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Aviso
Introducción
La gran mansión
Benjamin Graham
Warren Buffett
Dados y dardos
La sala de ordenadores
El escalador de libros
La lección magistral
En su nueva casa
Epílogo
Agradecimientos
Lecturas recomendadas
Alicia regresa a Wall Street
Las claves para invertir con éxito
y ser feliz.
Luis Allué Bellosta y Pablo Martínez Bernal
Este libro no puede ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el permiso
previo escrito del editor. Todos los derechos reservados.
Los derechos de autor sobre las ventas de la edición de este libro serán
cedidos íntegramente a la Fundación África Directo.
Primera edición: junio 2021
© Luis Allué Bellosta
© Pablo Martínez Bernal
Edición a cargo de Value School
Diseño de cubierta y maquetación: Beatriz Naranjo Jordán
Gracias a diferentes ayudas (como en este caso la suya, con la compra del
libro Alicia regresa a Wall Street), la Fundación África Directo colabora con las
poblaciones más vulnerables del África Subsahariana: huérfanos, malnutridos,
enfermos, niños y adultos sin escolarizar…
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desplazados al terreno, sensibilizando a la población española, y obteniendo
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a las poblaciones más necesitadas de África, y para que tengan acceso a
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Orden Ministerial de 12 de Julio de 1995.
Aviso
Las estrategias recomendadas en este libro pueden no ser adecuadas a su
situación personal y a sus intereses económicos. Consulte siempre a un buen
profesional antes de tomar cualquier decisión financiera.
Algunos de los nombres, lugares y personajes de esta historia son ficticios y
cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Los autores no pueden garantizar la exactitud y veracidad de los datos
transcritos en este texto.
Los autores no tienen ningún incentivo económico en los productos
financieros referenciados en este libro, aunque pueden tener invertida parte de su
patrimonio en algunos de ellos.
A mi mujer, por regalarme su tiempo.
Luis Allué Bellosta
«El éxito es lograr lo que quieres. La felicidad es querer lo que tienes».
Warren E. Buffett
Prólogo a Alicia en Wall Street
nada.
D esorientada en un lugar extraño y singular, no sabía qué ruta tomar.
Nadie con quien hablar. Todos los caminos parecían conducir a la
Por fin vislumbró una luz que centelleaba en la lejanía. Miró el rótulo
luminoso: «9 de marzo de 2009». Estaba ensimismada, absorta en sus
nostálgicos pensamientos, cuando vio a un hombre anciano de larga barba blanca
que, con la ayuda de un palo, escribía en el suelo, sobre la arena. Le pareció que,
como en los cuentos, sería el sabio de la historia y se acercó con afán de
preguntar por la salida, pero el amable personaje se le anticipó.
—Buenos días, me llamo Jason. Robert me dijo que vendrías a verme.
—Adivino por tu semblante que estás triste.
—Mis padres se han arruinado, he tenido que cambiar de residencia y de
colegio, estoy perdida en Wall Street…, tengo muy mala suerte.
—Estás soportando un período de cambios en tu vida y no siempre es fácil
adaptarse a ellos, pero no estés tan segura de que esas circunstancias impliquen,
necesariamente, que tengas mala suerte. Eso solo lo podrás valorar con
objetividad con la perspectiva del paso del tiempo. Te contaré una historia
verídica —prosiguió Jason—. Le sucedió a uno de mis clientes: un día se inundó
completamente su vivienda como consecuencia de la rotura de una tubería del
piso superior. ¡Qué mala suerte! Se pasó todo el período vacacional
acondicionando su casa. Durante las obras, levantando un saco de yeso, en su
afán por ayudar a los operarios, se produjo un esguince en el costado que le
provocaba fuertes dolores. ¡Qué mala suerte! Su médico le solicitó una
radiografía de tórax para descartar una fractura costal. Cuál fue su sorpresa
cuando el galeno le descubrió un pequeño nódulo pulmonar que resultó ser un
cáncer de pulmón. Afortunadamente, se pudo extraer en su totalidad y no había
metástasis; si se hubiera retrasado su diagnóstico tan solo unos meses, habría
resultado mortal de necesidad, pues se trataba de un tumor muy agresivo. La
mala suerte le había salvado la vida.
«Quizá tenga razón el anciano», pensó Alicia sobrecogida, «tal vez mi mala
suerte de hoy sea el inicio de la buena suerte de mañana».
—La vida no siempre nos da lo que le pedimos, pero sí nos recompensa con
lo que necesitamos. Tus padres se recuperarán de sus pérdidas económicas y
triunfarán, ¡ya lo verás! Los emprendedores siempre resurgen (si cabe, con más
fuerza) de las caídas. Cometer errores no es malo (hasta cierto punto es
necesario), es una forma de aprender, aunque, eso sí, debemos procurar no
tropezar siempre en los mismos obstáculos. «Rectificar es de sabios, pero tener
que hacerlo todos los días es de necios». No te lamentes de tu «mala suerte»,
eres una persona afortunada, tienes salud y una familia que te quiere: esas son
tus pelotas de golf.
—¿Cómo dice?
Jason abrazó una pecera de límpido cristal. Su traslúcida forma panzuda
magnificó las arrugas del rostro del anciano. Extrajo de una bolsa un montón de
pelotas de golf y las vació en el recipiente hasta que no pudo contener más. Le
preguntó a la niña si creía que la pecera estaba llena. Alicia asintió y permaneció
expectante.
—Bien —continuó Jason—, prosigamos con el experimento —dijo volcando
un frasco repleto de canicas multicolores. Como puedes comprobar, las canicas
han ocupado los espacios vacíos existentes entre las pelotas de golf.
—Así es —aceptó Alicia—, pero la pregunta tenía trampa.
—¿Qué opinas ahora? ¿Cabe algo más?
—Parece que no —respondió dubitativamente.
Jason decantó en la pecera una caja de arena; los pequeños granos de sílice
ocuparon por completo los resquicios llenos de aire.
—¡Vale! De acuerdo, no estaba totalmente llena —confirmó Alicia,
adelantándose a la previsible puntualización de Jason—. Lo reconozco, me he
equivocado de nuevo, pero admita que me está tomando el pelo.
—No te enfades y contéstame: ¿está llena?
Alicia la agarró con gesto enérgico y empezó a zarandearla con la fuerza
necesaria para aposentar y compactar la arena, cuyo nivel descendió unos
centímetros. Inmediatamente depositó más arena hasta colmar el borde de cristal.
—¡Ahora sí! Certifico que está completamente abarrotada…, atiborrada…,
repleta…, rebosante… —afirmó, haciendo hincapié en cada adjetivo y
empleando un cierto tono recriminatorio.
Jason levantó una taza de café y la derramó, impregnando la arena con el
oscuro líquido.
—Eso no vale —protestó Alicia.
—Esta frágil pecera simboliza la vida:
Las pelotas de golf son los valores realmente transcendentales: la familia, la
salud, los amigos, el amor…, bienes que, aun careciendo de todo lo demás,
llenan y dan sentido a nuestra vida.
Las canicas tienen menos importancia: representan las posesiones materiales,
el trabajo, el dinero…
La arena alude a las cosas más triviales: las preocupaciones diarias, las
rencillas, la envidia, el egoísmo, los problemas banales…
¿Qué crees que sucedería si invirtiéramos el orden de llenado y depositáramos
primero la arena?
—Evidentemente, no habría espacio para las canicas ni para las pelotas de
golf.
—Así es. La moraleja es que, si malgastamos nuestra energía y nuestro
tiempo en las tonterías de los pequeños problemas diarios, si nos enfadamos por
un pequeño gesto, por un comentario poco acertado, por un olvido, por unas
desafortunadas palabras… nos perderemos los bienes auténticamente valiosos,
no habrá espacio para ellos en nuestras vidas. Establece con sentido común tus
prioridades y ocúpate de los valores que realmente importan: llena tu vida de
pelotas de golf, el resto es solo arena.
—¿Y el café?
El anciano esbozó una amplia sonrisa.
—Estaba esperando esa pregunta como agua de mayo. El café nos avisa de
que, aunque estemos muy ocupados, siempre deberíamos hacer un hueco para
poder tomar una taza con un amigo.
—Cuando le vi, estaba escribiendo en el suelo. ¿De qué se trataba? —se
atrevió a preguntar sin poder contener su natural curiosidad.
—El genial científico renacentista Galileo Galilei dijo: «El nombre de los que
te han ayudado y favorecido debes grabarlo en bronce; y el de aquellos que te
han perjudicado y ofendido debes escribirlo en el aire». Yo lo hago en la arena,
es más fácil. El rencor causa más daño a quien lo padece que a quien lo ha
provocado. Intenta perdonar las ofensas recibidas. Nada hace más fuerte a
nuestro enemigo que nuestro odio y nada le debilita más que nuestra
indiferencia. Ten presente la cita de Oscar Wilde: «Perdona siempre a tu
enemigo. No hay nada que le enfurezca más».
Pensó en el consejo de sus progenitores: olvidar nunca, perdonar siempre.
—¿Cómo puedo salir de Wall Street?
Jason abrió un libro y leyó:
—¿Podrías decirme, por favor, qué camino he de tomar para salir
de aquí?
—Depende mucho del punto adonde quieras ir —comentó el Gato.
—Me da casi igual dónde —dijo Alicia.
—Entonces no importa qué camino sigas —dijo el Gato.
—…siempre que llegue a alguna parte —añadió Alicia, a modo de
explicación.
—¡Ah!, seguro que lo consigues —dijo el Gato—, si andas lo
suficiente.
—¡Pero si es Alicia en el país de las maravillas!
—No tengas excesiva prisa en regresar a tu casa. Aquí aprenderás a invertir
con éxito, pero para ello es imprescindible que seas humilde y paciente; la
prepotencia y las prisas son siempre malas consejeras. También deberás ser
discreta; ten presente que tus amigos tienen otros amigos, que a su vez tienen
más amigos; así que no divulgues nada que pueda perjudicarte a ti o a otras
personas. Tampoco tomes nunca tus decisiones influenciada por los rumores o
por noticias no confirmadas. Cuando hables mal de alguien, asegúrate de que
esté presente para poder defenderse. En su ausencia, antes de airear tus críticas,
pásalas por el triple filtro atribuido a Séneca. Hazte siempre tres preguntas:
¿estoy segura de que es verdad lo que voy a decir?, ¿es necesario que lo cuente?,
¿es útil y beneficioso para alguien? Si tan solo una de esas tres preguntas se
contesta con un «¡no!», es mejor que guardes silencio.
Un tañido de campanas sonó lejano. Meditó, un tanto agobiada. Finalmente
concluyó que Jason era una máquina de ofrecer consejos. Jamás hubiera
imaginado recibir tantos tan variopintos y encajarlos en tan corto espacio de
tiempo. Estaba decidida a no hacer demasiadas preguntas; la última que había
formulado mereció por respuesta una sarta de recomendaciones que, como
mínimo, de cumplirlas, la convertirían en una beata.
—¿Para qué crees que sirve el dinero?
Se atrevió a contestar diciendo que para poder comprar cosas y cancelar las
deudas.
—La mayoría de la gente —continuó el anciano— piensa que comprar
muchas cosas, como tú dices, les hará felices. Están convencidos de que poseer
un aparato de televisión o un coche nuevo les va a reportar muchas alegrías, pero
no suele ser así. Las personas son más felices anticipando la compra, pensando
en la futura adquisición, que cuando realmente la tienen ya en su poder. Cuando
ya disponen del flamante vehículo y lo han enseñado a todos sus amigos y
familiares, éste empieza a perder atractivo, les parece aburrido y se fijan en el
nuevo modelo de su vecino. Es la expectativa de comprar el coche, más que su
propia posesión, lo que nos genera felicidad.
Alicia evocó que el entusiasmo de su padre por el Cadillac duró apenas lo que
tardó en desaparecer el aroma a cuero nuevo.
—¿Crees que, si no pudieran presumir ante los demás de su lujoso deportivo,
con lo que ello representa de éxito social, lo cambiarían tan a menudo? Si
vivieras en un barrio en el que fueras una completa desconocida, ¿te haría tanta
ilusión estrenar tu carísimo todoterreno? El hombre tiende a crearse nuevas
necesidades y retos permanentemente, algunos más loables y justificados que
otros; una vez obtenido, el objetivo pierde todo el interés. Así pues, el ser más o
menos ricos no nos proporcionará la felicidad; para ser dichosos necesitamos un
aumento de riqueza continuado. Cuando hemos ganado un millón, durante un
tiempo relativamente corto nos sentimos bien, pero luego nos adaptamos a ese
nivel de riqueza y precisamos ganar otro millón para obtener el mismo nivel de
felicidad. Además, hay que considerar que no es lo mismo tener un millón
partiendo de la nada que habiendo poseído dos y perdido uno. ¿Quién crees que
se sentiría mejor?
La pregunta quedó en el aire; Alicia no la contestó por obvia.
—En la búsqueda, en el camino, en la expectativa, y no en el destino final,
está la felicidad. Según Eduardo Punset: «La felicidad está escondida en la sala
de espera de la felicidad». La felicidad es un viaje, no es un destino; disfruta del
camino porque el final siempre es incierto.
Profirió un pausado y profundo suspiro de resignación. Quizá era feliz y no lo
sabía, fueron los pensamientos que fugazmente acudieron a consolarla.
—Con demasiada frecuencia utilizamos el dinero esperando alcanzar metas
que nada tienen que ver con las finanzas. Tratamos de comprar sentimientos
como el amor, la autoestima, el reconocimiento, la felicidad (entre otros), y
erramos al intentar lo imposible. Todo el mundo quiere más y más riqueza. La
gran mayoría, al ser interrogada por sus ingresos, nos contesta que necesitaría el
doble, como mínimo, para vivir bien; pero, curiosamente, se ha comprobado que
al doblarse el sueldo también se duplican las necesidades. Un periodista le
preguntó a John D. Rockefeller, por entonces el hombre más rico del mundo,
cuánto dinero era suficiente para él, y el magnate contestó con un lacónico:
«Solo un poquito más». Ya lo decía Séneca: «Nada es suficiente para el hombre
al que suficiente le parece demasiado poco».
Pensó que Séneca debía de ser un personaje muy listo cuando todo el mundo
lo nombraba tanto.
—El neurobiólogo Semir Zeki asegura que el cerebro tiende a crear —
condicionado por los medios audiovisuales— unos modelos abstractos casi
perfectos —de la pareja, el trabajo, la casa o el coche ideales—; esas
idealizaciones nos hacen sentirnos insatisfechos con nuestras posesiones y con la
trivialidad de nuestra vida cotidiana. Nada nos parece suficiente, ni
suficientemente bueno.
«Solo un poquito más, solo un poquito mejor», pensó Alicia.
—¿Crees que es mejor ser cabeza de ratón o cola de león? —preguntó el
anciano.
—Si puedo elegir, ni lo uno ni lo otro, lo mejor es ser cabeza de león.
—Veo que eres orgullosa y ambiciosa, eso está muy bien. «Si nos bastase ser
felices, la cosa sería facilísima; pero nosotros queremos ser más felices que los
demás, y esto es casi siempre imposible, porque creemos que los demás son
bastante más felices de lo que son en realidad». Tenía razón Montesquieu,
nuestro nivel de felicidad depende de lo que consideremos que tienen nuestros
vecinos o colegas de profesión. Estudios científicos han demostrado que,
curiosamente, la gente prefiere cobrar 60.000 dólares cuando sus compañeros de
trabajo de la misma categoría profesional están ganando 50.000, que percibir un
aumento de sueldo y recibir 70.000, si eso conlleva que los otros obtengan
80.000. Nuestra felicidad depende de cómo evaluemos la felicidad del prójimo,
¡craso error! Supongamos que eres una prestigiosa abogada y que ingresas en tu
cuenta corriente la no despreciable suma de un millón de dólares anuales. Vives
en tu barrio de toda la vida, donde naciste. Todos te admiran y respetan, pero, a
pesar de ello, tú te consideras cabeza de ratón y decides trasladar tu domicilio a
un lujoso complejo residencial de Nueva York. Una vez instalada en tu nueva
vivienda, te das cuenta de que los vecinos y la gente del club deportivo local, en
general, te tratan con desprecio. Eres la que menos ingresos recibe y, aunque
dispones de las mismas retribuciones que antes, en comparación con el poder
adquisitivo de tus actuales vecinos, eres pobre. Te has convertido en cola de león
y, sin duda, al no ser bien aceptada por la comunidad, te vas a sentir menos feliz.
Pero si te sirve de consuelo, esos mismos ricos que te rechazan se sienten, a su
vez, como cabeza de ratón, ya que tampoco pueden dejar de compararse con
otras personas (artistas de cine, empresarios, dueños de multinacionales…)
mucho más poderosos que ellos; ciertamente, aun siendo mucho más pudientes
que tú, no serán más felices que la gente trabajadora de tu barrio natal. El dinero
suele acrecentar y multiplicar nuestros defectos y es muy difícil resignarse con
poco, pero totalmente imposible conformarse con mucho. Todos quieren más y
más, y total ¿para qué? Las cosas o los acontecimientos que nos proporcionan
felicidad suelen costar muy poco. No presumas ante los más ricos que tú, pues te
despreciarán; y tampoco lo hagas con los más pobres, pues con ello no
conseguirás más que envidia y odio. La ostentación solo conduce al rechazo,
nunca a la admiración.
—¿Usted es rico?
—Mucho, pero no por lo que tengo, sino por lo mucho que no necesito. Soy
muy rico, rico en tiempo, tiempo para caminar, para leer, para conversar con los
amigos, para pasear por el campo, y eso no es costoso. En cambio, hay gente que
para poder presumir de la mansión que has visto tiene que empeñar todo el
tiempo de su vida, dejándose incluso la salud por el camino. Para ser feliz hay
que desear solo lo que es necesario y después amar lo que se desea. Sé humilde y
sencilla a lo largo de tu vida, pues como mencionaba Pearl S. Buck: «Muchas
personas se pierden las pequeñas alegrías mientras aguardan la gran felicidad».
¿Por qué no dejamos de perseguir insistentemente la felicidad y nos dedicamos
simplemente a ser felices? En palabras de Fernando Savater: «El secreto de la
felicidad es tener gustos sencillos y una mente compleja. El problema es que a
menudo la mente es sencilla y los gustos complejos».
Alicia trató de imaginarse cómo era su propio intelecto. Jason guardó un
respetuoso silencio. La sublime melodía de un violonchelo exquisitamente
acariciado pareció envolverlo todo, elevándose al cielo hasta convertir sus penas
en fino polvo estelar. Para ambos fueron unos minutos de indescriptible
felicidad.
—¡Qué música! Me ha colmado de paz —dijo Alicia, un tanto incómoda ante
tanta belleza.
—Es el Benedictus de Karl Jenkins, compuesto para enaltecer la paz.
—¿Y tú? ¿Eres rica? —le preguntó Jason, retornándola a la cruda realidad.
—¿Yo?… Pero si soy una niña.
—Precisamente por eso eres inmensamente rica. No hay nadie en Wall Street
que atesore tanta riqueza como tú.
—Usted me toma el pelo.
—En absoluto. Eres dueña del mayor de los tesoros: ¡la juventud! Conocerás
al hombre más rico del mundo, tiene 79 años. ¿Serías capaz de entregarle tu
lozanía a cambio de su dinero? Nacemos desnudos, sin riquezas materiales, pero
venimos a la vida inmensamente ricos, todo el tiempo del mundo nos pertenece.
Nuestra felicidad dependerá del buen uso que hagamos de él en nuestro fugaz
periplo por el planeta.
Escuchaba con atención. Nadie hasta ahora le había desvelado esos
conceptos. Sin saber cómo, se puso a pensar en la gente que mataba el tiempo
viendo inútiles y denigrantes programas de televisión. ¡Qué manera más tonta de
empobrecerse!
—Uno de nuestros mayores tesoros es el tiempo —continuó Jason—. Procura
evitar la conversación insulsa, el hablar por hablar, las relaciones personales que
no aporten nada y elude a los ladrones de tiempo; proliferan por doquier y
absorben toda tu energía. Rehúyelos, no quedes atrapada en sus malignas redes
de lo inútil. Cuando tengas necesidad de hablar, asegúrate, antes de hacerlo, de
que tus palabras mejoren tu silencio.
«¡Ladrones de tiempo!», se repitió Alicia, tratando de interiorizar el concepto.
—Para ganar dinero —añadió Jason— la mayoría de las personas gastan
buena parte de su tiempo con la esperanza de poder comprar con el sueldo
ganado, a su vez, algo de tiempo y de ocio; es un círculo vicioso. «Tu tiempo es
tu mayor riqueza —dice Raimon Samsó— y no deberías venderlo sino
invertirlo».
«Vender nuestro tiempo a cambio de dinero para adquirir tiempo», se repitió
Alicia, con la esperanza de entenderlo.
—La gente más productiva es la que sabe administrar con más eficacia su
tiempo y también suele ser la que disfruta de más horas de ocio. El tiempo es un
recurso limitado, su correcta gestión nos permitirá disponer del suficiente para
desarrollar nuestras aficiones.
—¿Y cuál es el secreto del éxito?
—Para obtenerlo es imprescindible trabajar en lo que te satisfaga. Te
contestaré con palabras de Kiyosaki: «La clave para el éxito es soñar a lo grande,
pensar a largo plazo, obtener logros modestos de manera cotidiana y dar
pequeños pasitos».
—¡Kiyosaki! ¡Mi amigo! —dijo evocando su reciente encuentro.
—«La sabiduría suprema es tener sueños lo bastante grandes para no
perderlos de vista mientras los persigues».
—¿Y eso quién lo dijo?
—Son palabras del poeta William Faulkner.
Alicia era una gran lectora, pero desconocía a ese autor. Trató de memorizar
el nombre.
—En muchos libros de autoayuda se hace referencia a un proceso
fundamental que conduce al éxito: ser – hacer – tener. Ese es el camino y en ese
orden. Primero tienes que ser: debes formarte como persona, tienes que
esforzarte en tu aprendizaje, saber cuál es tu camino y cómo recorrerlo. Luego
tienes que hacer: hay que ponerse manos a la obra y actuar con ímpetu, energía y
dedicación, creando y buscando las circunstancias más adecuadas para atraer la
«buena suerte». Finalmente, y siempre en último lugar, los pasos anteriores te
conducirán al tener. Ese tener no incluye únicamente cosas materiales sino
también riqueza espiritual. La gente, con demasiada frecuencia, siguiendo la
cultura actual del mínimo esfuerzo y llevada por la sociedad consumista, invierte
los términos y sigue la senda del tener – hacer – ser. Craso error.
—Necesitaremos muchos conocimientos para triunfar —puntualizó Alicia.
—Por supuesto, pero no lo contemples desde la perspectiva meramente
académica. En el colegio te formarán para que tengas mucha aptitud, allí te
atiborrarán de información, de datos, de fórmulas…, pero es la actitud que
tenemos ante los demás y ante la vida lo que, en mayor medida, determinará que
tengamos más o menos éxito. Es nuestra inteligencia emocional y,
desgraciadamente, en las universidades no nos enseñan a desarrollarla.
Resumiendo: «El triunfo, como persona, dependerá más de tu actitud que de tu
aptitud». En las escuelas nos programan para no cometer errores, olvidando que
las equivocaciones forman parte del proceso de aprendizaje y del camino hacia
el éxito. Los errores son necesarios; si solo caminamos por senderos marcados y
trillados evitaremos las molestas caídas, pero no descubriremos nuevos parajes.
Fue Winston Churchill quien dijo que el éxito consiste en ir de fracaso en
fracaso sin perder entusiasmo.
Jason se detuvo unos instantes para deleitarse con el gorjeo de los pájaros,
especialmente cantarines aquella mañana.
—En un viaje que realicé por España —prosiguió Jason con parsimonia—
tuve la fortuna de conocer a un magnífico pintor catalán, Jordi Bernaus.
Caminaba por el distinguido paseo de Gracia de Barcelona cuando quedé
cautivado por un bodegón suyo, expuesto en un lugar preferente del escaparate
de una elegante galería de arte. Me dijeron que estaba adquirido y que a duras
penas recibían un Bernaus cada mes, vendiéndose habitualmente a las pocas
horas de llegar a la galería. Averigüé la dirección de su estudio y aquella misma
tarde me atendió con una cortesía y discreción propias de una persona muy culta.
Le pregunté por qué no reunía los suficientes cuadros como para hacer una
exposición y por qué no promocionaba su excepcional obra. Me contó su
historia. Brevemente te diré que había sido empresario y que, abrumado por el
estrés, abandonó todos sus negocios para hacer lo que verdaderamente le
apasionaba, pintar cuadros. No necesitaba fama ni dinero, ya que podía vivir
dignamente de su pintura. El prestigio y los honores le habrían supuesto recibir
presiones de los marchantes y galeristas para que pintara más y más cuadros,
para llenar las exposiciones. En definitiva, no deseaba que nadie le acosara ni le
robara su tiempo y precisaba mucho para emplearlo en lo que más le relajaba…
¡pintar! Un día me aseguró que aunque fuera multimillonario seguiría pintando;
por lo tanto, si ya era lo que hacía ahora, ¿para qué complicarse la vida
preparando exhibiciones, con la consiguiente pérdida de tiempo y los problemas
que ello le produciría? ¿Para qué exponer? ¿Para acrecentar su vanidad? ¿Para
ganar más dinero que no necesitaba? Bernaus me enseñó más sobre la felicidad
que nos aporta hacer lo que realmente queremos en la vida, que las decenas de
libros que he leído sobre el tema. Durante casi un año no entregó ningún cuadro
a la galería… Hoy tengo la fortuna de disfrutar de seis de sus mejores pinturas.
—¿Vive todavía el pintor? —preguntó Alicia, intentando modular su voz
entrecortada.
—Para siempre…, en sus lienzos, en mi corazón y en el de todos aquellos que
lo conocieron. Su generosidad llegó hasta el extremo de donar su cuerpo a la
ciencia para que los estudiantes de medicina pudieran hacer prácticas de
disección.
—Yo procuro no pensar en la muerte, me asusta.
—No debemos temer a la muerte. Cuando ésta nos encuentre ya no estaremos
para recibirla. Lo más importante es que, en la medida de tus posibilidades, te
esfuerces en que la muerte te encuentre lo más viva posible. Al respecto, si el
genio de la lámpara de Aladino te concediera un deseo, ¿qué le pedirías?
—Umm…, así, a bote pronto, tal vez sabiduría.
—No está mal tu elección. Charlie Munger le exigiría conocer dónde iba a
morir.
—¿Y eso?
—Simple y llanamente, para no volver a pisar ese sitio de por vida.
—Genial.
—Pero dejémonos de tristezas y acompáñame a comprar el periódico.
Alicia se emocionó… Jason derramó unas lágrimas. Caminaron en silencio
apenas unos cinco minutos. Tomó un ejemplar del Wall Street Journal y entregó
un billete de cinco dólares. El vendedor le devolvió el cambio con desgana y un
gesto un tanto descortés, a pesar de lo cual Jason se despidió con una gran
sonrisa y le dio las gracias.
—Casi todos los días, desde hace más de un año, compro la prensa en esta
librería. Con los años tendemos a convertirnos en personas de rutinas y
costumbres fijas.
—Es muy antipático. ¿Por qué no recoge el periódico en otra tienda?
—Sí, tienes razón, no es muy educado, pero no puedo permitir que nadie
decida por mí dónde he de comprarlo. Además, es un reto personal conseguir
que algún día me lo entregue con amabilidad.
—Si le trata tan mal, ¿por qué le sonríe?
—¿Por qué tendría que dejar de sonreírle? ¿Por qué he de consentir que ese
señor, con su actitud poco amistosa, condicione cuál ha de ser mi
comportamiento? Quien no sabe sonreír es quien más necesita que le sonrían. Si
tratas a una persona tal cual es, seguirá siendo y comportándose de la misma
manera; en cambio, si la tratas como quieres que en realidad sea, alabando y
exagerando sus «virtudes», conseguirás que, inconscientemente, haga un
esfuerzo por mejorar y, sin duda, se hará mejor persona. En ese sentido hay que
mencionar a Amado Nervo: «Una de las mejores maneras de corregir ciertos
defectos es atribuir ostensiblemente, a quienes los tienen, las virtudes
contrarias».
—En cualquier caso, no me negará que ese vendedor tiene muy mal genio —
insistió Alicia.
—A propósito: «El mal genio es el que nos mete en líos; el orgullo es el que
nos mantiene en ellos».
Alicia repasó mentalmente las personas díscolas y groseras que conocía.
—Sé que peco de ingenuo, pero siempre he necesitado creer que todo el
mundo es bueno para poder conservar la fe en mí mismo. Las personas solo
suelen comportarse mal cuando se sienten amenazadas. El problema es que, en
nuestra sociedad de las prisas, de la competitividad, del materialismo, todo nos
parecen «permanentes amenazas». Nos sentimos presionados, tememos perder,
entre otras cosas, nuestras amistades, nuestro puesto de trabajo, nuestro estatus
social, nuestro poder adquisitivo. Permanecemos, en consecuencia, a la
defensiva, como si estuviéramos rodeados de peligros y de enemigos. Nos
encerramos en nosotros mismos, conviviendo con nuestros miedos, solo nos
preocupamos de nuestro propio bienestar y ese es el camino más seguro hacia la
infelicidad. No deberíamos olvidar que dar a los demás, entregarnos al prójimo,
es una fuente inagotable de bienestar. Dar para recibir, esa es la clave. Si nos
planteáramos las preguntas realmente importantes, las que versan sobre el amor,
la entrega, la espiritualidad, el trabajo bien hecho…, seríamos mejores personas
y, también, más felices.
—Sí, tiene razón, quizá deberíamos dar más oportunidades a los demás, pero
en mi clase hay niños que son insoportables.
—Un vecino tenía la mala costumbre de aparcar su coche de forma
desconsiderada, invadiendo habitualmente los límites de mi plaza de
aparcamiento —continuó Jason—. Decidí hacer un experimento: cuantos más
centímetros me robaba, más espacio le dejaba, apartándome de la línea divisoria.
¿Sabes lo que ocurrió en los siguientes meses? Pues como yo había previsto,
empezó a estacionar correctamente su vehículo. Si yo le hubiera recriminado, en
un primer momento, su conducta incívica, si lo hubiera tratado como un
aprovechado y maleducado, seguramente habría persistido en su actitud
descortés, habría seguido haciendo el papel de malo que yo le había asignado. Le
di la oportunidad de rectificar y lo hizo.
Pensó en algunos de sus compañeros de clase más antipáticos y se arrepintió
de no haber sido más comprensiva y condescendiente con ellos.
—Si quieres conocer qué clase de persona es tu vecino —prosiguió Jason—
tienes que fijarte en cómo ubica su vehículo. Si lo hace correctamente, puede ser
una mala persona que esté adoptando una falsa actitud de cortesía; pero si lo deja
mal, de cualquier manera, molestando deliberadamente a los demás, seguro que
no es digno de tu confianza.
Alicia leyó involuntariamente el titular del periódico: «La bolsa se hunde.
Colapso financiero».
—Todos tendemos a definirnos como buenos padres de familia, como
inversores inteligentes, como buenos trabajadores, todos en general nos
consideramos excelentes en casi todo y, naturalmente, siempre mejores que los
demás; pero son los hechos y no el lenguaje lo que nos diferencia del resto de la
gente. Solo una minoría es consecuente con sus palabras y lleva a buen término
sus intenciones, y es que es más difícil cumplir un buen propósito que leer
decenas de libros de autoayuda con miles de citas y aforismos repletos de buenas
intenciones. Debemos ser humildes y pensar que «no seremos recordados por
nuestras palabras sino por nuestros actos».
—¡Qué cita más bonita! ¿Quién la dijo? —interpeló Alicia.
—Eso no importa, las palabras hermosas y útiles no deberían tener dueño.
Observó con preocupación que a Jason le temblaban las manos. «Debe de ser
muy mayor», pensó algo incómoda. Jason se percató de la escrutadora mirada.
—Envejecer no es malo, siempre que pongamos más vida a los años que años
a la vida.
Sacó un mazo de cartas de póquer y, con un hábil gesto, formó un elegante
abanico de naipes. La niña tomó uno y, tras memorizarlo, lo devolvió al montón.
El temblor del anciano desapareció milagrosamente. Con arte de prestidigitador,
manejaba las cartas, las volteaba y mezclaba en el aire, valiéndose de perfectas
maniobras, estratégicamente concebidas y ejecutadas, para despistar a su
«víctima».
«Imposible localizarla, está totalmente perdida», pensó convencida.
Finalmente apareció, en un apoteósico clímax, orgullosa, girada hacia arriba,
destacando sobre los uniformes y monocromos dorsos de sus compañeras. La
altiva dama de diamantes. ¡La carta elegida!
—¡Uf! ¡Por poco! Menos mal que no ha salido la malvada reina de corazones
—dijo el mago, rememorando a Lewis Carroll.
—¿Cómo lo has logrado?
—Es magia —sentenció Jason.
—Sus manos son más rápidas que mis ojos. No he visto el truco.
—No es un truco, es ilusionismo. La magia, como tal, sí existe, solo hay que
creer en ella. Los movimientos de mis manos son infinitamente más lentos que
tu vista; yo no confundo a tus ojos, engaño a tu cerebro. Consigo, con mis
artimañas, que veas solo lo que yo quiera. Tu cerebro filtra y reinterpreta la
información remitida por tu retina; él es el responsable último de tu enredo.
Cuando acudas a una empresa y admires sus lujosas oficinas e instalaciones,
pensarás necesariamente que allí trabajan solo excelentes profesionales. Pero esa
suntuosa entidad puede no ser más que una farsa y sus empleados ser unos
ineptos o unos estafadores. No te fíes únicamente del aspecto externo de las
personas y de las cosas. «El hábito no hace al monje». El mejor inversor de
todos los tiempos, siendo ya multimillonario, presumía de llevar trajes baratos y
de pasear con agujeros en la suela de sus zapatos.
—¿Quiere decir que con la misma facilidad con la que nos engaña el mago
nos puede engatusar un asesor financiero?
—Así es. De inicio sabemos que el prestidigitador nos va a hacer trampas y
permanecemos a la defensiva. En cambio, con el corredor de seguros o de
inversiones (ya sea por desconocimiento o por comodidad) ni tan siquiera nos
cuestionamos su eficiencia y honradez. Los timadores y embaucadores, los
vendedores de humo y de ilusiones tienen la rara habilidad de ofrecernos
negocios increíbles y oportunidades inverosímiles, y lo hacen con una gracia
cegadora, consiguiendo que nos parezcan creíbles y verosímiles; pero no olvides
que, si parece demasiado bueno para ser cierto, es que no es cierto. A lo largo de
tu vida siempre debes corroborar aquellas informaciones que te ofrezcan como
fiables y verdaderas. Debes decir siempre la verdad, sé sincera contigo misma y
con los demás, no te autoengañes, conócete, acéptate e intenta mejorarte. Si te
has comportado mal, pide disculpas, pero hazlo correctamente; como expresaba
Randy Pausch, una buena disculpa tiene tres partes: «Lo siento…, fue culpa
mía…, ¿qué puedo hacer para remediarlo?». La gente olvida la tercera parte.
Jason mostró tres mandarinas y las lanzó, sorpresivamente, al aire. Alicia
trató de seguir sus trayectorias parabólicas, proyectadas, con destreza, en
centésimas de segundo. ¡Un anciano haciendo malabares! ¡Increíble!
—A los viejos nos gusta contar historias. Cuando mi hijo Luis cumplió doce
años, le enseñé, usando tan solo una mano, a mantener en el aire dos pelotas de
tenis. Lo logró en una tarde. Pocos meses después, lo encontré ensayando
insistentemente, sin conseguirlo, con tres pelotas. Le dije que no podría hacerlo.
Yo mismo, su profesor, lo había intentado en alguna ocasión, aunque reconozco
que con escasa convicción, sin éxito. Apenas dos días después, Luis mantenía las
tres bolas en el aire. Me sentí avergonzado. Aquella misma noche practiqué los
lanzamientos, decidido a alcanzar la gloria. Me agaché cien veces a recogerlas
del suelo, pero conseguí mi propósito tan solo una hora después. Luis me dio una
lección ejemplar. Si pensamos, de antemano, que fracasaremos, estaremos
irremisiblemente condenados a tener razón. Si crees que estás derrotado, lo estás.
Decisión, perseverancia y convicción en nuestras posibilidades son
fundamentales para obtener el éxito.
—Es muy instructiva su historia —añadió Alicia.
—Curiosamente, yo sigo manejando mejor las dos pelotas y mi vástago es
insuperable con tres. Es como si fuéramos siempre mejores con lo primero que
hemos aprendido. Así que procura instruirte y cultivarte en muchos ámbitos lo
más pronto posible; no hagas como muchos que siempre postergan sus deberes y
obligaciones, haraganeando y malgastando su preciado y limitado tiempo.
Alicia se enrocó defensivamente. Jason apreció el gesto de desagrado y trató
de retomar la situación contando un acertijo:
Y dijo la esfinge: « Se mueve a cuatro patas por la mañana,
camina erguido al mediodía y utiliza tres pies al atardecer. ¿Qué
cosa es? ».
Y Edipo respondió: « El hombre » .
El anciano irradiaba alegría, se le veía feliz.
—«No reímos porque seamos felices —dijo William James—, somos felices
porque reímos». Al despertarte, con independencia de los problemas que puedas
arrastrar, toma una decisión sabia y decide pasar el resto del día sonriendo. Esa
actitud atraerá felicidad. Cuando veas que en la bolsa nadie sonríe y todo el
mundo está apesadumbrado, tú sí debes hacerlo, y si las acciones que quieren
venderte son de calidad, sé misericordiosa, dales una pequeña alegría y
cómpraselas. Cuando unos años más tarde, todo el mundo esté contento y
compruebes, con incredulidad, que la gran mayoría quiere recuperar sus antiguas
acciones, socórrelos y devuélveselas cortésmente. La mejor manera de ganar
dinero en bolsa es siendo buena persona y haciendo favores a los demás
inversores.
Pensó que tal vez tuviera razón, sus padres siempre compraban cuando lo
hacía todo el mundo y solían vender cuando las noticias del mercado eran
pésimas, y hasta ahora les había ido muy mal con sus inversiones. El anciano le
ofreció un pequeño frasco de cristal. Lo tomó con cuidado y empezó a darle
vueltas.
—Sí, sé que piensas que está vacío y que no vale nada, pero a veces el
auténtico valor no está en las cosas mismas, como tales, sino en el valor que les
atribuimos. Los mejores regalos son siempre aquellos que no se pueden comprar
con dinero. Una niña le entregó a su padre una caja de cartón: «Es para ti, papá,
es un regalo de cumpleaños». Su padre, tras comprobar que estaba vacía, la
regañó: «Cariño, esto no es un obsequio, la caja no contiene nada», protestó
airadamente. «Pero papá, es un regalo muy bonito, la he llenado de besos para
ti».
Alicia se emocionó al tiempo que descubría una pequeña inscripción, apenas
legible: «Contiene cinco minutos».
—Cuando estés agotada de estudiar, cuando tengas la necesidad de gritarle a
alguien por su comportamiento, cuando pierdas tu autocontrol por el motivo que
sea, abre tu frasquito y relájate durante cinco minutos. Ese tiempo es tuyo, te
pertenece y no cuesta dinero. Luego, si te encuentras ya mejor, ciérralo y
volverás a disponer de cinco minutos de reserva solo para ti. Esos cinco minutos
de pausa son necesarios. Séneca decía: «Contra la ira, dilación».
Permaneció unos segundos absorta, contemplando su pequeño tesoro. Cuando
levantó de nuevo la mirada, Jason ya no estaba. Le hubiera gustado despedirse
del anciano de larga barba blanca.
Benjamin Graham
«Una operación de inversión es aquella que, después
de realizar un análisis exhaustivo, promete la seguridad
del principal y un adecuado rendimiento. Las operaciones
que no satisfacen estos requisitos son especulativas».
Benjamin Graham (1894 - 1976)
Economista, profesor e inversor
precursor del value investing.
L e costó llegar, nadie parecía saber dónde estaba la sala del interés
compuesto.
—Soy Richard Russell, tú eres Alicia, ¿no es así? No se ven muchas niñas de
trece años por aquí, y mucho menos tan guapas.
Se ruborizó.
—Piensa un número —el que quieras— y memorízalo bien.
—Ya está.
—Multiplícalo por dos. Suma diez al resultado. Ahora divide por dos.
Por último, réstale el número pensado.
—Lo tengo.
—El guarismo obtenido tras tus cálculos es, invariablemente, el cinco.
Pensó que su interlocutor era un adivino; lo cierto es que todavía no
dominaba los secretos del álgebra.
—Ya conoces a Warren Buffett, es uno de los hombres más ricos del mundo.
¿Cómo crees que llegó a acumular tanta riqueza?
—Con inteligencia, sacrificio y quizás con un poco de suerte —contestó
Alicia.
—Tienes razón, pero no olvides que la suerte solo favorece a las personas
preparadas, y Warren lo está. ¿Sabes quién era Picasso?
—Sí, un pintor español muy famoso. Está considerado como el pintor más
importante del siglo XX.
«Esta niña es muy lista», pensó Richard.
—Muy bien. Picasso siempre procuraba que la inspiración le sorprendiera
trabajando, y en ese mismo sentido hay que recordar las palabras de Stephen
Leacock: «Creo muchísimo en la suerte y descubro que cuanto más trabajo, más
suerte tengo». La mayoría cree que tener talento es cuestión de suerte, pocos
piensan que la suerte pueda ser consecuencia del talento y de la perseverancia.
—Es decir, que el éxito de Warren se ha debido, fundamentalmente, al trabajo
—remarcó Alicia.
—Así es, esfuerzo y buena formación. La clave del éxito de Warren, según su
socio Charlie Munger, es que es una máquina de aprender. Charlie aplica
siempre la máxima de «la mejor hora del día»; esa hora hay que emplearla cada
día en formarse uno mismo. Warren creó las circunstancias apropiadas para
triunfar. La vida nos reparte las cartas (no podemos elegir nuestros padres, ni el
lugar de nacimiento, ni el nivel socioeconómico y cultural de nuestra familia),
pero somos nosotros los que jugamos la partida, y de cómo lo hagamos
dependerá nuestro futuro. Solo si no esperamos que el azar y la suerte acudan en
nuestro auxilio seremos los auténticos forjadores y dueños de nuestro propio
destino. Únicamente las personas banales y superficiales creen en la suerte y, si
fracasan, se refugian en las «circunstancias desfavorables». Cuando a Edison le
preguntaron cómo podía haber soportado tantos fracasos en sus experimentos,
contestó que sus intentos no habían sido fracasos, sino más bien todo lo
contrario: ahora conocía mil maneras de cómo no fabricar una bombilla.
—Es verdad, fue el inventor de la electricidad —recordó Alicia.
—Si necesitamos, siguiendo la estela de la luz inventada por Edison, que
alguna llama mágica o algún «iluminado» nos indique la jugada correcta,
estamos condenados al fracaso. Pero no basta únicamente con preparación y
esfuerzo: a esas dos virtudes hay que añadir otra, no menos importante, la
paciencia. Podemos obtener un éxito rápido por un golpe de suerte, pero esta no
estará mucho tiempo a nuestro favor. Lakshmi, la diosa hindú de la fortuna, se
representa de puntillas para mostrarnos que la suerte suele ser fugaz, y Pat Riley
estaba convencido de que «cuando dejas todo al albur del azar, de repente, tu
suerte se agota». Si intentamos obtener ganancias rápidas, fracasaremos. Las
buenas inversiones, al igual que los ciclos vitales de la naturaleza, requieren de
mucho tiempo. El ser vivo más inmenso y longevo del planeta, la secuoya
milenaria, alcanza su gigantesco tamaño creciendo milímetro a milímetro. Hay
cactus del desierto que, según dicen, florecen cada cien años. ¿Conoces la
sorprendente historia del bambú japonés? Su semilla crece de forma subterránea,
desarrollando su sistema radicular durante los siete primeros años, sin aparecer
brote alguno en la superficie; pero a partir del séptimo año, y en apenas seis
semanas, crece más de treinta metros…
—Eso sí que es tener paciencia —interrumpió Alicia.
—La gente que especula sin saber bien lo que hace, que compra y vende
incesantemente en bolsa, en función únicamente de rumores o noticias, suele
perder, y cuanto más pierden, más prisa tienen en sus siguientes inversiones, con
la esperanza de recuperar deprisa las pérdidas anteriores; y, lógicamente, a más
prisas y más intentos de forzar al mercado en su propio favor, más pérdidas. Los
psicólogos han estudiado bien esa «ansiedad de los perdedores» que los lleva, al
final de la partida, a efectuar apuestas cada vez más arriesgadas, de forma
alocada, en su afán de no acabar perdiendo. Algunos llegan a endeudarse
pidiendo créditos o vendiendo sus propias casas para seguir especulando o, en
casos desesperados, se juegan los últimos dólares en el casino o en la lotería.
Con esa conducta el camino hacia la ruina está asegurado.
Aunque los comentarios de Richard le parecían muy interesantes, se preguntó
cuándo le explicaría de qué se trataba el interés compuesto.
—Hay estudios —continuó Richard— que demuestran que el noventa por
ciento de las personas que son agraciadas en la lotería pierden todas sus
ganancias a los diez años, y muchas de ellas acaban incluso con menos dinero
que antes de que los visitara la diosa fortuna.
—¿Y por qué les ocurre eso?
—Muchos individuos, al disponer de repente de una importante cantidad de
dinero, quieren poseer inmediatamente aquellas cosas que siempre habían
deseado y no podían comprar. Se lanzan a por los bienes materiales que ven en
los anuncios y que «disfrutan» y pavonean ostentosamente algunos de sus
vecinos y, naturalmente, los compran. Pero esas posesiones no aportan ingresos,
sino que, más bien, generan importantes gastos de mantenimiento.
—Sí, lo sé —puntualizó Alicia—, no son activos, sino pasivos; me lo explicó
Robert Kiyosaki.
—Veo que tienes buena memoria. Robert no tiene precisamente un apellido
fácil de recordar. No te importe si repetimos algunas de sus ideas, pues en la
reiteración está la clave del aprendizaje. Una insistente reflexión sobre los
mismos conceptos hace que estos no caigan en el olvido y siempre podamos
aportar algo nuevo. Pero no divaguemos más y continuemos, ¿por dónde
íbamos? He perdido el hilo conductor.
—Comentábamos que con el importe del premio compraban bienes que no les
reportaban beneficios y en muchos casos les generaban innumerables gastos.
—Eso es —prosiguió Richard—, han obtenido una cantidad más o menos
importante de dinero, pero finita. No entra más dinero y, como consecuencia de
los gastos que generan los pasivos adquiridos, los billetes salen incesantemente
de sus bolsillos; el resultado es que en pocos años su cuenta corriente está,
inexorablemente, a cero. El error ha sido intentar vivir como ricos sin serlo.
¿Qué harías tú si te tocara la lotería?
—Seguramente, lo que me enseñó Robert: invertiría en buenos activos que
me proporcionaran importantes rendimientos, y así (siempre conservando los
activos iniciales) podría adquirir con las plusvalías obtenidas, y al cabo de unos
años, aquellos bienes que me hicieran sentir mejor.
—Eso está muy bien. Diferir la recompensa y adquirir solo aquello que
realmente necesitemos. Para ello necesitamos paciencia y autocontrol. El
autocontrol y la disciplina nos evitarán caer en la tentación de gastar
inmediatamente el dinero recién llegado. Al haber acumulado una pequeña
fortuna de la noche a la mañana es muy difícil interiorizar psicológicamente que
ese capital ya es nuestro. El dinero nuevo suele manejarse con menos prudencia
que si hubiera sido ganado a lo largo de toda una vida de trabajo. Tendemos a
usarlo como si en realidad no nos perteneciera, como si no nos importara
perderlo. Algo parecido ocurre con las plusvalías obtenidas en bolsa, las cuales
suelen reinvertirse asumiendo muchos más riesgos que si fuera un dinero
procedente del patrimonio familiar previo. Es sorprendente cómo la mente
valora de forma muy distinta mil dólares ganados con el esfuerzo de nuestro
trabajo que ese mismo dinero conseguido en una herencia, olvidando que esos
mil dólares tienen, con independencia de su procedencia, la misma capacidad de
compra. Hay gente capaz de dejar diez dólares de propina en un restaurante y
luego desplazarse a comprar la leche a un supermercado lejano (con la
consiguiente pérdida de su valioso tiempo), para ahorrarse una cantidad
sensiblemente inferior.
—Así que debo ser trabajadora, estar bien formada, tener paciencia, ser
disciplinada y valorar el dinero en su justa medida, sin tener en cuenta su origen
ni en qué se va a emplear —resumió Alicia.
—Me gusta tu capacidad de síntesis. ¿Te habló Robert sobre la felicidad?
—Sí, me vino a decir algo parecido al dicho popular de que la riqueza no da
felicidad, pero ayuda.
Richard profirió una sonora carcajada.
—Que seas o no feliz depende únicamente de ti. Hay quien busca la felicidad
en un contexto favorable y con unas circunstancias positivas, y no la encuentra.
En cambio, las personas sabias consiguen ser felices en coyunturas adversas
gracias a que reinterpretan esos hechos negativos buscándoles el lado positivo.
No son los eventos por sí mismos los que nos causan desasosiego, sino la
valoración que hacemos de ellos. Dicho en palabras de Locke: «Los hombres
olvidan siempre que la felicidad humana es una disposición de la mente y no una
condición de las circunstancias». Son muchos los que se empeñan en buscar la
felicidad, y la felicidad no se encuentra, se crea.
Alicia no podía dejar de pensar, al oír esas palabras, en que su propio
contexto familiar y económico no era el más idóneo para ser feliz.
—La felicidad —continuó Richard— está ya aquí, hoy mismo, dentro de ti, y
tiene los ojos cerrados. No la busques en el exterior ni la persigas otro día. Es
ilusorio pretender alcanzarla intentando atraparla mediante la búsqueda
consciente. «Pregúntese a sí mismo si es feliz y dejará de serlo», decía J.S. Mill.
Si piensas que mañana serás feliz, ese mañana no llegará nunca, porque cuando
finalmente llegue, surgirá otro mañana. A muchos se les ha pasado la vida y no
han disfrutado de las pequeñas gratificaciones que nos ofrecen a diario nuestras
vivencias cotidianas, aguardando lo que ellos creen será su gran felicidad. La
mayoría busca la felicidad insistente e ingenuamente allí donde no puede
encontrarla, fuera de ellos mismos. Para ser feliz hay que conocerse y, sobre
todo, aceptarse. Te hablaré del «síndrome de la felicidad aplazada» o del
«mañana seré feliz», pero para ello hay que evocar al gran André Gide: «Si de
verdad quieres ser feliz, no caigas en la tentación de comparar este momento con
otros momentos del pasado, los cuales no supiste disfrutar porque los
comparabas con los momentos por venir». La gente, presionada por la sociedad
de consumo que nos incita día tras día a que gastemos sin control, necesita
aumentar su «nivel de vida». Hay que financiar los coches, la segunda
residencia, las vacaciones al otro lado del mundo, las actividades extraescolares,
el club deportivo…, y aunque muchas de esas cosas y servicios puedan ser
necesarios, hay que pagarlos y eso conlleva más horas de trabajo y un mayor
endeudamiento. Todo eso nos esclaviza. No podemos permitirnos cambiar de
trabajo, aunque estemos insatisfechos con él porque, dadas nuestras necesidades
económicas, no debemos asumir riesgos. Y, aunque descontentos, tratamos de
disimular nuestra frustración repitiéndonos que nuestro empleo por cuenta ajena
es seguro y estable. La sociedad constantemente nos lanza mensajes sobre qué
elementos materiales y servicios debemos adquirir o «disfrutar» para ser felices.
Si caemos en sus trampas seremos dependientes y víctimas de un sistema
diseñado para explotar nuestro esfuerzo a favor de sus propios propósitos. El
hombre puede ser esclavo sin estar encadenado. La sociedad lo sugestiona, lo
atiborra de ideas y necesidades, y como dice Erich Fromm: «Esas cadenas son
mucho más fuertes que las exteriores porque estas, al menos, el hombre las ve,
pero no se da cuenta de las cadenas interiores que arrastra creyendo ser libre.
Puede tratar de romper las cadenas exteriores, pero ¿cómo se librará de unas
cadenas cuya existencia desconoce?». ¿Qué debemos hacer para liberarnos de
esas ataduras y ser realmente libres? Valorar, exhaustivamente, qué objetivos y
necesidades son los que realmente nos serán útiles y descartar los otros. No
debemos olvidar que conseguir el éxito material no implica alcanzar la felicidad.
Como afirma Csikszentmihalyi: «La calidad de vida no depende directamente de
lo que los demás piensen de nosotros o de lo que poseamos. Más bien depende
de cómo nos sentimos con nosotros mismos y con lo que nos sucede. Para
mejorar la vida hay que mejorar la calidad de la experiencia». El gasto y
consumo desmedido no es más que una expresión de las carencias afectivas y
emocionales de quien lo realiza. Es una forma de obtener un «placer pasajero»,
una «recompensa inmediata» con el único fin de mitigar la ansiedad, la neurosis
y el vacío personal. «El hombre moderno vive bajo la ilusión de saber lo que
quiere, cuando, en realidad, desea únicamente lo que se supone (socialmente)
que ha de desear», dijo Erich Fromm. A lo largo del siglo XX se ha multiplicado
nuestra capacidad adquisitiva; tenemos infinidad de aparatos y electrodomésticos
que nos hacen más cómoda la existencia, pero, contrariamente a lo que sería
lógico pensar, no han aumentado nuestros niveles de felicidad y sí, en cambio,
las enfermedades depresivas, la ansiedad y los trastornos psicosomáticos, y
seguimos pensando en «el mañana seré feliz». En los países del tercer mundo
tienen muchas razones para vivir, pero no tienen de qué vivir. En cambio, en
nuestras sociedades más civilizadas, ricas y tecnificadas, tenemos de qué vivir,
pero no encontramos las suficientes razones para hacerlo. Es un auténtico
sinsentido: cuanta más tecnología y más información empleamos, más solos y
aislados de los demás nos sentimos.
—Sí —añadió Alicia—, he leído que en África y en las comunidades rurales
en las que tienen resueltas las necesidades más elementales, la población se
autocalifica con unos índices de felicidad muy superiores a la gente de los países
desarrollados.
—Muy bien, así es. Tienes que pensar que ya eres feliz. Commerson dijo que
el hombre más feliz es el que cree serlo. La mayoría es feliz y no lo sabe, las
personas no se dan cuenta de lo sanas que están hasta que enferman. Solemos
asumir nuestra rutina cotidiana, nuestra familia y amigos, nuestro trabajo,
nuestra casa, nuestra comida diaria, como algo normal, y no interiorizamos en su
justa medida el auténtico valor de esas «posesiones» hasta que algo de todo eso
nos falta. Habitualmente, todo lo fundamental, todo lo importante, lo tienes
delante de tus ojos, solo tienes que abrirlos y mirar. Trabajar mucho para pagar
nuestros «caprichos» con la esperanza del «mañana seré feliz»: he ahí la esencia
de nuestra frustración. Antes de adquirir un bien material o de intentar alcanzar
una meta hay que plantearse una serie de preguntas:
¿Es lo que realmente quiero hacer o tener?
Cuando lo posea o lo haya conseguido, ¿lo disfrutaré?
¿Está justificado el precio que yo y los demás tendremos que pagar para
alcanzar mi propósito?
Cuando quieras hacer, comprar o conseguir algo, no debes preguntarte nunca
«¿por qué no?»; elimina ese «no» y pregúntate tan solo «¿por qué?», ya que ese
banal «¿por qué no?» implica necesariamente que se hace algo solo por el
capricho de hacerlo y no porque haya un motivo y una voluntad real que
justifique su necesidad.
Richard se entusiasmaba mientras hablaba; era evidente que razonaba con
conocimiento de causa.
—Recientemente asistí en un cineclub a la proyección de un cortometraje
cuyo mensaje me impactó. Una niña, guapa como tú, de tu misma edad, estaba
sola, sentada delante de la mesa de su casa, ante un plato de guisantes. Cogió
uno entre sus dedos despreciando los cubiertos y, cuando iba a llevárselo a la
boca, se detuvo y diciendo «¡demasiado blando!» lo lanzó bruscamente sobre la
mesa. Inmediatamente tomó otro guisante y lo rechazó, esta vez sin hacer el
menor intento de comérselo, diciendo «¡demasiado duro!»; y así, sucesivamente,
fue descartando y dispersando por la mesa y el suelo los guisantes de su
almuerzo al son de expresiones como «¡demasiado seco!», «¡demasiado
oscuro!», «¡demasiado arrugado!», «¡demasiado grande!». Finalmente, solo
quedó una semilla (permanecía desafiante en el mismo centro del plato); quizá
ese último superviviente era el idóneo para su ingesta o tal vez se salvaría porque
la niña había agotado todos los adjetivos descalificadores. Tras unos segundos de
reflexión encontró uno… «¡demasiado verde!».
—¿Piensa que con ese vídeo se nos quiere dar a entender de forma subliminal
que en nuestra sociedad de la abundancia nada nos satisface?
—Así es, tenemos demasiado de todo.
—Warren me dijo que usted me revelaría la magia del interés compuesto.
—Perdóname, pero antes de adentrarnos en su cautivadora magia te voy a
plantear un acertijo sobre relojes de arena. Siempre me ha relajado su
contemplación. Supongamos que dispones de dos relojes de arena de siete y de
once minutos, y que con ellos debes calcular el paso de quince minutos. ¿Cómo
lo harías?
—Eso es imposible.
—Mientras tú te has rendido tan rápidamente, alguien en estos momentos está
resolviendo tu imposible. En la vida muchos límites nos los imponemos nosotros
mismos. Esta es la solución a tu imposible —dijo Richard, un tanto soliviantado
ante la inmediata rendición de la niña:
Se ponen en funcionamiento ambos relojes a la vez. Cuando el de 7 minutos
se detiene, al de 11 le quedan 4. Tiempo transcurrido: 7 minutos. El reloj de 11
continúa trabajando. Sin dilación, se pone en marcha el reloj de 7. Cuando
finaliza el de 11, al de 7 le quedan 3. Tiempo transcurrido: 11 minutos. Se da la
vuelta al reloj de 7, al que ahora le faltan 4. Tiempo final: 15 minutos.
Tuvo que admitir que había claudicado antes de intentarlo. Ella misma, con
su pereza mental, provocó su fracaso. Evocó el célebre huevo del almirante
Cristóbal Colón y tuvo ganas de estallar unos cuantos contra la pared para
liberarse de su impotencia y de sus imposibles.
—No me has dejado otra opción. Tengo que desempolvar las palabras de
Henry Ford: «Tanto si piensas que puedes hacer una cosa, como si piensas que
no puedes, tendrás razón».
—De acuerdo, he sido perezosa, pero es que estoy impaciente con lo del
interés compuesto.
—Warren conoce mejor que nadie el encanto, la seducción y el hechizo de la
magia del interés c—o—m—p—u—e—s—t—o. Es un proceso tedioso, muy a
—b—u—r—r—i—d—o, pero cuando pasan más de ocho a diez años las
rentabilidades que nos ofrece son e—x—c—e—p—c—i—o—n—a—l—e—s y,
entonces, pasa a ser f—a—s—c—i—n—a—n—t—e. Tus ahorros se multiplican
s—o—r—p—r—e—n—d—e—n—t—e—m—e—n—t—e.
A medida que hablaba, Richard iba ensanchando más y más sus brazos. Por
momentos temió que se le separaran del cuerpo.
—Para que te hagas una idea de su poder, pondremos un caso extremo.
Cuenta la leyenda que un pastor le ganó una partida de ajedrez al rey de Francia
en tan solo tres movimientos.
—Sí, con el jaque mate pastor; yo sé hacerlo —interrumpió entusiasmada.
—Pues bien, en recompensa a su hazaña se le concedió al pastor un deseo.
¿Crees que pidió grandes honores y riquezas?
Richard no esperó la respuesta.
—Solicitó que le dieran un grano de trigo por la primera casilla del tablero de
ajedrez, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta, y así
sucesivamente, duplicando el número en cada casilla, hasta sumar los granos
contenidos en las sesenta y cuatro cuadrículas.
—Se conformó con poco.
—Te equivocas —prosiguió Richard—, la suma de todas las semillas de las
sesenta y cuatro casillas ascendió a dieciocho trillones y medio. Los matemáticos
le advirtieron al rey que se precisarían más de cien mil años de buenas cosechas
para pagar la deuda. Pues bien, siguiendo con el símil, si nosotros invirtiéramos
un dólar y obtuviéramos unas rentabilidades anuales del cien por cien, a lo largo
de sesenta y cuatro años, y acumuláramos las ganancias, por la regla del interés
compuesto tendríamos (agárrate, Alicia) la friolera de
9.223.372.036.854.755.808 dólares, o sea, algo más de nueve trillones de
dólares.
Verdaderamente estaba algo mareada con esas cifras, así que hizo caso y se
apoyó en la pared como medida de precaución.
—Hace unos meses el hijo de un vecino acudió a mi oficina buscando empleo
de auxiliar administrativo. Le dije que estaba dispuesto a facilitárselo, pero
únicamente por un mes y que debería trabajar doce horas al día, todos los días
del mes. Le comenté que disponía de poco dinero y que su sueldo sería muy
bajo. Le especifiqué que el primer día ganaría un centavo (le insistí que era un
centavo, no un dólar, para que no hubiera malentendidos), el segundo dos
centavos, el tercero cuatro y así sucesivamente, doblando sus ganancias cada día
que pasara. En la última jornada de trabajo recibiría el total de sus emolumentos
y mi agradecimiento por una tarea tan dura y mal remunerada.
—¿Aceptó?
—¿Tú que crees? Se despidió de muy malas maneras y con cara de pocos
amigos.
—Lo tiene calculado, ¿no es así? ¿Cuál sería su sueldo el día 31?
—Una minucia, tan solo 10.737.418 dólares, que no centavos — apostilló
Richard.
—¿Y si hubiera aceptado el ofrecimiento?
—¿Lo habrías hecho tú, en los términos de mi propuesta y con el
planteamiento tan negativo y peyorativo que le hice?
—Casi once millones de dólares, es una auténtica barbaridad.
—Te equivocas en tus cálculos, olvidas que hay que sumar las cantidades de
los treinta días anteriores. Sus retribuciones totales ascenderían a 21.474.836
dólares. Un día más de trabajo y habría significado mi ruina, sentenció Richard,
con una irónica y traviesa sonrisa.
—¿Está todavía vigente su oferta de trabajo? Yo soy muy buena con el
ordenador —bromeó Alicia.
—Tú siempre tendrás un hueco en mi despacho.
Se fijó en una fotografía enmarcada y dedicada del genial Albert Einstein, con
la siguiente leyenda: «El interés compuesto es la mayor invención de la
humanidad por permitir una acumulación de riqueza sistemática y confiable».
—¿Quieres ganar diez dólares? Juguemos. Serán tuyos si eres capaz de doblar
sobre sí misma esta cuartilla de papel, reduciéndola cada vez a la mitad su
superficie, y hacerlo nueve veces o más —propuso Richard dejando escapar una
sonrisa sospechosa.
Alicia se lanzó a una desigual batalla por conseguir lo imposible. Dobló la
hoja con alguna dificultad hasta siete veces. Al intentarlo por octava vez le
quedó algo parecido a una bola deforme.
—Si el papel fuera algo más grande y fino lo conseguiría —exclamó
desilusionada.
Richard extrajo un liviano rollo de papel de envolver regalos y cortó el
equivalente a casi un metro cuadrado.
—¡Nueve veces! Esta vez son cincuenta dólares los que están en juego.
Por más intentos sobrehumanos que hizo la niña, pisoteando y apoyando todo
su cuerpo sobre el papel, no lo consiguió.
—Imagínate que lograras cuarenta y dos dobleces y que la hoja tuviera un
espesor de una décima de milímetro. El grosor final te permitiría llegar a la luna,
que está a una distancia de entre 350.000 y 400.000 kilómetros de la Tierra,
según la época del año. No olvides que la órbita no es circular sino elíptica.
—¡Pero eso es imposible! —protestó Alicia.
—Si pudieras plegar la hoja cincuenta y una veces, recorrerías la distancia
que separa nuestro querido planeta azul del sol, unos ciento cincuenta millones
de kilómetros.
—¿Se está quedando conmigo? —interpeló con incredulidad.
—La galaxia de Andrómeda —continuó impertérrito Richard— es la más
cercana a nuestra Vía Láctea. Se halla a una distancia de 2,5 millones de años
luz, más o menos a 25 trillones de kilómetros. Viajando a la velocidad de la luz,
o sea a 300.000 km por segundo, tardarías 2,5 millones de años en llegar. No te
compliques la vida, es mucho más sencillo doblar tu mágica hoja de papel.
Plegándola entre ochenta y cuatro u ochenta y cinco veces podrías aterrizar en
alguna de las estrellas de Andrómeda.
—¡Nunca me imaginé que fuera tan fácil viajar al espacio sideral!
—Es pura magia. En la escuela nos enseñan a computar el interés compuesto,
pero no nos transmiten su señorío ni su utilidad real. Por no cansarnos con los
pesados cálculos, nos plantean el enunciado del problema a cinco o, como
máximo, diez años, y al bajo interés de los depósitos bancarios. Si algún
profesor, inmisericorde, severo con sus alumnos, esbozara el problema de la
rentabilidad final a un mínimo de veinte años y con las plusvalías que ha
obtenido Buffett, sin duda, algún escolar avispado se dejaría seducir por su
poderío.
Alicia continuaba maldiciendo la hoja. «¿Por qué no te dejas plegar más
veces?», refunfuñaba con cara de pocos amigos.
—La vida transcurre excesivamente fugaz y solo podemos ejercer de
aficionados. Cuando asumimos e integramos las ideas y conceptos útiles, somos
ya demasiado viejos, y al intentar transmitirlos a nuestros descendientes, no nos
escuchan. «¡Pero si está todo en Internet! ¡Qué diantres cuenta el abuelo!».
Deberíamos vivir dos vidas, tener una segunda oportunidad, entonces sí
ejerceríamos de auténticos profesionales. Nuestro amigo Warren Buffett seguro
que es un genio reencarnado. En su holding Berkshire Hathaway, desde su inicio
en 1965 hasta el año 2019, en 54 años, ha obtenido una rentabilidad media anual
del 20,3 %, lo que equivale a que 100 dólares invertidos en 1965 se habrían
convertido en el año 2019 en 2.159.453 dólares. En cambio, si hubieras invertido
esos mismos 100 dólares en el S&P 500, tendrías «únicamente» 6.500 dólares,
casi 58 veces menos. Después de todo, no lo ha hecho tan mal. ¿Qué te parece?
Trató de encontrar palabras para expresar su sorpresa y admiración, pero
desistió al comprobar, una vez más, cómo sus amigos de Wall Street tenían la
mala costumbre de lanzar preguntas al aire, sin esperar respuesta alguna.
—Sé que tras conocer las cifras estarás pensando en invertir en su holding.
Con esas revalorizaciones sería de tontos no hacerlo, pero, aunque Warren haya
dicho que piensa retirarse diez años después de morir, y por lo tanto le queden
todavía muchos años para dirigir su «imperio», debes tener presente que, con
una certeza absoluta, de forma matemática, es totalmente imposible que
Berkshire Hathaway siga creciendo como hasta ahora. Si lo hiciera con ese
histórico 20,3 % anual, en el año 2032 el holding habría absorbido la totalidad de
la economía de los Estados Unidos y, en unos pocos años más, todo el planeta
sería suyo, todas las empresas del mundo estarían bajo su dominio. Si finalmente
eso llegara a suceder, ya no podría crecer más que la media del PIB de todos los
países.
Dudó unos instantes. No sabía qué replicar cuando escuchó de nuevo la
cautivadora voz de Richard.
—Si quieres ser rica, el primer dólar que ganes no te lo gastes, inviértelo en
algo rentable y reinvierte los beneficios. Ten paciencia, conserva tu inversión
inicial y la magia del interés compuesto trabajará para ti. Pero sobre todo invierte
ese primer dólar lo más pronto posible, pues el número de años, al igual que el
número de casillas, es fundamental. Cuando Berkshire Hathaway cumpla sesenta
y cuatro años puede que, en verdad, olvidándonos de la lógica matemática, no
haya bastante dinero en el mundo para pagar a Warren Buffet.
Lamentó que Warren no fuera más joven, pero aun así estaba decidida a
ahorrar para invertir en su holding.
—Por último y no menos importante, no pierdas dinero, el dinero perdido no
produce beneficios futuros. Los golpes que fallas son los que te agotan.
Recuerda el consejo que Buffett les dirige siempre a sus colaboradores:
Primera regla: no perder dinero.
Segunda regla: no olvidar la primera regla.
Compra buenos activos y mantenlos, ese es el secreto; y confía en el poder
del interés compuesto, él será tu amigo si no lo traicionas retirando parte del
capital o de las plusvalías. Ejercitémonos, si te parece bien, en su aplicación
práctica. Imagínate que tienes 35 años y que has heredado un millón de dólares.
No quieres complicarte demasiado la vida y prefieres no arriesgar dicho capital
en crear tu propio negocio o empresa. No deseas, tampoco, comprar una gran
mansión para usarla de segunda residencia algún fin de semana y quince días de
verano. Tampoco te seduce la idea de empobrecerte depositando tu dinero en un
plazo fijo mientras la entidad financiera se enriquece a tu costa. ¿Qué hacer,
entonces, con tu dinero? No lo necesitas, eres una buena doctora, tienes un buen
sueldo y además eres austera en tus gastos. Decides suscribir participaciones de
un fondo de inversión, pero quedas descorazonada cuando compruebas que en
los últimos diez años el crac de las empresas tecnológicas del año 2000 y el de
las inmobiliarias en el 2008 ha condicionado que la mayoría de fondos tenga
minusvalías en ese período, en lo que se ha denominado «la década perdida».
Afortunadamente descubres uno de esos, extraordinarios y poco abundantes,
fondos value que en los últimos quince años ha ofrecido a sus partícipes un 15 %
de rentabilidad media anual. Confías en ellos y concentras tu inversión; después
de todo, piensas que, a los precios de saldo actuales es posible que en los
próximos años la rentabilidad anualizada sea incluso mayor.
—Pero invertir un millón de dólares en un único fondo es arriesgar mucho.
¿No sería mejor suscribir varios de ellos?
—Si eres capaz de descubrir dos o tres más igual de buenos, podrías, con
buen criterio, repartir tu millón, pero… ¿de verdad piensas que adquirir
participaciones de un fondo value que invierte a buenos precios y lo hace en
unas sesenta empresas cuyos negocios están repartidos por todo el planeta y
pertenecen a diversos sectores estratégicos, sólidos y defensivos, implica un gran
peligro a quince años vista? Ben te explicará, con más detalle y conocimiento,
cuáles son los mejores fondos y qué criterios debes valorar para elegirlos. Ahora
visualicemos las rentabilidades medias que te ofrecerá, en el supuesto del
ejemplo, el mágico interés compuesto.
Richard sacó del bolsillo interior de su americana unos papeles plegados,
exquisitamente doblados, con un montón de cifras y se los mostró a su invitada.
Inversión inicial: 1.000.000
Rentabilidad media anual: 15 %
1. 1.150 6. 2.313 11. 4.652
2. 1.322 7. 2.660 12. 5.350
3. 1.521 8. 3.059 13. 6.153
—Tienes más de ocho
4. 1.749 9. 3.518 14. 7.076
5. 2.011 10. 4.046 15. 8.137.000$
millones de dólares, pero
como no necesitas el
dinero, acuerdas con la almohada que prosigues con tu inversión otros quince
años.
—¡Pero si se dobla el capital cada cinco años! —exclamó Alicia.
—Cierto. Conviene saber utilizar la regla del 72. No es del todo exacta, pero
nos orienta sobre el número de años que tardaremos en doblar nuestra inversión,
en función de la tasa de interés. Así, en el ejemplo de la tabla anterior, si
dividimos 72 entre 15, nos da aproximadamente 5 años. Si el interés fuera del 10
%, pasarían algo más de 7 años. Si le aplicamos un 3 %, que es más o menos lo
que nos dan los bancos por nuestros ahorros en un depósito, necesitaríamos unos
24 años para duplicar nuestros ahorros, y para entonces la capacidad de compra
de ese dinero será menor. De ahí que la diferencia entre ahorrar o invertir sea, a
largo plazo, abismal.
Alicia ojeó las tablas y se le salieron los ojos de las órbitas.
16. 9.358 21. 18.822 26. 37.857
17. 10.761 22. 21.645 27. 43.535
18. 12.375 23. 24.801 28. 50.066
19. 14.232 24. 28.626 29. 57.575
20. 16.367 25. 32.919 30. 66.212.000$
—Han pasado 30 años y en tu fondo hay sesenta y seis millones de dólares, pero
tienes de todo, eres feliz y crees que es mejor dejárselo a tu hijo en herencia. Así
que decides probar «suerte» y «apostar» por la continuidad del fondo.
Richard remarcó con tono firme e irónico los términos suerte y apostar. Alicia
entendió que apostando a la suerte no se pueden obtener esas rentabilidades.
31. 76. 144 36. 153.152 41. 308.043
32. 87. 565 37. 176.125 42. 354.250
33. 100. 700 38. 202.543 43. 407.387
34. 115. 805 39. 232.925 44. 468.496
35. 133. 176 40. 267.864 45. 538.769.269$
—Eres una inversora inteligente porque tomaste una única y acertada decisión
hace 45 años: adquirir participaciones de un buen fondo de renta variable, las
compraste a muy buen precio y, a lo largo de los siguientes años, no hiciste nada,
te despreocupaste de las cotizaciones y de las noticias financieras.
Evidentemente, los rendimientos aquí expresados son medios y lineales.
Algunos años el fondo tuvo minusvalías importantes, cercanas al 50 %, pero tú
no vendiste. Otros años se revalorizó otro tanto, pero tampoco lo hiciste.
—¿Cómo es posible que un buen fondo value, si analiza bien las empresas e
invierte solo en aquellas que tienen beneficios y poca deuda, pueda caer un 50 %
en un año? ¿Por qué ocurre eso? —interrumpió Alicia.
—Cuando se produce un crac de los índices bursátiles, el pánico es tal que el
Señor Mercado no discrimina entre buenas y malas compañías. La renta variable
está tan globalizada que todas las empresas, con independencia de si lo merecen
o no, son castigadas. Además, la gente tiende a desprenderse, en primer lugar, de
las acciones de compañías pequeñas. En períodos de grandes crisis creen que las
empresas grandes son más defensivas. Si tu fondo invierte en small caps, por
muy buenas que sean sus inversiones, sufrirá un mayor correctivo; aunque, con
casi total seguridad, será de los primeros en remontar el vuelo.
Ben retomó el hilo conductor y señaló de nuevo las tablas, reclamando
atención.
—Si hubieras jugado al market timing, intentando vender caro para volver a
comprar más barato, las cifras serían otras y, con casi total seguridad, habrías
obtenido menos ganancias. Los movimientos no los debes hacer tú, son los
propios gestores de tu fondo los que han de intercambiar los valores, vendiendo
aquellos que tienen menor potencial de revalorización para adquirir otros más
infravalorados. Si te han demostrado durante años su honestidad y eficacia,
confía en ellos y no en la prensa ni en las noticias de los agoreros analistas. Ten
presente, no obstante, que aunque Warren lo haya logrado sobradamente, es
dificilísimo conseguir una rentabilidad media anual del 15 % durante 45 años.
Miraba y remiraba los números, no podía entender que fuera tan fácil hacerse
rica.
—Falleces con 80 años, plácidamente, en tu casa y con los tuyos, tu único
hijo ha heredado tu fondo value y tiene que abonar en concepto de impuesto de
sucesiones (según la legislación fiscal de ese año) un 25 % del total de los 539
millones de dólares, lo que asciende a unos 135 millones que, descontados del
capital inicial, nos da un beneficio neto de 404 millones. Si poco antes de morir,
de forma inconsciente, por ignorancia, hubieras reembolsado las participaciones
de tu fondo pensando que ya habías ganado suficiente e intentando, con esa
medida, evitar un crac bursátil que te pudiera sorprender en el último momento,
habrías tenido que pagar, según la supuesta fiscalidad de dicho año, un 20 % de
las plusvalías, es decir, unos 108 millones, y por ende ingresarías en tu cuenta
corriente unos 430 millones. De dicha cantidad habría que descontar el 25 % del
impuesto de sucesiones, que ascendería a unos 108 millones; a tu heredero le
quedarían unos 323 millones netos, es decir, unos 81 millones menos que los
obtenidos de no haber liquidado el fondo. Todo por una decisión tomada sin
reflexionar, una llamada de teléfono, un clic de ratón por el que hemos pagado
81 millones de dólares. En algunos países en los que no hay impuesto de
sucesiones, tu hijo no habría abonado nada a la Hacienda pública si no hubieras
enajenado tus participaciones. La afirmación de Buffett de que en bolsa lo mejor
es estarse quieto y que la conducta más acertada, si las cosas van bien, suele ser
no hacer nada, se reivindica en esta historia ficticia.
—Tengo una pregunta. Usted ha dicho que para que funcione la magia del
interés compuesto no se debe desinvertir ni el capital ni los intereses.
¿Y si necesito dinero a lo largo de todos esos años? ¿Y si quiero comprarles
una vivienda a mis hijos o tengo algún gasto importante al que hacer frente?
¿Qué debería hacer en esos supuestos?
—No existe ningún activo más líquido, es decir, más fácil de reembolsar, que
las acciones y los fondos de inversión. En pocas horas tendrás el dinero en tu
cuenta corriente. Eso no sucede con los inmuebles ni con los depósitos a plazo
fijo, salvo que los vendas a cualquier precio y estés dispuesta a perder parte de
los intereses. Aclarado ese hecho, volvamos a repasar las tablas. Supongamos
que nos encontramos en el año 20 y tienes en tu fondo 16 millones de dólares y
que con dos millones tienes suficiente, pues reembolsas participaciones por ese
importe (pero considera siempre el pago de los impuestos y descuéntalos al
hacer tus cálculos); ahora tendrás el capital del que disponías en el año 19,
simplemente dispondrás de tus 539 millones en el año 46, un año más tarde de lo
previsto, no creo que eso sea un gran inconveniente. Como puedes apreciar, el
interés compuesto siempre te ayuda. Pero volvamos de nuevo a las tablas. ¿Qué
pasaría si necesitas esos dos millones en el año 8? Pues que volverías al año 1; te
habrías atrasado 7 años. En cambio, fíjate bien, porque es sorprendente, si
reembolsas esos dos millones en el año 15, solo retrocedes dos años. La moraleja
es que lo más importante es respetar tu inversión los quince primeros años.
—Pero… ¿qué sucedería si se produce un crac justo cuando he hecho la
aportación inicial de un millón?
—Realmente, las crisis como la actual son muy raras; desde el año 1929 no se
había producido una tan importante, pero pueden ocurrir. Durante el crac del 29,
la que está considerada como la peor crisis bursátil de la historia, con una caída
libre y abrupta del 89 % de las cotizaciones, se suicidaron muchos inversores y
agentes de bolsa, pero la gente no sabe que desde el punto más alto de las
cotizaciones (en pleno clímax alcista), cualquier inversor que hubiera ido
haciendo aportaciones bursátiles regulares mes a mes (a lo largo de la gran
caída), en menos de cuatro años habría obtenido unas ganancias superiores a las
conseguidas invirtiendo, en ese mismo período, en Letras del Tesoro. Es
evidente que la incertidumbre y los imponderables son inherentes a la inversión
en renta variable y, como tales, no son previsibles, pero no por ello debemos
rasgarnos las vestiduras si el azar no nos ha favorecido inicialmente. Retomemos
nuestro asunto. Has «perdido» el 50 % en el primer año, te enfatizo lo de
«perdido» porque como inversora inteligente no piensas vender, es más, si
puedes, comprarás más. Tu inversión sigue siendo buena y el largo plazo te dará
la razón. Calculemos nuestros rendimientos, como diría el magnate Rockefeller,
aprendamos a hacer hablar a los números.
Richard sacó un pequeño lápiz, de apenas la longitud de su dedo meñique, sin
duda lo habría usado en mil análisis económicos. ¿Será tan ahorrador como
Warren? —se preguntó Alicia con admiración y algo aliviada al comprobar que
también disponía de una calculadora electrónica.
Inversión inicial: 1.000.000 $
Rentabilidad primer año: ‒ 50 %
Rentabilidad media anual siguientes años: 15 %
1. 0,5 7. 1.156.520
2. 0,575 8. 1.330.009
3. 0,661.250 9. 1.529.511
4. 0,760.437 10. 1.758.937
5. 0,874.503 11. 2.022.778
6. 1.005.678 12. 2.326.195$
—Tu patrimonio no habría cosechado plusvalías durante los primeros 6 años,
pero en 11 años reunirías dos millones, y es casi seguro que dispondrías de más
capital que habiendo invertido tu dinero en renta fija. De cualquier manera,
suponiendo que hubieras tenido tan mala suerte en tu momento de entrada en el
fondo, considera que lo más probable es que recuperaras tu inversión inicial a los
dos o tres años y no a los seis, ya que la historia nos dice que, tras fuertes
desplomes de los mercados bursátiles, las revalorizaciones son también rápidas,
y más aún en un fondo value como el tuyo. Aunque el market timing no es muy
útil, quizás por prudencia te aconsejaría que cuando la bolsa se halle en niveles
cercanos a sus máximos históricos, dividas las aportaciones, y entres poco a
poco. Pero en los momentos actuales, con los precios de empresas buenas y
sólidas por los suelos, invierte tu millón de una sola vez porque es posible que,
al contrario de lo planteado en tu pregunta, ganes un 50 % el primer año de tu
aportación.
Estaba empeñada en complicarle la existencia a Richard y continuaba
asaeteándolo, sin clemencia, con aclaraciones y puntualizaciones capciosas.
—Si decido no cancelar el fondo para no pagar impuestos y justo, poco antes
de morir, se desploma un 50 %, por una de esas imprevisibles crisis, les dejaré a
mis herederos casi la mitad del patrimonio que hubieran recibido de haber
liquidado el fondo y depositado el dinero en renta fija.
—Ciertamente así es, pero tú debes instruir a tus legatarios y descendientes.
Ellos deben seguir tu misma filosofía, todos debéis ir en el mismo barco, nadie
les obligará a vender las participaciones del fondo después de una caída tan
brusca; si las mantienen, recuperarán el valor previo al derrumbe; además, si te
sirve de consuelo, piensa que habrán pagado mucho menos en la liquidación del
impuesto de sucesiones.
Alicia no se lo podía creer, miraba las cifras y las ideas se apiñaban
apabullándola inmisericordemente, tenía más preguntas, muchas más dudas,
pero las palabras se obstaculizaban unas a otras, se atrancaban queriendo aflorar
todas a la vez. Al fin se rindió. Poco importaba su pasajera ofuscación, pues
ahora comprendía cómo se había enriquecido Warren y eso era lo
verdaderamente importante.
—Por supuesto, te engañarías si pensaras que la totalidad de esas
revalorizaciones de tu fondo son extrapolables al aumento de tu riqueza—
recalcó Richard—. Tu poder adquisitivo se verá considerablemente mermado
por tres factores. En primer lugar, por la devaluación que produce la inflación
real, siempre mayor que la que nos cuentan los telediarios y que, por desgracia
para nuestros bolsillos, también tiene la mala costumbre de subirse a las tablas
del interés compuesto. En segundo término, tenemos que compensar el aumento
continuado del PIB (Producto Interior Bruto) de nuestro país y, ya por último, si
vendes, deberás descontar también el pago de los impuestos.
—Hasta que estalló la actual crisis inmobiliaria, mis padres siempre habían
pensado que la mejor inversión era el ladrillo. «¡Compra casas y te
enriquecerás!», me insistían, convencidos. ¿También se aprovechan los
inmuebles de las tablas del interés compuesto?
—No de la misma manera. A los homínidos siempre les ha fascinado tener
bienes materiales tangibles, que se puedan ver, tocar, usar, disfrutar y enseñar a
los amigos. Después de todo, la invención del dinero, en comparación con los
millones de años de evolución del ser humano, es un hecho que ocurrió hace
pocas horas. El homo sapiens se siente más cómodo mostrando sus riquezas. Eso
implica que es un triunfador y, por tanto, más atractivo e interesante a los ojos de
los demás. Si tuvieras todo el planeta para ti sola, ¿de qué te serviría? Serías
inmensamente rica, pero nadie lo sabría. La vivienda es un gran signo de poder,
pero está penalizada con una ingente cantidad de gastos y muy difíciles de
evaluar. En tu fondo de inversión solo abonarás impuestos cuando vendas, si es
que algún día lo haces. En cambio, por tu casa pagarás en el momento de la
compra, a lo largo de toda su vida útil (seguros, impuestos municipales,
conservación, gastos comunitarios…) y, por supuesto, en el momento de la
venta. Es un bien material y, como tal, se va degradando con el paso del tiempo.
¿Cuántas viviendas de más de ciento cincuenta años hay en tu ciudad? Agotada
su vida útil, los gastos de rehabilitación y conservación la hacen inviable y hay
que derribarla. Lo único que no se destruye es el suelo en el que está construida.
Pero dejemos de lado esos «pequeños inconvenientes» y analicemos el precio
real de la vivienda unifamiliar en EE.UU. Según los datos de la National
Association of Realtors (los precios descuentan la inflación), una vivienda media
costaba 160.000 dólares en el año 1978. En 1997, veinte años después, valía lo
mismo. Los partidarios de «invertir en ladrillos» respiraron aliviados cuando tras
el boom inmobiliario se alcanzaron los 245.000 dólares. Con la actual crisis,
treinta años después, vuelven a rondar los 160.000 dólares. ¡Treinta años de
interés compuesto perdidos!
Se tomó un respiro, meditó unos segundos visiblemente fatigado, sonrió
dulcemente a su invitada y continuó, impertérrito.
—Un dato fundamental que la gente ignora es que los inmuebles se compran
a unos precios con una relación cercana a 30 veces su rendimiento anual (PER
30) y la bolsa tiende a una media de PER 15. Definitivamente, la inversión en
edificios, como tal, es mucho menos rentable que la adquisición de activos
bursátiles y, por supuesto, genera muchos más conflictos y dolores de cabeza. El
gobierno tiene la «amabilidad», la «generosidad», de concedernos incentivos
fiscales para que renovemos nuestros vehículos, para que adquiramos viviendas
cada vez más caras, para que nos endeudemos más y más. ¿Te has preguntado el
porqué de tanto interés? ¿No piensas que puede haber gato encerrado entre tanto
«altruismo»?
No se lo podía creer, sus padres estaban equivocados en casi todo lo
relacionado con la economía. «¿Cuál sería el próximo mito caído?», pensó
desengañada.
—Por supuesto que la construcción de viviendas, de grandes segundas y
terceras residencias para ser usadas unos pocos días al año, aparte de degradar
nuestro paisaje y poner en peligro nuestro querido planeta azul, crea muchos
puestos de trabajo y sin el cobro de los impuestos que generan los inmuebles
papá Estado no podría subsistir; pero, créeme, es mejor que las compren tus
vecinos. Tu inversión en un buen fondo, aunque no sea un bien tangible, aunque
no puedas ver ni tocar tus billetes, aunque no puedas enseñarlos por la calle,
aunque tu dinero sea solo una anotación en cuenta, es muchísimo más rentable y
ecológica. Analizando las tablas de rentabilidades —prosiguió Richard—
entenderás por qué los ricos adquieren sus grandes casas y pagan sus caprichos a
partir del décimo año en adelante, cuando las plusvalías de sus inversiones
pueden sufragar los gastos, siempre sin reembolsar el capital que las produce.
Hay que ser inteligentes y no matar la gallina de los huevos de oro. ¿Qué suele
hacer, en cambio, la mayoría de la clase media trabajadora? Compran
inmediatamente sus casas y pagan sus grandes coches cuando aún no han
ahorrado suficiente dinero. ¿Y cómo lo consiguen? Hipotecando sus propiedades
mediante un préstamo, con lo cual es la entidad financiera, y no ellos, la que se
enriquece.
—Pero si la mayor rentabilidad se obtiene en la bolsa (aunque dispongamos
del suficiente dinero para pagar nuestra vivienda en efectivo), lo mejor sería
pedir un crédito al banco e invertir nuestros ahorros en el parqué. De esa manera
tendremos más capital disponible para depositar en renta variable y con las
plusvalías generadas cancelaremos sobradamente el préstamo hipotecario.
—Así es —confirmó Richard, dándole la razón a la niña—. Si eres
disciplinada, si no gastas tu dinero, si tienes ingresos constantes y seguros que te
permitan devolver el crédito sin tener que malvender tus acciones o tus fondos
en los peores momentos de pánico, esa es la manera de rentabilizar al máximo
tus inversiones. Es más, si en vez de comprar tu vivienda la alquilas, pagarás
menos por el alquiler que por la suma del préstamo hipotecario y los impuestos
estatales. Y si ese ahorro lo reinviertes en un buen fondo de renta variable, al
cabo de treinta o cuarenta años podrás comprarte con los rendimientos
generados, casi con total certeza, más de una vivienda como la alquilada.
Estaba deslumbrada. Se había dejado seducir por el interés compuesto. Ahora
sabía que lo más inteligente era empezar a coquetear con él y aprovecharse de su
poder lo más pronto posible.
—Hagamos un descanso o las finanzas nos obnubilarán la mente. Suspiró
agradecida y pensó en una suculenta merienda.
Lamentablemente, la idea de reposo que tenía su infatigable interlocutor no
era coincidente con la suya y el sosiego duró lo que tardaron en desvanecerse las
prometedoras palabras de Richard. Éste anotó en un papel una cifra secreta y se
lo entregó a la niña para que custodiara la oculta predicción.
—Escribe un número de tres cifras, el que quieras, y transcribe a su lado el
mismo número con las cifras invertidas.
Cumplió la orden:
364 | 463
—Perfecto. Ahora, resta el menor del mayor y, por último, suma las cifras del
número resultante:
463 ‒ 364 = 99 | 9 + 9 = 18
—Comprobemos mi pronóstico —dijo, exultante y victorioso—. ¡Eureka!
¡18!
Richard era como un niño travieso; disfrutaba mareando a su víctima.
—Anota un número de seis cifras, esta vez mi vaticinio será: ¡9! Alicia,
obediente como siempre, apuntó:
669845
—Ahora, coloca esas mismas cifras en distinto orden, el que tú quieras, y
compón otro número con ellas.
Inmediatamente caligrafió un nuevo guarismo:
586694
—Réstalos y dime el resultado.
—Me da 083151.
—0 + 8 + 3 + 1 + 5 + 1 = 18. Soy un matemago —sentenció Richard—, mi
profecía se ha cumplido.
—Ha fallado, predijo que saldría el 9 —protestó la pequeña, con orgullo de
triunfadora.
—Ni hablar de fracaso. Fíjate: 1 + 8 = 9. Lo puedes repetir con cualquier
número de seis cifras, siempre obtendrás un orondo y elegante nueve.
Sin más dilación, Richard retomó asuntos más serios.
—El interés compuesto tiene un pequeño inconveniente. Una vez quedes
subyugada y atrapada en su fascinante funcionamiento, no podrás liberarte de él.
Su magia es tan atrayente que conseguirá que evites cualquier gran gasto
superfluo y, como tal, prescindible. A partir de ahora, cualquier dispendio
económico importante que tengas que asumir, incluso aunque sea necesario y
útil (como pueda ser la compra de tu vivienda), será evaluado por su «verdadero
coste según el interés compuesto». Si adquieres una casa y pagas por ella un
millón de dólares, tu mente rápidamente calculará si dentro de quince años van a
ofrecerte ocho millones por ella. Será inevitable, todo te parecerá caro. ¿Por qué
piensas que Warren es tan ahorrador? ¿Por qué se deleita conduciendo su viejo y
barato vehículo? Si «disfrutara» de un Rolls Royce por la módica suma, para él,
de un millón de dólares, ¿crees que sería más feliz? Su fuerte personalidad
analítica no lo soportaría. Recuerda que sus tablas de interés compuesto no son
al 15 %, sino al 20 %, y aunque ese hecho te pueda parecer una diferencia
insignificante, a largo plazo las rentabilidades extras que genera ese 5 % son
increíblemente significativas. Inmediatamente, su prodigiosa capacidad de
cálculo sabría que su capricho motorizado, le habría esquilmado a su patrimonio
al cabo de cuarenta y tres años la friolera de 3.623.190.000 dólares, es decir,
algo más de tres mil seiscientos millones. «¡Demasiado dinero por un coche!»,
opina Warren, con buen criterio. Pensarás que es de tontos amasar una gran
fortuna y vivir tan sencillamente como lo hace él, para luego donarlo todo a
fundaciones benéficas. Warren está hipnotizado por la magia del interés
compuesto. No es libre para despilfarrar su dinero, no puede obrar de otra
manera. Él es feliz ayudando a los más necesitados. Tú, a lo mejor, actuarás a lo
largo de tu vida de la misma manera, pero con otros objetivos, quizá por dejarles
un gran patrimonio a tus hijos. En cualquier caso, nunca inviertas por avaricia. Si
quieres hacerte millonaria por egoísmo, nunca llegarás a ser suficientemente rica
y no serás feliz. Sin duda, la mejor inversión que puedes hacer es invertir en ti
misma.
Evocando la fotografía de la gran mansión y el letrero que rezaba: «Felicidad
no incluida en el precio», recordó que la riqueza no aseguraba la felicidad.
—Hay una cuestión fundamental que quisiera aclarar contigo. Piensa que, si
tú has convertido un millón en 539 millones, si ese fondo gestionaba,
supuestamente, mil millones, los ha transformado, a su vez, en 539.000 millones.
Es imposible administrar esas sumas astronómicas y obtener importantes
rentabilidades. Cuanto más dinero se maneja, más difícil es encontrar buenas
empresas para invertir. Además, probablemente tu fondo invierta de forma
preferente en small caps, que son las compañías con más potencial de
revalorización por ser las que el mercado, en general, tiene menos estudiadas y,
por ende, ofrecen más oportunidades de compra a buenos precios. Obviamente,
en esas pequeñas compañías no es posible invertir grandes sumas de dinero. Eso
nos lleva a una conclusión elemental: la única forma de conseguir su objetivo de
rentabilidad a largo plazo es cerrar el fondo. Si tu fondo no está dispuesto a
impedir nuevas suscripciones, busca otro que sí lo haga, pues, de lo contrario,
sus ganancias serán muy similares a las de los índices bursátiles.
—¿Y cómo puedo saber que los gestores estarían dispuestos a clausurar el
fondo a nuevas aportaciones? ¿Y si me mienten?
—Averigua si invierten la mayoría de su patrimonio personal en el fondo. Si
tienes la certeza de que sí lo hacen, ellos serán los principales defensores de sus
propios beneficios. Los mejores gestores de la historia siempre han invertido en
los mismos fondos que dirigen; es la manera más ética y eficaz que han tenido
de enriquecerse.
—Tengo una última duda —interrumpió Alicia.
—Seguro que no es la última. En economía una respuesta siempre genera,
como mínimo, tres preguntas nuevas; y, a más inteligencia, más preguntas. En
cambio, hay quien se queda callado por miedo a parecer tonto, y hace bien,
porque es mejor parecerlo que hablar y despejar las dudas.
Alicia festejó el chiste, aun no pareciéndole muy correcto burlarse de una
carencia que no está en nuestra mano corregir.
—He entendido el funcionamiento de las tablas y también he asimilado que,
sin duda, invertir en bolsa a largo plazo y mantener la inversión es la mejor
opción. Pero todos esos números son muy bonitos si no se produce un crac total.
¿Y si fueran tan solo el cuento de la lechera? ¿Qué pasaría si hubiera una guerra
nuclear universal, una invasión extraterrestre o una expropiación total de los
bienes?
—Eso, moralmente, afectaría mucho más a los ahorradores, a los buenos
trabajadores, a los que planificamos nuestro futuro y el de nuestros hijos, a los
que en general somos penalizados por el Estado solo por ser previsores y generar
riqueza. Lógico: siempre puede perder más el que más tiene. Por ese motivo no
debes privarte de nada que te aporte felicidad, y mucho menos por amasar más
dinero. Invierte antes en tu educación; tu buena y sólida formación como
persona es lo único que no podrán arrebatarte. Invierte también en tu bienestar y
en el de los tuyos. No obstante, si ocurriera un colapso de los mercados
financieros y quebraran todas las empresas, la vida, tal como hoy la concebimos
y vivimos, no existiría; sería rico únicamente quien tuviera un trozo de tierra
para cultivar con su arado romano.
Alicia se imaginó en la era, encima de un trillo de pedernal, quebrantando el
grano de la espiga de trigo con la fuerza motriz de un mulo.
—Supongamos que tu hijo tampoco necesita el dinero que ha recibido en
herencia, que no ha tenido que pagar impuesto de sucesiones y que reinvierte tu
pequeña fortuna en un fondo que le da una rentabilidad media, como el tuyo, del
15 %. ¿Podrías calcularme cuánto dinero acumulará al final de otros 45 años?
Contrariada ante la pesada tarea, tomó la calculadora y empezó a teclear con
fruición, pero Richard la interrumpió visiblemente enfadado.
—¿Qué os enseñan en el colegio? Recuérdame que hable con tus profesores
de matemáticas. Es tan sencillo como realizar una simple regla de dos. Si un
millón se ha convertido en 539 millones, esos 539 millones se transformarán, en
los siguientes 45 años, en X.
Richard planteó el problema.
1 millón — 539 millones
539 millones — x millones
—Pero eso es una regla de tres, no de dos —rectificó Alicia.
—Tienes razón, aunque dividir por uno es dejar las cosas igual. Así que basta
con multiplicar 539 x 539. Finalmente, todo queda entre dos. El resultado es
290.521 millones de dólares.
—No puede ser, mis nietos serían multimillonarios.
—Y todo ello en tan solo 90 años, únicamente dos generaciones.
—No me lo creo, tiene que haber trampa en alguna parte —clamó Alicia.
—Son puras matemáticas. La dificultad estriba, como te dije antes, en
encontrar un fondo que te ofrezca un 15 % de rentabilidad media anual durante
un período de tiempo tan largo. Probablemente pasen siglos antes de que nazca
otro Warren Buffett. Seamos prudentes en nuestras expectativas y recordemos el
aforismo de nuestro amigo Benjamin Graham: «Conseguir rendimientos
satisfactorios es más sencillo de lo que la gente piensa. Obtener rendimientos
sobresalientes es mucho más duro de lo que la gente imagina». En los últimos
doscientos años la bolsa de los Estados Unidos ha obtenido unas rentabilidades
medias anualizadas del 10 %, así que seamos realistas y conformémonos con ese
porcentaje. Tengo recopilados los cálculos.
Richard mostró una hoja de papel con las siguientes cifras:
Inversión inicial: 1.000.000 $
Rentabilidad media anual: 10 %
Rentabilidad media anual: 15 %
A los 15 años: 4.177.247$ 8.137.059$
A los 30 años: 17.449.395$ 66.211.739$
A los 45 años: 72.890.440$ 538.769.269$
A los 90 años: 5.313.016.200$ 290.521.000.000$
—¿A que es sorprendente? Las diferencias son abismales. ¡Casi cincuenta y
cinco veces más! —aseveró Richard con vehemencia—. De todas maneras, tu
decisión de ahorrar ese primer millón de dólares, de invertirlo bien y de ponerlo
a trabajar para ti lo más pronto posible, os hará a ti y a tus herederos
inmensamente ricos. Es el momento oportuno para desempolvar las palabras de
Peter Lynch (otro genio) recogidas en su magnífico libro Un paso por delante de
Wall Street: «Me cuesta comprender a la gente que, pudiéndose enriquecer poco
a poco, se empeña en perder su dinero rápidamente».
—¿Tienes las tablas de la inversión a interés compuesto para depósitos a
plazo fijo?
Se percató de que había tuteado a Richard, se sentía muy cercana a su nuevo
amigo de Wall Street. Se propuso seguir haciéndolo, a pesar de la avanzada edad
de su interlocutor.
Richard rebuscó en su chaqueta. Finalmente sacó de su gabardina un montón
de pliegos que alisó con fruición. Estaba orgulloso de su pequeña alumna.
—Aquí están. Rentabilidad media del 5 %, de la cual habrá que descontar un
supuesto 1,25 % para el pago de tus impuestos anuales.
Inversión inicial: 1 millón de dólares.
Interés neto (después de impuestos): 3,75 %
A los 15 años: 1.737.086 $
A los 30 años: 3.017.469 $
A los 45 años: 5.241.605 $
A los 90 años: 27.474.422 $
Rentabilidades a 90 años, 193 veces menores que para el 10 % y 10.575 veces
inferiores al supuesto del 15 %. Asimismo, no debes olvidar que con esos 27
millones de dólares dentro de 90 años tus herederos no podrán comprar una casa
que actualmente cueste un millón. Tristemente, los ahorradores, con esa decisión
de renovar sus depósitos anualmente en su afán de buscar seguridad y reducir «el
riesgo», perderán mucho poder adquisitivo. Y lo más lamentable es que la
mayoría de la gente trabajadora adopta esa errónea y pertinaz actitud.
La mente prodigiosa y ágil de Alicia empezaba a ofuscarse. Por momentos
pensó que se ahogaba en un inmenso mar de números que danzaban de forma
contumaz e inmisericorde, burlándose de sus tribulaciones de adolescente.
—Como ya sabes, el interés compuesto acumula y, por tanto, capitaliza los
intereses. Si nos gastáramos las plusvalías, estaríamos invirtiendo a interés
simple, lo cual implicaría que, en el supuesto de un interés simple fijo del 10 %
anual, al cabo de 90 años dispondríamos únicamente del millón inicial. Y no hay
que olvidar que, debido al efecto devaluador de la inflación, dos cantidades de
dinero iguales no tienen el mismo valor si se comparan en diferentes momentos
de tiempo. Eso sí, habríamos obtenido 9 millones en intereses. Todos los años
100.000 dólares de rendimientos, pero, a diferencia del interés compuesto, las
plusvalías del interés simple son mucho más útiles los primeros años que los
últimos. Con los 100.000 dólares el primer año podríamos adquirir muchos
bienes y servicios; en cambio, en el año noventa esos mismos dólares nos
permitirían pocas alegrías.
Alicia ya sabía que si quería enriquecerse debía reinvertir los intereses, por lo
menos durante los primeros tres lustros.
—Todo el mundo debería conocer la magia del interés compuesto. Todos
tienen derecho a saber que la bolsa es la inversión más segura y rentable a largo
plazo. Pero, créeme, los grandes inversores value siempre han divulgado sus
ideas y lo han hecho desinteresadamente, sabiendo que si la mayoría invirtiera la
totalidad de sus ahorros en bolsa las rentabilidades mermarían ostensiblemente y
se aproximarían a la media de la revalorización del Producto Interior Bruto. Es
decir, no ofrecerían mucho más que los actuales depósitos a plazo fijo. La
ventaja de invertir en renta variable y hacerlo a largo plazo es que solo una
minoría invierte de esa forma. Pocos tienen la mayor parte del patrimonio
invertido en acciones y, de ellos, son muchos los que apuestan a corto plazo.
Todo el dinero que se van dejando esos especuladores por el camino lo van
recogiendo los inversores pacientes y, cómo no, los intermediarios financieros.
—¿Por qué no enseñan a la gente a invertir?
—De poco serviría. Si expusieras tus conocimientos abiertamente y sin
tapujos te tratarían como a una «loca iluminada», te tildarían de irresponsable, te
acusarían de arriesgar el futuro patrimonio de tus hijos, serías vilmente
vilipendiada y te considerarían un peligro para la sociedad. La población, en
general, no está capacitada para asumir e integrar las ideas que contradigan
aquellas que se han transmitido de generación en generación. Esas dañinas ideas
están demasiado arraigadas como para poder liberarse impunemente de ellas.
«Invierte en ladrillos». «Cómprate un piso, que alquilarlo es tirar el dinero; eso
solo lo hacen los pobres». «No arriesgues tus ahorros». «Ve a un banco grande y
solvente; confía en ellos, saben más que tú». «Déjate asesorar por tu banquero, él
entiende mucho de inversiones, para eso ha estudiado». «Solo ganan dinero en la
bolsa los grandes capitalistas, los tramposos, los especuladores y los que tienen
información privilegiada». Y así, con la mejor de las intenciones, nuestros
progenitores nos inculcan tópicos que nos maniatarán y condicionarán
negativamente nuestras inversiones a lo largo de toda la vida.
No podía más, estaba agotada. El ingente esfuerzo mental al que había sido
sometida le produjo una repentina extenuación. Iba a despedirse, agradeciendo
las enseñanzas, cuando Richard, a quien evidentemente le encantaban los
números y también burlarse de ella, le propuso la resolución de un reto
matemático.
—¿Serías capaz de escribir el número más grande posible que pueda
transcribirse, usando tan solo tres dígitos y sin emplear ningún otro símbolo
adicional?
Pensó que se trataba de un juego de niños. Tomó el papel lila, un tanto
arrugado, que le ofreció Richard, y con pulso firme y trazo decidido anotó: 999
—¡Casi lo consigues! Has acertado con el guarismo de los tres dígitos, pero te
has equivocado al ponerlos uno al lado del otro. El número en cuestión contiene
los tres nueves, pero estos son equilibristas, hay que apilarlos uno encima del
otro.
El maestro recuperó la hoja y apuntó: 999
—En 1906, C.A. Laisant presentó a otros matemáticos el resultado de sus
cálculos: nueve elevado a nueve y elevado, una segunda vez, a nueve, solo podía
representarse empleando 369.693.100 dígitos.
No podía imaginarse el numerito con todas sus cifras, pero dedujo que, con
una grafía no demasiado minúscula, podría atravesar los Estados Unidos de
América, desde San Francisco a Washington, y darse una vueltecita por el
océano Atlántico. Se sentía un tanto engañada. Richard le había dado poco
papel.
—Las matemáticas te serán muy útiles a lo largo de tu vida, además son muy
divertidas. ¿Podrías calcularme cuál es la suma total de los cien primeros
números?
—Eso sería fácil si tuviera mi ordenador portátil. Sin él, lo conseguiría con
algo de tiempo, pero sería una faena tediosa.
—¡Hazlo! Se necesita mucha paciencia o algo de inteligencia, tú eliges.
—Cogió el reutilizado papel lila y empezó a sumar con cara de
circunstancias. No podía negarse. Richard le había enseñado muchas nociones y
pensamientos útiles:
1 + 2 + 3 + 4…+ 10 = 55
11 + 12 + 13…
—¡Hum…! Veo que estás sumando por grupos de diez números. Sin duda es
una buena manera de no perderse.
Richard hizo un leve gesto para detener su inercia sumatoria.
—A los seres humanos nos gusta complicar las cosas sencillas. Te contaré
una bonita anécdota que le pasó al pequeño Gauss. Un día, su profesor castigó a
todos los niños de la clase por su mal comportamiento a sumar todos los
números del 1 al 100 antes de poder disfrutar del recreo. Así que se dispuso a
leer tranquilamente el periódico mientras sus alumnos estaban entretenidos en
tan ardua labor.
—¿Es el mismo que el de la célebre campana de Gauss?
—Así es. Se convirtió en un gran matemático. El pequeño y perspicaz Gauss
se levantó de su asiento apenas unos segundos después y entregó el resultado
correcto al ogro de su instructor. Sumaban 5.050. ¿Cómo lo hizo? Dedujo que
podía sumar los números por parejas, de esta forma:
1 + 100 = 101
2 + 99 = 101
3 + 98 = 101
…
49 + 52 = 101
50 + 51 = 101
Con ese ingenioso truco agrupaba 50 parejas de cifras que sumaban, cada una
de ellas, 101. Bastaba con realizar la siguiente operación: 50 x 101 = 5.050.
—¡Qué ocurrente!
—La suma de los primeros 1.000 números sería, por el mismo principio, el
equivalente a multiplicar: 500 x 1001 = 500.500.
Alicia le obsequió con un cordial «¡Hasta pronto maestro!» y le dio dos
efusivos besos no sin antes aprovechar la cuartilla lila para caligrafiar con letra
menuda…
«Si quieres tener un dólar, el primero que ganes no te lo gastes. Si quieres
tener cien dólares…».
Dale Carnegie y los gigantes
«La crítica es inútil porque pone a la otra persona a la defensiva y,
por lo común, hace que trate de justificarse. La crítica es peligrosa
porque lastima y hiere el precioso orgullo de la persona,
daña su sentido de la importancia y despierta
el resentimiento y la desmoralización».
Dale Carnegie (1888-1955)
Empresario, escritor y filántropo estadounidense.
ola, Alicia. Soy Dale Carnegie. ¿Has visto algún gigante?
— H La pequeña respondió con poco entusiasmo al saludo arrastrando un
cansino «¡No!».
—Sé que estás fatigada. El interés compuesto es fascinante y a la vez
agotador, pero Warren me ha pedido que te dé un curso acelerado de autoayuda.
Por cierto, él y su socio Charlie Munger son dos gigantes.
Alicia tembló, sabía que su cerebro contenía ya demasiada información. Se lo
imaginó rebosante. Más ideas nuevas, sin duda, le harían olvidar las anteriores,
dedujo resignada.
—Empezaremos por tu actitud postural. Esos hombros encorvados hacia
delante, cabizbaja, alicaída, esa apatía… Ese talante decaído te deprime aún más.
Toma aire, inspira hondo, hombros hacia atrás sacando pecho, mirada al frente y
una amplia sonrisa.
Lo cierto es que a medida que iba obedeciendo las órdenes de su «sargento
furriel» empezó a sentirse algo más animada.
—Mucho mejor. Ahora, contempla el cielo, deléitate con el maravilloso día
que la vida te ha regalado y piensa que hoy puede ser un gran día. Disfruta del
aquí y ahora, el futuro y el pasado no existen más que en tu imaginación, solo
puedes ser feliz en el presente. Como dijo Gustave Flaubert: «El futuro nos
tortura y el pasado nos encadena. He ahí por qué se nos escapa el presente».
—¿Y si el presente es desagradable o inaceptable? —interpeló Alicia.
—Te contestaré con las palabras de Eckhart Tolle, recogidas en su revelador
libro El poder del ahora: «El momento presente es como es: acepta y después
actúa. Acepta cualquier cosa que contenga el momento presente como si la
hubieras elegido. Trabaja siempre a favor del momento, no contra él. Haz del
presente tu amigo y aliado, no tu enemigo. Eso transformará milagrosamente tu
vida. (…) Nada ocurrió nunca en el pasado; ocurrió en el ahora. (…) Nada
ocurrirá nunca en el futuro; ocurrirá en el ahora».
«No me lo puedo creer. Hasta prefiero que me hablen de economía antes que
de la filosofía del ahora» —pensó, haciendo un gran esfuerzo por entender algo.
—No malinterpretes mis palabras. Vivir intensamente el ahora no significa
renunciar a preparar nuestro futuro. Lo asimilarás mejor con las palabras de Peter
Drucker: «La planificación a largo plazo no es pensar en decisiones futuras, sino
en el futuro de las decisiones presentes».
Seguía repitiéndose: «Nada ocurrirá en el futuro; ocurrirá en el ahora».
—Aceptar las cosas tal como son, aunque estas impliquen limitaciones y
sufrimiento. Hacerlo en el momento presente nos ayudará a asumir esos
sentimientos inevitables y padeceremos menos. Los conocimientos o
experiencias del pasado se vuelven relevantes en el ahora y cualquier esfuerzo o
planificación por mejorar o conseguir algún objetivo futuro se gesta en el ahora.
Aprendamos a vivir plenamente el presente. Es cierto que todos tenemos mil
problemas y asuntos pendientes cuya solución nos agobia, pero preguntémonos:
«¿los tengo ahora mismo?». Pensar que el pasado nos da una identidad
inamovible y coercitiva y el futuro contiene una promesa de felicidad es una
ilusión. Recordar, desear, añorar, esperar, lamentar y arrepentirse son algunas de
las estratagemas más usuales e inoperantes para huir del ahora; la evasión del
presente idealiza el futuro creyendo, ingenuamente, que en el mañana
encontraremos la gran felicidad. Evitemos negar lo que es, aceptemos el
momento actual y admitamos la naturaleza fugaz de las cosas. «Las
lamentaciones no sirven para nada; entregarse a ellas es perder el tiempo
presente por un pasado que ya no nos pertenece». Son palabras de A. Dufresnes.
Suspiró en señal de rendición y como signo de aceptación de su presente más
inmediato; evidentemente, un «ahora» filosófico.
—Robert J. Burdette afirmó que no es la experiencia del día de hoy lo que
vuelve locos a los hombres; es el remordimiento por algo que sucedió ayer y el
miedo a lo que nos pueda traer el mañana. (Curiosamente, un pasado que en
muchas ocasiones nos culpabiliza y un futuro que nos angustia e inmoviliza).
Hay dos días de la semana que no deberían preocuparnos: uno es el ayer y el otro
el mañana.
Tuvo que concentrarse para discernir el significado de la última frase.
—La culpabilidad del pasado nos deprime en el presente. Olvidamos que es
inútil lamentarse por algo que ya no tiene solución y que solo consigue minar
nuestra energía presente. Trasladar nuestros pensamientos al ayer parece
liberarnos de la responsabilidad de las malas acciones y justificar nuestra
parálisis del hoy, la cual nos incapacita para asumir nuevos retos e intentar
mejorarnos. La mayoría de comportamientos autodestructivos que nos arrastran
a la infelicidad son consecuencia de no vivir en el tiempo presente.
Intentaba evadirse a su más inmediato pasado reciente, visualizando las
chaquetas azules de los brókeres de la bolsa de Nueva York, cuando fue
interrumpida por Dale, quien pareció descifrar sus pensamientos.
—Richard Russell juega con ventaja —salió al rescate Dale—. Sus tablas de
interés compuesto parten con un millón de dólares de una supuesta herencia,
pero pocos iniciamos nuestra aventura inversora con ese capital. Así pues, para
obtener tu primer millón necesitarás buena formación (aptitud) y saber venderla
a los demás (actitud). Además, para empezar a coquetear con la capitalización,
por descontado, deberás ahorrar siempre una buena parte de tus ganancias.
—Lo sé, hay que ahorrar y valorar el auténtico coste de las cosas según su
potencial de capitalización a interés compuesto —aclaró con tono defensivo.
—Eso es, debes contemplar tu moneda de un dólar como una semilla con un
potencial de crecimiento enorme. «Cuida de los pequeños gastos; un pequeño
agujero hunde un barco», decía Benjamin Franklin. Todas las familias deberían
llevar un libro de cuentas y su balance ser siempre positivo, es decir, obtener
más ingresos que pagos, pues de lo contrario nunca se obtendrá la tan ansiada
libertad financiera. Es fundamental tener un buen plan financiero y unos
objetivos definidos en el tiempo. «Es cierto que el dinero no puede comprar la
felicidad —afirmaba George S. Clason— pero hace posible que usted disfrute de
lo mejor que el mundo tiene para ofrecer». Encontrarás el camino a la riqueza
cuando consigas que una parte de todo lo que ganes sea tuya para guardarla.
Págate a ti primero (conservar como mínimo un diez por ciento debería
considerarse como un «gasto» obligatorio); luego, haz que tus ahorros trabajen
para ti (reinvirtiendo y capitalizando las plusvalías), convierte el dinero en tu
esclavo.
«Más de lo mismo» —pensó, acordándose de su amigo Richard.
—La mayor parte de las personas llevan profundamente grabado el guion de
lo que yo denomino «mentalidad de escasez». Ven la vida como si hubiera pocas
cosas, solo imaginan una única tarta y piensan que, si alguien consigue un trozo
grande, necesariamente otro se quedará con menos parte. La mentalidad de la
escasez es un paradigma erróneo de suma cero: si yo gano, otro tiene que perder
necesariamente. Lo cierto es que en el mundo hay riqueza abundante para todos,
y es una riqueza creciente en el tiempo.
—Sí, pero es más fácil tener una «mentalidad de la abundancia» si se es ya
rico.
—La seguridad económica no depende únicamente del patrimonio que
tengamos sino, más bien, y sobre todo, de nuestra capacidad para pensar,
aprender, crear y adaptarnos a un entorno cambiante. La base de la verdadera
independencia financiera no descansa en tener un gran capital, sino en el poder
para generarlo. Los bienes materiales son efímeros, pueden desaparecer como
consecuencia de guerras, expropiaciones, desastres naturales, etc. De ahí que la
protección que debemos buscar no sea la externa, basada en esas posesiones,
sino la interna, fundamentada en nuestra inteligencia y valores positivos.
No hay más salida que la formación; invariablemente concluimos lo mismo
—meditó Alicia, a quien su viaje a Wall Street se le antojaba fantástico y
agotador.
—Daniel Gilbert no lo pudo resumir con menos palabras: «La sociedad quiere
que consumamos, no que seamos felices». Creemos que alcanzaremos la
auténtica felicidad si logramos disponer de más comodidades y riquezas, pero
nos equivocamos. La felicidad no es el resultado de satisfacer nuestros deseos
materiales. La felicidad se esconde tras el noble esfuerzo, tras la vida útil y tras
nuestra entrega incondicional (sin esperar recompensas ni agradecimientos) al
prójimo. Como decía Richard I. Evans: «Los hijos no nos recordarán por las
cosas materiales que les dimos, sino por la convicción de que los quisimos». En
lo transitorio y en lo perecedero no encontraremos más que frustración. Muchas
veces son los ojos de los demás, no los nuestros, los que nos arruinan, ya que,
para poder presumir ante los otros, con demasiada frecuencia incurrimos en
gastos innecesarios. Emerson proclamó que ser tú mismo en un mundo que
intenta constantemente convertirte en otro acaso sea el mayor de los logros. Ser
capaces de vivir austeramente en un entorno de abundancia es un reto importante
y un valor que trasmitir a las futuras generaciones. Despilfarrar aquello de lo que
muchas personas carecen es inmoral. Tener acceso no equivale a tener derecho a
usar inadecuadamente los recursos. No permitamos que nuestros hijos
derrochen, porque se habituarán con ello a conducirse de forma egoísta en otros
campos y circunstancias; abusarán de los recursos, de las palabras, de las
personas, desperdiciarán oportunidades, agotarán los medios y crearán un mundo
menos justo y solidario.
Empezaba a odiar el ahorro y el interés compuesto. Miraba y remiraba su
paquete de chicles y éstos le parecían demasiado caros.
—Aclaremos una cosa. Inmersos en esta devastadora crisis, son muchos los
que afirman que hay que gastar más sin importar en qué, que debemos consumir
indiscriminadamente para incentivar la producción y disminuir el paro —apuntó
Alicia.
—No todos defienden esa falacia. Para gastar más, siguiendo esas tesis
keynesianas, no se les ocurre nada mejor que imprimir ingentes cantidades de
dinero que, al no estar soportadas por el patrón oro, provocarán un aumento de
los precios y una disminución del poder adquisitivo de los ciudadanos. Keynes
alegaba que para salir de las recesiones había que aumentar el gasto público,
aunque se contratara gente para enterrar botellas que luego otros debían
desenterrar. ¿Crees que eso genera riqueza?
—Por ese motivo Ben y Warren me dicen que compre acciones
—interrumpió Alicia—, porque el dinero valdrá cada vez menos. ¿No es así?
—¡Justo!, por eso mismo —certificó Dale—. Y, además, ofrecen ese dinero a
unos intereses (impuestos a golpe de decreto) extremadamente bajos con la
finalidad de que nos endeudemos aún más. Fomentar más deuda cuando esta ha
sido la principal causa de la última crisis financiera es una medida genial. ¿No te
parece? —añadió Dale, con sorna—. No te sientas mal ahorrando. Ahorra todo
lo que puedas, porque con ello contribuirás al crecimiento futuro y sano de las
empresas. El ahorro es fundamental para generar inversión; eso lo defendió
Hayek, premio Nobel de la escuela austríaca de economía. Fabricar más dinero
de la nada, sin aumentar los factores productivos que generen una riqueza real y
sostenible en el tiempo, provoca una hiperinflación empobrecedora. Aunque no
te lo creas, en las burbujas expansivas es donde se destruye la riqueza. En esos
booms desaforados todo vale. Cualquier inversión y proyecto, por inútil que sea,
puede dar beneficios iniciales. Es en las crisis, en los cracs, donde todo vuelve a
su orden lógico, saliendo reforzados los proyectos empresariales sanos y viables
y hundiéndose los que solo vendían humo. Como decía Buffett: «Solo cuando
baja la marea sabemos quién se bañaba desnudo». Si el omnipotente Estado
fiscalizador (mediante subsidios y rescates indiscriminados) ayuda y rescata a
esos negocios absurdos, penalizará aquellos sectores productivos rentables y con
ello perpetuará y acentuará la crisis. El intervencionismo estatal es nefasto. La
libertad de mercados, en cambio, sí conduce a la prosperidad. Los bienes son
limitados, y una redistribución injusta y coercitiva amparada por ese Estado
justiciero implica premiar a los malos castigando, necesariamente, a los buenos.
Los Estados (con políticas de expansión crediticia y agresivas medidas fiscales
confiscatorias) distorsionan los modelos de negocio futuros y generan
incertidumbre e inseguridad en cuanto a la toma de decisiones eficientes. Como
afirman Carlos Rodríguez Braun y Juan Ramón Rallo: «La gran recesión fue
producto no de la desregulación o la codicia, sino del excesivo intervencionismo
del Gobierno sobre la moneda, la banca y los mercados financieros».
—Hablábamos del consumismo, luego hemos comentado el ahorro y el
liberalismo. Podríamos disertar, de paso, sobre la felicidad, la tecnología, la…
—El actual desarrollo tecnológico —interrumpió Dale, a quien no se le
podían dar ideas— nos aísla aún más de nuestra familia. Los norteamericanos
permanecen, de media, unas tres horas diarias delante de la televisión y ahora,
además, están el ordenador, las tabletas, las redes sociales, etc. Ya no hay tiempo
para hablar con el abuelo ni para leer cuentos a los niños. Nuestros antepasados
tenían menos botones que apretar, pero no por ello eran más infelices. Esa
inmersión tecnológica aumenta exponencialmente nuestra exposición a la
publicidad y se multiplican las «necesidades» que nos impone la sociedad
consumista. La mayoría de compras son compulsivas y tan solo nos aportan unos
pocos minutos de felicidad. Nuestro vacío existencial hace que pensemos que
adquiriendo más y más cosas (la mayoría de ellas inútiles) seremos más felices,
y la felicidad consiste en querer y disfrutar de lo que tenemos, no en poseer más
objetos. Antes de comprar algo deberíamos plantearnos si realmente lo
necesitamos y cuestionarnos si es necesario poseerlo inmediatamente.
—Sí, todo eso me lo han explicado ya Jason y Richard —afirmó Alicia con
cierto tono recriminatorio y reforzando la entonación en el «ya».
—Siempre es bueno recordarlo.
—¿Puedo contar una historia? Está relacionada con el tema —observó Alicia.
—Por supuesto, siempre he defendido que para que la gente nos aprecie
debemos, más que hablar excesivamente, como estoy haciendo yo, escuchar con
atención. De hecho, aprendemos más cuando escuchamos; por algo tenemos dos
orejas y tan solo una boca.
—Mi abuelo era español, nació en un pueblo de once casas, en el prepirineo
de Huesca, en la Sierra de Guara. La economía era de subsistencia. La aldea
murió en la década de los años sesenta sin haber llegado a conocer la
electricidad, el agua corriente ni el teléfono. Nunca hubo carros, el empinado y
escarpado terreno no lo permitía. Jamás llegó carretera ni pista alguna a Otín; la
más cercana estaba a dos horas de camino de caballería. En esas condiciones de
vida tan duras los niños fueron siempre felices, sus juguetes eran las piedras, los
animales, la tierra, los árboles, el cielo… la vida misma. Jerónimo, mi abuelo,
me habló de una caja de madera de nogal negro: la caja de la felicidad. De vez
en cuando su padre reunía a sus siete hijos y la abría. ¿Qué riquezas contenía?
Muchas y muy valiosas. Grandes tesoros a los ojos de aquellos niños, como
restos de una barra de turrón de guirlache, trozos de chocolate, alguna galleta,
caramelos (no muchos), nueces… Pero, sobre todo, aquella caja de madera de
nogal negro, la caja de la felicidad, guardaba mucho amor.
Dale notó cómo Alicia hacía grandes esfuerzos para contener unas lágrimas
que finalmente surcaron, cual ríos liberadores, sus sonrosados pómulos.
—¿Alguien de tu familia conserva esa caja? Es una historia emotiva.
—Casi todo desapareció con el pueblo, pero sí atesoro una pequeña cajita de
madera de boj, exquisitamente tallada por mi abuelo Jerónimo con una simple
navaja y con paciencia de pastor. Tiene un mecanismo secreto, simple e
ingenioso, que impide su apertura. Por cierto, ¿sabías que la madera de boj,
recién cortada, es tan densa que no flota en el agua?
—Eso prueba que no hay verdades absolutas. ¡Hay maderas que no flotan!
Tampoco lo hacen la de ébano ni la de palo fierro. Son maderas eternas —
concluyó Dale—. ¿Podemos continuar?
La pequeña asintió con un leve gesto al tiempo que enjugaba sus últimas
lágrimas.
—¡Un momento! —reaccionó Alicia—. ¡En ciencia sí hay verdades
absolutas! Existen leyes constantes de la física que necesariamente se cumplen.
Se me ocurre como ejemplo la ley de la gravedad.
—Y también que no es posible superar la velocidad de la luz —añadió Dale.
—Así es.
—Se han descubierto unas partículas subatómicas, los neutrinos, que tienen
una masa de menos de una milmillonésima de la masa de un átomo de
hidrógeno. Son producidos por la radiación cósmica y un ser humano es
atravesado por miles de millones de neutrinos cada segundo. Se necesita una
pared de plomo de un espesor superior a un año luz para poder detenerlos.
—Si la pared de plomo tuviera un segundo-luz de grosor, tendría
300.000 km de espesor.
—¿Me estás tomando el pelo?
—En absoluto. A lo que iba, según recientes experimentos todavía por
confirmar, parece ser que esos entes asombrosos podrían, aunque por muy poco,
superar la velocidad de la luz y, si eso es cierto, se añadiría una nueva dimensión
a la teoría de la relatividad de Einstein.
Alicia no podía dejar de pensar en cómo serían capaces de frenar a los
neutrinos.
—¿Qué comentábamos? ¡Ah, sí! Una cosa es necesitar y otra, bien distinta,
desear. Tras la satisfacción de un impaciente deseo, frívolo y codicioso,
aparecerán cinco más. Ya lo decía Miguel de Unamuno: «No des a nadie lo que
te pida, sino lo que entiendes que necesita; y soporta luego la ingratitud».
Recuerda también las sensatas palabras de Logan Pearsall Smith: «Hay dos
cosas que deben perseguirse en la vida; la primera es conseguir lo que se quiere
y después disfrutar de ello. Solo los más sabios logran lo segundo». Son miles
los aforismos, citaré tan solo uno más, de Robert Brauli: «Disfruta de las
pequeñas cosas porque tal vez un día vuelvas la vista atrás y te des cuenta de que
eran “las grandes cosas”».
Se sinceró consigo misma y reconoció que, a pesar de no ser caprichosa, sus
padres le habían brindado más cosas de las estrictamente necesarias. Dale
continuó, impertérrito.
—Decía W. Beran Wolfe: «Si observas una persona feliz, la encontrarás
construyendo un barco, escribiendo una sinfonía, educando a sus hijos,
plantando dalias en su jardín o buscando huevos de dinosaurio en el desierto de
Gobi. No la encontrarás buscando la felicidad como si fuera la cuenta de un
collar que se ha deslizado bajo el radiador». Si quieres ser más feliz, haz más
cosas de las que te hacen feliz. Parece una perogrullada, pero es una idea cargada
de sentido común. Ser consecuentes realizando nuestros anhelos y no
contraviniendo nuestras ideas fundamentales es una de las claves de la felicidad.
Los niños desbordan alegría porque se vuelcan en las tareas que brotan de sus
corazones; luego, los imponderables de la vida se encargan de matar sus
ilusiones. ¿Dónde están esos sueños infantiles, esas ansias juveniles por
transformar el mundo? ¿Dónde murieron nuestros ideales? No ignoremos que el
abandono de nuestras creencias conduce a la desdicha. No cabe la felicidad si los
compromisos no concuerdan con las convicciones.
Dale disertaba con la fluidez de un gran orador. Alicia dedujo que en Wall
Street todos coleccionaban aforismos.
—El hombre moderno —continuó Dale— asocia la felicidad al mero hecho
de divertirse consumiendo ocio, cultura, espiritualidad, compras, viajes,
deportes, bebidas, espectáculos… y a devorarlo todo a un ritmo vertiginoso
donde se prima la cantidad y la acumulación por encima de la asimilación y del
auténtico disfrute. La sociedad nos convence de que la finalidad última de
nuestra existencia y la que nos colmará de felicidad es la de consumir. No nos
dejemos engañar, todo eso es una falacia, no seremos auténticamente felices si
no somos capaces de amarnos a nosotros mismos y de permanecer a solas en
silencio, meditando sobre nuestras ideas y objetivos en la vida. Únicamente
cuando estemos enteramente satisfechos con nosotros mismos, solo cuando nos
amemos, seremos capaces de amar a los demás y ser felices.
«En Wall Street todos parecen haber olvidado que tengo tan solo trece años»
—pensó nuestra pequeña aventurera.
—Para ser maestros en cualquier arte (más aún en el de amar) es
imprescindible aplicar tres virtudes olvidadas: la disciplina, la concentración y la
paciencia. Desgraciadamente, la vida nos arrastra a lo contrario. El hombre
civilizado se siente coartado y controlado en su trabajo y reacciona aplicando a
su tiempo libre una total indisciplina que le conduce a actividades escapistas
carentes de sentido. Se tiende a realizar todo a la vez, cuantas más cosas mejor.
Pero el ejecutar un sinfín de tareas al mismo tiempo (de forma superficial y
desconcentrada), lejos de estimularnos, nos deprime y agota. ¿Y qué decir de la
paciencia? Todo lo queremos a la voz de ¡ya! —dijo mostrando un pequeño
libro.
Alicia apenas pudo adivinar el título: El arte de amar.
—¿Conoces a Erich Fromm? —Dale empezó a leer sin esperar respuesta—:
«Mientras tememos conscientemente no ser amados, el temor real, aunque
habitualmente inconsciente, es el de amar. Amar significa comprometerse sin
garantías, entregarse totalmente con la esperanza de producir amor en la persona
amada» —hizo una breve pausa pasando algunas páginas hasta llegar al siguiente
punto marcado—. «Nuestra sociedad está regida por una burocracia
administrativa, por políticos profesionales; los individuos son motivados por
sugestiones colectivas; su finalidad es producir más y consumir más, como
objetivos en sí mismos. Todas las actividades están subordinadas a metas
económicas, los medios se han convertido en fines; el hombre es un autómata
(bien alimentado, bien vestido, pero sin interés fundamental alguno en lo que
constituye su cualidad y función peculiarmente humana)».
Alicia memorizó: El arte de amar.
—Sé generosa. Los mayores enemigos del amor son el egoísmo y la codicia.
La codicia nos hace envidiosos e insaciables, nos entierra en un pozo sin fondo
que nunca colmaremos e inevitablemente nos aboca a la desdicha.
De repente se descolgaron del cielo, en un pausado descenso, millares de
livianos papelitos de seda. Alicia leyó su mensaje:
«Aunque no tenga otras cualidades, me basta el amor para triunfar.
Sin él fracasaré, aunque posea toda la sabiduría y todas las
habilidades del mundo.
Saludaré este día con amor en mi corazón».
Og Mandino
—Dar para recibir —continuó Dale—, esa es la clave y en ese orden. Primero
debemos ofrecer generosa y desinteresadamente a nuestros afines lo que
necesitan. Luego, ellos nos darán lo que nosotros precisamos. La mayoría de las
personas lo hacen al revés. En nuestra sociedad de las transacciones materiales y
espirituales, donde a todo le ponemos un precio, la gente quiere obtener algún
beneficio de los demás y se frustra si no lo consigue. Esa desesperación, esa
impotencia, ante el deseo no conseguido, suele llevarnos, en un acto de dañina
venganza, a querer castigar al que no ha satisfecho nuestras expectativas. La
represalia aún nos distancia más (en un círculo vicioso que se retroalimenta) de
nuestro objetivo inicial y solo conduce al desencuentro y la frustración. El
egoísmo nos encamina al fracaso. Démonos incondicionalmente a los demás y
recibiremos mucho más que adoptando una postura egocéntrica. Esta es una de
las ideas que más satisfacciones y felicidad aportarán a tu vida. Recuerda: «En la
medida en que usted le da a los demás lo que necesitan, ellos le darán lo que
usted necesita».
«Dar para recibir. Parece simple », reflexionó Alicia.
—¿Te gusta el arte? —preguntó Dale.
—¿Y a quién no?
—Aseguran que el Hermitage de San Petersburgo es el museo con más obras
de arte del mundo. Si nos detuviéramos tan solo un minuto delante de cada
pieza, tardaríamos cinco años en verlas todas. Estaba contemplando Danae, de
Tiziano, cuando entró apresuradamente una pareja con sus dos hijos. Uno de los
niños se detuvo a mi lado dispuesto a disfrutar del cuadro, pero su padre lo
agarró del antebrazo y, tirando de él, le dijo al tiempo que fotografiaba el cuadro:
«Carlos, si nos paramos a mirar no tendremos tiempo de ver nada».
—Vivimos acelerados. Mi padre hace tiempo que viaja sin su cámara. Piensa
que los turistas que disparan indiscriminadamente centenares de fotografías (en
los museos, en las ciudades, en sus viajes) ven mucho menos que los que
disfrutan de una contemplación menos posesiva, simplemente con sus ojos.
—Tiene razón. El que fotografía cuadros no los admira. Es mejor comprar un
libro de arte. Además, con la revolución digital y la posibilidad de almacenar
infinitas imágenes sin coste alguno, modificándolas después en el ordenador,
somos mucho menos cuidadosos y observadores. Un día escuché cómo un turista
le decía a su compañero de viaje que ya tenía más de ochocientas imágenes y,
créetelo, llevaba tan solo tres días de crucero.
—No seré yo quien las soporte —interrumpió Alicia.
—Recientemente, acompañé al parque zoológico a unos amigos míos que
están enseñando a su hija el difícil arte de la fotografía y observé, con sorpresa,
cómo la niña acechaba con su cámara a los animales; andaba y desandaba
sigilosamente el camino en busca del mejor encuadre. Cuando le pregunté por
qué se tomaba tantas molestias para recoger una instantánea, me contestó que a
lo largo de su visita al zoológico solo podía hacer cinco fotografías. ¡Será una
gran fotógrafa!
Alicia se acordó de su cámara. Se la había dejado en casa, pero se consoló
pensando que le hubiera sido más útil una grabadora.
—Warren fue alumno mío. Tenía veinte años cuando asistió a uno de mis
seminarios de autoayuda. Él dice que fue la mejor inversión de su vida. El mayor
honor que pudo hacerme fue colgar el diploma de mi curso en su despacho de
Omaha cuando ni siquiera tiene a la vista el título de economista obtenido (con
Matrícula de Honor) en la Columbia Business School, con Ben Graham. Dime,
¿te gustan los helados?
—Me encantan. Y también las pizzas, y el queso, y los pasteles y…
—No sigas. ¿Tienes hambre, verdad?
—Muchísima.
—¿Quieres tomar uno de fresa?
—Sí, sí… creo que necesito uno gigante.
—¿Deseas ver pronto a tus padres?
—Sí, mucho.
—¿Estás aprendiendo muchas cosas en Wall Street?
—Sí, por supuesto —dijo apresurándose a capturar el helado apenas lo
vislumbró en la mano de Dale.
—¿Eres feliz?
—Sí… claro que sí.
—¡Lo conseguí! Deseaba que admitieras tu felicidad. Casi nunca falla,
siempre que quieras que alguien te dé un sí (a alguna de tus peticiones
importantes) debes empezar por intentar arrancarle unas cuantas afirmaciones
previas. En eso consiste el método socrático. Para inducir a dar un sí a su
solicitud final (la fundamental), Sócrates formulaba una retahíla de continuas
preguntas con las cuales su «víctima» tenía que estar forzosamente de acuerdo.
Si tu propuesta principal es la primera en ser presentada, te arriesgas a que reciba
un no por respuesta y esa negativa constituya una barrera casi infranqueable, ya
que (aunque después convenzas a tu interlocutor con tus razonamientos de que
ese «no» fue lanzado irreflexivamente al aire) su orgullo hará que difícilmente se
desdiga.
Pensó en Dale como un prestidigitador del lenguaje.
—Por cierto, se me ocurre un divertido juego mental. Relájate e imagínate
que estás en el campo, en una extensa pradera, y que un roble centenario se
presenta ante ti, majestuoso, con su ancestral tronco rugoso y sus voluptuosas
ramas repletas de verdes hojas primaverales. ¿Lo visualizas?
—Sí, estoy concentrada —dijo mientras pensaba que Dale no le daría nunca
ninguna oportunidad para replicar con un no.
—Piensa que los robles no dan manzanas, así que no te equivoques y no
evoques ninguna manzana roja colgando del viejo quejigo. No, no hay manzanas
rojas en los robles… Ninguna manzana roja adorna tu árbol. Dale notó cómo
Alicia fruncía el ceño y pareció disfrutar con su desigual lucha para no imaginar
manzanas rojas.
—Ya puedes abrir los ojos. ¿Tenía bellotas tu roble?
—He visto las ramas dobladas por el peso de las manzanas. ¡Todo el suelo
estaba alfombrado con ellas! —admitió derrotada.
—Para el cerebro la palabra «no» no existe. Tiende a ignorarla, ya que el
lenguaje humano nació hace apenas unas decenas de miles de años. Nuestra
genética está anclada en la edad de piedra y eso implica que el cerebro no ve
palabras sino imágenes. Si piensas: «No voy a fracasar», tu mente eliminará ese
«no» y todo quedará en «voy a fracasar» y, sin saberlo, habrás gestado la imagen
de tu derrota. Tus pensamientos deben formularse siempre en positivo. Debes
lanzar el mensaje de «voy a tener éxito». Por eso sirve de poco llamar la
atención de un niño diciéndole que no pinte la pared, ya que con ello
reforzaremos esa conducta. Es mejor premiar los buenos hábitos que castigar los
malos comportamientos. Seamos siempre calurosos en nuestra aprobación y
generosos en nuestros elogios ante su buen proceder, y no prestemos demasiada
atención a sus travesuras, pues ésa es la mejor manera de potenciar una actitud
correcta. Ahora está de moda la física cuántica y el estudio del poder que ejerce
sobre nuestros pensamientos, pero no hay nada nuevo, todo está ya inventado
desde los filósofos clásicos. En su libro de 1902, Como el hombre piensa, así es
su vida, James Allen ya desveló el poder que tienen nuestras ideas. El destino del
ser humano está sustentado, en buena parte, por los conceptos e imágenes que
alberga su mente. El hombre es lo que piensa. Todo lo que nos ocurre en nuestra
vida, el éxito, la riqueza, los negocios, la felicidad, no es más que la
representación externa de lo que previamente ha creado nuestra mente. Con los
pensamientos creamos hábitos, atraemos las circunstancias y labramos nuestro
destino. Nuestra actitud personal y nuestra manera de pensar es lo que
determina, en buena medida, nuestra calidad de vida. «Cuando cambia la manera
en que vemos las cosas, las cosas que vemos cambian». Pero, ¡cuidado!, las
personas no atraen hacia ellas aquello que quieren, sino aquello que son. Una
gran mayoría están ansiosas por mejorar las circunstancias, pero no están
dispuestas a mejorarse a sí mismas, por eso permanecen ancladas en un círculo
vicioso que conduce al fracaso. El magnate Bunker Hunt definió claramente los
tres pasos que conducen al éxito: «En primer lugar, uno decide expresamente lo
que quiere; en segundo lugar, decide si está dispuesto a pagar el precio necesario
para conseguirlo. Y luego hay que pagar ese precio».
Alicia no acababa de entenderlo, pero no se atrevió a solicitar aclaraciones
por miedo a recibir más explicaciones.
—Los intentos desesperados por mantener alejados nuestros sentimientos
negativos, bloqueándolos en el olvido, producen el efecto contrario. No
deberíamos empeñarnos en rechazar los pensamientos nocivos. Dejémosles la
puerta abierta para que puedan circular libremente. No les prestemos excesiva
atención y, aburridos, desencantados ante nuestra indiferencia, esas ideas
dañinas, tales como la envidia, la codicia, la ansiedad o el miedo nos dejarán
finalmente en paz para buscar otro cerebro más combativo que sí les dedique el
tiempo y el «cariño» suficiente que esos entes hostiles demandan. En palabras de
Tal Ben-Shahar: «El intento de suprimir activamente un pensamiento, de
combatirlo y bloquearlo, lo mantiene vivo e intenso». Recuerda tus intentos
baldíos por no imaginar las manzanas rojas.
No permitamos que ningún pensamiento «con los pies sucios» entre en
nuestro cerebro. Trató de recordar dónde había leído esa expresión que parecía
contradecir lo afirmado por muchos psicólogos.
—Si empezamos a ver defectos en nuestra pareja y pensamos obsesivamente
en ellos, cada vez encontraremos más y más, y ello nos conducirá al
desencuentro y probablemente a la separación.
—Eso sí lo entiendo.
—¿Y lo anterior? —puntualizó Dale, a quien no se le escapaba nada.
—También —contestó mirando de soslayo a Dale—. ¡Sí!, ¡sí!… Como un
hombre piensa, así es —exclamó con el tono más convincente que pudo.
—Un científico de Arizona —continuó Dale— realizó un experimento con un
condenado a muerte del estado de Missouri. El reo aceptó sustituir la silla
eléctrica por una ejecución indolora. Se le informó de que le practicarían un
corte lo suficientemente profundo en su muñeca como para morir desangrado. Su
sangre iría cayendo en un recipiente. Existía una pequeñísima probabilidad de
sobrevivir, supuesto en el que sería liberado. Lo amarraron a la cama del hospital
y le hicieron una incisión tan superficial que no afectó a ningún vaso sanguíneo
vital. Debajo de la cama había un recipiente con agua y, mediante una válvula, el
ejecutor iba regulando la fuerza del goteo, que podía oír el preso. El condenado
pensó que se estaba desangrando y falleció de paro cardíaco sin haber perdido ni
una sola gota de sangre. Eso demuestra que el poder de nuestros pensamientos es
inmenso. La mente acepta los mensajes que le mandamos y, en muchas
ocasiones, no distingue lo real de lo fantástico. Por eso el mentiroso compulsivo,
con el tiempo, puede llegar a convencerse de que dice la verdad.
Quedó petrificada ante el relato.
—Se le llama muerte por inhibición psíquica y está recogida en el tratado del
doctor J. A. Gisbert Calabuig titulado Medicina legal y toxicología. En ese texto
se explica el caso de un hombre que se quedó encerrado accidentalmente en una
gran cámara frigorífica. Al día siguiente lo encontraron muerto. En las paredes
había ido escribiendo todos los síntomas de congelación que iba sufriendo. La
sorpresa fue comprobar que la cámara estaba desconectada y que la temperatura
exterior e interior eran idénticas.
Un largo silencio, tenso y sobrecogedor, envolvió a nuestros dos personajes.
—El doctor Camilo Cruz fue tajante al afirmar que las limitaciones que nos
autoimponemos la mayoría de las veces no existen, no son reales y solo existen
en nuestro pensamiento. Son esas ideas coercitivas las que nos impiden alcanzar
todo nuestro potencial.
—¿Puedes explicármelo con un ejemplo?
—Te expondré una anécdota recogida en el original libro del doctor Cruz: La
vaca. Para Cruz —trató de explicar Dale— nuestras «vacas» son las excusas, los
pensamientos irracionales, el conformismo… Y hasta que no nos liberemos de
esas «vacas» no alcanzaremos el éxito.
—¡La vaca! —repitió sorprendida.
—El récord de la milla era una «vaca» —prosiguió Dale—. Registrado en
1903, estaba en 4 minutos y 12,75 segundos, un tiempo que los expertos
consideraban imbatible. Los médicos aseguraban que, en esa distancia, bajar de
cuatro minutos era imposible para el ser humano y que cualquiera que lo
intentara moriría por el esfuerzo. Durante casi sesenta años nadie «se atrevió» a
batir esa marca; pero un día Roger Bannister, un estudiante de medicina de
veinticinco años, anunció públicamente que correría la milla en menos de cuatro
minutos. Nuestro héroe cumplió su promesa. Lo hizo en 3 minutos y 59,4
segundos y sobrevivió. El mito había caído. Tan solo cuatro meses después de su
hazaña, otros seis atletas bajaron de los cuatro minutos. Cuando le preguntaron a
Bannister cómo era posible que tantos deportistas en tan corto espacio de tiempo
hubieran corrido la milla en menos de cuatro minutos, respondió: «Nada de esto
ocurrió porque de repente el ser humano se hubiera convertido en un ser más
rápido, sino porque entendió que no se trataba de una imposibilidad física, sino
de una barrera mental».
La memoria de Dale era prodigiosa.
—¿Sabías que una persona tiene unos sesenta mil pensamientos diarios y que
el noventa y nueve por ciento de ellos se repiten, los mismos, todos los días? Es
la tiranía del pensamiento empobrecido la que nos impide mejorar. Escucha otra
gesta deportiva, ilustrativa del poder limitante de las barreras mentales: el
estratosférico salto de longitud realizado en los Juegos Olímpicos de México en
1968 por Bob Beamon, quien voló 8,90 m (57 cm más que el anterior récord
mundial). Se tardaron veintidós años en batirlo, ocurrió en los mundiales de
Tokio y, curiosamente, lo consiguieron dos atletas en el mismo día: Mike Powell
(8,95 m) y Carl Lewis (8,91 m). El salto de Lewis no fue homologado por
haberse beneficiado de excesivo viento a favor, pero eso poco importaba —
sentenció Dale, que continuó impasible con su discurso—. Nuestro cerebro se
defiende ignorando lo que no nos es útil. No oímos el infernal ruido del tráfico
de las calles porque los filtros cerebrales eliminan aquellos estímulos
innecesarios y dañinos; en cambio, una madre se despierta al mínimo
movimiento de su bebé. No podemos, tampoco, pensar en dos ideas
contrapuestas a la vez, de ahí el éxito de la terapia cognitiva y ocupacional para
eliminar nuestras preocupaciones. Escucha el siguiente relato: «Los salmones del
río Rhin realizan anualmente un increíble viaje migratorio al océano Atlántico.
Siguen una ruta sorprendente. En lugar de pasar por el canal de la Mancha para
ir al Atlántico (en un viaje relativamente breve), suben hasta el extremo norte del
Reino Unido y dan la vuelta bordeando por Escocia. ¿Por qué? Hace tan solo
10.000 años las islas británicas formaban parte del continente europeo.
Concretando más, en el 6.555 a.C. una gran erosión abrió el actual canal de la
Mancha. Durante millones de años el único camino que tenían los salmones para
ganar el océano libre era precisamente el itinerario que siguen ahora. En sus
genes llevan grabada la ruta de Escocia, y si intentáramos desviarlos por el
trayecto corto, por el actual canal, se volverían locos».
Tras una pequeña pausa, Dale continuó.
—Durante cientos de miles de años el hombre solo debió preocuparse por su
supervivencia. Sin ir más lejos, en la época medieval una persona recibía menos
noticias, a lo largo de toda su vida, que ahora con uno solo de nuestros
periódicos, incluyendo también los deportivos. A principios del siglo XX la
acumulación de conocimientos se había duplicado en cien años. A mitades de
dicho siglo se doblaba cada veinticinco. Actualmente lo hace cada dos años. No
estamos adaptados para ese continuo estímulo, somos como salmones sin rumbo.
El hombre habita la tierra desde hace seis o siete millones de años, y la actual
especie, el homo sapiens, apenas tiene 200.000 años. Eso es un suspiro
comparado con la edad del planeta Tierra, estimada en unos 4.500 millones de
años. En tan solo cien años hemos pasado del arado romano a la era de las
nuevas tecnologías, las cuales nos bombardean con infinita información
imposible de digerir por nuestra mente, todavía ancestral. Seguimos
evolucionando biológicamente (como especie) a un ritmo lento y no podemos
adaptarnos a la trepidante velocidad del desarrollo tecnológico. Ese será uno de
los principales retos para la humanidad a lo largo de los próximos siglos.
Dale se detuvo unos instantes, meditó sobre su discurso, que reconoció
caótico y provocador.
—Lo siento, Warren me pidió que te desarrollara en unos pocos minutos
algunas de las ideas de mis seminarios. La premura hace que te las esté
inyectando en vena y, lo reconozco, un tanto desordenadas.
Alicia no protestó, pero pensó que esa continua transfusión, iniciada desde su
llegada a Wall Street, hacía que tuviera ya, por lo menos, dos millones de litros
de sangre, embebida en felicidad y conocimientos financieros, circulando por su
torturado córtex cerebral.
Dale le mostró una reproducción de un grabado y reclamó su atención sobre
un pequeño cuadrado con cuatro números por lado situado en la parte superior
derecha:
16 3 2 13
5 10 11 8
9 6 7 12
4 15 14 1
—Fíjate, Alicia. Este magnífico grabado es de Alberto Durero, lo tituló
Melancolía I y lo realizó en 1514. ¿Qué te llama la atención en él?
—En las dos casillas centrales de la última fila se lee esa fecha — afirmó un
tanto desilusionada al creerse capaz de resolver acertijos más complejos.
—Buena observación, pero hay más coincidencias. Todas las filas y columnas
suman 34. Es una cifra asociada a Júpiter y a las virtudes atribuidas a ese
planeta. Durero, gran aficionado a las matemáticas, fue el primero en publicar en
Europa (camuflado en su grabado) un cuadrado mágico.
—Y también las dos diagonales —exclamó Alicia tras unos segundos de
cálculo—. Es curioso, están todos los números, sin repetirse, del uno al dieciséis,
y hay diez maneras diferentes de sumar 34.
—Son ochenta y seis las combinaciones geométricas que permiten obtener
esa suma —concluyó Dale, mientras mostraba algunas de las claves:
(16+3+5+10) (2+13+11+8) (9+6+4+15) (7+12+14+1)
(3+5+12+14) (2+8+9+15)
(5+9+8+12) (3+2+15+14)
(10+11+6+7)
(16+13+4+1)
(16+2+9+7) (3+13+6+12)
(5+11+4+14) (10+8+15+1)
(16+2+5+11) (3+13+10+8) (9+7+4+14) (6+12+15+1)
(5+10+4+15) (11+8+14+1) (5+11+4+14) (10+8+15+1)
En el Templo de la Sagrada Familia de Barcelona, obra del genial arquitecto
modernista Antoni Gaudí, el escultor Josep Maria Subirachs cinceló otro
cuadrado de 4 x 4 en el que la constante mágica es 33, edad a la que fue
crucificado Jesucristo.
La pequeña agradeció el descanso y no pudo evitar cavilar cómo sería su
nuevo profesor de matemáticas.
—Para alcanzar el éxito hay que tener amigos, buenos amigos, amigos más
inteligentes y trabajadores que nosotros mismos. Recuerda que quien no sea algo
mejor que tú no te llevará algo más lejos; pero lo fundamental es que esos
amigos sean excelentes personas —matizó Dale.
Dedujo que para Dale la amistad debía de ser muy importante, porque había
repetido la palabra amigos cuatro veces en apenas dos frases.
—Ahora está de moda el networking, pero lo que parece un hallazgo, una
novedad, también estaba ya inventado.
Alicia apenas aprovechó el helado de fresa, la mayor parte de él teñía de rojo
su falda de cuadros, cual obra de arte abstracto.
—El doctor Osler nos enseñó sabiamente que la manera más eficaz de
prepararse para el mañana requiere concentrarse con toda nuestra inteligencia y
entusiasmo en hacer bien el trabajo de hoy. Solo la excelencia nos colmará de
felicidad y nos conducirá al éxito. Deberíamos ejecutar nuestras tareas sin
excesiva dilación y por orden de prioridades. Postergar nuestros deberes conduce
a la angustia y a la preocupación, perdiendo con esa perezosa actitud parte de
nuestra capacidad de decisión y de buen juicio. Posponer las tareas provoca una
inquietud que nos bloquea y desconcentra, impidiéndonos pensar lógicamente.
Como manifestaba Goethe: «La naturaleza no conoce pausa en el progreso y el
desarrollo y castiga toda indecisión». Y Séneca sentenció que los que renuncian
son más numerosos que los que fracasan.
Se acordó de su hermano, cuya orgullosa divisa heráldica reza: «No hagas
hoy lo que puedas hacer mañana».
—Vivimos angustiados ignorando que el principal motivo de esa ansiedad
radica en no tener la suficiente información sobre la cual tomar nuestras
decisiones. Las preocupaciones suelen evaporarse a la luz del conocimiento.
«Debo perderme en la acción —dijo Arthur Hallan— para no marchitarme en la
desesperación». El conocimiento se convierte en poder solo a través de la acción.
De nada sirve estar cultivado en mil materias si no conseguimos que nuestro
acervo cultural sea útil a los demás. La acción es una de las claves del éxito.
¡Actúa! ¡Ponte en marcha! ¡Hazlo hoy! Como proclamó Marco Aurelio: «No
actúes como si fueras a vivir mil años». Habrás oído el archiconocido refrán
popular «no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy», pero te sorprenderá
saber que esas palabras son de Benjamin Franklin. En ese viaje a la acción
encontrarás siempre alguien que te recordará las cosas que no puedes hacer, así
que procura que te encuentre haciéndolas. Hermann Hesse confirma esa idea:
«Para que surja lo posible es preciso intentar, una y otra vez, lo imposible».
Sostenía Edison: «Los que dicen que es imposible no deberían interrumpir a los
que lo están haciendo». No olvidemos que el mejor momento para plantar un
árbol fue hace cien años, ni tampoco que el segundo mejor es hoy mismo. La
mayor parte de los problemas que nos agobian nunca llegan a materializarse
porque son preocupaciones irreales, gestadas tan solo en nuestra imaginación.
Además, solemos enfrentarnos a los grandes desastres de la vida con valor, pero
permitimos que las pequeñeces diarias nos venzan. «Mi vida estuvo llena de
desgracias, muchas de las cuales jamás sucedieron», confesó René Descartes
poco antes de morir.
Hallan, Marco Aurelio, Franklin, Hesse, Edison, Descartes… Alicia contó
hasta seis citas en apenas un santiamén, y además había que plantar un árbol.
¡Increíble!
—«Cualquier idea poderosa es absolutamente fascinante y absolutamente
inútil hasta que decidamos usarla». Lo siento Alicia, son palabras de Richard
Bach, me había olvidado de comentarlas. Por cierto, la acción tiene que ser
meditada. Thomas Mann lo expresó así: «Pensad como hombres de acción,
actuad como hombres pensantes».
—Sí, pero hay refranes populares que contradicen eso de que hay que realizar
las cosas inmediatamente. Hay quien asegura que no por mucho madrugar
amanece más temprano —precisó Alicia.
—En parte, tienes razón. Henry Ford tenía escasos estudios académicos, pero
poseía una personalidad arrolladora. Siempre se rodeó de los mejores y su
capacidad de trabajo le permitía solucionar muchos problemas —los mismos en
los que se ahogaban otros competidores—, pero cuando no podía vencer los
imponderables de sus negocios, antes que estos bloquearan aquello que sí podía
resolver, hacía honor a su idea de que «cuando no puedo arreglar las cosas, dejo
que se arreglen solas». Peter Druker afirmó que «las personas efectivas no se
orientan hacia los problemas, sino hacia las oportunidades». Alimentan las
circunstancias favorables y dejan morir de inanición los obstáculos. Sus crisis y
preocupaciones se reducen hasta adquirir proporciones manejables porque
anticipan las dificultades, trabajando sobre las raíces de los problemas y
adoptando medidas positivas.
—Estoy de acuerdo con Henry Ford. En mis exámenes escolares siempre sigo
la estrategia de abordar al principio lo más sencillo; en el ínterin, mientras
afronto las preguntas más difíciles, la solución se ha ido gestando en mi
subconsciente.
—Casi siempre —prosiguió Dale— encontraremos motivos que justifiquen
nuestras excusas, nuestra cobardía y nuestro fracaso. Las disculpas siempre
tendrán aliados que nos den la razón, pero esas falsas excusas solo sirven para
disfrazar nuestra ignorancia y para camuflar la realidad a nuestro favor. Las
pueriles justificaciones nos alejan del éxito y atraen la vacua mediocridad. Las
personas que no alcanzan el éxito tienen un rasgo característico común:
«Conocen todas las razones que explican el fracaso y disponen de lo que
consideran que son toda clase de justificaciones para explicar su propia falta de
logros». Aceptar nuestros errores y asumir la responsabilidad nos permitirá
afrontar el problema, buscar soluciones y mejorarnos como personas. Camilo
Cruz concluyó: «Los grandes triunfadores aceptan los riesgos que generalmente
acompañan la búsqueda del éxito. Esa valentía, ese arranque, ese entendimiento
de que todo gran sueño demanda acción inmediata es lo que distingue al ganador
del perdedor. (…) En la vida no hay errores, solo lecciones que debemos
aprender, y si las ignoramos, seguirán presentándose de distintas maneras hasta
que decidamos aprenderlas».
—Yo también tengo una cita —remarcó Alicia con entonación firme y
vengativa—, es de Napoleon Hill: «El éxito no necesita explicaciones. El fracaso
no admite excusas».
—Fantástica. Ese aforismo resume gran parte de las densas explicaciones que
te he dado sobre el éxito y el fracaso.
Sonrió satisfecha.
—Las personas anhelamos, entre otras cosas, libertad, poder, salud, riqueza y
amor, pero lo cierto es que, camuflados tras esos objetivos, lo que de verdad
deseamos es la felicidad; así pues, buscamos indirectamente la felicidad fuera de
nosotros, a través de los bienes que se supone la atraerán, cuando en realidad la
felicidad está escondida ya en nuestro interior. La felicidad, Alicia, vive en ti. La
dicha surge de dar y entregar, no de recibir y retener.
«¡La felicidad vive en mí!», se repitió Alicia.
—¿Te he dicho que el enemigo del éxito no es el fracaso sino el
conformismo?
—Seguramente con otras palabras.
—La mayoría de la gente no tiene un propósito definido en la vida, no saben
cuál es el auténtico sentido de su existencia y las riquezas no acuden tras los
deseos, ya que éstas solo pueden conseguirse si hay planes definidos por
objetivos concretos y siempre apoyados en la perseverancia. Todo lo comentado
sobre la humildad, el coraje, la disciplina, la acción y la formación, está al
alcance de cualquiera, pero poner en práctica una sola de esas virtudes requiere
un esfuerzo formidable. Decía La Bruyère: «Cuesta más eliminar un solo defecto
que adquirir cien virtudes». ¿Por qué? El hombre suele ser conformista, es muy
duro salir del círculo de bienestar, cuestionar las ideas que durante décadas han
forjado su personalidad y rechazar ese yo coercitivo que ha arraigado en su
interior. Eso lo sabía Einstein: «Muy pocas personas son capaces de expresar
con ecuanimidad opiniones que difieran de los prejuicios de su propio medio
social, y la mayoría de los individuos ni siquiera llega a formar tales opiniones».
«Virtudes, esfuerzo, perseverancia…», repitió mentalmente nuestra
protagonista tratando de pedir ayuda al reconsiderar que, como Peter Pan, no
quería dejar de ser niña.
—Hazte preguntas y hazlo constantemente. No te creas las opiniones de los
demás sin confrontarlas y contrastarlas. El mismo Einstein sabía que la clave no
es encontrar la respuesta a viejas preguntas, sino hacernos nuevas preguntas,
preguntas que nunca antes nos hayamos formulado. Debemos romper las
cadenas y librarnos de esas ataduras que nos maniatan. F. M. Alexander declaró
que estamos encadenados a formas de movernos, a formas de pensar y a formas
de sentir. Somos esclavos de nuestros propios automatismos. Permanecemos
subyugados por nuestros hábitos y creencias limitantes, y solo cuando seamos
plenamente conscientes, analizando el sentido de cada uno de nuestros
razonamientos y actos, podremos liberarnos. ¿Por qué, estando desilusionados
con nuestras vidas, no somos capaces de potenciar la autoestima mejorando
ciertos aspectos de nuestra personalidad? La respuesta es simple: en realidad no
queremos cambiar porque ello implica un esfuerzo ímprobo. Significa renunciar
a nuestras ideas preconcebidas y preferimos refugiarnos bajo respuestas
automáticas. Durante años hemos sido escultores de nuestro propio cerebro.
Permanecemos presos, anclados en nuestras rígidas redes neuronales. Las
neuronas están programadas más para evitar el dolor que para disfrutar de la
recompensa. El doctor Mario Alonso Puig lo expresó así en su libro
Reinventarse: «No solo hay que tener un verdadero corazón de guerrero para
adentrarse fuera del área de confort, sino que hay que tener ese mismo corazón
para seguir avanzando en medio de la confusión y la oscuridad. Mantener el
coraje, la confianza y la certeza absoluta de que algo valioso, aunque no lo
creamos, está aflorando dentro de nosotros, es esencial. (…) Cuando nos
sentimos confusos y perdidos, es porque estamos a punto de hacer un
descubrimiento, de tener una revelación, ya que tras esa área de oscuridad y
hundimiento se encuentra el área de descubrimiento, el espacio donde uno
empieza a comprender en hondura ciertas cosas». Es habitual usar las etiquetas
limitantes para definir y encasillar a las personas. Sören Kierkegaard lo sintetizó
magistralmente en cinco palabras: «Si me clasificas, me niegas». ¿Qué quiso
decir con ello? Cuando alguien nos califica peyorativamente diciendo: eres vago,
eres torpe, eres desordenado, eres aburrido…, nos está impidiendo mejorar
porque automáticamente nos refugiamos en nuestros cuatro «Yo soy»
autodestructivos que tan magníficamente describió Wayne Dyer en su libro Tus
zonas erróneas: «así soy yo», «yo siempre he sido así», «no puedo evitarlo», «es
mi carácter». Esos «Yo soy» autoparalizantes nos están etiquetando
restrictivamente y nos coartan inconscientemente diciéndonos: «Pienso seguir
siendo lo que he sido siempre». Invariablemente nos han machacado
recordándonos esos «Yo soy»; así lo han hecho en la escuela, en la familia, en el
trabajo… Y para rematar la faena hemos adoptado, nosotros mismos, otros «Yo
soy» como excusas para no luchar por mejorarnos, amparándonos en una
autocomplacencia y conformismo que nos impide progresar como personas. No
olvidemos que todo aquello que no crece está muerto. Es mucho más fácil
acomodarse con esos «Yo soy» que realizar el esfuerzo de corregir esos defectos
autoinculpatorios. Si, después de todo, la gente piensa que soy así, ¿por qué
llevarles la contraria? Y con esos juicios estamos, indirectamente, otorgando a
los demás el poder de controlarnos y decidir cómo debemos ser.
—Pues yo no sé muy bien cómo soy ni cómo debería ser —alegó Alicia.
—Cuestiónate todo lo que te digan y te intenten inculcar como verdades
absolutas e inmutables, ésa será la mejor manera de averiguar cuál es tu
auténtico yo. Fomentar el pensamiento crítico de los hijos supone asumir ciertos
riesgos: exponerse a que piensen distinto, a que no compartan nuestros intereses,
a que adopten otros valores, a que tomen decisiones que no nos gusten, a que se
alejen y a que dejen de vernos como dioses. Pero ese razonamiento
independiente les confiere una cierta protección para que no sean tan vulnerables
y fáciles de manipular, y para que puedan ejercer su libertad y su responsabilidad
asumiendo las consecuencias de sus actos y aprendiendo de sus errores.
Ofréceles raíces a tus hijos, pero sobre todo alas. «Si miras al cielo —decía
Gustave Flaubert— acabarás por tener alas».
«¡Raíces y alas! ¡Volar libremente!», se evadió unos segundos del discurso de
su amigo.
—Cada vez que nos enfadamos ante la conducta del prójimo, estamos
intentando privar a ese individuo de su derecho a obrar según sus propios
parámetros internos de comportamiento. ¿Por qué no será mi hijo más parecido a
mí? ¿No ha servido de nada el ejemplo que le doy? Y así, en un alarde de
prepotencia, nos formulamos continuas, infinitas y odiosas comparaciones.
Debemos respetar la libertad que tienen los demás de ser independientes y
diferentes a nosotros. ¡Qué aburrido sería el mundo si todos fuéramos iguales! El
proceder, los valores y las ideas de los otros, por muy discrepantes que sean de
los nuestros, no deberían tener el poder de perturbarnos ni de despertar nuestra
egolatría. —Admiró unos segundos el límpido azul turquesa del cielo, apenas
tachonado por unas grotescas e insignificantes nubes juguetonas—. Estudia la
historia. Tener una perspectiva de diez mil años hará que tus problemas actuales
te parezcan banales. Creerás que tus padres soportan grandes sufrimientos con la
actual crisis, pero no han vivido ninguna guerra, tienen libertad, no han padecido
hambre, pueden intervenirse quirúrgicamente con anestesia, viajar en pocas
horas a otros continentes, disponen de toda la información en Internet, disfrutan
de calefacción y aire acondicionado, degustan alimentos procedentes de todo el
mundo, tienen el privilegio de visitar miles de museos, etc. Aceptarás que viven
infinitamente mejor que la aristocracia y la realeza de no hace tantas décadas.
—Has afirmado que mis padres tienen libertad y no estoy muy segura de eso.
Es cierto que no están en la cárcel, pero la sociedad actual tiene muchas armas
para condicionar nuestras decisiones y esclavizarnos sin nosotros llegar a
saberlo.
—Así es —añadió Dale, sorprendido por la sutileza del comentario—.
Pensamos que somos enteramente libres y olvidamos las ideas de Bertrand
Russell: «Las cadenas del hábito son demasiado ligeras como para notarlas hasta
que se vuelven demasiado pesadas como para romperlas». Carlos Fuentes dijo
que la libertad, como tal, no existe, es nuestra búsqueda de la libertad la que nos
hace libres. Y recordando a Erich Fromm: «El individuo carece de libertad en la
medida en que todavía no ha cortado enteramente el cordón umbilical que —
hablando en sentido figurado— lo ata al mundo exterior; pero estos lazos le
otorgan a la vez la seguridad y el sentimiento de pertenecer a algo y de estar
arraigado en alguna parte». Los hilos invisibles son los más difíciles de romper.
Se convenció de que estaba más guapa con la boca cerrada.
—Una vez tengamos la información necesaria —continuó Dale— no
posterguemos la decisión; eso solo hará que acumulemos papeles y más papeles
sobre la mesa de trabajo. El orden y la prioridad en la resolución de nuestros
problemas son básicos; no busquemos motivos para demorarlos, la dilación es la
excusa de los procrastinadores. Dejemos nuestro escritorio ordenado; sobre él
solo deberíamos tener el siguiente asunto a solucionar. Pero, sobre todo,
procuremos que nuestro esfuerzo se centre fundamentalmente en los objetivos
importantes. Debemos aprender a delegar las tareas nimias y que tanto tiempo
consumen. Así lo testificó Disraeli: «Dediquemos nuestra vida a acciones y
sentimientos que valgan la pena, a las grandes ideas, a los afectos verdaderos y a
las empresas perdurables. Porque la vida es demasiado breve para ser pequeña».
El genial Peter Drucker lo enunció con otras palabras: «No hay nada tan inútil
como hacer de un modo eficiente aquello que no es necesario hacer».
Alicia fue empujada desconsideradamente por un viandante demasiado
apresurado como para pedir disculpas.
—Olvídalo, no pierdas ni un minuto pensando en la gente zafia y agresiva,
nadie puede perturbarnos o humillarnos si no se lo permitimos. Entre el estímulo
y la respuesta, el ser humano tiene la libertad interior de elegir. Los golpes
pueden ocasionarnos daño y dolor físico, pero las palabras y los gestos solo
pueden herirnos si nosotros lo permitimos. «Nadie puede hacerte sentir inferior
sin tu consentimiento», afirmaba Eleanor Roosevelt.
—¡Perdió el autobús! —exclamó sin poder contener su satisfacción.
—«Pasaré una sola vez por este camino; de modo que cualquier bien que
pueda hacer o cualquier cortesía que pueda tener para con cualquier ser humano,
que sea ahora. No lo dejaré para mañana, ni lo olvidaré, porque nunca más
volveré a pasar por aquí».
—¿Quién dijo eso? Parece difícil de cumplir.
—Más aún cuando has sido arrollada —sentenció Dale—. Es una de mis
máximas, es un pensamiento bien acogido en mis cursos.
—Permíteme un momento, tengo un asunto pendiente —dijo Alicia con cara
de pocos amigos.
Se acercó a la parada de autobús al tiempo que inspiraba profundamente
tratando de calmar los ánimos.
—Perdóneme por haber obstaculizado su camino, lamento que se le haya
escapado el bus por mi culpa.
—Eres una alumna bondadosa e indulgente. No podemos juzgar a los demás
sin conocer los motivos reales que han motivado su ofensa —observó Dale,
orgulloso de su pequeña—. Además, hay que ser más «hombre» para rehuir una
pelea que para quedarse y pelear. Se necesita mucha fortaleza para disculparse
con rapidez, de todo corazón, y no superficialmente. La disculpa auténtica
requiere ser dueño de uno mismo y tener una seguridad profunda respecto de los
propios principios y valores fundamentales. Las personas con poca autoestima
no suelen excusarse porque ello desvela su vulnerabilidad. Temen que reconocer
los errores mostrará su debilidad y prevén que los demás se aprovechen de esa
fragilidad. Su seguridad se basa en la opinión de los otros. Se equivocan, Leo
Roskin enseñó que el débil es el cruel; la amabilidad solo puede esperarse del
fuerte. El verdadero signo de fuerza es permitirse el lujo de ser delicado.
Se sintió aliviada.
—Hoy en día se insiste en el carisma, se habla de no comer nunca solos, de
poseer una larga lista de contactos e influencias que nos allanen el camino hacia
los negocios y el éxito, pero todo eso no sirve de gran cosa si olvidamos que la
clave está en la empatía. La aptitud y las relaciones sociales no nos servirán de
mucho si no tenemos una actitud positiva hacia los demás, y eso incluye no
criticar ni censurar nunca al prójimo. Pongámonos en la piel de los otros y
tratemos de ver las cosas desde su punto de vista. Recuerda las palabras de
Benjamin Franklin: «No hablaré mal de hombre alguno y de todos diré todo lo
bueno que sepa». No critiquemos a nadie en su ausencia, ya que la persona que
escucha nuestras censuras pensará, y con razón, que en otra ocasión hablaremos
también mal de él. Permíteme que comparta contigo otra cita mía: «Cualquier
tonto puede criticar, censurar y quejarse, y la mayoría de tontos lo hacen, pero se
necesita carácter y dominio de sí mismo para ser comprensivo y capaz de
perdonar». Ten presente que las críticas injustas son frecuentemente elogios
disfrazados.
«No hablar mal, nunca, de nadie. ¡Qué difícil!», meditó Alicia.
—Cuando deseemos conseguir algo de alguien, alabémosle, despertemos su
entusiasmo, otorguémosle aquellas cualidades que le falten y seguro que luchará
por mejorar y conseguir aquello de lo que adolece. Kevin Hall dijo que cuando
elogiamos a otros, les añadimos valor a ellos, a sus vidas y sus sueños.
Concedemos un elevado precio a sus esfuerzos y propósito. Y John Dewey
acertó al afirmar que el impulso más profundo de la naturaleza humana es el
deseo de ser importante. Es evidente que sin ese deseo, sin ese anhelo por
autoafirmarnos y mejorar como personas, no habríamos prosperado como
civilización y permaneceríamos anclados en la edad de piedra. Para
desarrollarnos como individuos y como sociedad colectiva debemos incentivar el
esfuerzo, premiar a los más trabajadores, a los emprendedores y a los que
generan riqueza. Y en eso, el liberalismo tiene mucho que decir.
—Pero repartir la riqueza no es malo en sí mismo.
—Seguro, por eso la mayoría de grandes fortunas acaba en manos de
fundaciones y organizaciones benéficas. Pero en ese sentido deberíamos tener
presentes las palabras del magnate J. Paul Getty: «Pese a que aproximadamente
un 80 % de las riquezas del mundo se encuentra en manos de un 20 % de las
personas, si juntásemos todas esas riquezas y las repartiéramos por igual entre
cada uno de los habitantes del planeta, en cinco años tales riquezas estarían en
manos del mismo 20 % inicial».
—¡La ley del 80/20 de Vilfredo Pareto! La conozco —interrumpió Alicia—.
Un 80 % de nuestras riquezas y resultados provienen de tan solo un 20 % de
nuestros esfuerzos y actividades, y ese axioma es aplicable a muchas
circunstancias de la vida.
—En un sistema estrictamente comunista —continuó inmisericorde—
tendríamos que desempolvar la polémica cita de Churchill: «El socialismo es la
filosofía del fracaso, el credo de los ignorantes, la prédica de la envidia, su
misión es distribuir la miseria de forma igualitaria para el pueblo».
—Pero esas palabras son extremadamente duras —protestó Alicia.
—Escucha el siguiente relato antes de juzgarlas:
Un reconocido economista de la Universidad Norteamericana Texas Tech
informó de que los alumnos de una de sus clases le insistieron en que el
socialismo sí funcionaba, que en esa filosofía no existían ni pobres ni ricos, sino
una total igualdad y que era el mejor y más justo sistema de reparto de la
riqueza.
El profesor les propuso promediar las notas del grupo asignando a todos los
estudiantes la misma puntuación. Después del primer examen las calificaciones
fueron igualadas y todos sacaron un «bien». Los alumnos que se habían
preparado correctamente estaban molestos y los estudiantes más vagos se sentían
contentos. Pero cuando se presentaron a la segunda prueba, aquellos que
trabajaron poco estudiaron aún menos, y los que habían empleado más horas
decidieron no esforzarse tanto ya que, de todas formas, todos iban a obtener la
misma nota. El promedio del segundo ejercicio fue de «aprobado». Nadie estuvo
de acuerdo. Cuando se llevó a cabo el tercer control, la calificación conjunta fue
un «suspenso». Los resultados nunca mejoraron. Los estudiantes, resentidos
unos con los otros, empezaron a pelearse, culpándose mutuamente por los
suspensos, hasta llegar a los insultos. Ninguno estaba dispuesto a estudiar para
que se beneficiara otro que no lo hacía. Todos perdieron el año. El maestro les
preguntó si ahora entendían la razón del gran fracaso del socialismo. La moraleja
es que el homo sapiens está dispuesto a sacrificarse, trabajando muy duro,
cuando la recompensa es muy atractiva y justifica el esfuerzo; pero cuando el
gobierno o la autoridad eliminan ese incentivo, nadie va a hacer el sacrificio
necesario para lograr la excelencia. Finalmente, el fracaso y la miseria serán
universales.
Asintió convencida ante esos irrefutables razonamientos.
—Mis padres dicen que, en Estados Unidos, debido al fomento de las
políticas liberales, estamos más desprotegidos que en otros países más
intervencionistas como los europeos, donde el Estado defiende y vela por los
intereses de sus ciudadanos amparándolos mediante políticas socializadoras que
fomentan una sanidad, educación y pensiones públicas, solidarias y universales
para todos los súbditos. ¿No somos demasiado liberales y, con ello, injustos con
los más necesitados y menos dotados para salir a flote en tiempos de crisis?
—¿Consideras justo —replicó Dale— que den a otros, menos previsores y
más codiciosos, lo que te han arrebatado a ti por la fuerza? ¿No crees que el
Estado dilapidará esa riqueza que tú has generado (y que seguramente
multiplicarías en beneficio de todos) malgastándola en subvencionar y rescatar a
los más derrochadores? ¿Por qué debemos pagar por los errores de los demás?
Los gobiernos intervencionistas, en un inadmisible chantaje emocional, en aras
de una pretendida solidaridad y refugiándose en expresiones «políticamente
correctas» como la cohesión, la justicia social y la igualdad, se supone que
redistribuyen equitativamente la riqueza, incautando (mediante impuestos
arbitrarios y coercitivos) a aquellos que más capital han acumulado para
facilitárselo en bandeja de plata a los que no han sabido o no han querido
generarlo. Y, por el camino, la ineficiencia y burocracia de las instituciones
públicas van esquilmando esa riqueza. Lee el imprescindible y revelador libro de
Carlos Rodríguez Braun y Juan Ramón Rallo El liberalismo no es pecado, el
cual concluye con estas palabras: «Lo que no es justo, ni recto, ni debido es la
coacción y la intimidación del poder y su constante empeño en recortar los
derechos de los ciudadanos, alegando que él sí sabe lo que mejor conviene a sus
súbditos. Esa soberbia de las autoridades, esa prepotencia de los poderosos, esa
pasión por controlar, dividir, enfrentar, moralizar, asustar, imponer, organizar,
prohibir, vigilar, multar, recaudar, eso es pecado».
—Pero Dale, lo que afirmas es contradictorio con la generosidad hacia el
prójimo y con la solidaridad hacia los más necesitados.
—Podría parecerlo, pero, ciertamente, no es así. Yo seré todo lo generoso que
dicte mi conciencia, pero tengo el derecho a defenderme de un Estado dictatorial
y confiscatorio; no es el poder estatal quien debe dictaminar los límites de mi
generosidad. Fíjate en Buffett, quien ha ido ofreciendo donaciones en vida con
cuentagotas. Él ha decidido que donará la práctica totalidad de su fortuna tras su
fallecimiento. ¿Por qué piensas que obra de esa manera? ¿Crees que es por
egoísmo y que su ego necesita que su nombre siga saliendo en las listas de los
hombres más ricos del planeta? Warren sabe que bajo su custodia ese dinero se
multiplicará a interés compuesto y que cuantos más años permanezca ese capital
en su poder, más riqueza acumulará para obras benéficas. Las instituciones
públicas son ineficaces administrando los recursos. ¿Por qué se empecinan en
tutelarme descontando de mi nómina una cantidad fija para constituir un fondo
de garantía que avale mi futura pensión? ¿Por qué yo no puedo ser libre de
gestionar ese dinero bajo mi entera responsabilidad, capitalizándolo y
multiplicándolo de forma eficiente?
Dale se detuvo unos breves instantes, sonrió y, compadeciéndose de su
pequeña amiga, decidió cambiar de tercio.
—Por cierto, me han dicho que quieres ser médico. Solo disponemos de un
único cuerpo para toda una vida, deberíamos cuidarlo bien.
—Ya he empezado a estudiarlo. Nuestro organismo es una máquina perfecta.
¿Sabías que el sistema arteriovenoso y capilar tiene unos 96.000 km de longitud
y que podría dar más de dos veces la vuelta a la Tierra?
—Parece increíble, y además un glóbulo rojo tarda tan solo veinte segundos
en regresar al corazón —ilustró Dale, pensando en los atascos de tráfico—. Por
cierto, los griegos ya sabían que la Tierra era redonda. Eratóstenes de Cirene,
nacido en el 280 a.C., con la simple ayuda de una vara y unos conocimientos
básicos de geometría dedujo con una precisión asombrosa la circunferencia de
nuestro planeta. La fijó en 40.000 km, se equivocó en tan solo 76 km si
consideramos el Ecuador, pero apenas en 9 km si tomamos como referencia el
meridiano que pasa por los polos. Pero nos hemos ido por los cerros de Úbeda.
Para concluir con el tema del comunismo, cabe aclarar que las opiniones
políticas son siempre incómodas para quien no escucha o lee aquello que desea.
Solo prestamos la atención suficiente a los hechos que justifican nuestros actos y
que encajan con nuestra filosofía de vida. Ya lo dijo André Maurois: «Todo
aquello que está de acuerdo con nuestros deseos personales parece verdad. Todo
lo que no está de acuerdo, nos enfurece». Ciertamente, es muy difícil ser
objetivo y tenemos que ser condescendientes con quienes no opinan como
nosotros, porque aquello que censuramos de nuestro prójimo es, probablemente,
lo que pensaríamos o haríamos si hubiéramos nacido en su mismo contexto
familiar y bajo las mismas circunstancias condicionantes. He perdido el hilo. Si
te llamaras Ariadna, quizá podrías ayudarme a salir del laberinto verboso y
filosófico en el que me he extraviado.
—Comentábamos la estrategia para conseguir que alguien nos preste atención
—recordó Alicia.
—Gracias. Te parecerá simple pero solo hay una manera de lograr que
alguien haga algo que nos interese que haga, y es la de conseguir que esa
persona quiera hacerlo. Empezaríamos por ser amables y sonreír. Si podemos
conseguir varios síes seguidos, vamos por el buen camino; para ello tenemos que
informarnos previamente sobre cuáles son las aficiones e intereses de nuestro
interlocutor y dejar que hable él. No hay mejor conversador que aquel que solo
escucha. Lo enunció ya el poeta romano Publivio Syro: «Nos interesan los
demás cuando se interesan por nosotros». Muchas personas escasamente
formadas intentan, para disimular sus carencias, dar la impresión de que poseen
mucha cultura; en general, esos individuos parlotean demasiado y escuchan
poco. Eso lo sabía Bertrand Russell cuando afirmó que los tontos y los fanáticos
siempre están seguros de ellos mismos, mientras que la gente inteligente anda
llena de dudas. Solo los humildes mejoran y aprenden. Si uno habla mucho más
de lo que escucha, no solo se privará a sí mismo de acumular conocimientos
útiles, sino que tenderá a desvelar, irreflexivamente, sus planes y propósitos a un
posible enemigo o competidor. Alguien muy sagaz dijo que un buen hombre de
negocios no manda nunca ninguna carta y, en cambio, guarda todas las que
recibe.
—¿No corremos el riesgo, empleando esa actitud aduladora, de ser demasiado
falsos e hipócritas?
—La diferencia entre aprecio y adulación es difícil de disimular. Una es
sincera y la otra no. Una nace del interior del corazón; la otra brota de la boca en
forma de vacua verborrea. «La persuasión no trata de que los otros piensen
exclusivamente como nosotros, sino de que compartan nuestras maneras de
sentir y creer». Las palabras indiferentes, recitadas sin emoción, sin fe ni
convicción, no influyen en el subconsciente. No deberíamos interrumpir nunca el
discurso del contrario. Aprendamos a escuchar, a interesarnos sinceramente por
sus logros y anhelos tratando de llegar al corazón de la otra persona dedicándole
una atención exclusiva. En la escucha empática uno atiende con los oídos, pero
también con los ojos y con el corazón. Hablemos pensando únicamente en lo que
le interesa al otro, procuremos que se sienta importante y cómodo a nuestro lado.
Uno de los defectos del hombre actual es que no ha aprendido a escuchar con
atención. Según Stephen Covey la clave de la comunicación interpersonal
efectiva radica en lo siguiente: «Procure primero comprender y después ser
comprendido. Esto supone un cambio de paradigma muy profundo. Lo típico es
que primero procuremos ser comprendidos. La mayor parte de las personas no
escuchan con la intención de comprender, sino para contestar. Están hablando o
preparándose para hablar». Expongamos nuestras ideas de forma pausada.
Elevar nuestro tono de voz por encima del de nuestro interlocutor es una
manifestación clara de impotencia. Enrique Jardiel Poncela pensaba que todos
los hombres y mujeres que no tienen nada importante que decir hablan a gritos.
Procura exponer en un lugar bien visible las siguientes palabras que dirijo a mis
alumnos: «Solo hay un modo de sacar la mejor parte de una discusión: evitarla.
No se puede ganar una discusión. Es imposible, porque si se pierde ya está
perdida; y si se gana, se pierde. ¿Por qué? Habrá lastimado el orgullo y ganará
un enemigo resentido. Y un hombre convencido contra su voluntad sigue siendo
de la misma opinión. Jamás tendrá la buena voluntad del contrincante si gana.
Un malentendido no termina nunca gracias a una discusión sino gracias al tacto,
la diplomacia, la conciliación y un sincero deseo de apreciar el punto de vista de
los demás».
Si alguien nos critica, démosle, de entrada, la razón. Esa es una estrategia que
desarma a nuestro peor enemigo; como ya tiene la razón, no tiene fuerza moral
para seguir atacándonos. En cambio, si discutimos se ensañará más y más con
nosotros. Mejor aún, si prevemos que vamos a ser recriminados, es más eficaz
adelantarse a los acontecimientos y aceptar nuestra «culpa». ¿O no consideras
que es más agradable escuchar la crítica de nuestros labios que de los ajenos? Si
nos atrevemos a aceptar y a expresar abiertamente todas las cosas que sabemos
que el otro está pensando de nosotros, si lo hacemos antes de que la parte
contraria pueda llenarnos de improperios, le quitaremos la razón y los motivos
para hablar y seguramente, entonces, nuestro contrincante satisfaga su ego,
asuma una actitud condescendiente y generosa y nos perdone quitándole
importancia a nuestro «error». Nuestro oponente se sentirá importante
mostrándose magnánimo y comprensivo, quitará hierro al asunto objeto de la
discordia y, con certeza, como mínimo nos ofrecerá una segunda oportunidad
para enmendar nuestro «desliz».
Dale era una fuente inagotable de conocimientos para nuestra pequeña, pero
Alicia notaba cómo sus párpados le pesaban cada vez más y las sabias y densas
ideas de Carnegie no admitían ni merecían distracción alguna.
—Únicamente cuando la persona a la que nos dirigimos esté convencida de
nuestras buenas intenciones y cuando nos hayamos ganado su confianza, se
abrirá a nosotros. Solo entonces, humildemente, le expondremos nuestra
petición, pero siempre hay que hacerlo en términos que demuestren que el
negocio es bueno para ambos o, mejor aún, más ventajoso para él. Intentemos
ver las cosas desde el punto de vista de la parte contraria. Preguntémonos antes
de la entrevista por qué motivo nos tienen que dar a nosotros el trabajo o el
contrato y no a otros aspirantes. Vendamos nuestros servicios o productos como
un beneficio mutuo para ambas partes. Seamos capaces de conseguir nuestros
objetivos generando al mismo tiempo valores que interesen a los otros. Si nos
expresamos en términos como: «Estoy convencido de poder hacer que su
empresa obtenga más beneficios», tendremos mucho ganado. Créeme, de poco
sirve que digas: «Necesito ese trabajo». Si después de todo no recibimos una
buena acogida a nuestra propuesta inicial, aunque sepamos que su opinión es
errónea e injusta, tratemos de atraerle hábilmente a nuestra manera de pensar,
sigamos con un «a lo mejor no me he explicado bien; examinemos los hechos,
tiene usted razón y también quisiera hacerle las siguientes consideraciones…».
Fíjate en que detrás de ese «tiene usted razón» he puesto una «y» y no un
«pero». Es fundamental usar eficazmente el lenguaje. El poder de las palabras es
inmenso. «Las palabras pueden ser muros, pero también puentes», por eso
nuestras órdenes deberían ir camufladas, la mayoría de las veces, en forma de
preguntas o sugerencias como ¿«te parece bien que hagamos…?», «¿no piensas
que sería mejor…?».
—¿Cambia tanto poner una « y » en vez de un « pero » ? —replicó Alicia,
de forma correcta, haciendo una pregunta.
—El «pero» denota crítica y desacuerdo, en cambio la « y » implica que
hemos aceptado esas ideas y que tan solo queremos añadir algo más. Volvamos
al tema. Sabemos que los argumentos que emplea nuestro interlocutor son
erróneos y a tal fin conviene recordar las sabias palabras de Alexander Pope: «Se
ha de enseñar a los hombres como si no se les enseñara y proponerles cosas
ignoradas como si fueran olvidadas». Esa persona puede estar equivocada
completamente, pero ella no lo sabe. Tratemos de comprender las razones por las
que piensa así, ya que es la mejor manera de llevar el agua a nuestro molino. Si
finalmente obtenemos un sí tras haber recibido un inicial no, seamos
agradecidos, intentemos por todos los medios salvar su prestigio demostrándole
que nuestra idea ya estaba en su mente y que simplemente le hemos ayudado a
desvelarla. Según G. K. Chesterton, necesitamos que nos recuerden las cosas, no
que nos las enseñen. Estas reflexiones dan la razón a la poetisa Maya Angelou:
«He comprobado que las personas olvidan lo que has dicho y lo que has hecho,
pero jamás olvidan cómo has hecho que se sientan».
Alicia miró al cielo en busca de ayuda.
—Un amigo mío presentó un ensayo sobre la felicidad a una editorial y
recibió una carta que lo rechazaba por no tener la suficiente calidad. Le
indicaban que su estilo era ecléctico y que las ideas se desarrollaban de forma
ambigua. La respuesta estaba argumentada y era extensa, lo cual demostraba que
habían leído el libro con atención. ¿Tú qué habrías hecho, Alicia?
—Probablemente no contestaría o, tal vez, me defendería como gato panza
arriba.
—Entiendo que actuaras de forma diferente a como lo haría yo. Seguramente,
de ser el autor del libro, habría adoptado tu misma actitud belicosa, pero te
expondré la contestación (resumida y sin formalidades) de mi amigo, al más
puro estilo Dale Carnegie —añadió Dale con una sonrisa socarrona—: «Les
agradezco mucho sus amables comentarios y el tiempo que han dedicado a mi
libro, más si cabe, al ser un autor novel el que se dirige a ustedes. Voy a tratar de
ordenar mis ideas. He tenido el atrevimiento de dirigirme a su importante
editorial porque para mí han sido siempre un referente en el tema de mi trabajo.
De hecho, como pueden comprobar en la bibliografía, muchos de los libros
citados fueron publicados por ustedes. Sí les agradecería, si fueran tan amables,
me aconsejen alguna editora de menor prestigio que la suya, para que una vez
hechas las correcciones —siguiendo sus indicaciones—, pudiera presentarlo para
su posible publicación».
Pocas semanas después recibió una misiva en la que le solicitaron (con la
excusa de una ampliación en una de sus colecciones) que les reenviara el libro
una vez efectuados los cambios que el autor considerara oportunos. Publicaron
su ensayo al cabo de pocos meses y, curiosamente, fueron muy pocas las
modificaciones realizadas con respecto al primer original remitido.
—Te prometo que leeré todos tus libros, pero estoy demasiado cansada—
suplicó Alicia.
—Vale, de acuerdo, seré más ameno. Para empezar, te contaré una sencilla y
ejemplar historia. Un matrimonio iba, en largo camino, junto a su hijo de doce
años, el cual cabalgaba a lomos de un asno. Al pasar por un pueblo, la gente les
criticó: «Fíjate, los pobres padres van andando mientras el joven descansa sobre
el burro». Decidieron que en adelante el niño fuera andando y los progenitores
montados. En la siguiente población les recriminaron por permitir que el niño
caminara. Acordaron que, en lo sucesivo, irían todos sobre el jumento. «Van a
reventar al pobre borrico, son más burros que el propio animal». Pensaron que lo
más correcto era caminar los tres y que el pollino fuera liberado de su pesada
carga. «¡Qué tontos! Andan pudiendo ir cómodamente sentados».
—Asocio este relato a las palabras de Eleanor Roosevelt: «Haga lo que en su
corazón considere justo, porque de cualquier modo lo van a criticar. Lo
condenarán si lo hace y lo condenarán si no lo hace».
«Lo sabía, todo iba bien hasta que me ha lanzado otro aforismo», pensó
resignada.
—Te estarás preguntado por qué te he narrado ese relato. Me llamó un amigo
(ya sabes que tengo muchos). Estaba desorientado. Había escrito un libro y me
pedía consejo porque muchos de sus lectores agradecían las innumerables citas
que en el texto había recogidas y, en cambio, a otros les parecían excesivas y
agobiantes.
—Respondiste con las sagaces palabras de Eleanor Roosevelt, ¿no es así?
Dale miró su reloj.
—Tengo que irme en apenas quince minutos. He de impartir un seminario
sobre cómo hablar en público y no quiero llegar tarde. La impuntualidad es una
falta de respeto hacia los demás. ¡No la soporto!
—Y en muchas ocasiones también es una pérdida de tiempo para el que llega
puntual —remarcó Alicia.
—Cierto, tienes razón, pero solo somos enteramente dueños de nuestros
actos. Me gustaría hacerte una pregunta comprometida. Habitualmente, ¿tienes
las mismas opiniones y anhelos que tus padres? ¿Estás de acuerdo con ellos?
Tardó unos segundos en reaccionar y Dale se adelantó a la respuesta.
—«Los jóvenes de hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres,
devoran la comida, y faltan el respeto a sus maestros».
—¿Esa es una opinión tuya? —cuestionó Alicia, con recelo.
—Eso lo dijo Sócrates.
—Al parecer, según lo que estoy aprendiendo en Wall Street, mis padres han
incurrido en muchos errores en la gestión de su patrimonio. Han caído en la
burbuja inmobiliaria, se han endeudado demasiado e invertido en bolsa a precios
desorbitados…
—Me refería, en general, a las ideas sobre la vida.
La pequeña se frotó la coronilla en un intento desesperado por detener el
tiempo.
—Si opinaras igual que ellos no tendrías trece años —intercedió Dale,
liberándola de una más que espinosa respuesta—. «Cuando yo tenía catorce
años, mi padre era tan ignorante que no podía soportarle. Pero cuando cumplí los
veintiuno me parecía increíble lo mucho que mi padre había aprendido en siete
años».
—Esa sentencia sí que es tuya.
—Tampoco, es de Mark Twain.
—No acierto una.
—Todos cometemos errores, es el precio que debemos pagar por nuestra
libertad de elección y por tener un criterio propio. Estudia la Historia; desvela las
ideas de los grandes hombres. Cabalga a hombros de gigantes como Jesús de
Nazaret, Buda, Aristóteles, Sócrates, Séneca, Leonardo da Vinci, Michelangelo
Buonarroti, Rafael Sanzio de Urbino, Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, Isaac
Newton, Diego Velázquez, Johannes S. Bach, Wolfgang A. Mozart, Mahatma
Gandhi, Teresa de Calcuta, Louis Pasteur, Santiago Ramón y Cajal, Madame
Curie, Ernest Shackleton, Hermann Hesse, Viktor Frankl, Stefan Zweig, Thomas
A. Edison, Benjamin Franklin, Charles Darwin, Edward Jenner, Alfred Nobel,
Walt Disney, Richard Feynman, Helen Keller, Ángel Sanz Briz, Oskar
Schindler, Martin Luther King, Nelson Mandela, Andrew Carnegie, Henry Ford,
Vicente Ferrer, Chun Ki-Won, Warren Buffett, Norman Borlaug y decenas de
miles de gigantes más que ofrecieron su esfuerzo y excelencia para dejar un
mundo mejor del que recibieron de sus padres. Cabalgar a hombros de gigantes
—enfatizó Dale, a quien le encantaba la expresión— te evitará padecer, en tus
propias carnes, errores que ya cometieron otros.
«Menos mal que dije que estaba fatigada. De no haberlo hecho, la lista de
titanes no habría sido tan escueta», pensó Alicia, alucinada.
—Por cierto, ¿Andrew Carnegie era tu padre? Y…, ¿quién era Viktor Frankl?
—No puede ser —exclamó sorprendido Dale—, ¿conoces a todos los demás,
incluido Shakelton?
—Su expedición a la Antártida en 1914 es uno de los mayores hitos en la
historia de la humanidad. Su barco, el Endurance, quedó atrapado en el hielo y
tras veinte meses de penurias logró salvar, gracias a su coraje y liderazgo, a los
veintisiete hombres de su tripulación. No, no soy ningún genio, aunque
reconozco que tengo buena memoria —se justificó ante la mirada atónita de
Dale—. Hace pocos días vi un documental sobre esa increíble aventura.
—Andrew Carnegie —continuó Dale— nació en Escocia en 1835 y murió en
Massachusetts en 1919. Fue un magnate del acero que se benefició del desarrollo
del ferrocarril y está considerado como el segundo hombre más rico de la
historia moderna con una fortuna aproximada de 300.000 millones de dólares,
solo superado por John Rockefeller con 318.000 millones de dólares.
—¿Y quiénes fueron los más ricos de todos los tiempos?
—El aristócrata romano Marco Licinio Craso con 170 millones de sestercios,
lo que equivaldría, ajustada la inflación, a más de 1.300 billones de dólares. Se
piensa que Alejandro Magno, el segundo hombre más acaudalado, llegó a poseer
una riqueza similar.
—¡¿Un billón es un millón de millones?! —exclamó en forma de pregunta la
plebeya Alicia.
—Así es para la cultura europea, pero en Estados Unidos un billón equivale a
mil millones, lo cual es una fuente incesante de confusión. Carnegie destacó
como precursor de la filantropía en Norteamérica. Donó la práctica totalidad de
su inmensa fortuna, tanto en vida como tras su fallecimiento, a entidades
caritativas y científicas. Un libro suyo, El evangelio de la riqueza, publicado en
1889, fue regalado intencionadamente por Warren Buffett a su amigo Bill Gates.
La influencia de Buffett fue decisiva para potenciar la filantropía de Gates.
Cuando alguien le pregunta a Buffett por qué donará el 99 % de su fortuna
dejando tan solo un 1 % a sus hijos, contesta (con su habitual sentido del humor)
que quiere dejar a sus herederos lo suficiente como para que puedan hacer algo,
pero no tanto como para que puedan no hacer nada.
—Mi amigo Warren sale en todas las historias, pero contéstame, por favor,
¿Andrew fue tu padre?
—Mi apellido deriva de Carnegey, segundo apelativo de mi madre. Lo adopté
modificando la dicción por Carnegie. Quise aprovecharme de la fama que tenía,
por aquel entonces, Andrew. Esa fue una maniobra de mercadotecnia que no
hizo daño a nadie, me ayudó a vender más libros y a promocionar mis cursos de
autoayuda.
—Yo creía que el marketing era un concepto más reciente —alegó Alicia,
entre risas.
—A propósito, como veo que te interesas por los magnates, ¿sabes quién ha
sido el deportista mejor pagado de la historia? Estarás pensando en golfistas,
pilotos de fórmula uno, jugadores de la NBA. ¡Pues no! Fue un conductor
lusitano de cuadrigas romanas, Gaius Appuleius Diocles, quien ganó 35.863.120
sestercios, lo que equivaldría a quince mil millones de dólares actuales.
Pensó que los hombres contemporáneos adolecen de un sesgo histórico que
les hace creer y pensar que todos los récords se han de obtener en la historia
reciente y, desde luego, no contando con la financiación de las televisiones, el
mérito de Diocles fue enorme.
—Viktor Frankl nació en Viena en 1905 en una familia de origen judío y
murió en 1997. Fue neurólogo y psiquiatra. Internado en Auschwitz y Dachau
entre 1942 y 1945, sobrevivió al genocidio nazi, pero perdió a su esposa y a sus
padres en los campos de concentración. Merece ser uno de esos gigantes por
sobrevivir ayudando a los demás y contar al mundo lo ocurrido en su libro El
hombre en busca de sentido. «El hombre puede ser desposeído de todo excepto
de una cosa: la última de las libertades humanas, la libertad de escoger la actitud
que uno adopta ante cualquier conjunto de circunstancias y de escoger su propio
camino. (…) Si logramos hallar algo por lo que merece la pena vivir, si logramos
dar un sentido a nuestra vida, hasta el peor de los sufrimientos es soportable».
Esas son admirables palabras suyas. Viktor Frankl se centró en la necesidad de
que la vida tenga propósito y sentido, algo que la trascienda y saque a la luz
nuestras mejores energías.
Dale hizo una prolongada y respetuosa pausa.
—Hay que recordar a otra gigante, Elisabeth Kübler-Ross, que trabajó como
psiquiatra durante casi cuarenta años ayudando a enfermos terminales a morir
con dignidad. Nos enseñó que en su lecho de muerte las personas se lamentaban
amargamente de dos cosas: no haberse reconciliado con algún familiar o amigo y
no haber tenido la valentía de hacer más cosas. ¿Puede haber algo más triste que
llegar al final de nuestra vida y encontrarnos cara a cara con la persona que
siempre quisimos ser y en la cual pudimos habernos convertido? Nadie se lleva
nada al otro mundo. Por eso, la gente suele arrepentirse más de lo que no ha
dado que de lo que ha retenido. Cuando a alguien le comunican que se va a
morir al cabo de unos pocos meses, se desmoronan sus viejos paradigmas,
surgen a la superficie determinados valores dormidos y, de repente, las cosas
materiales dejan de tener el valor que les conferíamos. Por eso, si recordáramos
que nuestra vida es efímera y que no disponemos de tanto tiempo, actuaríamos
concediendo más importancia a valores espirituales tales como la amistad y el
amor.
Alicia miró al cielo. ¡Alucinante! Danzaban las nubes adoptando formas
extrañas hasta dibujar fugaces letras que, difuminándose, se hacían
imperceptibles… Apenas lograba descifrarlas… «Si consigo ver más lejos es
porque he conseguido subirme a hombros de gigantes». Isaac… Newton…
—Los gigantes tienen, todos ellos, dos cosas en común. La primera, el deseo
de obtener la excelencia y mejorar la vida de los demás con sus logros. La
segunda, que su principal motivación era el desafío en sí mismo, no el afán por
ganar mucho dinero. Los gigantes tienen un propósito, una misión, un ardiente
¡sí! interior que hace posible decir ¡no! a otras cosas menos importantes. Para
esos colosos el éxito implicaba, necesariamente, ser auténticos líderes en sus
respectivos ámbitos de influencia y vivir la vida como una gloriosa aventura.
Sublimaron las crisis y los fracasos, interpretándolos como oportunidades para
sobreponerse y desarrollar toda su constancia y su ingenio. Los obstáculos no
eran sino bendiciones disfrazadas. «He sido un hombre afortunado; en la vida
nada me ha sido fácil», eso lo dijo otro gigante, Sigmund Freud. «Lo que
conseguimos con demasiada facilidad nunca es objeto de gran estimación. Solo
lo que nos cuesta obtener otorga valor a las cosas. El cielo sabe poner un precio
adecuado a sus bienes», son palabras de Thomas Paine. La adversidad nos pone
a prueba y hace que saquemos lo mejor que llevamos dentro. Es cierto que
cualquiera puede alcanzar el éxito, pero muy pocos eligen alcanzarlo.
Encontraron, con frecuencia, la violenta oposición de personajes mediocres y
envidiosos, pero salieron adelante porque la visión de esos luchadores iba sellada
en lo más profundo de sus corazones. Esos eruditos concentraron todos sus
esfuerzos en las metas que se marcaron. Gracias a ello su mente rechazó lo que
no era importante para la consecución de sus objetivos. Fueron íntegros en sus
ambiciones y en su comportamiento, tratando a todos por igual sin contradecir
sus valores ni su personalidad. Y esa excelencia, esos buenos hábitos, los
aplicaron todos los días de su vida. Siguiendo a Aristóteles: «Somos lo que
hacemos día a día. De modo que la excelencia no es un acto sino un hábito». El
Talmud lo recordó con otras palabras: «Un mal hábito entra como un huésped, se
une a la familia y, finalmente, se hace con el control». Esos gigantes proactivos
abrazaron nuevas ideas, rompiendo con la tradición y con modos de pensar
limitantes, transformando y mejorando el mundo. Descubrieron el porqué de su
existencia y eso les permitió superar cualquier cómo. Empezaron haciendo lo
necesario, luego aquello que les fue posible, y acabaron consiguiendo lo
imposible. Construyeron castillos con las piedras que les lanzaron sus
adversarios. Como dijo Martin Luther King: «La verdadera medida de un
hombre no la da su actitud en momentos de fortuna y bienestar, sino cuando se
enfrenta a las dificultades de la vida». Todos tenemos problemas, y muchos de
ellos irresolubles, pero los grandes maestros demostraron su inteligencia
adaptándose y aceptándolos, concentrando sus esfuerzos en afrontarlos.
Reconocer que los contratiempos forman parte de la condición humana hará que
no midamos la felicidad como la ausencia de obstáculos, sino como la
adaptabilidad a los mismos. Tendemos a creer, erróneamente, que son la gente y
las circunstancias las que determinarán, en último término, nuestro nivel de
felicidad, cuando son nuestros propios pensamientos los que lo condicionan. Las
personas inteligentes no protestan por aquellos hechos que no tienen remedio, no
se lamentan por lo que no está en sus manos solventar, no se quejan ante los
otros de sus enfermedades y dificultades en la vida si saben que no está en
manos del prójimo el ayudarles; en definitiva, no buscan la autocompasión ni la
de los demás. La queja continua es el refugio de los individuos inseguros y con
baja autoestima, esa actitud negativa les ata e impide mejorar como personas.
El maltrecho estómago de nuestra pequeña aventurera rugía sin recibir
consuelo alguno, pero razonó que no era el momento de sacar a la luz sus
mundanas debilidades.
—Solo —continuó Dale— cuando estés enteramente satisfecha con tu propia
personalidad, pensamientos y actitudes, cuando te ames lo suficiente (no de
forma egocéntrica) podrás dar y entregarte al prójimo, ya que si no hay amor en
ti misma no puedes ofrecer amor a los demás. Esa condición de aceptación
interna te hará indestructible, ya no te afectará que no seas la elegida para un
trabajo (eso no dañará tu autoestima), ya no valorarás tus méritos en función de
las opiniones de los demás. Tu visión del mundo ya no será externa sino interna.
No necesitarás la aprobación del resto de los mortales para sentirte importante y
ser feliz. Sentimientos negativos como los celos y la envidia dejarán de tener
sentido. Lo importante no es la opinión que los otros tengan de ti sino la que tú
albergues y atesores sobre ti misma, y saber eso te otorgará estabilidad
emocional. Desear la aprobación ajena es bueno en sí mismo, pues nos ayuda a
mejorar como personas, pero si ese anhelo se convierte en necesidad (en vez de
en deseo), se transforma en una trampa emocional, ya que, si no conseguimos
ese ansiado e imprescindible reconocimiento, la frustración inundará nuestros
corazones. La necesidad de conformidad y simpatía ajena se basa en un ancestral
sentimiento de arraigo a la sociedad y a las masas. Desde pequeños nos han
dirigido y tutelado para que no nos «equivoquemos». Nuestro pensamiento
independiente, rebelde y anticonvencional ha sido rechazado, una y mil veces
por peligroso para la colectividad, y eso ha provocado que dependamos de la
opinión de los demás para sustentar nuestra propia personalidad, en una
manipulación intelectual inadmisible y anuladora del talento. Al rechazarnos y
alienarnos nos están diciendo, de forma velada, que no valemos nada. Einstein,
Picasso y Dalí fueron expulsados por díscolos de sus escuelas, y otros genios
como Wolfgang Amadeus Mozart, Alexander Graham Bell, Thomas Alva
Edison, Agatha Christie y Robert Frost ni siquiera asistieron a ella. El gran
Leonardo da Vinci recibió una pobre instrucción académica, y aun así está
considerado el primer científico, pues fue escultor, pintor, escritor, inventor,
ingeniero, matemático, arquitecto, geólogo, astrónomo, anatomista, botánico,
músico y poeta.
—También fue filósofo y urbanista —añadió Alicia.
—Las escuelas dirigen nuestras enseñanzas humanísticas mediante programas
cerrados, manipulados políticamente para condicionar nuestras opiniones, que
anulan la creatividad de aquellos alumnos más contestatarios. Muchos de los
estudiantes, cuando llegan al final de la enseñanza secundaria, son incapaces de
tomar decisiones sobre su futuro. Si siempre han decidido por ellos
conduciéndolos por caminos vallados, los alumnos esperan que ahora también
sean los profesores quienes diluciden, liberándolos de esa responsabilidad, cuál
es su auténtica vocación. Surge, en el momento decisivo, el miedo a pensar y a
tomar decisiones independientes, ya que es mucho más fácil que otros resuelvan
esas dudas por nosotros. Papá Estado también «protege» y «defiende» los
«intereses» de sus ciudadanos, ocupándose de recaudar los impuestos para
pensiones, sanidad y servicios públicos y decretando qué es lo que más les
conviene y en qué va a emplear esos tributos. La sociedad, con sus continuos
mensajes publicitarios, se encarga de mostrarnos lo que nos hará parecer más
atractivos, cómo debemos vestir, cuál es el físico ideal, qué conviene consumir,
cuándo y en qué medida, y resuelve todo lo que necesitamos pensar, ser y tener
para ser más interesantes a los ojos de los demás. Como desde antaño nos han
amaestrado, adiestrado, aleccionado y enseñado a obedecer, el camino más fácil
es complacer a todos, y con esa subordinación y delegación de responsabilidades
la frustración está garantizada. El camino hacia la felicidad pasa por nuestra
propia elección, con independencia de los demás. Curiosamente, cuanto más
auténticos seamos, cuanto menos necesitemos la aprobación y el beneplácito de
todos, más admirados y respetados seremos.
Las voces airadas de una discusión parental, propagadas a los cuatro vientos,
llegaron a oídos de dos niños que, despreocupados, correteaban felices por los
alrededores. Los chiquillos contuvieron, apenas unos breves instantes, sus risas.
—Predica siempre con el ejemplo. El más pequeño de tus actos será mejor
que la más noble de tus intenciones y consejos. Lo que hagas hablará tan alto
que tus hijos no podrán oír lo que les dices.
Miró de nuevo al cielo. Las estelas de los aviones dibujaban un efímero e
irregular tablero ajedrezado.
—Hemos sustituido erróneamente la voluntad por la motivación como motor
para hacer las cosas. Hay tareas que es necesario realizar, aunque no estemos
motivados para ello, aunque nos desagraden o requieran un sobresfuerzo y haya
que ejecutarlas sin esperar recompensa. ¿Acaso aprender tiene que ser divertido?
Si usamos el premio para conseguir que nuestros hijos hagan algo necesario o el
castigo para que dejen de hacerlo, estaremos corrompiendo su voluntad y no
fomentaremos su esfuerzo para asumir de forma voluntaria y responsable los
compromisos que se requieren para desarrollar su personalidad y su espíritu
crítico. Zig Ziglar dijo que si uno hace las cosas que debe hacer cuando debe
hacerlas, algún día podrá hacer las cosas que quiere hacer cuando quiera
hacerlas.
—¿Pero, aprender de los errores ajenos, copiar a los sabios, no implica, acaso,
renunciar a las enseñanzas de nuestras propias vivencias y errores? ¿No estamos
sacrificando, con ello, nuestros propios descubrimientos? — apostilló Alicia.
—En parte sí, pero a lo largo de tu vida tendrás sobradas ocasiones de
equivocarte. No llegues a tu ancianidad arrepintiéndote de los errores que otros
cometieron ya por ti. Aprender de los gigantes es de sabios, para lo cual deberás
ampliar tu biblioteca; esa será tu mejor inversión. Pero para asimilar nuevas
ideas enriquecedoras y liberadoras es imprescindible arrinconar y expulsar las
viejas creencias limitantes. Eso lo resumió la filóloga Amparo Bernal en una
palabra clave: desaprender.
Alicia calculó que, leyendo un libro al mes, apenas podría leer unos
novecientos a lo largo de su vida; con un libro a la semana serían casi cuatro mil.
Eso estaba mejor.
—Intenta hacer tu trabajo todo lo mejor posible, optimizándolo al máximo y,
con ello, crecerás como persona. Es más fácil mejorarse uno que intentar
cambiar a los demás. Si nuestra vida gira en torno al condicionamiento y las
circunstancias, se debe a que, por decisión consciente o por omisión, elegimos
otorgar a esos factores el poder de controlarnos. Los individuos reactivos se ven
alienados por las emociones y por la coyuntura. En cambio, los hombres
proactivos se mueven por valores cuidadosamente meditados, seleccionados e
internalizados. También las personas proactivas se ven influidas por los
estímulos externos, sean físicos, sociales o psicológicos, pero su respuesta a esos
estímulos, consciente o inconscientemente, es una elección basada en valores
personales fundamentales e inmutables. Los gigantes se comportan como
maestros de la proactividad, centrando los esfuerzos en su círculo de
competencia e influencia, no en el de las preocupaciones estériles. El «círculo de
preocupación» está colmado de «tener»: me sentiré mejor cuando tenga una
casa, sea rico, consiga un empleo mejor, mis hijos sean más obedientes, etc. El
«círculo de influencia» rebosa virtudes de «ser»: puedo ser más empático,
ingenioso, diligente, creativo, comprensivo, etc. Si centramos nuestras energías
en resolver aquello que está en nuestro ámbito de competencia, en nuestro locus
de control interno, y evitamos perder fuerzas y tiempo en intentar solucionar lo
irresoluble, seremos mucho más eficaces. La clave está en modificar nuestro
carácter, ya que el problema no está fuera sino dentro de nosotros mismos. Si
queremos cambiar la manera de actuar de los otros para mejorarlos, no
intentemos transformarlos desde fuera; empecemos por enriquecer nuestra
manera de pensar y obrar, trabajando desde dentro sobre nuestros propios
defectos. Si pensamos que el problema está fuera, reflexionemos: ese
pensamiento es el problema. Siempre que juzguemos que las barreras están en
los otros y en las circunstancias que nos rodean, conferiremos a lo externo el
poder de controlarnos. El enfoque proactivo consiste en cambiar de dentro hacia
fuera: ser mejores y, de esa manera, provocar un cambio positivo en nuestro
entorno.
¡Ser! ¡Tener! ¡Reactivos! ¡Proactivos! ¡Círculos de preocupación y de
influencia!… Alicia se estaba agobiando. Concluyó, sin atreverse a rechistar por
miedo a recibir nuevas ideas, que llegar a ser feliz no era tan sencillo. «Quizá lo
más parecido a ser feliz sea estar alegre», pensó aliviada, al tiempo que su rostro
dibujaba una generosa sonrisa.
—Pero ten en cuenta —continuó Dale, inmisericorde— que la perfección no
existe y que su búsqueda obsesiva solo conduce a la infelicidad. La perfección
implica inmovilidad. Si tienes planes de extrema excelencia para ti misma,
nunca tratarás de hacer nada porque la perfección no es un concepto que pueda
aplicarse a los seres humanos. La obsesión del perfeccionista por los «peros»
hace que no sea capaz de disfrutar de sus logros y de su esfuerzo; siempre ve la
botella medio vacía o vacía del todo, nada es suficiente para él y se derrumba al
menor tropiezo, al más insignificante de los reveses de la vida. El perfeccionista
compulsivo es un buscador empedernido de defectos y los encontrará hasta en el
paraíso; tiene una mentalidad de «todo o nada», y como nunca obtiene ni
encuentra ese ansiado todo, eso le lleva a una autocrítica destructiva que mina su
autoestima. Las metas del perfeccionista son, por definición, inalcanzables, por
lo que no puede disfrutar de sus éxitos parciales. Todo le parece insuficiente y,
con independencia de los objetivos que consiga, nunca se verá a sí mismo como
un triunfador. El minucioso empedernido e inflexible se decepciona ante cada
fracaso, hasta el punto de paralizar nuevas iniciativas. Su meta ha sido trazada al
final de una línea recta que no admite altibajos ni desvíos. Con esa rigidez, con
esa falta de adaptabilidad a las circunstancias cambiantes, con esa incapacidad
para disfrutar del camino, con esa obsesión exclusiva por el destino final, la
infelicidad está garantizada. Concluye que, si su trabajo no va a quedar perfecto,
no vale la pena ni intentarlo, y de esa manera se bloquea en la más amarga de las
inactividades.
—Tenemos que aspirar a ser mejores, que no perfectos —confirmó Alicia.
Dale, aprovechándose de la predisposición de su compañera, le mostró un
libro, La búsqueda de la felicidad de Tal Ben-Shahar, y le pidió que leyera un
fragmento subrayado:
«El lugar de la eterna felicidad y serenidad, por lo que puedo
decir, solo existe en los sueños y en las novelas. Así que, en lugar
de seguir los pasos de Sísifo, ¿por qué no somos un poco menos
exigentes con nosotros mismos y aceptamos que el éxito o el
fracaso forman parte de una vida plena y gratificante, y que
experimentar temor, celos, rabia, y, en ocasiones, no aceptarse a sí
mismo es simple y llanamente humano?».
Alicia dedujo que todos sus amigos de Wall Street eran doctos, pero sus
enseñanzas discurrían atropelladas en un torbellino de ideas que la conducirían
inevitablemente a la locura. Finalmente, los disculpó acordándose del consejo
final que dio Steve Jobs en su célebre discurso de la Universidad de Stanford:
«Sigue hambriento. Sigue alocado».
—Intentar competir con el prójimo solo te esclavizará y denigrará como
persona. Nuestra sociedad actual te mostrará gente «perfecta», modelos famosos,
ricos empresarios, excelentes deportistas… Siempre encontrarás alguien que te
supera en algo y la auténtica competición, la que te llevará al éxito y que te
permitirá levantarte reforzada de tus fracasos es la que hagas contigo misma: la
lucha contra tu espejo, cuyo reflejo te devolverá la imagen de tus creencias, tu
entusiasmo y tu esfuerzo. La confrontación y la envidia pondrán tu vida en
manos de los otros y te privarán de tu iniciativa y responsabilidad personal. «Haz
lo que puedas, con lo que tengas, estés donde estés», son sabias palabras de
Theodore Roosevelt. Y eso nos lleva a la espiral ascendente de Covey:
«aprender, comprometerse, actuar… aprender, comprometerse, actuar…
aprender, comprometerse, actuar…». Haciéndolo indefinidamente, en planos
cada vez más altos para no dejar de progresar. De cualquier modo, es imposible
hoy en día, por la super especialización que nos exige nuestra sociedad, ser
expertos en muchos ámbitos de la vida. Ya no existen los hombres renacentistas
que dominaban las artes, la astronomía, las matemáticas, la física, la ingeniería,
la filosofía, las ciencias naturales… No podemos ser como Leonardo pero, aun
así, graba en tu mente lo siguiente: «Dado que debemos saber cada vez más y
más de menos, supongo que esto también significa que debemos saber menos y
menos de más y más; lo que también significa que, muy pronto, lo sabremos
todo de nada y nada de todo».
«Dios mío, ¿dónde me he metido?», se preguntó.
—«Vive como si fueras a morir mañana. Aprende como si fueras a vivir
siempre», eso lo dijo Gandhi.
«Qué bellas palabras para sellar una despedida», pensó Alicia al recibir en sus
manos, junto con un afectuoso abrazo de Dale, una nota que leyó apenas su
profesor le dio la espalda:
«Los maestros en el arte de vivir no hacen distinción alguna entre
su trabajo y su diversión, sus esfuerzos y sus momentos de ocio,
sus mentes y sus cuerpos, su información, su esparcimiento, su
amor y su religión. Apenas diferencian una cosa de otra; se limitan
a perseguir su visión de excelencia en todo cuanto hacen, dejando
para otros la tarea de decidir si trabajan o juegan».
James A. Michener
¿Cuánto vale su dinero?
«En esencia, los bancos centrales y los políticos
están actuando como peluqueros.
Les hacen “cortes de pelo” a tus inversiones.
Las tasas reales negativas de interés, la inflación,
la devaluación de la moneda, los controles de capital
y hasta el impago son las tijeras del peluquero».
Bill Gross (1944)
Gestor de fondos de renta fija
y filántropo estadounidense.
A llí estaba Warren, en el vestíbulo del hotel, con su traje caro que le
sentaba como si fuera barato. Tenía que hacer una visita de
negocios y la invitó a acompañarlo.
—¿Cómo te ha ido con el « chartista » ? —preguntó Warren.
—¿Con quién?
—Con el analista técnico, ¿no vienes de la sala de los ordenadores?
—¡Ah, sí!, y también he visitado la de los monos.
Como de costumbre, Warren inició los comentarios sin esperar más
aclaraciones.
—El stop loss solo debería ser usado por los especuladores de corto plazo, es
una protección contra la ignorancia; si tu inversión es buena, evita su uso, elude
cortar las pérdidas y compra más.
—¿Cómo has adivinado que me ha hablado del stop loss?
Warren no pudo evitar una amplia, prolongada e indiscreta carcajada.
—En febrero de 2006 Marshall y Cahan publicaron un estudio titulado:
«¿Aporta valor el análisis técnico intradía en el mercado de valores
norteamericano?» El trabajo se centró en analizar el resultado esperado,
operando intradía según 7.846 reglas de trading diferentes; dicho análisis se
computó para los años 2002 (año en el que el S&P 500 bajó un 21,2 %) y 2003
(subió un 21,9 %). Curiosamente, para ambos años, solo 200 de dichas reglas
tuvieron una cierta correlación estadística; pero ninguna de las reglas de trading
resultó ser rentable, incluso antes de pagar las comisiones de los brókeres.
Apenas iniciado su paseo se encontraron ante una profunda zanja que les
dificultaba el paso. En su interior un señor encorbatado, muy bien vestido pero
sudoroso (envuelto en polvo y arena), cavaba sin descanso. El agujero se iba
haciendo cada vez más profundo a una velocidad asombrosa.
—Deme la mano, le ayudaré a salir —le animó Warren.
—No, no puedo, tengo que recuperar lo que he perdido, he de seguir
profundizando.
Warren no insistió, su experiencia le había enseñado que no conseguiría nada;
aquel hombre estaba obcecado y no atendería a razones.
—Prosigamos nuestro camino. Cuando estés en un hoyo nunca sigas cavando,
pues no es la manera más inteligente de salir.
—Desde luego —confirmó Alicia—, ya no llegaríamos a darle la mano.
—Cuando compres una acción de una empresa sólida y con futuro y veas que,
día tras día, cae su precio, no dudes en adquirir más y más acciones,
promediando a la baja, pues con el tiempo el mercado te dará la razón. Pero
cuidado, si te asaltan dudas, si crees que te has podido equivocar en tu estudio
inicial, si piensas que has valorado mal la empresa, deshaz tu inversión y sal del
hoyo. En ocasiones es mejor vender las acciones perdedoras y conservar las
ganadoras. Con frecuencia nos solemos equivocar y mantenemos demasiado
tiempo nuestros valores perdedores, en parte por el miedo a reconocer nuestros
errores, ya que pensamos que hasta que no hayamos vendido no habremos
perdido realmente; y tendemos a vender nuestras posiciones ganadoras
demasiado pronto con el consiguiente pago de impuestos al hacer efectivas las
ganancias.
Alicia se apartó de la nariz un molesto moscardón, procurando no causarle
daño alguno, por aquello de que si matas una mosca acuden cien al entierro.
—Si tienes una vía de agua en el barco, es mejor cambiar de nave que intentar
repararla. Muchos inversores novatos se empeñan en recuperar su dinero con los
mismos valores que les están llevando a la ruina. Se dicen a sí mismos: «el título
ha caído tanto que ya no puede caer más y solo le queda recorrido al alza». Y eso
ocurre por el efecto de anclaje.
—¡Efecto de anclaje! —repitió Alicia—. No he oído hablar nunca de él,
aunque sí que suena a barco.
Warren celebró la ocurrencia.
—Para ilustrar el efecto de anclaje te pondré un ejemplo que no debes
olvidar, pues los que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo.
Durante el estallido de la burbuja de las compañías tecnológicas y de Internet en
el año 2000, acciones que cotizaban a 300 pasaron a valer 10 y muchos
continuaban comprándolas. Adquirían valores ruinosos, condenados al fracaso,
solo porque antes valían 1.000 y ahora se podían tener por 10. El resultado fue la
pérdida, en la gran mayoría de casos, del total de la inversión. Y a la inversa,
muchos inversores, incluso profesionales, no se atreven a comprar empresas
excelentes a precios baratos, simplemente porque hoy valen 50 y ayer estaban a
30; por el efecto anclaje piensan que, aunque hoy sean una buena inversión a 50,
volverán a valer 30. Por el contrario, algunos inversores inteligentes no pueden
ver una empresa sólida y barata y no comprarla, es algo que les supera, no se
pueden contener, es superior a sus fuerzas, con independencia de si mañana va a
estar más barata.
—Lo sé —concluyó Alicia—, no podemos dejar pasar buenas oportunidades
de inversión, las ocasiones no abundan.
Warren confirmó lo que ya intuía: la niña empezaba a ser de los suyos y él se
estaba repitiendo en exceso.
—No tenemos que pensar en nuestros títulos como posesiones que tienen
alma; son solo acciones y no debemos encariñarnos con ellas, pues las acciones
tampoco conocen a sus propietarios. En economía los sentimentalismos solo
pueden conducirnos al desastre. Los psicólogos insisten en que por el mero
hecho de ser poseedores de un objeto o de un bien, le atribuimos un valor doble
de lo que estaríamos dispuestos a pagar por el mismo objeto en el mercado si
todavía no fuera nuestro. Eso lo saben algunos vendedores que, basándose en ese
mecanismo psicológico, nos prestan la alfombra para que la tengamos unos días
a prueba, en nuestro salón, sabiendo que con mucha probabilidad le cogeremos
cariño y nos encapricharemos de ella.
Warren se detuvo delante del escaparate de una galería de arte de la pequeña
y estrecha calle de Wall Street. Alicia observó con detenimiento: había dos
esculturas, una absolutamente maravillosa, esculpida en piedra negra, de una
altura similar a su talla. Era un atleta desnudo, con sus músculos en tensión,
escalando con la ayuda de una cuerda una gran montaña de libros gigantescos. A
su lado, la otra «escultura» estaba formada por unos hierros retorcidos y
oxidados cuyas formas no se asemejaban a nada conocido.
—¿Cuál te gusta más? —preguntó Warren.
—Los hierros merecerían estar en un contenedor de chatarra para su
reciclado; la otra es muy original —dijo Alicia, fijándose en la cuerda tensada
del escalador, esculpida en piedra, y que amenazaba con romperse en cualquier
momento.
—Simboliza el esfuerzo por alcanzar, en una dura escalada, lo más alto del
conocimiento humano. Es una alegoría del intento de conseguir la sabiduría —
añadió Warren.
Ambos entraron al interior de la galería, donde había multitud de obras de
arte.
—Buenos días. ¿Cuánto cuesta la escultura del escalador de libros?
—Diez mil dólares —contestó una señora, muy atenta, de mediana edad—.
Es un buen precio teniendo en cuenta que es una obra original y única, que está
esculpida de una pieza, directamente en piedra, y que el artista no usa ningún
tipo de boceto ni molde previo para realizarla. Pesa alrededor de trescientos
kilogramos y es el propio artista el que selecciona la piedra de Calatorao en la
cantera y la traslada personalmente hasta su taller. Pueden tocarla, el autor dice
que sus esculturas deben mirarse también con las manos.
Alicia paseó sus dedos por la espalda de la figura y notó la suavidad propia de
un excelente pulido de la piedra. Pensó en los cientos de horas que habría
llevado sacar al bloque de piedra todo lo que le sobraba para dar vida al atleta y
se formuló, inconscientemente, una pregunta un tanto surrealista, más propia de
una niña de cuatro años: ¿cómo sabía el escultor que dentro de la piedra había un
escalador?
—¿Cuánto vale la obra de los hierros retorcidos?, perdón, quiero decir que
¿cuánto dinero piden por ella? —interpeló Warren con cierto sarcasmo.
—¿No conocen al maestro? Es el famosísimo Ferrolan Tortt, tiene varias
obras en museos de todo el mundo. Me ha costado dos años conseguir una pieza
suya para exponerla en mi galería. Puede ser suya por trescientos mil dólares y
se titula «Anarquía en el firmamento».
—Estoy intrigado. ¿Podría decirme por qué cuando me he interesado por la
primera obra me ha dado usted multitud de detalles, pero se ha referido a su
creador, de forma ambigua, sin pronunciar su nombre?
—Disculpen, pensé que ustedes no lo iban a conocer. Es un escultor español,
de Málaga, se llama José Casamayor.
Cuando se dirigían a la salida Alicia hizo un hallazgo espectacular. Ante sí
tenía un lienzo de monumentales proporciones, enteramente blanco. No pudo
evitarlo, se acercó con curiosidad y comprobó que en realidad no estaba ni
pintado: el tono, uniformemente lechoso, era el reflejado por la tensa tela de lino
y algodón.
«¡Número 15!». Buscó la lista de precios, discretamente camuflada sobre una
pequeña mesita taraceada con un distinguido y grácil fileteado de madera de boj.
«15. Óleo sobre lienzo. Punto estelar. 25.000 $». Se aproximó de nuevo,
intrigada. Efectivamente, en una de las esquinas descubrió el famoso punto, de
apenas el tamaño de un centavo. Se quedó perpleja, con un montón de
interrogantes martilleando su pequeña cabecita… Por ese coste, ¿no podían
haber pintado más puntos? ¿Habrá un error en el precio? ¿Me estarán intentando
tomar el pelo?
—Ha sido muy amable, le agradecemos sus atenciones.
Las palabras de despedida de Warren la rescataron de su ensimismamiento
filosófico, sus dudas existenciales tendrían que resolverse en otro momento. Ya
en la calle, su compañero de aventuras sacó una agenda y escribió: José
Casamayor. España.
—¿Por qué apuntas su nombre?
—No pretenderás que anote al « retorcehierros » , a ese tal Tortt —aseveró
Warren con mordacidad.
Alicia no pudo reprimir una carcajada liberadora.
—He visto cómo te acercabas al monstruoso cuadro blanco y sé por qué lo
has hecho: la pintura abstracta tiene un pequeño problema, hay que molestarse
en leer el título de los cuadros.
El sarcasmo de Warren —cáustico, punzante y burlón— desató, de nuevo, la
hilaridad contenida de la niña.
—En esta galería de arte has podido aprender que muchas veces precio y
valor no coinciden, y que el mercado, en ocasiones, está ciego. Hay personas que
pagan trescientos mil dólares por esos hierros, no porque les resulten atrayentes,
sino porque piensan que se revalorizarán, que alguien en el futuro estará
dispuesto a pagar más por ellos o simplemente para presumir ante sus amigos
jactándose de lo que les ha costado. Si los vieran en la basura, ¿crees que los
recogerían? «Todo necio confunde valor y precio», afirmaba Antonio Machado.
Con esa actitud están especulando y fomentando la proliferación de un
pseudoarte mercantilizado de pésimo gusto, vacío de significado y carísimo. La
escultura del escalador, cueste lo que cueste, en el futuro seguirá siendo una obra
maestra y su dueño podrá disfrutarla y, ¿quién sabe?, quizá con el tiempo el
mercado ponga a cada una de esas creaciones en el sitio que realmente se
merecen. El ser humano necesita sentirse cómodo dentro de un grupo o
comunidad. Si los demás compran arte abstracto de vanguardia, nosotros
también, no queremos que piensen que no estamos al día y que «no lo
entendemos». De alguna forma ese Tortt vende a esos precios porque se ha
generado una burbuja especulativa propiciada, en parte, por marchantes y
críticos de arte sin escrúpulos; lo que vale no es su obra, sino su firma. ¿Sabes
que una fotografía de Andy Warhol se puede llegar a cotizar cien veces más que
un Rembrandt? ¿Sabes que Miguel Ángel Buonarroti y Diego Velázquez no
firmaron nunca sus obras?
—Sí, lo sé, a mi padre le apasiona el arte con mayúsculas —como él dice—,
pero Michelangelo certificó, unos años después de haberla realizado, su famosa
«Piedad» del Vaticano. Cansado de que la atribuyeran a otros escultores, se
introdujo clandestinamente por la noche, a hurtadillas, y cinceló en grandes
letras mayúsculas sobre la cinta del manto de la Virgen su nombre y su origen
florentino.
Warren respiró tranquilo; podía confiar en su alumna, tenía una memoria
prodigiosa, impropia de su edad. Sus explicaciones no caerían en saco roto. Le
gustó el detalle de la niña respetando el nombre, en italiano, del genial artista
renacentista.
—Vivimos en una sociedad totalmente mercantilizada, sustentada por la
venalidad y la búsqueda del mayor beneficio posible en detrimento de otros
valores como la calidad, el esfuerzo y la honestidad.
Dieron una última ojeada al escaparate y ambos se dirigieron una sonrisa de
complicidad.
—A lo largo de tu vida no debes dejarte engatusar por las marcas, no pagues
más de lo que realmente valen las cosas. Compra solo aquello que necesites, lo
que te agrade y te haga sentir bien, y hazlo con independencia de lo que digan o
hagan tus amigos. Mantén tu propio criterio. Tu vida te pertenece y no debes
permitir que la sociedad de consumo te maneje y consuma.
Inspeccionó disimuladamente las prendas que llevaba y se sintió aliviada al
comprobar que no eran de ninguna famosa multinacional.
—La adquisición de arte, joyas, antigüedades y otros bienes materiales suele
ser, en general, una pésima inversión porque, debido a los amplios márgenes
comerciales, se suelen pagar a precios altos y es una mercancía muy difícil de
revender sin minusvalías. Pero si alguna vez compras arte, adquiere solo lo que
te guste y te haga disfrutar. Valora las obras artísticas por lo que son y por lo que
representan, y no por los nombres que las firman. En cualquier caso, Kostolany,
el que siempre tomaba sus mejores decisiones de inversión escuchando música
clásica, consideraba el dinero como un bien perecedero, mientras que el arte
siempre será eterno.
—¿Te enfadarás si te hago una pregunta indiscreta? Hace ya un buen rato que
me ronda por la cabeza y no puedo quitármela de encima —explicó Alicia con
tono conciliador.
—Quien se enfada tiene dos trabajos: enfadarse y desenfadarse. Además, si te
enojas durante un minuto estarás desperdiciando sesenta segundos de felicidad.
Aunque en nuestras relaciones diarias siempre encontremos razones que
justifican nuestro disgusto, esas razones muy raras veces son buenas y justas—
quedó, una vez más, sorprendida por la locuacidad y agilidad mental de Warren
—. En palabras de Aristóteles: «Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy
sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el
momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente,
no resulta tan sencillo».
—Formularé la pregunta: ¿por qué siendo tan rico y gustándote tanto la
escultura del escalador no la has comprado? Tampoco era tan cara —se atrevió a
puntualizar Alicia.
—Simplemente, porque no la necesito. En mi casa, la que compré hace
cincuenta años, tengo todas las cosas materiales que preciso para vivir y ser
feliz. Considera en cuánto se pueden convertir esos nueve mil dólares, bien
invertidos, en unas decenas de años. Yo no viviré para verlo, pero quizás sí mis
hijos y nietos.
—No eran nueve mil, sino diez mil dólares, lo que costaba la escultura —
rectificó Alicia.
—Tienes buena memoria, pero no lo dudes, soy un buen negociador y en el
regateo posiblemente me habrían descontado esos mil dólares, si no más.
Cuando compro algo, siempre intento conseguir el mejor precio. A lo largo de tu
vida, no te importe nunca regatear, no te dé vergüenza, el precio inicial siempre
lo tienes asegurado.
Los paseos con Warren eran tan instructivos y Alicia tenía tantas ganas de
aprender, que le parecían brevísimos.
—Hemos llegado —dijo Warren, llamando al timbre.
—Soy Louis, les estaba esperando. Soy el director general y, como usted bien
sabe, señor Buffett, el principal accionista de esta empresa.
A pesar de la amabilidad del recibimiento, Alicia pensó que no era lógico que
el propio dueño de la empresa les abriera la puerta.
—Permítanme un minuto, por favor, voy a cerrar el ordenador, no me gustaría
que se pudiera malograr el trabajo de toda la mañana.
—Me agrada esta empresa —aseguró Warren—, hemos encontrado al dueño
trabajando en vez de arreglándose la corbata.
—Sí. Y también abre la puerta para ahorrarse una recepcionista —comentó
con tono irónico.
La oficina no era precisamente un derroche de lujo. El mobiliario parecía
reutilizado y no estaba en muy buen estado. De las paredes colgaban unas
láminas sin enmarcar de idílicos y relajantes paisajes.
—Fíjate, Alicia, todo está en orden y muy limpio.
—Me he permitido traerles unos refrescos y unas pastitas de té; sé que han
venido andando —dijo Louis con una amplia sonrisa.
—Me gusta cómo tienen decorada la oficina —afirmó Warren.
A Louis le subieron los colores y trató de disculparse como pudo.
—Perdone…, en realidad no hemos tenido mucho tiempo…, todos nuestros
esfuerzos y capital se han empleado en poner en marcha el negocio.
—No tiene de qué avergonzarse. Lo digo sinceramente, todo me parece
perfecto. Yo dirijo uno de los principales holdings del mundo y lo hago con tan
solo catorce empleados. Claro, que eso tiene algún inconveniente; de vez en
cuando tengo que vaciar mi papelera. Créame, no hay lujos innecesarios en
nuestra sede central de Omaha. El capital tiene que estar invertido en activos y
proyectos que produzcan beneficios a la empresa y a sus accionistas. Si tuviera
un Picasso en su despacho, no invertiría en su compañía. Yo mismo no empecé a
comprar trajes caros hasta hace poco, y la verdad, como puede apreciar, a mí me
sientan como si fueran baratos.
Hablaron largo y tendido sobre sus negocios.
—¿Vas a comprar esa empresa? —preguntó Alicia al salir de la oficina.
—Probablemente sí. Su director parece honrado y, para empezar, nunca se
puede hacer un buen negocio con una mala persona. Además, es una compañía
incipiente que ya genera ganancias, y mi experiencia me dicta que una empresa
que no da beneficios desde el principio no suele darlos más tarde.
—¿Cómo puedes dirigir tantas empresas y disponer del suficiente tiempo
libre para pasearte conmigo? Yo no puedo ofrecerte nada, soy tan solo una niña.
—En estos momentos, tú eres lo más importante. Contestaré a tu pregunta.
Yo delego en mis colaboradores (nadie mejor que ellos conoce el negocio que
manejan). Procuro no entrometerme demasiado, les dejo hacer. No tiene sentido
pagarle a alguien para luego tomar las decisiones por él.
—Pero en ocasiones tendrás que ser muy duro con algunos de tus empleados.
—Procuro recordar un proverbio árabe: «Si eres muy dulce te comerán y si
eres muy agrio te escupirán». Sigo siempre la siguiente misiva: «Cuando se
busca personal, se observan tres cualidades: integridad, inteligencia y energía.
Pero la más importante es la integridad, porque sin ella, las otras dos cualidades,
la inteligencia y la energía, te comerán».
Alicia se puso a filosofar, movida por un resorte oculto… « ¡Honradez!
¡Integridad! Cualidades olvidadas por nuestra cultura, que prima más el
“pelotazo”, el “dinero fácil”, el enriquecimiento sin formación ni esfuerzo».
—Nos veremos luego —dijo Warren, rescatándola de sus pensamientos—. Te
dejaré con Ben, te quiere presentar a Mary. Cuando acabéis, me pasas a recoger;
tenemos que ir a una importante conferencia.
La mujer que visitaba Wall Street una vez al año
«Los inversores han perdido mucho más dinero
preparándose o tratando de anticipar las correcciones
del mercado, que en las propias correcciones».
Peter Lynch
H e llamado a Mary. Todos los años nos hace una visita y en esta
ocasión ha venido unos días antes de lo habitual por deferencia a
ti. Le he pedido que te explicara su particular método de inversión —dijo Ben.
—¿Es una mujer? —añadió extrañada, Alicia.
—Sí. Es cierto, no hay muchas en Wall Street. Te agradará. Está
esperándonos junto a la gran fuente.
—Hola, Alicia. Me llamo Mary, me han hablado mucho de ti, y muy bien, por
cierto.
—Encantada de conocerla, señora. Sé que ha adelantado su visita por culpa
mía, muchas gracias.
—No, por favor, también quería saludar a Warren. El oráculo de Omaha no se
prodiga por estos lugares. Tienes mucha suerte de tener a Ben como profesor.
—Sí, sí, claro, es estupendo. Estoy aprendiendo mucho sobre inversiones,
aunque sospecho que todo debe de ser mucho más complejo de como me lo
cuentan.
—Ben y Warren tienen la habilidad de hacer parecer sencillas las cosas
complicadas —dijo Mary. ¿Quieres saber por qué vengo solo una vez al año a
Wall Street?
Asintió con un leve movimiento de su cabeza y una amplia sonrisa, tratando
de disimular su natural curiosidad femenina.
—Durante muchos años mi pasión fue la bolsa. Leía libros y más libros de
analistas, estudiaba cientos de métodos de inversión, estaba suscrita a las
principales revistas y periódicos económicos. Y a pesar de tanto asesoramiento,
o quizá por ello, me arruiné. Cuanta más información procesaba, más decisiones
tomaba y más perdía. Conocí a Ben y él me salvó. Yo era una ludópata, tenía
necesidad de comprar y vender constantemente. Me propuso un método de
inversión que no requería de manuales ni de información y que hasta hoy he
seguido con resultados más que aceptables, muy por encima de la media del
mercado. Reequilibro mis inversiones una vez al año; suelo hacerlo la primera
semana de abril.
—Algo así como los monos, ellos también se reúnen una vez al año —se le
escapó a Alicia—. Discúlpeme —dijo, intentando arreglar lo que podía
interpretarse como una impertinencia.
—Así es —continuó Mary con una sonrisa—. No te preocupes, yo también
conozco la sala de los chimpancés, pero a diferencia de ellos no tengo ni tan
siquiera que molestarme en lanzar los dardos. Hace años consensuamos con Ben
que, en función de mis circunstancias personales, familiares y económicas, lo
más idóneo para mí era invertir el 50 % de mi capital en renta variable y el resto
en otros activos como fondos de renta fija, bonos, etc.
—Pero de esa manera limitamos nuestra libertad de inversión —afirmó
Alicia.
—Eso, en mi caso, no constituyó una desventaja, más bien al contrario, me
sacó del pozo. La bolsa no requiere de muchos conocimientos, sino de mucha
sangre fría. A mí no me sirvieron de nada los libros, ya que mi carácter
impulsivo y mi descontrol emocional me hacían tomar decisiones equivocadas.
La renta variable es cíclica. En los momentos de euforia (cuando la inercia a
corto plazo es alcista), el inversor tiende a relajar sus precauciones porque se
reduce la sensación de riesgo. El mercado le anima con sus noticias a invertir y
es muy difícil contenerse y no comprar acciones. Además, los valores que más
han subido en el pasado son considerados, erróneamente, como mucho más
seguros. El inversor particular siempre está dispuesto a asumir más riesgos en un
contexto alcista, suele comprar cuando las valoraciones están en sus precios
máximos. Si no eres un Buffett, ¿qué debes hacer para invertir con éxito?
Alicia, que ya empezaba a estar habituada a ese tipo de preguntas, resolvió
que lo mejor era comprar barato y vender caro.
—Por supuesto, esa es la clave —continuó Mary—. Pero ¿conoces algún
método que, de forma automática, sin tener que preocuparte excesivamente ni
tomar decisiones muy arriesgadas, te permita dormir tranquila, todo el año,
simplemente porque has comprado barato?
Reconoció su ignorancia con un no categórico.
—Lo único que tienes que concretar, de inicio, es el porcentaje que quieres
invertir en la renta variable. Supongamos que es el 50 %. Cuando la bolsa haya
subido mucho tendrás las mismas acciones y participaciones de fondos de
inversión, pero valdrán más dinero. Vendes entonces parte de tus acciones y de
tus fondos e inviertes el excedente en fondos de renta fija u otros activos menos
volátiles, hasta reequilibrar de nuevo tu 50 % invertido en bolsa. Y, a la inversa,
si ha bajado la bolsa, habrá menos porcentaje de tu patrimonio en renta variable
y tendrás que comprar más acciones para llegar al 50 %. Yo lo hago una vez al
año para no complicarme mucho la vida, pero en fases de crisis extremas o de
subidas vertiginosas, se puede reequilibrar más veces y, también en esos casos
de pánico vendedor o de burbujas alcistas puedes variar excepcionalmente el
porcentaje inicial. Hoy sí he tomado una decisión activa: voy a subir mi
participación en bolsa de un 50 % a un 90 %. Este método hace que, sin
proponértelo, compres barato y vendas caro, como tú muy bien apuntabas.
—Pero… un 90 %…, tanto dinero en bolsa… ¿no supone arriesgar mucho?
—En absoluto, siempre que compremos a los precios de saldo actuales. Nos
están regalando las empresas. Algunas compañías cotizan a precios inferiores a
lo que valdrían si estuvieran en quiebra y son sociedades que están obteniendo
beneficios. En cambio, si estuviéramos en máximos históricos, con los precios
por las nubes, podría ser prudente reducir el peso de la renta variable.
—Hay todavía una estrategia más simple de inversión —dijo Ben—, y suele
dar plusvalías por encima de la media. Consiste en promediar el coste monetario;
en inglés lo denominan dollar cost average. Se invierten cantidades fijas en
períodos predeterminados, por ejemplo, cien dólares cada mes en un fondo de
inversión. Pero para que funcione debes hacerlo durante años y con
independencia del nivel de precios del mercado. De esta manera reduces el
riesgo de entrar con mucho capital en un momento inadecuado y estás siempre
expuesta a la bolsa, que, en general, es la inversión más rentable a largo plazo.
Con este sencillo sistema también compras barato, porque cuando el fondo está
caro, con los cien dólares suscribes pocas participaciones, y cuando está a buen
precio adquieres más.
—Si no te convencen estas tácticas, siempre puedes apuntarte a otros
procedimientos utilizados por muchos «entendidos», algunos tan curiosos como
los que siguen la final de la Super Bowl de fútbol americano. Si gana un equipo
de la NFL, el mercado es alcista; y si el vencedor es de la AFC, es bajista —dijo
riéndose abiertamente Mary.
—Te burlas de mí —protestó Alicia.
—En absoluto, Mary es una persona seria —dijo Ben, saliendo en su defensa
—. Si eso te ha parecido ridículo, ya no me atrevo a contarte el método de la
altura de las faldas.
—Sí, sí, por favor, quiero oírlo.
—A principios del siglo veinte algunos «expertos» consiguieron relacionar la
altura de la falda de las mujeres con el comportamiento de la bolsa. Así, si la
falda se lucía corta, invertían más porque la bolsa subiría, y a la inversa si se
llevaba larga. Hay gente que, sobrada de tiempo, se dedica a buscar
correlaciones estadísticas y métodos de inversión que te parecerían aún más
absurdos. Y es que, a toro pasado, una vez que se han producido los
acontecimientos, siempre es posible encontrar alguna asociación. Hechos que se
han concatenado casualmente pasan a formar parte del arsenal estadístico de
algunos insensatos que llegan incluso a relacionar las fases lunares con la
evolución bursátil.
Los tres se rieron un buen rato. Se despidieron de Mary deseándole mucha
suerte en sus inversiones.
De repente, Alicia se puso a gritar:
—¡Eureka! ¡Lo tengo! ¡Lo he conseguido!
—¿Que has conseguido qué? —espetó Ben.
—El acertijo de los relojes de arena tiene otra solución, y mucho más simple
que la de Richard.
Se quedó perplejo, mirándola fijamente a los ojos y esperando una aclaración
más convincente.
—Sé cómo calcular 15 minutos con dos relojes de arena de 11 y de 7
minutos.
—Eso parece muy difícil.
—No lo es. Ponemos en funcionamiento los dos relojes a la vez. Empezamos
a contar el tiempo cuando acabe el reloj de los 7 minutos: entonces al de 11 le
quedará 4 minutos para finalizar. Solo tenemos que esperar a que se pare el de
11 y lo volteamos inmediatamente para reiniciar su puesta en marcha. Los 4
minutos que restaban cuando finalizó el de 7, más los 11, suman 15 minutos.
—Tienes razón, es muy simple. La mayoría de problemas que se nos antojan
enormes montañas difíciles de escalar tienen una solución sencilla; solo hay que
dedicarse con suficiente empeño y determinación a resolverlos.
Respiró profundamente aliviada. «Richard estaría orgulloso de mí», concluyó
satisfecha.
—¿Te ha gustado el método del reequilibrado? —le preguntó Ben, mientras
caminaban.
—Es sencillo y útil a la vez. Dime, ¿es cierto aquello que se dice de que solo
los ricos deberían invertir en bolsa?
—Por supuesto que no —aclaró Ben, un tanto sorprendido por la pregunta—.
El disponer de suficiente dinero sobrante puede determinar que asumamos «más
riesgos» que si se tratara de una pequeña cantidad que pudiéramos precisar para
nuestras necesidades básicas diarias. Pero curiosamente, un estudio realizado en
Finlandia concluyó que no eran los más ricos, sino los más listos, los que
invertían más porcentaje de su patrimonio en renta variable. Era el cociente
intelectual y no la riqueza lo que marcaba las diferencias.
—¿Es eso lógico? —apuntó Alicia.
—Verás, comprar una acción es adquirir una pequeña parte de una empresa, y
solo las personas suficientemente inteligentes son verdaderamente conscientes
de las ventajas que ello comporta. Solo los menos formados piensan,
erróneamente, que invertir en acciones es como jugar a la ruleta en el casino. Si
sabemos que al comprar una determinada acción estamos poseyendo una
fracción de un negocio, valoraremos más los beneficios empresariales que
genere la compañía que las posibles revalorizaciones de la cotización de sus
títulos a corto plazo. Pensaremos como auténticos propietarios del negocio y,
como tales, no nos importará (si conocemos su solidez y ventaja competitiva)
que la miopía cortoplacista del mercado penalice la valoración de nuestra
empresa. Con el tiempo, el Señor Mercado nos dará la razón.
—Nunca lo hubiera interpretado de esa manera —exclamó Alicia—, pero
ciertamente solo puede obtener importantes plusvalías en bolsa aquel que tenga
una considerable suma de capital para invertir, ¿o no es así?
—Eso es cierto solo en parte y con una visión temporal de corto plazo. No
olvides que Warren empezó invirtiendo unos pocos dólares. Si tienes suficiente
paciencia el tiempo magnificará tus pequeñas imposiciones. La mayoría de las
personas piensa que, para lo poco que les sobra, no merece la pena molestarse, y
se lo gastan o se despreocupan suscribiendo depósitos a un año en su entidad
financiera más próxima. En cambio, adquiriendo acciones, en vez de enriquecer
a nuestro banco, estamos financiando y capitalizando a las compañías, formamos
parte de ellas y recogemos también una fracción de sus beneficios. Además,
contribuimos con nuestra pequeña aportación a aumentar el PIB del país y a
generar empleo. Convéncete, no hay otra forma más sencilla de crear riqueza y
de enriquecernos a la vez. Si quieres ser tú la única propietaria de tu propia
empresa, precisarás obtener los permisos estatales pertinentes, comprar los
inmuebles, útiles y maquinaria necesarios, solicitar créditos, pagar a tus asesores
y empleados y resolver mil posibles problemas que ni tan siquiera puedes llegar
a imaginarte. Y, si finalmente tu negocio fracasa, puedes acabar arruinada. Si
una gran multinacional o una importante entidad financiera tiene problemas de
solvencia, si está a punto de quebrar, inmediatamente papá Estado saldrá en su
rescate, pues son muchos los puestos de trabajo en juego, pero no esperes esa
misma ayuda para tu pequeño negocio. Si compras varias acciones de distintas
compañías y sectores serás dueña de muchas pequeñas partes de otras tantas
empresas, habrás diversificado y, con ello, reducido mucho los riesgos, lo que te
permitirá dormir más tranquila. Los problemas diarios que susciten esas
empresas no te afectarán en el ámbito personal. La clave está en elegir bien las
sociedades y no pagar las acciones demasiado caras.
A medida que disertaba, Ben apreció cómo su amiga permanecía pensativa,
como ausente.
—¿Te encuentras mal?
—Pues sí. Hasta ahora, entre todos me estáis enseñando cómo invertir (con
ciertas garantías de éxito) en renta variable. Pero si aplico la regla del
reequilibrio, ¿cómo debo administrar el otro cincuenta por ciento que no está
depositado en bolsa?
Estaba orgulloso de su pupila. Ambos permanecieron un largo rato en
silencio, no era una pregunta fácil de contestar. Por fin, Ben encontró las
palabras adecuadas para proseguir sus enseñanzas.
—No necesariamente tienes que invertir la mitad de tu capital en renta
variable, el porcentaje dependerá, no lo olvides, de tus circunstancias
económicas, familiares y personales y, sobre todo, del plazo de tiempo que
quieras mantener tu inversión. Con un horizonte de más de veinte años el riesgo
de invertir en acciones es despreciable, y no podemos decir eso mismo de la
renta fija. Si en la práctica no hay riesgo a un plazo de veinte años, cuanto más te
aproximes al cien por cien de inversión en renta variable, más te enriquecerás.
Peter Lynch recalcó en innumerables ocasiones que la gran ventaja de invertir en
acciones, para quien acepte la incertidumbre, es la extraordinaria recompensa
por tener razón. Yo añadiría, a esa acertada idea, tres palabras: para quien acepte
la incertidumbre a corto plazo, pues a largo plazo sí existe incertidumbre, pero
solo porque no sabrás tu índice de revalorización, que en cualquier caso será
siempre positivo.
Alicia, que empezaba a ser una conocedora de las inversiones, sobreentendió
que los retornos, es decir las revalorizaciones, serían siempre positivas
únicamente si las compañías eran sólidas, con beneficios, y si no se habían
comprado demasiado caras.
—Resumiendo, si es un dinero que no vas a necesitar en por lo menos veinte
años, ganarás tanto más cuanto más porcentaje inviertas en renta variable. Pero
volvamos a tu pregunta; me comentaste que tus padres se habían arruinado con
sus inversiones.
—Sí, así es. Les he oído decir que nunca más invertirán en nada que conlleve
riesgo.
—Y tú Alicia, ¿qué opinión tienes? ¿Crees que hay alguna inversión sin
riesgo? ¿Piensas que es muy arriesgada la bolsa? ¿Te parece que la renta fija no
tiene peligros? ¿Opinas que la inversión en inmuebles es segura? ¿Invertirás
algún día en renta variable cuando seas mayor?
—Ya soy mayor —refunfuñó—. ¿Acaso no tenía once años Warren cuando
compró su primera acción? En cuanto pueda ahorrar algo seré dueña de una
pequeña fracción de su holding.
Ben sonrió satisfecho, su alumna había aprendido cuál era el auténtico
significado de comprar una acción.
—¿Te fías de Warren? —preguntó Ben—. En estos cuarenta y cinco años ha
sido el mejor, pero eso no te garantiza que lo siga siendo en el futuro.
Sabía que la estaban poniendo a prueba y contestó con decisión y aplomo.
—Me da igual, es mi amigo y confío ciegamente en él. Proclamaste que fue
tu mejor alumno. Además, es muy buena persona y he averiguado que no puedes
hacer buenos negocios con malas personas.
Ben sabía de quién eran esas palabras y estaba satisfecho de que Alicia las
hubiera hecho suyas.
Conocía bien a su amigo. Presentía que no le dejaría tiempo para contestar el
resto de las preguntas. Así fue. Inmediatamente, empezó su disertación.
—¿Y si te dijera que es mucho más complicado invertir, con un mínimo de
acierto, en otros activos monetarios ajenos a la bolsa que en la misma bolsa?
—Viniendo de ti, lo creería —dijo su pupila.
—Yo no tengo ninguna duda de que, en la situación actual, y a los precios de
hoy, es mucho más segura la renta variable que la renta fija — insistió Ben—. El
gobierno de los Estados Unidos está inyectando billones de dólares para
capitalizar a las entidades financieras y evitar la quiebra total del sistema
capitalista. Más dinero circulando provocará más inflación, con el consecuente
aumento futuro de los intereses y una depreciación considerable del valor real
del dinero, que conllevará un menor poder adquisitivo para la población. Al
subir los intereses, los bonos y los depósitos de renta fija pierden valor y, en
ocasiones (te sorprendería) pierden mucho valor. En cambio, si tienes acciones,
eres dueña de parte de esas empresas que, en un escenario de inflación, subirán
los precios de sus productos y servicios, trasladando el coste al consumidor final,
con lo cual sus activos no se depreciarán tanto. Recientemente, los países de la
Unión Europea aumentaron el fondo de garantía de depósitos. Lo hicieron para
evitar que la gente guardara sus ahorros debajo del colchón y conseguir, al
mismo tiempo, frenar la fuga de capitales. Por fin, la ciudadanía respiraba
tranquila: el dinero de los depósitos bancarios estaba asegurado. Ahora ya
podían desprenderse de sus «ruinosas acciones» y comprar toda la renta fija
disponible. Pero, ¿de verdad los sufridos inversores son tan ingenuos como para
creerse que los países, con el creciente déficit público que tienen, podrían asumir
ni tan siquiera la quiebra de una sola de sus más importantes entidades
financieras? ¿De dónde sacarían el dinero si no tienen más que deudas?
—¿Puede llegar a suceder eso?
—Tranquila, los gobiernos democráticos y de buen talante jamás defraudan a
sus ciudadanos. Por supuesto que les devolverían sus imposiciones bancarias.
¿Cómo lo harían? Papá Estado tiene una maravillosa máquina. ¿A que tú opinas
que el mejor invento de la humanidad ha sido la rueda, o el tornillo, o la
penicilina, o el ordenador? Te equivocas. Es la máquina de fabricar dinero. La
pondrían en funcionamiento las veinticuatro horas del día, incluidos los fines de
semana. Imprimirían billetes de un millón de dólares, euros o la divisa que fuera,
todo a fin de facilitarle al ciudadano sus compras. Habría una inflación tal,
motivada por el exceso de papel moneda en circulación, que necesitaríamos uno
de esos billetes de un millón para comprar un kilo de carne. Y es que papá
Estado, que siempre vela por el bienestar de sus ciudadanos, no iba a permitir
que fuéramos a comprar el pan con una furgoneta llena de billetes de diez
dólares. ¡Menudo inconveniente para descargarlos y contarlos! Sé que estás
pensando que exagero, pero te documentaré mis palabras; te pondré dos
ejemplos muy esclarecedores. Los datos del primero de ellos están extraídos de
Bloomberg-Bestinver. Entre marzo de 2000 y noviembre del 2001, en plena
crisis del corralito, el índice Merval, el principal indicador de la bolsa argentina,
perdió la friolera del 70 %, pero el bono argentino, que es el principal
representante de la renta fija, no se quedó atrás y en el período comprendido
entre enero del 2000 y octubre del 2002 se depreció un 80 %. Te extrañará que la
renta fija, con lo segura que parece, pueda perder tanto. Prosigamos, porque las
cifras que te voy a dar pueden cambiar tu manera de pensar con respecto a la
«seguridad y rentabilidad de la renta fija» en épocas de crisis como las actuales.
Trató de memorizar las cifras para no perderse en la explicación.
—Seguimos en Argentina. Entre noviembre del 2001 y octubre del 2007 el
índice Merval subió un 440 %, mientras que los bonos recuperaron en ese
período tan solo un 10 % y siguen a precios irrisorios porque no hay demanda y
todo el mundo los quiere vender.
—¿Quieres decir que el dinero, en épocas de crisis importantes, se devalúa
más depositado en renta fija que si estuviera invertido en bolsa? —puntualizó
Alicia, intentando aclarar sus ideas.
—Efectivamente, ese es el mensaje. Durante el período de entreguerras, en la
década de los años veinte, el marco alemán se devaluó tanto que en 1923 se
necesitaban 4.200 millones de marcos para cambiar un dólar. El pueblo alemán
que, debido a la primera guerra mundial, decidió dejar «prudentemente» sus
ahorros en un depósito bancario, seguía conservando sus marcos, pero no valían
nada, no se podía comprar nada con ellos. En cambio, el que tenía acciones pudo
preservar parte de su poder adquisitivo gracias a los préstamos que dieron Japón
y Estados Unidos para salvar las empresas del país. Un marco invertido en la
bolsa alemana en febrero de 1920 se había convertido, en octubre de 1923, en
134.450 millones de marcos.
—¡Qué fuerte! —exclamó Alicia.
—Los niños —continuó Ben con cierta tristeza—, usaban los fajos de
paquetes de billetes para construir sus casas de muñecas; valía más el billete por
el valor del peso del papel que por su valor como moneda impresa.
Recientemente, en la crisis inflacionista de Zimbabue se emitieron billetes de
cien mil millones de dólares cuyo valor equivalía a un dólar estadounidense, y el
Banco Central anunció en enero de 2009 la impresión de un billete de cien
billones de dólares. Después de lo que te he contado, ¿piensas que alguien con
cuatro dedos de frente puede creer que es más segura la renta fija?
—Si no lo he entendido mal, el que invirtió en la bolsa alemana entre los años
20 y 23 conservó su poder adquisitivo, ya que compensó la inflación y la
devaluación del marco alemán, pues un marco se convirtió en miles de millones
de marcos.
—Así es; si en 1919 se necesitaba un marco para comprar una silla, en 1923
se necesitaban unos 135.000 millones.
Recordó uno de los últimos consejos que le había dado su padre tras el crac
bursátil actual: «No compres nunca acciones. Nosotros hemos perdido mucho,
invierte siempre tus ahorros en algo seguro». «¿Habría vendido ya sus acciones?
¿Llegaré a tiempo de advertirle de que no lo haga?», pensó angustiada.
Ben reanudó sus brillantes y, para Alicia, innovadoras ideas.
—Como muy acertadamente postula Fernando Luque, colaborador de
Morningstar: «Una de las mejores definiciones de riesgo es la probabilidad de no
obtener dinero suficiente al cabo de un determinado período de tiempo para
cumplir los objetivos planteados. (…) El riesgo, en definitiva, está en todas
partes, tanto para el que lo asume como para el que lo quiere evitar». De hecho,
la gente que quiere evitar el fracaso también evita el éxito.
Su cabeza iba a estallar. Probablemente Ben la había elegido porque sabía que
era muy inteligente y madura. De lo contrario, ¿qué sentido tenía que le
explicara esas cosas a una niña de trece años? ¿Por qué le contaba todo eso?
Finalmente, cogió fuerzas y pidió explicaciones.
—Pero eso no lo sabe casi nadie. No nos lo cuentan y es muy importante.
¿Por qué no nos lo explican en el colegio? ¿Por qué no nos lo enseña nuestro
banquero? ¿Por qué no nos aclaran esos hechos los periódicos?
—Cálmate —la interrumpió Ben—. Sé que estás enfadada con el sistema por
lo de tus padres. Siempre ha sido así y continuará siéndolo. A los gobiernos, a
los bancos, a las mismas empresas no les interesa que los ciudadanos sepan
manejar con eficiencia sus ahorros. De esa manera el negocio lo hacen ellos, el
beneficio es solo para ellos y les comporta un riesgo mínimo. Es la manera que
tienen de obtener dinero barato y enriquecerse con las posteriores subidas de la
bolsa y las futuras revalorizaciones de sus activos.
Ben abrazó a Alicia, que lloraba desconsoladamente.
—Es bueno que te sorprendas y te indignes, extrañarse es comenzar a
entender. ¿Qué quieres ser de mayor?
—¡Soy mayor!
—Perdona, se me había olvidado. ¿Qué estudiarás cuando vayas a la
universidad?
—Seré médico, me gusta ayudar a los demás.
—Sin duda has elegido la profesión más bonita que existe. Es un trabajo
vocacional y muy sacrificado. La medicina es muy absorbente, pero no te
conviertas solo en una doctora supercualificada; intenta ser un galeno humanista.
Letamendi dijo que el médico que solo de medicina sabe, ni medicina sabe. Un
facultativo solo puede formarse correctamente en la facultad de medicina y,
luego, ejerciendo su profesión en un hospital o clínica, pero un economista
puede salir con el título a cuestas y no tener ni saber usar los conceptos que te
estoy explicando y que te permitirán invertir con éxito. Las entidades financieras
son las que suelen gestionar las sociedades de inversión. Hay muchos intereses
en juego y el comprar y mantener no las haría ricas.
Alicia suspiró.
—¿Estás mejor?
—Sí, creo que podemos continuar —contestó Alicia, pensando que necesitaba
saberlo todo.
—No quisiera desilusionarte todavía más, pero tengo que seguir. ¿Qué hacer
con tu dinero en liquidez? ¿Cómo invertir ese posible cincuenta por ciento? Pues
ese efectivo circulante lo necesitan los bancos para sus negocios, así que te
bombardearán con anuncios, con llamativos folletos, con «regalos» si aumentas
tu saldo, con llamadas telefónicas y correos electrónicos, entre otros medios cada
vez más sofisticados. Desconfía siempre de los productos financieros que van
con «regalo de bienvenida».
¿Y qué te ofrecerán? Pues muy simple: como es lógico, lo que les genere a
ellos más beneficio. Los bancos viven de ti, no para ti. Consecuentemente, si
sabemos eso, tenemos que estar preparados. Debemos tener un criterio propio de
inversiones. De lo contrario, estamos perdidos. Cuando un banco comercial te
ofrece algo, la mayoría de las veces la respuesta debería ser un no rotundo, en
mayúsculas y casi definitivo; pero si quieres ser más elegante, siempre puedes
contestar con una pregunta: ¿tiene usted algo mejor? Y es que es más probable
que nos atraque alguien con un bolígrafo que con una pistola.
Por fin, Alicia esbozó una leve sonrisa.
—Si piensan que los intereses van a bajar, querrán que suscribamos los
depósitos a plazo fijo a corto plazo y lo contrario si consideran que van a subir.
Nos intentarán colocar Ofertas Públicas de Valores (OPV), nos convencerán de
que la empresa que sale a bolsa es muy buena, dado que las comisiones que
cobran por vender esas emisiones son muy importantes. Las OPV de sociedades
que cotizan inicialmente en bolsa proliferan como churros precisamente en las
etapas finales de los ciclos alcistas. Esas compañías se aprovechan de la euforia
desmedida de la gente, ya que el inversor particular, tras importantes y
prolongadas subidas, minimiza mucho su aversión al riesgo y tiende a pensar
que el ciclo alcista va a continuar indefinidamente o que, llegado el caso, le dará
tiempo a vender cuando empiecen a caer las cotizaciones. Es, por lo tanto, en
esas burbujas alcistas cuando se hincha a comprar, y muchas de esas inversiones
están depositadas en OPV. El público, en general, se deja arrastrar por sus
vecinos, por la presión de las entidades financieras y por la propaganda agresiva
de los medios de comunicación. Las OPV suelen pagarse, al amparo de la
tendencia alcista, a precios caros, y créeme, la mayoría suele perder con esas
apuestas. Muchos inversores inteligentes se guían en gran medida por el número
de OPV que se producen en el tiempo; cuando surgen a diestro y siniestro
venden parte de sus activos bursátiles, ya que suele ser una señal de caída
inminente de los índices.
—Lo entiendo —dijo Alicia con orgullo—. Las OPV se emiten cuando las
condiciones del mercado son favorables para el vendedor, que no para el
comprador.
Ben pensó que ni el mismo Warren lo hubiera resumido mejor y continuó su
disertación.
—Nos explicarán que, si tenemos un saldo en la cuenta corriente de tres mil
dólares, se retribuirá con un 2 % de rentabilidad. ¡Sorpresa!, a fin de año nos
abonan un 1 %. Pocos se van a dar cuenta, pero si alguien protesta le dicen que
era para un saldo medio anual de tres mil dólares. Si los bancos necesitan capital,
como ocurre actualmente debido a la crisis de liquidez, sacan participaciones
preferentes, las reparten entre sus oficinas y las venden por toda la red comercial
a todo el que sospechan pueda tener algo de dinero para invertir. Te llaman y te
las ofrecen como un producto muy bueno, eso sí, muchas veces antes de estar
impreso el folleto explicativo, que además suele estar redactado en términos
difíciles de comprender incluso para gente con estudios superiores. Te apremian
para que te decidas ¡ya!, porque se les están agotando las susodichas
participaciones preferentes o deuda subordinada o lo que sea. Desconfía siempre
de cualquier producto financiero que requiera de una decisión rápida: las prisas
son siempre malas consejeras. Lo primero, te dirán que en vez de un 3 % de
interés, que es lo que da el mercado de renta fija, te van a ofrecer los dos
primeros años un 5 %, y luego un interés variable referenciado a algo que la
mayoría de gente no sabe ni lo que es. ¡Un 5 %! Eso está muy bien; por el efecto
anclaje ya nos tienen enganchados. ¡El interés a un año es del 3 % y me dan un 5
%! ¡Qué negocio! Luego insistirán en que se trata de una inversión segura, pero
será «segura» solo si no quiebra la entidad emisora o no suben los intereses.
Se despistó unos segundos, cada vez le costaba más prestar atención, estaba
bastante fatigada.
—Las participaciones suelen ser perpetuas, con lo cual es una deuda vitalicia
que adquiere la entidad financiera con nosotros y que no está obligada a pagar
nunca. Ahora, eso sí, a los cinco años el emisor se reserva, si le interesa, el
derecho de cancelarlas; en cambio, el cliente no puede. ¿Son realmente fiables?
¿Qué pasaría si los intereses se dispararan al alza? Pues, lógicamente, que nadie
querrá nuestras participaciones perpetuas, y si intentamos venderlas en el
mercado secundario pueden llegar a cotizar a un tercio de su valor. Eso sí, a
veces el banco nos puede hacer una oferta muy «generosa» y nos las recompra
hasta por un cincuenta por ciento de su valor inicial. ¿Y qué pasa con los
intereses? Pues que el emisor solo está obligado a pagarlos si obtiene beneficios
suficientes. Además, si quiebra somos los penúltimos en la lista de acreedores,
únicamente por delante de los propios accionistas. ¡Menuda inversión
«interesante y segura» nos están vendiendo, aprovechándose impunemente de
que la gente está asustada con la crisis económica y bursátil!
—Claro, se fían de la persona más cercana, en este caso su banquero del
barrio —añadió Alicia.
—La gente ignora que esas mismas participaciones preferentes se pueden
adquirir en los mercados secundarios con unos descuentos que pueden llegar al
50 y el 75 % en función del riesgo de la compañía emisora. Eso implica que
podemos obtener rendimientos en torno al 30 % anual en vez del paupérrimo
interés que nos ofrece el banco si les compramos directamente a ellos las
participaciones.
—Si no fueras tú el que me lo cuenta, no me lo creería.
—También te ofrecerán fondos de inversión. Eso estaría muy bien si no te
intentaran vender aquellos en los que tienen más comisiones e intereses
comerciales. Y a veces hasta te recomiendan fondos de fondos; te dicen que de
esa manera se diversifica más y se reduce el riesgo, y con ello lo único que
estamos haciendo es pagar dos veces las comisiones.
Ya no se aguantaba más, tenía que decirlo.
—Ben, en nuestro banco nos atendía un señor muy amable, parecía muy
buena persona. ¿Estás diciéndome que nos estaba intentando engañar?
—No me malinterpretes, el comercial del banco es el primer engañado. A él
le ofrecen unos activos que tiene que vender (no olvides que un banco es una
tienda de servicios financieros), y parte de su sueldo está vinculado a las posibles
ventas que haga. No nos embauca conscientemente. Sus superiores le han dicho
que esos productos son buenos y la mayoría de los comerciales no domina los
entresijos de la banca de inversión. De hecho, ellos mismos a veces invierten en
los malos productos que están ofreciendo a sus clientes. Eso sí, cuanto más
rentable sea la operación financiera para la entidad comercializadora, más
incentivos económicos suele tener el distribuidor, por eso los mejores productos
de inversión no se anuncian ostentosamente, sino que suelen estar ocultos y
tienden a mostrárnoslos cuando no suscribimos ninguno de sus depósitos
prioritarios y estratégicos.
Tomó una firme determinación. En lo sucesivo, aunque no se lo exigieran en
el colegio, estudiaría también economía y finanzas para poder defenderse ante
las entidades financieras y pagar, gracias al conocimiento de la ley, menos
impuestos. Al escuchar las siguientes palabras pensó que Ben podía adivinar
telepáticamente sus pensamientos.
—Sé inteligente y valora siempre en su justa medida el pago de tus
impuestos. No los minusvalores, pues a largo plazo pueden deteriorar
sustancialmente tus rentabilidades. Warren ofreció un millón de dólares a quien
pudiera demostrar que él, el hombre más rico del mundo, pagaba más impuestos,
en términos porcentuales, que cualquiera de sus empleados de Omaha. Nadie ha
cobrado ese dinero. No hace apuestas en las que pueda perder; es un ganador
nato. La media de impuestos que pagaban los empleados de su oficina era del 32
% de sus ingresos; Warren cotizaba tan solo el 18 %. Él mismo reconoce que ese
hecho es una auténtica vergüenza.
—Bueno, si se lo permite la ley, no hace nada malo —salió Alicia en su
defensa.
—Warren siempre ha tenido una conducta intachable. Es fiel a su idea de que
se tarda veinte años en crearse una buena reputación y tan solo cinco minutos en
perderla. Su holding puede permitirse perder dinero, incluso mucho, pero lo que
no puede permitirse es perder ni un ápice de su excelente prestigio.
Alicia empezaba a creer que su amigo lo sabía todo.
—Mucha gente lleva toda la vida invirtiendo sus ahorros al son del criterio de
su banco. Un día, un vecino les aconseja un fondo que se ha revalorizado mucho
en el último año o ven un anuncio de una posible inversión que promete
rentabilidades de dos dígitos y, de repente, sin haber adquirido cultura ni
preparación financiera alguna, se lanzan a la aventura. Nuestras decisiones
siempre deberían adoptarse siguiendo la razón y nunca arrastrados por nuestra
intuición y emociones. Preocupémonos, antes de saltar al ruedo, de adquirir los
conocimientos financieros, económicos y fiscales que nos permitan hablar en
igualdad de condiciones con nuestro banquero. Nadie mejor que nosotros
mismos puede saber lo que más nos conviene. La mayoría, ante la ingente oferta
de productos financieros, se bloquea y acaba decidiendo al azar, eligiendo el
último que le ofrecen o preguntando a su comercial bancario: «Y usted, ¿qué me
aconseja?». Solo podrás invertir bien si conoces las reglas del juego. No confíes,
por pereza o desconocimiento, en que te saquen las castañas del fuego o en que
te toquen con la varita mágica, ni deposites tus esperanzas en la suerte del
novato y huye siempre del dinero fácil y rápido porque, como tal, no existe.
Puedes especular y ganar una o dos veces, pero si no eres consciente de que ha
sido la suerte y piensas que el éxito es debido a tu «innata inteligencia natural», a
la tercera acabarás con pérdidas.
Pensó, de nuevo, que tenía que aprender mucho sobre finanzas y tomó la
decisión de hacerlo ya. Se repitió una y otra vez, mentalmente, que no le
ocurriría lo que les había sucedido a sus padres. Cuando llegara a casa empezaría
a anotar todo lo que estaba aprendiendo de sus amigos de Wall Street.
—Seguro que habrás oído hablar de los fondos garantizados porque proliferan
por doquier.
—Sí, mis padres tienen dos.
—¿Lo ves? ¿Quién no tiene o no ha tenido uno? Te dicen que te garantizan el
capital y que te dan, en el caso de los más «generosos», el 100 % de la
revalorización de un determinado índice bursátil. La gente se lo cree y piensa en
lo bueno que es el banco al asumir todo el riesgo si baja la bolsa. Y ¿qué ocurre?
Pues que el susodicho índice bursátil ese año sube un 50 % y el ingenuo inversor
comprueba con estupor que su fondo garantizado tan solo se ha revalorizado un
2,8 %. ¿Por qué han pagado tan poco? Pues porque en la letra pequeñísima del
folleto ponía «el 100 % de la revalorización media mensual», y al hacer los
cálculos corrobora que doce partes del 50 % da un 4,16 %. Todavía no cuadra,
pero es que el sufrido cliente se olvida de las comisiones y seguros del fondo.
«Pues en verdad tenía razón el banco, lo debí de entender mal», piensa el
inversor, resignado, tras recibir las amables explicaciones de su amigo el
banquero. Recientemente, una «gran entidad financiera» liquidó su fondo
garantizado a cinco años. Su rentabilidad final estaba condicionada por la
revalorización media bursátil de las cinco peores compañías (valorando sus
cotizaciones), de entre una selección de veinticinco grandes empresas mundiales.
Estadísticamente, si evaluamos un gran número de sociedades, próximo a treinta,
sus revalorizaciones se distribuirán según la curva de Gauss, lo que implica una
alta probabilidad matemática de que siempre haya cinco de ellas que, en su
conjunto, den rendimientos negativos; estarán ubicadas en la parte más extrema,
a la izquierda de la curva. Lo entenderás más fácilmente si te imaginas los
resultados de los exámenes obtenidos por los alumnos de tu clase; siempre hay,
como mínimo, cinco suspensos. Así que el inversor, teniendo en cuenta las altas
comisiones del fondo, está irremisiblemente condenado a obtener plusvalías
fantasmagóricas que se le aparecerán, amenazantes, con una sola cifra, oronda,
regordeta y circular. Sin tantos circunloquios ni perífrasis, un 0 %. Los clientes
aún pueden estar contentos, después de todo, recuperan el capital, y para que
vean que el banco es un «amigo», les revierten parte de la comisión de
mantenimiento de su cuenta corriente y hasta les reservan dos calendarios para
las próximas navidades.
—Pero eso es el colmo, ¡qué desfachatez! Tendré que aprender también
matemáticas para que no me enreden —exclamó Alicia, entre incrédula e
indignada.
—Comentaremos brevemente otros de los productos financieros que te
intentarán vender valiéndose de mil artimañas y triquiñuelas, a saber: planes de
jubilación con seguro de vida; depósitos estructurados que requieren tres meses
de lectura continuada de su folleto «informativo» para lograr entender su
perverso mecanismo de asignación de rentabilidades, y digo perverso porque son
productos diseñados para que siempre gane, y mucho, la entidad financiera que
los oferta; planes de pensiones con unas comisiones desorbitadas, pésimos
rendimientos fruto de su mala gestión y con una penalización fiscal al rescatarlos
que se come los posibles beneficios fiscales iniciales. ¿Por qué crees que a mis
amigos españoles les regalan un jamón ibérico? Sí, como lo oyes, un «pata
negra», por contratar uno de esos ilíquidos y famosos planes de pensiones que
les han de «solucionar» la jubilación. ¿Crees que se molestan en explicar a sus
«apresados» suscriptores cuál es el «regalito» que dejarán a sus herederos si
fallecen antes de rescatar su queridísimo plan de pensiones? ¿Alguien se ha
molestado en avisarles de que si transmiten en herencia ese plan, sus
benefactores deberán pagar en el impuesto de la renta y no en el de sucesiones,
con la consiguiente mayor pérdida patrimonial?
—Pues, por lo que me cuentas, habría que entrar en nuestra oficina bancaria a
pedir consejo acompañados por un notario y un abogado — concluyó Alicia, un
tanto disgustada.
—Eso está bien pensado, yo añadiría: y salir «por piernas». Recuerda que el
banco comercial no es tu amigo. Deberíamos acercarnos a sus oficinas para
contratar, no para asesorarnos. Debemos ver a nuestro banco como una
herramienta que nos facilita la adquisición de aquellos productos financieros
sobre los que nos hemos informado, previamente, en las entidades y asesorías
independientes.
—No sé si voy a poder acordarme de tanta información —dijo con zozobra.
—No te preocupes, te regalaré un libro que explica lo más importante. Para
acabar con los ejemplos, te revelaré uno de los secretos mejor guardados, cuyo
conocimiento es absolutamente imprescindible para «no perder dinero». En la
banca comercial nos suelen aconsejar, engatusándonos, invertir nuestro dinero
de forma segura (después de todo nos jugamos el importe reservado para la
matrícula de la universidad de nuestros hijos, la jubilación, etc.), y para ello nos
animan a adquirir depósitos a plazo fijo con un interés predeterminado. De esta
manera, afirman, con los intereses compensamos la inflación y no perdemos
poder adquisitivo. Lo que no nos dicen es que el nivel de vida de la población
suele aumentar año tras año y eso se ve reflejado en el aumento del PIB
(producto interior bruto). Así pues, para que una cuenta a plazo fijo no nos haga
perder capacidad de compra, no basta con compensar solo la inflación, hay que
añadir la subida del PIB y descontar de las plusvalías obtenidas el coste fiscal del
pago de impuestos. Esta es la verdad y permanece oculta a los ojos de la
mayoría. Sin ir más lejos, el dólar norteamericano ha perdido el 90 % de su valor
desde 1950 hasta nuestros días. Recuérdalo siempre: solo si invertimos una parte
de nuestros ahorros en renta variable podremos evitar el empobrecimiento
progresivo.
Cada vez estaba más enojada.
—Sobre todo, aprende; no tropieces dos veces en la misma piedra. La primera
vez que tu entidad financiera te engañe será culpa de ellos; pero si te dejas
enredar en una segunda ocasión, por las mismas personas y en circunstancias
parecidas, serás tú la única culpable. Te lo tendrás merecido por ingenua y
confiada.
—¡Y por burra! —remarcó Alicia.
—Los depósitos bancarios a plazo fijo tienen un inconveniente, su iliquidez.
Imagínate que tienes invertido en uno de ellos un importante capital y que la
bolsa se desploma en unas pocas semanas un 50 %. Las acciones cotizan a
precios de risa. Puedes comprar, por ejemplo, títulos de grandes compañías
automovilísticas que fabrican coches de lujo y hacerlo a precio de patinete, pero
tienes un problema: la liquidez. Tu imposición a plazo vence en tres meses y
saldarla implica renunciar a buena parte de los intereses generados hasta ese
momento como consecuencia de la penalización por cancelación anticipada.
¿Estarías dispuesta a pagar el coste de la oportunidad? La gran mayoría de los
mortales esperaría al vencimiento y perdería, con esa decisión, una inmejorable
ocasión de suscribir renta variable a precios de saldo. Si ya habitualmente la
gente evita comprar en los períodos de fuertes caídas, hacerlo pagando el coste
de la oportunidad requiere, además, una férrea convicción y disciplina que está
al alcance de unos pocos inversores inteligentes.
—Creo que lo entiendo, pero no sabré cómo explicárselo a mis padres.
—Muy sencillo, relátales una historia.
—¡Cuéntamela, por favor! Me encantan vuestras anécdotas.
—Espera… déjame que se me ocurra una. ¡La tengo! Has adquirido una única
entrada para una gala de música clásica. Has pagado treinta dólares, un precio
módico, ya que la orquesta no es muy conocida. El billete de tu localidad es
nominal e intransferible. Pocas horas antes de la función recibes una carta en la
que te obsequian con un vale para una audición excepcional: el Mesías de
Haendel interpretado con instrumentos de época por una célebre orquesta de
cámara; son los mejores músicos, es una oportunidad única, solo hay un
concierto en tu ciudad. Pero hay un problema, es a la misma hora y el mismo día
que el recital ya abonado. ¿Serías capaz de desperdiciar tus treinta malogrados
dólares y acudir gratis a disfrutar del divino oratorio de Haendel?
—Por supuesto, lo haría, aunque con cierta rabia por la inoportuna
coincidencia.
—Si piensas así, estás capacitada para evaluar y pagar el coste de la
oportunidad. Eres ya una inversora aventajada.
Se ruborizó ante lo que ella consideró una exagerada alabanza.
—Como final a nuestro recorrido por las sucursales bancarias, ten siempre
presente que para ellos tú no eres una amiga sino un cliente, y si no acudes con
una idea bien estudiada de lo que quieres, puedes salir escaldada y con tus
ahorros diezmados. Como afirma Raimón Samsó: «¿Sabes qué es lo malo de no
saber qué hacer con tu dinero? Que, cuando lo mencionas, de inmediato
aparecen docenas de personas que ¡sí saben qué hacer con tu dinero!». Medita
bien sus ofrecimientos, reflexiona con la almohada y solicita siempre la
información por escrito. Si te manifiestan que no tienen todavía el folleto, te
esperas a que se imprima. Si la información está en un documento interno y no
puede salir de la oficina bancaria, como suelen alegar con frecuencia, que se
queden el susodicho documento y que le coloquen el producto a otro incauto y
confiado inversor. Desgraciadamente, en la escuela secundaria y en la
universidad nos enseñan a ser buenos empleados y excelentes profesionales, con
lo que nos capacitan para trabajar y ganar dinero, pero nadie nos explica cómo
hay que administrarlo; salimos con nuestro título de analfabetos financieros.
Antes de enmarcar el título deberíamos prepararnos para entender la vida, para
comprender las trampas que nos tiende, subliminalmente, la sociedad, para
adquirir un criterio propio que nos proteja de las noticias de los medios de
comunicación, de las campañas publicitarias, de los mensajes de nuestros
gobernantes, de los banqueros… El genial Mark Twain lo resumió así: «Nunca
permití que la escolaridad interfiriera con mi educación». Y Platón describe en
su Filebo, homenajeando a los discípulos de Sócrates:
El joven que ha bebido por primera vez de esta fuente es tan feliz
como si hubiese encontrado un tesoro de sapiencia; se extasía
verdaderamente. Entenderá cualquier discurso, pondrá todas las
ideas juntas para hacer una sola, entonces las separará y tirará los
pedazos. Se hará preguntas primero a sí mismo, después también a
los demás, a quienquiera que se acerque a él, joven o viejo,
discutirá con sus padres y con quien esté dispuesto a escucharle...
Ambos divisaron, lejano, un gran rótulo luminoso: «Depósito estelar al 2 %
TAE*». Alicia se preguntó cuántas trabas y condiciones llevaría implícitas, en
letra pequeña, el elegante asterisco.
—Tiembla cuando recibas un mensaje de tu entidad financiera que empiece
con un sugerente: «He pensado en usted para un producto muy interesante…» o
con un: «es usted un cliente preferente y muy especial para nuestra entidad y,
como premio a su fidelidad…». Si piensan en ti, estás en peligro, te encuentras
en el «ojo del huracán». Un inversor particular está totalmente desvalido ante la
gran banca comercial, es «carne de cañón». Huye de la adulación, los regalos,
los puntos y las promociones: las vajillas y los televisores debes adquirirlos en
una tienda.
—A mi madre le «regalaron» una cubertería —dijo, entre risas, la pequeña.
—Te leeré algunas de las expresiones que usan los bancos comerciales para
seducirnos con sus folletos propagandísticos y que deben alertarte siempre:
«¡Apresúrese, es una oportunidad única, no la deje escapar!».
«Realizamos una gestión activa de su dinero».
«No permita que otros se le adelanten».
«Nuestro producto ha sido seleccionado entre miles, especialmente para
usted».
«Con la garantía de nuestro equipo de expertos asesores».
«Nuestros resultados nos avalan».
«¡Dígaselo a sus amigos y se lo agradecerán!».
«Es un fondo exclusivamente pensado y diseñado para usted».
«Quédese tranquilo, su cartera estará en manos de expertos».
«Consiga la máxima rentabilidad a sus inversiones».
«Disfrute de nuestra dedicación exclusiva».
«Hablar de nuestra empresa es hablar de su éxito y de su tranquilidad».
—Mark Twain afirmaba: «Los banqueros tienen la mala costumbre de
prestarte el paraguas cuando hace sol y exigírtelo cuando empieza a llover». A lo
largo de tu vida tendrás que enfrentarte en muchas ocasiones con la gran banca.
Seguramente, cuando te independices, si deseas adquirir una vivienda debas
pedir un préstamo hipotecario; cuando lo hagas, no acudas temerosa a la oficina
bancaria, hazlo con la cabeza bien alta y dispuesta a luchar por tus intereses. Los
jóvenes adolecen de falta de experiencia, suelen ser más ingenuos y aceptan de
buen grado las condiciones del banco. «Después de todo, nos van a financiar la
casa de nuestros sueños, está en juego nuestra felicidad, no podemos
desperdiciar la oportunidad, y si demoramos nuestra decisión se nos puede
adelantar otro comprador», piensan con zozobra. Suelen firmar sin contrastar
otras ofertas y no negocian algunas cláusulas abusivas.
Alicia se acordó de las advertencias de su padre: «Disfruta de tu inocencia, la
perderás el día que un banco te haga firmar bajo un montón de incomprensibles
párrafos. Y si quieres saber el valor del dinero, como afirmaba Benjamin
Franklin, trata de pedirlo prestado».
—La mayoría disfruta criticando al gobierno, hablando de deportes, de viajes,
pero conversar sobre el dinero es, al igual que del sexo y de la muerte, un tema
tabú. Es impúdico desvelar nuestras inversiones y finanzas a amigos y familiares
(incluso a los más allegados). Se considera de mala educación y, por tanto, no
aprendemos de los errores de los otros. Si nos sentimos estafados o perdemos
parte de nuestro capital en la bolsa, callamos por miedo a parecer tontos y a ser
ridiculizados.
—Contéstame, Ben: si es tan difícil no perder el dinero contante y sonante
por el camino debido a esas pésimas inversiones que nos van a ofrecer, ¿no sería
mejor invertir el cien por cien de nuestro capital en bolsa, que por otra parte es lo
más rentable a largo plazo, y despreocuparnos por unos años?
—Para aquellas personas que disfrutan de unos ingresos fijos importantes;
que tienen otros activos, como inmuebles, que les generan beneficios si
enferman y se ven obligados a dejar de trabajar; que no tienen deudas; que no
venden, asustados, en los mercados bajistas; que pueden ver caer su inversión
más de un cincuenta por ciento y conciliar tranquilamente el sueño; que tienen
reservas para mantenerse durante por lo menos un año... Solo en esos casos la
respuesta sería que lo mejor que pueden hacer, en épocas de buenos precios en
las cotizaciones, es tener la totalidad de su capital invertido en renta variable.
Pero, cuidado, no lo olvides, en bolsa solo deberías depositar aquel dinero del
que puedas prescindir en los próximos diez o más años. Como acertadamente
afirma Bernstein: «A la hora de adoptar decisiones en condiciones de
incertidumbre, las consecuencias deben dominar a las probabilidades. Nunca
sabemos lo que va a pasar en el futuro». Así pues, invertir un cien por cien en
bolsa, por muchas probabilidades que tengamos de obtener ganancias
importantes, solo debería plantearse si podemos asumir, psicológica y
económicamente, las consecuencias de un posible crac en los mercados.
—¿Es cierto eso que dicen de que cuanto más jóvenes seamos más debemos
invertir en bolsa? —interpeló Alicia.
—Esa es una norma general —apostilló Ben— que se han sacado de la
bocamanga algunos de esos «ilustrados economistas» que se empeñan en
«solucionarnos la vida», simplificando las cosas hasta el punto de atreverse a
sugerirnos el tanto por ciento de nuestro capital que debemos invertir en
acciones. Se han inventado una fórmula mágica que, restando la edad del
inversor al número cien, les da el porcentaje de patrimonio que hay que depositar
en renta variable. Es genial ¿no te parece? ¡Qué lucidez! Apliquémosla: Warren
tiene 79 años, que restados a 100 nos da un 21 % de inversión recomendada en
bolsa. Dime… ¿cara o cruz? —inquirió Ben al tiempo que lanzaba una moneda
al aire.
—¡Cara! —eligió Alicia.
—Tú serás la encargada de decirle a Warren que, dada su avanzada edad, está
invirtiendo demasiado patrimonio en bolsa y que, por lo tanto, es un inconsciente
adicto al riesgo —aclaró Ben al comprobar, aliviado, que había salido cruz.
—Pero esta regla es absurda, es un insulto a nuestra inteligencia y al sentido
común —se reveló Alicia, un tanto soliviantada.
—Me alegra que lo entiendas así, no le reprocharemos nada a Warren. No
debería ser la edad, sino la necesidad de rescatar nuestra inversión en un
determinado período de tiempo la que condicione nuestro porcentaje de
inversión en bolsa. ¿Es prudente que un joven de treinta años invierta el 70 % de
su patrimonio en renta variable si va a necesitar su dinero, en poco tiempo, para
casarse, comprar un piso, amueblarlo y soportar un sinfín de gastos propios de su
edad? Y qué me dices de un anciano de ochenta años, inmensamente rico, ¿acaso
no puede dejarles a sus hijos la práctica totalidad de su riqueza en activos
bursátiles adquiridos a los precios de saldo actuales, con la excepcional
revalorización que obtendrán, él o sus herederos, en un futuro no muy lejano?
Ben se despidió, no sin antes recordarle que tenía una importante cita con
Warren Buffett.
Marco Lanaro Tichatschek
«Puedo cambiar de opinión en mi decisión financiera
en menos de dos semanas y, fundamentalmente,
es el precio el que lo determina.
Nada es demasiado bueno
para comprarlo a cualquier precio
y nada es demasiado malo
para que no sea irresistible a un precio muy barato».
Marco Lanaro (1966)
Inversor en valor
Gestor de Quality & Value SICAV. [1]
E ntreabrió los ojos y la luz del sol que se filtraba, cegadora, a través
de las livianas cortinas la deslumbró. Miró el despertador, eran las
diez de la mañana y diez minutos, la hora favorita de los relojes. Había dormido
más de doce horas y se sentía incapaz de mover un solo músculo. Alicia tuvo
que hacer un supremo esfuerzo para poner los pies en el suelo y encontrar un
hueco por entre las decenas de cajas que contenían, aún por desembalar, su
ingente colección de libros. Poco a poco empezó a recordar y a ordenar ideas.
¡Qué sueño más raro!
—¡Alicia, tienes el desayuno preparado! —le dijo su madre desde el umbral
de la puerta—. Por cierto, esta mañana han traído un paquete para ti, lo he
dejado sobre una de las cajas. ¿Le has dado a alguien tu nueva dirección?
No contestó, rasgó apresuradamente el envoltorio… El inversor inteligente,
Benjamin Graham. Abrió inmediatamente el libro y en su primera página leyó
una anotación con una perfecta caligrafía…
«Pienso que, de alguna forma, uno va por el camino acompañado
por los que ya no están, cuando realmente han estado en nuestro
interior, y que uno los puede llamar y que de alguna forma ellos
vienen».
Eduardo Galeano
Conectó su ordenador portátil y tecleó un nombre. Al instante visualizó en la
pantalla: Benjamin Graham (Londres, 8 de mayo de 1894 - 21 de septiembre de
1976). ¡1976!… Su amigo Ben estaba muerto. Un escalofrío recorrió su cuerpo.
Sobreponiéndose como pudo, continuó leyendo: « Sus padres emigraron a
Nueva York cuando tenía un año de edad. Considerado el más importante
consejero en inversión del siglo veinte, fue el pionero del concepto de value
investing (inversión con valor). Para Graham, una inversión es inteligente
cuando se parece a una inversión de negocios. Entre sus discípulos más
destacados de la Columbia Business School se encuentran Jean-Marie Eveillard,
William J. Ruane, Irving Kahn, Walter J. Schloss y Warren Buffett » . Se
estremeció. Muchos de esos hombres estaban sentados en las primeras filas de la
sala de conferencias el día del discurso final de Ben y habían obtenido unas
rentabilidades excepcionales en sus fondos. Continuó leyendo: « Su libro más
famoso, publicado en 1949, es El inversor inteligente, y está considerado por
Buffett como el mejor texto de inversiones jamás escrito » .
Tenía que bajar a desayunar. Sus padres solían enfadarse si se demoraba. Al
ponerse su falda de cuadros, advirtió que en uno de los bolsillos había un bulto.
Extrajo un papel arrugado de color lila con un texto hológrafo que decía:
«Si quieres tener un dólar,
el primero que ganes no te lo gastes.
Si quieres tener cien dólares,
pon a trabajar para ti,
lo más pronto posible,
tu primer dólar».
Alicia
Era su letra y había caligrafiado la cita en la sala del interés compuesto.
Rememoró el semblante de Richard Russell. No perdió ni un instante, se lanzó
atropelladamente escaleras abajo e irrumpió bruscamente en la cocina…
—Papá, mamá, ¿sabéis quién es Warren Buffett?
Epílogo
«Desconozco la dirección del mercado durante
los próximos 2.000 puntos, pero lo que tengo claro
es que los próximos 20.000 serán hacia arriba».
Bill Miller (1950)
Presidente y director de inversiones
de Legg Mason Management.