza.
Alicia leyó involuntariamente el titular del periódico: «La bolsa se hunde.
Colapso financiero».
—Todos tendemos a definirnos como buenos padres de familia, como
inversores inteligentes, como buenos trabajadores, todos en general nos
consideramos excelentes en casi todo y, naturalmente, siempre mejores que los
demás; pero son los hechos y no el lenguaje lo que nos diferencia del resto de la
gente. Solo una minoría es consecuente con sus palabras y lleva a buen término
sus intenciones, y es que es más difícil cumplir un buen propósito que leer
decenas de libros de autoayuda con miles de citas y aforismos repletos de buenas
intenciones. Debemos ser humildes y pensar que «no seremos recordados por
nuestras palabras sino por nuestros actos».
—¡Qué cita más bonita! ¿Quién la dijo? —interpeló Alicia.
—Eso no importa, las palabras hermosas y útiles no deberían tener dueño.
Observó con preocupación que a Jason le temblaban las manos. «Debe de ser
muy mayor», pensó algo incómoda. Jason se percató de la escrutadora mirada.
—Envejecer no es malo, siempre que pongamos más vida a los años que años
a la vida.
Sacó un mazo de cartas de póquer y, con un hábil gesto, formó un elegante
abanico de naipes. La niña tomó uno y, tras memorizarlo, lo devolvió al montón.
El temblor del anciano desapareció milagrosamente. Con arte de prestidigitador,
manejaba las cartas, las volteaba y mezclaba en el aire, valiéndose de perfectas
maniobras, estratégicamente concebidas y ejecutadas, para despistar a su
«víctima».
«Imposible localizarla, está totalmente perdida», pensó convencida.
Finalmente apareció, en un apoteósico clímax, orgullosa, girada hacia arriba,
destacando sobre los uniformes y monocromos dorsos de sus compañeras. La
altiva dama de diamantes. ¡La carta elegida!
—¡Uf! ¡Por poco! Menos mal que no ha salido la malvada reina de corazones
—dijo el mago, rememorando a Lewis Carroll.
—¿Cómo lo has logrado?
—Es magia —sentenció Jason.
—Sus manos son más rápidas que mis ojos. No he visto el truco.
—No es un truco, es ilusionismo. La magia, como tal, sí existe, solo hay que
creer en ella. Los movimientos de mis manos son infinitamente más lentos que
tu vista; yo no confundo a tus ojos, engaño a tu cerebro. Consigo, con mis
artimañas, que veas solo lo que yo quiera. Tu cerebro filtra y reinterpreta la
información remitida por tu retina; él es el responsable último de tu enredo.
Cuando acudas a una empresa y admires sus lujosas oficinas e instalaciones,
pensarás necesariamente que allí trabajan solo excelentes profesionales. Pero esa
suntuosa entidad puede no ser más que una farsa y sus empleados ser unos
ineptos o unos estafadores. No te fíes únicamente del aspecto externo de las
personas y de las cosas. «El hábito no hace al monje». El mejor inversor de
todos los tiempos, siendo ya multimillonario, presumía de llevar trajes baratos y
de pasear con agujeros en la suela de sus zapatos.
—¿Quiere decir que con la misma facilidad con la que nos engaña el mago
nos puede engatusar un asesor financiero?
—Así es. De inicio sabemos que el prestidigitador nos va a hacer trampas y
permanecemos a la defensiva. En cambio, con el corredor de seguros o de
inversiones (ya sea por desconocimiento o por comodidad) ni tan siquiera nos
cuestionamos su eficiencia y honradez. Los timadores y embaucadores, los
vendedores de humo y de ilusiones tienen la rara habilidad de ofrecernos
negocios increíbles y oportunidades inverosímiles, y lo hacen con una gracia
cegadora, consiguiendo que nos parezcan creíbles y verosímiles; pero no olvides
que, si parece demasiado bueno para ser cierto, es que no es cierto. A lo largo de
tu vida siempre debes corroborar aquellas informaciones que te ofrezcan como
fiables y verdaderas. Debes decir siempre la verdad, sé sincera contigo misma y
con los demás, no te autoengañes, conócete, acéptate e intenta mejorarte. Si te
has comportado mal, pide disculpas, pero hazlo correctamente; como expresaba
Randy Pausch, una buena disculpa tiene tres partes: «Lo siento…, fue culpa
mía…, ¿qué puedo hacer para remediarlo?». La gente olvida la tercera parte.
Jason mostró tres mandarinas y las lanzó, sorpresivamente, al aire. Alicia
trató de seguir sus trayectorias parabólicas, proyectadas, con destreza, en
centésimas de segundo. ¡Un anciano haciendo malabares! ¡Increíble!
—A los viejos nos gusta contar historias. Cuando mi hijo Luis cumplió doce
años, le enseñé, usando tan solo una mano, a mantener en el aire dos pelotas de
tenis. Lo logró en una tarde. Pocos meses después, lo encontré ensayando
insistentemente, sin conseguirlo, con tres pelotas. Le dije que no podría hacerlo.
Yo mismo, su profesor, lo había intentado en alguna ocasión, aunque reconozco
que con escasa convicción, sin éxito. Apenas dos días después, Luis mantenía las
tres bolas en el aire. Me sentí avergonzado. Aquella misma noche practiqué los
lanzamientos, decidido a alcanzar la gloria. Me agaché cien veces a recogerlas
del suelo, pero conseguí mi propósito tan solo una hora después. Luis me dio una
lección ejemplar. Si pensamos, de antemano, que fracasaremos, estaremos
irremisiblemente condenados a tener razón. Si crees que estás derrotado, lo estás.
Decisión, perseverancia y convicción en nuestras posibilidades son
fundamentales para obtener el éxito.
—Es muy instructiva su historia —añadió Alicia.
—Curiosamente, yo sigo manejando mejor las dos pelotas y mi vástago es
insuperable con tres. Es como si fuéramos siempre mejores con lo primero que
hemos aprendido. Así que procura instruirte y cultivarte en muchos ámbitos lo
más pronto posible; no hagas como muchos que siempre postergan sus deberes y
obligaciones, haraganeando y malgastando su preciado y limitado tiempo.
Alicia se enrocó defensivamente. Jason apreció el gesto de desagrado y trató
de retomar la situación contando un acertijo:
Y dijo la esfinge: « Se mueve a cuatro patas por la mañana,
camina erguido al mediodía y utiliza tres pies al atardecer. ¿Qué
cosa es? ».
Y Edipo respondió: « El hombre » .

El anciano irradiaba alegría, se le veía feliz.
—«No reímos porque seamos felices —dijo William James—, somos felices
porque reímos». Al despertarte, con independencia de los problemas que puedas
arrastrar, toma una decisión sabia y decide pasar el resto del día sonriendo. Esa
actitud atraerá felicidad. Cuando veas que en la bolsa nadie sonríe y todo el
mundo está apesadumbrado, tú sí debes hacerlo, y si las acciones que quieren
venderte son de calidad, sé misericordiosa, dales una pequeña alegría y
cómpraselas. Cuando unos años más tarde, todo el mundo esté contento y
compruebes, con incredulidad, que la gran mayoría quiere recuperar sus antiguas
acciones, socórrelos y devuélveselas cortésmente. La mejor manera de ganar
dinero en bolsa es siendo buena persona y haciendo favores a los demás
inversores.
Pensó que tal vez tuviera razón, sus padres siempre compraban cuando lo
hacía todo el mundo y solían vender cuando las noticias del mercado eran
pésimas, y hasta ahora les había ido muy mal con sus inversiones. El anciano le
ofreció un pequeño frasco de cristal. Lo tomó con cuidado y empezó a darle
vueltas.
—Sí, sé que piensas que está vacío y que no vale nada, pero a veces el
auténtico valor no está en las cosas mismas, como tales, sino en el valor que les
atribuimos. Los mejores regalos son siempre aquellos que no se pueden comprar
con dinero. Una niña le entregó a su padre una caja de cartón: «Es para ti, papá,
es un regalo de cumpleaños». Su padre, tras comprobar que estaba vacía, la
regañó: «Cariño, esto no es un obsequio, la caja no contiene nada», protestó
airadamente. «Pero papá, es un regalo muy bonito, la he llenado de besos para
ti».
Alicia se emocionó al tiempo que descubría una pequeña inscripción, apenas
legible: «Contiene cinco minutos».
—Cuando estés agotada de estudiar, cuando tengas la necesidad de gritarle a
alguien por su comportamiento, cuando pierdas tu autocontrol por el motivo que
sea, abre tu frasquito y relájate durante cinco minutos. Ese tiempo es tuyo, te
pertenece y no cuesta dinero. Luego, si te encuentras ya mejor, ciérralo y
volverás a disponer de cinco minutos de reserva solo para ti. Esos cinco minutos
de pausa son necesarios. Séneca decía: «Contra la ira, dilación».
Permaneció unos segundos absorta, contemplando su pequeño tesoro. Cuando
levantó de nuevo la mirada, Jason ya no estaba. Le hubiera gustado despedirse
del anciano de larga barba blanca.


Benjamin Graham

«Una operación de inversión es aquella que, después
de realizar un análisis exhaustivo, promete la seguridad
del principal y un adecuado rendimiento. Las operaciones
que no satisfacen estos requisitos son especulativas».

Benjamin Graham (1894 - 1976)
Economista, profesor e inversor
precursor del value investing.

M editaba sobre su encuentro con el anciano cuando unas voces la


condujeron a un gran patio porticado. Era un mercado ambulante,
con sus improvisadas y efímeras paradas. Los vendedores vociferaban
incansables.
—¡Compren, señoras y señores, compren! No dejen pasar esta oportunidad.
Descuentos de hasta el 40 %. Aprovéchense, todo a precios de saldo.
Estaba sorprendida. A pesar de las rebajas, nadie se acercaba a los tenderetes,
ni tan siquiera a mirar. En uno de los puestos de venta había un anuncio de una
de sus bebidas favoritas. Estaba sedienta, pero al aproximarse comprobó,
incrédula, que la señora vendía acciones de la compañía Coca-Cola y no sus
célebres refrescos.
—Niña… ¿no vas a comprar? Son precios de auténtica oportunidad.
—No, no compres, nadie adquiere acciones ahora —le previno un señor muy
encorbatado—, mañana serán más baratas.
Se acordó de Jason. Si nadie quiere invertir en acciones, quizás debería
hacerles un favor y comprar alguna. Dudó unos instantes y finalmente se alejó,
muerta de sed.
De una de las puertas laterales se oían vítores. Se acercó pensando que se
trataba de una fiesta. Al entrar se percató de que estaba en la gran sala de
contrataciones y que todo el mundo parecía contento.
—¿Te has fijado con qué alegría se cierran las sesiones en la bolsa de Nueva
York? —escuchó a sus espaldas.
—¿Siempre ocurre así?
—Así es, siempre, con independencia de si han concluido con beneficios o,
como hoy, con grandes pérdidas. Los corredores de bolsa invariablemente
ganan, debido a las comisiones que cobran por las transacciones de sus clientes.
Pensó que todo eso era un tanto extraño.
—Según los datos facilitados por la Oficina del Interventor del Estado de
Nueva York, aunque solo el 5 % de los ciudadanos de Nueva York trabaja en la
bolsa, el 24 % de los salarios de dicha megalópolis depende de Wall Street. Y
los brókeres de la Gran Manzana, miembros del NYSE, generan un beneficio de
unos 27.000 millones de dólares anuales (según datos de 2018). No te extrañe
que ellos y sus bancos de inversión estén siempre contentos. Si quieres hacerlos
rabiar, compra y mantén tus inversiones años y años, verás cómo se les hiela la
sonrisa. Por cierto, ¿has comprado muchas acciones en el mercadillo?
—Pero señor —contestó indignada—, yo solo tengo trece años, ¿por qué todo
el mundo se empeña en que compre acciones? Además, solo había gente
dispuesta a vender.
—Es una lástima, has dejado pasar una gran oportunidad pues están muy,
pero que muy baratas. Winston Churchill señalaba que «un optimista ve la
oportunidad en toda calamidad; un pesimista ve una calamidad en toda
oportunidad», y Buffett te dirá que una sencilla regla debe dictar tus
adquisiciones: «Tienes que ser temerosa cuando los demás son ambiciosos y
ambiciosa cuando los demás sean temerosos». No nos dejemos arrastrar por las
histerias de las multitudes, sino aprovecharnos de ellas, y siempre hay que tratar
de beneficiarse de la incertidumbre que suponen las malas noticias.
No entendía muy bien lo que le quería decir aquel caballero. Condensaba
tantos conceptos en tan pocas palabras que era incapaz de comprender con
precisión cuál era el mensaje.
—Perdona, no me he presentado, soy Benjamin Graham, pero llámame Ben.
—Yo me llamo…
—Alicia —se adelantó Ben—, y también sé que estás de visita en Wall Street.
Estaba un poco enfadada, todo el mundo parecía saber quién era y ella
todavía desconocía qué hacía en la bolsa de Nueva York. Pero Ben tenía un
porte de gentleman que le infundía confianza.
—El hombre más rico del mundo fue alumno mío y compró su primera
acción, por iniciativa propia, con once años. Dice estar arrepentido de haber
empezado a negociar acciones tan tarde.
¡Once años!, le costaba creérselo.
—Debes de estar muy cansada, te invito a comer.
Dejó escapar un profundo suspiro de alivio, habría aceptado cien invitaciones
como aquella.
—Tengo una duda. ¿Qué es lo que determina que una acción suba o baje?
—Durante las contrataciones, los ordenadores cruzan las órdenes de compra y
de venta. Si hay más demanda de los títulos de una compañía que oferta, suben;
y, por el contrario, cuando hay más oferta que demanda, bajan.
—¿Puede ocurrir que alguien quiera vender acciones y que no lo consiga,
simplemente porque nadie las quiera comprar?
—Eso es un hecho muy poco frecuente, pero se puede dar ese supuesto en
compañías muy pequeñas y con poco volumen de contratación. Habitualmente lo
que sucede es que, si hay mucha diferencia entre los títulos ofertados a la venta
con respecto a los demandados, el precio cae tanto que se vuelve atractivo para
los posibles compradores y, entonces, la demanda sube. Ese reequilibrado
condiciona que se suelan vender al instante.
Entraron en un restaurante italiano.
—Buenos días, Ben.
—Hola, Carlo. Prepáranos dos de tus más exquisitas pizzas. La de la niña la
cortas en ocho trozos, la mía en cuatro. Hoy no tengo mucha hambre y no creo
que pueda comerme ocho trozos.
Alicia, que era muy buena en matemáticas, protestó.
—Pero si es lo mismo —dijo con tono un tanto airoso.
—No exactamente, tú le das más trabajo a Carlo —rectificó Ben, dejando
escapar una desconsiderada carcajada.
Ben la felicitó.
—Ya sabes más que muchos inversores. Cuando se produce un split, es decir,
cuando les desdoblan las acciones y les dan dos por una, reduciéndose su valor a
la mitad, se piensan, ingenuamente, que son más ricos y, curiosamente, el día del
split las acciones suelen subir.
Un intenso y tentador aroma a mozzarella llegó a la mesa.
—Eres una niña muy inteligente, pero para invertir con éxito no es
imprescindible ser una superdotada, ni hacer cien cursos de finanzas, ni leer
libros de bolsa, basta con tener sentido común y sobre todo no cometer errores
importantes. No es necesario hacer muchas cosas bien, es suficiente con no hacer
muchas cosas mal. Según Buffett: «Una vez dotados de una inteligencia
corriente, lo único que necesitamos es el temperamento necesario para dominar
los impulsos que llevan a otros a meterse en líos».
Alicia asintió. Ben era muy didáctico.
—Lo más importante es no perder dinero. Sabes que una pérdida inicial del
95 % requiere de una ganancia posterior del 1900 %, simplemente para
recuperar tu inversión inicial.
—¿Y cómo podemos saber que no vamos a perder dinero?
—Buena pregunta, y muy difícil. Espero que a lo largo de tu estancia con
nosotros tú misma puedas contestarla.
Ben apuró uno de los últimos trozos de pizza.
—Está deliciosa, es la mejor pizza que he comido nunca —le dijo Alicia a
Carlo, quien venía con más bebidas.
Carlo le preguntó a Ben si quería uno de sus exquisitos yogures caseros
naturales.
—Ya sabes que contienen tan solo un 2 % de grasa —puntualizó.
—Te lo agradezco, pero tengo que bajar mi colesterol. Tráeme mejor uno
desnatado al 98 %, como de costumbre.
—¿Quieres que te siga hablando de inversiones o estás ya extenuada? —le
dijo Ben a la niña.
No se atrevió a preguntar por los yogures, pensó que se trataba de una nueva
broma. Adivinó, por el tono de Ben, que estaba deseoso de contarle muchas más
cosas, así que le animó a hacerlo.
—Solo quien compra bien puede vender bien. Por lo tanto, hay que comprar
barato y vender caro, o lo que es igual, comprar a pesimistas y vender a
optimistas. Y para eso es fundamental controlar nuestras emociones y no
dejarnos arrastrar por las multitudes. Invertir al son de lo que hace la gran masa
da mucha tranquilidad, todos a la vez, parecen estar de acuerdo. Pero casi
siempre el camino que nos conducirá al éxito, tanto en la vida como en la bolsa,
es el menos transitado. Decía Bertrand Russell que el hecho de que una opinión
la comparta mucha gente no es prueba concluyente de que no sea completamente
absurda. Y el emprendedor Víctor Arrese afirma que si tienes una idea y todo el
mundo te dice que es buena…, ¿cómo diablos va a ser buena? Lo entenderás
mejor si te pongo un ejemplo verídico. Los sellos de correos de colección se
cotizaban mucho más si estaban usados, es decir, si tenían un matasellos,
siempre que la tinta no los ensuciara demasiado. Conocí a un filatélico que, al
igual que la mayoría de sus colegas, encontró la solución: eliminaba la cola del
sello remojándolo unas horas en agua y luego, tras secarlo, con el borde de un
tapón de corcho impregnado en tinta, marcaba una de sus esquinas. Con el
tiempo todo el mundo hizo lo mismo: ahora lo raro era encontrar un sello
antiguo sin timbrar, así que los usados empezaron a cotizarse a un precio
decenas de veces inferior a los que no tenían marcas de tinta.
Alicia se arrepintió de no haber solicitado que le cortaran su pizza en diez
trozos, todavía tenía algo de hambre.
—Te contaré una hermosa y sorprendente historia —prosiguió Ben—. El
viernes 12 de enero de 2007, a una hora punta, Joshua Bell, a la sazón uno de los
mejores violinistas del mundo, actuó de incógnito en el vestíbulo de la estación
de metro de L’Enfant Plaza, en Washington. Interpretó durante cuarenta y tres
minutos seis maravillosas piezas de Bach y lo hizo con su Stradivarius fabricado
en 1713 y valorado en 3,5 millones de dólares. ¿Qué ocurrió? Solo veintisiete
personas depositaron dinero en la funda de su violín, recaudando 32 dólares. De
los 1.070 individuos que pasaron ante él, apenas siete interrumpieron
brevemente su marcha. Solo uno, amante del rock, se detuvo durante seis
minutos. Los niños fueron quienes más atención prestaron: un niño de tres años
se plantó ante el músico resistiéndose heroicamente ante la insistente madre que
tiraba de su brazo. Finalmente tuvo que desistir y se fue, arrastrado, con la
cabeza volteada hacia el músico. Todos los padres impidieron que sus hijos
disfrutaran de la maravillosa música. Lo más curioso es que, tres días antes,
Joshua Bell había llenado el Boston Symphony Hall, a un promedio de 100
dólares la butaca. Esta anécdota real nos advierte de que la población, en
general, no es objetiva y que no debemos refugiarnos en el criterio de la
muchedumbre.
Estaba afligida, se sentía culpable por tener pensamientos tan triviales.
Después de todo… ¡qué pintaban los trozos de pizza ante tantos y tan
importantes mensajes filosóficos!
—Nuestro peor enemigo no es el mercado sino nosotros mismos y nuestras
emociones. Nunca debes autoengañarte, y tú eres la persona más fácil de
engañar.
Ben era incansable, parecía disfrutar hablándole a su invitada como si fuera
una alumna aventajada.
—Yo siempre invierto en empresas con importantes beneficios y que coticen
con fuertes descuentos, eso me da el suficiente margen de seguridad para no
perder dinero a largo plazo. Hay dos premisas fundamentales y necesarias para
invertir en bolsa: la primera es conocer y entender lo que compras, y la segunda,
comprar a buen precio; solo cuando se cumplen esas dos condiciones podemos
dormir tranquilos.
Pensó que, después de todo, no tendría que esperar mucho para conseguir una
buena respuesta a la pregunta de Ben de ¿cómo no malgastar el dinero?
—El precio de las acciones —enfatizó Ben, reanudando su discurso— no se
puede predecir nunca a corto y medio plazo, aunque los analistas técnicos se
empeñen en ello. Si te fías de ellos te incitarán, siguiendo la tendencia, a
comprar cuando una acción esté subiendo y a vender cuando esté bajando; es
decir, a comprar caro y a vender barato, justo lo contrario de lo que tienes que
hacer —remarcó Ben, con tono firme—. La razón más tonta para comprar un
título es que esté subiendo. El inversor inteligente analiza el precio de una acción
en función del auténtico valor de la empresa; en cambio, el especulador solo
compra pensando que, en poco tiempo, otro especulador u otro incauto pagarán
más por esa acción, lo que conlleva un enorme riesgo. El novato suele acercarse
al mundo de la bolsa con la idea de enriquecerse de forma rápida, y en los foros
de Internet la paciencia brilla por su ausencia y las empresas clásicas son
consideradas muy aburridas. Se suele hablar más de lo mucho que han «ganado»
especulando con los llamados coloquialmente «chicharros», empresas muy
volátiles y con una relación precio-beneficio desorbitada. Ante esos «chollos» la
gente se tira a la piscina y en unas semanas ganan un veinte por ciento. Es fácil
tener excelentes beneficios y rentabilidades cuando el mercado está en una fase
alcista, y muchos inversores atribuyen ese logro económico a su inteligencia
personal, cuando no es más que el fruto de la casualidad. Ese especulador, en la
mayoría de los casos, está condenado al fracaso; como ha ganado una vez, la
próxima apuesta será de mayor cuantía y más arriesgada, con lo cual, las
posibles ganancias iniciales suelen convertirse, con el tiempo, en cuantiosas
pérdidas. No olvides la lección y recuerda siempre las palabras de Yogi Berra:
«Hay que tener mucho cuidado si no se sabe adónde se va, porque es posible que
no se llegue», o si lo prefieres, como sentenciaba Séneca: «Si no sabes hacia qué
puerto navegar, ningún viento es bueno».
El restaurante estaba lleno; evidentemente, la comida de Carlo era fantástica.
—El valor que las personas atribuyen a un determinado beneficio es distinto
según el horizonte temporal. Si las ganancias se producen en el corto plazo, son
mucho más satisfactorias que esas mismas futuras ganancias a largo plazo. El
inversor, ya sea particular o profesional, tiende a ser víctima de la falacia del
ganador: tendemos a recordar más fácilmente nuestros éxitos que nuestros
fracasos. «El éxito tiene muchos padres, en cambio el fracaso suele ser
huérfano». Cuando acertamos en nuestras decisiones, creemos que es nuestra
innata inteligencia la causante de nuestros logros; en cambio, si perdemos,
achacamos el error a causas ajenas a nuestro control, como pueden ser la mala
suerte, la macroeconomía, las decisiones políticas y un largo sinfín de excusas.
Además, para afirmarnos en nuestras creencias, tendemos a buscar y leer
informaciones afines a nuestras ideas, nos refugiamos en otros gestores e
inversores que hayan cometido los mismos fallos y que, por tanto, no nos
contradigan hiriendo nuestra autoestima. No deberíamos ocultar nunca nuestros
errores: «Si no te equivocas nunca es que estás haciendo algo mal». «Muchas
personas no emprenderán el camino hasta que este parezca libre de riesgos. Por
eso jamás van a ninguna parte», dijo Keith Cunningham.
—Basta ya de charla —interrumpió Carlo— y pensemos en cosas más útiles.
¿Qué postre vais a tomar?
—Carlo siempre tiene razón, soy incorregible —asumió Ben.
—¿Qué nos recomiendas? Carlo nunca me defrauda —dijo Ben dirigiéndole
una mirada de niño travieso a la niña.
—¿Qué os parece mi pastel de queso? —preguntó con orgullo.
—Perfecto, pero a mí me pones la mitad, son muy grandes —añadió Ben.
—¿Y tú, Alicia? —dijo Carlo—, ¿tienes mucho apetito?
—Bueno… yo quiero dos cuartas partes, soy muy golosa. Ben soltó una gran
carcajada. Carlo se fue refunfuñando.
—¡Siempre dando trabajo! —se quejó mientras se alejaba con paso diligente.
Llegaron los pasteles y un café capuchino espumoso y humeante.
—¿Cuánto te debo?
—Pues eso depende de si la niña es capaz de romper un huevo apretándolo
entre sus manos, sin golpearlo y sin clavarle las uñas ni los huesos. Si lo
consigue la comida es gratis.
Le ofreció uno de cáscara blanca. Alicia evocó que su madre siempre
empleaba, para su cocción, los morenos, porque eran más duros y por lo tanto se
rompían menos, así que pensó que jugaba con ventaja. Tomó el huevo con
decisión en su mano derecha y lo alejó, tanto como pudo, de su vestido.
Intuitivamente evitó apretar por las puntas ya que sin duda serían más
resistentes. Lo que empezó con una tímida presión acabó con unos apretones
desesperados que no obtuvieron los resultados pretendidos. Ben le daba ánimos
y le recordó que podía usar ambas manos. Acarició el huevo y lo depositó con
cariño entre el hueco de sus dos palmas. Esta vez, el rival ovalado quedaba
peligrosamente cerca de su indumentaria, pero, a pesar de emplear toda su fuerza
disponible, no se resquebrajó. Tenía la frente empapada en sudor y sus mejillas
estaban amoratadas, no podía más, por fin renunció.
Carlo le dio un leve golpecito contra el canto de un plato y lo abrió
hábilmente, como los buenos cocineros, usando solo una mano.
— Servirá para una buena tortilla. Son cuarenta dólares —dijo tomando el
billete de cincuenta dólares que Ben había depositado desde hacía rato sobre la
mesa. ¿Prefieres que te devuelva diez o que me quede con cuarenta? — inquirió
Carlo con cierto tono de venganza.
— Quédate con cuarenta, te los has ganado, la comida estaba deliciosa —
reconoció Ben.
Alicia creyó por unos momentos que estaba en Alicia en el país de las
maravillas. Salieron alabando la exquisita cocina italiana del restaurante.
— Estamos de suerte, viene muy pocas veces, pero hoy está aquí, en Wall
Street.
— ¿Quién?
— Warren Buffett, mi mejor alumno y el que dicen que es uno de los dos
hombres más ricos del mundo. Bueno, yo sé que, sin duda, es el más rico y no
porque su fortuna se estime en más de 73.000 millones de dólares (en abril de
2020) sino porque en 2006 se comprometió a donar el 99 % de su riqueza para
obras benéficas, principalmente a la Bill & Melinda Gates Foundation, habiendo
ya donado más de 34.000 millones. No es más rico el que más tiene sino el que
menos necesita. No debemos olvidar que cuando fallecemos solo nos llevamos al
otro mundo lo que hemos dado, y eso lo sabe Warren.
Estaba deseando conocerlo. Algo más animada, pensó que quizá podría
solucionar los problemas económicos de sus padres.
— Buffett nació en Omaha (Nebraska) el 30 de agosto de 1930, así que fue
concebido en pleno crac de la bolsa de Nueva York. A los cinco años les dijo a
sus padres que quería ser rico, pero dicho deseo no se quedó simplemente en una
afirmación inconsciente y gratuita, el pequeño Warren se puso inmediatamente a
trabajar. Con apenas seis años repartía botellas de Coca-Cola a domicilio. Entre
otros pequeños negocios, distribuía periódicos, comercializaba suscripciones a
revistas y vendía abalorios y golosinas a sus compañeros de colegio. A los ocho
años se encerraba en la biblioteca de su padre, que era agente de bolsa, y
memorizaba, durante horas, todas las revistas y libros que encontraba. A los
once años se sintió preparado para empezar a invertir en bolsa. A los catorce
años, con sus ahorros, compró una finca de cuarenta acres que explotaba a
medias con un granjero. A los veintiún años era dueño de su propia empresa. Si
uno tiene las ideas tan claras a una edad tan precoz y se ponen todos los medios
y el empeño necesarios en la tarea, es fácil que se consigan los objetivos. Buffett
vive todavía en su casa familiar, en Omaha, que compró en 1958 por 31.500
dólares y hoy valdría tan solo unos 700.000 dólares. Conduce su propio coche,
un viejo Volkswagen escarabajo. Dirige desde hace cuarenta y cinco años el
holding Berkshire Hathaway, que está entre las diez primeras compañías, por
capitalización, del mundo y lo hace desde Omaha y con apenas catorce
empleados. Su sueldo se lo congeló, él mismo, hace veintiocho años, para que no
representara un gran coste a los accionistas. Cobra tan solo cien mil dólares al
año (Berkshire Hathaway también gasta anualmente cerca de 385.000 dólares en
su seguridad que no se cuentan como compensación directa), cuando los
directivos de compañías mucho más pequeñas que la suya están ingresando entre
treinta y sesenta millones de dólares anuales, es decir, hasta seiscientas veces
más. ¿No te parece increíble?
No supo qué contestar, pero le extrañó que uno de los hombres más ricos del
mundo condujera un viejo coche, mucho más económico que el de sus padres, y
que residiera en una casa tan sencilla. Con su dinero podía adquirir casi cien mil
viviendas como la suya — calculó mentalmente — , y sus progenitores
compraron, al igual que la mayoría de sus vecinos, una casa que costó un millón
de dólares, y lo hicieron gracias a un préstamo hipotecario.
Empezó a notar una fuerte tensión en sus sienes, algo en la historia no
encajaba, todo eso desafiaba las leyes de la lógica. «¿Quién estaría equivocado,
el ahorrador de Buffett o el resto de los mortales?», se preguntó algo alterada.
— Para que te hagas una idea de la magnitud de su genio inversor y de su
honestidad, debes saber que su fondo, el Buffett Partnership, que gestionó desde
1957 a 1969, año en que lo cerró, obtuvo una rentabilidad media anual del 29,5
% y en 12 años ofreció a sus inversores un 2.794 %. En ese mismo período el
índice Dow Jones se revalorizó tan solo un 7,4 % anual.
— O sea, que rentabilizó mucho más sus adquisiciones en la bolsa que la
compra de su propia casa.
— Por supuesto. Los inversores inteligentes saben que comprar una casa, para
vivir en ella, es una pésima inversión.
— Si le fue tan bien, ¿por qué clausuró el fondo?
— No se sintió capaz de seguir ofreciendo esas enormes plusvalías y no podía
«engañar» a los suscriptores que, inconscientemente, pensarían seguir
disfrutando, en los siguientes años, de beneficios similares. Warren pensaba que
el mercado bursátil estaba caro y gestionaba demasiado dinero, no encontraba
empresas de valor a buenos precios. Sus socios y accionistas le presionaban para
que cambiara su estilo de inversión y especulara en el más corto plazo, así que
mandó una carta de agradecimiento a sus suscriptores recomendándoles otro
excepcional fondo value, les devolvió su capital y bajó la persiana. Tenía la
clientela asegurada. Con esa honorable actitud desperdició una inmensa cantidad
de dinero en comisiones, pero él vendió su cartera al mismo tiempo que sus
inversores, no era capaz de aprovecharse de ellos, no podía defraudarlos. Cuando
inviertas en un fondo averigua antes si sus gestores estarán dispuestos a
clausurarlo si, por las condiciones del mercado o por gestionar demasiado
capital, se prevé que pueda dejar de ser lo suficientemente rentable.
— ¿Puede perder eficacia un fondo por administrar mucho dinero? Parece
que deba suceder lo contrario.
— Actualmente los fondos tienen estrategias para evitar el inconveniente que
supone el movilizar demasiado patrimonio. Intentan mitigar ese problema
invirtiendo en futuros y contratando más analistas que sondeen nuevos
mercados, pero todo eso aumenta los riesgos y los gastos. Contestaré a tu
pregunta, imagínate que eres una marchante de arte y que acudes a la
inauguración de una exposición de cuadros de un pintor novel, piensas que son
buenos y compras, de una vez, veinte de las treinta de obras allí expuestas, a mil
dólares cada una. A tus clientes les han encantado y los has revendido con
importantes ganancias así que, ni corta ni perezosa, vuelves al día siguiente con
la intención de adquirir los diez restantes. Cuál es tu sorpresa cuando
compruebas que ahora valen tres veces más. Si el primer día hubieras comprado
uno o dos, no se habrían revalorizado. Pues eso mismo ocurre con las acciones,
pero a diferencia de los lienzos, sus precios hubieran subido en pocos segundos.
En la bolsa, las acciones fluctúan al alza o a la baja en función de la oferta y de
la demanda, segundo a segundo los ordenadores hacen un barrido de las
cotizaciones, las cruzan y fijan el precio. Supongamos que eres una gestora de
un pequeño fondo y tienes 10.000 dólares para invertir en acciones de una
empresa. Tu demanda de títulos pasa desapercibida y puedes adquirirlos al
mismo precio que estaban en el momento de cursar tu solicitud. Pasa un año y tu
fondo se ha hecho popular. Ahora das la orden de compra de esa misma
compañía por un importe de 500 millones de dólares. ¿Qué ocurrirá?
Inmediatamente saltarán todas las alarmas y las cotizaciones de esa empresa
subirán de forma vertiginosa, y lo harán en apenas unos pocos milisegundos. Tú
misma habrás provocado con tu oferta de compra la gran subida y pagarás las
acciones, fruto de tu deseo, mucho más caras. Evidentemente, a la hora de
vender ocurrirá lo contrario.
— Lo he entendido perfectamente: o gestionamos poco capital o debemos dar
las órdenes poco a poco, en pequeñas cantidades y disimuladamente.
Ben estaba sorprendido por la lógica deducción de su compañera.
— Cuando Warren acabó sus estudios en la Columbia Business School,
donde le impartí las clases, se ofreció a trabajar conmigo, de forma gratuita,
como asesor bursátil. Sabía que era el mejor estudiante que había tenido, pero le
contesté que su presencia en mi equipo me haría perder dinero. No se dio por
vencido; durante mucho tiempo me estuvo enviando sus ideas de inversión, y no
tuve más remedio que contratarle. Lástima que no pudiera retenerle; era mucho
mejor que yo, y cuando aprendió todo lo que podía enseñarle se independizó. Se
fue, pero en honor mío bautizó a su hijo mayor con los nombres de Howard
Graham.
Se percató de que la emoción embargaba a Ben.
— Te contaré dos historias ejemplares — enfatizó Ben intentando recobrar el
ánimo — . En 1999, un año antes del crac tecnológico, algunos diarios
económicos cuestionaron la manera de invertir de Buffett. ¿Qué diantres hacía
«el abuelo», que no depositaba el dinero de sus accionistas en las
«superrentables» compañías tecnológicas y de Internet? ¿Habría perdido
facultades el oráculo de Omaha? ¿Por qué seguía apostando por las aburridas
empresas de seguros y de alimentación de toda la vida, pudiendo beneficiarse y
ser artífice del boom de las «puntocom»? Lo que ocurrió después es
archiconocido: algunos de esos analistas visionarios lo perdieron casi todo, pues
las burbujas, tarde o temprano, explotan. Buffett continuó ofreciendo
rentabilidades positivas de dos dígitos con sus viejas y aburridas compañías. Lo
más sorprendente es que la historia se ha repetido tan solo nueve años después.
De nuevo, otros economistas o, tal vez, los mismos desmemoriados de antaño, se
reían del «viejo Warren» poco antes de desinflarse la burbuja de las hipotecas
basura. Le achacaban que mantuviera más de 42.000 millones de dólares en
liquidez pudiendo enriquecerse con la «gran rentabilidad» que ofrecían los
activos subprime. Lo mismo ha sucedido en 2020, pues justo antes de desatarse
la crisis de la COVID-19, Berkshire Hathaway contaba con más de 128.000
millones, que le permitirán no solo evitar cualquier problema de liquidez sino,
sobre todo, aprovechar la fuerte caída en valoraciones de alguna gran compañía.
Primero, la burbuja de Internet; luego, la inmobiliaria; ¿cuál será la próxima?
Espero que cuando se hinche el nuevo globo tú estés bien lejos, del lado de
Warren. Quizá sea el momento adecuado para homenajear al gran filántropo e
inversor, John Templeton, recordando una cita suya: «Las cuatro palabras más
peligrosas en la historia de la inversión han sido: esta vez es diferente».

Warren Buffett

«El letargo que raya con la pereza
es el mejor estilo de inversión.
El período de tenencia adecuado
para el mercado bursátil es siempre».

Warren Buffett (1930)
Filántropo y presidente
de Berkshire Hathaway.

C uando llegaron al despacho de Warren Buffett, Ben se despidió de


su pequeña acompañante.
—¿No te quedas? ¿Me dejas sola? —protestó Alicia.
—Lo que tengáis que comentar, tiene que quedar entre vosotros. A mí me
conoce demasiado, no olvides que fui su profesor y te desvelaré un secreto:
Warren fue el único alumno mío que mereció una Matrícula de Honor. Vas a
conocer a mi discípulo predilecto y el mejor inversor de todos los tiempos.
Entró, temblando, en la oficina. Warren la estaba esperando con una lata de
Coca-Cola en la mano.
—Tú debes de ser Alicia. Ben me ha hablado mucho de ti, dice que eres una
alumna muy aplicada. ¿Te apetece un refresco?
Tomó la lata y agradeció el cordial recibimiento. Parecía un hombre de la
calle, normal y corriente, pero no podía dejar de pensar que estaba ante el
hombre más rico del mundo y eso la intimidaba.
—Has tenido mucha suerte de conocer a Ben. Es uno de esos hombres que
plantan árboles cuya sombra disfrutarán otros hombres. Sé que has estado en el
mercadillo y que no has comprado ninguna acción a pesar de que tenían un
precio de saldo. Pero dejemos eso para más adelante —dijo Warren—,
escuchemos las noticias sobre la sesión de bolsa de hoy. ¿Te parece bien, Alicia?
—Por supuesto, señor Buffett —contestó con extremado respeto y voz
trémula—, siempre hay que estar bien informados.
—En eso no estoy muy de acuerdo. Un exceso de información nos incita a
actuar, y en bolsa, salvo en casos extremos como los de hoy, es mejor estarse
quietos. Si pensamos que los mercados son enteramente eficientes, que
descuentan al momento las noticias y los informes que a través de Internet
reciben al unísono todas las agencias de valores, fondos de inversión e incluso
los inversores particulares, ¿por qué nos empeñamos en comprar al son de las
noticias buenas? ¿No estamos ya pagando, con esa actitud, por el futuro
beneficio previsto para esa empresa o sector? Si los precios actuales ya
descuentan la noticia, ¿qué ventaja aporta decidir en función de las
informaciones? Conclusión lógica: es mejor no estar informados o, en su caso,
invertir de forma totalmente contraria a lo que nos indican las noticias o la
prensa financiera. Recuerda, cuando se ha confirmado el rumor es ya demasiado
tarde, y entrar rezagados, junto con la mayoría, suele conducir al desastre. Por
cierto, llámame Warren y tutéame, por favor.
Conectó el canal de Wall Street: «Continúa el desplome de las cotizaciones.
El S&P 500 ha caído 60 puntos, ha perdido casi un 3 % y para mañana se
esperan nuevos y generalizados recortes en todos los sectores. En lo que va de
año el Nasdaq100 se ha depreciado un 40 %. Los principales fondos de inversión
están retirando masivamente sus posiciones en renta variable. Cunde el
pesimismo en todos los gestores y corredores de bolsa…».
Warren apagó el televisor, visiblemente enfadado.
— ¡Conque entre todos los gestores! A mí nadie me ha preguntado — pudo
comprobar que Warren tenía un carácter fuerte — . ¿Qué opinas, Alicia? ¿Son
buenas o malas noticias?
— Parecen muy malas — contestó con voz un tanto entrecortada, sin saber
muy bien cuál era la respuesta que esperaba oír el magnate.
—Lo son solo para el que no piensa adquirir más acciones o para el que
quiera vender —sentenció Warren—. Comprar títulos de una compañía es
comprar una parte de esa empresa, es como ser dueño de una fracción de su
negocio, así que las malas noticias nos permiten conseguir empresas a precio de
saldo.
—¿Y el que tenga necesidad de vender?
—Un auténtico inversor raramente se ve obligado a desprenderse de sus
acciones porque tiene otros ingresos o bienes que le permiten, en momentos de
pánico, no tener que liquidar a precios ridículos sus activos bursátiles. Es más, es
en esos momentos cuando aprovecha para llenar su cesta, comprando más y más,
a medida que caen los precios, hasta que se le acaba la liquidez; entonces se
olvida de las fluctuaciones de las cotizaciones y se sienta a esperar, sin
importarle lo que valgan sus títulos a corto plazo. Es cuestión de paciencia. El
mercado de valores es cíclico y tarde o temprano vuelve a subir, siendo las
acciones más castigadas las que subirán más, naturalmente, siempre que sean
empresas sólidas y con beneficios. En casi todas las crisis los precios caen
mucho más de sus límites lógicos. «Para tener éxito invirtiendo es necesario
entrar pronto, cuando las cosas están baratas, cuando hay pánico, cuando todo el
mundo está desmoralizado», eso lo dijo Jim Rogers.
—Si no lo he entendido mal, para ganar hay que ser un inversor a largo plazo
— afirmó, muy satisfecha de su conclusión.
—La expresión «a largo plazo» es muy ambigua; para mí pueden ser veinte
años, o quizás, por qué no, toda la vida. Decir inversor a largo plazo es una
redundancia, ya que un inversor a corto plazo no es un auténtico inversor, es un
especulador. El gran inversor André Kostolany aconsejaba comprar acciones de
empresas, tomarse unas pastillas con potencia suficiente para dormir veinte o
treinta años y, cuando uno se despierta, voilà!, es millonario. Pero basta ya de
discursos, vayamos a dar una vuelta. Un poco de aire fresco nos sentará bien. Te
invito a un helado.
Apenas habían dado unos pasos cuando los abordó, de forma torpe y
atropellada, un corredor de bolsa.
—¡Señor Buffett, señor Buffett! —repitió casi sin aliento—. Estoy apostando
por una compañía que le va a entusiasmar. A usted que le gusta comprar en
rebajas, le diré que hace un mes las acciones valían 30 dólares y hoy cuestan
solo 4 dólares; por lo tanto, tenemos mucho que ganar y poco que perder, tiene
más recorrido al alza que a la baja.
—Pues podemos perder los 4 dólares —corrigió Warren—, y cualquier
inversión multiplicada por cero vale cero; consecuentemente, podemos perderlo
todo. Déjeme ver los informes, averigüemos cuánto cuesta la empresa y cuál es
su auténtico valor.
Escaneó mentalmente la memoria anual a una velocidad vertiginosa y pocos
minutos después concluyó lo siguiente:
—Nos centraremos en lo más importante: la sociedad tiene 3.000 millones de
acciones que, al precio actual de 4 dólares, representa, si no me equivoco, que
piden 12.000 millones de dólares por ella. Los beneficios medios anualizados en
los últimos cinco años son de 100 millones de dólares. La deuda asciende a
2.500 millones. Así que, si los bancos no la hacen quebrar antes, con los
beneficios actuales, suponiendo que los repartieran en su totalidad entre los
accionistas, tardaría ciento veinte años en recuperar, sin plusvalías, mi inversión
inicial. No, no me interesa, no creo que viva tanto tiempo.
Continuaron su camino dejando atrás a un boquiabierto corredor de bolsa.
—No lo olvides nunca: antes de comprar cualquier activo, pregúntate siempre
cuánto cuesta y cuál es su valor real, ya que precio es lo que pagas y valor es lo
que recibes.
A los pocos pasos los detuvo un señor vestido enteramente de negro con una
corbata en la que se leía: «Señor Mercado».
—Señor Buffett, usted es mi salvación, no le ofrezco acciones sino un billete
de 100 dólares. Se lo vendo a 90 dólares.
Se percató del inconveniente que suponía acompañar a alguien tan famoso.
Jamás llegarían a tomar el helado, pensó resignadamente.
Warren, tras asegurarse de que el billete no era falso, lo compró.
—A lo largo de tu vida, primero fíate y luego comprueba —dijo Warren,
divertido al ver la cara que ponía la niña mientras remiraba al trasluz el billete.
—¿Por qué nos vende un billete de 100 dólares por 90? —preguntó Alicia.
—Porque el Señor Mercado piensa que hoy vale 90, o quizás menos, y tiene
miedo de que mañana valga 80. Sin duda hemos hecho un buen negocio. El
precio es lo que pagamos por un activo y su auténtico valor es lo que obtenemos
al venderlo. El tiempo hace que precio y valor coincidan. Hoy nadie nos daría
100 dólares por este papel moneda verde, pero los vale, y por tanto es una
inversión segura. No hay forma más simple de explicar el «margen de
seguridad» de Benjamin Graham que con este ejemplo. A largo plazo, con este
billete no podemos perder dinero; es, por la tanto, una inversión fiable y
rentable.
Apenas habían reanudado la marcha cuando el Señor Mercado los tentó de
nuevo. El mismo señor, con el mismo traje y con otro billete de 100 dólares.
Empezaba a estar harta ante tanta insistencia. Esta vez lo compró por 80.
—Gracias, es usted el único que quiere mis dólares. Mire, tengo muchos más,
si me los compra todos se los dejaré a 75 dólares.
—Estamos de suerte, no todos los días se presentan oportunidades como ésta
—le susurró a su alumna.
—¿Por qué no has esperado a que mañana baje más el precio de los billetes
de 100 y así ganamos más? —apostilló Alicia, una vez el Señor Mercado se
había ido.
—¿Y cómo sé que los próximos no me los querrán colocar a 105? —
sentenció Warren—. No soy lo bastante adivino como para predecir la
profundidad de la caída de las cotizaciones de esos billetes, pero sí lo suficiente
como para tener la certeza de que es cuestión de tiempo que vuelvan a valer cien
dólares. Como dice el tópico: «El último dólar, que lo gane otro», las
oportunidades hay que cogerlas al vuelo.
—Tienes razón —añadió Alicia, devolviéndole el refrán: «Más vale pájaro en
mano que ciento volando».
—Dime, Alicia. Hoy has tenido la oportunidad de comprar billetes de 100
dólares pagando únicamente 75. ¿Qué opinas de ese hecho?
—Es increíble, no me lo hubiera imaginado nunca. No entiendo que alguien
pueda estar tan obcecado como para no darse cuenta de que está perdiendo
dinero. Me parece fascinante poder hacer negocios como ese.
—¡Eres de los nuestros! —exclamó Warren, exultante de alegría—. A lo
largo de mi ya dilatada vida, he descubierto que la idea de comprar dólares por
50 céntimos, o apasiona de entrada o no llega a entenderse nunca. Si no eres
capaz de asimilar en cinco minutos la filosofía value de comprar barato como
principal mecanismo para ganar dinero con tus inversiones, no merece la pena
que lo sigas intentando. El que no comprende y empieza a aplicar nuestra
doctrina desde el principio, no lo hará nunca. Como decía el legendario inversor
norteamericano John Neff: «No es fácil invertir en lo que no es popular, pero es
la forma de obtener rendimientos sobresalientes». Vamos, nos hemos ganado un
refresco y un helado.
—Señor Buffett, por favor, sería tan amable…
ambos se detuvieron.
«El refrigerio tendrá que esperar un poco más», pensó Alicia un tanto
molesta.
—Pertenecemos a un pequeño club de inversores aficionados y publicamos
una revista de economía en nuestro barrio. ¿Podría usted tener la gentileza de
contestar algunas preguntas para nuestros lectores?
Warren asintió. Eran tres jóvenes, no podía decepcionarlos. Para disgusto del
maltratado estómago de Alicia, empezó la improvisada entrevista.
—Como bien sabe, estamos en una profunda crisis económica. ¿Cuándo
calcula usted que acabará?
—Pues… no lo sé. He vivido muchas crisis y nunca, nadie, que yo sepa, ha
podido predecir, de forma que no sea meramente casual, el momento exacto de
la recuperación; solo el azar hace que, a veces, algunos gurús ocasionales brillen
por unos días. No hay que olvidar que hasta los relojes averiados y que están
parados dan la hora correctamente dos veces al día.
—¿Cree que la bolsa subirá en los próximos meses o habrá que esperar años
para ver la recuperación de las cotizaciones?
—Pues tampoco tengo una opinión formada al respecto. No me preocupa el
corto ni el medio plazo.
—¿Piensa que los niveles del paro y la crisis financiera han llegado a su
máximo grado? ¿Se devaluará el dólar? ¿Qué opina de la evolución de los tipos
de interés?
—Todas esas preguntas son incontestables para una persona mínimamente
seria y responsable. Si alguien intenta anticipar la evolución de la
macroeconomía se está engañando a sí mismo y, lo que todavía es peor,
confundiendo a los demás. No podemos predecir lo impredecible, no debemos
jugar a adivinos. Algunos «expertos», por el afán de justificar su sueldo, lanzan
continuas previsiones y, si no se cumplen, no pasa nada; las modifican sobre la
marcha y formulan nuevas opiniones, totalmente contradictorias con las
iniciales, quedándose tan tranquilos. En julio de 2008, el precio del barril de
petróleo Brent alcanzó los 144 dólares y un equipo de «iluminados» predijo,
siguiendo la tendencia alcista, que llegaría a los 200 dólares. A principios del
2009 su cotización se hundió hasta los 45 dólares. Esos mismos analistas
afirmaron esta vez, con «brillantez» y «valentía» (amparándose en la mala
memoria y buena fe de la gente), que el precio objetivo oscilaría en torno a un
rango comprendido entre los 50 dólares y los 150 dólares el barril. La guerra de
precios desatada entre Rusia y Arabia Saudí hizo caer el precio del petróleo a
mínimos de 18 años, rozando los 20 dólares. Por el camino, ingenuos inversores
se fían de esos «expertos analistas» y toman decisiones que pueden hacerles
perder mucho dinero. ¿Por qué se empeñan en trabajar de adivinos? ¿Acaso
temen que los despidan si no lanzan sus constantes cábalas al aire? ¿Cómo
pueden predecir el precio del petróleo? ¿Saben cuál va a ser la demanda? ¿Saben
si se van a encontrar nuevos yacimientos? ¿Saben si va a declararse una nueva
guerra en Oriente Medio? ¿Saben si la OPEP va a limitar la producción? ¿Saben
si los gobiernos de los países importadores van, o no, a desarrollar energías
renovables? No os engañéis, no pueden contestar esas preguntas, sencillamente
porque nadie puede y, consecuentemente, tampoco pueden adivinar qué sentido
va a seguir el precio del oro negro.
Era admirable el entusiasmo que ponía Warren en sus declaraciones.
Prosiguió incansable, haciendo hincapié en sus batallitas.
—Les contaré otra de esas «proezas predictivas» de una compañía de
inversiones que fijó en 12 euros, a finales de 2007, el precio objetivo de Vueling.
Un mes más tarde, tras su desplome, su «valoración objetiva» pasó a 2,5 euros.
Tan solo tres semanas después, esos mismos analistas rectificaron de nuevo el
precio objetivo: esta vez lo auparon hasta los 13 euros. El inconveniente de tener
tan solo tres neuronas es que cuando falla una de ellas, las otras dos suelen decir
muchas tonterías.
—Señor Buffett, usted sabe que actualmente el índice VIX de volatilidad está
por las nubes. ¿Cómo se explica que con una volatilidad tan extrema haya
inversores que se atrevan a comprar acciones? ¿Quizá porque no están
suficientemente informados?
Warren le aclaró a su pequeña que una volatilidad alta indicaba que había una
importante fluctuación en las cotizaciones.
—Por la manera de formular su pregunta, intuyo que piensa que el que
compra ahora es poco menos que tonto. Pues mire, gracias a esos «tontos» el que
vende puede vender, de lo contrario se tendría que quedar con sus acciones. A
los inversores se les ha intentado convencer de que cuando una acción o un
fondo de inversión tienen una elevada volatilidad, llevan aparejado un mayor
peligro; pero el riesgo depende únicamente de la solidez de la compañía y del
precio de sus cotizaciones. En mercados fuertemente alcistas, con subidas
prolongadas en el tiempo, la volatilidad disminuye y el riesgo, aunque pueda
parecer paradójico, aumenta; pues al comprar lo haremos a precios más caros y,
a la inversa, en períodos de fuertes correcciones a la baja, la volatilidad aumenta,
y el riesgo, siempre evaluado a largo plazo, disminuye, pues estaremos
comprando más barato.
—En estos momentos el índice de confianza de los consumidores está bajo
mínimos. ¿Cómo interpreta dicho parámetro?
—Seguramente yo lo valoro de forma totalmente contraria a como lo hace la
mayoría. Para usted, con casi total seguridad, es un hecho negativo que
acrecienta su temor a invertir en bolsa. Probablemente pensará que, si todo el
mundo es pesimista, a la bolsa no le queda otro camino que retroceder y, créame,
nada más lejos de la realidad. El índice de confianza de la población suele estar
en mínimos justo cuando las cotizaciones del Señor Mercado están en los niveles
más bajos, que es precisamente cuando más potencial de revalorización tienen.
Y a la inversa, cuando el índice de confianza del consumidor está en sus niveles
máximos, todo el mundo rebosa optimismo, hecho que suele acontecer cuando
las cotizaciones se hallan en el clímax de una burbuja alcista a punto de estallar.
—Le agradecería mucho si pudiera orientarme —añadió uno de los jóvenes
—. Hay dos compañías, X e Y, con las que creo poder ganar dinero, pero para
esos valores tengo una duda de cómo debo entrar: no sé si debo hacerlo a largo o
a corto. Ahí está el problema: mi criterio, mi sistema de trabajo solo establece
cuándo hacer el cambio de corto a largo o de largo a corto, pero, de entrada,
debo decidirme por una cosa u otra; a partir de ese momento ya seguiré mi plan
previamente establecido. Podría empezar al tuntún, pero me gustaría saber su
opinión.
Warren respiró hondo, tragó saliva y contó mentalmente hasta diez. Con todas
esas maniobras logró ralentizar su ritmo cardíaco; no obstante, no pudo evitar un
sudor frío en su frente.
—Perdone la demora, estaba procesando la información. Apueste corto para
X y largo para Y, o viceversa, eso poco importará, ya que es evidente que, con
su sistema, acabará siendo multimillonario.
Alicia no pudo contener una malévola sonrisilla.
Animado ante la inestimable y sorprendente colaboración de Warren, otro de
los reporteros le formuló una nueva pregunta personal.
—Por favor, permítame, yo compré acciones de Repsol, una compañía
petroquímica española, cuando cotizaban a 25 euros y ahora se han desplomado
por debajo de 9 euros. Es evidente que me equivoqué. ¿Tiene alguna opinión
formada sobre esa multinacional? ¿Qué piensa que debo hacer?
—No nos equivocamos por adquirir títulos que corrijan sus cotizaciones a la
baja, ni siquiera cuando lo hacen de forma importante. Sí erramos, en cambio,
cuando apostamos por una compañía que, a largo plazo, no ofrece valor y no
tiene perspectivas positivas de beneficios ni ventaja competitiva alguna. Si en el
momento de su adquisición valoró correctamente la empresa, debe mantener su
inversión.
—Usted es un gurú. Cuando compra alguna compañía, muchos le vigilan y
hacen lo propio. Es un asignador de capitales que hace escuela y no esconde
nunca sus inversiones. ¿No le importa que le copien?
—Para mí es un honor tener tantos seguidores, pero siguiendo mis pasos
nadie se enriquecerá a corto plazo. Los imitadores me benefician. Mi prestigio
de inversor prudente y honesto juega a mi favor, ya que cualquier adquisición
que haga, al momento ya vale más. Cuando invierto en una compañía,
automáticamente su cotización se dispara al alza, y el que compra tras de mí la
estará pagando algo más cara. Copiando a los demás no se hace nadie rico. Hay
que diseñar una estrategia propia y tener un criterio personal, anticipándose
siempre a la noticia y no corriendo tras ella. Como manifiesta el excelente
patinador de hockey hielo, Wayne Gretzky: «Yo patino hacia donde va a estar la
bola, no hacia donde ha estado».
—Si, como dice, no se van a enriquecer, ¿por qué le copian?
—Probablemente porque saben que mis «consejos» no los llevarán a la ruina.
Hay muchos gurús ocasionales, un ingente número de desaprensivos que se
aprovechan de su influencia para lanzar falsas pistas y condicionar, con ello, los
movimientos cortoplacistas de las cotizaciones. Cuando alguien se aventura a
comprar acciones simplemente porque algún hedge fund ha anunciado que está
haciéndolo, con casi total probabilidad ese fondo especulativo ya se está
deshaciendo de su inversión, aprovechándose de la subida de las cotizaciones
que ha generado con su interesada notificación.
—Una última pregunta: ¿cree que es buen momento para comprar acciones o
hay que esperar a que bajen más?
—Intentando adivinar el futuro no os haréis nunca ricos; sí lo conseguiréis, en
cambio, si compráis analizando el auténtico valor de las empresas. Peter Lynch
escribió: «La gente que se mantiene expectante fuera del mercado bursátil,
esperando la oportunidad de invertir, suele perderse las subidas más
significativas». Permanecer en liquidez suele ser una conducta poco inteligente.
¿Por qué? Pues simplemente porque de cada tres días de cotización, dos son de
subidas y uno de bajadas; si la bolsa fuera como una ruleta de casino (que no lo
es), el 0 y el doble 00 estarían a nuestro favor. Si no entramos al final de una
burbuja alcista, la tendencia del largo plazo juega a nuestro favor. Si sabemos
invertir en buenas empresas jugaremos con la ventaja de la banca y no
necesitaremos ser adivinos para ganar dinero. Así pues, para tener éxito en
nuestras inversiones solo debemos hacer unas pocas cosas bien a lo largo de
nuestra vida, siempre que no hagamos muchas cosas mal.
—Pero señor Buffett —interrumpió uno de los jóvenes—, si usted no puede
predecir nada de todo lo que hemos comentado, ¿cómo ha podido hacerse rico?
¿Acaso no obtienen más beneficios los que aciertan la evolución de la economía
y de la bolsa?
Se despidió cortésmente y pensó, algo contrariado, que aquellos muchachos
no habían entendido sus reflexiones. Probablemente escribirían en su periódico
local que el viejo Warren ya no sabe nada.
—Sabes, Alicia, cuanto más viejo me hago, tanto más fácil me es decir: «No
lo sé».
—Si la gran mayoría de analistas no vaticinan eficazmente más que por mero
azar, ¿por qué las sociedades de inversión y las entidades financieras los
contratan? —preguntó Alicia, un tanto extrañada.
—Todavía tienes que aprender mucho. Que los cabalistas no aporten
beneficios a sus clientes no significa que no lo hagan, y en gran cuantía, a las
entidades de inversión que los contratan.
—Pero si no suelen acertar, ¿por qué se fían los clientes particulares de ellos?
—insistió.
—En general la mente humana intenta olvidar los errores y las pérdidas y
maximizar el recuerdo de los éxitos. Además, los asesores de inversión son
«eruditos», «nunca se equivocan». Si toman decisiones erróneas, no es culpa de
ellos, sino de la macroeconomía, de la subida de los intereses, de la caída de la
divisa y una larga lista de excusas. Siempre hay un factor, no previsible, que
justifica el error. La mayoría de gestores de bolsa no son capaces de aceptar las
responsabilidades finales de sus decisiones, y asumir las consecuencias de
nuestros actos es fundamental para valorar nuestra auténtica medida como seres
humanos.
—¿Quieres decir que cuando el experto asesor atina, acierta él, y cuando se
equivoca, es culpa del mercado?
—Más o menos, así sucede —recalcó Warren—. Esos «expertos
adivinadores» no suelen aprender de sus continuos errores y, una y otra vez, a lo
largo de toda su carrera profesional se empecinan en predecir el rumbo de la
economía y de las cotizaciones bursátiles. Es de «admirar» su tozudez y su
optimismo, porque siempre piensan que acertarán la próxima vez. Yo sé que no
puedo saber, ni tan siquiera intuir, cuál va a ser la evolución de la bolsa en los
próximos meses, pero soy consciente de mi ignorancia y de mis carencias, y eso
me reporta una ventaja importante sobre la gran mayoría de esos «excelsos
eruditos» que se creen capaces de adivinar el futuro bursátil. Asumir mi
ignorancia me protege. Saber poco y ser conscientes de nuestras limitaciones es
mucho más útil que saber mucho pero ignorar nuestras carencias. El que cree
que lo domina casi todo, invertirá, sin duda, mucho más alegremente y, con casi
total seguridad, perderá más. Sócrates fue un gran filósofo y declaraba aquello
archisabido de «solo sé que no sé nada»; eso le protegía contra la ignorancia.
Recuérdalo siempre: «El riesgo proviene de no saber lo que se está haciendo».
«Si estás en un juego de póquer y después de veinte minutos no sabes quién será
la víctima, tú serás la víctima».
Evocó a los principales filósofos griegos. Había hecho un trabajo en el
colegio sobre griegos y romanos; sin dudarlo, prefería los primeros.
—Si revisas las hemerotecas te sorprenderán las afirmaciones de centenares
de especialistas que en plena burbuja alcista de las compañías tecnológicas
recomendaban comprar indiscriminadamente cualquier acción que terminara en
« puntocom » (sin importarles su coste) ya que, inmersos en plena euforia
compradora, ningún precio les parecía caro. Pues bien, esos mismos «avezados
expertos» aconsejaban unos años más tarde desprenderse a cualquier precio de
esas mismas empresas que ahora cotizaban un 95 % más baratas. Y es que, tras
el estallido de la burbuja de las compañías de Internet, poseídos por el pánico
vendedor, ahora ningún precio les parecía lo suficientemente bajo. Las mismas
empresas y los mismos analistas, pero ¿qué se han creído?, ¿nos han tomado por
tontos? La cabeza sirve para algo más que para separar las orejas, pero ellos se
empeñan en seguir ejerciendo de «sabios».
Alicia no podía dejar de imaginárselos con grandes orejas, tiesas, verticales y
puntiagudas.
—No se puede mejorar ni aprender nada si uno no es capaz de asumir la
responsabilidad de sus errores, y esos consultores continuamente tratan de
disimular sus fracasos escondiéndose tras la estrategia inútil del «más de lo
mismo», que es la principal enemiga del progreso personal. En cambio, hay
excelentes economistas que estudian una empresa mediante análisis
fundamental, es decir, valorándola en función de sus beneficios, de su deuda, de
sus perspectivas de crecimiento, etc., que se ven obligados a dar un precio
objetivo para la misma en el corto plazo, presionados por las firmas de inversión
para las que trabajan. Sus jefes ignoran que el análisis fundamental solo es útil a
largo plazo. Asignar un precio objetivo a seis meses vista es un ejercicio
adivinatorio que podría ejecutarlo mejor un lanzador de cartas. Si un excelente y
honrado gestor de carteras determina que una empresa vale cien, pero a corto
plazo se sitúa en cincuenta, y ello le supone un desprestigio y un tirón de orejas
por parte de sus superiores, sin lugar a dudas, sus futuros análisis se verán
mediatizados por la falta de apoyo de sus ineptos jefecillos y le llevarán, en lo
sucesivo, a dar cifras muy parejas o similares a las de otros colegas amparándose
en la seguridad del rebaño. Por eso parece siempre que todos estén de acuerdo, y
ese hecho confunde al inversor particular que, viendo que todos gritan ¡a
comprar!, compra. Y es que a un analista lo pueden despedir, pero hacerlo con
todos sale muy caro; así que la única manera de no arriesgar la cabeza es opinar
como los demás. Cuando las personas se sienten vigiladas, se ponen nerviosas y,
en este estado, son más propensas a concentrarse más en las posibles
consecuencias de sus actos que en ser realmente eficaces. Con ese miedo al qué
dirán, mediatizados, suelen tomar decisiones que puedan defenderse más
fácilmente a posteriori en lugar de tomar las que sean más apropiadas y rentables
a largo plazo. Con esa cobarde manera de actuar se obtienen rentabilidades
medias, similares a las de la mayoría.
Recordó a uno de sus profesores de pintura y plástica que era tan exigente y
estricto que, cuando tenía que presentarle algún trabajo (aunque el tema fuera
libre), siempre pintaba en función de lo que ella creía que el profesor valoraría
más y, generalmente, al sentirse condicionada y maniatada, el resultado solía ser
lamentable.
—Y eso no es todo. Muchas importantes gestoras aconsejan comprar un valor
porque según sus valoraciones ha aumentado su precio objetivo, y en
nanosegundos los programas informáticos de Simons y las plataformas de
contratación automáticas se lanzan a comprar, luego, un poco más rezagados,
llegan los inversores particulares y algunos fondos de inversión algo más lentos.
El resultado es que en poco tiempo las acciones se disparan al alza. Pero ¿quién
diablos es tan «tonto» para vender títulos cuyo precio objetivo ha subido? Pues
te sorprenderá saber que, en muchas ocasiones, son las propias firmas de análisis
que han aconsejado sobreponderar esa empresa las que se están desprendiendo
de esos mismos títulos, y gracias a sus recomendaciones lo están haciendo a
precios sustancialmente superiores a los que habrían obtenido sin sus «objetivas
predicciones». Desconfía siempre de las grandes gestoras, hay demasiado dinero
en juego.
Ya no se escandalizaba con nada. Empezaba a darse cuenta de que en el
mundo de las finanzas valía casi todo.
—Hay inversores —continuó Warren— que sustentan sus decisiones en el
contrarian investing; invierten contracorriente, dándole la espalda al mercado. Si
el precio objetivo de una acción ha aumentado y sube en bolsa, ellos, en vez de
comprar, como hace la mayoría, venden; si, por el contrario, por un rumor o
noticia negativa se desploma la cotización, compran. Si eso se lleva a cabo
conociendo el auténtico valor de las empresas es evidente que, a largo plazo,
suele ser una estrategia ganadora.
Warren se ajustó la chaqueta; a medida que disertaba parecía quitarse un peso
de encima.
—Si vas a un gestor de carteras y a tus preguntas de cómo evolucionarán
determinados valores, o la bolsa en general, te contesta de forma dubitativa que
no tiene una opinión fiable formada al respecto, seguramente acudirás a otro
asesor que te manifieste con una actitud más segura, de autoconfianza, qué
títulos son los idóneos para especular y cuál es el momento más adecuado para
invertir. ¿A quién le darías tu pleito, a un abogado que te asegure, sin sombra de
dudas, que va a ganar el juicio o a otro que te diga que hará lo que buenamente
esté en sus manos? ¿Acaso no preferirías que te operara un cirujano que te
garantizara unos buenos resultados? La mayoría de la gente necesita dejarse
engañar y precisa comprar la confianza que no tiene; pero, cuidado: el abogado y
el médico optimistas pueden ser unos farsantes o simplemente unos
inconscientes e ignorantes, y no haber evaluado seriamente los posibles riesgos
de tu litigio o de tu operación. Nosotros no podemos leer un libro de medicina o
de leyes y saber más que un médico o un letrado, por muy mediocres que sean
estos, pero sí estamos en condiciones, con la simple lectura de un libro como El
inversor inteligente de nuestro amigo Ben (si asumimos e interiorizamos sus
principios), de ser mejores inversionistas que la mayoría de esos «versados
asesores económicos».
Alicia no sabía que su amigo era escritor. «Compraré el libro», pensó
ilusionada.
—No tienes que dejarte influir en demasía por el resultado de tus inversiones.
Que hayas ganado o perdido no debería condicionar tus siguientes estrategias de
inversión. En cambio, sí tienes que fijarte mucho en el proceso de valoración de
riesgos y toma de decisiones que te condujo a esa inversión, y ser crítica
reevaluando continuamente si el planteamiento inicial fue correcto. Si solo nos
basamos en los resultados, podemos caer en la falacia del ganador y pensar que
disfrutamos de sustanciosas plusvalías porque hemos invertido bien, cuando
quizá solo ha sido fruto del azar; y a la inversa, si hemos perdido dinero,
podemos renunciar, de forma injustificada, a futuras inversiones que,
seguramente, serían apropiadas y ganadoras. Lo importante es lo que haces,
cómo lo haces y con qué finalidad actúas.
«Saber lo que haces» —pensó Alicia, tratando de simplificar.
—¿Tú crees en los fantasmas?
—¡Pamplinas! Eso es cosa de niños.
—Nuestros padres, en su afán por mitigar nuestros terrores infantiles,
negaban su presencia; pero sí que existen, y lo peor de todo es que están vivos.
Merodean a sus anchas y son especialmente peligrosos aquellos que se dedican a
la medicina, pues juegan con nuestra salud; y también son muy destructivos los
que se consagran a las finanzas esquilmando nuestro ahorro.
En cualquier ámbito de nuestra vida (ya sea cultural, científico, laboral,
religioso, deportivo, económico…), siempre alguien nos enseña e introduce en
ese campo por primera vez. También en la bolsa suele ocurrir que un amigo o un
vecino nos apadrina y nos explica qué debemos hacer y cómo hacerlo. El
problema radica en que es muy probable que nos tropecemos con uno de esos
abundantes fanfarrones y especuladores que afirman haberse enriquecido
rápidamente con sus apuestas y pelotazos, que presumen de información
privilegiada y que todo lo saben. Hay tantos fantasmas sueltos, incapaces de
reconocer sus fracasos, que simplemente por probabilidad nos encontraremos
con más de uno. En cambio, conocer uno de esos escasos y ocultos inversores
inteligentes, discretos y pacientes, es una tarea ardua, una casualidad afortunada,
ya que no se prodigan. De quién nos topemos por el camino dependerá nuestro
destino como inversores. Los medios de comunicación tienden a fomentar la
cultura de la especulación y del enriquecimiento rápido; es más apasionante, más
divertido y además genera más audiencia y vende más periódicos. Tú eres una
niña con suerte, has encontrado al mejor profesor (Benjamin Graham), y si
sigues su filosofía de inversión, siempre razonable y entendible, tendrás
rentabilidades excepcionales.
Pasaron, sin detenerse, por el escaparate de una librería. Se miraron de reojo y
ambos sonrieron abiertamente liberando tensiones. ¿Qué vieron los ágiles ojos
de la parejita?: « Trading diario. Gane un millón en un mes » .
—¡Por fin! ¡Una heladería!
Se dispuso a entrar apresuradamente antes de que les abordaran de nuevo,
pero Warren la detuvo.
—Caminemos un poco más, a escasos cien metros hay otra igual de buena y
más barata.

Estampida en Wall Street

«No hagan apuestas. Cojan todos sus ahorros
y compren una buena acción, consérvenla hasta
que suba y después véndanla. Si no sube, no la compren».

Will Rogers (1879 - 1935)
Cowboy, humorista y actor estadounidense.

S e despidieron a la salida de la heladería acordando una hora fija de


reencuentro, pero llegó demasiado pronto, así que decidió dar una
vuelta por los alrededores. Todo parecía estar en calma, pero se trataba de una
quietud aparente y engañosa y ella lo sabía: era imposible que hubiera
tranquilidad en Wall Street. Trataba de recordar cómo había llegado a la bolsa de
Nueva York, pero era del todo inútil, su mente tenía un vacío que no lograba
llenar.
—¡Sal del pasillo, niña! —escuchó que le advertían a lo lejos.
Apenas tuvo tiempo de mirar atrás cuando ya estaba siendo arrollada por una
multitud enloquecida que, a empujones, la condujo en volandas al ala norte. Era
imposible resistirse; sin saber cómo, se encontró en el centro de la sala de
columnas, donde continuaron los empellones y pisotones.
—¡Compro cinco mil acciones!… ¡Compro veinte mil!…
—¿Qué compran? —preguntó a uno de sus vecinos más próximos.
—Pero ¿es que no lo sabes? Es una OPV.
Viendo la cara que ponía la niña, puntualizó:
—Se trata de una oferta pública de valores de una nueva compañía que hoy
cotiza en bolsa por primera vez. Está subiendo un 300 % y solo ha pasado una
hora desde la apertura. Apresúrate. Si no te decides ahora, pagarás más caras las
acciones.
—Pero las contrataciones se ejecutan por medios electrónicos. ¿Qué hace
aquí toda esta gente enloquecida dando gritos? —advirtió Alicia.
—Es tal la demanda, que el sistema informático está colapsado y los
ordenadores bloqueados. Por el momento este es el único lugar donde se pueden
negociar los títulos —aclaró su interlocutor—. Esperemos que no suspendan las
transacciones.
Haciendo uso de sus conocimientos intentó emular a Warren y se atrevió a
preguntar cuánto costaba la compañía.
—¿Cómo? ¿Que cuánto cuesta? Eso no es lo más importante. Pregúntate
cuánto estarán dispuestos a pagarte mañana por esas acciones. Seguro que en
pocos meses podrás multiplicar por tres o cuatro veces tu inversión inicial.
—¿Cuál es el negocio de la empresa? ¿A qué se dedica? ¿Tiene muchos
competidores en su sector? —insistió Alicia.
—No lo sé, ni me importa. Creo que está relacionada con algo sobre las
nuevas tecnologías —dijo, un tanto molesto, el especulador.
Alicia tuvo que elevar el tono de su voz porque el ruido iba en aumento.
—¿Pero la compañía tiene ya beneficios? ¿Está muy endeudada? —añadió
casi gritando.
—Beneficios, deuda, sector, qué más da si hay gente dispuesta a pagar más y
más por ella cada día. Mira, ya sube un 325 %. Es una oportunidad única, no la
desperdicies o te arrepentirás toda tu vida.
Logró salir de la sala a base de decisión y coraje. Pensó que estaban
comprando humo y que se trataba tan solo de castillos en el aire. Se alegró de
haber conocido a Ben y a Warren.
Cuando se presentó en el punto de encuentro acordado su reloj marcaba
quince minutos más de la hora convenida.
—Hola, veo que has estado en la OPV —vaticinó Warren.
—¿Cómo puedes saberlo? ¿Quién te lo ha dicho?
—Para empezar, llegas tarde. No te disculpes, sé lo difícil que es salir de una
estampida, pero tú lo has conseguido y además no has comprado. Tengo que
felicitarte por ello.
—Podría haberme retrasado por otros motivos —dijo Alicia, un tanto
intrigada ante los poderes adivinatorios de su maestro.
—Por supuesto, pero no tendrías el deplorable aspecto que presentas —
sentenció Warren.
Se arregló el cabello como pudo, se ajustó la falda de cuadros y se defendió
bravamente: «¡Pues no estoy tan mal!». Sabía que ahora su amigo y profesor le
desvelaría la moraleja, así que se preparó para escuchar.
Warren le dio una tarjeta con una frase: «Soy capaz de calcular el movimiento
de los cuerpos celestes, pero no la locura de la multitud».
—Esas palabras las pronunció Isaac Newton tras arruinarse por el estallido
bursátil de la burbuja especulativa de la Compañía de los Mares del Sur,
perdiendo el equivalente actual de tres millones de dólares. Hoy has podido
comprobar en tus propias carnes cuáles son los devastadores efectos físicos de la
histeria colectiva. Tendremos que esperar unas semanas para apreciar los
trastornos psíquicos que provocarán las enormes pérdidas de los especuladores,
de aquellos que han comprado hoy a precios ridículamente desorbitados. En el
nivel más alto de la burbuja de las compañías de Internet y nuevas tecnologías,
el Nasdaq neoyorquino llegó a cotizar a PER 150, o lo que es lo mismo, para
adquirir una de sus sociedades debíamos pagar una media de 150 veces los
beneficios anuales. No se vendían empresas, se subastaba humo, se cotizaban las
expectativas de ganancias futuras. Firmas que no tenían bienes tangibles ni
clientes consolidados, que no generaban beneficios, que solo tenían un nombre,
una idea y muchas deudas, «valían» en bolsa decenas de miles de millones de
dólares. En 1990 las acciones de AOL cotizaron a niveles que solo se podían
justificar si la compañía de Internet hubiera contado con 18.000 millones de
abonados (el triple de la población mundial). Una empresa de zapatos de toda la
vida tuvo una brillante idea, añadió la coletilla « puntocom » a su
denominación; la medida no pudo ser más eficaz, ya que en pocas semanas
multiplicó por cuatro la cotización de sus acciones.
«Lo sabía, ha empezado la lección», se felicitó Alicia.
—¿Cuál fue el resultado de tanto despropósito? Millones de especuladores de
todo el mundo perdieron el 99 % de sus apuestas tecnológicas. ¿Por qué
depositaron sus ahorros en sociedades que no valían nada? ¿Por qué no se
sentaron a evaluar cuánto valían realmente y cuánto pedían por ellas?
Sencillamente, porque todo el mundo que invertía en esa basura ganaba al
principio. Se cruzaban en el ascensor con sus vecinos y les decían que habían
triplicado su apuesta en pocas semanas. Se hablaba de esos «desorbitados
beneficios» en todas partes y a todas horas. Si el portero de la finca se estaba
enriqueciendo, ¿por qué no iba a hacerlo también el ingeniero o el catedrático
del lujoso ático? Era cuestión de días, a veces de horas; entrar unos minutos más
tarde suponía pagar un 5 % más. Había que apresurarse. Lo de menos era pensar.
Ahora de lo que se trataba era de ganar dinero, de seguir la tendencia, de
aprovecharse del Señor Mercado que nos facilitaba el beneficio en bandeja de
plata. Casi todo el mundo recibió un castigo ejemplar a su desmedida avaricia.
El riesgo está en dejarse arrastrar por las masas sin saber lo que estás haciendo.
Cada vez que opines igual que la mayoría, tómate un tiempo, haz una pausa y
reflexiona. Antes de invertir en una compañía tienes que hacerte siempre la
misma pregunta: ¿qué motivos tengo para comprar? Y si no eres capaz de
escribir una página entera con razones que pueda entender un niño de once años,
no compres. Pregúntate también si a los precios actuales estarías dispuesta, si
tuvieras suficiente dinero, a comprar toda la empresa; si no es así, tampoco
compres parte de ella.
Alicia entendía todo lo que aquel excepcional inversor, y mejor persona, le
explicaba.
—Hay que invertir bien, adquirir empresas sólidas, con negocios fáciles de
entender, con beneficios, poco endeudadas y con posición dominante en su
sector. Comprarlas a buen precio y mantener las acciones, olvidándonos de las
noticias del mercado que constantemente nos tentarán, cual diablo:
« compraaaaa…, vendeeeee… ». El Señor Mercado nos incita a actuar con sus
informes y primicias cuando lo más inteligente, habitualmente, suele ser
quedarse quietos. En Berkshire Hathaway el promedio de permanencia de
nuestras acciones es de más de diez años y, hoy en día, en la bolsa de Nueva
York la media de tenencia de una acción es de nueve meses. La mejor decisión,
casi siempre, es no hacer nada. Cuanto más movemos la cartera más solemos
equivocarnos y más comisiones e impuestos pagamos. En los negocios no solo
hay que analizar qué hacer, sino también qué no hacer; y no hacer nada ya es
tomar una decisión y, si por fin nos decidimos, hay que meditar
concienzudamente el motivo de esa determinación. Siempre tienes que invertir
como si al día siguiente de adquirir tus acciones la bolsa fuese a cerrar durante
los próximos diez años.
Warren saludó a un conocido y volvió a la carga.
—Se ha comprobado que gracias a las ventajas tecnológicas de las
plataformas de contratación online en tiempo real y a sus bajas comisiones, los
usuarios de esa nueva arma realizan más operaciones que si tuvieran que dar la
orden por teléfono o acudiendo a la oficina bancaria. Nunca ha sido tan fácil y
rápido comprar acciones y jamás hemos tenido acceso a tanta información tan
fácil de obtener a través de Internet como actualmente. ¿Qué hemos conseguido
con esas facilidades y esa ingente cantidad de datos económicos que nos
inundan? Sencillamente, pensar que lo sabemos todo, autoengañarnos, crearnos
la ilusión del conocimiento, la creencia de un control absoluto por nuestra parte,
y eso nos lleva, irremediablemente, a tener más pérdidas que si tomáramos
menos decisiones y estuviéramos menos informados. Así, las personas que
compran y venden sin parar suelen ser especuladores que se creen superiores a
los demás y piensan que, procesando las infinitas noticias e informaciones que
reciben a través de Internet, podrán superar a la media del mercado. Como decía
T.A. May: «La tecnología no nos hace menos estúpidos, simplemente nos hace
estúpidos de manera más rápida».
Soplaba una suave brisa que fue bien recibida por ambos. Alicia había
quedado extenuada en su lucha por liberarse de la estampida.
—El hombre, por definición, es amante de las emociones fuertes, por eso la
política de comprar y mantener le parece muy aburrida y no entusiasma a casi
nadie. Si, encima, nos acosan incesantemente con aquella falacia de que a mayor
riesgo más beneficio, estamos condenados a especular a corto plazo y, con casi
total seguridad, a perder dinero. A mayor riesgo no se produce más beneficio,
sino más pérdida.
—¿Es cierto lo contrario? Es decir, a menor riesgo más beneficio.
—Evidentemente. Debemos asumir que comprar más barato conlleva menos
riesgo que adquirir esas mismas empresas a precios superiores, pues las futuras
plusvalías serán mayores. Solo puede vender bien aquel que ha comprado bien.
Aunque te parezca paradójico, los inversores inteligentes saben que los
beneficios se obtienen en el momento de la compra, no en el de la venta.
—¿Es verdad que compraste tu primera acción a los once años?
—Así fue. Suscribí tres títulos de la petrolera City Services a 38 dólares cada
una. Posteriormente bajó el precio hasta 27 dólares. Tras recuperarse, vendí
inmediatamente, aliviado del susto, a 40 dólares. No mucho tiempo después la
cotización se disparó al alza de forma vertiginosa hasta los 200 dólares. Esa fue
mi primera lección en bolsa: si nuestra apuesta es buena, hay que tener
paciencia. Aprendí a mis tiernos once años que quien se conforma con ganar dos
dólares no merece ganar cien.
Trató de memorizar la frase.
—Por cierto, he hablado con Richard Russell y quiere conocerte, lo
encontrarás en la sala del interés compuesto.

La magia del interés compuesto

«Las personas siempre culpan a las circunstancias de lo que son.
Yo no creo en las circunstancias. La gente que avanza en este mundo es la que persigue y busca las
circunstancias que desea
y, si no las encuentra, las crea».

George Bernard Shaw (1856 -1950)
Escritor y activista político irlandés.

L e costó llegar, nadie parecía saber dónde estaba la sala del interés
compuesto.
—Soy Richard Russell, tú eres Alicia, ¿no es así? No se ven muchas niñas de
trece años por aquí, y mucho menos tan guapas.
Se ruborizó.
—Piensa un número —el que quieras— y memorízalo bien.
—Ya está.
—Multiplícalo por dos. Suma diez al resultado. Ahora divide por dos.
Por último, réstale el número pensado.
—Lo tengo.
—El guarismo obtenido tras tus cálculos es, invariablemente, el cinco.
Pensó que su interlocutor era un adivino; lo cierto es que todavía no
dominaba los secretos del álgebra.
—Ya conoces a Warren Buffett, es uno de los hombres más ricos del mundo.
¿Cómo crees que llegó a acumular tanta riqueza?
—Con inteligencia, sacrificio y quizás con un poco de suerte —contestó
Alicia.
—Tienes razón, pero no olvides que la suerte solo favorece a las personas
preparadas, y Warren lo está. ¿Sabes quién era Picasso?
—Sí, un pintor español muy famoso. Está considerado como el pintor más
importante del siglo XX.
«Esta niña es muy lista», pensó Richard.
—Muy bien. Picasso siempre procuraba que la inspiración le sorprendiera
trabajando, y en ese mismo sentido hay que recordar las palabras de Stephen
Leacock: «Creo muchísimo en la suerte y descubro que cuanto más trabajo, más
suerte tengo». La mayoría cree que tener talento es cuestión de suerte, pocos
piensan que la suerte pueda ser consecuencia del talento y de la perseverancia.
—Es decir, que el éxito de Warren se ha debido, fundamentalmente, al trabajo
—remarcó Alicia.
—Así es, esfuerzo y buena formación. La clave del éxito de Warren, según su
socio Charlie Munger, es que es una máquina de aprender. Charlie aplica
siempre la máxima de «la mejor hora del día»; esa hora hay que emplearla cada
día en formarse uno mismo. Warren creó las circunstancias apropiadas para
triunfar. La vida nos reparte las cartas (no podemos elegir nuestros padres, ni el
lugar de nacimiento, ni el nivel socioeconómico y cultural de nuestra familia),
pero somos nosotros los que jugamos la partida, y de cómo lo hagamos
dependerá nuestro futuro. Solo si no esperamos que el azar y la suerte acudan en
nuestro auxilio seremos los auténticos forjadores y dueños de nuestro propio
destino. Únicamente las personas banales y superficiales creen en la suerte y, si
fracasan, se refugian en las «circunstancias desfavorables». Cuando a Edison le
preguntaron cómo podía haber soportado tantos fracasos en sus experimentos,
contestó que sus intentos no habían sido fracasos, sino más bien todo lo
contrario: ahora conocía mil maneras de cómo no fabricar una bombilla.
—Es verdad, fue el inventor de la electricidad —recordó Alicia.
—Si necesitamos, siguiendo la estela de la luz inventada por Edison, que
alguna llama mágica o algún «iluminado» nos indique la jugada correcta,
estamos condenados al fracaso. Pero no basta únicamente con preparación y
esfuerzo: a esas dos virtudes hay que añadir otra, no menos importante, la
paciencia. Podemos obtener un éxito rápido por un golpe de suerte, pero esta no
estará mucho tiempo a nuestro favor. Lakshmi, la diosa hindú de la fortuna, se
representa de puntillas para mostrarnos que la suerte suele ser fugaz, y Pat Riley
estaba convencido de que «cuando dejas todo al albur del azar, de repente, tu
suerte se agota». Si intentamos obtener ganancias rápidas, fracasaremos. Las
buenas inversiones, al igual que los ciclos vitales de la naturaleza, requieren de
mucho tiempo. El ser vivo más inmenso y longevo del planeta, la secuoya
milenaria, alcanza su gigantesco tamaño creciendo milímetro a milímetro. Hay
cactus del desierto que, según dicen, florecen cada cien años. ¿Conoces la
sorprendente historia del bambú japonés? Su semilla crece de forma subterránea,
desarrollando su sistema radicular durante los siete primeros años, sin aparecer
brote alguno en la superficie; pero a partir del séptimo año, y en apenas seis
semanas, crece más de treinta metros…
—Eso sí que es tener paciencia —interrumpió Alicia.
—La gente que especula sin saber bien lo que hace, que compra y vende
incesantemente en bolsa, en función únicamente de rumores o noticias, suele
perder, y cuanto más pierden, más prisa tienen en sus siguientes inversiones, con
la esperanza de recuperar deprisa las pérdidas anteriores; y, lógicamente, a más
prisas y más intentos de forzar al mercado en su propio favor, más pérdidas. Los
psicólogos han estudiado bien esa «ansiedad de los perdedores» que los lleva, al
final de la partida, a efectuar apuestas cada vez más arriesgadas, de forma
alocada, en su afán de no acabar perdiendo. Algunos llegan a endeudarse
pidiendo créditos o vendiendo sus propias casas para seguir especulando o, en
casos desesperados, se juegan los últimos dólares en el casino o en la lotería.
Con esa conducta el camino hacia la ruina está asegurado.
Aunque los comentarios de Richard le parecían muy interesantes, se preguntó
cuándo le explicaría de qué se trataba el interés compuesto.
—Hay estudios —continuó Richard— que demuestran que el noventa por
ciento de las personas que son agraciadas en la lotería pierden todas sus
ganancias a los diez años, y muchas de ellas acaban incluso con menos dinero
que antes de que los visitara la diosa fortuna.
—¿Y por qué les ocurre eso?
—Muchos individuos, al disponer de repente de una importante cantidad de
dinero, quieren poseer inmediatamente aquellas cosas que siempre habían
deseado y no podían comprar. Se lanzan a por los bienes materiales que ven en
los anuncios y que «disfrutan» y pavonean ostentosamente algunos de sus
vecinos y, naturalmente, los compran. Pero esas posesiones no aportan ingresos,
sino que, más bien, generan importantes gastos de mantenimiento.
—Sí, lo sé —puntualizó Alicia—, no son activos, sino pasivos; me lo explicó
Robert Kiyosaki.
—Veo que tienes buena memoria. Robert no tiene precisamente un apellido
fácil de recordar. No te importe si repetimos algunas de sus ideas, pues en la
reiteración está la clave del aprendizaje. Una insistente reflexión sobre los
mismos conceptos hace que estos no caigan en el olvido y siempre podamos
aportar algo nuevo. Pero no divaguemos más y continuemos, ¿por dónde
íbamos? He perdido el hilo conductor.
—Comentábamos que con el importe del premio compraban bienes que no les
reportaban beneficios y en muchos casos les generaban innumerables gastos.
—Eso es —prosiguió Richard—, han obtenido una cantidad más o menos
importante de dinero, pero finita. No entra más dinero y, como consecuencia de
los gastos que generan los pasivos adquiridos, los billetes salen incesantemente
de sus bolsillos; el resultado es que en pocos años su cuenta corriente está,
inexorablemente, a cero. El error ha sido intentar vivir como ricos sin serlo.
¿Qué harías tú si te tocara la lotería?
—Seguramente, lo que me enseñó Robert: invertiría en buenos activos que
me proporcionaran importantes rendimientos, y así (siempre conservando los
activos iniciales) podría adquirir con las plusvalías obtenidas, y al cabo de unos
años, aquellos bienes que me hicieran sentir mejor.
—Eso está muy bien. Diferir la recompensa y adquirir solo aquello que
realmente necesitemos. Para ello necesitamos paciencia y autocontrol. El
autocontrol y la disciplina nos evitarán caer en la tentación de gastar
inmediatamente el dinero recién llegado. Al haber acumulado una pequeña
fortuna de la noche a la mañana es muy difícil interiorizar psicológicamente que
ese capital ya es nuestro. El dinero nuevo suele manejarse con menos prudencia
que si hubiera sido ganado a lo largo de toda una vida de trabajo. Tendemos a
usarlo como si en realidad no nos perteneciera, como si no nos importara
perderlo. Algo parecido ocurre con las plusvalías obtenidas en bolsa, las cuales
suelen reinvertirse asumiendo muchos más riesgos que si fuera un dinero
procedente del patrimonio familiar previo. Es sorprendente cómo la mente
valora de forma muy distinta mil dólares ganados con el esfuerzo de nuestro
trabajo que ese mismo dinero conseguido en una herencia, olvidando que esos
mil dólares tienen, con independencia de su procedencia, la misma capacidad de
compra. Hay gente capaz de dejar diez dólares de propina en un restaurante y
luego desplazarse a comprar la leche a un supermercado lejano (con la
consiguiente pérdida de su valioso tiempo), para ahorrarse una cantidad
sensiblemente inferior.
—Así que debo ser trabajadora, estar bien formada, tener paciencia, ser
disciplinada y valorar el dinero en su justa medida, sin tener en cuenta su origen
ni en qué se va a emplear —resumió Alicia.
—Me gusta tu capacidad de síntesis. ¿Te habló Robert sobre la felicidad?
—Sí, me vino a decir algo parecido al dicho popular de que la riqueza no da
felicidad, pero ayuda.
Richard profirió una sonora carcajada.
—Que seas o no feliz depende únicamente de ti. Hay quien busca la felicidad
en un contexto favorable y con unas circunstancias positivas, y no la encuentra.
En cambio, las personas sabias consiguen ser felices en coyunturas adversas
gracias a que reinterpretan esos hechos negativos buscándoles el lado positivo.
No son los eventos por sí mismos los que nos causan desasosiego, sino la
valoración que hacemos de ellos. Dicho en palabras de Locke: «Los hombres
olvidan siempre que la felicidad humana es una disposición de la mente y no una
condición de las circunstancias». Son muchos los que se empeñan en buscar la
felicidad, y la felicidad no se encuentra, se crea.
Alicia no podía dejar de pensar, al oír esas palabras, en que su propio
contexto familiar y económico no era el más idóneo para ser feliz.
—La felicidad —continuó Richard— está ya aquí, hoy mismo, dentro de ti, y
tiene los ojos cerrados. No la busques en el exterior ni la persigas otro día. Es
ilusorio pretender alcanzarla intentando atraparla mediante la búsqueda
consciente. «Pregúntese a sí mismo si es feliz y dejará de serlo», decía J.S. Mill.
Si piensas que mañana serás feliz, ese mañana no llegará nunca, porque cuando
finalmente llegue, surgirá otro mañana. A muchos se les ha pasado la vida y no
han disfrutado de las pequeñas gratificaciones que nos ofrecen a diario nuestras
vivencias cotidianas, aguardando lo que ellos creen será su gran felicidad. La
mayoría busca la felicidad insistente e ingenuamente allí donde no puede
encontrarla, fuera de ellos mismos. Para ser feliz hay que conocerse y, sobre
todo, aceptarse. Te hablaré del «síndrome de la felicidad aplazada» o del
«mañana seré feliz», pero para ello hay que evocar al gran André Gide: «Si de
verdad quieres ser feliz, no caigas en la tentación de comparar este momento con
otros momentos del pasado, los cuales no supiste disfrutar porque los
comparabas con los momentos por venir». La gente, presionada por la sociedad
de consumo que nos incita día tras día a que gastemos sin control, necesita
aumentar su «nivel de vida». Hay que financiar los coches, la segunda
residencia, las vacaciones al otro lado del mundo, las actividades extraescolares,
el club deportivo…, y aunque muchas de esas cosas y servicios puedan ser
necesarios, hay que pagarlos y eso conlleva más horas de trabajo y un mayor
endeudamiento. Todo eso nos esclaviza. No podemos permitirnos cambiar de
trabajo, aunque estemos insatisfechos con él porque, dadas nuestras necesidades
económicas, no debemos asumir riesgos. Y, aunque descontentos, tratamos de
disimular nuestra frustración repitiéndonos que nuestro empleo por cuenta ajena
es seguro y estable. La sociedad constantemente nos lanza mensajes sobre qué
elementos materiales y servicios debemos adquirir o «disfrutar» para ser felices.
Si caemos en sus trampas seremos dependientes y víctimas de un sistema
diseñado para explotar nuestro esfuerzo a favor de sus propios propósitos. El
hombre puede ser esclavo sin estar encadenado. La sociedad lo sugestiona, lo
atiborra de ideas y necesidades, y como dice Erich Fromm: «Esas cadenas son
mucho más fuertes que las exteriores porque estas, al menos, el hombre las ve,
pero no se da cuenta de las cadenas interiores que arrastra creyendo ser libre.
Puede tratar de romper las cadenas exteriores, pero ¿cómo se librará de unas
cadenas cuya existencia desconoce?». ¿Qué debemos hacer para liberarnos de
esas ataduras y ser realmente libres? Valorar, exhaustivamente, qué objetivos y
necesidades son los que realmente nos serán útiles y descartar los otros. No
debemos olvidar que conseguir el éxito material no implica alcanzar la felicidad.
Como afirma Csikszentmihalyi: «La calidad de vida no depende directamente de
lo que los demás piensen de nosotros o de lo que poseamos. Más bien depende
de cómo nos sentimos con nosotros mismos y con lo que nos sucede. Para
mejorar la vida hay que mejorar la calidad de la experiencia». El gasto y
consumo desmedido no es más que una expresión de las carencias afectivas y
emocionales de quien lo realiza. Es una forma de obtener un «placer pasajero»,
una «recompensa inmediata» con el único fin de mitigar la ansiedad, la neurosis
y el vacío personal. «El hombre moderno vive bajo la ilusión de saber lo que
quiere, cuando, en realidad, desea únicamente lo que se supone (socialmente)
que ha de desear», dijo Erich Fromm. A lo largo del siglo XX se ha multiplicado
nuestra capacidad adquisitiva; tenemos infinidad de aparatos y electrodomésticos
que nos hacen más cómoda la existencia, pero, contrariamente a lo que sería
lógico pensar, no han aumentado nuestros niveles de felicidad y sí, en cambio,
las enfermedades depresivas, la ansiedad y los trastornos psicosomáticos, y
seguimos pensando en «el mañana seré feliz». En los países del tercer mundo
tienen muchas razones para vivir, pero no tienen de qué vivir. En cambio, en
nuestras sociedades más civilizadas, ricas y tecnificadas, tenemos de qué vivir,
pero no encontramos las suficientes razones para hacerlo. Es un auténtico
sinsentido: cuanta más tecnología y más información empleamos, más solos y
aislados de los demás nos sentimos.
—Sí —añadió Alicia—, he leído que en África y en las comunidades rurales
en las que tienen resueltas las necesidades más elementales, la población se
autocalifica con unos índices de felicidad muy superiores a la gente de los países
desarrollados.
—Muy bien, así es. Tienes que pensar que ya eres feliz. Commerson dijo que
el hombre más feliz es el que cree serlo. La mayoría es feliz y no lo sabe, las
personas no se dan cuenta de lo sanas que están hasta que enferman. Solemos
asumir nuestra rutina cotidiana, nuestra familia y amigos, nuestro trabajo,
nuestra casa, nuestra comida diaria, como algo normal, y no interiorizamos en su
justa medida el auténtico valor de esas «posesiones» hasta que algo de todo eso
nos falta. Habitualmente, todo lo fundamental, todo lo importante, lo tienes
delante de tus ojos, solo tienes que abrirlos y mirar. Trabajar mucho para pagar
nuestros «caprichos» con la esperanza del «mañana seré feliz»: he ahí la esencia
de nuestra frustración. Antes de adquirir un bien material o de intentar alcanzar
una meta hay que plantearse una serie de preguntas:
¿Es lo que realmente quiero hacer o tener?
Cuando lo posea o lo haya conseguido, ¿lo disfrutaré?
¿Está justificado el precio que yo y los demás tendremos que pagar para
alcanzar mi propósito?
Cuando quieras hacer, comprar o conseguir algo, no debes preguntarte nunca
«¿por qué no?»; elimina ese «no» y pregúntate tan solo «¿por qué?», ya que ese
banal «¿por qué no?» implica necesariamente que se hace algo solo por el
capricho de hacerlo y no porque haya un motivo y una voluntad real que
justifique su necesidad.
Richard se entusiasmaba mientras hablaba; era evidente que razonaba con
conocimiento de causa.
—Recientemente asistí en un cineclub a la proyección de un cortometraje
cuyo mensaje me impactó. Una niña, guapa como tú, de tu misma edad, estaba
sola, sentada delante de la mesa de su casa, ante un plato de guisantes. Cogió
uno entre sus dedos despreciando los cubiertos y, cuando iba a llevárselo a la
boca, se detuvo y diciendo «¡demasiado blando!» lo lanzó bruscamente sobre la
mesa. Inmediatamente tomó otro guisante y lo rechazó, esta vez sin hacer el
menor intento de comérselo, diciendo «¡demasiado duro!»; y así, sucesivamente,
fue descartando y dispersando por la mesa y el suelo los guisantes de su
almuerzo al son de expresiones como «¡demasiado seco!», «¡demasiado
oscuro!», «¡demasiado arrugado!», «¡demasiado grande!». Finalmente, solo
quedó una semilla (permanecía desafiante en el mismo centro del plato); quizá
ese último superviviente era el idóneo para su ingesta o tal vez se salvaría porque
la niña había agotado todos los adjetivos descalificadores. Tras unos segundos de
reflexión encontró uno… «¡demasiado verde!».
—¿Piensa que con ese vídeo se nos quiere dar a entender de forma subliminal
que en nuestra sociedad de la abundancia nada nos satisface?
—Así es, tenemos demasiado de todo.
—Warren me dijo que usted me revelaría la magia del interés compuesto.
—Perdóname, pero antes de adentrarnos en su cautivadora magia te voy a
plantear un acertijo sobre relojes de arena. Siempre me ha relajado su
contemplación. Supongamos que dispones de dos relojes de arena de siete y de
once minutos, y que con ellos debes calcular el paso de quince minutos. ¿Cómo
lo harías?
—Eso es imposible.
—Mientras tú te has rendido tan rápidamente, alguien en estos momentos está
resolviendo tu imposible. En la vida muchos límites nos los imponemos nosotros
mismos. Esta es la solución a tu imposible —dijo Richard, un tanto soliviantado
ante la inmediata rendición de la niña:
Se ponen en funcionamiento ambos relojes a la vez. Cuando el de 7 minutos
se detiene, al de 11 le quedan 4. Tiempo transcurrido: 7 minutos. El reloj de 11
continúa trabajando. Sin dilación, se pone en marcha el reloj de 7. Cuando
finaliza el de 11, al de 7 le quedan 3. Tiempo transcurrido: 11 minutos. Se da la
vuelta al reloj de 7, al que ahora le faltan 4. Tiempo final: 15 minutos.
Tuvo que admitir que había claudicado antes de intentarlo. Ella misma, con
su pereza mental, provocó su fracaso. Evocó el célebre huevo del almirante
Cristóbal Colón y tuvo ganas de estallar unos cuantos contra la pared para
liberarse de su impotencia y de sus imposibles.
—No me has dejado otra opción. Tengo que desempolvar las palabras de
Henry Ford: «Tanto si piensas que puedes hacer una cosa, como si piensas que
no puedes, tendrás razón».
—De acuerdo, he sido perezosa, pero es que estoy impaciente con lo del
interés compuesto.
—Warren conoce mejor que nadie el encanto, la seducción y el hechizo de la
magia del interés c—o—m—p—u—e—s—t—o. Es un proceso tedioso, muy a
—b—u—r—r—i—d—o, pero cuando pasan más de ocho a diez años las
rentabilidades que nos ofrece son e—x—c—e—p—c—i—o—n—a—l—e—s y,
entonces, pasa a ser f—a—s—c—i—n—a—n—t—e. Tus ahorros se multiplican
s—o—r—p—r—e—n—d—e—n—t—e—m—e—n—t—e.
A medida que hablaba, Richard iba ensanchando más y más sus brazos. Por
momentos temió que se le separaran del cuerpo.
—Para que te hagas una idea de su poder, pondremos un caso extremo.
Cuenta la leyenda que un pastor le ganó una partida de ajedrez al rey de Francia
en tan solo tres movimientos.
—Sí, con el jaque mate pastor; yo sé hacerlo —interrumpió entusiasmada.
—Pues bien, en recompensa a su hazaña se le concedió al pastor un deseo.
¿Crees que pidió grandes honores y riquezas?
Richard no esperó la respuesta.
—Solicitó que le dieran un grano de trigo por la primera casilla del tablero de
ajedrez, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta, y así
sucesivamente, duplicando el número en cada casilla, hasta sumar los granos
contenidos en las sesenta y cuatro cuadrículas.
—Se conformó con poco.
—Te equivocas —prosiguió Richard—, la suma de todas las semillas de las
sesenta y cuatro casillas ascendió a dieciocho trillones y medio. Los matemáticos
le advirtieron al rey que se precisarían más de cien mil años de buenas cosechas
para pagar la deuda. Pues bien, siguiendo con el símil, si nosotros invirtiéramos
un dólar y obtuviéramos unas rentabilidades anuales del cien por cien, a lo largo
de sesenta y cuatro años, y acumuláramos las ganancias, por la regla del interés
compuesto tendríamos (agárrate, Alicia) la friolera de
9.223.372.036.854.755.808 dólares, o sea, algo más de nueve trillones de
dólares.
Verdaderamente estaba algo mareada con esas cifras, así que hizo caso y se
apoyó en la pared como medida de precaución.
—Hace unos meses el hijo de un vecino acudió a mi oficina buscando empleo
de auxiliar administrativo. Le dije que estaba dispuesto a facilitárselo, pero
únicamente por un mes y que debería trabajar doce horas al día, todos los días
del mes. Le comenté que disponía de poco dinero y que su sueldo sería muy
bajo. Le especifiqué que el primer día ganaría un centavo (le insistí que era un
centavo, no un dólar, para que no hubiera malentendidos), el segundo dos
centavos, el tercero cuatro y así sucesivamente, doblando sus ganancias cada día
que pasara. En la última jornada de trabajo recibiría el total de sus emolumentos
y mi agradecimiento por una tarea tan dura y mal remunerada.
—¿Aceptó?
—¿Tú que crees? Se despidió de muy malas maneras y con cara de pocos
amigos.
—Lo tiene calculado, ¿no es así? ¿Cuál sería su sueldo el día 31?
—Una minucia, tan solo 10.737.418 dólares, que no centavos — apostilló
Richard.
—¿Y si hubiera aceptado el ofrecimiento?
—¿Lo habrías hecho tú, en los términos de mi propuesta y con el
planteamiento tan negativo y peyorativo que le hice?
—Casi once millones de dólares, es una auténtica barbaridad.
—Te equivocas en tus cálculos, olvidas que hay que sumar las cantidades de
los treinta días anteriores. Sus retribuciones totales ascenderían a 21.474.836
dólares. Un día más de trabajo y habría significado mi ruina, sentenció Richard,
con una irónica y traviesa sonrisa.
—¿Está todavía vigente su oferta de trabajo? Yo soy muy buena con el
ordenador —bromeó Alicia.
—Tú siempre tendrás un hueco en mi despacho.
Se fijó en una fotografía enmarcada y dedicada del genial Albert Einstein, con
la siguiente leyenda: «El interés compuesto es la mayor invención de la
humanidad por permitir una acumulación de riqueza sistemática y confiable».
—¿Quieres ganar diez dólares? Juguemos. Serán tuyos si eres capaz de doblar
sobre sí misma esta cuartilla de papel, reduciéndola cada vez a la mitad su
superficie, y hacerlo nueve veces o más —propuso Richard dejando escapar una
sonrisa sospechosa.
Alicia se lanzó a una desigual batalla por conseguir lo imposible. Dobló la
hoja con alguna dificultad hasta siete veces. Al intentarlo por octava vez le
quedó algo parecido a una bola deforme.
—Si el papel fuera algo más grande y fino lo conseguiría —exclamó
desilusionada.
Richard extrajo un liviano rollo de papel de envolver regalos y cortó el
equivalente a casi un metro cuadrado.
—¡Nueve veces! Esta vez son cincuenta dólares los que están en juego.
Por más intentos sobrehumanos que hizo la niña, pisoteando y apoyando todo
su cuerpo sobre el papel, no lo consiguió.
—Imagínate que lograras cuarenta y dos dobleces y que la hoja tuviera un
espesor de una décima de milímetro. El grosor final te permitiría llegar a la luna,
que está a una distancia de entre 350.000 y 400.000 kilómetros de la Tierra,
según la época del año. No olvides que la órbita no es circular sino elíptica.
—¡Pero eso es imposible! —protestó Alicia.
—Si pudieras plegar la hoja cincuenta y una veces, recorrerías la distancia
que separa nuestro querido planeta azul del sol, unos ciento cincuenta millones
de kilómetros.
—¿Se está quedando conmigo? —interpeló con incredulidad.
—La galaxia de Andrómeda —continuó impertérrito Richard— es la más
cercana a nuestra Vía Láctea. Se halla a una distancia de 2,5 millones de años
luz, más o menos a 25 trillones de kilómetros. Viajando a la velocidad de la luz,
o sea a 300.000 km por segundo, tardarías 2,5 millones de años en llegar. No te
compliques la vida, es mucho más sencillo doblar tu mágica hoja de papel.
Plegándola entre ochenta y cuatro u ochenta y cinco veces podrías aterrizar en
alguna de las estrellas de Andrómeda.
—¡Nunca me imaginé que fuera tan fácil viajar al espacio sideral!
—Es pura magia. En la escuela nos enseñan a computar el interés compuesto,
pero no nos transmiten su señorío ni su utilidad real. Por no cansarnos con los
pesados cálculos, nos plantean el enunciado del problema a cinco o, como
máximo, diez años, y al bajo interés de los depósitos bancarios. Si algún
profesor, inmisericorde, severo con sus alumnos, esbozara el problema de la
rentabilidad final a un mínimo de veinte años y con las plusvalías que ha
obtenido Buffett, sin duda, algún escolar avispado se dejaría seducir por su
poderío.
Alicia continuaba maldiciendo la hoja. «¿Por qué no te dejas plegar más
veces?», refunfuñaba con cara de pocos amigos.
—La vida transcurre excesivamente fugaz y solo podemos ejercer de
aficionados. Cuando asumimos e integramos las ideas y conceptos útiles, somos
ya demasiado viejos, y al intentar transmitirlos a nuestros descendientes, no nos
escuchan. «¡Pero si está todo en Internet! ¡Qué diantres cuenta el abuelo!».
Deberíamos vivir dos vidas, tener una segunda oportunidad, entonces sí
ejerceríamos de auténticos profesionales. Nuestro amigo Warren Buffett seguro
que es un genio reencarnado. En su holding Berkshire Hathaway, desde su inicio
en 1965 hasta el año 2019, en 54 años, ha obtenido una rentabilidad media anual
del 20,3 %, lo que equivale a que 100 dólares invertidos en 1965 se habrían
convertido en el año 2019 en 2.159.453 dólares. En cambio, si hubieras invertido
esos mismos 100 dólares en el S&P 500, tendrías «únicamente» 6.500 dólares,
casi 58 veces menos. Después de todo, no lo ha hecho tan mal. ¿Qué te parece?
Trató de encontrar palabras para expresar su sorpresa y admiración, pero
desistió al comprobar, una vez más, cómo sus amigos de Wall Street tenían la
mala costumbre de lanzar preguntas al aire, sin esperar respuesta alguna.
—Sé que tras conocer las cifras estarás pensando en invertir en su holding.
Con esas revalorizaciones sería de tontos no hacerlo, pero, aunque Warren haya
dicho que piensa retirarse diez años después de morir, y por lo tanto le queden
todavía muchos años para dirigir su «imperio», debes tener presente que, con
una certeza absoluta, de forma matemática, es totalmente imposible que
Berkshire Hathaway siga creciendo como hasta ahora. Si lo hiciera con ese
histórico 20,3 % anual, en el año 2032 el holding habría absorbido la totalidad de
la economía de los Estados Unidos y, en unos pocos años más, todo el planeta
sería suyo, todas las empresas del mundo estarían bajo su dominio. Si finalmente
eso llegara a suceder, ya no podría crecer más que la media del PIB de todos los
países.
Dudó unos instantes. No sabía qué replicar cuando escuchó de nuevo la
cautivadora voz de Richard.
—Si quieres ser rica, el primer dólar que ganes no te lo gastes, inviértelo en
algo rentable y reinvierte los beneficios. Ten paciencia, conserva tu inversión
inicial y la magia del interés compuesto trabajará para ti. Pero sobre todo invierte
ese primer dólar lo más pronto posible, pues el número de años, al igual que el
número de casillas, es fundamental. Cuando Berkshire Hathaway cumpla sesenta
y cuatro años puede que, en verdad, olvidándonos de la lógica matemática, no
haya bastante dinero en el mundo para pagar a Warren Buffet.
Lamentó que Warren no fuera más joven, pero aun así estaba decidida a
ahorrar para invertir en su holding.
—Por último y no menos importante, no pierdas dinero, el dinero perdido no
produce beneficios futuros. Los golpes que fallas son los que te agotan.
Recuerda el consejo que Buffett les dirige siempre a sus colaboradores:
Primera regla: no perder dinero.
Segunda regla: no olvidar la primera regla.
Compra buenos activos y mantenlos, ese es el secreto; y confía en el poder
del interés compuesto, él será tu amigo si no lo traicionas retirando parte del
capital o de las plusvalías. Ejercitémonos, si te parece bien, en su aplicación
práctica. Imagínate que tienes 35 años y que has heredado un millón de dólares.
No quieres complicarte demasiado la vida y prefieres no arriesgar dicho capital
en crear tu propio negocio o empresa. No deseas, tampoco, comprar una gran
mansión para usarla de segunda residencia algún fin de semana y quince días de
verano. Tampoco te seduce la idea de empobrecerte depositando tu dinero en un
plazo fijo mientras la entidad financiera se enriquece a tu costa. ¿Qué hacer,
entonces, con tu dinero? No lo necesitas, eres una buena doctora, tienes un buen
sueldo y además eres austera en tus gastos. Decides suscribir participaciones de
un fondo de inversión, pero quedas descorazonada cuando compruebas que en
los últimos diez años el crac de las empresas tecnológicas del año 2000 y el de
las inmobiliarias en el 2008 ha condicionado que la mayoría de fondos tenga
minusvalías en ese período, en lo que se ha denominado «la década perdida».
Afortunadamente descubres uno de esos, extraordinarios y poco abundantes,
fondos value que en los últimos quince años ha ofrecido a sus partícipes un 15 %
de rentabilidad media anual. Confías en ellos y concentras tu inversión; después
de todo, piensas que, a los precios de saldo actuales es posible que en los
próximos años la rentabilidad anualizada sea incluso mayor.
—Pero invertir un millón de dólares en un único fondo es arriesgar mucho.
¿No sería mejor suscribir varios de ellos?
—Si eres capaz de descubrir dos o tres más igual de buenos, podrías, con
buen criterio, repartir tu millón, pero… ¿de verdad piensas que adquirir
participaciones de un fondo value que invierte a buenos precios y lo hace en
unas sesenta empresas cuyos negocios están repartidos por todo el planeta y
pertenecen a diversos sectores estratégicos, sólidos y defensivos, implica un gran
peligro a quince años vista? Ben te explicará, con más detalle y conocimiento,
cuáles son los mejores fondos y qué criterios debes valorar para elegirlos. Ahora
visualicemos las rentabilidades medias que te ofrecerá, en el supuesto del
ejemplo, el mágico interés compuesto.
Richard sacó del bolsillo interior de su americana unos papeles plegados,
exquisitamente doblados, con un montón de cifras y se los mostró a su invitada.
Inversión inicial: 1.000.000
Rentabilidad media anual: 15 %
1. 1.150 6. 2.313 11. 4.652
2. 1.322 7. 2.660 12. 5.350
3. 1.521 8. 3.059 13. 6.153
—Tienes más de ocho
4. 1.749 9. 3.518 14. 7.076
5. 2.011 10. 4.046 15. 8.137.000$
millones de dólares, pero
como no necesitas el
dinero, acuerdas con la almohada que prosigues con tu inversión otros quince
años.
—¡Pero si se dobla el capital cada cinco años! —exclamó Alicia.
—Cierto. Conviene saber utilizar la regla del 72. No es del todo exacta, pero
nos orienta sobre el número de años que tardaremos en doblar nuestra inversión,
en función de la tasa de interés. Así, en el ejemplo de la tabla anterior, si
dividimos 72 entre 15, nos da aproximadamente 5 años. Si el interés fuera del 10
%, pasarían algo más de 7 años. Si le aplicamos un 3 %, que es más o menos lo
que nos dan los bancos por nuestros ahorros en un depósito, necesitaríamos unos
24 años para duplicar nuestros ahorros, y para entonces la capacidad de compra
de ese dinero será menor. De ahí que la diferencia entre ahorrar o invertir sea, a
largo plazo, abismal.
Alicia ojeó las tablas y se le salieron los ojos de las órbitas.

16. 9.358 21. 18.822 26. 37.857
17. 10.761 22. 21.645 27. 43.535
18. 12.375 23. 24.801 28. 50.066
19. 14.232 24. 28.626 29. 57.575
20. 16.367 25. 32.919 30. 66.212.000$

—Han pasado 30 años y en tu fondo hay sesenta y seis millones de dólares, pero
tienes de todo, eres feliz y crees que es mejor dejárselo a tu hijo en herencia. Así
que decides probar «suerte» y «apostar» por la continuidad del fondo.
Richard remarcó con tono firme e irónico los términos suerte y apostar. Alicia
entendió que apostando a la suerte no se pueden obtener esas rentabilidades.

31. 76. 144 36. 153.152 41. 308.043
32. 87. 565 37. 176.125 42. 354.250
33. 100. 700 38. 202.543 43. 407.387
34. 115. 805 39. 232.925 44. 468.496
35. 133. 176 40. 267.864 45. 538.769.269$

—Eres una inversora inteligente porque tomaste una única y acertada decisión
hace 45 años: adquirir participaciones de un buen fondo de renta variable, las
compraste a muy buen precio y, a lo largo de los siguientes años, no hiciste nada,
te despreocupaste de las cotizaciones y de las noticias financieras.
Evidentemente, los rendimientos aquí expresados son medios y lineales.
Algunos años el fondo tuvo minusvalías importantes, cercanas al 50 %, pero tú
no vendiste. Otros años se revalorizó otro tanto, pero tampoco lo hiciste.
—¿Cómo es posible que un buen fondo value, si analiza bien las empresas e
invierte solo en aquellas que tienen beneficios y poca deuda, pueda caer un 50 %
en un año? ¿Por qué ocurre eso? —interrumpió Alicia.
—Cuando se produce un crac de los índices bursátiles, el pánico es tal que el
Señor Mercado no discrimina entre buenas y malas compañías. La renta variable
está tan globalizada que todas las empresas, con independencia de si lo merecen
o no, son castigadas. Además, la gente tiende a desprenderse, en primer lugar, de
las acciones de compañías pequeñas. En períodos de grandes crisis creen que las
empresas grandes son más defensivas. Si tu fondo invierte en small caps, por
muy buenas que sean sus inversiones, sufrirá un mayor correctivo; aunque, con
casi total seguridad, será de los primeros en remontar el vuelo.
Ben retomó el hilo conductor y señaló de nuevo las tablas, reclamando
atención.
—Si hubieras jugado al market timing, intentando vender caro para volver a
comprar más barato, las cifras serían otras y, con casi total seguridad, habrías
obtenido menos ganancias. Los movimientos no los debes hacer tú, son los
propios gestores de tu fondo los que han de intercambiar los valores, vendiendo
aquellos que tienen menor potencial de revalorización para adquirir otros más
infravalorados. Si te han demostrado durante años su honestidad y eficacia,
confía en ellos y no en la prensa ni en las noticias de los agoreros analistas. Ten
presente, no obstante, que aunque Warren lo haya logrado sobradamente, es
dificilísimo conseguir una rentabilidad media anual del 15 % durante 45 años.
Miraba y remiraba los números, no podía entender que fuera tan fácil hacerse
rica.
—Falleces con 80 años, plácidamente, en tu casa y con los tuyos, tu único
hijo ha heredado tu fondo value y tiene que abonar en concepto de impuesto de
sucesiones (según la legislación fiscal de ese año) un 25 % del total de los 539
millones de dólares, lo que asciende a unos 135 millones que, descontados del
capital inicial, nos da un beneficio neto de 404 millones. Si poco antes de morir,
de forma inconsciente, por ignorancia, hubieras reembolsado las participaciones
de tu fondo pensando que ya habías ganado suficiente e intentando, con esa
medida, evitar un crac bursátil que te pudiera sorprender en el último momento,
habrías tenido que pagar, según la supuesta fiscalidad de dicho año, un 20 % de
las plusvalías, es decir, unos 108 millones, y por ende ingresarías en tu cuenta
corriente unos 430 millones. De dicha cantidad habría que descontar el 25 % del
impuesto de sucesiones, que ascendería a unos 108 millones; a tu heredero le
quedarían unos 323 millones netos, es decir, unos 81 millones menos que los
obtenidos de no haber liquidado el fondo. Todo por una decisión tomada sin
reflexionar, una llamada de teléfono, un clic de ratón por el que hemos pagado
81 millones de dólares. En algunos países en los que no hay impuesto de
sucesiones, tu hijo no habría abonado nada a la Hacienda pública si no hubieras
enajenado tus participaciones. La afirmación de Buffett de que en bolsa lo mejor
es estarse quieto y que la conducta más acertada, si las cosas van bien, suele ser
no hacer nada, se reivindica en esta historia ficticia.
—Tengo una pregunta. Usted ha dicho que para que funcione la magia del
interés compuesto no se debe desinvertir ni el capital ni los intereses.
¿Y si necesito dinero a lo largo de todos esos años? ¿Y si quiero comprarles
una vivienda a mis hijos o tengo algún gasto importante al que hacer frente?
¿Qué debería hacer en esos supuestos?
—No existe ningún activo más líquido, es decir, más fácil de reembolsar, que
las acciones y los fondos de inversión. En pocas horas tendrás el dinero en tu
cuenta corriente. Eso no sucede con los inmuebles ni con los depósitos a plazo
fijo, salvo que los vendas a cualquier precio y estés dispuesta a perder parte de
los intereses. Aclarado ese hecho, volvamos a repasar las tablas. Supongamos
que nos encontramos en el año 20 y tienes en tu fondo 16 millones de dólares y
que con dos millones tienes suficiente, pues reembolsas participaciones por ese
importe (pero considera siempre el pago de los impuestos y descuéntalos al
hacer tus cálculos); ahora tendrás el capital del que disponías en el año 19,
simplemente dispondrás de tus 539 millones en el año 46, un año más tarde de lo
previsto, no creo que eso sea un gran inconveniente. Como puedes apreciar, el
interés compuesto siempre te ayuda. Pero volvamos de nuevo a las tablas. ¿Qué
pasaría si necesitas esos dos millones en el año 8? Pues que volverías al año 1; te
habrías atrasado 7 años. En cambio, fíjate bien, porque es sorprendente, si
reembolsas esos dos millones en el año 15, solo retrocedes dos años. La moraleja
es que lo más importante es respetar tu inversión los quince primeros años.
—Pero… ¿qué sucedería si se produce un crac justo cuando he hecho la
aportación inicial de un millón?
—Realmente, las crisis como la actual son muy raras; desde el año 1929 no se
había producido una tan importante, pero pueden ocurrir. Durante el crac del 29,
la que está considerada como la peor crisis bursátil de la historia, con una caída
libre y abrupta del 89 % de las cotizaciones, se suicidaron muchos inversores y
agentes de bolsa, pero la gente no sabe que desde el punto más alto de las
cotizaciones (en pleno clímax alcista), cualquier inversor que hubiera ido
haciendo aportaciones bursátiles regulares mes a mes (a lo largo de la gran
caída), en menos de cuatro años habría obtenido unas ganancias superiores a las
conseguidas invirtiendo, en ese mismo período, en Letras del Tesoro. Es
evidente que la incertidumbre y los imponderables son inherentes a la inversión
en renta variable y, como tales, no son previsibles, pero no por ello debemos
rasgarnos las vestiduras si el azar no nos ha favorecido inicialmente. Retomemos
nuestro asunto. Has «perdido» el 50 % en el primer año, te enfatizo lo de
«perdido» porque como inversora inteligente no piensas vender, es más, si
puedes, comprarás más. Tu inversión sigue siendo buena y el largo plazo te dará
la razón. Calculemos nuestros rendimientos, como diría el magnate Rockefeller,
aprendamos a hacer hablar a los números.
Richard sacó un pequeño lápiz, de apenas la longitud de su dedo meñique, sin
duda lo habría usado en mil análisis económicos. ¿Será tan ahorrador como
Warren? —se preguntó Alicia con admiración y algo aliviada al comprobar que
también disponía de una calculadora electrónica.
Inversión inicial: 1.000.000 $
Rentabilidad primer año: ‒ 50 %
Rentabilidad media anual siguientes años: 15 %

1. 0,5 7. 1.156.520
2. 0,575 8. 1.330.009
3. 0,661.250 9. 1.529.511
4. 0,760.437 10. 1.758.937
5. 0,874.503 11. 2.022.778
6. 1.005.678 12. 2.326.195$

—Tu patrimonio no habría cosechado plusvalías durante los primeros 6 años,
pero en 11 años reunirías dos millones, y es casi seguro que dispondrías de más
capital que habiendo invertido tu dinero en renta fija. De cualquier manera,
suponiendo que hubieras tenido tan mala suerte en tu momento de entrada en el
fondo, considera que lo más probable es que recuperaras tu inversión inicial a los
dos o tres años y no a los seis, ya que la historia nos dice que, tras fuertes
desplomes de los mercados bursátiles, las revalorizaciones son también rápidas,
y más aún en un fondo value como el tuyo. Aunque el market timing no es muy
útil, quizás por prudencia te aconsejaría que cuando la bolsa se halle en niveles
cercanos a sus máximos históricos, dividas las aportaciones, y entres poco a
poco. Pero en los momentos actuales, con los precios de empresas buenas y
sólidas por los suelos, invierte tu millón de una sola vez porque es posible que,
al contrario de lo planteado en tu pregunta, ganes un 50 % el primer año de tu
aportación.
Estaba empeñada en complicarle la existencia a Richard y continuaba
asaeteándolo, sin clemencia, con aclaraciones y puntualizaciones capciosas.
—Si decido no cancelar el fondo para no pagar impuestos y justo, poco antes
de morir, se desploma un 50 %, por una de esas imprevisibles crisis, les dejaré a
mis herederos casi la mitad del patrimonio que hubieran recibido de haber
liquidado el fondo y depositado el dinero en renta fija.
—Ciertamente así es, pero tú debes instruir a tus legatarios y descendientes.
Ellos deben seguir tu misma filosofía, todos debéis ir en el mismo barco, nadie
les obligará a vender las participaciones del fondo después de una caída tan
brusca; si las mantienen, recuperarán el valor previo al derrumbe; además, si te
sirve de consuelo, piensa que habrán pagado mucho menos en la liquidación del
impuesto de sucesiones.
Alicia no se lo podía creer, miraba las cifras y las ideas se apiñaban
apabullándola inmisericordemente, tenía más preguntas, muchas más dudas,
pero las palabras se obstaculizaban unas a otras, se atrancaban queriendo aflorar
todas a la vez. Al fin se rindió. Poco importaba su pasajera ofuscación, pues
ahora comprendía cómo se había enriquecido Warren y eso era lo
verdaderamente importante.
—Por supuesto, te engañarías si pensaras que la totalidad de esas
revalorizaciones de tu fondo son extrapolables al aumento de tu riqueza—
recalcó Richard—. Tu poder adquisitivo se verá considerablemente mermado
por tres factores. En primer lugar, por la devaluación que produce la inflación
real, siempre mayor que la que nos cuentan los telediarios y que, por desgracia
para nuestros bolsillos, también tiene la mala costumbre de subirse a las tablas
del interés compuesto. En segundo término, tenemos que compensar el aumento
continuado del PIB (Producto Interior Bruto) de nuestro país y, ya por último, si
vendes, deberás descontar también el pago de los impuestos.
—Hasta que estalló la actual crisis inmobiliaria, mis padres siempre habían
pensado que la mejor inversión era el ladrillo. «¡Compra casas y te
enriquecerás!», me insistían, convencidos. ¿También se aprovechan los
inmuebles de las tablas del interés compuesto?
—No de la misma manera. A los homínidos siempre les ha fascinado tener
bienes materiales tangibles, que se puedan ver, tocar, usar, disfrutar y enseñar a
los amigos. Después de todo, la invención del dinero, en comparación con los
millones de años de evolución del ser humano, es un hecho que ocurrió hace
pocas horas. El homo sapiens se siente más cómodo mostrando sus riquezas. Eso
implica que es un triunfador y, por tanto, más atractivo e interesante a los ojos de
los demás. Si tuvieras todo el planeta para ti sola, ¿de qué te serviría? Serías
inmensamente rica, pero nadie lo sabría. La vivienda es un gran signo de poder,
pero está penalizada con una ingente cantidad de gastos y muy difíciles de
evaluar. En tu fondo de inversión solo abonarás impuestos cuando vendas, si es
que algún día lo haces. En cambio, por tu casa pagarás en el momento de la
compra, a lo largo de toda su vida útil (seguros, impuestos municipales,
conservación, gastos comunitarios…) y, por supuesto, en el momento de la
venta. Es un bien material y, como tal, se va degradando con el paso del tiempo.
¿Cuántas viviendas de más de ciento cincuenta años hay en tu ciudad? Agotada
su vida útil, los gastos de rehabilitación y conservación la hacen inviable y hay
que derribarla. Lo único que no se destruye es el suelo en el que está construida.
Pero dejemos de lado esos «pequeños inconvenientes» y analicemos el precio
real de la vivienda unifamiliar en EE.UU. Según los datos de la National
Association of Realtors (los precios descuentan la inflación), una vivienda media
costaba 160.000 dólares en el año 1978. En 1997, veinte años después, valía lo
mismo. Los partidarios de «invertir en ladrillos» respiraron aliviados cuando tras
el boom inmobiliario se alcanzaron los 245.000 dólares. Con la actual crisis,
treinta años después, vuelven a rondar los 160.000 dólares. ¡Treinta años de
interés compuesto perdidos!
Se tomó un respiro, meditó unos segundos visiblemente fatigado, sonrió
dulcemente a su invitada y continuó, impertérrito.
—Un dato fundamental que la gente ignora es que los inmuebles se compran
a unos precios con una relación cercana a 30 veces su rendimiento anual (PER
30) y la bolsa tiende a una media de PER 15. Definitivamente, la inversión en
edificios, como tal, es mucho menos rentable que la adquisición de activos
bursátiles y, por supuesto, genera muchos más conflictos y dolores de cabeza. El
gobierno tiene la «amabilidad», la «generosidad», de concedernos incentivos
fiscales para que renovemos nuestros vehículos, para que adquiramos viviendas
cada vez más caras, para que nos endeudemos más y más. ¿Te has preguntado el
porqué de tanto interés? ¿No piensas que puede haber gato encerrado entre tanto
«altruismo»?
No se lo podía creer, sus padres estaban equivocados en casi todo lo
relacionado con la economía. «¿Cuál sería el próximo mito caído?», pensó
desengañada.
—Por supuesto que la construcción de viviendas, de grandes segundas y
terceras residencias para ser usadas unos pocos días al año, aparte de degradar
nuestro paisaje y poner en peligro nuestro querido planeta azul, crea muchos
puestos de trabajo y sin el cobro de los impuestos que generan los inmuebles
papá Estado no podría subsistir; pero, créeme, es mejor que las compren tus
vecinos. Tu inversión en un buen fondo, aunque no sea un bien tangible, aunque
no puedas ver ni tocar tus billetes, aunque no puedas enseñarlos por la calle,
aunque tu dinero sea solo una anotación en cuenta, es muchísimo más rentable y
ecológica. Analizando las tablas de rentabilidades —prosiguió Richard—
entenderás por qué los ricos adquieren sus grandes casas y pagan sus caprichos a
partir del décimo año en adelante, cuando las plusvalías de sus inversiones
pueden sufragar los gastos, siempre sin reembolsar el capital que las produce.
Hay que ser inteligentes y no matar la gallina de los huevos de oro. ¿Qué suele
hacer, en cambio, la mayoría de la clase media trabajadora? Compran
inmediatamente sus casas y pagan sus grandes coches cuando aún no han
ahorrado suficiente dinero. ¿Y cómo lo consiguen? Hipotecando sus propiedades
mediante un préstamo, con lo cual es la entidad financiera, y no ellos, la que se
enriquece.
—Pero si la mayor rentabilidad se obtiene en la bolsa (aunque dispongamos
del suficiente dinero para pagar nuestra vivienda en efectivo), lo mejor sería
pedir un crédito al banco e invertir nuestros ahorros en el parqué. De esa manera
tendremos más capital disponible para depositar en renta variable y con las
plusvalías generadas cancelaremos sobradamente el préstamo hipotecario.
—Así es —confirmó Richard, dándole la razón a la niña—. Si eres
disciplinada, si no gastas tu dinero, si tienes ingresos constantes y seguros que te
permitan devolver el crédito sin tener que malvender tus acciones o tus fondos
en los peores momentos de pánico, esa es la manera de rentabilizar al máximo
tus inversiones. Es más, si en vez de comprar tu vivienda la alquilas, pagarás
menos por el alquiler que por la suma del préstamo hipotecario y los impuestos
estatales. Y si ese ahorro lo reinviertes en un buen fondo de renta variable, al
cabo de treinta o cuarenta años podrás comprarte con los rendimientos
generados, casi con total certeza, más de una vivienda como la alquilada.
Estaba deslumbrada. Se había dejado seducir por el interés compuesto. Ahora
sabía que lo más inteligente era empezar a coquetear con él y aprovecharse de su
poder lo más pronto posible.
—Hagamos un descanso o las finanzas nos obnubilarán la mente. Suspiró
agradecida y pensó en una suculenta merienda.
Lamentablemente, la idea de reposo que tenía su infatigable interlocutor no
era coincidente con la suya y el sosiego duró lo que tardaron en desvanecerse las
prometedoras palabras de Richard. Éste anotó en un papel una cifra secreta y se
lo entregó a la niña para que custodiara la oculta predicción.
—Escribe un número de tres cifras, el que quieras, y transcribe a su lado el
mismo número con las cifras invertidas.
Cumplió la orden:

364 | 463

—Perfecto. Ahora, resta el menor del mayor y, por último, suma las cifras del
número resultante:
463 ‒ 364 = 99 | 9 + 9 = 18

—Comprobemos mi pronóstico —dijo, exultante y victorioso—. ¡Eureka!
¡18!
Richard era como un niño travieso; disfrutaba mareando a su víctima.
—Anota un número de seis cifras, esta vez mi vaticinio será: ¡9! Alicia,
obediente como siempre, apuntó:

669845

—Ahora, coloca esas mismas cifras en distinto orden, el que tú quieras, y
compón otro número con ellas.
Inmediatamente caligrafió un nuevo guarismo:

586694

—Réstalos y dime el resultado.
—Me da 083151.
—0 + 8 + 3 + 1 + 5 + 1 = 18. Soy un matemago —sentenció Richard—, mi
profecía se ha cumplido.
—Ha fallado, predijo que saldría el 9 —protestó la pequeña, con orgullo de
triunfadora.
—Ni hablar de fracaso. Fíjate: 1 + 8 = 9. Lo puedes repetir con cualquier
número de seis cifras, siempre obtendrás un orondo y elegante nueve.
Sin más dilación, Richard retomó asuntos más serios.
—El interés compuesto tiene un pequeño inconveniente. Una vez quedes
subyugada y atrapada en su fascinante funcionamiento, no podrás liberarte de él.
Su magia es tan atrayente que conseguirá que evites cualquier gran gasto
superfluo y, como tal, prescindible. A partir de ahora, cualquier dispendio
económico importante que tengas que asumir, incluso aunque sea necesario y
útil (como pueda ser la compra de tu vivienda), será evaluado por su «verdadero
coste según el interés compuesto». Si adquieres una casa y pagas por ella un
millón de dólares, tu mente rápidamente calculará si dentro de quince años van a
ofrecerte ocho millones por ella. Será inevitable, todo te parecerá caro. ¿Por qué
piensas que Warren es tan ahorrador? ¿Por qué se deleita conduciendo su viejo y
barato vehículo? Si «disfrutara» de un Rolls Royce por la módica suma, para él,
de un millón de dólares, ¿crees que sería más feliz? Su fuerte personalidad
analítica no lo soportaría. Recuerda que sus tablas de interés compuesto no son
al 15 %, sino al 20 %, y aunque ese hecho te pueda parecer una diferencia
insignificante, a largo plazo las rentabilidades extras que genera ese 5 % son
increíblemente significativas. Inmediatamente, su prodigiosa capacidad de
cálculo sabría que su capricho motorizado, le habría esquilmado a su patrimonio
al cabo de cuarenta y tres años la friolera de 3.623.190.000 dólares, es decir,
algo más de tres mil seiscientos millones. «¡Demasiado dinero por un coche!»,
opina Warren, con buen criterio. Pensarás que es de tontos amasar una gran
fortuna y vivir tan sencillamente como lo hace él, para luego donarlo todo a
fundaciones benéficas. Warren está hipnotizado por la magia del interés
compuesto. No es libre para despilfarrar su dinero, no puede obrar de otra
manera. Él es feliz ayudando a los más necesitados. Tú, a lo mejor, actuarás a lo
largo de tu vida de la misma manera, pero con otros objetivos, quizá por dejarles
un gran patrimonio a tus hijos. En cualquier caso, nunca inviertas por avaricia. Si
quieres hacerte millonaria por egoísmo, nunca llegarás a ser suficientemente rica
y no serás feliz. Sin duda, la mejor inversión que puedes hacer es invertir en ti
misma.
Evocando la fotografía de la gran mansión y el letrero que rezaba: «Felicidad
no incluida en el precio», recordó que la riqueza no aseguraba la felicidad.
—Hay una cuestión fundamental que quisiera aclarar contigo. Piensa que, si
tú has convertido un millón en 539 millones, si ese fondo gestionaba,
supuestamente, mil millones, los ha transformado, a su vez, en 539.000 millones.
Es imposible administrar esas sumas astronómicas y obtener importantes
rentabilidades. Cuanto más dinero se maneja, más difícil es encontrar buenas
empresas para invertir. Además, probablemente tu fondo invierta de forma
preferente en small caps, que son las compañías con más potencial de
revalorización por ser las que el mercado, en general, tiene menos estudiadas y,
por ende, ofrecen más oportunidades de compra a buenos precios. Obviamente,
en esas pequeñas compañías no es posible invertir grandes sumas de dinero. Eso
nos lleva a una conclusión elemental: la única forma de conseguir su objetivo de
rentabilidad a largo plazo es cerrar el fondo. Si tu fondo no está dispuesto a
impedir nuevas suscripciones, busca otro que sí lo haga, pues, de lo contrario,
sus ganancias serán muy similares a las de los índices bursátiles.
—¿Y cómo puedo saber que los gestores estarían dispuestos a clausurar el
fondo a nuevas aportaciones? ¿Y si me mienten?
—Averigua si invierten la mayoría de su patrimonio personal en el fondo. Si
tienes la certeza de que sí lo hacen, ellos serán los principales defensores de sus
propios beneficios. Los mejores gestores de la historia siempre han invertido en
los mismos fondos que dirigen; es la manera más ética y eficaz que han tenido
de enriquecerse.
—Tengo una última duda —interrumpió Alicia.
—Seguro que no es la última. En economía una respuesta siempre genera,
como mínimo, tres preguntas nuevas; y, a más inteligencia, más preguntas. En
cambio, hay quien se queda callado por miedo a parecer tonto, y hace bien,
porque es mejor parecerlo que hablar y despejar las dudas.
Alicia festejó el chiste, aun no pareciéndole muy correcto burlarse de una
carencia que no está en nuestra mano corregir.
—He entendido el funcionamiento de las tablas y también he asimilado que,
sin duda, invertir en bolsa a largo plazo y mantener la inversión es la mejor
opción. Pero todos esos números son muy bonitos si no se produce un crac total.
¿Y si fueran tan solo el cuento de la lechera? ¿Qué pasaría si hubiera una guerra
nuclear universal, una invasión extraterrestre o una expropiación total de los
bienes?
—Eso, moralmente, afectaría mucho más a los ahorradores, a los buenos
trabajadores, a los que planificamos nuestro futuro y el de nuestros hijos, a los
que en general somos penalizados por el Estado solo por ser previsores y generar
riqueza. Lógico: siempre puede perder más el que más tiene. Por ese motivo no
debes privarte de nada que te aporte felicidad, y mucho menos por amasar más
dinero. Invierte antes en tu educación; tu buena y sólida formación como
persona es lo único que no podrán arrebatarte. Invierte también en tu bienestar y
en el de los tuyos. No obstante, si ocurriera un colapso de los mercados
financieros y quebraran todas las empresas, la vida, tal como hoy la concebimos
y vivimos, no existiría; sería rico únicamente quien tuviera un trozo de tierra
para cultivar con su arado romano.
Alicia se imaginó en la era, encima de un trillo de pedernal, quebrantando el
grano de la espiga de trigo con la fuerza motriz de un mulo.
—Supongamos que tu hijo tampoco necesita el dinero que ha recibido en
herencia, que no ha tenido que pagar impuesto de sucesiones y que reinvierte tu
pequeña fortuna en un fondo que le da una rentabilidad media, como el tuyo, del
15 %. ¿Podrías calcularme cuánto dinero acumulará al final de otros 45 años?
Contrariada ante la pesada tarea, tomó la calculadora y empezó a teclear con
fruición, pero Richard la interrumpió visiblemente enfadado.
—¿Qué os enseñan en el colegio? Recuérdame que hable con tus profesores
de matemáticas. Es tan sencillo como realizar una simple regla de dos. Si un
millón se ha convertido en 539 millones, esos 539 millones se transformarán, en
los siguientes 45 años, en X.
Richard planteó el problema.

1 millón — 539 millones
539 millones — x millones

—Pero eso es una regla de tres, no de dos —rectificó Alicia.
—Tienes razón, aunque dividir por uno es dejar las cosas igual. Así que basta
con multiplicar 539 x 539. Finalmente, todo queda entre dos. El resultado es
290.521 millones de dólares.
—No puede ser, mis nietos serían multimillonarios.
—Y todo ello en tan solo 90 años, únicamente dos generaciones.
—No me lo creo, tiene que haber trampa en alguna parte —clamó Alicia.
—Son puras matemáticas. La dificultad estriba, como te dije antes, en
encontrar un fondo que te ofrezca un 15 % de rentabilidad media anual durante
un período de tiempo tan largo. Probablemente pasen siglos antes de que nazca
otro Warren Buffett. Seamos prudentes en nuestras expectativas y recordemos el
aforismo de nuestro amigo Benjamin Graham: «Conseguir rendimientos
satisfactorios es más sencillo de lo que la gente piensa. Obtener rendimientos
sobresalientes es mucho más duro de lo que la gente imagina». En los últimos
doscientos años la bolsa de los Estados Unidos ha obtenido unas rentabilidades
medias anualizadas del 10 %, así que seamos realistas y conformémonos con ese
porcentaje. Tengo recopilados los cálculos.
Richard mostró una hoja de papel con las siguientes cifras:

Inversión inicial: 1.000.000 $
Rentabilidad media anual: 10 %
Rentabilidad media anual: 15 %


A los 15 años: 4.177.247$ 8.137.059$
A los 30 años: 17.449.395$ 66.211.739$
A los 45 años: 72.890.440$ 538.769.269$
A los 90 años: 5.313.016.200$ 290.521.000.000$

—¿A que es sorprendente? Las diferencias son abismales. ¡Casi cincuenta y
cinco veces más! —aseveró Richard con vehemencia—. De todas maneras, tu
decisión de ahorrar ese primer millón de dólares, de invertirlo bien y de ponerlo
a trabajar para ti lo más pronto posible, os hará a ti y a tus herederos
inmensamente ricos. Es el momento oportuno para desempolvar las palabras de
Peter Lynch (otro genio) recogidas en su magnífico libro Un paso por delante de
Wall Street: «Me cuesta comprender a la gente que, pudiéndose enriquecer poco
a poco, se empeña en perder su dinero rápidamente».
—¿Tienes las tablas de la inversión a interés compuesto para depósitos a
plazo fijo?
Se percató de que había tuteado a Richard, se sentía muy cercana a su nuevo
amigo de Wall Street. Se propuso seguir haciéndolo, a pesar de la avanzada edad
de su interlocutor.
Richard rebuscó en su chaqueta. Finalmente sacó de su gabardina un montón
de pliegos que alisó con fruición. Estaba orgulloso de su pequeña alumna.
—Aquí están. Rentabilidad media del 5 %, de la cual habrá que descontar un
supuesto 1,25 % para el pago de tus impuestos anuales.

Inversión inicial: 1 millón de dólares.
Interés neto (después de impuestos): 3,75 %
A los 15 años: 1.737.086 $
A los 30 años: 3.017.469 $
A los 45 años: 5.241.605 $
A los 90 años: 27.474.422 $

Rentabilidades a 90 años, 193 veces menores que para el 10 % y 10.575 veces
inferiores al supuesto del 15 %. Asimismo, no debes olvidar que con esos 27
millones de dólares dentro de 90 años tus herederos no podrán comprar una casa
que actualmente cueste un millón. Tristemente, los ahorradores, con esa decisión
de renovar sus depósitos anualmente en su afán de buscar seguridad y reducir «el
riesgo», perderán mucho poder adquisitivo. Y lo más lamentable es que la
mayoría de la gente trabajadora adopta esa errónea y pertinaz actitud.
La mente prodigiosa y ágil de Alicia empezaba a ofuscarse. Por momentos
pensó que se ahogaba en un inmenso mar de números que danzaban de forma
contumaz e inmisericorde, burlándose de sus tribulaciones de adolescente.
—Como ya sabes, el interés compuesto acumula y, por tanto, capitaliza los
intereses. Si nos gastáramos las plusvalías, estaríamos invirtiendo a interés
simple, lo cual implicaría que, en el supuesto de un interés simple fijo del 10 %
anual, al cabo de 90 años dispondríamos únicamente del millón inicial. Y no hay
que olvidar que, debido al efecto devaluador de la inflación, dos cantidades de
dinero iguales no tienen el mismo valor si se comparan en diferentes momentos
de tiempo. Eso sí, habríamos obtenido 9 millones en intereses. Todos los años
100.000 dólares de rendimientos, pero, a diferencia del interés compuesto, las
plusvalías del interés simple son mucho más útiles los primeros años que los
últimos. Con los 100.000 dólares el primer año podríamos adquirir muchos
bienes y servicios; en cambio, en el año noventa esos mismos dólares nos
permitirían pocas alegrías.
Alicia ya sabía que si quería enriquecerse debía reinvertir los intereses, por lo
menos durante los primeros tres lustros.
—Todo el mundo debería conocer la magia del interés compuesto. Todos
tienen derecho a saber que la bolsa es la inversión más segura y rentable a largo
plazo. Pero, créeme, los grandes inversores value siempre han divulgado sus
ideas y lo han hecho desinteresadamente, sabiendo que si la mayoría invirtiera la
totalidad de sus ahorros en bolsa las rentabilidades mermarían ostensiblemente y
se aproximarían a la media de la revalorización del Producto Interior Bruto. Es
decir, no ofrecerían mucho más que los actuales depósitos a plazo fijo. La
ventaja de invertir en renta variable y hacerlo a largo plazo es que solo una
minoría invierte de esa forma. Pocos tienen la mayor parte del patrimonio
invertido en acciones y, de ellos, son muchos los que apuestan a corto plazo.
Todo el dinero que se van dejando esos especuladores por el camino lo van
recogiendo los inversores pacientes y, cómo no, los intermediarios financieros.
—¿Por qué no enseñan a la gente a invertir?
—De poco serviría. Si expusieras tus conocimientos abiertamente y sin
tapujos te tratarían como a una «loca iluminada», te tildarían de irresponsable, te
acusarían de arriesgar el futuro patrimonio de tus hijos, serías vilmente
vilipendiada y te considerarían un peligro para la sociedad. La población, en
general, no está capacitada para asumir e integrar las ideas que contradigan
aquellas que se han transmitido de generación en generación. Esas dañinas ideas
están demasiado arraigadas como para poder liberarse impunemente de ellas.
«Invierte en ladrillos». «Cómprate un piso, que alquilarlo es tirar el dinero; eso
solo lo hacen los pobres». «No arriesgues tus ahorros». «Ve a un banco grande y
solvente; confía en ellos, saben más que tú». «Déjate asesorar por tu banquero, él
entiende mucho de inversiones, para eso ha estudiado». «Solo ganan dinero en la
bolsa los grandes capitalistas, los tramposos, los especuladores y los que tienen
información privilegiada». Y así, con la mejor de las intenciones, nuestros
progenitores nos inculcan tópicos que nos maniatarán y condicionarán
negativamente nuestras inversiones a lo largo de toda la vida.
No podía más, estaba agotada. El ingente esfuerzo mental al que había sido
sometida le produjo una repentina extenuación. Iba a despedirse, agradeciendo
las enseñanzas, cuando Richard, a quien evidentemente le encantaban los
números y también burlarse de ella, le propuso la resolución de un reto
matemático.
—¿Serías capaz de escribir el número más grande posible que pueda
transcribirse, usando tan solo tres dígitos y sin emplear ningún otro símbolo
adicional?
Pensó que se trataba de un juego de niños. Tomó el papel lila, un tanto
arrugado, que le ofreció Richard, y con pulso firme y trazo decidido anotó: 999
—¡Casi lo consigues! Has acertado con el guarismo de los tres dígitos, pero te
has equivocado al ponerlos uno al lado del otro. El número en cuestión contiene
los tres nueves, pero estos son equilibristas, hay que apilarlos uno encima del
otro.
El maestro recuperó la hoja y apuntó: 999
—En 1906, C.A. Laisant presentó a otros matemáticos el resultado de sus
cálculos: nueve elevado a nueve y elevado, una segunda vez, a nueve, solo podía
representarse empleando 369.693.100 dígitos.
No podía imaginarse el numerito con todas sus cifras, pero dedujo que, con
una grafía no demasiado minúscula, podría atravesar los Estados Unidos de
América, desde San Francisco a Washington, y darse una vueltecita por el
océano Atlántico. Se sentía un tanto engañada. Richard le había dado poco
papel.
—Las matemáticas te serán muy útiles a lo largo de tu vida, además son muy
divertidas. ¿Podrías calcularme cuál es la suma total de los cien primeros
números?
—Eso sería fácil si tuviera mi ordenador portátil. Sin él, lo conseguiría con
algo de tiempo, pero sería una faena tediosa.
—¡Hazlo! Se necesita mucha paciencia o algo de inteligencia, tú eliges.
—Cogió el reutilizado papel lila y empezó a sumar con cara de
circunstancias. No podía negarse. Richard le había enseñado muchas nociones y
pensamientos útiles:

1 + 2 + 3 + 4…+ 10 = 55
11 + 12 + 13…

—¡Hum…! Veo que estás sumando por grupos de diez números. Sin duda es
una buena manera de no perderse.
Richard hizo un leve gesto para detener su inercia sumatoria.
—A los seres humanos nos gusta complicar las cosas sencillas. Te contaré
una bonita anécdota que le pasó al pequeño Gauss. Un día, su profesor castigó a
todos los niños de la clase por su mal comportamiento a sumar todos los
números del 1 al 100 antes de poder disfrutar del recreo. Así que se dispuso a
leer tranquilamente el periódico mientras sus alumnos estaban entretenidos en
tan ardua labor.
—¿Es el mismo que el de la célebre campana de Gauss?
—Así es. Se convirtió en un gran matemático. El pequeño y perspicaz Gauss
se levantó de su asiento apenas unos segundos después y entregó el resultado
correcto al ogro de su instructor. Sumaban 5.050. ¿Cómo lo hizo? Dedujo que
podía sumar los números por parejas, de esta forma:

1 + 100 = 101
2 + 99 = 101
3 + 98 = 101

49 + 52 = 101
50 + 51 = 101

Con ese ingenioso truco agrupaba 50 parejas de cifras que sumaban, cada una
de ellas, 101. Bastaba con realizar la siguiente operación: 50 x 101 = 5.050.
—¡Qué ocurrente!
—La suma de los primeros 1.000 números sería, por el mismo principio, el
equivalente a multiplicar: 500 x 1001 = 500.500.
Alicia le obsequió con un cordial «¡Hasta pronto maestro!» y le dio dos
efusivos besos no sin antes aprovechar la cuartilla lila para caligrafiar con letra
menuda…
«Si quieres tener un dólar, el primero que ganes no te lo gastes. Si quieres
tener cien dólares…».

Dale Carnegie y los gigantes

«La crítica es inútil porque pone a la otra persona a la defensiva y,
por lo común, hace que trate de justificarse. La crítica es peligrosa
porque lastima y hiere el precioso orgullo de la persona,
daña su sentido de la importancia y despierta
el resentimiento y la desmoralización».

Dale Carnegie (1888-1955)
Empresario, escritor y filántropo estadounidense.


ola, Alicia. Soy Dale Carnegie. ¿Has visto algún gigante?
— H La pequeña respondió con poco entusiasmo al saludo arrastrando un
cansino «¡No!».
—Sé que estás fatigada. El interés compuesto es fascinante y a la vez
agotador, pero Warren me ha pedido que te dé un curso acelerado de autoayuda.
Por cierto, él y su socio Charlie Munger son dos gigantes.
Alicia tembló, sabía que su cerebro contenía ya demasiada información. Se lo
imaginó rebosante. Más ideas nuevas, sin duda, le harían olvidar las anteriores,
dedujo resignada.
—Empezaremos por tu actitud postural. Esos hombros encorvados hacia
delante, cabizbaja, alicaída, esa apatía… Ese talante decaído te deprime aún más.
Toma aire, inspira hondo, hombros hacia atrás sacando pecho, mirada al frente y
una amplia sonrisa.
Lo cierto es que a medida que iba obedeciendo las órdenes de su «sargento
furriel» empezó a sentirse algo más animada.
—Mucho mejor. Ahora, contempla el cielo, deléitate con el maravilloso día
que la vida te ha regalado y piensa que hoy puede ser un gran día. Disfruta del
aquí y ahora, el futuro y el pasado no existen más que en tu imaginación, solo
puedes ser feliz en el presente. Como dijo Gustave Flaubert: «El futuro nos
tortura y el pasado nos encadena. He ahí por qué se nos escapa el presente».
—¿Y si el presente es desagradable o inaceptable? —interpeló Alicia.
—Te contestaré con las palabras de Eckhart Tolle, recogidas en su revelador
libro El poder del ahora: «El momento presente es como es: acepta y después
actúa. Acepta cualquier cosa que contenga el momento presente como si la
hubieras elegido. Trabaja siempre a favor del momento, no contra él. Haz del
presente tu amigo y aliado, no tu enemigo. Eso transformará milagrosamente tu
vida. (…) Nada ocurrió nunca en el pasado; ocurrió en el ahora. (…) Nada
ocurrirá nunca en el futuro; ocurrirá en el ahora».
«No me lo puedo creer. Hasta prefiero que me hablen de economía antes que
de la filosofía del ahora» —pensó, haciendo un gran esfuerzo por entender algo.
—No malinterpretes mis palabras. Vivir intensamente el ahora no significa
renunciar a preparar nuestro futuro. Lo asimilarás mejor con las palabras de Peter
Drucker: «La planificación a largo plazo no es pensar en decisiones futuras, sino
en el futuro de las decisiones presentes».
Seguía repitiéndose: «Nada ocurrirá en el futuro; ocurrirá en el ahora».
—Aceptar las cosas tal como son, aunque estas impliquen limitaciones y
sufrimiento. Hacerlo en el momento presente nos ayudará a asumir esos
sentimientos inevitables y padeceremos menos. Los conocimientos o
experiencias del pasado se vuelven relevantes en el ahora y cualquier esfuerzo o
planificación por mejorar o conseguir algún objetivo futuro se gesta en el ahora.
Aprendamos a vivir plenamente el presente. Es cierto que todos tenemos mil
problemas y asuntos pendientes cuya solución nos agobia, pero preguntémonos:
«¿los tengo ahora mismo?». Pensar que el pasado nos da una identidad
inamovible y coercitiva y el futuro contiene una promesa de felicidad es una
ilusión. Recordar, desear, añorar, esperar, lamentar y arrepentirse son algunas de
las estratagemas más usuales e inoperantes para huir del ahora; la evasión del
presente idealiza el futuro creyendo, ingenuamente, que en el mañana
encontraremos la gran felicidad. Evitemos negar lo que es, aceptemos el
momento actual y admitamos la naturaleza fugaz de las cosas. «Las
lamentaciones no sirven para nada; entregarse a ellas es perder el tiempo
presente por un pasado que ya no nos pertenece». Son palabras de A. Dufresnes.
Suspiró en señal de rendición y como signo de aceptación de su presente más
inmediato; evidentemente, un «ahora» filosófico.
—Robert J. Burdette afirmó que no es la experiencia del día de hoy lo que
vuelve locos a los hombres; es el remordimiento por algo que sucedió ayer y el
miedo a lo que nos pueda traer el mañana. (Curiosamente, un pasado que en
muchas ocasiones nos culpabiliza y un futuro que nos angustia e inmoviliza).
Hay dos días de la semana que no deberían preocuparnos: uno es el ayer y el otro
el mañana.
Tuvo que concentrarse para discernir el significado de la última frase.
—La culpabilidad del pasado nos deprime en el presente. Olvidamos que es
inútil lamentarse por algo que ya no tiene solución y que solo consigue minar
nuestra energía presente. Trasladar nuestros pensamientos al ayer parece
liberarnos de la responsabilidad de las malas acciones y justificar nuestra
parálisis del hoy, la cual nos incapacita para asumir nuevos retos e intentar
mejorarnos. La mayoría de comportamientos autodestructivos que nos arrastran
a la infelicidad son consecuencia de no vivir en el tiempo presente.
Intentaba evadirse a su más inmediato pasado reciente, visualizando las
chaquetas azules de los brókeres de la bolsa de Nueva York, cuando fue
interrumpida por Dale, quien pareció descifrar sus pensamientos.
—Richard Russell juega con ventaja —salió al rescate Dale—. Sus tablas de
interés compuesto parten con un millón de dólares de una supuesta herencia,
pero pocos iniciamos nuestra aventura inversora con ese capital. Así pues, para
obtener tu primer millón necesitarás buena formación (aptitud) y saber venderla
a los demás (actitud). Además, para empezar a coquetear con la capitalización,
por descontado, deberás ahorrar siempre una buena parte de tus ganancias.
—Lo sé, hay que ahorrar y valorar el auténtico coste de las cosas según su
potencial de capitalización a interés compuesto —aclaró con tono defensivo.
—Eso es, debes contemplar tu moneda de un dólar como una semilla con un
potencial de crecimiento enorme. «Cuida de los pequeños gastos; un pequeño
agujero hunde un barco», decía Benjamin Franklin. Todas las familias deberían
llevar un libro de cuentas y su balance ser siempre positivo, es decir, obtener
más ingresos que pagos, pues de lo contrario nunca se obtendrá la tan ansiada
libertad financiera. Es fundamental tener un buen plan financiero y unos
objetivos definidos en el tiempo. «Es cierto que el dinero no puede comprar la
felicidad —afirmaba George S. Clason— pero hace posible que usted disfrute de
lo mejor que el mundo tiene para ofrecer». Encontrarás el camino a la riqueza
cuando consigas que una parte de todo lo que ganes sea tuya para guardarla.
Págate a ti primero (conservar como mínimo un diez por ciento debería
considerarse como un «gasto» obligatorio); luego, haz que tus ahorros trabajen
para ti (reinvirtiendo y capitalizando las plusvalías), convierte el dinero en tu
esclavo.
«Más de lo mismo» —pensó, acordándose de su amigo Richard.
—La mayor parte de las personas llevan profundamente grabado el guion de
lo que yo denomino «mentalidad de escasez». Ven la vida como si hubiera pocas
cosas, solo imaginan una única tarta y piensan que, si alguien consigue un trozo
grande, necesariamente otro se quedará con menos parte. La mentalidad de la
escasez es un paradigma erróneo de suma cero: si yo gano, otro tiene que perder
necesariamente. Lo cierto es que en el mundo hay riqueza abundante para todos,
y es una riqueza creciente en el tiempo.
—Sí, pero es más fácil tener una «mentalidad de la abundancia» si se es ya
rico.
—La seguridad económica no depende únicamente del patrimonio que
tengamos sino, más bien, y sobre todo, de nuestra capacidad para pensar,
aprender, crear y adaptarnos a un entorno cambiante. La base de la verdadera
independencia financiera no descansa en tener un gran capital, sino en el poder
para generarlo. Los bienes materiales son efímeros, pueden desaparecer como
consecuencia de guerras, expropiaciones, desastres naturales, etc. De ahí que la
protección que debemos buscar no sea la externa, basada en esas posesiones,
sino la interna, fundamentada en nuestra inteligencia y valores positivos.
No hay más salida que la formación; invariablemente concluimos lo mismo
—meditó Alicia, a quien su viaje a Wall Street se le antojaba fantástico y
agotador.
—Daniel Gilbert no lo pudo resumir con menos palabras: «La sociedad quiere
que consumamos, no que seamos felices». Creemos que alcanzaremos la
auténtica felicidad si logramos disponer de más comodidades y riquezas, pero
nos equivocamos. La felicidad no es el resultado de satisfacer nuestros deseos
materiales. La felicidad se esconde tras el noble esfuerzo, tras la vida útil y tras
nuestra entrega incondicional (sin esperar recompensas ni agradecimientos) al
prójimo. Como decía Richard I. Evans: «Los hijos no nos recordarán por las
cosas materiales que les dimos, sino por la convicción de que los quisimos». En
lo transitorio y en lo perecedero no encontraremos más que frustración. Muchas
veces son los ojos de los demás, no los nuestros, los que nos arruinan, ya que,
para poder presumir ante los otros, con demasiada frecuencia incurrimos en
gastos innecesarios. Emerson proclamó que ser tú mismo en un mundo que
intenta constantemente convertirte en otro acaso sea el mayor de los logros. Ser
capaces de vivir austeramente en un entorno de abundancia es un reto importante
y un valor que trasmitir a las futuras generaciones. Despilfarrar aquello de lo que
muchas personas carecen es inmoral. Tener acceso no equivale a tener derecho a
usar inadecuadamente los recursos. No permitamos que nuestros hijos
derrochen, porque se habituarán con ello a conducirse de forma egoísta en otros
campos y circunstancias; abusarán de los recursos, de las palabras, de las
personas, desperdiciarán oportunidades, agotarán los medios y crearán un mundo
menos justo y solidario.
Empezaba a odiar el ahorro y el interés compuesto. Miraba y remiraba su
paquete de chicles y éstos le parecían demasiado caros.
—Aclaremos una cosa. Inmersos en esta devastadora crisis, son muchos los
que afirman que hay que gastar más sin importar en qué, que debemos consumir
indiscriminadamente para incentivar la producción y disminuir el paro —apuntó
Alicia.
—No todos defienden esa falacia. Para gastar más, siguiendo esas tesis
keynesianas, no se les ocurre nada mejor que imprimir ingentes cantidades de
dinero que, al no estar soportadas por el patrón oro, provocarán un aumento de
los precios y una disminución del poder adquisitivo de los ciudadanos. Keynes
alegaba que para salir de las recesiones había que aumentar el gasto público,
aunque se contratara gente para enterrar botellas que luego otros debían
desenterrar. ¿Crees que eso genera riqueza?
—Por ese motivo Ben y Warren me dicen que compre acciones
—interrumpió Alicia—, porque el dinero valdrá cada vez menos. ¿No es así?
—¡Justo!, por eso mismo —certificó Dale—. Y, además, ofrecen ese dinero a
unos intereses (impuestos a golpe de decreto) extremadamente bajos con la
finalidad de que nos endeudemos aún más. Fomentar más deuda cuando esta ha
sido la principal causa de la última crisis financiera es una medida genial. ¿No te
parece? —añadió Dale, con sorna—. No te sientas mal ahorrando. Ahorra todo
lo que puedas, porque con ello contribuirás al crecimiento futuro y sano de las
empresas. El ahorro es fundamental para generar inversión; eso lo defendió
Hayek, premio Nobel de la escuela austríaca de economía. Fabricar más dinero
de la nada, sin aumentar los factores productivos que generen una riqueza real y
sostenible en el tiempo, provoca una hiperinflación empobrecedora. Aunque no
te lo creas, en las burbujas expansivas es donde se destruye la riqueza. En esos
booms desaforados todo vale. Cualquier inversión y proyecto, por inútil que sea,
puede dar beneficios iniciales. Es en las crisis, en los cracs, donde todo vuelve a
su orden lógico, saliendo reforzados los proyectos empresariales sanos y viables
y hundiéndose los que solo vendían humo. Como decía Buffett: «Solo cuando
baja la marea sabemos quién se bañaba desnudo». Si el omnipotente Estado
fiscalizador (mediante subsidios y rescates indiscriminados) ayuda y rescata a
esos negocios absurdos, penalizará aquellos sectores productivos rentables y con
ello perpetuará y acentuará la crisis. El intervencionismo estatal es nefasto. La
libertad de mercados, en cambio, sí conduce a la prosperidad. Los bienes son
limitados, y una redistribución injusta y coercitiva amparada por ese Estado
justiciero implica premiar a los malos castigando, necesariamente, a los buenos.
Los Estados (con políticas de expansión crediticia y agresivas medidas fiscales
confiscatorias) distorsionan los modelos de negocio futuros y generan
incertidumbre e inseguridad en cuanto a la toma de decisiones eficientes. Como
afirman Carlos Rodríguez Braun y Juan Ramón Rallo: «La gran recesión fue
producto no de la desregulación o la codicia, sino del excesivo intervencionismo
del Gobierno sobre la moneda, la banca y los mercados financieros».
—Hablábamos del consumismo, luego hemos comentado el ahorro y el
liberalismo. Podríamos disertar, de paso, sobre la felicidad, la tecnología, la…
—El actual desarrollo tecnológico —interrumpió Dale, a quien no se le
podían dar ideas— nos aísla aún más de nuestra familia. Los norteamericanos
permanecen, de media, unas tres horas diarias delante de la televisión y ahora,
además, están el ordenador, las tabletas, las redes sociales, etc. Ya no hay tiempo
para hablar con el abuelo ni para leer cuentos a los niños. Nuestros antepasados
tenían menos botones que apretar, pero no por ello eran más infelices. Esa
inmersión tecnológica aumenta exponencialmente nuestra exposición a la
publicidad y se multiplican las «necesidades» que nos impone la sociedad
consumista. La mayoría de compras son compulsivas y tan solo nos aportan unos
pocos minutos de felicidad. Nuestro vacío existencial hace que pensemos que
adquiriendo más y más cosas (la mayoría de ellas inútiles) seremos más felices,
y la felicidad consiste en querer y disfrutar de lo que tenemos, no en poseer más
objetos. Antes de comprar algo deberíamos plantearnos si realmente lo
necesitamos y cuestionarnos si es necesario poseerlo inmediatamente.
—Sí, todo eso me lo han explicado ya Jason y Richard —afirmó Alicia con
cierto tono recriminatorio y reforzando la entonación en el «ya».
—Siempre es bueno recordarlo.
—¿Puedo contar una historia? Está relacionada con el tema —observó Alicia.
—Por supuesto, siempre he defendido que para que la gente nos aprecie
debemos, más que hablar excesivamente, como estoy haciendo yo, escuchar con
atención. De hecho, aprendemos más cuando escuchamos; por algo tenemos dos
orejas y tan solo una boca.
—Mi abuelo era español, nació en un pueblo de once casas, en el prepirineo
de Huesca, en la Sierra de Guara. La economía era de subsistencia. La aldea
murió en la década de los años sesenta sin haber llegado a conocer la
electricidad, el agua corriente ni el teléfono. Nunca hubo carros, el empinado y
escarpado terreno no lo permitía. Jamás llegó carretera ni pista alguna a Otín; la
más cercana estaba a dos horas de camino de caballería. En esas condiciones de
vida tan duras los niños fueron siempre felices, sus juguetes eran las piedras, los
animales, la tierra, los árboles, el cielo… la vida misma. Jerónimo, mi abuelo,
me habló de una caja de madera de nogal negro: la caja de la felicidad. De vez
en cuando su padre reunía a sus siete hijos y la abría. ¿Qué riquezas contenía?
Muchas y muy valiosas. Grandes tesoros a los ojos de aquellos niños, como
restos de una barra de turrón de guirlache, trozos de chocolate, alguna galleta,
caramelos (no muchos), nueces… Pero, sobre todo, aquella caja de madera de
nogal negro, la caja de la felicidad, guardaba mucho amor.
Dale notó cómo Alicia hacía grandes esfuerzos para contener unas lágrimas
que finalmente surcaron, cual ríos liberadores, sus sonrosados pómulos.
—¿Alguien de tu familia conserva esa caja? Es una historia emotiva.
—Casi todo desapareció con el pueblo, pero sí atesoro una pequeña cajita de
madera de boj, exquisitamente tallada por mi abuelo Jerónimo con una simple
navaja y con paciencia de pastor. Tiene un mecanismo secreto, simple e
ingenioso, que impide su apertura. Por cierto, ¿sabías que la madera de boj,
recién cortada, es tan densa que no flota en el agua?
—Eso prueba que no hay verdades absolutas. ¡Hay maderas que no flotan!
Tampoco lo hacen la de ébano ni la de palo fierro. Son maderas eternas —
concluyó Dale—. ¿Podemos continuar?
La pequeña asintió con un leve gesto al tiempo que enjugaba sus últimas
lágrimas.
—¡Un momento! —reaccionó Alicia—. ¡En ciencia sí hay verdades
absolutas! Existen leyes constantes de la física que necesariamente se cumplen.
Se me ocurre como ejemplo la ley de la gravedad.
—Y también que no es posible superar la velocidad de la luz —añadió Dale.
—Así es.
—Se han descubierto unas partículas subatómicas, los neutrinos, que tienen
una masa de menos de una milmillonésima de la masa de un átomo de
hidrógeno. Son producidos por la radiación cósmica y un ser humano es
atravesado por miles de millones de neutrinos cada segundo. Se necesita una
pared de plomo de un espesor superior a un año luz para poder detenerlos.
—Si la pared de plomo tuviera un segundo-luz de grosor, tendría
300.000 km de espesor.
—¿Me estás tomando el pelo?
—En absoluto. A lo que iba, según recientes experimentos todavía por
confirmar, parece ser que esos entes asombrosos podrían, aunque por muy poco,
superar la velocidad de la luz y, si eso es cierto, se añadiría una nueva dimensión
a la teoría de la relatividad de Einstein.
Alicia no podía dejar de pensar en cómo serían capaces de frenar a los
neutrinos.
—¿Qué comentábamos? ¡Ah, sí! Una cosa es necesitar y otra, bien distinta,
desear. Tras la satisfacción de un impaciente deseo, frívolo y codicioso,
aparecerán cinco más. Ya lo decía Miguel de Unamuno: «No des a nadie lo que
te pida, sino lo que entiendes que necesita; y soporta luego la ingratitud».
Recuerda también las sensatas palabras de Logan Pearsall Smith: «Hay dos
cosas que deben perseguirse en la vida; la primera es conseguir lo que se quiere
y después disfrutar de ello. Solo los más sabios logran lo segundo». Son miles
los aforismos, citaré tan solo uno más, de Robert Brauli: «Disfruta de las
pequeñas cosas porque tal vez un día vuelvas la vista atrás y te des cuenta de que
eran “las grandes cosas”».
Se sinceró consigo misma y reconoció que, a pesar de no ser caprichosa, sus
padres le habían brindado más cosas de las estrictamente necesarias. Dale
continuó, impertérrito.
—Decía W. Beran Wolfe: «Si observas una persona feliz, la encontrarás
construyendo un barco, escribiendo una sinfonía, educando a sus hijos,
plantando dalias en su jardín o buscando huevos de dinosaurio en el desierto de
Gobi. No la encontrarás buscando la felicidad como si fuera la cuenta de un
collar que se ha deslizado bajo el radiador». Si quieres ser más feliz, haz más
cosas de las que te hacen feliz. Parece una perogrullada, pero es una idea cargada
de sentido común. Ser consecuentes realizando nuestros anhelos y no
contraviniendo nuestras ideas fundamentales es una de las claves de la felicidad.
Los niños desbordan alegría porque se vuelcan en las tareas que brotan de sus
corazones; luego, los imponderables de la vida se encargan de matar sus
ilusiones. ¿Dónde están esos sueños infantiles, esas ansias juveniles por
transformar el mundo? ¿Dónde murieron nuestros ideales? No ignoremos que el
abandono de nuestras creencias conduce a la desdicha. No cabe la felicidad si los
compromisos no concuerdan con las convicciones.
Dale disertaba con la fluidez de un gran orador. Alicia dedujo que en Wall
Street todos coleccionaban aforismos.
—El hombre moderno —continuó Dale— asocia la felicidad al mero hecho
de divertirse consumiendo ocio, cultura, espiritualidad, compras, viajes,
deportes, bebidas, espectáculos… y a devorarlo todo a un ritmo vertiginoso
donde se prima la cantidad y la acumulación por encima de la asimilación y del
auténtico disfrute. La sociedad nos convence de que la finalidad última de
nuestra existencia y la que nos colmará de felicidad es la de consumir. No nos
dejemos engañar, todo eso es una falacia, no seremos auténticamente felices si
no somos capaces de amarnos a nosotros mismos y de permanecer a solas en
silencio, meditando sobre nuestras ideas y objetivos en la vida. Únicamente
cuando estemos enteramente satisfechos con nosotros mismos, solo cuando nos
amemos, seremos capaces de amar a los demás y ser felices.
«En Wall Street todos parecen haber olvidado que tengo tan solo trece años»
—pensó nuestra pequeña aventurera.
—Para ser maestros en cualquier arte (más aún en el de amar) es
imprescindible aplicar tres virtudes olvidadas: la disciplina, la concentración y la
paciencia. Desgraciadamente, la vida nos arrastra a lo contrario. El hombre
civilizado se siente coartado y controlado en su trabajo y reacciona aplicando a
su tiempo libre una total indisciplina que le conduce a actividades escapistas
carentes de sentido. Se tiende a realizar todo a la vez, cuantas más cosas mejor.
Pero el ejecutar un sinfín de tareas al mismo tiempo (de forma superficial y
desconcentrada), lejos de estimularnos, nos deprime y agota. ¿Y qué decir de la
paciencia? Todo lo queremos a la voz de ¡ya! —dijo mostrando un pequeño
libro.
Alicia apenas pudo adivinar el título: El arte de amar.
—¿Conoces a Erich Fromm? —Dale empezó a leer sin esperar respuesta—:
«Mientras tememos conscientemente no ser amados, el temor real, aunque
habitualmente inconsciente, es el de amar. Amar significa comprometerse sin
garantías, entregarse totalmente con la esperanza de producir amor en la persona
amada» —hizo una breve pausa pasando algunas páginas hasta llegar al siguiente
punto marcado—. «Nuestra sociedad está regida por una burocracia
administrativa, por políticos profesionales; los individuos son motivados por
sugestiones colectivas; su finalidad es producir más y consumir más, como
objetivos en sí mismos. Todas las actividades están subordinadas a metas
económicas, los medios se han convertido en fines; el hombre es un autómata
(bien alimentado, bien vestido, pero sin interés fundamental alguno en lo que
constituye su cualidad y función peculiarmente humana)».
Alicia memorizó: El arte de amar.
—Sé generosa. Los mayores enemigos del amor son el egoísmo y la codicia.
La codicia nos hace envidiosos e insaciables, nos entierra en un pozo sin fondo
que nunca colmaremos e inevitablemente nos aboca a la desdicha.
De repente se descolgaron del cielo, en un pausado descenso, millares de
livianos papelitos de seda. Alicia leyó su mensaje:

«Aunque no tenga otras cualidades, me basta el amor para triunfar.
Sin él fracasaré, aunque posea toda la sabiduría y todas las
habilidades del mundo.
Saludaré este día con amor en mi corazón».
Og Mandino

—Dar para recibir —continuó Dale—, esa es la clave y en ese orden. Primero
debemos ofrecer generosa y desinteresadamente a nuestros afines lo que
necesitan. Luego, ellos nos darán lo que nosotros precisamos. La mayoría de las
personas lo hacen al revés. En nuestra sociedad de las transacciones materiales y
espirituales, donde a todo le ponemos un precio, la gente quiere obtener algún
beneficio de los demás y se frustra si no lo consigue. Esa desesperación, esa
impotencia, ante el deseo no conseguido, suele llevarnos, en un acto de dañina
venganza, a querer castigar al que no ha satisfecho nuestras expectativas. La
represalia aún nos distancia más (en un círculo vicioso que se retroalimenta) de
nuestro objetivo inicial y solo conduce al desencuentro y la frustración. El
egoísmo nos encamina al fracaso. Démonos incondicionalmente a los demás y
recibiremos mucho más que adoptando una postura egocéntrica. Esta es una de
las ideas que más satisfacciones y felicidad aportarán a tu vida. Recuerda: «En la
medida en que usted le da a los demás lo que necesitan, ellos le darán lo que
usted necesita».
«Dar para recibir. Parece simple », reflexionó Alicia.
—¿Te gusta el arte? —preguntó Dale.
—¿Y a quién no?
—Aseguran que el Hermitage de San Petersburgo es el museo con más obras
de arte del mundo. Si nos detuviéramos tan solo un minuto delante de cada
pieza, tardaríamos cinco años en verlas todas. Estaba contemplando Danae, de
Tiziano, cuando entró apresuradamente una pareja con sus dos hijos. Uno de los
niños se detuvo a mi lado dispuesto a disfrutar del cuadro, pero su padre lo
agarró del antebrazo y, tirando de él, le dijo al tiempo que fotografiaba el cuadro:
«Carlos, si nos paramos a mirar no tendremos tiempo de ver nada».
—Vivimos acelerados. Mi padre hace tiempo que viaja sin su cámara. Piensa
que los turistas que disparan indiscriminadamente centenares de fotografías (en
los museos, en las ciudades, en sus viajes) ven mucho menos que los que
disfrutan de una contemplación menos posesiva, simplemente con sus ojos.
—Tiene razón. El que fotografía cuadros no los admira. Es mejor comprar un
libro de arte. Además, con la revolución digital y la posibilidad de almacenar
infinitas imágenes sin coste alguno, modificándolas después en el ordenador,
somos mucho menos cuidadosos y observadores. Un día escuché cómo un turista
le decía a su compañero de viaje que ya tenía más de ochocientas imágenes y,
créetelo, llevaba tan solo tres días de crucero.
—No seré yo quien las soporte —interrumpió Alicia.
—Recientemente, acompañé al parque zoológico a unos amigos míos que
están enseñando a su hija el difícil arte de la fotografía y observé, con sorpresa,
cómo la niña acechaba con su cámara a los animales; andaba y desandaba
sigilosamente el camino en busca del mejor encuadre. Cuando le pregunté por
qué se tomaba tantas molestias para recoger una instantánea, me contestó que a
lo largo de su visita al zoológico solo podía hacer cinco fotografías. ¡Será una
gran fotógrafa!
Alicia se acordó de su cámara. Se la había dejado en casa, pero se consoló
pensando que le hubiera sido más útil una grabadora.
—Warren fue alumno mío. Tenía veinte años cuando asistió a uno de mis
seminarios de autoayuda. Él dice que fue la mejor inversión de su vida. El mayor
honor que pudo hacerme fue colgar el diploma de mi curso en su despacho de
Omaha cuando ni siquiera tiene a la vista el título de economista obtenido (con
Matrícula de Honor) en la Columbia Business School, con Ben Graham. Dime,
¿te gustan los helados?
—Me encantan. Y también las pizzas, y el queso, y los pasteles y…
—No sigas. ¿Tienes hambre, verdad?
—Muchísima.
—¿Quieres tomar uno de fresa?
—Sí, sí… creo que necesito uno gigante.
—¿Deseas ver pronto a tus padres?
—Sí, mucho.
—¿Estás aprendiendo muchas cosas en Wall Street?
—Sí, por supuesto —dijo apresurándose a capturar el helado apenas lo
vislumbró en la mano de Dale.
—¿Eres feliz?
—Sí… claro que sí.
—¡Lo conseguí! Deseaba que admitieras tu felicidad. Casi nunca falla,
siempre que quieras que alguien te dé un sí (a alguna de tus peticiones
importantes) debes empezar por intentar arrancarle unas cuantas afirmaciones
previas. En eso consiste el método socrático. Para inducir a dar un sí a su
solicitud final (la fundamental), Sócrates formulaba una retahíla de continuas
preguntas con las cuales su «víctima» tenía que estar forzosamente de acuerdo.
Si tu propuesta principal es la primera en ser presentada, te arriesgas a que reciba
un no por respuesta y esa negativa constituya una barrera casi infranqueable, ya
que (aunque después convenzas a tu interlocutor con tus razonamientos de que
ese «no» fue lanzado irreflexivamente al aire) su orgullo hará que difícilmente se
desdiga.
Pensó en Dale como un prestidigitador del lenguaje.
—Por cierto, se me ocurre un divertido juego mental. Relájate e imagínate
que estás en el campo, en una extensa pradera, y que un roble centenario se
presenta ante ti, majestuoso, con su ancestral tronco rugoso y sus voluptuosas
ramas repletas de verdes hojas primaverales. ¿Lo visualizas?
—Sí, estoy concentrada —dijo mientras pensaba que Dale no le daría nunca
ninguna oportunidad para replicar con un no.
—Piensa que los robles no dan manzanas, así que no te equivoques y no
evoques ninguna manzana roja colgando del viejo quejigo. No, no hay manzanas
rojas en los robles… Ninguna manzana roja adorna tu árbol. Dale notó cómo
Alicia fruncía el ceño y pareció disfrutar con su desigual lucha para no imaginar
manzanas rojas.
—Ya puedes abrir los ojos. ¿Tenía bellotas tu roble?
—He visto las ramas dobladas por el peso de las manzanas. ¡Todo el suelo
estaba alfombrado con ellas! —admitió derrotada.
—Para el cerebro la palabra «no» no existe. Tiende a ignorarla, ya que el
lenguaje humano nació hace apenas unas decenas de miles de años. Nuestra
genética está anclada en la edad de piedra y eso implica que el cerebro no ve
palabras sino imágenes. Si piensas: «No voy a fracasar», tu mente eliminará ese
«no» y todo quedará en «voy a fracasar» y, sin saberlo, habrás gestado la imagen
de tu derrota. Tus pensamientos deben formularse siempre en positivo. Debes
lanzar el mensaje de «voy a tener éxito». Por eso sirve de poco llamar la
atención de un niño diciéndole que no pinte la pared, ya que con ello
reforzaremos esa conducta. Es mejor premiar los buenos hábitos que castigar los
malos comportamientos. Seamos siempre calurosos en nuestra aprobación y
generosos en nuestros elogios ante su buen proceder, y no prestemos demasiada
atención a sus travesuras, pues ésa es la mejor manera de potenciar una actitud
correcta. Ahora está de moda la física cuántica y el estudio del poder que ejerce
sobre nuestros pensamientos, pero no hay nada nuevo, todo está ya inventado
desde los filósofos clásicos. En su libro de 1902, Como el hombre piensa, así es
su vida, James Allen ya desveló el poder que tienen nuestras ideas. El destino del
ser humano está sustentado, en buena parte, por los conceptos e imágenes que
alberga su mente. El hombre es lo que piensa. Todo lo que nos ocurre en nuestra
vida, el éxito, la riqueza, los negocios, la felicidad, no es más que la
representación externa de lo que previamente ha creado nuestra mente. Con los
pensamientos creamos hábitos, atraemos las circunstancias y labramos nuestro
destino. Nuestra actitud personal y nuestra manera de pensar es lo que
determina, en buena medida, nuestra calidad de vida. «Cuando cambia la manera
en que vemos las cosas, las cosas que vemos cambian». Pero, ¡cuidado!, las
personas no atraen hacia ellas aquello que quieren, sino aquello que son. Una
gran mayoría están ansiosas por mejorar las circunstancias, pero no están
dispuestas a mejorarse a sí mismas, por eso permanecen ancladas en un círculo
vicioso que conduce al fracaso. El magnate Bunker Hunt definió claramente los
tres pasos que conducen al éxito: «En primer lugar, uno decide expresamente lo
que quiere; en segundo lugar, decide si está dispuesto a pagar el precio necesario
para conseguirlo. Y luego hay que pagar ese precio».
Alicia no acababa de entenderlo, pero no se atrevió a solicitar aclaraciones
por miedo a recibir más explicaciones.
—Los intentos desesperados por mantener alejados nuestros sentimientos
negativos, bloqueándolos en el olvido, producen el efecto contrario. No
deberíamos empeñarnos en rechazar los pensamientos nocivos. Dejémosles la
puerta abierta para que puedan circular libremente. No les prestemos excesiva
atención y, aburridos, desencantados ante nuestra indiferencia, esas ideas
dañinas, tales como la envidia, la codicia, la ansiedad o el miedo nos dejarán
finalmente en paz para buscar otro cerebro más combativo que sí les dedique el
tiempo y el «cariño» suficiente que esos entes hostiles demandan. En palabras de
Tal Ben-Shahar: «El intento de suprimir activamente un pensamiento, de
combatirlo y bloquearlo, lo mantiene vivo e intenso». Recuerda tus intentos
baldíos por no imaginar las manzanas rojas.
No permitamos que ningún pensamiento «con los pies sucios» entre en
nuestro cerebro. Trató de recordar dónde había leído esa expresión que parecía
contradecir lo afirmado por muchos psicólogos.
—Si empezamos a ver defectos en nuestra pareja y pensamos obsesivamente
en ellos, cada vez encontraremos más y más, y ello nos conducirá al
desencuentro y probablemente a la separación.
—Eso sí lo entiendo.
—¿Y lo anterior? —puntualizó Dale, a quien no se le escapaba nada.
—También —contestó mirando de soslayo a Dale—. ¡Sí!, ¡sí!… Como un
hombre piensa, así es —exclamó con el tono más convincente que pudo.
—Un científico de Arizona —continuó Dale— realizó un experimento con un
condenado a muerte del estado de Missouri. El reo aceptó sustituir la silla
eléctrica por una ejecución indolora. Se le informó de que le practicarían un
corte lo suficientemente profundo en su muñeca como para morir desangrado. Su
sangre iría cayendo en un recipiente. Existía una pequeñísima probabilidad de
sobrevivir, supuesto en el que sería liberado. Lo amarraron a la cama del hospital
y le hicieron una incisión tan superficial que no afectó a ningún vaso sanguíneo
vital. Debajo de la cama había un recipiente con agua y, mediante una válvula, el
ejecutor iba regulando la fuerza del goteo, que podía oír el preso. El condenado
pensó que se estaba desangrando y falleció de paro cardíaco sin haber perdido ni
una sola gota de sangre. Eso demuestra que el poder de nuestros pensamientos es
inmenso. La mente acepta los mensajes que le mandamos y, en muchas
ocasiones, no distingue lo real de lo fantástico. Por eso el mentiroso compulsivo,
con el tiempo, puede llegar a convencerse de que dice la verdad.
Quedó petrificada ante el relato.
—Se le llama muerte por inhibición psíquica y está recogida en el tratado del
doctor J. A. Gisbert Calabuig titulado Medicina legal y toxicología. En ese texto
se explica el caso de un hombre que se quedó encerrado accidentalmente en una
gran cámara frigorífica. Al día siguiente lo encontraron muerto. En las paredes
había ido escribiendo todos los síntomas de congelación que iba sufriendo. La
sorpresa fue comprobar que la cámara estaba desconectada y que la temperatura
exterior e interior eran idénticas.
Un largo silencio, tenso y sobrecogedor, envolvió a nuestros dos personajes.
—El doctor Camilo Cruz fue tajante al afirmar que las limitaciones que nos
autoimponemos la mayoría de las veces no existen, no son reales y solo existen
en nuestro pensamiento. Son esas ideas coercitivas las que nos impiden alcanzar
todo nuestro potencial.
—¿Puedes explicármelo con un ejemplo?
—Te expondré una anécdota recogida en el original libro del doctor Cruz: La
vaca. Para Cruz —trató de explicar Dale— nuestras «vacas» son las excusas, los
pensamientos irracionales, el conformismo… Y hasta que no nos liberemos de
esas «vacas» no alcanzaremos el éxito.
—¡La vaca! —repitió sorprendida.
—El récord de la milla era una «vaca» —prosiguió Dale—. Registrado en
1903, estaba en 4 minutos y 12,75 segundos, un tiempo que los expertos
consideraban imbatible. Los médicos aseguraban que, en esa distancia, bajar de
cuatro minutos era imposible para el ser humano y que cualquiera que lo
intentara moriría por el esfuerzo. Durante casi sesenta años nadie «se atrevió» a
batir esa marca; pero un día Roger Bannister, un estudiante de medicina de
veinticinco años, anunció públicamente que correría la milla en menos de cuatro
minutos. Nuestro héroe cumplió su promesa. Lo hizo en 3 minutos y 59,4
segundos y sobrevivió. El mito había caído. Tan solo cuatro meses después de su
hazaña, otros seis atletas bajaron de los cuatro minutos. Cuando le preguntaron a
Bannister cómo era posible que tantos deportistas en tan corto espacio de tiempo
hubieran corrido la milla en menos de cuatro minutos, respondió: «Nada de esto
ocurrió porque de repente el ser humano se hubiera convertido en un ser más
rápido, sino porque entendió que no se trataba de una imposibilidad física, sino
de una barrera mental».
La memoria de Dale era prodigiosa.
—¿Sabías que una persona tiene unos sesenta mil pensamientos diarios y que
el noventa y nueve por ciento de ellos se repiten, los mismos, todos los días? Es
la tiranía del pensamiento empobrecido la que nos impide mejorar. Escucha otra
gesta deportiva, ilustrativa del poder limitante de las barreras mentales: el
estratosférico salto de longitud realizado en los Juegos Olímpicos de México en
1968 por Bob Beamon, quien voló 8,90 m (57 cm más que el anterior récord
mundial). Se tardaron veintidós años en batirlo, ocurrió en los mundiales de
Tokio y, curiosamente, lo consiguieron dos atletas en el mismo día: Mike Powell
(8,95 m) y Carl Lewis (8,91 m). El salto de Lewis no fue homologado por
haberse beneficiado de excesivo viento a favor, pero eso poco importaba —
sentenció Dale, que continuó impasible con su discurso—. Nuestro cerebro se
defiende ignorando lo que no nos es útil. No oímos el infernal ruido del tráfico
de las calles porque los filtros cerebrales eliminan aquellos estímulos
innecesarios y dañinos; en cambio, una madre se despierta al mínimo
movimiento de su bebé. No podemos, tampoco, pensar en dos ideas
contrapuestas a la vez, de ahí el éxito de la terapia cognitiva y ocupacional para
eliminar nuestras preocupaciones. Escucha el siguiente relato: «Los salmones del
río Rhin realizan anualmente un increíble viaje migratorio al océano Atlántico.
Siguen una ruta sorprendente. En lugar de pasar por el canal de la Mancha para
ir al Atlántico (en un viaje relativamente breve), suben hasta el extremo norte del
Reino Unido y dan la vuelta bordeando por Escocia. ¿Por qué? Hace tan solo
10.000 años las islas británicas formaban parte del continente europeo.
Concretando más, en el 6.555 a.C. una gran erosión abrió el actual canal de la
Mancha. Durante millones de años el único camino que tenían los salmones para
ganar el océano libre era precisamente el itinerario que siguen ahora. En sus
genes llevan grabada la ruta de Escocia, y si intentáramos desviarlos por el
trayecto corto, por el actual canal, se volverían locos».
Tras una pequeña pausa, Dale continuó.
—Durante cientos de miles de años el hombre solo debió preocuparse por su
supervivencia. Sin ir más lejos, en la época medieval una persona recibía menos
noticias, a lo largo de toda su vida, que ahora con uno solo de nuestros
periódicos, incluyendo también los deportivos. A principios del siglo XX la
acumulación de conocimientos se había duplicado en cien años. A mitades de
dicho siglo se doblaba cada veinticinco. Actualmente lo hace cada dos años. No
estamos adaptados para ese continuo estímulo, somos como salmones sin rumbo.
El hombre habita la tierra desde hace seis o siete millones de años, y la actual
especie, el homo sapiens, apenas tiene 200.000 años. Eso es un suspiro
comparado con la edad del planeta Tierra, estimada en unos 4.500 millones de
años. En tan solo cien años hemos pasado del arado romano a la era de las
nuevas tecnologías, las cuales nos bombardean con infinita información
imposible de digerir por nuestra mente, todavía ancestral. Seguimos
evolucionando biológicamente (como especie) a un ritmo lento y no podemos
adaptarnos a la trepidante velocidad del desarrollo tecnológico. Ese será uno de
los principales retos para la humanidad a lo largo de los próximos siglos.
Dale se detuvo unos instantes, meditó sobre su discurso, que reconoció
caótico y provocador.
—Lo siento, Warren me pidió que te desarrollara en unos pocos minutos
algunas de las ideas de mis seminarios. La premura hace que te las esté
inyectando en vena y, lo reconozco, un tanto desordenadas.
Alicia no protestó, pero pensó que esa continua transfusión, iniciada desde su
llegada a Wall Street, hacía que tuviera ya, por lo menos, dos millones de litros
de sangre, embebida en felicidad y conocimientos financieros, circulando por su
torturado córtex cerebral.
Dale le mostró una reproducción de un grabado y reclamó su atención sobre
un pequeño cuadrado con cuatro números por lado situado en la parte superior
derecha:

16 3 2 13
5 10 11 8
9 6 7 12
4 15 14 1

—Fíjate, Alicia. Este magnífico grabado es de Alberto Durero, lo tituló
Melancolía I y lo realizó en 1514. ¿Qué te llama la atención en él?
—En las dos casillas centrales de la última fila se lee esa fecha — afirmó un
tanto desilusionada al creerse capaz de resolver acertijos más complejos.
—Buena observación, pero hay más coincidencias. Todas las filas y columnas
suman 34. Es una cifra asociada a Júpiter y a las virtudes atribuidas a ese
planeta. Durero, gran aficionado a las matemáticas, fue el primero en publicar en
Europa (camuflado en su grabado) un cuadrado mágico.
—Y también las dos diagonales —exclamó Alicia tras unos segundos de
cálculo—. Es curioso, están todos los números, sin repetirse, del uno al dieciséis,
y hay diez maneras diferentes de sumar 34.
—Son ochenta y seis las combinaciones geométricas que permiten obtener
esa suma —concluyó Dale, mientras mostraba algunas de las claves:

(16+3+5+10) (2+13+11+8) (9+6+4+15) (7+12+14+1)
(3+5+12+14) (2+8+9+15)
(5+9+8+12) (3+2+15+14)
(10+11+6+7)
(16+13+4+1)
(16+2+9+7) (3+13+6+12)
(5+11+4+14) (10+8+15+1)
(16+2+5+11) (3+13+10+8) (9+7+4+14) (6+12+15+1)
(5+10+4+15) (11+8+14+1) (5+11+4+14) (10+8+15+1)

En el Templo de la Sagrada Familia de Barcelona, obra del genial arquitecto
modernista Antoni Gaudí, el escultor Josep Maria Subirachs cinceló otro
cuadrado de 4 x 4 en el que la constante mágica es 33, edad a la que fue
crucificado Jesucristo.
La pequeña agradeció el descanso y no pudo evitar cavilar cómo sería su
nuevo profesor de matemáticas.
—Para alcanzar el éxito hay que tener amigos, buenos amigos, amigos más
inteligentes y trabajadores que nosotros mismos. Recuerda que quien no sea algo
mejor que tú no te llevará algo más lejos; pero lo fundamental es que esos
amigos sean excelentes personas —matizó Dale.
Dedujo que para Dale la amistad debía de ser muy importante, porque había
repetido la palabra amigos cuatro veces en apenas dos frases.
—Ahora está de moda el networking, pero lo que parece un hallazgo, una
novedad, también estaba ya inventado.
Alicia apenas aprovechó el helado de fresa, la mayor parte de él teñía de rojo
su falda de cuadros, cual obra de arte abstracto.
—El doctor Osler nos enseñó sabiamente que la manera más eficaz de
prepararse para el mañana requiere concentrarse con toda nuestra inteligencia y
entusiasmo en hacer bien el trabajo de hoy. Solo la excelencia nos colmará de
felicidad y nos conducirá al éxito. Deberíamos ejecutar nuestras tareas sin
excesiva dilación y por orden de prioridades. Postergar nuestros deberes conduce
a la angustia y a la preocupación, perdiendo con esa perezosa actitud parte de
nuestra capacidad de decisión y de buen juicio. Posponer las tareas provoca una
inquietud que nos bloquea y desconcentra, impidiéndonos pensar lógicamente.
Como manifestaba Goethe: «La naturaleza no conoce pausa en el progreso y el
desarrollo y castiga toda indecisión». Y Séneca sentenció que los que renuncian
son más numerosos que los que fracasan.
Se acordó de su hermano, cuya orgullosa divisa heráldica reza: «No hagas
hoy lo que puedas hacer mañana».
—Vivimos angustiados ignorando que el principal motivo de esa ansiedad
radica en no tener la suficiente información sobre la cual tomar nuestras
decisiones. Las preocupaciones suelen evaporarse a la luz del conocimiento.
«Debo perderme en la acción —dijo Arthur Hallan— para no marchitarme en la
desesperación». El conocimiento se convierte en poder solo a través de la acción.
De nada sirve estar cultivado en mil materias si no conseguimos que nuestro
acervo cultural sea útil a los demás. La acción es una de las claves del éxito.
¡Actúa! ¡Ponte en marcha! ¡Hazlo hoy! Como proclamó Marco Aurelio: «No
actúes como si fueras a vivir mil años». Habrás oído el archiconocido refrán
popular «no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy», pero te sorprenderá
saber que esas palabras son de Benjamin Franklin. En ese viaje a la acción
encontrarás siempre alguien que te recordará las cosas que no puedes hacer, así
que procura que te encuentre haciéndolas. Hermann Hesse confirma esa idea:
«Para que surja lo posible es preciso intentar, una y otra vez, lo imposible».
Sostenía Edison: «Los que dicen que es imposible no deberían interrumpir a los
que lo están haciendo». No olvidemos que el mejor momento para plantar un
árbol fue hace cien años, ni tampoco que el segundo mejor es hoy mismo. La
mayor parte de los problemas que nos agobian nunca llegan a materializarse
porque son preocupaciones irreales, gestadas tan solo en nuestra imaginación.
Además, solemos enfrentarnos a los grandes desastres de la vida con valor, pero
permitimos que las pequeñeces diarias nos venzan. «Mi vida estuvo llena de
desgracias, muchas de las cuales jamás sucedieron», confesó René Descartes
poco antes de morir.
Hallan, Marco Aurelio, Franklin, Hesse, Edison, Descartes… Alicia contó
hasta seis citas en apenas un santiamén, y además había que plantar un árbol.
¡Increíble!
—«Cualquier idea poderosa es absolutamente fascinante y absolutamente
inútil hasta que decidamos usarla». Lo siento Alicia, son palabras de Richard
Bach, me había olvidado de comentarlas. Por cierto, la acción tiene que ser
meditada. Thomas Mann lo expresó así: «Pensad como hombres de acción,
actuad como hombres pensantes».
—Sí, pero hay refranes populares que contradicen eso de que hay que realizar
las cosas inmediatamente. Hay quien asegura que no por mucho madrugar
amanece más temprano —precisó Alicia.
—En parte, tienes razón. Henry Ford tenía escasos estudios académicos, pero
poseía una personalidad arrolladora. Siempre se rodeó de los mejores y su
capacidad de trabajo le permitía solucionar muchos problemas —los mismos en
los que se ahogaban otros competidores—, pero cuando no podía vencer los
imponderables de sus negocios, antes que estos bloquearan aquello que sí podía
resolver, hacía honor a su idea de que «cuando no puedo arreglar las cosas, dejo
que se arreglen solas». Peter Druker afirmó que «las personas efectivas no se
orientan hacia los problemas, sino hacia las oportunidades». Alimentan las
circunstancias favorables y dejan morir de inanición los obstáculos. Sus crisis y
preocupaciones se reducen hasta adquirir proporciones manejables porque
anticipan las dificultades, trabajando sobre las raíces de los problemas y
adoptando medidas positivas.
—Estoy de acuerdo con Henry Ford. En mis exámenes escolares siempre sigo
la estrategia de abordar al principio lo más sencillo; en el ínterin, mientras
afronto las preguntas más difíciles, la solución se ha ido gestando en mi
subconsciente.
—Casi siempre —prosiguió Dale— encontraremos motivos que justifiquen
nuestras excusas, nuestra cobardía y nuestro fracaso. Las disculpas siempre
tendrán aliados que nos den la razón, pero esas falsas excusas solo sirven para
disfrazar nuestra ignorancia y para camuflar la realidad a nuestro favor. Las
pueriles justificaciones nos alejan del éxito y atraen la vacua mediocridad. Las
personas que no alcanzan el éxito tienen un rasgo característico común:
«Conocen todas las razones que explican el fracaso y disponen de lo que
consideran que son toda clase de justificaciones para explicar su propia falta de
logros». Aceptar nuestros errores y asumir la responsabilidad nos permitirá
afrontar el problema, buscar soluciones y mejorarnos como personas. Camilo
Cruz concluyó: «Los grandes triunfadores aceptan los riesgos que generalmente
acompañan la búsqueda del éxito. Esa valentía, ese arranque, ese entendimiento
de que todo gran sueño demanda acción inmediata es lo que distingue al ganador
del perdedor. (…) En la vida no hay errores, solo lecciones que debemos
aprender, y si las ignoramos, seguirán presentándose de distintas maneras hasta
que decidamos aprenderlas».
—Yo también tengo una cita —remarcó Alicia con entonación firme y
vengativa—, es de Napoleon Hill: «El éxito no necesita explicaciones. El fracaso
no admite excusas».
—Fantástica. Ese aforismo resume gran parte de las densas explicaciones que
te he dado sobre el éxito y el fracaso.
Sonrió satisfecha.
—Las personas anhelamos, entre otras cosas, libertad, poder, salud, riqueza y
amor, pero lo cierto es que, camuflados tras esos objetivos, lo que de verdad
deseamos es la felicidad; así pues, buscamos indirectamente la felicidad fuera de
nosotros, a través de los bienes que se supone la atraerán, cuando en realidad la
felicidad está escondida ya en nuestro interior. La felicidad, Alicia, vive en ti. La
dicha surge de dar y entregar, no de recibir y retener.
«¡La felicidad vive en mí!», se repitió Alicia.
—¿Te he dicho que el enemigo del éxito no es el fracaso sino el
conformismo?
—Seguramente con otras palabras.
—La mayoría de la gente no tiene un propósito definido en la vida, no saben
cuál es el auténtico sentido de su existencia y las riquezas no acuden tras los
deseos, ya que éstas solo pueden conseguirse si hay planes definidos por
objetivos concretos y siempre apoyados en la perseverancia. Todo lo comentado
sobre la humildad, el coraje, la disciplina, la acción y la formación, está al
alcance de cualquiera, pero poner en práctica una sola de esas virtudes requiere
un esfuerzo formidable. Decía La Bruyère: «Cuesta más eliminar un solo defecto
que adquirir cien virtudes». ¿Por qué? El hombre suele ser conformista, es muy
duro salir del círculo de bienestar, cuestionar las ideas que durante décadas han
forjado su personalidad y rechazar ese yo coercitivo que ha arraigado en su
interior. Eso lo sabía Einstein: «Muy pocas personas son capaces de expresar
con ecuanimidad opiniones que difieran de los prejuicios de su propio medio
social, y la mayoría de los individuos ni siquiera llega a formar tales opiniones».
«Virtudes, esfuerzo, perseverancia…», repitió mentalmente nuestra
protagonista tratando de pedir ayuda al reconsiderar que, como Peter Pan, no
quería dejar de ser niña.
—Hazte preguntas y hazlo constantemente. No te creas las opiniones de los
demás sin confrontarlas y contrastarlas. El mismo Einstein sabía que la clave no
es encontrar la respuesta a viejas preguntas, sino hacernos nuevas preguntas,
preguntas que nunca antes nos hayamos formulado. Debemos romper las
cadenas y librarnos de esas ataduras que nos maniatan. F. M. Alexander declaró
que estamos encadenados a formas de movernos, a formas de pensar y a formas
de sentir. Somos esclavos de nuestros propios automatismos. Permanecemos
subyugados por nuestros hábitos y creencias limitantes, y solo cuando seamos
plenamente conscientes, analizando el sentido de cada uno de nuestros
razonamientos y actos, podremos liberarnos. ¿Por qué, estando desilusionados
con nuestras vidas, no somos capaces de potenciar la autoestima mejorando
ciertos aspectos de nuestra personalidad? La respuesta es simple: en realidad no
queremos cambiar porque ello implica un esfuerzo ímprobo. Significa renunciar
a nuestras ideas preconcebidas y preferimos refugiarnos bajo respuestas
automáticas. Durante años hemos sido escultores de nuestro propio cerebro.
Permanecemos presos, anclados en nuestras rígidas redes neuronales. Las
neuronas están programadas más para evitar el dolor que para disfrutar de la
recompensa. El doctor Mario Alonso Puig lo expresó así en su libro
Reinventarse: «No solo hay que tener un verdadero corazón de guerrero para
adentrarse fuera del área de confort, sino que hay que tener ese mismo corazón
para seguir avanzando en medio de la confusión y la oscuridad. Mantener el
coraje, la confianza y la certeza absoluta de que algo valioso, aunque no lo
creamos, está aflorando dentro de nosotros, es esencial. (…) Cuando nos
sentimos confusos y perdidos, es porque estamos a punto de hacer un
descubrimiento, de tener una revelación, ya que tras esa área de oscuridad y
hundimiento se encuentra el área de descubrimiento, el espacio donde uno
empieza a comprender en hondura ciertas cosas». Es habitual usar las etiquetas
limitantes para definir y encasillar a las personas. Sören Kierkegaard lo sintetizó
magistralmente en cinco palabras: «Si me clasificas, me niegas». ¿Qué quiso
decir con ello? Cuando alguien nos califica peyorativamente diciendo: eres vago,
eres torpe, eres desordenado, eres aburrido…, nos está impidiendo mejorar
porque automáticamente nos refugiamos en nuestros cuatro «Yo soy»
autodestructivos que tan magníficamente describió Wayne Dyer en su libro Tus
zonas erróneas: «así soy yo», «yo siempre he sido así», «no puedo evitarlo», «es
mi carácter». Esos «Yo soy» autoparalizantes nos están etiquetando
restrictivamente y nos coartan inconscientemente diciéndonos: «Pienso seguir
siendo lo que he sido siempre». Invariablemente nos han machacado
recordándonos esos «Yo soy»; así lo han hecho en la escuela, en la familia, en el
trabajo… Y para rematar la faena hemos adoptado, nosotros mismos, otros «Yo
soy» como excusas para no luchar por mejorarnos, amparándonos en una
autocomplacencia y conformismo que nos impide progresar como personas. No
olvidemos que todo aquello que no crece está muerto. Es mucho más fácil
acomodarse con esos «Yo soy» que realizar el esfuerzo de corregir esos defectos
autoinculpatorios. Si, después de todo, la gente piensa que soy así, ¿por qué
llevarles la contraria? Y con esos juicios estamos, indirectamente, otorgando a
los demás el poder de controlarnos y decidir cómo debemos ser.
—Pues yo no sé muy bien cómo soy ni cómo debería ser —alegó Alicia.
—Cuestiónate todo lo que te digan y te intenten inculcar como verdades
absolutas e inmutables, ésa será la mejor manera de averiguar cuál es tu
auténtico yo. Fomentar el pensamiento crítico de los hijos supone asumir ciertos
riesgos: exponerse a que piensen distinto, a que no compartan nuestros intereses,
a que adopten otros valores, a que tomen decisiones que no nos gusten, a que se
alejen y a que dejen de vernos como dioses. Pero ese razonamiento
independiente les confiere una cierta protección para que no sean tan vulnerables
y fáciles de manipular, y para que puedan ejercer su libertad y su responsabilidad
asumiendo las consecuencias de sus actos y aprendiendo de sus errores.
Ofréceles raíces a tus hijos, pero sobre todo alas. «Si miras al cielo —decía
Gustave Flaubert— acabarás por tener alas».
«¡Raíces y alas! ¡Volar libremente!», se evadió unos segundos del discurso de
su amigo.
—Cada vez que nos enfadamos ante la conducta del prójimo, estamos
intentando privar a ese individuo de su derecho a obrar según sus propios
parámetros internos de comportamiento. ¿Por qué no será mi hijo más parecido a
mí? ¿No ha servido de nada el ejemplo que le doy? Y así, en un alarde de
prepotencia, nos formulamos continuas, infinitas y odiosas comparaciones.
Debemos respetar la libertad que tienen los demás de ser independientes y
diferentes a nosotros. ¡Qué aburrido sería el mundo si todos fuéramos iguales! El
proceder, los valores y las ideas de los otros, por muy discrepantes que sean de
los nuestros, no deberían tener el poder de perturbarnos ni de despertar nuestra
egolatría. —Admiró unos segundos el límpido azul turquesa del cielo, apenas
tachonado por unas grotescas e insignificantes nubes juguetonas—. Estudia la
historia. Tener una perspectiva de diez mil años hará que tus problemas actuales
te parezcan banales. Creerás que tus padres soportan grandes sufrimientos con la
actual crisis, pero no han vivido ninguna guerra, tienen libertad, no han padecido
hambre, pueden intervenirse quirúrgicamente con anestesia, viajar en pocas
horas a otros continentes, disponen de toda la información en Internet, disfrutan
de calefacción y aire acondicionado, degustan alimentos procedentes de todo el
mundo, tienen el privilegio de visitar miles de museos, etc. Aceptarás que viven
infinitamente mejor que la aristocracia y la realeza de no hace tantas décadas.
—Has afirmado que mis padres tienen libertad y no estoy muy segura de eso.
Es cierto que no están en la cárcel, pero la sociedad actual tiene muchas armas
para condicionar nuestras decisiones y esclavizarnos sin nosotros llegar a
saberlo.
—Así es —añadió Dale, sorprendido por la sutileza del comentario—.
Pensamos que somos enteramente libres y olvidamos las ideas de Bertrand
Russell: «Las cadenas del hábito son demasiado ligeras como para notarlas hasta
que se vuelven demasiado pesadas como para romperlas». Carlos Fuentes dijo
que la libertad, como tal, no existe, es nuestra búsqueda de la libertad la que nos
hace libres. Y recordando a Erich Fromm: «El individuo carece de libertad en la
medida en que todavía no ha cortado enteramente el cordón umbilical que —
hablando en sentido figurado— lo ata al mundo exterior; pero estos lazos le
otorgan a la vez la seguridad y el sentimiento de pertenecer a algo y de estar
arraigado en alguna parte». Los hilos invisibles son los más difíciles de romper.
Se convenció de que estaba más guapa con la boca cerrada.
—Una vez tengamos la información necesaria —continuó Dale— no
posterguemos la decisión; eso solo hará que acumulemos papeles y más papeles
sobre la mesa de trabajo. El orden y la prioridad en la resolución de nuestros
problemas son básicos; no busquemos motivos para demorarlos, la dilación es la
excusa de los procrastinadores. Dejemos nuestro escritorio ordenado; sobre él
solo deberíamos tener el siguiente asunto a solucionar. Pero, sobre todo,
procuremos que nuestro esfuerzo se centre fundamentalmente en los objetivos
importantes. Debemos aprender a delegar las tareas nimias y que tanto tiempo
consumen. Así lo testificó Disraeli: «Dediquemos nuestra vida a acciones y
sentimientos que valgan la pena, a las grandes ideas, a los afectos verdaderos y a
las empresas perdurables. Porque la vida es demasiado breve para ser pequeña».
El genial Peter Drucker lo enunció con otras palabras: «No hay nada tan inútil
como hacer de un modo eficiente aquello que no es necesario hacer».
Alicia fue empujada desconsideradamente por un viandante demasiado
apresurado como para pedir disculpas.
—Olvídalo, no pierdas ni un minuto pensando en la gente zafia y agresiva,
nadie puede perturbarnos o humillarnos si no se lo permitimos. Entre el estímulo
y la respuesta, el ser humano tiene la libertad interior de elegir. Los golpes
pueden ocasionarnos daño y dolor físico, pero las palabras y los gestos solo
pueden herirnos si nosotros lo permitimos. «Nadie puede hacerte sentir inferior
sin tu consentimiento», afirmaba Eleanor Roosevelt.
—¡Perdió el autobús! —exclamó sin poder contener su satisfacción.
—«Pasaré una sola vez por este camino; de modo que cualquier bien que
pueda hacer o cualquier cortesía que pueda tener para con cualquier ser humano,
que sea ahora. No lo dejaré para mañana, ni lo olvidaré, porque nunca más
volveré a pasar por aquí».
—¿Quién dijo eso? Parece difícil de cumplir.
—Más aún cuando has sido arrollada —sentenció Dale—. Es una de mis
máximas, es un pensamiento bien acogido en mis cursos.
—Permíteme un momento, tengo un asunto pendiente —dijo Alicia con cara
de pocos amigos.
Se acercó a la parada de autobús al tiempo que inspiraba profundamente
tratando de calmar los ánimos.
—Perdóneme por haber obstaculizado su camino, lamento que se le haya
escapado el bus por mi culpa.
—Eres una alumna bondadosa e indulgente. No podemos juzgar a los demás
sin conocer los motivos reales que han motivado su ofensa —observó Dale,
orgulloso de su pequeña—. Además, hay que ser más «hombre» para rehuir una
pelea que para quedarse y pelear. Se necesita mucha fortaleza para disculparse
con rapidez, de todo corazón, y no superficialmente. La disculpa auténtica
requiere ser dueño de uno mismo y tener una seguridad profunda respecto de los
propios principios y valores fundamentales. Las personas con poca autoestima
no suelen excusarse porque ello desvela su vulnerabilidad. Temen que reconocer
los errores mostrará su debilidad y prevén que los demás se aprovechen de esa
fragilidad. Su seguridad se basa en la opinión de los otros. Se equivocan, Leo
Roskin enseñó que el débil es el cruel; la amabilidad solo puede esperarse del
fuerte. El verdadero signo de fuerza es permitirse el lujo de ser delicado.
Se sintió aliviada.
—Hoy en día se insiste en el carisma, se habla de no comer nunca solos, de
poseer una larga lista de contactos e influencias que nos allanen el camino hacia
los negocios y el éxito, pero todo eso no sirve de gran cosa si olvidamos que la
clave está en la empatía. La aptitud y las relaciones sociales no nos servirán de
mucho si no tenemos una actitud positiva hacia los demás, y eso incluye no
criticar ni censurar nunca al prójimo. Pongámonos en la piel de los otros y
tratemos de ver las cosas desde su punto de vista. Recuerda las palabras de
Benjamin Franklin: «No hablaré mal de hombre alguno y de todos diré todo lo
bueno que sepa». No critiquemos a nadie en su ausencia, ya que la persona que
escucha nuestras censuras pensará, y con razón, que en otra ocasión hablaremos
también mal de él. Permíteme que comparta contigo otra cita mía: «Cualquier
tonto puede criticar, censurar y quejarse, y la mayoría de tontos lo hacen, pero se
necesita carácter y dominio de sí mismo para ser comprensivo y capaz de
perdonar». Ten presente que las críticas injustas son frecuentemente elogios
disfrazados.
«No hablar mal, nunca, de nadie. ¡Qué difícil!», meditó Alicia.
—Cuando deseemos conseguir algo de alguien, alabémosle, despertemos su
entusiasmo, otorguémosle aquellas cualidades que le falten y seguro que luchará
por mejorar y conseguir aquello de lo que adolece. Kevin Hall dijo que cuando
elogiamos a otros, les añadimos valor a ellos, a sus vidas y sus sueños.
Concedemos un elevado precio a sus esfuerzos y propósito. Y John Dewey
acertó al afirmar que el impulso más profundo de la naturaleza humana es el
deseo de ser importante. Es evidente que sin ese deseo, sin ese anhelo por
autoafirmarnos y mejorar como personas, no habríamos prosperado como
civilización y permaneceríamos anclados en la edad de piedra. Para
desarrollarnos como individuos y como sociedad colectiva debemos incentivar el
esfuerzo, premiar a los más trabajadores, a los emprendedores y a los que
generan riqueza. Y en eso, el liberalismo tiene mucho que decir.
—Pero repartir la riqueza no es malo en sí mismo.
—Seguro, por eso la mayoría de grandes fortunas acaba en manos de
fundaciones y organizaciones benéficas. Pero en ese sentido deberíamos tener
presentes las palabras del magnate J. Paul Getty: «Pese a que aproximadamente
un 80 % de las riquezas del mundo se encuentra en manos de un 20 % de las
personas, si juntásemos todas esas riquezas y las repartiéramos por igual entre
cada uno de los habitantes del planeta, en cinco años tales riquezas estarían en
manos del mismo 20 % inicial».
—¡La ley del 80/20 de Vilfredo Pareto! La conozco —interrumpió Alicia—.
Un 80 % de nuestras riquezas y resultados provienen de tan solo un 20 % de
nuestros esfuerzos y actividades, y ese axioma es aplicable a muchas
circunstancias de la vida.
—En un sistema estrictamente comunista —continuó inmisericorde—
tendríamos que desempolvar la polémica cita de Churchill: «El socialismo es la
filosofía del fracaso, el credo de los ignorantes, la prédica de la envidia, su
misión es distribuir la miseria de forma igualitaria para el pueblo».
—Pero esas palabras son extremadamente duras —protestó Alicia.
—Escucha el siguiente relato antes de juzgarlas:
Un reconocido economista de la Universidad Norteamericana Texas Tech
informó de que los alumnos de una de sus clases le insistieron en que el
socialismo sí funcionaba, que en esa filosofía no existían ni pobres ni ricos, sino
una total igualdad y que era el mejor y más justo sistema de reparto de la
riqueza.
El profesor les propuso promediar las notas del grupo asignando a todos los
estudiantes la misma puntuación. Después del primer examen las calificaciones
fueron igualadas y todos sacaron un «bien». Los alumnos que se habían
preparado correctamente estaban molestos y los estudiantes más vagos se sentían
contentos. Pero cuando se presentaron a la segunda prueba, aquellos que
trabajaron poco estudiaron aún menos, y los que habían empleado más horas
decidieron no esforzarse tanto ya que, de todas formas, todos iban a obtener la
misma nota. El promedio del segundo ejercicio fue de «aprobado». Nadie estuvo
de acuerdo. Cuando se llevó a cabo el tercer control, la calificación conjunta fue
un «suspenso». Los resultados nunca mejoraron. Los estudiantes, resentidos
unos con los otros, empezaron a pelearse, culpándose mutuamente por los
suspensos, hasta llegar a los insultos. Ninguno estaba dispuesto a estudiar para
que se beneficiara otro que no lo hacía. Todos perdieron el año. El maestro les
preguntó si ahora entendían la razón del gran fracaso del socialismo. La moraleja
es que el homo sapiens está dispuesto a sacrificarse, trabajando muy duro,
cuando la recompensa es muy atractiva y justifica el esfuerzo; pero cuando el
gobierno o la autoridad eliminan ese incentivo, nadie va a hacer el sacrificio
necesario para lograr la excelencia. Finalmente, el fracaso y la miseria serán
universales.
Asintió convencida ante esos irrefutables razonamientos.
—Mis padres dicen que, en Estados Unidos, debido al fomento de las
políticas liberales, estamos más desprotegidos que en otros países más
intervencionistas como los europeos, donde el Estado defiende y vela por los
intereses de sus ciudadanos amparándolos mediante políticas socializadoras que
fomentan una sanidad, educación y pensiones públicas, solidarias y universales
para todos los súbditos. ¿No somos demasiado liberales y, con ello, injustos con
los más necesitados y menos dotados para salir a flote en tiempos de crisis?
—¿Consideras justo —replicó Dale— que den a otros, menos previsores y
más codiciosos, lo que te han arrebatado a ti por la fuerza? ¿No crees que el
Estado dilapidará esa riqueza que tú has generado (y que seguramente
multiplicarías en beneficio de todos) malgastándola en subvencionar y rescatar a
los más derrochadores? ¿Por qué debemos pagar por los errores de los demás?
Los gobiernos intervencionistas, en un inadmisible chantaje emocional, en aras
de una pretendida solidaridad y refugiándose en expresiones «políticamente
correctas» como la cohesión, la justicia social y la igualdad, se supone que
redistribuyen equitativamente la riqueza, incautando (mediante impuestos
arbitrarios y coercitivos) a aquellos que más capital han acumulado para
facilitárselo en bandeja de plata a los que no han sabido o no han querido
generarlo. Y, por el camino, la ineficiencia y burocracia de las instituciones
públicas van esquilmando esa riqueza. Lee el imprescindible y revelador libro de
Carlos Rodríguez Braun y Juan Ramón Rallo El liberalismo no es pecado, el
cual concluye con estas palabras: «Lo que no es justo, ni recto, ni debido es la
coacción y la intimidación del poder y su constante empeño en recortar los
derechos de los ciudadanos, alegando que él sí sabe lo que mejor conviene a sus
súbditos. Esa soberbia de las autoridades, esa prepotencia de los poderosos, esa
pasión por controlar, dividir, enfrentar, moralizar, asustar, imponer, organizar,
prohibir, vigilar, multar, recaudar, eso es pecado».
—Pero Dale, lo que afirmas es contradictorio con la generosidad hacia el
prójimo y con la solidaridad hacia los más necesitados.
—Podría parecerlo, pero, ciertamente, no es así. Yo seré todo lo generoso que
dicte mi conciencia, pero tengo el derecho a defenderme de un Estado dictatorial
y confiscatorio; no es el poder estatal quien debe dictaminar los límites de mi
generosidad. Fíjate en Buffett, quien ha ido ofreciendo donaciones en vida con
cuentagotas. Él ha decidido que donará la práctica totalidad de su fortuna tras su
fallecimiento. ¿Por qué piensas que obra de esa manera? ¿Crees que es por
egoísmo y que su ego necesita que su nombre siga saliendo en las listas de los
hombres más ricos del planeta? Warren sabe que bajo su custodia ese dinero se
multiplicará a interés compuesto y que cuantos más años permanezca ese capital
en su poder, más riqueza acumulará para obras benéficas. Las instituciones
públicas son ineficaces administrando los recursos. ¿Por qué se empecinan en
tutelarme descontando de mi nómina una cantidad fija para constituir un fondo
de garantía que avale mi futura pensión? ¿Por qué yo no puedo ser libre de
gestionar ese dinero bajo mi entera responsabilidad, capitalizándolo y
multiplicándolo de forma eficiente?
Dale se detuvo unos breves instantes, sonrió y, compadeciéndose de su
pequeña amiga, decidió cambiar de tercio.
—Por cierto, me han dicho que quieres ser médico. Solo disponemos de un
único cuerpo para toda una vida, deberíamos cuidarlo bien.
—Ya he empezado a estudiarlo. Nuestro organismo es una máquina perfecta.
¿Sabías que el sistema arteriovenoso y capilar tiene unos 96.000 km de longitud
y que podría dar más de dos veces la vuelta a la Tierra?
—Parece increíble, y además un glóbulo rojo tarda tan solo veinte segundos
en regresar al corazón —ilustró Dale, pensando en los atascos de tráfico—. Por
cierto, los griegos ya sabían que la Tierra era redonda. Eratóstenes de Cirene,
nacido en el 280 a.C., con la simple ayuda de una vara y unos conocimientos
básicos de geometría dedujo con una precisión asombrosa la circunferencia de
nuestro planeta. La fijó en 40.000 km, se equivocó en tan solo 76 km si
consideramos el Ecuador, pero apenas en 9 km si tomamos como referencia el
meridiano que pasa por los polos. Pero nos hemos ido por los cerros de Úbeda.
Para concluir con el tema del comunismo, cabe aclarar que las opiniones
políticas son siempre incómodas para quien no escucha o lee aquello que desea.
Solo prestamos la atención suficiente a los hechos que justifican nuestros actos y
que encajan con nuestra filosofía de vida. Ya lo dijo André Maurois: «Todo
aquello que está de acuerdo con nuestros deseos personales parece verdad. Todo
lo que no está de acuerdo, nos enfurece». Ciertamente, es muy difícil ser
objetivo y tenemos que ser condescendientes con quienes no opinan como
nosotros, porque aquello que censuramos de nuestro prójimo es, probablemente,
lo que pensaríamos o haríamos si hubiéramos nacido en su mismo contexto
familiar y bajo las mismas circunstancias condicionantes. He perdido el hilo. Si
te llamaras Ariadna, quizá podrías ayudarme a salir del laberinto verboso y
filosófico en el que me he extraviado.
—Comentábamos la estrategia para conseguir que alguien nos preste atención
—recordó Alicia.
—Gracias. Te parecerá simple pero solo hay una manera de lograr que
alguien haga algo que nos interese que haga, y es la de conseguir que esa
persona quiera hacerlo. Empezaríamos por ser amables y sonreír. Si podemos
conseguir varios síes seguidos, vamos por el buen camino; para ello tenemos que
informarnos previamente sobre cuáles son las aficiones e intereses de nuestro
interlocutor y dejar que hable él. No hay mejor conversador que aquel que solo
escucha. Lo enunció ya el poeta romano Publivio Syro: «Nos interesan los
demás cuando se interesan por nosotros». Muchas personas escasamente
formadas intentan, para disimular sus carencias, dar la impresión de que poseen
mucha cultura; en general, esos individuos parlotean demasiado y escuchan
poco. Eso lo sabía Bertrand Russell cuando afirmó que los tontos y los fanáticos
siempre están seguros de ellos mismos, mientras que la gente inteligente anda
llena de dudas. Solo los humildes mejoran y aprenden. Si uno habla mucho más
de lo que escucha, no solo se privará a sí mismo de acumular conocimientos
útiles, sino que tenderá a desvelar, irreflexivamente, sus planes y propósitos a un
posible enemigo o competidor. Alguien muy sagaz dijo que un buen hombre de
negocios no manda nunca ninguna carta y, en cambio, guarda todas las que
recibe.
—¿No corremos el riesgo, empleando esa actitud aduladora, de ser demasiado
falsos e hipócritas?
—La diferencia entre aprecio y adulación es difícil de disimular. Una es
sincera y la otra no. Una nace del interior del corazón; la otra brota de la boca en
forma de vacua verborrea. «La persuasión no trata de que los otros piensen
exclusivamente como nosotros, sino de que compartan nuestras maneras de
sentir y creer». Las palabras indiferentes, recitadas sin emoción, sin fe ni
convicción, no influyen en el subconsciente. No deberíamos interrumpir nunca el
discurso del contrario. Aprendamos a escuchar, a interesarnos sinceramente por
sus logros y anhelos tratando de llegar al corazón de la otra persona dedicándole
una atención exclusiva. En la escucha empática uno atiende con los oídos, pero
también con los ojos y con el corazón. Hablemos pensando únicamente en lo que
le interesa al otro, procuremos que se sienta importante y cómodo a nuestro lado.
Uno de los defectos del hombre actual es que no ha aprendido a escuchar con
atención. Según Stephen Covey la clave de la comunicación interpersonal
efectiva radica en lo siguiente: «Procure primero comprender y después ser
comprendido. Esto supone un cambio de paradigma muy profundo. Lo típico es
que primero procuremos ser comprendidos. La mayor parte de las personas no
escuchan con la intención de comprender, sino para contestar. Están hablando o
preparándose para hablar». Expongamos nuestras ideas de forma pausada.
Elevar nuestro tono de voz por encima del de nuestro interlocutor es una
manifestación clara de impotencia. Enrique Jardiel Poncela pensaba que todos
los hombres y mujeres que no tienen nada importante que decir hablan a gritos.
Procura exponer en un lugar bien visible las siguientes palabras que dirijo a mis
alumnos: «Solo hay un modo de sacar la mejor parte de una discusión: evitarla.
No se puede ganar una discusión. Es imposible, porque si se pierde ya está
perdida; y si se gana, se pierde. ¿Por qué? Habrá lastimado el orgullo y ganará
un enemigo resentido. Y un hombre convencido contra su voluntad sigue siendo
de la misma opinión. Jamás tendrá la buena voluntad del contrincante si gana.
Un malentendido no termina nunca gracias a una discusión sino gracias al tacto,
la diplomacia, la conciliación y un sincero deseo de apreciar el punto de vista de
los demás».
Si alguien nos critica, démosle, de entrada, la razón. Esa es una estrategia que
desarma a nuestro peor enemigo; como ya tiene la razón, no tiene fuerza moral
para seguir atacándonos. En cambio, si discutimos se ensañará más y más con
nosotros. Mejor aún, si prevemos que vamos a ser recriminados, es más eficaz
adelantarse a los acontecimientos y aceptar nuestra «culpa». ¿O no consideras
que es más agradable escuchar la crítica de nuestros labios que de los ajenos? Si
nos atrevemos a aceptar y a expresar abiertamente todas las cosas que sabemos
que el otro está pensando de nosotros, si lo hacemos antes de que la parte
contraria pueda llenarnos de improperios, le quitaremos la razón y los motivos
para hablar y seguramente, entonces, nuestro contrincante satisfaga su ego,
asuma una actitud condescendiente y generosa y nos perdone quitándole
importancia a nuestro «error». Nuestro oponente se sentirá importante
mostrándose magnánimo y comprensivo, quitará hierro al asunto objeto de la
discordia y, con certeza, como mínimo nos ofrecerá una segunda oportunidad
para enmendar nuestro «desliz».
Dale era una fuente inagotable de conocimientos para nuestra pequeña, pero
Alicia notaba cómo sus párpados le pesaban cada vez más y las sabias y densas
ideas de Carnegie no admitían ni merecían distracción alguna.
—Únicamente cuando la persona a la que nos dirigimos esté convencida de
nuestras buenas intenciones y cuando nos hayamos ganado su confianza, se
abrirá a nosotros. Solo entonces, humildemente, le expondremos nuestra
petición, pero siempre hay que hacerlo en términos que demuestren que el
negocio es bueno para ambos o, mejor aún, más ventajoso para él. Intentemos
ver las cosas desde el punto de vista de la parte contraria. Preguntémonos antes
de la entrevista por qué motivo nos tienen que dar a nosotros el trabajo o el
contrato y no a otros aspirantes. Vendamos nuestros servicios o productos como
un beneficio mutuo para ambas partes. Seamos capaces de conseguir nuestros
objetivos generando al mismo tiempo valores que interesen a los otros. Si nos
expresamos en términos como: «Estoy convencido de poder hacer que su
empresa obtenga más beneficios», tendremos mucho ganado. Créeme, de poco
sirve que digas: «Necesito ese trabajo». Si después de todo no recibimos una
buena acogida a nuestra propuesta inicial, aunque sepamos que su opinión es
errónea e injusta, tratemos de atraerle hábilmente a nuestra manera de pensar,
sigamos con un «a lo mejor no me he explicado bien; examinemos los hechos,
tiene usted razón y también quisiera hacerle las siguientes consideraciones…».
Fíjate en que detrás de ese «tiene usted razón» he puesto una «y» y no un
«pero». Es fundamental usar eficazmente el lenguaje. El poder de las palabras es
inmenso. «Las palabras pueden ser muros, pero también puentes», por eso
nuestras órdenes deberían ir camufladas, la mayoría de las veces, en forma de
preguntas o sugerencias como ¿«te parece bien que hagamos…?», «¿no piensas
que sería mejor…?».
—¿Cambia tanto poner una « y » en vez de un « pero » ? —replicó Alicia,
de forma correcta, haciendo una pregunta.
—El «pero» denota crítica y desacuerdo, en cambio la « y » implica que
hemos aceptado esas ideas y que tan solo queremos añadir algo más. Volvamos
al tema. Sabemos que los argumentos que emplea nuestro interlocutor son
erróneos y a tal fin conviene recordar las sabias palabras de Alexander Pope: «Se
ha de enseñar a los hombres como si no se les enseñara y proponerles cosas
ignoradas como si fueran olvidadas». Esa persona puede estar equivocada
completamente, pero ella no lo sabe. Tratemos de comprender las razones por las
que piensa así, ya que es la mejor manera de llevar el agua a nuestro molino. Si
finalmente obtenemos un sí tras haber recibido un inicial no, seamos
agradecidos, intentemos por todos los medios salvar su prestigio demostrándole
que nuestra idea ya estaba en su mente y que simplemente le hemos ayudado a
desvelarla. Según G. K. Chesterton, necesitamos que nos recuerden las cosas, no
que nos las enseñen. Estas reflexiones dan la razón a la poetisa Maya Angelou:
«He comprobado que las personas olvidan lo que has dicho y lo que has hecho,
pero jamás olvidan cómo has hecho que se sientan».
Alicia miró al cielo en busca de ayuda.
—Un amigo mío presentó un ensayo sobre la felicidad a una editorial y
recibió una carta que lo rechazaba por no tener la suficiente calidad. Le
indicaban que su estilo era ecléctico y que las ideas se desarrollaban de forma
ambigua. La respuesta estaba argumentada y era extensa, lo cual demostraba que
habían leído el libro con atención. ¿Tú qué habrías hecho, Alicia?
—Probablemente no contestaría o, tal vez, me defendería como gato panza
arriba.
—Entiendo que actuaras de forma diferente a como lo haría yo. Seguramente,
de ser el autor del libro, habría adoptado tu misma actitud belicosa, pero te
expondré la contestación (resumida y sin formalidades) de mi amigo, al más
puro estilo Dale Carnegie —añadió Dale con una sonrisa socarrona—: «Les
agradezco mucho sus amables comentarios y el tiempo que han dedicado a mi
libro, más si cabe, al ser un autor novel el que se dirige a ustedes. Voy a tratar de
ordenar mis ideas. He tenido el atrevimiento de dirigirme a su importante
editorial porque para mí han sido siempre un referente en el tema de mi trabajo.
De hecho, como pueden comprobar en la bibliografía, muchos de los libros
citados fueron publicados por ustedes. Sí les agradecería, si fueran tan amables,
me aconsejen alguna editora de menor prestigio que la suya, para que una vez
hechas las correcciones —siguiendo sus indicaciones—, pudiera presentarlo para
su posible publicación».
Pocas semanas después recibió una misiva en la que le solicitaron (con la
excusa de una ampliación en una de sus colecciones) que les reenviara el libro
una vez efectuados los cambios que el autor considerara oportunos. Publicaron
su ensayo al cabo de pocos meses y, curiosamente, fueron muy pocas las
modificaciones realizadas con respecto al primer original remitido.
—Te prometo que leeré todos tus libros, pero estoy demasiado cansada—
suplicó Alicia.
—Vale, de acuerdo, seré más ameno. Para empezar, te contaré una sencilla y
ejemplar historia. Un matrimonio iba, en largo camino, junto a su hijo de doce
años, el cual cabalgaba a lomos de un asno. Al pasar por un pueblo, la gente les
criticó: «Fíjate, los pobres padres van andando mientras el joven descansa sobre
el burro». Decidieron que en adelante el niño fuera andando y los progenitores
montados. En la siguiente población les recriminaron por permitir que el niño
caminara. Acordaron que, en lo sucesivo, irían todos sobre el jumento. «Van a
reventar al pobre borrico, son más burros que el propio animal». Pensaron que lo
más correcto era caminar los tres y que el pollino fuera liberado de su pesada
carga. «¡Qué tontos! Andan pudiendo ir cómodamente sentados».
—Asocio este relato a las palabras de Eleanor Roosevelt: «Haga lo que en su
corazón considere justo, porque de cualquier modo lo van a criticar. Lo
condenarán si lo hace y lo condenarán si no lo hace».
«Lo sabía, todo iba bien hasta que me ha lanzado otro aforismo», pensó
resignada.
—Te estarás preguntado por qué te he narrado ese relato. Me llamó un amigo
(ya sabes que tengo muchos). Estaba desorientado. Había escrito un libro y me
pedía consejo porque muchos de sus lectores agradecían las innumerables citas
que en el texto había recogidas y, en cambio, a otros les parecían excesivas y
agobiantes.
—Respondiste con las sagaces palabras de Eleanor Roosevelt, ¿no es así?
Dale miró su reloj.
—Tengo que irme en apenas quince minutos. He de impartir un seminario
sobre cómo hablar en público y no quiero llegar tarde. La impuntualidad es una
falta de respeto hacia los demás. ¡No la soporto!
—Y en muchas ocasiones también es una pérdida de tiempo para el que llega
puntual —remarcó Alicia.
—Cierto, tienes razón, pero solo somos enteramente dueños de nuestros
actos. Me gustaría hacerte una pregunta comprometida. Habitualmente, ¿tienes
las mismas opiniones y anhelos que tus padres? ¿Estás de acuerdo con ellos?
Tardó unos segundos en reaccionar y Dale se adelantó a la respuesta.
—«Los jóvenes de hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres,
devoran la comida, y faltan el respeto a sus maestros».
—¿Esa es una opinión tuya? —cuestionó Alicia, con recelo.
—Eso lo dijo Sócrates.
—Al parecer, según lo que estoy aprendiendo en Wall Street, mis padres han
incurrido en muchos errores en la gestión de su patrimonio. Han caído en la
burbuja inmobiliaria, se han endeudado demasiado e invertido en bolsa a precios
desorbitados…
—Me refería, en general, a las ideas sobre la vida.
La pequeña se frotó la coronilla en un intento desesperado por detener el
tiempo.
—Si opinaras igual que ellos no tendrías trece años —intercedió Dale,
liberándola de una más que espinosa respuesta—. «Cuando yo tenía catorce
años, mi padre era tan ignorante que no podía soportarle. Pero cuando cumplí los
veintiuno me parecía increíble lo mucho que mi padre había aprendido en siete
años».
—Esa sentencia sí que es tuya.
—Tampoco, es de Mark Twain.
—No acierto una.
—Todos cometemos errores, es el precio que debemos pagar por nuestra
libertad de elección y por tener un criterio propio. Estudia la Historia; desvela las
ideas de los grandes hombres. Cabalga a hombros de gigantes como Jesús de
Nazaret, Buda, Aristóteles, Sócrates, Séneca, Leonardo da Vinci, Michelangelo
Buonarroti, Rafael Sanzio de Urbino, Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, Isaac
Newton, Diego Velázquez, Johannes S. Bach, Wolfgang A. Mozart, Mahatma
Gandhi, Teresa de Calcuta, Louis Pasteur, Santiago Ramón y Cajal, Madame
Curie, Ernest Shackleton, Hermann Hesse, Viktor Frankl, Stefan Zweig, Thomas
A. Edison, Benjamin Franklin, Charles Darwin, Edward Jenner, Alfred Nobel,
Walt Disney, Richard Feynman, Helen Keller, Ángel Sanz Briz, Oskar
Schindler, Martin Luther King, Nelson Mandela, Andrew Carnegie, Henry Ford,
Vicente Ferrer, Chun Ki-Won, Warren Buffett, Norman Borlaug y decenas de
miles de gigantes más que ofrecieron su esfuerzo y excelencia para dejar un
mundo mejor del que recibieron de sus padres. Cabalgar a hombros de gigantes
—enfatizó Dale, a quien le encantaba la expresión— te evitará padecer, en tus
propias carnes, errores que ya cometieron otros.
«Menos mal que dije que estaba fatigada. De no haberlo hecho, la lista de
titanes no habría sido tan escueta», pensó Alicia, alucinada.
—Por cierto, ¿Andrew Carnegie era tu padre? Y…, ¿quién era Viktor Frankl?
—No puede ser —exclamó sorprendido Dale—, ¿conoces a todos los demás,
incluido Shakelton?
—Su expedición a la Antártida en 1914 es uno de los mayores hitos en la
historia de la humanidad. Su barco, el Endurance, quedó atrapado en el hielo y
tras veinte meses de penurias logró salvar, gracias a su coraje y liderazgo, a los
veintisiete hombres de su tripulación. No, no soy ningún genio, aunque
reconozco que tengo buena memoria —se justificó ante la mirada atónita de
Dale—. Hace pocos días vi un documental sobre esa increíble aventura.
—Andrew Carnegie —continuó Dale— nació en Escocia en 1835 y murió en
Massachusetts en 1919. Fue un magnate del acero que se benefició del desarrollo
del ferrocarril y está considerado como el segundo hombre más rico de la
historia moderna con una fortuna aproximada de 300.000 millones de dólares,
solo superado por John Rockefeller con 318.000 millones de dólares.
—¿Y quiénes fueron los más ricos de todos los tiempos?
—El aristócrata romano Marco Licinio Craso con 170 millones de sestercios,
lo que equivaldría, ajustada la inflación, a más de 1.300 billones de dólares. Se
piensa que Alejandro Magno, el segundo hombre más acaudalado, llegó a poseer
una riqueza similar.
—¡¿Un billón es un millón de millones?! —exclamó en forma de pregunta la
plebeya Alicia.
—Así es para la cultura europea, pero en Estados Unidos un billón equivale a
mil millones, lo cual es una fuente incesante de confusión. Carnegie destacó
como precursor de la filantropía en Norteamérica. Donó la práctica totalidad de
su inmensa fortuna, tanto en vida como tras su fallecimiento, a entidades
caritativas y científicas. Un libro suyo, El evangelio de la riqueza, publicado en
1889, fue regalado intencionadamente por Warren Buffett a su amigo Bill Gates.
La influencia de Buffett fue decisiva para potenciar la filantropía de Gates.
Cuando alguien le pregunta a Buffett por qué donará el 99 % de su fortuna
dejando tan solo un 1 % a sus hijos, contesta (con su habitual sentido del humor)
que quiere dejar a sus herederos lo suficiente como para que puedan hacer algo,
pero no tanto como para que puedan no hacer nada.
—Mi amigo Warren sale en todas las historias, pero contéstame, por favor,
¿Andrew fue tu padre?
—Mi apellido deriva de Carnegey, segundo apelativo de mi madre. Lo adopté
modificando la dicción por Carnegie. Quise aprovecharme de la fama que tenía,
por aquel entonces, Andrew. Esa fue una maniobra de mercadotecnia que no
hizo daño a nadie, me ayudó a vender más libros y a promocionar mis cursos de
autoayuda.
—Yo creía que el marketing era un concepto más reciente —alegó Alicia,
entre risas.
—A propósito, como veo que te interesas por los magnates, ¿sabes quién ha
sido el deportista mejor pagado de la historia? Estarás pensando en golfistas,
pilotos de fórmula uno, jugadores de la NBA. ¡Pues no! Fue un conductor
lusitano de cuadrigas romanas, Gaius Appuleius Diocles, quien ganó 35.863.120
sestercios, lo que equivaldría a quince mil millones de dólares actuales.
Pensó que los hombres contemporáneos adolecen de un sesgo histórico que
les hace creer y pensar que todos los récords se han de obtener en la historia
reciente y, desde luego, no contando con la financiación de las televisiones, el
mérito de Diocles fue enorme.
—Viktor Frankl nació en Viena en 1905 en una familia de origen judío y
murió en 1997. Fue neurólogo y psiquiatra. Internado en Auschwitz y Dachau
entre 1942 y 1945, sobrevivió al genocidio nazi, pero perdió a su esposa y a sus
padres en los campos de concentración. Merece ser uno de esos gigantes por
sobrevivir ayudando a los demás y contar al mundo lo ocurrido en su libro El
hombre en busca de sentido. «El hombre puede ser desposeído de todo excepto
de una cosa: la última de las libertades humanas, la libertad de escoger la actitud
que uno adopta ante cualquier conjunto de circunstancias y de escoger su propio
camino. (…) Si logramos hallar algo por lo que merece la pena vivir, si logramos
dar un sentido a nuestra vida, hasta el peor de los sufrimientos es soportable».
Esas son admirables palabras suyas. Viktor Frankl se centró en la necesidad de
que la vida tenga propósito y sentido, algo que la trascienda y saque a la luz
nuestras mejores energías.
Dale hizo una prolongada y respetuosa pausa.
—Hay que recordar a otra gigante, Elisabeth Kübler-Ross, que trabajó como
psiquiatra durante casi cuarenta años ayudando a enfermos terminales a morir
con dignidad. Nos enseñó que en su lecho de muerte las personas se lamentaban
amargamente de dos cosas: no haberse reconciliado con algún familiar o amigo y
no haber tenido la valentía de hacer más cosas. ¿Puede haber algo más triste que
llegar al final de nuestra vida y encontrarnos cara a cara con la persona que
siempre quisimos ser y en la cual pudimos habernos convertido? Nadie se lleva
nada al otro mundo. Por eso, la gente suele arrepentirse más de lo que no ha
dado que de lo que ha retenido. Cuando a alguien le comunican que se va a
morir al cabo de unos pocos meses, se desmoronan sus viejos paradigmas,
surgen a la superficie determinados valores dormidos y, de repente, las cosas
materiales dejan de tener el valor que les conferíamos. Por eso, si recordáramos
que nuestra vida es efímera y que no disponemos de tanto tiempo, actuaríamos
concediendo más importancia a valores espirituales tales como la amistad y el
amor.
Alicia miró al cielo. ¡Alucinante! Danzaban las nubes adoptando formas
extrañas hasta dibujar fugaces letras que, difuminándose, se hacían
imperceptibles… Apenas lograba descifrarlas… «Si consigo ver más lejos es
porque he conseguido subirme a hombros de gigantes». Isaac… Newton…
—Los gigantes tienen, todos ellos, dos cosas en común. La primera, el deseo
de obtener la excelencia y mejorar la vida de los demás con sus logros. La
segunda, que su principal motivación era el desafío en sí mismo, no el afán por
ganar mucho dinero. Los gigantes tienen un propósito, una misión, un ardiente
¡sí! interior que hace posible decir ¡no! a otras cosas menos importantes. Para
esos colosos el éxito implicaba, necesariamente, ser auténticos líderes en sus
respectivos ámbitos de influencia y vivir la vida como una gloriosa aventura.
Sublimaron las crisis y los fracasos, interpretándolos como oportunidades para
sobreponerse y desarrollar toda su constancia y su ingenio. Los obstáculos no
eran sino bendiciones disfrazadas. «He sido un hombre afortunado; en la vida
nada me ha sido fácil», eso lo dijo otro gigante, Sigmund Freud. «Lo que
conseguimos con demasiada facilidad nunca es objeto de gran estimación. Solo
lo que nos cuesta obtener otorga valor a las cosas. El cielo sabe poner un precio
adecuado a sus bienes», son palabras de Thomas Paine. La adversidad nos pone
a prueba y hace que saquemos lo mejor que llevamos dentro. Es cierto que
cualquiera puede alcanzar el éxito, pero muy pocos eligen alcanzarlo.
Encontraron, con frecuencia, la violenta oposición de personajes mediocres y
envidiosos, pero salieron adelante porque la visión de esos luchadores iba sellada
en lo más profundo de sus corazones. Esos eruditos concentraron todos sus
esfuerzos en las metas que se marcaron. Gracias a ello su mente rechazó lo que
no era importante para la consecución de sus objetivos. Fueron íntegros en sus
ambiciones y en su comportamiento, tratando a todos por igual sin contradecir
sus valores ni su personalidad. Y esa excelencia, esos buenos hábitos, los
aplicaron todos los días de su vida. Siguiendo a Aristóteles: «Somos lo que
hacemos día a día. De modo que la excelencia no es un acto sino un hábito». El
Talmud lo recordó con otras palabras: «Un mal hábito entra como un huésped, se
une a la familia y, finalmente, se hace con el control». Esos gigantes proactivos
abrazaron nuevas ideas, rompiendo con la tradición y con modos de pensar
limitantes, transformando y mejorando el mundo. Descubrieron el porqué de su
existencia y eso les permitió superar cualquier cómo. Empezaron haciendo lo
necesario, luego aquello que les fue posible, y acabaron consiguiendo lo
imposible. Construyeron castillos con las piedras que les lanzaron sus
adversarios. Como dijo Martin Luther King: «La verdadera medida de un
hombre no la da su actitud en momentos de fortuna y bienestar, sino cuando se
enfrenta a las dificultades de la vida». Todos tenemos problemas, y muchos de
ellos irresolubles, pero los grandes maestros demostraron su inteligencia
adaptándose y aceptándolos, concentrando sus esfuerzos en afrontarlos.
Reconocer que los contratiempos forman parte de la condición humana hará que
no midamos la felicidad como la ausencia de obstáculos, sino como la
adaptabilidad a los mismos. Tendemos a creer, erróneamente, que son la gente y
las circunstancias las que determinarán, en último término, nuestro nivel de
felicidad, cuando son nuestros propios pensamientos los que lo condicionan. Las
personas inteligentes no protestan por aquellos hechos que no tienen remedio, no
se lamentan por lo que no está en sus manos solventar, no se quejan ante los
otros de sus enfermedades y dificultades en la vida si saben que no está en
manos del prójimo el ayudarles; en definitiva, no buscan la autocompasión ni la
de los demás. La queja continua es el refugio de los individuos inseguros y con
baja autoestima, esa actitud negativa les ata e impide mejorar como personas.
El maltrecho estómago de nuestra pequeña aventurera rugía sin recibir
consuelo alguno, pero razonó que no era el momento de sacar a la luz sus
mundanas debilidades.
—Solo —continuó Dale— cuando estés enteramente satisfecha con tu propia
personalidad, pensamientos y actitudes, cuando te ames lo suficiente (no de
forma egocéntrica) podrás dar y entregarte al prójimo, ya que si no hay amor en
ti misma no puedes ofrecer amor a los demás. Esa condición de aceptación
interna te hará indestructible, ya no te afectará que no seas la elegida para un
trabajo (eso no dañará tu autoestima), ya no valorarás tus méritos en función de
las opiniones de los demás. Tu visión del mundo ya no será externa sino interna.
No necesitarás la aprobación del resto de los mortales para sentirte importante y
ser feliz. Sentimientos negativos como los celos y la envidia dejarán de tener
sentido. Lo importante no es la opinión que los otros tengan de ti sino la que tú
albergues y atesores sobre ti misma, y saber eso te otorgará estabilidad
emocional. Desear la aprobación ajena es bueno en sí mismo, pues nos ayuda a
mejorar como personas, pero si ese anhelo se convierte en necesidad (en vez de
en deseo), se transforma en una trampa emocional, ya que, si no conseguimos
ese ansiado e imprescindible reconocimiento, la frustración inundará nuestros
corazones. La necesidad de conformidad y simpatía ajena se basa en un ancestral
sentimiento de arraigo a la sociedad y a las masas. Desde pequeños nos han
dirigido y tutelado para que no nos «equivoquemos». Nuestro pensamiento
independiente, rebelde y anticonvencional ha sido rechazado, una y mil veces
por peligroso para la colectividad, y eso ha provocado que dependamos de la
opinión de los demás para sustentar nuestra propia personalidad, en una
manipulación intelectual inadmisible y anuladora del talento. Al rechazarnos y
alienarnos nos están diciendo, de forma velada, que no valemos nada. Einstein,
Picasso y Dalí fueron expulsados por díscolos de sus escuelas, y otros genios
como Wolfgang Amadeus Mozart, Alexander Graham Bell, Thomas Alva
Edison, Agatha Christie y Robert Frost ni siquiera asistieron a ella. El gran
Leonardo da Vinci recibió una pobre instrucción académica, y aun así está
considerado el primer científico, pues fue escultor, pintor, escritor, inventor,
ingeniero, matemático, arquitecto, geólogo, astrónomo, anatomista, botánico,
músico y poeta.
—También fue filósofo y urbanista —añadió Alicia.
—Las escuelas dirigen nuestras enseñanzas humanísticas mediante programas
cerrados, manipulados políticamente para condicionar nuestras opiniones, que
anulan la creatividad de aquellos alumnos más contestatarios. Muchos de los
estudiantes, cuando llegan al final de la enseñanza secundaria, son incapaces de
tomar decisiones sobre su futuro. Si siempre han decidido por ellos
conduciéndolos por caminos vallados, los alumnos esperan que ahora también
sean los profesores quienes diluciden, liberándolos de esa responsabilidad, cuál
es su auténtica vocación. Surge, en el momento decisivo, el miedo a pensar y a
tomar decisiones independientes, ya que es mucho más fácil que otros resuelvan
esas dudas por nosotros. Papá Estado también «protege» y «defiende» los
«intereses» de sus ciudadanos, ocupándose de recaudar los impuestos para
pensiones, sanidad y servicios públicos y decretando qué es lo que más les
conviene y en qué va a emplear esos tributos. La sociedad, con sus continuos
mensajes publicitarios, se encarga de mostrarnos lo que nos hará parecer más
atractivos, cómo debemos vestir, cuál es el físico ideal, qué conviene consumir,
cuándo y en qué medida, y resuelve todo lo que necesitamos pensar, ser y tener
para ser más interesantes a los ojos de los demás. Como desde antaño nos han
amaestrado, adiestrado, aleccionado y enseñado a obedecer, el camino más fácil
es complacer a todos, y con esa subordinación y delegación de responsabilidades
la frustración está garantizada. El camino hacia la felicidad pasa por nuestra
propia elección, con independencia de los demás. Curiosamente, cuanto más
auténticos seamos, cuanto menos necesitemos la aprobación y el beneplácito de
todos, más admirados y respetados seremos.
Las voces airadas de una discusión parental, propagadas a los cuatro vientos,
llegaron a oídos de dos niños que, despreocupados, correteaban felices por los
alrededores. Los chiquillos contuvieron, apenas unos breves instantes, sus risas.
—Predica siempre con el ejemplo. El más pequeño de tus actos será mejor
que la más noble de tus intenciones y consejos. Lo que hagas hablará tan alto
que tus hijos no podrán oír lo que les dices.
Miró de nuevo al cielo. Las estelas de los aviones dibujaban un efímero e
irregular tablero ajedrezado.
—Hemos sustituido erróneamente la voluntad por la motivación como motor
para hacer las cosas. Hay tareas que es necesario realizar, aunque no estemos
motivados para ello, aunque nos desagraden o requieran un sobresfuerzo y haya
que ejecutarlas sin esperar recompensa. ¿Acaso aprender tiene que ser divertido?
Si usamos el premio para conseguir que nuestros hijos hagan algo necesario o el
castigo para que dejen de hacerlo, estaremos corrompiendo su voluntad y no
fomentaremos su esfuerzo para asumir de forma voluntaria y responsable los
compromisos que se requieren para desarrollar su personalidad y su espíritu
crítico. Zig Ziglar dijo que si uno hace las cosas que debe hacer cuando debe
hacerlas, algún día podrá hacer las cosas que quiere hacer cuando quiera
hacerlas.
—¿Pero, aprender de los errores ajenos, copiar a los sabios, no implica, acaso,
renunciar a las enseñanzas de nuestras propias vivencias y errores? ¿No estamos
sacrificando, con ello, nuestros propios descubrimientos? — apostilló Alicia.
—En parte sí, pero a lo largo de tu vida tendrás sobradas ocasiones de
equivocarte. No llegues a tu ancianidad arrepintiéndote de los errores que otros
cometieron ya por ti. Aprender de los gigantes es de sabios, para lo cual deberás
ampliar tu biblioteca; esa será tu mejor inversión. Pero para asimilar nuevas
ideas enriquecedoras y liberadoras es imprescindible arrinconar y expulsar las
viejas creencias limitantes. Eso lo resumió la filóloga Amparo Bernal en una
palabra clave: desaprender.
Alicia calculó que, leyendo un libro al mes, apenas podría leer unos
novecientos a lo largo de su vida; con un libro a la semana serían casi cuatro mil.
Eso estaba mejor.
—Intenta hacer tu trabajo todo lo mejor posible, optimizándolo al máximo y,
con ello, crecerás como persona. Es más fácil mejorarse uno que intentar
cambiar a los demás. Si nuestra vida gira en torno al condicionamiento y las
circunstancias, se debe a que, por decisión consciente o por omisión, elegimos
otorgar a esos factores el poder de controlarnos. Los individuos reactivos se ven
alienados por las emociones y por la coyuntura. En cambio, los hombres
proactivos se mueven por valores cuidadosamente meditados, seleccionados e
internalizados. También las personas proactivas se ven influidas por los
estímulos externos, sean físicos, sociales o psicológicos, pero su respuesta a esos
estímulos, consciente o inconscientemente, es una elección basada en valores
personales fundamentales e inmutables. Los gigantes se comportan como
maestros de la proactividad, centrando los esfuerzos en su círculo de
competencia e influencia, no en el de las preocupaciones estériles. El «círculo de
preocupación» está colmado de «tener»: me sentiré mejor cuando tenga una
casa, sea rico, consiga un empleo mejor, mis hijos sean más obedientes, etc. El
«círculo de influencia» rebosa virtudes de «ser»: puedo ser más empático,
ingenioso, diligente, creativo, comprensivo, etc. Si centramos nuestras energías
en resolver aquello que está en nuestro ámbito de competencia, en nuestro locus
de control interno, y evitamos perder fuerzas y tiempo en intentar solucionar lo
irresoluble, seremos mucho más eficaces. La clave está en modificar nuestro
carácter, ya que el problema no está fuera sino dentro de nosotros mismos. Si
queremos cambiar la manera de actuar de los otros para mejorarlos, no
intentemos transformarlos desde fuera; empecemos por enriquecer nuestra
manera de pensar y obrar, trabajando desde dentro sobre nuestros propios
defectos. Si pensamos que el problema está fuera, reflexionemos: ese
pensamiento es el problema. Siempre que juzguemos que las barreras están en
los otros y en las circunstancias que nos rodean, conferiremos a lo externo el
poder de controlarnos. El enfoque proactivo consiste en cambiar de dentro hacia
fuera: ser mejores y, de esa manera, provocar un cambio positivo en nuestro
entorno.
¡Ser! ¡Tener! ¡Reactivos! ¡Proactivos! ¡Círculos de preocupación y de
influencia!… Alicia se estaba agobiando. Concluyó, sin atreverse a rechistar por
miedo a recibir nuevas ideas, que llegar a ser feliz no era tan sencillo. «Quizá lo
más parecido a ser feliz sea estar alegre», pensó aliviada, al tiempo que su rostro
dibujaba una generosa sonrisa.
—Pero ten en cuenta —continuó Dale, inmisericorde— que la perfección no
existe y que su búsqueda obsesiva solo conduce a la infelicidad. La perfección
implica inmovilidad. Si tienes planes de extrema excelencia para ti misma,
nunca tratarás de hacer nada porque la perfección no es un concepto que pueda
aplicarse a los seres humanos. La obsesión del perfeccionista por los «peros»
hace que no sea capaz de disfrutar de sus logros y de su esfuerzo; siempre ve la
botella medio vacía o vacía del todo, nada es suficiente para él y se derrumba al
menor tropiezo, al más insignificante de los reveses de la vida. El perfeccionista
compulsivo es un buscador empedernido de defectos y los encontrará hasta en el
paraíso; tiene una mentalidad de «todo o nada», y como nunca obtiene ni
encuentra ese ansiado todo, eso le lleva a una autocrítica destructiva que mina su
autoestima. Las metas del perfeccionista son, por definición, inalcanzables, por
lo que no puede disfrutar de sus éxitos parciales. Todo le parece insuficiente y,
con independencia de los objetivos que consiga, nunca se verá a sí mismo como
un triunfador. El minucioso empedernido e inflexible se decepciona ante cada
fracaso, hasta el punto de paralizar nuevas iniciativas. Su meta ha sido trazada al
final de una línea recta que no admite altibajos ni desvíos. Con esa rigidez, con
esa falta de adaptabilidad a las circunstancias cambiantes, con esa incapacidad
para disfrutar del camino, con esa obsesión exclusiva por el destino final, la
infelicidad está garantizada. Concluye que, si su trabajo no va a quedar perfecto,
no vale la pena ni intentarlo, y de esa manera se bloquea en la más amarga de las
inactividades.
—Tenemos que aspirar a ser mejores, que no perfectos —confirmó Alicia.
Dale, aprovechándose de la predisposición de su compañera, le mostró un
libro, La búsqueda de la felicidad de Tal Ben-Shahar, y le pidió que leyera un
fragmento subrayado:

«El lugar de la eterna felicidad y serenidad, por lo que puedo
decir, solo existe en los sueños y en las novelas. Así que, en lugar
de seguir los pasos de Sísifo, ¿por qué no somos un poco menos
exigentes con nosotros mismos y aceptamos que el éxito o el
fracaso forman parte de una vida plena y gratificante, y que
experimentar temor, celos, rabia, y, en ocasiones, no aceptarse a sí
mismo es simple y llanamente humano?».

Alicia dedujo que todos sus amigos de Wall Street eran doctos, pero sus
enseñanzas discurrían atropelladas en un torbellino de ideas que la conducirían
inevitablemente a la locura. Finalmente, los disculpó acordándose del consejo
final que dio Steve Jobs en su célebre discurso de la Universidad de Stanford:
«Sigue hambriento. Sigue alocado».
—Intentar competir con el prójimo solo te esclavizará y denigrará como
persona. Nuestra sociedad actual te mostrará gente «perfecta», modelos famosos,
ricos empresarios, excelentes deportistas… Siempre encontrarás alguien que te
supera en algo y la auténtica competición, la que te llevará al éxito y que te
permitirá levantarte reforzada de tus fracasos es la que hagas contigo misma: la
lucha contra tu espejo, cuyo reflejo te devolverá la imagen de tus creencias, tu
entusiasmo y tu esfuerzo. La confrontación y la envidia pondrán tu vida en
manos de los otros y te privarán de tu iniciativa y responsabilidad personal. «Haz
lo que puedas, con lo que tengas, estés donde estés», son sabias palabras de
Theodore Roosevelt. Y eso nos lleva a la espiral ascendente de Covey:
«aprender, comprometerse, actuar… aprender, comprometerse, actuar…
aprender, comprometerse, actuar…». Haciéndolo indefinidamente, en planos
cada vez más altos para no dejar de progresar. De cualquier modo, es imposible
hoy en día, por la super especialización que nos exige nuestra sociedad, ser
expertos en muchos ámbitos de la vida. Ya no existen los hombres renacentistas
que dominaban las artes, la astronomía, las matemáticas, la física, la ingeniería,
la filosofía, las ciencias naturales… No podemos ser como Leonardo pero, aun
así, graba en tu mente lo siguiente: «Dado que debemos saber cada vez más y
más de menos, supongo que esto también significa que debemos saber menos y
menos de más y más; lo que también significa que, muy pronto, lo sabremos
todo de nada y nada de todo».
«Dios mío, ¿dónde me he metido?», se preguntó.
—«Vive como si fueras a morir mañana. Aprende como si fueras a vivir
siempre», eso lo dijo Gandhi.
«Qué bellas palabras para sellar una despedida», pensó Alicia al recibir en sus
manos, junto con un afectuoso abrazo de Dale, una nota que leyó apenas su
profesor le dio la espalda:

«Los maestros en el arte de vivir no hacen distinción alguna entre
su trabajo y su diversión, sus esfuerzos y sus momentos de ocio,
sus mentes y sus cuerpos, su información, su esparcimiento, su
amor y su religión. Apenas diferencian una cosa de otra; se limitan
a perseguir su visión de excelencia en todo cuanto hacen, dejando
para otros la tarea de decidir si trabajan o juegan».
James A. Michener

¿Cuánto vale su dinero?

«En esencia, los bancos centrales y los políticos
están actuando como peluqueros.
Les hacen “cortes de pelo” a tus inversiones.
Las tasas reales negativas de interés, la inflación,
la devaluación de la moneda, los controles de capital
y hasta el impago son las tijeras del peluquero».

Bill Gross (1944)
Gestor de fondos de renta fija
y filántropo estadounidense.

¡Museo del dinero!


El multicolor letrero de neón captó su atención. Subió ágilmente los
treinta y tres escalones y traspasó la puerta giratoria.
No pudo resistirse a leer el texto de Carl Sandburg que presidía una de las
paredes:
—El dinero es poder —dijo uno.
—El dinero es un colchón —dijo otro.
—El dinero es la fuente del mal —dijo el de más allá.
—El dinero es libertad, asegura un viejo dicho.
—Y el dinero es todo eso… y más.
—El dinero paga lo que uno quiera pagar… si tiene dinero.
—El dinero lo compra todo menos el amor, la personalidad, la libertad, la
inmortalidad, el silencio, la paz.
«La gente tiende a pensar, por no sé qué afectación espiritual, que uno puede
ser feliz sin dinero», pensó Alicia recordando las palabras de Albert Camus al
leer la tercera línea del texto.
Nadie en la cola de la taquilla. ¡Vaya suerte! No hay aglomeraciones.
—Son doscientos billones de dólares —espetó con premura, el taquillero.
—¿Perdón? ¿Qué dice? Está usted de broma.
—No, que yo sepa. Como no se dé prisa me temo que el precio subirá
considerablemente.
Sonó el teléfono.
—Lo siento, mire que se lo advertí. El coste de la entrada es ahora de
doscientos cincuenta billones —dijo su interlocutor tras recibir el mensaje.
—Solo tengo un billete de cien dólares, lo lamento —se disculpó Alicia al
tiempo que volvía la mirada en un ademán de regresar tras sus pasos.
—Espere, enséñeme ese billete.
Nada más mostrar los dólares americanos, un empleado le arrebató el
preciado bien, el taquillero palmeó en el aire, y dos ayudantes cargaron pesados
fajos de papel moneda en un carretón de madera de pino vieja y carcomida.
—Su cambio. No olvide devolver la carretilla una vez finalizada su visita al
museo. Que se divierta.
Caminó automáticamente, con parsimonia, arrastrando la pesada carga, sin
saber muy bien en qué se suponía que debía emplear tanto billete. «¿Seré
millonaria?», se preguntó.
—¿Qué debo hacer con estos billetes? —se atrevió a preguntar al primer ser
viviente que encontró.
—Déjame ver —dijo su acompañante, filtrando las palabras a través de una
espesa barba blanca—. Hum… Son de Zimbabue, bien, perfecto. Ahí está la
sala. Por cierto, me llamo Juan de Mariana. Soy jesuita. Nací en 1536, en
Talavera de la Reina, Toledo. Teólogo español y, si me lo permites, te
acompañaré en tu visita al museo.

ZIMBABUE: EL PAÍS DE LOS BILLONARIOS

—Pero esto es una locura. Aquí hay mucho peso en papel moneda.
—Son tuyos, es el cambio.
—Tantos fajos de papel impreso, ¡qué extraño! ¿Por qué no me han devuelto
dólares americanos?
—La moneda del país pierde su valor de compra minuto a minuto, por eso al
empleado se le han salido los ojos de las órbitas cuando ha vislumbrado tus
dólares. Para ellos esa divisa, el dólar estadounidense, es un tesoro porque es una
reserva de valor.
Entró en la sala lentamente. Si bien la presencia de Juan le infundía
tranquilidad no podía dejar de pensar en lo estrambótico de aquel ambiente.
—Miremos tu cambio —dijo Juan. Este billete de cien trillones de dólares en
la escala numérica corta, emitido en 2008, es el billete de más alta denominación
nominal jamás impreso.
—Bueno, eso no es del todo cierto —rectificó uno de los visitantes del museo
—. Vengo de la sala de Hungría y en ese país, en 1946, circuló uno de cien
trillones en la escala larga.
—A ver si me aclaro, ¿alguien puede decirme cuál es la diferencia entre esas
dos escalas? –exigió Alicia.
—La escala larga se basa en potencias de un millón. Así, un billón es un
millón de millones. Es usada en la Europa continental y en la América
hispanohablante. En la escala corta, un billón representa mil millones. La corta
es el sistema adoptado en los Estados Unidos y en otros países anglohablantes.
Pero, con independencia del número de ceros que contenga cada uno de esos
billetes, es decir, de su valor nominal, también debemos considerar cuántos ceros
se han perdido por el camino, y ese es el caso del billete azul de Zimbabue de
cien trillones en escala corta o cien billones en escala larga.
—¿Qué significa eso de ceros perdidos? ¿Acaso los billetes se van dejando
ceros por el camino? —interrumpió Alicia.
—En Zimbabue se han producido varios episodios de eliminación de ceros, o
lo que es lo mismo, de reevaluación de la moneda. Eso no sucedió en Hungría.
De no haber ocurrido ese ajuste, ese billete de cien billones en escala larga, que
equivale a decir 10 elevado a la 14, tendría exactamente 10 elevado a la 27
(veintisiete ceros detrás del uno).
—¿Quieres decir que se habrían vaporizado trece ceros por el camino? ¿Y
quién se come los ceros?
—Excelente pregunta, cuando completes tu visita al museo espero que
deduzcas la respuesta adecuada.
—Pero, veintisiete ceros… ¿a cuánto equivaldría eso?
—En febrero de 2009, poco antes de abandonar la moneda, el cuarto dólar
zimbabuense perdió otros doce ceros —sentenció Juan al tiempo que tomaba su
teléfono móvil.
Inmediatamente, como por arte de birlibirloque, se presentó un individuo de
corta estatura con un lápiz y un rollo de papel kilométrico. Garabateó un montón
de ceros.
—He llamado a la sala de los ceros. En ella hay muchos pacientes afectos de
la enfermedad de los ceros. Son gente que se han vuelto locos viviendo en países
donde los billetes tenían muchos circulitos. Es una enfermedad incurable, no
pueden parar de escribirlos, en cualquier sitio y en todo momento.
—Ya está: veintisiete ceros son ¡mil cuatrillones! —afirmó orgulloso,
mostrando su trabajo: 1.000.000.000.000.000.000.000.000.000
—En escala larga —puntualizó Alicia.
—Sí. En adelante, como homenaje a los monjes escolásticos de la escuela de
Salamanca, precursores de la escuela austríaca de economía, cuando demos una
cifra nos referiremos a la escala larga, porque como no unifiquemos criterios
acabaremos como los escribanos de la sala de los ceros, ¡todos locos!
—Esto es muy complicado. Tanto cero nubla la mente.
—Es muy fácil, aclaró Juan, al tiempo que sacaba una nota manuscrita:

Un billón es un millón de millones (12 ceros).
Un trillón es un millón de billones (18 ceros).
Un cuatrillón es un millón de trillones (24 ceros).
Un quintillón es un millón de cuatrillones (30 ceros).
Un sextillón es un millón de quintillones (36 ceros).

1.000.000 - 1 millón
1.000.000.000 - 1 millardo (1000 millones)
10.000.000.000 - 10 millardos
100.000.000.000 - 100 millardos
1.000.000.000.000 - 1 billón (1000 millardos)
1.000.000.000.000.000 - 1 billardo
1.000.000.000.000.000.000 - 1 trillón
1.000.000.000.000.000.000.000 - 1 trillardo

—Si veintisiete ceros son mil cuatrillones, soy cuatrillonaria —concluyó
Alicia con regocijo.
—No del todo, recuerda que has perdido trece ceros, así que eres tan solo
billonaria y, además, no olvides que estás en Zimbabue y aquí todos los
habitantes del país, absolutamente todos, son billonarios.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Bueno, que no eres demasiado rica, o por lo menos no lo suficiente como
para jubilarte con ese dinero —dijo Juan, entre risas.
—Voy a depositar el dinero inmediatamente en el banco, no sea que alguien
me lo robe.
Juan lanzó de nuevo una desconsiderada carcajada.
—Si tomas un taxi en Harare, cuando llegues a la entidad bancaria serás
pobre. Con ese billete de cien billones apenas puedes comprar nada. En estos
momentos, a finales de 2008, en Zimbabue los precios se están doblando cada
24,7 horas.
—Un momento, estamos en 2009, ¿o no?
—En este museo de los horrores te puedes trasladar a otras épocas fácilmente;
pagas tantos billones por entrar que tienes ese privilegio —sentenció Juan
mostrando una traviesa mueca. La referencia temporal queda en un segundo
plano. El museo solo pretende que sepas cuál es el valor real de tu dinero.
—¿Y cuándo se disiparon todos esos ceros? ¿Se sabe o es un secreto?
—Un secreto no, más bien diría un misterio, el misterio de los horrores y de
cómo un dictador puede conseguir que el dinero de sus ciudadanos llegue a valer
absolutamente nada. Las políticas corruptas de Mugabe, su implicación en la
segunda guerra del Congo, la adopción de una reforma agraria que deterioró la
producción (especialmente de tabaco, que representaba una tercera parte de las
exportaciones del país), las nefastas políticas agrarias (principal fuente de
riqueza del Estado), el clientelismo y el amiguismo, y la impresión masiva de
billetes para obsequiar a los funcionarios y al ejército. ¿Sabes que llegó a
prohibir la inflación? Así, como lo oyes, por decreto. En agosto de 2006 eliminó
tres ceros a la moneda, constituyendo un nuevo dólar (el segundo). Cuando a
principios de 2008 la inflación mensual llegó a ocho millones por ciento, se
imprimió un tercer dólar borrando diez ceros. La inflación alcanzó unos 79,6
billones por ciento anuales el 14 de noviembre de 2008, cifras oficiales del
Banco de Zimbabue que podrían ser ocho veces superiores según expertos
independientes. En abril de 2009 la población abandonó definitivamente su
moneda y rechazó el dólar zimbabuense, que fue reemplazado por el dólar
americano, la libra esterlina y el rand sudafricano.
—¿Cómo podían pagar los productos si eran tan caros?
—Disponían de muchos billetes, como los tuyos, con muchos ceros. Los
obreros cobraban sus sueldos varias veces al día y sus mujeres salían
rápidamente a comprar. Transportaban sus billetes en sacos más voluminosos
que los productos que podían adquirir con ellos.
—¿Los jornales, igualmente, eran billonarios?
—Sí, sí, y se revisaban semanalmente.
—¿Dónde está el problema, si todo vale más pero tenemos más dinero para
adquirirlo?
—Debes considerar que los salarios nunca se actualizan al mismo ritmo que
los precios. A ver cómo te resumo la secuencia… La mayoría de los agricultores
se negaban a vender sus productos por dinero, ya que sabían que los billetes no
valdrían casi nada en pocos días y acaparaban los bienes en sus almacenes. Los
comerciantes anticipaban un incremento de los precios de reposición de sus
mercancías y trasladaban, prematuramente, esa subida al precio final; había un
desabastecimiento total y se acababa volviendo al trueque. Era un auténtico caos,
el paro aumentaba y el PIB del país se hundía en los abismos. Ningún Estado
puede soportar muchos años en un ambiente de hiperinflación.
Alicia pensó que vivir así es haber vivido muy cerca del infierno.
—En la sala de Hungría evidenciarás hechos parecidos. La segunda guerra
mundial, primero con el azote de los nazis y luego de los soviéticos, había
esquilmado la riqueza del país. Con las infraestructuras destruidas y las
industrias saqueadas, para poder hacer frente a las compensaciones y
reparaciones de guerra (unos trescientos millones de dólares de la época) no se
les ocurrió otra cosa que empezar a imprimir billetes con la intención de abaratar
el crédito y, con ello, favorecer el crecimiento del país y poder reintegrar las
deudas a los vencedores. Fue la peor inflación de la historia. Se emitió un billete
de cien trillones de pengös que en el momento de salir a la calle valía, al cambio,
una milmillonésima parte de un céntimo de dólar americano. Hay que considerar
que, hasta 1944, el billete de más alta denominación era de tan solo mil pengös.
Los trabajadores, como en Zimbabue, cobraban varias veces al día y corrían
desesperados a gastar ese dinero en los pocos productos que lograban encontrar.
Todos los billetes cambiaban de mano, absolutamente todos, cada doce horas;
nadie guardaba ninguno, provocándose de esa manera un efecto multiplicador de
la inflación. El final era previsible: vuelta al trueque y a los pagos en especie.
Alicia resopló.
—La impresión masiva de papel moneda y el deterioro de su poder
adquisitivo consiguió que, rápidamente, la población acaparara todas las
monedas de plata, cobre y níquel, ya que valían muchísimo más por el peso de
los metales en los que estaban acuñadas que por su valor facial en circulación.
Los salarios se actualizaban cada dos horas. Entre enero y julio de 1946, el poder
adquisitivo de los sueldos de redujo en un ochenta y cinco por ciento. En julio de
1946 la inflación mensual fue del 41.900.000.000.000.000 por ciento. Se
imprimió un billete que nunca llegó a circular (lo que en notafilia se denomina
espécimen) de mil trillones de pengös. Hoy, ese billete es una pequeña joya que,
en la calidad plancha, sin circular, vale una fortuna.
—Y en dólares de los buenos —puntualizó Alicia.
Ambos rieron desconsideradamente.
—Déjame ver ese billete de cien trillones de pengös. ¿Dónde están los ceros?
No hay ninguno. ¿Se han volatilizado por el camino? —comentó Alicia. Por lo
menos en los de Zimbabue quedaron catorce.
—Fíjate bien en las letras:

SZÀZMILLIÓ
B.-PENGÖ

—Descifrar eso es lo más difícil desde que Champolion pudo leer la escritura
jeroglífica a partir de la piedra de Rosetta. Supongo que la B es la abreviatura de
«billones». Por lo menos podrían haberse molestado en escribir todas las letras…
—Pues ya verás los billetes de la república de Weimar, en Alemania. Estos
están impresos por los dos lados. Szàzmillió significa cien millones, o sea, que
son cien millones de billones, es decir…
—Cien trillones en escala larga —resolvió orgullosa, Alicia.
—Para identificar claramente esos billetes billonarios, lucen en las esquinas
una B mayúscula.
Inmediatamente, el hombrecillo pequeño, que no había parado de escribir
ceros, tomó un lápiz y trazó un buen cúmulo de ellos:
100.000.000.000.000.000.000.
—No me extraña que no imprimieran los ceros, es imposible leerlo de corrido
—señaló Alicia.
—Tampoco te sorprendas de la discreta B que representa a los billones.
Supongo que el responsable del diseño de los billetes quiso disimular su valor
nominal. En agosto de 1946 se abandonó definitivamente la moneda y se la
sustituyó por el florín, amparado por el patrón oro, que sigue actualmente
vigente. El cambio final fue de un florín por cada cuatrocientos mil cuatrillones
de pengös.
—A ver si alguien me lo puede explicar, la inflación es como un monstruo
horroroso que provoca que el coste de la vida suba y que todo lo que se compra
valga más. ¿Es así?
—Pues no del todo, más bien lo contrario, no es que las cosas valgan más,
sino que el dinero vale menos, o lo que es lo mismo, la inflación lo que
desencadena es una pérdida del valor real, una merma del poder adquisitivo de
nuestro dinero. Una inflación del treinta por ciento puede parecerte pequeña; de
hecho, algunos aceptan la cifra del cien por ciento anual para etiquetar una
inflación como hiperinflación, pero ten en cuenta que un treinta por ciento anual
implica doblar los precios cada 2,4 años.
—Y si la inflación fuera del cincuenta por ciento anual, ¿cada cuánto se
doblarían los precios?
—Déjame la calculadora. 72 dividido entre 50… da 1,44. Cada año y medio
aproximadamente.
—Lo del 72 me lo enseñó Richard Russell. Pero ya no lo recuerdo bien.
—La regla del 72 es muy útil. Si, por ejemplo, quieres saber cuánto tiempo
tardarán tus ahorros en doblar su capital a un determinado interés, por ejemplo,
el 5 por ciento, divides 72 entre 5 y te da una cifra aproximada de 14,4 años.
También funciona al revés. Si quieres calcular qué interés debes obtener para
doblar el capital en cuatro años, divides 72 entre 4 y el resultado es un 18 por
ciento.
—¡Quién pillara ese interés!
—Quizá tengas que perseguirlo y contemplar la inversión en renta variable
con mejores ojos de lo que lo suele hacer la gente.
—Pero en bolsa se puede perder dinero, ¿no?
Juan no pudo contener una sonora y perversa risotada.
—En Zimbabue los precios llegaron a doblarse cada 24,7 horas y en Hungría
cada quince. Así que no te extrañes de esas inflaciones millonarias.
—Entonces, lo mejor que puede ocurrir es que los precios bajen y bajen.
—No, eso suele ser catastrófico para la economía. De hecho, la segunda
guerra mundial, emprendida por Hitler, no se desencadenó en un período
inflacionario sino en uno deflacionario, contrariamente a lo que la mayoría de
gente piensa. Aunque también es cierto que la deflación surgió como
consecuencia del desastre causado por la hiperinflación, y es innegable que en
1938 el dictador financió su programa de construcción de armamento a través
del déficit presupuestario, lo que reinició toda una década inflacionaria. Entre
1947 y 1949 el Reichsmark perdió nueve décimas partes de su valor.
—Qué lío. ¡Deflación! ¿Qué es eso?
—En deflación los precios bajan. Nadie quiere comprar, todos acumulan su
dinero sabiendo que más adelante aumentará su poder adquisitivo, y ello redunda
en que los comerciantes y las fábricas no puedan vender los productos, dejen de
producir porque los inventarios cada vez valen menos y, al final, el paro y el
caos campen a sus anchas. Lo ideal es que haya una inflación moderada de
entorno al 2 o 3 por ciento.
—Con lo fácil que es imponer una inflación, de esas cifras, por decreto ley —
concluyó Alicia, empleando un tono jocoso que delató su ironía.
—¿Qué te parece si vamos a otra sala?
—Me encantaría, pero discúlpame, ahora debo ir al lavabo.
Vio un letrero, junto a la taza del WC:

TOILET PAPER ONLY
TO BE USED IN THIS TOILET
NO CARDBOARD
NO CLOTH
NO ZIM DOLLARS
NO NEWSPAPER

Evidentemente los dueños del local habían tenido más de un atasco con los
billetes de Zimbabue, mucho más duros y rígidos que el papel higiénico, pero
también más económicos que la celulosa del rollo de váter.
—¿Te has limpiado con uno de tus billetes de mil millones? —dijo en voz
baja Juan, quien a pesar de ser un fraile era algo pícaro. Dime, ¿quién crees que
puede verse beneficiado en un contexto de hiperinflación?
—Nadie. Si el dinero pierde una buena parte de su valor, ninguno saldrá
ganando, ni siquiera los gobernantes que imprimen dinero —afirmó Alicia.
—«Solo un gobierno puede coger papel perfectamente bueno, recubrirlo de
tinta perfectamente buena, y conseguir que el resultado no valga nada». Son
palabras de Milton Friedman. Antes de abandonar la sala —dijo Juan— tengo
que hacer una gestión. He puesto un anuncio en el periódico, léelo:
«Si quiere usted cancelar su hipoteca, reúnase conmigo el lunes, 25 de
noviembre, a las 10 horas, en el Banco Central de Zimbabue».
—Iremos andando. Es demasiado caro subir al autobús, ¿no te parece?
Tuvo que reconocer que varios billones de dólares era demasiado dinero para
un trayecto tan corto. Tardaron unos pocos minutos. Allí estaban, toda una
multitud a la entrada del Banco Central.
—Organicémonos. Anoten cada uno de ustedes en este cuadernillo sus
nombres, su documento de identidad, y el número de protocolo de su hipoteca.
Vamos a resolver su problema definitivamente.
Entró en el Banco acompañado de un notario y entregó la libreta junto con un
único billete azul. Sí, está usted en lo cierto, estimado lector, con el célebre
billete de cien trillones de dólares.
—Vengo a cancelar las deudas de todos estos señores. Quédese con el
cambio.
Salió de la sucursal a hombros, vitoreado y jaleado por los deudores. ¡Cómo
no se le había ocurrido antes a nadie! Con uno de esos billetes, que apenas podía
pagar el billete de un viaje en taxi, se podían cancelar todas las deudas
hipotecarias del país.
—¿Lo comprendes? —afirmó orgulloso, acomodándose el cabello de su
occipucio—. En un contexto hiperinflacionario el dinero pierde todo su valor y
castiga al ahorrador que tiene sus depósitos en el banco. Pero, quien posee
deudas, al revés de lo que les pasa a los acreedores, está de enhorabuena porque
por el precio de un puñado de pipas de girasol puede pagar el resto de su casa.
—Lástima que esos dólares no sean americanos; habríamos podido rescindir
toda la deuda de la administración estadounidense de un plumazo —concluyó
Alicia.
—Así es. Bush emitió más deuda que entre todos los anteriores presidentes
juntos; pero es que en tan solo cuatro años Obama se endeudó, a su vez, como
todos los anteriores doscientos presidentes, incluyendo la deuda del propio Bush.
Y la deuda sigue creciendo exponencialmente. El reloj de Times Square que
marca en tiempo real la deuda de los Estados Unidos se quedó en 2008 sin
guarismos suficientes. Debieron añadirle dos dígitos. Actualmente refleja una
deuda de más de 28 billones de dólares (trillones anglosajones). Y cada
ciudadano debe 85.000 dólares. En marzo de 2021, la deuda estatal equivale a un
129,82 por ciento del PIB (cifras muy similares a las de España, por cierto, que
ronda el 123,49 por ciento). Pero no todos los dictadores arruinan a sus países.
Enrique Fuentes Quintana lo recogió en su libro La Hacienda en sus ministros.
Franquismo y democracia. En 1975, año de la muerte de Francisco Franco, la
deuda española estaba en mínimos históricos: el 7,3 por ciento del PIB. Una
cifra increíblemente baja. Fue el denominado milagro económico del
franquismo. En 1969, España, que no hacía tantos años que había salido de la
autarquía y del aislamiento internacional, se había convertido en la octava
potencia económica mundial. En 2018 ocupábamos el puesto número trece tras
una gran remontada a lo largo de los años precedentes. No hay que olvidar que
en 1976, tan solo un año después del fallecimiento del dictador, quebró Gran
Bretaña, que recibió del FMI un rescate de 2.690 millones de libras esterlinas.
Alicia buscó la imagen en movimiento del reloj digital en la web
usdebtclock.org
—¡Y cada contribuyente debe 224.000 dólares! –afirmó estupefacta—. ¿Es
verdad que fuiste encarcelado durante cuatro meses por denunciar que Felipe III
y el Duque de Lerma estaban adulterando la moneda, el vellón? –inquirió, tras
teclear «Juan de Mariana» en su móvil.
—En 1602 se eliminó toda la plata que contenía, que inicialmente era el
cincuenta por ciento del peso, y el vellón pasó a ser enteramente de cobre. Para
colmo de desgracias, al año siguiente se reselló la moneda al doble de su valor.
En 1609 publiqué mi Tratado y discurso sobre la moneda del vellón. Mandaron
quemar todos los ejemplares que encontraran y, encima, fui encarcelado, aunque
finalmente fui exculpado de todo cargo. No es extraño que me apresaran,
después de lo que escribí:
El príncipe no tiene derecho sobre los bienes de los súbditos, de forma que
pueda tomarlos para sí o transferirlos a otros (…). El rey no puede adulterar la
moneda sin que medie el consentimiento del pueblo. Esta adulteración es una
especie de tributo con la que se detrae algo de los bienes de los súbditos. Es
injusto, porque es como si se arrancasen los bienes violentamente a los
ciudadanos (…) a este abuso ha de seguir necesariamente la carestía de los
comestibles en proporción al valor que se quitara a la moneda.
Juan hizo una pausa rememorando esos días aciagos.
—«No estimes el dinero en más ni en menos de lo que vale, porque es un
buen siervo y un mal amo» –susurró en voz baja.
—¿Quién dijo eso?
—Alejandro Dumas. La sociedad —prosiguió Juan— es anterior al desarrollo
de los Estados. Hay que limitar el poder de los políticos que tratan de imponer
sus necesidades por encima de los intereses de su pueblo. Si los gobernantes
dejan de ser útiles y además, como suele ocurrir, son una rémora para la creación
de riqueza, han de ser denunciados y destituidos inmediatamente; pero dejemos
eso para más adelante— dijo al tiempo que traspasaba el dintel de la…

SALA DE LOS BILLETES INFLACIONARIOS

Las paredes de la estancia lucían literalmente empapeladas, atiborradas de
billetes repletos de ceros, aunque algunos, no muchos, carecían de cifras,
camufladas en letras que los representaban discretamente. No parecía haber un
orden cronológico definido, así que empezaron el recorrido aleatoriamente. Allí
estaban los billetes de cien mil rublos de 1921, impresos en un papel de pésima
calidad y fácilmente falsificable; aunque cualquiera se atrevía a imitarlos,
sabiendo cómo se las gastaban los bolcheviques. A su lado, presuntuoso, un
maravilloso billete de cien rublos de la época zarista, de enormes proporciones,
el billete más grande jamás impreso. Una lluvia de ceros pareció inundar su
cabeza. Por un momento estuvo tentada de coger papel y lápiz y empezar a
escribir un cero tras otro, en una continua sucesión de hinchados y regordetes
números circulares que solo podían certificar su reciente infección por el virus
de los ceros. Los recibió un señor de amplios bigotes velazqueños,
elegantemente ataviado.
—Pasen. Es muy importante que salgan de este museo sabiendo reconocer un
billete inflacionario.
—Eso es muy fácil —protestó Alicia—. Los billetes inflacionarios tienen,
necesariamente, muchos ceros.
—Pueden poseerlos, no lo niego. La mayoría los muestran orgullosamente,
aunque, en algunas ocasiones, los ceros son tantos que no caben y acaban
traducidos a letras —explicó Juan señalando los celebérrimos billetes de pengös
—. Pero un país con una moneda en la que su billete de mayor valor facial ha
sido, históricamente, de cien, si emite un billete de quinientos puede ser ya un
indicativo de que los precios están subiendo y han de adecuar el valor nominal
de su moneda para que conserve su capacidad de compra. Por lo tanto, aun
teniendo pocos ceros, sería igualmente un billete inflacionario. También puede
serlo un billete que reduzca su tamaño ostensiblemente sin modificar su valor,
que rebaje la calidad del papel o que pierda los grabados. Otra forma de
disminuir el valor del billete es transformando los de alta denominación en otros
de menor valor nominal y cambiando el nombre de la divisa, pero conservando
la misma capacidad de compra. Un ejemplo son estos billetes de Chile de 1959,
donde mil pesos antiguos se convirtieron a un escudo —dijo, mostrando un
billete de cien pesos resellado a diez céntimos de escudo.
—¿Se pueden resellar los billetes?
—Naturalmente, después lo comprobarás viendo los billetes de Bolivia,
Grecia, Bosnia-Herzegovina, Nicaragua, Brasil, Alemania, Argentina,
Transnistria…
—Vale, vale, me lo creo –se defendió Alicia, pidiendo una tregua, al oír
Transnistria.
—También se resellaron las estampillas de correos. Estos sellos del año 1923,
de 5 y 300 marcos, fueron reconvertidos, mediante aplicación de tinta mágica, a
dos millones de marcos. Y no se conformaron con eso: aquí hay uno de cien
marcos retimbrado a un millardo.
—Creo recordar que un millardo son mil millones.
—Justo, buena alumna. Se imprimieron sellos de uno, cinco, diez, veinte y
cincuenta millardos, y todos de un tamaño enano.
—¡Sellos de cincuenta mil millones! Supongo que con ellos no se podían
mandar cartas a la Luna —dijo irónicamente Alicia—. ¿Y no hay monedas
inflacionarias? —añadió, buscándolas con sus ojos en un rápido recorrido por la
sala.
—Sí las hay. En la república de Weimar se acuñaron con un valor de millones
y hasta de un billón. Muchas de ellas eran notgeld, el dinero de emergencia, a
veces acuñado en porcelana. La mayoría de monedas metálicas no sobrevivieron
a la tentación de ser fundidas, al valer mucho más por su peso en metal que por
su valor facial.
—Pero destruir el dinero es delito —protestó Alicia.
—Mayor fechoría cometen los gobernantes esquilmando el valor de sus
monedas y empobreciendo de esa forma a la población. En 1938, poco antes de
acabar la guerra civil española, en la zona republicana tuvieron que pegar sellos
sobre unos discos de cartón, los denominados sellos moneda, dado que los
ciudadanos acapararon las monedas de oro, plata y cobre pensando, sabiamente,
que los metales conservarían su valor con independencia del bando que ganara la
guerra. Además, la mayoría del bronce fue fundido para hacer municiones. Por
cierto, hablando de monedas, no sé si nos dará tiempo a pasar por la sala romana,
pero ya en la antigua Roma los emperadores devaluaban sus monedas de oro y
plata.
—¿Y cómo lo hacían?
—Literalmente, rascando y cercenando los cantos, es decir, reduciendo su
peso, y también adulterando la aleación, agregando plata y otros metales al oro.
—Vaya con los romanos.
—Ningún país del mundo está libre de pecado. ¿Sabías que España es la
nación que más veces ha quebrado e impagado sus deudas?
—¿Totalmente, o mediante una quita parcial?
—En su totalidad y hasta trece veces desde el siglo XVI. La siguen Alemania
y Francia con ocho bancarrotas. Son pocos los países que no han quebrantado
sus compromisos monetarios. Los gobiernos se endeudan, tienen que pagar sus
gastos de guerra y sus obras faraónicas, y emiten más y más deuda, pasivos que
alguien deberá cancelar. Si supieras la deuda que está dejando nuestra
generación a sus futuros descendientes no dormirías tranquila.
—Al final, si no se puede pagar no se paga y no pasa nada, la vida continúa.
—Eres una listilla. Ya hablas como algunos políticos y sindicalistas
populistas que diferencian la deuda legítima de la ilegítima, como si los Estados
fueran entes justicieros que pudieran decidir a su antojo, según sus arbitrarios
criterios, a quién devuelven, y a quién no, sus préstamos. Mejor no depender de
ellos para recuperar tu inversión. Si sabes que los Estados tienden a incumplir
sus compromisos, protege tu patrimonio contra ese posible, y más que probable,
evento.
—¿Cómo podemos salvaguardar nuestro dinero?
—Adquiriendo bienes reales, objetos materiales que puedas tocar y que
conserven buena parte de su valor: propiedades inmobiliarias, terrenos, fábricas
y, cómo no, participaciones en buenos negocios cuyos servicios, en caso de
hiperinflación, sean imprescindibles a la población y puedan trasladar (aunque
solo sea en parte) ese incremento de precios a sus clientes. Eso lo entenderás
mejor en tu visita a la sala de la república de Weimar.
—¡Mira Juan! Uno de cien billones.
—Sí, es un agro-cheque de Zimbabue. Observa que tenían fecha de
caducidad. Pasado el día de su vencimiento perdían todo su valor.
—Buen método para evitar que la gente los guardara debajo del colchón —
bromeó Alicia.
—Un billete húngaro de cien trillones de pengös. Ese es de Polonia, de dos
millones y, aquí, uno de cien mil pesos mejicanos. Dos millones de intes de
Perú, otro de un millón de pesos argentinos. Admira qué sofisticado método de
devaluar la moneda encontraron las autoridades argentinas —advirtió Juan
señalando con su índice un billete de diez mil pesos argentinos de 1985
reconvertido a diez australes mediante la impresión de un sello sobreañadido—.
Ahí puedes ver otro ejemplo de retimbrado, mucho más burdo y grosero: un
billete de Nicaragua, también de 1985, de veinte córdobas transformado,
descaradamente, con pésimo gusto, en medio millón.
—Hablando de millones, mira este de Uruguay, de 1992, por ese mismo
importe, denominado en nuevos pesos, y otro de Austria fechado en 1922, de
500.000 krönen —añadió Alicia, quien parecía animarse con los ceros.
—En Brasil se reconvirtió la moneda varias veces. Aquí tienes uno de
500.000 cruzeiros transformado mediante resellado a 500 cruzeiros reais.
También son curiosos estos cheques de gerencia emitidos por el Banco Central
de Bolivia en 1984 por un importe nominal de 500.000 pesos y resellados en el
reverso, cinco años más tarde, a cincuenta centavos de peso.
—Un cheque de gerencia de diez millones de pesos bolivianos sin resellar —
señaló Alicia, un tanto decepcionada al no encontrar la prueba del delito
devaluador, la grosera y provocadora marca de tinta.
—Cinco millones de kwanzas reajustados de Angola, del año 1995 —observó
Juan, entonando con firmeza lo de reajustados para indicar que la moneda ya
había sido depreciada anteriormente.
Una enérgica ráfaga de viento hizo despegar una ingente cantidad de billetes.
Flotaban, altivos, pavoneándose por toda la sala, en espléndida danza aérea.
—Cinco millones de intis del Perú del año 1990. Otros tantos de lei de
Rumanía de 1947 y veinte millones de liras turcas del año 2000. Cincuenta
millardos croatas de 1993 y quinientos millardos de dinara. Ese año fue el
apogeo de la guerra de los Balcanes. Los conflictos bélicos siempre han sido la
antesala de la devaluación de la moneda. Otro país implicado en esa contienda
fue Bosnia-Herzegovina —descubrió Juan, mostrando un billete de cien dinara,
reconvertido a cien millones.
—¡Qué locura! –exclamó Alicia.
—Aquí están los pequeños y sobrios billetes griegos de 1944. Como
consecuencia de la invasión alemana se llegaron a imprimir billetes de cien mil
millones de dracmas. Ha sido la sexta inflación más importante de toda la
historia. Pocos países se han librado de estampar cifras astronómicas en sus
billetes inflacionarios —continuó Juan, señalando los de Ucrania de 1995, de un
millón de karbovantsiv, y los de Transnistria del año 1994, transformados
disimuladamente, dos años después, añadiendo cuatro ceros.
—Por lo menos reciclaban el papel —añadió Alicia.
—China fue el primer país del mundo en emplear el papel moneda en
sustitución del oro. Repara en este billete. ¿De qué valor nominal es?
Le dio mil vueltas, imposible descifrar nada, por añadidura el reverso estaba
en blanco.
—Es un billete para leer en vertical —dijo Juan, socorriéndola—. Está
emitido por el Banco Central de China en 1948 y su importe es de sesenta
millones de yuanes. Solo está impreso por una cara para abaratar costes y
agilizar la impresión, y únicamente en chino mandarín. Aquí hay otro, más
amigable, de 1949, cuyo reverso está impreso en inglés, se imprimió en los
Estados Unidos, es de cinco millones de gold yuan.
—Eso indica que bajó la inflación.
—Puede ser, pero no creas que por ello la población se repuso
inmediatamente de la ruina. Seguro que la reconversión del yuan en gold yuan,
implicó la pérdida de algún cero —afirmó Juan, con socarronería.
—Se me ha ocurrido que eso de yuan suena igual que tu nombre en catalán —
añadió Alicia con picardía.
—Haces bien en conservar el humor, porque todos estos billetes son
deprimentes y constituirían, por sí solos, un monumento a los horrores: los
horrores inflacionarios a los que han sido sometidos la mayoría de habitantes de
nuestro planeta en algunos momentos de sus vidas, con lo que ello implica de
pobreza y de pérdida del poder adquisitivo de sus ahorros.
—Y los billetes de Weimar, ¿dónde están?
Nuestros amigos recorrieron con sus escrutadoras miradas todas las paredes,
pero no repararon en el techo, completamente tapizado con billetes de la
república de Weimar. Oportunamente, uno de ellos se desprendió y descendió en
zigzagueante, elegante y seductor planeo, aterrizando en la mano de Juan.
—Aquí tienes uno: cien billones de marcos, fechado el 15 de febrero de 1924.
No está nada mal ¿no te parece?
Se dirigieron a la sala III, atraídos por un peculiar letrero:

YAP: LA ISLA DEL DINERO DE PIEDRA

Ni billetes ni monedas, tan solo un montón de mastodónticas piedras
redondas, algunas conchas y varios objetos etnográficos. Sobre un atril de
madera de caoba reposaba un libro inglés: The Island of Stone Money.
—Lo escribió en 1910 un antropólogo norteamericano, William Henry
Furness III —aclaró Juan, viendo la mirada curiosa de su pupila. «La Isla del
Dinero de Piedra», tradujo mentalmente nuestra joven aventurera.
Se detuvieron ante un disco rocoso toscamente tallado, debía medir unos
ochenta centímetros de diámetro y un agujero redondo presidía su centro.
—¿Para qué servía esta piedra?
—Parece una rueda de molino, pero tras leer el título del libro puede que sea
una moneda —apuntó Alicia.
—Así es. Su moneda era el fei. Ante la carencia de metales en las islas
Carolinas de la Micronesia, en una de sus islas, la de Yap, sus habitantes
decidieron usar como medio de intercambio y moneda unas piedras de caliza
blanca que se extraían a 650 kilómetros de distancia, en las islas Pelew. Eran
talladas y transportadas en rústicas canoas y balsas. Su tamaño oscilaba entre los
30 y los 400 centímetros de diámetro. El orificio central, redondo o
cuadrangular, facilitaba su carga mediante resistentes maderos que se
introducían a través. Una de sesenta centímetros de diámetro permitía comprar
un cerdo o mil cocos; con las más grandes se podían adquirir poblados enteros.
Para los intercambios diarios se usaban unas conchas, difíciles de encontrar y
por tanto escasas, procedentes de otras islas lejanas. Las piedras más grandes
eran colocadas a la entrada de las casas y en la orilla de los caminos.
—El dinero debe ser fácilmente intercambiable. Mover esos pesados bloques
de piedra debía ser muy penoso.
—¿Y quién ha dicho que se trasladaban? Una vez depositados en la isla, los
bloques más grandes cambiaban de dueño mediante un acuerdo verbal y
permanecían en su emplazamiento, muchas veces al pie de la casa del vendedor,
sin ni tan siquiera hacer una marca que certificara la permuta de la propiedad. Es
más, en el libro se describe la enorme riqueza de una familia que había
transportado un fei excepcional, de un tamaño y calidad jamás vistos en la isla.
El fei fue cargado en una gran balsa, pero a unos doscientos kilómetros de Yap
se desató una fuerte tormenta y los tripulantes no tuvieron más remedio que
lanzar al mar la piedra, su preciado tesoro, para salvar la vida. Los marineros,
miembros de varias familias, certificaron la calidad del fei y agradecieron que su
propietario hubiera antepuesto sus vidas por encima de ese valioso bien. Todos
admitieron su existencia, la propiedad y el poder adquisitivo de dicha piedra,
aunque durmiera para siempre en el fondo del océano.
—Emotiva historia. Esos isleños parecen gente muy buena y razonable.
—La moraleja de la leyenda es que el trabajo es el único y verdadero medio
de intercambio y patrón de valor. Los nativos de Yap tenían asegurada la comida
y el vestido, y el gran valor que le conferían a sus pedruscos traducía todos sus
esfuerzos, muchos y enormes, por extraer las piedras de las canteras, tallarlas y
transportarlas con gran riesgo de sus propias vidas. Curiosamente, cuando
llegaron los colonos alemanes, que compraron las islas en 1898 a la corona
española, les facilitaron herramientas y medios de transporte mucho más
seguros. Ese avance técnico permitió que los habitantes de Yap embarcaran
muchas más piedras, mejor talladas y de mayor tamaño. ¿Sabes qué ocurrió?
—Si hay más piedras, necesariamente deben tener, como ocurre con el
dinero, menos valía.
—Correcto, muy perspicaz. Así sucedió; los pedruscos también pueden
padecer los efectos de la inflación. Pero, curiosamente, solo se devaluaron las
nuevas piezas. En cambio, las viejas piedras, peor labradas, continuaban
manteniendo su valor simplemente porque habían requerido más horas de
trabajo. Eso explica que los feis más valiosos sean los más gruesos en su parte
central y que se vayan adelgazando hacia los extremos.
Alicia trató de levantar, infructuosamente, una pequeña moneda de apenas
cuarenta centímetros de diámetro. Se acordó, por unos instantes, de las espinacas
de Popeye el marino.
—Los reyes suecos usaron como moneda, entre los siglos XVII y XVIII, unas
enormes planchas de cobre de unos catorce kilogramos. Eran muy incómodas de
manejar, y ese inconveniente hacía que fueran difíciles de transportar, gracias a
lo cual pudieron retener gran parte de esa riqueza de metal en el país.
Juan hizo un descanso de breves segundos. Dejó hablar al silencio, tan solo
interrumpido por algún tenue sonido emitido por otros visitantes.
—Eso de que algo tiene más valor simplemente porque ha requerido más
horas de trabajo manual o porque se han perdido más vidas para conseguirlo, no
es siempre cierto, aunque sí fuera válido en Yap. Para Adam Smith, las cosas
tienen el valor que la gente les confiere, en función de sus necesidades, de la
utilidad y, naturalmente, de las modas. Si no hay demanda para ese bien, su valor
es cero. Un ejemplo podrían ser los cuadros de Botticelli o del Greco,
revalorizados tras cientos de años de ostracismo.
Alicia se acordó de los dos excelentes grecos que pudo comprar Santiago
Rusiñol. Están expuestos en su vivienda museo de Cau Ferrat, en Sitges, y
fueron adquiridos en París, a un marchante, por un precio excepcionalmente
bajo.
—Cuando los alemanes tomaron posesión de la isla se encontraron con un
problema: los caminos no estaban acondicionados para el paso de los vehículos
motorizados, ya que por Yap nunca habían circulado carros. Así pues, los
germanos exigieron a los nativos que arreglaran las calzadas, surcadas de rústico
y desgastado coral extraído de los arrecifes. Ante la negativa de los aborígenes,
se les impuso una multa. ¿Pero cómo cobrar esa sanción si no disponían de
dinero? Sí, sí tenían dinero, como descubrió algún teutón avispado. Marcaron
con pintura negra las mejores piedras de cada poblado como símbolo y señal de
embargo de una gran fracción de sus bienes. Los nativos, desprovistos de buena
parte de sus riquezas, pavimentaron los caminos con un cuidado tal que han
quedado, hasta la actualidad, como auténticas carreteras.
—Vaya tontería. Los aborígenes eran unos ingenuos. ¡Qué más les daba que
estuvieran o no marcadas las piedras, cuando ni ellos mismos cincelaban signos
de propiedad en ellas! Podrían haber seguido haciendo sus transacciones
obviando esa pintura, como si realmente fueran suyas.
—Tal vez fueran unos ingenuos a los ojos de un hombre civilizado. No
obstante, ¿dónde crees que está la riqueza de nuestro mundo desarrollado? No
tenemos más que apuntes en cuenta. Nuestras acciones son meras anotaciones en
extractos bancarios. ¿Existe realmente el dinero que presumimos tener?
Curiosamente, en 1932, ante la posibilidad de que tras el crac de 1929 los
Estados Unidos decidieran abandonar el patrón oro y que se devaluaran sus
reservas de dólares, los franceses resolvieron convertir en oro sus enormes
reservas de dólares, para lo cual dieron la orden de reembolso a la Reserva
Federal americana; y para evitar el riesgo del transporte de tal cantidad de metal,
acordaron que ese oro quedara custodiado por la propia Reserva Federal, pero
etiquetando, eso sí, las estanterías que eran propiedad de Francia. ¿No te parece
que bien hubieran podido marcar esos lingotes con pintura negra? Ya ves que,
como en el caso de los indígenas de Yap, llegaron a un compromiso para no
tener que movilizar tanto peso, con el subsiguiente riesgo de naufragio. De esos
hechos podemos concluir que el uso y utilidad del dinero depende de la
confianza en su valor y del respeto a ciertas normas aceptadas por ambas partes,
la compradora y la vendedora. Tan válidos eran los feis de Yap como los dólares
o euros actuales e, incluso, si me apuras, te diré que los feis, aparte de ser más
pesados, eran mucho más seguros.
—Por lo menos eran más difíciles de robar y destruir —concluyó Alicia,
irónicamente.
—Los feis todavía se usan como medio de pago en las grandes fiestas y en la
entrega de la dote en los matrimonios.

LA REPÚBLICA DE WEIMAR

Traspasaron el umbral de la sala IV, aunque de estancia museística tenía más
bien poco. Se encontraron inmersos en una calle alemana del año 1923. Una
señora entraba en una tienda de comestibles empujando trabajosamente una
destartalada carretilla. A pesar de que el comercio mostraba escasos productos a
la venta, esos pocos alimentos atraían a la muchedumbre, que esperaba en una
larga fila bloqueando el normal tránsito por la acera. Desde el suelo, hasta casi
rozar el techo, se apilaban ingentes cantidades de billetes. Una clienta compró
unos huevos, un poco de carne y algo de leche en polvo. Descargó todos sus
billetes sobre el mostrador. La tendera tomó los fajos, ordenados
minuciosamente por valores nominales, los dispuso a lo largo del vetusto
mármol blanco y midió su altura con una regla. Los pesó e inmediatamente, con
ágiles cálculos, dio una cifra aproximada: «Más o menos, 1.530 billones de
marcos». Aun así, tardó cerca de dos minutos en manejarse con tal cantidad de
papel moneda.
—Sí, sí, más o menos —respondió la clienta sin saber exactamente cuánto
dinero llevaba.
—Sobran estos tres paquetes —señaló la tendera al tiempo que se los
devolvía.
Captó la atención de Alicia un niño que cargaba con un carretón rebosante de
billetes, tan repleto que la brisa conseguía que alguno aterrizara sobre el
adoquinado de la calle.
—¿No llevas mucho dinero para ser tan pequeño?
—Bueno, en realidad no es dinero, es papel para la estufa.
—¿Cómo que no es dinero? —protestó Alicia, extrañada, tomando uno de los
billetes que yacía moribundo en el suelo y que nadie se había molestado en
recoger. Este es de diez millones de marcos. Lo volteó y observó, estupefacta,
que estaba impreso únicamente por uno de los dos lados.
—Puede que sean marcos de curso legal, pero los usamos como combustible
para la cocina y la estufa de leña, es más barato que comprar carbón o madera.
El papel al peso ha subido mucho de precio, y esos billetes nos son más útiles
por su poder calorífico que por su valor como moneda.
—¿Trabaja tu padre?
—Sí.
—¿Y cuánto gana?
—Bueno, eso depende.
—¿De qué? ¿De las horas de trabajo?
—No, del día en que cobra. Recibe muchos billones, pero cada semana
multiplica por treinta su sueldo, de tal forma que no sé muy bien cuál es su
salario.
El muchacho retomó su camino, dejando volar unos cuantos billetes al echar a
rodar el carretón.
—Sé que me lo has explicado, pero no lo acabo de entender bien. Si los
productos doblan su precio, pero también se duplica el sueldo, eso no debería
afectar al poder de compra. Si todo sube, ¿cuál es el problema? El único
inconveniente sería el tiempo extra necesario para ir modificando los precios y
cambiar las etiquetas y los rótulos.
—El importe de los jornales no se puede actualizar al mismo ritmo que el de
los productos de consumo diarios. Además, los empresarios dejan de invertir
porque pierden la referencia de cuál va a ser el valor real de sus artículos, y ello
provoca carestía.
—No recuerdo cuántos años tenía, pero sí la pregunta —infantil e ingenua—
que le hice a mi abuelo: «¿Por qué, si el dinero es tan valioso, no imprimen más
billetes y así somos todos un poco más ricos?».
—No des más ideas a los bancos centrales —sentenció Juan—. Ya lo dijo
David Graeber: «Todos los Estados-nación modernos están construidos sobre la
base del gasto deficitario». Y abundando en esa idea, David Ricardo afirmó: «No
hay nada más importante en la emisión de papel moneda que esté totalmente
imbuida con los efectos que se deducen del principio de limitación de cantidad.
No es necesario que el papel sea pagadero en especie (oro y plata) para asegurar
su valor, solo es necesario que su cantidad deba ser regulada y restringida. (…)
Sin embargo, la experiencia muestra que ni un Estado ni un banco que haya
tenido el poder ilimitado de emitir papel moneda ha podido resistirse a abusar de
ese poder».
—Mi abuelo Jerónimo no tenía grandes estudios académicos, pero recuerdo
su mensaje: «¿No piensas que, si hubiera demasiado dinero, este perdería una
buena parte de su valor?». Entonces no entendí muy bien a qué se refería, pero sí
pensé que los cromos repetidos de mi colección, los que salían una y otra vez en
los sobres, valían muy poco en el intercambio con otros compañeros que
también los tenían; nadie los quería. Eso me ayudó durante un tiempo a no hacer
demasiadas preguntas.
—Para que algo sea considerado como valioso, necesariamente tiene que ser
un bien escaso o con cierta restricción de su oferta. La utilidad de algo depende
de la oferta y de la demanda. La pregunta que deberíamos hacernos es por qué
conferimos tanto valor al dinero si es tan fácil de imprimir y en realidad,
materialmente, no vale nada.
A estas alturas de la película Alicia estaba dispuesta a demostrar sus avances.
—El dinero tiene el valor que estemos dispuestos a darle cada uno de
nosotros. Nuestra fe en el papel moneda lo hace valioso y, asimismo, es del todo
imprescindible para el funcionamiento del sistema capitalista y evitar que todo el
entramado comercial colapse.
—Correcto —asintió Juan sin matizar nada—. Esta sala es una de las
principales del museo porque Alemania tiene el dudoso honor de haber sufrido
entre 1922 y 1923 la quinta inflación más alta de toda la historia, tan solo por
detrás de Hungría (1945-1946), de Zimbabue (2007-2008), de Yugoslavia
(1992-1994) y de la república Srpska (1992-1994), estas dos últimas como
consecuencia de la guerra de los Balcanes, y por delante de Grecia (1941-1945).
Te haré un breve resumen de lo que pasó en la República de Weimar para que te
hagas una idea del desastre inflacionario en el que nos encontramos. Y te hablo
en presente porque, como habrás comprobado, el museo del dinero te traslada en
el túnel del tiempo. No sé lo que te costará un huevo, hoy, en octubre de 1923,
pero considera que, en 1919, con ese mismo dinero, hubieras podido comprar
500.000.000.000 de ellos.
—Imposible, no habría suficientes gallinas —dedujo Alicia.
—Al acabar la primera guerra mundial los vencedores exigieron a Alemania
132.000 millones de marcos oro en concepto de reparación de gastos de guerra.
Los alemanes no podían cancelar esa deuda, ya que equivalía a varias veces el
PIB de la nación. El gobierno se vio obligado a comprar divisas en el mercado
internacional de manera que entre 1919 y 1922 se pasó de cambiar ocho marcos
por dólar a necesitar 330. El gobierno optó por la solución más fácil e imprimió
papel y más papel en un círculo vicioso que se retroalimentaba a medida que el
marco perdía valor, llegándose hasta límites increíbles. Bélgica y Francia, al
sentirse estafadas ante el escaso valor del marco, ocuparon la cuenca industrial
del Ruhr para cobrar parte de la deuda en activos reales. La clase media
desapareció de la noche a la mañana. Aquellos que recibían rentas vieron como
su valor se reducía a la nada. A finales de 1922, una barra de pan costaba 600
marcos; en agosto de 1923, un millón y medio, y en noviembre de 1923, la
friolera de 200.000 millones. El precio de la onza de oro pasó de 1.300 marcos
en enero de 1921 a 87 billones. El cambio frente al dólar alcanzó los cinco
billones de marcos. Si quieres destruir un Estado, basta con corromper su
moneda. En 1913 la lira italiana, el franco francés, el chelín inglés y el marco
alemán poseían un valor equivalente y se podían cambiar todos ellos por unos
cinco dólares; empero, a finales de 1923 se requería un billón de marcos para
adquirir un solo franco.
—¿Y qué decía la población? ¿A quién echaban la culpa?
—Los gobiernos siempre encuentran culpables que justifiquen sus
insensateces. Convencieron a los alemanes de que el marco no se había
devaluado como consecuencia de la impresión masiva de papel sino, más bien,
por la sobrevaloración del resto de divisas y, por ende, se disparaban, injusta y
exponencialmente, el precio de los artículos de primera necesidad. La
ciudadanía, condicionada por la propaganda estatal, piensa que la inflación es el
aumento de los precios, pero lo cierto es que la inflación es consecuencia del
aumento de la cantidad de dinero en circulación. No es correcto invertir los
términos y confundir la causa con la consecuencia.
—Vale, lo entiendo, se equivocan: el dolor de garganta no causa la
amigdalitis. La fiebre no es la enfermedad; sí lo es la bacteria. Y la bacteria es el
déficit presupuestario, la impresión masiva de billetes, el crecimiento
exponencial en la velocidad de circulación de la moneda…
—Te lo sabes. Es indudable que estás versada en asuntos médicos. Si te
parece continuamos nuestra conversación.
—¿Tengo elección?
—Los Estados y los bancos centrales son los auténticos culpables, no los
«pérfidos» empresarios que elevan los precios «a su antojo». Para la escuela
austríaca de economía, y no olvides que se inspiraron en los escolásticos de la
escuela de Salamanca, los costes de producción no son objetivos y
predeterminados. No es cierto, como defienden los keynesianos, que los costes
históricos de fabricación sean los que determinen los precios de mercado; es
justo lo contrario: son los precios del mercado, que impone el consumidor final,
los que establecen los costes de producción. Los precios emergen de las
valoraciones subjetivas del conjunto de consumidores. Si no hay una demanda
para un bien, ese bien no tendrá precio y, es más, no se elaborará. Si entiendes
eso, comprenderás por qué las empresas quiebran y por qué los empresarios
luchan por abaratar costes y ser competitivos.
—Listillos los políticos, ¿no? ¿Y no se percató la población de que los
gobernantes eran los auténticos culpables?
—Te va a contestar Keynes: «No hay más sutil ni más seguro medio de
derrumbar las bases existentes de la sociedad que el de corromper la moneda. El
proceso involucra a todas las fuerzas ocultas de la ley económica en función de
la destrucción, y lo hace de tal manera que ni un hombre en un millón es capaz
de diagnosticar». Los británicos —prosiguió Juan— financiaron los gastos de
guerra con un aumento de impuestos, pero los alemanes, en vez de acrecentar los
impuestos, sufragaron su industria armamentística bajando los tipos de interés
para favorecer el crédito a las empresas y, no contentos con ello, imprimieron
ingentes toneladas de papel moneda. Esa fue la estrategia que se instauró con la
esperanza de devolver las compensaciones monetarias impuestas tras la guerra.
—El equivalente a 132.000 millones de marcos oro es una barbaridad. No me
extraña que se dedicaran a imprimir billetes.
—Sí, era un enorme capital: más de tres veces el valor de todas las
propiedades de Alemania. Imprimir dinero parecía la solución más simple, pero
no es la mejor medida para solventar el problema. No se puede expandir la oferta
del dinero a un ritmo más rápido que el del crecimiento económico. De esa
forma, acabaremos con una disminución real de la riqueza como consecuencia
de la inflación. La emisión de dinero para evitar subir impuestos es un impuesto
inflacionario encubierto, ya que reduce el coste de la devolución en términos
reales, pero arruina el país. El Estado se inventó un lema bélico patriótico que
rezaba: «Cambie oro por hierro». Hizo lo posible por captar y acaparar oro para
transformarlo en promesas de papel, promesas sustentadas y representadas,
premeditadamente, en forma de bonos de guerra y billetes con escaso valor. La
estampación masiva de papel moneda fue la solución más intuitiva y simplona,
con ello, y con la fijación de unos tipos de interés artificialmente bajos, se
pretendía evitar revueltas sociales y favorecer la competencia de la industria
alemana en el exterior.
—Pues a mí todas esas medidas me parecen bien. Son racionales.
—En parte tienes razón. Esas estrategias permitían aumentar los salarios de
los obreros y se evitaba el paro, pero no olvidemos que con esas disposiciones
también se abocaba la economía alemana a una espiral inflacionaria ya que,
irremisiblemente, a medida que se fabricaban más y más billetes, se devaluaba el
valor de la moneda.
—Consecuentemente, había que imprimir más y más moneda.
—Así es, quedaron atrapados en un perverso círculo vicioso. El gobierno
empezó a subvencionar los alimentos con los billetes que imprimía a su antojo.
Los ciudadanos adquirían cualquier producto que conservara su valor,
acaparaban todos los bienes materiales que se pusieran a su alcance, y lo hacían
indiscriminadamente; no era extraño encontrarse con un enorme piano de cola en
el salón de la casa de campo de un campesino que no identificaba ni una sola
nota musical. Nadie ahorraba, no había incentivos para ello y, los que podían,
eludían impuestos y evadían ingentes capitales al extranjero. No había paro
debido a la enorme competitividad de los productos alemanes en los mercados
exteriores y al elevado consumo de la población, aunque la producción se tornó
caótica porque los empresarios no sabían qué mercancías demandarían los
ciudadanos. En una hiperinflación el incremento continuado de los precios
distorsiona el mercado, ya que los productores interpretan esa elevación de los
precios como una mayor demanda de productos necesarios y asignan más
recursos con la idea de satisfacer, aún más, ese requerimiento de mercancías
inútiles. Al final, el mercado permanecerá saturado de bienes que en realidad
nadie necesita y habrá carestía de otros que sí son imprescindibles.
Alicia pensó que eso de comprar cosas por el mero hecho de adquirir algo era
una solemne tontería, obviando que un piano se podía intercambiar por otro bien
y que el papel moneda perdía su valor minuto a minuto.
—Un empresario sabía que era igual que fabricara castañuelas andaluzas o
bumeranes australianos. Todo, absolutamente todo lo que llegaba a los
comercios, era inmediatamente adquirido con la esperanza de que cualquier bien
real, por inútil que pudiera parecer, conservara una buena parte de su valor. Las
colas en las tiendas eran kilométricas, apenas había existencias y los costes de
reposición de los artículos eran superiores a los de venta, por lo que los
comerciantes tenían sus locales poco tiempo abiertos y acumulaban los
productos en los almacenes. Solo los campesinos sobrevivían cómodamente,
pero pronto se dieron cuenta de que si inmovilizaban su producción podían
vender los bienes mucho más caros al cabo de unos pocos días. El Estado trató
de imponerles por ley una serie de obligaciones, instaurando unos precios
estrictamente regulados, pero los campesinos argumentaban que todos los bienes
que debían adquirir para la producción eran enormemente costosos y se negaron
a aceptar las condiciones. Ante la negativa de los agricultores y ganaderos a
entregar su mercancía y sus cosechas a un precio fijado y artificialmente bajo,
partieron de las ciudades numerosas pandillas que invadieron las granjas
ocasionando enormes daños materiales y personales. Se instauró el caos total.
Las cosechas eran buenas, pero no llegaban a las ciudades.
—Qué desastre…
—Como la hiperinflación permitía devolver los créditos en pocos días con un
dinero devaluado, los ciudadanos empezaron a endeudarse para comprar también
granjas y viviendas. Los empresarios expandían sus negocios, incentivados por
el crédito fácil. Ninguna empresa quebraba, pues el importe de sus deudas era
inmediatamente cancelado por la inflación. Los más inteligentes se hipotecaban
en marcos y devolvían los préstamos con los beneficios de su primera cosecha o
producción industrial. Eso sí, los amortizaban con un dinero devaluado. La gente
culpaba a los judíos, a los turistas y hasta a las pobres, indefensas y benefactoras
lagartijas. Confundían los síntomas con la enfermedad. La población no se
percataba de que el desastre era causado por la impresión masiva de dinero.
Todos creían que los productos se encarecían a causa de la guerra de divisas
provocada por los especuladores y las naciones extranjeras. Y como dijo Peter
Bernholz: «No ha habido nunca en la historia una hiperinflación que no estuviera
causada por un enorme déficit del Estado».
—Y las guerras siempre provocan inflación, ¿no es así? —preguntó Alicia.
—Es cierto que los conflictos bélicos generan hiperinflación, pero mucho más
aún si no hay patrón oro. La deuda nacional británica se multiplicó por once
durante la primera guerra mundial, y en las guerras napoleónicas, que duraron
cinco veces más, solo se triplicaron. Y hablando de guerras, como acertadamente
dijo Philip Coggan: «La historia económica ha sido una guerra entre acreedores
y deudores, con la naturaleza del dinero como campo de batalla».
—¿Cuál es el criterio para diferenciar una simple inflación de una
hiperinflación?
—Se considera hiperinflación (aunque no hay consenso en ello y las cifras
son muy dispares) cuando los precios se incrementan en un cincuenta por ciento
mensual. La recaudación de impuestos —continuó Juan— era intranscendente
porque cuando se cobraban, unos meses más tarde, ya habían perdido todo su
valor. Nadie aceptaba talones ni letras de cambio, por lo que los ciudadanos se
veían obligados a cargar con enormes sacos de papel moneda. A pesar de
trabajar las veinticuatro horas del día y de imprimir los billetes únicamente por
el anverso, las imprentas no podían abastecer de papel moneda con la suficiente
diligencia como para que la población pudiera efectuar sus compras, cada vez
más numerosas. A la demora en la impresión había que añadir las dificultades
para transportar esa descomunal cantidad de papel; por ese motivo se autorizó a
los ayuntamientos, a las cárceles y a muchas empresas a imprimir su propio
dinero. Esos billetes se denominaron notgeld —añadió Juan, mostrando unas
pequeñas estampillas multicolores.
—¡Venga ya! Esto son cromos. Tú me tomas el pelo.
—Es cierto que no era una moneda de curso legal, pero, aunque parezca
dinero de juguete la gente se vio obligada, por necesidad imperiosa, a aceptar
esos ridículos (y bellos) papeles como dinero válido para sus transacciones
comerciales diarias. Ten presente que el retraso en un solo día del cobro del
salario devaluaba enormemente el poder adquisitivo. Las empresas emitieron
vales que, igualmente, fueron aceptados como dinero. Los notgeld, que en
principio no podían pasar de mil marcos fueron aumentando su valor nominal
paulatinamente hasta alcanzar cifras también millonarias y billonarias. Hubo
otros períodos en la historia en los cuales los Estados no tenían la
responsabilidad exclusiva de la emisión de papel moneda; eso ocurrió, por
ejemplo, en China. Cuando el valor del dinero estaba respaldado por el peso de
los metales no era tan importante que la emisión de papel moneda dependiera
exclusivamente de los gobiernos y de los Estados; de hecho, las primeras
monedas de China fueron acuñadas por empresas privadas. Lo fundamental era
que la población confiaba en ellas.
—Si la tinta era tan cara —interrumpió Alicia, viendo que su mentor se
andaba por las ramas— ¿por qué los imprimían, a diferencia de los billetes
oficiales, con tantos colorines?
—El poder de compra de esos billetes era tan escaso que las empresas y las
instituciones que los respaldaban se percataron de que la población coleccionaba
los más vistosos y de menor valor como si fueran cromos. Y un billete
coleccionado nunca se pagaba —añadió Juan.
—Algo has comentado al respecto, ¿pero a quién daña fundamentalmente la
inflación?
—Y no solo había más dinero materialmente: la velocidad de intercambio del
papel moneda se multiplicó por diez. Eso equivalía a expandir por diez la masa
monetaria. A todo el mundo le quemaba el dinero en las manos y se lo quitaba
rápidamente de encima. No me olvido de tu pregunta. La inflación perjudica
principalmente a la clase media, a los pensionistas, a la población que cobra
rentas fijas y primas de seguro, a los funcionarios y, por supuesto, a los
ahorradores. Inicialmente los salarios se revisaban cada mes, pero para evitar el
desfase en la revalorización del sueldo con respecto a su poder de compra (que
mermaba por minutos), los sindicatos consiguieron la revisión salarial semanal y
los pagos se efectuaban diariamente. Las mujeres esperaban pacientemente la
salida de sus maridos, incluso varias veces al día, para recoger el papel moneda y
apresurarse a comprar lo más rápidamente posible cualquier cosa que pudieran
encontrar. Llevar un billete a casa era tirar el dinero.
Ambos miraron cómo un turista francés, que se estaba dando un banquete a
precio de risa, protestaba porque no le aceptaban un billete de cincuenta francos.
«¡Imposible! No podríamos recoger los suficientes billetes entre todo el
vecindario como para devolverle el cambio», se disculpaba el camarero.
—Como había una gran necesidad de mano de obra para producir y satisfacer
la demanda de productos, incluso de pianos para granjeros —añadió en tono
jocoso Juan—, el trabajo manual era muy bien pagado, especialmente el de los
mineros, quienes ganaban prácticamente lo mismo que un médico o que un
abogado. El gobierno prohibió, por decreto, el uso de divisas ajenas al marco. Se
penalizaba la adquisición de mercancías extranjeras. El omnipotente Estado
justiciero podía violar la correspondencia, hacer registros domiciliarios y
confiscar todas las divisas extranjeras que encontraran en manos de sus amados
ciudadanos. Prohibió la libertad de prensa y de asociación. Obligaron a todos a
entregar el oro y los metales valiosos que habían ido acaparando y en
compensación les entregaron unos bonos basura denominados en oro. Los
procesos hiperinflacionarios generados por los gobiernos son la coartada
perfecta para que esos mismos gobernantes eliminen las libertades personales y
establezcan medidas confiscatorias arbitrarias y dictatoriales, todo con la
justificación del «bien común».
Juan detuvo su discurso por unos segundos. Tenía buena memoria, pero esta
vez se auxilió sacando un papel del bolsillo de su pantalón:
En enero de 1923 se emitió el primer billete de 100.000 marcos.
En julio se imprimieron billetes de 10, 20 y 50 millones.
El 22 de agosto, el de 100 millones.
El 1 de septiembre, el de 500 millones.
A finales de septiembre, los de 10 y 20 mil millones de marcos.
Mientras iba enumerando el aumento exponencial en el valor facial de los
billetes, Alicia entregó un billete de 200.000 marcos a un indigente que pedía
limosna; este lo rechazó de malas maneras, ofendido ante la mísera dádiva.
—En agosto de 1923 el director del Reichsbank afirmó orgulloso: «En pocos
días seremos capaces de emitir en un día dos terceras partes de la moneda
circulante total». El 1 de noviembre —continuó, impertérrito, con su retahíla de
los horrores— circularon los primeros billetes de uno, cinco, diez y cien
billones.
—Todo un despropósito —agregó Alicia—. Me estoy volviendo loca con
tantas cifras, me es difícil imaginar la magnitud de ese aumento de precios.
—Muy fácil, en cifras redondas, sería algo así:

1913: 100
1922: 150.000
1923: 75.500.000.000.000

La gente inteligente invertía en acciones que se revalorizaban
exponencialmente. No obstante, tomando como referencia 1914, redujeron su
valor en términos reales (no nominales, considerando su poder de compra) a una
cuarta parte. En un proceso hiperinflacionario es posible que las acciones
mantengan parte del poder adquisitivo, pero no su totalidad. Podríamos pensar
que, en ese contexto, lo razonable es invertir en empresas que se beneficien del
aumento de precios de las materias primas: mineras de oro, cobre, petroleras, etc.
Pero las compañías como tales, como explotadoras y productoras de esos
recursos, no se benefician en la misma medida que la propia subida de la materia
prima.
—Aunque también deberíamos considerar los dividendos —determinó
nuestra pequeña.
—Unos dividendos igualmente devaluados, no lo olvides.
Estaba fatigada, los números danzaban, beodos, delante de sus pupilas
midriáticas. En esos momentos de confusión no habría sabido sumar un dos a un
cero. Juan adivinó sus pensamientos y, aprovechándose de la puntual y
transitoria ofuscación intelectual de su compañera, lanzó al aire una extraña idea.
—No te preocupes. Como dijo Homer Simpson: «Hay tres clases de personas,
las que saben contar y las que no».
—Un momento… —solicitó Alicia—. Estoy pensando que…
—No seas vanidosa —espetó Juan, malévolamente.
—Yo no sabré de números —se defendió la pequeña, pero es evidente que
hay un error en ese planteamiento; querrás decir que hay dos clases de personas,
y no tres. Y no soy tonta.
—Era broma. Debo confesarte que yo mismo «soy tan inteligente que no
entiendo ni una palabra de lo que digo».
—Oscar Wilde —afirmó Alicia, recreándose en su vasto conocimiento y en
su excelsa memoria.
—Es indudable que tú eres de las que saben contar, yo me incluyo en el otro
supuesto —balbuceó Juan.
—Ya me estás tomando de nuevo el pelo —protestó Alicia—. No me vas a
hacer creer que tú no sabes contar hasta dos.
—¿Querrás decir hasta tres? —puntualizó Juan, sin saber que caía en una
trampa matemática.
—¡No! Insisto en que no sabes contar ni hasta dos; recuerda que del uno has
pasado al tres, saltándote el dos —reafirmó Alicia, entonando sus palabras con
un acento vengativo.
—Tú ganas, me has convencido —admitió Juan, un tanto avergonzado.
Prosigamos. Los comunistas y los revolucionarios causaron múltiples disturbios
en las grandes ciudades. La inflación es una fiel amiga de los extremistas y de
los reaccionarios. Por ahí rondaba una nefasta figura para la historia, Adolf
Hitler, quien intentó sublevar a sus conciudadanos en noviembre de 1923. El 15
de octubre se promulgó el decreto de creación del rentenmark o marco seguro, a
razón de un marco nuevo por cada billón de los antiguos. El 30 de octubre se
precisaban 310.000 millones de marcos viejos para adquirir una sola libra. Por
entonces un billón de marcos equivalía a un marco oro y ese era el valor de
nuevo rentenmark, pero había un problema…
—No existía suficiente oro para respaldar la nueva moneda —interrumpió
Alicia.
—¿Cómo lo has adivinado? En efecto, no había reservas de oro ni de divisas
extranjeras, pero se les ocurrió la lúcida idea de respaldar el rentenmark
emitiendo hipotecas sobre terrenos públicos y bonos de la industria alemana. Lo
curioso, e increíble, es que la industria estaba quebrada, no valía nada y las
hipotecas sobre esos supuestos terrenos eran mera ficción. La maniobra salió
bien porque el pueblo se creyó el engaño. Realmente no tenían otra opción; la
alternativa era empezar de nuevo todo el proceso inflacionario. No hay nada más
fácil que autoengañarse cuando la necesidad apremia.
—Si la ciudadanía había perdido todo el dinero de los bonos de guerra, si la
deuda nacional había quebrado al país. ¿Cómo se fiaron los ciudadanos de ese
nuevo trato con el Estado?
—Interesante pregunta que, por lo demás, tiene una sorprendente respuesta.
La población, a la que se le había amortizado sus bonos por nada, que había sido
esquilmada y a la cual le habían confiscado su oro, aceptó sin protestar. Los
acreedores lo perdieron todo, pero los ciudadanos hubieran consentido pactar
con el mismo diablo, vendiendo su alma, con tal de volver a la «normalidad».
Curiosamente, el gobierno no paró la emisión de billetes; por el contrario,
siguieron imprimiendo la nueva moneda de forma indiscriminada.
—Si siguieron estampando más billetes —interpeló Alicia—, ¿cómo no se
volvió a las andadas inflacionarias?
—La nueva moneda (no era una moneda de curso legal, sino «un medio legal
de pago») ya no constituía únicamente un mero instrumento legal de pago para
los intercambios comerciales; la gente la aceptó, increíblemente, como reserva
de valor. Se ralentizó su velocidad de intercambio con lo cual, a efectos
prácticos, equivalía a una reducción de la masa monetaria circulante. Se
estableció un cambio fijo con el dólar y, al no flotar la cotización, la población
conservó los billetes en su poder como si realmente estuvieran amparados por
oro físico. Se paralizaron todas las subvenciones y se redujo drásticamente el
gasto público. Esas medidas llevaron a la quiebra a muchas empresas que ya no
tenían acceso a dinero ilimitado a coste cero, con la consiguiente creación de una
enorme bolsa de paro. Alemania pagó un enorme precio político en los
siguientes años, dado que ese paro y ese descontento popular fueron el germen
del que se aprovecharon los comunistas y, cómo no, también los nazis, quienes
llevaron al Estado alemán a iniciar la que sería la segunda guerra mundial.
Juan hizo un breve alto en su disertación.
—Los acreedores lo habían perdido todo por la diferencia entre el valor real
de mercado y el nominal. Los bonos de guerra que se emitieron para financiar la
industria armamentística no valían nada. Ya era premonitorio ese lema tan
patriótico con el que se vendieron a la población: «Dé oro por hierro».
—Sé quién salía ganando en esa permuta —aseveró Alicia.
—«No creo que sea una exageración decir que la historia es en gran medida
una historia de inflación; por lo general, inflaciones diseñadas por los gobiernos
para el beneficio de los gobiernos», eso lo dijo Hayek. Y, curiosamente, en ese
tema coincidió con Keynes, quien advirtió que, mediante un proceso continuo de
inflación, el gobierno puede confiscar, en secreto y sin que sean observados, una
parte importante de la riqueza de los ciudadanos.
—¿Todo? ¿Lo perdieron todo? —preguntó un tanto extrañada.
La interrogación quedó en el aire. Alicia no pudo resistirse a su innata
curiosidad juvenil y desplegó un polvoriento y vetusto libro manuscrito, cuyo
lomo asomaba, tentador, de entre otros muchos legajos:

Juntos vamos a emprender una aventura apasionante, y espero
que en ese viaje podamos descubrir ideas que nos conviertan en
mejores inversores.
Si usted es de mi generación —la del baby boom, consecuencia
de algún gran apagón— probablemente ha tenido la fortuna de
aprenderse la lista de reyes godos de memoria. No, no me mire así,
no es una afirmación irónica, es una suerte haber entrenado la
voluntad y la memoria al límite con la intención de desarrollar
hábitos de estudio y una disciplina espartana. Eso sí, por favor, si
todavía se sabe tres reyes en orden correlativo, trate de olvidarlos,
flexibilice su mente y ejercítela en otros menesteres más útiles y
creativos.
En el caso de ser algo más joven y haber sido educado en la
filosofía del no esfuerzo y en una enseñanza algo más creativa,
tiene usted algunas escasas ventajas, empiece por aprenderse la
lista de reyes godos y luego continuamos hablando.
Si es usted adolescente, el caso es difícil. Empiece por
desinstalar o, mejor aún, por tirar todos sus videojuegos a la
papelera. Trate de desconectarse de sus aparatos electrónicos por
lo menos mientras coma, duerma o esté en la ducha y, por favor,
lea un libro.
Vale, lo admito, las cosas no son siempre tan blancas ni tan
negras. Acepto que no son buenas las generalizaciones y también
consiento la crítica que Samuel Johnson le espetó a un autor tras
haber leído el borrador de su libro: «Su libro es a la vez bueno y
original. Solo hay un pequeño problema, lo bueno no es original y
lo original no es bueno».
Entiendo que ante esta confesión del autor tiene usted dos
opciones. No manche demasiado el libro y corra a la librería a
devolverlo. ¿Y la segunda? Siga leyendo por lo menos hasta que
piense que ha amortizado los pocos euros que ha pagado por este
pequeño tesoro que tiene en sus manos. Después de todo, ¿cuánto
vale su dinero? Quizá esta historia real que vivieron mis dos tíos,
materno y paterno, puedan ayudarle a encontrar una respuesta.
Apuraba el desayuno sentado sobre la cadiera, al rescoldo de
las postreras brasas de un moribundo tronco de carrasca cuya lenta
combustión había calentado la noche. El cremallo de forja
presidía, centenario, el magnífico hogar. Desde el patio abovedado
accedió a las cuadras. Separó algunos cabritos, apenas destetados,
del desolado rebaño. Aparejó el mulo y entornó la vieja puerta de
roble tachonada por innumerables clavos forjados, con increíble
precisión, a golpe de martillo. Puerta generosa, acogedora,
eternamente abierta. Todavía era noche cerrada, tan solo la tenue
luz de la luna creciente iluminaba la dovelada portalada de los
Bellosta, presidida por su escudo heráldico de infanzonía e
hijodalgo, título concedido por Felipe IV el 15 de octubre de 1630.
Cosme dejó atrás la monumental, y todavía humeante, chimenea
troncocónica, de piedra tosca, coronada por el tradicional
espantabrujas, chimenea que sobresalía altiva del inmenso tejado
de gruesas losas de piedra. Inició el descenso al barrio bajo de
Otín sin tropiezo alguno a pesar del accidentado camino de
caballería repleto de molestas piedras, todas ellas visibles, por
conocidas, a los pies de Cosme, y de la oscuridad reinante.
—Buenos días, Ángel. ¿Estás preparado? ¿Has recogido ya los
pollos?
Ángel Allué Arnal era el heredero de la casa Cebollero,
adolecía de una asentada cojera de juventud, motivada por una
fractura mal curada consecuencia de una caída desde lo alto de un
quejigo; no obstante, Ángel era un luchador admirado por su
valentía y su desparpajo al trepar por las escarpadas peñas de
piedra caliza del barranco de Mascún. Hicieron un alto en la fuente
antes de dirigirse, en curiosa comitiva, hacia Aínsa. Toda una
jornada de camino, pero, sin duda, valdría la pena el esfuerzo, por
otra parte habitual en los hombres y mujeres de la sierra,
acostumbrados a la economía de subsistencia y al comercio en
poblaciones alejadas porque, debido a la guerra, todos los
productos comestibles se pagaban a precios desorbitados.
Ya de vuelta, cargados con un enorme fajo de billetes y
entrando en el vecino pueblo de Letosa, fueron advertidos de que
las tropas nacionales habían tomado ya la Sierra de Guara y de que
la guardia civil acababa de entrar en Otín. Decidieron guardar el
dinero en dos saquitos de tela, mezcla de cáñamo y algodón,
tejidos en el telar del pueblo, en Casa Tejedor. Cavaron un agujero
al pie de una mata de boj que marcaba el lindero de dos campos,
enterraron el botín y lo señalaron con una gran piedra de caliza
nummulítica.
Ese «tesoro» durmió eternamente junto a la raíz del ancestral
boj (buxo, para los lugareños). Acabada la guerra civil, los billetes
republicanos valían menos que el peso del papel en el que estaban
impresos. Qué pena, no haberse comido aquellos pollos y cabritos,
en una gran fiesta, para celebrar el fin de la contienda.

Los párpados luchaban por no eclipsar sus pupilas y, en un postrero esfuerzo,
Alicia leyó, saltándose algunas páginas, unas líneas que captaron su atención:
Regresaban de Argentina. Finalmente fueron tan solo dos años
de estancia, los suficientes para comprobar cómo las Américas no
eran un lugar tan grato como para permanecer demasiado tiempo.
Ansiaban volver a abrazar a su hijo. No retornaban ricos. No
cargaban con ninguna palmera indiana pues, de poco les serviría
allí, en su tierra, la Sierra de Guara, con su inhóspito clima
continental. Llegaron a Rodellar al alba. Tomaron una senda en
fuerte descenso al río Mascún. Se detuvieron en la surgencia de la
Fuente de Mascún y con el fresco de la mañana desayunaron unas
galletas rancias contemplando la magnífica ventana del delfín,
pacientemente horadada por el viento y el agua. Río arriba
apareció la cuca Bellosta, la imponente y desafiante aguja
calcárea, monolito de sesenta metros en vertical denominado así
porque la familia Bellosta poseía en ese paraje (un empinado y
pedregoso terreno protegido en terrazas) un olivar resguardado del
viento por la inmensa mole del puntal de la Costera. Las malas
lenguas dicen, sin embargo, que debe su nombre a que el
primogénito de los Bellosta, Cosme, mi bisabuelo, había
engendrado veintidós hijos con tres mujeres diferentes.
Ya a pleno sol, estival e implacable, subieron la Costera,
salpicadas sus lajas de pequeñas matas de té de roca. Cada poco
paso se detenían, jadeantes, más por el descanso que por otro
motivo, a contemplar el maravilloso paisaje: las eternas sabinas
colgadas de las peñas cual bonsáis centenarios, los siempre verdes
bojes, los innumerables orificios y oquedades cincelados a lo largo
de millones de años por la fuerza de la naturaleza en la piedra
calcárea de un color ocre azulado, paraíso de buitres leonados.
Franquearon el milenario quejigar y poco más allá, desde lo alto,
ya cerca de peñas altas, contemplaron las once casas del pueblo.
Miraron hacia el barrio alto. Allí se vislumbraban, donde siempre,
el campanario de la Iglesia y la colosal Casa Bellosta, reformada
en 1737 y fotografiada en 1908 por Lucien Briet, el descubridor
para el mundo de los cañones de Ordesa y Monte Perdido, que
incluyó la imagen en su libro Bellezas del alto Aragón. En el
horizonte, desafiante, el Tozal de Guara con sus 2.077 metros.
Traspasaron el patio abovedado, construido sobre ruinas árabes,
de la casa Bellosta. Se reencontraron con el pequeño José, su hijo
cuidado por su hermana, sano y fuerte, curtido por el aire de la
sierra. Como muestra de agradecimiento por haber acogido a su
sobrino, entregaron a Aurea Cavero una moneda de veinte dólares
americanos, veinte dólares de áureo y reluciente metal, la doble
águila, la moneda más bella jamás acuñada…

SALA DEL ORO

Allí estaba la doble águila diseñada por Saint Gaudens. Treinta y tres gramos,
noventa por ciento oro y diez por ciento cobre. El cobre le confería más
resistencia y una cautivadora tonalidad rojiza. Inicialmente se acuñaron en
sobrerrelieve, pero era dificultoso apilarlas. No se conservan muchas piezas
debido a que en la gran depresión el presidente Roosevelt, obligó a todos los
americanos a entregar su oro y se fundieron en lingotes. Por una de esas
monedas (eso sí, de 1933) se pagaron en 2002 más de siete millones de dólares.
—¿Por qué es tan valioso el oro?
—Digamos, simplificando mucho, que el oro es escaso. Tiene la
particularidad de mantener el poder adquisitivo. Es una reserva de valor.
—Si se encontraran nuevos yacimientos, ¿no perdería buena parte de su
valor?
—Se calcula que todo el oro extraído cabría en un cubo de veintitrés metros,
aproximadamente el tamaño de una pista de tenis, y aunque es cierto que,
actualmente, con la ayuda del desarrollo tecnológico, se extrae a un ritmo muy
superior a antaño, la cantidad producida sigue siendo baja: unas tres mil
toneladas cada año.
—¿Y si cayera un meteorito de oro de varios kilómetros de diámetro?
—En ese supuesto, te aseguro que lo menos importante sería tratar de
localizar ese oro. Aparte de aniquilar nuestra civilización (no olvidemos que los
dinosaurios, junto con el setenta y cinco por ciento de las especies de la época,
se extinguieron por uno de diez kilómetros), en fracciones de segundo ese oro se
desintegraría en gas y en pequeñas partículas irrecuperables. Piensa —prosiguió
Juan— que si de repente se descubriera un nuevo filón importante,
automáticamente las minas, con la bajada de precios, dejarían de extraerlo hasta
que la demanda hiciera rentable esas explotaciones. El mercado, si se deja
oscilar libremente, sin interferencias, se autorregula de la manera más eficaz
posible.
Instintivamente, Alicia miró al cielo.
—No te inquietes. Hay peligros más inminentes. Además, considera que es
muy probable que la vida, junto con buena parte del agua que disfrutamos,
llegara a la tierra transportada por las condritas carbonáceas, unos meteoritos
fascinantes de unos 4.567 millones de años de antigüedad que contienen los
CAI, unas partículas de calcio y aluminio más viejas que el propio Sol.
No quedó del todo convencida, por si acaso, abrió el paraguas a pesar de que
el astro rey lucía espléndido.
—4, 5, 6, 7. ¿Es casualidad o me estás tomando el pelo? –inquirió Alicia.
—Tengo un amigo que dice que su colección de meteoritos es inmortal, no
envejece. Hace muchos años compró una de esas condritas que tienen miles de
millones de años y hoy mantiene la misma edad —afirmó Juan, entre risas.
Alicia ignoraba que solo hay un registro de muerte de un ser humano por
impacto directo de un meteorito y que lo peligroso, y no demasiado, es ponerse
debajo de un cocotero. La palabra muerte le recordó lo que decía su abuelo:
«Quiero llegar a cumplir noventa años porque a partir de esa edad ya se mueren
muy pocos».
—El dinero no tiene una utilidad intrínseca en sí misma, pero debería cumplir
tres cometidos: medio de intercambio, unidad de cuenta y depósito de valor.
Mientras las tasas reales (descontada la inflación) de interés se mantengan
cercanas a cero, el precio del oro será elevado porque actuará como reserva de
valor en contraposición a la posesión de dinero. El oro cumple los requisitos de
un dinero ideal: es escaso, fácilmente fragmentable y transportable y, además, no
se deteriora con el paso del tiempo.
—Eso no sé si es del todo cierto. A mi abuela, quien guardaba unos anillos de
oro junto con un termómetro de mercurio, tras la ruptura de este, las joyas le
quedaron de un color blanquinoso. El joyero le dijo que el mercurio destruye el
oro.
—Tu joyero miente. Lástima de ese oro que probablemente fue a la basura a
engrosar ese quince por ciento de oro extraído y que se calcula que se ha
perdido. El mercurio se adhiere rápidamente al oro. Los buscadores, tras hacer el
último lavado, agregan medio kilogramo de mercurio que atrae el oro de la
tierra. Luego calientan esa amalgama con un soplete y, como el mercurio se
evapora a quinientos grados y el oro se vaporiza a dos mil, los separan
fácilmente.
—Sí, pero ese mercurio liberado a la atmósfera es muy contaminante.
—Efectivamente, ese procedimiento solo lo usan algunos buscadores furtivos.
—Si el oro es muy limitado, ¿cómo podremos conseguir que a medida que se
expande la economía y crece el PIB pueda haber el suficiente como para que
respalde ese crecimiento? Si dependemos del patrón oro, ¿eso no constituye un
impedimento, una limitación al desarrollo económico?
—Dependerá del valor que le demos al oro. Imagínate que una onza costara
un millón de dólares.
Alicia ladeó la cabeza tratando de mirarse sus pendientes. A esos precios casi
sería millonaria —pensó.
—Supongo que sabes quién era Dionisio de Siracusa. Fue un tirano griego
que devolvía sus deudas solicitando, amablemente, todas las monedas de oro a
sus ciudadanos.
—¡Caray! ¿Y eso se puede hacer? ¿El pueblo le daba las monedas? —
preguntó Alicia, entre sorprendida y alarmada.
—Qué remedio, quien no acataba sus órdenes era inmediatamente ejecutado.
Mandaba a sus orfebres estampar un sello de dos dracmas en las monedas de una
dracma, luego devolvía las piezas reevaluadas pagando, de esa forma, el total del
préstamo más los intereses y aún le sobraban algunas monedas. Los romanos no
se quedaban atrás, cercenaban los cantos de las monedas limándolas, discreta o
groseramente, según las necesidades económicas del emperador.
—Me alegro de no haber nacido en esa época —recalcó Alicia.
—¿Tú crees? En la guerra de la independencia americana el papel moneda
perdió, en seis años, el noventa y dos por ciento de su valor en relación con el
oro.
—Bueno, eso es normal, ya se sabe que en las guerras… —se defendió
Alicia.
—Sin ir más lejos, durante el mandato de Richard Nixon, en 1971, el oro
cotizaba a 35 dólares la onza y en agosto de 2001 llegó a 1.900. El dólar perdió
el 98 por ciento de su valor en relación con el oro. Lo que los romanos tardaron
dos siglos en conseguir, nosotros lo logramos en treinta años. Y la adulteración
de la moneda ha sobrevenido en todas las épocas. A Enrique VIII le llamaban el
soberano de la nariz de cobre porque, con el uso, las monedas perdían el
recubrimiento de plata y dejaban al aire el color rojizo del cobre. Los Estados
siempre han tenido la prerrogativa de poder emitir la moneda. Cuando el
gobierno imprime dinero está dándose un préstamo libre del pago de intereses,
eso es el denominado señoreaje. Las monedas se acuñaban con algo más de valor
que el coste del metal, se supone que, para compensar el trabajo de estamparlas,
aunque ya te puedes imaginar que esos gastos se evaluaban generosamente al
alza. También hay que considerar que, si el valor nominal de la moneda está
muy próximo al valor del metal en el que se ha acuñado, se corre el riesgo de
que, ante una subida de precios de los metales, la población las acapare para
fundirlas y desaparezca todo el dinero en circulación. Naturalmente, usando
papel moneda en sustitución de los metales, los costes son mucho menores y, por
tanto, hay mayores beneficios. Recuerda que el dinero de papel lo inventaron los
chinos. En el año 806, el emperador Xian Zong tuvo esa innovadora idea al
sufrir carestía de cobre.
—¿Por qué aceptaron los mongoles el papel como mecanismo de pago?
—Así lo impusieron los emperadores. No había otra opción. Deberías
aprender ya, de una vez por todas, que enfrentarse a los Estados y a los
gobernantes conlleva ciertos riesgos —añadió sarcásticamente Juan, recordando
su estancia en prisión. Cuando en el siglo XV se abandonó el papel moneda en
China, los billetes por valor de mil yuanes se pagaban, al peso de oro, como si
solo valieran tres.
—¿En Europa qué país fue el primero en imprimir billetes?
—La invención de la imprenta por Gutenberg posibilitó que Suecia, que tenía
su dinero en forma de pesadas planchas de cobre, pudiera imprimir fácilmente
los primeros billetes en Europa. La emisión de papel moneda surgió, en parte,
como necesidad de aumentar la masa monetaria limitada por los yacimientos y la
extracción de oro.
Hablando, hablando, sin saber cómo, entraron en la sala VI.

LA INFLACIÓN, EL ENEMIGO SILENCIOSO

—Todo aquel que visita esta sala debe arrinconar viejos paradigmas y
abandonar rancias enseñanzas, la mayoría de ellas dañinas y contrarias a
nuestros intereses. Ahora debes tomar una decisión. ¿Qué haces con el dinero
que todavía conservas? Antes de contestar, recuerda que cuando lo depositas a
plazo fijo, en tu entidad financiera, estás apostando a que el banco te lo
devolverá.
—Bueno… En España está el fondo de garantía de depósitos del Estado, que
nos asegura el capital hasta un máximo de cien mil euros por titular y cuenta.
—Juan descargó una atronadora carcajada. Debes liberarte de arcaicos,
rancios y dañinos axiomas; de lo contrario, tu riqueza financiera mermará
ostensiblemente con el paso del tiempo. Tu Estado protector bastante tiene con
devolver su deuda, deuda que pagarán tus nietos o será reembolsada con una
quita o, incluso, y eso es lo más probable, devaluando disimuladamente la
moneda.
—¿Devaluando la moneda?
—Los gobiernos tienen una sofisticada arma para cancelar sus deudas al
menor coste posible: la inflación. Si te reintegran tus bonos a diez años y,
durante ese tiempo, la inflación ha sido alta, ese dinero habrá perdido buena
parte de su valor cuando retorne a tus manos. Si tienes que devolver una deuda y
la inflación es del tres por ciento, tardarás veinticuatro años en reducir el
préstamo inicial a la mitad, pero con una inflación del veinticuatro por ciento
anual, tu deuda se reduce un cincuenta por ciento en apenas tres años.
—¿Quieres decir que debemos descartar al Estado como garante de nuestros
ahorros en el banco?
—Así es. La cuestión es si te fías también de las entidades financieras.
—Los bancos suelen ser rescatados por los Estados —se defendió Alicia.
—Tienes razón, sobre todo si son muy grandes como para dejarlos caer y que
eso afecte a la economía a una escala global. Y los bancos centrales, a su vez,
salvan a los Estados; suelen hacerlo emitiendo más y más billetes, pero como el
gas hilarante, es una solución «divertida» en el corto plazo, pero de
consecuencias nefastas cuando se prolonga en el tiempo. El negocio bancario
tradicional no disfruta de un gran margen de beneficio, por eso los bancos se
apalancan, aprovechándose de la reserva fraccionaria, la cual les permite prestar
mucho más dinero del que tienen en depósitos. Por añadidura, no hay que
olvidar el riesgo del descalce de plazos: tú le prestas al banco tu dinero en un
depósito a un año y el banco concede una hipoteca, con ese mismo dinero,
apalancado diez veces, pero a treinta años. Dado que los intereses a largo plazo
suelen ser mayores que a corto plazo, las entidades financieras están
incentivadas a prestar a largo y a refinanciar la deuda a corto.
Alicia evadió su mente. Por unos instantes pensó que preferiría hablar de
meteoritos. Su padre le había aclarado, en una ocasión, que lo importante no era
dónde caían, siempre que no cayeran sobre la cabeza, y en ese caso hasta se
cotizaban más, sino de dónde procedían y, por supuesto, la información que nos
aportaban sobre el sistema solar.
—Los bancos están técnicamente quebrados. Se define la quiebra como la
«imposibilidad de pagar las deudas, ser insolvente, o tener pasivos que superen,
por un valor de mercado razonable, a los activos poseídos». La reserva
fraccionaria, con el apalancamiento que ello conlleva, de más de 1:10, es una
bomba de relojería. Los bancos esperan que, en caso de necesidad, serán
rescatados, y eso incentiva aún más, si cabe, la concesión de créditos
arriesgados. Bajo el criterio de Basilea I el banco está obligado a guardar en
reserva, en forma de capital, al menos el ocho por ciento de los préstamos
concedidos.
—¿Quién inventó eso de la reserva fraccionaria? Parece un buen negocio.
—Los orfebres descubrieron que podían emitir, reiteradamente, recibos de
papel sobre el mismo oro. Solo tenían que poseer una cantidad de un diez por
ciento en depósito. Ahora, las entidades financieras actúan de forma parecida y
en caso de una emergencia de liquidez pueden acudir al préstamo interbancario y
a los bancos centrales auxiliadores. Los orfebres, prestando cinco veces sus
depósitos, a un interés del veinte por ciento, podían obtener un cien por ciento de
beneficios sobre el oro almacenado en sus cámaras. Eso constituía un fraude
legal. La misma reglamentaria estrategia usan los bancos cuando prestan dinero
que no tiene un respaldo real, de contrapartida, en forma de depósitos.
—¿Por qué se endeudan los Estados?
—Como ciudadanos tenemos que pedir préstamos para pagar, entre otras
cosas, la educación, los bienes de consumo y nuestras casas; es lo que
denominaríamos deuda privada y, como naciones, nos endeudamos porque los
impuestos que estamos dispuestos a pagar son menores, en cuantía, que el gasto
público del que deseamos «disfrutar». Pero recuerda, y no me cansaré nunca de
repetirlo: los gobiernos tienen la fea costumbre de incumplir sus promesas de
papel mediante una quita de su deuda o reintegrándola en un contexto
inflacionario con una moneda devaluada.
—Es lo que denominaríamos deuda pública o estatal —completó Alicia—. Si
no prestáramos dinero a los Estados, ¿cómo se financiarían?
—Pues no lo sé, pero que les presten otros, no seas tú la tonta número uno.
Los Estados, mediante sus bancos centrales, tienen la potestad de fabricar cuanto
dinero quieran; es lo que se conoce como dinero fíat o fiduciario. El dinero fíat
se gesta de la nada y se le da validez por decreto gubernamental y de los bancos
centrales. Como plantea el economista Arnaud Marès: «La pregunta no es si los
gobiernos incumplirán sus promesas, sino cuáles de sus promesas incumplirán, y
qué forma adoptará ese impago». Es imposible adivinar de antemano quién
pagará la «comida gratis» de los bancos centrales, pero lo que sí es seguro es que
alguien, en algún lugar, finalmente pagará.
Empezó a preocuparse. ¿Sería ella una de las pagadoras de esa deuda?
—Les debemos la democracia a los griegos, pero probablemente, como
sistema, aún sea mejorable. En democracia los gobiernos tienden a comprar el
voto de sus electores, y para ello una de las herramientas que usan los dirigentes
políticos es emitir deuda indiscriminadamente con el fin de contentar a la
población ofreciéndoles múltiples servicios, no siempre necesarios, por cierto;
además, no olvides que los deudores suelen superar en número a los acreedores,
y la tentación de dictar leyes que favorezcan a los primeros para captar más
votos es fuerte. Los gobernantes tienden a expandir indefinidamente la deuda.
Nadie está dispuesto a suicidarse políticamente recortando el gasto público, por
tanto, los gobiernos expanden la oferta de dinero a un ritmo de crecimiento
mucho más rápido que el propio crecimiento del producto interior bruto del país
y eso, a la larga, conduce al desastre económico.
—Acabará en mayor inflación —concluyó Alicia, tratando de aparentar que
lo estaba entendiendo todo.
—Justamente, pero no pienses que los Estados lloran por ello. Stuart Mill ya
lo advirtió en 1848: «Los emisores de papel moneda pueden tener, y en el caso
de los gobiernos lo tienen siempre, un interés directo en reducir el valor del
dinero en circulación, pues es el medio por el que computan sus propias
deudas».
—Bien, eso puede ser cierto, pero el gasto público es necesario para reducir el
paro e incentivar la economía.
—Ten presente que la inflación está directamente relacionada con el
crecimiento del gasto público improductivo. El dinero del gasto estatal es
desviado, tomando capital de las empresas y de los contribuyentes, mediante la
deuda pública y los impuestos, cuando con ese capital los empresarios podrían
haber creado muchos, y necesarios, puestos de trabajo. Ese déficit público se
financia con más déficit y más aumento de impuestos, desincentivando la
inversión en un círculo vicioso. Como afirmó Mises: «Las obras públicas no se
construyen con el poder milagroso de una varita mágica. Son pagadas con los
fondos arrebatados a los ciudadanos». Mediante la flexibilización cuantitativa,
los bancos centrales «imprimen» dinero para comprar bonos de los Estados;
crean dinero de la nada para financiar el enorme déficit.
—La paradoja del dinero moderno es que algo tan intangible sea tan poderoso
—apuntaló Alicia.
—Actualmente tenemos unas tasas de interés propias de una época regida por
el patrón oro, pero sin limitaciones a la hora de emitir más dinero. Siempre la
deuda fue acompañada de guerras; ahora, por primera vez, no son los conflictos
bélicos su catalizador, sino que es consecuencia de la reserva fraccionaria. Se ha
instaurado un modelo económico cimentado en la deuda. Todo el mundo precisa
dinero para consumir más, para especular más y para expandir las empresas. En
1971 Richard Nixon abandonó cualquier vínculo con el patrón oro, eximiendo a
los Estados Unidos de la obligación de canjear dólares por oro. Con el abandono
del patrón oro la Reserva Federal incrementó la inflación significativamente,
pero ello se vio acompañado, eso sí, de un fuerte crecimiento económico de los
países emergentes y excomunistas. Hoy tenemos unas tasas de interés bajísimas,
mantenidas artificialmente por los bancos centrales, con una expansión
monetaria extrema, casi ilimitada. La distorsión que eso crea en los mercados es
monumental y de consecuencias imprevisibles.
—Lanzar colosales cantidades de billetes desde un helicóptero, supongo que
también será devastador para la economía en el largo plazo —apuntó Alicia,
entonando sus palabras en forma de pregunta.
—La expansión de la masa monetaria desde 1971, con el abandono de
Bretton Woods, ha sido increíblemente grande. Son muchos los economistas que
argumentan que ese endeudamiento ha permitido que la economía y las
empresas crecieran. En los acuerdos de Bretton se eliminaba el patrón oro, con
lo cual se solventaba el hecho de que el sesenta por ciento de las reservas
mundiales de oro estuvieran en manos de los Estados Unidos. A partir de Bretton
las demás divisas se vincularían al dólar y no al oro. La Reserva Federal podía
imprimir dólares a diestro y siniestro, y con ese dinero ficticio podía adquirir
bienes foráneos. El dólar era, a partir de ahora, tan bueno como el oro y los
bancos centrales del resto de países podían comprar dólares vendiendo productos
a los Estados Unidos. Gracias a esos acuerdos los Estados Unidos eran el único
país que disfrutaba del señoreaje (recuerda que es la prerrogativa que tienen los
Estados para emitir moneda, lo que equivale a que el Estado está recibiendo un
préstamo sin tener que pagar interés alguno). Al desmantelar los acuerdos de
Bretton Woods todas las demás naciones empezaron a disfrutar de ese privilegio
y doy fe de que no perdieron tiempo en aprovecharse de ello, aumentando
exponencialmente el dinero en circulación para financiar sus hipertrofiados
gastos públicos.
Juan inspiró hondo y apuró su botella de agua. «Mejor si fuera de vino»,
pensó.
—El «patrón oro» de Bretton Woods funcionó bien durante algunos años
porque muy pocos países convertían sus dólares en oro, aunque Charles De
Gaulle, viendo el excesivo gasto de los Estados Unidos (muy por encima de la
riqueza que generaba) solicitó la conversión en oro de sus reservas en dólares,
unos trescientos millones. Lo grave fue cuando en 1971, Gran Bretaña (viendo el
fuerte endeudamiento causado por la financiación de la guerra de Vietnam)
exigió también la conversión de sus dólares, lo cual suponía un tercio de las
reservas totales de oro de los Estados Unidos. Dado que no se quiso modificar la
conversión de treinta y cinco dólares la onza, el presidente Richard Nixon tuvo
que abandonar definitivamente, para los Estados, el patrón oro, como hizo ya
con sus ciudadanos el presidente Roosevelt en 1932, esquilmando la riqueza de
sus súbditos mediante la expropiación de todo su oro.
—¿Y con el mantenimiento del «patrón oro para los Estados» acordado en
Bretton Woods, no habría sido posible un crecimiento tan importante de la
economía?
—Los detractores del patrón oro afirman que es un bien limitado, ya que el
incremento en la producción de oro es escaso e insuficiente (tan solo un dos por
ciento anual), y que encorsetadas en ese patrón oro las empresas no obtendrían
los recursos necesarios para crecer, como sí lo han hecho en estas últimas
décadas. Los billetes de banco británicos todavía llevan la leyenda «Promete
pagar al portador, a su solicitud, la suma de … libras». Naturalmente, se
entiende que, en oro, pero esa leyenda es solo una entelequia, un arcano, una
reliquia del pasado, ya que en 1931 Gran Bretaña abandonó definitivamente el
patrón oro. Esas bellas y tranquilizadoras palabras valen menos que las promesas
de un mentiroso y tan solo buscan convencer al pueblo, en base a la «autoridad»
que tienen los bancos centrales, de su solvencia. Hay que admitir, no obstante,
que cuando en el banco se podían intercambiar por oro, no todos los billetes
tenían ese respaldo. Al imprimir papel moneda los gobiernos buscaban expandir
el capital, crear dinero de la nada con la esperanza de generar más riqueza. Se
aceptó que una buena parte de los billetes no tendrían contrapartida en oro
porque el oro era limitado en su producción y se quería crecer a un ritmo más
rápido que ese dos por ciento.
—¿Cuál sería el límite máximo de ese respaldo?
—Como te he comentado, incluso con el patrón oro, no todo billete era
respaldado físicamente por el dorado metal. La ratio se fijó, en los Estados
Unidos, en un cuarenta por ciento. Se pensó que no todos los ciudadanos
reclamarían su oro a la vez. Pero la cuestión no creo que sea esa. Habría oro
suficiente para justificar un crecimiento razonable si se valorara a precios
significativamente mayores a los actuales. También hay que considerar, como
argumentaba Adam Smith: «… que la auténtica riqueza de las naciones no radica
en tener más o menos metal áureo, sino en disponer de fábricas, industrias,
comercio y recursos que generen riqueza».
Un rayo de Sol se filtró a través de la ventana iluminando el refulgente anillo
de Alicia.
—Keynes no era tonto. Sabía que romper cristales aumentaba el PIB, pero
con eso no se creaba riqueza, sino que se destruía. No obstante, propugnó, en
contraposición a las ideas de Hayek, un continuo y desmesurado gasto público, y
le dieron el premio Nobel por esas ideas. Keynes concluyó que el ahorro
excesivo era malo porque no favorecía el crecimiento y el empleo, pero no
olvidemos que el dinero del gasto público no solo se emplea en otros menesteres
más útiles; también se desvía hacia objetivos no productivos. Ese incremento del
déficit suele acrecentar los impuestos y provoca un menor ahorro y una
disminución del poder adquisitivo. Los Estados casi siempre han asignado el
capital público de una forma ineficiente. Lo que es de todos no se maneja con el
cuidado con que se invertiría de ser un capital privado. Después de todo, como
afirmó brillantemente una ministra española: «Estamos manejando dinero
público, y el dinero público no es de nadie». Claro que otro ministro mejoró lo
anterior, y ya es difícil, cuando certificó: «Sí que hay dinero. El dinero de la
banca es de todos».
—Pues a mí que no me toquen los ahorros de mi cuenta corriente. Ese dinero
es propiedad privada. ¿Quieres decir que para el Estado lo mío es mío, y lo de
los demás también es mío?
—Ese pensamiento encaja bien con la ideología de los líderes comunistas que
gozaron de unas riquezas inimaginables, mayores que las de los propios zares,
mientras la población rusa sobrevivía a duras penas conviviendo con otras
familias en pisos de unos cincuenta metros cuadrados. Actualmente los mensajes
populistas van en esa línea: vendernos la idea de que es bueno limitar nuestra
libertad individual en pos de una mayor igualdad. Aceptémoslo, es posible que
las medidas bolivarianas hayan reducido la desigualdad para el grueso de la
población (si no consideramos el enriquecimiento desmesurado de los
dirigentes), pero han alcanzado ese «logro» eliminando la clase media e
igualando por lo bajo: todos pobres.
Los rostros de nuestros dos amigos se iban crispando.
—Por tanto, de una forma simplista, se habla de igualdad de oportunidades
representándolas exclusivamente por la igualdad ex ante. Y es cierto que todos
deberíamos tener las mismas posibilidades de desarrollar plenamente nuestras
capacidades; esa es una condición necesaria para que el talento y la inteligencia
no se malogren. Pero confundirlo con la igualdad ex post, que propugna la
igualdad de resultados, implica obviar que ese error conceptual conduce a un
empobrecimiento de toda la sociedad. Esas ideas las desarrolló Stuart Mill.
Aristóteles en su Moral a Nicómaco expresó magistralmente ese pensamiento:
«Tan injusto es tratar desigualmente a los iguales, como tratar igualmente a los
desiguales».
—¡Para enmarcar! —exclamó Alicia.
—Como enunció Víctor Hugo: «La primera obligación de la igualdad es la
equidad». Se confunden como idénticos los conceptos de igualdad y de equidad.
Igualdad implica dar a todos lo mismo (con independencia de sus necesidades) y
equidad supone ofrecer a cada uno lo que necesita. Algunos sectores de la
sociedad denuncian (aunque te parezca surrealista) que aquellos padres que les
leen cuentos a sus hijos logran (de esa forma tan maquiavélica, esas cinco
palabras son mías) que sus retoños obtengan mejores resultados académicos que
los hijos, menos afortunados, que no escuchan historias de labios de sus
progenitores. Para alcanzar una estricta igualdad de oportunidades tendríamos
que conseguir que en todas las casas hubiera 31,33 libros (esa cifra también es
mía). Napoleón, que tendría muchos defectos, pero no era precisamente tonto,
afirmó que la educación de un niño comienza veinte años antes de su
nacimiento, con la educación de sus padres. El liberalismo se fundamenta en la
defensa del individuo frente a la comunidad. El liberal lucha por arrinconar las
discriminaciones de cualquier tipo, como puedan ser por sexo, condición social,
raza y credo. Reclama el derecho a obrar y decidir por interés propio mientras no
infrinjamos la misma libertad de los demás. La igualdad jurídica y de derechos
prima, ante todo. El liberalismo no se preocupa por los resultados sino por el
procedimiento, por el derecho inalienable a la propiedad y por el respeto de los
contratos. La esencia del individuo no puede renunciar a sus prerrogativas frente
a un supuesto bien común que pueda interferir o anular arbitrariamente sus
planes y objetivos y restringir su independencia. Fíjate en lo absurdo del
intervencionismo: si yo, en un entorno de libertad me esfuerzo, trabajo, ahorro,
invierto y tengo éxito con mis iniciativas empresariales, obtendré excelentes
resultados y me enriqueceré más que aquel que ha permanecido pasivo. En una
sociedad igualitaria y populista, esa prosperidad no será bien vista, pero eso no
es lo grave, lo preocupante es que la maquinaria confiscatoria estatal tratará de
limitar mis resultados mediante impuestos, confiscaciones y trabas burocráticas.
La moraleja es que si tengo éxito me vetan y me imponen más obligaciones y, si
me empobrezco, por el contrario, adquiero más derechos. Esa arbitraria
discriminación desincentiva el emprendimiento y conduce a más miseria. Lo
racional no es empobrecer a los ricos sino enriquecer a los pobres.
Deja que lo exprese de una forma más escueta y comprensible. Si tú atesoras
cien y yo cinco, la diferencia de capital es alarmante. Supongamos que
pudiéramos incrementar la riqueza global diez veces. Tú poseerías mil y yo
cincuenta.
—La desigualdad se habría acrecentado, pero ambos seríamos más ricos y
viviríamos mejor —recapituló Alicia.
—Captas las ideas al vuelo. El capitalismo tendrá sus defectos, pero es
innegable que ha sido el principal responsable de la reducción de la pobreza en
el mundo. Como acertadamente dice Hausmann: «El sufrimiento de los países
pobres no es consecuencia de un capitalismo desenfrenado, sino de un
capitalismo que ha sido frenado de manera equivocada». Es la economía de libre
mercado la que favorece la libertad, la riqueza y el desarrollo del ser humano.
En el informe Oxfam declaran que la desigualdad y la pobreza aumentan.
Afirman que el 1 % de la población mundial posee la mitad de la riqueza y que
menos del 10 % acapara casi el 85 %.
Más adelante, a lo largo de nuestra visita museística, te desvelaré cómo la
globalización y el libre comercio están reduciendo la pobreza rápidamente,
aunque nunca podemos presumir de agilidad cuando se trata de mejorar la
calidad de vida de los más necesitados. Como afirma el ínclito Juan Ramón
Rallo: «A diferencia de lo que sucedía hace varios siglos, los ricos de hoy no son
los que han acumulado una mayor cantidad de tierra o de recursos naturales, sino
aquellos que han construido sistemas de organización de recursos que
maximizan la satisfacción del cliente a un menor coste».
Una hectárea de tierra en Somalia tiene un valor ridículo en comparación con
esa superficie de terreno en Nueva York. Siempre que la intervención estatal
bloquee el libre comercio y los proyectos industriales, los países pobres seguirán
siéndolo porque no pueden crear sistemas empresariales eficientes que den
servicio a sus ciudadanos y que pongan en valor sus activos poco productivos.
Y, por añadidura, si las clases medias de nuestra sociedad no fueran
descapitalizadas con el fin de obtener unos servicios sociales y de sostener un
sistema del bienestar mal gestionado y deficitario (por culpa de la ineficiencia y
del despilfarro estatales), todo ese excedente de capital podría invertirse en la
adquisición de acciones bursátiles y de bienes que la sociedad precise y que
generen riqueza. Oxfam cree que podremos eliminar la pobreza del mundo con
más Estado, más gastos, más burocracia y más impuestos. Se equivocan.
—Claro, no entienden cómo se genera y destruye la riqueza. El eminente
Ronald Reagan afirmó que el propósito de la política de bienestar debería ser la
eliminación, tanto como sea posible, de la necesitad de tal política.
—El objetivo primordial del populismo socialista bolivariano es repartir
igualitariamente la miseria. Podrán imponerme la pobreza expropiando mis
bienes —comentó Juan—, pero espero que no consigan, también, volverme
tonto y borreguil; y doy fe que lo pretenden mediante todos los medios de
comunicación a su alcance, manipulados y controlados por esa «dictadura
progre», decidiendo por mí lo que es correcto, cómo debo comportarme, cuál es
el lenguaje adecuado y lo que debo pensar en todo momento. Estamos perdiendo
la batalla ante ese supremacismo moral de la izquierda extremista, que usa armas
difíciles de repeler y nos impone, mediante el control de los medios
informativos, cuál debe de ser nuestra actitud y nuestro pensamiento, entre otras
muchas cosas, ante el ecologismo, la ideología de género, la sexualidad, el
indigenismo, y todo ello tratando de destruir los valores tradicionales y la
familia, como entes protectores.
Nuestros dos protagonistas pensaron que el peligro más inmediato no vendría
camuflado en carros de combate.
—«No hay diferencia entre comunismo y socialismo, excepto en la manera de
conseguir el mismo objetivo final: el comunismo propone esclavizar al hombre
mediante la fuerza, el socialismo mediante el voto. Es la misma diferencia que
hay entre asesinato y suicidio».
—¿De quién son esas palabras?
—Las plasmó Ayn Rand, filósofa y escritora rusa, nacionalizada
estadounidense, e icono liberal. Defendió a ultranza el egoísmo racional, el
capitalismo y, por encima de todo, el individualismo. Sus obras más
emblemáticas son El manantial y la Rebelión del Atlas.
Alicia tomó nota en su pequeña libreta de espiral.
—Helmut Kuhn ya nos advirtió en 1975 sobre el fin último del manejo del
lenguaje con fines políticos: «Estas nuevas palabras no designan cosas reales ni
cosas que existen, sino que denominan cosas inexistentes con palabras que no
son verdaderas, pero que están pensadas para ser eficaces». El lenguaje es una
herramienta de comunicación que nos permite expresar la realidad y transmitirla
a los demás. Como formuló Josef Pieper: «Las palabras se corrompen cuando
son usadas como instrumentos de poder». Los individuos son muy influenciables
por las autoridades, por la presión social y por el consenso, y el lenguaje, cuando
es empleado como arma de manipulación y de control, contribuye a ello —
afirmó Juan—. Orwell fue consciente en todo momento del uso partidista de las
palabras como medio de represión de la libertad. Lo denominó «neolengua». La
manipulación interesada del lenguaje penalizando los viejos términos,
etiquetándolos de racistas y sexistas, es un craso error, ya que no podemos
confundir los nombres que asignamos a las cosas, o a las ideas, con una posible
agresión verbal. No son las palabras, es el tono, el contexto y los hechos e
intenciones que hay detrás de ellas los que pueden ser agresivos. El cambio
continuado y arbitrario de los vocablos en busca del eufemismo perfecto no
mejorará la sociedad y, por el contrario, destrozará el lenguaje como vehículo de
comunicación. Solo una mente retorcida es capaz de adivinar insultos, ofensas,
ultrajes, agravios, desconsideraciones (y cuantos calificativos quieras añadir)
donde no los hay. Si yo te digo «el perro es el mejor amigo del hombre», tú
habrás captado el mensaje muy rápidamente, y adivino que con un mínimo
desgaste neuronal, pero tal vez te sientas agredida porque en la frase todo sea
masculino. Enseguida corrijo mi torpeza machista. Mucho mejor así: «Las perras
y los perros son los mejores amigos y las mejores amigas de los hombres y de las
mujeres».
—¡Qué embrollo! Si tengo que leer todo un libro así, te aseguro que no
termino la primera página —confesó Alicia.
—En palabras de Juan M. Blanco: «La corrección política conduce a un
mundo de apariencia, victimismo, falsedad y picaresca. Y a un conflicto social
generado artificialmente». Si se consigue corromper el lenguaje, se modifica el
pensamiento y la población interpreta las mentiras como verdades absolutas.
Cerrando el perverso círculo, la gente elige a sus políticos en las urnas bajo el
condicionamiento y la influencia de creencias falsas que se perciben como
verdaderas. El resultado es infausto: encaramar al poder a dirigentes ineficientes
y dañinos para la propia sociedad. Un fracaso de la democracia, como así lo
atestiguó Herbert Spencer: «Un hombre no es menos esclavo porque se le
permita elegir un nuevo amo en el plazo de unos años».
—Necesito una infusión de tila —protestó, abrumada por tanta información.
—Querida Alicia, si tuviste la «desgracia» de escuchar de labios de tus padres
el cuento de Caperucita roja procura, por lo menos, no «torturar» a tus hijos con
las películas de vídeo de cualquier princesa de Disney; de esa forma evitarás un
doble traumatismo psicológico. Entenderás que papá Estado cuide del bienestar
mental de sus súbditos y que oculte esas obras como instrumentos de perversión
moral.
—Tú quieres desviar mi atención. Hablabas de neolengua, de democracia…
—Conjeturo que no simpatizas con los «intelectuales» y los predicadores de
la igualdad que, al igual que en el texto de Orwell, Rebelión en la granja, no
aspiraban a abolir los privilegios, sino a transferírselos a sí mismos. Pero
discúlpame, no estamos en el foro de São Paulo de 1990, convocado con la
finalidad de combatir la globalización y el capitalismo. Tras la revolución
comunista de 1917 —prosiguió Juan— los bolcheviques decidieron que la mejor
manera de cargarse el capitalismo era destruir la moneda. Repudiaron la deuda
de los zares declarándola ilegítima y emitieron rublos indiscriminadamente,
devaluando su poder adquisitivo. Ese hecho poco importaba en un Estado
cerrado a intercambios comerciales con el resto del mundo en el que la economía
era de mera subsistencia.
—Ciento veinte millones de muertos. Son muchos muertos los causados por
el comunismo —advirtió Alicia.
—El ínclito Ronald Reagan resolvió ese tema con muy pocas palabras:
«¿Cómo describes a un comunista? Es alguien que lee a Marx y Lenin. ¿Y cómo
describes a un anticomunista? Es alguien que entiende a Marx y a Lenin».
—Ochenta y dos millones de muertos en China —recordó Alicia.
—Se calcula que treinta y cinco millones de muertos en apenas dos años
durante la tristemente célebre hambruna china. En 1958 el visionario Mao
Zedong presentó al pueblo la campaña «El gran salto adelante». Se le ocurrió la
«perspicaz» idea de venderles grano a los soviéticos a cambio de tecnología
industrial. Obvió que sus súbditos, sometidos en comunas de muy escasa
producción agrícola, famélicos, morían de hambre por millones. Difícilmente si
no hay excedentes agrícolas puedes exportarlos. ¿Qué crees que se les ocurrió a
esas lumbreras comunistas? Facilísimo, concluyeron que un solo gorrión se
podía comer unos cinco kilogramos de grano al año. Así, matando un millón de
esos pájaros «despreciables» podían alimentar a sesenta mil personas más. No
solo gorriones, también incluyeron en la lista de indeseables a otros pájaros,
mosquitos, moscas y ratones. En pocos meses exterminaron la totalidad de los
gorriones. No tardaron en sufrir las consecuencias. Libres de sus depredadores
habituales, sin aves insectívoras, las langostas, saltamontes, escarabajos y otros
insectos arrasaron las cosechas. Mao no consideró que los gorriones se alimentan
fundamentalmente de insectos. ¿Sabes qué compró a la URSS con el poco grano
que pudo enviarles? Doscientos mil gorriones. Hoy en día están protegidos,
aunque diezmados por el uso de pesticidas.
—Me percato de que cuando un dirigente político dicta medidas
intervencionistas radicales suele obtener resultados imprevisibles y, en la
mayoría de las ocasiones, nefastos y contrarios al fin deseado inicialmente.
—La idea de la campaña del «salto adelante» era industrializar una economía
básicamente agraria. Si somos estrictos, la masacre de los gorriones no fue la
única causa de la hambruna. Cuando un Estado es represivo hasta límites
extremos, como lo es el comunismo, el fracaso está garantizado. Ludwig von
Mises nos recordó: «El socialismo como modo de producción universal es
impracticable porque es imposible hacer cálculos económicos con un sistema
socialista. La elección no es entre dos sistemas económicos: es entre capitalismo
y caos». A lo largo de la historia todos los regímenes socialistas radicales han
generado miseria para su pueblo. La peligrosa idea de que esta vez será
diferente, de que los nuevos gobiernos socialistas democráticos conseguirán
socializar gran parte de la riqueza y de los medios de producción privados,
redistribuyendo esos bienes entre los más necesitados, es una quimera. El
socialismo reparte miseria, desincentiva, elimina el cálculo racional al regular
artificialmente los precios y, al excluir la propiedad privada, distorsiona el libre
mercado e inhibe la natural, espontánea y necesaria coordinación del sistema de
división del trabajo y el capital. Como afirmaba Hayek en 1944, en Camino de
servidumbre: «Es maravilloso como en un caso de escasez de un bien
determinado, sin que nadie tenga que dar una orden, con quizás solo un puñado
de individuos conociendo las causas, decenas de miles de personas cuya
identidad no se podría determinar en meses de investigación, empiezan a usar
ese material o sus derivados con más cuidado, es decir, se mueven en la
dirección correcta».
Hayek, Mises, Ayn Rand, Orwell… Alicia tomó nota de esos nombres.
—En una economía de mercado los precios dan una información crucial para
evitar la escasez. Sin precios libres el empresario no tiene indicación sobre
cuáles son los productos más demandados y necesarios para la sociedad. Como
dice Anthony Mueller: «La realidad del socialismo es la orden y la obediencia.
Sin la orientación de los mercados y los precios, la fuerza bruta rige la
asignación de los bienes. La pretensión de combinar el socialismo y la
democracia es tanto un fraude como la afirmación de que el socialismo traería
prosperidad. El verdadero rostro del socialismo es el despotismo totalitario».
Alicia miró por la ventana. Quizá estemos en Matrix, pensó compungida.
—Para apoyar el proyecto —continuó Juan— los chinos construyeron
infraestructuras inútiles y plantaron de arroz inmensos latifundios de secano. La
imposición de medidas arbitrarias, indiscriminadas y ajenas a la realidad
conduce a la ruina. Al propio Mao le ocultaban la situación y sus camaradas del
partido obligaban a trasplantar arroz (a modo de decorado efectista) a los campos
yermos, cercanos a la vía del tren, por los que se había anunciado que pasaría el
dictador. Se trataba de alegrarle la vista.
«No es prudente mostrarle la cruda realidad, fruto de sus actos, a un
dictador», pensó Alicia.
—Los chinos explotaban minas de carbón, pero no de hierro. Aun así, los
tecnócratas comunistas, en un alarde de sagacidad digna de loar, obligaron a las
comunas a disponer de un minúsculo horno, en el patio central, para fundir
hierro. Si los ingleses habían generado tanta riqueza con la industria del acero,
por qué la omnipotente China comunista iba a rezagarse en la siderurgia. El
partido distribuyó folletos en los que se podía leer (si sabías chino mandarín):
«Fundid cuchillos para fabricar cuchillos».
—¿Pero cómo no se le había ocurrido antes a Leonardo da Vinci? ¡Es genial!
—exclamó Alicia.
—Fundían todo el metal que encontraban, herramientas, pomos de puertas,
rejas... No tenían alternativa. Si no alcanzaban la cuota exigida por los cabecillas
maoístas, eran encarcelados.
Juan sacó de su zurrón un pesado pedazo de hierro oxidado. Aún se
vislumbraban unos cristales octaédricos distribuidos por toda la superficie.
—Contrariar, incordiar o cuestionar a un líder marxista es una temeridad —
afirmó, al tiempo que acariciaba su pequeño tesoro—. Un campesino, con seis
hijos hambrientos a su cargo, pensó que si trabajaba duro el partido le
recompensaría. Y así fue: le concedieron una condecoración. Terminados los
discursos, el labriego, emocionado, se atrevió a decir: «¡Ay, en vez de esta
medalla hubiera preferido una arroba de harina! ¿Sería posible?». El recién
galardonado se fue con sus seis bocas al destierro.
—¡Vaya con los maoístas! —clamó Alicia—. ¿Y ese hierro? —espetó con un
cierto tono despectivo.
—Evidentemente, no es una buena idea disgustar a los miembros del partido
comunista —concluyó Juan—. Si un « cazameteoritos » te escucha que
rebautizas a un Nantan con ese apelativo, tan poco cariñoso, de «hierro», te
aseguro que visitarás, como residente fija, uno de esos gulags. En 1516 cayó un
meteorito en las proximidades de Natan y se dispersaron unas diez toneladas de
fragmentos en un área de 28 kilómetros de largo y 8 de ancho. Curiosamente, se
encontraron en 1958, a tiempo para ayudar en el «Gran salto adelante». Quizá
esos meteoritos permitirían salvar la vida de algún campesino. Por fin Mao
podría tener una cama de hierro (con dosel incluido). Pero muy pronto
descubrieron que esos fragmentos férricos se fundían con mucha dificultad
debido a que contenían un 6,96 % de níquel.
—Qué pena. Ni siquiera un meteorito pudo salvar a esa pobre gente. Habría
sido una hermosa historia.
—Los comunistas encontrarían otra excusa para seguir matando a la
población. La persecución del pueblo soviético (al igual que en China) llegó
hasta límites inimaginables. Cualquiera te podía denunciar por ser el amigo de la
hermana de una amiga que había mirado mal a un dirigente comunista.
Aleksandr Solzhenitsyn narra en su magna, y reveladora, obra cumbre,
Archipiélago Gulag, como en 1925, en la región de Moscú, se reunieron los
miembros del partido. Presidía el acto el nuevo secretario del distrito (en
sustitución del anterior, recién encarcelado). Al finalizar el encuentro se leyó una
resolución de fidelidad a Stalin. Tres, cinco, ocho, diez minutos ininterrumpidos
de aplausos: las manos tumefactas, los hombros contracturados, lágrimas a punto
de desbordarse, más por el dolor que por la emoción de la ovación; todos se
miraban estupefactos. ¿Quién se atrevería a ser el primero en dejar de aplaudir?
La situación era crítica, los miembros de la NKVD (que también aplaudían)
vigilaban atentamente si algún camarada paraba de palmear para rascarse la
nariz. Finalmente, en un acto heroico, el director de la fábrica de papel, en el
fatídico minuto once, retornó a su asiento. ¡Estaban salvados! Todos al unísono
cesaron sus aplausos con gran alivio muscular. Te preguntarás, querida Alicia,
cómo acabó el director. Fue arrestado y condenado a diez años de trabajos
forzados. Cuando firmó el sumario, el juez instructor le recordó: «Y nunca sea el
primero en dejar de aplaudir».
Nuestros amigos se miraron y guardaron un largo y respetuoso silencio en
memoria del millón de muertos entre 1934 y 1953 en los gulag, los campos de
concentración y tortura soviéticos.
—Nadie cuida del bien común como pueda hacerlo con sus bienes privados.
Por eso el comunismo genera pobreza. «Cuando un asno es de muchos, los lobos
se lo comen».
—¿Quién dijo eso?
—Alguien con «escaso» entendimiento: Juan de Mariana —afirmó Juan,
desternillándose—. Los gobiernos deciden qué es dinero y qué no, dictaminan
cuál es el valor de la moneda, legislan retroactivamente y cambian las reglas de
juego a media partida, tratando de generar inflación para devaluar tu préstamo.
¿Tú le prestarías a alguien que tenga el poder de dictar leyes y de cambiarlo todo
a su antojo?
—¿Prestarle dinero a alguien que puede no devolvérmelo? —Alicia contestó
con una pregunta. No parecía muy convencida.
—Intentar crecer —prosiguió Juan— a base de emitir más y más billetes y
más y más deuda es lo más parecido a estar unos días en la sala de gas hilarante:
te lo pasas bien, pero destroza tu organismo, en este caso el productivo,
generando ineficiencias en la buena asignación de activos a los proyectos
adecuados. Cuando te regalan el dinero, como pasó en la república de Weimar,
todo vale. Tener acceso a una financiación ilimitada, con intereses simbólicos,
confiere sensación de poder, nos obnubila y distorsiona la percepción de la
realidad y de las necesidades de nuestros futuros clientes. El incentivo perverso
de colmar al límite los mercados con un dinero fácil, barato o incluso regalado,
impulsa el apalancamiento global, desplaza capital a los sectores financieros, a
inversiones no productivas e innecesarias y aplasta la inversión sana y
productiva. La deuda destructiva es aquella que se destina a gasto corriente
improductivo y que no genera riqueza provechosa sostenible en el tiempo. La
deuda nos fragiliza. Es lícito y humano cometer errores, obnubilados por el
excesivo apalancamiento, pero como expresó Yogi Berra: «Hemos cometido el
error equivocado».
—¿Puede haber errores acertados?
—Son enriquecedoras las equivocaciones que permiten avanzar en un
proyecto, ya que nos acercan a la solución o a la meta. Eludir los tropezones
pequeños, aquellos que nos enseñan, nos hace más vulnerables a cometer errores
grandes, esos que nos matan.
—Entiendo. Dicen que es conveniente que haya pequeños incendios en los
bosques, ya que evitan que el siguiente fuego sea descontrolado y de magnitudes
catastróficas.
—He perdido el hilo. ¿De qué hablábamos? —inquirió Juan, solicitando
ayuda.
—De deudas e intereses. ¿Por qué se cobran intereses por el dinero?
—Los intereses recompensan a los ahorradores y prestamistas por inmovilizar
su capital y renunciar a la oportunidad de disfrutar de los bienes que se pueden
adquirir hoy con ese dinero. Un dólar tiene, ahora, más capacidad de compra,
debido a la inflación, que dentro de un año. Aunque eso no fuera así, debes
considerar que la gente prefiere poseer los bienes de forma inmediata y no
disfrutar de ellos pasados unos meses. Los ciudadanos necesitan una recompensa
por posponer la compra. Además, hay que retribuir de alguna manera el riesgo
de impago de dicha deuda como consecuencia de una posible insolvencia del
deudor. Es cierto que en algunas ocasiones los prestamistas se han aprovechado
mediante la usura, imponiendo unos intereses exageradamente altos a los
prestatarios. Henry Ford fue sincero al afirmar: «Está bien que la gente de la
nación no entienda nuestro sistema bancario y monetario, porque si lo hicieran,
creo que habría una revolución antes de mañana por la mañana».
Era noche cerrada. Alicia vio una estrella fugaz.
—¿Has pedido un deseo? ¿Sabías que ese destello luminoso se denomina
meteoro y está causado por un meteoroide (un resto de un cometa o de un
asteroide, de apenas uno o dos milímetros)?
—¿Como un grano de arroz? Eso es increíble.
—Cuando el meteoroide es de un tamaño considerable, puede sobrevivir
parcialmente al escudo protector de nuestra atmósfera terrestre e impactar sobre
nuestro planeta. Entonces ya podemos certificar que es un meteorito. Barringer,
un ingeniero de minas, fue el primero en sugerir que el cráter que lleva su
nombre en Arizona, de un diámetro de 1.200 metros y 170 metros de
profundidad, fue ocasionado por la colisión de un meteorito hace unos 50.000
años. Con semejante agujero, ¿cuánto calculas que medía el diámetro del
meteorito al impactar con la tierra?
«Esta gente del museo es muy rara», pensó Alicia, que recibió la contestación
sin tener la oportunidad de articular cifra alguna.
—Tan solo cincuenta metros de diámetro. Hoy los restos de ese meteorito
metálico llevan el nombre de la formación geológica donde se encontraron las
primeras piezas: el célebre Cañón del Diablo,
—Ojalá los economistas tuvieran los números tan controlados como los
geólogos y los físicos.
—¿Sabes por qué las empresas financian su deuda pagando unos intereses
sensiblemente superiores a los que abonan los gobiernos por la emisión de su
deuda pública?
—A estas alturas, ¿cómo pretendes que no me sepa la película? Es obvio, la
gente sabe que los Estados tienen más instrumentos para poder devolver su
deuda que las compañías privadas. Los inversores consideran que la deuda
pública está libre de riesgos porque los gobiernos pueden sacar al mercado más
deuda para refinanciar las anteriores emisiones que vencen, pueden imprimir
más billetes y, cómo no, gravar con más impuestos a sus ciudadanos.
—Veo que tienes bien aprendida la lección, pero no olvides que los Estados,
como tales, no quiebran nunca, pero sí incumplen y no pagan sus deudas como
naciones.
—Por cierto, ¿de quién fue la idea de pagar intereses por el dinero prestado?
—inquirió Alicia.
—Ya en el código de Hammurabi consta su establecimiento como medio de
compensación por el préstamo de dinero.
—He oído que el Islam prohíbe el cobro de intereses.
—Así es, pero permite beneficiarse de parte de los beneficios que se generen
con el préstamo. Por lo que hasta ahora hemos ido comentando, ¿piensas que es
bueno endeudarse o, por el contrario, es mejor no apalancarse y manejar
únicamente el dinero que tenemos en nuestro bolsillo?
Alicia estaba atrapada en un nudo gordiano tratando de desenmarañar sus
ideas, pero no tuvo tiempo de decir esta boca es mía. Tres gigantes acudieron a
su rescate: Alejandro Magno, Fernando el Católico y Adam Smith cortaron la
cuerda.
—Adam Smith diferenció dos clases de préstamos: los préstamos productivos
y los créditos al consumo. Tiene todo el sentido pedir un crédito si uno piensa
que va a obtener más beneficios de esa inversión que los costes de pagar los
intereses del préstamo. La deuda es útil si financia un proyecto empresarial
viable. En cambio, el préstamo para un consumo inmediato supone un pasivo y
distorsiona el mercado. No olvides que ese dinero que prestas a la entidad
financiera está en el balance del banco y si este, finalmente, no es rescatado,
puedes perderlo todo; por el contrario, los fondos de inversión y las acciones de
empresas cotizadas, que tú puedas tener en ese mismo banco, están fuera de su
balance; la entidad bancaria tan solo los custodia y, llegado el caso de una
hipotética quiebra del banco, te los podrías llevar a otra institución financiera.
—Pienso que tú serías el mejor ministro de economía posible.
—Incluso antes de tomar posesión del cargo daría una orden, y en cuanto
fuera ejecutada, dimitiría.
—¿Y cuál sería esa consigna?
—Disolver inmediatamente, y admito que soy algo radical, el ministerio de
economía.
—¡Vaya negocio! ¡Para una vez que podríamos tener un excelente
economista infiltrado entre tanta mediocridad!
—¿Y para qué quieres un ministerio de economía?
—Me sorprendes, hay otros ministerios menos estratégicos. Hoy en día, todos
los ámbitos están vinculados a la economía: hay que legislar, regular, imponer
aranceles, organizar, multar, defender a las empresas del país…
—Adivino que desconoces la ley de Goodhart. Ese economista británico
afirmó que toda variable económica está condenada a hacer de las suyas tan
pronto se la establece como objetivo. Así que si piensas que es una buena idea la
de presionar a los bancos centrales para que compren nuestra deuda, añadió Juan
entre risitas, puede que no estés del todo acertada. ¿De quién quieres proteger a
las empresas nacionales?
—De la competencia de otros productores extranjeros.
—La instauración de aranceles y de impedimentos al libre comercio
internacional es una medida nefasta para la economía. Pondré un ejemplo
extremo, poco verosímil, para que nadie se ofenda. Si se inaugura en Nebraska
una explotación agrícola de piñas cultivadas en invernaderos, ¿tú qué crees?,
¿sería mejor subvencionar las producidas allí, con altos costes, en detrimento de
la importación de piñas de Costa Rica, que serán de más calidad y mucho más
baratas? El libre comercio y la globalización permiten obtener los bienes al
menor precio posible. Cristóbal Colón trajo de América esa preciada fruta
tropical. En 1770, sir Mathew Decker cultivó la primera piña en Inglaterra en un
invernadero calentado por estiércol fresco en fermentación. Cada piña tenía un
coste de producción de unos 7.500 dólares de hoy. Las señoras paseaban por el
parque con las piñas debajo del brazo como símbolo de ostentación, decoraban
con ellas las grandes mansiones, y hasta se alquilaban para que algunos
burgueses pudieran presumir ante sus invitados de su poderío económico.
—Pues como algún comensal decidiera hincarle el diente… —apostilló
Alicia.
—En la célebre burbuja de los tulipanes casi linchan a un marinero que se
comió un bulbo. Lo confundió con una cebolla y se lo merendó en su sándwich
de arenque. Acabó encarcelado.
—Hoy te dan media docena de bulbos por un dólar —comentó Alicia,
rememorando su vista al mercado de Bloemen, en Ámsterdam.
—El libre mercado determinará que aquellas empresas que no sean rentables
en un país se instalen en otros o que se dediquen a un sector alternativo mucho
más eficiente y sostenible a bajo coste; ya les venderemos naranjas de California
a los costarricenses. Hay que invertir siempre en el productor más eficaz, y para
ello es fundamental desterrar las subvenciones. Resumiendo, como dijo Adam
Smith: «Hay que producir las cosas con las que seamos más eficaces e
intercambiar con el resto de países».
—¿Deberíamos pedir menos Estado y menos regulaciones?
—Efectivamente, esa es la clave. Los países tienden a ser
sobreproteccionistas, tratando de favorecer a las empresas de sus territorios,
viéndose tentados a devaluar su moneda para poder ser más competitivos y
exportar más a menores precios. ¿Por qué reducir costes laborales pudiendo
devaluar la moneda? Pero los políticos se olvidan de que el resto de países puede
defenderse de esas medidas, devaluando, a su vez, su moneda. Ignoran que en
una guerra comercial pierden todos. Luchemos por el libre mercado. El superávit
comercial se autorregula. Si exportamos más y recibimos más dinero u oro por
esas exportaciones, lógicamente la riqueza aumentará en el país que tiene
superávit y eso hará subir los precios y, como consecuencia, los productos serán
más caros y, finalmente, exportaremos menos. Por eso la manipulación artificial
de las divisas es mala. Establecer barreras comerciales gravando con aranceles la
importación de productos extranjeros y tratando de empobrecer al vecino
tampoco es buena idea. El resultado suele ser una disminución del comercio
mundial y un mayor empobrecimiento generalizado.
Juan apartó una molesta mosca que rondaba su nariz. Tomó fuerzas, debía
reponerse de su hercúleo y didáctico esfuerzo.
—Situémonos. Nueva York, quinta avenida. Cincuenta personas en cada lado
de la calle. Expectantes, con el semáforo en rojo, esperando cruzar al otro lado.
Luz verde. En apenas unos segundos cien almas se encuentran en el centro de la
calzada. Increíblemente, sin apenas rozarse, alcanzan el lado opuesto. Ningún
herido. Todo en orden. El trasvase humano ha sido un éxito. Hay un instinto, un
orden interno, un conocimiento colectivo que guía a cada uno de los viandantes
en esa arriesgada maniobra. O acaso en la acera piensan: «En cuanto me
encuentre con el abuelo del bastón me moveré a la derecha y luego esquivaré a
la señora del sombrero azul por la izquierda».
—Curioso. Nunca he pensado en cómo logro evitar el encontronazo con los
otros peatones.
—¿Qué crees que sucedería si seis funcionarios públicos y un ministro de
seguridad vial, encaramado al semáforo, coordinaran el tráfico de los
transeúntes?: «Usted, deténgase. El joven pelirrojo, a la derecha. La señora del
abrigo de pieles, un metro a la izquierda…».
—¡Qué caos! Ni en media hora lograrían atravesar. Todos paralizados en la
calle esperando órdenes. Pero, como es preceptivo, la culpa del desastre no sería
de los dirigentes: «Es que los ciudadanos son muy torpes obedeciendo». El
siguiente intento dispondría de más funcionarios y con el presidente de gobierno
dirigiendo las maniobras desde un helicóptero. Con más impuestos y más
medios, todo solucionado, ¿no? —concluyó Alicia.
—Y con un montón de pisotones —añadió Juan—. Masacrar el libre
mercado, regulándolo con innumerables e inútiles normativas, no es lo más
eficaz.
—Ya que has dimitido del ministerio, tendrás más tiempo para asesorarme
sobre cómo encontrar un buen fondo de pensiones.
—Querida Alicia, el tiempo, al que aludes, es demasiado valioso como para
desperdiciarlo en ciertos menesteres, aprovéchalo siempre. «Cuida los minutos,
que las horas ya cuidarán de sí mismas». Eso lo dijo el IV conde de Chesterfield.
—No seas esquivo. Estamos en el museo del dinero.
—¿Y acaso el tiempo no es oro? —añadió Juan, maléficamente—. No debes
preocuparte por tus futuros ingresos. Busca un partido político populista con la
suficiente mayoría para que te regalen una renta básica estatal de, pongamos, por
ejemplo, seiscientos euros. ¿Qué te parece?
Alicia recordó los efectos del gas hilarante y emprendió un movimiento
horizontal, cada vez más vehemente, de su cabeza. Ni siquiera un búho real
habría conseguido girarla más grados.
—Para ingresar ese dinero en la cuenta corriente de cada uno de nuestros
súbditos, deberíamos no pagar la deuda y, podríamos expropiar, asimismo, las
segundas residencias a coste cero e incrementar, cómo no, los impuestos. Pero si
rompemos las reglas del juego saldríamos de los circuitos de financiación
internacionales, ya nadie invertiría en nuestro país. Las empresas cerrarían, se
deslocalizarían, trasladándose a otros países más hospitalarios. Los suizos
rechazaron, en un referéndum, percibir durante toda la vida, cada uno de los
ciudadanos, con independencia de sus ingresos, una renta básica estatal de 2.300
euros. ¡Qué tontos! ¿No?
—Ciertamente, lo gratis, la mayoría de las veces, sale muy caro. Aunque,
dado el caso, en defensa de los más necesitados y por justicia social, sí sería
ético confiscar parte de los activos de los más ricos para repartirlos entre los más
pobres —apuntó Alicia.
—La justicia se representa con una venda en los ojos y es ciega. Ponerle
coletillas como «social», o adscribirle «género», la hace partidista y arbitraria y,
por tanto, injusta. Un mismo delito debería conllevar una pena idéntica, con
independencia de la ideología, género, condición social o cualquier otro atributo
personal diferenciador. Al respecto, creo que es el momento de desempolvar lo
que afirmó, en el siglo XVIII, la filósofa y escritora inglesa, Mary
Wollstonecraft: «No deseo que las mujeres tengan poder sobre los hombres, sino
sobre ellas mismas».
—Hablando de cegueras, recuerdo que Buffett y Munger, en una de las
reuniones de Omaha, dijeron, parodiándose a sí mismos: «Somos Warren y
Charlie. Él oye y yo veo. Formamos un gran equipo».
—¡Genial! No olvides que muchos «expertos económicos» ni escuchan ni
miran. El derecho a la propiedad privada —continuó Juan— debería ser sagrado,
dado que es un incentivo para el esfuerzo personal y la creación de riqueza que,
de alguna manera, beneficiará a toda la población, ¿o es que acaso crees que los
multimillonarios comen billetes?
—Pues algunos están regordetes.
—Dijo Jim Rohn: «La mejor recompensa de convertirte en millonario no es la
cantidad de dinero que ganes. Es la clase de persona en la que te tienes que
convertir para llegar a serlo».
—Habría que completar esa frase: «…sin corrupción y respetando la Ley» —
añadió Alicia.
—Desconozco lo que desayuna Amancio Ortega, pero sí sé que almuerza lo
mismo que sus trabajadores cuando está en su sede gallega. Llegó a ser, durante
unas semanas, el hombre más rico del mundo gracias a la revalorización bursátil
de sus acciones de Inditex. Pues nada, se lo quitamos todo y repartimos unos
cientos de euros a cada español. ¿Qué te parece la idea?
—Eso es muy radical. No hemos dicho que el respeto a la propiedad privada
es inalienable —afirmó, un tanto extrañada, ante la absurda propuesta.
—La fortuna de Amancio Ortega está protegida contra los envidiosos y los
enemigos de lo ajeno, es como las alas de una mariposa que se desintegran
apenas tocarlas. Como en el caso de la gallina de los huevos de oro, no es
posible repartirla sin destruirla previamente. Ante una noticia así, las acciones de
Inditex se desplomarían hasta límites increíbles. Al final, tendríamos tan solo
unos locales de escaso valor (nadie los querría comprar ante esa inseguridad
jurídica) y cincuenta mil parados más. La ruptura de las reglas del juego no
favorece, precisamente, la entrada de un nuevo inversor. Repartiríamos miseria y
paro, así es. Y eso mismo ha acaecido en Venezuela con la expropiación y el
desmantelamiento del tejido empresarial. Pero supongamos que logramos
imprimir todo ese dinero respetando la propiedad privada. ¿Sabes qué ocurriría?
Alicia guardó un prudente y dubitativo silencio.
—¿Tú crees que, si alguien «disfruta» de seiscientos euros mensuales, libres
de impuestos, recibidos por una especie de renta básica estatal, aceptaría trabajar
de dependiente en una panadería o de camarero por mil euros al mes y pagar los
impuestos correspondientes? Ten presente que, lógicamente, los tributos subirían
para poder «regalar» esa paga. Inmediatamente, aquellos trabajos peor
remunerados saldrían del mercado laboral y los empresarios deberían
incrementar las nóminas. Pero si doblamos el sueldo al trabajador, el empleador
tendrá que repercutirlo, si no quiere cerrar el negocio por pérdidas, en el precio
de su producto, perjudicando de esa forma al consumidor final. Se generaría un
círculo vicioso que se retroalimentaría, instaurándose una inflación tal que, en
poco tiempo, convertiría esos seiscientos euros en papel mojado con una escasa
capacidad de compra. Y esa subida de precios ahuyentaría a los compradores
internacionales, seríamos menos competitivos en los mercados globalizados. Al
final, el resultado sería muy diferente del pretendido con ese «regalo»:
repartiríamos pobreza. Cualquier intervención estatal en el libre mercado
distorsiona los precios y genera problemas. «Tenemos un sistema que cobra más
impuestos al trabajo y subsidia el no trabajar». Eso lo dijo Milton Friedman. Y el
ilustre Ronald Reagan afirmó: «La visión gubernamental de la economía puede
resumirse en unas cortas frases. Si se mueve, póngasele un impuesto. Si se sigue
moviendo, regúlese. Y si no se mueve más, otórguesele un subsidio».
—Claro que siempre podríamos prohibir la inflación por real decreto —alegó
Alicia, acordándose de Mugabe en Zimbabue.
—Sí, y poner puertas en el mar. Ya lo intentó Diocleciano infructuosamente
con su célebre edicto, tratando de contener la inflación por el sencillo
procedimiento de declararla ilegal. Si en un contexto inflacionario limitamos los
precios de venta de los productos, lo único que conseguiremos es generar
escasez de esos mismos bienes o servicios que pretendemos que sean más
asequibles para la población. Si el rollo de papel higiénico se vende a mil
bolívares porque es el coste mínimo de producción e instauramos un precio
máximo de cien, ¿qué piensas que ocurrirá? El empresario que tiene que pagar
los salarios y las materias primas a precios inflacionarios no podrá fabricarlos sin
incurrir en pérdidas y cerrará la fábrica con el consiguiente aumento del paro. Y
la gente (con perdón) tendrá que limpiarse el culo con los bolívares venezolanos.
Siempre habrá mercado negro, eso es cierto (ahí tenemos el reciente ejemplo de
Venezuela), pero probablemente a precios muy superiores a los mil bolívares a
los que sí podía producir, de forma libre, el empresario. En un mercado no
intervenido lo precios vienen determinados por la escasez y utilidad de ese bien.
Son los precios los que dan la información a los empresarios. Tratar de imponer
caprichosamente precios mínimos implica distorsionar la cadena productiva y
aboca a la carestía y a la miseria.
Alicia pidió con la mirada un misericordioso descanso. Juan no se dio por
aludido.
—Y si instauramos un salario mínimo interprofesional por debajo del cual el
empresario no pueda contratar, estaremos aumentando, indirectamente, el paro.
Sí, así es. No te sorprendas, porque en determinados supuestos un trabajador y
un empresario, dada la poca rentabilidad o margen del negocio, o simplemente
por tratarse de una mano de obra muy poco cualificada, podrían acordar un
contrato de trabajo libre por un menor precio. Ese precio mínimo puede ser una
barrera a la creación de empleo.
—Pero si no se regula un precio mínimo, ¿no crees que los empresarios se
aprovecharían y explotarían a los trabajadores con sueldos mucho más bajos?
Mira lo que ha pasado, y sigue sucediendo, en los países del tercer mundo.
—Tu razonamiento es admisible y digno de consideración (sobre todo en
oligopolios y monopolios), por no decir que es solidario y empático, pero esos
honorarios tan bajos, en esos países en desarrollo, pueden ser la única fuente de
sustento de una familia. Y, aunque hay que luchar contra todo tipo de
explotación laboral, no únicamente la infantil, muchos de nuestros abuelos
trabajaron desde muy temprana edad en condiciones durísimas simplemente
porque la alternativa era morir de hambre. Por cierto, recuerda que los salarios
no deberían valorarse en términos nominales. Los emolumentos recibidos por el
trabajo son altos o bajos en función de su capacidad de compra en los países
donde se perciben. Imponer nuestras reglas de juego, costumbres y leyes a otros
territorios menos favorecidos es muy peligroso porque, con ello, tratando de
ayudar aún más a los más necesitados, podemos instaurar trabas comerciales que
causen un enorme perjuicio a esos ciudadanos de los países pobres.
—De acuerdo, ¿y qué hay de mi buen fondo de pensiones? Alguno habrá,
¿no? —añadió Alicia, enfatizando el adjetivo «buen».
—Seguro, pero te costará encontrarlo. Recientemente, en Polonia y en
Argentina han expropiado los fondos de pensiones simplemente porque los
Estados son omnipotentes y cuando precisan dinero se vuelven agresivos. ¿Por
qué quieres suscribir uno? ¿Es que no te fías de la pensión que te pueda pagar,
en un futuro, tu Estado protector?
—¿Estás de broma? ¿No me has dicho que los Estados pueden quebrar? Si el
reino de España quebrantó sus obligaciones financieras en trece ocasiones, si la
que fue durante más de tres siglos la nación más poderosa del mundo no pagó su
deuda tantas veces, ¿por qué no puede pasarles eso mismo a los
estadounidenses?
—Perspicaz consideración. Como se contesta por sí sola, permíteme una
pregunta: ¿de dónde sale el dinero que pagará tu futura pensión?
—Tengo entendido que, en España, el empresario que contrata a un
trabajador paga casi un cuarenta por ciento del sueldo a la tesorería de la
Seguridad Social. Con ese dinero se financia el estado de bienestar,
fundamentalmente, las pensiones, la sanidad y el desempleo.
—¿Perdona? ¿Has dicho que es el empresario el que paga todo eso?
—El trabajador abona una cantidad irrisoria en comparación con lo que
ingresa a las arcas públicas el patrón. Al menos, eso tengo entendido. ¿No es
así? Los políticos insisten en la gran suerte y en la enorme ventaja que tenemos
los ciudadanos de convivir en un sistema social-democrático de redistribución de
impuestos que nos protege contra los imponderables de la vida.
—Estás equivocada, eso lo ingresa el empresario, pero lo paga el trabajador.
¡Sí! Como lo oyes. No me he equivocado. Si el dueño no tuviera que aportar ese
dinero a la Seguridad Social, iría, sin duda alguna, a incrementar el sueldo bruto
del empleado.
—¡O no! —protestó Alicia.
—Si no lo hiciera así, ese trabajador, libremente, se marcharía a otra empresa
que sí lo repercutiera en su nómina. El libre mercado es muy eficiente. Supongo
que entiendes que ningún empresario quiera cerrar su fábrica por falta de
excelente y fiel mano de obra cualificada. Según Yogui Berra: «Puedes ver
mucho si miras» —afirmó Juan, tratando de iluminar a Alicia—. Aunque, bien
pensado, te diré que las empresas siempre repercuten sus gastos al consumidor
final de sus productos. Así que el dinero que cobra la tesorería de la Seguridad
Social no lo paga ni el trabajador, ni el empresario: lo sustenta el ciudadano de a
pie.
—Es decir, que ese coste recae, indirectamente, en cada uno de nosotros, en
función del consumo personal —reflexionó Alicia.
—Y no solo el coste de la Seguridad Social. El consumidor también paga
veladamente el salario. ¿Sabes lo que dijo Henry Ford, el que fue uno de los
mayores empleadores de la historia?: «No es el empleador el que paga el salario.
Los empleadores solo manejan el dinero. Es el cliente el que paga el salario».
Hay que reconocer que pagaba muy bien a sus empleados. Todos se peleaban
por trabajar en sus fábricas.
—Comentan que era generoso económicamente con sus trabajadores para que
tuvieran la posibilidad de comprar un Ford —puntualizó Alicia.
—La inteligencia es un bien escaso, está muy repartida y nos queda poco de
ella a cada uno de nosotros.
—¿Cómo dices?
—No te lo tomes al pie de la letra. Es una broma. Lee, lee todos los días, lee
buenos libros, como hacen Bill Gates y Charlie Munger. Leer con una
mentalidad crítica nos permite obtener una visión más real de las cosas, fomenta
nuestro pensamiento independiente, nos hace más libres, más cultos y reduce la
probabilidad de que digamos mentiras. Sí —se reafirmó el fraile—, lo
entenderás después de leer a Nietzsche: «No miente tal solo aquel que habla en
contra de lo que sabe, sino también aquel que habla en contra de lo que no sabe».
«Necesitaríamos cinco vidas para llegar a ser sabios», pensó Alicia.
—Cuando leas u oigas algún mensaje que contradiga tus opiniones, debes
plantear a su emisor la siguiente pregunta: ¿lo crees o lo sabes? Sé incrédula y
confirma siempre aquellas ideas que cuestionen tus convicciones previas, pero a
la vez sé flexible y receptiva al aprendizaje de nuevos conocimientos.
—¿Tengo que corroborar incluso tus ideas?
—Por supuesto, incluso las mías. Volviendo al fabricante de coches, Henry
Ford no era tonto, acaparó una buena dosis de sabiduría, pero el pastel del
conocimiento es infinito. De ti depende que tu trozo de tarta sea más o menos
grande.
Suspiró aliviada. Por un momento pensó que Munger y Ford habían
absorbido una buena dosis de la inteligencia que a ella le tocaba en un reparto
más equitativo, solidario, fraternal, igualitario y justo.
—El Estado es represivo, coercitivo y manipulador. No se contenta con dictar
leyes que establezcan los metros cuadrados mínimos que deben tener la cocina y
las habitaciones de tu casa. Tampoco queda satisfecho con determinar cuándo tu
coche, querido e impoluto, es demasiado viejo como para seguir circulando. Va
más allá y decide por ti lo qué deben pensar tus hijos, qué términos
políticamente correctos deben usar y en qué idioma deben expresarse. Has de
permanecer alerta, pues los gobernantes dirigen nuestras vidas y nos imponen los
adjetivos y los calificativos que han de acompañar a según qué palabras.
—¿Quieres decir que debemos ser muy cuidadosos con el uso del lenguaje?
—inquirió Alicia.
—El Estado es paternalista y sobreprotector, por eso desde temprana edad nos
adoctrina con programas educativos cerrados y nos tutela a lo largo de toda la
vida administrando nuestros impuestos y decidiendo qué es lo que más nos
conviene. Los ciudadanos suelen conformarse con un Estado mastodóntico, cada
vez más sobredimensionado. Parece cómodo que los gobiernos lo decidan todo
por nosotros. Pero deberíamos considerar que el horizonte temporal de nuestros
políticos no va más allá de aprobar unos presupuestos anuales y obtener el
máximo beneficio electoral en las siguientes votaciones. Poco les importa
arruinar a su país con sus decisiones cortoplacistas. Quizá deberíamos invertir
los términos y plantearnos, como afirmó Kennedy en su discurso de toma de
posesión en 1961, la siguiente petición: «No te preguntes lo que tu país puede
hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer por tu país».
—¿Qué alternativas tenemos? Ya sé que cuando llegan al poder, la mayoría
de los políticos cambian sus promesas electorales liberales por leyes
socialdemócratas —comentó Alicia.
—Te contestará Charles Bukowski: «La diferencia entre una democracia y
una dictadura consiste en que en la democracia puedes votar antes de obedecer
las órdenes».
—Yo te entiendo, pero los políticos deben imponer y recaudar impuestos.
Nadie regala nada. La educación, la sanidad, el ejército, las infraestructuras, todo
ello conlleva un coste.
—Haríamos bien en recordar las palabras de Mises: «Todo impuesto
específico, así como todo el sistema de impuestos de una nación, se invalida a sí
mismo por encima de una cierta tasa de impuestos». Según la célebre curva de
Laffer, llegado un punto de presión impositiva, con el aumento de la presión
fiscal no se recauda más; por el contrario, la hacienda pública ingresa menos
como consecuencia de la desincentivación y de la economía sumergida que esos
impuestos confiscatorios generan.
—Si el Estado no recaudara esos impuestos, tendríamos que espabilarnos por
nuestra cuenta y administrar nosotros mismos ese dinero para no malgastarlo o
invertirlo ineficazmente y quedarnos, consecuentemente, sin una futura pensión.
—¿Y acaso no es el Estado el que malgasta e «invierte» ineficazmente los
tributos que recauda? Eso de asumir responsabilidades no va con nuestra
naturaleza humana perezosa —protestó Juan—. ¿Te has parado a pensar que, si
el Estado no recolectara esos tributos, no tendría que darnos esos servicios y nos
cuestionaríamos la propia existencia del Estado tal como está concebido
actualmente, con infinidad de políticos y burócratas ineficientes? Curiosamente,
son muchos colectivos los que piden aún más Estado, más intervención estatal
para conservar esos servicios «sociales»; como si no se pudieran suministrar más
eficientemente en un entorno más libre, sin tanta imposición e intervencionismo.
Obviaremos el tema sanitario, la justicia y la seguridad nacional, y
profundizaremos algo en las pensiones, que es lo que te preocupa en estos
momentos. Chile ha instaurado un sistema de capitalización de sus pensiones
que ha generado gran riqueza a muchos chilenos jubilados, máxime cuando la
tasa de sustitución en el sistema de pensiones chileno es muy baja. Para que lo
entiendas, reciben mucho para lo poco que han cotizado. José Piñera fue su
impulsor en el año 1981. Casi cuarenta años de interés compuesto invirtiendo en
empresas de todo el mundo han creado una riqueza considerable que, como
mínimo, merecería algo de reconocimiento.
—Es de sentido común. Si la inversión en empresas es lo suficientemente
diversificada, sectorial y geográficamente, y tiene un horizonte temporal de más
de diez años, al hacer aportaciones periódicas, el riesgo de pérdida de capital
permanente es prácticamente nulo.
—Veo que te sabes la lección. Ciertamente, como bien afirmas usando ese
término empresarial, jamás hay que jugar a la bolsa (y mucho menos el dinero
público que, como sabrás, sí tiene dueño). Hay que invertir en compañías, hay
que comprar buenos negocios acompañando a las empresas en su creación de
valor y haciéndolo con una mentalidad empresarial de largo plazo.
—¿Tal como hace el fondo soberano noruego?
—Así es. Te lo creas o no, cada noruego nace con unos cientos de miles de
dólares en el bolsillo. En la mayoría del resto de países, por el contrario, los
bebés vienen al mundo cargados de deudas, deudas que han heredado de las
anteriores generaciones que han vivido por encima de sus posibilidades
esquilmando la riqueza que les debería pertenecer a ellos y a los futuros
ciudadanos. Pero no nos desviemos del tema. Los chilenos invierten un diez por
ciento de su sueldo bruto en su fondo de pensiones. Esos fondos de pensiones se
adaptan a la medida del trabajador. Un joven de veinte años que piensa jubilarse
a los cincuenta y cinco, teniendo un horizonte temporal de treinta y cinco años
puede invertir tranquilamente la práctica totalidad en bolsa, máxime cuando las
aportaciones mensuales promediadas le protegen de las consecuencias de invertir
todo el capital en un mal momento. A medida que se aproxime a su edad de
jubilación podrá ir reduciendo progresivamente su exposición a la renta variable.
Los fondos son totalmente flexibles y abiertos a más suscripciones de las
obligatorias.
—Creo que te has equivocado. ¿Has dicho jubilación a los cincuenta y cinco
años?
—¿Por qué diantres papá Estado tiene que decidir cuándo diablos «puedo» y
«debo» jubilarme? No tiene sentido en una sociedad libre. En Chile cada
trabajador se jubila, bajo su propia responsabilidad, cuando piensa que el
patrimonio acumulado (que además es de él y no del Estado) le permite la
calidad de vida que considera idónea para su bienestar. Lewis Carroll lo
vislumbró claramente cuando puso en boca del huevo Zanco Panco, en Alicia a
través del espejo, estas palabras: «Cuando yo uso una palabra, significa
exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos». Así que cuando
papá Estado nos habla, hagámosle caso y no malinterpretemos su mensaje, ¿no
te parece? —añadió Juan sarcásticamente.
Alicia recurrió, de nuevo, a la excelente estrategia de contestar con silencio.
—Algunos economistas liberales españoles, por poner el ejemplo de un país
que es amigo, lo están avisando desde hace años: el sistema de pensiones, tal
como está concebido actualmente, es insostenible y perderá progresivamente su
poder adquisitivo, deteriorando el nivel de vida de los jubilados. Aunque afirmar
eso es muy aventurado, dados los enormes cambios coyunturales de la
macroeconomía, con los actuales parámetros es una previsión racional.
—El Estado siempre puede gravar a sus ciudadanos con mayores impuestos
que financien ese sistema de pensiones deficitario, ¿no? Además, en España
tienen una especie de hucha de reserva para las pensiones —reseñó Alicia,
adornándose con sus conocimientos.
—Hucha que se va vaciando empleando su capital en otros menesteres, como
el de rescatar alguna entidad financiera. Actualmente, esa reserva monetaria se
alimenta a base de inyectar más deuda emitida por el propio Estado. Deuda y
más deuda, esa es la condena. Tratar de salir de la deuda dopándose con más
deuda es como intentar levantar tirando de las asas un recipiente en el que
estamos metidos. Es una solemne tontería y, al mismo tiempo, muy peligroso.
Deberías saber que, a diferencia del fondo soberano noruego, el cual invierte
fundamentalmente en acciones, dado su largo horizonte temporal, el español se
dedica a comprar, casi exclusivamente, deuda del propio Estado.
—Vamos, que el Estado rompió el cerdito de barro de las pensiones.
—El método de reparto de pensiones se fundamenta en un sistema tipo Ponzi
en el cual el dinero que aportas hoy no se deposita en tu hucha personal, sino que
va a pagar a los actuales pensionistas. Es un plan ideado por Otto von Bismark
cuando la esperanza de vida era de apenas cuarenta y cinco años y la pensión se
cobraba a partir de los sesenta y cinco. Hoy en día, el aumento de la esperanza
de vida y el envejecimiento poblacional determinan que la ratio de jubilados por
cada cotizante español se acerque peligrosamente a dos. Eso es insostenible.
Asimismo, en ese sistema de reparto, si falleces antes de la jubilación todo ese
dinero aportado (que no es tuyo, no lo olvidemos) se lo queda el Estado.
—Eso no es del todo cierto. Siempre quedaría la pensión de viudedad o de
orfandad —recordó Alicia.
—¿Y si estás soltera? ¿Y por cuánto tiempo te pagan esa pensión? ¿Y en qué
ridícula cuantía? En el sistema chileno de capitalización, tú y tus herederos sois
dueños, íntegramente, de ese capital, que pasa de generación en generación,
acumulando riqueza y creando muchos puestos de trabajo. Es un régimen que
incentiva el ahorro, ahorro sano que financia proyectos empresariales útiles a la
sociedad y que nos hace responsables y partícipes, como accionistas, de una
buena parte de la riqueza mundial, permitiendo que el trabajador acceda a los
bienes propios del sistema capitalista sin depender de papá Estado.
—Vale —asintió Alicia—. ¿Qué hago entonces con mi dinero? ¿Comprar
activos reales? De acuerdo, pero no todos son líquidos y la reciente burbuja
inmobiliaria nos ha demostrado que no es una inversión tan rentable como se
creía. Los jubilados pueden vender la vivienda para complementar una exigua
pensión, pero en el supuesto de que la mayoría de pensionistas decidan vender
sus casas, un exceso de oferta de inmuebles hundiría los precios.
—Es fundamental que tú seas la única dueña de tu dinero, pero evalúa cuánto
vale. Valdrá en la medida en que logres conservar y multiplicar el poder
adquisitivo del mismo y, para ello, la bolsa a largo plazo, invirtiendo
racionalmente en empresas y activos reales, promediando las entradas y evitando
invertir en los picos de las burbujas, es el mejor refugio, o por lo menos así ha
sido en los últimos doscientos años. Eso sí, las rentabilidades en bolsa no son
lineales. Se producen molestos dientes de sierra y, en ocasiones, profundos
valles en las cotizaciones. Obviamente, esos descensos no deben ser
considerados como una pérdida permanente de capital, sino como una
oportunidad de comprar buenos negocios a mejores precios.
—Si la bolsa es la que ofrece las mejores rentabilidades en el largo plazo, lo
más recomendable es pedir un crédito para comprar acciones.
—A eso se le llama apalancamiento. Esa estrategia la utilizan muchos
incautos «inversores» particulares, y toda esa entrada de dinero extra depositado
en renta variable, infla la burbuja aún más. Y las burbujas siempre estallan. Se
me ocurren ahora mismo dos citas del propio Warren Buffett en relación con la
inversión apalancada: «Si eres inteligente, no es necesario, y si eres tonto no
deberías utilizarla». «El apalancamiento nunca mejora una mala inversión, pero
puede obligarte a abandonar una buena inversión si los precios se mueven en tu
contra».
Alicia estaba tratando de digerir esas ideas cuando fue sometida, de nuevo, a
un enorme esfuerzo de comprensión.
—Como acertadamente apuntó Taleb: «Tener grandes deudas hace que el
deudor dependa muchísimo de unos pronósticos certeros. La respuesta correcta
frente a la incertidumbre es endeudarse lo mínimo posible». Y abundando en esa
misma idea, Michael Lewis sentenció magistralmente: «Cuando uno pide
prestado un montón de dinero para crearse una falsa prosperidad, está
importando el futuro al presente».
—Necesito un descanso. Una cita más y exploto.
Juan no fue indulgente.
—Te voy a proponer un ejercicio de rapidez mental. Puedo asegurarte que se
lo he planteado a conocidos, amigos y familiares, y la respuesta ha sido
sorprendente. Invertimos 10.000 euros de una compañía y pagamos 10 euros por
cada acción. Supongamos que, unos meses después, esa misma acción cotiza a 1
euro e invertimos otros 10.000 a ese nuevo precio. La pregunta, diáfana y sin
trampa alguna, es (sería conveniente que responder lo más deprisa posible y
usando, exclusivamente, nuestra propia computadora: la materia gris cerebral):
¿cuál es nuestro precio medio de compra?
Si tienes ya una cifra mental, haz los cálculos usando papel y lápiz. No te
preocupes si te has equivocado por mucho. En ese error de cálculo incurren
incluso matemáticos, como he podido comprobar. Confieso que caí en esa
misma trampa mental condicionada por el pensamiento inmediato, el de primer
nivel. Me ocurrió leyendo una carta de Prem Watsa dirigida a los accionistas de
Fairfax. En ella se aludía (y disculpen que les diga las cifras de memoria y, por
tanto, aproximadas) a una compra de una compañía en 2014: unos 450 millones
a 32 euros la acción. Posteriormente, a finales de 2015, por esa manía «absurda»
que tienen los grandes value investors de «tirar el dinero», promediando a la
baja, invirtió unos 500 millones de euros a 1,30 cada título. Cuando leí el precio
medio de compra que tenía Watsa en esa empresa, tras su segunda inversión, no
me lo creía. Se lo puedo confirmar, si no se lo cree coja papel lápiz. ¡Increíble!:
2,47 euros.
—No me has dado tiempo a calcularlo —protestó Alicia, al tiempo que
guardaba su cuadernillo.
—¿Tienes asegurado el móvil? —inquirió Juan.
—Pues no lo sé. ¿Debería estarlo?
—Los individuos prefieren protegerse contra eventos y accidentes de poca
importancia, pero con una elevada probabilidad de suceder y, por el contrario, no
suelen cubrirse de otros riesgos, mucho menos probables, que pueden suponer
pérdidas importantes. Recuerda los incendios: los peores son los grandes. Es
como si lo peor, lo más grave, debiera resolverlo otro. Parece un error. ¿No?
Nuestros protagonistas salieron al pasillo. Juan continuaba con su discurso,
siempre revelador y combativo.
—Entre otras muchas falsedades, nos han tratado de convencer de que la
Edad Media fue una época oscura y de esclavitud. Ciertamente, la peste fue
inmisericorde, pero un trabajador en el período comprendido entre los siglos
XIII y XV mantenía a su familia con catorce semanas de trabajo. El resto del
tiempo podía dedicarlo a construir catedrales o a peregrinar. Se pagaba el
diezmo, el equivalente a un diez por ciento del salario o de la cosecha. Hoy
trabajamos unos siete meses para pagar impuestos. Como dice María Elvira
Roca en su excepcional libro Imperiofobia y leyenda negra: «El adjetivo
“medieval” se transforma en un insulto y equivale a anticuado, tenebroso, propio
de una edad bárbara y salvaje».
—Y además fue un período cálido —añadió Alicia—. Por cierto, recuérdame
que luego te explique algo sobre el diezmo y los romanos. No quiero
interrumpirte ahora.
—Lamentablemente, hay muchos intereses económicos por parte de nuestros
dirigentes e instituciones. Tratan de convencernos de que con el desarrollo
industrial el ser humano está llevando al planeta a un punto de no retorno. Nos
lanzan continuos mensajes de alerta inmediata. Nos chantajean explotando
nuestro miedo. ¿Acaso no queremos absolutamente todos que nuestros hijos
vivan en un mundo mejor y menos contaminado? Por supuesto, pero sin
mentiras ni manipulaciones. Otras épocas calientes de la historia coinciden con
la civilización minoica, egipcia y con el imperio romano. Épocas caldeadas, sí,
pero también de una gran prosperidad. Culpar al principal causante del
calentamiento, al propio Sol, cuya radiación está en niveles máximos del último
milenio, no genera negocio. No podemos multar al Sol. Si necesitamos a los
Estados para que nos salven del calentamiento global, les daremos más poder y
más recursos económicos a los políticos. Más comités, más expertos, más
amigos viviendo de su trabajo en más y más instituciones públicas o privadas
(pero subvencionadas). Deberíamos evaluar la validez y la objetividad,
considerando los incentivos, de los resultados de las investigaciones.
—Los poderosos incentivos… Págale a un laboratorio de la industria
cosmética por analizar los beneficios de una crema antiarrugas y es probable que
las elimine en un 95 por ciento —concluyó Alicia.
—Hablando de comités —prosiguió Juan—. En el museo del diseño de
Barcelona hay un cartel elaborado en 1985 por Carlos Rolando. En elegante
caligrafía hay una leyenda: «Un dromedario es un galgo diseñado por un
comité». Cuánta razón llevaba Napoleón Bonaparte al afirmar que cuando quería
que un asunto no quedase resuelto se lo encomendaba a un comité.
Les vino bien ese pequeño respiro. El tema del que hablaban era muy difícil
de abordar. Demasiadas piedras en la mochila, y de mucho peso como para
llegar lo suficientemente lejos.
—El período de calentamiento climático que estamos viviendo se inició en
1720, mucho antes de la revolución industrial. Y no olvidemos, además, que el
frío mata veinte veces más vidas que el calor. Douglas Pollock me dio el consejo
más útil con el menor número posible de palabras: «Apaguen la tele».
—Definitivamente, creo que tienes razón. Multar al Sol no parece una buena
idea.
—A partir del año 10000 a.C., en el período llamado Holoceno, se produjo
una importante elevación de la temperatura. En unos pocos milenios llegó a
incrementarse en algunas zonas hasta diez grados centígrados. Los niveles del
mar, como consecuencia de la retirada de las masas de hielo, llegaron a aumentar
ciento veinte metros. Debido a ello, Gran Bretaña quedó separada del continente
europeo y Escandinavia, liberada del enorme peso glaciar, se elevó tanto que
transformó el Mar Báltico en un lago cerrado, aislado de las masas oceánicas.
Las temperaturas subieron dos grados por encima de los niveles actuales. Los
glaciares se retiraban doscientos metros al año…
—Y adivino que la vegetación y los animales se adaptaron sin grandes
problemas a ese nuevo entorno caliente –interrumpió Alicia.
—Bill Gates ha regalado un fantástico libro a todos los graduados
universitarios de los Estados Unidos: Factfulness. Diez razones por las que
estamos equivocados sobre el mundo. Y por qué las cosas están mejor de lo que
piensas. Se pasó un cuestionario de doce preguntas de triple respuesta a 12.000
personas en catorce países. Se preguntaba sobre el nivel de ingresos, la
educación de las niñas en los países pobres, el grado de pobreza extrema, la
esperanza de vida, el número de niños futuros, las catástrofes naturales, la
vacunación infantil, la educación femenina, los animales en peligro de extinción,
el acceso a la electricidad y el clima. Los chimpancés (la aleatoriedad) acertaron
4 preguntas. Solamente el diez por ciento de los encuestados respondió mejor
que los primates. El ochenta por ciento contestó correctamente entre 0 y 3
preguntas (peor que los simios) y muchos de los que obtuvieron puntuaciones
más bajas que los simios eran «expertos en cambio climático». Una única
pregunta acertada (de las doce formuladas) fue el resultado más habitual. ¿A qué
conclusión llegas con estos datos?
—Estamos totalmente desinformados —concluyó Alicia.
—Te equivocas. No estamos desinformados. Si lo estuviéramos habríamos
acertado, de media, cuatro preguntas (como los simios). Pero si hemos obtenido
peores resultados que los micos, si la mayoría solo ha atinado una pregunta, es
que padecemos de un sesgo cognitivo y que hemos sido manipulados
premeditadamente con una información catastrofista dirigida a crear un
alarmismo injustificado. Como dice Taleb: «Lo opuesto a la educación no es la
ignorancia sino la mala educación». Cuando las noticias nos infunden miedo
quedamos bloqueados, somos incapaces de contrastar los hechos. No solo no
vivimos tan mal, sino que el mundo nunca ha estado mejor que ahora. Es cierto
que tenemos que solventar problemas serios como la contaminación marina y el
reciclaje de los plásticos, entre otras tareas extremadamente importantes como
sacar de la pobreza a cuatro mil millones de personas, pero el ser humano lo
conseguirá con el adecuado uso de los nuevos avances tecnológicos. Saldremos
adelante a pesar de los políticos. Y analizando los vertidos de crudo a los
océanos, te sorprenderá saber que, desde la década de 1970 hasta hoy, el petróleo
derramado al mar se ha reducido en un 99 por ciento. Las cifras están allí, se
pueden consultar. Esos datos también sorprenden en otros muchos ámbitos como
la mortalidad infantil, las muertes en batalla, el deterioro de la capa de ozono, las
partículas de humo, el fallecimiento en accidentes aéreos, la explotación infantil,
la defunción por desastres naturales, etc. En todos esos aspectos el mundo va
mejor y progresa a pasos agigantados. Como dijo Marco Aurelio: «Si no es
bueno, no lo hagas; si no es verdad, no lo digas».
—Además, he leído que el planeta está reverdeciendo —apuntó Alicia un
tanto dubitativa de afirmar tan aventurada noticia.
—Justamente. Y esa idea, optimista y esperanzadora, no la oirás en prensa ni
en televisión. El estudio elaborado por la NASA en base a los datos transmitidos
por dieciséis satélites concluyó que la superficie del mundo ocupada por bosques
aumentó en más de un siete por ciento en el período comprendido entre 1982 y
2016. Obviamente, ese no es el mensaje que nos están transmitiendo. La selva
virgen amazónica, ciertamente, se está reduciendo, pero la información debe de
ser completa y no sesgada. Tienes que ser muy crítica con todo lo que divulguen
los medios de comunicación. Contrasta siempre los datos. Ya lo anticipó George
Orwell: «Buena parte de los escritos propagandísticos son simple falsificación.
Los hechos materiales son suprimidos, las fechas alteradas y las citas, sacadas de
contexto y manipuladas para cambiar su significado». Son innumerables los
grupos de presión que inciden en determinados problemas magnificándolos y
tergiversándolos con el fin último de recaudar fondos con la excusa de conseguir
su «resolución». Un mensaje repetido hasta la saciedad, día tras día, acaba
impregnando la conciencia de la gente muy poco formada, que no contrasta la
información y que desconoce la manipulación a la que está siendo sometida. Se
trata de crear problemas. Como afirma Juan M. Blanco: «La gran novedad del
mundo moderno consiste en que antaño no había tanta gente aspirando a vivir de
los problemas, a hacer caja con la desgracia de los demás. (…) Para que un
problema tenga éxito, su relato debe contener necesariamente a) un grupo
víctima, b) un villano malvado, y c) una solución que requiera desembolso de
fondos públicos».
—Adivino que, eliminando las subvenciones públicas a todos esos entes y
organismos, «salvadores y justicieros», viviríamos mucho menos preocupados
—concluyó Alicia.
—Como dijo Ronald Reagan: «El gobierno no soluciona problemas: los
subsidia».
Juan asoció ideas: «Los problemas que agitan a una generación se extinguen
para la generación sucesiva, no porque hayan sido resueltos, sino porque el
interés general los deroga».
—¡Cesare Pavese! —recordó Alicia.
—Excelente escritor. El ser humano —continuó Juan— tiende a prestar más
atención a lo negativo que a lo positivo. Eso es consecuencia de un instinto
ancestral. Estamos programados para la huida porque de ello dependía nuestra
supervivencia. Por añadidura, solemos recordar los tiempos pasados como
mejores, y si la mayoría del grupo opina que el mundo va a peor, expresar
públicamente lo contrario es muy doloroso. Concluir que la pobreza disminuye y
que el hielo de los polos no se derrite como consecuencia de la acción directa del
hombre implica cuestionar la opinión mayoritaria. Unas afirmaciones tan
alejadas del consenso y de lo políticamente correcto pueden parecer crueles y ser
consideradas como insolidarias. Y a nadie le gusta que en su entorno lo
consideren un monstruo desalmado.
—Trataré de dejar un mundo mejor a mis hijos, te lo prometo.
—Lo harás, no tengo ninguna duda al respecto. Estoy convencido de que el
ser humano luchará con todos los medios disponibles para conseguirlo y el
desarrollo tecnológico contribuirá a ello. La primera cita recogida en el revelador
libro de Johan Norberg, Progreso. 10 razones para mirar al futuro con
optimismo, es de un gigante, Benjamin Franklin, que la escribió en 1783: «El
avance del conocimiento humano será rápido, dando pie a descubrimientos que
hoy ni concebimos. Empiezo a lamentarme porque siento que nací demasiado
pronto y que no tengo el privilegio de acceder a todo el conocimiento que
tendremos dentro de cien años».
—Me estás ofreciendo la píldora roja y Morfeo, en Matrix, tenía disponible
también la cápsula azul, la que permitía dormir plácidamente con una venda en
los ojos —protestó Alicia.
—Querida Alicia: «La verdadera ignorancia no es la ausencia de
conocimientos, sino el hecho de negarse a adquirirlos». Son palabras de Karl
Popper. Ese filósofo austríaco tampoco te habría ofrecido la píldora azul.
Continuemos. Como dijo Franklin Pierce Adams: «Si hablamos de lo bien que
iban las cosas antes es porque tenemos mala memoria». Determinados colectivos
propugnan el retorno a los viejos métodos de cultivo. Entre 1961 y 2009 las
tierras de cultivo crecieron un doce por ciento y la producción agrícola lo hizo
un trescientos por ciento. ¿Quién fue el responsable de ese «desastre ecológico»
que salvó la vida de más de mil millones de personas? Norman Borlaug, premio
Nobel de la Paz en 1970. Él fue el pionero de la agricultura intensiva de alto
rendimiento. Tenía razón Indira Gandhi cuando lanzaba la siguiente pregunta:
«¿Acaso hay algo más contaminante que la pobreza y la necesidad?». Es cierto
que a medida que los países van saliendo de la miseria y se van enriqueciendo el
daño al medio ambiente aumenta, pero llegado a un punto de nivel de riqueza la
curva se invierte y hay una progresiva disminución de la contaminación. Hoy, el
aire que se respira en Londres es mucho menos contaminado que en 1970. No
deberíamos negarles a los países más pobres el derecho a un crecimiento y
desarrollo industrial que hemos disfrutado previamente nosotros los países ricos.
Desde nuestra posición de poder no podemos decirles: «Tú no puedes crecer,
tienes que seguir siendo pobre por el “bien” de nuestro planeta».
No salía de su asombro. Las aseveraciones de Juan eran disruptivas.
—A principios del siglo XIX los países considerados como más ricos tenían
un nivel de vida inferior a los tres países más pobres del mundo actualmente
(Sudán, Malawi y Burundi). Y ese aumento en la calidad de vida se ha
conseguido gracias al capitalismo y como consecuencia de la globalización, ese
fenómeno tan repudiado. Estoy de acuerdo con Joan López Alegre: «Paul
Preston dice que el capitalismo alienta la corrupción. Efectivamente, dado que
en el socialismo solo hay miseria para repartir». La globalización es positiva
porque permite a los países pobres aprovecharse de los avances tecnológicos del
mundo desarrollado y genera una transformación más profunda que la causada
por la propia revolución industrial. Se calcula que la globalización ha tenido un
impacto, en la prosperidad del mundo, cincuenta veces superior a la de la
revolución industrial. Permanecer aislado implica renunciar a la riqueza. La
globalización favorece el libre intercambio internacional de bienes, servicios,
trabajadores, capital y tecnología. Afirmar que la globalización empobrece a los
países en vías de desarrollo e incrementa las desigualdades es doblemente falso.
La globalización contribuye al incremento del comercio y como dijo Benjamin
Franklin: «Ninguna nación fue arruinada jamás por el comercio». El libre
mercado no empobrece a los países que lo adoptan. Asia ha acrecentado mucho
su riqueza en comparación con África y el motivo que ha contribuido más a ello
es su mayor apertura a los mercados internacionales. Como afirma Jordi Franch
en su excepcional manual de economía para estudiantes: «Son las
discriminaciones y los privilegios los causantes de la desigualdad de rentas,
especialmente en los Estados no democráticos. En definitiva, no es la
globalización la causante del aumento de las desigualdades, sino precisamente la
falta de globalización y la corrupción institucional».
—Quizá deberíamos coger menos el avión. O por lo menos no hacerlo para
pequeños viajes de fin de semana, ¿no crees? Y tal vez convendría hacer más
deporte e ir en bicicleta al trabajo, ¿no te parece? —sugirió Alicia.
—Fantásticas ideas. ¿Apruebas que el Estado emplee dinero público para
construir polideportivos con un aforo superior al de los habitantes de las
localidades que los disfrutan?
—En ese caso, quizá lo más razonable sería no permitir que los políticos
asignen tan ineficazmente esos recursos económicos —sugirió Alicia.
—No sé. No podemos estar del todo seguros de cuál va a ser el futuro
demográfico de esas poblaciones en los siguientes siglos; quizá sería mejor que
les expusieras esas dudas a los patos que merodean a sus anchas por algún
aeropuerto fantasma de la Mancha. Iremos a darles de comer. Los palmípedos no
tienen la culpa de ciertos disparates —apuntó Juan—. «Debe ante todo procurar
el príncipe que, eliminados todos los gastos superfluos, sean moderados los
tributos», tenlo siempre presente. Pero continuemos con la deuda de los Estados.
Debo proseguir. El museo cerrará en media hora.
Alicia sabía que no tenía otra opción. Puso cara de circunstancias y se dispuso
a escuchar atentamente.
—En los últimos quince años los Estados Unidos han creado más masa
monetaria que en toda su historia. ¿Y qué nos hace pensar que el coste de la
deuda se va a mantener bajo eternamente? Recuerda que la deuda solo se puede
devolver mediante tres estrategias: el impago, el retorno gracias al crecimiento
económico, o deteriorando su valor intrínseco mediante la inflación y
devaluación de la moneda. Me temo que los gobernantes, que no tienen un pelo
de tontos, tenderán a lo último ya que el impago, ya sea con una quita parcial o
total, no genera demasiados aplausos y la otra alternativa, la de crecer
incrementando la generación de riqueza del país debiendo asumir un enorme
déficit, no es que sea difícil, es que es casi imposible.
Juan estaba inquieto, volvía una y otra vez sobre sus pasos cual alma
perseguida. Hablar de la devaluación del dinero le recordaba sus viejas luchas
con su moneda, el vellón. Trató de calmarse recordando las palabras de un
maestro, encantador de meteoritos, Adrián Contreras: «Nadie me persigue; a
veces ni yo mismo».
—Parece evidente que la actual crisis financiera global ha sido motivada por
la existencia de demasiada deuda. Sin embargo, ¿cómo valoras que la mayor
parte de los economistas, siguiendo las teorías expansivas de Keynes,
contemplen la emisión de más deuda como la solución ideal, si la deuda nos
vuelve cada vez más frágiles? Se supone que los mismos que nos metieron en
este embrollo, los bancos centrales y los gobiernos socialdemocráticos, son los
que nos tienen que sacar de él y con similares herramientas, y no solo eso, con
los mismos dirigentes y economistas que hundieron el barco. Ningún banquero
ni presidente de banco central ha pedido disculpas. Ellos son responsables del
desastre, pero miran hacia otro lado y dan conferencias con remuneraciones
millonarias. Se atreven incluso a sacar pecho, pavoneándose y publicando libros
con su foto sonriente en la cubierta. Deberían pagar por que los escuchemos y
esconderse para no hacer más daño del que han generado con sus políticas
expansivas megalomaníacas.
El teólogo de la de la escuela de Salamanca, que poseía una energía
envidiable, continuó.
—Los bancos centrales tratarán desesperadamente de generar inflación para
que esta se coma sigilosamente gran parte de la deuda. Es muy difícil imaginar
hasta qué punto las políticas monetarias impuestas por los bancos centrales y los
Estados pueden esquilmar nuestra riqueza personal y condicionar la calidad de
nuestras vidas. Si la población fuera consciente de su nefasta influencia, se
tomaría más en serio la economía y la intervención funesta del Estado en sus
vidas y, seguro, se manifestarían por las calles para solicitar menos Estado. Pero
ya lo dijo Galbraith cuando ironizó sobre el exceso de crédito al consumo a
intereses bajos: «Sería verdaderamente sorprendente que una sociedad que está
dispuesta a gastar miles de millones en convencer a la gente de cuáles son sus
necesidades fracasara a la hora de dar el paso siguiente de financiar esas
necesidades». La solución a todas esas montañas de deuda la apuntó
brillantemente Tommy Tiernan: «Todos los países del mundo deben dinero, pero
¿a quién? ¿A quién le debe dinero todo el mundo en el planeta? ¿Por qué no nos
cargamos a ese cabrón y descansamos todos?».
—¿Cómo pueden crear el dinero de la nada? —preguntó Alicia.
—Los bancos centrales aumentan la oferta de dinero mediante la
flexibilización cuantitativa.
—¿Flexibilización cuantitativa?
—Perdona, es lo mismo que imprimir todo el dinero que te venga en gana.
Se expresó en un tono no muy elegante. No podía evitarlo. Hablar sobre estos
temas le recordaba su estancia en la cárcel por defender el contenido en plata del
vellón.
—Discúlpame —continuó Juan, percatándose de lo impropio de su lenguaje
—. De hecho, actualmente ya no es necesario imprimir los billetes. Se calcula
que el noventa y siete por ciento del dinero circulante es una mera anotación
electrónica en la cuenta de un ordenador. Es decir, que su presencia
materializada en monedas y billetes que podamos tocar es del orden de menos de
un tres por ciento de la oferta monetaria negociada en los Estados Unidos.
—O sea, que ni se molestan en imprimir. Son mucho más inteligentes que los
alemanes, a los que se les acababa la tinta y debían estamparlos por una sola
cara.
—Si hubieran dispuesto de ordenadores habrían actuado de la misma manera,
meras anotaciones en cuenta, no lo dudes. En la república de Weimar, en
Hungría y también en Zimbabue, iban con carretillas cargadas de fajos de
billetes porque el sistema bancario era arcaico. Eso no ocurrió en la inflación
argentina de los años noventa del siglo veinte ni sucederá ahora, dado que la
mayoría de transacciones se realiza por tarjetas de plástico y medios
electrónicos. Pero los resultados, salvo por la ventaja de no tener que acarrear
pesados sacos, serán los mismos: la ruina económica, especialmente de los
ahorradores y acreedores, y la destrucción del valor de la moneda. Ya lo advirtió
Günter Schmölders: «Solo con la inflación un gobierno puede liquidar sus
deudas sin amortizarlas o declarar la guerra y dedicarse a toda una serie de
actividades improductivas a gran escala: los contribuyentes no la reconocen
como un impuesto».
—Naturalmente, y con esas artimañas aumenta el poder de los dirigentes
políticos.
—El dinero es poder, no lo dudes. Lejos de conformarse con emitir dinero,
también los bancos centrales, « sabelotodos » que son, deciden cuál es la
política monetaria más idónea para el bienestar de la economía y de todos sus
ciudadanos.
—¿Incluidos los miembros del Instituto Juan de Mariana?
—¿Estás de broma? No aceptan subvenciones de papá Estado, faltaría más —
añadió acompañando sus palabras con una sonrisa socarrona—. A lo que iba: los
bancos centrales tienen la fea costumbre de monetizar su deuda.
—¿Monetizar la deuda?
—Al proceso de financiación del gasto público mediante la creación de
dinero nuevo se lo denomina monetización de la deuda. Y detrás de tanta
barbarie monetaria subyace el incesante e insaciable gasto público improductivo.
Y peor aún que el gasto público es el gasto político o ideológico. Por ende, para
mantener los tipos de interés artificialmente bajos obligan a las compañías de
seguros, a los bancos y a los fondos de pensiones, entre otros, a comprar deudas
de bajo riesgo. Sí, lo has adivinado: aunque te parezca increíble, para el gobierno
la deuda de menor riesgo es la que imprime él mismo. ¡Tendrán cara dura…! No
hay nadie más objetivo e independiente que el que «recomienda», obligando por
ley, consumir sus propios productos, ¿no te parece? El uso de la inflación y los
bajos rendimientos de bonos para reducir la deuda pública se denomina
«represión financiera» en la jerga económica. Cualquier inversión de riesgo
debería producir mayores rendimientos que la tasa libre de riesgo, que es la de
un bono de corto plazo de los Estados Unidos.
—¿Quieres decir que esos bonos son seguros?
—Ciertamente, se los considera como una inversión segura y, por tanto, esos
bonos de los Estados Unidos cotizan sin prima de riesgo, al igual que la deuda
germánica en la zona euro. ¿Pero realmente son seguros? Lo cierto es que van a
dar retornos reales negativos en el futuro.
—¿Cómo puede ser eso?
—Los intereses ya no tienen recorrido a la baja. En los próximos años solo le
queda el camino al alza. Si tú compras bonos a largo plazo, a medida que suban
los intereses, el valor de los bonos se depreciará tanto más cuanto más suban
esos intereses. Ten presente que nadie querrá adquirir tus bonos que dan un
rendimiento negativo pudiendo suscribir nuevas emisiones de deuda pública que
ofrezcan un cuatro por ciento. Si los quieres vender, tendrás que sacarlos a
mercado con un fuerte descuento en función de los años que les queden a esos
bonos para llegar a vencimiento. Si los intereses suben, cuanto más tiempo
quede para la amortización de tu deuda, mayor será el descuento que deberás
ofrecer para que te la compren. Y ten en cuenta que los tipos reales (descontando
la inflación) negativos actúan como un impuesto sobre el ahorro. Tampoco
descartes no encontrar comprador o tener que proponer un descuento mayor de
lo razonable.
—¿Tipos de interés reales? ¿Puedes explicármelo con un ejemplo?
—Imagínate que tus bonos tienen una rentabilidad del 2 % y que la inflación
es del 3 %. Esa inversión te estará dando una rentabilidad real, negativa, del ‒ 1
%. Pero no queda ahí la pérdida. Debes computar también el pago de impuestos.
Si de ese 2 % tienes que pagar un 25 % a la Agencia Tributaria, tu quebranto
será aún mayor. Representémoslo con cifras:

Inversión: 100 dólares
2 % interés anual: +2
3 % inflación: ‒ 3
25 % de impuestos sobre 2 dólares: ‒ 0,5
Pérdida de poder adquisitivo: ‒ 1,5

—¿De verdad se puede perder con la renta fija?
—Los bonos son renta fija y los cupones son fijos. Si hay inflación, perderás
dinero, y lo harás tanto si esperas al vencimiento de tu renta fija como si tratas
de transferirla en el mercado secundario. Invertir hoy en obligaciones de largo
plazo para obtener unos pírricos intereses me recuerda lo que advirtieron John
Mauldin y Jonathan Tepper: «Los inversores persiguen inversiones con cada vez
más riesgo para obtener pequeños beneficios. Se encuentran recogiendo
moneditas en el trayecto de una apisonadora. Durante un tiempo esto puede
parecer divertido, pero al final se convertirá en algo sumamente desagradable».
—Pero si esperamos a vencimiento —insistió Alicia— cobraremos lo
estipulado por contrato.
—La mayoría de ganancias significativas de las inversiones en bonos no se
produce como consecuencia del cobro de los intereses, sino por el beneficio en
las transacciones de los mismos. En el supuesto de esperar al vencimiento,
suponiendo que no haya una quita o un impago total, recuperarás el capital
invertido, pero por el camino habrás ido cobrando un dinero devaluado que no
compensará la inflación; y considera, además, que tu capital retornado será un
dinero depreciado. Es decir, que perderás dinero, y puede que mucho. Y esas son
las inversiones seguras en las que invierte nuestro fondo de garantía de la hucha
de las pensiones.
—Sí, pero los que compraron bonos a cinco años u obligaciones a diez han
ganado mucho dinero al haber suscrito esa deuda con unos intereses muy
superiores con respecto a los vigentes actualmente.
—Eso es cierto. Pero hasta en esos supuestos afortunados hay que
encomendarse a San Vicente Ferrer, patrón de los economistas.
—¿Y eso?
—No te extrañe. Hay que leer la letra pequeña de los contratos. El tesoro
americano retiró en 2004 una emisión de bonos de unos 4.600 millones emitidos
en 1979 y que vencían, si no recuerdo mal, en 2009, simplemente porque bajo
las condiciones del mercado en esas fechas podían refinanciar ese dinero a unos
intereses mucho más bajos, ahorrándose, de esa forma, más de 500 millones de
dólares en intereses. Aunque esas cláusulas abusivas no suelen aplicarse, la
posibilidad existe. Lo que es cierto es que la contraparte, el inversor, no puede
devolverle anticipadamente la deuda al Estado y debe venderla en el mercado
secundario. De forma habitual, el Estado se reserva por contrato la posibilidad de
amortizarla antes de su vencimiento.
Alicia recordó que el cerebro humano consume, a pesar de representar tan
solo el dos por ciento del peso del cuerpo, un veinte por ciento de la energía total
que gasta el organismo. Juan era una excepción. Su corteza gris absorbía la
totalidad de su glucosa.
—Como he comentado antes, la inflación y el mantenimiento artificialmente
bajo de los tipos de interés de la deuda pública es lo que denominamos represión
financiera, y es un arma letal para los ahorros de los ciudadanos, una
herramienta que entusiasma a nuestros gobernantes. Es una manera muy
elegante de reducir el valor de la deuda que tienen que devolver. El impago no
está bien visto y el aumento de impuestos tampoco es muy popular, aunque
tampoco se puede decir que no recurran, una y otra vez, a esa estratagema.
Recuerda que cuando uno le presta dinero a un deudor que puede dictar o
cambiar las leyes a su antojo, estamos apostando a que ese deudor nos restituirá
la deuda por nuestra cara bonita, y esa es una suposición muy optimista.
—Aunque también deberíamos considerar que actualmente el índice de
precios al consumo (IPC) es muy bajo, no hay inflación.
—Sé dónde quieres ir a parar, pero en relación al IPC hay que recordar que se
han modificado en numerosas ocasiones los parámetros que determinan esa cifra
final, y siempre para conseguir que sea lo más baja posible. No es fácil medir la
inflación y los gobiernos, como es natural, tienen tendencia a llevar el agua a su
molino. La forma de calcular el IPC se adecua a los productos que compra la
gente, y como en ese sentido no hay indicadores fiables ni objetivos, se sabe que
la inflación declarada es inferior a la real. Los cálculos tratan de compensar el
aumento en la calidad y las prestaciones de determinados productos como los
tecnológicos. Si adquirimos un coche o un ordenador al mismo precio que hace
cinco años, pero esos bienes tienen más prestaciones, fruto de los avances
tecnológicos, el índice considera que han bajado de precio. Para que te hagas una
idea de las distorsiones que puede generar ese índice cuando se trata de aplicarlo
al gasto concreto de una familia, ten en cuenta, por ejemplo, que el precio de
compra de la vivienda no tiene cabida en la cuantificación del índice, en cambio
sí influye el precio del alquiler.
Alicia se evadió recordando su visita veraniega al yacimiento de Atapuerca.
¿En cuánto habría aumentado el IPC el bifaz, esa herramienta lítica prehistórica
que tenía filo por los dos lados y que revolucionó el mundo, permitiendo cortar,
perforar y raspar? Bifaz merecería escribirse con mayúsculas porque su inventor
tardó un millón de años en fabricar ese increíble instrumento que transformó la
forma de alimentarse de quienes lo disfrutaron.
—El término «diezmado» del latín decimatio —recordó Alicia, cumpliendo
su promesa y despertando de su ensoñación paleolítica— fue inventado por los
romanos. Implicaba eliminar uno de cada diez soldados y altos mandos si se
sospechaba que, en la batalla, la legión se había comportado cobardemente.
Como puedes imaginarte, con semejante incentivo las tropas romanas eran
temidas, no solo por su disciplina, también por su increíble valentía.
La voz de Juan resonó grave, cual trombón de varas, devolviéndola al cruel
mundo inflacionario.
—Se dice que la riqueza que llegaba a España proveniente del Nuevo Mundo
lo hacía en forma de oro, pero fundamentalmente fue plata. Como consecuencia
de aquellos cargamentos ingentes de metal noble la inflación multiplicó los
precios por seis entre los años 1540 y 1640. Te parecerá poco, pero en los
doscientos años anteriores los precios habían permanecido prácticamente
inmóviles. Una tasa real negativa de interés, descontando la inflación, del dos
por ciento significa que el poder adquisitivo de una moneda cae a la mitad en
treinta y seis años. Acuérdate de la regla del 72.
Alicia calculó mentalmente: 72:2 = 36.
—Sorprendente.
—La realidad supera a la ficción. Si quisiéramos plantear un escenario en el
que los dirigentes políticos pudieran intervenir más torpemente que en sus
actuaciones pasadas, te garantizo que necesitaríamos mucha imaginación. La
gran crisis del 2008 (de deuda, inmobiliaria y financiera) fue magnificada por la
excesiva intervención de los estados y de los bancos centrales, y no por la
desregulación. Un capitalismo auténtico, de libre mercado, no lo haría peor, es
imposible. Nuestros gobiernos lo saben. No ignoran que las previsiones son
inútiles y que los economistas no pueden adivinar el futuro. Como apuntó
Lawrence J. Peter: «Un economista es un experto que mañana sabrá explicar por
qué las cosas que predijo ayer no han sucedido hoy». Y lo más grave no es que
los entendidos economistas se equivoquen; lo peor es que confían muchísimo en
sus previsiones erróneas y que los gobiernos aplican sus medidas ineficaces y
perjudiciales de acuerdo con esos informes. Ya nos lo recordó Ray Dalio: «El
que vive de la bola de cristal comerá vidrios rotos».
—¡Vaya con los expertos!
—Los expertos necesitan justificar su sueldo y camuflan su ineficacia bajo un
manto de complejidad. Al respecto, el genial Charlie Munger dijo: «Durante
décadas nadie nos copiaba. Pensaban que nuestro modelo era demasiado simple.
La mayoría de la gente cree que no puedes ser un experto en algo si lo que haces
es simple (aunque esa simplicidad sea el resultado de un largo y arduo trabajo).
Prácticamente, lo único que hacemos Warren y yo es leer y pensar sin levantar el
culo de la silla».
—Pero nuestros abuelos vivían peor que nuestros padres y cada nueva
generación ha ido disfrutando de más calidad de vida.
—Sí, pero recuerda que esa calidad de vida se ha alcanzado luchando contra
los burócratas y los «expertos», y no como consecuencia de la intervención
estatal. Afortunadamente el ser humano es emprendedor, es innovador, es
trabajador por naturaleza, y lo es a pesar de las zancadillas que sus gobernantes
le ponen en forma de coacción, de incremento de impuestos, de engaños
continuos y de violación de las reglas del juego. No obstante, no debemos
sucumbir al desánimo. Como afirmaba Margaret Mead: «Nunca dudes de que un
pequeño grupo de ciudadanos reflexivos y comprometidos pueden cambiar el
mundo; de hecho, es lo único que lo ha logrado».
«¡Impuestos! ¡Impuestos! Paguen ustedes sus impuestos», interrumpió una
voz lejana.
—Gladstone, el ministro de hacienda británico, harto ya de las explicaciones
técnicas que le estaba dando Michael Faraday, le preguntó sobre cuál era la
utilidad práctica de la energía eléctrica. La respuesta del físico nos viene como
anillo al dedo: «Señor, algún día podrá usted gravarla con impuestos».
Apareció una enorme sonrisa en el semblante de Alicia.
—Para Hayek y la escuela austríaca de economía, el mantenimiento
artificialmente bajo de los intereses hace que los empresarios emprendan
proyectos que no serían rentables a unos tipos más altos, y esas inversiones
fallidas distorsionan la economía.
—Ya se acerca la campaña de la declaración de la renta —recordó Alicia.
—Hay quien prefiere pagar mucho porque eso implica que ha tenido pingües
beneficios. Es cierto, pero habría que divulgar algunos ardides estatales
amparados por la ley y desconocidos para la mayoría de los ciudadanos. Esas
artimañas se han diseñado para recaudar más impuestos de forma legal, pero, a
la vez, subliminal.
—¡Venga, venga! ¡Cuéntame!
—Supongamos que una acción de una compañía que compraste en 1990 la
vendes treinta años más tarde por diez veces su valor inicial. Lógicamente
deberás ingresar en las arcas de la Hacienda Pública un enorme monto de
impuestos. Pero es posible, y eso no hay que olvidarlo, que el capital obtenido en
tu venta (teniendo en cuenta la inflación real) tenga menor capacidad de compra
que en 1990. En términos reales no habrás ganado nada y, en cambio, pagarás
elevados gravámenes por esa operación aparentemente exitosa. Así que, en el
supuesto de que no hayas cobrado dividendos por el camino, habrás perdido
dinero con tu «magnífica» inversión.
—Dividendos por los que también deberemos pagar impuestos —añadió
Alicia.
—Otra consideración que tener en cuenta es el bracket creep o paso
progresivo a tramos tributarios mayores. La mayoría de gobiernos
socialdemócratas establece unos tramos tributarios con escalas de gravamen
progresivas. Si no se actualizan anualmente, en función de la inflación real, con
el paso de los años, hasta los sueldos más bajos tributarán a escalas porcentuales
muy superiores a lo que les correspondería según el poder adquisitivo real de
esos salarios. No son más ricos, pero pagan como si efectivamente lo fueran.
—¿Es que el Estado opresor, despótico e intervencionista no duerme nunca?
¡Podría irse de vacaciones por una temporada larga y dejarnos tranquilos! —
protestó Alicia.
—Haces bien en expresar tu disconformidad. Como decía Nietzsche: «La
palabra más soez y la carta más grosera son mejores, son más educadas que el
silencio». Para papá Estado tú siempre serás una niña incapaz de tener un criterio
propio racional y tratará de dirigirte condicionando tus decisiones financieras y,
no tengas el menor atisbo de dudas, siempre «velará por tus intereses». Para ello
no dudará en ser coactivo y confiscatorio. Aunque las convicciones deben
revisarse continuamente y son peligrosas enemigas de la verdad, ningún precio
es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo.
—¡Vaya ánimos! —exclamó Alicia adivinando el tono irónico de algunas de
las expresiones de Juan.
—En un mundo de represión financiera dirigido por nuestros Estados tienes la
opción de quedarte con el efectivo, que se devaluará con seguridad en los
próximos años, o tratar de invertir en buenas empresas, comprarlas a buenos
precios y acompañarlas en su crecimiento. Esa es, posiblemente, tu mejor
defensa, pero ten presente que ¡deberás pagar impuestos! —afirmó Juan,
luciendo una maliciosa sonrisa.
—Y ya que hemos de contribuir a la hacienda pública, evitemos la represión
financiera tratando de invertir en buenas empresas que puedan revalorizarse en
períodos inflacionarios —recapituló Alicia—. Como dijo Jean Baptiste Colbert:
«El arte de los impuestos consiste en desplumar al ganso de forma tal que se
obtenga la mayor cantidad de plumas con el menor ruido».
Nuestra pareja no salía de su asombro ante el texto impreso en la camiseta de
uno de los vigilantes de la sala.
—Como dijo Milton Friedman: «La inflación es un impuesto sin legislación»
—remató Juan dictando el texto de otra camisa.
—Adivino, y corrígeme si me equivoco, que no eres muy partidario de
invertir en bonos.
—Los bonos son renta fija, y renta fija significa que vas a recibir un cupón
periódicamente, pero por una cantidad determinada e invariable. Si durante la
vigencia de tu bono hay una inflación creciente, tal como te he explicado, puedes
perder mucho dinero como consecuencia del quebranto de tu capacidad
adquisitiva. No obstante, si piensas que la alternativa fácil en un contexto
hiperinflacionario es la inversión en renta variable, considera que no es del todo
cierto, ya que las empresas no pueden trasladar totalmente el coste inflacionario
incrementando el precio de sus productos en una cuantía similar. Con esa
salvedad, lo ideal es adquirir acciones de empresas con un profundo foso
defensivo, capaces de fijar los precios y que no requieran de altos costes para
conservar su negocio.
—Es decir, bajo esa premisa descartamos las mineras de oro, las cuales
precisan, obviamente, de mucha inversión para mantener sus infraestructuras.
Juan se sonrojó y, malévolamente, soltó esa idea de Mark Twain de que una
mina es un agujero en el suelo con un mentiroso de pie junto a él.
—Las empresas de servicios públicos y las de materias primas tienen un
mejor comportamiento bursátil en entornos inflacionarios, pero no creo que
Buffett incluyera a las mineras en su lista de preferidas. A largo plazo, la
inversión en materias primas es poco rentable, ya que su precio está al arbitrio de
la demanda. En cualquier caso, no podemos obviar la evidencia de que, como
bienes reales que son, mantienen bien su valor. Apostar por ellas, a muchos años
vista, es desafiar al ingenio humano y cuestionar su capacidad de extraerlas y
procesarlas a un menor coste, debido al progreso tecnológico. Las materias
primas per se no generan riqueza y simplemente las estamos adquiriendo con la
esperanza de que en el futuro alguien pague más por esos activos. La inversión
en commodities es altamente especulativa, aunque, como es obvio, si se
adquieren en la parte baja del ciclo el crecimiento demográfico y el aumento del
consumo en los países emergentes pueden hacer que nuestra inversión en ellas
sea muy rentable en el corto plazo.
Salieron al jardín. Rodearon el lago. La contemplación del vergel urbano
calmó sus ánimos. Allí vivían sus amigos los árboles: los cipreses de los
pantanos, el árbol del cielo, el pino canario, la eritrina con sus flores coralinas
que imitan la cabeza de un pelícano, los parasoles de la China, el falso
pimentero, el centenario drago canario…
—Si realmente amas a los árboles, recuerda que todos ellos tienen nombre.
Cuando veas uno que te resulte extraño, no descanses hasta que puedas dirigirte
a él por su designación, ya sea científica o popular. No te contentes únicamente
con discernir y concluir que es un árbol, eso lo sabe hasta un párvulo. Merece oír
su nombre de tus labios. Este es mi favorito. Lo tuve entre mis dedos en forma
de semilla, lo vi nacer. Hoy, ese amigo australiano me sobrepasa en estatura.
Dentro de ocho años me obsequiará con sus rutilantes flores rojas. ¿Su nombre?
Es un braquiquito acerifolia, el árbol del fuego.
Algo más relajado, ya con las pilas cargadas, Juan prosiguió.
—El verde del jardín me ha recordado la campiña inglesa. ¿Sabes quién fue
Edward Jenner?
—Uno de los gigantes de Dale Carnegie. Un médico rural inglés que aplicó,
con metodología científica, y con éxito, la vacuna contra la viruela en 1796.
—¿Has oído hablar de la gesta de Francisco Javier Balmis? Médico militar
alicantino, partió de La Coruña en 1803 en la que fue considerada la primera
expedición médica de la historia, La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna
contra la Viruela, para transportar el remedio contra un virus que mataba a
400.000 europeos cada año. Logró mantener vivo el variola virus usando como
portadores a veintidós niños huérfanos. La odisea fue financiada por el rey
Carlos IV con la intención de transferir, inmediatamente, ese avance científico a
todos los territorios del imperio español. Durante más de dos años vacunó a
centenares de miles de niños, salvando millones de vidas. Inoculó también en
colonias portuguesas y en China. Dio la vuelta al mundo y a su regreso incluso
inmunizó a todos los niños de la Isla de Santa Elena, posesión inglesa (nación
con la que estaba en guerra España) del Atlántico Sur. Ningún otro país del
mundo se preocupó de llevar ese tratamiento a los habitantes de todos sus
dominios. El propio Jenner, que apenas pudo vacunar a los chiquillos del
vecindario en el condado de Gloucestershire y que no obtuvo ninguna ayuda de
su país, afirmó: «No puedo imaginar que en los anales de la historia se
proporcione un ejemplo de filantropía más noble y más amplio que este».
—Estarás orgulloso de tu país —concluyó Alicia.
—A estas alturas de nuestro encuentro, si alguien se ha extrañado,
sobrecogido o escandalizado por algo de lo que hemos comentado, ese alguien
es, ahora, algo más sabio. Como defendía Platón: «El asombro es la disposición
primera del conocimiento en un doble sentido: antecede al deseo de
conocimiento y también lo posibilita». De todas formas, ambos nos hemos
sorprendido ya por tantos hechos e ideas que nuestra amistad será indestructible
y nuestra sabiduría alcanzará hasta donde seamos capaces de asombrarnos en el
futuro.
—Como en la entrañable canción que Sarah Brightman y José Carreras
cantaron en las olimpiadas de Barcelona: «Amigos para siempre. Friends for
life. Amics per sempre» —recordó Alicia.
—Me queda poco tiempo y quiero hablarte de tantas cosas, discúlpame si me
extravío en otros temas. Todos hemos evolucionado a partir de los monos, pero,
al parecer, determinados colectivos vienen de simios mucho más inteligentes que
los demás. Hemos nacido en diferentes países, pero nuestras mentes son libres y
somos capaces de entender a George Orwell cuando asevera que el nacionalista
no solo no reprueba las atrocidades cometidas por su propio bando, sino que
tiene una notable capacidad para no oír ni siquiera hablar de ellas. Y es que,
como escribió James Joyce: «Cuando el alma de un hombre nace en un país, se
encuentra con unas redes arrojadas para retenerla, para impedirle la huida. Me
estás hablando de nacionalidad, de lengua, de religión. Estas son las redes de las
que he de procurar escaparme».
—Ojalá pudiera enunciar mis ideas de esa forma tan exquisita y sucinta —
enfatizó Alicia.
—No te avergüences. Es lícito aprovecharse de las sabias palabras de otros
pensadores. La humanidad camina a hombros de otros gigantes que nos
antecedieron. La clave para tu éxito personal es que aciertes en la elección de tus
gigantes. Si no eres capaz de exponer tus ideas mejor y con menos vocablos, es
prudente, y mucho más sensato, transcribir textualmente ese conocimiento.
También las palabras de Leo Calvin son atinadas: «Los extremistas creen que
comunicación es estar de acuerdo con ellos». No se puede razonar con los
fanáticos. Alegan motivos emocionales. Es un sentimiento. No hay razones ni
hechos que puedan convencer a alguien que se cree superior. Como nos recordó
Douglass North: «Las ideologías son materias de fe antes que de razón, y
subsisten pese a las abrumadoras pruebas de lo contrario».
—Quizá sea más fácil vivir en el mundo feliz que describió Aldous Huxley.
Tal vez deberíamos dejar que los políticos decidan qué debemos pensar y cómo
debemos obrar. La píldora azul de Matrix nos ciega, pero nos hace felices —
continuó Alicia.
—En su novela 1984 George Orwell nos previno contra el omnipresente Gran
Hermano. Quizá no fue tan descabellada su idea de la existencia de la policía del
pensamiento. El contacto que tuvo con los métodos comunistas, que inspiraron
su novela, ocurrió en un viaje. Te dejo como tarea que averigües en qué año, a
qué país viajó y qué horrores vio Orwell. Te daré una pista. En relación con la
reescritura y reinterpretación de la historia, Orwell ya lo advertía en su ensayo
titulado Mi guerra civil española: «A todos los efectos prácticos, la mentira se
habrá convertido en verdad (…). Un mundo de pesadilla en el que el jefe, o la
camarilla gobernante, controla no solo el futuro sino también el pasado».
—Esos mundos son aterradores —concluyó Alicia.
—Es del todo imposible examinar y descifrar, en todo momento y por uno
mismo, los documentos históricos originales. De ahí la importancia de preservar
la unidad de todos los archivos y bibliotecas. Pero, en esencia, la historia que
leemos, vigente y aceptada en nuestros días, y que nos han pregonado en las
últimas centurias, es la escrita por la ilustración francesa y por los países
protestantes. Por eso los trabajos de historiadores independientes, como los de
María Elvira Roca, recogidos en su monumental libro Imperiofobia y leyenda
negra, son tan importantes.
El ínclito fraile asoció ideas. Pocos barceloneses saben que el dedo con el que
apunta Cristóbal Colón está orientado hacia la Estatua de la Libertad, en Nueva
York. Ambos se casaron, en 1988, en un matrimonio legal que se hizo oficial en
el estado de Nevada.
—Centrémonos de nuevo en la economía. No sería justo arrinconar las
palabras de Ludwing Heinrich Edler von Mises, un gigante liberal: «Toda la
oratoria de los promotores del gobierno omnipotente no puede anular el hecho de
que hay un solo sistema que resulta en una paz duradera: una economía de libre
mercado. El control gubernamental conduce al nacionalismo y, por tanto,
produce conflictos».
—Mi padre tiene en un espacio destacado de su librería su obra magna, La
acción humana. Algún día leeré ese libro.
—Mises te volverá más escéptica e independiente. El Estado puede expropiar
tus propiedades, encarcelarte y someterte a muchas tropelías, pero mientras tu
mente permanezca lúcida y racional, tu pensamiento será libre.
—Sé que las locuciones y formaciones gramaticales que emplea Mises son
complejas. Usa un lenguaje muy elaborado y culto.
—Leer con un diccionario en la mano no es una deshonra. Seamos
cuidadosos con el empleo de los vocablos. Expresiones como «memoria
histórica» son contradictorias, porque la historia es la que es, los hechos son
objetivos y la memoria es del todo subjetiva, y cuando tratan de imponernos
«su» memoria, la memoria masticada, adulterada, digerida y tergiversada por los
Estados, nuestra libertad de pensamiento y de elección peligra.
—En base a esa memoria histórica están retirando las estatuas de Cristóbal
Colón en muchos Estados. ¿Es cierta la leyenda negra que nos cuentan sobre la
colonización de España en Sudamérica? —preguntó Alicia.
—Tengo que matizar y corregir tu pregunta. Ampliemos más el área
geográfica. La mitad del territorio estadounidense actual fue de dominio español.
Thomas Jefferson, padre fundador de los Estados Unidos, lo sabía y nos lo
recordó: «La historia de Estados Unidos se escribe en español». El real de a
ocho, o dólar español, era una moneda de plata con una pureza del noventa y tres
por ciento acuñada en España desde 1497. Ese real español fue durante casi
cuatro siglos la moneda dominante y de referencia para el comercio mundial.
Permaneció como moneda de curso legal en los Estados Unidos nada menos que
hasta el año 1857.
—Tengo entendido que el símbolo del dólar es de origen español.
—Efectivamente. Las dos columnas del escudo de España, que aluden a las
de Hércules, están rodeadas por una cinta en forma de ese con la expresión plus
ultra. Para responder a tu pregunta sobre la retirada de los símbolos del
almirante, me apoyaré en las palabras de María Elvira Roca: «El imperio se
distingue del colonialismo y otras formas de expansión territorial porque avanza
replicándose a sí mismo e integrando territorios y poblaciones». Ni en la época
de los Reyes Católicos ni en la de los Habsburgo se habló de las Indias como
colonias. Eran territorios de ultramar: los Reinos de Indias. En América los
súbditos de la Corona tenían incluso más protección y privilegios, pagando
menos impuestos, que los propios ciudadanos de la península ibérica. Más de mil
doscientos hospitales públicos…
—¿Y la educación? —interrumpió Alicia.
—Los españoles concibieron en el Nuevo Mundo un sistema educativo
diseñado para la población autóctona. Abrieron veintiséis universidades, que
tenían cátedras de lenguas indígenas, y diecisiete colegios mayores. En el siglo
XVI España fundó diecinueve universidades, seis de ellas en América. En
Europa, en ese siglo, entre todos los demás países fundaron quince
universidades, pero ni una sola fue construida en el Nuevo Mundo por el resto de
potencias europeas que tuvieron territorios en América. Portugal no inauguró ni
una en Brasil. Se publicaron la mayoría de libros en esos idiomas vernáculos. La
Corona nunca impuso nada extraño e inferior que desprotegiera a las personas de
esas tierras del Nuevo Mundo en comparación a lo que regía en la península. Los
indígenas americanos se graduaban en dichas universidades. Como afirmó el
historiador y periodista norteamericano, Charles F. Lummis: «La razón de que
no hayamos hecho justicia a los exploradores españoles es, sencillamente, que
hemos sido mal informados. Su historia no tiene paralelo… Amamos la valentía,
y la exploración de las Américas por los españoles fue la más grande, la más
larga, la más maravillosa serie de valientes proezas que registra la historia». Si
se quiere mantener un imperio, como sabían bien los españoles, los nativos
deben ser bien tratados, de lo contrario el Imperio Español no habría sobrevivido
cientos de años. Nadie soporta durante mucho tiempo, sin rebelarse, una
opresión como la que intentan vendernos que sufrieron.
—Ya me extrañaba que Hernán Cortés con un puñado de hombres, unos
quinientos, hubiera podido conquistar una civilización como la azteca. Méjico
era muy grande y poderoso, con quince millones de habitantes —recordó Alicia.
—Teniendo en cuenta los sistemáticos sacrificios humanos con que sometían
a la población de toda la América precolombina, entregando a los dioses, como
ofrenda, sus corazones palpitantes, no es de extrañar que, para los indígenas, la
llegada de los españoles fuera una liberación. Solo en territorio azteca se
ejecutaban entre veinte y treinta mil personas anualmente.
—¿Es también falsa esa imagen idílica, bucólica, paradisíaca, de los indios
recogiendo flores y frutos silvestres, y viviendo en plena armonía con la
naturaleza?
—Las tribus precolombinas sobrevivían en un estado de guerra continuo.
Eran antropófagas. Se comían al enemigo en banquetes y rituales.
Alicia no salía de su asombro permanente. Una sorpresa tras otra.
—Los territorios adscritos a la Corona de Castilla y de Aragón siguieron el
modelo defendido por fray Nicolás de Ovando, basado en tres palabras: ciudad,
camino, hospital. Se incentivó el mestizaje, se eligieron democráticamente los
alcaldes, y los funcionarios públicos eran investidos por méritos, debiendo rendir
cuentas ante un tribunal de sus actos y de su patrimonio tras abandonar sus
cargos.
Juan hizo un supremo y último esfuerzo, titánico, por concluir su revelador y
ecléctico discurso.
—Felipe II se adelantó tres siglos a los sindicalistas liberados e instauró la
jornada de ocho horas para los trabajadores. Me extraña que, obviando ese
avance laboral, no se hayan difundido noticias sobre la «explotación» de los
obreros que construyeron el monasterio de San Lorenzo del Escorial. Veamos
qué dice la Ley VI de la Ordenanza de Instrucción de 1593, en su capítulo 9:

Ley VI. Que los Obreros trabajen ocho horas cada día repartidas
como convenga.
Todos los Obreros trabajarán ocho horas cada día, quatro á la
mañana, y quatro á la tarde en las fortificaciones y fábricas, que se
hicieren, repartidas á los tiempos mas convenientes para librarse
del rigor del Sol, mas ó menos lo que á los Ingenieros pareciere,
de forma que no faltando un punto de lo posible, también se
atienda á procurar su salud y conservación.

—Esa normativa está recogida en la Leyes de los Reinos de las Indias, y de
ordenanzas como esa se beneficiaron también los trabajadores autóctonos
americanos, que cobraban un sueldo digno. ¿No te parece extraño que tras
centenares de años de «explotación y de exterminio» de los indígenas por parte
de los imperialistas españoles los nativos continúen en nuestros días siendo una
población mayoritaria y conserven sus lenguas vernáculas y sus costumbres
ancestrales? Si miramos hacia otros territorios (esta vez sí, colonizados por
anglosajones) como Australia o Norteamérica, la población autóctona
sobreviviente no es tan numerosa, por no decir que es prácticamente residual.
Desgraciadamente, a esas tierras no llegaron héroes como fray Junípero Serra.
Los españoles alcanzaron California a principios de siglo XVI. Convivieron con
las tribus indígenas y fundaron más de veinte misiones. Los indios
norteamericanos también estaban amparados por las Leyes de Indias. Jerónimo,
el jefe apache, estaba bautizado y hablaba español, al igual que su padre.
—¡Mentirosos! En las películas del oeste americano nos han contado que los
indios no habían tenido nunca contacto con el hombre blanco. Y ahora resulta
que los apaches chiricahuas conversaban en español. ¿Me he perdido algo? —
exclamó Alicia.
—Pues no sé. Tal vez deberías preguntarte también: ¿De dónde salieron los
caballos que montaban los indios?
—No había caballos en América. Llegaron al Nuevo Mundo en el segundo
viaje de Colón —aseveró Alicia.
—Cuando a raíz de la guerra entre Méjico y los Estados Unidos se firmó el
tratado de Guadalupe-Hidalgo, en 1848, los nuevos dueños de esos territorios,
los yanquis, exhortaron a las tribus autóctonas a abandonar su territorio. Ya,
previamente, tras la retirada de España de esas tierras, los indios se enfrentaron a
los mejicanos en guerras sangrientas. Pero conviene tener presente que los indios
siempre convivieron pacíficamente con los españoles. Ante la negativa de los
indios a retirarse de su territorio, entre 1850 y 1880, en apenas treinta años, el
hombre blanco protestante de lengua inglesa exterminó la práctica totalidad de
las poblaciones indígenas. En el contexto actual, en el que lo aborigen parece
recobrar su importancia política, hay que buscar otro culpable de esa barbarie, y
qué mejor malhechor que otro hombre blanco, pero esta vez de habla hispana y
católico. ¿Cómo se puede tergiversar tanto la historia hasta tratar de hacernos
creer que los indios fueron exterminados por los propios españoles a decenas de
miles de kilómetros de distancia? ¿Nos toman por idiotas?
—Desde luego, los arcabuceros hispanos tenían muy buena puntería. Eso es
innegable —dedujo Alicia.
—En algunos colegios de California los niños de educación primaria celebran
el día de la Hispanidad disfrazándose de monjes franciscanos y de indios. Como
no podía ser de otra forma, los niños-monjes azotan, humillan y obligan a
trabajar a los niños-indios. Y, sin embargo, obviando, falseando, manipulando y
eludiendo la historia, nosotros somos los malos. «Y a eso lo llaman genocidio. Y
a eso lo llaman memoria».
Dados y dardos

«Es fascinante cuánta ventaja a largo plazo
hemos conseguido intentando de manera consciente
no ser estúpidos, en lugar de intentar
ser muy inteligentes»

Charlie Munger (1924)
Filántropo, abogado y
vicepresidente de Berkshire Hathaway.

A nduvo un largo y tedioso trecho por un anfractuoso pasadizo sin


aparentes salidas que parecía interminable, cuando por fin
vislumbró una puerta de la que provenían extraños sonidos. No había otra
alternativa, tenía que salir de allí cuanto antes. Se armó de valor y empujó la
cancela, pero no se movió un ápice. Tras varios intentos y cuando ya estaba
dispuesta a desistir, vio un papel en el suelo con unas palabras repletas de faltas
gramaticales y ortográficas que, sin duda, habrían merecido un cero por parte de
su profesora. Trató en un primer momento de ir descifrando su significado, pero
con este método avanzaba muy lentamente. Pocos segundos después comprobó,
admirada de las capacidades de su cerebro, que, si perdía el miedo y se lanzaba a
leer el texto rápidamente, de un tirón, no tenía dificultad alguna en averiguar el
significado del anagrama:

«Si no eers cpaaz de dceisfarr etse mnejsae no mreeecs etnrar en la slaa de los
moons. Lee en voz atla el txteo y pdoras desucbirr uno de nouesrts socetres
meojr gaurodads, preo ten mhuco cduidao con los ddoars, los chmiacepns son
boneus ivresrones preo tenein muy mlaa pnuetira».

Descubrió que lo crucial para entender el texto era que la primera y la última
letra de cada palabra estuvieran en su sitio. Paradójicamente, el orden del resto
no importaba. Orgullosa de su logro, leyó el mensaje en voz alta. Empujó la
puerta y esta se entreabrió lentamente. En el interior había un grupo de unos
ocho chimpancés que lanzaban diestramente unos dardos contra una pared de
corcho. Le costó saber el número exacto de monos, pues se movían a tal
velocidad que parecían más. Finalmente contó seis. En el panel de corcho
estaban anotados los nombres de miles de empresas de todo el mundo. Con la
misma diligencia con la que los dardos eran lanzados, dos señores, como ya era
habitual (muy elegantemente vestidos), anotaban las compañías que quedaban
ensartadas.
—¿Qué hacen esos chimpancés? —preguntó con voz excesivamente alta.
Todos, incluidos los primates, se quedaron inmóviles unos instantes,
sorprendidos ante la intempestiva e inoportuna presencia de una extraña, pero los
monos apenas se inmutaron unos pocos segundos y continuaron con sus
obstinados lanzamientos.
—¡Qué susto me has dado! Niña, no me distraigas, tengo que anotar no tan
solo las empresas acertadas, sino el orden de los aciertos y el color del dardo.
—Pero… ¿qué tontería es ésta? —protestó Alicia.
—Estos simios amaestrados pertenecen a una importante compañía gestora de
fondos. Cuando ensartan una acción con el dardo rojo, se vende; en cambio, si el
dardo es verde, se compra; y el orden de los aciertos determina qué compañías se
compran o venden en primer lugar.
—Usted está bromeando; quiere hacerme creer que estos chimpancés, por
muy listos que sean, determinan, con sus lanzamientos, la futura rentabilidad de
un importante fondo de inversión.
—No de uno, de muchos —dijo sin parar de hacer anotaciones—. Esto es
absurdo, debo de estar soñando.
Sonó una sirena y los macacos soltaron los dardos. Entró una azafata con una
bandeja repleta de frutas frescas. Era evidente que los empleados de esa gestora
de fondos eran tratados a cuerpo de rey.
—¿Cómo te llamas? —preguntó con un tono más conciliador el anotador de
aciertos.
—Alicia.
—¡Qué nombre más bonito! La empresa para la que trabajo —continuó algo
más calmado— tenía en plantilla más de cincuenta analistas bursátiles que
manejaban más de doscientos ordenadores conectados en tiempo real con todas
las bolsas del mundo. Trabajaban más de diez horas diarias analizando cifras,
curvas, gráficos, y evaluando miles de noticias cada hora. Cuanta más
información recibían, más decisiones tomaban, y cuanto más compraban y
vendían en su afán de ganar más, más perdía el fondo. Un día se me encendió la
lucecita. ¡Sí! Yo soy el principal responsable de este desaguisado. Leí que el
ochenta por ciento de los fondos no superan la rentabilidad media del mercado.
Como la media de acertar en una decisión es, por probabilidades, del cincuenta
por ciento, pensé que el azar nos daría más beneficios que el análisis de los
profesionales, y qué mejor azar que una pandilla de monos lanzando dardos.
Empezó a creer que ese hombre hablaba en serio.
—Los reunimos una vez al año y, créeme, nuestros resultados han mejorado.
Como hacemos pocos movimientos en nuestra cartera de acciones, los costes se
han reducido.
—Y los monos cobrarán poco —se atrevió a decir, acompañando sus palabras
con una sonrisa burlona.
—Por primera vez en muchos años nuestras rentabilidades están algo por
encima del índice de referencia —continuó con tono serio—, y tenemos más
suscripciones que nunca. Si vienes mañana podrás observar lo diestros que son
nuestros monos con los dados. En función del número y del color del dado
decidimos cuántas acciones compramos o vendemos, lo tenemos todo bien
estudiado.
Un simio que ya había saciado su hambre se sintió atraído por el largo cabello
castaño de Alicia y le estaba propinando unos estirones un tanto molestos.
—No te asustes, son inofensivos —le dijo el pertinaz anotador.
Alicia cogió un dardo verde y lo proyectó con fuerza; el señor no
desaprovechó el lanzamiento y apuntó en su libreta: comprar Iberdrola…
La sala de ordenadores

«Octubre es uno de los meses particularmente peligrosos
para especular en bolsa. Los otros meses peligrosos son
julio, enero, septiembre, abril, noviembre, mayo,
marzo, junio, diciembre, agosto y febrero».

Mark Twain (1835-1910)
Prolífico escritor estadounidense.

A penas estaba repuesta de su aventura en la sala de los monos. Tenía


algo de hambre, así que decidió proseguir su camino. Quizá con un
poco de suerte se encontraría con sus amigos. En el dintel de una puerta leyó un
anuncio: «Sala de análisis técnico». Sintió curiosidad y la abrió más lentamente
de lo que en ella era habitual, en prevención de que pudiera ser usada como una
improvisada diana para monos. No había simios, solo ordenadores, cientos de
ellos, centelleando al unísono y dibujando amenazantes gráficos de formas
extrañas. Se detuvo tras un analista que iba trazando perfectas líneas en la
pantalla. Marcaba un punto y al margen anotaba: soporte: 5… stop loss: 6,1…
resistencia: 6,9.
—¿Para qué sirven tantas líneas y figuras? —preguntó tímidamente,
anticipando una respuesta poco amistosa.
—¿Cómo que para qué sirven? —respondió con un exabrupto su interlocutor.
Sin esos gráficos estaríamos perdidos, son nuestra guía, nos basamos en ellos
para predecir si una acción va a subir o a bajar en el corto plazo, y,
consecuentemente si hay que comprar o vender.
El « chartista » bebió un poco de agua, necesitaba coger fuerzas para
continuar sus explicaciones técnicas.
—Fíjate, es muy sencillo. Estoy vigilando de cerca esta acción: está en
tendencia descendente, cotiza a 8,5 y tiene el soporte en 8,1—con un rápido
movimiento del ratón trazó una línea horizontal—. Si sube rompiendo la
resistencia de 10 —remarcó, trazando otra línea—, es momento de comprar.
No lo veía del todo claro. Se acordó de Warren y se atrevió a replicar.
—Pero… ¿no es mejor comprar a 8,5 que a 10? Siempre será más barato.
—¿Cómo puedes ser tan inocente? ¿No comprendes que por encima de 10
está en fase alcista y a niveles de 8,5 la curva es claramente bajista? La tendencia
es tu amiga, ella te guía, y siempre hay que seguirla.
«Sí, es tu amiga hasta que decide cambiar y llevarte la contraria», pensó
Alicia, sin atreverse a decir nada.
—Si compras a 10 lo más probable es que suba y suba hasta que llegue a otra
resistencia —aseguró el técnico dibujando una línea horizontal sobre los 12.
—¿Y cómo sé que una vez haya subido hasta 12 no volverá a caer hasta los
8,5 o más abajo? —protestó Alicia.
—Todo está previsto. Ponemos un stop loss en 9,8 y, si desciende hasta ese
nivel, vendemos para evitar mayores pérdidas.
Alicia alucinaba. ¡Qué perspicacia! ¡Qué clarividencia! ¡Qué táctica! ¡Qué
pericia!… Comprar a 10 para vender a 9,8. Parecía un cuento chino, era un
auténtico sinsentido. Estaba envalentonada, iba a replicar de nuevo, pero se
contuvo haciendo caso al dicho de que nunca hay una discusión si una de las dos
partes no quiere. De repente, el « chartista » se quedó inmóvil, como
petrificado, y focalizó toda su atención en una de las pantallas.
—Fíjate —le dijo entusiasmado—, las cotizaciones han dibujado una perfecta
figura de bandera. Tenemos que comprar inmediatamente. La acción de la que
hablábamos se puede disparar al alza en cualquier momento.
Se dirigía a ella como si hablaran el mismo idioma, pero Alicia se fiaba más
de los monos; por lo menos, le caían más simpáticos.
Con un clic de ratón dio la orden de compra: diez mil acciones a 10,2.
—Lástima, si hubiera negociado un minuto antes las habría pagado a 10. Ya
intuía que iban a subir como la espuma —ratificó un tanto compungido.
El analista técnico parecía estar en trance, se olvidó de la presencia de la niña,
permaneció un buen rato mirando fijamente la pantalla y, de repente, su rostro se
tornó iracundo. El gráfico se había dado la vuelta, la acción empezó a caer y se
situó en un abrir y cerrar de ojos en 9,5.
—El stop loss nos ha salvado —dijo con semblante circunspecto—, hemos
vendido a 9,8. Se veía venir. ¿Qué diablos me ha pasado? Me he apresurado,
debería haber esperado a comprar a los 12,1, entonces no se habría hundido la
cotización.
Se alejó sigilosamente mientras oía los improperios del diplomado en
gráficos, que maldecía con acritud su mala suerte.
«Sí, definitivamente prefiero los monos», pensó divertida. «Iré al hotel, quizá
encuentre allí a Warren».

El escalador de libros

«Me he dado cuenta de que cuando baja el mercado
y compras de manera sabia, en el futuro te alegrarás.
No llegarás a ese punto al leer
“¡Ahora es el momento de comprar!”».

Peter Lynch (1944)
Gestor del Magellan Investment Fund.

A llí estaba Warren, en el vestíbulo del hotel, con su traje caro que le
sentaba como si fuera barato. Tenía que hacer una visita de
negocios y la invitó a acompañarlo.
—¿Cómo te ha ido con el « chartista » ? —preguntó Warren.
—¿Con quién?
—Con el analista técnico, ¿no vienes de la sala de los ordenadores?
—¡Ah, sí!, y también he visitado la de los monos.
Como de costumbre, Warren inició los comentarios sin esperar más
aclaraciones.
—El stop loss solo debería ser usado por los especuladores de corto plazo, es
una protección contra la ignorancia; si tu inversión es buena, evita su uso, elude
cortar las pérdidas y compra más.
—¿Cómo has adivinado que me ha hablado del stop loss?
Warren no pudo evitar una amplia, prolongada e indiscreta carcajada.
—En febrero de 2006 Marshall y Cahan publicaron un estudio titulado:
«¿Aporta valor el análisis técnico intradía en el mercado de valores
norteamericano?» El trabajo se centró en analizar el resultado esperado,
operando intradía según 7.846 reglas de trading diferentes; dicho análisis se
computó para los años 2002 (año en el que el S&P 500 bajó un 21,2 %) y 2003
(subió un 21,9 %). Curiosamente, para ambos años, solo 200 de dichas reglas
tuvieron una cierta correlación estadística; pero ninguna de las reglas de trading
resultó ser rentable, incluso antes de pagar las comisiones de los brókeres.
Apenas iniciado su paseo se encontraron ante una profunda zanja que les
dificultaba el paso. En su interior un señor encorbatado, muy bien vestido pero
sudoroso (envuelto en polvo y arena), cavaba sin descanso. El agujero se iba
haciendo cada vez más profundo a una velocidad asombrosa.
—Deme la mano, le ayudaré a salir —le animó Warren.
—No, no puedo, tengo que recuperar lo que he perdido, he de seguir
profundizando.
Warren no insistió, su experiencia le había enseñado que no conseguiría nada;
aquel hombre estaba obcecado y no atendería a razones.
—Prosigamos nuestro camino. Cuando estés en un hoyo nunca sigas cavando,
pues no es la manera más inteligente de salir.
—Desde luego —confirmó Alicia—, ya no llegaríamos a darle la mano.
—Cuando compres una acción de una empresa sólida y con futuro y veas que,
día tras día, cae su precio, no dudes en adquirir más y más acciones,
promediando a la baja, pues con el tiempo el mercado te dará la razón. Pero
cuidado, si te asaltan dudas, si crees que te has podido equivocar en tu estudio
inicial, si piensas que has valorado mal la empresa, deshaz tu inversión y sal del
hoyo. En ocasiones es mejor vender las acciones perdedoras y conservar las
ganadoras. Con frecuencia nos solemos equivocar y mantenemos demasiado
tiempo nuestros valores perdedores, en parte por el miedo a reconocer nuestros
errores, ya que pensamos que hasta que no hayamos vendido no habremos
perdido realmente; y tendemos a vender nuestras posiciones ganadoras
demasiado pronto con el consiguiente pago de impuestos al hacer efectivas las
ganancias.
Alicia se apartó de la nariz un molesto moscardón, procurando no causarle
daño alguno, por aquello de que si matas una mosca acuden cien al entierro.
—Si tienes una vía de agua en el barco, es mejor cambiar de nave que intentar
repararla. Muchos inversores novatos se empeñan en recuperar su dinero con los
mismos valores que les están llevando a la ruina. Se dicen a sí mismos: «el título
ha caído tanto que ya no puede caer más y solo le queda recorrido al alza». Y eso
ocurre por el efecto de anclaje.
—¡Efecto de anclaje! —repitió Alicia—. No he oído hablar nunca de él,
aunque sí que suena a barco.
Warren celebró la ocurrencia.
—Para ilustrar el efecto de anclaje te pondré un ejemplo que no debes
olvidar, pues los que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo.
Durante el estallido de la burbuja de las compañías tecnológicas y de Internet en
el año 2000, acciones que cotizaban a 300 pasaron a valer 10 y muchos
continuaban comprándolas. Adquirían valores ruinosos, condenados al fracaso,
solo porque antes valían 1.000 y ahora se podían tener por 10. El resultado fue la
pérdida, en la gran mayoría de casos, del total de la inversión. Y a la inversa,
muchos inversores, incluso profesionales, no se atreven a comprar empresas
excelentes a precios baratos, simplemente porque hoy valen 50 y ayer estaban a
30; por el efecto anclaje piensan que, aunque hoy sean una buena inversión a 50,
volverán a valer 30. Por el contrario, algunos inversores inteligentes no pueden
ver una empresa sólida y barata y no comprarla, es algo que les supera, no se
pueden contener, es superior a sus fuerzas, con independencia de si mañana va a
estar más barata.
—Lo sé —concluyó Alicia—, no podemos dejar pasar buenas oportunidades
de inversión, las ocasiones no abundan.
Warren confirmó lo que ya intuía: la niña empezaba a ser de los suyos y él se
estaba repitiendo en exceso.
—No tenemos que pensar en nuestros títulos como posesiones que tienen
alma; son solo acciones y no debemos encariñarnos con ellas, pues las acciones
tampoco conocen a sus propietarios. En economía los sentimentalismos solo
pueden conducirnos al desastre. Los psicólogos insisten en que por el mero
hecho de ser poseedores de un objeto o de un bien, le atribuimos un valor doble
de lo que estaríamos dispuestos a pagar por el mismo objeto en el mercado si
todavía no fuera nuestro. Eso lo saben algunos vendedores que, basándose en ese
mecanismo psicológico, nos prestan la alfombra para que la tengamos unos días
a prueba, en nuestro salón, sabiendo que con mucha probabilidad le cogeremos
cariño y nos encapricharemos de ella.
Warren se detuvo delante del escaparate de una galería de arte de la pequeña
y estrecha calle de Wall Street. Alicia observó con detenimiento: había dos
esculturas, una absolutamente maravillosa, esculpida en piedra negra, de una
altura similar a su talla. Era un atleta desnudo, con sus músculos en tensión,
escalando con la ayuda de una cuerda una gran montaña de libros gigantescos. A
su lado, la otra «escultura» estaba formada por unos hierros retorcidos y
oxidados cuyas formas no se asemejaban a nada conocido.
—¿Cuál te gusta más? —preguntó Warren.
—Los hierros merecerían estar en un contenedor de chatarra para su
reciclado; la otra es muy original —dijo Alicia, fijándose en la cuerda tensada
del escalador, esculpida en piedra, y que amenazaba con romperse en cualquier
momento.
—Simboliza el esfuerzo por alcanzar, en una dura escalada, lo más alto del
conocimiento humano. Es una alegoría del intento de conseguir la sabiduría —
añadió Warren.
Ambos entraron al interior de la galería, donde había multitud de obras de
arte.
—Buenos días. ¿Cuánto cuesta la escultura del escalador de libros?
—Diez mil dólares —contestó una señora, muy atenta, de mediana edad—.
Es un buen precio teniendo en cuenta que es una obra original y única, que está
esculpida de una pieza, directamente en piedra, y que el artista no usa ningún
tipo de boceto ni molde previo para realizarla. Pesa alrededor de trescientos
kilogramos y es el propio artista el que selecciona la piedra de Calatorao en la
cantera y la traslada personalmente hasta su taller. Pueden tocarla, el autor dice
que sus esculturas deben mirarse también con las manos.
Alicia paseó sus dedos por la espalda de la figura y notó la suavidad propia de
un excelente pulido de la piedra. Pensó en los cientos de horas que habría
llevado sacar al bloque de piedra todo lo que le sobraba para dar vida al atleta y
se formuló, inconscientemente, una pregunta un tanto surrealista, más propia de
una niña de cuatro años: ¿cómo sabía el escultor que dentro de la piedra había un
escalador?
—¿Cuánto vale la obra de los hierros retorcidos?, perdón, quiero decir que
¿cuánto dinero piden por ella? —interpeló Warren con cierto sarcasmo.
—¿No conocen al maestro? Es el famosísimo Ferrolan Tortt, tiene varias
obras en museos de todo el mundo. Me ha costado dos años conseguir una pieza
suya para exponerla en mi galería. Puede ser suya por trescientos mil dólares y
se titula «Anarquía en el firmamento».
—Estoy intrigado. ¿Podría decirme por qué cuando me he interesado por la
primera obra me ha dado usted multitud de detalles, pero se ha referido a su
creador, de forma ambigua, sin pronunciar su nombre?
—Disculpen, pensé que ustedes no lo iban a conocer. Es un escultor español,
de Málaga, se llama José Casamayor.
Cuando se dirigían a la salida Alicia hizo un hallazgo espectacular. Ante sí
tenía un lienzo de monumentales proporciones, enteramente blanco. No pudo
evitarlo, se acercó con curiosidad y comprobó que en realidad no estaba ni
pintado: el tono, uniformemente lechoso, era el reflejado por la tensa tela de lino
y algodón.
«¡Número 15!». Buscó la lista de precios, discretamente camuflada sobre una
pequeña mesita taraceada con un distinguido y grácil fileteado de madera de boj.
«15. Óleo sobre lienzo. Punto estelar. 25.000 $». Se aproximó de nuevo,
intrigada. Efectivamente, en una de las esquinas descubrió el famoso punto, de
apenas el tamaño de un centavo. Se quedó perpleja, con un montón de
interrogantes martilleando su pequeña cabecita… Por ese coste, ¿no podían
haber pintado más puntos? ¿Habrá un error en el precio? ¿Me estarán intentando
tomar el pelo?
—Ha sido muy amable, le agradecemos sus atenciones.
Las palabras de despedida de Warren la rescataron de su ensimismamiento
filosófico, sus dudas existenciales tendrían que resolverse en otro momento. Ya
en la calle, su compañero de aventuras sacó una agenda y escribió: José
Casamayor. España.
—¿Por qué apuntas su nombre?
—No pretenderás que anote al « retorcehierros » , a ese tal Tortt —aseveró
Warren con mordacidad.
Alicia no pudo reprimir una carcajada liberadora.
—He visto cómo te acercabas al monstruoso cuadro blanco y sé por qué lo
has hecho: la pintura abstracta tiene un pequeño problema, hay que molestarse
en leer el título de los cuadros.
El sarcasmo de Warren —cáustico, punzante y burlón— desató, de nuevo, la
hilaridad contenida de la niña.
—En esta galería de arte has podido aprender que muchas veces precio y
valor no coinciden, y que el mercado, en ocasiones, está ciego. Hay personas que
pagan trescientos mil dólares por esos hierros, no porque les resulten atrayentes,
sino porque piensan que se revalorizarán, que alguien en el futuro estará
dispuesto a pagar más por ellos o simplemente para presumir ante sus amigos
jactándose de lo que les ha costado. Si los vieran en la basura, ¿crees que los
recogerían? «Todo necio confunde valor y precio», afirmaba Antonio Machado.
Con esa actitud están especulando y fomentando la proliferación de un
pseudoarte mercantilizado de pésimo gusto, vacío de significado y carísimo. La
escultura del escalador, cueste lo que cueste, en el futuro seguirá siendo una obra
maestra y su dueño podrá disfrutarla y, ¿quién sabe?, quizá con el tiempo el
mercado ponga a cada una de esas creaciones en el sitio que realmente se
merecen. El ser humano necesita sentirse cómodo dentro de un grupo o
comunidad. Si los demás compran arte abstracto de vanguardia, nosotros
también, no queremos que piensen que no estamos al día y que «no lo
entendemos». De alguna forma ese Tortt vende a esos precios porque se ha
generado una burbuja especulativa propiciada, en parte, por marchantes y
críticos de arte sin escrúpulos; lo que vale no es su obra, sino su firma. ¿Sabes
que una fotografía de Andy Warhol se puede llegar a cotizar cien veces más que
un Rembrandt? ¿Sabes que Miguel Ángel Buonarroti y Diego Velázquez no
firmaron nunca sus obras?
—Sí, lo sé, a mi padre le apasiona el arte con mayúsculas —como él dice—,
pero Michelangelo certificó, unos años después de haberla realizado, su famosa
«Piedad» del Vaticano. Cansado de que la atribuyeran a otros escultores, se
introdujo clandestinamente por la noche, a hurtadillas, y cinceló en grandes
letras mayúsculas sobre la cinta del manto de la Virgen su nombre y su origen
florentino.
Warren respiró tranquilo; podía confiar en su alumna, tenía una memoria
prodigiosa, impropia de su edad. Sus explicaciones no caerían en saco roto. Le
gustó el detalle de la niña respetando el nombre, en italiano, del genial artista
renacentista.
—Vivimos en una sociedad totalmente mercantilizada, sustentada por la
venalidad y la búsqueda del mayor beneficio posible en detrimento de otros
valores como la calidad, el esfuerzo y la honestidad.
Dieron una última ojeada al escaparate y ambos se dirigieron una sonrisa de
complicidad.
—A lo largo de tu vida no debes dejarte engatusar por las marcas, no pagues
más de lo que realmente valen las cosas. Compra solo aquello que necesites, lo
que te agrade y te haga sentir bien, y hazlo con independencia de lo que digan o
hagan tus amigos. Mantén tu propio criterio. Tu vida te pertenece y no debes
permitir que la sociedad de consumo te maneje y consuma.
Inspeccionó disimuladamente las prendas que llevaba y se sintió aliviada al
comprobar que no eran de ninguna famosa multinacional.
—La adquisición de arte, joyas, antigüedades y otros bienes materiales suele
ser, en general, una pésima inversión porque, debido a los amplios márgenes
comerciales, se suelen pagar a precios altos y es una mercancía muy difícil de
revender sin minusvalías. Pero si alguna vez compras arte, adquiere solo lo que
te guste y te haga disfrutar. Valora las obras artísticas por lo que son y por lo que
representan, y no por los nombres que las firman. En cualquier caso, Kostolany,
el que siempre tomaba sus mejores decisiones de inversión escuchando música
clásica, consideraba el dinero como un bien perecedero, mientras que el arte
siempre será eterno.
—¿Te enfadarás si te hago una pregunta indiscreta? Hace ya un buen rato que
me ronda por la cabeza y no puedo quitármela de encima —explicó Alicia con
tono conciliador.
—Quien se enfada tiene dos trabajos: enfadarse y desenfadarse. Además, si te
enojas durante un minuto estarás desperdiciando sesenta segundos de felicidad.
Aunque en nuestras relaciones diarias siempre encontremos razones que
justifican nuestro disgusto, esas razones muy raras veces son buenas y justas—
quedó, una vez más, sorprendida por la locuacidad y agilidad mental de Warren
—. En palabras de Aristóteles: «Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy
sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el
momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente,
no resulta tan sencillo».
—Formularé la pregunta: ¿por qué siendo tan rico y gustándote tanto la
escultura del escalador no la has comprado? Tampoco era tan cara —se atrevió a
puntualizar Alicia.
—Simplemente, porque no la necesito. En mi casa, la que compré hace
cincuenta años, tengo todas las cosas materiales que preciso para vivir y ser
feliz. Considera en cuánto se pueden convertir esos nueve mil dólares, bien
invertidos, en unas decenas de años. Yo no viviré para verlo, pero quizás sí mis
hijos y nietos.
—No eran nueve mil, sino diez mil dólares, lo que costaba la escultura —
rectificó Alicia.
—Tienes buena memoria, pero no lo dudes, soy un buen negociador y en el
regateo posiblemente me habrían descontado esos mil dólares, si no más.
Cuando compro algo, siempre intento conseguir el mejor precio. A lo largo de tu
vida, no te importe nunca regatear, no te dé vergüenza, el precio inicial siempre
lo tienes asegurado.
Los paseos con Warren eran tan instructivos y Alicia tenía tantas ganas de
aprender, que le parecían brevísimos.
—Hemos llegado —dijo Warren, llamando al timbre.
—Soy Louis, les estaba esperando. Soy el director general y, como usted bien
sabe, señor Buffett, el principal accionista de esta empresa.
A pesar de la amabilidad del recibimiento, Alicia pensó que no era lógico que
el propio dueño de la empresa les abriera la puerta.
—Permítanme un minuto, por favor, voy a cerrar el ordenador, no me gustaría
que se pudiera malograr el trabajo de toda la mañana.
—Me agrada esta empresa —aseguró Warren—, hemos encontrado al dueño
trabajando en vez de arreglándose la corbata.
—Sí. Y también abre la puerta para ahorrarse una recepcionista —comentó
con tono irónico.
La oficina no era precisamente un derroche de lujo. El mobiliario parecía
reutilizado y no estaba en muy buen estado. De las paredes colgaban unas
láminas sin enmarcar de idílicos y relajantes paisajes.
—Fíjate, Alicia, todo está en orden y muy limpio.
—Me he permitido traerles unos refrescos y unas pastitas de té; sé que han
venido andando —dijo Louis con una amplia sonrisa.
—Me gusta cómo tienen decorada la oficina —afirmó Warren.
A Louis le subieron los colores y trató de disculparse como pudo.
—Perdone…, en realidad no hemos tenido mucho tiempo…, todos nuestros
esfuerzos y capital se han empleado en poner en marcha el negocio.
—No tiene de qué avergonzarse. Lo digo sinceramente, todo me parece
perfecto. Yo dirijo uno de los principales holdings del mundo y lo hago con tan
solo catorce empleados. Claro, que eso tiene algún inconveniente; de vez en
cuando tengo que vaciar mi papelera. Créame, no hay lujos innecesarios en
nuestra sede central de Omaha. El capital tiene que estar invertido en activos y
proyectos que produzcan beneficios a la empresa y a sus accionistas. Si tuviera
un Picasso en su despacho, no invertiría en su compañía. Yo mismo no empecé a
comprar trajes caros hasta hace poco, y la verdad, como puede apreciar, a mí me
sientan como si fueran baratos.
Hablaron largo y tendido sobre sus negocios.
—¿Vas a comprar esa empresa? —preguntó Alicia al salir de la oficina.
—Probablemente sí. Su director parece honrado y, para empezar, nunca se
puede hacer un buen negocio con una mala persona. Además, es una compañía
incipiente que ya genera ganancias, y mi experiencia me dicta que una empresa
que no da beneficios desde el principio no suele darlos más tarde.
—¿Cómo puedes dirigir tantas empresas y disponer del suficiente tiempo
libre para pasearte conmigo? Yo no puedo ofrecerte nada, soy tan solo una niña.
—En estos momentos, tú eres lo más importante. Contestaré a tu pregunta.
Yo delego en mis colaboradores (nadie mejor que ellos conoce el negocio que
manejan). Procuro no entrometerme demasiado, les dejo hacer. No tiene sentido
pagarle a alguien para luego tomar las decisiones por él.
—Pero en ocasiones tendrás que ser muy duro con algunos de tus empleados.
—Procuro recordar un proverbio árabe: «Si eres muy dulce te comerán y si
eres muy agrio te escupirán». Sigo siempre la siguiente misiva: «Cuando se
busca personal, se observan tres cualidades: integridad, inteligencia y energía.
Pero la más importante es la integridad, porque sin ella, las otras dos cualidades,
la inteligencia y la energía, te comerán».
Alicia se puso a filosofar, movida por un resorte oculto… « ¡Honradez!
¡Integridad! Cualidades olvidadas por nuestra cultura, que prima más el
“pelotazo”, el “dinero fácil”, el enriquecimiento sin formación ni esfuerzo».
—Nos veremos luego —dijo Warren, rescatándola de sus pensamientos—. Te
dejaré con Ben, te quiere presentar a Mary. Cuando acabéis, me pasas a recoger;
tenemos que ir a una importante conferencia.

La mujer que visitaba Wall Street una vez al año


«Los inversores han perdido mucho más dinero
preparándose o tratando de anticipar las correcciones
del mercado, que en las propias correcciones».

Peter Lynch

H e llamado a Mary. Todos los años nos hace una visita y en esta
ocasión ha venido unos días antes de lo habitual por deferencia a
ti. Le he pedido que te explicara su particular método de inversión —dijo Ben.
—¿Es una mujer? —añadió extrañada, Alicia.
—Sí. Es cierto, no hay muchas en Wall Street. Te agradará. Está
esperándonos junto a la gran fuente.
—Hola, Alicia. Me llamo Mary, me han hablado mucho de ti, y muy bien, por
cierto.
—Encantada de conocerla, señora. Sé que ha adelantado su visita por culpa
mía, muchas gracias.
—No, por favor, también quería saludar a Warren. El oráculo de Omaha no se
prodiga por estos lugares. Tienes mucha suerte de tener a Ben como profesor.
—Sí, sí, claro, es estupendo. Estoy aprendiendo mucho sobre inversiones,
aunque sospecho que todo debe de ser mucho más complejo de como me lo
cuentan.
—Ben y Warren tienen la habilidad de hacer parecer sencillas las cosas
complicadas —dijo Mary. ¿Quieres saber por qué vengo solo una vez al año a
Wall Street?
Asintió con un leve movimiento de su cabeza y una amplia sonrisa, tratando
de disimular su natural curiosidad femenina.
—Durante muchos años mi pasión fue la bolsa. Leía libros y más libros de
analistas, estudiaba cientos de métodos de inversión, estaba suscrita a las
principales revistas y periódicos económicos. Y a pesar de tanto asesoramiento,
o quizá por ello, me arruiné. Cuanta más información procesaba, más decisiones
tomaba y más perdía. Conocí a Ben y él me salvó. Yo era una ludópata, tenía
necesidad de comprar y vender constantemente. Me propuso un método de
inversión que no requería de manuales ni de información y que hasta hoy he
seguido con resultados más que aceptables, muy por encima de la media del
mercado. Reequilibro mis inversiones una vez al año; suelo hacerlo la primera
semana de abril.
—Algo así como los monos, ellos también se reúnen una vez al año —se le
escapó a Alicia—. Discúlpeme —dijo, intentando arreglar lo que podía
interpretarse como una impertinencia.
—Así es —continuó Mary con una sonrisa—. No te preocupes, yo también
conozco la sala de los chimpancés, pero a diferencia de ellos no tengo ni tan
siquiera que molestarme en lanzar los dardos. Hace años consensuamos con Ben
que, en función de mis circunstancias personales, familiares y económicas, lo
más idóneo para mí era invertir el 50 % de mi capital en renta variable y el resto
en otros activos como fondos de renta fija, bonos, etc.
—Pero de esa manera limitamos nuestra libertad de inversión —afirmó
Alicia.
—Eso, en mi caso, no constituyó una desventaja, más bien al contrario, me
sacó del pozo. La bolsa no requiere de muchos conocimientos, sino de mucha
sangre fría. A mí no me sirvieron de nada los libros, ya que mi carácter
impulsivo y mi descontrol emocional me hacían tomar decisiones equivocadas.
La renta variable es cíclica. En los momentos de euforia (cuando la inercia a
corto plazo es alcista), el inversor tiende a relajar sus precauciones porque se
reduce la sensación de riesgo. El mercado le anima con sus noticias a invertir y
es muy difícil contenerse y no comprar acciones. Además, los valores que más
han subido en el pasado son considerados, erróneamente, como mucho más
seguros. El inversor particular siempre está dispuesto a asumir más riesgos en un
contexto alcista, suele comprar cuando las valoraciones están en sus precios
máximos. Si no eres un Buffett, ¿qué debes hacer para invertir con éxito?
Alicia, que ya empezaba a estar habituada a ese tipo de preguntas, resolvió
que lo mejor era comprar barato y vender caro.
—Por supuesto, esa es la clave —continuó Mary—. Pero ¿conoces algún
método que, de forma automática, sin tener que preocuparte excesivamente ni
tomar decisiones muy arriesgadas, te permita dormir tranquila, todo el año,
simplemente porque has comprado barato?
Reconoció su ignorancia con un no categórico.
—Lo único que tienes que concretar, de inicio, es el porcentaje que quieres
invertir en la renta variable. Supongamos que es el 50 %. Cuando la bolsa haya
subido mucho tendrás las mismas acciones y participaciones de fondos de
inversión, pero valdrán más dinero. Vendes entonces parte de tus acciones y de
tus fondos e inviertes el excedente en fondos de renta fija u otros activos menos
volátiles, hasta reequilibrar de nuevo tu 50 % invertido en bolsa. Y, a la inversa,
si ha bajado la bolsa, habrá menos porcentaje de tu patrimonio en renta variable
y tendrás que comprar más acciones para llegar al 50 %. Yo lo hago una vez al
año para no complicarme mucho la vida, pero en fases de crisis extremas o de
subidas vertiginosas, se puede reequilibrar más veces y, también en esos casos
de pánico vendedor o de burbujas alcistas puedes variar excepcionalmente el
porcentaje inicial. Hoy sí he tomado una decisión activa: voy a subir mi
participación en bolsa de un 50 % a un 90 %. Este método hace que, sin
proponértelo, compres barato y vendas caro, como tú muy bien apuntabas.
—Pero… un 90 %…, tanto dinero en bolsa… ¿no supone arriesgar mucho?
—En absoluto, siempre que compremos a los precios de saldo actuales. Nos
están regalando las empresas. Algunas compañías cotizan a precios inferiores a
lo que valdrían si estuvieran en quiebra y son sociedades que están obteniendo
beneficios. En cambio, si estuviéramos en máximos históricos, con los precios
por las nubes, podría ser prudente reducir el peso de la renta variable.
—Hay todavía una estrategia más simple de inversión —dijo Ben—, y suele
dar plusvalías por encima de la media. Consiste en promediar el coste monetario;
en inglés lo denominan dollar cost average. Se invierten cantidades fijas en
períodos predeterminados, por ejemplo, cien dólares cada mes en un fondo de
inversión. Pero para que funcione debes hacerlo durante años y con
independencia del nivel de precios del mercado. De esta manera reduces el
riesgo de entrar con mucho capital en un momento inadecuado y estás siempre
expuesta a la bolsa, que, en general, es la inversión más rentable a largo plazo.
Con este sencillo sistema también compras barato, porque cuando el fondo está
caro, con los cien dólares suscribes pocas participaciones, y cuando está a buen
precio adquieres más.
—Si no te convencen estas tácticas, siempre puedes apuntarte a otros
procedimientos utilizados por muchos «entendidos», algunos tan curiosos como
los que siguen la final de la Super Bowl de fútbol americano. Si gana un equipo
de la NFL, el mercado es alcista; y si el vencedor es de la AFC, es bajista —dijo
riéndose abiertamente Mary.
—Te burlas de mí —protestó Alicia.
—En absoluto, Mary es una persona seria —dijo Ben, saliendo en su defensa
—. Si eso te ha parecido ridículo, ya no me atrevo a contarte el método de la
altura de las faldas.
—Sí, sí, por favor, quiero oírlo.
—A principios del siglo veinte algunos «expertos» consiguieron relacionar la
altura de la falda de las mujeres con el comportamiento de la bolsa. Así, si la
falda se lucía corta, invertían más porque la bolsa subiría, y a la inversa si se
llevaba larga. Hay gente que, sobrada de tiempo, se dedica a buscar
correlaciones estadísticas y métodos de inversión que te parecerían aún más
absurdos. Y es que, a toro pasado, una vez que se han producido los
acontecimientos, siempre es posible encontrar alguna asociación. Hechos que se
han concatenado casualmente pasan a formar parte del arsenal estadístico de
algunos insensatos que llegan incluso a relacionar las fases lunares con la
evolución bursátil.
Los tres se rieron un buen rato. Se despidieron de Mary deseándole mucha
suerte en sus inversiones.
De repente, Alicia se puso a gritar:
—¡Eureka! ¡Lo tengo! ¡Lo he conseguido!
—¿Que has conseguido qué? —espetó Ben.
—El acertijo de los relojes de arena tiene otra solución, y mucho más simple
que la de Richard.
Se quedó perplejo, mirándola fijamente a los ojos y esperando una aclaración
más convincente.
—Sé cómo calcular 15 minutos con dos relojes de arena de 11 y de 7
minutos.
—Eso parece muy difícil.
—No lo es. Ponemos en funcionamiento los dos relojes a la vez. Empezamos
a contar el tiempo cuando acabe el reloj de los 7 minutos: entonces al de 11 le
quedará 4 minutos para finalizar. Solo tenemos que esperar a que se pare el de
11 y lo volteamos inmediatamente para reiniciar su puesta en marcha. Los 4
minutos que restaban cuando finalizó el de 7, más los 11, suman 15 minutos.
—Tienes razón, es muy simple. La mayoría de problemas que se nos antojan
enormes montañas difíciles de escalar tienen una solución sencilla; solo hay que
dedicarse con suficiente empeño y determinación a resolverlos.
Respiró profundamente aliviada. «Richard estaría orgulloso de mí», concluyó
satisfecha.
—¿Te ha gustado el método del reequilibrado? —le preguntó Ben, mientras
caminaban.
—Es sencillo y útil a la vez. Dime, ¿es cierto aquello que se dice de que solo
los ricos deberían invertir en bolsa?
—Por supuesto que no —aclaró Ben, un tanto sorprendido por la pregunta—.
El disponer de suficiente dinero sobrante puede determinar que asumamos «más
riesgos» que si se tratara de una pequeña cantidad que pudiéramos precisar para
nuestras necesidades básicas diarias. Pero curiosamente, un estudio realizado en
Finlandia concluyó que no eran los más ricos, sino los más listos, los que
invertían más porcentaje de su patrimonio en renta variable. Era el cociente
intelectual y no la riqueza lo que marcaba las diferencias.
—¿Es eso lógico? —apuntó Alicia.
—Verás, comprar una acción es adquirir una pequeña parte de una empresa, y
solo las personas suficientemente inteligentes son verdaderamente conscientes
de las ventajas que ello comporta. Solo los menos formados piensan,
erróneamente, que invertir en acciones es como jugar a la ruleta en el casino. Si
sabemos que al comprar una determinada acción estamos poseyendo una
fracción de un negocio, valoraremos más los beneficios empresariales que
genere la compañía que las posibles revalorizaciones de la cotización de sus
títulos a corto plazo. Pensaremos como auténticos propietarios del negocio y,
como tales, no nos importará (si conocemos su solidez y ventaja competitiva)
que la miopía cortoplacista del mercado penalice la valoración de nuestra
empresa. Con el tiempo, el Señor Mercado nos dará la razón.
—Nunca lo hubiera interpretado de esa manera —exclamó Alicia—, pero
ciertamente solo puede obtener importantes plusvalías en bolsa aquel que tenga
una considerable suma de capital para invertir, ¿o no es así?
—Eso es cierto solo en parte y con una visión temporal de corto plazo. No
olvides que Warren empezó invirtiendo unos pocos dólares. Si tienes suficiente
paciencia el tiempo magnificará tus pequeñas imposiciones. La mayoría de las
personas piensa que, para lo poco que les sobra, no merece la pena molestarse, y
se lo gastan o se despreocupan suscribiendo depósitos a un año en su entidad
financiera más próxima. En cambio, adquiriendo acciones, en vez de enriquecer
a nuestro banco, estamos financiando y capitalizando a las compañías, formamos
parte de ellas y recogemos también una fracción de sus beneficios. Además,
contribuimos con nuestra pequeña aportación a aumentar el PIB del país y a
generar empleo. Convéncete, no hay otra forma más sencilla de crear riqueza y
de enriquecernos a la vez. Si quieres ser tú la única propietaria de tu propia
empresa, precisarás obtener los permisos estatales pertinentes, comprar los
inmuebles, útiles y maquinaria necesarios, solicitar créditos, pagar a tus asesores
y empleados y resolver mil posibles problemas que ni tan siquiera puedes llegar
a imaginarte. Y, si finalmente tu negocio fracasa, puedes acabar arruinada. Si
una gran multinacional o una importante entidad financiera tiene problemas de
solvencia, si está a punto de quebrar, inmediatamente papá Estado saldrá en su
rescate, pues son muchos los puestos de trabajo en juego, pero no esperes esa
misma ayuda para tu pequeño negocio. Si compras varias acciones de distintas
compañías y sectores serás dueña de muchas pequeñas partes de otras tantas
empresas, habrás diversificado y, con ello, reducido mucho los riesgos, lo que te
permitirá dormir más tranquila. Los problemas diarios que susciten esas
empresas no te afectarán en el ámbito personal. La clave está en elegir bien las
sociedades y no pagar las acciones demasiado caras.
A medida que disertaba, Ben apreció cómo su amiga permanecía pensativa,
como ausente.
—¿Te encuentras mal?
—Pues sí. Hasta ahora, entre todos me estáis enseñando cómo invertir (con
ciertas garantías de éxito) en renta variable. Pero si aplico la regla del
reequilibrio, ¿cómo debo administrar el otro cincuenta por ciento que no está
depositado en bolsa?
Estaba orgulloso de su pupila. Ambos permanecieron un largo rato en
silencio, no era una pregunta fácil de contestar. Por fin, Ben encontró las
palabras adecuadas para proseguir sus enseñanzas.
—No necesariamente tienes que invertir la mitad de tu capital en renta
variable, el porcentaje dependerá, no lo olvides, de tus circunstancias
económicas, familiares y personales y, sobre todo, del plazo de tiempo que
quieras mantener tu inversión. Con un horizonte de más de veinte años el riesgo
de invertir en acciones es despreciable, y no podemos decir eso mismo de la
renta fija. Si en la práctica no hay riesgo a un plazo de veinte años, cuanto más te
aproximes al cien por cien de inversión en renta variable, más te enriquecerás.
Peter Lynch recalcó en innumerables ocasiones que la gran ventaja de invertir en
acciones, para quien acepte la incertidumbre, es la extraordinaria recompensa
por tener razón. Yo añadiría, a esa acertada idea, tres palabras: para quien acepte
la incertidumbre a corto plazo, pues a largo plazo sí existe incertidumbre, pero
solo porque no sabrás tu índice de revalorización, que en cualquier caso será
siempre positivo.
Alicia, que empezaba a ser una conocedora de las inversiones, sobreentendió
que los retornos, es decir las revalorizaciones, serían siempre positivas
únicamente si las compañías eran sólidas, con beneficios, y si no se habían
comprado demasiado caras.
—Resumiendo, si es un dinero que no vas a necesitar en por lo menos veinte
años, ganarás tanto más cuanto más porcentaje inviertas en renta variable. Pero
volvamos a tu pregunta; me comentaste que tus padres se habían arruinado con
sus inversiones.
—Sí, así es. Les he oído decir que nunca más invertirán en nada que conlleve
riesgo.
—Y tú Alicia, ¿qué opinión tienes? ¿Crees que hay alguna inversión sin
riesgo? ¿Piensas que es muy arriesgada la bolsa? ¿Te parece que la renta fija no
tiene peligros? ¿Opinas que la inversión en inmuebles es segura? ¿Invertirás
algún día en renta variable cuando seas mayor?
—Ya soy mayor —refunfuñó—. ¿Acaso no tenía once años Warren cuando
compró su primera acción? En cuanto pueda ahorrar algo seré dueña de una
pequeña fracción de su holding.
Ben sonrió satisfecho, su alumna había aprendido cuál era el auténtico
significado de comprar una acción.
—¿Te fías de Warren? —preguntó Ben—. En estos cuarenta y cinco años ha
sido el mejor, pero eso no te garantiza que lo siga siendo en el futuro.
Sabía que la estaban poniendo a prueba y contestó con decisión y aplomo.
—Me da igual, es mi amigo y confío ciegamente en él. Proclamaste que fue
tu mejor alumno. Además, es muy buena persona y he averiguado que no puedes
hacer buenos negocios con malas personas.
Ben sabía de quién eran esas palabras y estaba satisfecho de que Alicia las
hubiera hecho suyas.
Conocía bien a su amigo. Presentía que no le dejaría tiempo para contestar el
resto de las preguntas. Así fue. Inmediatamente, empezó su disertación.
—¿Y si te dijera que es mucho más complicado invertir, con un mínimo de
acierto, en otros activos monetarios ajenos a la bolsa que en la misma bolsa?
—Viniendo de ti, lo creería —dijo su pupila.
—Yo no tengo ninguna duda de que, en la situación actual, y a los precios de
hoy, es mucho más segura la renta variable que la renta fija — insistió Ben—. El
gobierno de los Estados Unidos está inyectando billones de dólares para
capitalizar a las entidades financieras y evitar la quiebra total del sistema
capitalista. Más dinero circulando provocará más inflación, con el consecuente
aumento futuro de los intereses y una depreciación considerable del valor real
del dinero, que conllevará un menor poder adquisitivo para la población. Al
subir los intereses, los bonos y los depósitos de renta fija pierden valor y, en
ocasiones (te sorprendería) pierden mucho valor. En cambio, si tienes acciones,
eres dueña de parte de esas empresas que, en un escenario de inflación, subirán
los precios de sus productos y servicios, trasladando el coste al consumidor final,
con lo cual sus activos no se depreciarán tanto. Recientemente, los países de la
Unión Europea aumentaron el fondo de garantía de depósitos. Lo hicieron para
evitar que la gente guardara sus ahorros debajo del colchón y conseguir, al
mismo tiempo, frenar la fuga de capitales. Por fin, la ciudadanía respiraba
tranquila: el dinero de los depósitos bancarios estaba asegurado. Ahora ya
podían desprenderse de sus «ruinosas acciones» y comprar toda la renta fija
disponible. Pero, ¿de verdad los sufridos inversores son tan ingenuos como para
creerse que los países, con el creciente déficit público que tienen, podrían asumir
ni tan siquiera la quiebra de una sola de sus más importantes entidades
financieras? ¿De dónde sacarían el dinero si no tienen más que deudas?
—¿Puede llegar a suceder eso?
—Tranquila, los gobiernos democráticos y de buen talante jamás defraudan a
sus ciudadanos. Por supuesto que les devolverían sus imposiciones bancarias.
¿Cómo lo harían? Papá Estado tiene una maravillosa máquina. ¿A que tú opinas
que el mejor invento de la humanidad ha sido la rueda, o el tornillo, o la
penicilina, o el ordenador? Te equivocas. Es la máquina de fabricar dinero. La
pondrían en funcionamiento las veinticuatro horas del día, incluidos los fines de
semana. Imprimirían billetes de un millón de dólares, euros o la divisa que fuera,
todo a fin de facilitarle al ciudadano sus compras. Habría una inflación tal,
motivada por el exceso de papel moneda en circulación, que necesitaríamos uno
de esos billetes de un millón para comprar un kilo de carne. Y es que papá
Estado, que siempre vela por el bienestar de sus ciudadanos, no iba a permitir
que fuéramos a comprar el pan con una furgoneta llena de billetes de diez
dólares. ¡Menudo inconveniente para descargarlos y contarlos! Sé que estás
pensando que exagero, pero te documentaré mis palabras; te pondré dos
ejemplos muy esclarecedores. Los datos del primero de ellos están extraídos de
Bloomberg-Bestinver. Entre marzo de 2000 y noviembre del 2001, en plena
crisis del corralito, el índice Merval, el principal indicador de la bolsa argentina,
perdió la friolera del 70 %, pero el bono argentino, que es el principal
representante de la renta fija, no se quedó atrás y en el período comprendido
entre enero del 2000 y octubre del 2002 se depreció un 80 %. Te extrañará que la
renta fija, con lo segura que parece, pueda perder tanto. Prosigamos, porque las
cifras que te voy a dar pueden cambiar tu manera de pensar con respecto a la
«seguridad y rentabilidad de la renta fija» en épocas de crisis como las actuales.
Trató de memorizar las cifras para no perderse en la explicación.
—Seguimos en Argentina. Entre noviembre del 2001 y octubre del 2007 el
índice Merval subió un 440 %, mientras que los bonos recuperaron en ese
período tan solo un 10 % y siguen a precios irrisorios porque no hay demanda y
todo el mundo los quiere vender.
—¿Quieres decir que el dinero, en épocas de crisis importantes, se devalúa
más depositado en renta fija que si estuviera invertido en bolsa? —puntualizó
Alicia, intentando aclarar sus ideas.
—Efectivamente, ese es el mensaje. Durante el período de entreguerras, en la
década de los años veinte, el marco alemán se devaluó tanto que en 1923 se
necesitaban 4.200 millones de marcos para cambiar un dólar. El pueblo alemán
que, debido a la primera guerra mundial, decidió dejar «prudentemente» sus
ahorros en un depósito bancario, seguía conservando sus marcos, pero no valían
nada, no se podía comprar nada con ellos. En cambio, el que tenía acciones pudo
preservar parte de su poder adquisitivo gracias a los préstamos que dieron Japón
y Estados Unidos para salvar las empresas del país. Un marco invertido en la
bolsa alemana en febrero de 1920 se había convertido, en octubre de 1923, en
134.450 millones de marcos.
—¡Qué fuerte! —exclamó Alicia.
—Los niños —continuó Ben con cierta tristeza—, usaban los fajos de
paquetes de billetes para construir sus casas de muñecas; valía más el billete por
el valor del peso del papel que por su valor como moneda impresa.
Recientemente, en la crisis inflacionista de Zimbabue se emitieron billetes de
cien mil millones de dólares cuyo valor equivalía a un dólar estadounidense, y el
Banco Central anunció en enero de 2009 la impresión de un billete de cien
billones de dólares. Después de lo que te he contado, ¿piensas que alguien con
cuatro dedos de frente puede creer que es más segura la renta fija?
—Si no lo he entendido mal, el que invirtió en la bolsa alemana entre los años
20 y 23 conservó su poder adquisitivo, ya que compensó la inflación y la
devaluación del marco alemán, pues un marco se convirtió en miles de millones
de marcos.
—Así es; si en 1919 se necesitaba un marco para comprar una silla, en 1923
se necesitaban unos 135.000 millones.
Recordó uno de los últimos consejos que le había dado su padre tras el crac
bursátil actual: «No compres nunca acciones. Nosotros hemos perdido mucho,
invierte siempre tus ahorros en algo seguro». «¿Habría vendido ya sus acciones?
¿Llegaré a tiempo de advertirle de que no lo haga?», pensó angustiada.
Ben reanudó sus brillantes y, para Alicia, innovadoras ideas.
—Como muy acertadamente postula Fernando Luque, colaborador de
Morningstar: «Una de las mejores definiciones de riesgo es la probabilidad de no
obtener dinero suficiente al cabo de un determinado período de tiempo para
cumplir los objetivos planteados. (…) El riesgo, en definitiva, está en todas
partes, tanto para el que lo asume como para el que lo quiere evitar». De hecho,
la gente que quiere evitar el fracaso también evita el éxito.
Su cabeza iba a estallar. Probablemente Ben la había elegido porque sabía que
era muy inteligente y madura. De lo contrario, ¿qué sentido tenía que le
explicara esas cosas a una niña de trece años? ¿Por qué le contaba todo eso?
Finalmente, cogió fuerzas y pidió explicaciones.
—Pero eso no lo sabe casi nadie. No nos lo cuentan y es muy importante.
¿Por qué no nos lo explican en el colegio? ¿Por qué no nos lo enseña nuestro
banquero? ¿Por qué no nos aclaran esos hechos los periódicos?
—Cálmate —la interrumpió Ben—. Sé que estás enfadada con el sistema por
lo de tus padres. Siempre ha sido así y continuará siéndolo. A los gobiernos, a
los bancos, a las mismas empresas no les interesa que los ciudadanos sepan
manejar con eficiencia sus ahorros. De esa manera el negocio lo hacen ellos, el
beneficio es solo para ellos y les comporta un riesgo mínimo. Es la manera que
tienen de obtener dinero barato y enriquecerse con las posteriores subidas de la
bolsa y las futuras revalorizaciones de sus activos.
Ben abrazó a Alicia, que lloraba desconsoladamente.
—Es bueno que te sorprendas y te indignes, extrañarse es comenzar a
entender. ¿Qué quieres ser de mayor?
—¡Soy mayor!
—Perdona, se me había olvidado. ¿Qué estudiarás cuando vayas a la
universidad?
—Seré médico, me gusta ayudar a los demás.
—Sin duda has elegido la profesión más bonita que existe. Es un trabajo
vocacional y muy sacrificado. La medicina es muy absorbente, pero no te
conviertas solo en una doctora supercualificada; intenta ser un galeno humanista.
Letamendi dijo que el médico que solo de medicina sabe, ni medicina sabe. Un
facultativo solo puede formarse correctamente en la facultad de medicina y,
luego, ejerciendo su profesión en un hospital o clínica, pero un economista
puede salir con el título a cuestas y no tener ni saber usar los conceptos que te
estoy explicando y que te permitirán invertir con éxito. Las entidades financieras
son las que suelen gestionar las sociedades de inversión. Hay muchos intereses
en juego y el comprar y mantener no las haría ricas.
Alicia suspiró.
—¿Estás mejor?
—Sí, creo que podemos continuar —contestó Alicia, pensando que necesitaba
saberlo todo.
—No quisiera desilusionarte todavía más, pero tengo que seguir. ¿Qué hacer
con tu dinero en liquidez? ¿Cómo invertir ese posible cincuenta por ciento? Pues
ese efectivo circulante lo necesitan los bancos para sus negocios, así que te
bombardearán con anuncios, con llamativos folletos, con «regalos» si aumentas
tu saldo, con llamadas telefónicas y correos electrónicos, entre otros medios cada
vez más sofisticados. Desconfía siempre de los productos financieros que van
con «regalo de bienvenida».
¿Y qué te ofrecerán? Pues muy simple: como es lógico, lo que les genere a
ellos más beneficio. Los bancos viven de ti, no para ti. Consecuentemente, si
sabemos eso, tenemos que estar preparados. Debemos tener un criterio propio de
inversiones. De lo contrario, estamos perdidos. Cuando un banco comercial te
ofrece algo, la mayoría de las veces la respuesta debería ser un no rotundo, en
mayúsculas y casi definitivo; pero si quieres ser más elegante, siempre puedes
contestar con una pregunta: ¿tiene usted algo mejor? Y es que es más probable
que nos atraque alguien con un bolígrafo que con una pistola.
Por fin, Alicia esbozó una leve sonrisa.
—Si piensan que los intereses van a bajar, querrán que suscribamos los
depósitos a plazo fijo a corto plazo y lo contrario si consideran que van a subir.
Nos intentarán colocar Ofertas Públicas de Valores (OPV), nos convencerán de
que la empresa que sale a bolsa es muy buena, dado que las comisiones que
cobran por vender esas emisiones son muy importantes. Las OPV de sociedades
que cotizan inicialmente en bolsa proliferan como churros precisamente en las
etapas finales de los ciclos alcistas. Esas compañías se aprovechan de la euforia
desmedida de la gente, ya que el inversor particular, tras importantes y
prolongadas subidas, minimiza mucho su aversión al riesgo y tiende a pensar
que el ciclo alcista va a continuar indefinidamente o que, llegado el caso, le dará
tiempo a vender cuando empiecen a caer las cotizaciones. Es, por lo tanto, en
esas burbujas alcistas cuando se hincha a comprar, y muchas de esas inversiones
están depositadas en OPV. El público, en general, se deja arrastrar por sus
vecinos, por la presión de las entidades financieras y por la propaganda agresiva
de los medios de comunicación. Las OPV suelen pagarse, al amparo de la
tendencia alcista, a precios caros, y créeme, la mayoría suele perder con esas
apuestas. Muchos inversores inteligentes se guían en gran medida por el número
de OPV que se producen en el tiempo; cuando surgen a diestro y siniestro
venden parte de sus activos bursátiles, ya que suele ser una señal de caída
inminente de los índices.
—Lo entiendo —dijo Alicia con orgullo—. Las OPV se emiten cuando las
condiciones del mercado son favorables para el vendedor, que no para el
comprador.
Ben pensó que ni el mismo Warren lo hubiera resumido mejor y continuó su
disertación.
—Nos explicarán que, si tenemos un saldo en la cuenta corriente de tres mil
dólares, se retribuirá con un 2 % de rentabilidad. ¡Sorpresa!, a fin de año nos
abonan un 1 %. Pocos se van a dar cuenta, pero si alguien protesta le dicen que
era para un saldo medio anual de tres mil dólares. Si los bancos necesitan capital,
como ocurre actualmente debido a la crisis de liquidez, sacan participaciones
preferentes, las reparten entre sus oficinas y las venden por toda la red comercial
a todo el que sospechan pueda tener algo de dinero para invertir. Te llaman y te
las ofrecen como un producto muy bueno, eso sí, muchas veces antes de estar
impreso el folleto explicativo, que además suele estar redactado en términos
difíciles de comprender incluso para gente con estudios superiores. Te apremian
para que te decidas ¡ya!, porque se les están agotando las susodichas
participaciones preferentes o deuda subordinada o lo que sea. Desconfía siempre
de cualquier producto financiero que requiera de una decisión rápida: las prisas
son siempre malas consejeras. Lo primero, te dirán que en vez de un 3 % de
interés, que es lo que da el mercado de renta fija, te van a ofrecer los dos
primeros años un 5 %, y luego un interés variable referenciado a algo que la
mayoría de gente no sabe ni lo que es. ¡Un 5 %! Eso está muy bien; por el efecto
anclaje ya nos tienen enganchados. ¡El interés a un año es del 3 % y me dan un 5
%! ¡Qué negocio! Luego insistirán en que se trata de una inversión segura, pero
será «segura» solo si no quiebra la entidad emisora o no suben los intereses.
Se despistó unos segundos, cada vez le costaba más prestar atención, estaba
bastante fatigada.
—Las participaciones suelen ser perpetuas, con lo cual es una deuda vitalicia
que adquiere la entidad financiera con nosotros y que no está obligada a pagar
nunca. Ahora, eso sí, a los cinco años el emisor se reserva, si le interesa, el
derecho de cancelarlas; en cambio, el cliente no puede. ¿Son realmente fiables?
¿Qué pasaría si los intereses se dispararan al alza? Pues, lógicamente, que nadie
querrá nuestras participaciones perpetuas, y si intentamos venderlas en el
mercado secundario pueden llegar a cotizar a un tercio de su valor. Eso sí, a
veces el banco nos puede hacer una oferta muy «generosa» y nos las recompra
hasta por un cincuenta por ciento de su valor inicial. ¿Y qué pasa con los
intereses? Pues que el emisor solo está obligado a pagarlos si obtiene beneficios
suficientes. Además, si quiebra somos los penúltimos en la lista de acreedores,
únicamente por delante de los propios accionistas. ¡Menuda inversión
«interesante y segura» nos están vendiendo, aprovechándose impunemente de
que la gente está asustada con la crisis económica y bursátil!
—Claro, se fían de la persona más cercana, en este caso su banquero del
barrio —añadió Alicia.
—La gente ignora que esas mismas participaciones preferentes se pueden
adquirir en los mercados secundarios con unos descuentos que pueden llegar al
50 y el 75 % en función del riesgo de la compañía emisora. Eso implica que
podemos obtener rendimientos en torno al 30 % anual en vez del paupérrimo
interés que nos ofrece el banco si les compramos directamente a ellos las
participaciones.
—Si no fueras tú el que me lo cuenta, no me lo creería.
—También te ofrecerán fondos de inversión. Eso estaría muy bien si no te
intentaran vender aquellos en los que tienen más comisiones e intereses
comerciales. Y a veces hasta te recomiendan fondos de fondos; te dicen que de
esa manera se diversifica más y se reduce el riesgo, y con ello lo único que
estamos haciendo es pagar dos veces las comisiones.
Ya no se aguantaba más, tenía que decirlo.
—Ben, en nuestro banco nos atendía un señor muy amable, parecía muy
buena persona. ¿Estás diciéndome que nos estaba intentando engañar?
—No me malinterpretes, el comercial del banco es el primer engañado. A él
le ofrecen unos activos que tiene que vender (no olvides que un banco es una
tienda de servicios financieros), y parte de su sueldo está vinculado a las posibles
ventas que haga. No nos embauca conscientemente. Sus superiores le han dicho
que esos productos son buenos y la mayoría de los comerciales no domina los
entresijos de la banca de inversión. De hecho, ellos mismos a veces invierten en
los malos productos que están ofreciendo a sus clientes. Eso sí, cuanto más
rentable sea la operación financiera para la entidad comercializadora, más
incentivos económicos suele tener el distribuidor, por eso los mejores productos
de inversión no se anuncian ostentosamente, sino que suelen estar ocultos y
tienden a mostrárnoslos cuando no suscribimos ninguno de sus depósitos
prioritarios y estratégicos.
Tomó una firme determinación. En lo sucesivo, aunque no se lo exigieran en
el colegio, estudiaría también economía y finanzas para poder defenderse ante
las entidades financieras y pagar, gracias al conocimiento de la ley, menos
impuestos. Al escuchar las siguientes palabras pensó que Ben podía adivinar
telepáticamente sus pensamientos.
—Sé inteligente y valora siempre en su justa medida el pago de tus
impuestos. No los minusvalores, pues a largo plazo pueden deteriorar
sustancialmente tus rentabilidades. Warren ofreció un millón de dólares a quien
pudiera demostrar que él, el hombre más rico del mundo, pagaba más impuestos,
en términos porcentuales, que cualquiera de sus empleados de Omaha. Nadie ha
cobrado ese dinero. No hace apuestas en las que pueda perder; es un ganador
nato. La media de impuestos que pagaban los empleados de su oficina era del 32
% de sus ingresos; Warren cotizaba tan solo el 18 %. Él mismo reconoce que ese
hecho es una auténtica vergüenza.
—Bueno, si se lo permite la ley, no hace nada malo —salió Alicia en su
defensa.
—Warren siempre ha tenido una conducta intachable. Es fiel a su idea de que
se tarda veinte años en crearse una buena reputación y tan solo cinco minutos en
perderla. Su holding puede permitirse perder dinero, incluso mucho, pero lo que
no puede permitirse es perder ni un ápice de su excelente prestigio.
Alicia empezaba a creer que su amigo lo sabía todo.
—Mucha gente lleva toda la vida invirtiendo sus ahorros al son del criterio de
su banco. Un día, un vecino les aconseja un fondo que se ha revalorizado mucho
en el último año o ven un anuncio de una posible inversión que promete
rentabilidades de dos dígitos y, de repente, sin haber adquirido cultura ni
preparación financiera alguna, se lanzan a la aventura. Nuestras decisiones
siempre deberían adoptarse siguiendo la razón y nunca arrastrados por nuestra
intuición y emociones. Preocupémonos, antes de saltar al ruedo, de adquirir los
conocimientos financieros, económicos y fiscales que nos permitan hablar en
igualdad de condiciones con nuestro banquero. Nadie mejor que nosotros
mismos puede saber lo que más nos conviene. La mayoría, ante la ingente oferta
de productos financieros, se bloquea y acaba decidiendo al azar, eligiendo el
último que le ofrecen o preguntando a su comercial bancario: «Y usted, ¿qué me
aconseja?». Solo podrás invertir bien si conoces las reglas del juego. No confíes,
por pereza o desconocimiento, en que te saquen las castañas del fuego o en que
te toquen con la varita mágica, ni deposites tus esperanzas en la suerte del
novato y huye siempre del dinero fácil y rápido porque, como tal, no existe.
Puedes especular y ganar una o dos veces, pero si no eres consciente de que ha
sido la suerte y piensas que el éxito es debido a tu «innata inteligencia natural», a
la tercera acabarás con pérdidas.
Pensó, de nuevo, que tenía que aprender mucho sobre finanzas y tomó la
decisión de hacerlo ya. Se repitió una y otra vez, mentalmente, que no le
ocurriría lo que les había sucedido a sus padres. Cuando llegara a casa empezaría
a anotar todo lo que estaba aprendiendo de sus amigos de Wall Street.
—Seguro que habrás oído hablar de los fondos garantizados porque proliferan
por doquier.
—Sí, mis padres tienen dos.
—¿Lo ves? ¿Quién no tiene o no ha tenido uno? Te dicen que te garantizan el
capital y que te dan, en el caso de los más «generosos», el 100 % de la
revalorización de un determinado índice bursátil. La gente se lo cree y piensa en
lo bueno que es el banco al asumir todo el riesgo si baja la bolsa. Y ¿qué ocurre?
Pues que el susodicho índice bursátil ese año sube un 50 % y el ingenuo inversor
comprueba con estupor que su fondo garantizado tan solo se ha revalorizado un
2,8 %. ¿Por qué han pagado tan poco? Pues porque en la letra pequeñísima del
folleto ponía «el 100 % de la revalorización media mensual», y al hacer los
cálculos corrobora que doce partes del 50 % da un 4,16 %. Todavía no cuadra,
pero es que el sufrido cliente se olvida de las comisiones y seguros del fondo.
«Pues en verdad tenía razón el banco, lo debí de entender mal», piensa el
inversor, resignado, tras recibir las amables explicaciones de su amigo el
banquero. Recientemente, una «gran entidad financiera» liquidó su fondo
garantizado a cinco años. Su rentabilidad final estaba condicionada por la
revalorización media bursátil de las cinco peores compañías (valorando sus
cotizaciones), de entre una selección de veinticinco grandes empresas mundiales.
Estadísticamente, si evaluamos un gran número de sociedades, próximo a treinta,
sus revalorizaciones se distribuirán según la curva de Gauss, lo que implica una
alta probabilidad matemática de que siempre haya cinco de ellas que, en su
conjunto, den rendimientos negativos; estarán ubicadas en la parte más extrema,
a la izquierda de la curva. Lo entenderás más fácilmente si te imaginas los
resultados de los exámenes obtenidos por los alumnos de tu clase; siempre hay,
como mínimo, cinco suspensos. Así que el inversor, teniendo en cuenta las altas
comisiones del fondo, está irremisiblemente condenado a obtener plusvalías
fantasmagóricas que se le aparecerán, amenazantes, con una sola cifra, oronda,
regordeta y circular. Sin tantos circunloquios ni perífrasis, un 0 %. Los clientes
aún pueden estar contentos, después de todo, recuperan el capital, y para que
vean que el banco es un «amigo», les revierten parte de la comisión de
mantenimiento de su cuenta corriente y hasta les reservan dos calendarios para
las próximas navidades.
—Pero eso es el colmo, ¡qué desfachatez! Tendré que aprender también
matemáticas para que no me enreden —exclamó Alicia, entre incrédula e
indignada.
—Comentaremos brevemente otros de los productos financieros que te
intentarán vender valiéndose de mil artimañas y triquiñuelas, a saber: planes de
jubilación con seguro de vida; depósitos estructurados que requieren tres meses
de lectura continuada de su folleto «informativo» para lograr entender su
perverso mecanismo de asignación de rentabilidades, y digo perverso porque son
productos diseñados para que siempre gane, y mucho, la entidad financiera que
los oferta; planes de pensiones con unas comisiones desorbitadas, pésimos
rendimientos fruto de su mala gestión y con una penalización fiscal al rescatarlos
que se come los posibles beneficios fiscales iniciales. ¿Por qué crees que a mis
amigos españoles les regalan un jamón ibérico? Sí, como lo oyes, un «pata
negra», por contratar uno de esos ilíquidos y famosos planes de pensiones que
les han de «solucionar» la jubilación. ¿Crees que se molestan en explicar a sus
«apresados» suscriptores cuál es el «regalito» que dejarán a sus herederos si
fallecen antes de rescatar su queridísimo plan de pensiones? ¿Alguien se ha
molestado en avisarles de que si transmiten en herencia ese plan, sus
benefactores deberán pagar en el impuesto de la renta y no en el de sucesiones,
con la consiguiente mayor pérdida patrimonial?
—Pues, por lo que me cuentas, habría que entrar en nuestra oficina bancaria a
pedir consejo acompañados por un notario y un abogado — concluyó Alicia, un
tanto disgustada.
—Eso está bien pensado, yo añadiría: y salir «por piernas». Recuerda que el
banco comercial no es tu amigo. Deberíamos acercarnos a sus oficinas para
contratar, no para asesorarnos. Debemos ver a nuestro banco como una
herramienta que nos facilita la adquisición de aquellos productos financieros
sobre los que nos hemos informado, previamente, en las entidades y asesorías
independientes.
—No sé si voy a poder acordarme de tanta información —dijo con zozobra.
—No te preocupes, te regalaré un libro que explica lo más importante. Para
acabar con los ejemplos, te revelaré uno de los secretos mejor guardados, cuyo
conocimiento es absolutamente imprescindible para «no perder dinero». En la
banca comercial nos suelen aconsejar, engatusándonos, invertir nuestro dinero
de forma segura (después de todo nos jugamos el importe reservado para la
matrícula de la universidad de nuestros hijos, la jubilación, etc.), y para ello nos
animan a adquirir depósitos a plazo fijo con un interés predeterminado. De esta
manera, afirman, con los intereses compensamos la inflación y no perdemos
poder adquisitivo. Lo que no nos dicen es que el nivel de vida de la población
suele aumentar año tras año y eso se ve reflejado en el aumento del PIB
(producto interior bruto). Así pues, para que una cuenta a plazo fijo no nos haga
perder capacidad de compra, no basta con compensar solo la inflación, hay que
añadir la subida del PIB y descontar de las plusvalías obtenidas el coste fiscal del
pago de impuestos. Esta es la verdad y permanece oculta a los ojos de la
mayoría. Sin ir más lejos, el dólar norteamericano ha perdido el 90 % de su valor
desde 1950 hasta nuestros días. Recuérdalo siempre: solo si invertimos una parte
de nuestros ahorros en renta variable podremos evitar el empobrecimiento
progresivo.
Cada vez estaba más enojada.
—Sobre todo, aprende; no tropieces dos veces en la misma piedra. La primera
vez que tu entidad financiera te engañe será culpa de ellos; pero si te dejas
enredar en una segunda ocasión, por las mismas personas y en circunstancias
parecidas, serás tú la única culpable. Te lo tendrás merecido por ingenua y
confiada.
—¡Y por burra! —remarcó Alicia.
—Los depósitos bancarios a plazo fijo tienen un inconveniente, su iliquidez.
Imagínate que tienes invertido en uno de ellos un importante capital y que la
bolsa se desploma en unas pocas semanas un 50 %. Las acciones cotizan a
precios de risa. Puedes comprar, por ejemplo, títulos de grandes compañías
automovilísticas que fabrican coches de lujo y hacerlo a precio de patinete, pero
tienes un problema: la liquidez. Tu imposición a plazo vence en tres meses y
saldarla implica renunciar a buena parte de los intereses generados hasta ese
momento como consecuencia de la penalización por cancelación anticipada.
¿Estarías dispuesta a pagar el coste de la oportunidad? La gran mayoría de los
mortales esperaría al vencimiento y perdería, con esa decisión, una inmejorable
ocasión de suscribir renta variable a precios de saldo. Si ya habitualmente la
gente evita comprar en los períodos de fuertes caídas, hacerlo pagando el coste
de la oportunidad requiere, además, una férrea convicción y disciplina que está
al alcance de unos pocos inversores inteligentes.
—Creo que lo entiendo, pero no sabré cómo explicárselo a mis padres.
—Muy sencillo, relátales una historia.
—¡Cuéntamela, por favor! Me encantan vuestras anécdotas.
—Espera… déjame que se me ocurra una. ¡La tengo! Has adquirido una única
entrada para una gala de música clásica. Has pagado treinta dólares, un precio
módico, ya que la orquesta no es muy conocida. El billete de tu localidad es
nominal e intransferible. Pocas horas antes de la función recibes una carta en la
que te obsequian con un vale para una audición excepcional: el Mesías de
Haendel interpretado con instrumentos de época por una célebre orquesta de
cámara; son los mejores músicos, es una oportunidad única, solo hay un
concierto en tu ciudad. Pero hay un problema, es a la misma hora y el mismo día
que el recital ya abonado. ¿Serías capaz de desperdiciar tus treinta malogrados
dólares y acudir gratis a disfrutar del divino oratorio de Haendel?
—Por supuesto, lo haría, aunque con cierta rabia por la inoportuna
coincidencia.
—Si piensas así, estás capacitada para evaluar y pagar el coste de la
oportunidad. Eres ya una inversora aventajada.
Se ruborizó ante lo que ella consideró una exagerada alabanza.
—Como final a nuestro recorrido por las sucursales bancarias, ten siempre
presente que para ellos tú no eres una amiga sino un cliente, y si no acudes con
una idea bien estudiada de lo que quieres, puedes salir escaldada y con tus
ahorros diezmados. Como afirma Raimón Samsó: «¿Sabes qué es lo malo de no
saber qué hacer con tu dinero? Que, cuando lo mencionas, de inmediato
aparecen docenas de personas que ¡sí saben qué hacer con tu dinero!». Medita
bien sus ofrecimientos, reflexiona con la almohada y solicita siempre la
información por escrito. Si te manifiestan que no tienen todavía el folleto, te
esperas a que se imprima. Si la información está en un documento interno y no
puede salir de la oficina bancaria, como suelen alegar con frecuencia, que se
queden el susodicho documento y que le coloquen el producto a otro incauto y
confiado inversor. Desgraciadamente, en la escuela secundaria y en la
universidad nos enseñan a ser buenos empleados y excelentes profesionales, con
lo que nos capacitan para trabajar y ganar dinero, pero nadie nos explica cómo
hay que administrarlo; salimos con nuestro título de analfabetos financieros.
Antes de enmarcar el título deberíamos prepararnos para entender la vida, para
comprender las trampas que nos tiende, subliminalmente, la sociedad, para
adquirir un criterio propio que nos proteja de las noticias de los medios de
comunicación, de las campañas publicitarias, de los mensajes de nuestros
gobernantes, de los banqueros… El genial Mark Twain lo resumió así: «Nunca
permití que la escolaridad interfiriera con mi educación». Y Platón describe en
su Filebo, homenajeando a los discípulos de Sócrates:

El joven que ha bebido por primera vez de esta fuente es tan feliz
como si hubiese encontrado un tesoro de sapiencia; se extasía
verdaderamente. Entenderá cualquier discurso, pondrá todas las
ideas juntas para hacer una sola, entonces las separará y tirará los
pedazos. Se hará preguntas primero a sí mismo, después también a
los demás, a quienquiera que se acerque a él, joven o viejo,
discutirá con sus padres y con quien esté dispuesto a escucharle...

Ambos divisaron, lejano, un gran rótulo luminoso: «Depósito estelar al 2 %
TAE*». Alicia se preguntó cuántas trabas y condiciones llevaría implícitas, en
letra pequeña, el elegante asterisco.
—Tiembla cuando recibas un mensaje de tu entidad financiera que empiece
con un sugerente: «He pensado en usted para un producto muy interesante…» o
con un: «es usted un cliente preferente y muy especial para nuestra entidad y,
como premio a su fidelidad…». Si piensan en ti, estás en peligro, te encuentras
en el «ojo del huracán». Un inversor particular está totalmente desvalido ante la
gran banca comercial, es «carne de cañón». Huye de la adulación, los regalos,
los puntos y las promociones: las vajillas y los televisores debes adquirirlos en
una tienda.
—A mi madre le «regalaron» una cubertería —dijo, entre risas, la pequeña.
—Te leeré algunas de las expresiones que usan los bancos comerciales para
seducirnos con sus folletos propagandísticos y que deben alertarte siempre:

«¡Apresúrese, es una oportunidad única, no la deje escapar!».
«Realizamos una gestión activa de su dinero».
«No permita que otros se le adelanten».
«Nuestro producto ha sido seleccionado entre miles, especialmente para
usted».
«Con la garantía de nuestro equipo de expertos asesores».
«Nuestros resultados nos avalan».
«¡Dígaselo a sus amigos y se lo agradecerán!».
«Es un fondo exclusivamente pensado y diseñado para usted».
«Quédese tranquilo, su cartera estará en manos de expertos».
«Consiga la máxima rentabilidad a sus inversiones».
«Disfrute de nuestra dedicación exclusiva».
«Hablar de nuestra empresa es hablar de su éxito y de su tranquilidad».

—Mark Twain afirmaba: «Los banqueros tienen la mala costumbre de
prestarte el paraguas cuando hace sol y exigírtelo cuando empieza a llover». A lo
largo de tu vida tendrás que enfrentarte en muchas ocasiones con la gran banca.
Seguramente, cuando te independices, si deseas adquirir una vivienda debas
pedir un préstamo hipotecario; cuando lo hagas, no acudas temerosa a la oficina
bancaria, hazlo con la cabeza bien alta y dispuesta a luchar por tus intereses. Los
jóvenes adolecen de falta de experiencia, suelen ser más ingenuos y aceptan de
buen grado las condiciones del banco. «Después de todo, nos van a financiar la
casa de nuestros sueños, está en juego nuestra felicidad, no podemos
desperdiciar la oportunidad, y si demoramos nuestra decisión se nos puede
adelantar otro comprador», piensan con zozobra. Suelen firmar sin contrastar
otras ofertas y no negocian algunas cláusulas abusivas.
Alicia se acordó de las advertencias de su padre: «Disfruta de tu inocencia, la
perderás el día que un banco te haga firmar bajo un montón de incomprensibles
párrafos. Y si quieres saber el valor del dinero, como afirmaba Benjamin
Franklin, trata de pedirlo prestado».
—La mayoría disfruta criticando al gobierno, hablando de deportes, de viajes,
pero conversar sobre el dinero es, al igual que del sexo y de la muerte, un tema
tabú. Es impúdico desvelar nuestras inversiones y finanzas a amigos y familiares
(incluso a los más allegados). Se considera de mala educación y, por tanto, no
aprendemos de los errores de los otros. Si nos sentimos estafados o perdemos
parte de nuestro capital en la bolsa, callamos por miedo a parecer tontos y a ser
ridiculizados.
—Contéstame, Ben: si es tan difícil no perder el dinero contante y sonante
por el camino debido a esas pésimas inversiones que nos van a ofrecer, ¿no sería
mejor invertir el cien por cien de nuestro capital en bolsa, que por otra parte es lo
más rentable a largo plazo, y despreocuparnos por unos años?
—Para aquellas personas que disfrutan de unos ingresos fijos importantes;
que tienen otros activos, como inmuebles, que les generan beneficios si
enferman y se ven obligados a dejar de trabajar; que no tienen deudas; que no
venden, asustados, en los mercados bajistas; que pueden ver caer su inversión
más de un cincuenta por ciento y conciliar tranquilamente el sueño; que tienen
reservas para mantenerse durante por lo menos un año... Solo en esos casos la
respuesta sería que lo mejor que pueden hacer, en épocas de buenos precios en
las cotizaciones, es tener la totalidad de su capital invertido en renta variable.
Pero, cuidado, no lo olvides, en bolsa solo deberías depositar aquel dinero del
que puedas prescindir en los próximos diez o más años. Como acertadamente
afirma Bernstein: «A la hora de adoptar decisiones en condiciones de
incertidumbre, las consecuencias deben dominar a las probabilidades. Nunca
sabemos lo que va a pasar en el futuro». Así pues, invertir un cien por cien en
bolsa, por muchas probabilidades que tengamos de obtener ganancias
importantes, solo debería plantearse si podemos asumir, psicológica y
económicamente, las consecuencias de un posible crac en los mercados.
—¿Es cierto eso que dicen de que cuanto más jóvenes seamos más debemos
invertir en bolsa? —interpeló Alicia.
—Esa es una norma general —apostilló Ben— que se han sacado de la
bocamanga algunos de esos «ilustrados economistas» que se empeñan en
«solucionarnos la vida», simplificando las cosas hasta el punto de atreverse a
sugerirnos el tanto por ciento de nuestro capital que debemos invertir en
acciones. Se han inventado una fórmula mágica que, restando la edad del
inversor al número cien, les da el porcentaje de patrimonio que hay que depositar
en renta variable. Es genial ¿no te parece? ¡Qué lucidez! Apliquémosla: Warren
tiene 79 años, que restados a 100 nos da un 21 % de inversión recomendada en
bolsa. Dime… ¿cara o cruz? —inquirió Ben al tiempo que lanzaba una moneda
al aire.
—¡Cara! —eligió Alicia.
—Tú serás la encargada de decirle a Warren que, dada su avanzada edad, está
invirtiendo demasiado patrimonio en bolsa y que, por lo tanto, es un inconsciente
adicto al riesgo —aclaró Ben al comprobar, aliviado, que había salido cruz.
—Pero esta regla es absurda, es un insulto a nuestra inteligencia y al sentido
común —se reveló Alicia, un tanto soliviantada.
—Me alegra que lo entiendas así, no le reprocharemos nada a Warren. No
debería ser la edad, sino la necesidad de rescatar nuestra inversión en un
determinado período de tiempo la que condicione nuestro porcentaje de
inversión en bolsa. ¿Es prudente que un joven de treinta años invierta el 70 % de
su patrimonio en renta variable si va a necesitar su dinero, en poco tiempo, para
casarse, comprar un piso, amueblarlo y soportar un sinfín de gastos propios de su
edad? Y qué me dices de un anciano de ochenta años, inmensamente rico, ¿acaso
no puede dejarles a sus hijos la práctica totalidad de su riqueza en activos
bursátiles adquiridos a los precios de saldo actuales, con la excepcional
revalorización que obtendrán, él o sus herederos, en un futuro no muy lejano?
Ben se despidió, no sin antes recordarle que tenía una importante cita con
Warren Buffett.

Marco Lanaro Tichatschek


«Puedo cambiar de opinión en mi decisión financiera
en menos de dos semanas y, fundamentalmente,
es el precio el que lo determina.
Nada es demasiado bueno
para comprarlo a cualquier precio
y nada es demasiado malo
para que no sea irresistible a un precio muy barato».

Marco Lanaro (1966)
Inversor en valor
Gestor de Quality & Value SICAV. [1]

U n hombre horadaba, incansable, la tierra fértil con su barrena


manual.
—Cuarenta centímetros…, perfecto. Acércame la vid, colócala en el hoyo.
Ahora, coge la pala y rellena el agujero. Así, estupendo…, compacta bien la
tierra.
Sumido en su febril labor olvidó las formalidades.
—Disculpa, soy Marco.
Alicia no estaba acostumbrada a ensuciarse las manos. Resopló contrariada
mirando hacia el inmenso vergel del valle.
—El trabajo de la tierra es agotador, pero es reconfortante comprobar que con
el paso del tiempo la recompensa por tu esfuerzo se multiplica. Es muy
enriquecedor contemplar cómo se incrementa exponencialmente el fruto del
trabajo de tus manos. La población mundial seguirá creciendo y hoy, en
Argentina, puedes comprar una hectárea de terreno de labranza por apenas 350
$. ¡Sí! Has oído bien, por menos del coste de un móvil de última generación; sin
duda será una buena inversión porque la población no se alimenta, ni lo hará en
el futuro, de números y de servicios. Aquí en Merano, lejos del ajetreo de Wall
Street, en esta naturaleza exuberante, la vida discurre pausadamente, las
inversiones reposan y maduran pacientemente, como el buen vino que darán
estas viñas.
Contempló extasiada el frondoso paisaje. Las viñas alineadas y cultivadas en
desafiantes terrazas parecían contener la empinada ladera. El valle sostenía las
montañas nevadas. Un majestuoso castillo dominaba el idílico entorno.
—Ese castillo oculta otro más grande y encantador en el que se hospedaba la
emperatriz Sissi. Es la fortaleza de Schloss Trautsmandorf. Tiene un cuidado
jardín botánico y me gustaría enseñártelo.
—¿Conoces a Warren? Hace apenas unos minutos estaba con él en Wall
Street. No entiendo qué hago aquí…, por tu acento pareces italiano.
—Estás en el norte de Italia. Por cierto, Warren me ha recordado que no te
entretengas demasiado, tienes una importante conferencia pendiente en Nueva
York.
Alicia se pellizcó. «Debo de estar soñando. ¿Habré llegado teletransportada
por los neutrinos?».
—He viajado mucho y eso me ha enriquecido enormemente, he conocido
muchas buenas personas y de todas ellas he aprendido algo. Mi mejor amigo es
hindú, mi pareja catalana, he estudiado con todas las razas, he aprendido idiomas
y en cualquier país me encuentro como en casa. Los nacionalismos extremos y
excluyentes son nefastos. Quiero compartir contigo unas bellas palabras, no sé
de quién son, pero quien las escribió era otro ciudadano del mundo: «Tu coche
es japonés, tu pizza es italiana, tu democracia es griega, tu café es brasileño, tus
vacaciones son marroquíes, tus cifras son árabes, tus letras son latinas y te
atreves a decir que tu vecino es extranjero».
—¿Qué opinas de los políticos? —espetó Alicia con cierta brusquedad.
—Nunca es bueno generalizar. La Unión Europea es fruto del esfuerzo de los
políticos y nuestra moneda, el euro, es nuestra mejor defensa. No olvidemos que
el euro nació como consecuencia de ese esfuerzo unificador. Estamos entre dos
gigantes, Estados Unidos y China, y si no permanecemos unidos seremos
aplastados económicamente. De todas maneras, creo que tenía razón Thomas
Jefferson cuando dijo que el mejor gobierno es el que menos gobierna. Cada
nueva idea en el mundo procede de la mente de un solo hombre y algunos de
esos hombres han tenido que enfrentarse a los Estados y a la Iglesia, como el
pobre Galileo, y han pagado un alto precio por ello. Thomas Woods apuntó que
cuando el sector privado introduce una innovación que hace que los pobres vivan
mejor que cuando esta no existía, o que ofrece beneficios o ventajas que nadie
más está preparado para ofrecerles, alguien en nombre de la ayuda a los pobres
pugnará por su restricción o abolición. La Revolución industrial supuso un gran
avance para la humanidad; se mecanizaron los procesos de producción y se pudo
fabricar más en menos tiempo y mucho más barato; con esa automatización la
población tuvo acceso a más bienes de consumo. Pues bien, la mecanización
sufrió la oposición hostil de los propios trabajadores y de los sindicatos, que
llegaron a destruir la maquinaria de las fábricas.
—Mi padre dice que mientras los políticos sean miopes y se preocupen
mucho más de comprar votos con sus decisiones cortoplacistas que de mirar al
futuro, procurando mejorarlo, no hay solución —comentó Alicia.
—Deepak Lal opinaba igual: «La creación de gigantescos estados
redistributivos en Occidente ha tenido sorprendentes consecuencias no previstas,
como la corrupción del debate público en la medida en que los políticos luchan
por comprar votos con dinero ajeno». Como dijo Groucho Marx: «La política es
el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar
después los remedios equivocados». Hubo grandes momentos en la historia,
también en la política: Grecia en el periodo clásico, Roma en la etapa
republicana, luego mucha oscuridad hasta, en mi opinión, Estados Unidos y sus
llamados padres fundadores, entre los que destacaría a Benjamin Franklin,
George Washington, Thomas Jefferson y Thomas Paine. No sé si podemos
considerar a Martin Luther King como un político al uso, pero pronunció unas
hermosas palabras: «No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos,
de los deshonestos… Lo que me preocupa es el silencio de los buenos».
Alicia dominaba bien la historia de su país. Repasó mentalmente sus
conocimientos sobre Thomas Jefferson, uno de sus gigantes, gran polímata,
ilustrado liberal, político, filósofo, horticultor, arquitecto, arqueólogo,
paleontólogo, músico, inventor, el ejemplo de homo universalis junto, entre
otros, con Aristóteles, Copérnico, Franklin y Leonardo.
—Amos Tversky observó que es aterrador pensar que puede que no sepas
algo, pero es mucho más aterrador pensar que el mundo está dirigido por gente
que cree que sabe perfectamente lo que está pasando. Pero entremos en materia
—dijo Marco, interrumpiendo su breve repaso histórico—. Buffett le aseguró a
su futura esposa que serían multimillonarios, pero que para ello deberían vivir
austeramente, porque si residían en grandes mansiones tendrían que
desprenderse de buena parte de su dinero y, justamente eso, el capital, era su
herramienta de trabajo; sin dólares no podrían invertir, sería algo así como un
herrero sin yunque, como un payaso sin sonrisa, como intentar tocar el piano sin
teclas. También le declaró que la práctica totalidad de su fortuna se destinaría a
obras benéficas. Sus hijos se educaron en una escuela pública y nunca supieron,
hasta bien entrada la edad adulta, que su padre era multimillonario. Cuando su
amigo Bill Gates visitó su casa en Omaha, nada más entrar se percató de que no
tenía cojines en el salón, pero eso no era lo extraño; lo más curioso es que
Buffett no consideraba que los necesitara. «Quien compra lo superfluo no tardará
en verse obligado a vender lo necesario», afirmó Benjamin Franklin.
—¿Por qué queréis ganar tanto dinero los value investors? Sí, ya sé que soléis
ser muy generosos donando gran parte de las ganancias, pero… ¿no sería más
lógico y más cómodo, una vez obtenida la libertad financiera, jubilarse y dejar
que trabajen otros? Si Warren sacara todo su dinero en billetes de cinco dólares y
los pusiera alineados uno al lado del otro podría viajar a la Luna, ida y vuelta,
dos veces y media y aún le sobrarían algunas monedas para venir a visitarte a…
—Cortina d’Ampezzo. Sería bienvenido. ¿Qué haré cuando tenga toda la
riqueza que generarán todas mis inversiones en el futuro? Pues, sinceramente, no
lo sé. El dinero lo concibo como oportunidad, oportunidad de hacer cosas, no lo
contemplo como riqueza meramente material. Muchos ansían la riqueza
pensando que con ello podrán comprar felicidad, pero realmente los bienes y
posesiones son solo un instrumento, no una meta. Benjamin Franklin dijo: «De
aquel que opina que el dinero puede hacerlo todo, cabe sospechar con
fundamento que será capaz de hacer cualquier cosa por dinero». Yo soy feliz
cuando corro, cuando practico esquí de fondo, cuando nado, cuando escalo
montañas o cuando juego al tenis. Soy feliz compartiendo mi tiempo con
personas que me enseñan algo y cuando estoy con mi familia y mis amigos.
Puedo prescindir sin grandes problemas de las cosas materiales. De niño llegué a
desear tanto algún juguete… y luego, cuando por fin lo tenía, no me colmaba de
felicidad, me sentía más bien vacío.
—¿Así que buena parte de nuestra felicidad dependerá del buen uso que
hagamos de nuestro dinero? —comentó Alicia.
—Siempre me cautivó el Renacimiento porque los ricos invertían en arte y en
ciencia, eran mecenas de pintores, escultores y de genios como Leonardo da
Vinci. Fue una gran época y se empleó bien la riqueza.
Alicia se sentía libre, abrazada y atrapada por decenas de imponentes y
desafiantes montañas nevadas. Extrañamente, una inmensa sensación de
felicidad la liberaba de sus problemas…, lejanos…, ya casi olvidados.
—La madre Teresa de Calcuta afirmó que la felicidad no es un sentimiento,
sino una decisión —añadió Marco.
Miró al cielo instintivamente.
—Haces bien en no lamentarte demasiado por tus penas actuales. «Si lloras
porque no puedes ver el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas». Son
bellas palabras de Rabindranath Tagore. Para no quejarnos inútilmente,
busquemos siempre un porqué. Victor Frankl hizo suyas las palabras de
Nietzsche: «Quien tiene un porqué para vivir, puede soportar cualquier “cómo”».
—¿Supongo que debes de ser un value investor y que me vas a enseñar
algunas de tus ideas para invertir con éxito?
—El más humilde de ellos. Como decía Epicteto: «Es imposible que un
hombre aprenda lo que ya cree saber». Tienes la edad ideal para empezar a
invertir. Bueno, sería mejor que no fueras tan vieja —matizó Marco, con ironía
—. Supongamos que ahorras ochenta euros mensuales durante treinta y cinco
años y que los inviertes con una rentabilidad media anual del 15 %…
—Sí, lo sé, acumularía una elevada suma de dinero gracias al interés
compuesto.
—¡Más de un millón de euros!
—Pero tengo tiempo, soy muy joven aún —aclaró Alicia con cierto tono
reprobatorio.
—Consideremos dos personas de la misma edad. Ambos invierten a un 12 %
anual. El inversor A aporta 2.000 dólares cada año durante seis años, empezando
a invertir a los 22 años y dejando de hacerlo a los 29. El inversor B empieza a
invertir a los 29 años y a partir de entonces asigna esa misma cantidad de 2.000
dólares durante 37 años. El A aporta un total de 2.000 dólares y el B de 64.000.
¿Quién piensas que acumulará más dinero para su jubilación?
Contempló de nuevo las escarpadas cumbres con sus siluetas cortando el
límpido cielo azul. Los value investors son especiales, pensó.
—Ambos habrán obtenido un capital de 1,2 millones de dólares. Así que, no
demores más tu ahorro y tus inversiones. Empezar lo más pronto posible es una
gran ventaja para alcanzar tu libertad financiera.
—No entiendo ese especial empeño que tenéis todos por hacerme rica.
—Leerás muchos libros que tratarán de convencerte de que el mercado es
eficiente y de que es una tontería pagar elevadas comisiones por una gestión
activa que, en esencia, por reversión a la media, no puede batir a los índices. Yo
pienso que sí merece la pena luchar por ese extra de rentabilidad y el value
investing puede ayudarte a conseguirlo. Arañar un 10 % anual a la media no es
fácil, lo reconozco, pero Buffett lo ha logrado de forma sostenida a lo largo de
los años.
Marco mostró unas sencillas notas:

Rentabilidad

10 % 20 %
10 años x 2,6 x 7
20 años x 7 x 30
30 años x 17 x 240

—Esas diferencias exponenciales en las rentabilidades se deben a la
capitalización de las plusvalías que, gracias al interés compuesto, magnifican los
beneficios hasta límites increíbles. ¿Conoces la historia de la venta de la isla de
Manhattan por el equivalente de 24 dólares en mercancías?
—¡Vaya engaño! ¡Pobres indios! –exclamó Alicia, indignada.
—Sí, tienes razón, pero solo en parte. Los tontos no fueron los nativos. Fue
comprada por los colonos holandeses en 1626 a los indios lenapes, que eran
nómadas y no tenían definido el concepto de la propiedad. Vamos, que la isla no
tenía dueño, así que los indígenas tomaron los regalos y montaron su
campamento en otro lugar desocupado. Pues bien, si los indios hubieran
invertido el equivalente en monedas, es decir, los 24 dólares a un 8 % anual, en
el año 1995 habrían acumulado (bueno, sus descendientes) 28 billones de dólares
y a los precios de ese año habrían podido comprar toda la isla, incluyendo sus
edificios, y les sobraría dinero para adquirir buena parte de Los Ángeles.
—¡Vaya con los indios!
—Reescribamos la historia. Te sorprendería saber que el salvaje Oeste no fue
tan salvaje. Nuestros políticos nos han convencido de que únicamente papá
Estado es capaz de velar por el orden y el bienestar de sus ciudadanos como si
un estado liberal (pongo estado en minúsculas a propósito) no pudiera generar
bienestar. ¿Qué te han explicado en el colegio al respecto? No me contestes, ¿a
que adivino quiénes te han dicho que fueron los responsables de la caída del
Imperio romano?… ¡¡¡Los bárbaros!!!… Pues sí fueron los bárbaros, pero no las
tribus invasoras sino los bárbaros gobernantes romanos que con sus políticas
intervencionistas, del todo gratis, de las subvenciones para comprar votos, de la
manipulación y regulación del libre comercio y de la fijación de precios,
sumieron a la población en una pobreza tal que, para el pueblo romano, la
llegada de las tribus «bárbaras» fue una auténtica liberación.
¡Reescribir la historia! Con lo que le costó a nuestra protagonista sacar un
sobresaliente en esa asignatura. Alicia empezó a notar una sudoración fría que
recorrió todo su cuerpo.
—Deberé desaprender lo aprendido para aprender de nuevo. ¡Uffff…! —
sopló angustiada.
—Es clave diferir el pago de los impuestos por las plusvalías acumuladas. En
una inversión anual de 2.500 euros a lo largo de 25 años y con una rentabilidad
media anual del 15 %, la diferencia entre pagar un 25 % sobre las plusvalías
anualmente y el hacerlo al final de los 25 años por la totalidad acumulada de los
beneficios supera los 125.000 euros.
Una fuerte y tenaz ráfaga de viento gélido se encaprichó obstinadamente de la
larga cabellera de Alicia.
—Como decía Marc Faber: «Piense que, en general, es muy difícil batir al
interés compuesto. Si usted hubiera invertido dinero en el momento del
nacimiento de Cristo a un 5 por ciento anual, tendría un capital líquido mayor
que el valor actual del mundo entero».
—En ese enunciado faltan datos. Todo dependerá de la cantidad invertida –
protestó Alicia.
—Lo importante no es tanto el capital inicial sino el tiempo. El dinero
invertido es la pequeña bola que inicia el descenso por la ladera de la montaña y
la longitud de la pendiente representa el tiempo. El efecto bola de nieve del
interés compuesto es increíble. Margrit Kennedy certificó en su libro Dinero sin
inflación ni tasas de interés que, si hubieras invertido tan solo un céntimo el día
del nacimiento de Jesús a un 4 % anual, en 1750 tendrías una gran bola de oro
cuyo peso equivaldría al de todo el planeta.
—Bueno, eso también dependería del precio del oro —puntualizó Alicia, que
estaba especialmente combativa.
—No peleemos por nimiedades. En 1990 acumularías 8.190 de esas esferas.
—Tampoco se trata de colapsar la tierra —protestó Alicia.
—Supongamos que por fin has conseguido ahorrar un millón de dólares y
piensas vivir de rentas. Dado que la bolsa te ofrecerá una rentabilidad media
anual de un 9 o 10 %, decides que cada año gastarás un 7 % de tu capital, es
decir, unos setenta mil dólares, y que tras pagar tus impuestos sobre las
plusvalías, con lo que te queda, podrás vivir holgadamente.
¿Te parece bien esa estrategia?
—Sí, sí, naturalmente —aceptó Alicia, quien no se imaginaba tanto dinero
junto.
—Si sufres quince años malos de bolsa en los que los mercados permanezcan
planos o incluso bajen (considera que eso no es tan improbable) habrás agotado
todo tu capital y, por lo tanto, no podrás recuperarlo en las siguientes subidas. Es
más sensato que saques solo un 7 % anual y, mejor aún, un 4 % del capital
restante, no del capital inicial, así siempre te quedará dinero suficiente para estar
invertida cuando se recuperen las cotizaciones. Además, con esa estrategia, si
disfrutas de años de fuertes subidas hasta podrás disponer de más dinero, si así lo
deseas, del que inicialmente preveías.
—Dime, Marco, ¿se necesita mucha inteligencia para invertir con éxito?
—Cuando Henri Frédéric Amiel sentenció que la inteligencia es útil para todo
y suficiente para nada, no pensaba en las finanzas. Buffett afirmó que el éxito en
las inversiones no se corresponde con el cociente intelectual una vez se está por
encima de cien: «Si tienes una inteligencia corriente, lo que necesitas es carácter
para controlar los impulsos que hacen que otras personas tengan problemas a la
hora de invertir». Así que, toda la inteligencia que poseas por encima de 100 o
120 la puedes vender, y con el dinero que obtengas comprar algo de
imaginación. No pienses que es broma. Los supergenios suelen tratar de vencer
al señor Mercado complicando las cosas; su cerebro es demasiado complejo para
invertir de forma sencilla. Graham articuló la siguiente idea al respecto: «No
hace falta ser un genio para ser un analista de valores de éxito; lo que se necesita
es, en primer lugar, una inteligencia razonable; en segundo lugar, sólidos
principios de actuación y, en tercer lugar, lo más importante, firmeza de
carácter». Doris Lessing también quiso opinar sobre el tema: «El talento es algo
bastante corriente. No escasea la inteligencia, sino la constancia».
Nuestra parejita value había iniciado el descenso hacia el valle. El castillo se
divisaba más cercano.
—El éxito de tus inversiones y proyectos dependerá, en buena medida, de tu
imaginación. Los psicólogos advierten que a los ocho años ya hemos perdido el
90 % de nuestra fantasía y buena parte de ello es como consecuencia de los
rígidos programas educativos. Es un error lanzar una red sobre los ojos de los
que tienen alas. Nadie lo ha enunciado mejor y con menos palabras que Carl
Jung: «Todos nacemos originales y morimos copias». Einstein afirmó que, en los
momentos de crisis, solo la imaginación es más importante que el conocimiento.
Arthur Schopenhauer sostuvo que todo individuo considera que los límites de su
propia visión son los límites del mundo. Esfuérzate por ser imaginativa y
creativa al máximo. Debes ser capaz de imaginarte todas las alternativas y
comprender las consecuencias de las opciones más improbables y extremas.
Hacía frío, frío de montaña, un frío revitalizador. Alicia olvidó su cansancio
por unos instantes.
—Si analizas la variabilidad de la cotización de las empresas en el último
año, comprobarás que la mayoría de ellas se mueven, al alza y a la baja, en una
amplia horquilla cuyo gráfico simula la cordillera del Himalaya. La oscilación
media de las acciones a lo largo de un año es de un 50 %. No tiene sentido que
ese rango de precios fluctúe de forma maniacodepresiva y que lo haga en un solo
año y se repita siempre lo mismo, año tras año. Es evidente que las cotizaciones
son inestables y varían mucho más que el auténtico valor de la compañía. ¿Qué
razones ocultas explican esa extrema volatilidad?
—Seguro que la ceguera del señor Mercado tiene bastante culpa — atestiguó
Alicia.
—Por supuesto, y el miedo y la codicia buena parte de la culpa restante. El
miedo a perder hace que cuando cunde el pánico se precipiten las ventas, y la
codicia consigue que, en los mercados eufóricos, la burbuja se hinche hasta
límites de locura. Cuando todo se ve negro se necesita una mente abierta para
pensar que las cosas son cíclicas y que van a mejorar y, por el contrario, como
afirma Buffett: «Unos precios en alza son un narcótico que afecta a la capacidad
de razonamiento en todos los sentidos».
—¿No es bueno consultar permanentemente las cotizaciones, verdad, Marco?
—Buffett mira de reojo la cotización de Berkshire una vez a la semana. En
realidad, él mismo reconoce que podría hacerlo cada cincuenta años pues nunca
ha vendido una sola acción. Como afirma Phil Fisher: «El mejor momento para
vender una buena acción es casi nunca». Los inversores suelen consultar a diario
los valores liquidativos de sus inversiones, lo que en sí mismo no es malo,
siempre que no tomemos demasiadas decisiones, ya que una brusca e
injustificada subida o bajada puede representar una oportunidad de venta o de
compra, respectivamente.
Marco enfatizó el adverbio.
—Entiendo que siempre comprando en la caída extrema y vendiendo tras la
gran subida —puntualizó Alicia—. ¿O no es así?
—En general, así debería ser. Al buen inversor solo le preocupa el precio el
día de la compra y el de la venta. En el ínterin lo único que debe verificar es el
valor intrínseco de su inversión. El mercado está allí, dándonos los precios
diariamente para tentarnos, pero somos nosotros los que debemos decidir si la
tasación ofertada es o no aceptable y conveniente para nuestros intereses. El
señor Mercado cotiza para servirnos, no para mandarnos; no seamos sus rehenes
sino sus dueños. Es una enorme ventaja que el señor Mercado dé diariamente un
precio, tanto de compra como de venta, a nuestras acciones, cosa que no pasa en
ningún otro ámbito de la vida real con nuestros activos no cotizados. Es
extraordinario, y quien entiende esa ventaja ya tiene mucho ganado.
Marco sacó un pequeño muelle del bolsillo.
—Imagínate tu empresa como un muelle en posición de reposo. Su longitud
representa el valor real, es decir, su valor intrínseco. Por la ineficiencia y la
volatilidad del señor Mercado ese muelle se comprimirá en momentos de
pesimismo, cotizando a unos precios inferiores a su valor intrínseco y, por el
contrario, en los períodos de euforia la cotización subirá por encima de su valor
real estirando la espiral del resorte hacia arriba. Pero ten presente que con el
paso del tiempo el muelle retornará a su posición de reposo, es decir, que precio
y valor coincidirán. Una vez estimado el valor intrínseco, necesitamos la
suficiente paciencia para esperar a que el precio y el valor confluyan. No
pretendamos que el mercado nos dé la razón al poco tiempo; a veces habremos
de esperar años.
—Es evidente, hay que comprar con el alambre comprimido al máximo.
—Cuando el muelle está muy estirado y la mayoría saca pecho en el lado
comprador, esos inversores ya se convierten en potenciales vendedores a los que
cualquier bajada de previsiones, descenso de valor o salida de grandes capitales
o inversores institucionales pueden provocar el denominado «efecto contagio».
No prestemos demasiada atención a las malas noticias salvo para aprovecharnos
de ellas. «No tendrás nunca precios bajos junto con buenas noticias». Tus
decisiones deben tomarse únicamente en función del precio que pagas y del
valor que recibes. Así que ya sabes: «Compra tus acciones como si fueras al
supermercado, no como si fueras a la perfumería». Y, sobre todo, sé humilde
revisando periódicamente el valor intrínseco de tus activos y reevalúa si tu
proceso inversor es racional. Ten siempre presentes las palabras de Joel
Greenblatt: «Elegir acciones concretas sin tener ni idea de lo que hacemos es
como correr por una fábrica de dinamita con un fósforo encendido en la mano.
Es posible que salga con vida, pero seguirá siendo un idiota».
Ambos descargaron una sonora carcajada.
—Dice Juan Roig, el artífice del éxito de Mercadona, que quien no se plantea
su negocio a diario, quien no duda de sus actos todos los días, para reafirmarse o
cambiar, nunca triunfará. Yo he sido educado en la filosofía de la confianza,
pero sin dormirme. Confiar sí, pero siempre después de comprobar. Mi amigo
Beltrán me contó la historia de un padre que sube a su hijo a una mesa y le dice
que se tire, que no tema, que él le cogerá antes de caer al suelo. El hijo,
temeroso, duda, y el padre le anima asegurándole que confíe en él, que le
atrapará en el aire. Finalmente, se tira y se estampa contra el suelo. Y el padre
concluye: «Para que no te fíes ni de tu padre».
—¿No es muy arriesgado invertir llevando la contraria al sentimiento de la
mayoría y hacerlo a contracorriente desafiando a las tendencias? —preguntó
Alicia.
—Keynes creía que el principio fundamental de las inversiones es ir en contra
de la opinión general, ya que, si todo el mundo estuviera de acuerdo en las
ventajas de una inversión, esta sería forzosamente demasiado cara y, por lo
tanto, poco atractiva. Si pretendes vivir de tus inversiones en acciones basándote
en sectores o áreas geográficas de moda, me temo que, como afirmaba J. Paul
Getty: «Para alcanzar el éxito financiero tendrías que levantarte temprano,
trabajar duro y encontrar petróleo». Todo eso es cierto, pero como value
investors no deberíamos volvernos ciegamente contrarians. Seamos lógicos y
emocionalmente fríos. «Usted ni tiene razón ni se equivoca, aunque la
muchedumbre discrepe con usted. Usted tiene razón porque sus datos y
razonamientos son correctos», esas son sabias palabras de Buffett. No decidamos
únicamente porque sea lo contrario de lo que la multitud esté haciendo, sino
porque sabemos los motivos por los que la masa está equivocada. Intentemos
buscar y encontrar empresas que tengan posiciones de mercado fuertes con
importantes barreras de entrada en su negocio, que produzcan flujos de caja
positivos y, sobre todo, rastreemos sus ventajas y catalizadores, que es la parte
no cuantitativo-mecánica o más cualitativa de invertir y, por eso, la más
subjetiva y difícil de todas. Invertir únicamente bajo un criterio cuantitativo
implica arriesgarse a tener problemas, porque lo improbable tiende a ocurrir
constantemente y tener opiniones erróneas conlleva graves consecuencias. No
hay nada peor que una fuerte convicción, pero errónea, sobre nuestra valoración
de un activo, porque ello puede conducirnos a la ruina si concentramos mucho
nuestra inversión basándonos en ese convencimiento equivocado.
—Eres muy atento conmigo y encima no me pones problemas matemáticos
—agradeció Alicia.
—¿Qué te parece esta fórmula? 2 + 2 = 5 ‒ 1.
—Hombre, Marco, pues que sí, que 5 ‒ 1 son 4.
—La postuló Kostolany, y también podría haber apuntado como fórmula un 2
+ 2 = 3 + 1. La longitud del muelle en reposo, el valor intrínseco del activo, es
cuatro. Cuando está a cinco, el muelle está estirado; a tres, está comprimido.
—De acuerdo, lo he entendido. Mejor comprar a tres.
—Kostolany decía sabiamente: «Lo que en bolsa todo el mundo sabe, a mí no
me interesa». Busquemos las cosas baratas, pero teniendo siempre presentes
nuestras ventajas como inversores, entre las que se incluyen la adopción de una
estrategia de largo plazo y el conocimiento de cuáles son los catalizadores
necesarios (recompra de acciones, OPA…), para que el precio pueda, en algún
momento, reflejar el valor intrínseco. Los value investors somos contrarians por
naturaleza, pensamos que las masas son simples y exageradas en sus
comportamientos, tratamos de ir en sentido contrario a la mayoría porque
creemos que el movimiento de la colectividad genera oportunidades de las que
aprovecharnos. Pero siempre que veamos esos movimientos en los mercados
deberíamos dar un paso atrás, reflexionar y analizar sistemáticamente nuestra
posición y estrategia. No siempre es bueno ser ciegos y fanáticamente ir
contracorriente por norma; muchas veces las inversiones, sean acciones u otros
instrumentos, han caído por buenas razones y es imprescindible entender el
porqué de dichas caídas. Nuestra naturaleza contrarian nos induce, además, a
invertir demasiado pronto, comprando barato para luego ver cómo las
cotizaciones caen a baratísimo; cuando esto sucede no hay mucha diferencia con
haberse equivocado, aunque, ciertamente, el valor intrínseco sea bastante más
alto. Además, como expresó Keynes: «El mercado seguirá siendo irracional
durante más tiempo del que tú puedas mantenerte solvente». Para evitar esos
efectos negativos de nuestra naturaleza contrarian, tratemos de entender la
psicología de los inversores: ¿por qué están actuando así?, ¿cuáles son las
fuerzas que hacen que los diferentes instrumentos de inversión estén cayendo?,
¿cuánto tiempo puede seguir esa tendencia? Y, sobre todo, busquemos una
ventaja sólida como podría ser el aprovecharnos de momentos en los que hay
ventas forzadas o cuando podemos permitirnos tener una visión de largo plazo
mientras la mayoría de los inversores están preocupados por el corto plazo. Pero
ten presente, además, que demorar demasiado la decisión puede hacernos perder
o dejar de ganar mucho dinero. Recuerda la cita de Peter Lynch: «En el
momento en que la señal es recibida, el mensaje ya puede haber cambiado». No
postergues tu decisión: «Ninguna idea puede ser más provechosa que las
acciones que se llevan a cabo para ejecutarla».
Marco adornaba sus palabras con amplias sonrisas. Alicia caviló sobre lo
felices que parecían todos los value investors.
—¿Sabes qué es la beta?
«Ya empezamos con las letras griegas», pensó Alicia, un tanto molesta.
—Pues no muy bien, pero va detrás de la alfa: alfa, beta, gamma, delta,
épsilon…
—No es difícil encontrar estrategias de inversión que son claramente erróneas
pero que, a la vez, son muy populares. Una de esas tácticas está basada en usar
como referencia el índice beta y otra el uso de órdenes con stop loss.
El stop loss, ¡mi viejo amigo! —rememoró Alicia, acordándose del analista
técnico.
—Vamos a comentar la primera táctica. Muchos expertos usan la beta para
medir el riesgo, pero en realidad esta suposición es completamente errónea ya
que la beta mide solo la volatilidad de un instrumento de inversión comparado
con otro activo. Por ejemplo, si una acción tiene una beta de 1,20 quiere decir
que su movimiento es un 20 % mayor que su índice de referencia, no que es un
20 % más arriesgada. El riesgo es la probabilidad de pérdidas permanentes de
capital y no tiene nada que ver con la volatilidad. Asumir que riesgo y
volatilidad son equivalentes sería lo mismo que afirmar que comprar 10 dólares
en activos a 6 dólares es más arriesgado que comprar los mismos activos a 8
dólares, lo cual no tiene ningún sentido.
—¡Mensaje recibido! Invertir considerando el valor de la beta es irracional, y
hablando más coloquialmente… ¡es una solemne tontería! —recalcó Alicia.
—La segunda estrategia de inversión, que implica el uso de órdenes stop loss,
es todavía más ridícula y absurda. Vamos a asumir que compramos una acción a
10 dólares y que inmediatamente después de su compra el precio cae a 8 dólares.
A este nivel se ejecutaría el stop loss y la acción se vendería. Para una persona
mínimamente razonable y que esté fuera del «sofisticado» mundo del stop loss,
esa decisión implica que el inversor vende sus acciones a 8 dólares, es decir, a
un precio que es más atractivo para la compra que a 10 dólares. De nuevo, ¡no
tiene ningún sentido! Lo más grave e inadmisible éticamente es que muchas
instituciones venden a sus clientes complejos y caros productos que usan la
estrategia del stop loss como herramienta de inversión. El resultado es que no
solo la inversión se vende cuando es más atractiva para su compra, sino que se
compra de nuevo cuando el precio vuelve a subir a un cierto nivel superior. Es
un disparate, un despropósito, un desatino, una barbaridad, no tiene ningún
sentido y los clientes pagan comisiones por esta locura. Kostolany advirtió que
cualquiera que tuviera una cartera con un stop loss medio de un 10 % inferior
sobre el precio de cotización y lo aplicara en mercados muy volátiles estaba
condenado a obtener eso, una rentabilidad negativa de un 10 %. Te preguntarás
por qué, pues muy simple, como consecuencia de la importante oscilación actual
de los precios lo más probable es que en algún momento la cotización toque el
stop loss y vendamos justo un 10 % por debajo del precio inicial a defender.
¡Vaya protección!
Marco se lo estaba pasando en grande disertando con nuestra pequeña. Un
majestuoso halcón peregrino sobrevoló muy próximo, como queriendo
obsequiarles con su elegante vuelo.
—Los inversores que usan el índice beta y las órdenes stop loss como
estrategia de inversión sufren dos tremendos déficits de razonamiento:
No tienen idea de cómo valorar una inversión.
No piensan como propietarios de un negocio.
Como resultado, esos especuladores no disfrutan de la oportunidad y de la
ventaja de comprar a precios bajos y consideran la caída de precios como una
derrota. ¡No pongas un stop loss a tu vida! —recalcó Marco, mirando
cariñosamente a Alicia—. La volatilidad es inherente a la esencia bursátil, y
cuando las mejores inversiones bajan su cotización (sin ningún cambio en sus
fundamentales) el inversor inteligente se alegra y aprovecha esas bajadas.
Asumir que volatilidad y riesgo corren paralelas es una de las tonterías más
grandes que se han dicho jamás en economía. Nos han mentido, siempre lo han
hecho y lo seguirán haciendo. Nos han engañado en las escuelas de negocios, en
las entidades bancarias y en las asesorías de inversión. Nos han inculcado que, si
queríamos obtener más plusvalías, debíamos asumir más riesgos. Si partimos de
la base de que las inversiones más arriesgadas van a ofrecer retornos superiores a
las menos arriesgadas, si nos creemos esa premisa, por definición, ya no serían
decisiones más arriesgadas. El riesgo no radica en la volatilidad de las acciones
en el corto plazo. El riesgo reside en no saber lo que hacemos, en no fijarse un
horizonte de inversión lo suficientemente amplio, en no entender en qué estamos
invirtiendo y en no evaluar correctamente el precio que pagamos en relación con
el auténtico valor de los activos que adquirimos. Como dijo Henry Kaufman:
«Hay dos tipos de inversores que pierden dinero: los que no tienen ni idea y los
que lo saben todo». Mark Twain también señaló algo genial al respecto: «Lo que
te mete en problemas no es lo que sabes. Es lo que crees que sabes con certeza
pero que no es cierto». A mi entender, las acciones (siempre a largo plazo) son
los activos con menor riesgo porque son los productos de inversión que más
rentabilidad ofrecen. Así ha sido siempre y así debería seguir siendo.
—Eso de invertir está muy bien, ¿pero crea riqueza realmente o solo sirve
para enriquecer a unos pocos?
—Genera riqueza siempre que ese dinero financie bienes de servicio y de
producción que sean útiles a los ciudadanos. Si, en cambio, ese capital se
despilfarra en obras públicas faraónicas insostenibles, aeropuertos construidos en
desiertos, autopistas intransitadas, líneas de alta velocidad que unen pequeñas
poblaciones, subvenciones improductivas y mil locuras más que puedas llegar a
imaginarte, todo eso, Alicia, no hace más que destruir riqueza. En las épocas de
bonanza económica es cuando las inversiones tienen más posibilidades de ser
pésimas y los costes del capital invertido superan ampliamente a los retornos
obtenidos. Winston Churchill dijo que un país que trata de salir adelante con el
gasto público y los impuestos es como un hombre en un cubo que trata de
levantarse a sí mismo tirando del asa.
Marco buscó en su mochila una enorme manzana. Nuestra pequeña no pudo
resistir la tentación.
—Naturalmente, el mundo de las inversiones, reducido y simplificado, en
esencia consiste únicamente en el pago de una suma de dinero anticipada a
cambio de una determinada cantidad de flujos de caja futuros. Eso es todo, que
se hable de renta variable o de renta fija es indiferente. Esa cantidad anticipada
que los inversores pagamos equivale al «precio», y lo que es importante del
precio es que, teniendo una idea más o menos precisa de la cantidad y montos de
los futuros flujos de caja, podemos evaluar la tasa razonable de retorno de la
inversión. En un mundo racional calcularemos la tasa de retorno esperada como
la suma de las tasas risk free (tasa de retorno o interés libre de riesgo de pérdida
financiera), risk premium (prima que compense el riesgo financiero de la
inversión) y la tasa de inflación. Teniendo la tasa de retorno esperada, y con un
simple cálculo, obtendremos el máximo precio razonable que debemos pagar
para conseguir las plusvalías previstas. Pero el mundo no es tan racional y la
mayoría de los inversores se enfocan exclusivamente en el precio, su
movimiento histórico y su nivel, comparado con otros períodos e ignorando lo
más importante, a saber: el precio considerado en función de la tasa de retorno
en una inversión racional. Cuando los inversores se olvidan de esta relación se
generan las burbujas porque los precios suben sin tener en cuenta que cada vez
que el precio aumenta, la tasa de retorno baja. Cuando se gestan las burbujas la
única manera de ganar dinero es a través de la transferencia de riqueza,
simplemente porque el precio alto no permite tener una tasa de retorno real y
adecuada y se crea un traspaso de riqueza del comprador hacia el vendedor que,
tarde o temprano, al comprador se le esfumará.
—Vamos, que, si queremos tener plusvalías comprando algo sobrevalorado,
hay que encontrar un tonto mayor que uno mismo que nos recompre nuestra, ya
de por sí, sobrevalorada inversión a un precio aún superior.
—La «teoría del tonto mayor» explica cómo se generan las burbujas. Los
value investors utilizamos la tasa de retorno, calculada como referencia y
comparada con la que nos ofrece el mercado, para determinar infravaloración,
sobrevaloración y margen de seguridad. Solo se crea riqueza cuando se generan
bienes y servicios adicionales que se traducirán en futuros flujos de caja y
ganancias, provocando con ello un aumento continuado de la tasa de retorno, que
es lo que nos interesa a los inversores, ya que, al final, una mayor tasa de retorno
incrementará necesariamente el precio. Los value investors sabemos que este
proceso ocurre únicamente en un activo que no es otro que la renta variable, pero
no de forma indiscriminada, sino únicamente en las empresas que tienen ventajas
competitivas sostenibles y defendibles en el largo plazo y donde invertimos con
la mentalidad de propietarios del negocio para quedarnos por mucho tiempo, el
necesario para acompañar a dichas empresas en la creación de riqueza. Tampoco
en esta situación nos olvidaremos de prestar atención al precio y de tener un
margen de seguridad suficiente. Recuerda: «Algunos consideran la empresa
privada como un tigre predador al cual hay que disparar. Otros la miran como la
vaca que hay que ordeñar. Solamente unos pocos la ven por lo que realmente es:
un caballo fuerte que tira de la carreta completa».
—Es una cita compleja —añadió Alicia.
—Es de Sir Winston Churchill. Cuando invertimos en acciones compramos
un derecho sobre una parte de las ganancias presentes y futuras de la empresa
(cuidado, también adquirimos un deber sobre las deudas). Si tenemos la suerte
de que esas acciones coticen en bolsa, podremos aprovecharnos de la volatilidad
y de su liquidez diaria. La clave, pues, aparte de comprar la acción a buen precio
(con su muelle comprimido), es adquirir un derecho sobre un buen negocio en el
que seamos tratados como socios propietarios. Por el contrario, estamos perdidos
si los accionistas mayoritarios solo nos contemplan como meros aportadores de
capital a los que esquilmar sus ahorros. Somos copropietarios, pero como
accionistas minoritarios dependemos de la buena fe de sus auténticos dueños, y
si estos se dedican a ampliar capital, a empobrecer la empresa con pésimas
adquisiciones, a robarnos dinero disminuyendo el valor intrínseco de las
acciones, lógicamente, nuestra inversión será pésima. Resumiendo, pensar como
propietarios estabilizará nuestras inversiones y nos hará mejores inversores;
pero, cuidado, asegurémonos de que los accionistas mayoritarios contemplen su
empresa como un caballo fuerte que tira de la carreta completa.
—El value investing consiste, si no lo he entendido mal, en comprar barato.
—No basta únicamente con conseguir algo que está barato. Hay que saber por
qué está barato y adivinar por qué tienes a todo el mundo en contra de tu tesis.
Entonces habremos encontrado lo barato por barato y barato por despreciado,
que no es lo mismo, y lo segundo es más importante que lo primero. Las grandes
empresas pueden estar baratas, lo que implica que probablemente no pierdas
dinero, pero para ganar hay que buscar situaciones muy particulares. En las
gigantescas compañías necesitas un pánico o algo similar que haga que hasta los
inversores institucionales tengan que comportarse irracionalmente, y eso sucede
con mucha menos frecuencia que en las pequeñas y olvidadas empresas donde
un mal resultado trimestral, un rumor o una noticia son suficientes para que
caigan, bruscamente, como un plomo. Posicionémonos de manera que las
probabilidades estén a nuestro favor. No es necesario estar seguros de que la
estrategia de la empresa sea la correcta, sino tener la certeza de que, si dicha
táctica no funciona, no tengamos una pérdida de capital importante, y de que, si
la estrategia es válida, nuestra ganancia sea enorme. Estas son situaciones
infrecuentes que hacen que el inversor que las encuentre pueda invertir en
grandes cantidades con absoluta tranquilidad.
—Se trata de tener la certeza de perder poco si va mal y ganar mucho si va
bien. ¿Cierto?
Se sonrojó al darse cuenta de que había empleado demasiadas palabras para
expresar algo tan simple, pero al mismo tiempo se alegró de que Alicia fuera tan
perspicaz.
—Marco… quiero estudiar medicina. ¿Tú crees que como médico algún día
podré entender todos esos conceptos? Parece todo muy complejo, quizá debería
ser economista.
—Si estudias economía en la universidad tendrás un doble trabajo: te
enseñarán ideas que luego deberás desaprender para ser una excelente inversora.
Es mejor que te instruyas en lógica, medicina, psicología, pedagogía, filosofía,
historia, ética… Lo digo en serio, no pienses que te estoy tomando el pelo. De
todas maneras, fórmate y trabaja en aquello que te apasione. Como dice Buffett,
el éxito y la felicidad dependerán fundamentalmente de si te levantas con energía
y logras ir bailando a tu trabajo. Tap dancing to work!, que dicen en inglés.
—Poner pasión a nuestras vidas, ¿a eso te refieres?
—Desgraciadamente, son una gran mayoría los que están deseando salir de su
puesto de trabajo para disfrutar de su ocio. Piensa que son muchas las horas que
pasarás en tu empleo a lo largo de tu vida. ¿Te imaginas poder ser feliz todo ese
tiempo? Como decía Confucio: «Elige un trabajo que te guste y no tendrás que
trabajar ni un día de tu vida».
Alicia se propuso no trabajar en nada que no la hiciera feliz.
—Conserva siempre tu libertad, sé independiente en tus ideas y en tus actos,
pon pasión y un punto de locura a tu vida. «Aquellos que cederían un poco de
libertad a cambio de un poco de seguridad, pronto carecerán de ambas». Pero,
cuidado: «Si la pasión te conduce, que la razón lleve las riendas». Las dos citas
son del gran Benjamin Franklin.
Marco hizo una respetuosa pausa en honor a ese gigante.
—Mientras sigas cambiando tiempo por dinero, tu camino hacia la
independencia financiera estará lleno de obstáculos, ya que el tiempo que puedes
vender es limitado. Aprovecha bien tu tiempo. Benjamin Franklin decía que, si
el tiempo es lo más caro, la pérdida de tiempo es el más caro de los despilfarros.
Alicia sabía que el retrato de Franklin presidía el despacho de Buffett y ahora
entendía por qué.
—Con el tiempo —dijo Marco, visiblemente emocionado– descubrirás cuánta
razón tenía Goethe al afirmar que solamente los grandes sueños calientan el
corazón de los hombres, sueños que no tienen sentido sin pasión.
De nuevo un silencio sepulcral permitió oír el viento.
—En cierta manera, la bolsa de valores —prosiguió Marco, despiadadamente
— debería ser el espejo de una economía. El IBEX-35 representaría bastante
fielmente la economía española; el DAX, la alemana, y así sucesivamente. Lo
interesante es que si una economía crece o decrece un cierto porcentaje, vamos a
suponer un 1 %, la bolsa magnifica esa variación y se puede mover del orden de
un 20 % o incluso más. Ese hecho contradice la afirmación de que el mercado
refleja exactamente la economía. En alguna medida, es lo que pasa cuando los
value investors decimos que el precio oscila mucho más que el valor intrínseco,
y justamente por estas razones estamos convencidos de que los mercados son
ineficientes. «Si los mercados fueran eficientes, yo estaría pidiendo caridad en la
calle», reconoce Buffett. Mejor para nosotros que la mayoría piense que el
mercado es eficiente, de esa forma no se molestarán en buscar ineficiencias y
tendremos más oportunidad de encontrarlas. Muchos iluminados aseguran que el
mercado tiene que ser necesariamente eficiente porque evalúa, al segundo, los
miles de noticias que recibe, y eso es cierto, pero ¿quién nos asegura que el
señor Mercado las interpreta correctamente? En los momentos actuales estos son
los razonamientos que tenemos que hacer porque en Europa seguramente vamos
a sufrir una recesión, pero tampoco tan profunda (según los últimos datos que
nos comunican) mientras los índices, sobre todo de España e Italia, son
castigados de una manera exagerada; parece que el señor Mercado campa a sus
anchas y disfruta lanzando el análisis fundamental por la ventana y, con ello,
olvidando la lógica y el sentido común.
—Es sorprendente la seguridad y la confianza con la que los value investors
invertís la práctica totalidad de vuestro capital en renta variable y, en ocasiones,
concentrando la inversión en muy pocos valores. No lo acabo de entender. ¿No
implica esa actitud asumir un gran riesgo?
—Sí, dudamos, y mucho. Como dijo el genial físico Richard Feynman: «La
duda es el primer paso imprescindible hacia la creatividad». Howard Marks
también duda: «La tendencia a dudar de nosotros mismos, unida a las noticias
sobre el éxito de los demás, forman una fuerza tremendamente poderosa que
empuja a los inversores a hacer lo equivocado y gana fuerza a medida que esa
tendencia continúa». En cuanto a concentrar nuestro capital en unos pocos
activos, tendríamos que considerar que mucha gente no quiere hacer lo suficiente
de algo (comprar fuertemente un valor, fondo o activo) por miedo a que afecte a
sus resultados si no sale bien. Pero, paradójicamente, para que algo pueda
contribuir bastante a mejorar los resultados, se tiene que invertir en la cantidad
suficiente para que, si sale mal, le pueda afectar negativamente. La renta variable
es el activo que expone a la mayor seguridad y diversificación, no lo dudes, así
es y así lo seguirá siendo siempre que inviertas con un gran margen de
seguridad. Muchas veces los inversores olvidan algo fundamental de las
acciones, y es que no son solamente papeles que se compran y venden, son
mucho más: son derechos de propiedad sobre fracciones de empresas que son
reales y dinámicas, ya que se adaptan a las condiciones económicas existentes en
cada momento en nuestra economía global. Dentro de las empresas en las que
decidimos ser accionistas están todos los activos en los cuales usualmente nos
diversificamos, es decir, una empresa tiene: liquidez (inmediata o invertida en
bonos, según sus necesidades, así que posee renta fija); puede atesorar
participaciones en otras compañías, es decir, renta variable; puede tener activos
inmobiliarios y, si es un negocio que se dedica a la minería dispondrá, además,
de materias primas. Pero las empresas poseen algo más y es, en muchos casos,
equipos directivos con grandes conocimientos, creatividad y capacidad para
utilizar todos estos activos de la manera más rentable y eficaz. Y es por eso por
lo que diversificar en renta variable nos dará acceso no solamente a todos esos
bienes, sino también a los mejores gestores y a los más capacitados asignadores
de capital. Sigo pensando que invertir es simple si tienes las ideas claras, ya que
las pocas cosas que hay que hacer son totalmente lógicas. Pero no es fácil,
porque estamos siempre en conflicto con nuestras emociones y con la absurda
idea de tratar de adivinar qué será lo que sucederá al día siguiente en los
mercados. Tengamos presente que es mucho más fácil predecir lo que va a hacer
una empresa que intentar adivinar el devenir de la macroeconomía y de los
índices en general. Así que abramos el paraguas ante el constante bombardeo de
malas noticias y tengamos siempre presentes las palabras de Horacio: «Recuerda
conservar la mente serena en los momentos difíciles».
—Serenos y racionales, pero con un punto de locura y valentía —recordó
Alicia.
—El auténtico riesgo está oculto, no puede observarse y es impredecible. Con
demasiada frecuencia achacamos a los cisnes negros los frecuentes y recurrentes
errores de valoración motivados por nuestras decisiones impulsivas y alocadas.
Will Rogers te da, no obstante, la razón: «A veces hay que subirse a las ramas
porque es ahí donde está la fruta».
Marco se agachó para contemplar unas minúsculas flores alpinas de nombre
desconocido.
—Nuestro cerebro ancestral es, todavía, el dominante y está diseñado para la
huida y el ataque; los hombres primitivos que, cuando eran perseguidos por una
bestia, se quedaban meditando, inmóviles, no tenían oportunidad de transmitir su
material genético a sus descendientes. Por eso las emociones, en la actual
sociedad tecnificada, interfieren en nuestro cerebro más racional.
—Los inversores optimistas, todos a la vez y en manada, se han vuelto
pesimistas —apostilló Alicia—. ¿Es eso consecuencia de su cerebro arcaico?
—En la sociedad de cazadores, permanecer en el grupo y seguir sus pautas
era fundamental para sobrevivir. Ante un grito de alerta todos huían
simultáneamente y quien no lo hacía era devorado. En Wall Street la fiera que
nos ataca no es una bestia que nos vaya a engullir, es el pánico o la euforia, las
malas noticias, la frustración, la avaricia, la impaciencia, la soberbia… Nos
asaltan las emociones grupales, y saber abstraerse a las mismas es fundamental
para tomar ventaja en nuestra carrera por obtener rentabilidades superiores a la
mayoría de inversores.
—Marco, ¿tú crees que hay vida más allá de nuestro planeta? —inquirió
Alicia, evocando alguna de sus dudas primitivas.
—Cuando invertimos tratamos de apoyarnos en el cálculo de probabilidades
y, naturalmente, procuramos trucar los dados a nuestro favor eligiendo
excelentes empresas a buenos precios, lo que nos da una gran ventaja
probabilística de ganar. Tú misma puedes calcular la verosimilitud de que
nuestro planeta azul sea el único habitado. Nuestra galaxia tiene unos diez mil
millones de estrellas. Es enorme, pero es que hay diez mil millones de galaxias.
—De acuerdo. Me has convencido. No estamos solos.
Nuestra parejita value continuaba su paseo hacia el fondo del valle.
Guardaron silencio… El sonido de un riachuelo acarició melódicamente sus
oídos.
—En las sociedades primitivas —continuó Marco— el sentido del oído era
básico para la supervivencia. No entiendo a la gente que anda por la ciudad con
sus auriculares, escuchando a todo volumen música o su programa de radio
favorito. Las probabilidades de no oír un coche que se nos venga encima son
enormes. Un buen value investor sabe que el interés compuesto solo es útil si
vivimos los suficientes años.
Alicia se sobresaltó. No lo había echado en falta hasta ahora. «¿Dónde
diantres habré dejado mi teléfono móvil?», pensó contrariada.
—Las empresas nacen con una sola misión, crear riqueza, y salen a bolsa para
conseguir capital a bajo coste mediante la venta de sus acciones que, en
definitiva, representan fracciones de propiedad de sus activos y derechos sobre
sus ganancias presentes y futuras, fracciones de las que podemos ser dueños
fácilmente. Estaremos de acuerdo, entonces, en que la bolsa está concebida para
los optimistas. Los inversores depositan su dinero en los mercados bursátiles con
la expectativa de que en el futuro puedan quedarse con parte de esa riqueza
generada, y a lo largo de la historia esas esperanzas se han cumplido
sobradamente. Basta con mirar un gráfico de los índices en un período de tiempo
suficientemente largo y comprobaremos cómo la curva es siempre hacia arriba
aunque, eso sí, con algunos «dientes de sierra». También sabemos que esos
inversores «optimistas» a veces lo son más y a veces los son menos, así que lo
más probable es que los precios de las acciones estén en algún momento por
encima de su valor justo o intrínseco y otras veces por debajo. Mi tesis es que las
emociones mueven mucho más los mercados que la racionalidad, y por ser los
inversores tendencialmente más optimistas, los ciclos de sobrevaloración de los
mercados tienden a ser más «normales» y mucho más largos que los períodos en
los cuales el pesimismo conduce a ciclos de infravaloración. Las oportunidades
se crean en estos escasos y cortos ciclos de pesimismo e infravaloración. El
actual crac bursátil está expuesto a los ojos de todo el mundo, lo más probable es
que sea más breve que el próximo ciclo alcista y quizás una de las pocas
oportunidades en la vida de muchos inversores. ¿Qué hacemos? ¿Compramos o
vendemos?
—Mis amigos, Ben y Warren, están llenando sus alforjas de magníficas
acciones a precios de ganga. Imitémosles, Marco. Pero comprar con esta fuerte
tendencia bajista equivale a intentar atrapar un cuchillo afilado en caída vertical:
nos podemos cortar la mano.
—Tienes razón, pero como sentenciaba uno de los mejores value investors,
Seth Klarman: «Un inversor debería poner a trabajar su dinero en medio de la
angustia de un mercado bajista, consciente de que las cosas, probablemente,
empeorarán antes de mejorar». Ten en cuenta que no podemos parar el viento,
pero podemos construir molinos de viento. Como afirma Bruce Greenwald: «Es
raro poder invertir precisamente en un punto de inflexión; por lo tanto, los
inversores que toman una posición en contra de la marea deben esperar a perder
dinero inicialmente». El financiero George Soros observó que cuanto peor
parece la situación, menos esfuerzo es necesario para cambiarla y mayor
potencial de ascenso posee. O, en palabras del inversor Howard Marks: «Cuando
todo el mundo piensa que algo es muy arriesgado, su deseo de no comprar suele,
normalmente, reducir el precio hasta un punto en el que desaparece el riesgo.
Una opinión negativa y generalizada sobre un activo puede convertirlo en lo
menos arriesgado del mundo, ya que todo el optimismo ha sido eliminado del
precio».
—¿Cuánto calculas que pueden llegar a bajar los mercados?
—He revisado las estadísticas del índice S&P 500 y lo interesante es que en
las últimas 1.546 semanas (que son aproximadamente treinta años) ha habido
muchas fluctuaciones, y las oscilaciones afectan, como es lógico, al PER de las
compañías y de los índices. En esas 1.546 semanas de historia podemos ver
caídas que han llevado al señor Mercado a niveles de PER muy bajos y, sin
entrar en detalles, uno de los PER más bajos ha sido 10 para el S&P 500. Lo
interesante es que en este nivel tan reducido de PER el mercado ha permanecido
solamente dieciocho semanas de las 1.546 estudiadas y tan solo cuarenta y seis
semanas entre 11 y 12. El resto de semanas el PER se ha mantenido siempre por
encima de 12. Aunque no lo he comprobado con números, estoy seguro de que
esos datos son extrapolables a todos los índices del mundo. La lección que se
aprende de esas cifras es que los mercados tienen límites de cuánto puedan llegar
a bajar, que cuando están extremadamente baratos no permanecen en esa
condición por mucho tiempo, y que la relación riesgo/beneficio es más ventajosa
justo cuando tenemos bajadas importantes. Y lo más importante de todo es que
interiorizar ese mensaje ayuda a prepararnos para soportar estoicamente la
próxima caída. Estos argumentos deberían atraer nuestra atención hacia los
mercados más penalizados, como puedan ser Grecia, Portugal, Irlanda, España e
Italia. Además, sorprende que desde 1900 hasta nuestros días el índice S&P 500
haya caído un 20 %, o más, únicamente en once ocasiones.
—Pero… ¿no debemos, en general, guiarnos por las expectativas
macroeconómicas de los países y de la sociedad antes de invertir? Ahora son
pésimas –remarcó Alicia.
—John Templeton, hizo una afirmación genial: «Un inversor que tiene todas
las respuestas, ni siquiera entiende las preguntas». Eso lo confirmó Einstein: «Si
tuviera una hora para resolver un problema y mi vida dependiera de la solución,
dedicaría los primeros cincuenta y cinco minutos para encontrar la pregunta
adecuada. Una vez supiera la pregunta correcta, podría resolver el problema en
cinco minutos». Si queremos obtener mejores resultados que los otros, tenemos
que ser agraciados con la capacidad de entender las cosas mejor que los demás,
buscar un razonamiento más perspicaz, original e independiente. Si pensamos
como la media, no podemos conseguir mejores resultados que la media del señor
Mercado, simplemente porque ellos son la media. Así que tenemos que
reflexionar y actuar de forma original e imaginativa. No gestar pensamientos
convencionales es una ventaja, pero no es suficiente con tener opiniones que se
alejen del consenso; además, esas opiniones tienen que ser acertadas. Una buena
respuesta necesita de una mejor pregunta; la pregunta es si realmente la
economía discurre de forma paralela a los niveles de las cotizaciones: yo pienso
que no. Si bien es cierto que en una economía globalizada cuando cunde el
pánico y caen los índices con fuerza lo hacen todos simultáneamente y suelen
desplomarse también las buenas compañías, eso no me preocupa, no es mi
guerra. Busco buenas empresas a buenos precios, y en ese contexto de malas
noticias y desánimo las oportunidades son enormes porque los precios siempre
caen más que los límites lógicos. Leo muchas opiniones sobre el mercado, sobre
la futura dirección de los precios de las acciones, sobre la crisis y la economía,
intento aprender cómo valorar una empresa, diseño procesos de inversión
racionales, y luego trato de interiorizar si tengo alguna ventaja real como
inversor. El margen de seguridad es fundamental para cualquier value investor, y
este está representado por la diferencia entre el valor intrínseco, que no es otro
que el valor real de la compañía, y el precio, con el primero substancialmente
más alto que el segundo. En algunos casos me ha sorprendido encontrarlo y
calcularlo rápidamente de una manera fácil; es decir, que debería ser visible para
todo el mundo. Lo que quiero expresar es que no es suficiente con saber valorar
una empresa y compararla con su precio, o seguir ciegamente un checklist, ya
que todo eso es replicable. Al finalizar nuestra valoración tenemos que
preguntarnos: ¿por qué esta empresa está infravalorada y el mercado no lo ha
reconocido así? Y ya que si podemos comprar es porque alguien nos está
vendiendo, ¿quién lo está haciendo y por qué lo hace? Se necesita mucha
incertidumbre para tener un verdadero margen de seguridad. Si no la hay, la
empresa no puede estar barata aunque se piense que es así o los diferentes
parámetros fundamentales así lo indiquen (PER, ROCE, EBITDA, etc.). Si no
hay dudas, nadie nos venderá algo por menos de lo que vale. En ese contexto de
inseguridad y vacilación deberíamos desarrollar unas tesis sólidas y robustas que
nos permitan tener una comprensión racional del proceso inversor y de sus
posibles escenarios. El verdadero trabajo de un inversor es plantearse las
preguntas correctas para obtener respuestas lo suficientemente buenas como para
dar sentido a la incertidumbre. Seamos buenos psicólogos, porque la clave para
descifrar los motivos de las ineficiencias del mercado radica en escrutar y
diseccionar la mente de la mayoría del resto de inversores.
Nuestra pequeña protagonista se había percatado de que Marco había elevado
el dintel de exigencia intelectual. Sus explicaciones eran más complejas que las
recibidas hasta ahora en Wall Street, pero entendía bien los razonamientos de su
amigo italiano. Eso solo podía significar que estaba infectada por una
enfermedad no contagiosa e incurable: el value investing.
—Diseñar un proceso de inversión —prosiguió Marco— es laborioso,
interesante y creativo, y nos lleva a muchos inversores a utilizar un checklist…
—Un momento, Marco, ¿qué es el checklist?
—Un checklist no es más que una lista de verificación. Los ingenieros
aeroespaciales establecieron unos protocolos muy exhaustivos y rigurosos que
debían pasar todos los aviones para evitar accidentes aéreos. Los que venimos
del mundo de la gestión de calidad sabemos que un checklist es importante para
mantener bajo control un proceso, tanto si se trata de manufacturar un producto
como de decidir una inversión; cuanto más controlado esté, mejor será el
resultado. Hay inversores que, como Mohnish Pabrai, utilizan cientos de
parámetros en sus checklist; otros usan menos, como Joel Greenblatt y su
«fórmula mágica» de la inversión que, en esencia, es otro tipo de checklist.
—¿Una fórmula mágica?
—Con ese nombre no parece muy seria, pero es un sistema de inversión
cuantitativo que tiene su lógica y que da muy buenos resultados. Greenblatt, en
su excelente obrita titulada El pequeño libro que bate al mercado, considera dos
parámetros fundamentales: selecciona empresas con un PER bajo, es decir, cuyo
cociente precio/beneficio es pequeño y que, por lo tanto, cotizan baratas y que,
además, tengan un ROCE (retorno sobre el capital invertido) muy alto. Compra
muy buenos negocios a bajos precios. ¿Alguien da más? Los checklist son muy
útiles porque ayudan a evitar los errores de análisis más obvios y a concentrar
nuestro universo de posibles inversiones, pero tampoco deben ser nuestro único
instrumento de análisis ni tenemos que confiar ciegamente en ellos, ya que en
algunos casos nos conducen a un exceso de confianza, ni más ni menos que el
que pueda tener un alpinista experto que empieza a «olvidarse» de algunas
normas de seguridad básicas.
—Pero ¿cómo podemos saber si somos buenos o malos inversores? ¿Qué
marca la diferencia?
—Es justo en estos momentos, con los mercados bajistas y muy volátiles,
cuando muchos value investors nos cuestionamos sobre nuestras capacidades y
conocimiento de los mercados, siendo invadidos por dudas y miedos
paralizantes. «El principal problema de este mundo es que los tontos y los
fanáticos siempre están seguros de sí mismos, mientras la gente inteligente
siempre está llena de dudas». Son palabras de Bertrand Russell. Por eso el mítico
John Templeton, tras estudiar concienzudamente un grupo de empresas, dejaba
un precio de compra con ejecución automática, muy por debajo del precio al que
cotizaban, para protegerse de ese bloqueo mental que podemos llegar a padecer,
presos del pánico. En el mundo financiero no es fácil diferenciar un buen
inversor de uno mediocre, porque un pésimo inversor puede que sea
simplemente afortunado; y para hacerlo todavía más complicado, sabemos que
solamente el largo plazo nos dará la respuesta, y entonces quizá sea demasiado
tarde para cambiar de estrategia. Mi obsesión, desde hace años, es conseguir que
la toma de decisiones sea lo más racional posible; por ello concedo mucha
importancia al proceso y al razonamiento inicial que me conduzcan a una
decisión financiera, y le doy muy poca trascendencia al resultado, positivo o
negativo, de ella. Ciertamente, ser racional no me protege en el corto y medio
plazo del maniacodepresivo señor Mercado, pero si mi análisis es correcto las
probabilidades de éxito, siempre en el largo plazo, son mayores. Cuando
obtengamos una gran rentabilidad por una operación financiera, planteémonos
siempre la pregunta de si ha sido la suerte o nuestra habilidad la determinante del
resultado. Si no somos críticos y humildes, corremos el riesgo, tras una fuerte
ganancia, de creernos que podemos batir al señor Mercado gracias a nuestra
genialidad, intuición o información privilegiada, y ello conduce, casi siempre, al
desastre. Prefiero equivocarme y perder dinero adoptando mi decisión
racionalmente, que ser agraciado por la diosa fortuna habiendo tomado esa
determinación, alegremente, sin evaluar los posibles riesgos. Es muy difícil y
requiere mucha humildad y autocrítica mirarse al espejo después de una gran
victoria y decirse: «Has tenido suerte, no vuelvas a jugar». No les exijamos
resultados a los gestores de nuestros fondos; pidámosles racionalidad y proceso,
porque esa es la mayor garantía de que los éxitos llegarán de forma consistente.
Buffett afirma que no deberíamos invertir sin antes haber llenado una hoja con
las razones que nos han llevado a ello, una página que debería poder entender un
niño de once años. La memoria es selectiva y, en general, olvidadiza, sobre todo
con los errores. Comprobemos, a posteriori, si las revalorizaciones obtenidas han
sido fruto de nuestro proceso y evaluaciones previas o si, simplemente, hemos
tenido suerte, ya que la mayoría de las veces la buena ventura no nos visitará dos
veces. Mahatma Gandhi afirmó que nuestra recompensa se encuentra en el
esfuerzo y no en el resultado. Un esfuerzo total es una victoria completa. John
Templeton rebosaba humildad cuando postulaba que el momento de reflexionar
sobre tus métodos de inversión es cuando tienes más éxito, no cuando cometes
más errores.
—Si me lo permites, Marco, añadiré una: «Nunca cuentes el dinero mientras
estés sentado a la mesa, ya habrá tiempo de contarlo cuando acabe el juego». Es
de Kenny Rogers.
—Los movimientos a corto plazo del precio de los valores no desvelan la
calidad del inversor, pero sí los resultados a largo plazo de las empresas en las
cuales invierte. El inversor inteligente tendrá en su cartera acciones de empresas
con sólidos fundamentales y ventajas competitivas sostenibles en el tiempo; el
precio puede que no le dé la razón de forma inmediata, pero tarde o temprano
reflejará el auténtico valor. El precio tiene una dinámica muy diferente al valor.
En estos momentos hay dos tipos de inversores en el mercado. El primer grupo
busca desesperadamente rápidas rentabilidades y se apoya en los instrumentos
que están subiendo (oro, bonos, francos suizos, etc.) sin entender los
fundamentales y los riesgos que puedan tener esos productos; según su tesis el
instrumento está subiendo, y ahí es donde hay que estar, siguiendo la tendencia.
Son como unos lemmings acercándose al precipicio. El segundo grupo, en el cual
me incluyo, no tiene apenas visibilidad y los resultados a corto plazo no hacen
justicia al intenso trabajo de análisis y preparación, pero albergamos, y esto es lo
importante, el suficiente sentido común para comprar las suficientes acciones de
empresas, a precios deprimidos, que nos permitan asegurar el éxito en el futuro.
Observaron con interés unas nubes juguetonas cuyas inconclusas y
cambiantes formas se mostraban altivamente amenazadoras.
—Yo tengo por norma no apostar nunca. Es cierto que Warren, debido a su
excepcional capacidad para el cálculo probabilístico, hace apuestas con relativa
frecuencia. Bueno, siempre que tenga la casi total certeza de ganar. Pero aun en
ese supuesto de que las probabilidades estén a tu favor, debes plantearte que en
demasiadas ocasiones tu rival no pagará si pierde, y tú sí lo harás.
—Es verdad, yo no podría dormir con una deuda a mis espaldas, y hay quien
no descansa cuando paga —reconoció Alicia.
—¡No apuestes nunca, Alicia! Y tampoco compres lotería. Como dice
Buffett, es el único impuesto voluntario.
Diciendo eso, Marco lanzó cinco dados: salieron cuatro seises.
—Son los dados de un value investor. Recuerda que invertir en bolsa no es
como jugar en el casino. Nuestras probabilidades de ganar tienen que ser muy
elevadas. Nuestros dados deben estar trucados.
—Pero eso es hacer trampas —protestó Alicia.
—Ser capaces de ver la oportunidad donde otros no ven nada o solo adivinan
riesgo no esconde engaño alguno. Como explica Howard Marks: «Un activo de
baja calidad puede estar carente de riesgo si lo compramos a un precio
suficientemente bajo y, viceversa, un activo de calidad puede ser una pésima
inversión si pagamos un precio demasiado alto por él».
Marco sacó un cubilete y con hábiles y ágiles movimientos de su muñeca fue
recogiendo los dados en un plis plas, uno a uno, sin apenas rozar la mesa, inclinó
la muñeca en el aire y deslizó velozmente el cubilete por la pulida superficie,
frenándolo bruscamente. Alicia lo levantó. ¡Increíble! Los cinco dados se habían
apilado, milagrosamente, uno encima del otro. Solo se veía el número del dado
superior ¡Un cuatro!
—Sin apostar nada, afirmo que la suma de las caras opuestas ocultas de la
torre de cinco dados da treinta y uno.
Alicia se apresuró a corroborarlo con sorpresa, ¡treinta y uno!
—¿Eres mago?
—Solo tienes que saber que las caras opuestas de un dado suman siempre
siete. Tener la información suficiente a lo largo de tu devenir como inversora te
dará una gran ventaja con respecto a quienes piensan que la suerte les favorecerá
por guapos o por trazar tres líneas sobre un gráfico.
—¿Está de moda el value investing? —preguntó Alicia, tratando de
recuperarse de su asombro.
—Sus seguidores siempre seremos una minoría, eso sí, una minoría
afortunada. Ten presente la cita de Jorge Santayana: «Para una idea es de muy
mal agüero estar de moda, pues esto implica que más adelante estará anticuada
para siempre».
—¿Todos los value investors invertís de la misma forma?
—Cada value investor tiene sus preferencias y su particular estilo de
inversión, pero el value investing no solo es una filosofía de inversión que cada
inversor evalúa a su manera, sino que cada inversión necesita de una
interpretación propia. Munger habla de tener muchos y muy diferentes modelos
mentales. Charlie ha sido eclipsado por la personalidad de Buffett, pero podemos
aprender mucho de él. Me refería a que cada value investor puede dar una
lectura propia y original a una misma compañía, pero habiendo analizado
siempre objetivamente el balance de la misma. Como decía Sherlock Holmes:
«Es un error capital teorizar antes de poseer datos. Uno comienza a alterar los
hechos para encajarlos en las teorías, en lugar de encajar las teorías en los
hechos».
—¿Cómo te convertiste al value investing?
—Hay muchos caminos para llegar al value investing. Tuve la suerte de
conocer a Edward Deming, que fue mi profesor. Gracias a él descubrí el Total
Quality Management. La idea de Deming de que el control de calidad debe ser
previo y que hacerlo al final del proceso de producción nos hará perder mucho
dinero y tiempo es genial. Si lees libros como Out of the crisis y si reflexionas
sobre lo que él llamaba el «Sistema del profundo conocimiento», te darás cuenta
de que el value investing es la «calidad total» aplicada a las inversiones. Aunque
al principio me dejé engañar por la mucha estadística que la calidad total utiliza
como instrumento y pensé, horrorizado, que tenía que acercarme al análisis
técnico, eso duró muy poco gracias a mis lecturas de Buffett. Mi evolución de la
calidad total al value investing fue inevitable. Tener el proceso de inversión bajo
control en todo momento para evitar las pérdidas es fundamental para ser un
buen value investor. Deming fue generoso al renunciar a cobrar por sus
enseñanzas en Japón. El made in Japan, sinónimo de fiabilidad absoluta, se lo
deben los nipones a ese genio.
—Conocer grandes hombres nos hace mejores hombres —sentenció Alicia.
—«El mundo entero se aparta cuando ve pasar a un hombre que sabe adónde
va». Son palabras de Antoine de Saint-Exupéry.
—Los value investors debéis, necesariamente, por vuestra peculiar filosofía
de inversión basada en el largo plazo, ser muy pacientes. La paciencia desarrolla
virtudes que os harán vivir más felices o, por lo menos, menos estresados.
—No sé si solemos ser más longevos que los analistas técnicos —aclaró
Marco—, lo que sí te puedo asegurar es que conducimos mucho más
calmadamente.
—¿Por qué? —interrogó Alicia, sorprendida ante el cambio de tercio.
—Economizar combustible implica contaminar menos nuestro planeta y
permite ahorrar dinero.
—Ya, cinco dólares al día durante cien años al no sé qué tanto por ciento…
¡Mil millones de dólares! Ya me lo he aprendido.
—Más o menos… No te has equivocado por mucho. Tampoco solemos
fumar, y no únicamente por ahorrar, sino porque queremos vivir lo suficiente
como para comprobar si realmente el interés compuesto funciona con nuestras
inversiones o solo es un invento matemático —afirmó Marco luciendo otra de
sus amables sonrisas.
—Marco, ¿tú confías en los fondos de inversión?
—Debemos crear nuestro propio estilo de inversión, y aunque pienso que son
muy pocos los auténticamente preparados para invertir por su cuenta, no es
menos cierto que la mayoría de fondos, además de tener gastos que restan
rentabilidad, tienden a ser víctimas de su propio éxito, ya que a medida que
generan más y más plusvalías atraen gran cantidad de inversores que no
entienden la filosofía del fondo y solo ven la rentabilidad pasada. A la primera
bajada importante del mercado desinvierten rápidamente absorbiendo la liquidez
del fondo y destrozando la estrategia del gestor justo cuando este tiene más
oportunidad de invertir. Es la estructura de los fondos la que no me gusta. Es
cierto, y parece razonable pensar así, que no todos los inversores tienen la
capacidad y el tiempo de seguir directamente sus inversiones y que prefieren
delegar sus decisiones de inversión en analistas profesionales; ese es un
argumento muy válido y difícil de criticar. Pero no es menos cierto que la
mayoría de administradores de fondos deben rendir cuentas a las entidades
financieras sobre sus resultados a corto plazo, que además deben asignar grandes
entradas de capital en momentos inoportunos (generalmente burbujas alcistas),
que el manejo de grandes capitales y las comisiones merman algo las
rentabilidades, y que muchos gestores prefieren seguir la opinión de la mayoría
de sus compañeros porque equivocarse corporativamente consuela y protege del
despido.
Alicia empezaba a notar sus piernas incómodamente pesadas.
—Cada inversor debe desarrollar un estilo, un método y un procedimiento de
inversión basados en sus objetivos. Ese estilo tiene que ser robusto y efectivo
porque no hay nada más fácil que caer en el autoengaño, ya que, como decía
Demóstenes: «Aquello que desea el hombre es lo primero que cree». Por mi
parte, he encontrado eso en el value investing. Esa filosofía de inversión me
brinda una visión largoplacista y tranquilidad ante la volatilidad de corto plazo,
me guía en la búsqueda del valor, y me facilita las herramientas para determinar
el auténtico valor intrínseco de los activos en comparación con el precio. Es
incomprensible cómo, siendo tan lógico y simple, sea tan poco seguido. Pero ese
hecho aumenta su efectividad, ya que, si la mayoría fuéramos value investors,
todos estaríamos buscando las mismas cosas en los mismos sitios anulando, con
ello, cualquier ventaja y reduciendo el margen de seguridad.
—Un value investor debe sentirse como pez en el agua en mercados bajistas y
deprimidos, ¿es cierto?
—El sabio inversor gana dinero en los mercados bajistas, así es, pero
solamente si actúa invirtiendo en ellos. Recordemos que las crisis son inevitables
y en muchas ocasiones son auténticos cisnes negros, es decir que son totalmente
impredecibles. Siendo ineludibles, como inversores estamos obligados a
sufrirlas. Convirtamos las crisis en oportunidades para crear valor en nuestras
carteras y aumentar el potencial de nuestros futuros retornos. Sería conveniente
recordar ahora los consejos del legendario inversor Shelby Cullom Davis:
Rechazar comportamientos autodestructivos, como especular con el
instrumento de moda del momento.
Evitar el market timing. Peter Lynch señaló que se ha perdido más dinero
tratando de anticipar las caídas del mercado que en las caídas mismas.
No dejar que las emociones dicten nuestras decisiones de inversión.
Comprender que en el corto plazo las pérdidas son inevitables; eso les
pasa también a los mejores.
No hacer caso de las previsiones a corto plazo. Tener en mente objetivos
a largo plazo nos va a ayudar a no pensar en las malas noticias del
momento; el mundo no se acaba dentro de un par de días.

Históricamente, períodos de malos resultados han sido seguidos por muy
buenas etapas. Los mercados son cíclicos, y dado que los índices no han subido
desde el 2000 y que el dinero que ha salido masivamente de la bolsa regresará,
simplemente por reversión a la media, se acercan mejores tiempos.
—No recuerdo si me han explicado qué es el market timing.
—El market timing trata de adivinar el futuro del rumbo de las cotizaciones
del mercado para así indicar el mejor momento de entrada o salida. «Si conoces
el futuro, utiliza el market timing; si no lo conoces, utiliza el value investing».
Sería fácil invertir si conociéramos el futuro, pues sabríamos cuándo los precios
han llegado al final del valle para comprar y también cuándo tocaran la cima
para vender. El market timing sería el rey, pero la realidad es que el porvenir es
incierto. Hay dos tipos de inversores: «Los que saben que no conocen el futuro,
y los que no saben que no conocen el futuro, pero creen saberlo». Respecto al
futuro no hay gran diferencia, ya que creamos o no saber lo que va a pasar
mañana, eso es desconocido para ambas clases de inversores. Lo que sí va a
marcar las diferencias es cómo se prepararán los inversores para esa
incertidumbre. Si alguien desconoce cómo llegar a un sitio, estudiará un mapa,
irá con cuidado, buscará informaciones o se llevará un GPS; si cree que sabe
adónde va, no hará ninguna de estas cosas. Lo mismo ocurre en las finanzas. El
inversor que sabe que no sabe tratará de ponerse en las mejores condiciones para
enfrentar el incierto futuro, procurará controlar lo que puede, y puede hacer
mucho: puede percibir cuándo compra barato, aunque no puede saber que
compra al precio más bajo; puede controlar los riesgos: el riesgo de estar
invertido y que el precio baje, y el riesgo de no estar invertido y que los precios
suban (el primero no es agradable, el segundo no tiene excusas). El inversor que
sabe que no sabe se focalizará en el proceso de inversión y no en el resultado,
comprende que el desenlace no siempre será positivo, pero sí lo será en el largo
plazo cuando la «buena» y la «mala» suerte se hayan compensado mutuamente.
El inversor que sabe que no sabe es un seguidor del value investing. En cambio,
el que cree que puede adivinar el futuro es el que utiliza alegremente el market
timing. Como dijo Michael Greenberger: «La mayor parte de las calamidades
financieras no son fuerzas naturales fuera de control, sino acontecimientos
predecibles».
—Me estoy dando cuenta de que invertir es simple, pero no fácil —concluyó
Alicia.
—Así es, esa es una de mis ideas favoritas porque su conocimiento nos obliga
a permanecer alerta y humildes ante nuestros juicios subjetivos. Preguntémonos
si nos hemos ganado el derecho a tener una opinión. Es una idea de Ray Dalio
(presidente del hedge fund más grande del mundo, Bridgewater Associates, y
autor del exitoso libro Principios). Para complementar esa reflexión hay que
recordar a Arthur Schopenhauer: «Todo individuo considera que los límites de
su propia visión son los límites del mundo».
—Tengo un aforismo de René Descartes que encaja perfectamente: «No hay
nada repartido de modo más equitativo que la razón: todo el mundo está
convencido de tener suficiente» —añadió Alicia.
—Como bien dices, invertir es simple pero no fácil, y se necesitan modelos
mentales complejos que nos ayuden en todas las situaciones que se nos
presentan.
—Es como el leñador que, si tiene una hora para cortar un árbol, lo mejor que
puede hacer es afilar durante cincuenta minutos el hacha.
—Simplificando mucho, son tres las preguntas que debes plantearte antes de
invertir en una determinada acción: ¿es un buen negocio y lo entiendo?, ¿voy a
ser bien tratado como copartícipe por los socios mayoritarios?, ¿puedo comprar a
buen precio? Una vez solventadas esas dudas, y siempre que no necesites el
dinero para evitar tener que ser una vendedora forzada, las posibilidades de éxito
son muchas.
Se repitió mentalmente tres palabras: «Entender, socio, precio».
—Una de las ideas magistrales de Buffett es esta: «Regla número uno: no
perder dinero» —continuó Marco.
—Conozco la regla número dos: «No olvidar nunca la regla número uno» —
saltó Alicia.
—«El rendimiento es solo una parte de la ecuación; la otra, y más importante
aún, es el control del riesgo. Si eres capaz de controlar el riesgo (que para mí es
la pérdida permanente de capital) la inercia de los mercados te lleva hacia
arriba». Creo que en ninguna ocasión como en los últimos tiempos y en toda mi
carrera de inversor eso es más cierto por la enorme cantidad de incertidumbre
que estamos viviendo. La regla número dos no necesita mucha explicación, pero
la regla número uno es más compleja, ya que, en mi opinión, no se refiere
realmente a la volatilidad (sobre todo cuando esa norma la dictó una persona que
es amiga de la volatilidad y se aprovecha muy bien de ella), sino que alude,
fundamentalmente, a la pérdida de poder adquisitivo. También se puede
confundir con el market timing, pero no bajo una óptica value, ya que el value
investor dirige sus inversiones hacia donde encuentra valor y no en función de
adónde se mueven la masa y las tendencias. En la práctica, este modelo mental
debería ayudarnos a posicionarnos en un mercado difícil, inestable y
completamente incierto. Yo lo utilizo analizando y descartando entre todas las
clases de activos, fundamentalmente, liquidez, bonos, materias primas, metales
preciosos y acciones.
Vislumbró un brillo especial en los ojos de Marco, así que se preparó para un
largo discurso.
—Lo primero que descarto totalmente son los bonos estatales, pues los veo
tremendamente sobrevalorados, ya que ofrecen intereses que no compensan la
pérdida de valor adquisitivo y, además, son demasiado arriesgados, pues los
emiten Estados que pierden credibilidad continuamente, y más aún en el
contexto de economías que demuestran que no pueden sostener deudas tan
elevadas. Emisiones a muy corto plazo pueden utilizarse por razones tácticas de
gestión de liquidez, pero no olvidemos que, salvo unos pocos estados como
Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Noruega, Canadá, EE.UU. y algunos otros tan
jóvenes que no han tenido tiempo de quebrar, todos los demás, en algún
momento de su historia, han hecho default (bancarrota), perdiendo su deuda todo
su valor. Francia y Alemania están empatadas a «trofeos», pues suspendieron
pagos ocho veces, y España tiene el dudoso honor de ser el estado que más veces
ha quebrado: ¡hasta trece veces desde 1557!, y eso sin contar su guerra civil de
1936, durante la que el dinero republicano perdió todo su valor.
—Para que luego digan que la deuda del Estado es segura. Los romanos ya
devaluaban sus monedas de oro adulterando la aleación —añadió Alicia.
—Así es, pero quédate tranquila ya que, según Alan Greenspan, los
omnipotentes Estados Unidos de América no quebrarán nunca porque, llegado el
caso, su banco central podrá imprimir todos los dólares que quiera. ¿No te
parece una tomadura de pelo tal afirmación? Hasta un niño de cinco años
entiende que un cromo que es muy abundante y sale excesivamente repetido
pierde casi todo su valor en comparación con el que es difícil de conseguir. Si
hay mucho dinero, este perderá buena parte de su valor.
Bebieron un gran sorbo de agua en una fuente cristalina que manaba,
generosa, muy próxima al camino. Alicia logró rehidratar sus castigadas
neuronas y continuó la marcha algo más animada.
—La segunda clase de activo que evito como inversión son las materias
primas y los metales preciosos, ya que en un ambiente inflacionario pueden subir
mucho y en uno de recesión bajar considerablemente. No tengo la menor idea de
cuál va a ser el escenario que vamos a tener en el futuro, así que prefiero no
jugar a ser adivino. Un solo apunte sobre el gas natural cotizado en el NYMEX,
que está a 1,98 dólares por millón de BTU cuando en el 2007-2008 cotizaba a 15
dólares. Esa espectacular caída se debe a un exceso de oferta provocada por los
múltiples descubrimientos en los EE.UU. Con una óptica value, cuando se logre
dar salida a ese excedente seguramente será una inversión interesante. No
considero como inversiones racionales a las materias primas, ya que dependen
de factores demasiado ligados a la oferta y a la demanda y también, cómo no, a
los humores de los inversores. No ofrecen, por lo tanto, rendimiento propio, sino
únicamente un diferencial de precio y, al final, una onza de oro hoy es igual a
una onza de oro de hace diez años. A pesar de eso, hay materias primas que
pueden ofrecer valor, y pienso particularmente en la plata y en el gas natural. La
plata existe en la naturaleza en una proporción de 15-20 onzas de plata por cada
onza de oro, y esa relación de precio se ha mantenido durante cientos de años en
una proporción similar, pero actualmente la relación del precio entre oro y plata
ya no es de 1:15 sino de 1:110 (a abril de 2020). Además, la plata tiene muchos
usos industriales y el oro no. De ese hecho podemos concluir que el oro está muy
sobrevalorado, la plata está muy infravalorada o ambas cosas.
Consecuentemente, una inversión en plata tiene mucho menos riesgo que una
inversión en oro y puede ser interesante para quienes tengan miedo a una alta
inflación, ya que las reservas de plata, como las del oro, son finitas, mientras la
capacidad de imprimir dinero de los bancos centrales es, en teoría, infinita. El
gas natural tiene una historia similar a la plata, ya que en barriles equivalentes de
petróleo es mucho más barato que este, pero las razones son mucho más
evidentes y tienen sus raíces en las inmensas reservas que poseen los Estados
Unidos y que ahora se pueden explotar eficientemente gracias a las nuevas
tecnologías de producción mediante fraccionamiento de esquistos, las cuales han
creado una gran oferta para la misma demanda. El gas natural está cotizando a
poco más de 1,7 dólares por MBTU en el mercado americano, pero cuesta 12 en
Europa y 10 en Japón. Se tardará un cierto tiempo en construir la infraestructura
necesaria para poder exportarlo desde los Estados Unidos, donde cuesta tan
poco, pero es evidente que es solo cuestión de tiempo y que el precio no tardará
en subir. ¿Cómo podemos aprovecharnos de esas ideas y oportunidades? Creo
que la mejor manera para invertir en plata es en algún ETF sobre plata física, y
para el gas natural, en alguna empresa americana que se dedique a su extracción,
pero asegurándonos de que no esté demasiado endeudada, ya que no sabemos
cuánto tiempo tiene que resistir con esos bajos precios. En cualquier caso,
descarto el oro y los metales preciosos. Realmente no los entiendo y no los sé
valorar; lo que sí sé es que son volátiles y pueden subir o bajar una horquilla de
un 30 % en unos pocos días sin existir una explicación subyacente que justifique
esas oscilaciones. La liquidez, en cambio, la considero importante, sobre todo en
un mundo con exceso de deuda y que necesariamente está desapalancándose. No
se necesita ser un genio para entender que las ventas forzadas van acompañadas
por precios de saldo. Pero solamente si tenemos liquidez podremos
aprovecharnos de ellos. De lo contrario, tendremos que mirarlos y nada más. Así
que es lógico mantener un cierto capital en liquidez, pero con mucho cuidado
porque perderá poder adquisitivo rápidamente. Las acciones son mis preferidas
como clase de activo, pero, claro está, habrá que analizar con cuidado cuáles son
interesantes. Las acciones son el derecho de propiedad sobre una fracción de una
empresa. Si escogemos buenos negocios con fortaleza económica para sobrevivir
a una crisis, que tengan productos o servicios que probablemente existan en un
futuro de largo plazo, que disfruten de algún tipo de ventaja competitiva
sostenible, y si los adquirimos al precio correcto, tendremos mucha probabilidad
de respetar la primera regla de Buffett.
—En cuanto al oro —añadió Alicia— mis padres dicen que es un activo
refugio y que en estos momentos de incertidumbre hay que comprar grandes
cantidades porque nos defiende de la posible pérdida del valor de la moneda.
—En parte tienen razón, pero el oro es un activo que no genera riqueza y con
un escaso interés industrial, aunque, eso sí, es un buen conductor y los teléfonos
celulares llevan algo de ese metal dorado. Es cierto que nos defiende de la
inflación porque es un bien escaso, pues todo el oro que se ha extraído desde el
inicio de los tiempos ocuparía un cubo de veinte metros de lado, más o menos la
base de la estatua de la libertad. Además, se estima que el 15 % de ese oro se ha
perdido. En una sola hora se produce más acero en el mundo que todo ese oro.
Pero escucha lo que opina nuestro amigo Buffett sobre el mítico metal: «Mira,
podrías tomar todo el oro que se haya extraído de las minas y llenaría un
contenedor de sesenta y siete pies cúbicos. Con el precio actual que tiene el oro
podrías comprar toda la tierra de cultivo de los Estados Unidos. Además, podrías
comprar diez Exxon Mobil y te quedaría un billón de dólares en efectivo. O
podrías tenerlo en un gran cubo lleno del metal dorado. ¿Qué opción prefieres?
¿Cuál produciría mayor valor?». Si trato de evaluar el oro desde una perspectiva
de retorno sobre la inversión, mis cálculos me dan un número negativo porque
hay que considerar el coste de guardarlo de manera segura, y esos gastos podrían
aproximarse a un 1 % de su valor. Así pues, el retorno de poseer oro es de un
menos 1 % anual. Como dijo el mismo Buffett en una conferencia en Harvard:
«El oro es extraído de las tierras africanas o de donde sea. Luego lo funden,
cavan otro agujero, lo entierran otra vez y pagan a gente para que lo guarde. No
tiene utilidad. Cualquiera que lo viese desde Marte se quedaría sorprendido».
—La pepita de oro más grande del mundo fue encontrada en el año 1869 en
Australia y pesaba la friolera de 71 kg. —dijo Alicia, enorgulleciéndose de su
memoria.
—Fue fragmentada en tres trozos para poder moverla —añadió Marco–. Pero
las mayores reservas de oro están en los océanos. Se estima que en las aguas
marinas hay disueltas 9.000 millones de toneladas. Un kilómetro cúbico de mar
contiene unos 50 kg. de ese preciado metal.
Alicia frunció el ceño. «Seguiré estudiando… ¡siempre! ¡Todo lo que
pueda!», pensó mirando de reojo y con cierto recelo a Marco.
—El oro es tan maleable que con tan solo diez bolas del tamaño de una pelota
de golf se podría conseguir un hilo continuo que diera la vuelta a la Tierra
pasando por el Ecuador. Pero centrémonos en lo importante: el oro es una
protección y un refugio contra la incertidumbre —continuó Marco— y creo que
en este momento abundan las dudas. Puede que en algunas carteras tenga sentido
por su correlación inversa con las acciones, pero entrar a estos niveles es
seguramente peligroso, ya que su valor real en relación con la plata me lleva a un
cálculo de precio de 585 dólares, aunque, eso sí, soy consciente, y siempre lo he
dicho, de que evaluar el precio del oro es casi imposible. Una onza de oro vale lo
que alguien esté dispuesto a pagar por ella, y ese precio está fuera del control de
mi proceso inversor.
Alicia parecía una periodista financiera inteligente. No preguntaba qué iban a
hacer los mercados en los próximos meses ni qué sectores o áreas geográficas
serían los más rentables. Sus preguntas eran razonables, sabía que Marco no
predeciría, ni siquiera bajo amenaza de tortura, lo impredecible.
—Por lo que he aprendido de todos vosotros, invertir en acciones es lo más
racional y rentable. Pero… ¿cómo sabré elegir las empresas ganadoras? ¿Cómo
podré identificar sus ventajas competitivas?
—Los value investors buscamos compañías que tengan negocios rentables, en
crecimiento y que se puedan comprar a un precio por debajo de una valoración
conservadora. Un negocio productivo, en crecimiento y sostenible en el tiempo,
es la consecuencia de tener una ventaja competitiva o como la llama Buffett el
moat (la palabra inglesa para el foso defensivo que había alrededor de algunos
castillos). La pregunta pertinente es cómo identificar estas ventajas competitivas
y cómo determinar si son sostenibles y perdurables en el largo plazo.
Seguramente una compañía con ventaja competitiva tendrá un producto o un
servicio que sea único, y si no es exclusivo deberá ser el productor y vendedor al
más bajo coste. Que sea una cosa o la otra es fundamental, pero además esas
excelencias deben tener consistencia en el tiempo como consecuencia de estar
protegidas por patentes o disfrutar de economías de escala importantes, costosas
o difíciles de replicar. También, analizando los estados de pérdidas y ganancias
del balance de una sociedad cotizada podemos evaluar si tiene alguna ventaja
competitiva. Esas empresas tendrán márgenes más altos que sus competidores,
retornos sobre el capital invertido superiores y gastos de distribución y
administración estables. Lo ideal es que sus ventas tiendan a aumentar sin
reducir el margen de beneficios y produzcan crecientes free cash flows (flujos de
caja libres). Analizando el balance podemos identificar más indicios de una
ventaja competitiva: un bajo nivel de deuda es uno de ellos; otro es que el nivel
de inventarios no esté creciendo al mismo ritmo que las ventas, ya que la
acumulación de un excesivo inventario rápidamente podría convertirse en
obsoleto. Otros parámetros hay que analizarlos con cuidado como, por ejemplo,
el goodwill (prestigio de la empresa) y algunos intangibles, ya que, si ambos nos
garantizan márgenes y volúmenes de negocio mejores, son positivos, pero serían
negativos si no aportasen esos atributos beneficiosos o se hubiera pagado un
excesivo precio por su adquisición.
—¡Caray, Marco, que tengo trece años!
—Perdona, quédate con que identificar el origen de la ventaja competitiva de
un negocio nos confiere una enorme ayuda en nuestra carrera como inversores.
Una de las preguntas clave que deberíamos plantearnos todos los días es la
siguiente: ¿cómo generar ideas de bajo riesgo y alto rendimiento?
—De acuerdo, te la formulo. La contestación no parece sencilla.
—Mi profesor de value investing, Bruce Greenwald, me enseñó que es mucho
más rentable ir a buscar en la caja donde está lo más feo, lo pasado de moda y
donde el pesimismo es mayor, ya que muy probablemente en su interior se
puedan encontrar cosas que, aunque feas y horribles, valen mucho más que su
precio de cotización. Busquemos en los mercadillos uno de esos cuadros
anónimos y polvorientos porque, quizás, alguno de ellos oculta un Goya.
—¿Y si no es un Goya?
—Tampoco pasa nada, habrás pagado por él menos de lo que vale el marco.
Por esta razón me gusta ir a buscar ideas en los PIIGS (Portugal, Italia, Irlanda,
Grecia y España).
Paseaban ya por el jardín botánico. Marco se aproximó a una planta y rozó
sus diminutas hojas. Automáticamente estas se plegaron ordenadamente de una
en una. Alicia quedó sorprendida. Marco golpeó con fuerza una de sus ramas y
esta vez fueron los tallos y todas las hojas las que se desplomaron hasta
convertirse en un amasijo de finas y desangeladas ramas repletas de espinas.
—Es una mimosa sensitiva, también llamada mimosa púdica por lo tímida y
vergonzosa que aparenta ser. Cuando un animal se acerca con la intención de
comérsela, al más leve contacto se pliega dando una apariencia poco apetecible.
De las plantas podemos aprender mucho. Cuando descubras una excelente
compañía a precios de risa, imagínatela como esa planta, carente de gracia, que
no invita a contemplarla y mucho menos a ingerirla o a comprarla. Esas
empresas olvidadas en «la cajita fea de Greenwald» son muelles que han sido
comprimidos por las malas noticias y por la economía tambaleante y, algún día,
gracias a un catalizador imprevisto se van a disparar hacia arriba. Lo único
importante que tenemos que saber es que ese muelle está comprimido; todo lo
demás viene solo. ¿Cuándo?, no lo sé, pero hay grandes probabilidades de que
eso suceda. Lo importante, en este caso, es tratar de saber quién está del otro
lado, quién nos vende a estos precios tan baratos, y si lo que vemos son
inversores frustrados y asustados, aburridos de poseer una acción que no genera
adrenalina con subidas importantes, que no les permite decir a los amigos lo
listos e inteligentes que son, mucho mejor para nosotros. Nada más rentable que
invertir en una acción con un gran margen de seguridad, pero frustrante y
aburrida. Aprendí de Peter Lynch que las acciones tienden a ser aceptadas como
inversiones prudentes en el momento en que no lo son. En nuestra vida
cotidiana, a medida que el precio de un producto sube, la gente tiende a
comprarlo y a consumirlo menos. Curiosamente, en la bolsa eso no sucede así y,
por el contrario, a medida que el precio de las acciones asciende, atrae a más y
más compradores. Recordando al genial Howard Marks: «Cuando los inversores,
en general, son demasiado tolerantes con el riesgo, los precios de los activos
pueden ofrecer más riesgo que retorno. Cuando los inversores tienen una gran
aversión al riesgo, los precios pueden reflejar más rendimientos que riesgo».
Disfrutaba como una niña traviesa incordiando a la mimosa sensitiva.
—Leyendo a Bruce Berkowitz he aprendido otra valiosa lección: no hay que
fijarse demasiado en por qué una empresa puede ser fantástica, sino en ir a
buscar todas las situaciones en las cuales sufriría. Usando las palabras del propio
Berkowitz, hay que tratar de «matar» la idea de inversión, porque si sobrevive a
un análisis tan duro, es probable que tenga éxito y el inversor necesitará
solamente paciencia, no peligrando su capital. Y en los PIIGS hay más de una
compañía que pasa ese duro examen. Uniendo esos dos conceptos de Greenwald
y de Berkowitz se generan ideas de bajo riesgo de pérdida de capital y grandes
oportunidades de crecimiento de la inversión, por la simple razón de que gracias
al actual pánico bursátil podemos comprar, a muy bajo precio, empresas capaces
de sobrevivir hasta en el difícil entorno que tenemos en estos momentos.
—A ver si me aclaro, Marco. Ya sé que nada es demasiado bueno para
comprarlo a cualquier precio y nada es demasiado malo para que no sea
irresistible a un precio muy barato. Estoy de acuerdo con esas ideas tuyas, pero
Munger dice que es mejor un negocio fantástico a un precio normal que un
negocio normal a un precio fantástico, y Buffett evolucionó su forma de invertir
pasando de perseguir lo barato por barato (tal como aprendió de Ben Graham) a
lo bueno por bueno a un precio justo, esta vez siguiendo a Philip Fisher. Es
evidente que hay una aparente contradicción, ¿o no? ¿Qué es mejor?
Quedó petrificado ante tanto ingenio, impropio de una adolescente, pero
reaccionó con celeridad.
—Es muy simple, Buffett y Munger son bastante más inteligentes y tienen
más experiencia y habilidad que yo, así que no puedo competir con esos genios,
ya que definir un negocio fantástico es más difícil que valorar uno que esté
barato. Pero yo puedo aprovecharme de una enorme ventaja: ellos manejan
ingentes capitales y no pueden comprar las empresas pequeñas, feas y
escondidas de este planeta. Con esto quiero decir que lo muy barato está fuera
del alcance de esos sabios y ese es nuestro terreno, Alicia, nosotros sí podemos
encontrar tesoros escondidos en la cajita fea.
—Los value investors jugáis con ventaja, compráis las cosas a mitad de
precio o, incluso, más baratas. ¿Es eso difícil de hacer?
—El value investing pretende comprar un euro con cincuenta céntimos o
menos; esa es la teoría y lo que se debería conseguir. Parece sencillo, pero tiene
sus limitaciones. El problema principal es evaluar con mucha seguridad el euro
que vamos a comprar con los cincuenta céntimos. Algunos activos serán muy
fáciles de analizar, otros no tanto, pero todos erraremos alguna vez en nuestra
evaluación y caeremos en las famosas «trampas de valor». Cuando los mercados
o las acciones se desploman, nosotros compramos más. A los value investors no
nos asusta ver nuestras inversiones caer un cincuenta por ciento, pues estamos
convencidos de comprar un euro con cincuenta céntimos, luego con treinta, con
veinte y así sucesivamente. La limitación del value investing está justamente ahí,
no nos frena cuando entramos en una «trampa de valor», y cuando nos damos
cuenta se habrá quemado una buena parte de nuestra liquidez. Los value
investors no usamos ningún tipo de stop loss, por lo tanto, es importante recordar
que la calidad del análisis es fundamental, ya que actuaremos en función de
dicho análisis; también es esencial saber que, por detallado que sea nuestro
estudio, podemos equivocarnos, así que un mínimo de diversificación, no
demasiada, puede ayudar a que el error de valoración no sea fatal.
Ambos se tomaron un breve respiro. Alicia aprovechó para colmar el silencio
con pensamientos banales. El descanso mental apenas duró unos pocos pasos.
—Buffett tiene una gran ventaja: ser buen inversor lo hace mejor empresario
y ser un excepcional empresario le convierte en un inversor genial, en un círculo
cerrado que retroalimenta su ingenio y su éxito.
—Su empresa es un holding. Eso es algo muy grande, porque un holding es
un conglomerado de multinacionales —recordó Alicia.
—Yo también soy empresario. ¿Sabes cuál es la diferencia fundamental que
nos separa? Pues que ambos nos fijamos en el mismo tipo de empresas, pero
mientras yo compro unas pocas acciones, Buffett suele comprar la empresa
entera.
—Bueno, eso no es del todo cierto. Recuerda que Buffett no puede buscar en
la cajita fea —remarcó Alicia, orgullosa de su ocurrencia.
—La pregunta que me hago todos los días es si hay oportunidades de inversión y
en qué. Los holdings pueden ser magníficas y ventajosas inversiones; a mí me
atraen. Buffett devolvió el dinero a sus clientes cuando después de analizar
cientos de empresas fue incapaz de encontrar valor oculto en ninguna de ellas,
pero si hubiera tenido algunos buenos holdings a los precios actuales no lo
habría hecho. No me preocupa si los índices están o no sobrevalorados; me
obsesiona, en cambio, encontrar ideas de inversión buenas y seguras para mí y
mis inversores. Definitivamente, hay oportunidades de inversión, y el descuento
radica, sobre todo, en las empresas europeas con estructura de holding más que
en cualquier otra parte. Los trust tienen participaciones en otras empresas, y las
ventajas de invertir en ellas, entre otras, son: a) pueden ser difíciles de replicar,
ya que suelen estar compuestos por empresas cotizadas y no cotizadas, tener
capital privado, activos inmobiliarios, etc.; b) sus empresas participadas se
pueden comprar con descuento; c) tienen la ventaja de beneficiarse de un gran
conocimiento de los mercados donde operan y, además, influyen en las
decisiones de sus empresas participadas. Evidentemente, no todos los holdings
son iguales y hay que tener mucho cuidado en su selección ya que, por su propia
estructura, son un poco más complejos de evaluar que otras empresas. Para
empezar, el hecho de que se puedan comprar con rebajas no quiere decir nada.
La calidad del subyacente tiene que ser alta, ya que, si las participadas son de
baja calidad, el descuento no confiere protección alguna. Por ejemplo, en 1999
un holding de empresas de Internet cotizaba a 100 dólares con un descuento del
30 % sobre su valor neto en libros, y en 2003 se pagaba a 3 dólares. El descuento
no confirió suficiente protección y lo importante era el auténtico valor de sus
participadas. La cualificación de los administradores del holding y su capacidad
como inversores es transcendental y puede determinar que ese trust valga mucho
más que la suma de sus activos, justamente porque tiene un equipo de personas
muy buenas en asignar capitales a diferentes inversiones. Esa es una de las
razones por las cuales Berkshire Hathaway ha cotizado durante muchos años a
1,5 veces su valor en libros. Se aceptaba como el Buffett premium (la prima de
Buffett). Además, hay que verificar si tienen deuda tanto a nivel del holding
como de sus participadas, porque si es posible obtener un «doble descuento»
invirtiendo en un holding, no es menos cierto que se puede tener una «doble
deuda». En conclusión, estoy completamente seguro de que en este momento en
Europa hay unos cuantos holdings que son auténticas joyas, y la única razón por
la cual cotizan con importantes descuentos en relación con el auténtico valor de
sus activos es por el pesimismo generalizado que todavía paraliza a una gran
mayoría de inversores.
—¿Cuántos riesgos ocultos puede haber tras una inversión bursátil?
—Fundamentalmente hay dos riesgos que los inversores enfrentan todos los
días: el riesgo de estar en una inversión que pierda valor y el riesgo de no estar
en una inversión que suba en valor. La mayoría de las personas se enfocan en el
primer riesgo y por eso en momentos de incertidumbre llenan su cartera de
inversiones que creen «seguras» (bonos, depósitos, oro, etc.) y que al final, con
el paso del tiempo, les provocarán una gran pérdida de poder adquisitivo, ya que
los rendimientos son muy bajos, y hasta negativos si consideramos la inflación.
Al segundo riesgo se le llama también el «coste de la oportunidad». No tener en
cuenta ese riesgo es peligroso porque estaremos atrapados en productos poco
rentables y nuestra cartera no se beneficiará de otros activos que sí multiplicarían
nuestro capital. El inversor que considere los dos riesgos debería poseer en su
cartera un porcentaje grande en renta variable, pero de mucha calidad, ya que la
excelencia evitará o mitigará el riesgo número uno, el de la pérdida de valor,
pero también nos ayudará a afrontar el riesgo número dos y no perder la
oportunidad de crecer a un ritmo que nos permita batir a la inflación y aumentar
nuestro poder adquisitivo.
—Una cuestión, Marco. Vosotros, los value investors, cuando compráis lo
hacéis con el suficiente margen de seguridad de no perder dinero. ¿Cuál debería
ser ese margen?
—El máximo posible, y como mínimo de un cincuenta por ciento. Lo ideal es
encontrar empresas que valgan diez veces más, lo que Peter Lynch denominaría
un posible ten-bagger.
—Vale. Tenemos identificada una de esas empresas; entonces, ¿por qué no
nos apalancamos y compramos a crédito? Es de tontos no ganar más, pudiendo
hacerlo, si estamos seguros de que nuestra inversión es una gran oportunidad.
—El apalancamiento, las compras a corto y la apuesta por derivados son,
entre otras, estratagemas que desafían la primera regla.
—¿La de no perder dinero?
—Justo esa misma. Si tú compras a buen precio una empresa buena y no te
ves obligada a vender, como decía Chaplin: «El tiempo es el mejor autor:
siempre encuentra un final perfecto». El tiempo juega a tu favor, te dará la razón
y ganarás dinero. Si, en cambio, hay un plazo determinado en el que tienes que
devolver tus acciones compradas a corto o debes cancelar el crédito y el señor
Mercado todavía no reconoce el valor de tu activo, perderás buena parte de tu
capital, y puedes perderlo todo si estás apalancada. Acertar con el timing en esas
estrategias es muy complicado. Y, total, ¿para qué? Recuerda que es mejor
enriquecerse lentamente que empobrecerse rápidamente. Y en cuanto a lo de
apalancarse, no olvides las sabias palabras de Buffett: «Nadie que no tenga
deudas ha quebrado nunca».
—Me parece que los analistas técnicos no te caen en gracia —comentó
Alicia.
—Pues no creas, algunos son de lo más gracioso, sobre todo cuando en uno
de esos programas de asesoría telefónica o por Internet se atreven a contestar a
preguntas del tipo: «Soy inversor de largo plazo… ¿me puede decir cuál es el
soporte y la resistencia de la acción X y a qué precio calcula que estará en dos
meses?». La respuesta debería ser algo así como: «Si es inversor de largo plazo,
lo cual implica cinco o diez años, ¿para qué diantres quiere saber cuál es el
soporte? Y le diré algo más: si yo supiera a qué precio iba a cotizar esa acción
dentro de dos meses, estaría descansando en una playa del Caribe y no teniendo
que aguantar preguntas como la suya». La mayoría de analistas técnicos pecan
de impacientes y tratan de doblar su capital rápidamente olvidando las sabias
palabras de Will Rogers: «La forma más rápida de doblar tu dinero es plegar los
billetes y meterlos de nuevo en el bolsillo».
—¿Qué opinas del análisis técnico?
—¿Qué quieres que te diga? —continuó Marco–. La gente lo solicita y a los
editores de periódicos económicos y a las consultorías financieras les va muy
bien vendiendo todos esos libros y cursos que solo les enriquecen a ellos mismos
y a los intermediarios financieros. Si al intercambiar una acción tienes
mentalidad de negocio, te parecerá absurdo hacerlo simplemente porque la
cotización ha cruzado a saber qué maldita línea. El padre del análisis técnico,
Charles Henry Dow, escribió entre 1900 y 1902 centenares de editoriales que
fueron el germen de la teoría de Dow, pero gestó su fortuna vendiendo su teoría
a través de su recientemente fundado Wall Street Journal, instituyendo agencias
de consultores y mediante la creación de índices como el Dow Jones. La teoría
de Dow enriqueció a sus creadores usándola como herramienta de marketing
para vender cursos y periódicos, ya que el propio Dow jamás la puso en práctica
para sus inversiones. Un estudio realizado por Cowles y Goetzmann demostró
que la aplicación de la teoría de Dow, según el método de Hamilton, ofreció un
rendimiento (entre 1902 y 1929) del 12 %, mientras la estrategia de comprar y
mantener dio un 15,5 %. El análisis técnico crece como los hongos porque a la
industria del trading le interesa tener un estándar con el que distribuir un
producto a las masas. La pregunta clave que tienes que plantearte es ¿para qué
tanto esfuerzo analizando los gráficos si puedo obtener más rentabilidad
mientras duermo?
—Así que el análisis técnico fue un invento de un periodista —afirmó Alicia,
sorprendida.
—Anthony Warren dijo que el principal problema del trading está en el
desarrollo de un sistema de reglas para gestionar algo que es completamente
imprevisible.
—Adivinar el incierto futuro de una cotización que se mueve de forma
anárquica y arbitraria en el corto plazo, y sacar provecho de ello engatusando a
gente ingenua e incauta no parece ético —apostilló Alicia.
—¿Sabías que algunos aplican los métodos de análisis técnico a muy diversos
ámbitos de la vida? Hay quienes se entretienen en estudiar, por ejemplo, los
gráficos de los partidos de baloncesto.
Marco sacó un recorte de periódico y, efectivamente, allí estaba la puntuación
del partido surcado por decenas de líneas.
—Dime —preguntó Marco, disfrutando de la cara de sorpresa de Alicia–.
¿Podrías averiguar quién ganó el partido viendo el minuto once?
—No me tomes el pelo, que ya sé de qué va la película. ¿Por qué los analistas
se empeñan en predecir lo impredecible?
—Para mí una predicción genial es la que hizo Roy Atkinson: «Voy a hacer
un pronóstico: puede pasar cualquier cosa». Si me preguntas qué va a hacer
determinada acción o índice en los próximos meses, o incluso años, no te
engañaré: fluctuará, pero en el largo plazo esa oscilación, esa variabilidad de las
cotizaciones, pasará (mediante un movimiento pendular) por un eje central cuya
pendiente dependerá fundamentalmente de los beneficios y de la generación de
valor.
—No me dejaré tomar el pelo, Marco, ¡nunca!
—La gente compra «seguridad», pero la busca en los lugares equivocados. La
mayoría de «inversores» la pide y alguien se la tiene que dar. Es un círculo
vicioso que se autoperpetúa. En economía no hay nada inaccesible ni misterioso
al entendimiento del pequeño inversor aficionado, pero los periódicos, los
medios de comunicación, las gestoras, todos se empeñan en dotar a sus
predicciones de un aire científico. Y, por desgracia, los mismos que se ríen de
los adivinos se toman en serio a los economistas. Una de mis citas favoritas,
porque expresa la inoperancia de los inversores por avanzar, es la idea que
magistralmente transcribió James Grant: «El progreso es acumulativo en la
ciencia y la ingeniería, pero cíclico en las finanzas » . Después de todo, los
físicos no tienen que repetir los experimentos de Madame Curie; ya han
aprendido de los experimentos. En la historia financiera, sin embargo, seguimos
repitiendo los mismos experimentos; lo hacemos porque la codicia y el miedo
son inherentes en nosotros».
—¡Sí! Predicciones con aire científico, por ejemplo, con letras griegas —
añadió Alicia.
—Si solo fuera eso... Los analistas defienden sus puestos de trabajo, los
brókeres y los bancos viven de las transacciones continuas y tratan de disimular
la inutilidad de sus predicciones. Ya lo dijo Maquiavelo: «Los hombres son tan
simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que quien
engaña encontrará siempre quien se deje engañar».
Marco hizo una breve pausa, inspiró hondo, llenándose del aire puro de
Merano, y continuó instruyendo a nuestra pequeña.
—«Si alguien le dice que sabe cuál es la mejor asignación futura, asienta
lentamente, retroceda unos cuantos pasos, dese la vuelta y corra como alma que
lleva el diablo». Son palabras de William Bernstein. Los expertos te continuarán
persiguiendo con sus endiabladas predicciones, pero no olvides que nunca
podemos tener la seguridad de saber cuáles serán las operaciones ganadoras,
aunque algunos sí parecen saberlo. Buffett ya lo advirtió: en muchas empresas y
sociedades de inversión el jefe lanza la flecha para luego, rápidamente, pintar la
diana alrededor de donde fue a parar. Y es que, como afirma Joseph Heller: «El
destino es una buena casa cuando todo te va bien; cuando eso no es así, no se
llama destino, se le llama injusticia, traición o, simplemente, mala suerte».
—Pero los analistas se saben los precios de las acciones de memoria, de algo
servirá eso…
—«Un cínico sabe el precio de todo y no sabe el valor de nada», dijo Oscar
Wilde. Así que pon un rótulo en tu habitación con la siguiente leyenda: «No
preguntes a los analistas, ellos tampoco lo saben». Hay muy buenos asignadores
de capital, aunque algo escondidos. Pero medita lo que enunció Lao Tse: «Los
que tienen conocimiento no predicen. Los que predicen no tienen
conocimiento». Tu amigo Ben Graham afirmó que el análisis debe ser perspicaz,
no profético, y Howard Marks que no puedes predecir, pero puedes prepararte.
—Me has dejado agotada.
—«Por cada cien analistas que se preocupan de lo que va a hacer el mercado,
solo uno se preocupa de lo que va a hacer la compañía». Eso lo manifestó el
mítico Peter Lynch —continuó Marco, erre que erre, recordando a algunos de
sus gigantes.
—De verdad que estoy cansada —se reafirmó nuestra pequeña tocándose la
cabeza con precaución, por si quemaba.
—Lo sé y lo siento, pero ya lo expresó Albert Schweitzer: «Según vamos
adquiriendo conocimiento, las cosas no se hacen más comprensibles, sino más
misteriosas». Ahora seré yo quien te haga una pregunta: ¿cómo vas a invertir tu
dinero?
—Estudiaré la historia financiera de los últimos doscientos años y actuaré en
consecuencia.
—Invertir mirando el retrovisor y no a través del parabrisas puede conllevar
problemas, ya que tenderemos a proyectar nuestras expectativas en función de lo
ocurrido en el pasado y no hay nada más fácil que caer en el autoengaño, pues
obrando con ese criterio subestimamos el hecho de que las cosas tienden a
cambiar y a no ocurrir como en el pasado.
—Pues Templeton sentenció que las cuatro palabras más peligrosas en
finanzas son: «Esta vez será diferente» —contraatacó Alicia.
Marco esbozó una sarcástica sonrisa.
—Le pediré consejo a Warren —reconoció Alicia, rindiéndose
definitivamente.
—Desgraciadamente, Buffett no vivirá para siempre, y aunque sí lo harán sus
ideas, puede que algún día te encuentres sola delante del espejo.
Alicia dudó unos instantes.
—¡Dame tu teléfono, Marco, creo que lo necesitaré!
—Estudia finanzas, sobre todo value investing. Eso lo debería hacer todo el
mundo con independencia de cuál fuera su oficio. Tu objetivo debe ser alcanzar
la libertad financiera, lo que conseguirás únicamente cuando tengas un esclavo
llamado Capital que trabaje para ti las veinticuatro horas del día, todos los días
del año, y lo haga, simultáneamente, en muchas buenas empresas. Solo hay dos
consideraciones a tener en cuenta: tu Capital tiene que ser lo suficientemente
grande como para pagar todos tus gastos diarios. Además, necesita órdenes
eficaces, esperará instrucciones inteligentes de alguien y ese alguien, seas tú o un
gestor profesional, deberá dárselas de forma clara, diligente y satisfactoria. Si tú
no eres capaz de hacerlo, necesitarás un buen asesor, y recuerda que hay pocos
realmente buenos y que estén lo suficientemente cualificados para aportar valor
a tu cartera. Identificarlos no es fácil y deberás estudiar mucho para hablar en su
mismo idioma y poder entenderte con ellos, y eso, créeme, tampoco es sencillo.
—¡Tu teléfono! —insistió Alicia un tanto desconsideradamente.
Esta vez Marco no pudo contener una alborozada y espontánea hilaridad.
—«El hombre medio no desea que le digan si el mercado es alcista o bajista.
Lo que desea es que le digan, de forma específica, qué valor comprar o vender.
Quiere algo por nada. No desea trabajar. Ni siquiera desea pensar». Son palabras
del mítico J. L. Livermore —continuó Marco, tratando de recuperar la frecuencia
normal de su ritmo cardíaco–. Un conocido, tras leer un libro de bolsa que le
había recomendado, me dijo que había entendido el texto, pero me preguntó
directamente en qué acciones debía invertir, ya que en el libro no lo
especificaba. La gente, en general, es muy cómoda y quiere el pez, no la caña.
Esfuérzate en formarte financieramente, y a todo el que te pida consejo ofrécele
toda la información que precise y que esté capacitado para entender, pero no le
desveles tu solución: sin esfuerzo personal no hay camino posible hacia el éxito.
Benjamin Franklin resumió esas ideas con las siguientes palabras: «Dímelo y lo
olvido, enséñame y lo recuerdo, involúcrame y lo aprendo».
—Si todo el mundo invirtiera a una media del diez por ciento anual y
capitalizara las plusvalías, sería materialmente imposible obtener esas
rentabilidades y, asimismo, el capital de todos, en su conjunto, sería tan enorme
que perdería casi todo su valor salvo que los negocios de la humanidad se
expandieran por el resto de la galaxia —cuestionó Alicia–. Con tanto ahorro
también se reduciría el consumo, y eso repercutiría negativamente en las
empresas que, supuestamente, tienen que justificar ese diez por ciento con sus
ventas.
—Precisamente por eso guardo el secreto… —mintió Marco, luciendo una
traviesa sonrisa que le delataba–. Al final de mi vida no será el que yo tenga más
o menos riqueza material lo que haya justificado mi existencia, sino más bien a
cuántas personas haya podido ayudar. Si he sido dotado con cierta habilidad para
asignar capitales eficazmente, no sería justo esconder egoístamente ese
conocimiento.
—Una última pregunta —interrumpió Alicia–. Me habéis convencido entre
todos de que el value investing es la forma más segura y eficaz de invertir mis
ahorros. Pero si es así, y así se ha cumplido desde que Graham publicó Security
Analysis en el año 1934, ¿por qué sigue siendo el paraíso de una minoría?
—Si me lo permites —dijo Marco besando la frente de Alicia—, te va a
contestar Seth Klarman: «Aunque todos los habitantes del país se convirtieran en
analistas de valores, conociesen de memoria El inversor inteligente de Ben
Graham, y asistiesen a las reuniones de accionistas de Buffett, la mayoría de la
gente se seguiría sintiendo atraída por fantásticas OPV iniciales, estrategias de
impulso e inversiones de moda. A la gente le seguiría pareciendo tentador
comprar y vender a lo largo del día y realizar análisis técnicos de los gráficos de
bolsa. Un país de analistas de valores seguiría reaccionando de forma exagerada.
En pocas palabras, hasta los inversores más avezados cometerían los mismos
errores que han venido cometiendo desde siempre los inversores, y por la misma
e inmutable razón: porque no pueden evitarlo».
—¡Ufff! —Suspiró Alicia–, entre todos vais a acabar conmigo. Pero os
entiendo, el mensaje value de Klarman es idéntico al tuyo y similar al de Buffett.
Todos tenéis en común, aparte de la paciencia, que os gusta comprar en rebajas.
—Efectivamente. Aunque cada value investor tiene su forma de invertir
propia y particular, todos hablamos el mismo idioma y hemos disfrutado del
mismo profesor: tu amigo Ben Graham. Tienes que regresar, Warren se está
poniendo su traje caro que le sienta como si fuera barato y te espera en el hotel.
Tan solo unas últimas palabras para que reflexiones durante el viaje: «Cuando
compro una acción, prefiero que, en el corto plazo, su precio baje
considerablemente. Eso me obliga a revisar la racionalidad de mi valoración
inicial y así puedo calibrar mi grado de convicción; si mi certeza es fuerte, se me
está ofreciendo la oportunidad de comprar más a un mejor precio».

La lección magistral

«Los profesionales de la inversión que tienen éxito
comparten dos rasgos: en primer lugar, son disciplinados
y coherentes, y se niegan a modificar su método,
aunque no esté de moda. En segundo lugar, piensan mucho
en lo que van a hacer y en cómo lo van a hacer,
pero prestan muy poca atención a lo que
el mercado está haciendo».

Jason Zweig
Escritor y periodista financiero.

E ntró en el distinguido y suntuoso hotel por la gran puerta


acristalada. Allí estaba su amigo, puntual como siempre. Lo
encontró arreglándose uno de sus trajes caros que le sentaban como si fuesen
baratos.
—¿Dónde vamos? —preguntó Alicia.
—Nos han invitado a una conferencia sobre inversiones. Tienes que estar
muy atenta, van a explicarnos los secretos para invertir con éxito en bolsa.
Anímate, luego iremos a cenar.
Tal vez diera la conferencia el propio Warren, nadie mejor que él para
hacerlo, y se acordó del restaurante de Carlo.
Al oír la palabra secreto, le preguntó en voz baja a Warren:
—¿Cómo alguien que conoce las claves para hacerse rico va a propagarlas a
los cuatro vientos? Si las divulga, ¿no perderá con esa actitud posibles ventajas
para futuras inversiones personales? Si todo el mundo supiera cómo invertir con
éxito sería muy difícil ganar más que la media de los otros inversores.
Sonrió satisfecho; era la pregunta que esperaba.
—Apresurémonos —apremió Warren— o llegaremos tarde.
Estaba un tanto molesta; no le gustaba que le dejaran sus interrogantes en el
aire. Le pareció una descortesía no haber recibido respuesta a una duda que ella
consideraba lógica. Entraron en la gran sala de conferencias por la puerta
principal. El auditorio estaba lleno y había mucha gente de pie, apoyada en los
pasillos laterales.
«No nos podremos sentar», pensó un tanto contrariada.
—Tenemos reservados dos asientos en tercera fila.
Se sintió aliviada, llevaba unos bonitos zapatos que la estaban mortificando.
Si daba la conferencia uno de esos analistas técnicos, con sus gráficos
ininteligibles, se armaría de valor y saldría de la sala, estaba decidida a ello.
—Damas y caballeros, hoy tenemos la fortuna de recibir a un excepcional
inversor y un gran profesor: ¡Benjamin Graham!
—¡Es Ben! Cómo he podido ser tan tonta —pensó, avergonzada.
Warren jamás me tendería una encerrona.
—Buenas noches. He de confesarles que muchas de las ideas que les voy a
transmitir son de mis amigos (algunos, exalumnos míos), pero no las he tomado
prestadas, las he adoptado como mías.
Miró de reojo a Warren. Se le veía exultante, estaba feliz. «Quizás se imagina
de nuevo en la universidad, como cuando Ben le daba clases», pensó.
—La mayoría de ustedes sabe que mi filosofía de inversión se sustenta en
comprar acciones a precios muy bajos para tener un gran margen de seguridad
de no perder dinero. No me ha preocupado en demasía la naturaleza de las
acciones ni las perspectivas del negocio. Phil Fisher, en cambio, prefería
comprar empresas de la máxima calidad y conservarlas eternamente. Mi mejor
alumno, Warren Buffett, aunó ambas filosofías y compra empresas sólidas, con
ventajas competitivas en su sector, a buenos precios, o como mínimo a precios
razonables, y las mantiene muchos años. ¿Qué ha conseguido? Simplemente ser
el hombre más rico del mundo. ¿Cómo lo ha hecho? Pues aprovechándose de la
ineficiencia y miopía a corto plazo del Señor Mercado.
Warren todavía se ruborizaba como un adolescente. Alicia lo miró de reojo y
recibió una amplia y avergonzada sonrisa.
—El especulador habitual, siguiendo la frenética actividad que padecemos en
nuestro quehacer diario, busca ganancias rápidas. Eso de comprar y mantener es
demasiado aburrido. La toma de decisiones ágiles libera adrenalina y al ser
humano le apasionan las emociones fuertes, dejándose arrastrar por ellas y
relegando a un lado el sentido común.
En el auditorio había un silencio sepulcral, apenas roto por unos esporádicos
carraspeos de alguna garganta maltrecha. Pensó que Ben se estaba explicando
bien, ya que, hasta el momento, a pesar de lo denso del contenido, lo entendía
todo.
—El intenso malestar que generan las pérdidas momentáneas y el deseo de
seguir a la masa en sus decisiones, para sentirnos seguros, es lo que llevó a la
mayor parte de inversores en el fondo con mayor rentabilidad de todos los
tiempos, el Magellan Fund, de Peter Lynch, a perder dinero. ¿Cómo pudo
suceder eso? Los inversores, asustados, vendían sus participaciones, baratas, en
las fases de caídas, y las compraban caras (al amparo de la tendencia) en las
fases alcistas. El Magellan Fund ofreció una rentabilidad media anual del 29 %.
Si ustedes hubieran invertido 10.000 dólares en 1977, al cabo de 13 años, en
1990, tendrían en su cuenta la friolera de 280.000 dólares. Lo más triste es que la
ganancia media del inversor fue tan solo del 7 %. La psicología humana es
inescrutable. Al hombre le gusta complicar las cosas sencillas. Cuanto más caras
están las acciones, más demanda tienen; en cambio, cuando están a precio de
saldo, nadie las quiere.
—No es que no las quieran —matizó Warren—, es que no se atreven a
comprarlas. « ¡Ya bajarán más! » , piensa la mayoría.
—Tenemos que abstraernos de las innumerables noticias y rumores, ya que
siempre nos incitan a comprar caro y a vender barato —prosiguió Ben—. Como
atestiguaba Arthur Schopenhauer: «La cantidad de rumores que un hombre
puede soportar es inversamente proporcional a su inteligencia».
Un murmullo de risas se extendió por toda la sala.
—Cuando oímos el rumor positivo, ya se ha producido la subida, pues ya se
ha descontado en buena parte la noticia y, si esta era falsa, perderemos dinero
irremediablemente. En nuestras ansias por intentar anticiparnos al futuro,
habremos pagado por adelantado por un hecho que, finalmente, no ha sucedido.
Invertir en un sector simplemente porque prevemos un gran auge en los
próximos años no es garantía de éxito, máxime si lo hacemos pagando ya, por
anticipado, los futuros beneficios. La gran mayoría de los inversores que
apostaron por la industria automovilística en 1910, por la aviación comercial en
1930 o por los fabricantes de televisores en la década de los años 50, perdieron
dinero, y lo hicieron a pesar de que esos sectores, literalmente (como estaba
previsto), cambiaron el mundo; lo mismo ha ocurrido, más recientemente, con
las compañías de Internet. Como certifica Buffett: «El crecimiento drástico no
siempre lleva parejos altos márgenes de ganancia y elevados retornos de
capital».
El padre de Alicia siempre intentaba anticiparse a los acontecimientos
evaluando y valorando infinidad de informaciones y rumores.
—Les contaré una historia, eso les ayudará a desperezarse. A todos nos gusta
oír cuentos verídicos. El joven, y todavía inexperto inversor, André Kostolany,
en la década de los años treinta, se encontraba pasando sus vacaciones en la
elitista estación invernal de St. Moritz, a la que acudían empresarios, artistas,
banqueros, políticos y, en general, personalidades muy influyentes. André estaba
allí intentando obtener información privilegiada para sus especulaciones en
bolsa. El azar determinó que una tarde, estando en su habitación, el botones del
hotel le entregara una carta telegrafiada. Al abrirla pudo leer, sorprendido, que se
daría la orden de compra en todas las bolsas del mundo, en los próximos días, de
acciones de la compañía Royal Dutch por importe de varios millones de florines.
Era la oportunidad que estaba anhelando desde su llegada a la estación de esquí.
El mensaje iba dirigido a uno de los importantes magnates de las finanzas allí
alojados y, por un afortunado error, se habían equivocado de habitación.
Devolvió el telegrama y compró, inmediatamente, una importante cantidad de
acciones de la compañía Royal Dutch. No tomó precaución alguna, ni siquiera
analizó la empresa, después de todo tenía una información privilegiada, no podía
perder. Su apuesta era segura. «¡Qué suerte!», pensarán ustedes. No se
precipiten, espérense a saber cómo acabó el episodio. Durante los siguientes días
las acciones se desplomaron, bajando hasta niveles que suponían un tercio del
precio pagado por Kostolany. Dicen que fue uno de los hechos que le llevaron a
seguir su método de inversión basado en llevar la contraria al mercado, a los
rumores y a las noticias. Toda su vida fue contracorriente: compraba cuando
todo el mundo vendía y viceversa, y doy fe de que no le fue nada mal, acabó
siendo multimillonario. Podemos simplificar la moraleja de esta anécdota con las
palabras de Francisco García Paramés: «Huimos de la información privilegiada
como de la peste. La información confidencial es un peligro, te hace creer que
sabes algo que los demás no conocen y te puede hacer tomar una decisión poco
racional». El bueno de Kostolany siempre tuvo presente el aforismo del filósofo
Sören Kierkegaard: «Un hombre solo puede equivocarse, pero la multitud
siempre se equivoca».
Ben tuvo que esperar unos breves instantes a que se silenciaran los murmullos
de los comentarios de los asistentes.
—Sí, sé lo que están pensando. Llevo más de un minuto sin citar a Buffett, y
tienen razón, también él dijo algo al respecto: «Con un millón de dólares en el
bolsillo y los suficientes “soplos” se puede ir a la ruina en un año».
Mirando a Alicia, Warren matizó: «Soy un exagerado, lo cierto es que la
ruina te puede sobrevenir en una semana».
—El mercado de valores es cíclico, los precios, a corto y medio plazo, oscilan
al alza y a la baja de forma imprevisible; no sabemos cuándo, cuánto, ni en qué
orden. Sí es de esperar, en cambio, que a largo plazo la tendencia natural sea a
subir, y eso confiere una especial ventaja al inversor paciente.
Se acordó de lo mucho que sus padres habían perdido en bolsa. «Quizá por
ello el destino me ha traído a Wall Street», pensó, algo inquieta.
—Hay que comprar cuando nadie lo hace porque el mercado siempre se
adelanta en muchos meses a la evolución de la economía. Quien espere buenas
noticias macroeconómicas para empezar a adquirir acciones se habrá perdido
una parte sustancial de la recuperación. Además, la intensidad de la subida suele
ser mucho más importante en las fases iniciales de los mercados alcistas. Como
escribió Buffett: «Al que se queda esperando al petirrojo, se le pasa la
primavera».
Recordó por un instante el mercadillo de acciones de saldo y se arrepintió de
no haber comprado nada.
—Cuando todo el mundo ha vendido, a la bolsa solo le queda un camino,
subir, pues cuando las cosas no pueden ir a peor, solo pueden ir a mejor. Pero,
cuidado, a la inversa, cuando todos han comprado, por la ausencia de nuevos
compradores, solo puede bajar. Por eso Kostolany solía dar la orden de venta de
sus acciones cuando su chófer y su portero le preguntaban en qué valores
invertir. Está claro, si quieren tener mejores rentabilidades que la mayoría, tienen
que contradecir las decisiones de la gran masa.
De nuevo un runrún de cuchicheos se propagó por toda la sala.
—La bolsa es un gran negocio para un ingente número de gestores y de
intermediarios financieros que se enriquecen con las elevadas comisiones de sus
consejos y transacciones. Han intentado convencer a sus potenciales clientes de
que las inversiones requieren conocimientos muy cualificados y saber, entre
otras cosas, manejar miles de ecuaciones y gráficos. Se empeñan en emplear
terminologías incomprensibles, letras griegas, covarianzas y un sinfín de
lindezas y artimañas para hacerse imprescindibles.
Alicia rememoró su visita a la sala de los analistas técnicos y no pudo
contener la risa.
—A más movimiento en las carteras de valores, más comisiones. Así pues,
siempre descubren una noticia o un rumor que justifique comprar o vender. Si su
agente de bolsa le está encontrando constantemente oportunidades de inversión,
desconfíe. Si las inversiones que eran buenas hace pocas semanas ya no lo son
hoy y hay que vender, desconfíe. Si son tan listos, ¿por qué no se hacen ricos
con su propio dinero y necesitan siempre el de los demás? Mi amigo Warren
Buffett proclama que Wall Street es el único lugar donde se va en Rolls Royce
para dejarse aconsejar por los que llegan en metro. Si su asesor le propone
comprar un sinfín de acciones con la excusa de diversificar al máximo sus
inversiones, desconfíe; probablemente no sabe lo que está haciendo e intenta
camuflar su ignorancia. Los mejores inversores concentran su cartera en unos
pocos valores. Siguiendo las palabras de Shakespeare: «¿Puede haber demasiado
de algo bueno?». Buenas oportunidades hay pocas, y cuando surgen lo más
rentable es concentrar los esfuerzos. El hombre inteligente no es el que tiene
muchas ideas, sino el que sabe sacar provecho de las pocas que tiene.
Ben era un excelente orador, nadie como él sería capaz de dar una
conferencia (sin aburrirlos) a expertos economistas y conseguir, al mismo
tiempo, que una niña de trece años pudiera entender los innumerables y
complejos conceptos económicos que surgían, aparentemente desordenados y
amenazantes.
—No se dejen engañar. Conociendo las cuatro reglas aritméticas, el tanto por
ciento y algo de sentido común, el inversor particular está en condiciones
ventajosas con respecto al profesional para obtener mejores rentabilidades que
este último. ¿Cómo puede ser eso cierto?, se preguntarán ustedes. El hombre de
la calle no necesita, a diferencia del profesional, dar explicaciones de sus
beneficios a nadie, no tiene presiones para comprar o vender en momentos
críticos, no está obligado a gestionar grandes entradas y salidas de capital en
circunstancias inoportunas. Si baja, no tiene por qué vender; y si sube, nadie le
obliga a comprar. La mayoría de los gestores de fondos buscan elevados
rendimientos a corto plazo para captar más capital y cobrar más comisiones a
final de año, sin importarles en demasía si están sacrificando futuras y
consistentes ganancias. Los gestores tienden a seguir la tendencia del mercado y
la inercia inversora de sus colegas. Persiguen las acciones de moda para no
quedarse rezagados en sus rentabilidades con respecto a otros fondos de
inversión de referencia. Su absurda conducta borreguil les hace sentirse cómodos
en el refugio del rebaño. Si se equivocan con su estrategia de la mediocridad, lo
hacen todos, y ya se sabe: mal de muchos, consuelo de tontos. Como afirma el
gran gestor de fondos de Fidelity, Anthony Bolton: «Los esfuerzos para reducir
los riesgos profesionales (“nunca hay que equivocarse en solitario”) generan
gregarismo, impulso y extrapolación que, juntos, son la principal causa de la
anomalía del mercado». Y en palabras de Keynes podría expresarse así: «La
sabiduría mundana nos enseña que es mejor para la reputación fracasar
convencionalmente que triunfar extravagantemente». En cambio, el inversor
particular puede actuar según un criterio de rentabilidad a largo plazo, mucho
más coherente y eficaz. No necesita pelearse inútilmente con otros índices y
gestores, ya que no peligra su puesto de trabajo.
Pensó de nuevo en sus padres, en lo que habían perdido en bolsa, en la casa
que tuvieron que abandonar. Si hubiera conocido antes a Ben y a Warren todo
habría sido distinto. ¿Pero habrían escuchado a una niña de trece años?, ¿me
habrían hecho caso? Tenía que contarles todo lo que estaba aprendiendo. «Ojalá
estuvieran aquí», pensó con añoranza.
—Les he dicho que un inversor particular está en condiciones ventajosas para
batir al profesional, pero no piensen que es fácil hacerlo. El inversor aficionado
siempre tiende a equivocarse en sus decisiones de entrada en bolsa, ya que suele
comprar caro y vender barato.
Ben proyectó una trasparencia:


—Este gráfico modificado de Credit Suisse nos muestra cuáles son las
emociones que llevan al inversor emocional a comprar y vender habitualmente.
Su hipotálamo y su cerebro ancestral le arrastran al desastre; es un perdedor
condenado, irremediablemente, al fracaso.
En el auditorio ya no había gente de pie, todos permanecían cómodamente
sentados e incluso había asientos vacíos.
—Para seleccionar acciones con un mínimo de garantías es fundamental
conocer lo que se compra —continuó Ben—. ¿Quieren saber algunas de las
preguntas que debemos plantearnos antes de tomar la decisión de invertir en una
determinada compañía? Pues discúlpenme, sé que les voy a aburrir, pero las que
a continuación les enumeraré son una pequeña parte de las que se hace Warren
Buffett antes de adquirir acciones.
Ben regaló unos instantes de descanso, inspiró profundamente y arremetió
lanzando una ristra interminable de interrogantes:

¿Se trata de un holding o de una compañía familiar?
¿A qué sector pertenece?
¿Tiene un mercado nacional o internacional?
¿Qué aranceles de exportación tiene que soportar?
¿Cuál es la regulación fiscal a la que está sometida?
¿Pertenece a un sector defensivo o cíclico?
¿Tiene ventajas competitivas con respecto a otras competidoras?
¿Está muy endeudada?
¿En qué sectores invierte?
¿Está suficientemente diversificada?
¿Cuáles son los costes de producción?
¿Cuál es su margen comercial?
¿Cuál es la media de beneficios en los últimos diez años?
¿Qué margen de explotación tiene?
¿Cuál es el volumen de su facturación?
¿Cuál es su EBITDA?
¿Cuándo vence su deuda?
¿Está asegurada su refinanciación?
¿Cuál es su PER normalizado?
¿Qué nuevos productos quiere desarrollar en los próximos años?
¿Cuáles son los costes de investigación, desarrollo e innovación?
¿Cuál es su estrategia comercial a corto y a largo plazo?
¿Cuál es la política de desarrollo de su red comercial?
¿Qué valor tiene su marca en el mercado?
¿Qué opinión tiene el consumidor final sobre la empresa?

Alicia se despistó por momentos. Se percató de que el conferenciante no leía
ningún papel, no se ceñía a ningún guion preestablecido, estaba improvisando,
iba formulando las preguntas tal como se le ocurrían, lo que explicaba el
aparente desorden. Continuaba, inexorable, la pesada cantinela:

¿Cuántas acciones tiene la empresa?
¿Cuántas acciones constituyen el capital flotante?
¿Quiénes son los principales accionistas?
¿Qué opciones sobre acciones tienen los directivos, y a qué plazo, y a qué
precio se pueden ejecutar?
¿Cuál es la retribución de los directivos?
¿Cuál es la política de recompra de acciones y de autocartera?
¿Qué riesgos hay de cambios regulatorios en el sector?
¿Se pagan dividendos a los accionistas?
¿Cuál es la capitalización de la empresa?
¿Están contentos los empleados?
¿Hay mucha rotación entre los directivos y empleados?
¿Cuál es el índice de absentismo laboral?
¿Son blindados los contratos de los directivos?
¿Conocen con precisión a qué se dedica la empresa?
¿Son muchos los posibles clientes finales?
¿Son sus locales, oficinas y fábricas de propiedad o alquilados?
¿Cuál es el coste del mantenimiento de las instalaciones?
¿Cuál es la política de compras y de expansión?
¿Ha sufrido algún escándalo financiero?
¿Su producción depende de uno o de varios proveedores?
¿Tiene riesgo de quedarse sin materias primas?
¿Cómo reinvierte sus beneficios?
¿Cuál es su cotización en bolsa en los últimos veinte años?
¿Se distribuyen los dividendos entre los accionistas o se capitalizan?
¿Cuál es el valor contable en libros?…

El orador enmudeció por unos instantes y la gente pareció agradecerlo.
—Señores, hasta aquí hemos llegado. Podría seguir así toda la tarde, pero
como muestra creo que es más que suficiente. Además, acabo de repetir,
involuntariamente, una de las preguntas. El inversor suele comprar siguiendo sus
impulsos y sus emociones o dejándose aconsejar por gente que suele saber
menos que él mismo. Tendríamos que hacer caso a Steve Forbes quien dijo que
es mucho más provechoso vender consejos que recibirlos. Por favor, señores,
cuando ustedes compren acciones deben poder contestar por lo menos la mitad
de las preguntas que les acabo de enumerar. Si invierten sin saber lo que
compran, están jugando al azar. La mente humana es perezosa por naturaleza y
tendemos a seguir nuestro razonamiento intuitivo, invirtiendo de forma rápida e
inconsciente, por ignorancia o por comodidad, pero tengan presente que la
premonición o la iluminación conducen habitualmente al desastre. No debemos
olvidar que lo que nos llevará a las pérdidas no es tanto lo que no sabemos como
lo que en realidad creemos erróneamente saber.
Ben apuró la botella de agua, estaba exhausto; llevaba una hora de
conferencia y en la sala hacía un calor sofocante.
—Pensarán que les he engañado, y en parte tienen razón. Les he dicho que
con un poco de sentido común y con las cuatro reglas aritméticas podían invertir
en bolsa con ventaja sobre los inversores profesionales y ahora les manifiesto
que tienen que saber contestar a trescientas preguntas. Pues bien, si ustedes no
pueden responder a la mayoría de esos interrogantes, ya sea por falta de tiempo o
por carencia de conocimientos, ¿qué tienen que hacer? Sinceramente, si no
encuentran un Warren Buffett que invierta por ustedes no se compliquen la vida,
compren participaciones de un fondo que replique un índice suficientemente
diversificado y háganlo en varias aportaciones, espaciadas en el tiempo, para
reducir el riesgo de entrar en un mal momento. Esos fondos suelen cobrar pocas
comisiones y obtendrán unas rentabilidades aceptables, similares a la media del
mercado. Esa delegación de responsabilidades les hará dormir más tranquilos y
dispondrán de más tiempo libre para disfrutar de su vida. Pero, sobre todo, no
infravaloren los costes. Una diferencia en la comisión de gestión de un fondo de
inversión de un 0,5 % nos puede parecer ridícula, pero se escandalizarían si
evaluaran concienzudamente la rentabilidad que puede suponer con los años ese
0,5 %, al no acumularse ese exceso de gastos en el futuro beneficio del fondo.
Ben hizo una deliberada y larga pausa.
—Veo por sus caras que no les entusiasma la idea. Ustedes son exigentes y
quieren elegir el fondo más rentable. Pues aquí empiezan los problemas. Hay
fondos que en su afán por no perder dinero se «protegen» de casi todo. Deciden
cubrir el riesgo del cambio de divisa. Bien pensado, de acuerdo, pero eso
conlleva un coste; todos los seguros hay que pagarlos, y a corto plazo es
evidente que las divisas pueden fluctuar mucho, pero si el horizonte de inversión
del fondo es a largo plazo esa incertidumbre se reduce ostensiblemente. Cubren
también, por qué no, la variación de los tipos de interés, la inflación, la
volatilidad del mercado… y se protegen contra mil peligros ocultos y
desconocidos. Esa actitud podría justificarse si todas esas coberturas no tuvieran
un elevado coste. Sin duda la mejor cobertura, y además gratuita, es el largo
plazo, ya que el tiempo tiende a minimizar todos esos riesgos. Si nuestra jugada
precisa una protección con opciones, futuros, posiciones cortas o con las
martingalas que quieran imaginar, no es una auténtica inversión sino más bien
una apuesta especulativa arriesgada y nuestro sentido común debería rechazar
esa «inversión» inicial.
Ben se estaba relajando, cada vez su conversación era más coloquial, hablaba
y hablaba sin parar, haciendo muy pocas pausas.
—¿Cuál es el mejor fondo? —continuó Ben—. La bolsa tiene un
comportamiento cíclico errático, los activos y sectores que se han revalorizado
más en los últimos años son los que suelen caer más con el cambio de ciclo. Los
ganadores de hoy pueden ser los perdedores del futuro. Así, no deberíamos
suscribir títulos ni fondos que estén de moda, pues los estaremos pagando caros,
ya que habrán descontado parte de sus posibles beneficios futuros. El inversor de
hoy no gana con las plusvalías de ayer, pero comprar activos que se hayan
depreciado mucho en los últimos años tampoco es garantía de éxito.
—¡Vaya galimatías! —se le escapó a Alicia—. Pero entonces… ¿Qué es lo
que debemos comprar? —le preguntó a Warren—. Todo parece muy confuso —
añadió.
—Ben siempre tiene respuestas —dijo Warren, llevándose el dedo índice a
los labios.
—¿Qué fondos tenemos que comprar?, se preguntarán ustedes —por
momentos pensó que Ben podía leer su pensamiento—. Debemos suscribir
aquellos fondos que hayan obtenido rentabilidades, en los últimos diez años o
más, superiores a sus índices de referencia y que no pregonen ostensiblemente
sus rendimientos. Fondos gestionados con una filosofía de inversión acorde con
nuestras preferencias y cuyos gestores no nos traicionen cambiando de estrategia
y de objetivos, de forma anárquica, en función de la evolución de la
macroeconomía y del ruido del mercado. Adquiramos fondos que no tengan que
justificar sus plusvalías cada trimestre ante la firma comercializadora.
Se acordó de su padre. Cada día consultaba el valor liquidativo de sus fondos
como si en ello le fuera la vida. ¡Qué forma más absurda de derrochar el tiempo!
—Cuando comparen la curva de rentabilidades del fondo que analicen,
háganlo con la de otros fondos de su misma categoría y no con los gráficos de
los índices bursátiles de referencia. La mayoría de fondos magnifica sus
resultados. No olviden que los fondos no reparten dividendos, los capitalizan, y
si comparamos sus revalorizaciones con índices como el S&P 500 (que no
incluye los dividendos generados por sus compañías y que son repartidos a sus
accionistas), estaremos sobrevalorando los beneficios del fondo.
Nuestra pequeña alumna no entendía muy bien qué eran los dividendos, pero
continuó atenta a las palabras de Ben.
—La gestora ABN Amro ha estudiado la rentabilidad anualizada que han
obtenido los fondos de inversión de renta variable en el período comprendido
entre 1955 y 2005. Discriminando según el estilo de inversión de los fondos, los
resultados son los siguientes:

Small-Value 20,8 %
Big-Value 17,2 %
Small-Growth 13,3 %
Big- 10,9 %
Growth

Es evidente que los fondos con filosofía de inversión value (valor) han
cosechado más beneficios que los de estilo growth (crecimiento), pero ello no es
óbice para que una minoría de excelentes fondos de crecimiento hayan
presentado mejores resultados (incluso durante décadas) que algunos fondos de
valor. Los gestores value pueden caer en la «trampa de valor».
—¡Trampa de valor! ¿A qué se refiere? —preguntó Alicia a Warren, con voz
casi inaudible para no molestar a los asistentes.
—Pues comprar acciones de empresas muy baratas que aparentemente son
buenas, pero que continúan siendo baratas, es decir, que no suben sus
cotizaciones durante años y años porque, por algún motivo, el señor Mercado no
confía en ellas. Por tanto, para no caer en la trampa de valor no debemos
comprar acciones y activos que parezcan baratos, sino aquellos que coticen
baratos por razones equivocadas.
—Pueden comprobar que los fondos que invierten en pequeñas compañías
obtienen mejores resultados que aquellos que lo hacen en grandes empresas —
remarcó Ben—, pero con esa afirmación no les quiero incitar a comprar
empresas de pequeña capitalización. Invertir en small caps les puede reportar
beneficios rápidos y astronómicos, pero si no son muy buenos inversores
también lo pueden perder todo. Esas pequeñas empresas (si no se han valorado
bien o no se compran en el momento adecuado) pueden ser muy arriesgadas.
Pensó que Ben lo sabía todo sobre inversiones. Antes de regresar a su casa le
pediría que le aconsejara algún fondo para que sus padres lo suscribieran cuando
se hubieran recuperado de la crisis.
—Pero, sobre todo —sentenció Ben de forma taxativa—, lo fundamental es
que estudien el fondo y analicen cómo y dónde invierte. Nunca he podido
entender cómo la incultura financiera de este país puede llegar hasta extremos
tan ridículos. ¿Cómo es posible que una pareja esté toda una tarde de sábado
dando vueltas por un centro comercial para ahorrarse treinta dólares en la
compra de un televisor y tomen, en unos pocos minutos, la decisión de invertir
en fondos o acciones por valor de decenas de miles de dólares simplemente
porque se los ha aconsejado un vecino?
Alicia miró con cara de perplejidad a Ben, quien se dirigió personalmente a la
niña en sus siguientes palabras.
—Por tanto, no te dejes aconsejar por otras personas, ni siquiera por
profesionales de las finanzas, si sus recomendaciones contradicen tu propio
criterio. Ni, a su vez, ofrezcas tus consejos a otros inversores; si estos ganan con
tus ideas, no se acordarán de ti, pero si pierden, tú serás la mala de la película.
Volviendo a los fondos de inversión de renta variable —prosiguió el
conferenciante dirigiéndose de nuevo a todo el auditorio—, me gustaría
enumerar algunas cuestiones que tienen que evaluar antes de aventurarse a
suscribir uno.
De nuevo empezó a sonar la molesta y machacona cantinela:

¿Cuál es su diversificación sectorial y geográfica?
¿Cuál es la divisa a la que está referenciado el fondo?
¿Está cubierto el riesgo de divisa?
¿Cuál es su estilo de inversión, value (valor), growth (crecimiento) o mixto?
¿Invierte preferentemente en pequeñas, medianas o grandes compañías?
¿Cuáles son las comisiones de depositario y gestión?
¿Hay comisión de suscripción y/o de reembolso?
¿Cobran comisiones sobre los beneficios? Si la hay, ¿cuáles son sus criterios
de aplicación?
¿Cuál es la ratio de gastos totales (TER)?
¿Cuáles son sus rentabilidades históricas?
¿Cuáles son sus cuartiles en los últimos años?
¿Han estudiado su curva de rentabilidad en comparación con su índice de
referencia?
¿Conocen al equipo gestor? ¿Ha cambiado en los últimos años?
¿Hay suficientes analistas?
¿Tiene suficiente prestigio y solvencia la firma gestora?
¿Conocen la entidad depositaria del fondo?
¿Está bien auditado?
¿Invierten sus gestores parte de su patrimonio en el fondo?
¿El equipo de analistas visita a las compañías en las que invierte?
¿Cuánto patrimonio administra el fondo?
¿Cuántos partícipes tiene?
¿Estaría dispuesta la firma gestora a cerrar el fondo a nuevas aportaciones si
el patrimonio fuera excesivo y dificultara la obtención de buenas rentabilidades?
¿Hacen ostentación de sus plusvalías en los medios de comunicación?
¿Cuál es el PER medio del fondo?
¿Cuál es su volatilidad media?
¿Saben cuál es el índice de rotación de carteras?
¿Compran basándose en el cálculo de flujo de caja libre normalizado?
¿En cuántas compañías invierte? ¿Está lo suficientemente diversificado o
quizás demasiado?
¿Especula con derivados?
¿Deposita parte de su patrimonio en otros fondos?
¿Con qué criterio gestiona la liquidez de efectivo?
¿Tiene un límite máximo o mínimo de inversión en renta variable?
¿Cuáles son las principales compañías en las que invierte?
¿Existen límites de inversión sectoriales o geográficos?
¿Cuál es el rol de la cartera?
¿Son adecuados el riesgo y la volatilidad que asume en relación con nuestro
estilo y horizonte de inversión?

Lamentó no disponer de lápiz y papel. ¡Tenía que memorizar tanta
información importante!
Ben pareció apiadarse de los sufridos asistentes y acabó con la retahíla de
preguntas.
—Algunos de ustedes se estarán acordando en estos momentos de algún
fondo de inversión que suscribieron porque les atrajo su denominación o,
simplemente, porque había logrado importantes revalorizaciones en los últimos
meses.
Un rumor de desaprobación se extendió por la sala.
—¿Reembolsarían o traspasarían su fondo solo porque en los dos o tres
últimos años se ha comportado sensiblemente peor en comparación con otros
fondos de su categoría?
Un tenso silencio acalló los cuchicheos.
—No lo hagan, podría ser un error. Los mejores fondos de inversión de todos
los tiempos también han tenido años malos, no olviden que el señor Mercado es
maniacodepresivo. Si su fondo es bueno, si no ha cambiado de filosofía de
inversión, si su equipo de gestores es fiel y coherente con sus convicciones, no lo
duden, se recuperará. Por el contrario, si ustedes van persiguiendo y moviendo
su dinero a los fondos que más han subido en el último año, perderán dinero.
«Eso es lo que hacen mis padres», pensó aturdida.
—Les plantearé otra cuestión: ¿deberían estar muy satisfechos porque este
año (tras analizar su cartera de fondos de inversión) descubren entusiasmados
que todos se han revalorizado sustancialmente? Si es así, moderen su euforia y
empiecen a preocuparse: si han subido a la vez todos sus fondos, cuando el
mercado caiga (y tarde o temprano lo hará), bajarán todos a la vez.
Warren acarició el largo cabello castaño de Alicia en un gesto cariñoso que
pareció reconocer el interés y la atención que ponía la niña.
—Hasta aquí hemos realizado un exhaustivo repaso a las preguntas que
tenemos que saber responder antes de suscribir acciones o fondos de inversión
colectiva, pero la cuestión que deberíamos plantearnos, llegados a este punto, es
obvia: ¿qué es más conveniente para nuestros bolsillos, invertir en fondos de
renta variable o comprar directamente acciones? Es evidente que no podemos
caer en el maniqueísmo ni simplificar tanto las cosas; por descontado, ambas
estrategias pueden complementarse y coexistir. Dejaremos de lado la
consideración del coste fiscal por el pago de impuestos de las plusvalías
obtenidas (que están exentas en algunos países para los fondos), y no tendremos
en cuenta, tampoco, los gastos y comisiones sobre beneficios, que en ocasiones
pueden ser muy elevadas. Pero volvamos al meollo de la cuestión y salgamos de
dudas. ¿Serían tan amables de levantar la mano aquellos de ustedes que prefieran
invertir en fondos?
Esperó tan solo unos segundos. Ninguna mano alzada distrajo la atención de
los allí reunidos.
—Es evidente que todos los concurrentes apuestan por las acciones. Pero no
les hagas caso —dijo Ben, dirigiéndose a su pupila—, no han levantado la mano
porque los todavía aquí presentes están entre los mejores inversores de todos los
tiempos. Pero tú, que vas a ser médico, no debes autoengañarte. ¿De verdad
crees que dispondrás del tiempo suficiente y necesario para poder estudiar,
empresa por empresa, intentando responder para cada una de ellas, las
trescientas preguntas de rigor? ¡Ni lo sueñes! Desengáñate, nunca podrás ganar a
los mejores gestores en su propio terreno. Busca, pues, cuatro, cinco y hasta
media docena de fondos, pero no más. Selecciona dos o tres gestoras diferentes y
procura que sus activos estén lo suficientemente diversificados, sectorial y
geográficamente. Suscribiendo una ingente cantidad de fondos te complicarás
demasiado la vida, recuerda que lo bueno no abunda. Si realmente has
identificado, con objetividad, algunos de los mejores fondos, ¿por qué no
concentrar e invertir el grueso de tu patrimonio en ellos? Si diversificas en
exceso estarás dividiendo tus fuerzas y, con casi total seguridad, tus beneficios a
largo plazo serán menores. Además, si adquirimos muchos fondos de inversión
de renta variable estadounidense estaremos duplicando las acciones y, lo que es
peor, padeciendo el pernicioso efecto de dilución: tendremos tantas acciones que
poseeremos la práctica totalidad de las que componen el S&P 500, pero pagando
muchas más comisiones que si participáramos en un fondo indexado que
replicara dicho índice. La estrategia de diversificar en exceso con la esperanza de
no perder no es una conducta ganadora. También debes evitar los fondos con
demasiadas acciones, pues cuantos más valores posean, más se aproximarán sus
rentabilidades a la media de los índices.
Alicia le formuló una pregunta sin esperar al turno de preguntas, olvidándose
de su timidez y de lo inoportuno de interrumpir al conferenciante:
—Pero, si elegimos un fondo con una cartera muy concentrada en unos pocos
valores, ¿no asumiremos un mayor riesgo?
—Usaré la redefinición de riesgo que formuló Bruce Berkowitz: «Considero
riesgo la posibilidad de tener una pérdida permanente en una inversión; en
contrapartida, la volatilidad no es un riesgo sino la oportunidad de poder
comprar más acciones de una buena empresa a un precio razonable». Lo único
que debes hacer es identificar los mejores fondos, pero no creas que es una tarea
fácil; hay muy pocos que merezcan tu confianza y la mayoría de ellos son
difíciles de encontrar porque no suelen hacer una ostentación notoria de sus
beneficios en los medios de comunicación. Asimismo, al elegir tu fondo tienes
que evaluar si su equipo gestor ha sido, a lo largo de los años, fiel a su criterio de
inversión, el cual debería ser siempre el mismo, más o menos acertado, pero
estable. Modificar la filosofía de inversión, variándola en función de las modas y
de la macroeconomía, disminuye las rentabilidades a largo plazo. Ese cambio
anárquico, persiguiendo activos de moda e intentando obtener los máximos
rendimientos a corto plazo, es comparable a lo que suele suceder en un atasco de
tráfico: los coches del carril de al lado se mueven mientras tú estás detenida; por
fin, en una arriesgada maniobra, logras cambiarte a la vía rápida solo para
comprobar, estupefacta, cómo pocos segundos después son los coches del carril
que has abandonado los que empiezan a desplazarse, mientras tú permaneces
atorada. Si los gestores son coherentes, si se desviven por permanecer fieles a
sus principios, la recompensa, tarde o temprano, llegará en forma de buenas
rentabilidades. Sé consecuente y valóralos por su esfuerzo más que por sus
logros a corto plazo.
Suspiró aliviada; por un momento pensó que tendría que contestar alguna
difícil pregunta de Ben ante todo el auditorio.
—A continuación, comentaré algunos conceptos importantes en relación con
la psicología del inversor. Los buenos inversores tienen que controlar sus
emociones, de lo contrario el sufrimiento está garantizado. No debemos
lamentarnos de los errores cometidos en nuestras decisiones pasadas, ya que el
mercado siempre ofrece nuevas oportunidades; en esos casos conviene recordar
el proverbio oriental que dice: «Si tiene remedio ¿por qué te quejas? Y si no lo
tiene, ¿por qué te quejas?». Y es que un problema deja de serlo en el mismo
momento en que descubrimos que no tiene solución.
Alicia prometió, en lo sucesivo, no lamentarse tanto.
—Los hechos siempre son evidentes cuando ya han sucedido, pero no hay
que olvidar las palabras de Yogi Berra: «Es difícil hacer predicciones, en
especial sobre el futuro… y es que el futuro no es lo que solía ser». Si alguien
vende con ganancias y la acción sigue subiendo, se mortifica porque podría
haber ganado más. Si no vende y el precio cae, se tira de los pelos. Si liquida sus
inversiones con pérdidas y luego sube, sigue martirizándose. Uno siempre piensa
que podía haber ganado más o que podía haber perdido menos, pero es difícil
intentar predecir el mercado a corto y medio plazo, y del todo inútil intentar
comprar en mínimos y vender en máximos.
Miró su reloj; llevaban casi una hora y media de conferencia y estaba tan
entusiasmada con lo que aprendía como al inicio. Pensó que Ben habría sido un
buen fichaje, como profesor, para su colegio.
—¿Cómo puede un analista técnico saber el comportamiento futuro de un
activo en función de lo que ha hecho anteriormente? Ni se lo planteen, créanme;
simplemente, no puede. Si el análisis técnico funciona, siquiera parcialmente y a
corto plazo, es porque todo el mundo se lo cree y lo sigue. Cuando se rompe un
soporte todos se lanzan, asustados, a vender y, lógicamente, cae más; y a la
inversa con la resistencia. El análisis técnico se aprovecha de la psicología
gregaria de las masas, pero los soportes y las resistencias lo son hasta que dejan
de serlo, y la tendencia lo es hasta que cambia de sentido. Los chartistas ni se
inmutan ante un giro inesperado en la dirección de un gráfico. Dibujan nuevas
líneas, nuevos niveles de soporte y de resistencia y a toro pasado dicen que ya lo
marcaba la gráfica, quedándose tan tranquilos, como si no pasara nada. Tampoco
debemos malgastar energía intentando analizar a corto plazo las variables
macroeconómicas; eso solo sirve para vender periódicos. Predecir lo
impredecible nos hará perder tiempo y dinero. Es mucho más útil concentrar
nuestros esfuerzos en estudiar y descubrir aquellas empresas que, por sus
ventajas competitivas, estén baratas.
Meditó por unos momentos en lo afortunada que había sido al conocer a sus
amigos de Wall Street: «Sus ideas serán útiles a lo largo de toda mi vida».
—El hombre suele buscar tendencias y hacer proyecciones futuras basándose
en hechos acaecidos en el pasado reciente. Retrospectivamente siempre
tendemos, una vez conocidos los hechos, a pensar que ya sabíamos lo que iba a
ocurrir y, además, recordamos mejor nuestros aciertos que nuestros fallos.
Tenemos una memoria selectiva que nos autoengaña, nos hace creer que somos
los mejores inversores y eso nos genera una autocomplacencia muy peligrosa en
las finanzas. Cuando compramos una acción deberíamos pensar que otro
inversor nos la está vendiendo. Y ¿qué nos hace pensar que nosotros acertaremos
en la transacción y el otro se equivocará? Probablemente nuestra subjetiva e
hipertrofiada autoestima. Por otra parte, cuando los inversores acumulan grandes
plusvalías, piensan que están exponiendo un dinero que no es auténticamente
suyo y arriesgan más. Inconscientemente, creemos, de forma errónea, que si
perdemos un dinero previamente ganado no es una auténtica pérdida, sino un
menor beneficio.
Imaginó que sus padres la estarían buscando. No sabía muy bien cuándo
podría regresar ni cómo hacerlo.
—Si compras una buena empresa y al día siguiente se desploma su
cotización, ¿qué harías Alicia? —le preguntó Ben, mirándola fijamente a los
ojos.
Tardó unos segundos en reaccionar. Se sentía el foco de atención de todas las
miradas de la sala.
—Si todavía me quedara dinero para invertir, compraría más. Si a mí me
venden un billete de cien dólares por noventa, siempre acepto el negocio —
respondió acordándose del encorbatado señor Mercado.
Warren rio, satisfecho.
—Justo lo contrario —continuó Ben—, de lo que haría un analista técnico. Si
la diferencia entre precio y valor es amplia, el inversor inteligente siempre
compra y, si tiene liquidez, está deseando que baje más al día siguiente para
comprar más. El buen inversor no se preocupa de las cotizaciones a corto plazo,
la paciencia es su mejor arma. La eficiencia a largo plazo del mercado hará que,
cuando el pesimismo desaparezca, el precio de la acción busque su valor justo.
Los ciclos de desestabilización del mercado son sus aliados. Las correcciones
excesivas se han de contemplar más como una oportunidad de negocio que como
una posible pérdida de patrimonio. En la bolsa, las caídas suelen ser más rápidas
que las subidas y más en los tiempos actuales, en los que un 60 % del volumen
negociado en el NYSE neoyorquino lo generan ordenadores programados para
realizar, en milésimas de segundo, operaciones de alta frecuencia mediante
algoritmos. Cuando la tendencia es descendente, los stop loss saltan
automáticamente y aceleran las bajadas; la mayoría, presa del pánico, vende, y
es en esos momentos cuando el inversor inteligente gesta sus futuros beneficios.
Se percató de que el orador se dirigía, desde hacía un buen rato, únicamente a
las primeras filas. Dudó un instante, cavilando que no sería muy educado mirar
descaradamente hacia atrás. Finalmente se atrevió y quedó petrificada. ¡El gran
auditorio estaba vacío!
—Por fin te has dado cuenta —resonó la voz de Warren—, estamos
prácticamente solos. Y a ti que te preocupaba que todo el mundo pudiera
conocer los secretos del buen inversor en bolsa… La inmensa mayoría de los
profesionales no están preparados para aceptar las ideas que han enriquecido a
los que todavía estamos aquí presentes. Los psicólogos afirman que el ser
humano maneja sus ideas como lo que son, propiedad privada; como tal le
pertenecen y eso hace que sea extremadamente difícil que, a cierta edad, se
asuma que son erróneas y se rechacen abrazando ideas nuevas. Yo añadiría la
cita de J. Maynard Keynes: «La mayor dificultad del mundo no está en que las
personas acepten ideas nuevas, sino en hacerles olvidar las viejas». Al abandonar
la sala de conferencias se olvidan de que solemos aprender más de aquellas
opiniones que nos contradicen que de las que nos dan la razón. Como dijo el
gran filósofo de la incertidumbre, Yogi Berra: «Hay personas a las que, si aún no
lo saben, no se lo puedes decir».
Fuera de la sala de conferencias se oían sonidos extraños. Trató de recordar
infructuosamente dónde los había escuchado antes.
—La mente humana —aseveró Ben— está diseñada para disfrutar de
pequeñas y frecuentes gratificaciones. Es más feliz el que gana una cierta
cantidad cada año durante cinco años que el que obtiene el doble, pero cobrando
todo de una vez al final de los cinco años, sin haber ingresado nada en los años
anteriores; este hecho hace que, instintivamente, la mayoría de los inversores
tiendan a lo «seguro» y rechacen el riesgo de perder dinero en la bolsa. No
pueden asumir que, para obtener pingües beneficios al cabo de unos años, por el
camino pueden no tener plusvalías o incluso perder momentáneamente.
Paradójicamente, es el miedo a las pérdidas lo que a la larga nos hace perder.
Ese mismo pavor hace que se nos escapen las mejores oportunidades de
inversión. Es el propio miedo a la pérdida lo que hace que esta se produzca,
aunque sea en forma de menores rentabilidades. El genial inversor Walter
Schloss afirma que la timidez generada por fracasos del pasado provoca que la
mayoría de los inversores se pierdan los mercados alcistas más importantes.
Alicia ya sabía que lo seguro era sinónimo, en muchas ocasiones, de
empobrecimiento progresivo.
—Voy a enumerar las rentabilidades que han obtenido, en la gestión de sus
fondos, algunos de los aquí presentes —continuó Ben—. Warren Buffett.
Rentabilidad media anual (RMA) de su fondo Buffett Partnership desde 1957 a
1969 del 29,5 %. Rentabilidad acumulada en esos 12 años: 2.794 %. Walter
Schloss. RMA entre 1956 y 1983 del 21,30 %.
Se frotó los ojos. Ben estaba sentado a su lado y ahora era Warren quien
hablaba desde el estrado. No se percató del cambio. Quizá se había quedado
dormida por unos instantes, pero a pesar de su sobresalto permaneció atenta.
—Tom Knapp. RMA entre 1968 y 1983 del 20 %. Bill Ruane. RMA desde
1970 hasta 1983 del 18,20 %.
Observó que, a medida que se oía cada nombre, siempre alguien de las
primeras filas hacía un pequeño gesto a modo de saludo.
—Charles Munger, mi actual socio en Berkshire Hathaway. RMA de 1962 a
1975 del 19,80 %. Rick Guerin. RMA del 32,90 % entre los años 1965 y 1983.
¿Piensan ustedes que estos gestores míticos han doblado y triplicado las
rentabilidades de los índices de referencia por casualidad, de forma aleatoria,
como algunos quieren hacernos creer? Para empezar, son todos amigos míos,
muchos han sido alumnos de Ben, han invertido en distintos períodos de tiempo
y en diferentes sectores y empresas, y han gestionado sus carteras de forma
independiente unos de otros. Las cifras son excelentes e incontestables. ¿Por qué
esos inversores de la escuela del value investing no han tenido más seguidores?
¿Por qué siendo la filosofía de inversión que más rentabilidades ofrece en el
largo plazo, tan solo entre el 5 y el 10 % de los fondos mundiales son
gestionados con algún criterio value? Posiblemente el hecho de que comprar y
mantener no enriquezca a los intermediarios financieros no haya ayudado
mucho, pero tal vez habría que desempolvar los pensamientos del filósofo
Arthur Schopenhauer: «Toda verdad pasa por tres etapas. Primero es
ridiculizada, luego es violentamente rechazada, y finalmente es aceptada como
evidente». Por el momento, en la bolsa, los que opinan que la Tierra sigue siendo
plana son mayoría.
No podía dejar de pensar que estaba rodeada de gente muy rica e influyente.
—¿Qué han hecho para obtener esas excepcionales plusvalías? Todos tienen
una cosa en común —continuó Warren—, han buscado la ineficiencia del
mercado al valorar las empresas. Han comprado compañías sólidas a buenos
precios y han tenido la paciencia necesaria para que, con el tiempo, el señor
Mercado reconociera su auténtico valor. La mayoría de los fracasos ocurren por
intentar adelantar la llegada de los éxitos, por lo que la paciencia debería ser
nuestra mejor aliada y consejera. No lo olviden, no me cansaré de repetirlo: a la
larga precio y valor tienden a confluir. Por lo tanto, siempre será mejor comprar
a ocho que a diez, y hasta que uno no se convenza de ello lo mejor es no invertir
en bolsa.
Alicia rio; aún se acordaba de la cara del analista técnico en la sala de los
ordenadores.
—Para acabar, me gustaría decirles que en estos últimos doscientos años los
activos bursátiles han superado en rentabilidad, y por goleada, a cualquier otro
tipo de inversión como puedan ser los inmuebles, los bonos, el oro o las divisas,
entre otros. Pero no tenemos la certeza absoluta de que sea así en los próximos
cien. En cualquier caso, las cifras son indiscutibles: en el período comprendido
entre 1871 y 1992 la renta variable ha ofrecido unas plusvalías de hasta treinta
veces las obtenidas por los bonos del Estado. Evaluando doscientos años, la
rentabilidad media anual bursátil en los Estados Unidos ronda el 10 %, mientras
que la inflación media anual es del 4 %.
Ben exhibió una imagen sobre la gran pantalla: se apreciaba una línea
ascendente, uniforme, con un suave y continuo trayecto en pendiente,
progresivamente creciente. El recorrido del trazo, sobre el fondo blanco, carente
de coordenadas y de referencias numéricas, era monótonamente simplón.
—¿Alguien de ustedes sabe qué simboliza esa línea?… No se esfuercen, se lo
diré, es el gráfico del valor de la bolsa estadounidense de los últimos ciento
cincuenta años. Como pueden apreciar, los dientes de sierra que estamos
acostumbrados a ver en la representación de los índices bursátiles han
desaparecido como por arte de birlibirloque.
El orador detuvo su puntero láser en una minúscula escotadura, una leve
muesca de la línea.
—Señores, aquí está el terrible crac del 29, ¡la Gran Depresión!,
insignificante en el contexto de ese período. Sí, lo sé, ustedes me dirán que no
solemos vivir tanto, y tienen razón; pero este trazo lineal, siempre ascendente,
les da la clave para minimizar el riesgo de sus inversiones en bolsa: el tiempo.
Cuantos más años estén invertidos, menos trascendencia tendrán los molestos e
inevitables altibajos.
De repente se abrieron las puertas y la sala se llenó rápidamente de monos. Se
colgaban de las lámparas, arrancaban las cortinas, algunos se empeñaban en
trazar gráficos en la pizarra, muchos se sentaron en los asientos vacíos.
—Me temo que no habrá turno de preguntas. No creo que estos simios
formulen ninguna mínimamente inteligente —dijo Ben, alejándose de forma
apresurada.
—Salgamos pronto o estos chimpancés nos volverán locos. Diciendo esto
Warren le dio un papel y se distanció diligentemente.
«Invierte siempre estudiando el auténtico valor de las empresas», leyó. ¿Pero
es que se puede invertir de otra manera?
Uno de los invasores le estiró su tupida cabellera, mientras otro, más atrevido,
le levantaba la falda; un tercero aprovechó la distracción para arrebatarle el
mensaje.
«Pobre mono, de poco le va a servir si solo sabe lanzar dados y dardos»,
pensó Alicia, divertida.

En su nueva casa

«A corto plazo, el mercado es una máquina de votar;
a largo plazo, es una máquina de pesar».

Benjamin Graham


E ntreabrió los ojos y la luz del sol que se filtraba, cegadora, a través
de las livianas cortinas la deslumbró. Miró el despertador, eran las
diez de la mañana y diez minutos, la hora favorita de los relojes. Había dormido
más de doce horas y se sentía incapaz de mover un solo músculo. Alicia tuvo
que hacer un supremo esfuerzo para poner los pies en el suelo y encontrar un
hueco por entre las decenas de cajas que contenían, aún por desembalar, su
ingente colección de libros. Poco a poco empezó a recordar y a ordenar ideas.
¡Qué sueño más raro!
—¡Alicia, tienes el desayuno preparado! —le dijo su madre desde el umbral
de la puerta—. Por cierto, esta mañana han traído un paquete para ti, lo he
dejado sobre una de las cajas. ¿Le has dado a alguien tu nueva dirección?
No contestó, rasgó apresuradamente el envoltorio… El inversor inteligente,
Benjamin Graham. Abrió inmediatamente el libro y en su primera página leyó
una anotación con una perfecta caligrafía…

«Pienso que, de alguna forma, uno va por el camino acompañado
por los que ya no están, cuando realmente han estado en nuestro
interior, y que uno los puede llamar y que de alguna forma ellos
vienen».
Eduardo Galeano

Conectó su ordenador portátil y tecleó un nombre. Al instante visualizó en la
pantalla: Benjamin Graham (Londres, 8 de mayo de 1894 - 21 de septiembre de
1976). ¡1976!… Su amigo Ben estaba muerto. Un escalofrío recorrió su cuerpo.
Sobreponiéndose como pudo, continuó leyendo: « Sus padres emigraron a
Nueva York cuando tenía un año de edad. Considerado el más importante
consejero en inversión del siglo veinte, fue el pionero del concepto de value
investing (inversión con valor). Para Graham, una inversión es inteligente
cuando se parece a una inversión de negocios. Entre sus discípulos más
destacados de la Columbia Business School se encuentran Jean-Marie Eveillard,
William J. Ruane, Irving Kahn, Walter J. Schloss y Warren Buffett » . Se
estremeció. Muchos de esos hombres estaban sentados en las primeras filas de la
sala de conferencias el día del discurso final de Ben y habían obtenido unas
rentabilidades excepcionales en sus fondos. Continuó leyendo: « Su libro más
famoso, publicado en 1949, es El inversor inteligente, y está considerado por
Buffett como el mejor texto de inversiones jamás escrito » .
Tenía que bajar a desayunar. Sus padres solían enfadarse si se demoraba. Al
ponerse su falda de cuadros, advirtió que en uno de los bolsillos había un bulto.
Extrajo un papel arrugado de color lila con un texto hológrafo que decía:

«Si quieres tener un dólar,
el primero que ganes no te lo gastes.
Si quieres tener cien dólares,
pon a trabajar para ti,
lo más pronto posible,
tu primer dólar».
Alicia

Era su letra y había caligrafiado la cita en la sala del interés compuesto.
Rememoró el semblante de Richard Russell. No perdió ni un instante, se lanzó
atropelladamente escaleras abajo e irrumpió bruscamente en la cocina…
—Papá, mamá, ¿sabéis quién es Warren Buffett?

Epílogo

«Desconozco la dirección del mercado durante
los próximos 2.000 puntos, pero lo que tengo claro
es que los próximos 20.000 serán hacia arriba».

Bill Miller (1950)
Presidente y director de inversiones
de Legg Mason Management.

S us padres estaban muy preocupados. Apenas salió a jugar en las


siguientes semanas. Tenía buenas amigas en su nuevo colegio, pero
se pasaba las horas libres enclaustrada en su habitación. Aquella tarde, lluviosa y
desapacible, su padre quiso leer uno de los libros de la gran biblioteca de Alicia.
La celestial música de Bach, La pasión según San Mateo, se fue apagando a
medida que ascendía, parsimoniosamente, los peldaños de madera de jatoba que
conducían al piso superior. Recorrió con mirada ágil los estantes de la librería,
combados por el excesivo peso, y se detuvo en una gruesa libreta de espiral que
sobresalía desafiante. La tomó con la delicadeza y precaución de quien se siente
un profanador de tesoros ocultos y, escrito sobre la cubierta morada de gruesa
cartulina, leyó en grandes letras mayúsculas de brillantes colores:

VIAJE A WALL STREET
Castillos en el aire
ALICIA

Abrió el enigmático cuaderno…
«No te preguntes nunca si una acción va a subir en el corto y medio plazo.
Pregúntate siempre si hoy está barata, pues esto último es lo que determinará,
con el tiempo, la magnitud de sus futuras revalorizaciones». (Alicia)
«El value investing no consiste únicamente en comprar barato para vender
caro. Es más sencillo; basta con comprar barato y vender menos barato para
invertir en otros activos aún más baratos y con más potencial de revalorización».
Notó un cierto temblor de piernas y se dejó caer sobre el sofá. Era la letra de
su hija, elegantemente caligrafiada, pero… ¡¿qué diantres ha escrito la niña?!
«Si no entiendes cómo consigue un fondo sus buenas rentabilidades, no
inviertas en él. “No hay que invertir en nada que no se entienda”, dice mi amigo
Buffett…, y también afirma que “es más fácil no meterse en problemas que salir
de ellos”».
«No te preocupes en exceso por aquellos problemas que puedan solucionarse
con dinero, ni tampoco te obsesiones con los que no tengan solución; concentra
tus energías en aquellas causas que sí mejoren con tu esfuerzo y dedicación».
Se aceleró su corazón. «¿Cómo ha podido escribir eso mi niña?».
«El miedo y la codicia son los peores compañeros de viaje del inversor; la
paciencia, su principal aliado».
«No tome decisiones en caliente, no se deje arrastrar por las emociones.
Nuestro cerebro está programado para tomar pésimas determinaciones
financieras. No invierta si está cansado o disgustado. No sea impulsivo, pocas
cosas, en la vida, requieren de una decisión inmediata: medite».
«Hay que invertir en un negocio que hasta un tonto pueda dirigir, porque
algún día lo hará». (Warren Buffett)
«Existen tres motivos principales por los que venderé una acción: que surja
algo que niegue mi tesis inversora, que llegue a mi objetivo de valoración, o que
encuentre algo mejor». (Anthony Bolton)
«Charlie y yo no nos consideramos más ricos o más pobres por lo que haga la
cotización de la acción. Nos sentimos más ricos o más pobres según sea la
marcha del negocio. Analizamos el negocio con relación a su valor y no al
precio de la acción, porque la cotización no significa nada para nosotros».
(Warren Buffett)
«¡Cuidado! Cuando compro algún activo, ese activo tiende a bajar… ¡un poco
más!». (Marco Lanaro)
«Hay gente que para ganar el dinero que no tenían ni necesitaban arriesgan el
que sí tenían y sí necesitaban; y eso es imprudente». (Warren Buffett)
«En cuarenta y cuatro años de experiencia y estudio de Wall Street, nunca he
visto cálculos fiables realizados acerca de valores de acciones ordinarias o de sus
concomitantes políticas de inversión que vayan más allá de la simple aritmética
o del álgebra más elemental. Cuando el cálculo, o el álgebra superior entran en
escena, puede usted interpretarlo como una señal de advertencia de que el
operador está tratando de sustituir la experiencia por la teoría y, por lo general,
también estará intentando camuflar la especulación bajo el aspecto de la
inversión». (Benjamin Graham)
«Un buen value investor debe tener la suficiente fortaleza emocional para,
racionalmente, discernir lo eternamente malo de lo temporalmente malo y
aprovecharse, en los momentos de pánico, de esas oportunidades de
infravaloración». (Marco Lanaro)
Leía al azar, pasaba hojas y más hojas…
«No hay que olvidar que los mercados alcistas “disimulan” las grietas,
mientras que los mercados a la baja las exponen. En cualquier caso, las grietas
siempre están ahí». (Anthony Bolton)
«En ocasiones, hay que tener el valor suficiente para renunciar a los intereses.
Con ellos no se ha hecho rico nadie». (André Kostolany)
«Lo más fascinante del value investing es que el tiempo siempre juega a tu
favor». (Francisco García Paramés)
«El momento perfecto para invertir es aquel donde la información es pobre y
confusa, ya que el precio de los activos es generalmente bajo». (Iván Martín
Aránguez)
«Podía cerrar los ojos, apoyar el dedo en cualquier parte del enorme tablero
mural y la acción que acababa de comprar empezaba inmediatamente a subir.
Nunca obtuve beneficios. Parecía absurdo vender una acción a treinta cuando se
sabía que dentro del año doblaría o triplicaría su valor». Esas palabras las
pronunció el genial cómico Groucho Marx tras arruinarse con el crac del
veintinueve. Su corredor de bolsa le llamó poco antes de suicidarse
defenestrándose desde la ventana de su despacho, y dijo la famosa frase: “La
fiesta ha terminado”».
«A finales de 1593, el botánico Carlos Clusio introdujo en Holanda unos
bulbos cuya flor era desconocida; todo el mundo quiso tenerla y se inició la
célebre burbuja de los tulipanes. Algunas variedades llegaron a cotizarse a cinco
mil florines (treinta años de sueldo de un artesano cualificado). En 1637 se
pinchó la burbuja, arruinando a los especuladores. Hoy, los bulbos apenas
cuestan unos centavos».
Las claves para invertir con éxito

«Las pérdidas realmente horrorosas siempre
se producen después de que el comprador
se olvide de preguntar cuánto costaba».

Benjamin Graham

E stablezca un plan de inversiones a largo plazo con una visión global


y unos objetivos razonables, y reequilibre la distribución de sus
activos bursátiles tras tener fuertes altibajos en sus cotizaciones.

* * *

Compre acciones de compañías sólidas y con ventajas competitivas.
Cómprelas a buen precio y manténgalas. Si su inversión es buena, el tiempo es
su mejor aliado. Quien se conforma con ganar un dólar no merece ganar diez.

* * *

No diversifique en exceso. Diversificar reduce los riesgos, pero también
puede mermar la rentabilidad. Lo bueno no abunda.

* * *

No invierta en bolsa un dinero que pueda precisar en unos pocos años. Como
dice Buffett: «El plazo de tiempo idóneo de tenencia de acciones es siempre».
Un auténtico inversor nunca se ve obligado a desprenderse, a precios ridículos,
de sus activos bursátiles.

* * *
No especule a corto plazo. Comprar y vender reiteradamente solo enriquecerá
a sus intermediarios financieros. Recuerde, un auténtico inversor siempre lo es a
largo plazo, ya que un inversor a corto plazo es un especulador.

* * *

No invierta en bolsa si no es capaz de soportar, psicológica y
económicamente, ver decrecer en más de un cincuenta por ciento su inversión
sin caer en el pánico vendedor.

* * *

No persiga los fondos de inversión ni las acciones de moda. El mercado es
cíclico: si compra los activos que más han subido en el último año, estará
pagándolos caros.

* * *

La tendencia en la bolsa es su amiga hasta que deja de serlo. En general,
procure no comprar tras fuertes subidas ni vender tras importantes caídas.

* * *

No invierta en función de las buenas o malas noticias de la macroeconomía y
no tome decisiones arrastrado por la prensa económica ni los analistas
financieros. Mantenga siempre su propio criterio y, siguiendo a Buffett, «sea
temeroso cuando los demás son ambiciosos y, por el contrario, ambicioso
cuando los demás sean temerosos». Las olas de pánico vendedor son siempre
una buena oportunidad de compra, los mercados son cíclicos y cuando todo el
mundo ha vendido suelen subir.

* * *

Pregúntese siempre cuánto cuesta y cuánto vale. «Precio es lo que pagas,
valor es lo que recibes», dice Buffett. Conozca lo que compra y evalúe la
rentabilidad de los fondos de inversión con un horizonte temporal de diez años o
más.

* * *

No intente adivinar el futuro. No se puede predecir la evolución de la
economía ni de los índices bursátiles. Sea objetivo y paciente; no invierta,
siguiendo sus intuiciones, de forma emocional. Sea humilde y consciente de sus
limitaciones, la prepotencia y la desmesurada autocomplacencia le harán ignorar
el riesgo.

* * *

No es cierto que, a largo plazo, en bolsa siempre se gane; eso solo sucede si
los valores son sólidos y se han comprado a buenos precios.

* * *

Créaselo: en bolsa, a mayor riesgo no hay más beneficio, sino más pérdida.

* * *

Compre bien y mantenga. Compre bien y desconecte. Olvídese del ruido y de
las cotizaciones del mercado. El señor Mercado es maniacodepresivo. Las
noticias le incitarán a comprar y vender, y en bolsa la decisión más rentable
suele ser no hacer nada.

* * *
No minimice el coste fiscal de sus decisiones. El pago de impuestos, el coste
de las comisiones de sus transacciones y el de mantenimiento de sus activos
pueden reducir ostensiblemente su rentabilidad a largo plazo.

* * *

Cuando los índices bursátiles ronden los máximos históricos, los PER estén
muy altos, la rentabilidad media por dividendos sea significativamente inferior a
la de la renta fija, y se oferten un elevado número de OPV de compañías de
dudosa calidad, cuando todas esas circunstancias concurran simultáneamente,
sea muy prudente y selectivo en sus inversiones bursátiles, pues el riesgo es alto.

* * *

¿Quiere usted que suba la bolsa? Su respuesta solo debería ser afirmativa si
piensa vender o no quiere comprar más activos bursátiles. Si, por el contrario,
desea invertir más, alégrese de los descensos en los precios. Cuanto más bajen,
más barato podrá comprar y más revalorizaciones futuras obtendrá. Aproveche
las fluctuaciones a la baja de las cotizaciones para invertir a largo plazo. Hasta
que usted no esté absolutamente convencido de que es mejor comprar a ocho que
a diez, no debería invertir en bolsa. Solo quien compra barato puede vender caro.

* * *


Carta de Pablo Martínez Bernal

«La locura es hacer la misma cosa una y otra vez
esperando obtener resultados distintos».

Albert Einstein (1879-1955)
Premio Nobel de Física.
Padre de la teoría de la relatividad.

G racias al value investing he tenido la oportunidad de conocer a


Luis. Desde el primer momento ha sido tremendamente generoso
conmigo y en el tiempo en que he disfrutado de su amistad me ha demostrado lo
congruente y paciente que es como inversor y como persona. Son dos virtudes
necesarias para invertir con éxito y ser feliz, el objetivo planteado por él en el
subtítulo de este libro.
Como el lector sabrá, tras haber leído las páginas precedentes, el value
investing es una filosofía de inversión muy conservadora y que obtiene, pese a
ello, unas plusvalías a largo plazo más que satisfactorias. Esto choca con lo
enseñado tanto en universidades como en escuelas de negocio, donde se explica
que a mayor riesgo hay mayor rentabilidad y viceversa. El value investing
demuestra que las inversiones más rentables son las que menor riesgo entrañan.
Para mí tiene todo el sentido del mundo.
Charlie Munger, el socio de Buffett, suele resumir en cuatro puntos lo que
ambos buscan en cada inversión:

Un negocio que entiendan, que se encuentre dentro de su círculo de
competencia.
Un equipo gestor honrado, capaz y que asigne bien el capital.
Un negocio con sólidas ventajas competitivas.
Un precio que ofrezca un amplio margen de seguridad.

Es el famoso bueno, bonito y barato con el añadido de ser comprensible.
Estas ideas son muy sencillas y no por ello dejan de lograr resultados
extraordinarios. La clave subyacente consiste, más que en hacer cosas brillantes,
en no cometer estupideces. Si evitamos invertir en un negocio que no
entendemos, con un equipo gestor incapaz y deshonesto, sin ventaja competitiva
alguna y a un precio exorbitante, será más fácil preservar nuestro capital. Esto
también tiene todo el sentido del mundo, en mi opinión.
No debe extrañar a nadie que una filosofía que tiene como eje central
establecer un margen de seguridad que nos proteja de eventualidades o errores
en nuestro análisis o valoración de una inversión proporcione, a largo plazo, tan
buenos rendimientos. Sería ilógico que sucediese lo contrario. Esa es la magia
del value investing, que tiene sentido. Y, pese a ello, muy pocos inversores
disfrutan de las bondades de sus bondades. ¿Por qué? En su día, Buffett afirmó
que el value investing es como una inoculación que o bien te atrapa desde el
principio o no lo hará nunca, por más que nos expliquen en qué consiste, cómo
funciona y los beneficios que se obtienen.
Por tanto, si ha leído este libro y no le ha atrapado la idea del value investing,
no hay nada que pueda usted leer o hacer para cambiar esto. No lo digo yo, lo
dice Warren Buffett.
Si tiene usted la suerte de haber sido cautivado por el value investing, se dará
cuenta de lo compleja que resulta cualquier otra filosofía de inversión, y eso
ocurre para la mayoría de los inversores, tanto particulares como profesionales.
Uno de los aspectos clave en la mentalidad de un value investor es la
percepción que tiene de lo que es el mercado de valores y cómo interactúa con
él. Como dice Buffett: «El mercado está para servirte, no para instruirte». Un
value investor lo utiliza como lo que es, un lugar donde se le permite comprar o
vender participaciones de empresas cotizadas. El mercado es una mera
herramienta de inversión. En cambio, para un inversor que no tiene el value
investing en sus genes, es mucho más que eso (cuanto más especulativo sea el
inversor, tanto o más poder creerá que tiene el mercado). Este inversor piensa
que lo que reflejan en todo momento las cotizaciones es sagrado y considera que
ir en su contra es una locura. Pero como dice la cita introductoria de esta carta, la
locura es otra cosa bien distinta.
La locura es invertir siguiendo filosofías contrarias al value investing y
pretender conseguir rentabilidades iguales o mejores que las obtenidas con un
criterio de value investing.
Probablemente, el mejor y a la vez más breve escrito sobre el value investing
sea « Los superinversores de Graham y Doddsville » , de Warren Buffett.
Las ideas más importantes de ese texto son las siguientes:
La teoría del mercado eficiente, es decir, que el precio de las acciones
refleja fielmente, y en todo momento, su valor, es incorrecta. Buffett lo
demuestra argumentando que el éxito de un nutrido grupo de value investors,
enormemente eficaces en sus inversiones, no puede ser explicado como un
suceso fruto del azar. Si todos tienen la misma filosofía, aun con distintos
estilos de inversión, parece que más que a la suerte, su éxito pueda deberse a
esa filosofía de inversión que comparten y que se aprovecha,
fundamentalmente, de la ineficiencia del mercado de valores a corto plazo.
El value investor emplea una mentalidad empresarial en el análisis y
selección de inversiones. Se centra en estudiar el auténtico precio de las
compañías y en el valor que paga por ellas.
Hay una clara relación asimétrica entre rentabilidad y riesgo cuando se
invierte según la doctrina value investing. Cuanto mayor es el potencial de
revalorización de nuestra inversión, menor riesgo tiene.
El margen de seguridad es un principio sencillo que consiste en la compra
de activos muy por debajo de su precio teórico real, y su aplicación permite
conseguir unos resultados muy por encima de la media.
Los secretos del value investing son públicos desde 1934 y siguen sin estar de
moda, pese a las excepcionales plusvalías que se consiguen en el largo plazo.
Me gustaría compartir con usted una pregunta y la correspondiente respuesta
de un analista técnico de prestigio en un encuentro digital de un periódico.
Pregunta: « ¿Compraría Abertis y/o Telefónica a largo plazo? Muchas
gracias por su amabilidad. Javier » .
Respuesta: « Apreciado Javier: He explicado muchas veces que yo NUNCA
opero a largo plazo por una sencilla razón: LOS PRECIOS SE PUEDEN
MOVER UN 50 % SIN QUE HAYA CAMBIADO NADA. Y eso no se adapta a
un estilo que pondere la protección del capital. Gracias a Vd. » .
Buffett sostiene que la volatilidad sin que nada haya cambiado en una
empresa, es decir, una variación injustificada en el precio de una compañía es lo
que nos brinda las mejores oportunidades de inversión. Una vez hemos invertido
con un amplio margen de seguridad, hay que tener paciencia hasta que valor y
precio converjan. En cambio, para alguien con un sistema de inversión
manifiestamente contrario al value investing, la oportunidad es sinónimo de
riesgo, puesto que considera, con una visión cortoplacista, que no protege el
capital. Pero como ha quedado bien claro al leer este libro, la clave del value
investing es precisamente esa, que sí protege nuestro capital. Lo que para un
analista técnico es sinónimo de riesgo, es justo lo contrario, una oportunidad de
inversión (con la aparición de un margen de seguridad amplio sin que nada haya
cambiado) para un inversor con criterio value. Sobran las palabras.
Estimado lector. Llegados a este punto, se habrá formulado una pregunta
razonable, ya apuntada anteriormente en este libro: si los autores de Alicia
regresa a Wall Street, si Buffett, si Graham, si todos los grandes inversores
value de la historia conocen el «secreto» para batir a los índices y otras formas
de inversión menos eficaces, si además saben cómo obtener esas enormes
plusvalías de forma consistente a lo largo de los años y con el suficiente margen
de seguridad de no perder el capital inicial, ¿por qué lo desvelan
desinteresadamente a los cuatro vientos? ¿Por qué contarlo sabiendo que, si todo
el mundo invirtiera con ese criterio, esa manera de invertir, ahora minoritaria,
dejaría de ser tan rentable?
Los autores de este libro nos hemos hecho esas mismas preguntas antes de
decidirnos a publicarlo.
Mi humilde opinión es que podemos estar tranquilos y tener la certeza de que
el value investing seguirá, por lo menos otros 85 años, inoculando a inversores
con cuentagotas.

Pablo Martínez Bernal
Head of Sales para Iberia en Amiral Gestion.

Carta de Marco Lanaro Tichatschek

«Los mercados alcistas nacen en el pesimismo,
crecen en el escepticismo, maduran en el optimismo
y mueren en la euforia».

Sir John Templeton (1912-2007)
Filántropo y financiero,
fundador de Templeton Funds.

W arren Buffett dijo una vez que el value investing se entiende en


cinco minutos o no se entiende nunca. Esta idea me ha fascinado
siempre porque encuentro que es verdadera, y es que es tan lógico, natural,
intuitivo y evidente que el value investing no sea simplemente una de las
maneras de invertir, sino la única que funciona repetidamente y en todas las
situaciones. Y la única que deberían seguir los inversores.
Entender el value investing es entender que hay que comprar barato para
vender más caro, lo cual dicho así es simple y evidente, pero en la realidad no lo
es para la mayoría de los inversores que se dedican a hacer exactamente lo
contrario, e irónicamente, con mucha efectividad y eficiencia.
El mundo de las inversiones es extremadamente competitivo. Todos los días,
y las veinticuatro horas, millones de inversores en todo el planeta participan,
analizan, compran y venden acciones, bonos y cualquier otro instrumento
financiero con el objetivo de obtener una ganancia. Según el renombrado
inversor value Seth Klarman, participar en el mercado, ya sea comprando o
vendiendo, es un acto de arrogancia, ya que hay dos partes en una misma
transacción, el vendedor y el comprador, cada uno de ellos convencido de algo
totalmente opuesto, pero solamente uno de ellos estará en lo correcto: el
comprador, considerando que el instrumento objeto de la transacción va a subir
en precio; y el vendedor, que el mismo instrumento va a bajar en precio;
basándose ambos, para el análisis y evaluación, en la misma información. Y es
que la información financiera se esparce de forma inmediata y hacia todos los
partícipes haciendo que no sea una ventaja para nadie.
La información financiera tiene su propio lenguaje y la contabilidad es el
idioma de las finanzas. Para ser inversor hay que saber hablar ese lenguaje, lo
que realmente no debería asustar a los que no son economistas, porque no es
demasiado complicado y en poco tiempo una persona de inteligencia normal
dominará lo más importante. Tener acceso a la información financiera y
«hablar» su lenguaje son condiciones necesarias para invertir en los mercados,
pero no nos garantizan éxito. Piensen nada más en la cantidad de personas
preparadas en las mejores universidades del mundo, con acceso a los mejores
sistemas informáticos y a los mejores textos académicos; pues bien, la realidad
nos demuestra que solo una mínima parte de todos ellos logrará obtener de
manera constante y por largo tiempo resultados por encima del 20 % anualizado.
Existe algo más que diferencia al inversor común del inversor excelente. A mi
manera de ver, tener este «algo más» es lo que marcará la diferencia en la carrera
de cualquier inversor e implica entender y dominar los modelos mentales que
rompen los paradigmas y que dan tanta fuerza al value investing.
El primer modelo mental se refiere a entender los dos riesgos reales y
verdaderos de los inversores:
El riesgo de que los precios de las inversiones que SE TIENEN bajen.
El riesgo de que los precios de las inversiones que NO SE TIENEN suban.
La mayoría de los inversores se focalizan únicamente en el primer riesgo,
pero el segundo es igualmente importante y grave. Entender este segundo riesgo
es esencial, ya que hará que el proceso de inversión se vuelva fácil y racional y,
además, con su poderosa lógica, destruirá otros modelos de inversión como el
market timing o el análisis técnico, tan populares como inútiles y peligrosos.
Digo que el proceso de inversión se vuelve intuitivo y fácil porque solamente
conociendo las variables de horizonte temporal para la inversión, volatilidad y
crecimiento, ya sabremos en qué clase de activos invertir. Por ejemplo, la renta
variable tiene un crecimiento histórico más elevado que cualquier otro
instrumento financiero, pero también tiene una volatilidad muy alta, lo cual hará
que sea una inversión superior únicamente para el inversor a largo plazo. El que
se ponga a invertir en renta variable en el corto plazo es un especulador y está
convirtiendo el proceso de inversión en un juego de azar. Puede que tenga
suerte, puede que no, pero el proceso de inversión no lo tiene bajo control.
Otro modelo mental importante para el inversor value es el que nos dice que
la volatilidad no es igual al riesgo. Se demuestra de una manera muy simple, ya
que, si bien la volatilidad llevará los precios de niveles bajos a altos respecto al
valor intrínseco y lo contrario, el riesgo se moverá en la misma línea, pero de
menor a mayor riesgo. La volatilidad es bidireccional, mientras que el riesgo es
unidireccional y por eso no hay que confundirlos creyendo que son la misma
cosa.
Esto nos lleva a otro modelo mental fundamental en el value investing, y es
que el riesgo no es inherente a la naturaleza del instrumento de inversión sino al
precio que pagamos por dicho instrumento, es decir, que una acción puede ser
menos arriesgada que un bono si es comprada a un precio suficientemente bajo.
Como que todos estos modelos están conectados entre ellos, es evidente que hay
uno para entender cuándo un precio está suficientemente bajo, y eso depende de
su relación con el valor intrínseco (el valor real de un activo), que en muchas
ocasiones está muy alejado del precio. La razón principal de esa lejanía reside en
la gran componente psicológica que afecta a los mercados, que se debe a nuestra
respuesta ancestral al peligro, que seguramente funcionaba cuando
deambulábamos por las planicies de África y la mejor actitud ante un peligro era
dar media vuelta y correr lo más rápido posible; en los mercados, sin embargo,
huir ante el peligro no es la respuesta apropiada. La lejanía entre precio y valor
intrínseco también se debe a que este último debe ser evaluado, y esto quizá sea
la parte más técnica del value investing. Su cálculo no nos va a dar un resultado
exacto; es subjetivo y tendrá tantos valores como el número de analistas que se
hayan enfrascado en el ejercicio de calcularlo. Por otro lado, el precio nos cuenta
mucho sobre el estado de ánimo de los inversores, sobre sus miedos, sobre su
pesimismo u optimismo, pero no nos dice absolutamente nada sobre el valor real
o intrínseco o racional. No hay nada de racional en el precio, pero engaña a
muchos. Justamente cuando las noticias son negativas es cuando los precios
bajan y el mercado nos ofrecerá la oportunidad de comprar barato; de la misma
manera, tendremos que ser muy prudentes cuando el clima es de euforia
generalizada, normalmente acompañada por precios altos, porque será en estos
momentos cuando los riesgos estén en su máximo nivel y cuando los inversores
value tendremos la oportunidad de vender y salir a precios altos. El valor
intrínseco no reacciona ni varía tanto como el precio a las noticias positivas o
negativas, pero estas ocasionan un diferencial entre el precio y el valor que crean
las oportunidades y el margen de seguridad.
En la vida real, y utilizando nuestros modelos mentales, nos encontraremos
con dos situaciones distintas:
Comprar activos a un precio menor que su coste de reposición.
Comprar flujos de caja por un precio menor que su valor presente.
A los dos tendremos que aplicarle un margen de seguridad suficiente para
cubrir cualquier error de evaluación o imprevistos. Estas son las dos maneras de
aplicar el value investing, aunque considero la segunda superior, ya que nos
llevará a disfrutar de una poderosa fuerza: el interés compuesto, que permitirá el
crecimiento exponencial del valor de nuestras inversiones.
Es importante tener presente que no son las acciones las que crean riqueza;
son las empresas las que la generan a través de su crecimiento basado en un
modelo de negocio exitoso y sostenible en el tiempo. Las acciones son títulos
que nos convierten en propietarios con derechos sobre esa riqueza que se está
generando y que en algún momento se reflejará en el precio de la acción. Cuanto
más rápido sea el crecimiento, más vertical será la ascendente curva exponencial
del valor de nuestra empresa y, por ende, de nuestra acción.
Todos estos modelos mentales que forman la estructura del value investing
son lógicos y racionales y tienen que ser interiorizados primero para luego ser
utilizados. Los que somos seguidores de esta disciplina no entendemos por qué
no es tan popular como se merece, ya que son de dominio público desde hace
más de setenta años, cuando Benjamin Graham publicó su libro Security
Analysis. Además, está comprobada su utilidad a través de sus resultados,
aunque también es cierto que es una suerte que sea relativamente desconocida ya
que nos permite, a los que creemos en ella, obtener mejores plusvalías.

Marco Lanaro Tichatschek
Cortina d’Ampezzo, Italia
13 de enero de 2012.

Charlie Munger,
la mano derecha
de Warren Buffett

«Toda inversión inteligente es value investing:
adquirir algo por menos de su valor».

Charles T. Munger
Vicepresidente de Berkshire Hathaway,
abogado y filántropo.

E n 1957, Dorothy Davis, una vecina adinerada de Omaha, invitó a un


joven Warren Buffett de veintisiete primaveras a su apartamento
para tener una conversación junto a su marido, Edwin Davis. Ella había oído que
Buffett gestionaba dinero. Warren Buffett recuerda cómo la señora Davis le
preguntó de forma muy detallada acerca de su filosofía de inversión durante
varias horas. El señor Davis, presente durante la conversación, no abrió la boca
una sola vez. Buffett pensaba que lo que estaba explicando no debía de tener el
más mínimo interés para el señor Davis. Pero de pronto, cuando Buffett acabó su
exposición, el señor Davis habló por sorpresa y comunicó a Buffett su intención
de entregarle cien mil dólares de la época para que los invirtiese siguiendo esa
filosofía de inversión (tan bien explicada a Alicia en este libro) que tan
detenidamente les había contado.
Buffett, sorprendido ante semejante aportación viniendo de un señor Davis
que había parecido completamente desinteresado durante toda la exposición de
Buffett, preguntó por qué. El señor Davis contestó: «Porque me recuerdas a
Charlie Munger».
Buffett no había oído nunca hablar de Charlie Munger pese a que ambos se
habían criado en Omaha. ¿Era un cumplido o un insulto que le confundiesen con
Charlie Munger? Buffett tenía muchas ganas de averiguarlo, pero aún tardaría
dos años más en conocer al hombre en cuestión.
Según Howard Graham Buffett, el hijo mayor de Buffett y granjero de
profesión, su padre es la segunda persona más inteligente que conoce. ¿Adivinan
quién cree que es la persona más inteligente que ha conocido? Charlie Munger.

Charles Thomas Munger nació en Omaha el 1 de enero de 1924. Su primera
toma de contacto con la familia Buffett fue a raíz de un trabajo en la tienda
«Buffett & Sons», propiedad del abuelo de Warren Buffett, Ernest.
Curiosamente, unos años después, Buffett también trabajaría en la tienda, pero el
joven Munger, seis años mayor que Buffett, ya había dejado atrás esa etapa. Sus
caminos no se cruzarían hasta que ambos fuesen adultos.
Munger fue un alumno excelente y un ávido lector, al igual que Warren
Buffett. En muchas ocasiones, el regalo navideño para él y sus hermanas eran
libros que devoraban tan pronto los recibían. Munger disfrutaba especialmente
de las biografías. Su personaje histórico favorito era —y sigue siendo—
Benjamin Franklin. Le encantaban los famosos aforismos que leía en los libros
escritos por Ben Franklin, además de lo polifacético que fue y de su pasión por
aprender. De él incorporó a su vida la resolución multidisciplinar de los
problemas, mediante la física, la psicología o las matemáticas, entre otras.
Centrarse en una sola materia para resolver problemas podría conducir a lo que
Munger define como el «síndrome del hombre con un martillo», para el que todo
puede parecer un clavo.
Debido a su extraordinaria brillantez académica, fue adelantado varios cursos.
En 1941 dejó Omaha para estudiar en la Universidad de Míchigan. Se decantó
por aprender Matemáticas, ya que se sentía atraído por la exactitud de esta
ciencia. Además, gracias a una asignatura obligatoria de física profundizó en
esta materia hasta el punto de afirmar que cualquiera que desee tener éxito
debería estudiarla. Otra figura que Munger siempre ha admirado profundamente
por su metodología multidisciplinar y su carácter extraordinario fue Richard
Feynman, premio Nobel de Física en 1965.
En 1943, tras dos años en Míchigan, Munger decidió alistarse en el Ejército
del Aire. Allí midieron su inteligencia y el resultado se situó en el mejor
percentil de cociente intelectual. Fue enviado al campus de Albuquerque de la
Universidad de Nuevo México para formarse en Ciencias e Ingeniería. Poco
después fue trasladado al prestigioso Caltech (California Institute of
Technology) de Pasadena, California. Allí estudió Termodinámica y
Meteorología. Poco tiempo después se casó con Nancy Huggins y no tardó
mucho en tener a su primer hijo, Teddy.
Pese a no tener aún una licenciatura que le permitiese hacer un máster,
gracias a un amigo de la familia, decano de la facultad por aquel entonces,
consiguió ser aceptado en la Escuela de Derecho de Harvard. No tuvo ningún
problema en destacar en Harvard y consiguió graduarse summa cum laude, un
honor del que solo pudieron presumir otros once compañeros y él, de un total de
335 alumnos.
En 1953 Munger ya tenía tres hijos, pero las cosas no iban bien en su
matrimonio y su mujer y él decidieron divorciarse. Poco tiempo después, su hijo
Teddy fue diagnosticado de leucemia. Nada se pudo hacer por él. Fue un
durísimo golpe para Munger. Tras varios años de relación, se comprometió con
la que hoy sigue siendo su mujer, Nancy Barry. Buffett suele contar que, dada la
sintonía de Munger con su mujer, detestaría ser un abogado matrimonialista y
tener a Munger como cliente.
Munger comenzó a ejercer como abogado, pero pronto Buffett se cruzó en su
camino, trastocando así sus planes. Como he comentado al principio, Buffett oyó
hablar por primera vez de Munger en 1957. Debido a que Munger vivía en Los
Ángeles y Buffett en Omaha, el encuentro entre ambos no se produjo hasta 1959,
año en el que falleció el padre de Munger, lo que le obligó a viajar a Omaha para
cerrar unos negocios familiares. Este hecho propició el encuentro entre los dos
genios que, con el paso del tiempo, se convertirían en el mejor tándem
empresarial del siglo XX.
Buffett quería saber, ya desde hacía tiempo, si el hecho de que le
confundiesen con Munger era un cumplido o un insulto. En cuanto Buffett
observó que Munger era de esos que se ríen de sus propias gracias, supo que
harían buenas migas, ya que eso es algo que Buffett suele hacer. Otra
característica común que Buffett observó en Munger es que le gustaba dominar
todas las conversaciones. Buffett también lo hacía, aunque esa noche, por
primera vez en su vida, no era él quien dominaba la discusión. Su mujer Susie
observó perpleja cómo Buffett iba poco a poco cediendo al dominio oratorio de
Munger. El flechazo intelectual ya se había producido debido a esa similitud de
caracteres. Ambos creían haber conocido a la persona más inteligente con la que
se habían encontrado nunca. No es de extrañar que estos dos genios piensen que
el dicho de que los polos opuestos se atraen es rotundamente falso. Ellos son la
prueba.
En algunas de las primeras cartas que Buffett escribió a sus partícipes del
Buffett Partnership Limited hablaba de un «amigo filósofo de la costa Oeste». Se
refería, claro está, a Munger.
Pese a que Munger iba dejando paulatinamente de ejercer la abogacía en
favor de las inversiones, Buffett siempre le recomendaba que diese por concluida
su carrera como abogado y se centrase en invertir siguiendo los principios de
inversión postulados por el maestro de Buffett y protagonista meritorio de uno
de los capítulos de este libro, Benjamin Graham.
Munger mantenía la relación con Buffett a través de largas cartas y continuas
llamadas de teléfono. A pesar de haber participado en 1962 en la constitución del
prestigioso bufete de abogados Munger, Tolles & Olson LLP, que aún perdura
hoy en día, decidió abandonar la firma como socio solo tres años más tarde. Tal
fue la huella que dejó, que decidieron no eliminar su apellido del nombre del
bufete. Tuvo además un gesto de generosidad al cederle de manera altruista su
participación a la viuda de uno de los socios del bufete, Fred Warden, fallecido
de cáncer.
El mismo año que fundó el bufete de abogados también montó una sociedad
de inversiones junto con su amigo Jack Wheeler llamada Wheeler, Munger &
Co. Entre 1962 y 1975 logró una rentabilidad anual acumulada del 19,8 % frente
a un 5 % del índice Dow Jones. Está claro que Buffett tenía razón recomendando
a su amigo Munger que se centrase en invertir y dejase la abogacía para otros,
aunque es cierto que Munger nunca se ha dedicado en exclusiva a las
inversiones.
Tras decidir cerrar la exitosa sociedad inversora y dejar de manejar
directamente el dinero de los inversores, Munger y su socio entregaron a los
partícipes acciones de Blue Chip Stamps y Diversified Retailing. Con el tiempo,
estas acciones se convertirían en acciones de Berkshire Hathaway y los caminos
de Munger y Buffett quedarían siempre unidos. Desde entonces, Munger es el
vicepresidente de Berkshire Hathaway y, aunque no está en el día a día del
negocio, es consultado por Buffett puntualmente ante cualquier inversión
significativa. A lo largo de todos estos años han cultivado una amistad
indestructible y han disfrutado el uno del otro con una mutua e intensa
admiración intelectual. Lo único que les separa es la distancia física, dado que
Buffett sigue viviendo en Omaha, Nebraska, y Munger en Los Ángeles,
California.

La peor inversión, Berkshire Hathaway
Recientemente ha salido a la luz una historia que le da aún más valor a
Charlie Munger en el tándem que forma con su amigo y socio Warren Buffett.
La historia puede sonar inverosímil, pero es el propio Buffett el que la ha
explicado.
En una entrevista en octubre del año 2010 con la periodista de la CNBC
Becky Quick, Buffett sorprendió a propios y extraños al decir que la peor
inversión de toda su vida, hasta la fecha, había sido ni más ni menos que
comprar Berkshire Hathaway. La sorpresa o la incomprensión proviene de que el
presidente y consejero delegado de este conglomerado de casi 600.000 millones
de dólares de capitalización bursátil, afirme que ha sido su peor inversión.
La explicación es la siguiente. Tras haber invertido un par de años atrás en
acciones de la que por entonces era una empresa textil, Berkshire Hathaway,
Buffett tuvo en 1964 una reunión con su presidente, Seabury Stanton. Este le
prometió hacerle una oferta de compra de sus acciones a un precio de 11,50
dólares, lo que le permitiría obtener un jugoso beneficio. Buffett le dio su
palabra de que a ese precio le vendería toda su participación.
Unas semanas más tarde, Buffett recibió una carta, que aún conserva, donde
el señor Stanton le hizo una oferta de compra por un precio de 11,375 dólares, es
decir, doce centavos menos de lo que se había comprometido a ofrecerle. Esto
molestó tanto a Buffett que no solo no vendió su participación, sino que compró
más acciones de Berkshire Hathaway hasta tomar el control de la empresa. En
cuanto lo hizo, despidió al señor Stanton por no ser un hombre de palabra, algo
fundamental en la credibilidad de una persona y que Buffett valora
profundamente.
La toma de control de Berkshire fue motivada por el regateo deshonesto del
señor Stanton. El problema es que Buffett había acabado invirtiendo una
cantidad considerable de recursos en un mal negocio. Y es aquí donde viene la
explicación de la mala inversión. El negocio textil estaba en decadencia y
Buffett lo sabía. Desde que tomó el control de la compañía, Buffett no paró de
inyectar dinero durante más de veinte años sin ver recompensa alguna a esas
inversiones, puesto que el negocio textil era una máquina de perder dinero (algo
así como la banca pública hoy en día). El coste de oportunidad de todo ese
dinero invertido en Berkshire es lo que Buffett considera la peor inversión de su
carrera. Su amigo Charlie Munger le advirtió una y otra vez de que debería haber
cerrado todas las fábricas y liquidado el negocio textil, a sabiendas de que no era
rentable. Si hubiese hecho caso a ese consejo, Berkshire valdría hoy mucho más.
Pero si no hubiese invertido en Berkshire después de recibir la carta del señor
Stanton y hubiese vendido su participación a 11,375 dólares, Buffett estima que
Berkshire Hathaway valdría hoy 300.000 millones de dólares más, es decir, la
cuarta parte de toda la capitalización del IBEX-35. ¡Maldito señor Stanton!
Probablemente, este último sea un episodio asombroso en el que Munger
demuestra la enorme sabiduría que posee y pone de manifiesto que no le tiembla
el pulso al tomar decisiones importantes (cerrar la actividad principal de una
empresa lo es), siempre que la razón esté de su lado.

Experiencia de la vida, o worldly wisdom, de Charlie Munger
En el siguiente apartado quiero incluir cinco sencillas ideas —y el preámbulo
de una sexta que se desarrolla en el siguiente apartado— que recomiendo imitar
o incorporar mentalmente, según el caso.
La primera de ellas es un tanto chocante a la par que revolucionaria: según
Munger, lo mejor que podemos hacer para conseguir algo es merecernos aquello
que queremos conseguir. En cierto sentido, se asemeja a intentar la máxima de
no hacer a los demás lo que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros. Cuando
en una ocasión a Munger le preguntaron qué recomendaba hacer para conseguir
casarse con una buena esposa, contestó: «Lo mejor que puede hacer uno para
casarse con una buena esposa es que uno se merezca casarse con una buena
esposa». En la misma línea argumental, Munger cree que debemos darle al
mundo lo que compraríamos si estuviésemos al otro lado de la transacción.
Señala, por ejemplo, recordando a Aristóteles, que la mejor manera de evitar la
envidia de otros es merecerse el éxito que uno tiene.
La segunda de ellas es utilizada, entre otras disciplinas, por la industria de la
aviación. Se trata de utilizar un checklist o una lista de comprobación para evitar
que algo se nos pase por alto. Lo ideal sería tener esas listas incorporadas en
nuestra mente sin tener la necesidad de llevarlas anotadas en papel. Es
sorprendente cómo algo tan sencillo puede ayudarnos tanto a evitar que
cometamos errores que puedan resultar muy contraproducentes. Esta idea la
incorporó Munger de los pilotos comerciales (aunque otros inversores en valor
como Mohnish Pabrai o Guy Spier también la usan en su proceso de inversión).
Recomiendo, al respecto, el libro del cirujano Atul Gawande, titulado The
Checklist Manifesto. Incorporar al proceso de inversión herramientas de la
aviación, como es el ejemplo de las listas de control, o de la ingeniería, como es
el caso del margen de seguridad, resulta determinante para obtener resultados
notablemente satisfactorios y mejores que los obtenidos por la mayoría de
inversores.
La tercera de las ideas que tanto Buffett como Munger comparten en público
a menudo es la siguiente: centrarse en no cometer errores es mucho mejor que
centrarse en hacer algo bien. Consideran que su éxito empresarial, en esencia, se
debe a que evitan a través del value investing cometer errores de inversión en
vez de esforzarse en hacer las cosas extraordinariamente bien. La clave del value
investing es tratar por todos los medios de minimizar el riesgo de cualquier
inversión anteponiéndolo a la obtención de beneficio a través de multitud de
herramientas, fundamentalmente, el famoso margen de seguridad. La idea que
subyace de los principios del value investing es precisamente eso: evitar cometer
errores es más beneficioso que centrarse en obtener buenos resultados. Como
Munger suele decir para explicar esta idea, para que nos vaya bien en la vida
basta con seguir su consejo: «No consumas cocaína. No persigas trenes. No te
expongas al sida». Puro sentido común que procede de invertir los problemas,
algo que Munger recomienda hacer siempre. Si nos preguntamos qué nos haría
fracasar y evitamos esas decisiones y comportamientos que sabemos que nos
conducirían al fracaso, tenemos mucho ganado. En eso consiste invertir los
problemas. Munger lo descubrió gracias al matemático alemán Carl Jacobi.
La cuarta idea es simple y se puede explicar a través de la siguiente historia.
En una ocasión, una bella y joven mujer se acercó a Munger después de una
interesante charla para formularle una pregunta. La joven pidió a Munger si
podía contarle cuál era el secreto de su éxito, pero precisó que le contestase
utilizando una sola palabra. Aunque Munger tenía un discurso en su cabeza para
esa precisa pregunta que le habría tenido hablando durante horas, ante el
requisito de la joven, lo resumió en ser racional. Es un consejo aparentemente
modesto, pero tras él se esconde una gran sabiduría. Si nos comportamos en todo
momento de la manera más racional posible, es incuestionable que tomaremos
mejores decisiones que, a la larga, marcarán la diferencia.
El quinto consejo es algo que Munger considera incluso una obligación
moral. Se trata de aprender constantemente, hasta el punto de que se convierta en
un hábito casi obsesivo. Munger cree que una de las claves del éxito de su socio
y amigo Warren Buffett es que actúa como una auténtica máquina de aprender,
lo que le permite mejorar día tras día. Munger recomienda dedicar, todos los
días, una hora al menos al aprendizaje de nuevas materias. Se trata de acostarse
cada noche un poco más sabios de lo que nos levantamos. Como todo lo que
recomienda Munger, tiene tanto sentido común, es tan sencillo de poner en
práctica y nos dará tan buen resultado que sorprende que tan pocas personas lo
pongan en práctica. Requisito imprescindible para ello es leer constantemente.
Los nietos de Munger dicen que su abuelo es un libro con piernas. Además,
Munger asegura que no ha conocido jamás a ninguna persona sabia que no
leyese constantemente. Por su parte, Buffett lee todo lo que llega a sus manos
hasta el punto de leer cinco periódicos diarios, más de cien informes anuales de
empresas e incluso los folletos de emergencia de los aviones.
Su sexta recomendación es tan importante y extensa que merece un apartado
propio.

En junio de 1995 Charlie Munger dio una de sus charlas más famosas en su
antigua facultad, la Escuela de Derecho de Harvard. La famosa conferencia tenía
por título «La psicología de los juicios humanos erróneos», versaba sobre
psicología y es probablemente la mayor aportación que Munger haya hecho
fuera de su campo académico. Esta charla tiene como objetivo explicar una por
una las distintas tendencias que Munger, gracias a su experiencia y observación
a lo largo de su vida, ha detectado que tienen los seres humanos a la hora de
actuar.
Charlie Munger identifica veinticinco tendencias como juicios humanos
erróneos. A continuación, explicaré en qué consiste cada una de ellas:

Tendencia a la sobrerrespuesta por la recompensa y el castigo
Es la tendencia que solemos tener a infravalorar la fuerza que los incentivos
(y desincentivos) tienen en los seres humanos. Los economistas lo llaman
incentivo, los psicólogos lo llaman reforzador positivo. Charlie Munger lleva
años siendo consciente y recalcando lo importantísimos que son los incentivos
en el comportamiento humano y, pese a ello, día a día, sigue encontrándose
ejemplos que no dejan de sorprenderle en este sentido. Considera que es vital no
subestimarlos bajo ningún concepto si no queremos llevarnos sorpresas.
Según la Real Academia Española un incentivo es algo que mueve o excita a
desear o a hacer algo, o un estímulo que se ofrece a una persona, grupo o sector
de la economía con el fin de elevar la producción y mejorar los rendimientos.
Los economistas decimos que los seres humanos responden a los incentivos. Es
rotundamente cierto. El problema es que, en multitud de ocasiones, los
incentivos están orientados en la mala dirección. A veces esa mala dirección es
intencionada, pero en la mayoría de casos no lo es y podrían, por tanto, evitarse
sus efectos.
Pongamos, por ejemplo, la Ley del Suelo en España. Dicha ley establece que
un ayuntamiento puede quedarse con el 10 % del terreno que recalifica. El
objetivo inicial de esta ley era que los ayuntamientos tuviesen una vía de
ingresos adicional, pero el problema estriba en que la persona que redactó esta
ley subestimó por completo el poder de los incentivos. Como el lector sabrá,
España ha sufrido una burbuja inmobiliaria de proporciones gigantescas que aún
están pendientes de ser purgadas. En contra de la opinión popular, que culpa
exclusivamente a especuladores y bancos, el Estado formó parte activa de esta
burbuja mediante la recalificación masiva de suelo (por no mencionar la política
monetaria ultraexpansiva) sin importar su utilidad. Los ayuntamientos pasaron a
tener equipos dedicados exclusivamente a la recalificación del suelo. La
recalificación había pasado de ser una herramienta para la ordenación y
racionalización del uso del suelo de un territorio a convertirse en una
herramienta de financiación local. Un enorme incentivo en la mala dirección y el
resultado es catastrófico: en España hay actualmente suelo recalificado para la
futura construcción de 20 millones de viviendas. Eso, en un país de diecisiete
millones de hogares, es una aberración.
Es muy importante no subestimar nunca el poder que los incentivos tienen en
nuestro comportamiento. Munger recomienda tres sencillos consejos para evitar
conflictos de intereses motivados por incentivos en la mala dirección:
Rechaza, o recibe con cautela, consejos que, de ser implementados,
benefician económicamente al que te los ha ofrecido. Viene bien recordar la
frase de Buffett: «No le preguntes al barbero si necesitas un corte de pelo».
Conoce y utiliza los principales elementos de la transacción con tu asesor
mientras tratas con él.
Comprueba o desconfía de gran parte de lo que se te diga en estas situaciones.

Tendencia a gustar/adorar
Hasta el propio Warren Buffett ha reconocido en más de una ocasión que el
amor es la fuerza más poderosa del universo. Esta tendencia hace que ignoremos
los fallos de otras personas, productos o empresas si sentimos que los amamos,
nos gustan o sentimos admiración por ellos. Según Munger, los seres humanos
llegamos a este mundo con la capacidad de querer y amar. Aparte de no ver los
fallos en aquellos por los que sentimos admiración, esta tendencia también nos
hace favorecer a las personas, productos o acciones asociados con el objeto de
nuestra admiración. Por eso es tan difícil que los hinchas de fútbol vean lo
mismo en una jugada polémica. La famosa doble vara de medir tiene su
explicación en esta tendencia y la siguiente.

Tendencia a detestar/odiar
Es la contraria de la anterior. Los humanos ignoramos las virtudes y
opiniones de aquellas personas o entes que detestamos. De hecho, podemos
hasta distorsionar los hechos para convencernos a nosotros mismos. Si sentimos
rechazo por una persona y ese individuo opina que x es mejor que y, entonces
extendemos nuestro rechazo hacia x. Como explica Munger, la mediación entre
palestinos e israelís es difícil porque los hechos de uno de los lados de la historia
se solapan muy poco con los hechos del otro lado. También pone el ejemplo del
primer ataque terrorista al World Trade Center de Nueva York en 1993. Cuando
se produjo el atentado bomba en que murieron tres mil personas, muchos
paquistaníes automáticamente concluyeron que los responsables eran indios,
mientras que muchos musulmanes concluyeron que se trataba de los judíos.

Tendencia a dudar/evitar
Nuestro cerebro detesta la incertidumbre. Es como si estuviera programado de
forma tal, que, ante la incertidumbre, rápidamente la elimina para llegar a algún
tipo de decisión. Se podría decir que nos cuesta no tener respuestas certeras. La
duda nos atormenta. Esta tendencia explica perfectamente por qué las religiones
tienen tan buena acogida entre los individuos. Todas las dudas sobre el origen (y
finalidad) de la vida tienen una respuesta en la religión, lo que permite a las
personas eliminar la incertidumbre.

Tendencia a evitar la inconsistencia
Los humanos también estamos programados para resistirnos al cambio. Por
eso, por ejemplo, es tan complicado evitar los malos hábitos, aunque esta
tendencia funciona tanto con los buenos como con los malos hábitos. Digamos
que se trata de una manera de economizar espacio cerebral y energía. Cuando
Benjamin Franklin enunciaba en su famoso libro Almanaque del pobre Richard
que una onza de prevención vale más que una libra de cura, en el fondo lo que
estaba resaltando es que es mucho más fácil prevenir un hábito que cambiarlo.
Para Munger no tiene mucho sentido la tendencia que observa en el ser humano
a la resistencia al cambio por conclusiones previas, identidad reputacional, rol
aceptado en la civilización, etc. Pero cree que se puede deber a tres factores:
facilitaba una más rápida toma de decisiones cuando la velocidad de las mismas
era clave para la supervivencia, incrementa la ventaja de supervivencia que
nuestros ancestros ganaron gracias a la cooperación grupal (que habría sido
mucho más compleja si estuviésemos constantemente cambiando de opinión), y
es la mejor solución que la evolución ha podido desarrollar en el limitado
número de generaciones entre el inicio de la alfabetización y el mundo complejo
actual.

Tendencia a la curiosidad
Hay mucha curiosidad innata en los mamíferos, pero su máxima expresión
entre los no humanos se da en simios y monos. La curiosidad de los humanos es
infinitamente más grande que la de nuestros parientes simios. La cultura es un
elemento clave para que avance el conocimiento. Sin duda, esta tendencia ayuda
a los humanos a evitar o reducir las consecuencias negativas del resto de
tendencias psicológicas. Y los curiosos, no hay más que ver a Munger, se lo
pasan mucho mejor y disfrutan una vez que la educación formal ha finalizado.

Tendencia a la imparcialidad kantiana
La vida, sencillamente, no es justa. El problema es que muchas personas
tienen dificultad para digerir esto. Kant es famoso, entre otras contribuciones,
por su imperativo categórico, que se asemeja a una especie de regla de oro y que,
si fuera seguida por todos los individuos, garantizaría una pacífica coexistencia
beneficiosa para todos.

Tendencia a la envidia/celos
Su nombre lo explica por sí mismo. Como cualquier especie, los humanos nos
enfrentamos a la evolución. En dicho proceso evolutivo hemos desarrollado la
necesidad de querer alimentos en un entorno de escasez tan pronto los vemos. Es
habitual que dichos alimentos a menudo estén en manos de otros. Esta es, según
Munger la más probable explicación de esta tendencia, que está tan arraigada en
nuestra naturaleza humana. El actual auge de las tensiones sociales que provocan
los archimillonarios del mundo entero son un fiel reflejo de esta envidia. Munger
siempre nos recuerda que el único pecado capital con el que uno no disfruta es la
envidia, por lo que debemos luchar contra viento y marea por no caer en ella. El
actual mundo de las redes sociales también evidencia lo fuerte que es esta
tendencia en los humanos y lo poco útil que resulta en el entorno actual para
nuestra supervivencia.

Tendencia a la reciprocidad
Los humanos tenemos una tendencia muy marcada, casi automática, a ser
recíprocos en los favores y perjuicios que recibimos de otros. Es evidente que
esta tendencia contribuye a la cooperación social, pero su efecto negativo (ser
recíprocos con los perjuicios) tiene también una fuerza extrema. Munger pone el
ejemplo de Genghis Khan, que no contento con que sus hombres no dejaran un
solo prisionero vivo, ordenaba que sus cuerpos fuesen descuartizados. Por
fortuna, esta clase de comportamiento es marginal en la sociedad actual. Para
evitar o minimizar el querer ser recíproco con los perjuicios de otros, Munger
nos recomienda seguir el sabio consejo de su amigo el ejecutivo Tom Murphy,
que decía: “Siempre puedes mandar al infierno a alguien mañana, si es que
todavía consideras que es una buena idea”. En ocasiones, esta tendencia
interactúa de forma muy marcada con otras, amplificando sus resultados, por
ejemplo, con la del poder de los incentivos, que genera una conducta
constructiva.

Tendencia a la influencia por mera asociación
Esta tendencia nos hace ser fácilmente manipulables por mera asociación, ya
sea por un grupo de individuos, por la calidad de un producto, etc. Toda la
publicidad de Coca-Cola es una colección de momentos e instantes de felicidad.
La asociación que se pretende hacer es evidente y funciona a las mil maravillas.
Otro ejemplo es la exposición de varios productos para su venta. Como hemos
interiorizado que normalmente el producto más caro es el de mayor calidad, se
aprovecha esta circunstancia para manipularnos. Así, quienes buscan productos
de calidad caerán en cualquier producto con un precio inflado mostrado junto a
otros de precio menor.

Tendencia a la simple evitación del dolor por negación psicológica
Cuando una situación es demasiado dolorosa y difícil de digerir, simplemente
no lo hacemos, distorsionamos la realidad todo lo que haga falta. Munger
experimentó esta tendencia de primera mano durante la Segunda Guerra
Mundial. El hijo de unos vecinos, que era un atleta y estudiante sobresaliente, se
alistó en el ejército de los Estados Unidos, cruzó el océano Atlántico y nunca
más regresó. Su madre sencillamente se negó a aceptar que su hijo había muerto.
Todos caemos en esta tendencia en mayor o menor medida. Las personas con
situaciones terriblemente dolorosas a menudo distorsionan la realidad hasta
límites insospechados.

Tendencia al exceso de autoestima
Estamos muy familiarizados con esta tendencia. Según encuestas realizadas,
el 90 % de los conductores suecos cree estar por encima de la media. Según
Whitney Tilson, a unos emprendedores se les preguntó por la probabilidad de
que sus negocios tuvieran éxito: el 81 % asignaba una probabilidad del 70 % de
tenerlo, pero tan solo una del 39 % si un negocio similar al de ellos lo hacía. En
otro revelador estudio en una audiencia con gestores de fondos, analistas y
directivos se pidió que anotaran de cuánto dinero dispondrían al retirarse y
cuánto estimaban que tendría la persona media en la sala. Las cifras medias que
contestaron: 5 millones y 2,6 millones de dólares, respectivamente. El profesor
que realizó la encuesta afirmó que, con independencia de la audiencia, la ratio
siempre es aproximadamente 2:1. Lo peor de todo es que parece ser que este
exceso de confianza no decae con el paso del tiempo, a medida que nuestras
experiencias vitales nos demuestran que (a menudo) estamos sobrevalorando
nuestras capacidades. Un ejemplo también muy llamativo es que, en los juegos
de apuestas, se apuesta mucho más cuando se pueden elegir los números que
cuando se realiza al azar. Como las empresas de juego saben de esta
circunstancia, siempre suelen desarrollar juegos en donde el jugador puede
seleccionar sus «números de la suerte».

Tendencia al exceso de optimismo
Allá por el siglo III a.C., el orador ateniense Demóstenes observaba que lo
que cada hombre desea, es lo primero que cree. Este exceso de optimismo es
nuestro estado natural y se hace más evidente en situaciones donde el dolor o la
adversidad están más presentes. La sonrisa en las personas que acaban de
comprar lotería es un buen ejemplo. La mejor forma de combatir el exceso de
optimismo es utilizar probabilidades matemáticas de Fermat y Pascal para salir
de dudas. Por eso cuando a los jugadores de lotería se les pregunta por la
probabilidad de ganar, nunca lo sabe nadie.

Tendencia a la reacción excesiva frente a la pérdida
Se trata de lo que las finanzas conductuales llaman la aversión a la pérdida.
Existe una desproporción entre la placentera sensación que genera ganar una
cantidad de dinero y el dolor que provoca perder la misma cantidad. Incluso si
perdemos algo que hemos tenido poco tiempo (los jugadores de apuestas lo
saben perfectamente), sufrimos exactamente igual que si nos quitaran algo que
ha estado en nuestro poder mucho tiempo.

Tendencia a la demostración social o social proof
La demostración social es un fenómeno psicológico que explica por qué una
persona asume que las acciones de otros reflejan el comportamiento correcto en
una determinada situación. Cuando se comenta que los seres humanos nos
comportamos como borregos, se está haciendo indirectamente referencia al
concepto de demostración social. Al parecer, la evolución humana es la
responsable de que nos comportemos así, ya que antaño imitar lo que los demás
hacían era un mecanismo de supervivencia. Conviene señalar que copiamos
tanto la acción como la inacción de otros. Hay un ejemplo muy gráfico que
explica este último matiz y que muchos habremos observado en alguna ocasión.
Cuando una pelea tiene lugar en un sitio público, al principio nadie la intenta
parar. El comportamiento imitado es la inacción. Pero pasado un tiempo, se
cambia al extremo contrario y, en cuanto alguien decide mediar en la disputa, es
ayudado por muchas más personas que permanecían inmóviles ante lo que
estaban contemplando, pasando así a imitar la acción de otros.
De todas las tendencias que Munger ha identificado, quizá esta sea la que
mejor nos ayuda a comprender la formación de burbujas y la irracionalidad y
miopía colectivas necesarias para que se gesten. Pongamos otro ejemplo
cotidiano para entender esta tendencia: las colas de las discotecas. Cuando un
grupo de personas observa una enorme fila para entrar en un local nocturno, la
demostración social le dice inconscientemente que, si hay tanta cola, es porque
esa gente debe de estar en lo cierto y debe merecer la pena pasar frío durante
media hora, así que se une a la cola e imita su comportamiento con
independencia de la disponibilidad de otro local alternativo a escasos metros.
Tanta gente no puede estar equivocada, ¿o sí?
Hay ocasiones en las que hacer lo que otros hacen es positivo. Por ejemplo, si
queremos encontrar el camino hacia un estadio en una ciudad ajena, la manera
más simple de hacerlo será seguir a la masa que porta camisetas de su equipo.
Pero en muchas otras circunstancias, hacer lo mismo que el resto puede resultar
no ser nada positivo. Que todo el mundo esté comprando una acción, por
ejemplo, no es precisamente un comportamiento que debamos emular sin más
meditación o análisis. ¿Les suena Terra?

Tendencia a la reacción excesiva por contraste
Es mejor evaluar a las personas, las situaciones o los objetos por sí mismos
que hacerlo por contraste. O, dicho de otra forma, reaccionar a dichos estímulos
por contraste puede ser tremendamente peligroso, puesto que nuestro cerebro
nos jugará una mala pasada. El sistema nervioso no es capaz de medir en
unidades científicas absolutas, por lo que se apresura a hacerlo de manera más
simple. Los ojos tienen una solución que consiste en limitar aquello que vemos,
introduciendo como input el contraste en lo que estamos viendo. Munger afirma
que esta tendencia es una de las que más daño hace a los seres humanos,
especialmente en nuestra faceta como consumidores. Si se coloca una prenda
con un precio inflado de mil euros al lado de otras prendas más caras, caeremos
en la trampa de creer que su precio es atractivo. Lo mismo ocurre si un agente
inmobiliario nos enseña en primer lugar tres viviendas caras y viejas para luego
enseñar una también vieja y ligeramente cara, pero, en contraste, más atractiva
que las otras tres.

Tendencia a la influencia del estrés
Todos somos conscientes del efecto inmediato que tiene un estrés repentino:
dispara la adrenalina y desencadena una reacción más rápida y extrema del
cuerpo. La combinación de estrés junto con la tendencia a la demostración social
(punto 15) tienen un efecto poderoso. Es curioso saber que un poco de estrés
puede contribuir ligeramente a obtener un mejor rendimiento (como en un
examen), pero un nivel de estrés extraordinario generará un rendimiento
subóptimo. El famoso premio Nobel Iván Pávlov, como todos sabemos, trabajó
mucho con perros. Lo que menos gente sabe es que, coincidiendo con las
(habituales) inundaciones de Leningrado, observó algo en sus perros. Al
encontrarse en jaulas, las inundaciones les provocaban un estrés extremo que
llevaba a los animales, casi hasta el punto de dejarlos sin oxígeno. Tras estos
episodios, Pávlov observaba que los animales ya nunca más volvían a tener el
mismo comportamiento. Intrigado por la explicación de este suceso, decidió
dedicar el resto de su vida al efecto del estrés sobre el comportamiento de los
perros. Concluyó, por ejemplo, que podía clasificar a los perros en función de su
facilidad para venirse abajo; los que más tardaban en hacerlo eran también los
que más tardaban en volver a su estado previo; también, que cualquier perro, por
resistente que fuera, terminaba viniéndose abajo por estrés, y que no era capaz
de revertir el que un perro se viniera abajo salvo provocándole aún más estrés.
Por todo lo anterior, debemos de tener cuidado a la hora de tomar decisiones en
condiciones de estrés.

Tendencia a ponderar en exceso lo disponible
Hay una canción que dice: «Cuando no estoy cerca de la chica que me gusta,
me gusta la chica que está cerca». El cerebro no puede usar aquello que no
recuerda, por lo que está fuertemente influenciado por aquello que tiene más
disponible. Debemos procurar reducir el peso que tienen en nuestra memoria
aquellas vivencias más memorables y hacer lo contrario con los recuerdos menos
vívidos. La moraleja es sencilla: un hecho no debería ser más valioso
simplemente porque está más disponible en nuestra mente.

Tendencia a usar o tirar
Como su propio nombre indica, esta tendencia consiste en la pérdida de
facultades en todo aquello que no usamos o repetimos con frecuencia. Munger
recuerda cómo era muy ágil en cálculos numéricos hasta que cumplió veinte
años y dejó de practicarlos. Lo ideal es hacer como los pilotos comerciales con
sus simuladores de vuelo, que les permiten no perder la práctica sin incurrir en
elevados costes. Cualquiera que sea la habilidad que deseamos no perder,
deberemos practicarla con cierta frecuencia.

Tendencia a la mala influencia por drogas
Todos somos conscientes del poder destructor que pueden tener las drogas si
se hace un uso abusivo e indebido de ellas. Munger suele narrar varios ejemplos
cercanos de amigos y familiares que lo perdieron todo por culpa de las drogas,
especialmente del alcohol (por su gran aceptación social). El deterioro cognitivo
es tal que Munger se refiere a esta tendencia para explicar los efectos tan nocivos
que puede tener en el comportamiento de los individuos. Es probable que
muchos de los que caigan en esta tendencia se hayan refugiado en las drogas
para mitigar el dolor, como vimos en la tendencia número 11.

Tendencia a la influencia negativa de la senectud
Con el paso de los años se produce un conocido deterioro cognitivo. Este
puede variar mucho en función de las personas, tanto por el momento de su
aparición como por su velocidad de progresión. Lo mejor que podemos hacer
para evitar esta tendencia es pensar continuamente y no dejar de aprender nuevas
habilidades y ampliar el conocimiento. Esto contribuirá a ralentizar lo inevitable.

Tendencia a la influencia excesiva de la autoridad
Es la tendencia que tenemos a dejarnos influir notablemente ante una figura
que nosotros consideramos como autoritaria. Es sorprendente la enorme
influencia que la autoridad puede llegar a tener sobre nuestro comportamiento.
Munger suele citar como ejemplo un curioso experimento en un simulador de
vuelos. En él se introducen un piloto y un copiloto. El piloto es la figura
autoritaria y participa en el experimento, mientras que el copiloto es el sujeto
observado. El piloto, de forma intencionada, realiza una maniobra que el
copiloto sabe que estrellará el avión. Conviene recordar en este punto que los
copilotos tienen prohibido permitir que el avión se estrelle. Aun así, resulta que
el 25 % de las veces que se realiza este experimento el avión se estrella en el
simulador. Teniendo en cuenta que la tasa de accidentes en los simuladores es
muy inferior al 1 %, ese dato es terrible. Esto da una idea de la poderosa
influencia, en este caso negativa, que una figura autoritaria puede ejercer sobre
nuestro comportamiento.
Otro experimento digno de mención es el que realizó el psicólogo Cialdini
sobre veintidós enfermeras distintas y separadas entre sí, que se desarrolló en los
mostradores de recepción de las salas de cirugía, psiquiatría y pediatría de
diferentes hospitales. Uno de los investigadores que conducía el experimento
llamaba por teléfono a la enfermera estudiada, se identificaba como médico del
hospital y le daba instrucciones para que suministrase veinte miligramos de
astrogen (una droga) a un paciente concreto. La transmisión vía telefónica de la
orden incumplía las normas del hospital. El medicamento tampoco estaba
autorizado, aunque disponían de él. Las enfermeras sabían a ciencia cierta que la
dosis de veinte miligramos era a todas luces alta y peligrosa. El envase, de
hecho, indicaba claramente que la dosis máxima diaria no debía exceder los diez
miligramos, la mitad de lo que el supuesto médico había ordenado. La orden
había sido dada por un hombre que la enfermera nunca había visto, ni conocido,
ni hablado con él por teléfono con anterioridad. Pese a todo lo anterior, en un 95
% de los casos la enfermera colgaba el teléfono y se iba directamente a buscar el
astrogen a la despensa donde se encontraba, preparaba la dosis de veinte
miligramos y se dirigía a la habitación del paciente señalado. Era solo entonces
cuando las enfermeras eran interceptadas y avisadas del experimento que se
estaba realizando. No deja de asombrarme hasta qué punto una figura de
autoridad puede hacernos perder la objetividad por completo. Recordar esta
tendencia nos ayudará a evitarla, y con ello conseguiremos ser los copilotos que
no permiten estrellar el avión en el simulador o las enfermeras que no están
dispuestas a poner en peligro la vida de un paciente solo porque alguien se lo
ordene.

Tendencia a las bobadas
Tenemos una fuerte tendencia a distraernos con tonterías en mitad de trabajo
intelectual serio. Munger considera que, pudiendo dedicar tiempo en tareas
intelectuales estimulantes y complejas, caemos con mucha frecuencia en
dejarnos llevar por bobadas. Debemos luchar contra esta tendencia por nuestro
bien.

Tendencia a respetar las razones
Especialmente en las culturas más avanzadas donde se valora la cognición y
su estimulación a través de ejercicios, como crucigramas o los conocidos
Sudokus, hay una tendencia que hace que aprendamos muy bien cuando un
profesor o superior nos explica las razones de algo, en vez de simplemente
mostrar el conocimiento sin explicarlo. Según Munger, la importante
implicación que esta tendencia tiene es que, además de pensar con la razón antes
de dar órdenes, debemos comunicar dichas razones a la persona que las reciba.
El diseñador de refinerías de petróleo Carl Braun tenía la sencilla regla de que
uno debía explicar quién hacía qué, dónde, cuándo y por qué. Si no se era capaz
de dar una explicación de cada uno de estos puntos, lo más probable es que fuese
despedido. Esta tendencia es tan fuerte que, incluso si las razones dadas son
incorrectas o irrelevantes, contribuirán a que se cumplan por parte de quienes las
reciben.

Tendencia a que una confluencia extrema de tendencias psicológicas actúe
en favor de un resultado concreto y extremo («efecto carambola»)
Básicamente, el «efecto carambola» no es más que la combinación fortuita de
múltiples tendencias como las anteriormente explicadas, que se relacionan entre
sí y desencadenan resultados determinados. Para entender mejor en qué consiste,
vamos a hablar de dos crisis que han necesitado de la confluencia de múltiples
tendencias para gestarse: la crisis subprime americana y la crisis inmobiliaria
española.
La crisis subprime es un ejemplo perfecto de lo que el «efecto carambola»
puede provocar. Cuando la tendencia a subestimar el poder de los incentivos, la
tendencia a la demostración, la tendencia a la sobreinfluencia autoritaria y otras
múltiples tendencias se juntan y retroalimentan, se obtiene un enorme «efecto
carambola» que es mucho mayor que la suma de las partes. En primer lugar, los
tipos artificialmente bajos, mantenidos en el tiempo, que la Reserva Federal
estableció después del 11-S son un ejemplo de la tendencia a la sobreinfluencia
de la figura autoritaria. Como las personas ven a la Fed como la máxima
autoridad monetaria, entienden que la política monetaria que fija es la adecuada
y no se cuestionan su idoneidad. Si, además, la inmensa mayoría no se cuestiona
esa idoneidad, entra en escena la demostración social, ya que nadie —con la
excepción del congresista Ron Paul— se atreverá a decir que la política
monetaria de la Fed es altamente temeraria. Entonces entra en escena otra
tendencia, la de subestimar el poder de los incentivos. Ante unos tipos de interés
anormalmente bajos, empresas, familias e incluso el Estado tienen un enorme
incentivo para endeudarse y lo hacen de forma salvaje. Esa barra libre de
financiación se destina, en parte, a la construcción masiva de vivienda, ya que
las familias quieren aprovechar los bajos tipos de interés y comprarse una
vivienda. Vuelve a entrar en escena la demostración social. Al observar a
familiares, amigos y compañeros de trabajo adquiriendo una vivienda en
propiedad, se da por sentado que ese comportamiento debe ser el adecuado y, en
cierto sentido, nos vemos presionados a imitarlo. Los vendedores de hipotecas
cobran una comisión variable por cada operación realizada, por lo que tienen un
enorme incentivo para cerrar operaciones. Cuantas más operaciones realizan,
más aplaudidos son por sus compañeros y más ingresos obtienen, por lo que
también sus familias les refuerzan en ese comportamiento. El problema es que
los vendedores de hipotecas no se ven afectados por el incumplimiento de los
compromisos de pago de los nuevos propietarios, pues esa deuda ha sido
titulizada y vendida a un tercero. Antiguamente, el banco se quedaba en sus
balances con todos los préstamos que concedía, por lo que analizaba
cuidadosamente a quién le concedía un préstamo hipotecario. Ese sano incentivo
que existía de vigilar a quién prestaba el banco hipotecas desapareció.
Otro factor que tener en cuenta es el miedo de algunos partícipes del mercado
a reconocer que no entienden ciertos productos financieros. Muchos empleados
de banca de inversión y de las agencias de calificación prefieren no quedar mal
ante sus compañeros y aparentar que entienden los riesgos que entrañan los
productos que están encargados de comercializar o analizar. Esta es otra cara de
la demostración social que ya comentamos anteriormente, la presión que ejerce
la masa sobre nosotros cuando nadie actúa (inacción). Si tuviese que resumir la
esencia de los errores en que incurre Wall Street, diría que tiene demasiados
incentivos para vender los diferentes productos o servicios financieros con
independencia absoluta del resultado final. Cuanto más alejados estén los
incentivos de velar por los intereses de los clientes, peor será el resultado para el
conjunto de partícipes.
El incentivo de los gobiernos para no frenar una burbuja es enorme, pues una
economía sobredimensionada y funcionando a pleno rendimiento supone unos
ingresos anormalmente altos para el Estado. Por su parte, el conflicto de
intereses de las agencias de calificación —oligopolio de concesión pública— es
de órdago. En primer lugar, que la empresa o país que ve calificada su deuda sea
la que paga por recibir esa nota es terriblemente nocivo. Pero lo realmente
dañino es la mala influencia que ejercieron las agencias de calificación en la
conciencia colectiva del mercado por su función de autoridad en cuanto a riesgos
se refiere. Debido a ello nadie se molestó en hacer su propio análisis de riesgo,
que habría significado reconocer que una empresa como Standard & Poor’s se
equivocaba, y ya ha quedado claro lo difícil que nos resulta llevar la contraria a
la autoridad. Varios inversores —como es el caso de David Einhorn— avisaron
del maquillaje contable de Lehman Brothers y pusieron en duda su condición de
AAA, la máxima calificación crediticia, y se beneficiaron enormemente gracias
a ello.
Observamos, por tanto, la confluencia de muchas de las tendencias que
Charlie Munger describe y que, actuando de forma conjunta, provocaron un
resultado extremo: la mayor crisis económica de los últimos ochenta años.
En segundo lugar, otro caso que podríamos calificar de «efecto carambola» es
la crisis inmobiliaria española. El enorme incentivo anteriormente expuesto
sobre la Ley del Suelo, junto con la financiación barata —exportada de la Fed
por cortesía de nuestro querido Banco Central Europeo— fueron el germen de la
burbuja inmobiliaria vivida en España. La proliferación de promotores
inmobiliarios fue fruto, entre otras cosas, de la demostración social.
Cuando uno observa cómo el vecino se enriquece rápidamente vendiendo una
promoción que ha logrado levantar sin esfuerzo gracias a la fácil financiación
bancaria, decide imitar ese mismo comportamiento. Aquí también entra en
acción un problema de sobrevaloración de nuestras capacidades, otra tendencia
señalada por Munger. En general, los seres humanos solemos sobrevalorar
nuestras capacidades. Esta tendencia es peligrosa, sobre todo si quien la padece
ha ganado recientemente una cuantiosa suma de dinero sin apenas esfuerzo ni
ingenio. Si un promotor ha ganado así en poco tiempo mucho dinero, creerá
tener unas capacidades muy superiores a las que en realidad posee. Puede llegar
a resultar catastrófico creerse un ser superior. El problema estriba en actuar en
función de ese pensamiento.
Para entendernos, pondré un ejemplo de un promotor inmobiliario, Francisco
Hernando «El pocero», fallecido en marzo de 2020 por COVID-19. Este
promotor proyectó la construcción de 13.508 viviendas en Seseña (Toledo), un
pueblo de poco más de 5.000 habitantes —antes de su llegada— a treinta y seis
kilómetros de Madrid. Es incomprensible cómo los bancos pudieron creer que
una promoción de estas características conseguiría venderse con éxito. Pero,
sobre todo, lo que no se entiende es cómo un promotor pudo invertir toda su
fortuna en una promoción inmobiliaria tan mastodóntica, arriesgada y sin sentido
y, al mismo tiempo, creer que iba a ser un tremendo éxito. Finalmente, de las
viviendas proyectadas se construyeron 7.500, de las cuales 2.000 han sido
vendidas a entidades financieras. El precio actual de los pisos es un 50 %
inferior al de hace cuatro años. Las estimaciones de beneficios de esta operación
eran tan extraordinarios que Paco «El pocero» ordenó a los astilleros italianos
CRN la construcción de un yate de 72 metros que bautizó como Clarena II y
reemplazaba a su anterior embarcación de recreo. El Clarena, de 46 metros,
parece que se le quedó pequeño. Pagó cerca de sesenta millones de euros por él.
El constructor apenas pudo disfrutar de su yate nueve meses, puesto que las
deudas derrumbaron su imperio inmobiliario. El multimillonario mexicano
Ricardo Salinas compró la embarcación en 2014 con un pequeño descuento.
Sobrevalorarse uno mismo, como vemos, puede resultar peligroso. Si a eso le
añadimos un apalancamiento financiero, supone directamente la quiebra. No es
de extrañar que Buffett recuerde a menudo que nadie se ha arruinado nunca en la
historia sin endeudarse. Moraleja: hay que evitar endeudarse.

Los modelos mentales: una breve introducción
Charlie Munger lleva décadas hablando de un concepto muy interesante. La
primera vez que compartió públicamente esta teoría fue en un discurso que
pronunció en la Escuela de Negocios de la Universidad del Sur de California.
Munger cree que nuestra calidad de pensamiento depende de los modelos que
tenemos en la cabeza. Los modelos mentales no son más que ideas o
representaciones mentales de la realidad que nos permiten entender mejor el
mundo que nos rodea. Es fundamental que dichos modelos provengan de
diferentes disciplinas, puesto que la realidad está construida sobre multitud de
materias, desde la física, la biología y la química, hasta la psicología, la
economía o las matemáticas.
Al desarrollar la teoría de los modelos mentales, Munger ha profundizado en
conceptos que hasta ahora habían sido poco desarrollados. Los famosos
polímatas de civilizaciones antiguas y del Renacimiento eran capaces de realizar
tantas aportaciones por tener muchos modelos mentales en la cabeza, además de
por su tesón. Al igual que el capital, el conocimiento también se capitaliza de
forma no lineal. Una pieza de información adicional la podemos conectar con
una cantidad exponencialmente creciente de elementos.
La complejidad del mundo actual y las múltiples dificultades cognitivas con
las que el ser humano nace hacen más necesaria que nunca la difusión de esta
teoría a toda la sociedad, especialmente al mundo académico. La obsesión del
mundo académico por la división de las principales disciplinas del conocimiento
y que estas no se toquen entre sí llevan en última instancia a que teorías como la
de Munger no se expliquen en ninguna asignatura.
El mundo académico y el mercado laboral parecen premiar la especialización.
Curiosamente, en el contexto tan competitivo al que se enfrentan los
profesionales hoy en día, los perfiles generalistas y especialistas al mismo
tiempo tienen una ventaja competitiva imbatible. Munger es el mejor ejemplo de
lo mucho que puede aportar un generalista. Su socio Buffett, un especialista que
ha dedicado toda su vida a un único campo (la inversión empresarial), no habría
logrado cosechar tanto éxito invirtiendo si no llega a recibir valiosas
aportaciones de Munger. La visión multidisciplinar del mundo de Munger abrió
los ojos a Buffett sobre la tipología de negocios en los que se debía centrar si
quería seguir obteniendo rentabilidades extraordinarias.
Abordar los principales modelos mentales es una labor que podría ser materia
de uno o varios libros. La idea que debemos interiorizar es que el mundo tiene
infinidad de matices, desafíos y complejidad. La mejor manera de navegar entre
todos ellos es aprender las principales ideas de las grandes disciplinas del
conocimiento. Solo así tendremos éxito como profesionales y como individuos.
Así que, ¡a leer!

Las tres reglas de Charlie Munger
Me gustaría terminar con una de las mayores aportaciones de Charlie Munger
al campo de la inversión. A la hora de invertir, Benjamin Graham —el maestro
de Buffett— siempre prefirió en el binomio calidad-precio pagar un precio de
saldo sin importarle tanto la calidad de la compañía en la que invertía. En
cambio, Warren Buffett lleva décadas dándole prioridad a la calidad de las
compañías frente a su precio, contradiciendo las enseñanzas iniciales de su
maestro. Pero no siempre fue así. Le llevó años evolucionar hacia su posición
actual y ha reconocido públicamente que se lo debe a su socio Charlie. Igual que
son famosas las dos reglas de inversión de Warren Buffett, es muy valioso
recordar las tres únicas reglas de inversión de Charlie Munger, que sintetizan esa
preferencia por la calidad frente al precio:

Un negocio fantástico a un precio normal es mucho mejor que un negocio
normal a un precio fantástico.
Un negocio fantástico a un precio normal es mucho mejor que un negocio
normal a un precio fantástico.
Un negocio fantástico a un precio normal es mucho mejor que un negocio
normal a un precio fantástico.

Pablo Martínez Bernal
Head of Sales para Iberia en Amiral Gestion.


Lecturas recomendadas
Poor Charlie’s Almanack: The Wit and Wisdom of Charles T. Munger, de
Charles T. Munger.
Buffett: The Making of an American Capitalist, de Roger Lowenstein.
Of Permanent Value: The Story of Warren Buffett, de Andrew Kilpatrik.
«The Berkshire Bunch», publicado en Forbes, 11 de octubre de 1988.
«CNBC's Becky Quick interviews Warren Buffett», publicado en YouTube,
25 de febrero de 2019.
«Charlie Munger's Lollapalooza Effect and This Credit Fiasco», de Todd
Kenyon, publicado en www.seekingalpha.com, 19 de noviembre de 2007.
«The Psychology of Human Misjudgment, by Charlie Munger», publicado en
www.fs.blog
Mecanismos que conducen
a la autocensura

Por Juan M. Blanco.

«La facilidad con que una sociedad desprecia, y hasta sepulta,
las visiones discrepantes dependen evidentemente
del conjunto de lagunas compartidas por sus ciudadanos.
No nos damos cuenta de lo que nos desagrada ver y tampoco
nos damos cuenta de que no nos damos cuenta».

Daniel Goleman (1946)
Psicólogo, periodista y escritor estadounidense.


Quizá en alguna conversación con amigos o conocidos, tras exponer
algún argumento haya escuchado la respuesta fatídica, casi como un
susurro: «eso es verdad… pero no se puede decir». ¿Puede existir algo más
absurdo y aberrante que no poder decir la verdad? Vivimos en una sociedad
donde solo lo políticamente correcto puede pregonarse públicamente. Pocas
veces la verdad.
¿Por qué se difunden con tanta facilidad las ideas más absurdas? ¿Por qué
casi todo el mundo acaba pensando de la misma manera, como si de clones se
tratase? ¿Qué impulsa a intelectuales e informadores, esos que tienen la
obligación moral de actuar como conciencia crítica de la sociedad, a
autocensurarse de forma tan vergonzante? ¿Qué mecanismo mantiene atadas y
amordazadas a muchas mentes pensantes, encerradas en la mazmorra de la
corrección política? La clave se encuentra en dos términos fundamentales:
manipulación y miedo.
El ciudadano común no establece sus criterios sobre cualquier tema buscando
toda la información disponible y procesándola exhaustivamente. Casi todo el
mundo descarta este método por el elevado coste, esfuerzo y preparación que
requiere. Por ello, a la hora de posicionarse ante cualquier asunto, la gente suele
recurrir a reglas heurísticas, procedimientos prácticos de carácter intuitivo, puros
atajos capaces de alcanzar una conclusión con muy poca información. Una de las
reglas heurísticas más interesantes es la que los latinos denominaron el
argumentum ad populum, mientras los anglosajones se dieron el gusto de
llamarla bandwagon effect. Se trata de ese mecanismo que impulsa a muchas
personas, gregarias por naturaleza, necesitadas de la aceptación del resto o,
simplemente, perezosas para elaborar su propio criterio, a adherirse a lo que
piensa la mayoría, a apuntarse al caballo ganador. Si los demás creen algo…
alguna razón tendrán.
Por ello, las encuestas de opinión poseen una enorme capacidad
manipuladora: pueden persuadir a mucha gente de la mayor atrocidad
simplemente haciéndoles creer que eso es lo que piensa la mayoría. Así,
cualquier idea, por falsa y perniciosa que sea, la mayor insensatez, la más colosal
majadería, se convierten en dogma de general aceptación tras ser repetidas y
repetidas por los medios. No siempre las encuestas de opinión tienen un
propósito inocuo, mucho menos bondadoso. A veces, su objetivo no es ilustrar
sobre la «sensibilidad social» sino modificar los criterios del público, modelar la
forma de pensar de la gente. Los medios, especialmente las televisiones, ejercen
una influencia superlativa, con múltiples e insondables vías para la
manipulación, tanto más eficaces cuanto más carente de principios bien
asentados se encuentre la población.
Pero para lograr una generalizada autocensura, para generar dogmas y tabúes,
no basta con fomentar una determinada manera de pensar: es necesario infundir
temor. En La espiral del silencio (1977), Elisabeth Noelle-Neumann explicó los
mecanismos psicológicos y sociales que fomentan la adhesión a los dogmas. Los
sujetos tienden a ser cobardes e inseguros, necesitan la aceptación del grupo, un
sentido de pertenencia. Muchos renuncian a su propio juicio o evitan exponerlo
en público si no coincide con el que perciben mayoritario. Callarán, o abrazarán
los planteamientos opuestos para no sentirse aislados, rechazados por el resto,
contemplados como herejes. Algunos, incluso, mantendrán dos criterios
contradictorios, una suerte de esquizofrenia: el suyo privado, vergonzante,
reservado para su interior, y el mayoritario, ese que garantiza la aceptación de
otros. Muchas personas todavía poseen una cierta conciencia de la verdad, pero
mucha cobardía para reconocerla públicamente. Así, la espiral conduce a que las
creencias percibidas como mayoritarias acaben siéndolo realmente. Por este
motivo, los medios de masas, especialmente la televisión, difunden con tanta
facilidad argumentos sectarios, absurdos, tergiversados, propagadores del miedo.

Romper la espiral de la autocensura
Todavía peor, en sistemas cerrados, de acceso restringido, en los que no se
asciende en la escala social o se encuentra un buen trabajo por el mérito o el
esfuerzo sino por los favores o las relaciones personales, el miedo se multiplica.
Decir la verdad, hablar abiertamente con honestidad, denunciar las injusticias,
puede implicar perder favores, contactos, envidiables puestos o, en el caso de los
intelectuales, golosas subvenciones. Allí donde impera la injusticia es peligroso
tener razón. También desaparece el incentivo para la excelencia intelectual, para
formar y estructurar adecuadamente el cerebro, esa costosa y esforzada labor que
lo prepara para ejercer el pensamiento crítico, lógico y racional. Por eso existen
demasiados sujetos que creen saberlo todo por repetir las consignas
políticamente correctas escuchadas en televisión.
Ahora bien, cuando un puñado de personas supera el miedo, se lanza a decir o
a escribir abiertamente lo que piensa, cuando osa romper los tabúes, poner en
tela de juicio los mitos… todo comienza a cambiar. Si el desafío a la corrección
política se realiza con convicción, sin temor, medias tintas, complejos ni
disculpas, si se aportan argumentos profundos, coherentes y racionales, las
nuevas ideas despiertan a quienes albergaban la verdad latente. Comienza a
disiparse el miedo y la nueva corriente va ganando adeptos a medida que
muchos se convencen de que será mayoritaria en el futuro. El círculo virtuoso
quiebra la espiral de silencio: cada vez más individuos pierden el complejo pues
se sienten acompañados. Y un creciente número comienza a mofarse de la
absurda corrección política, del oscurantismo imperante, hasta que este acaba
sucumbiendo. El proceso puede ser lento, pero no hay muros suficientes para
encarcelar permanentemente a la razón.
Para evitar la degradación social, para prevenir lo que Hannah Arendt llamó
la banalización del mal, no permanezca nunca callado por miedo al qué dirán.
Muéstrese siempre crítico, desconfíe de las argumentaciones falaces,
especialmente si son repetidas incesantemente por la televisión (de lo que vea en
la pequeña pantalla, créase la décima parte). Manténgase firme, actúe de forma
razonada y pierda el temor a lo que puedan pensar los demás. Y, sobre todo, no
desaproveche la oportunidad de exponer sus argumentos con contundencia, de
manera estentórea, cuando oiga aquello de: «eso es cierto, pero… no se puede
decir».
Agradecimientos

«La gratitud es la memoria del corazón».

Jean Baptiste Massieu (1743-1818)
Sacerdote y político francés.

L os autores agradecen al equipo de Value School la edición de este


libro y su hercúleo esfuerzo por fomentar la cultura financiera. Y en
especial a Luis Alberto Iglesias, Beatriz Naranjo y Christian Freischütz por su
interés y ayuda con el texto.

Luis Allué Bellosta
A mis padres, Jerónimo Allué Arnal, in memoriam, y Cristeta Bellosta
Cavero, nacidos ambos en el abandonado pueblo oscense de Otín, en pleno
corazón del Parque Natural de los Cañones de la Sierra de Guara, por enseñarme
a amar «sus montañas» e inculcarme valores como el esfuerzo, la honestidad y el
ahorro.
A Josefa Valcarce Pérez, por regalarme su tiempo y por su paciencia infinita.
A Francisco García Paramés e Iván Martín Aránguez, por prologar el libro.
A Marco Lanaro por su colaboración en el libro.
A Juan Manuel Blanco Sánchez, por su colaboración y, sobre todo, por no
guardar silencio.
A Pablo Martínez Bernal, por su inestimable ayuda, por sus enseñanzas value
y por descubrirme la ilustre figura de Charlie Munger.
A Warren Buffett, por su generosidad, tanto intelectual como filantrópica.
Valoro especialmente su afán por compartir con los más necesitados su inmensa
riqueza espiritual y material.
A la gestora Magallanes value investors, por su fidelidad al value investing y
por fomentar el ahorro de los más jóvenes, permitiendo a los menores de
veintiséis años beneficiarse de las bajas comisiones reservadas para inversores
profesionales e institucionales.
Desde estas líneas le doy un efusivo abrazo a mi hija Alicia, la protagonista
de la historia, por cederme su personaje y leer la primera edición apenas
cumplidos los doce años.
Mi reconocimiento a todos los autores referenciados en el texto y en la
bibliografía; cada uno de ellos, a su manera («un grano no hace granero, pero
ayuda al compañero»), ha contribuido con sus ideas a mejorar el libro.
A mis compañeros de viaje por el apasionante mundo del value investing.
Por último, mi más sincera gratitud a todos los lectores de esta historia.

Pablo Martínez Bernal
A mis padres, Amparo Bernal y Carlos Alberto Martínez, por su amor
incondicional.
A Marta González Araña, por compartir conmigo lo más preciado que
tenemos en la vida.
A Warren Buffett y Charlie Munger, por sus innumerables enseñanzas en los
negocios, la inversión y la vida.
«No es lo que tú sacas de los libros lo que enriquece tanto;
lo que al final cambiará tu vida es
lo que los libros consigan sacar de ti».

Robin Sharma (1964)
Escritor estadounidense.
Experto en liderazgo y éxito personal.
El pequeño Gonzalo desgarró ávidamente el envoltorio… Alicia regresa a
Wall Street.
«¡Qué regalo de cumpleaños más extraño!», pensó.
María le advirtió que debería guardarlo un año. Gonzalo protestó:
—Pero mamá, si hasta el año que viene no cumplo trece años, ¡que será
cuando lo lea! Puede que entonces ya se haya inventado otra forma de comprar
acciones y esta ya no valga. ¿No será mejor que lo lea ahora?
La verdad es que la respuesta fue fácil:
—Desde hace más de cien años existe este libro y nada ha cambiado.

María Caputto
In memoriam

Lecturas recomendadas

«El hombre que no lee buenos libros no tiene
ninguna ventaja sobre el que no puede leerlos».

Mark Twain

El inversor inteligente, Benjamin Graham.
Un paso por delante de Wall Street, Peter Lynch.
Batiendo a Wall Street, Peter Lynch.
La universidad del éxito, Og Mandino.
«Una sociedad de propietarios. El camino de los ciudadanos hacia la
independencia financiera», Instituto Juan de Mariana.
Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, Dale Carnegie.
El liberalismo no es pecado, Carlos Rodríguez Braun y Juan Ramón Rallo.
«12 principios del value investing», Bestinver Gestión.
Poor Charlie´s Almanack: The Wit and Wisdom of Charles T. Munger,
Charles T. Munger.
Dinero, crédito bancario y ciclos económicos, Jesús Huerta de Soto.
La escuela austríaca. Mercado y creatividad empresarial, Jesús Huerta de
Soto.
Security Analysis, Benjamin Graham, David Dodd.
Psicología financiera, James Montier.
Ganar jugando a no perder, Charles D. Ellis.
El pequeño libro que bate al mercado, Joel Greenblatt.
El pequeño libro que genera riqueza, Pat Dorsey.
Cómo invertir en fondos de inversión con sentido común, John C. Bogle.
Progreso, Johan Norberg.
Factfulness, Hans Rosling.
Telaraña de deuda, Ellen Hodgson.
Imperiofobia y leyenda negra, María Elvira Roca Barea.
El engaño populista, Axel Kaiser y Gloria Álvarez.
El pequeño libro para invertir con sentido común, John C. Bogle.
La bola de nieve: Warren Buffett y el negocio de la vida, Alice Schroeder.
Principios, Ray Dalio.
El cerebro del inversor, Pedro Bermejo y Luis García.
Invirtiendo a largo plazo, Francisco García Paramés.
Economía, Jordi Franch Parella.
Historia del dinero, C. Eagleton y J. Willians.
Las trampas del deseo, Dan Ariely.
Código rojo, J. Tepper y J. Mauldin.
Promesas de papel, Philip Coggan.
Cuando muere el dinero, Adam Fergusson.
Invirtiendo en calidad, Lawrence Cunningham.
Contra la democracia, Jason Brennan.
Archipiélago Gulag, Aleksandr Solzhenitsyn.
La educación de un inversor en valor, Guy Spier.
Lo más importante para invertir con sentido común, Howard Marks.
Value Investing, Bruce Greenwald.
The Value Investors, Ronald W. Chan.
Estrategias de inversión a contracorriente, David Dreman.
Seeking Wisdom: From Darwin to Munger, Peter Bevelin.
Saca partido a tus ahorros, Francisco López y Luis Barallat.
Una alternativa liberal para salir de la crisis, Juan Ramón Rallo.
Un modelo realmente liberal, Juan Ramón Rallo (coord.).
La acción humana, Ludwig von Mises.
Los cuatro pilares de la inversión, William Bernstein.
El fabuloso mundo del dinero y la bolsa, André Kostolany.
Margin of safety, Seth A. Klarman.
El Tao de Warren Buffett, Mary Buffett y David Clark.
Warren Buffett y los secretos del management, Mary Buffett y David Clark.
« Berkshire Hathaway. Annual reports » , Warren Buffett.
Cómo invertir para generar riqueza, James O’Loughlin.
Acciones ordinarias y beneficios extraordinarios, Philip A. Fisher.
Padre rico, padre pobre, Robert T. Kiyosaki y Sharon Lechter.
El cuadrante del flujo de dinero, Robert T. Kiyosaki y Sharon Lechter.
El lenguaje secreto del dinero, David Krieger y John David Mann.
Economía emocional, Matteo Motterlini.
Un paseo aleatorio por Wall Street, Burton G. Malkiel.
¿Existe la suerte?, Nassim Nicholas Taleb.
El cisne negro, Nassim Nicholas Taleb.
Invertir a contracorriente, Anthony Bolton.
El código del dinero, Raimon Samsó.
Piense y hágase rico, Napoleon Hill.
El hombre más rico de Babilonia, George S. Clason.
El milagro más grande del mundo, Og Mandino.
El millonario perezoso, Mark Fisher.
El mundo de Sofía, Jostein Gaarder.
Cómo suprimir las preocupaciones y disfrutar de la vida, Dale Carnegie.
Malditas matemáticas, Carlo Frabetti.
El diablo de los números, Hans Magnus Enzensberger.
La ecología emocional, Jaume Soler, M. Mercè Conangla.
Sin ánimo de ofender, Jaume Soler, M. Mercè Conangla.
Ámame para que me pueda ir, Jaume Soler, M. Mercè Conangla.
Aprendiz de sabio, Bernabé Tierno.
La brújula interior, Alex Rovira Celma.
Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carroll.
Inteligencia emocional, Daniel Goleman.
Fluir (flow), Mihaly Csikszentmihalyi.
Del tener al ser, Erich Fromm.
La vida auténtica, Erich Fromm.
El arte de amar, Erich Fromm.
El miedo a la libertad, Erich Fromm.
Como el hombre piensa, así es su vida, James Allen.
«Compensación», Ralph Waldo Emerson.
El poder del ahora, Eckhart Tolle.
Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, Stephen Covey.
Poder sin límites, Anthony Robbins.
La vaca, Camilo Cruz.
La ley de la atracción, Camilo Cruz.
El monje que vendió su Ferrari, Robin Sharma.
El líder que no tenía cargo, Robin Sharma.
Éxito, Robin Sharma.
Martes con mi viejo profesor, Mitch Albom.
Reinventarse, Mario Alonso Puig.
Elogio de la lentitud, Carl Honoré.
Coaching para el éxito, Talane Miedaner.
La búsqueda de la felicidad, Tal Ben-Shahar.
El viaje a la felicidad, Eduardo Punset.
La trampa de la felicidad, Russ Harris.
La autoestima, Luis Rojas Marcos.
No miedo, Pilar Jericó.
El libro negro del emprendedor, Fernando Trías de Bes.
El vendedor de tiempo, Fernando Trías de Bes.
La buena suerte, Fernando Trías de Bes y Alex Rovira Celma.
El poder de las palabras, Kevin Hall.
Tratado y discurso sobre la moneda de vellón, Juan de Mariana.
Antifrágil, Nassim Nicholas Taleb.
Pensar rápido, pensar despacio, Daniel Kahneman.
La ideología invisible, Javier Benegas.
No te arrepientas, José Javier Esparza.
El pequeño libro para salvaguardar tu dinero, Jason Zweig.
El arte de ser feliz, Arthur Schopenhauer.
[1]
Este capítulo está basado en las ideas consignadas por Marco Lanaro en la red social de inversores
Unience (ahora Finect) durante los años 2011 y 2012, en las reflexiones recogidas mediante el intercambio
de correos con el autor, y en las conversaciones personales en sus encuentros value. Cualquier error en el
texto es responsabilidad exclusiva de Luis Allué.

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