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Sinopsis

Este libro es “A Touch of a Darkness” contado desde el punto de


vista de Hades.

Hades, Dios del Inframundo, es conocido por su in exible gobi-


erno, sus lujosos clubes nocturnos y sus imposibles ofertas. Acos-
tumbrado a controlar, no está preparado para descubrir que las Mo-
iras han elegido a su futura esposa y reina, Perséfone, Diosa de la
Primavera.
A pesar de su atracción por el dios, Perséfone, una ambiciosa es-
tudiante de periodismo, está decidida a exponer a Hades por sus
crueles y despiadados actos.
Hades se enfrenta a lo imposible, demostrar que su futura espo-
sa está equivocada. A pesar de sus esfuerzos, hay fuerzas que desean
separarlos y Hades descubre que hará cualquier cosa por su amor
prohibido, incluso desa ar a las Moiras.
Capítulo I
Un juego de equilibrio

Hades se manifestó cerca de la Costa de los Dioses.


A la luz del sol, la costa se jactaba de aguas turquesas y playas
blancas e inmaculadas, todo ello ante el telón de fondo de acantila-
dos, grutas, y un monasterio construido en mármol blanco y verde al
que se podía acceder después de subir trescientos escalones. Los
mortales acudían aquí para nadar, navegar y hacer snorkel. Era un
oasis, hasta que el sol hacía su ardiente descenso en el cielo.
Después del crepúsculo, el mal se movía en la noche oscura, bajo
un cielo de estrellas y un océano iluminado por la luz de luna. Llegó
en barcos y se movió a través de Nueva Grecia, y Hades estaba aquí
para neutralizarlo.
Se volvió, la grava crujió bajo sus pies y caminó en dirección a La
Compañía Corinto, una pesquería que ocupaba una gran cantidad
de bienes raíces en la costa. La fachada de yeso del almacén se mezc-
laba a la perfección con la arquitectura antigua que adornaba la cos-
ta, luciendo gastada, blanqueada y encantadora. Una simple lámpa-
ra negra resaltaba un letrero con el nombre de la empresa, escrito
con una fuente que presumía prestigio y poder, características admi-
rables cuando pertenecían a los mejores de la sociedad.
Peligrosas cuando pertenecían a lo peor.
Un mortal se movió en las sombras. Había estado allí desde que
llegó y, sin duda, pensaba que estaba bien escondido, lo que tal vez
era para otros mortales, pero Hades era un dios y poseía las somb-
ras.
Al pasar, el hombre se movió y Hades se giró, su mano alcanzó
la del mortal. Sostenía una pistola. Miró el arma y luego al hombre,
una sonrisa maliciosa cruzó sus labios.
Un segundo después, púas a ladas se extendieron desde la pun-
ta de los dedos de Hades, hundiéndose en la carne del hombre. Su
arma cayó al suelo y él cayó de rodillas con un grito gutural.
—Por favor, perdóneme, milord —suplicó el hombre—. No sa-
bía.
Hades siempre encontraba intrigantes los segundos antes de la
muerte de un mortal. Especialmente cuando se trataba de uno como
este, uno que habría matado sin pensarlo y, sin embargo, temía su
propia desaparición.
Apretó su agarre y, mientras el hombre temblaba, el dios se rio.
—Tu muerte no es inminente —dijo Hades, y el mortal miró ha-
cia arriba—. Pero hablaré con tu empleador.
—¿Mi empleador?
Hades casi gimió. Entonces el mortal se haría el tonto.
—Sísifo de Ephyra.
—É-él no está aquí.
Mentira.
El conocimiento cubrió su lengua como ceniza, secándole la gar-
ganta.
Levantó al hombre por el brazo, con púas aún incrustadas en su
piel, hasta que sus miradas estuvieron al mismo nivel. Fue desde es-
te ángulo que notó un tatuaje en la muñeca del hombre. Era un trián-
gulo, ahora empalmado por las púas que se extendían desde sus de-
dos.
—No necesito tu ayuda para entrar en ese almacén —dijo Hades
—. Lo que necesito de ti es un ejemplo.
—¿U-un ejemplo?
Hades decidió usar acciones para explicar, tallando dos profun-
das suras en el rostro del hombre. Mientras la sangre cubría su piel,
cuello y ropa, el dios lo arrastró hasta la entrada del almacén, abrió
las puertas de una patada y entró.
Lo que había parecido un edi cio desde la orilla, ahora parecía
ser una pared, porque en lugar de caminar hacia un espacio cerrado,
Hades se encontró en un patio abierto al cielo oscuro. La tierra esta-
ba desnuda y había grandes estanques sobre el suelo con peces. El
aire olía a océano, podredumbre y sal. Odiaba el hedor.
Los trabajadores vestidos con overoles negros se giraron para
ver al dios empujar al ensangrentado mortal hacia delante. El homb-
re trastabilló, pero se contuvo antes de caer al suelo. Otro hombre se
acercó frente a Hades, anqueado por dos grandes guardaespaldas.
Vestía un traje blanco y tenía los dedos gordos y cubiertos con anil-
los de oro. Su cabello era corto y negro, su barba cuidada y enhebra-
da con plata.
—Sís, yo-yo-no fue mi culpa —dijo el hombre mientras se tamba-
leaba hacia delante—. Yo…
Sísifo sacó un arma y le disparó. Cayó, golpeando el suelo con
un ruido sordo. Hades miró el cuerpo inmóvil y luego a Sísifo.
—Él no estaba equivocado —dijo Hades.
—No lo maté porque te dejó entrar en mi propiedad. Lo maté
porque le ha faltado el respeto a un dios.
Una exhibición como esa generalmente provenía de un sujeto le-
al. Hades tenía pocos, y sabía que Sísifo no era uno de ellos.
—¿Esta es tu versión de un sacri cio?
—Depende —respondió el hombre, haciendo crujir su cuello y
entregando su arma al guardaespaldas de la derecha—. ¿Lo aceptas?
—No.
—Entonces fue el negocio.
Sísifo se enderezó las solapas de su chaqueta y se ajustó los ge-
melos, y Hades notó el mismo tatuaje de triángulo en su muñeca.
—¿Entramos? —El mortal le indicó a Hades que caminara al
frente, hacia una o cina en el lado opuesto del patio—. Divinidad
primero.
—Insisto —declinó Hades.
A pesar de su poder, nunca estuvo ansioso por darle la espalda.
Los ojos de Sísifo se entrecerraron levemente. El mortal probab-
lemente vio la negativa de Hades a liderar como una forma de falta
de respeto, principalmente porque mostraba que Hades no con aba
en él. Irónico, considerando que Sísifo había roto una de las reglas
más antiguas de la hospitalidad, la ley de Xenia, al matar a su com-
petencia después de invitarlos a su territorio.
Era solo una de las transgresiones de Sísifo que Hades estaba
aquí para abordar.
—Muy bien, milord. —El mortal ofreció una sonrisa fría antes de
dirigirse hacia su o cina, con los dos guardaespaldas a cuestas. Su
presencia era divertida, como si los dos mortales pudieran proteger a
Sísifo de él.
Hades se encontró considerando cómo los eliminaría. Tenía vari-
as opciones: podía llamar a las sombras y dejar que los consumieran,
o podía someterlos. Supuso que la única consideración real era si qu-
ería sangre en su trajeo no.
Los dos guardaespaldas ocuparon sus lugares a ambos lados de
la puerta cuando Sísifo entró en su o cina. Hades no los miró al pa-
sar.
La o cina era pequeña. Su escritorio era de madera sólida, teñi-
do de oscuro y lleno de papeleo. A un lado había un teléfono anti-
guo y al otro una licorera de cristal y dos vasos. Detrás de él, un par
de ventanas daban al patio, obstruidas por persianas.
Fue detrás del escritorio donde Sísifo eligió pararse, un movimi-
ento estratégico, imaginó. Puso algo físico entre ellos. Probablemente
también era donde guardaba un depósito de armas. No es que le sir-
vieran de mucho, pero Hades había existido durante siglos y sabía
que los mortales desesperados intentarían cualquier cosa.
—¿Burbon? —preguntó Sísifo mientras descorchaba la licorera.
—No.
El mortal miró jamente a Hades por un momento antes de ser-
virse un vaso. Tomó un sorbo y preguntó:
—¿A qué debo el placer?
Hades miró hacia la puerta. Desde aquí, podía ver los estanques,
y asintió hacia ellos.
—Sé que están escondiendo drogas en tus piscinas —dijo—.
También sé que usas esta empresa como fachada para trasladarlas
por Nueva Grecia y que matas a cualquiera que se interponga en tu
camino.
Sísifo miró jamente a Hades por un momento y luego tomó un
sorbo lento de su vaso antes de preguntar:
—¿Has venido a quitarme la vida?
—No.
No era mentira. Hades no cosechaba almas, Tánatos sí, pero el
Dios del Inframundo pudo ver que Sísifo debía recibir la visita pron-
to. La visión había llegado, espontáneamente, como un recuerdo de
hace mucho tiempo. Sísifo, vestido elegantemente, derrumbándose
al salir de un restaurante de lujo.
Nunca recuperaría la conciencia.
Y, antes de que eso sucediera, Hades tendría equilibrio.
—¿Entonces debería asumir que quieres una tajada?
Hades inclinó la cabeza hacia un lado.
—De algún tipo.
Sísifo se rio entre dientes.
—Quién lo hubiera imaginado, el Dios de los Muertos vino a ne-
gociar.
Hades apretó los dientes. No le gustó la implicación de las palab-
ras de Sísifo, como si el mortal pensara que tenía la ventaja.
—Como penitencia por tus delitos, donarás la mitad de tus ing-
resos a las personas sin hogar. Después de todo, eres responsable de
muchos de ellos.
Las drogas que tra caba Sísifo habían destruido vidas, devoran-
do a los mortales de dentro hacia fuera con adicción y encendiendo
la violencia en las comunidades, y si bien él no fue el único respon-
sable, fueron sus barcos los que la llevaron al continente y sus cami-
ones las que la transportaron a Nueva Grecia.
—¿No se cumple la penitencia en la otra vida? —preguntó Sísifo.
—Considéralo un favor. Te estoy permitiendo un comienzo
temprano.
Sísifo usó su lengua para hurgarse entre los dientes, luego se rio
en silencio.
—Sabes, nunca te describen como un dios justo.
—No lo soy.
—Obligar a delincuentes como yo a donar a organizaciones be-
né cas es justo.
—Es equilibrio. Un precio que pagas por el mal que esparces.
Hades no creía en erradicar el mundo del mal, porque no creía
que fuera posible. Lo que era malo para uno era la lucha por la liber-
tad para otro, la Gran Guerra fue un ejemplo. Un lado luchó por sus
dioses, su religión, el otro luchó por liberarse de su presunto opre-
sor. Lo mejor que pudo hacer fue ofrecer un toque de redención para
que su sentencia en el Inframundo eventualmente condujera a los
campos de Asfódelos.
—Pero tú no eres el Dios del Equilibrio. Tú eres el Dios de los
Muertos.
No serviría de nada explicar el funcionamiento de las Moiras, el
equilibrio que se esforzaban por crear en el mundo, por lo que per-
maneció en silencio. Sísifo sacó una caja de metal del bolsillo interior
de su chaqueta y tomó un cigarrillo.
—Te diré qué. —Se llevó el cigarrillo a los labios y lo encendió.
El olor a nicotina llenó la pequeña sala: ceniciento, rancio y químico
—. Donaré un millón y ya no violaré la ley de Xenia.
Hades hizo una pausa por un momento y usó el silencio para
reprimir la corriente de ira que las palabras del mortal encendieron,
sus manos haciéndose puños. No hace mucho, él hubiera dejado que
su furia se hiciera cargo, mandando al mortal al Tártaro sin pensarlo
dos veces. En lugar de eso, dejo que la oscuridad hiciera el trabajo
por él. Fuera de la o cina de Sísifo, Hades llamó a las sombras y ellas
se deslizaron a través del exterior de edi cio, oscureciendo las venta-
nas mientras pasaron.
Hades observó mientras Sísifo se giraba, sus ojos siguiendo las
sombras hasta que se acercaron a los dos guardaespaldas al frente de
la o cina. En el siguiente segundo, se deslizaron en cada ori cio de
sus cuerpos y colapsaron, muertos.
Los ojos de Sísifo regresaron a los de Hades y sonrió.
—Pensándolo bien, tiene un acuerdo, lord Hades —dijo Sísifo—.
Doscientos cincuenta millones serán.
—Tres —contestó Hades.
Desafío destelló de la mirada del mortal.
—Eso es más de la mitad de mi ingreso.
—Un castigo por hacerme perder el tiempo —dijo Hades. Co-
menzó a girarse para dejar la o cina antes de hacer una pausa. Miró
sobre su hombro al mortal—. Y no me preocupa que se rompa la ley
de Xenia, mortal. No te queda mucho tiempo.
Sísifo quedó en silencio después de las palabras de Hades. Listo-
nes de humo danzaron del cigarrillo suspendido entre sus dedos.
Después de un momento, lo levantó y lo apagó en su bebida.
—Dime algo —dijo él—. ¿Por qué hacerlo? ¿Negociación y equ-
ilibrio? ¿Tienes esperanza por la humanidad?
—¿No tienes ninguna? —contrarrestó Hades.
—Vivo entre mortales, lord Hades. Créame, cuando se les dé la
opción de inclinar la balanza hacia un lado u otro, elegirán la oscuri-
dad. Es el camino más corto con el bene cio más rápido.
—Y con más que perder —dijo Hades—. No me des lecciones
sobre la naturaleza de los mortales, Sísifo. He juzgado a los de tu es-
pecie durante un milenio.
Hades se detuvo frente a la puerta, mirando a los dos hombres
que yacían a sus pies. No se deleitaba con la idea de devolverlos a la
vida para que siguieran difundiendo violencia y muerte, pero sabía
que las Moiras exigirían un sacri cio, alma por alma, y era probable
que eligieran almas que fueran buenas, puras e inocentes.
Equilibrio, pensó Hades y, de repente, odió la palabra.
—Despierten —ordenó.
Y cuando inhalaron fuertes alientos, desapareció.
Capítulo II
Un juego de fe

Hades apareció en su o cina en Nevernight, uno de los clubes


más populares de Nueva Atenas. Eran cerca de las once y, a medi-
anoche, estaría subiendo a la sala de estar, eligiendo mortales que
anhelaban negociar por sus mayores deseos y necesidades; salud,
amor, y riqueza. Esas eran solo las cosas que él podía conceder. No
incluía peticiones como crear vida, regresar la vida, u otorgar belle-
za, deseos que él no concedería.
—Llegas tarde.
La voz de Menta era como un látigo, destrozando sus pensami-
entos. La había sentido en el momento en que entró en la habitación,
todo fuego y hielo, y prefería ignorarla cuando estaba así.
Se concentró en ajustarse la corbata y los gemelos, silenciosa-
mente aliviado de haber elegido la magia de las sombras para derri-
bar a los guardaespaldas de Sísifo, por lo que no tuvo que escuchar a
la ninfa exigir respuestas. Con su apariencia restaurada, se volvió
hacia la ninfa de cabello llameante. Sus labios, un tono más oscuro
que su cabello, estaban torcidos en un puchero. No le gustaba que la
ignoraran.
—Menta, ¿cómo puedo llegar tarde si no cumplo con el horario
de nadie más que el mío?
Menta había sido su asistente desde el principio de los tiempos,
y pasó por fases en las que intentaría ejercer derechos sobre él, de-
rechos sobre su tiempo, su reino y su cuerpo. Su ansia de control no
se le escapó. Reconoció el rasgo en ella porque él mismo lo poseía.
—La tardanza no es atractiva, Hades, ni siquiera en un dios —
espetó.
Una sonrisa amenazó sus labios, pero se mantuvo sereno. Su di-
versión solo la enojaría más.
—Mientras estabas entreteniendo… —Hades entrecerró los ojos
ante el golpe—. He tenido que entretener a tus invitados.
Las cejas de Hades se fruncieron y el pavor subió por su gargan-
ta.
—¿Quién me espera?
Sabía por la expresión de Menta, la forma en que entrecerró los
ojos, y la ligera curva de su boca, que no le gustaría su respuesta.
—Lady Afrodita.
—Mierda —murmuró Hades.
Menta ni siquiera trató de ocultar su diversión, sus labios se cur-
varon en una amplia sonrisa.
—Es posible que desees darte prisa —dijo—. Cuando insistí en
que te esperara aquí, dijo que había mucho para entretenerla abajo.
Fantástico. Lo único que salió de Afrodita entreteniéndose fue la guer-
ra.
Suspiró.
—Gracias, Menta.
Claramente complacida por la expresión de gratitud de Hades,
Menta descruzó los brazos, dejándolos caer a los lados.
—¿Le traigo una bebida, milord?
—Sí. De hecho, no voy a tener un vaso vacío esta noche.
Hades se desvaneció y apareció en el suelo de su club, por donde
caminaba silencioso e invisible. Como siempre, estaba lleno de mor-
tales y humanoides: ninfas, sátiros, quimeras, centauros, ogros y cíc-
lopes. Algunos usaron glamour, otros no. Algunos simplemente de-
seaban experimentar la emoción de asistir al club más famoso de
Nueva Atenas, otros miraban con nostalgia hacia el salón de arriba,
con la esperanza de que uno de los empleados de Hades les ofreciera
la contraseña de la noche.
Una contraseña no garantizaba un juego con el Dios de los Mu-
ertos, era solo un paso más en el proceso. Una vez que los mortales
atravesaban las puertas del salón el miedo se instalaba, y ese miedo
los alejaba o desesperaba. Era en los desesperados en los que Hades
estaba más interesado, los que podrían cambiar si se les ofreciera la
oportunidad.
Fue un proceso delicado e involucró a muchos jugadores. Hades
había perdido una buena cantidad de negocios, y podía sentirlos
contra su piel, una picazón interminable y un recordatorio del fraca-
so, pero si podía salvar una vida en el camino hacia la destrucción,
sentía que valía la pena.
Recogió el aroma de la magia de Afrodita, sal marina y rosas, y
la encontró sentada en el regazo de un hombre de mediana edad. Te-
nía el cabello oscuro y ralo. Su frente estaba grasienta y su rostro re-
gordete, fundiéndose en un cuello sudoroso, alrededor del cual los
brazos de Afrodita estaban entrelazados, sus pechos presionados
contra el pecho de él. Hades notó una banda de oro en el dedo anu-
lar izquierdo del hombre. No tenía que mirar el alma del mortal para
saber que era un bastardo in el.
—¿Por qué no vamos a mi casa, nena? —preguntó el hombre mi-
entras sus manos exploraban el cuerpo de Afrodita, moviéndose a
través de sus costillas y sus muslos. Hades se encogió al observar la
interacción.
—Oh, realmente me gustaría quedarme un poco más. —Estaba
diciendo Afrodita—. ¿No quieres negociar con Hades?
El hombre la apretó, hundiendo los dedos en su trasero.
—Ya no. Eres todo lo que necesito.
—¿De verdad? —dijo Afrodita sin aliento, y se inclinó más cerca,
sus labios rosados a centímetros de los de él.
Hades tuvo que admitir que la Diosa del Amor era una gran act-
riz. Ocultó su odio por el hombre y lo distrajo con las manos mient-
ras subían por su pecho. Hades sintió que su magia aumentaba y su-
po que estaba obligando al hombre a decirle la verdad mientras le
hacía su siguiente pregunta.
—¿Qué te hacía falta antes?
Hades sabía la respuesta porque pudo verla. Habían crecido gar-
ras en las inseguridades del mortal mientras envejeció, y se entrela-
zaron con su narcisismo y necesidad de sentirse importante. Tenía
resentimiento con su hijo, cerca de su corazón, y había envenenado
su sangre, alimentado sus mentiras y provocado su cadena de enga-
ños. Le quedaba un poco de humanidad en la culpa que se sentaba
sobre sus hombros como una gárgola lasciva. Para adormecer el do-
lor, bebió, pero su tolerancia a la bebida había aumentado en los últi-
mos años, lo que signi caba que necesitaba más para sentirse separa-
do de lo que se había convertido en su vida.
El hombre tenía el alma rota y Hades tenía la sensación de que
Afrodita estaba a punto de destrozarlo.
—Soy inseguro. Necesito saber que otras mujeres todavía me de-
sean.
—¿Y no es su ciente ser querido por tu esposa?
Los bonitos labios de Afrodita se torcieron en una mueca. Los oj-
os del hombre se agrandaron, su mente en desacuerdo con lo que sa-
lía de su boca. Hades lo había visto antes, cuando usó el hechizo.
—Amo a mi esposa —dijo—. Solo estoy buscando sexo.
—¿Eso es todo? —Ella pestañeó y luego habló con una voz vela-
da por la oscuridad y fuerte por la promesa—. En ese caso, cuando
regreses con tu esposa esta noche, ella ya no te deseará. Se encogerá
ante tu toque y tendrá arcadas cuando tus labios toquen los suyos.
Te rechazará, te dejará y nunca te recuperarás.
Los ojos del hombre se agrandaron y ya no sostenía a Afrodita,
sus manos se apartaron de su piel como si le quemara.
Esta era Afrodita en su verdadera forma. El mundo mortal creía
que no era más que un ser sexual, que buscaba entretenimiento y
placer tanto de los dioses como de los mortales, pero la verdad era
que podía ser un dios vengativo, especialmente hacia aquellos que
traicionaban el amor.
Probablemente era hora de que Hades hiciera acto de presencia.
—Afrodita —saludó, dejando caer su glamour.
La diosa se volvió para encontrarse con su mirada y sonrió.
—Hades —ronroneó con voz sensual, y aunque acababa de mal-
decir al mortal que todavía estaba usando como sillón, sus ojos se
nublaron de deseo por el sonido.
—Creo que el mortal ha tenido su ciente emoción por una noc-
he. ¿Por qué no dejas que se marche?
El rostro de Afrodita cambió ante la mención del in el, y se vol-
vió para mirarlo antes de saltar fuera de su regazo.
—Corre, serpiente.
El mortal obedeció y se metió entre la multitud, aturdido.
—¿Qué? —espetó Afrodita cuando volvió a mirar a Hades.
Arqueó las cejas, sorprendido por su veneno.
—Nada. Aunque difícilmente ayudarás al ego del hombre qu-
itándole el único amor que ha conocido.
Ella se quitó el polvo de las manos.
—Traicionó al amor, por lo que nunca más lo tendrá.
—No creo que tu castigo sea injusto —explicó Hades—. Pero ti-
ene el potencial de crear un monstruo.
Ella sonrió con su expresión traviesa.
—Entonces es todo tuyo. Los monstruos son tu territorio, Hades.
Menta se acercó en ese momento, sosteniendo una bandeja de
bebidas. Así era como la ninfa pasaba la mayor parte de sus tardes
en Nevernight, recibiendo órdenes y entregándolas, coqueteando
con mortales e inmortales por igual y reuniendo información de los
clientes más selectos de Hades.
—Lady Afrodita —dijo Menta mientras le pasaba a la diosa una
copa de vino rosado—. Lord Hades.
Le entregó un vaso de whisky y, mientras se alejaba, él se volvió
hacia Afrodita, quien alzó una ceja pálida.
—¿Sí? —preguntó él ante su mirada interrogante.
—Esa ninfa quiere follarte —dijo.
Un error que nunca volveré a cometer, pensó.
Hades no reconoció su comentario y en su lugar dijo:
—No a menudo honras mis pasillos con tu presencia, Afrodita.
¿Qué puedo hacer por ti?
Ella tomó un sorbo de vino, sus ojos como la espuma de mar se
cruzaron con los de él.
—Esperaba que estuvieras interesado en una negociación propia.
—No juego con los dioses.
—Solo un juego, Hades —dijo inocentemente, y luego provocó
—: ¿Tienes miedo?
—Un juego que se desarrolla bajo este techo nunca es solo un ju-
ego. —Ni siquiera para mí, pensó. Siempre existía la posibilidad de
perder, y él tendía a perder tanto como los mortales que negociaban
con él, pero podía conceder sus peticiones. No con aba en lo que pe-
diría Afrodita—. ¿Por qué solicitar un juego? ¿Qué es lo que quieres,
diosa?
—¿Por qué debo querer algo? —preguntó ella—. Quizás solo es-
toy aburrida y necesito entretenimiento.
—No hay nada más peligroso que una Afrodita aburrida —re e-
xionó Hades.
Ella hizo un puchero.
—¿Por favor, Hades?
Él la miró a los ojos y bebió un sorbo de su vaso antes de respon-
der.
—No, Afrodita.
Ella estaba detrás de más que entretenimiento. Pudo ver la forma
en que se movía, rígida y tensa. Algo la había traído aquí, y si él tu-
viera que adivinar, tenía que ver con su esposo.
—Bien. —Ella levantó su barbilla con desafío—. Forzaste mi ma-
no.
Él la fulminó con la mirada, sabiendo lo que iba a decir a conti-
nuación.
—Tengo un favor sin reclamar de tu parte, Hades. Deseo usarlo.
Un favor debido entre dioses era como un pacto de sangre. Una
vez invocado, no podía retractarse.
—¿Vas a desperdiciar un favor por un juego de cartas? —pre-
guntó. Sabía la respuesta, lo que sea que haya traído a Afrodita aquí,
valía la pena gastarlo.
Los ojos de ella destellaron.
—No es un desperdicio.
Bebió de su whisky. Lo detuvo de decir cualquier cosa de lo que
podría arrepentirse antes de responder con dientes apretado.
—Un juego, Afrodita, no más.
Ella se iluminó como si le hubiera dado las estrellas del cielo.
—Gracias, Hades.
Hades tronó sus dedos, y los dos se teletransportaron a la Suite
Rubí, arriba. Era una de las muchas habitaciones que Hades usaba
para hacer sus negociaciones con los mortales. Todas fueron nomb-
radas por piedras preciosas. Eligió esta intencionalmente, como un
pequeño golpe a Afrodita. Rubí era pasión, algo de lo que ella care-
cía estos días. Las paredes eran rojas, y tela negra caía del techo al
suelo, enmarcando sensuales fotografías monocromáticas. Una bara-
ja de cartas sin abrir se encontraba en el centro de una mesa, que es-
taba colocada bajo un marco de luz tenue.
Cuando Hades tomó asiento, se las ofreció a Afrodita.
—¿Te gustaría negociar?
—No. —Una sonrisa curvó sus labios—. Te dejaré retener algo
de poder, Aidoneus.
La miró. No le gustó ese apodo. Los mortales lo usaban por mi-
edo. Ella lo usó para burlarse de él.
—Blackjack, entonces.
—Cinco manos —dijo Afrodita—. Quien gane más, elije el trato.
Hades estuvo de acuerdo, repartió la primera mano y perdió.
Sus dedos se curvaron en un puño sobre su muslo.
—¿Qué ves cuando miras mi alma, Hades? —preguntó Afrodita
de improviso, frunciendo los labios mientras él repartía las cartas de
nuevo.
La pregunta no fue tan sorprendente. Era una que recibía a me-
nudo, pero nunca de Afrodita.
—¿Por qué preguntas?
Cuando se encontró con su mirada, vio que hablaba en serio y
que también temía la verdad. Estaba presente en sus ojos, una somb-
ra que parpadeaba en su expresión. No lo miró mucho antes de con-
centrarse en sus cartas.
—Dame —dijo, y Hades le dio otra carta antes de revelar sus ma-
nos: Hades tenía dos ases y un doce de diamantes, Afrodita, se pasó.
Ella frunció el ceño por su pérdida, pero continuó hablando mientras
Hades repartía una tercera mano.
—Me pregunto si soy tan horrible como parece pensar Hefesto.
Afrodita no era horrible, pero su unión con Hefesto había endu-
recido su corazón y roto su espíritu. Lo que quedó fue un caparazón
rencoroso y cínico.
Hades también había estado amargado una vez, pero a diferen-
cia de Afrodita, que lidiaba con su ira y soledad entreteniéndose con
mortales y dioses, él se había aislado más y más, hasta que lo único
que la gente podía hacer era inventar historias y cuentos sobre el Di-
os esquivo del Inframundo.
—Hefesto no cree que seas horrible, Afrodita. Simplemente tiene
miedo de amarte. —Ella ofreció una risa burlona, por lo que Hades
desa ó—: ¿Alguna vez le has dicho que lo amas?
—¿Qué relevancia tiene eso para mi pregunta?
Todo, quiso decir Hades.
—Fuiste un regalo para Hefesto en un momento en el que hacías
alarde de tus amantes. Desde su perspectiva, eras una novia reacia.
No importaba que Hades supiera la verdad. Afrodita siempre
había estado encantada por el Dios del Fuego. En la antigüedad, en
las raras ocasiones en que Hades había ido al Monte Olimpo, la ha-
bía sorprendido mirando a Hefesto, principalmente con el ceño frun-
cido porque no le daba la hora del día.
Pero Hades también conocía bien a Hefesto. El dios era de otro
tipo. No estaba ansioso por ser el centro de atención, menos ansioso
por hablar. Disfrutaba de la soledad y la innovación, y en su cora-
zón, se sentía… indigno, principalmente debido a su trato en la an-
tigüedad. Como dios con una sola pierna, a menudo, y sin razón, se
burlaban de él. Con el tiempo, Hefesto se adaptó, confeccionó próte-
sis, y ahora lucía una hecha de oro.
—No me sorprende que Hefesto no esté interesado en obligarte a
la monogamia.
Afrodita se quedó en silencio por un momento, concentrándose
en su juego, y mientras giraban sus cartas, Hades se mordió la len-
gua, se pasó. Se había repartido demasiadas cartas.
Afrodita estaba a la cabeza.
Finalmente, admitió:
—Le pedí el divorcio a Zeus. No lo concederá.
Las cejas de Hades se levantaron.
—¿Lo sabe Hefesto?
—Me imagino que lo hace ahora.
—Si quieres el amor de Hefesto, ¿por qué pedir el divorcio?
—No suspiraré por él.
—Estás enviando mensajes contradictorios, Afrodita. Quieres el
amor de Hefesto, pero pides el divorcio. ¿Has intentado siquiera
hablar con él?
—¿Y tú? —espetó ella, mirando a Hades—. ¡También podría es-
tar mudo!
Hades hizo una mueca. Tenía la sensación de que Hefesto se
mantuvo callado porque su temperamento era una mecha corta.
—No has respondido a mi pregunta, Hades.
El dios la miró por un momento. No le gustaba especialmente
responder preguntas sobre el alma. A menudo, ni dioses ni mortales
estaban preparados para escuchar lo que tenía que decir. Afrodita no
fue diferente. Partes de su alma eran un jardín, lleno de rosas, lirios y
sol, soñadora y tranquila. Otras eran una tormenta, furiosa y devas-
tadora sobre un mar revuelto. Estaba rota, partida en dos como un
espejo, balanceándose sobre una línea. Un día, elegiría un bando.
—Tienes un alma hermosa, Afrodita. Apasionada. Determinada.
Romántica. Pero estás desesperada por ser amada y no te crees digna
de serlo.
Habló mientras jugaban su última mano, y cuando Afrodita vol-
teó sus cartas, una amplia sonrisa apareció en su rostro. Lo que sea
que sintiera sobre los comentarios de Hades se perdió en su entusi-
asmo.
—Es hora de los términos, Hades.
Frunció el ceño y se reclinó en su silla, mirándola. Afrodita echó
la cabeza hacia atrás riendo.
—A alguien no le gusta perder.
Sus palabras eran como un atizador. A Hades no le importaba
perder. Lo hacía muchas veces cuando negociaba con mortales, pero
no había querido perder contra Afrodita.
La diosa presionó un dedo en su barbilla y le ofreció un suave
murmullo, como si no supiera que pedirle. Estaba haciéndolo perder
su tiempo. Sabía lo que quería, pero solo cuando estuvo a punto de
gritarle, habló.
—Enamórate, Hades. Aún mejor, encuentra una chica que se
enamore de ti. —Entonces Afrodita aplaudió y exclamó—: ¡Eso es!
¡Haz que alguien se enamore de ti!
La mandíbula de Hades se apretó y Afrodita le devolvió la mira-
da como si quisiera ver su alma a su vez. Sus términos fueron insul-
tantes. Si fuera tan fácil enamorarse, no estaría solo.
—¿Es esta tu idea de una broma? —preguntó él, su voz tranquila
y calmada, a pesar de la ira que retorcía sus entrañas. Iba a tener que
torturar a alguien solo para liberar la tensión en su cuerpo.
—No es una broma —respondió, levantando una delgada ceja
rubia—. Me has ofrecido consejos de amor. Síguelos.
Entonces no es una broma, sino una retribución. Estaba frustrada
con él por ofrecer su opinión sobre su matrimonio.
—¿Y si no puedo cumplir con esos términos?
Su sonrisa cruzó su rostro con malicia.
—Entonces liberarás a Basil del Inframundo.
—¿Tu amante? —Hades no pudo evitar el disgusto en su voz.
Habían pasado los últimos minutos discutiendo su amor por Hefes-
to, y aquí estaba ella, pidiendo un hombre, su héroe, para ser exac-
tos. Basil había luchado y muerto por ella en La Gran Guerra—. ¿Por
qué? ¿No quieres que Hefesto admita que te ama?
Lo fulminó con la mirada.
—Hefesto es una causa perdida.
—¡Ni siquiera lo has intentado!
—Basil, Hades. Él es a quien quiero.
—¿Porque te imaginas enamorada de él?
—¿Qué sabes del amor? Nunca has amado en tu vida.
Esas palabras no le dolieron, sino que lo avergonzaron. Se incli-
nó hacia la diosa.
—Basil te ama, eso es cierto, pero si no lo amas a cambio, no ti-
ene sentido.
—Es mejor ser amado que nada —respondió.
Eres una tonta, quiso decir. En cambio, preguntó:
—¿Estás segura de que esto es lo que quieres? Ya has solicitado
el divorcio a Zeus, ahora me ha pedido que resucite a tu amante en
caso de que no pueda cumplir con los términos de tu contrato. He-
festo lo sabrá.
Afrodita estaba callada, y reconoció su incertidumbre por la for-
ma en que jugaba con su labio.
Finalmente, respondió:
—Sí. Es lo que quiero. —Entonces respiró hondo y logró sonreír
—. Seis meses, Hades. Eso debería ser su ciente tiempo. Gracias por
el entretenimiento. Fue… estimulante.
Con eso, la Diosa del Amor desapareció.
Capítulo III
Un juego de restricción

Haz que alguien se enamore de ti.


Las palabras eran una burla cruel que hacía eco en la mente de
Hades mientras merodeaba en la oscuridad de su club para despejar
su mente.
Tal vez había ido demasiado lejos en la crítica de la elección de
Afrodita de pedirle el divorcio a Zeus, pero Hades sabía que la diosa
amaba a Hefesto, y lejos de admitirlo, pensó en forzar al Dios del Fu-
ego a expresar sus sentimientos enloqueciéndolo. Lo que Afrodita no
entendió es que no todos funcionan como ella, y menos Hefesto. Si
ella ganaba su amor, seria a través de la paciencia, amabilidad y
atención.
Signi caba que tenía que ser vulnerable, algo que Afrodita, la di-
osa y guerrera, desprecia.
Y si entendía algo, era eso. El desafío de Afrodita lo obligó a re-
conocer sus propias vulnerabilidades, sus debilidades. Frunció el ceño
ante la idea de encontrar a alguien que quiera cargar su vergüenza,
sus pecados, su malicia, pero si fallaba, las Moiras se involucrarían, y
sabía lo que pedirían si devolvía a Basil a la tierra de los vivos.
Un alma por un alma.
Alguien tendría que morir, y no tendría voz y voto con la victi-
ma de las Moiras.
El pensamiento tensó su cuerpo, otro hilo añadiéndose a los de-
más sobre su piel. Lo odiaba, pero había un precio en mantener el
equilibrio del mundo.
Un olor lo saco de sus pensamientos y lo hizo detenerse. Era fa-
miliar, ores silvestres tanto amargas como dulces.
Deméter, pensó.
El nombre de la Diosa de la cosecha era amargo en su lengua.
Deméter tenía algunas pasiones en su vida, y una de ellas era su
odio por el Dios de los Muertos.
Inhalo de nuevo, tomando profundamente la esencia. Algo sobre
eso estaba apagado. Mezclado con el familiar aroma estaba la dulzu-
ra de la vainilla y una suave nota herbaria de lavanda. Un mortal,
¿tal vez? ¿Alguien que tiene el favor de la diosa?
El aroma lo sacó de la oscuridad en la que se había metido en el
borde del balcón, donde escaneó a la multitud y la encontró de in-
mediato.
La mujer que olía como vainilla, lavanda, y su enemigo, se senta-
ba al borde de uno de los sofás con un vestido rosa que dejaba poco
a la imaginación. Le gusto la forma en que lucía su cabello, rizos ca-
yendo en olas luminosas por su espalda. Sus dedos picaron por to-
carlo, para tirar de él hasta que su cabeza se inclinara hacia atrás y lo
mirara a los ojos.
Mírame, ordeno, desesperado por ver su rostro.
Miró a todas partes antes que su mirada se detuviera en él. Su
mano se apretó alrededor de su vaso, y la otra se aferró a la barandil-
la del balcón.
Era hermosa, labios llenos, pómulos altos y ojos tan verdes como
la nueva primavera. Su expresión fue de sorpresa al principio, ojos
abiertos ligeramente, transformándose en algo feroz y apasionado
mientras su mirada barrió su rostro y forma.
Es tuya, dijo una voz en su cabeza, y algo dentro de él se rompió.
Reclámala.
La orden fue salvaje. Tuvo que apretar los dientes para evitar
obedecer, y pensó que podría romper el vaso en sus manos. El im-
pulso de llevársela al Inframundo fue fuerte, como un hechizo. Nun-
ca se había considerado tan débil, pero su restricción era un hilo del-
gado y deshilachado.
¿Cómo podía querer tanto a esta mujer? ¿Qué fue ese tirón antinatu-
ral? La miró más intensamente, buscando una razón, y se hizo obvio
que él no era el único que estaba sintiendo los efectos de su conexi-
ón. Ella se inquietó bajo su mirada, su pecho subiendo y bajando a
medida que su respiración se agitaba, su piel se cubrió de un hermo-
so rosa, y tenía la idea de que le gustaría seguir ese rubor con los la-
bios.
Daría todo por saber qué estaba pensando ella.
Estaba tan preocupado por sus propios pensamientos salaces,
que no había sentido que alguien se acercaba a él hasta que los bra-
zos se envolvieron alrededor de su cintura. Reaccionó rápidamente,
aferrándose a las manos que lo sostenían y girándose para ver a
Menta.
—¿Distraído, milord? —ronroneo, divertida.
—Menta —respondió, soltando sus brazos—. ¿Puedo ayudarte?
Estaba frustrado por su interrupción, pero también agradecido.
Si seguía mirando a esa mujer por más tiempo, podría haber dejado
su posición en el balcón e ido hacia ella.
—¿Ya te estás concentrando en tu presa? —preguntó.
Por un momento, Hades no entendió su comentario, y luego hi-
zo la conexión. Menta asumió que estaba buscando un potencial in-
terés amoroso, alguien que podría ayudarle a cumplir con el trato de
Afrodita.
—¿Escuchando de nuevo en las sombras, Menta?
La ninfa se encogió de hombros.
—Es lo que hago.
—Tu averiguas información para mí —dije —. No de mí.
—¿De que otra manera se supone que voy a mantenerte fuera de
problemas?
Resopló.
—Soy un millón de años mayor. Puedo cuidarme solo.
—¿Es así como terminaste en una apuesta con Afrodita?
Entrecerró sus ojos, luego soltó su vaso.
—¿No te dije que no debo tener un vaso vacío esta noche?
Ella le dio su mejor sonrisa follame y contestó:
—De inmediato, milord.
Se aseguró de que Menta no estaba a la vista antes de regresar su
mirada al piso. La mujer había regresado con sus amigos.
Hades los estudió en un intento de discernir el tipo de compañía
que mantenía, cuando notó a alguien de quien no era particularmen-
te a cionado, un hombre llamado Adonis. Era uno de los mortales
favoritos de Afrodita. Porqué, no tenía idea. El mortal era un menti-
roso y tenía un corazón tan negro como el Estigia, pero suponía que
la diosa del Amor tenía di cultades en ver más allá de su hermoso
rostro.
Esperaba que la mujer no compartiera esa cualidad. Frunció el
ceño, preguntándose si ella dejaría el club con él esta noche, y luego
se regañó por tener estos pensamientos. Su preocupación no debería
llegar más allá que temer por su bienestar, ya que Afrodita era a ci-
onada a castigar a cualquiera que les diera demasiada atención a sus
amantes.
—Su bebida, milord —dijo Ilias.
Hades miró al sátiro, aliviado de haber sentido su acercamiento.
Ilias podría ser descrito como otro asistente. Había trabajado pa-
ra Hades casi tanto como Menta, llenando roles en dónde sea que
Hades lo necesitara; siendo barman en Nevernight, administrando
sus restaurantes, y reforzando las reglas de Hades en el Inframundo.
Fue el mejor en esto último. Con una apariencia modesta y agradab-
le, los enemigos de Hades a menudo se sorprendieron con su cruel-
dad.
Hades no empleaba a menudo a los sátiros. Eran salvajes, pro-
pensos a las borracheras y a la seducción, pero Ilias era diferente y
no por elección. Había cortado los lazos con su tribu después que lo
traicionaran, violando a la mujer que amaba. Ella se suicidó e Ilias
los mato a todos.
Tomó el vaso, y antes de que pensara mucho en el tema, dijo:
—Tengo un trabajo para ti.
—¿Sí, milord?
Hades asintió hacia la mujer que lo había intrigado con su cabel-
lo dorado y verdes ojos.
—Esa mujer, quiero saber si se va con alguien.
El silencio siguió las ordenes de Hades, y cuando el dios miró a
Ilias, lo estaba mirando de vuelta, con las cejas levantadas.
—¿Está en peligro, milord?
Sí, pensó, estaba en peligro de nunca dejar este lugar. Algo dentro de
él quería ignorar toda la civilidad y poseerla. Algo lo llamaba, un hilo
que tiró de su corazón.
Se congeló cuando esas palabras surgieron en su mente, estrec-
hando los ojos, y pensando, no puede ser.
Peló capa tras capa del glamour que mantuvo su visión protegi-
da de los etéreos Hilos del Destino. Eran como resplandecientes telas
de araña que conectaban personas y cosas, algunos era briznas, otros
eran sólidos, su fuerza se enceró y disminuyó a lo largo de la vida. El
piso entero era como una red, pero Hades estaba enfocado solo en
uno, una frágil cuerda que corría de su pecho a la mujer de rosa bril-
lante.
Malditas Moiras.
—¿Milord? —pregunto Ilias, sintiendo el repentino cambio en él.
Esto no puede ser, pensó. El hilo y la colocación cerca a su corazón
tenían un signi cado que no fue capaz de entender. Las Moiras habí-
an tejido a esta mujer en su vida.
Estaba destinada a ser su amante.
—¿Lord Hades?
—Sí —respondió nalmente el dios, mirando a Ilias mientras se
giraba dando la espalda al piso—. Sí, ella está en peligro.
Se fue aturdido, haciendo una pausa en las sombras para recoger
sus pensamientos. Su pecho se sentía apretado, el hilo tiró. Y tenía la
idea de que, si continuaba retirándose, podría romperse.
Esto es algún tipo de juego.
No sería la primera vez que las Moiras habían colgado un deseo
delante de él, solo para quitárselo. Probablemente esa era su habili-
dad más grande, extraer sus más profundos deseos, trayéndolos a la
vida, solo para desentrañarlos cuando lo deseaban.
Era tortura.
Cuando era más joven, tenía más diversión con las Moiras por-
que sus reacciones eran viciosas, sus retribuciones violentas, pero
entre más se enfurecía, más tomaban. Era como la hermana que qu-
ería verlo hacer el mundo trizas.
Por un tiempo, se obsesionó con eso, intentando negociar por
amor. Cuando no funcionó, decidió desa ar a las Moiras. Él encont-
raría amor; lo forzaría. Los resultados fueron pasar una noche con
Menta y una relación tumultuosa con otra ninfa llamada Leuce, qui-
en lo traicionó.
Su ira había sido rápida, y su deseo de luchar contra las Moiras,
aplastado. Se resignó a una existencia solitaria, construyendo pare-
des alrededor de su corazón y alma. Existió sin expectativas de felici-
dad o amor, enfocándose en su lugar en hacer tratos y el equilibrio.
Hasta ahora.
Siempre recordaría la viciosa reacción que su cuerpo tuvo cuan-
do colocó los ojos en la mujer de rosa. Su interior todavía temblaba.
¿Cómo podían las Moiras ofrecerle una probada de lo que se podía
sentir como un alma gemela, solo para quitárselo?
Tan fácil como puedo condenar un alma al Tártaro, respondió, apre-
tando sus dientes.
Todavía estaba frustrado cuando hizo su camino al salón. Mient-
ras se acercaba, Euryale, la gorgona que estaba de guardia en la ent-
rada, asintió hacia él a pesar de su invisibilidad.
—Milord —dijo
El dios sonrió, quitando su glamour.
La gorgona estaba ciega. Siglos atrás, sus ojos fueron desgarra-
dos de su rostro y la venenosa serpiente que una vez adornó su cabe-
za fuer cortada en pedazos, un castigo por su belleza. Hades la en-
contró en el bosque. Inclinada en el lugar donde fue atacada, curva-
da en posición fetal, sollozando y temblando. La había recogido y la
trajo al Inframundo, permitiéndole sanarse antes de emplearla.
A pesar del horror que había experimentado, y la intención de
sus atacantes de quitarle su poder, no tuvieron éxito, a pesar de ser
ciega, la visión de Euryale todavía era poderosa. Después de curarse,
Hades liberó a uno de sus atacantes, y la gorgona lo convirtió en pi-
edra.
—Tu sentido del olfato me impresiona, Euryale.
—Lo haces muy fácil —respondió la gorgona—. Deja la colonia.
Hades sonrió, colocando una mano en el hombro de la gorgona
antes de entrar al salón.
El ambiente allí era mucho más moderado, una mezcla de morta-
les y criaturas ancestrales conversando, bebiendo y jugando. Algu-
nos estaban relajados, otros al borde, inquietos mientras esperan ser
convocados a una de las suites en las sombras, listos para negociar
por sus más profundos deseos sin importar las consecuencias. Hades
vagaba entre ellos, evaluando y buscando, intentando elegir su pri-
mer contrato de la noche, cuando rodeo una de las mesas de juego se
detuvo, vislumbrando un familiar vestido rosa y cabello de seda.
Ella era su sirena, tentándolo con su esencia, su belleza, su sola
presencia.
Se tuvo que dar la vuelta, fundiéndose con la oscuridad, y ngió
que no la había visto, pero observar su per l hizo doler su pecho, y
había una parte de él que resentía la sensación. Nunca había querido
que las Moiras tomaran control sobre su vida amorosa, y, aun así,
era inevitable.
Puedo tener el control, se dijo. Usar esto a mi favor para completar mi
apuesta con Afrodita.
Hades no se sentía culpable a menudo, pero ese pensamiento hi-
zo sentir su pecho pesado y enfermo.
Haz que alguien se enamore de ti.
La apuesta fue insensible e injusta, pero Hades quería ganar.
Malditas Moiras.
Dejando de lado sus tumultuosos pensamientos, la alcanzó.
—¿Juegas? —preguntó.
Se giro hacia él, y su aliento se atoró en su garganta mientras es-
taba, de nuevo, impactado por su belleza. Sus ojos eran salvajes y ro-
deados por oscuras pestañas. Unas cuantas pecas adornaban la pun-
ta de su nariz y sus mejillas eran manzanas, cubiertas con un rubor
que coloreaba su cremosa piel.
Hades tomó un trago de su vaso para humedecer su garganta,
pero el movimiento atrajo la atención a su boca, y reprimió un gruñi-
do mientras se preguntaba si ella sabía igual a como olía, dulce, me-
losa, pecaminosa.
Después de un momento, sonrió, un brillo juguetón en sus ojos.
—Si estás dispuesto a enseñarme.
No dirías eso si supieras quien soy, pensó, tomando otro trago.
Cualquiera que entrara a un juego con él estaba vinculado a las
reglas de Nevernight, una perdida signi caba un contrato.
Eres un bastardo, se dijo mientras alcanzaba la mesa y se sentaba.
El movimiento agito el aire, y su esencia continúo invadiendo su
mente. Había algo más en la atmosfera, una electricidad que aceleró
su corazón e hizo a los vellos de sus brazos y cuello erizarse.
—Es valiente sentarse en una mesa sin conocer el juego —dijo.
Pensó que había sentido la advertencia en su tono, porque arqu-
eó una ceja y pregunto:
—¿De qué otra manera podría aprender?
—Mmm.
Tenía razón, aunque Hades no aconsejaría correr antes de apren-
der a caminar, especialmente cuando se trataba de apostar con él.
Aun así, su respuesta le mostró su astucia y su disposición a probar
cosas nuevas, y encontró eso insanamente atractivo.
—Ingenioso.
Ahora que estaba cerca de ella, no podía dejar de mirarla. Quería
saber por qué olía como ores silvestres. ¿Cuál era su conexión con De-
méter? Se sentía mal e intrusivo derribar las barreras que bloquean
su alma de sus ojos, pero estaría mintiendo si no dijera que quería
saber cómo era bajo ese perfecto exterior.
Ella se estremeció, sus pequeños hombros temblaron. ¿Tenía frío
o estaba incomoda?
—Nunca te había visto antes —dijo nalmente, esperando que
eso explicara su mirada.
—Bueno, nunca he estado aquí antes —respondió, y luego entre-
cerró sus ojos—. Debes venir aquí a menudo.
Él sonrió con el tono de su voz, cubierto en sospecha.
—Así es.
—¿Por qué? —Sonó más curiosa que disgustada, se sorprendió
de su propia pregunta y trató de recuperarse añadiendo—: Quiero
decir, no tienes que responder eso.
—Voy a responder. —Se encontró con su mirada, desa ándola
—. Si me respondes una pregunta.
Di que sí, rogó de manera silenciosa, aunque nunca la obligaría.
Di que sí, así puedo aprender todo de ti.
Un pequeño ceño apareció entre sus cejas mientras consideraba
su propuesta. Responder una pregunta era un pequeño precio para pagar
si ella perdía, quería decir Hades. Otros ponen sus almas en la línea. Pero
se mantuvo calmado.
—Bien —concedió.
Fue un desafío no sonreír.
Respondió su pregunta anterior.
—Vengo porque es… divertido.
No era una completa mentira, y parecía algo que un mortal pod-
ría decir y, en ese momento, eso era lo que pretendía ser, frágil y hu-
mano.
—Ahora tú, ¿por qué estás aquí esta noche?
—Mi amiga Lexa estaba en la lista —explicó, mirando sus manos
mientras jugaba con sus dedos en su regazo.
—No —dijo—. Esa es una respuesta para una pregunta diferen-
te. ¿Por qué estás tú aquí esta noche?
Encontró su mirada, un brillo travieso en sus ojos, y se encontró
a si mismo desesperado por perseguirla, ese destello de desafío, esa
pizca de pasión.
—Parecía rebelde en ese momento —respondió nalmente.
—¿Y ahora no estas tan segura?
—Oh, estoy segura de que es rebelde —dijo mientras sus dedos
trazaron la mesa de eltro. La mirada de Hades los siguió y pensó en
cómo le gustaría que sus dedos explorarán su piel. Después de un
momento, levanto su mirada—. Simplemente no estoy segura de có-
mo me sentiré al respecto mañana.
Eso le hizo sentir curiosidad.
—¿Contra quién te estas rebelando?
Su sonrisa fue como una echa en su pecho, devastadora, secreta
y emocionante.
—Dijiste una pregunta.
—Eso dije.
Bien jugado, querida. Pensó el con una sonrisa.
Ella se estremeció de nuevo.
—¿Tienes frío?
—¿Qué? —Se sorprendió con la pregunta.
—Has estado temblando mucho desde que te sentaste.
Se sonrojó, inquieta bajo su mirada de nuevo, y luego soltó.
—¿Quién era esa mujer que estaba contigo antes?
Frunció el ceño, pero entonces recordó.
—Oh, Menta. Ella siempre pone sus manos en donde no pertene-
cen.
Palideció, y él se dio cuenta de que había dicho algo incorrecto.
—Yo… creo que debería irme.
No.
No habían hablado lo su ciente. No sabía su nombre, y quería
enseñarle, quería enseñarle tantas cosas. Antes de saber lo que esta-
ba haciendo, su mano estaba sobre la de ella y algo volátil estalló
entre ellos, provocando un jadeo en sus perfectos labios. Lo empujó
rápidamente.
—No —dijo, pero salió como una orden, y ella lo miro.
—¿Disculpa?
—Lo que quiero decir es que todavía no te he enseñado a jugar.
—Bajó el tono de su voz, forzando la salida de la histeria que le ca-
usó alcanzarla—. Permíteme.
Por favor.
Ella miró a otro lado, y él pensó que podría salir corriendo. Con-
fía en mí, quería rogar, aunque sabía que era una cosa ridícula para
decir. Era la última persona en la que debía con ar.
Finalmente, pareció resolverlo y se relajó, bajó sus pestañas y
habló con el tono más erótico que él había escuchado.
—Entonces enséñame.
Lo haré. Todo, pensó.
Barajó las cartas y le explicó el juego.
—Esto es póquer. Jugaremos a sacar cinco cartas y comenzare-
mos con una apuesta.
—Pero no tengo nada con que apostar —dijo, mirándose a sí
misma.
Tomaría felizmente el vestido.
—Entonces, una pregunta respondida. Si gano, responderás a
cualquier pregunta que te haga, y si ganas, responderé la tuya.
Ella hizo una mueca, pero su expresión parecía estar en con icto
con su cuerpo, porque cuando habló, se inclinó hacia él. El aire entre
ellos era espeso, y Hades encontró respirar algo difícil.
—Trato.
Extasiado, continúo explicando el juego.
—Hay diez niveles en póker. La más baja es la carta más alta y la
más alta es la escalera real. La meta es lograr un nivel más alto al del
otro jugador… —explicó—. Si te dan una mala mano, retírate. Es me-
jor que la alternativa. Revisar y arrastrar aplicaría si estuviéramos
jugando con monedas, pero como nuestras monedas son respuestas,
el punto es discutible. Aunque la habilidad más importante en póker
es farolear.
—¿Farolear? —Eso pareció llamar su atención.
—A veces, el póquer es solo un juego de engaño… Especialmen-
te cuando estás perdiendo.
Hades repartió cada una de las cinco cartas, y se tomaron su ti-
empo revisándolas. Finalmente, la mujer colocó abajo sus cartas, bo-
ca arriba, y Hades hizo lo mismo.
—Tienes un par de reinas —dijo—. Y yo tengo un Full House.
—Así que… tú ganas. —No se veía más molesta que contempla-
tiva. Tratando de recordar las reglas del juego. Hades, por otro lado,
estaba impaciente, y saltó ante la posibilidad de hacer su pregunta.
—¿Contra quién te estás rebelando?
Sonrió ampliamente.
—Mi madre.
Levantó una ceja.
—¿Por qué?
—Tendrás que ganar otra mano si voy a responder.
Estaba demasiado ansioso. Cuando ganó por segunda vez, no tu-
vo que hacer la pregunta, solo la miró expectante.
—Porque… —Se detuvo, y sus ojos se movieron lejos de él, enfo-
cándose en la mesa delante de ellos, frunciendo las cejas. Estaba bus-
cando una respuesta. Para evadir decirle la verdad, entendió Hades.
Sonrió forzadamente mientras dijo—: Me hizo enojar.
Había una pizca de oscuridad en sus palabras, y él quería perse-
guir ese momento. Fue la primera vez que sintió que se estaba conte-
niendo. Esperó por una explicación, pero solo sonrió.
—Nunca dijiste que la respuesta tenía que ser detallada.
Su sonrisa igualó la suya.
—Anotado para el futuro, te lo aseguro.
—¿El futuro?
—Bueno, espero que esta no sea la última vez que juguemos al
póquer.
Especialmente ahora. Que ella estaba enseñándole cómo pensaba
y trabajaba, y él estaría más preparado en el próximo juego. No sería
capaz de cortar las esquinas tan fácilmente. Los términos serian de-
tallados, las apuestas más altas.
Su expresión se volvió cautelosa, y tuvo la sensación de que no
tenía planeado volver a verle después de esa noche.
Algo saltó dentro de él, una emoción parecida al miedo.
Tengo que verla de nuevo. Voy a enloquecer.
Empujó lejos esos pensamientos. Termina el juego, se dijo, repartió
otra mano y ganó.
—¿Por qué estás enojada con tu madre? —preguntó.
Ella lució pensativa por un momento, y luego dijo:
—Porque… quiere que sea algo que no puedo ser.
¿Qué fue eso que sentí sobre la super cie? Su verdadera naturaleza,
¿desesperada por ser libre?
Su mirada cayó a las cartas.
—No entiendo por qué la gente hace eso.
Inclinó la cabeza.
—¿No estás disfrutando de nuestro juego?
—Sí. Pero… no entiendo por qué la gente juega contra Hades.
¿Por qué quieren venderle su alma?
¿Alguna vez has estado desesperada por algo? Quería preguntar, pe-
ro sabía la respuesta. Podía sentirlo ardiendo entre ellos.
—No aceptan un juego porque quieren vender su alma —dijo—.
Lo hacen porque creen que pueden ganar.
—¿Ellos? ¿Ganan?
—A veces.
—Eso le enoja, ¿no crees?
Frunció los labios con la pregunta, y el miedo apretó su pecho.
Esta mujer tenía conexiones con Deméter, lo que quería decir que es-
cuchó las peores cosas sobre él. Si tenía alguna esperanza por de-
construir el mito que habían levantado a su alrededor, tendría que
pasar tiempo con ella, y eso signi caba que necesita saber quién era,
así que respondió su pregunta sinceramente.
—Querida, yo gano de cualquier manera.
Sus ojos se abrieron, y se levantó rápidamente, casi derribando
su silla. Nunca había visto a nadie tan ansioso por dejar su compa-
ñía. Su nombre se deslizó de su boca como una maldición.
—Hades.
Se estremeció. Dilo de nuevo, quería ordenarle, pero mantuvo la
boca cerrada. Sus ojos se oscurecieron y presiono juntos los labios.
La mirada en su rostro lo perseguiría para siempre. Estaba sorpren-
dida, asustada y avergonzada.
Se equivocó. Lo leyó en su rostro.
—Tengo que irme.
Se giró, huyendo de él como si la misma muerte hubiera venido
por su alma.
Pensó en perseguirla, pero sabía que no importaba si la seguía o
no. Regresaría. Había perdido contra él, y la había marcado.
Tragó el resto de su whisky y sonrió.
Quizás la apuesta con Afrodita no era tan imposible después de
todo.
—Camino más corto, bene cios más rápidos —murmuro.
Capítulo IV
Jodidas Moiras

—Milord. —La voz de Menta lo sacó de su ensoñación—. Su pri-


mera cita ha llegado.
Mierda. De nitivamente estaba en el espacio mental equivocado
para hacer otro trato. Frunció el ceño y fue a beber de su vaso, pero
se dio cuenta de que estaba vacío. Cuando miró a la ninfa, su ceja se
arqueó.
—¿Enamorado, milord? —Su voz destilaba juicio.
—Sí —dijo. No vio ninguna razón para mentir—. Lo estoy.
La conmoción de Menta se registró en sus ojos cuando se abri-
eron, luego sus labios se fruncieron.
—La desesperación no es atractiva, Hades.
—Tampoco los celos —respondió, empujando el vaso vacío en
sus manos.
Ella frunció el ceño.
—¿Dónde está el mortal?
Sus ojos brillaron cuando respondió:
—En la suite Diamante.
Al nal de la noche, Hades había ganado tres contratos. Dos
hombres en busca de riqueza, uno joven y otro anciano, y una mujer
en busca de amor. Todos enfrentaban ahora el desafío de superar lo
que más agobiaba sus almas.
El más joven de los dos buscaba reestablecer sus fondos univer-
sitarios, que había agotado para apoyar su adicción a la cocaína.
Tendría que dejar su hábito antes de que Hades le concediera su de-
seo. El anciano buscaba pagar la quimioterapia de su esposa, ¿y la
mayor carga para su alma? La había estado engañando antes de su
diagnóstico. Los términos de Hades eran que tenía que aclarar el
asunto.
La mujer pidió amor, o, mejor dicho, pidió que un hombre espe-
cí co se enamorara de ella. Un compañero de trabajo por el que ha-
bía estado languideciendo durante años.
Era una solicitud que Hades escuchaba a menudo y que nunca
podría conceder.
Estaba sentada frente a Hades, luciendo desesperada y cansada,
y cuando miró su alma, vio que estaba tan entrelazada con el homb-
re que amaba, que ya no se parecía a su verdadero yo. Era una mara-
ña de enredaderas, estropeadas por espinas, que se habían vuelto
a ladas tras años de rechazo.
—Cambie sus términos —aconsejó.
Entrecerró los ojos y apretó los dientes, atreviéndose a alzar la
voz.
—¡Pero es él a quien quiero!
Era la segunda vez que había escuchado esa súplica esta noche, y
en ambas ocasiones había sido mentira.
—No puedo hacer que otro mortal te ame —dijo Hades—. O pi-
des amor o nada.
Ella lo miró jamente durante un tiempo, tratando de contener
las lágrimas, antes de acceder. Supuso que había decidido que, al -
nal, era mejor ser amada por alguien. Excepto que no ganaba su ju-
ego, y tras su pérdida, Hades encontró su mirada aterrorizada y llo-
rosa.
—Cesa este deseo inútil por tu compañero de trabajo —dijo Ha-
des.
Ella lo fulminó con la mirada.
—No puedo simplemente… dejar de amarlo.
—Debes encontrar una manera —dijo—. Quizás cuando lo ha-
gas, tus ojos se abrirán a un nuevo amor.
Hades comenzó a ponerse en pie.
—¿Nunca has estado enamorado? —preguntó, y cuando hizo
una pausa, sus ojos se abrieron al darse cuenta—. No lo has estado.
Hades apretó los labios.
—Cuidado, mortal. Esta vida es fugaz. Tu existencia en el Infra-
mundo dura una eternidad.
Empezó a levantarse de nuevo y la mujer le agarró la mano.
—¡Por favor! ¡No lo entiendes! ¡No puedo elegir a quien amo!
Hades apartó la mano.
—Desperdicias tus palabras y sentimientos, mortal.
Podría haber dicho más. Podría haberle explicado que su amor
por este hombre indiferente hacía que se resintiera, que en el mo-
mento en que decidiera liberarlo de sus afectos, su vida sería mejor,
pero sabía que no lo escucharía, por lo que no habló. En cambio, de-
sapareció, retirándose al Inframundo.
Pero no para descansar.
Se teletransportó a la Biblioteca de las Almas, ubicada en el pala-
cio de espejos de las Moiras. Hades les había regalado a las tres di-
osas una parte de su reino, una isla que otaba en el éter del Infra-
mundo. Era inaccesible para todos menos para él, y las Moiras no
podían dejarlo.
Una jaula dorada, la había llamado Láquesis.
Una prisión glori cada, exclamó Cloto.
Una celda con espejos, dijo Átropos.
Las Moiras podrían haber elegido describirlo como una jaula,
una celda o una prisión, pero sabían tan bien como Hades que estaba
construida según sus especi caciones y para su protección.
—¿Preferirían vivir entre las almas y deidades del Inframundo?
—les preguntaba cada vez que se quejaban—. Las apedrearían y yo
no los detendría.
A ninguna de ellas le gustaba su respuesta, y habían respondido
exigiéndole que cambiara los jardines fuera del palacio, una petición
que hacían a menudo y que él obedecía.
No había ventanas en la biblioteca, salvo por un techo aboveda-
do de cristal que dejaba entrar una luz grisácea. Las paredes eran lib-
rerías del suelo al techo, llenas de tomos encuadernados en terciope-
lo negro. Cada volumen detallaba la vida de cada ser humano, cri-
atura y dios.
Hades extendió la mano y llamó a Deméter, la Diosa de la Cosec-
ha. El libro se le acercó y aterrizó en sus manos con un ruido sordo.
Al abrirlo, una proyección de hilos ilustraba una línea de tiempo
desde el nacimiento de la diosa hasta el presente, que podía leerse o
verse como una película.
Hades eligió mirar, siguiendo su hilo desde su nacimiento des-
gastado por la batalla hasta su existencia vengativa después de los
Titanes, hasta la creación de su culto nutritivo, hasta que su hilo se
bifurcó, lo que signi ca la creación de otro hilo de vida.
—Muéstrame a quién pertenece este hilo —dijo, y el oro se rom-
pió hasta formar la imagen de la chica de Nevernight.
Mientras Hades la miraba, su pecho se tensó.
No era de extrañar que oliera a Deméter, era su hija.
—¿Tienes curiosidad por tu futura reina? —Láquesis apareció,
vestida de blanco, con el rostro enmarcado por largos cabellos oscu-
ros y la cabeza coronada de oro. Era la hermana mediana y, en su
mano, sostenía una vara de oro con la que medía la vida mortal.
Futura reina. Las palabras lo estremecieron y tuvo que apretar los
dientes para no reaccionar.
—¿Su nombre? —preguntó Hades.
No apartó la mirada de su brillante imagen.
—Se llama Perséfone —respondió Láquesis.
Perséfone, pronunció su nombre, probándolo en su lengua, sorp-
rendido de lo bien que se sentía, lo perfecto que sonaba.
—La Diosa de la Primavera.
La mirada de Hades se volvió hacia la parca. Sus ojos oscuros le
devolvieron la mirada, sin fondo, sin emociones.
—Te burlas de mí.
Diosa de la Primavera, Diosa del Renacimiento, Diosa de la Vida.
¿Cómo podía una hija de la primavera convertirse en la esposa de la
muerte?
—Siempre sospechoso, Hades —dijo Cloto, apareciendo de la
nada. La más joven de las tres Moiras, no se veía diferente a Láqu-
esis, vestida y coronada de oro—. Quizás deseamos recompensar a
nuestro dios favorito.
—No les gustan los dioses —respondió Hades.
—No nos desagradas, al menos.
—Me siento alagado —espetó.
—Si no estás satisfecho, destejeremos el hilo —dijo Átropos, apa-
reciendo ante Hades y arrebatándole el libro de las manos. Era la
mayor y todavía no se veía diferente a sus hermanas, vestida de rojo
sangre, un par de odiosas tijeras de oro colgaban de una cadena alre-
dedor de su cuello.
Hades las miró a las tres.
—Las conozco bien, Moiras —dijo, dirigiéndose a todas ellas a la
vez—. ¿A quién están castigando?
Intercambiaron una mirada. Finalmente, Cloto respondió:
—Deméter suplicó por una hija.
—Un deseo que fue concedido —dijo Láquesis.
—Tú eres el precio que debe pagar —agregó Átropos.
—Soy un castigo —declaró Hades.
Las Moiras eran conscientes del odio de Deméter por Hades. Ha-
bía tenido razón cuando sospechó de un truco.
—Si es así como quieres verlo —dijo Cloto.
—Pero nos gusta pensar en ello de manera diferente —dijo Lá-
quesis.
—Es el precio que cobramos por nuestro favor —explicó Átro-
pos.
Así funcionaban las Moiras, y los dioses no eran inmunes.
—¿Deméter es consciente? —preguntó Hades.
—Por supuesto. No tenemos la costumbre de guardar secretos,
lord Hades.
Hades se quedó en silencio. Si Deméter estaba al tanto, no era de
extrañar que nunca hubiera oído hablar de la Diosa de la Primavera.
—Piensan en castigar a Deméter, pero en realidad están casti-
gando a Perséfone —dijo Hades.
La ironía no pasó desapercibida para él, porque le había hecho lo
mismo. Estaba obligada a través de su trato, el mejor trato que había
hecho en su vida, porque al nal, ella no tenía que amarlo. Miles de
mortales y Divinos por igual tenían destinos tejidos por las Moiras.
Pero no garantizaba una unión amorosa, y una entre él y la hija de
Deméter era aún menos probable.
Láquesis entrecerró los ojos.
—¿Tienes miedo, Hades?
El dios las fulminó con la mirada y las tres Moiras se rieron.
—Podemos tejer los hilos del destino, milord, pero tú conservas
el control sobre cómo se desarrolla tu futuro. —Cloto desapareció.
—¿Dominarás tu relación como gobiernas tu reino? —Láquesis
desapareció.
—¿O te deleitarás con el caos? —Átropos se desvaneció.
Y cuando estuvo solo, su risa alegre se hizo eco a su alrededor.
¿Nunca has estado enamorado?
Las palabras de la mortal volvieron a él, enterrándose bajo su pi-
el como un parásito.
No, nunca había estado enamorado, y ahora siempre se pregun-
taría… ¿Lo habría elegido Perséfone si le hubieran dado la libertad?

q
Abandonó la mansión de las Moiras y se encontró fuera de la ca-
baña de Hécate. La Diosa de la Brujería residió durante mucho tiem-
po en el Inframundo. Hades le había permitido establecerse donde
quisiera, y había elegido un valle oscuro para construir su cabaña cu-
bierta de parras. Después, pasó meses cultivando una gran cantidad
de solanáceas venenosas.
Hades simplemente levantó una ceja cuando descubrió lo que
había hecho.
—No njas que mis venenos no podrían ser útiles, Hades.
—No he tenido esos pensamientos —había respondido.
Hades sonrió al recordarlo. Desde entonces, Hécate se había con-
vertido en su con dente, probablemente en su mejor amiga.
Estaba fuera, de pie bajo un parche de luz de luna que se ltraba
a través de una abertura en el dosel de los árboles. Al principio, la
diosa había elogiado su capacidad para crear lo que ella llamaba una
noche encantada, pero no era de extrañar. Hades era un dios nacido
de la oscuridad. Era lo que mejor conocía.
—¿Qué te preocupa, mi rey? —preguntó mientras se acercaba—.
¿Es Menta? ¿Puedo sugerir lejía para remediar la situación? Es bas-
tante doloroso cuando se ingiere.
Hades arqueó una ceja.
—¿Ya tienes pensamientos asesinos, Hécate? Aún no es medi-
odía.
Sonrió.
—Soy más creativa por la noche.
Hades se rio entre dientes y ambos cayeron en un cómodo silen-
cio. Hades, perdido en sus propios pensamientos. Hécate, mirando a
la luna. Después de un momento, ella le preguntó de nuevo:
—¿Qué te preocupa?
—Las Moiras —dijo.
—Oh, las mejores amigas. ¿Qué han hecho?
—Me han dado una esposa —dijo, levantando ambas cejas—. La
hija de Deméter.
Hécate se rio y rápidamente se tapó la boca con la mano ante la
mirada arqueada de Hades.
—L… lo siento —dijo, y se aclaró la garganta, recomponiéndose
—. ¿Es horrible?
—No —dijo Hades—. Esa es probablemente la peor parte. Ella es
hermosa.
—Entonces, ¿por qué estás tan triste?
Hades explicó la trayectoria de su noche en la menor cantidad de
palabras posible: el trato de Afrodita, ver a Perséfone por primera
vez, darse cuenta de que su reacción primaria para reclamarla era
inusual y descubrir el hilo que los conectaba.
—Deberías haber visto cómo me miró cuando se dio cuenta de
quién era. Estaba horrorizada.
—Dudo que estuviera horrorizada —dijo Hécate—. Sorprendida,
tal vez, tal vez incluso morti cada si sus pensamientos fueron como
los tuyos.
Hécate lo miró con complicidad, pero Hades no estaba tan segu-
ro. Hécate no había estado allí.
—Nunca te he visto retractarte de un desafío, Hades.
—No lo he hecho —dijo. Había hecho lo contrario: esencialmen-
te, la había atado a él durante los siguientes seis meses.
Hécate esperó a que se explicara.
—Jugó conmigo.
—¿Qué?
—Me invitó a su mesa para un juego y perdió —explicó Hades.
Mañana por la mañana, su marca aparecería en la piel de Persé-
fone, y cuando regresara, le ofrecería los términos de su contrato. Si
fallaba, sería una residente del Inframundo para siempre.
—Hades, no lo hiciste.
Solo miró a la diosa bruja.
—Es la Ley Divina —dijo.
Hécate lo fulminó con la mirada, sabiendo que eso no era cierto.
Hades podría haber elegido dejarla ir sin exigir su tiempo, y había
elegido no hacerlo. Si las Moiras iban a conectarlos, ¿por qué no to-
mar el control?
—¿No quieres su amor? ¿Por qué la obligarías a rmar un cont-
rato?
Después de un momento, admitió en voz alta:
—Porque no pensé que volvería.
No miró a Hécate, pero su silencio le dijo que sentía lástima por
él, y odiaba eso.
—¿Qué le vas a pedir? —preguntó.
—Lo que les pido a todos —dijo.
Desa aría las inseguridades de su alma. Al nal, crearía una re-
ina o un monstruo. No sabía cuál.
—¿Cómo te sientes cuando la miras? —preguntó Hécate.
A Hades no le gustaba esa pregunta, o tal vez no le gustaba su
respuesta, pero habló con sinceridad, no obstante.
—Como si hubiera desatado el caos.
Hécate sonrió.
—Ya puedo decir que me va a gustar. —Entonces sus ojos brilla-
ron divertidos—. Debes decirle a Menta que te casarás cuando yo es-
té presente. ¡Se pondrá furiosa!
Capítulo V
Contrato sellado

Hades se encontró en el Tártaro.


Al comienzo de su reinado, venía aquí con más frecuencia que
cualquier otro lugar de su reino. La era posterior a la derrota de los
Titanes había sido una época oscura. Nacido de la guerra, Hades no
conocía nada más que sangre y dolor, pero no había pasado su tiem-
po en el Tártaro por un deseo de existir con lo familiar. Lo hizo con
el deseo de castigar a los responsables de su oscuro comienzo: los Ti-
tanes.
Con el tiempo, lo había necesitado cada vez menos.
En raras ocasiones, todavía llegaba a canalizar la rabia residual.
Esta noche no era diferente.
Estaba de pie en su o cina, una habitación cavernosa pero mo-
derna en la cima de una de las montañas del Tártaro. Se veía como
una cámara de tortura, sus paredes cubiertas con armas que Hades
había usado en muchos humanos y humanoides desafortunados que
se encontraban restringidos ante él, muchos de ellos guardando sec-
retos, incluso en la otra vida. Parte del suelo era de vidrio, y desde
este espacio elevado, Hades miraba hacia abajo, nivel tras nivel de
tortura.
Con los años, la prisión había evolucionado. Había comenzado
bajo tierra, con niveles que abarcaban kilómetros y kilómetros, todos
dedicados a castigar los crímenes más perversos y torturar almas de
formas absurdas: con viento, lluvia helada y fuego, y las sentencias
más e cientes de as xia con alquitrán, águilas y buitres comiéndose
hígados y la carne arrancada de los cuerpos con dientes a lados co-
mo navajas.
Si bien esas formas de tortura aún existían, Hades evolucionó
con el mundo de arriba, tallando montañas y creando celdas aisladas
para diversas formas de tortura psicológica. Cualquiera que fuera la
variedad, a Hades solo le importaba que produjera el mismo resulta-
do: sufrimiento.
Hades tomó una botella de whisky de su escritorio y bebió un
trago antes de chasquear los dedos, convocando un alma. El hombre
era el que Sísifo había matado a tiros en el patio de su pesquería.
Isidore Angelos.
Tenía las manos unidas en su espalda y las piernas atadas. Su
barbilla descansaba contra su pecho. Estaba dormido.
Las almas tendían a continuar en el Inframundo como lo hici-
eron en el Mundo Superior, lo que signi caba que se apegaban a la
rutina, aunque no la necesitaban.
El sueño era un ejemplo de esto.
—Bueno, ¿no es guapo? —dijo Hermes, apareciendo en la o cina
de Hades.
El Dios del Engaño a menudo iba y venía de su reino, habiendo
asumido el papel de psicopompo, un guía para las almas, hace sig-
los. Hades lo miró. El dios estaba en su forma divina, dorado y lla-
mativo. Tenía grandes alas blancas y un par de cuernos cortos que
asomaban por un lado de su cabeza, casi invisibles entre sus rizos.
Sus ojos dorados evaluaron al mortal.
—No te comas con los ojos a los prisioneros, Hermes —dijo Ha-
des.
—¿Qué? Puedo apreciar la belleza.
—¿Con tu historial? No. Tiendes a olvidar lo que hay debajo de
la piel.
—También tiendo a tener sexo alucinante —dijo Hermes, suspi-
rando—. Es un sacri cio que estoy dispuesto a hacer.
Ante eso, Hades se alejó del dios, puso los ojos en blanco y agitó
el líquido en su botella antes de tomar otro trago.
—Quizás si te acostaras con alguien con más frecuencia, no sen-
tirías la necesidad de torturar a tus sujetos —dijo Hermes.
Hades rechinó los dientes, algo que había hecho todo el día. Ma-
ñana le dolería la mandíbula. Las palabras de Hermes lo frustraron
por dos razones: que el dios sintiera la necesidad de comentar su vi-
da sexual y porque sus pensamientos se dirigieron a la hermosa Per-
séfone.
Sintió una tensión en la ingle que casi lo hizo gemir.
—¿Alguien te ha dicho alguna vez que podrías necesitar terapia?
—preguntó Hermes—. Porque estoy bastante seguro de que torturar
a la gente es un signo de psicopatía.
Hades miró a Hermes, que ahora sostenía una picana para gana-
do. De repente, se encendió, haciendo un terrible clic. El dios gritó y
lo dejó caer inmediatamente.
Hades arqueó una ceja. A veces, era difícil recordar que Hermes
era en realidad un hábil guerrero.
—¿Qué? —desa ó—. ¡Eso me asustó!
Hades arrancó la picana del suelo y se volvió hacia el hombre
llamado Isidore que estaba sentado en el centro de su o cina, luego
dijo:
—Despierta.
La cabeza del hombre colgaba y sus ojos se abrieron y cerraron,
pesados por la fatiga.
Hades esperó mientras el mortal se familiarizaba con su entorno,
solo habló cuando vio reconocimiento en su rostro.
—Bienvenido a mi reino —dijo Hades.
Los ojos de Isidore se agrandaron.
—¿Estoy… estoy en el Tártaro?
Hades no respondió. En cambio, dijo:
—Eres un impío.
Los impíos eran mortales e inmortales por igual, que rechazaron
a los dioses cuando llegaron a la Tierra durante el Gran Descenso
por varias razones: algunos se sentían abandonados, algunos sentían
que los dioses eran hipócritas, otros ya no deseaban ser gobernados.
Al nal, los dos bandos fueron a la guerra, los impíos y los eles.
Hades no estaba ansioso por unirse a la lucha; después de todo, no
importaba a qué lado se uniera, su reino crecería de cualquier mane-
ra.
—Y un miembro leal de Tríada —agregó Hades.
Tríada era un grupo de mortales impíos que se oponían a los di-
oses, exigiendo justicia, libre albedrío y libertad. Se llamaban a sí
mismos activistas, los olímpicos los llamaban terroristas.
—¿Tr… Tríada? ¿Qué te hace pensar que soy miembro de Trí-
ada?
Miró al hombre por un momento. No le gustaba responder pre-
guntas, en realidad no le gustaba hablar en absoluto, pero responde-
ría a esto, ya que podría evitar que el hombre intentara seguir minti-
endo.
—Tres razones —dijo Hades—. Uno, tartamudeas cuando mien-
tes. En segundo lugar, incluso si no tartamudearas cuando lo haces,
puedo sentir las mentiras. Las tuyas son amargas y saben a ceniza,
una marca de tu alma. En tercer lugar, si no deseas publicitar tu leal-
tad, no debes tatuártelo en la piel.
Hades notó cómo los ojos del hombre se desviaron hacia su bra-
zo derecho donde estaba entintado el triángulo, el símbolo del Trí-
ada.
—Entonces, ¿me torturarás por mi lealtad?
—Te torturaré por tus crímenes —dijo Hades—. El hecho de que
seas miembro de Tríada es simplemente una ventaja.
Isidore lanzó un grito gutural cuando Hades empujó la picana
en su costado. El olor a carne quemada le llenó la nariz. Después de
unos segundos, se apartó. La espalda del mortal estaba arqueada, su
respiración entrecortada.
—¡Dioses, Hades! ¿Realmente tienes que hacer esto? —preguntó
Hermes, pero no hizo ningún movimiento para cubrirse los ojos o
incluso parecer disgustado.
—No njas que no has torturado a un mortal, Hermes. Todos lo
hacemos de manera diferente —escupió Hades. Cuando la picana
volvió a encenderse, el hombre miró a Hades y desa ó.
—Me han torturado antes.
Hades sonrió con malicia.
—No yo.
La picana fue solo el comienzo de la tortura de Isidore. Hades
pasó de la electrocución al fuego, incendiando el suelo bajo los pies
del hombre, manteniéndolo con vida mientras las llamas lamían su
piel. Gritó, inhalando humo, lo que le hizo toser hasta que le salió
sangre por la boca.
En algún momento, Hades apagó las llamas con su magia, y en
el silencio posterior, Hermes habló.
—Estás muy jodido, Hades.
—Ustedes. —La voz de Isidore ronca, su pecho subía y bajaba
lentamente—. Creen que son intocables porque son dioses.
—Esa es exactamente la razón por la que somos intocables —dijo
Hermes.
Hades levantó la mano, silenciando al Dios de la Travesura.
—No sabes lo que viene —agregó Isidore, con la voz hueca. Su
cabeza colgaba hacia un lado ya no mirando a Hades, si no a la pa-
red. El dios agarró el rostro carbonizado del mortal para que lo mira-
ra.
—Um, Hades… —comenzó a decir Hermes.
—¿Qué viene? —exigió Hades.
—Guerra —respondió el hombre.
q
Era casi mediodía y Hades aún no había dormido. Sentía los ojos
como papel de lija y la voz de Hermes le raspaba los oídos. El dios lo
había seguido de regreso a su palacio y ahora caminaba a su lado
mientras se dirigía a su dormitorio. Hades tomó un trago de la botel-
la que había traído de su o cina en el Tártaro.
—Podrías haberme dicho que lo estabas torturando para obtener
información —se quejó Hermes.
—¿Estás diciendo que, si te lo hubiera dicho, te habrías absteni-
do de decirme lo jodido que estoy? —preguntó Hades.
Hermes abrió la boca para responder, pero Hades habló en su lu-
gar, una rara ocasión.
—Tríada se está reorganizando. Necesito tus ojos y tus oídos.
Hermes se rio.
—En realidad no… les tienes miedo, ¿verdad?
—Fuimos a la guerra con Tríada, Hermes. Podría volver a suce-
der. No subestimes a los mortales desesperados por la libertad.
Hermes entrecerró los ojos.
—Parece que simpatizas con ellos.
Hades se encontró con la mirada del dios y respondió como si-
empre hacía:
—Lo que es malo para uno es la lucha por la libertad para otro.
Lo había dicho antes y lo volvería a decir. El problema que tenía
con Tríada eran las vidas inocentes que se llevaban con ellos durante
su pelea.
—No dejes que tu arrogancia te ciegue, Hermes.
Esta vez, cuando Hades se dirigió hacia sus aposentos, el dios no
lo siguió.
Tan pronto como estuvo dentro de su habitación, suspiró, presi-
onando los dedos contra su sien. Hacía mucho que no le dolía la ca-
beza, pero ese día era interminable. Hades cruzó la habitación hasta
la chimenea y se terminó el whisky. Miró la botella vacía, contemp-
lando los acontecimientos del día, de ayer. Había negociado, asesina-
do y torturado.
Estaba seguro de que su futura esposa desaprobaría todas las co-
sas.
Futura esposa.
Malditas Moiras.
Hades arrojó la botella y se hizo añicos contra la pared de már-
mol negro.
Voy a tener que dejar de romper cosas cuando ella llegue, pensó, y lu-
ego se regañó por sonar tan… esperanzado.
Suspiró enojado y se dirigió hacia su cama, a ojándose la corba-
ta. Sus ojos habían comenzado a arder. Necesitaba dormir. En cuesti-
ón de horas, tenía que volver a levantarse. Tenía otra cita importante
que concertar. Esta en su propio territorio, Iniquity, un exclusivo
club donde lo peor de la sociedad se reunía bajo su protección y go-
bierno.
Justo cuando retiraba las mantas, sonó un golpe en la puerta.
—Vete —dijo, pensando que sería Menta.
En cambio, respondió la voz de Ilias.
—Oh, creo que querrás escuchar esto, milord.
Hades suspiró.
—¿Sí?
Ilias entró, arqueando una oscura ceja y sonriendo con ironía.
—No hay descanso para los malvados. La mujer de anoche está
fuera de Nevernight peleando con Duncan. Ha puesto sus manos
sobre ella. Será mejor que te des prisa.
Hades no pudo describir la sensación que lo invadió, pero era
como si todo dentro de él se hubiera congelado por un segundo: su
sangre no se apresuraba, su corazón no latía, sus pulmones no se ex-
pandían.
Tan rápido como el hielo entró en sus venas, desapareció, reemp-
lazado por una furia al rojo vivo.
—¿Por qué no lo dijiste antes? —espetó antes de teletransportar-
se a la entrada de Nevernight.
Al otro lado de la puerta, una voz familiar amenazó:
—Soy Perséfone, Diosa de la Primavera, y si quieres mantener tu
miserable vida, me obedecerás.
Hades abrió la puerta. Se sintió frenético hasta que sus ojos se
posaron en la diosa, y luego quedó atónito.
Estaba de pie en la mediocre acera, bajo el sol demasiado brillan-
te, despojada de su glamour humano. Los cuernos de cudú blancos
brotaban de su cabello salvaje y, a pesar de su altura, no podía evitar
pensar en lo pequeña que parecía. Le gustaba verla de esa manera.
Se sentía íntimo de alguna manera, porque sabía que la estaba vien-
do. Esta era Perséfone, la diosa que sería su reina, y ella lo era todo.
No lo miró a los ojos, pero de nitivamente sus ojos estaban jos
en él, siguiendo su gura con una intensidad en su expresión que no
podía ubicar, pero quería entender.
A pesar de sentir que no tenía control sobre su cuerpo, sus emo-
ciones, o su magia, se recompuso lo mejor que pudo y habló.
—Lady Perséfone. —Su título se sintió pesado en su lengua, y
ante sus palabras lo miró a los ojos y, nuevamente, se sorprendió por
sus ojos brillantes, tan salvajes como los ríos del Tártaro y tan verdes
como el Campo de Asfódelos. Algo cambió en su compostura cuan-
do lo miró. Enderezó los hombros y levantó la barbilla.
—Lord Hades.
Se dirigió a él formalmente y asintió. No estaba seguro de qué
era lo que no le gustaba: el hecho de que hubiera usado su título, o
su lenguaje corporal ceremonial. Frunció el ceño, pero no pudo pen-
sar mucho en el tema, porque Duncan llamó su atención.
—Milord. —El ogro cayó de rodillas y bajó la cabeza—. No sabía
que era una diosa. Acepto el castigo por mis acciones.
—¿Castigo? —se hizo eco Perséfone. Cruzó los brazos sobre el
pecho como si se sintiera incómoda con la idea. Hades apretó los di-
entes, la misma furia que lo había vencido en el Inframundo volvió a
arder.
—Puse mis manos sobre una diosa —dijo Duncan.
—Y una mujer, además —agregó Hades con tristeza.
Duncan se equivocaba. Su inminente castigo no tenía nada que
ver con el hecho de que había tocado a alguien de sangre Divina, era
porque había herido a una mujer. Hades no toleraba la violencia
contra mujeres o niños. De hecho, lo odiaba tanto, que había un nivel
especial en el Tártaro para los responsables de semejantes crímenes,
y sus castigos eran repartidos por las propias Furias, las tres temidas
Diosas de la Venganza, Némesis, la Diosa de la Retribución y Hécate,
quien se encargaba de castigar personalmente a los abusadores.
Ningún humano o humanoide era excusado, ya fuera trabajador
de Hades o no.
—Me ocuparé de ti más tarde —prometió Hades—. Ahora, lady
Perséfone.
Se hizo a un lado, dejando espacio para que ella entrara a Never-
night. No vaciló como pensó que haría, entrando en la oscuridad de
su club como si fuera su dueña. Cerró la puerta detrás de ella y, por
un momento, quedaron atrapados juntos, el aroma de su magia se
entrelazó y abrumó. Hades reconoció la rigidez en la postura de Per-
séfone, porque se había quedado igual de quieto. Su reacción lo rela-
jó, probablemente porque encontraba esperanza en la idea de que la
afectaba de la misma manera.
Consideró desa ar lo que se estaba construyendo entre ellos,
acercándose y apartando su reluciente cabello de su cuello. Práctica-
mente podía escuchar su respiración temblorosa mientras presiona-
ba como un beso su suave piel. ¿Entonces se derretiría en sus brazos?
¿O pelearía?
Se acercó. No creía que fuera posible, pero se puso aún más rígi-
da, con la espalda erguida. Estaba tensa, una víbora lista para atacar.
Era un mordisco que soportaría de buena gana, y se inclinó, su man-
díbula rozó un lado de su rostro, sus labios tocaron su oreja.
—Estás llena de sorpresas, querida.
Se dio cuenta de que era demasiado arrogante, no estaba prepa-
rado para la reacción de su cuerpo hacia ella. Su olor se hundió en su
piel, encendiendo su sangre. Se puso pesado y duro al pensar en en-
volver su brazo alrededor de su cintura, acercándola a él, consumi-
éndola.
Mierda.
Una respiración audible lo devolvió a la realidad, y antes que el-
la pudiera enfrentarlo, estaba abriendo la puerta interior a Never-
night y rompiendo el extraño hechizo entre ellos.
—Después de ti, diosa.
Ella parpadeó, y él notó la confusión en su expresión. Quizás
creía que lo que acababa de experimentar era una ilusión. Casi espe-
raba que huyera, pero nuevamente, esa chispa de desafío entró en
sus ojos. Mantuvo su mirada mientras pasaba junto a él, tanto un de-
safío como una burla.
La siguió y la vio acercarse al balcón, escaneando con los ojos el
piso de abajo. Se preguntó qué estaba buscando, pero no preguntó,
solo esperó hasta que lo miró y continuó bajando las escaleras.
Sus tacones resonaron mientras la seguía, y así fue como supo
que había dejado de moverse, porque el club se quedó en silencio.
—¿A dónde vamos? —preguntó. Había sospecha en su voz, y se
recordó que, porque hubiera entrado a Nevernight voluntariamente,
no quería decir que sintiera con anza.
Hades hizo una pausa, volviéndose para mirarla.
No debería haber mirado atrás. Casi lo hizo cuestionar lo que es-
taba haciendo, atrayendo a esta hermosa diosa más profundo en su
reino.
—Mi o cina —dijo—. Me imagino que cualquier cosa que tengas
que decirme exige privacidad.
Ella arqueó una ceja, mirando el espacio vacío.
—Esto parece bastante privado.
—No lo es. —Se giró y subió las escaleras, complacido cuando
escuchó el clic de sus tacones siguiéndolo.
En lo alto de las escaleras, se volvió hacia su o cina y abrió una
de las dos grandes puertas que llevaban uno de sus símbolos en oro,
un bidente, entrelazado con enredaderas y ores. Cuando se volvió
hacia Perséfone, todavía estaba a unos metros de distancia. Su dis-
tancia lo frustraba.
—¿Va a dudar a cada paso, lady Perséfone?
Ella frunció el ceño.
—Solo estaba admirando su decoración, lord Hades. No me di
cuenta de esto anoche.
—Las puertas de mis habitaciones a menudo están veladas du-
rante el horario comercial —respondió, y luego señaló la puerta abi-
erta—. ¿Pasamos?
Levantó la barbilla y pasó junto a él. La siguió mientras se movía
por el suelo de mármol negro y se familiarizaba con su o cina, con
los ojos jos primero en la pared de ventanas que daban al suelo del
club. Era una característica común en la mayoría de sus o cinas, una
forma de observar desde arriba. A pesar del calor exterior, Hades
mantenía el fuego encendido en su chimenea. Le gustaba el fuego, le
gustaba la forma en que bailaban las llamas, le gustaba mirarlo des-
de su escritorio de obsidiana, pero rara vez usaba la sala de estar dis-
puesta frente a él. Quizás lo haría hoy, e invitaría a la Diosa de la Pri-
mavera a sentarse.
Pero eso parecía demasiado cortés, y Hades tenía la sensación de
que fuera lo que fuera lo que la diosa había venido a decir, era cual-
quier cosa menos cortés.
Cuando cerró la puerta, ella volvió a ponerse rígida. Fue enton-
ces cuando se dio cuenta de que debería haber hecho más para ase-
gurarle que estaba a salvo con él después de su horrible interacción
con Duncan. Se movió ruidosamente por el suelo, sin querer asustar-
la, y se detuvo frente a ella, los ojos buscando su rostro, rozando sus
labios, antes de caer a su cuello. Su piel perfecta estaba enrojecida
por el agarre del ogro.
Hizo falta todo lo que estaba en su poder para quedarse donde
estaba y no teletransportarse al Inframundo para torturar a Duncan.
La anticipación es parte del tormento, se recordó.
Alargó la mano hacia ella, queriendo curar esas marcas en su pi-
el, pero ella agarró su brazo. Sus miradas se encontraron.
—¿Estás herida? —preguntó.
—No —susurró ella.
Había algo íntimo en este intercambio. Tal vez era su proximi-
dad, a centímetros el uno del otro, piel tocando piel. Después de un
momento, asintió y liberó el brazo de su agarre. Cruzó la habitación,
necesitando la distancia para no hacer algo estúpido. Como besarla.
El olor de la magia de Deméter le alertó de que estaba a punto de
aumentar su glamour.
—Oh, es un poco tarde para ser modesta, ¿no crees? —preguntó,
apoyándose en su escritorio, sacándose la corbata del cuello. No le
gustaba la forma en que se sentía contra su piel, como una restricci-
ón, pero el movimiento atrajo su mirada y reconoció el hambre en
sus ojos porque él también lo sentía. En lo profundo de sus entrañas.
—¿Interrumpí algo?
Su tono era casi acusatorio y él consideró cuestionar sus celos,
pero pensó en contra. En cambio, sus labios se curvaron mientras
explicaba:
—Estaba a punto de irme a la cama cuando te escuché exigiendo
la entrada a mi club. Imagina mi sorpresa cuando encuentro a la di-
osa de anoche en mi puerta.
Ella frunció el ceño.
—¿Te lo dijo la gorgona?
Luchó contra el impulso de sonreír ante su frustración.
—No. Euryale no lo hizo. Reconocí tu magia como la de Demé-
ter, pero no eres Deméter. —Inclinó la cabeza, estudiándola como si
hubiera estudiado su imagen en la Biblioteca de las Almas—. Cuan-
do te fuiste, consulté algunos textos. Había olvidado que Deméter te-
nía una hija. Supuse que eras Perséfone. La pregunta es, ¿por qué no
estás usando tu propia magia?
—¿Es por eso que hiciste esto? —preguntó, quitándose un espan-
toso juego de brazaletes de su muñeca y levantando su brazo, donde
una banda de puntos negros marcaba su piel.
Notó que había evitado responder a su pregunta. No importaba,
volvería a eso. En cambio, se centró en la marca de su piel, su marca,
y sonrió.
—No. Ese es el resultado de perder contra mí.
—Me estabas enseñando a jugar.
—Semántica. —Se encogió de hombros—. Las reglas de Never-
night son muy claras, diosa.
—Son todo menos claras. —Levantó las manos y lo señaló—. ¡Y
tú eres un idiota!
Se apartó de su escritorio, acechando hacia ella. Había una parte
de él que quería exigir respeto, una parte que quería recordarle que
era el rey del Inframundo, Dios de los Muertos, pero cuando se acer-
có, recordó quién era ella: Perséfone, Diosa de la Primavera, su futu-
ra reina. El pensamiento lo calmó y, sin embargo, ella debió haber
visto algo más destellando en sus ojos, porque dio un paso atrás.
—No me insultes, Perséfone —dijo, agarrando su muñeca suave-
mente. Sintió una extraña energía entre ellos mientras restablecía su
conexión. Trazó la sombra que estropeaba su piel y ella se estremeció
bajo sus manos.
—Cuando me invitaste a tu mesa, llegaste a un acuerdo. Si hubi-
eras ganado, podrías haberte ido de Nevernight sin exigencias de ti-
empo. Pero no lo hiciste, y ahora tenemos un contrato.
Podría darle libertad. Las palabras entraron en su cabeza, espontá-
neamente, nacidas de sus pensamientos anteriores, y de repente se
sintió abrumado por la culpa. Era cierto que no existía la Ley Divina,
por lo que podía dejarla ir.
Pero mientras la miraba, vio debajo de su hermoso exterior y ob-
servó su alma por lo que era: una diosa poderosa, enjaulada en du-
das y miedo. Esta era la razón por la que usaba la magia de su mad-
re, porque la suya estaba encerrada, inactiva.
Cuanto más miraba, más profundo caía. Era embriagadora y su
magia olía a rosas dulces, glicinas y algo completamente pecamino-
so. Su propia magia se elevó, deseando enredarse con la de ella. Qu-
ería sacarlo de ella, convencerla de que se liberara.
Mierda, mierda, mierda.
No estaba seguro de lo que ella vio en su expresión, pero notó la
forma en que su garganta se contrajo cuando tragó, y pensó que le
gustaría besarla allí, sentirla estremecerse bajo su toque.
Ella habló, sus palabras gotearon con ira contenida.
—¿Y qué signi ca eso?
—Signi ca que debo elegir los términos —dijo él, seguro.
De repente, este trato había adquirido un signi cado completa-
mente nuevo para él. Arrancaría los barrotes alrededor de su cuerpo,
la liberaría de esta jaula de odio construida por él mismo, y, al nal,
si no lo amaba, al menos sería libre.
—No quiero tener un contrato contigo —dijo entre dientes, sus
hermosos ojos brillando—. ¡Quítalo!
—No puedo.
No lo haré, pensó.
—Si lo pones allí, lo puedes quitar.
Sus labios se crisparon. No debería encontrar humor en su difícil
situación. Sabía que esto era angustioso, sabía que no entendería por
qué tenía que pasar. Aun así, sonrió porque se mostraba desa ante,
porque le gustaba su fuego y frustración.
—¿Crees que es gracioso? —exigió ella.
—Oh, querida, no tienes ni idea.
—Soy una diosa. Somos iguales.
Dijo las palabras, pero sabía que no las creía.
—¿Crees que nuestra sangre cambia el hecho de que voluntari-
amente celebraste un contrato conmigo? Estas cosas son la ley, Persé-
fone. —Ella lo fulminó con la mirada—. La marca se disolverá cuan-
do se haya cumplido el contrato.
—¿Y cuáles son tus condiciones?
Consideró lo que había visto de su alma. Era una mujer que equ-
iparaba la Divinidad con el poder. Era el núcleo de su inseguridad y
era lo que él desa aría. Por n habló.
—Crea vida en el Inframundo.
Sus ojos se agrandaron y palideció, la imposibilidad de las pa-
labras que él había dicho se registró rápidamente. Sus dedos se apre-
taron alrededor de su muñeca.
—¿Qué?
—Crea vida en el Inframundo —dijo de nuevo—. Tienes seis me-
ses. Si fallas o te niegas, te convertirás en un residente permanente
del Inframundo.
—¿Quieres que cultive un jardín en tu reino?
Hizo una mueca. Ella ya había decidido que solo había una for-
ma de cumplir el trato, y era a través del poder que no tenía… toda-
vía.
Se encogió de hombros.
—Supongo que es una forma de crear vida.
Era una pista que no captó. En cambio, ella lo miró.
—Si me llevas al Inframundo, te enfrentarás a la ira de mi madre.
—Oh, estoy seguro —re exionó, imaginándolo ahora, y, sin em-
bargo, era el precio que Deméter pagaría, primero por negociar con
las Moiras y segundo por ocultarle a Perséfone. Se preguntaba cuán-
do vendría a buscarlo la Diosa de la Cosecha—. Al igual que sentirás
su ira cuando descubra lo que has hecho tan imprudentemente.
Odiaba haber dicho esas palabras, y consideró tranquilizarla di-
ciéndole que la protegería de su madre, pero luego Perséfone se en-
derezó, lo miró a los ojos y aceptó su desafío.
—Bien. ¿Cuándo empiezo?
Casi sonrió.
—Ven mañana. Te mostraré el camino al Inframundo.
—Tendrá que ser después de clases —dijo.
Sus cejas se juntaron.
—¿Clases?
—Soy estudiante en la Universidad de Nueva Atenas.
Era un ejemplo de lo mucho que no sabía sobre esta mujer y sin-
tió curiosidad. ¿Qué estaba estudiando? ¿Cuánto tiempo había estado en
la universidad? ¿Dónde había estado viviendo antes de Nueva Atenas?
¿Qué le había enseñado Deméter sobre lo Divino?
Todas las cosas las aprenderé con el tiempo, se recordó.
—Después de… clases, entonces.
Se miraron el uno al otro durante un largo momento, todavía to-
cándose, todavía invadiendo el espacio del otro, y descubrió que es-
taba contento con esto, el silencio, la sensación de su energía, porque
hacía que su pecho se sintiera más ligero.
—¿Qué hay de tu portero? —preguntó de repente.
Hades frunció el ceño y bajó las cejas.
—¿Qué pasa con él?
—Preferiría que no me recuerde de esta forma. —Se llevó la ma-
no a los cuernos y los ojos de Hades la siguieron. Eran hermosos, ele-
gantemente torcidos en puntas a ladas, pero cuando los miró, desa-
parecieron de su vista, cubiertos por el glamour que Perséfone había
invocado. Sus ojos, de nuevo, se posaron en los de ella.
—Borraré su recuerdo… después de que sea castigado por el trato
que te ha dado —prometió.
—No sabía que era una diosa —dijo.
No vengas en su ayuda, quiso decir. No merece tu amabilidad.
—Pero sabía que eras una mujer, y dejó que su ira se apoderara
de él. Así que será castigado.
Y disfrutaré el proceso a fondo.
—¿Cuánto me costará?
Volvió a concentrarse en ella, en sus espesas pestañas, sus ojos
hipnóticos y su boca sensual.
—Inteligente, querida. Sabes cómo funciona esto. ¿El castigo?
Nada. ¿Su recuerdo? Un favor.
—No me llames querida —espetó, y él arqueó una ceja ante su re-
pentina frustración. Quizás creía que se estaba sintiendo demasiado
cómoda demasiado rápido—. ¿Qué tipo de favor?
—Lo que quiera —dijo—. Para ser utilizado en el futuro.
Ella entrecerró los ojos, escéptica ante su solicitud, y debería es-
tarlo. Los favores más peligrosos eran los que no se especi caban, y
si estaba de acuerdo, le daría una idea de cuánto sabía realmente
sobre lo que signi caba ser Divino.
—Trato.
Nada, pensó. Ella no sabe nada en absoluto. Le dio más que curiosi-
dad. ¿Cómo podía Deméter dejar que su hija entrara en un mundo
gobernado por lo Divino y que no supiera nada de ellos? Tenía que
saber que, tarde o temprano, Perséfone encontraría su camino hacia
este mundo.
A pesar de sus pensamientos preocupantes, Hades le sonrió.
—Haré que mi chofer te lleve a casa.
—Eso no es necesario.
—Lo es —insistió.
Hades no tenía la costumbre de con ar en el mundo. Sabía de-
masiado sobre lo que quedaba debajo de su super cie.
—Bien —espetó.
Frunció el ceño. Probablemente estaba más que lista para irse,
excepto que él no estaba listo para verla partir. No tras su último
pensamiento.
Mantenla a salvo, pensó mientras la agarraba por los hombros,
cerrando el espacio entre ellos. La había desequilibrado y sus dedos
apretaron la parte delantera de su camisa, las uñas rasparon su pec-
ho. Presionó sus labios contra su frente, y el calor de su piel se preci-
pitó al fondo de su estómago, haciendo que su polla palpitara y sus
pensamientos se volvieran caóticos. Quería inclinar su cabeza hacia
la suya, besar su boca y saborear su lengua.
Concéntrate en la tarea, se dijo enojado, y le otorgó su favor. En la
antigüedad, los dioses favorecían a los héroes griegos, les proporci-
onaban armas especiales y ayuda durante la batalla y, en raras ocasi-
ones, incluso una segunda oportunidad en la vida. En la moderni-
dad, el favor podría signi car cualquier cosa: acceso a clubes exclusi-
vos, riqueza insuperable o protección contra daños.
Hades le ofreció a Perséfone lo último, junto con el acceso a su
reino. La liberó del beso. A centímetros de distancia, ella lo miró.
—¿Por qué fue eso? —susurró ella.
Hades sonrió, pasando un dedo por su acalorada mejilla.
—Para tu bene cio. La próxima vez, la puerta se abrirá para ti.
Pre ero que no enojes a Duncan. Si te vuelve a lastimar, tendré que
matarlo, y es difícil encontrar un buen ogro.
—Lord Hades —interrumpió la voz de Menta—. Tánatos te está
buscando, ¡oh!
La presencia de la ninfa lo frustraba, porque signi caba que Per-
séfone ya no lo miraba. Trató de apartarse, pero Hades la abrazó con
más fuerza, negándose a soltarla.
—No sabía que tenías compañía —dijo Menta, con la voz llena
de juicio. Quizás Hécate tenía razón cuando le sugirió que hablara a
Menta sobre su futura esposa.
—Un minuto, Menta —dijo Hades sin mirarla.
Cuando se fue, la mirada de Perséfone volvió a la de él y la estu-
dió con los labios apretados.
—No has respondido a mi pregunta. ¿Por qué estás usando la
magia de tu madre?
Quería ver si admitía lo que ya sabía, que no tenía magia propia.
En cambio, lo sorprendió sonriendo.
—Lord Hades —dijo, su voz entrecortada y sensual. Pasó un de-
do por su pecho y el movimiento despertó su deseo por ella una vez
más. Iba a tener que encontrar la liberación por su propia mano des-
pués de esto. No podía soportarlo. ¿Ella conocía su poder?—. La úni-
ca forma en que recibirás respuestas es si decido hacer otra apuesta
contigo y, en este momento, no es probable.
Luego tomó las solapas de su chaqueta y las enderezó antes de
inclinarse, como había hecho antes en el vestíbulo, y susurró:
—Creo que te arrepentirás de esto, Hades.
Sus ojos se posaron en la or de polianto rojo en el bolsillo de la
chaqueta de su traje, y mientras la acariciaba con los dedos, los péta-
los se marchitaron.
Capítulo VI
Un alma por un alma

Hades escolto a Perséfone abajo. Quería asegurarse de que acep-


tara el viaje a casa que le ofreció y presentarle a Antoni, su conduc-
tor.
El ciclope esperó pacientemente, vestido con traje negro y corba-
ta. Cuando vio a Perséfone, sonrió, sus ojos se iluminaron.
—Lady Perséfone —dijo—. Este es Antoni. Él se asegurará de
que llegues a casa a salvo.
Sabía que el ciclope cuidaría de ella, pero sintió la necesidad de
hacer su punto sosteniendo la mirada de Antoni mientras hablaba.
Ella es importante.
—¿Estoy en peligro, milord?
La pregunta atrajo su atención, y la encontró mirándolo. Dejan-
do de lado el tono sarcástico en su voz, sintió su malestar.
Nadie te hará daño, quiso decir, pero esas palabras solo aumenta-
rían su miedo. En realidad, Hades solo era sobreprotector. Quizá te-
nía algo que ver con el mortal que torturó anoche, el hombre que ha-
bía amenazado con la guerra desde Tríada.
—Solo una precaución —le aseguro—. No quisiera que tu madre
golpeara mi puerta antes de tener una razón para hacerlo.
Se miraron el uno al otro durante un rato antes que Antoni se ac-
larara la garganta y abriera la puerta del auto. Ambos le miraron, e
hizo un gesto hacia el auto.
—Miladi —ofreció.
—Milord —dijo Perséfone, su título en esa voz tranquila y sin
aliento. Lo hizo pensar en otras cosas, algo como, cómo sonaría si di-
jera su nombre mientras encontraba su liberación bajo él.
Ella giró y se deslizó en el interior del auto. Mientras Antoni cer-
raba la puerta, miró a Hades. Conocía esa mirada. Era la de me lo vas
a agradecer después, pero Hades no estaba tan seguro. Si Antoni no
hubiera abierto su boca, podría haber besado a la diosa de nuevo de
la manera que quería en su o cina.
Pero tal vez eso era lo que el ciclope estaba diciendo, porque Ha-
des no estaba seguro de querer dejar ir a Perséfone por segunda vez.
Observó su Lexus negro alejarse por la calle.
—Espero que sepas lo que estás haciendo —dijo Menta, recos-
tándose en el marco de la puerta detrás de él. Había estado escuc-
hando a escondidas en el vestíbulo mientras él veía cómo marchaba
Perséfone.
Hades mantuvo sus ojos en al auto; estaba en un carril de giro,
casi fuera de la vista.
—¿Qué crees que estoy haciendo?
—Alentándola —dijo Menta—. Si no eres cuidadoso, se va a ena-
morar de ti.
Se alegró de no estar mirando a la ninfa, porque una sonrisa cur-
vó sus labios.
El Lexus nalmente salió de la vista, y Hades se giró para mirar
a Menta. Sus rasgos estaban arrugados y fruncidos, en parte por el
brillo del sol, y en parte por su juicio hirviente.
—¿Tánatos me estaba buscando, o estabas espiando? —pregun-
tó, re riéndose a su intrusión en la o cina.
—¿Por qué cada vez que te atrapo haciendo algo que no deberí-
as, me convierto repentinamente en una espía?
A Hades no le gustaron sus palabras. La ninfa pretendía que su
rol como asistente de alguna manera signi caba que era su cuidado-
ra.
—¿Y qué no debería estar haciendo, Menta?
La ninfa cruzó los brazos sobre su pecho.
—Dime, Hades. ¿La habrías besado si no hubiera aparecido?
—No la besé —respondió. Los ojos de la ninfa se abrieron y se
entrecerraron mientras continuó—: Si viste algo que te disgustó,
Menta, te sugiero que en el futuro llames a la puerta.
—Tánatos te está esperando en el salón del trono —dijo antes de
girar en sus tacones y azotar la puerta tras de ella.
Suspiró y se teletransportó al Inframundo, donde se encontró
con Tánatos. El Dios de la Muerte era alto y delgado, con cabello ru-
bio blanquecino con un par de cuernos negros. A Hades le gustaba
Tánatos y con aba en él tanto como en Hécate. Era un dios rey, y se
ocupaba de las almas. Había sido uno de sus mayores defensores,
más rey para ellos de lo que Hades sería jamás.
Se inclinó cuando Hades apareció, sus grandes alas negras se
doblan en su espalda como una capa de seda.
—Milord —dijo cuando se enderezó, ojos azules se encontraron
con los suyos—. Tenemos un problema.
—¿Qué pasa?
—Las Moiras están montando un alboroto —explicó—. Las tij-
eras de Átropos se han roto.
Hades levantó una ceja.
—¿Roto?
Tánatos asintió.
—Es mejor que vengas.
Pavor se agrupó en el estómago de Hades, pero estuvo de acuer-
do y siguió a Tánatos a la isla de las Moiras. Encontró a las tres her-
manas en su sala de tejido.
En el centro de la habitación había un brillante globo blanco don-
de millones de hilos habían sido tejidos sobre la super cie como un
tapiz. Cada hilo representaba a una persona, un n, un destino que
habría cobrado existencia. Cloto empezaba el hilo de la vida, tejien-
do sobre la super cie del mapa, y cuando era lo su cientemente lar-
go, Láquesis comenzaba su trabajo, tejiendo en él un destino, cuando
Átropos arrancaba y enredaba hilos, determinaba la muerte de las al-
mas, cortando su línea de vida con sus tijeras.
Excepto que cuando Hades apareció, Cloto y Láquesis estaban
consolando a Átropos, quien lloraba y sollozaba sobre sus manos.
—¡Tienes que arreglar esto, Hades! —gritó Cloto.
—¡Mis tijeras! ¡Mis hermosas tijeras! —sollozó Átropos.
—No puedo ayudar si no sé qué fue lo que pasó —dijo Hades,
frustrado con las tres.
—¿No escuchaste? —se quejó Láquesis.
—¡Las tijeras de Átropos están rotas! —señaló Cloto.
—¿Cómo? —preguntó Hades a través de sus dientes, sus dedos
apretados en puños. Estaba perdiendo su paciencia, una cualidad
peligrosa cuando te acercas a las Moiras. Hades sabía que tenía que
manejar esto cuidadosamente, o se encontraría a su merced.
—¿Átropos? —preguntó Hades.
A la Moira le tomó un momento calmarse. Entonces, habló, sus
oscuros ojos rojos por el llanto.
—Elegí un hilo del globo, elegir y tejer una muerte, y cuando fui
a cortar el hilo, no sirvió. Traté de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, y
de nuevo, hasta que mis tijeras se rompieron.
Su voz tembló y empezó a sollozar de nuevo, un lloriqueo hor-
rible que perforó los oídos de Hades y le molestó. Tomó aire y lo sos-
tuvo hasta que se sintió menos homicida.
—¿El hilo de quién? —preguntó a continuación.
Llorando y sollozando, Átropos miró de nuevo a Hades, su mi-
rada feroz y salvaje. Reconoció la feroz mirada, era la mirada de una
diosa, lista para vengarse.
—¡Es un mortal que busca engañar a la muerte! —se mofó—. Sí-
sifo de Ephyra.
Hades frunció el ceño con el nombre, y un sentimiento oscuro
crepitó en su pecho. El mortal de la pesquería. No le sorprendió que el
hombre hubiera encontrado la manera de desa ar a las Moiras. Te-
nía conexiones en el bajo mundo de Nueva Grecia, al igual que en la
Tríada. Probablemente probó diferentes opciones: pociones mágicas,
hechizos lanzados por magos, mortales que practicaban la magia os-
cura, incluso reliquias, hasta que encontró algo que funciono.
—¡Arregla esto, Hades! —exclamó Cloto.
—¡Encuéntralo! —chilló Láquesis.
—¡Arregla esto, encuéntralo, Hades! —dijo Átropos—. ¡O elimi-
naremos a la Diosa de la Primavera de tu vida!
—Sí —sisearon todas al unisonó—. ¡O eliminaremos a la Diosa
de la Primavera de tu vida!
Entonces están llamando a una guerra.
Los ojos de Hades brillaron, y casi verbaliza el pensamiento, la
promesa que estaba haciendo, cuando las hermanas comenzaron a
gritar.
Le tomó un momento descubrir porqué, pero nalmente descub-
rió la fuente de su agonía. Un hilo se había levantado de la super cie
del globo entre ellos y se desintegró, y no había duda de que era la
voluntad de las Moiras.
Un alma por un alma, pensó Hades. El universo tenía balance, inc-
luso en contra de la voluntad de los dioses.
—Tánatos —dijo Hades, dirigiéndose al Dios de la Muerte. Era
una orden—. Llévanos con esa alma moribunda.
El dios obedeció y los dos aparecieron en el mundo superior, fu-
era de un viejo edi cio de apartamentos en el Distrito de Macedonia.
Hades reconoció el olor de la muerte de inmediato, a lado, sucio
y tangible. Era una fragancia que nunca olvidaría, una que dividía su
mente y lo enviaba de vuelta a sus años tempranos en el sangriento
campo de batalla, donde tuvo que conocer las variadas esencias de la
decadencia.
Intercambió una mirada con Tánatos. Debían haber llegado tar-
de.
Hades tocó la puerta y abrió. Dentro descansaba un hombre. Es-
taba desplomado en el suelo, bocabajo con sus brazos extendidos.
Era casi como si hubiera entrado a su casa y colapsó, sin vida.
—No iba a morir hasta dentro de un año —dijo Tánatos. Quién
no estaba incomodo con mortales muriendo de manera inesperada,
esas muertes eran orquestadas por Átropos.
Y alguien le había negado ese derecho.
Hades miró el cuerpo sin vida por un largo tiempo. El hombre
era joven, pero su rostro estaba lleno de cicatrices y costras, y había
marcas y moretones en sus brazos.
Evangeline, pensó el dios sombríamente.
—¿Nombre? —preguntó Hades.
—Alexander Sotir —dijo Tánatos—. Treinta y tres años.
Hades frunció el ceño. Una punzada en su pecho lo cogió fuera
de guardia, pero lo reconoció por lo que era, tristeza. Le hubiera gus-
tado ayudar a este hombre a superar su adicción.
—Hades —dijo Tánatos—. Mira.
Cambió su mirada del cuerpo a Tánatos y a las marcas negras en
el suelo. Estaban húmedas y parecían marcas de arrastre. Hades las
siguió, y lo que encontró en el rincón de la habitación lo enfureció.
Era el alma de Alexander, y descansaba a los pies de Hades en
posición fetal, derrotada y rota. Lucía más como un esqueleto que
como un humano. La piel era como una membrana, ennegrecida co-
mo alquitrán. El estado del alma le dijo dos cosas sobre cómo había
muerto; había sido traumático y antinatural.
Hades había visto algunas almas en este estado, y sabía que no
tenían esperanza. Esta alma no tenía oportunidad de curar, ninguna
oportunidad de reencarnarse.
Este era su n.
—Contacta con Ilias —instruyó a Tánatos—. Quiero conocer la
conexión de Sísifo con este hombre.
—Sí, milord —dijo Tánatos—. Quiere que…
—Yo me hago cargo de él —dijo rápidamente.
—Muy bien. —Asintió y desapareció, dejando solo a Hades con
el alma.
El dios estuvo de pie allí por un momento, incapaz de moverse.
No tenía duda de que esto seguiría sucediendo. ¿Podría cada muerte
romper un alma? ¿Podría cada muerte tejer otro hilo que lo desco-
nectase de su futura reina?
Solo tenía certeza de una cosa, iba a encontrar a Sísifo y desgar-
rar su alma él mismo.
Se agachó y recogió el alma en sus brazos, transportándolo a los
campos Elíseos. A pesar de la pesadez del día, aquí había paz en el
silencio, en la manera en que el viento movía la hierba dorada. Había
un espacio reservado para sanar, y aunque Hades sabía que el alma
de Alexander nunca se recuperaría de su horrible n, intentaría dar-
le el mejor nal.
Debajo del brillante cielo azul, Hades dejó el alma bajo las hojas
de un árbol de granada con frutas maduras.
—Descansa en paz —dijo, y un segundo después, la sombra se
transformó en una franja de amapolas rojas.

q
Hades cambió la paz de los Elíseos por el horror del Tártaro,
transportándose a esa parte, llamada afectuosamente La Caverna. Era
la parte más antigua de su reino, rodeado de formaciones rocosas,
relucientes, cortinas y charcos de agua helada. La belleza natural es-
taba estropeada por las desesperadas las de almas torturadas aquí;
parte de la miseria eran los ecos de los llantos que resonaban a través
de los grandes techos.
Se acercó a una de las losas de piedra, donde Duncan estaba esti-
rado, manos y pies encadenados. Había sido desnudado, y un trapo
cubría su ingle. Su pecho subía y bajaba rápidamente, una marca de
su miedo. Su texturada piel estaba cubierta de sudor. Giró su cabeza
y se encontró con la mirada de Hades, pequeños ojos desesperados.
—Milord, lo siento mucho. Por favor…
—Colocaste tus manos sobre una mujer —dijo Hades, cortándo-
lo—. Una que no te causó daño, salvo por algunas palabras amargas.
—¡No volverá a pasar! —rogó el ogro, luchando contra sus rest-
ricciones mientras la histeria se instalaba.
Los labios de Hades se curvaron en una sonrisa diabólica.
—Oh, de eso estoy seguro —respondió mientras una cuchilla
negra se manifestaba en su mano. El Dios del Inframundo se inclinó
sobre el ogro, presionando la hoja en su bulboso estómago—. Verás,
la diosa a la que tocaste, la que intentaste ahogar, a la que le dejaste
una marca, va a ser mi esposa.
Justo cuando Duncan gritó su último desaire, Hades hundió el
cuchillo en el estómago del ogro.
—¡No lo sabía! —lloró Duncan.
Hades hundió más el cuchillo, cortando profundo con la intenci-
ón de exponer el hígado de la criatura convocando a los buitres a
darse un festín, pero mientras más repetía Duncan que no lo sabía, no
lo sabía, más furioso se ponía Hades. Entre más pensaba en Perséfo-
ne, ágil e impotente, suspendida por la garganta en la mano del og-
ro, su ira orecía. Hundió la cuchilla en el estómago del ogro, una,
dos, y luego una y otra vez, hasta que ya no habló, hasta que la sang-
re salió de su boca. Hasta que estuvo muerto.
Por último, Hades cortó sus manos. Y cuando terminó, dio un
paso atrás, respirando fuerte, con su rostro salpicado de sangre.
Esto no había sido una tortura.
Estaba matando.
Soltó la cuchilla como si lo hubiera quemado y levantó sus ma-
nos hasta su nuca. Cerró los ojos y tomó respiraciones profundas
hasta que se calmó otra vez. Estaba loco, enfermo y violento. ¿Cómo
pudo creer que un día merecería el amor?
El pensamiento era cómico, y su esperanza egoísta.
Y sabía que la única forma de mantener a Perséfone era que nun-
ca descubriera este lado de él. El que ansiaba brutalidad y sed de
sangre.

q
Más tarde en la noche, Tánatos encontró a Hades en su o cina y
le ofreció un bulto envuelto en tela blanca.
—Las tijeras de Átropos —dijo.
Hades se las llevaría a Hefesto, el Dios del Fuego, para que pudi-
era restaurarlas.
Ambos estaban en silencio, perdidos en sus pensamientos.
Después de un momento, el Dios de la Muerte hablo:
—¿Qué tipo de poder puede destruir la magia de las Moiras?
—La suya propia —respondió Hades.
Lo que signi caba que Sísifo de Ephyra encontró una reliquia.
Después de la Gran Guerra, carroñeros recolectaron cosas del
campo de batalla, piezas de escudos rotos, espadas, lanzas, telas…
Eran piezas que contenían residuos mágicos, piezas que todavía po-
seían un hilo si caían en las manos equivocadas. Hades trabajo por
años extrayendo reliquias que circulaban en el mercado negro, pero
había miles, y a veces se necesitaba un desastre para resolver quién
estaba en posesión de una.
Un desastre como Sísifo de Ephyra.
No podía permitir que el mortal le engañara y pusiera en peligro
su amor.
Más temprano, Ilias había dejado un documento que con rmaba
lo que Hades estaba sospechando, Alexander Sotir era un adicto a
Evangeline y tenía una deuda con su distribuidor, Sísifo, pero encont-
rar la conexión no serviría de nada hasta que Hades localizara al
mortal.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Tánatos.
—Visitar el Olimpo —respondió Hades con un estremecimiento.
Capítulo VII
Monte Olimpo

El Olimpo era una ciudad de mármol sobre una montaña. Era


brillante, hermoso y vasto. Varios pasillos angostos partían de un pa-
tio bordeado de estatuas de los Olímpicos, que conducían a casas y
tiendas donde vivían semidioses y sus sirvientes.
Como los dioses y el mundo de abajo, el Olimpo también había
evolucionado. Zeus había ordenado la instalación de un estadio y un
teatro además del gimnasio existente, donde los dioses se entrena-
ban y los mortales luchaban o actuaban para ellos. Era uno de los pa-
satiempos favoritos de Zeus, y una práctica que no había cambiado a
pesar de que el Dios del Trueno ahora vivía en la tierra.
Hades no se aventuraba a menudo al Olimpo. Incluso antes del
Gran Descenso, era un lugar que prefería evitar, al igual que prefería
evitar Olimpia, el nuevo Olimpo, pero había algunos dioses que aún
residían en las nubes, entre ellos Atenea, Hestia, Artemisa, y Helios.
Era a Helios al que quería ver: Helios, el Dios del Sol, uno de los
pocos titanes que no habitaba en el Tártaro.
Hades encontró a Helios descansando en la Torre del Sol, un
santuario hecho de mármol blanco y oro que se elevaba sobre los ot-
ros edi cios del Olimpo, un pilar que atravesaba las nubes. La super-
cie brillaba con su propia luz interna, como el sol que brilla sobre el
agua. Era la torre desde la que salía en su carro dorado de cuatro ca-
ballos por el cielo y donde regresaba por la noche.
El Titán descansaba en un trono de oro, con la cabeza apoyada
en el puño como si estuviera aburrido, no agotado por su trabajo. Es-
taba vestido con una túnica púrpura, y su cabello rubio blanquecino
caía en ondas sobre sus hombros, su cabeza coronada con la aureola
del sol.
Helios parpadeó lentamente hacia Hades, sus ojos del color del
ámbar entrecerrados.
—Hades —dijo, reconociéndolo con un asentimiento perezoso,
su voz profunda y resonante.
—Helios. —Hades inclinó la cabeza.
—Quieres saber dónde se esconde el mortal Sísifo.
Hades no dijo nada. No le sorprendió que Helios supiera por
qué había venido, era la razón por la que estaba aquí. Helios lo veía
todo, lo que signi caba que era testigo de todo lo que ocurría en la
tierra. La pregunta era, ¿había elegido prestar atención y elegiría
compartir con Hades ahora?
Helios era un idiota notorio.
—No se esconde. Lo veo ahora —dijo el dios.
—¿Dónde, Helios? —preguntó Hades entre dientes.
—En la tierra —respondió el Titán.
Dado que Helios había luchado del lado de los Olímpicos duran-
te la Gran Guerra, el Dios del Sol sentía que cualquier ayuda que of-
reciera después de su victoria era un favor, uno que no tenía que
otorgar si no quería.
—No estoy de humor para tus juegos —dijo Hades sombríamen-
te.
—Y no estoy de humor para visitas, pero todos debemos hacer
sacri cios.
Una punzada de ira lo atravesó, manifestándose en un conjunto
de púas negras que salieron de su mano. Los ojos de Helios se desvi-
aron allí y sonrió.
—Veo que sigues luchando contra la ira. ¿Cómo ocultarás tu ver-
dadera naturaleza a la hija de Deméter? ¿Encontrarás más almas pa-
ra torturar?
—Quizás empiece por tu hijo.
La boca de Helios se apretó. Su hijo, Faetón, había estado en el
Inframundo durante mucho tiempo. El niño ingenuo había intentado
conducir el carro de su padre y perdió el control de los caballos. Ze-
us lo derribó después de causar una gran destrucción en la tierra.
—Era un chico estúpido que hizo algo estúpido —dijo Helios,
desestimando la amenaza de Hades.
—Este mortal es un asesino, Helios —dijo Hades, intentándolo
de nuevo.
—¿No lo somos todos?
Hades lo fulminó con la mirada. Debería haber imaginado que la
apelación no funcionaría. Helios no tenía un sentido real de la injus-
ticia, después de haber ayudado a su nieta, Medea, a escapar a Co-
rinto tras matar a sus propios hijos.
—¿Es un trato lo que quieres? —preguntó Hades.
—Lo que quiero es que me dejen en paz —espetó Helios con más
vigor en sus palabras que cualquier cosa que hubiera dicho desde
que llegó Hades—. Si hubiera querido involucrarme en asuntos mor-
tales, habría descendido con el resto de ustedes.
—Y, sin embargo, usas su tierra para tu ganado —señaló Hades,
notando la sombra que pasó sobre los ojos ambarinos de Helios.
Había encontrado la debilidad del Titán.
—Quizás me equivoqué al poner mi mirada en tu hijo cuando te
preocupas más por tus animales.
Las manos de Helios se apretaron sobre los brazos de su trono.
Por primera vez desde que Hades llegó, el dios se enderezó.
Helios codiciaba su ganado, también llamado Bueyes del Sol.
Eran inmortales, y los mantenía en la isla de Sicilia, custodiados por
dos de sus hijas. Cualquiera que les hiciera daño incurriría a su ira.
Ulises y sus hombres lo habían aprendido por las malas.
Pero Hades no temía la ira de Helios, no cuando se trataba de un
mortal que se atrevía a burlar a la muerte, y no cuando se trataba de
enfrentarse al desmoronamiento de su destino con Perséfone.
—Pides sangre, Hades.
—Si me estás preguntando si sacri caré algunas cabezas de ga-
nado para conseguir lo que quiero, entonces sí, pido sangre —res-
pondió Hades—. Me deleitaré con la idea de tu agonía mientras me
siento en mi trono con cincuenta de tus vacas en el Inframundo.
Un tenso silencio siguió a la amenaza de Hades, y pudo ver y
sentir la ira de Helios. Le llegó a los ojos y aumentó la rabia entre el-
los, tan caliente como los rayos del sol.
—El hombre que buscas está siendo protegido por tu hermano.
Hades ya sabía que no era Zeus; el Dios del Trueno nunca prote-
gería a un mortal que hubiera violado una de sus leyes más codici-
adas.
—Poseidón —siseó Hades.
No se llevaba bien con ninguno de sus hermanos, pero si tenía
que elegir uno para sacri car, sería Poseidón. El Dios del Mar era ce-
loso, hambriento de poder y violento. No le gustaba compartir el po-
der sobre el Mundo Superior con Hades o Zeus, y había intentado
más de una vez derrocar al Rey de los Dioses, pero todos los intentos
habían fracasado.
—No molestarás a mi ganado —dijo Helios—. ¿Somos claros,
Hades?
Hades entrecerró los ojos, pero no dijo nada. Cuando se giró y
dejó la Torre del Sol, escuchó la llamada de Helios.
—¡Hades!

q
Regresó a su o cina en Nevernight. Consideró ir directamente a
Atlantis, la isla y el hogar de su hermano, y exigir saber dónde estaba
escondiendo a Sísifo, pero conocía a su hermano, sabía que la violen-
cia que se arremolinaba dentro de él era mayor que la ira que Hades
intentaba mantener a raya. Cualquier acusación dirigida a su herma-
no, incluso si era verdad, enfurecería al dios. Al nal del encuentro,
miles estarían muertos.
Hades no podía evitar pensar en el alma de Alexander, rota sin
remedio. Un alma tomada antes de tiempo era demasiado, y el dios
sabía que habría más como él si no actuaba rápido. Tenía que idear
un plan alternativo, algo que le diera la verdad que necesitaba para
evitar la destrucción. Sus ojos se posaron en el bulto blanco que ha-
bía sobre su escritorio: los visillos de Átropos.
Quizás Hefesto tendría una solución. Recogió el paquete en sus
manos y comenzó a teletransportarse cuando Menta llamó a su puer-
ta y la abrió, entrando en su o cina.
—Entrar antes de ser invitado frustra el propósito de llamar —
dijo Hades con fuerza, molesto por la interrupción—. Estoy ocupa-
do.
—Dígaselo a su nueva amiga —respondió Menta—. Está abajo.
Hades frunció el ceño.
—¿Perséfone está aquí?
No debía llegar hasta esta noche para su recorrido por el Infra-
mundo. Una extraña sensación se desplegó dentro de su pecho. Se
sentía emocionante, casi como una esperanza, pero cuando se acercó
a las ventanas que daban al piso de Nevernight, esos sentimientos se
oscurecieron. Perséfone había traído un compañero, un hombre al
que reconoció de inmediato como Adonis, el mortal favorito de Af-
rodita.
Sus ojos se oscurecieron.
—Te dije que esto pasaría —dijo Menta—. La animaste y ahora
cree que puede exigir una audiencia contigo. Le diré que estás… in-
dispuesto.
—No harás tal cosa. —La detuvo—. Tráemela.
Menta arqueó una ceja.
—¿El hombre también?
Estaba tratando de incitarlo, y funcionó, porque Hades no pudo
evitar responder con un silbido amargo.
—Sí.
Menta hizo un sonido extraño en el fondo de su garganta, algo
parecido a una risa, y luego se fue. La mirada de Hades volvió al pi-
so de abajo.
Perséfone estaba apartada de Adonis, con los brazos cruzados
sobre el pecho. A pesar de su audacia, quería verla, especialmente
después de la amenaza de las Moiras. Se estaría castigando si la en-
viaba lejos. Además, quería saber por qué había venido y traído a un
mortal con ella.
Cuando Menta apareció a la vista, se apartó de la ventana, se
sentó a un lado del bulto de Láquesis y se sirvió una copa. Si no tuvi-
era algo para distraerse, se pasearía, y preferiría no ilustrar el caos de
su mente en este momento.
Para cuando Menta regresó con Perséfone y Adonis a cuestas,
Hades se había colocado nuevamente cerca de las ventanas. Apenas
registró el acercamiento de Menta, porque sus ojos se habían jado
en su diosa en el momento en que entró en la habitación.
—Perséfone, milord —dijo Menta.
Estaba decidida. Podía verlo en su expresión, la forma en que su
cabeza estaba inclinada, sus labios apretados en una línea dura. Ha-
bía venido aquí por algo, y Hades se encontró ansioso por un mo-
mento en el que se le acercara con una sonrisa, sin reservas ni vacila-
ciones porque lo deseaba a él y nada más.
—Y… su amigo, Adonis —continuó Menta.
Con la mención del nombre del mortal, el humor de Hades se
ensombreció y miró a Adonis, cuyos ojos se abrieron como platos ba-
jo su escrutinio. Le pareció extraño que Afrodita tomara a este
hombre como amante, dada su atracción por Hefesto. Eran comple-
tamente opuestos: este mortal ajeno a los sufrimientos del mundo, su
piel era suave, su cabello brillante y no chamuscado por la fragua, su
rostro libre de barba incipiente, como si dejarse barba fuera una di -
cultad para él. Y luego estaba su alma.
Manipuladora, engañosa y abusiva.
Hades miró a Menta y asintió.
—Puedes irte, Menta. Gracias.
Con su salida, Hades se bebió el resto de su bebida y cruzó la ha-
bitación para volver a llenarla. No ofreció un vaso a ninguno de sus
dos visitantes ni los invitó a sentarse. No era cortés, pero no le inte-
resaba parecer agradable.
Habló una vez que su vaso estuvo lleno, apoyado contra su escri-
torio.
—¿A qué le debo esta… intrusión?
Los ojos de Perséfone se entrecerraron ante sus palabras y su to-
no, y levantó la cabeza. No era el único que luchaba por ser amigab-
le.
—Lord Hades —dijo, sacando un cuaderno de su bolso—. Ado-
nis y yo somos de Noticias Nueva Atenas. Hemos estado investigando
varias quejas sobre usted, y nos preguntamos si querría hacer algún
comentario.
Otra cosa que no sabía sobre su futura esposa: su ocupación.
Periodista.
Hades odiaba a los medios. Había gastado mucho dinero para
asegurarse de que nunca lo fotogra aran y se denegaban todas las
solicitudes de entrevista. No porque tuviera cosas que ocultar, aun-
que había muchas que prefería guardar para sí mismo, simplemente
sentía que se enfocaban en las cosas equivocadas, como el estado de
su negocio, cuando Hades prefería dar protagonismo a las organiza-
ciones que ayudaban a los perros, los niños y las personas sin hogar.
Se llevó el vaso a los labios y bebió un sorbo; era beber o mostrar
su enfado de una manera peor.
—Perséfone está investigando —dijo Adonis con una risa nervi-
osa—. Solo estoy aquí… por apoyo moral.
Cobarde, pensó Hades antes de concentrarse en el cuaderno que
Perséfone había sacado de su bolso. Asintió con la cabeza.
—¿Es esa una lista de mis delitos?
Estaría mintiendo si dijera que no esperaba esto. Era la hija de
Deméter; solo le habían contado lo peor de él. Lo sabía porque lo ha-
bía mirado con desprecio cuando descubrió quién era la noche del
juego de cartas.
Leyó algunos de los nombres de la lista: Cicero Sava, Damen Elias,
Tyrone Liakos, Chloe Bella. No podía saber qué signi caba para él es-
cuchar esos nombres o cómo lo hacía sentir. Le recordaba sus fraca-
sos. Cada uno era un mortal que había hecho un trato con él, a cada
uno se le había dado términos con la esperanza de superar el vicio
que agobiaba su alma, y cada uno había fracasado, resultando en su
muerte.
Se sintió aliviado cuando dejó de leer de la lista, pero luego miró
hacia arriba y preguntó:
—¿Se acuerda de esta gente?
Cada detalle de su rostro y cada preocupación de su alma.
Nuevamente, dio un sorbo a su bebida.
—Recuerdo cada alma.
—¿Y todas las apuestas?
Esta no era una conversación que quisiera tener, y no podía evi-
tar la frustración en su voz mientras hablaba, enojado porque estaba
sacando el tema.
—El punto, Perséfone. Ve al punto. No has tenido ningún prob-
lema con eso en el pasado, ¿por qué ahora?
Sus mejillas se sonrojaron, la tensión entre ellos creció, algo sóli-
do que él destruiría si pudiera. Hizo que le dolieran los pulmones y
que se le oprimiera el pecho.
—Aceptas ofrecer a los mortales lo que deseen si juegan contigo
y ganan.
Ella hizo que sonara como si fuera el agresor, como si los morta-
les no le suplicaran la oportunidad de jugar.
—No todos los mortales y no todos los deseos —dijo.
—Oh, perdóname, eres selectivo en las vidas que destruyes.
—Yo no destruyo vidas —dijo con fuerza. Ofrecía a los mortales
una forma de mejorar sus vidas, una vez que dejaban su o cina, no
tenía control sobre sus elecciones.
—¡Solo das a conocer los términos de tu contrato después de ha-
ber ganado! Eso es un engaño.
—Los términos son claros, los detalles son míos para determinar.
No es un engaño, como lo llamas. Es una apuesta.
—Desafías su vicio. Dejas al descubierto sus secretos más oscu-
ros…
—Desafío lo que está destruyendo su vida —la corrigió—. Es su
elección conquistar o sucumbir.
—¿Y cómo conoce su vicio? —preguntó.
Una sonrisa maliciosa cruzó el rostro de Hades, y, de repente,
pensó que entendía por qué estaba allí, por qué le estaba haciendo
esas acusaciones, porque ahora era una de sus jugadores.
—Veo el alma —dijo—. Lo que la agobia, lo que la corrompe, lo
que la destruye, y lo desafío.
—¡Eres el peor tipo de dios!
Hades se estremeció.
—Perséfone… —Adonis pronunció su nombre, pero su adver-
tencia se perdió por la reacción de Hades.
—Estoy ayudando a estos mortales —argumentó, dando un paso
deliberado hacia ella. No era culpa suya que no le gustara su respu-
esta.
Se inclinó hacia él, exigiendo.
—¿Cómo? ¿Ofreciendo un trato imposible? ¿Abstenerse de la
adicción o perder la vida? ¡Eso es absolutamente ridículo, Hades!
Sus ojos se habían iluminado, y notó que su dominio sobre el
glamour de su madre aqueaba cuanto más enojada estaba.
—He tenido éxito.
Lo sabría si no estuviera tan ansiosa por ver solo lo malo en él.
¿No era esa la marca de un buen periodista? ¿Comprender y entre-
vistar a ambos lados?
—¿Oh? ¿Y cuál es tu éxito? Supongo que no te importa, ya que
ganas de cualquier manera, ¿verdad? Todas las almas vienen a ti en
algún momento.
Se movió para acortar la distancia entre ellos, su frustración se
desbordó. Mientras lo hacía, Adonis se interpuso entre él y Perséfo-
ne, y Hades hizo lo que había querido hacer desde que el mortal ent-
ró en su o cina: lo paralizó, enviándolo al suelo, inconsciente.
—¿Qué haces? —exigió Perséfone, y comenzó a alcanzarlo, pero
Hades la tomó de las muñecas y la atrajo hacia él. Sus palabras fu-
eron duras y apresuradas.
—Asumo que no quieres que escuche lo que tengo que decirte.
No te preocupes, no pediré un favor cuando borre su memoria.
Le frunció el ceño.
—Oh, qué amable de tu parte —se burló, su pecho subía y bajaba
con cada respiración enojada. Le hizo consciente de su proximidad,
le recordó el beso que había presionado en su piel el día anterior. El
calor se enroscó en la parte inferior de su estómago, y sus ojos se po-
saron en sus labios.
—Qué libertades se toma con mi favor, lady Perséfone. —Su voz
estaba controlada, pero se sentía cualquier cosa menos tranquilo. Por
dentro, se sentía crudo y primitivo.
—Nunca especi caste cómo tenía que usar tu favor.
—No lo hice, aunque esperaba que supieras que no debes arrast-
rar a este mortal a mi reino. —Hades miró a Adonis.
Sus ojos se abrieron un poco.
—¿Lo conoces?
Hades ignoró esa pregunta, volvería a él más tarde. Por ahora, él
desa aría su razón para venir a Nevernight para empezar.
—¿Planeas escribir una historia sobre mí? —Se inclinó, echándo-
la hacia atrás y acercándola con más fuerza, sellando sus cuerpos
juntos. Estaba seguro de que la única forma en que podía acercarse a
ella era si estaba dentro de ella, un pensamiento que hacía que su es-
tómago se sintiera vacío y su polla dura—. Dime, lady Perséfone,
¿detallará tu experiencia conmigo? ¿Cómo me invitaste imprudente-
mente a tu mesa, me rogaste que te enseñara a jugar a las cartas…?
—¡No rogué!
—Podrías hablar de cómo te ruborizas desde la cabeza a los pies
en mi presencia, cómo te hago perder el aliento…
—¡Cállate!
Le divirtió que no quisiera escuchar esto, todas las formas en que
le comunicaba su deseo por él, todas las formas en que su cuerpo
traicionaba las palabras que salían de su boca. Su cuerpo era exible
bajo sus manos, y sabía que, si pasaba la mano entre sus muslos, es-
taría caliente y húmeda.
—¿Hablarás del favor que te he dado, o estás demasiado aver-
gonzada?
—¡Detente!
Se apartó y la soltó. Ella se tambaleó hacia atrás, respirando con
di cultad, su bonita piel enrojecida. Aunque no lo demostró, sentía
lo mismo.
—Puedes culparme por las decisiones que tomaste, pero eso no
cambia nada —dijo Hades, y sintió que estaba desa ando la verda-
dera razón por la que vino aquí: decirle que su trato con ella era inj-
usto, por venganza—. Eres mía durante seis meses, y eso signi ca
que, si escribes sobre mí, me aseguraré de que haya consecuencias.
—Es cierto lo que dicen de ti —dijo—. No escuchas ninguna ora-
ción. No ofreces piedad.
Sí, querida, pensó con enojo. Cree lo que todo el mundo dice de mí.
—Nadie reza al Dios de los Muertos, milady, y cuando lo hacen,
ya es demasiado tarde.
Terminó con esta conversación. Tenía cosas que hacer y ella ha-
bía perdido el tiempo con sus acusaciones.
Agitó la mano y Adonis se despertó con una fuerte inhalación.
Se sentó rápidamente, luciendo estupefacto. Hades encontraba todo
sobre él molesto, y cuando el mortal encontró su mirada, se puso de
pie, disculpándose mientras lo hacía y agachando la cabeza.
—No responderé más a tus preguntas —dijo Hades, mirando a
Perséfone—. Menta les mostrará la salida.
Sabía que la ninfa esperaba en las sombras. Nunca los había dej-
ado realmente solos, y odió la expresión de su ciencia en su rostro
cuando entró a su o cina desde la entrada del Inframundo. Quizás
eso era lo que le hizo llamar a su diosa antes que se fuera.
—Perséfone. —Esperó hasta que lo miró—. Agregaré tu nombre
a mi lista de invitados esta noche.
Sus cejas se juntaron en confusión. Probablemente pensó que su
invitación a recorrer su reino sería revocada después de su compor-
tamiento, pero era importante, ahora más que nunca. Era la única
forma en que ella lo vería por quién era.
Un dios desesperado por la paz.
Capítulo VIII
En la isla de Lemnos

Hades encontró a Afrodita esperando en la entrada de su mansi-


ón en la isla de Lemnos. Era un hermoso hogar, construido por el
propio Hefesto, una mezcla de líneas modernas, intrincadas ligra-
nas, y paredes de ventanas que ofrecían la vista al glorioso amanecer
y un encantador atardecer.
La isla era un lugar sagrado para Hefesto. Fue donde aterrizo cu-
ando Hera lo echó del Olimpo. Como resultado de la caída, se rom-
pió la pierna, y la gente de Lemnos cuido de él. Incluso cuando fue
invitado a regresar, el dios pre rió quedarse, había construido una
fragua, y enseñó a la gente el trabajo con hierro, ganando seguidores.
Hades siempre consideró que el hecho de que el Dios del Fuego es-
tuviera dispuesto a compartir esta isla con Afrodita era un símbolo
de su amor por ella, pero nunca le dijo sus pensamientos, de todos
modos, ella probablemente no lo escucharía.
—¿Vienes a rendirte? —preguntó Afrodita. Usaba un vestido
que lucía como el interior de una concha marina y una bata que pa-
recía hecha de espuma de mar con plumas otantes. Su dorado ca-
bello brillaba, bajando como olas por su espalda.
—Vine aquí para hablar con tu esposo —respondió Hades.
—No lo llames así —refutó ella, sus ojos destellaron furia.
—¿Por qué? ¿Te concedió Zeus el divorcio?
—Se rehusó —dijo, y miro hacia el océano, donde el sol colgaba
bajo en el cielo. Se detuvo un momento, y Hades reconoció el silen-
cio por lo que era, tiempo para que se compusiera. Lo que sea que
fuera a compartir era difícil para ella—. Incluso después, Hefesto es-
tuvo de acuerdo en que era lo mejor.
Jodido Hefesto, pensó. El Dios del Fuego era peor que él diciendo
las cosas equivocadas.
—No expresó ni una pizca de enojo cuando le dije lo que había
hecho —continuó Afrodita, mirando de nuevo a Hades—. Trabajó en
la forja todo el día y no tiene una onza de fuego dentro.
—¿Has considerado que no estaba enojado porque lo esperaba?
Afrodita lo miró, y Hades se explicó.
—Admitiste que nunca tuviste un matrimonio, Afrodita. ¿Por
qué esperas que Hefesto extrañe lo que nunca ha tenido?
—¿Tú qué sabes, Hades? De cualquier manera, nunca te has ca-
sado.
Hades suprimió el deseo de rodar los ojos. Todas sus conversaci-
ones con Afrodita terminaban con ella rechazando su opinión o con-
sejo y tirándole su propia soledad al rostro.
¿Por qué lo intentaba?
—Hefesto está en su laboratorio —dijo Afrodita. Se giró, y sus
pies descalzos se movieron sobre los peldaños de mármol.
Hades la siguió. Pero no entró a su hogar, en su lugar, giró hacia
un camino que cortaba a través de un jardín lleno de brillantes ores
tropicales y franjas de pasto ornamentales. El camino conducía a un
puente de vidrio que conectaba la mansión con una isla volcánica
donde Hefesto mantenía su tienda, tallada en la más grande monta-
ña.
El taller contenía una forja en el nivel inferior y un laboratorio en
el nivel superior, donde experimentaba con tecnología y encantami-
entos. A través de los años, el Dios del Fuego había creado armas y
armaduras, palacios y tronos, cadenas y carros, y personas, entre los
seres más famosos está Pandora, a quien él moldeó y esculpió en ar-
cilla. Más tarde sería utilizada como chivo expiatorio, una forma pa-
ra que Zeus castigara a la humanidad. Hades nunca preguntó a He-
festo sobre su destino, pero tenía la sensación de que atormentaba al
dios hasta el día de hoy.
—Ha estado trabajando en un proyecto. Abejas —dijo Afrodita
mientras caminaba, había una nota de admiración en su voz—. Son
mecánicas, resistentes a las enfermedades.
Las abejas morían a un ritmo alarmante, por varias razones, pa-
rásitos y pesticidas, nutrición pobre, y ambiente. Este último tenía
que ver con Deméter más que nada, ya que la tierra tendía a sufrir
cuando su humor era oscuro. Hades sintió que era un movimiento
estratégico por parte de la diosa, ya que una pérdida de abejas signi-
caba menos producción de alimentos, lo que desembocaba en una
dependencia de la Diosa de la Cosecha para obtener cultivos salu-
dables.
Las creaciones de Hefesto asegurarían que los mortales y las abe-
jas no estuvieran a merced de la diosa. Por otra parte, sus creaciones
podrían ser vistas como un acto de guerra contra la diosa.
—¿Hefesto te dijo esto? —preguntó Hades, curioso, porque si era
así, eso signi caba que se estaban comunicando.
—No —dijo Afrodita, vacilando por un momento, como si quisi-
era decir algo, pero se quedó callada.
—Entonces, ¿lo estabas espiando? —cuestionó Hades, levantan-
do una ceja conocedora.
Afrodita apretó sus labios.
—¿De qué otra manera se supone que voy a saber lo que mi ma-
rido está haciendo?
—Puedes…preguntar —sugirió Hades.
—¿Y recibir una respuesta de una sola palabra? No, gracias.
—¿Qué esperabas aprender mientras espiabas? —pregunto Ha-
des.
Un pesado silencio siguió su pregunta. Finalmente, respondió:
—Supongo que pensé que podría estar engañándome.
Hades no pudo evitarlo, hizo una pausa para reírse. Afrodita se
giró para enfrentarlo.
—No es gracioso —respondió—. Si no me folla, está follando a
alguien más.
Hades levanto las cejas.
—¿Es eso lo que descubriste mientras espiabas? —Los hombros
de Afrodita cayeron, y miró a otro lado.
—No.
Parecía decepcionada. Como si se hubiera sentido mejor si He-
festo estuviera distraído con mujeres y no con cosas.
—Mmm —murmuró Hades, y Afrodita le dio una mirada de do-
lor antes de seguir al laboratorio de Hefesto.
—Los cíborgs te llevarán a él —dijo.
Hades entrecerró los ojos, sospechando por su rápida salida.
—No vas a dejarnos solo para espiar, ¿cierto?
Afrodita cerró los ojos y cruzo los brazos sobre su pecho.
—Tengo mejores cosas que hacer, Hades.
Consideró desa ar su respuesta, pero decidió dejarlo, caminan-
do alrededor de ella y entrando solo al laboratorio de Hefesto.
Dentro, encontró una habitación cavernosa llena de los inventos
de Hefesto; escudos, lanzas, armaduras, cascos, piezas de detallados
trabajos en hierro, tronos sin terminar, humanos robóticos y caballos.
En el centro de todo eso, trabajando con la espalda doblada sobre
una mesa de madera, estaba el Dios del Fuego. A pesar de los inven-
tos modernos de Hefesto, su área de trabajo y la estética en general
rendía homenaje a sus raíces antiguas. Su rubia barba era larga, su
cabello a juego estaba atado atrás con una tira de cuero. Trabajaba
sin camisa, exponiendo las cicatrices en su piel, y llevaba un panta-
lón que le llegaba a la mitad de la pantorrilla.
—Lord Hades —dijo Hefesto mientras se acercaba, aunque el di-
os continúo trabajando, soldando una tarjeta de circuito. Hefesto era
probablemente el único dios que utilizaba títulos con otros dioses
por respeto en lugar de desdén.
Después de unos cuantos minutos más de trabajo, Hefesto soltó
sus herramientas y empujó unas gafas transparentes hacia atrás en
su cabeza. Se incorporó y miró a Hades con un par de profundos oj-
os grises. Hefesto era enorme, su físico cincelado como una estatua
de mármol. Después de aterrizar en Lemnos y romperse la pierna,
tuvo que ser amputada. En su lugar había una prótesis de su propio
diseño. Era de oro, pero minimalista, hecha de guras geométricas.
Incluso sin estar capacitado, probablemente era el más fuerte física-
mente, y de nitivamente el más inteligente, de todos los dioses.
—Hefesto —asintió Hades, mirando el metal y los cables esparci-
dos por su mesa. A pesar de que ya sabía para que eran las piezas,
preguntó—: ¿En qué estás trabajando?
—Nada —dijo el dios rápidamente.
A Hades no le sorprendió que Hefesto se mantuviera en silencio
sobre su trabajo. Nunca había sido hablador, y después del exilio y el
escrutinio que sufrió por parte de otros dioses debido a su rostro con
cicatrices y discapacidad, se había vuelto aún más callado.
—No puede ser nada —dijo Hades—. No parece nada.
Hefesto parpadeó al dios y luego respondió:
—Un proyecto. —Aclaró su garganta—. ¿Qué puedo hacer por
ti?
Hades evitó sus ojos, mirando alrededor de la habitación mient-
ras hablaba:
—Necesito de tu experiencia. Necesito un arma. Una que some-
terá la violencia y alentará la verdad.
Hefesto mostró el destello de una risa.
—Suena como un trabalenguas —dijo.
—No escuchaste la última parte —dijo Hades—. Es para un
Olímpico.
Hefesto levantó una ceja, pero como Hades sospechaba, el Dios
del Fuego no hizo ninguna pregunta.
—Puedo crear algo —dijo—. Regresa en un día.
Hubo silencio por un minuto, y luego Hades dijo:
—Sabes que Afrodita te espía.
Hades se sintió como un chismoso. No estaba seguro de por qué
le estaba diciendo a Hefesto el secreto de Afrodita. Tal vez se sentía
como una venganza por su apuesta. Tal vez tenía la esperanza de
provocar una conversación entre ellos, excepto que Hefesto no reac-
cionó a la noticia, su expresión pasiva, desinteresada.
—Está sospechando —dijo.
—O es curiosa —contrarrestó Hades, porque era verdad.
—Se supone que no puede ser ambos —respondió, dándole la
espalda a Hades y regresando a su trabajo. Hades esperó a pesar del
silencio, y, nalmente, Hefesto habló con voz tranquila y gruesa.
—Pidió nuestro divorcio a Zeus. Él no lo concedió.
—¿Eso es lo que quieres? —preguntó Hades—. ¿El divorcio?
Observó el per l del dios, la forma en que su mandíbula se apre-
tó y sus dedos se enroscaron con el sonido de la palabra. El Dios del
Fuego miró a Hades, sus cejas juntas, y había una sinceridad en sus
ojos que Hades no había percibido antes.
—Quiero que sea feliz.

q
Hades apareció en el centro de un prado perfectamente verde en
la isla de Sicilia, donde pastaban cincuenta vacas de color blanco pu-
ro. A unos metros de distancia, las hijas de Helios, Phaethusa y Lam-
petie, dormían bajo un árbol de higuera, sus respiraciones sibilantes
interrumpiendo el silencio de la noche.
Tenía que admitirlo, se sentía un poco culpable porque las dos
sufrirían la ira de Helios en la mañana, pero no lo su ciente como
para dejar a su padre impune por su hostilidad.
Justo cuando empezó a seleccionar lo mejor del ganado de Heli-
os para llevárselo al Inframundo, su teléfono sonó.
Nunca sonaba.
Algo está mal.
—¿Sí? —respondió rápidamente, a pesar de la posibilidad de
despertar a las dos hermanas.
Era Ilias.
—Milord —dijo—. Lady Perséfone está perdida.
Nunca había sentido una sensación tan aterradora. Miles de
emociones convergieron dentro de él al mismo tiempo, ira, miedo y
alarma. Quería exigir saber por qué Ilias no la había vigilado mejor,
quería saber dónde había buscado, quería amenazarlo con terminar
con su vida si la encontraba en una condición diferente a prístina.
Pero conocía a Ilias, y, a estas alturas, conocía a Perséfone.
Hermosa, desa ante Perséfone.
Ella no era una persona de obedecer, especialmente cuando se le
decía.
—Estaré allí en segundos —respondió y colgó.
Hubo un latido de silencio, donde Hades luchó contra cada de-
monio dentro de él. Este miedo era irracional, pero le dijo algo im-
portante.
Si el destino se la quitaba, el mundo no sobreviviría.
Después de un momento, miró hacia arriba, observando a las va-
cas blancas y habló:
—Esperaba tomarme mi tiempo seleccionando solo a las mejores
de ustedes para acompañarme en mi reino, pero parece que estoy
corto de plazo.
Cuando desapareció, también lo hicieron todas las vacas en el
prado.
Capítulo IX
Un juego de temor y furia

Tan pronto como los pies de Hades tocaron el suelo del Infra-
mundo, pudo sentir a Perséfone. Su presencia en su reino era como
una extensión de sí mismo. Pesaba en su pecho tanto como el hilo
que los conectaba.
Se teletransportó de nuevo y apareció en los Campos del Luto,
donde crecían brotes de gladiolos blancos y orquídeas. Los campos
estuvieron reservados una vez para aquellos que habían desperdici-
ado sus vidas en un amor no correspondido. Había sido una de las
decisiones que Hades había tomado al principio de su reinado y na-
ció de su ira hacia las Moiras. Si no estaba destinado a amar, enton-
ces castigaría a los que habían muerto por eso. Desde entonces, había
enviado a las almas que una vez residieron aquí a otras partes del
Inframundo, dejando que el campo permaneciera bellamente ajardi-
nado, ya que era la vista que las almas tenían en su camino hacia el
Campo del Juicio.
A pocos metros de donde había aparecido, tendida en la orilla
del Estigia, estaba Perséfone. Trató de absorber la escena a través de
su rabia: Perséfone estaba de espaldas, su cabello estaba mojado y es-
taba cubierta con la capa dorada de Hermes, el material delgado y
metálico adherido a su cuerpo húmedo. Hermes se arrodilló sobre
ella; sus labios curvados en una sonrisa. Claramente estaba interesa-
do en Perséfone, y vio cómo el dios se tocaba los labios, hablaba y
hacía reír a Perséfone.
Fue entonces cuando decidió separarlos.
Envió una ráfaga de poder hacia el dios, que salió volando por el
Inframundo. Aun así, frunció el ceño cuando Hermes no aterrizó tan
lejos como había esperado, pero el impacto de su cuerpo al golpear
el suelo fue lo su cientemente satisfactorio.
Se acercó a Perséfone, quien se levantó y se giró, estirando el cu-
ello para encontrarse con su mirada. Movió la capa de Hermes para
que cayera sobre sus hombros, revelando el vestido que había usado
en su club: un ejemplar delgado y plateado con un escote que jugu-
eteaba con la curva de sus senos. Ahora que estaba húmedo, se le pe-
gaba, acentuando los picos de sus duros pezones.
Malditas Moiras, pensó Hades mientras un fuego quemaba en un
camino por su pecho directo a su ingle.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó Perséfone.
El dios frunció el ceño y apretó la mandíbula. No sabía si era pa-
ra reprimir la reacción hacia su cuerpo o porque estaba enojada por
lo de Hermes.
—Pones a prueba mi paciencia, diosa, y mi favor —respondió.
—¡Así que eres una diosa! —gritó Hermes con entusiasmo, a pe-
sar de salir arrastrándose del foso que su cuerpo había hecho al im-
pactar.
Perséfone entrecerró los ojos, y Hades se dio cuenta de que solo
había logrado frustrarla más.
—Guardará tu secreto, o se encontrará en el Tártaro —prometió
Hades, enfatizando su punto de vista al mirar al Dios de la Travesu-
ra, que se acercaba ahora, sacudiendo la suciedad y la mugre de su
persona. Hades encontró divertido ver al dios en desorden, ya que,
como muchos otros, se enorgullecía de su apariencia.
—Sabes, Hades, no todo tiene que ser una amenaza. Podrías in-
tentar preguntar de vez en cuando, como me pudiste haber pedido
que me alejara de tu diosa en vez de arrojarme a través del Inframundo.
—¡No soy su diosa! ¡Y tú! —El tono de Perséfone estaba lleno de
desdén mientras se ponía de pie. Hades entrecerró los ojos, incapaz
de expresar con palabras cuánto odiaba que le hablaran de esa ma-
nera ante otro Olímpico, especialmente Hermes—. Podrías ser más
amable con él. ¡Me salvó de tu río!
—¡No habrías tenido que ser salvada de mi río si me hubieras es-
perado!
—Claro, porque estabas ocupado con otra cosa. Me pregunto qué
signi ca eso.
Ella puso los ojos en blanco. ¿Estaba… celosa? Se preguntó Ha-
des.
—¿Te traigo un diccionario?
Cuando Hades escuchó la risa alegre de Hermes, se volvió hacia
el dios.
—¿Por qué sigues aquí?
Justo cuando las palabras salieron de su boca, Perséfone se tam-
baleó. Sin pensarlo, la alcanzó, agarrándola por la cintura y sorpren-
diéndose cuando un agudo gemido escapó de algún lugar profundo
de su garganta.
Siente dolor. Ella siente dolor.
—¿Qué pasa? —No estaba acostumbrado a la histeria que se al-
zaba dentro de él; se sentía como una cosa extraña abriéndole la piel.
—Me caí en las escaleras. Creo que… —La vio tomar aire delibe-
radamente, haciendo una mueca de dolor—. Creo que me lastimé las
costillas.
Hades podía decir que se sentía como enojado, pero era más que
eso. Odiaba que hubiera sido herida en su reino. Lo enfermaba, lo
frustraba, lo hacía sentir como si hubiera perdido el control. Se sorp-
rendió al notar que la mirada de Perséfone se suavizaba, y después
de un momento, susurró:
—Está bien. Estoy bien.
Excepto que no lo estaba. Se había desmayado en sus brazos.
—También tiene un corte bastante feo en el hombro —agregó
Hermes.
Ese mismo sentimiento de perder el control lo consumió, y era
pesado, como si lo hubieran arrojado a un pozo de brea. Sintió que
su mandíbula se tensaba hasta el punto en que sus dientes podrían
partirse, luego la levantó en sus brazos tan suavemente como pudo,
a pesar del caos dentro de él.
—¿Dónde vamos?
—A mi palacio —dijo.
Si podía curarla, al menos recuperaría algo de control sobre la si-
tuación y ella estaría a salvo.
Los transportó a su dormitorio, y cuando la miró, ella abrió los
ojos. Por un momento, pareció desenfocada.
—¿Puedes sentarte? —preguntó, y ella lo miró a los ojos.
Cuando asintió, se acercó a su cama y la colocó en el borde, arro-
dillándose en el suelo frente a ella.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
Él no respondió, sino que alargó la mano para quitarle la capa de
Hermes de los hombros. Ella se quedó inmóvil ante su toque y pensó
en decirle que respirara, pero decidió que tal vez estaba reaccionan-
do al dolor y no a su presencia. No estaba preparado para lo que
ocultaba la capa: su hombro estaba desgarrado hasta los huesos.
¿Corte bastante feo? Hermes había malinterpretado groseramente
esta herida.
Hades se sentó sobre sus talones, estudiando el daño. Tendría
que limpiarla antes de sanarla, o existía la posibilidad de que se pro-
dujera una infección. Aunque era raro que un dios enfermara, no era
imposible, y no se arriesgaría. No con ella.
Dejó que su mirada vagara a lo largo de su cuerpo, buscando ot-
ras heridas. Los muertos que habitaban el Estigia eran feroces, sus
garras y dientes a lados, y destrozaban a sus víctimas. Perséfone te-
nía suerte de haber salido del río solo con una herida en el hombro.
Podría haber sido peor.
Su horror era real y doloroso, como golpearse contra una pared
de ladrillos. Había creado su reino para desalentar la exploración cu-
riosa y, sin embargo, aquí estaba Perséfone, inquisitiva e impertur-
bable.
No fue hasta que Perséfone colocó un brazo por su pecho que
Hades levantó la mirada hacia sus ojos; no se había dado cuenta de
que había estado mirando. Se regañó y se puso de rodillas, apoyan-
do las manos a ambos lados de sus muslos. El movimiento lo acercó
a un par de centímetros de su rostro. Incluso habiéndose casi ahoga-
do en el Estigia, todavía olía a vainilla, dulce y cálida.
—¿Qué lado? —preguntó en voz baja.
Ella sostuvo su mirada por un momento, y él notó cómo tragaba
antes de cubrir su mano con la suya y guiarla hacia su costado. Algo
se le acumuló en la parte posterior de su garganta y quiso aclararlo
desesperadamente, pero no pudo.
Ahora él tampoco respiraba.
En cambio, se centró en su costado, enviando una ola de poder
desde lo más profundo de su cuerpo a su mano, dejando que la ma-
gia penetrara en su piel.
Ella gimió y se inclinó hacia él con la cabeza apoyada en su
hombro, y algo parecido al fuego se encendió en su estómago.
Mierda.
Respiró hondo por la nariz y exhaló por la boca, tratando de con-
centrarse en su magia y no en su creciente erección.
Cuando estuvo seguro de que estaba sana, movió la cabeza un
poco, sus labios cerca mientras hablaba.
—¿Mejor?
—Sí —susurró, y notó cómo sus ojos se posaron en su boca.
—Tu hombro es el siguiente. —Se puso de pie y cuando ella em-
pezó a mirar, la detuvo con una mano en su mejilla.
—No. Es mejor si no miras.
El dolor sería peor si lo hiciera.
Hades entró al baño y mojó un paño. No se había ido por mucho
tiempo, pero cuando regresó, encontró que Perséfone se había movi-
do y estaba acostada en su cama con los ojos cerrados.
Frunció el ceño mientras la miraba.
Si bien entendía por qué estaría exhausta, no le gustó. Lo hacía
preocuparse por si había tardado demasiado en curarla, o tal vez es-
taba más malherida de lo que pensaba.
Se acercó y se inclinó hacia ella.
—Despierta, querida.
Mientras ella se movía, él se arrodilló a su lado nuevamente, ali-
viado al ver que sus ojos estaban claros y brillantes.
—Lo siento. —Su voz era un susurro silencioso y lo estremeció.
—No te disculpes.
Él debería disculparse. Tenía la intención de advertirle de los pe-
ligros del Inframundo en su gira de esta noche, pero no había tenido
la oportunidad.
Comenzó a limpiarle el hombro, infundiendo su magia en el pa-
ño húmedo para que sintiera menos dolor.
—Puedo hacer esto —ofreció, y comenzó a levantarse, pero Ha-
des la mantuvo en su lugar.
—Permíteme esto. —Quería esto: cuidar de ella, curarla, asegu-
rarse de que estuviera bien. No podía explicar por qué, pero la parte
de él que deseaba esto, era primitiva.
Ella asintió y él reanudó su trabajo. Después de un momento,
preguntó con voz somnolienta:
—¿Por qué hay gente muerta en tu río?
El fantasma de una sonrisa asomó a sus labios.
—Son las almas que no fueron enterradas con monedas.
Sintió su mirada sobre él cuando le preguntó horrorizada:
—¿Todavía haces eso?
Su sonrisa se ensanchó.
—No. Los muertos son antiguos.
—¿Y qué hacen? A parte de ahogar a los vivos.
—Eso es todo lo que hacen.
Sus vidas en el Estigia habían sido inicialmente un castigo, un lu-
gar donde las almas eran condenadas por no poseer monedas para
cruzar el río. La moneda era una señal de que un alma había sido en-
terrada adecuadamente, y, en ese entonces, Hades no tenía tiempo
para las almas que no eran atendidas en la tierra.
Era un recuerdo doloroso, uno que había decidido recti car ha-
cía mucho tiempo. Hizo que los jueces los evaluaran a todos, y aqu-
ellos que merecían un respiro recibieron agua del Leteo y fueron en-
viados al Elíseo o a los Asfódelos. Los que habrían sido enviados al
Tártaro se quedaron en las profundidades.
Hades no estaba seguro de qué pensaba Perséfone de su explica-
ción, pero guardó silencio después de eso y él se alegró. Las pregun-
tas habían traído recuerdos que prefería mantener aislados en el fon-
do de su mente para siempre.
Esta era la segunda vez que su presencia sacaba algo doloroso de
su pasado. ¿Sería esto algo común? ¿Era esta la forma de tortura de las
Moiras?
Una vez que terminó de limpiar su herida, se centró en la curaci-
ón. Le tomó más tiempo que sus costillas magulladas, ya que tuvo
que curar los tendones, los músculos y la piel, pero una vez que ter-
minó, no hubo señales de que hubiera resultado herida. Soltó un sus-
piro corto, aliviado, y luego colocó su dedo en su barbilla para que lo
mirara, en parte para asegurarse de que estaba bien, y también por-
que quería ver su expresión.
—Cámbiate —aconsejó.
—Yo… no tengo nada para cambiarme.
—Tengo algo —dijo, y la ayudó a levantarse. No sabía si se sen-
tía mareada, pero prefería sujetar su mano con fuerza en caso de que
eso cambiara. Además, le gustaba sentir su calidez. Le recordaba que
era real.
La dirigió detrás de una pantalla y le entregó una bata negra, no-
tando la expresión de sorpresa en su rostro cuando registró lo que
estaba sosteniendo.
Arqueó una ceja.
—¿Supongo que esto no es tuyo?
—El Inframundo está preparado para todo tipo de invitados —
respondió. Era la verdad, pero tampoco recordaba a quién pertene-
cía la túnica.
—Gracias. —Su respuesta fue cortante—. Pero no creo que qui-
era usar algo que una de tus amantes ha usado también.
Su comentario pudo haber sido divertido, pero, en cambio, des-
cubrió que él se sentía frustrado por su ira. ¿Se encontraría con esto ca-
da vez que hablaran de amores pasados? Si era así, la conversación envej-
ecería muy rápido.
—Es esto o nada en absoluto, Perséfone.
Su boca se abrió.
—No lo harías.
Entrecerró los ojos y una emoción lo atravesó por el desafío.
—¿Qué? ¿Desvestirte? Felizmente, y con mucho más entusiasmo
del que comprendes, miladi.
Ella usó su energía restante para mirarlo antes de que sus homb-
ros cayeran.
—Está bien.
Mientras se cambiaba, Hades se sirvió un vaso de whisky y se las
arregló para tomar un sorbo antes de que saliera de detrás del biom-
bo. Casi se atragantó con su bebida. Había pensado que el vestido
plateado que llevaba dejaba poco a la imaginación, pero estaba equ-
ivocado. La bata acentuaba su pequeña cintura, lo ancho de sus ca-
deras y sus bien formadas piernas. Darle ese trozo de tela fue un error,
pensó mientras se acercaba y tomaba su vestido mojado, colgándolo
sobre la pantalla.
—¿Ahora qué? —preguntó ella.
Por un momento, se preguntó si podía sentir sus pensamientos
pecaminosos.
—Descansas.
La levantó en sus brazos, esperando que protestara, pero se sin-
tió aliviado cuando no lo hizo. No sería capaz de explicar por qué
necesitaba esta cercanía, no lo entendía del todo él mismo, solo qu-
ería tocarla, saber que estaba llena de vida y calor.
La bajó a la cama y la tapó con las mantas. Parecía pálida y frágil,
perdida en un mar de seda negra.
—Gracias —dijo en voz baja, mirándolo con los párpados pesa-
dos. Frunció el ceño y tocó el espacio entre sus cejas con su dedo, tra-
zando su mejilla, terminando en la esquina de sus labios—. Estás
enojado.
Necesitó toda su fuerza para permanecer donde estaba, para no
apoyarse en su toque, para no presionar sus labios contra los de ella.
Si la besaba, no se detendría.
Después de un momento, su mano se apartó y cerró los ojos.
—Perséfone —dijo.
—¿Qué?
—Deseo ser llamada solo Perséfone. No “lady”.
Otra leve sonrisa asomó a sus labios. Lady era un título al que
tendría que acostumbrarse; había ordenado a su personal que se di-
rigiera a ella como tal.
—Descansa —dijo en su lugar—. Estaré aquí cuando despiertes.
Sintió su respiración nivelándose, y cuando estuvo seguro de
que estaba dormida, se teletransportó de regreso al Estigia, apareci-
endo en la orilla del río. Su magia estalló, una combinación de ira,
lujuria y miedo.
—¡Tráiganme a los que huelen a sangre de Perséfone! —ordenó,
y mientras levantaba los brazos, cuatro de los muertos salieron del
Estigia, el agua corriendo tras ellos como la cola de un cometa. Los
cadáveres chillaron, sonando y pareciendo más monstruos que los
cuerpos de los que alguna vez fueron mortales de carne y hueso—.
Han probado la sangre de mi reina y, por tanto, dejarán de existir.
Mientras cerraba los puños los lamentos aumentaron hasta con-
vertirse en un estruendo casi insoportable, y los cadáveres se convir-
tieron en polvo que fue arrastrado a las montañas del Tártaro.
Después, los oídos de Hades resonaban y su respiración era ent-
recortada, pero la liberación fue eufórica.
Detrás de él, escuchó la familiar risa de Hermes. Se giró para en-
carar al Dios de la Travesura.
—Sabía que volverías —dijo. Señaló con la cabeza hacia las mon-
tañas del Tártaro—. ¿Te sientes mejor?
—No. ¿Por qué sigues aquí?
—Qué grosero. Aún tienes que agradecerme por salvar a tu…
¿cómo deberíamos llamarla? ¿Amante?
—No es mi amante —espetó Hades.
Hermes no se rió y arqueó una ceja pálida.
—¿Así que me arrojaste volando por tu reino por nada?
—Es un deporte —respondió.
—Ten tu diversión y yo tendré la mía.
—¿Qué se supone que signi ca eso?
Hermes podía ser el mensajero de los dioses, pero también era
mentiroso y un travieso. Le gustaba el caos y había sido responsable
de muchas batallas entre dioses.
—Solo que disfrutaré viendo cómo tus bolas se vuelven más azu-
les a cada hora.
Hades le ofreció una pequeña sonrisa y, después de un segundo,
miró a Hermes.
—Gracias, Hermes, por salvar a Perséfone.
Desapareció antes que el dios pudiera sonreír.
Capítulo X
Juegos mentales

Hades se sentó en una silla frente a su chimenea, bebiendo y vi-


endo dormir a Perséfone. El lento ascenso y descenso de su pecho
mientras respiraba calmó sus nervios. Su cabeza pululaba con los
eventos de los últimos días, descubriendo su conexión con la hermo-
sa diosa, su posterior trato, su ira hacia él simplemente por ser el Di-
os de los Muertos.
Podía odiarlo, pero había dejado que se acercara a ella hoy, y no
estaba seguro de si volvería a ser él mismo. Había esperado mante-
ner un mínimo de control sobre esta situación que el Destino había
tejido para él, pero sentía que estaba perdiendo esa batalla cada vez
que miraba a la mujer en su cama.
Había perdido la compostura dos veces en el lapso de una hora,
primero con Hermes y luego con los muertos en el río, porque esta
diosa tenía curiosidad, porque verla sangrar le había encendido una
rabia tan caliente que no había tenido otro lugar donde expulsarla
excepto en quienes la habían herido.
Quizás deberías meditar, escuchó la voz de Hécate resonando en
su cabeza.
—A la mierda la meditación —dijo en voz alta.
Entonces Perséfone se movió y él se quedó quieto. Se sentó rápi-
damente y luego hizo una pausa para cerrar los ojos.
Mareada, pensó frunciendo el ceño.
Cuando volvió a abrir los ojos, eran de color verde botella y pa-
recían brillar como una luz pálida que entraba por una ventana si-
lenciosa. Lo miró con esos ojos por lo que pareció una eternidad. Su
cuerpo se tensó bajo su mirada, su agarre se apretó alrededor de su
copa y los dedos de la otra mano presionaron el suave cuero de su
silla. Su polla se puso dura, inmovilizada entre su pierna y pantalón.
—¿Por cuánto tiempo he estado aquí? —preguntó. Su voz era
ronca y él quiso gemir. En cambio, logró responder una palabra.
—Horas.
Sus ojos se agrandaron.
—¿Qué hora es?
Se encogió de hombros porque no lo sabía.
—Tarde.
—Tengo que irme.
Hades esperaba que se enojara o reaccionara con una sensación
de histeria, pero no lo hizo. Simplemente se sentó allí, en un charco
de seda negra luciendo hermosa, rosada y cálida.
—Has venido hasta aquí. Permíteme ofrecerte un recorrido por
mi mundo.
Se puso de pie y bebió lo último de su whisky. Sus ojos no se
desviaron de los de él cuando se acercó y le quitó las mantas, reve-
lando un trozo de piel entre sus pechos donde su bata se había sepa-
rado mientras dormía. Hizo falta todo lo que estaba en su poder para
desviar la mirada mientras ella abrochaba la bata. Después de un
momento, extendió su mano. Sus dedos se deslizaron dentro de los
de él, y se encontró preguntándose cuándo dejaría de sorprenderse
por su disposición a tocarlo. La guio para que se pusiera de pie y es-
peró a que lo mirara antes de preguntarle:
—¿Estás bien?
—Mejor —respondió en voz baja.
Trazó la curva de su mejilla.
—Confía en que estoy devastado porque hayas sido herida en mi
reino.
Su mirada le dijo que estaba sorprendida por sus palabras, o tal
vez por su sinceridad.
—Estoy bien —susurró, pero estar bien no era lo su cientemente
bueno.
—Nunca ocurrirá de nuevo. Ven.
La guio al balcón fuera de su habitación, donde el Bosque de Ce-
nizas se extendía por kilómetros, encontrándose con un muro de
montañas de obsidiana. Ella vagaba delante de él, sus dedos entrela-
zados con los suyos mientras admiraba la vista.
—¿Te gusta? —preguntó.
—Es hermoso —suspiró mientras su mirada vagaba por el paisa-
je—. ¿Creaste todo esto?
Asintió.
—El Inframundo evoluciona igual que el mundo de arriba.
Tiró de su mano y lo siguió por las escaleras hasta el jardín de
abajo. Sintió un estremecimiento de emoción cuando la llevó al bor-
de donde lloraban las glicinias lavanda, donde orecían las rosas y
las peonías rosadas, y la salvia púrpura y roja se retorcía como serpi-
entes en la oscuridad. ¿Encontraría ella esto igual de asombroso?
Su respuesta llegó tan pronto como sus pies tocaron el camino de
piedra oscura que conducía al jardín. Apartó la mano de él y le enf-
rentó.
—¡Bastardo!
De repente se sintió completamente ridículo. Apretó la boca.
—Apodos, Perséfone.
—¡No te atrevas! Esto… esto es hermoso.
Así que estaba impresionada, pero ¿por qué la ira?
—Lo es —concordó.
—¿Por qué me pedirías crear vida aquí? —Sonaba… devastada,
como si ver su reino y la ora que crecía allí le quitara la esperanza.
¿Se lamentaba por lo que creía que no tenía poder para crear?
Con un movimiento de su mano, desmanteló la ilusión. Revelar
la verdad de su reino se sintió como revelar la verdad de su alma. El
Inframundo estaba desolado, un páramo de cenizas.
—Es ilusión —explicó—. Si es un jardín lo que deseas crear, en-
tonces verdaderamente será la única vida aquí.
Hades llamó al glamour de vuelta y se adelantó. Perséfone lo si-
guió y se preguntó qué estaría pensando. ¿Estaba horrorizada por lo
que le había mostrado? ¿Pensaba menos del Inframundo solo porque
su belleza era una creación de su propia magia? No había tenido la
intención de darle un recorrido por el Inframundo para hacerla sen-
tir impotente, pero podía sentir su duda y su ira estallar. Por mucho
que odiara ser la razón de estos sentimientos, sabía que era la única
forma en que ella podría alcanzar su potencial. Un día, Perséfone se
cansaría de sentirse indefensa, y su reina resucitaría de las cenizas.
Una diosa.
Se detuvo cerca de un muro de contención en la parte trasera de
su jardín. En el otro lado estaban los campos Asfódelos. A sus pies,
la tierra era árida y gris.
—Puedes trabajar aquí —dijo Hades.
Si Perséfone quería cultivar un jardín, si esa era su forma de cre-
ar vida, entonces tendría que hacerlo en el suelo ceniciento del Infra-
mundo.
—Todavía no entiendo —dijo Perséfone—. Ilusión o no, tienes
toda esta belleza. ¿Por qué demandar esto de mí?
Porque es la voluntad de tu alma, pensó.
—Si no deseas completar los términos de nuestro contrato, solo
tienes que decirlo, lady Perséfone. Puedo tener una habitación pre-
parada para ti en menos de una hora.
—No nos llevamos lo su cientemente bien como para ser com-
pañeros de piso, Hades.
Su comentario inspiró algunas imágenes salaces: piel desnuda y
gemidos entrecortados.
Él no estuvo de acuerdo.
—¿Con qué frecuencia se me permite venir aquí y trabajar?
—Tan a menudo como quieras —dijo, porque después de hoy, se
aseguraría de que ella nunca volviera a tomar ese portal—. Sé que
estás ansiosa por completar tu tarea.
Su mirada cayó al suelo y se inclinó para recoger un puñado de
arena. No estaba destinada a nutrir la vida, la textura como hueso
molido. Se puso de pie de nuevo.
—Y… ¿cómo entraré al Inframundo? —preguntó ella—. Asumo
que no quieres que regrese por donde llegué.
—Hmm. —Era la pregunta que había estado esperando, y la res-
puesta hizo que su cuerpo se tensara con anticipación. Inclinó la ca-
beza hacia un lado y ella le devolvió la mirada, separando los labios.
Fue su ciente invitación.
La agarró por los hombros y la atrajo hacia él, acercando su boca
a la de ella. Podría haberle ofrecido su favor sin tocarla, pero era una
excusa para hacerlo. Por eso, debería haber sido amable, pero des-
cubrió que era todo menos dócil. Su cuerpo reaccionó como si estu-
viera en llamas y desesperado por ser as xiado. Se sintió ridículo;
había besado y follado, pero nunca había sentido esto… lo que fuera.
Este ardiente deseo, este desesperado deseo de reclamar y proteger,
y amar.
Por otra parte, nunca había besado o follado a una mujer desti-
nada a ser su esposa. ¿Era el hilo la razón por la que se sentía tan…
descontrolado?
La instó a abrir los labios, su lengua deslizándose contra la de el-
la, sus dientes rozando sus labios. Sabía a vino y sal, y olía como un
lecho de dulces rosas. Su cuerpo temblaba, y la abrazó con más fuer-
za para que no hubiera espacio entre ellos, sintiendo todas sus su-
aves curvas contra los duros contornos de su propio cuerpo. Ella es-
taba igualmente entusiasmada, besándolo con descarado abandono.
Tuvo la sensación de que no le habría gustado la dulzura, que ansi-
aba la pasión, áspera y cruda.
Ella rodeó su cuello con los brazos y él gimió, el sonido provenía
de algún lugar profundamente dormido. Se movió, dirigiéndola has-
ta que estuvo presionada contra la piedra. Sus manos bajaron por su
cintura y sobre su trasero redondo, donde la agarró y la levantó del
suelo. Con sus piernas alrededor de su cintura, sus talones clavándo-
se en su espalda y su erección aplastando su lugar más sensible, dejó
que sus labios vagaran, arrastrando su mandíbula, mordiendo su
oreja, besando su cuello. De vez en cuando hacía una pausa y sabo-
reaba su piel, salada del río. Ella se arqueó, jadeando hasta que tomó
el control, pasando sus manos por su cabello, acariciando los mecho-
nes hasta que cayeron en capas alrededor de su rostro. Era su cabello
lo que usaba para controlarlo, porque cuando sus manos se desliza-
ron bajo su bata, rozando la piel caliente y tierna entre sus muslos, lo
agarró con más fuerza, y fue ese fuerte tirón lo que lo trajo de vuelta
a la realidad.
Había ido demasiado lejos. Rompió el beso, respirando con di -
cultad, luchando por contener su lujuria. Había tenido la intención
de tentarla para medir su deseo, pero se había convertido en algo
más. Incluso ahora, continuaba abrazándola, luchando contra el im-
pulso de comenzar donde terminaron. Todo lo que tenía que hacer
era mover la mano ligeramente, separar su carne húmeda con los de-
dos, y estaría dentro de ella.
Pero no era así como debería ser. Ella no tenía ninguna razón pa-
ra con arle su cuerpo, ninguna razón para con ar en él en absoluto.
No dejaría que se arrepintiera del tiempo que pasaran juntos, y cu-
ando le hiciera el amor, no sería contra el muro de un jardín.
Eso vendría después.
La bajó al suelo, pero no la soltó.
—Cuando entres a Nevernight, solo tienes que chasquear tus de-
dos y serás traída aquí.
Sabía que había dicho algo mal cuando el color desapareció de
su rostro e intentó apartarlo, exigiendo:
—¿No puedes ofrecer un favor de otra forma?
—No pareció importarte —señaló, y le gustó el rubor que tocó
sus mejillas y su elegante cuello. Quería decirle que no debería aver-
gonzarse, pero cuando se tocó los labios con dedos temblorosos, per-
dió el hilo de sus pensamientos.
—Debería irme —dijo.
sintió. Si ella no se marchaba ahora, se retractaría de su declara-
ción anterior.
A la mierda esperar amarla en otro lugar, el jardín es perfecto.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó mientras su brazo se apreta-
ba alrededor de su cintura.
Se quedó en silencio, chasqueó los dedos y se teletransportaron.
Cuando aparecieron en la habitación de Perséfone, ella estaba agar-
rando sus brazos como un gato asustado. Esperó a que se adaptara,
su cabeza girando lentamente, y cuando reconoció lo que la rodeaba,
apartó los dedos de su piel uno por uno.
—Perséfone. —Había una cosa más que necesitaba saber antes
que la dejara por la noche—. Nunca traigas a un mortal a mi reino de
nuevo, especialmente a Adonis. Mantente alejada de él.
Sus ojos se entrecerraron, brillando con desafío.
—¿Cómo lo conoces?
—Eso no es relevante.
Sintió su intento de alejarse, pero la mantuvo en su lugar. Esto
era importante. No la había salvado de los monstruos del Inframun-
do solo para que la lastimaran los mortales.
—Trabajo con él, Hades. —Ignoró el placer que sintió por el so-
nido de su nombre en sus labios—. Además, no puedes darme órde-
nes.
—No te estoy dando órdenes. Estoy pidiendo.
—Pedir implica que hay una opción.
Su agarre aumentó y se inclinó sobre ella, casi inclinándola hacia
atrás para que sus rostros estuvieran a centímetros de distancia. Una
vez más, Hades pensó en sus labios, su sabor, su tacto, y supo que el-
la estaba teniendo pensamientos similares porque cerró los ojos y
tragó.
Habló en el silencio entre ellos.
—Tienes una opción. Pero si lo escoges, te tomaré y puede que
no te deje abandonar el Inframundo.
Sus ojos se abrieron de golpe.
—No lo harías —siseó.
Hades se rio entre dientes, su aliento acariciando sus labios mi-
entras hablaba.
—Oh, querida. No sabes de lo que soy capaz.
Luego se desapareció como el humo desvaneciéndose en el cielo.
Capítulo XI
Un juego para un dios

—Pedí un arma, Hefesto.


Hades miró jamente la pequeña caja en forma de octágono que
el Dios del Fuego le tendió. Era hermosa, de obsidiana y con incrus-
taciones de jade y oro, pero no parecía algo que pudiera contener a
un dios.
Cuando Hades se encontró con los ojos grises de Hefesto, supo
que se había perdido algo. La comisura de su boca se levantó y dejó
caer la caja a los pies de Hades. En el segundo siguiente, pesadas es-
posas le sujetaron las muñecas, su peso mantenía sus brazos atados a
los costados, y cuando trató de levantarlos, descubrió que era impo-
sible.
—Por eso te he dado cadenas —respondió el dios.
Hades intentó levantar los brazos de nuevo, y sus músculos se
tensaron, las venas subieron a la super cie de su piel, pero parecía
que cuanta más fuerza ejercía, más oprimían las cadenas.
—Dime lo que piensas de ellas —dijo Hefesto.
—Brillante —respondió, la palabra salió de su boca antes de te-
ner la oportunidad de pensar, y recordó lo que le había pedido al Di-
os del Fuego: un arma que podía dominar la violencia y alentar la
verdad. Hades sonrió a pesar de sentirse como una rata de laborato-
rio. La capacidad de Hefesto para crear e innovar nunca dejaba de
impresionarle.
—Esta es un arma peligrosa —dijo Hades, pero cuando miró a
Hefesto, supo que algo más estaba en la mente del dios. Sus ojos
eran acerados y amenazantes. Hades se puso rígido; conocía esta mi-
rada, la había visto en los ojos de todos los mortales e inmortales que
habían deseado la muerte sobre él.
—¿Te has follado a mi esposa? —La pregunta no coincidía con la
serenidad fría o el tono desapasionado de Hefesto, pero se reconoció
a sí mismo en el Dios del Fuego y supo que bajo su exterior tranqu-
ilo, estaba furioso.
—No.
—Eleftherose ton —dijo Hefesto, volviendo su cicatrizada espalda
hacia Hades mientras era liberado de las ataduras, las cadenas volvi-
endo a la caja negra. Se frotó las muñecas cuando todo el peso de la
pregunta de Hefesto se apoderó de él. Había pensado que Hades se
estaba acostando con Afrodita, y lo había creído tan profundamente
que sintió que necesitaba magia para obtener la verdad.
Recogió la caja y se enderezó, mirando la espalda de Hefesto.
—¿Por qué me preguntas sobre Afrodita? —No pudo evitar la
frustración en su voz. Sabía por qué Hefesto había preguntado, por-
que, a pesar de su ngida indiferencia, se preocupaba por su esposa
y con quién elegía acostarse. La amaba y, sin embargo, elegía ser mi-
serable, elegía ser pasivo.
—¿No he revelado lo su ciente de mi vergüenza? —preguntó
Hefesto.
—No es vergonzoso amar a tu esposa.
Hefesto no dijo nada.
»Si temías su in delidad, ¿por qué la liberaste de los lazos del
matrimonio en primer lugar?
El dios se tensó. Claramente, no sabía lo que Afrodita había com-
partido con él. Que, en la víspera de su matrimonio con la Diosa del
Amor, Hefesto la había liberado de todas las obligaciones de ese
matrimonio.
—Se vio obligada a casarse conmigo —dijo Hefesto, como si eso
lo explicara todo. Aunque era cierto. Zeus había arreglado su matri-
monio para mantener la paz entre aquellos que querían a Afrodita
por esposa.
—No tenías que estar de acuerdo —dijo Hades.
Los músculos de Hefesto se tensaron y el Dios de los Muertos
supo que lo había enojado. Sin embargo, cuando habló, su voz era
tranquila, sin emoción.
—¿Quién soy yo para rechazar un regalo de Zeus?
Era un comentario simple, pero decía mucho sobre cómo se veía
Hefesto a sí mismo: indigno de felicidad, favor y amor.
Hades suspiró. En verdad, no le correspondía involucrarse en la
relación de Hefesto y Afrodita. Ya tenía bastante de qué preocuparse,
ya que estaba con las Moiras, Sísifo y Perséfone.
—Gracias, Hefesto —dijo, levantando la caja—. Por tu tiempo.
Se teletransportó desde el laboratorio cavernoso, apareció en el
cielo sobre el océano y se dejó caer a través de nubes ondulantes.
Aterrizó en la tierra, en la isla de Atlántida. El impacto sacudió el su-
elo y estropeó el mármol a sus pies. A su alrededor, la gente de Pose-
idón, mortales que se llamaban a sí mismos Atlantes, gritaros. Su
hermano tardó unos segundos en aparecer, con el torso desnudo y
vistiendo un pteruges, una falda decorativa hecha de tiras de cuero.
El oro le cubría los antebrazos, su cabello rubio y ondulado estaba
coronado con lanzas de oro, y dos grandes cuernos de marjor en es-
piral sobresalían de la parte superior de su cabeza.
El Dios del Mar parecía estar preparado para la batalla, lo cual
era justo. Hades solo lo visitaba cuando tenía una cuenta pendiente,
y esta vez no era diferente.
—Hermano. —Poseidón asintió brevemente.
—Poseidón —dijo Hades.
Hubo un momento de tenso silencio antes de que Hades pregun-
tara:
—¿Dónde está Sísifo?
Poseidón sonrió.
—No te gustan las bromas, ¿verdad, Hades?
Hades inclinó la cabeza hacia un lado y, mientras lo hacía, una
gran estatua de mármol de Poseidón se agrietó y se partió. Cuando
las piezas se estrellaron contra el suelo, más miembros del culto de
Poseidón, que se habían detenido a mirar, corrieron a cubrirse, gri-
tando.
—¡Deja de destruir mi isla! —ordenó Poseidón.
—¿Dónde está Sísifo? —exigió Hades de nuevo.
Los ojos de su hermano se entrecerraron y se rio entre dientes.
—¿Qué hizo? Dime que estuvo bien.
La ira de Hades era aguda y, por primera vez desde que le había
pedido a Hefesto un arma para contener la furia de Poseidón, se dio
cuenta de que estaba destinada tanto a él como a su hermano. Cansa-
do de perder el tiempo, Hades arrojó la caja a los pies de Poseidón.
En el siguiente segundo, el Dios del Mar se encontró atrapado en ca-
denas. Durante unos segundos, Poseidón parpadeó sorprendido por
el metal alrededor de sus muñecas. Tiró de ellas, tratando de rom-
perlas con su fuerza, los músculos se hincharon, las venas estallaron,
pero no importaba cuánto lo intentara, permanecieron.
—¿Qué diablos, Hades? —gruñó.
—¡Dime dónde se esconde Sísifo! —La voz de Hades era brutal y
áspera.
—No sé dónde está tu maldito mortal —escupió Poseidón—. ¡Li-
bérame!
Hades podía sentir el poder de Poseidón aumentando con su ra-
bia. El mar alrededor de la isla se agitó violentamente, lamiendo los
bordes de la masa de tierra. Hades solo esperaba poder obtener las
respuestas que estaba buscando antes de que se desatara la violencia
de su hermano. Poseidón no lamentaría la pérdida de su pueblo si
eso signi cara vengarse de él.
—Cuidado, hermano. Tu rabia puede agregar adoradores a mi
reino.
Era lo único que podía decir para que Poseidón se detuviera.
El dios lo fulminó con la mirada, su pecho subía y bajaba con ira,
pero Hades sintió que su magia menguaba. Dada su frustración, Ha-
des había olvidado que las cadenas sacaban la verdad de su captor,
lo que signi caba que Poseidón realmente no sabía dónde estaba Sí-
sifo.
Necesitaba hacer una pregunta diferente.
—¿Cómo conoces a Sísifo de Ephyra? —preguntó.
Poseidón rugió, claramente tratando de luchar contra las palab-
ras que la magia arrancó de su garganta.
—Salvó a mi nieta de Zeus.
¡Ah! Ahora estaban llegando a alguna parte.
—¿Y lo recompensaste?
—Sí —siseó Poseidón.
—¿Le concediste un favor?
—No.
—¿Qué le concediste?
—Un huso.
Un huso, una reliquia, tal como sospechaba. Explicaba cómo Sí-
sifo había podido robarle la vida a otro mortal.
—¿Le diste a un mortal un maldito huso? —gruñó Hades—. ¿Por
qué?
Por primera vez desde que había comenzado a interrogar a Pose-
idón, pareció hablar con facilidad cuando dijo:
—Para molestarte, Hades. ¿Por qué más?
Era una razón insigni cante, pero una razón muy de Poseidón,
no obstante.
—Aunque te diré una cosa. Haré un trato contigo —dijo Pose-
idón—. Un contrato, como lo llamas.
—Esas son palabras valientes que vienen de alguien que no tiene
poder para luchar contra la magia que le mantiene cautivo —obser-
vó Hades.
—Te ayudaré a encontrar a Sísifo. Demonios, lo atraeré yo mis-
mo si…
Hades esperó, odiando lo lento que hablaba Poseidón, cuánto ti-
empo desperdiciaba.
—Si liberas a mis monstruos del Tártaro.
—No.
Hades ni siquiera necesitaba pensar. No renunciaría a ninguna
de las criaturas que vivían en las profundidades del Tártaro. No tení-
an lugar en el mundo moderno, y de nitivamente no tenían lugar en
las manos de Poseidón.
El suelo comenzó a temblar y el océano se elevó en todos los la-
dos de la isla, brotando de las grietas que Hades había creado en el
mármol de Poseidón. Había presionado demasiado. Hades lanzó su
magia como una red, envolviendo la masa de tierra en la sombra pa-
ra mantener a raya a su hermano.
—Perdiste a tus monstruos porque trataste de derrocar a Zeus —
dijo Hades con los dientes apretados. La magia de Poseidón era pe-
sada y sintió como si lo estuvieran enterrando vivo mientras luchaba
contra su muro de sombra—. Ahora estás enojado porque hubo con-
secuencias por tus acciones. Qué infantil.
El disgusto que sintió Hades por su hermano en este momento
alimentó la fuerza de su magia, aunque la demostración de Poseidón
no era sorprendente. Su vida había sido una secuencia de arrebatos
infantiles que tuvieron terribles consecuencias para los involucrados.
—Dices ser un rey y aún sigues las reglas de Zeus —escupió Po-
seidón.
—Sigo mis propias reglas —dijo Hades—. Simplemente no se
alinean con tu voluntad.
Hades no solía estar de acuerdo con Zeus, pero al menos el Dios
del Trueno creía en la existencia de una sociedad libre. Creía que to-
dos los dioses tenían su papel en el mundo, y que debían mantener
el orden dentro de su especialidad y nada más.
Poseidón no era de la misma opinión, y si pudiera gobernar to-
do, lo haría.
El problema era que tenía dos hermanos igualmente poderosos
que podían, lo harían, y lo habían detenido.
Hades cerró los ojos y buscó en su oscuridad, en la parte de sí
mismo que había nacido para la guerra, el caos y la destrucción. La
parte que estaba desesperada por control, orden y poder. Se basó en
esa desesperación, esa voluntad, esa fuerza, haciéndola salir a la su-
per cie hasta que el poder que brotaba de lo profundo de su pecho
explotó en una corriente de sombras. Atravesó a Poseidón y su muro
de agua, y el dios cayó de rodillas, el suelo temblando debajo de él.
Los dos dioses respiraron con fuerza y se miraron el uno al otro,
y mientras el agua se asentaba a su alrededor, Hades habló:
—He salvado a tu gente y a tu isla. Se me debe un favor.
Existía la posibilidad de que Poseidón no estuviera de acuerdo,
que fuera al mismo lugar oscuro que Hades tenía para recuperar el
poder, pero esperaba que el Dios del Mar se diera cuenta de lo que
estaba en juego, más que simples monstruos. Si luchaba, signi caría
el n de la Atlántida, su gente, y quizás su libertad.
Zeus lo había tomado antes. Nada le impediría volver a hacerlo.
—Piensa, Poseidón. ¿De verdad quieres que tu imperio acabe
por este mortal?
Podía ver la indecisión en guerra en los ojos de Poseidón. En este
punto, ya no se trataba de un mortal, se trataba de Hades y el hecho
de que había desa ado, y dominado, a Poseidón frente a su propia
gente.
—Poseidón. —Una voz femenina y musical pronunció el nombre
del dios.
La mirada de Hades se desvió hacia An trite, la esposa de Pose-
idón. Sus ojos eran grandes y redondos, y del color del peridoto.
Eran espeluznantes de contemplar puestos en un rostro delicado. El
cabello largo y pelirrojo envolvía su cuerpo curvilíneo como una ca-
pa. Era hermosa y estaba profundamente enamorada de su esposo, a
pesar de su in delidad.
En su presencia, la ira de Poseidón se evaporó y su cuerpo se
desplomó. Hades vio como An trite se apresuraba hacia él, y el Dios
del Mar la agarraba, las cadenas tintineaban mientras lo hacía. Se ab-
razaron el uno al otro antes de separarse y mirarse a los ojos. Algo
pasó entre ellos, una comunicación sin palabras nacida de años de
compañía. Después de un momento, Poseidón miró a Hades.
—Un favor, entonces. —Estuvo de acuerdo.
—Me ayudarás a capturar a Sísifo —dijo Hades—. Ya que eres
responsable de esta plaga en el mundo.
Era como pedir ayuda a Poseidón y Hades lo odiaba, pero pro-
bablemente era la forma más fácil de sacar a Sísifo de las calles y su
droga de circulación.
—Iniquity —dijo Hades—. Mañana a medianoche.
—Sísifo no se acercará a menos de un kilómetro de tu territorio
—dijo Poseidón—. Y no tan rápido, especialmente después de tu…
bruta demostración de poder. Serán unos días, y será en mi territorio.
A Hades no le gustó la idea de reunirse en el territorio de Pose-
idón. Signi caba que tenía más a su disposición, tanto en poder co-
mo en gente, pero el Dios del Mar tenía razón. Lo mejor era reunirse
en un lugar que no levantara las sospechas de Sísifo.
—Bien —dijo Hades—. Eleftherose ton.
Cuando Hades pronunció las palabras, Poseidón fue liberado de
sus cadenas. An trite ayudó al corpulento dios a ponerse de pie, lo
cual fue casi cómico, considerando que era la mitad de su tamaño.
Poseidón la atrajo hacia sí, sus grandes manos casi cubrieron su cin-
tura, y la besó. Hades desvió la mirada, confundido por su muestra
de afecto. Si su hermano amaba tanto a su esposa, ¿por qué persegu-
ía a otras mujeres? Parecieron perdidos el uno en el otro por un mo-
mento, la ira de Poseidón hacia su hermano olvidada momentáne-
amente.
Hades usó su magia para recuperar la pequeña caja negra que
Hefesto le había dado. No había forma de dejar que algo tan útil y
poderoso se le escapara de las manos. Cuando aterrizó en la palma
de Hades, An trite lo miró. Podría ser su cuñada, pero sabía muy
poco sobre ella, salvo que podía calmar los mares y a Poseidón.
Pero ahora mismo, Hades sintió su furia.
—Creo que es hora de que se vaya, lord Hades —dijo.
La comisura de su boca se inclinó y asintió antes de desaparecer.
Capítulo XII
Un juego con una diosa

Hades regresó al Inframundo y convocó a Ilias. Estaba exhausto


después de gastar tanta energía para mantener a raya la magia de
Poseidón, pero tenía un plan para localizar a Sísifo. Era la primera
vez que sentía algún tipo de éxito desde el comienzo de este terrible
calvario.
Se sirvió un vaso de whisky y bebió rápidamente, acercándose a
la ventana para mirar hacia su reino y vio a Hécate caminando con
Perséfone. Las dos diosas hablaban, sonreían y reían, y Hades no pu-
do evitar pensar en lo perfecta que se veía Perséfone en su reino, co-
mo si perteneciera allí, como si siempre hubiera estado allí.
—¿Milord? —preguntó Ilias.
Hades volvió la cabeza y encontró al sátiro a su lado, con la ceja
levantada.
»¿Disfrutando de la vista? —preguntó, divertido.
A Hades le hubiera gustado darse cuenta de que Ilias había lle-
gado.
—Tengo un trabajo para ti —dijo—. Poseidón le dio a Sísifo una
reliquia. Un huso, para ser exactos.
Los ojos del sátiro se agrandaron.
—¿Un huso? ¿De dónde sacó eso?
—Ese es tu trabajo —dijo Hades—. Rastréalo.
—¿Y qué le gustaría que hiciera cuando lo encuentre?
Por lo general, Hades daba rienda suelta a Ilias sobre cómo tratar
con los tra cantes ilegales. El sátiro organizaría redadas, quemaría
tiendas, destruiría mercancías. En raras ocasiones encontró a alguien
digno de unirse a Iniquity.
—Quiero sus nombres —respondió. Los visitaría personalmente.
—Considérelo hecho. —Ilias se inclinó, pero no se apartó del la-
do de Hades. Mirando hacia fuera, asintiendo con la cabeza hacia
Perséfone y Hécate, dijo—: Tiene curiosidad por usted.
—Está ansiosa por examinar mis defectos —corrigió Hades.
El sátiro se rio entre dientes.
—Me gusta.
—No estoy buscando tu aprobación, Ilias.
—Por supuesto que no, milord.
Con eso, el sátiro se fue, y Hades miró hasta que Perséfone ya no
estuvo a la vista, pero podía sentir su presencia en su reino, una an-
torcha que quemaba un camino a través de su piel. Consideró bus-
carla, pero pensó en contra de eso. Por mucho que esperaba cambiar
la opinión de Perséfone sobre él, también necesitaba que encontrara
consuelo y amistad en su reino.
No necesitaba.
Quería.
Quería que encontrara consuelo en sus jardines, que recorriera
los caminos del Inframundo con Hécate, que celebrara con las almas.
Quería que ella, algún día, pensara en el Inframundo como su hogar.
Un sentimiento extraño lo invadió, uno con el que estaba famili-
arizado y odiaba: vergüenza. Si alguien pudiera escuchar sus pensa-
mientos, se reirían. El Dios de los Muertos esperanzado por el amor,
pero no podía evitarlo. Cuando tomó a Perséfone en sus brazos en el
jardín, cuando la besó, de repente comprendió lo que podía ser su
vida: apasionada y poderosa. Quería eso desesperadamente.
Y, a pesar de su disgusto hacia él y sus tratos, no podía negar su
deseo. Lo había sentido en el tirón de sus dedos a través de su cabel-
lo, el molde de su cuerpo suave al suyo y la desesperación en su be-
so.
Su cabeza comenzó a correr, y una calidez se extendió a través
de él que fue directa a su polla. Gimió, iba a tener que expulsar algo
de esta energía.
Se quitó la chaqueta y la camisa, y se dirigió a los Campos Asfó-
delos.
—Cerbero, Tifón, Ortro, ¡vengan! —llamó, y se volvió en direcci-
ón a los dóberman que se acercaban. Trotaron a través de la hierba,
decididos en su paso.
»Alto —ordenó cuando se acercaron, y los tres obedecieron y se
sentaron. Cerbero se sentó en el medio, Tifón a la derecha y Ortro a
la izquierda. Eran perros hermosos con pelajes negros relucientes,
orejas puntiagudas y cabezas en forma de cuña.
Nunca estaban separados, siempre viajaban en manada, protegi-
endo el Inframundo de intrusos o deidades no deseadas que vivían
fuera de las puertas de su reino. A veces, Hécate los reclutaba para
varios castigos, ordenándoles que se deleitaran con las entrañas o
mutilaran un alma merecedora.
Hades prefería el tiempo de juego.
—¿Cómo están mis chicos? —preguntó, rascando sus orejas. Sus
comportamientos cambiaron de feroz a juguetón. Las colas de los
perros se menearon y sus lenguas colgaron fuera de sus bocas—.
¿Castigaron a muchas almas hoy?
Se tomó un tiempo para rascar detrás de las orejas.
—Buenos chicos, buenos, buenos chicos.
Convocó una pelota roja de la nada. Cuando los perros la vieron,
se sentaron derechos, jadeando con anticipación. Hades sonrió, lan-
zando la pelota al aire, una, dos veces, los ojos de los perros siguién-
dola con gran atención.
—¿Cuál de ustedes es más rápido? ¿Cerbero? ¿Tifón? ¿Ortro?
Mientras pronunciaba el nombre de cada dóberman, ellos lanza-
ron un gruñido, impacientes por la persecución.
Hades sonrió, sintiéndose un poco diabólico.
—Quietos —ordenó, y luego lanzó la pelota.
Buscar la pelota con Cerbero, Tifón y Ortro no era como buscar
la pelota con perros normales. La fuerza de Hades era grande, y cu-
ando lanzó la pelota, se extendió por kilómetros, pero sus dóberman
eran anormalmente rápidos, capaces de viajar a través del Inframun-
do en minutos.
Esperó hasta que la pelota desapareció, antes de volverse hacia
los perros.
—Busquen.
A su orden, los perros despegaron, sus músculos trabajando po-
derosamente. Hades se rio mientras los tres corrían para encontrar la
pelota. Regresaron en poco tiempo, corriendo en sincronía, la bola
roja aferrada en la boca de Cerbero, quien la llevó obedientemente a
Hades y la dejó caer a sus pies. Continuó jugando con sus perros,
corriendo en círculos por el prado, eliminando su frustración y luj-
uria hasta que se sintió sin aliento y sudoroso.
Lanzó la pelota una vez más, libre de la carga de sus sentimien-
tos, cuando se volvió y encontró a Perséfone de pie en el claro, mi-
rándolo con los ojos muy abiertos.
Mierda.
Era hermosa, y sus ojos viajaron a lo largo de su cuerpo, sin
vergüenza. Tenía ores en el cabello, camelias, si tenía que adivinar,
y pasaban por largos mechones de rizos rubios. Llevaba una camise-
ta sin mangas azul que se cortaba en una V baja en el cuello, lo que
llamaba la atención sobre sus senos. Su pantalón corto era blanco, re-
velando sus largas piernas, piernas que él había sujetado alrededor
de su cintura hace apenas unos días. Cuando sus ojos viajaron de
regreso a su cuerpo, descubrió que su mirada había hecho el mismo
descenso y sonrió con su ciencia.
Podría haberla desa ado a negar su atracción hacia él, excepto
que la Diosa de la Brujería estaba allí y marchaba directamente hacia
él.
—¡Sabes que nunca se comportan para mí después que los malc-
rías! —estaba diciendo, extendiendo sus brazos en la dirección don-
de Cerbero, Tifón y Ortro habían desaparecido. Su queja era diverti-
da, principalmente porque los tres eran rápidos para obedecer, espe-
cialmente si se les indicaba que regresaran a su trabajo.
Sonrió.
—Se vuelven perezosos bajo tu cuidado, Hécate.
Y gordos. A ella le gustaba alimentarlos.
Los ojos de Hades se deslizaron hacia Perséfone.
—Veo que has conocido a la Diosa de la Primavera.
No se perdió de cómo ella se puso rígida ante el título.
—Sí, y tiene mucha suerte de que lo hiciera —dijo Hécate, con
los ojos brillantes—. ¡Cómo te atreves a no advertirle que se manten-
ga alejada del Leteo!
Sus ojos se jaron en Perséfone, que se esforzaba por no sonreír.
Parecía que disfrutaba escuchando a Hécate regañarlo, pero tenía ra-
zón, debería haberle advertido que no se acercara a ninguno de los
ríos del Inframundo. El Leteo, en particular, era poderoso, extrayen-
do recuerdos de las almas como el aire.
¿Qué habría hecho si lo hubiera tocado? ¿Bebido de él? Apartó los
pensamientos.
—Parece que le debo una disculpa, lady Perséfone.
Estaba sorprendida. Quizás no esperaba que se disculpara, pero
lo miró con esos ardientes ojos esmeralda y labios entreabiertos, y
encontró renovado su deseo por ella.
Entonces, el Cuerno del Tártaro sonó, y él y Hécate se volvieron
en su dirección.
—Me están convocando —dijo Hécate.
—¿Convocando? —preguntó Perséfone.
—Los jueces necesitan mi consejo.
Los Jueces, Minos, Radamantis y Éaco, a menudo convocaban a
Hécate para condenar a ciertas almas al castigo eterno, principal-
mente aquellas que habían cometido crímenes contra mujeres.
—Querida —le dijo Hécate a Perséfone—. Llama la próxima vez
que estés en el Inframundo. Regresaremos a los Asfódelo.
—Me encantaría —dijo Perséfone con una sonrisa, y eso hizo que
el corazón de Hades latiera más fuerte.
Disfrutó de su tiempo con las almas. Bien.
Cuando estuvieron solos, Perséfone se volvió hacia Hades.
—¿Por qué los jueces necesitarían el consejo de Hécate?
Inclinó la cabeza hacia un lado, curioso por su tono exigente, y
respondió:
—Hécate es la Señora del Tártaro, y particularmente buena para
decidir los castigos para los malvados.
—¿Dónde está el Tártaro?
—Te lo diría si pensara que usarías el conocimiento para evitar-
lo.
Pero dada su historia, no con aba en ella.
—¿Crees que quiero visitar tu cámara de tortura?
—Creo que eres curiosa, y estás ansiosa por demostrar que soy
como el mundo asume, una deidad a la que temer.
Todas las cosas que probablemente se con rmarían si encontra-
ba el camino hacia su eterna cámara de tortura.
Le lanzó una mirada desa ante.
—Temes que escriba sobre lo que vea.
Eso le hizo reír.
—Temer no es la palabra, querida.
Temía por su seguridad. Temía por sus suposiciones.
Puso los ojos en blanco.
—Por supuesto, tu no temes a nada.
Oh, querida, no sabes nada, pensó mientras se acercaba para tomar
una or de su cabello. Giró el tallo entre sus dedos y preguntó:
—¿Te gustaron los Asfódelos?
Ella sonrió y la honestidad lo dejó sin aliento.
—Sí. Tus almas… parecen muy felices.
—¿Estás sorprendida?
—Bueno, no eres exactamente conocido por tu amabilidad.
Los labios de Hades se fruncieron.
—No soy conocido por mi amabilidad con los mortales. Hay una
diferencia.
—¿Es por eso que juegas con sus vidas?
La estudió, frustrado por su pregunta y la forma en que la hizo,
como si se hubiera olvidado de que los mortales acudían a él para
negociar, no al revés.
—Creo recordar que no respondería ninguna de tus preguntas.
Los seductores labios de Perséfone se abrieron.
—No puedes hablar en serio.
—Completamente.
—Pero… ¿cómo llegaré a conocerte?
La comisura de su boca se levantó.
—¿Quieres conocerme?
Ella apartó la mirada, fulminante.
—Estoy siendo forzada a pasar tiempo aquí, ¿correcto? ¿No de-
bería llegar a conocer mejor a mi carcelero?
—Qué dramática —murmuró, y se quedó en silencio, conside-
rando. Quería responder a sus preguntas porque quería que entendi-
era su perspectiva, pero quería el control. Quería tener la capacidad
de limitar, de explicar hasta que lo entendiera, quería poder hacerle
preguntas también.
—Oh, no.
La voz de Perséfone llamó su atención y le arqueó una ceja.
—¿Qué?
—Conozco esa mirada.
—¿Qué mirada?
—Tienes esta… mirada —explicó, y se detuvo, como si no supiera
muy bien cómo explicarlo. Le gustaba verla buscar las palabras ade-
cuadas, fruncir el ceño sobre sus bonitos ojos—. Cuando sabes lo que
quieres.
—¿Lo hago? —preguntó, y no pudo evitar burlarse de ella—.
¿Puedes adivinar lo que quiero?
—¡No soy una lectora de mentes! —Su pregunta la puso nervi-
osa, sus mejillas se volvieron carmesí. Podría ser más una lectora de
mentes de lo que pensaba.
—Lástima —dijo—. Si quieres hacer preguntas, entonces pro-
pongo un juego.
—No —dijo rotundamente—. No voy a caer de nuevo.
—Sin contrato —prometió—. Sin deber favores, solo preguntas
respondidas, como tú quieras.
Ella levantó la barbilla y entrecerró esos hermosos ojos, y él tuvo
el fugaz pensamiento de que le gustaría que lo mirara así mientras
montaba su polla, fuerte y rápido.
Jódeme, pensó.
—Bien —estuvo de acuerdo al n—. Pero yo escojo el juego.
Su instinto fue rechazar su oferta, y las palabras estaban en la
punta de su lengua. No, yo tengo las cartas. Pero al considerar las con-
secuencias, pensó que podría ser una oportunidad para demostrarle
que podía ser exible.
Finalmente, sonrió.
—Muy bien, diosa.
Condujo a Perséfone a su o cina, donde la había visto dirigirse
con Hécate antes. La dejó sola durante unos minutos, el tiempo su -
ciente para cambiarse, y cuando regresó, estaba parada cerca de las
ventanas. Ante su aparición, lo miró por encima del hombro.
Sus pasos vacilaron y se detuvo en la puerta, mirando.
Era hermosa enmarcada en el paisaje del Inframundo.
—Es una vista hermosa—dijo.
—Mucho —suspiró, y luego se aclaró la garganta—. Háblame de
este juego.
Ella sonrió y se volvió completamente hacia él.
—Se llama piedra, papel o tijeras.
Explicó el juego, demostrando las distintas formas (piedra, papel
y tijeras) con las manos. A pesar de su entusiasmo, Hades no quedó
impresionado.
—Este juego suena horrible.
—Solo estás enojado porque no has jugado —respondió—. ¿Qué
pasa? ¿Tienes miedo de perder?
Hades se rió de la pregunta.
—No. Suena demasiado simple: piedra vence tijeras, tijeras ven-
ce papel, y papel vence piedra, ¿cómo exactamente el papel vence a
la piedra?
—Papel cubre la piedra —dijo Perséfone.
—Eso no tiene sentido. La piedra es claramente más fuerte.
Perséfone se encogió de hombros.
—¿Por qué el As es un comodín?
—Porque son las reglas.
—Bueno, es una regla que el papel cubra la piedra —dijo.
Hades sonrió ante su réplica. Había sonreído más en la última
hora que en su vida.
—¿Listo? —preguntó, levantando la mano y formando un puño.
Hades imitó sus movimientos y ella se rio. Claramente esto era di-
vertido para ella, y gimió internamente. Las cosas que ya hacía por
ella.
—¡Piedra, papel o tijeras! —dijo con fervor. De nitivamente se
estaba divirtiendo, y por eso, Hades se alegró.
—¡Sí! —chilló, con los brazos volando en el aire—. ¡La piedra ga-
na a las tijeras!
Hades frunció el ceño.
—Demonios. Pensé que escogerías el papel.
—¿Por qué?
—Porque acabas de cantar alabanzas del papel —explicó él.
Ella rio un poco más.
—Solo porque preguntaste por qué el papel cubre la piedra. Esto
no es póker, Hades, no es sobre engaño.
—¿No lo es? —No estaba de acuerdo. Estaba seguro de que, si
jugaba a este juego el tiempo su ciente, aprendería su tendencia a
elegir una de las tres opciones sobre las demás. Era un algoritmo y la
mayoría de la gente tenía un patrón, incluso si no se daban cuenta.
El silencio se extendió entre ellos por un momento, la emoción
anterior de Perséfone disminuyó. La atmósfera estaba cambiando y a
Hades no le gustó. Quería recuperar su ensoñación anterior, no exp-
lorar secretos más oscuros.
De repente, se preguntó si podría distraerla, acortar la distancia
entre ellos y presionar sus labios, pero ella miró hacia otro lado, to-
mó aire y preguntó:
—Dijiste que tuviste éxito antes con tus contratos. Dime sobre el-
los.
Hades apretó los labios antes de retirarse a la barra al otro lado
de la habitación para servirse una bebida. El alcohol lo ayudaría a re-
lajarse y, con suerte, evitaría que dijera algo de lo que arrepentirse.
Quería una oportunidad para explicarme, se recordó.
Se sentó en su sofá de cuero negro antes de contestar.
—¿Qué hay que decir? He ofrecido a muchos mortales el mismo
contrato a lo largo de los años, a cambio de dinero, fama, amor, de-
ben renunciar a su vicio. Algunos mortales son más fuertes que otros
y conquistan sus hábitos.
Era un poco más complicado que eso, y mientras hablaba, podía
sentir los hilos que cubrían su piel quemar por cada trato fallido que
había hecho con las Moiras.
—Conquistar una enfermedad no es sobre fuerza, Hades —dijo
mientras se sentaba frente a él, doblando la pierna debajo de ella.
—Nadie dijo nada sobre enfermedad.
—La adicción es una enfermedad —dijo—. No puede ser curada.
Debe ser manejada.
—Es manejada —argumentó.
Lo lograba haciendo que los mortales cumplieran sus acuerdos,
recordándoles lo que perderían si fracasaban: su vida.
—¿Cómo? ¿Con más contratos?
—Esa es otra pregunta —espetó, pero ella no pareció inmutarse
y levantó las manos, indicando que estaba lista para otra ronda. Ha-
des dejó su bebida a un lado y re ejó su postura. Cuando sacó pied-
ra y él tijeras, preguntó:
—¿Cómo, Hades?
—No les pido que renuncien a todo de una vez. Es un proceso
lento.
No quería admitir que no les había dado forma de manejaran sus
adicciones. Dependía de ellos encontrar la manera de limpiarse. Cu-
ando no dio más detalles, jugaron otra ronda.
Esta vez, para alivio de Hades, ganó.
—¿Qué harías? —preguntó, porque tenía curiosidad y no tenía
respuestas.
Ella parpadeó, frunciendo el ceño.
—¿Qué?
—¿Qué cambiarías? ¿Para ayudarlos?
Una vez más, sintió una punzada de frustración cuando su boca
se abrió sorprendida por su pregunta, pero su expresión cambió rá-
pidamente, volviéndose determinada.
—Primero, no permitiría que un mortal apostase su alma. —Se
quejó de su crítica, pero continuó—: En segundo lugar, si vas a soli-
citar un trato, desafíalos a que vayan a rehabilitación si son adictos, y
hazlo mejor, paga por ello. Si tuviera todo el dinero que tienes, lo
gastaría ayudando a la gente.
No tenía idea de su in uencia ni de cómo mantenía el equilibrio
negociando con los peores del mundo para alimentar a los más nece-
sitados.
—¿Y si recaen?
—¿Qué? —preguntó, como si no fuera nada—. La vida es dura
ahí fuera, Hades, y a veces vivirla es su ciente penitencia. Los mor-
tales necesitan esperanza, no la amenaza del castigo.
Hades consideró sus palabras. Sabía que la vida era dura, pero lo
sabía porque podía ver la carga sobre las almas cuando llegaban a su
puerta, no porque realmente entendiera lo que era ser mortal y exis-
tir en el Mundo Superior.
Después de un momento, levantó las manos como había hecho
antes para señalar otro juego. Cuando ganó, tomó su muñeca y le
dio la vuelta a la mano, colocando su palma plana, los dedos rozan-
do el vendaje allí.
—¿Qué pasó?
Su risa fue entrecortada, como si pensara que era una tontería
por preguntar.
—Solo un rasguño. No es nada comparado a las costillas magul-
ladas, lo prometo.
La mandíbula de Hades se apretó. Quizás no había comparación,
pero no le gustaba no poder evitar que fuera herida en su reino. En
realidad, esto era una pequeña parte de su mayor miedo, no poder
protegerla de aquellos que deseaban hacerle daño a él.
Después de un momento, le dio un beso en la palma, enviando
una descarga de magia a su piel para curar la herida. Cuando se
apartó, se encontró con su mirada acalorada.
—¿Por qué te molesta tanto? —susurró ella.
Porque eres mía, quiso decir, pero esas palabras se congelaron en
su garganta. No podía decirlas. Se conocían desde hacía una semana,
y ella no era consciente del hilo que los unía, solo del trato que la ob-
ligaba a estar aquí. Entonces, en cambio, le tocó el rostro. Quería be-
sarla, comunicar de alguna manera esta necesidad desesperada que
tenía de mantenerla a salvo en todos los sentidos, pero justo cuando
comenzaba a inclinarse hacia delante, la puerta de su estudio se ab-
rió y Menta entró en la habitación. Se detuvo en seco, sus ojos se est-
recharon en rendijas.
¿No le había ordenado que llamara?
—¿Sí, Menta? —preguntó, con la mandíbula apretada. Será mejor
que tenga una buena razón para esta interrupción… pero dudaba que ese
fuera el caso.
—Milord —dijo con fuerza—. Caronte ha solicitado tu presencia
en la sala del trono.
—¿Ha dicho por qué? —No trató de ocultar la irritación en su
voz.
—Ha atrapado a un intruso.
—¿Un intruso? —preguntó Perséfone, sus ojos curiosos se posa-
ron en los de Hades—. ¿Cómo? ¿No se ahogarían en el Estigia?
—Si Caronte atrapó a un intruso, es probable que hayan intenta-
do colarse en su bote —respondió, poniéndose de pie y extendiendo
su mano para que la tomara—. Ven, te unirás a mí.
Si tenía curiosidad por él y su reino, querría estar presente de to-
dos modos. Quizás vería la demanda que le imponían los mortales.
Presionó sus dedos en su palma, y la condujo por los pasillos de
su palacio hasta su cavernosa sala del trono, con Menta a la cabeza.
Al comienzo de su reinado, Hades había usado esta habitación
con más frecuencia que cualquier otra parte de su palacio. Había si-
do el único lugar al que las almas temían más que el Tártaro, porque
era un lugar de juicio. Se sentaba en su trono de obsidiana, anque-
ado por banderas negras con narcisos dorados, y arrojaba almas a
una eternidad sombría sin pensarlo dos veces. Entonces, había sido
despiadado, enojado y amargado, pero ahora, este era su lugar me-
nos favorito del reino.
Caronte los esperaba, su piel morena resaltaba contra su túnica
blanca. Era un daimon, una criatura divina que transportaba almas a
través del río Estigia. Se encontró con la mirada de Hades antes de
deslizarla hacia Perséfone, sus ojos oscuros brillando con curiosidad.
Debajo de su mirada, Perséfone comenzó a retirar su mano, pero Ha-
des la apretó. La guio hacia su trono, manifestando uno más pequ-
eño a su lado, compuesto por los mismos bordes dentados pero en
mar l y oro.
Le hizo un gesto para que se sentara y supo que estaba a punto
de protestar.
—Eres una diosa. Te sentarás en un trono.
Esas palabras eran similares a lo que realmente estaba pensando.
Serás mi esposa y mi reina. Te sentarás en un trono.
No protestó. Después de que ella tomó asiento, Hades también
lo hizo, volviendo su atención al daimon.
—Caronte, ¿a qué debo la interrupción? —preguntó.
—¿Tú eres Caronte?
La mandíbula de Hades se tensó, no solo por la interrupción de
la diosa, sino por la evidente admiración en su expresión y tono. Era
cierto que Caronte no se veía como el Mundo Superior lo representa-
ba. Era regio, un hijo de dioses, no un esqueleto o un anciano, y esta-
ba a punto de enfrentarse a una temporada en el Tártaro si no borra-
ba esa sonrisa de su rostro.
—Lo soy, de hecho, miladi.
—Por favor, llámame Perséfone —ofreció, su sonrisa coincidien-
do con la de él.
—Miladi está bien —interrumpió Hades. Su gente no la llamaría
por su nombre de pila—. Me estoy impacientando, Caronte.
El barquero inclinó la cabeza, probablemente para ocultar su risa
y no por respeto, pero cuando volvió a mirar a Hades, su expresión
era seria.
—Milord, un hombre llamado Orfeo fue sorprendido entrando a
escondidas en mi bote. Quiere una audiencia contigo.
Por supuesto, pensó. Otra alma ansiosa por suplicar por la vida, si no
por la suya, entonces la de otro.
—Hazle pasar. Estoy ansioso por volver a mi conversación con
lady Perséfone.
Caronte convocó al mortal con un chasquido de dedos. Orfeo
apareció de rodillas ante el trono, con las manos atadas a la espalda.
Hades nunca había visto al hombre antes, y no había nada particu-
larmente notable en él. Tenía el cabello rizado pegado al rostro y go-
teaba agua del Estigia. Sus ojos estaban apagados, grises y sin vida.
No era su apariencia lo que a Hades le interesaba de todos modos,
era su alma, cargada de culpa. Eso le interesaba, pero antes de mirar
más profundamente, escuchó la inhalación audible de Perséfone.
—¿Es peligroso? —preguntó ella.
Le había hecho la pregunta a Caronte, pero el daimon lo miró en
busca de una respuesta.
—Puedes ver su alma. ¿Es peligroso? —preguntó Perséfone, mi-
rando a Hades ahora. No estaba seguro de qué lo había frustrado
tanto en su pregunta. ¿Quizás era su compasión?
—No.
—Entonces libéralo de esas ataduras.
Su instinto era luchar contra ella, regañarla por desa arlo frente
a un alma, Caronte y Menta. Pero mirándola a los ojos, viendo su al-
ma, lo desesperada que estaba por ver compasión de él, cedió y libe-
ró al hombre de sus ataduras. El mortal no estaba preparado y cayó
al suelo con lo que Hades sintió fue un aplauso grati cante. Mientras
se levantaba del suelo, agradeció a Perséfone.
Hades rechinó los dientes. ¿Dónde está mi agradecimiento?
—¿Por qué has venido al inframundo? —La pregunta fue más
un gruñido. Le resultaba difícil contener su impaciencia.
El mortal miró jamente a los ojos de Hades, sin miedo. Impresi-
onante… o arrogante. Hades no pudo decidir.
—He venido por mi esposa. Deseo proponer un contrato, mi al-
ma a cambio de la suya.
—No comercio con almas, mortal —respondió Hades.
El hecho de que su esposa hubiera muerto fue un acto de las Mo-
iras. Las tres habían considerado necesaria su muerte y Hades no in-
terferiría.
—Milord, por favor…
Levantó la mano para silenciar las súplicas del hombre. Ninguna
cantidad de explicación del equilibrio divino ayudaría, por lo que
Hades no lo intentaría. El mortal miró a Perséfone.
—No la mires a ella en busca de ayuda, mortal. No puede ayu-
darte.
Podría haberle dado rienda suelta a su mundo, pero no podía to-
mar esas decisiones.
—Háblame de tu esposa —dijo Perséfone.
Las cejas de Hades se fruncieron ante su pregunta. Sabía que lo
estaba desa ando, pero ¿cuál era su objetivo?
»¿Cómo se llamaba?
—Eurídice —dijo—. Murió al día siguiente de casarnos.
—Lo siento. ¿Cómo murió?
Hades debería desalentar esta línea de conversación. Solo daría
esperanza al hombre.
—Simplemente se fue a dormir y nunca se despertó.
Hades tragó. Podía sentir el dolor del hombre y, sin embargo, la
culpa seguía pesando sobre su alma. ¿Qué le había hecho a su espo-
sa? ¿Por qué sentía tanta culpa por su muerte?
—La perdiste repentinamente. —Perséfone sonaba tan triste, tan
desamparada por el hombre.
—Las Moiras cortaron el hilo de su vida —intervino Hades—.
No puedo devolverla a los vivos, y no negociaré intercambiar almas.
Notó la curvatura de los delicados dedos de Perséfone en un pu-
ño. ¿Intentaría golpearlo? El pensamiento le divirtió.
—Lord Hades, por favor… —Orfeo se atragantó—. La amo.
Entrecerró los ojos y se rio. La amaba, sí, podía sentir eso, pero la
culpa le decía que el mortal estaba escondiendo algo.
—Puede que la hayas amado, mortal, pero no viniste aquí por el-
la. Viniste por ti. No concederé tu solicitud. Caronte.
Hades se reclinó en su trono mientras Caronte obedecía su or-
den, desapareciendo con Orfeo. Devolvería al hombre al Mundo Su-
perior al que pertenecía, donde lloraría como otros mortales su pér-
dida.
En el silencio, Perséfone hervía. Sintió su ira, ondeando. Después
de un momento, habló:
—Deseas decirme que haga una excepción.
—Deseas decirme por qué no es posible —espetó, y los labios de
Hades se crisparon.
—No puedo hacer una excepción para una persona, Perséfone.
¿Sabes con cuánta frecuencia me piden que devuelva almas del Inf-
ramundo?
Constantemente.
—Apenas le ofreciste una voz. Solo estuvieron casados por un
día, Hades.
—Trágico —dijo, y lo era, pero Orfeo no era el único con este ti-
po de historia. No podía pasar tiempo sintiendo por cada mortal cuya
vida no resultó como esperaban.
—¿Eres tan desalmado?
La pregunta lo frustró.
—No son los primeros en tener una triste historia de amor, Per-
séfone, ni serán los últimos, me imagino.
—Has traído de vuelta a mortales por menos.
Su declaración lo tomó por sorpresa. ¿A qué se refería?
—El amor es una razón egoísta para traer de vuelta a los muer-
tos —respondió. Todavía no había aprendido que los muertos eran
verdaderamente favorecidos.
—¿Y la guerra no lo es?
Hades sintió que su mirada se oscurecía. La ira que inspiraban
sus palabras lo atravesó.
—Hablas de lo que no sabes, diosa.
Los pactos que había hecho para devolver a los héroes de la gu-
erra pesaban mucho sobre él, pero la decisión no se tomó a la ligera
y no se dejó in uir por dioses o diosas. Había mirado hacia el futuro
y vio lo que le esperaba si no estaba de acuerdo. El sacri cio era el
mismo: alma por alma, cargas que llevaría para siempre. Cargas que
quedaron grabadas en su piel.
—Dime cómo elegiste bando, Hades —dijo.
—No lo hice —dijo entre dientes.
—Al igual que no le ofreciste a Orfeo otra opción. ¿Habría sido
renunciar a tu control el ofrecerle siquiera un vistazo a su esposa, a
salvo y feliz en el Inframundo?
No había pensado en eso, y tampoco tuvo mucho tiempo para
hacerlo en ese momento, porque Menta habló:
Había olvidado que la ninfa todavía estaba en la habitación.
—Cómo te atreves a hablar a lord Hades…
—¡Su ciente! —Hades la interrumpió y se puso de pie. Perséfo-
ne lo siguió—. Hemos terminado aquí.
—¿Debo mostrarle la salida a Perséfone? —preguntó Menta.
—Puedes llamarla lady Perséfone —espetó—. Y no. Nosotros no
hemos terminado.
Registró su sorpresa por un momento antes de volverse hacia
Perséfone. No lo miraba a él, si no que veía a Menta irse. Llamó su
atención y le tocó la barbilla con los dedos.
—Parece que tienes muchas opiniones sobre cómo administro mi
reino.
—No le mostraste compasión —dijo, y su voz tembló.
¿Compasión? ¿No recordaba su tiempo en el jardín? ¿Cuándo le había
mostrado la verdad del Inframundo? ¿No era compasivo usar su magia para
que sus almas puedan vivir una existencia más pací ca?
»Peor aún, te burlaste del amor que tenía por su esposa.
—Cuestioné su amor. No me burlé de eso.
—¿Quién eres tú para cuestionar el amor?
—Un dios, Perséfone.
La culpa de ese hombre no era en vano.
Entrecerró los ojos.
—Todo tu poder, y no haces nada con él más que herir.
Hades se estremeció. No pudo evitarlo, sus palabras eran como
cuchillos.
»¿Cómo puedes ser tan apasionado y no creer en el amor?
Se rio amargamente y dijo:
—Porque la pasión no requiere amor, querida.
Había dicho algo incorrecto. Lo supo antes que las palabras sali-
eran de su boca, pero estaba enojado y sus suposiciones hicieron que
quisiera lastimarla de la única manera que podía: con palabras, y
funcionó. Sus ojos se agrandaron y dio un paso atrás, como si no pu-
diera soportar estar tan cerca.
—¡Eres un dios despiadado!
Desapareció y la dejó ir. Si no lo hubiera acusado de lastimar a
otros, podría haber intentado ayudarla a entender su versión de las
cosas, incluso podría haberle dicho sobre la culpa que percibió en el
alma de Orfeo, pero no pudo convencerse a hacerlo.
Déjala pensar lo peor.
Capítulo XIII
Redención

Hades se paró ante el terreno desolado que le había regalado a


Perséfone. No había cambios en el suelo, todavía seco como un hu-
eso, todavía sin señales de vida.
Ella no había estado aquí en cuatro días. No había regresado pa-
ra visitar a Hécate o a los Asfódelos ni regar su jardín.
No había regresado a él.
Eres un dios despiadado.
Sus palabras resonaron en su cabeza, amargas, enojadas y… ve-
races. Tenía razón.
Era despiadado.
La evidencia estaba a su alrededor, y ahora la vio, de pie en el
jardín de su palacio, rodeado de hermosas ores y frondosos árboles.
Estaba en la ilusión de belleza que mantenía, en las organizaciones
bené cas que apoyaba, en los tratos que hacía. Era su intento de bor-
rar la vergüenza que había sentido por lo que una vez fue: despiada-
do, sin corazón, juicioso.
—¿Por qué estás deprimido? —La voz de Hécate vino desde at-
rás.
—No estoy deprimido —dijo, volviéndose hacia la diosa. Cerbe-
ro, Tifón y Ortro se sentaron obedientemente a sus pies. Llevaba una
túnica sin mangas, de color carmesí, y había recogido su largo y es-
peso cabello en una trenza.
Hécate arqueó la ceja.
—Parece que estás deprimido.
—Estoy pensando —dijo.
—¿Sobre Perséfone?
Hades no respondió de inmediato. Finalmente, dijo:
—Piensa que soy cruel.
Explicó lo que había ocurrido en la sala del trono, reconociendo
su tendencia a regatear, esto por aquello, no a comprometerse. Persé-
fone tenía razón, podría haberle ofrecido a Orfeo un vistazo de Eurí-
dice en el Inframundo. Quizás hubiera aprendido, entonces, por qué
el mortal se sentía tan culpable por su muerte.
—No dijo que eras despiadado por las razones que crees —dijo
Hécate.
El dios encontró su mirada de ojos oscuros.
—¿Qué quieres decir?
—Perséfone tiene esperanzas de amor, al igual que tú, Hades, y
en lugar de con rmar eso, te burlaste de ella. ¿La pasión no requiere
amor? ¿En qué estabas pensando?
El rostro de Hades se sintió cálido y frunció el ceño. Odiaba sen-
tir, especialmente, la vergüenza.
—¡Ella es… frustrante!
—Tampoco eres un paseo por el parque. —Hécate niveló su mi-
rada.
—Dice la bruja que usa veneno para resolver todos sus proble-
mas —refunfuñó Hades.
—Es mucho más efectivo que deprimirse.
—¡No estoy deprimido! —espetó y luego suspiró, pellizcando el
puente de su nariz—. Lo siento, Hécate.
Le ofreció una media sonrisa.
—Dime qué temes, Hades.
Le tomó un momento encontrar las palabras, porque realmente
no lo sabía.
—Que tenga razón —dijo—. Que no vea más dentro de mí que
su madre.
—Bueno, por suerte para ti, Perséfone no es su madre. Una ver-
dad que es importante que recuerdes.
Supuso que era muy injusto seguir comparándola con Deméter
como lo era para Perséfone compararlo con las palabras de Deméter,
pero había una parte de él que se preguntaba por qué agonizaba. Era
solo cuestión de tiempo antes de que las Moiras llevaran sus tijeras a
estos hilos que los mantenían entrelazados.
—Si quieres que entienda, debes compartir más.
—¿Y darle más forraje para los artículos que quiere escribir?
Creo que no.
Todavía estaba frustrado por su visita a Nevernight, descubrir
que estaba allí para acusarlo de destruir vidas mortales.
Hécate arqueó una ceja.
—No sabía que te importaba lo que piensen los demás, Hades.
Y ahora sabía por qué nunca le había molestado, porque preocu-
parse era una molestia.
—Será mi esposa —dijo.
—¿Y eso no le da el derecho a conocerte de manera diferente a
cualquier otra persona? —preguntó Hécate—. Con el tiempo, apren-
derá cómo piensas, cómo te sientes, cómo amas, pero no puede si no
te comunicas. Empieza con Orfeo.

q
Cuando Hades regresó al castillo, encontró a Tánatos esperándo-
lo en su o cina. El Dios de la Muerte parecía más pálido que de cos-
tumbre, sus ojos vibrantes apagados, sus labios rojos sin color. Nor-
malmente, tenía una presencia tranquilizadora, pero Hades podía
sentir su malestar y lo compartía.
—Hemos tenido otro —dijo Tánatos.
De alguna manera, Hades sabía lo que el dios diría incluso antes
de abrir la boca. Era como había anticipado Hades: Sísifo no se había
contentado simplemente con evitar la muerte inminente. Quería evi-
tarla por completo.
—¿Quién? —preguntó Hades.
—Su nombre era Aeolus Galani.
Hades se quedó en silencio por un momento, cruzando la habita-
ción hacia su escritorio. Fue un intento de alejarse de parte de la fu-
ria que sentía hacia el mortal que desa aba a la muerte y dañaba a
otros.
—¿Su alma?
Tánatos negó.
Hades golpeó el escritorio con los puños. Una sura apareció en
el centro de la perfecta y brillante obsidiana. Los dos dioses se qu-
edaron en silencio por un momento mientras cada uno procesaba có-
mo avanzar.
—¿Qué conexión tiene con Sísifo?
—Solo una. Ambos eran miembros de la Tríada —respondió Tá-
natos—. Nuestras fuentes dicen que Aeolus era un miembro elevado
de la organización.
Hades bajó las cejas. Comprendió los motivos de Sísifo para ma-
tar a Alexander. Había sido un subordinado, alguien cuya adicción
le había llevado a endeudarse. Sísifo lo había visto como desechable,
pero un miembro de alto rango de la Tríada era diferente. Su muerte
era como declarar la guerra. ¿Qué había motivado a Sísifo? ¿Se había
enterado del encuentro de Hades con Poseidón? ¿Esperaba enviar un
mensaje? ¿Se creía invencible ahora que estaba en posesión de la reli-
quia?
—¿Las Moiras? —preguntó Hades después de un momento.
—Furiosas.
No estaba seguro de por qué preguntó, sabía que estaban alboro-
tadas. No había visitado su isla desde que le devolvió las tijeras a Át-
ropos, e incluso eso había sido un calvario. Tan pronto como entró,
las tres comenzaron a sermonear y amenazar. Solo podía imaginar
cómo sonaban ahora, gimiendo en un estribillo horrible, amenazan-
do a Hades de la única manera que sabían: destruir lo que siempre
había querido.
Él ya estaba haciendo un buen trabajo por su cuenta.
—¿Qué haremos? —preguntó Tánatos, y su voz era tranquila,
llena de una melancolía que Hades sintió en su pecho.
Se giró, se arregló la corbata, y se abotonó la chaqueta.
—Convoca a Hermes —respondió Hades.
Las pálidas cejas de Tánatos se fruncieron.
—¿Hermes? ¿Por qué?
—Porque tengo un mensaje que enviar —dijo Hades.
Por suerte para Hermes, ni siquiera necesitaría palabras.

q
Hades dejó el Inframundo y se teletransportó a Nevernight. Ha-
bía esperado realizar sus rondas habituales, vagando sin ser visto
entre los mortales y humanoides que se amontonaban en el piso de
abajo, enviando a su personal a entregar contraseñas para el salón de
arriba antes de ascender para negociar, excepto que cuando llegó,
fue convocado al balcón por Ilias.
—Milord —dijo el sátiro cuando Hades se acercó.
—¿Sí, Ilias?
Asintió hacia algo en la distancia, y los ojos de Hades se entre-
cerraron mientras lo seguía.
—Esa ninfa. Creo que es de Deméter, está aquí para espiar a Per-
séfone.
Deméter tenía todo tipo de ninfas bajo su mando (alseidas,
daphnaie, meliae, náyades y crinaeae), pero esta era una dríada, una
ninfa de roble. Llevaba un glamour, probablemente con la esperanza
de pasar desapercibida, pero Hades podía ver su piel verde bajo la
magia. Incluso si su naturaleza no era evidente, era obvio que estaba
tramando algo. Sus ojos vagaron por la multitud, mirando con sos-
pecha. Claramente estaba buscando a alguien.
—¿Ha llegado lady Perséfone? —preguntó Hades, manteniendo
su tono neutral, y, sin embargo, después de la vergonzosa conversa-
ción que había tenido con Hécate en su jardín, no pudo evitar tener
esperanzas.
—Sí —respondió Ilias, y Hades sintió una mezcla de alivio y ten-
sión crecer dentro de él al mismo tiempo, un empujón y tirón que lo
hizo ansioso por verla—. La ninfa la siguió. No le impedí entrar, en
caso de que quisiera hablar con ella.
—Gracias, Ilias —dijo Hades—. Haz que la saquen de la pista.
A petición de Hades, Ilias habló por su micrófono. En segundos,
dos ogros emergieron de las sombras. Los ojos de la ninfa se agran-
daron al acercarse, uno a cada lado. Hubo un breve intercambio, pe-
ro ella no dio pelea y permitió que las dos criaturas la escoltaran a la
oscuridad del club. La dejarían en una pequeña habitación sin venta-
nas para esperar hasta que Hades estuviera listo para enfrentarla.
—Sabes qué hacer —dijo Hades—. Estaré allí en breve.
Ilias realizaría una veri cación de antecedentes de la ninfa, ap-
rendería su nombre, sus asociados y su familia. Era una especie de
arsenal, una forma de convertir las palabras en armas para que Ha-
des pudiera obtener lo que quería de la ninfa: que desa ara a su se-
ñora.
—Oh, e Ilias, programa una cita con Katerina cuando hayas ter-
minado.
Katerina era la directora de La Fundación Ciprés, la organizaci-
ón sin nes de lucro de Hades. Si iba a ayudar a los mortales de la
forma en que Perséfone deseaba, tendría que crear algo especial, y
sabía cuándo presentar el proyecto: en la próxima Gala Olímpica.
Salió del balcón y reclamó su glamour, moviéndose sin ser visto
por la pista de Nevernight en busca de Perséfone. Tenía que estar en
el club, porque había sellado las entradas al Inframundo para evitar
que entrara y saliera sin su conocimiento.
Mientras buscaba en las sombras, se encontró con Menta, que es-
taba enzarzada en una discusión con Mekonnen. Hades puso los ojos
en blanco; no había nada inusual en esto. La ninfa luchaba con todos
en su empleo.
—¡No somos una organización bené ca! —decía Menta.
—No está pidiendo caridad. —A pesar de la ira de Menta, Me-
konnen permaneció tranquilo. Era un rasgo que Hades admiraba en
el ogro, a quien había designado para el puesto de Duncan.
—Está pidiendo lo imposible. Hades no pierde su tiempo en el
duelo de los mortales.
Había algo de verdad en eso, y, sin embargo, escuchar las palab-
ras en voz alta, escucharlas dichas en un tono tan descuidado y gro-
sero, envió una lanza a través de su corazón. ¿Era así como había so-
nado cuando despidió a Orfeo? No era de extrañar que Perséfone se
hubiera horrorizado.
De repente estaba en desacuerdo con la forma en que Menta y
Perséfone lo percibían, ya que le sorprendió que pensaran de manera
similar. Menta esperaba que él rechazara a un mortal en peligro, y
Perséfone asumía lo mismo.
—¿Desde cuándo decides lo que Hades considera digno, Menta?
—preguntó Mekonnen, y Hades sintió verdadero aprecio por el og-
ro.
—Una pregunta cuya respuesta me gustaría mucho escuchar —
dijo Hades, saliendo de la sombra.
Menta se giró para encarar a Hades, la sorpresa en su rostro era
evidente en sus cejas arqueadas y labios entreabiertos. Claramente,
no tenía tanta con anza al hablar en su nombre cuando estaba pre-
sente.
—Milord —dijo Mekonnen, inclinando la cabeza.
—¿Escuché bien, Mekonnen? ¿Hay un mortal aquí para verme?
—Sí, milord. Es una madre. Su hija está en la UCI del Asclepius
Children’s Hospital.
La boca de Hades se puso en una línea sombría. La Fundación
Asclepio era una de sus organizaciones bené cas. Había elementos
de ser el Dios de los Muertos que no le gustaban, y uno de ellos era
la muerte de los niños. Por mucho que entendiera el equilibrio de la
vida, nunca aceptaría del todo que la muerte de niños fuera necesa-
ria.
—El niño aún no se ha ido, milord.
—Muéstrale mi o cina —instruyó Hades. Empezó a alejarse, pe-
ro se detuvo—. Y Menta, soy tu rey, y te dirigirás a mí como tal. Mi
nombre de pila no es para que lo pronuncies.
Hades cruzó la pista de su club con Menta pisándole los talones.
La ninfa lo agarró del brazo y Hades se giró para enfrentarla.
—Olvidas tu lugar —siseó.
Ni siquiera se inmutó, solo lo miró con ojos furiosos. No se dejó
intimidar por su ira, sin miedo a su rabia.
—¡En cualquier otro momento, habrías estado de acuerdo con-
migo! —respondió ella.
—Nunca he estado de acuerdo contigo —dijo—. Has asumido
que entiendes cómo pienso. Claramente, no es así.
Se apartó de ella y subió las escaleras, pero la ninfa continuó si-
guiéndolo.
—Sé cómo piensas —dijo la ninfa—. Lo único que ha cambiado
es Per…
Hades se giró hacia ella de nuevo y levantó la mano. No estaba
seguro de lo que pretendía hacer, pero terminó apretando el puño.
—No digas su nombre. —Las palabras se le escaparon entre los di-
entes y se dio la vuelta, abriendo la puerta de su o cina.
Sintió a Perséfone y Hermes dentro, pero no los vio. Años de
existencia en batalla le impidieron dudar en la puerta, pero estaba al
límite y no podía negar que la idea de que se escondieran juntos en
esta habitación lo hacía girar en espiral.
¿Por qué están aquí juntos? ¿Es por eso que no la ubicó en la pista an-
tes?
Apretó los dientes más fuerte de lo necesario.
—¡Estás perdiendo el tiempo! —espetó Menta, sacándolo de sus
pensamientos y redirigiendo su frustración. Se preguntó a qué se re-
fería: ¿la mortal o Perséfone?
—No es como si se me estuviera acabando —espetó Hades.
Los labios de Menta se juntaron.
—Esto es un club. Los mortales regatean por sus deseos; no ha-
cen peticiones al Dios del Inframundo.
—Este club es lo que yo digo que es.
La ninfa lo fulminó con la mirada.
—¿Crees que esto hará que la diosa piense mejor de ti?
Entrecerró los ojos y gruñó mientras hablaba.
—No me importa lo que los demás piensen de mí, y eso te inclu-
ye a ti, Menta. Escucharé su oferta.
Su expresión severa se relajó, sus ojos se agrandaron y se quedó
en silencio atónita por un momento antes de irse sin otro sonido.
Hades se alegró de tener unos segundos para controlar su ira, y
era importante, porque sabía que tenía audiencia. La magia de Persé-
fone y Hermes rozaba los bordes de la suya, encendiendo su sangre
de una manera que le dio ganas de enfurecerse, pero antes de poder
darse la vuelta, las puertas de su o cina se abrieron y entró una muj-
er mortal.
Estaba despeinada, como si se hubiera vestido apresuradamente.
El escote de su suéter caía sobre un hombro y llevaba un abrigo largo
que hacía que su cuerpo pareciera un globo. A pesar de su aparien-
cia desordenada, mantuvo la cabeza en alto y él sintió determinación
debajo de su espíritu roto.
Aun así, se congeló cuando lo vio, y él odió la forma en que sin-
tió su pecho. Sabía por qué era el enemigo del mundo de arriba, por-
que tenía la culpa de llevarse a todos sus seres queridos, porque no
había hecho nada para contradecir esas antiguas creencias sobre su
reino infernal, pero eso nunca le molestó hasta esta noche.
—No tienes nada que temer.
Su voz temblaba mientras se reía.
—Me dije que no dudaría. Que no dejaría que el miedo se apode-
re de mí.
Hades inclinó la cabeza hacia un lado. Había muy pocos mo-
mentos en su vida en los que sintió verdadera compasión por un
mortal, pero ahora la sentía por esta mujer. El núcleo de su alma era
bueno, amable y… simple. No quería nada más que paz, y, sin em-
bargo, tenía todo lo contrario.
Hades habló en voz baja.
—Pero has tenido miedo. Por un largo tiempo.
La mujer asintió y las lágrimas corrieron por su rostro. Las quitó
con ereza, con las manos temblorosas, y volvió a ofrecer esa risa
nerviosa.
—Me dije que tampoco lloraría.
—¿Por qué?
—Los Divinos no se conmueven con mi dolor.
Tenía razón, a él no le conmovía su dolor, pero sí su fuerza.
—Supongo que no puedo culparte —continuó—. Soy una entre
un millón suplicando.
Era una entre un millón que había hecho la misma solicitud y,
sin embargo, esta seguía siendo diferente.
—Pero no estás suplicando por ti, ¿verdad?
La boca de la mujer tembló y respondió en un susurro:
—No.
—Dime.
—Mi hija. —Las palabras fueron un sollozo y se tapó la boca con
la mano para sofocar su emoción. Después de un momento, conti-
nuó, frotándose el rostro—: Está enferma. Pineoblastoma. Es un cán-
cer agresivo.
Estudió a la mujer; el dolor habitaba dentro de su alma rota. Ha-
bía luchado por concebir. Después de varios abortos espontáneos de-
vastadores y tratamientos dolorosos, nalmente tuvo lo que quería:
una niña perfecta. Pero a los dos años, comenzó a tener problemas
para caminar y mantenerse en pie, y todo el júbilo que había sentido
la mujer se convirtió en desesperación.
Aun así, bajo ese terrible dolor, podía sentir la esperanza que
aún tenía para su hija, los sueños que mantenía para ella. La mujer
había luchado por tener este hijo, y lucharía por mantenerla en la ti-
erra, incluso si la mataba.
Y lo haría.
Los puños de Hades se apretaron ante el pensamiento.
—Intercambio mi vida por la de ella.
Muchos mortales habían ofrecido lo mismo, la vida de un amado
por otro, y nadie lo decía más que las madres que mendigaban a sus
pies. Aun así, no lo aceptaría.
—Mis apuestas no son para almas como tú.
—Por favor —susurró la mujer—. Te daré cualquier cosa. Lo que
quieras.
Se le escapó una risa sin humor. ¿Qué sabes de lo que quiero? Qu-
iso decir mientras sus pensamientos volvían hacia Perséfone.
—No podrías darme lo que quiero.
La mujer parpadeó, y pareció llegar a una especie de conclusión
tácita, porque colgó la cabeza entre las manos y sus hombros tembla-
ron mientras sollozaba.
—Eras mi última esperanza. Mi última esperanza.
Hades se acercó a ella, le puso los dedos bajo la barbilla y le secó
las lágrimas.
—No celebraré un contrato contigo, porque no quiero quitarte
nada. Eso no signi ca que no te ayudaré.
La mujer respiró hondo, sus ojos se abrieron con sorpresa ante
las palabras de Hades.
—Tu hija tiene mi favor. Estará bien y será tan valiente como su
madre, creo.
—¡Oh, gracias! ¡Gracias! —La mujer lo abrazó. Él se puso rígido,
sin esperar que reaccionara físicamente, pero después de un momen-
to, su agarre sobre ella se apretó antes de apartarla.
—Anda. Ocúpate de tu hija.
La mujer se alejó unos pasos.
—Eres el dios más generoso.
Los labios de Hades se crisparon mientras se reía.
—Enmendaré mi declaración anterior. A cambio de mi favor, no
le dirás a nadie que te he ayudado.
Las cejas de la mujer se arquearon.
—Pero…
Levantó la mano para silenciarla. Tenía sus razones para pedir el
anonimato, entre ellas que esta oferta podría malinterpretarse. Podía
ofrecerle la seguridad de que su hija estaría bien porque aún no esta-
ba muerta, solo en el limbo. No era lo mismo que Orfeo pidiendo el
regreso de Eurídice al Mundo Superior.
Hades tenía más control sobre las almas en el limbo porque eran
como comodines, su destino estaba indeterminado. Había varias ra-
zones para esto: a veces, el destino original necesitaba cambiar y las
Moiras usaban el limbo como un mecanismo para alterar vidas, a ve-
ces el alma misma no sabía si deseaba vivir o morir y el limbo se usa-
ba como una forma de darles tiempo a decidir.
Finalmente, ella asintió y luego sonrió, las lágrimas aún corrían
por su rostro.
—Gracias. —Giró sobre sus talones—. ¡Gracias!
Hades miró la puerta cuando se fue, la satisfacción que sintió al
ayudar a la mortal se disolvió en algo desagradable una vez que es-
tuvo solo, con Hermes y Perséfone todavía escondidos en su o cina.
Se giró, su magia surgió y los obligó a salir del espejo sobre su chi-
menea. Hermes, habiendo estado en estas situaciones en numerosas
ocasiones, se preparó y aterrizó de pie. Perséfone no tuvo tanta suer-
te. Aterrizó sobre sus manos y rodillas con un ruido sordo.
—Grosero —dijo Hermes.
—Podría decir lo mismo —respondió Hades, sus ojos se movi-
eron rápidamente hacia Perséfone mientras se ponía de pie, sacudi-
éndose las manos y las rodillas. Se veía diferente, pero supuso que se
debía a la forma en que estaba vestida. Llevaba una camiseta sin
mangas blanca y pantalón negro, y su cabello estaba recogido en un
moño en la parte superior de su cabeza, exponiendo su mandíbula
en ángulo y su elegante cuello. Le gustaba así. Parecía… cómoda.
—¿Escuchaste todo lo que querías? —le preguntó a ella.
Lo fulminó con la mirada.
—Quería ir al Inframundo, pero alguien me revocó el favor.
No le había revocado su favor; simplemente le había impedido
entrar antes de tener la oportunidad de hablar con ella. Desafortuna-
damente, ahora necesitaba hablar con Hermes sin audiencia.
Se volvió hacia el Dios de la Travesura.
—Tengo un trabajo para ti, mensajero.
Hades chasqueó los dedos y envió a Perséfone al Inframundo.
Hermes arqueó una ceja, luciendo particularmente crítico.
—¿Qué? —espetó Hades.
—Podrías haber manejado eso mejor.
—No pedí tu opinión.
—No es una opinión, es un hecho. Incluso Hécate estaría de acu-
erdo conmigo.
—Hermes… —advirtió Hades.
—Puedo convocarla para que exponga mi punto.
—Estás en mi territorio, Hermes, no lo olvides.
—Y soy tu mensajero, no lo olvides.
Se miraron el uno al otro. Recibir el consejo de Hermes sobre re-
laciones era como pedirle a Zeus lo mismo: inútil.
—Por suerte para mí, no son tus habilidades de mensajero lo que
busco, Dios de los Ladrones.
Capítulo XIV
Una batalla de voluntades

Mientras Hades se dirigía al Inframundo, la culpa le oprimía el


pecho. Era parecido a tener piedras apiladas sobre su cuerpo, y pen-
só en las palabras de Hermes. Podrías haber manejado eso mejor. Pero al
considerar sus acciones, no veía otro camino. Le estaba pidiendo a
Hermes que robara, y preferiría no dar explicaciones a Perséfone,
incluso si creía que tenía buenas razones.
Pero agonizaba. ¿Era este un momento en el que debería haberse co-
municado? ¿Debería haberle contado toda la historia detrás de la misión que
le había asignado a Hermes? ¿Que quería que el Dios de la Travesura inter-
ceptara todos los envíos de Sísifo? En efecto, Hades estaba desmantelan-
do su imperio. ¿O simplemente habría bastado con pedirle que les diera un
momento de privacidad?
Y ante ese pensamiento, de repente comprendió por qué no le
había hecho esa oferta: esencialmente, lo había espiado, y él había re-
accionado con ira en lugar de calma racional.
Gimió.
Era un puto desastre en esto.
Aun así, fue a buscarla y la encontró en la biblioteca. Estaba de
puntillas, con las manos apoyadas en el costado de una pileta en la
que estaba un mapa del Inframundo. Se inclinó más y más cerca de
la super cie acuosa, y el movimiento hizo que Hades se sintiera an-
sioso porque la pileta se doblaba como un portal. Un toque y sería
transportada a otro lugar en el Inframundo. Normalmente no le pre-
ocuparía porque podría recuperarla rápidamente, excepto que sabía
cómo funcionaba su mente, y lo más probable era que terminara ca-
yéndose en las llamas de las aguas del Flegetonte.
Eligió ese momento para darse a conocer.
—La curiosidad es una cualidad peligrosa, miladi.
Peligrosa. Exasperante. Emocionante. Era multifacético y tenía su
lugar, pero preferiría que sintiera curiosidad por otras cosas, como
él.
Ella se giró para mirarlo, sus bonitos ojos verdes se agrandaron.
Su mano fue a su corazón y los ojos de Hades se posaron en sus pec-
hos perfectos. Por un momento, todo en lo que pudo concentrarse
fue en el endurecimiento de sus pezones, presionando contra su ca-
misa blanca.
—No me llames miladi —espetó, y luego miró hacia la pileta—.
Yo… Este mapa de tu mundo no está completo.
Hades avanzó. Le gustaba la forma en que ella tenía que inclinar
la cabeza hacia atrás para mantener su mirada. Se detuvo a centímet-
ros de ella, deseando acortar la distancia aún más, deseando levan-
tarla en sus brazos y hacerle el amor contra esta pileta. Quizás caerí-
an y se encontrarían entre la ora del Inframundo. Dioses, cómo an-
siaba llevarla bajo su cielo.
Su fuerte exhalación lo sacó de sus pensamientos carnales, y su
mirada se movió hacia el agua. Ella se volvió para mirar, de espaldas
a él ahora. Esta posición no era mejor. Desde aquí, podía pasar su
brazo alrededor de su cintura y sellar su espalda contra su pecho,
presionar besos en su cuello mientras su otra mano exploraba, recor-
riendo sus pechos, bajando por su estómago y entre sus muslos.
Sacudió esos pensamientos de su cabeza.
—¿Qué ves?
—Tu palacio, los Asfódelos, el río Estigia y el Leteo… Eso es to-
do. ¿Dónde están los Elíseos? ¿Tártaro?
Sonrió ante su entusiasmo por comprender el Inframundo, inclu-
so si una parte de él se sentía incómoda. Si se salía con la suya, ella
nunca exploraría las montañas y cavernas del Tártaro. Esa parte de
su reino era una manifestación de su alma, oscura y desgarradora.
—El mapa los revelará cuando te hayas ganado el derecho a sa-
berlo.
—¿Qué quieres decir con ganado?
—Solo aquellos en quienes más confío pueden ver este mapa en
su totalidad. —El mapa era una verdadera arma, y Hades permitía
que pocos tuvieran acceso a él, entre ellos, Tánatos y Hécate.
—¿Quién puede ver el mapa completo? —Luego su voz se tensó
y sus ojos se entrecerraron con sospecha—. ¿Puede verlo Menta?
Sus celos le interesaban y no pudo evitar incitarla.
—¿Eso le molestaría, lady Perséfone?
—No —dijo rápidamente, y dejó que sus ojos cayeran hacia don-
de sus manos descansaban sobre la pileta.
Estaba mintiendo. Podía oírlo en la in exión de su voz, verlo en
el lenguaje de su cuerpo, saborearlo en el aire entre ellos. Debería de-
sa arla, como hizo el día que vino a Nevernight para exigir respues-
tas a sus tratos. Podrías hablar de cómo te ruborizas desde la cabeza a los
pies en mi presencia, cómo te hago perder el aliento… Podía señalar que
ella no había dejado espacio entre ellos desde que se acercó, que se
había inclinado más cerca de él cuanto más hablaban, arqueando la
espalda de una manera que llamaba la atención sobre sus curvas.
Hacía que la deseara aún más, y sabía que, si la besaba ahora, el-
la dejaría que la tomara. Su acoplamiento sería duro, rápido y deses-
perado, y estaría lleno de pesar.
No podía amarla y hacer que se arrepintiera, así que se volvió,
necesitando distancia, y se retiró a las estanterías, pero lo siguió, as -
xiándolo con su calor y su olor.
Ella luchó por igualar su paso, jadeando.
—¿Por qué revocaste mi favor?
—Para darte una lección —respondió, sin mirarla.
—¿De no traer mortales a tu reino? —Pensó que era extraño que
pensara en Adonis y no en Orfeo. No estaba seguro de qué hacer con
eso.
—De que no te vayas cuando estés enojada conmigo —dijo.
—¿Disculpa?
Ella se detuvo dejando a un lado los libros que llevaba y Hades
se volvió hacia ella. Su corazón se aceleró y se preguntó si podría te-
ner esta conversación.
—Me pareces alguien que tiene muchas emociones y nunca se le
ha enseñado a lidiar con todo, pero puedo asegurarte que huir no es
la solución.
Realmente soy alguien para hablar, pensó. Él estaba dando este dis-
curso tanto por su propio bien como por el de ella.
—No tenía nada más que decirte.
—No se trata de palabras —dijo, frustrado, y luego hizo una pa-
usa para respirar un poco antes de explicar—: Pre ero ayudarte a
entender mis motivaciones a que me espíes.
—No era mi intención espiar —dijo—. Hermes…
—Sé que fue Hermes quien te empujó hacia ese espejo —dijo con
suavidad. No se trataba del espejo en absoluto. Se trataba de cambiar
su opinión sobre él—. No deseo que te vayas y te enojes conmigo.
Ella negó ligeramente, frunció el ceño y preguntó:
—¿Por qué?
—Porque… —Se sintió estúpido. En toda su vida, nunca había
tenido que explicarse—. Es importante para mí. Pre ero explorar tu
ira. Escucharía tu consejo. Deseo comprender tu perspectiva.
Comenzó a hablar de nuevo y él sabía lo que iba a preguntar.
¿Por qué? Entonces, respondió:
»Porque has vivido entre los mortales. Tú los entiendes mejor
que yo porque eres compasiva.
Ella miró hacia otro lado, con un leve rubor en sus mejillas. Des-
pués de un momento, preguntó en voz baja:
—¿Por qué ayudaste a la madre esta noche?
—Porque quería —dijo, y prácticamente podía sentir los ojos de
Hécate rodando. Puedes hacerlo mejor que eso. ¡Dije: comunícate!
—¿Y Orfeo?
Hades ofreció un suspiro ronco, frotándose los ojos con el índice
y el pulgar. Hécate tenía razón: tenía que hacerlo mejor con sus exp-
licaciones.
—No es tan simple. Sí, tengo la capacidad de resucitar a los mu-
ertos, pero no funciona con todos, especialmente cuando están invo-
lucradas las Moiras. La vida de Eurídice fue interrumpida por las
Moiras por una razón. No puedo tocarla.
—¿Y la chica?
—No estaba muerta, solo en el limbo. Puedo negociar con las
Moiras por vidas en el limbo.
—¿Qué quieres decir con negociar con las Moiras?
—Es sencillo —dijo—. Si le pido a las Moiras que perdonen un
alma, no tengo voz en la vida de otra.
Signi caba que quitarían otra vida del limbo, algo en lo que Ha-
des se esforzó por no pensar en este momento.
—Pero… ¡eres el Dios del Inframundo!
Lo era, pero eso no signi caba que rebatiera las decisiones. Inc-
luso si pudiera, había aprendido hace mucho tiempo que tales acci-
ones tienen consecuencias y algunas cargas que no estaba dispuesto
a soportar. Siempre había un propósito mayor en el trabajo, y para él
interferir signi caría la ruina.
—Y las Moiras son Divinas —dijo—. Debo respetar su existencia
como ellas respetan la mía.
—Eso no parece justo.
—¿De verdad? ¿O es que no suena justo para los mortales?
Los ojos de Perséfone brillaron, una pizca de su glamour se tam-
baleó bajo su piel.
—¿Entonces los mortales tienen que sufrir por el bien de tu ju-
ego?
—No es un juego, Perséfone. Y menos aún mío —respondió,
frustrado. ¿No había hecho un buen trabajo explicando el equilibrio
del Inframundo? ¿O era que ella realmente quería pensar lo peor de
él?
—Entonces, has ofrecido una explicación por una parte de tu
comportamiento, pero, ¿qué hay de los otros tratos?
Hades inclinó la cabeza, sus cejas se fruncieron sobre sus ojos y
dio un paso adelante. No le gustó su pregunta. Él había respondido
a esto, ¿todavía no estaba satisfecha? ¿O estaba enojada por su pro-
pio trato? Esperaba que retrocediera ante su aproximación, pero no
lo hizo, permaneciendo donde estaba y levantando la barbilla en de-
safío.
—¿Estás preguntando por ti, o por los mortales que a rmas de-
fender?
—¿A rmo? —Una vez más, esa luz en sus ojos se agitó, y Hades
quiso sonreír.
Sí, mi reina. Déjame alimentar ese fuego, despertar tu poder.
—Solo te interesaste en mis proyectos comerciales después de
entrar en un contrato conmigo —señaló Hades. Eso era cierto. ¿Hab-
ría comenzado esta caza de brujas si la hubiera dejado abandonar su
club sin ataduras?
—¿Proyectos comerciales? ¿Es así como llamas a engañarme de-
liberadamente?
—Así que esto es sobre ti.
—Lo que has hecho es injusto. No solo para mí, sino para todos
los mortales.
—No quiero hablar de mortales. Me gustaría hablar de ti. —Ha-
des se inclinó más cerca, guiando a Perséfone hacia la estantería. Sus
manos la enjaularon, una a cada lado de su rostro—. ¿Por qué me in-
vitaste a tu mesa?
Perséfone miró hacia otro lado, y los ojos de Hades bajaron a su
cuello mientras tragaba.
—Dijiste que me enseñarías.
Susurró las palabras, y se deslizaron por su columna vertebral,
haciéndolo temblar, haciéndole querer presionarla, acunar su suavi-
dad entre sus muslos.
—¿Enseñarte qué, diosa? —Sus labios cayeron sobre su piel y ro-
zó la columna de su cuello. La sintió temblar mientras susurraba pa-
labras contra su piel—. ¿Qué es lo que realmente deseabas aprender
entonces?
—Cartas.
La palabra era entrecortada y el aire entre ellos denso, un peso
tangible lleno de pensamientos eróticos y fantasías. Su cabeza cayó
hacia atrás, apoyada en la estantería, y sus manos se agarraron a los
estantes como si estuviera luchando contra sus propios instintos y la
voz en su cabeza que le ordenaba tocarlo también.
Sus labios exploraron, y mientras presionaba un beso contra su
esternón, miró hacia arriba.
—¿Qué más?
Entonces se encontró con su mirada, ojos brillantes e inquisiti-
vos. Sus labios rozaron los suyos mientras compartían el aliento.
—Dime —suplicó Hades.
Dime que me quieres, pensó, y te tomaré ahora. La levantaría en sus
brazos, le separaría las piernas y se acomodaría entre ellas. La fricci-
ón liberaría su pasión, sacudiría la tierra y revertiría los ríos. Termi-
naría con mundos y los comenzaría.
Cambiaría todo.
Esperó, y ella cerró los ojos mientras sus labios se abrían, invi-
tando a los suyos. Respiró hondo, su pecho subía y bajaba contra el
suyo. Se inclinó, listo para capturar su boca cuando admitiera la ver-
dad. Dime que me deseas.
—Solo cartas.
Se apartó a la velocidad del rayo, a pesar de su deseo furioso, e
intentó enmascarar su frustración ante su respuesta. Le tomó un po-
co de esfuerzo, y sus dedos se curvaron en puños, las uñas perforan-
do sus palmas. El dolor lo hizo más fácil, lo ayudó a concentrarse en
algo más que su polla dura como el acero.
Maldita sea, pensó.
Si ella no admitía su lujuria, él no seguiría haciendo el ridículo.
—Debes desear volver a casa —dijo, dándose la vuelta y dejando
los estantes, haciendo una pausa para mirar hacia atrás añadió—:
Puedes tomar prestados esos libros, si lo deseas.
Ella parpadeó, como si estuviera bajo algún tipo de hechizo, an-
tes de recoger los libros y seguirlo a la parte principal de la bibliote-
ca.
—¿Cómo? Retiraste mi favor.
—Créeme, lady Perséfone —dijo, manteniendo su tono vacío de
emoción—. Si te despojara de mi favor, lo sabrías.
Sería doloroso, como la piel desgarrada de los huesos.
—Entonces, ¿soy lady Perséfone otra vez? —Su voz contenía
desprecio y él se preguntó por su reacción. ¿Estaba enojada con él?
—Siempre has sido lady Perséfone, ya sea que elijas abrazar tu
sangre o no.
—¿Qué hay que abrazar? —preguntó y no lo miró a los ojos—.
Soy una diosa desconocida en el mejor de los casos… y una menor
en el otro
Hades frunció el ceño; esas creencias eran los barrotes que man-
tenían enjaulada su verdadera naturaleza.
—Si así es como piensas, entonces nunca conocerás el poder.
Hades no tenía nada más que decir. Tenía una ninfa que interro-
gar, energía que gastar, y Perséfone le había dejado claro que dese-
aba irse. Comenzó a reunir su magia y a teletransportarse a Never-
night, cuando su brusca orden lo detuvo.
—No. Me pediste que no me fuera cuando estoy enojada y te pi-
do que no me eches cuando estás enfadado.
Dejó caer su mano.
—No estoy enfadado.
—Entonces, ¿por qué me dejaste en el Inframundo antes? —pre-
guntó ella—. ¿Por qué enviarme lejos?
—Necesitaba hablar con Hermes —dijo.
—¿Y no podías decir eso?
Él dudó.
—No me pidas cosas que no puedas entregar tú mismo, Hades.
La miró jamente. Su línea de preguntas lo ayudó a comprender
algunas cosas sobre ella. Había herido sus sentimientos cuando la
dejó en el Inframundo antes. Se sintió ignorada y descartada.
Somos iguales, había dicho en su segundo encuentro. Cuando ha-
bía venido a pedir que le quitaran la marca. Ella estaba haciendo la
misma súplica ahora.
Después de un momento, asintió.
—Te concederé esa cortesía.
Exhaló y Hades se preguntó si había esperado que dijera que no.
El pensamiento hizo que su pecho se contrajera.
—Gracias.
Sus palabras lo relajaron y extendió la mano.
—Ven, podemos volver juntos a Nevernight. Tengo… asuntos
pendientes allí.
Ella movió los libros en sus brazos y tomó su mano, y regresaron
a su o cina. Su mirada se posó en el espejo sobre la chimenea y lu-
ego se dirigió a él.
—¿Cómo supiste que estábamos ahí? Hermes dijo que no nos
podían ver.
—Sabía que estabas aquí porque podía sentirte.
Se estremeció visiblemente y retiró la mano. Hades lamentó la
ausencia de su calidez. Ella recogió su mochila de donde la había de-
jado y se la echó al hombro. Al salir por la puerta, se detuvo y miró
hacia atrás. Se veía tan joven, tan hermosa, enmarcada por sus puer-
tas doradas, y se preguntó qué mierda estaba haciendo.
—Dijiste que el mapa solo es visible para aquellos en los que
confías. ¿Qué se necesita para ganarse la con anza del Dios de los
Muertos?
—Tiempo.

q
Hades vio salir a Perséfone a pesar de sus protestas. Sabía que
temía que la vieran con él y, en realidad, no podía culparla. Los me-
dios de comunicación eran despiadados y obsesivos, y rastreaban a
los dioses como presas con la esperanza de una foto que perpetuaría
el sensacionalismo y los chismes. A algunos de sus compañeros
Olímpicos les encantaba la atención, pero Hades se había propuesto
evitarlos por completo, yendo tan lejos como para colocar guardias
arriba y abajo de su calle, techos y edi cios alrededor de su club para
mantener su privacidad.
—Antoni te llevará a casa —dijo Hades después de haber convo-
cado al cíclope. Se quedó fuera del Lexus negro. Esperaba que Persé-
fone protestara, pero lo miró con una expresión amable en el rostro.
—Gracias.
Subió a la parte trasera del auto y lo miró a través de la ventana
mientras Antoni cerraba la puerta.
Verla partir se sintió diferente esta vez, como si hubieran encont-
rado un terreno en común. Como si estuvieran más cerca de enten-
derse el uno al otro… y se sentía esperanzado.
Tan pronto como su auto se perdió de vista, Ilias se acercó y le
entregó un archivo que había creado sobre la dríada que había segu-
ido a Perséfone hasta su club. Echó un vistazo al contenido y se lo
devolvió al sátiro.
—Gracias, Ilias —dijo, y desapareció, apareciendo en la pequeña
habitación donde había estado detenida la dríada. Ella gritó cuando
vio a Hades y se encogió contra la pared, temblando.
—Rosalva Lykaios. Asistente de Deméter. Es curioso que tu cur-
rículum no incluya también espía.
Habló en voz baja, con la voz temblorosa.
—P—por favor, milord…
—Seré breve —dijo, interrumpiéndola—. Tienes dos opciones
ante ti. O le mientes a tu señora y le dices que Perséfone no estuvo
aquí esta noche, o le dices la verdad.
Se movió hacia ella mientras hablaba, y la chica se encogió de
miedo.
—Si es lo primero, te arriesgas a la ira de Deméter —dijo—. Si es
lo segundo, te arriesgas a la mía.
—Me está pidiendo que haga lo imposible.
—No —dijo—. Te estoy preguntando, ¿a cuál de nosotros temes
más?
Capítulo XV
Un juego de engaños

Era temprano cuando Hades se dirigió a los establos del Infra-


mundo. Estaban ubicados en la parte trasera de su nca y eran tan
grandes como su castillo. Los suelos de mármol se alineaban en un
amplio pasillo anqueado por casetas con puertas negras brillantes.
Hades tenía cuatro caballos de color azabache, Orphnaeus, Aethon,
Nycteus y Alastor, que ocupaban cada caseta, y cuando apareció a la
vista, relincharon, pateando el suelo con sus patas con cascos.
—Sí, sí, lo sé. Se están consumiendo en estos establos y quieren
salir a correr —dijo mientras se quejaban ruidosamente—. Negociaré
con todos ustedes. Sean amables mientras les cepillo sus pelajes y re-
corto sus pezuñas, y dejaré que vaguen por el reino.
Bufaron en respuesta, un acuerdo.
—¿Quién quiere ir primero?
Se quedaron en silencio.
Eran fuego y azufre, y habían visto tantas batallas como Hades.
A pesar de cómo trataba de cuidarlos, sus espíritus eran salvajes, sus
sueños a igidos. Fueron torturados como él.
—Vengan ahora. Cuanto más esperen, más lejos estarán de la li-
bertad.
Eso llamó su atención y todos respondieron a la vez, golpeando
contra las puertas de sus casetas.
Hades sonrió y soltó una carcajada.
—Uno de ustedes tendrá que encantarme.
Se deslizó por la pasarela de mármol, deteniéndose en cada case-
ta.
—¿Alastor? —preguntó y el caballo gimoteó. De todos sus cabal-
los, Alastor era el más gentil, una ironía considerando que, en la ba-
talla, era conocido como el atormentador. Su memoria era extensa y
nunca olvidaba a un enemigo.
—¿Orphnaeus? —La bestia gimió.
—¿Aethon? —El semental soltó un fuerte resoplido por la nariz
y golpeó contra su puerta, el más agresivo de los cuatro.
—¿Nycteus? —El más joven resopló.
Hades se rio entre dientes y luego se acercó al puesto de Aethon.
—Muy bien, ya que eras tan vocal.
Abrió la puerta y condujo a la bestia a la estación de lavado en
los establos. No necesitaba asegurarlo para evitar que se escapara. A
pesar de su deseo de vagar, no desobedecerían a su amo. Hades co-
menzó el proceso limpiando los cascos de Aethon, quitando la suci-
edad y el barro de las plantas de las patas. Después, almohazó el pe-
laje, a ojando el barro, la arenilla y la suciedad. Mientras trabajaba,
habló.
—Hécate me cuenta que ustedes cuatro pastaron en su bosque
de hongos nuevamente.
Resoplaron en negación ante la acusación.
—¿Están seguros?
Negaron, relinchando.
—Porque Hécate dijo que llamó a cada uno de ustedes, y huye-
ron como una sombra, con los ojos en llamas.
Todos estaban callados.
Entonces, Alastor rebuznó y Hades se rio.
—¿Estás sugiriendo que Hécate imaginó todo el asunto?
Los cuatro resoplaron de acuerdo.
—Si bien no dudo del uso de hongos alucinógenos por parte de
Hécate, tampoco dudo de su uso —dijo.
Hades siguió, liberando los nudos de la crin y cola de Aethon.
Cepilló su pelaje dos veces más, con un cepillo más rígido y un cepil-
lo de acabado. Por último, usó un paño húmedo para limpiar alrede-
dor de los ojos, el hocico y las orejas de Aethon.
—Ve —dijo, y Aethon se apresuró a salir del establo a primera
hora de la mañana en el Inframundo.
Hades pasó a Orphnaeus, luego Nycteus y el último Alastor, re-
pitiendo los mismos pasos de limpieza de cascos, pelaje y crin.
Mientras limpiaba alrededor de los ojos de Alastor, preguntó en
voz baja.
—¿Estás bien, mi amigo?
El caballo miró a Hades con ojos oscuros y, dentro de ellos, vio la
profundidad de su tortura. De los cuatro, Alastor era el más a igido.
A menudo se separaba de los demás para vagar solo, necesitando el
aislamiento para luchar contra sus propios demonios.
Hades lo entendía.
El caballo exhaló silenciosamente y Hades le rozó el hocico.
—Lamentaría tu pérdida —dijo—. Pero si necesitas beber del
Lethe… te concederé tu deseo.
Alastor soltó un bu do y sacudió la cabeza, rechazando la oferta.
Hades sonrió.
—Es solo una oferta —dijo—. Tómala… si alguna vez te cansas
demasiado.
Terminó de limpiarle los oídos a Alastor y se alejó.
—Está bien, mi amigo. Ve.
Mientras Alastor salía corriendo de los establos, pasó junto a
Menta, quien se acercó a Hades con una expresión de su ciencia en
el rostro. No estaba seguro de por qué, pero el temor se acumuló en
su estómago cuando se acercó.
—Milord —dijo—. Tengo noticias.
Hades se centró en limpiar, sin mirarla a los ojos.
—¿Y qué noticia es esa, Menta?
—Es algo que querrá ver, milord.
Colgó el último de los cepillos en un poste cerca de la estación de
lavado antes de volverse para mirarla. La ninfa levantó un periódico,
una copia de Noticias Nueva Atenas. Sus ojos fueron inmediatamente
atraídos por la historia de la portada, que incluía su nombre.
Hades, Dios del Juego, por Perséfone Rosi.
Hades le arrebató el periódico de las manos y se quedó mirando
esas letras negras hasta que se volvieron borrosas en la página.
—Parece que tu preciosa Perséfone te ha traicionado —estaba di-
ciendo Menta, pero su voz sonaba lejana. Estaba demasiado concent-
rado en las palabras que su diosa había escrito como para prestar
atención.
La mejor manera de describir mi primer encuentro con el Dios
del Inframundo sería, tenso. Es frío y grosero, sus ojos, incoloros
abismos de juicio dentro de un rostro desalmado. Acecha en las
sombras de su club, cazando a los vulnerables.
Hades sintió una oleada de bochorno, vergüenza e ira, y por un
momento, todo lo que pudo pensar fue: Así que, ¿esto es lo que real-
mente piensa de mí? Y, sin embargo, no podía conciliar cómo se había
comportado en la biblioteca la noche anterior, la forma en que se ha-
bía inclinado hacia él, la forma en que había abierto los labios, lista
para los suyos. Había sentido su pasión tan intensamente como la
propia.
¿Podrían estos realmente ser sus pensamientos? ¿Sus palabras? ¿Esta-
ba tratando de encarcelar su corazón?
Continuó leyendo.
Hades dice que las reglas de Nevernight son claras. Pierde cont-
ra él y estás obligado a cumplir un contrato, uno que expone a sus
deudores a la vergüenza, y aunque ha reclamado éxito, todavía tiene
que nombrar una sola alma que se haya bene ciado de su supuesta
caridad.
Supuesta caridad.
Apretó los dientes; eso era muy caritativo.
¿Cómo se supone que lo sepa? No le he dicho nada, se respon-
dió.
—Visitaré a Demetri hoy. Perséfone nunca volverá a escribir —
dijo Menta.
Era el camino habitual. Cualquiera que fotogra ara o escribiera
sobre Hades generalmente se encontraba despedido y no podía ser
contratado. Nadie quería incurrir en la ira de Hades y, a pesar de có-
mo lo hizo sentir este artículo, no podía arrebatarle su sueño a Persé-
fone.
—No —dijo Hades, y la palabra fue dura, una mezcla de alarma
y frustración.
Los ojos de Menta se abrieron de par en par.
—Pero… ¡esto es difamación!
—Perséfone es mía para castigar, Menta.
Las cejas de la ninfa se fruncieron con dureza sobre sus ojos ardi-
entes.
—¿Y cuál es tu idea de castigo? ¿Follarla hasta que ruegue por la
liberación?
—Vete al diablo, Menta.
—Este no eres tú —discutió—. ¡Si fuera cualquier otro mortal,
me dejarías hacer mi trabajo!
—Ella no es mortal —espetó Hades—. Ella será mi esposa y la
tratarás como tal.
Siguió un silencio y, después de un momento, Menta habló con
voz temblorosa.
—¿Tu esposa?
—Tu reina —dijo Hades.
La mandíbula de Menta se tensó.
—¿Cuándo me lo ibas a decir?
—Actúas como si te debiera una explicación.
—¿No me la debes? ¡Fuimos amantes!
—Por una noche, Menta, nada más.
Lo miró jamente, con los ojos brillantes.
—¿Es porque se trata de una diosa?
—Si lo que me estás preguntando es por qué no tú, nunca fuiste
tú, Menta.
Las palabras fueron duras pero ciertas, y esperaba que dieran en
el blanco. Vería que respetaba a Perséfone como su reina, o la despe-
diría.
La ninfa se demoró unos segundos más antes de dar media vuel-
ta y salir corriendo de los establos.

q
—Estoy decepcionada contigo —dijo Hécate.
Los dos estaban en las sombras fuera de Dolphin & Co. Shipbuil-
ding. Era una empresa propiedad de Poseidón y, como era propi-
edad de un dios, tenía el monopolio de la construcción de barcos y
embarcaciones en Nueva Grecia. Ayudaba que Poseidón a rmara
que sus barcos eran insumergibles, una promesa que muchos creían
porque era el Dios del Mar. Su astillero se extendía por kilómetros,
empleando a miles de mortales e inmortales que construían yates,
barcos de carga y buques de guerra, siendo este último un tipo de
barco que Zeus ordenó a Poseidón que dejara de construir después
de la Gran Guerra. Hades dudaba que Poseidón hubiera escuchado.
Fue aquí donde Sísifo había accedido a encontrarse con Poseidón
con el pretexto de que el dios lo ayudaría a escapar de la ira de Ha-
des, una artimaña que no era inverosímil. Hades no con aba en Po-
seidón. Sabía muy bien que el dios había cumplido su parte del trato:
atraer a Sísifo. Más allá de eso, no estaba obligado a ayudar a Hades
a capturar al mortal.
—¿A qué se debe esta vez? —preguntó, respondiendo al comen-
tario anterior de Hécate.
—Te dije que quería estar presente cuando le dijeras a Menta que
te ibas a casar.
Hades miró a la diosa, arqueando una ceja. Estaba envuelta en
terciopelo negro, como era su naturaleza cuando venía al Mundo Su-
perior. Prefería mezclarse con la oscuridad. Le había pedido que lo
acompañara en este viaje para manejar el huso. Ilias no había podido
rastrear cómo Poseidón había tomado posesión de él, por lo que Hé-
cate tendría que realizar un rastreo en el objeto.
Ese era el problema con las reliquias: había mucho que limpiar
después.
—¿Cómo te enteraste?
—Porque se ha desahogado con la mitad del personal al respecto
—dijo Hécate—. Sin embargo, no ha tenido el efecto que deseaba.
—¿Qué signi ca eso?
—Esperaba que se sintieran igualmente ofendidos, pero creo que
el personal está esperanzado.
—¿Esperanzado?
—Quieren a Perséfone tanto como tú, Hades —dijo Hécate, con
un poco de picardía.
—Hmm —gruñó Hades. Era cierto que la deseaba, pero después
del artículo que había escrito, no estaba seguro de que fuera recípro-
co, o si alguna vez lo haría. Aun así, sabía que había dejado una imp-
resión en sus almas. Después de regar su jardín, pasaba horas con el-
los. Había aprendido muchos de sus nombres y pasaba tiempo con
ellos, paseando o tomando té, incluso limpiando. Jugaba con los ni-
ños y les llevaba regalos, incluso sus perros tendían a seguirla, inclu-
so si él les prometía tiempo de juego.
Se había ganado su favor en poco tiempo, y él todavía tenía que
ganarse el de ella.
Hades se centró en el olor de la magia de Poseidón: sal, arena y
sol ardiente, cuando su hermano apareció ante ellos. Esta vez, estaba
completamente vestido con un traje rosa con solapas negras y un pa-
ñuelo de bolsillo blanco. A pesar de usar un glamour mortal, había
conservado su corona, las agujas de oro perdían su brillo entre su ca-
bello meloso. Hades se preguntó si lo usó como una demostración de
poder, para recordarle que estaban en su territorio.
—Veo que trajiste a tu bruja —dijo Poseidón, con los ojos color
aguamarina deslizándose hacia Hécate.
No era que Hécate le desagradara a Poseidón, tanto como la rela-
ción de ella con Zeus. Hécate, por otro lado, odiaba a Poseidón simp-
lemente por ser arrogante. Tan pronto como el dios habló, los ojos de
Hécate se entrecerraron y la pernera de su pantalón se incendió.
—¡Maldita perra! —rugió a la vez que saltaba y saltaba, tratando
de apagar el fuego místico de Hécate.
Hades sonrió ante el dolor de su hermano.
—Hécate es mucho mayor que nosotros, Poseidón —dijo Hades
sobre los gritos de su hermano—. Debemos respetar a nuestros ma-
yores.
—Cuidado, Hades. No estoy por encima de prenderte fuego —
respondió la Diosa de la Magia.
—Y no estoy por encima de incinerar tu belladona.
Se sonrieron mutuamente.
—Si ustedes dos han terminado de coquetear —gritó Poseidón
—. ¡Debo recordarte que mi maldita pierna está en llamas!
—Oh, no lo he olvidado. —Los ojos de Hécate brillaron cuando
volvió su mirada a Poseidón, lo que hizo que el dios se quedara qui-
eto. Lo que sea que vio en sus ojos le causó más miedo que el fuego
que se apoderó de su pierna. Finalmente, ella desvaneció la magia.
Poseidón se pasó la mano por la pernera del pantalón y le temblaron
las manos mientras evaluaba el daño. La tela estaba ennegrecida y
arrugada, partes de ella derretidas en su piel burbujeante. Miró a
Hécate y ella se encogió de hombros.
—Me llamaste bruja —dijo.
—Eres una bruja —le recordó Hades.
—Fue la forma en que lo dijo, como si fuera un insulto. Quizás la
próxima vez recuerde el poder detrás de la palabra.
Poseidón se enderezó, con los puños apretados a los costados.
Hades sintió que su rabia se agitaba bajo la super cie, feroz como
una tormenta mortal. No estaba seguro de qué pensaba hacer el dios
a continuación. Quizás deseaba pelear con Hécate, lo que signi caría
un desastre para él, su negocio, y el objetivo de esta reunión.
—¿Dónde está el mortal? —preguntó Hades.
Los ojos de Poseidón se movieron a los suyos y Hades sintió su
odio. Por lo general, la intensa emoción de su hermano lo dejaba
sonriendo, pero hoy, sentía pavor. Poseidón tenía varias razones pa-
ra arruinar esto. Favor o no, Hades lo había avergonzado frente a su
gente y su esposa, y aunque Poseidón se había ganado la ira de Hé-
cate, había poco que el Dios del Mar pudiera soportar antes de tomar
venganza. Todos tenían un punto de ruptura y Poseidón había hec-
ho bien en mantenerse sereno tanto tiempo. Se preguntó qué tipo de
magia habría obrado en él An trite.
—Llegará pronto. —Poseidón indicó una torre de vigilancia que
daba a su astillero—. Espera ahí.
Los dos hicieron lo que indicó y se teletransportaron al puesto de
observación. La caja era pequeña, y Hades y Hécate estaban hombro
con hombro mientras miraban por el patio. Esta estación de seguri-
dad en particular daba a la entrada y la o cina principal. A lo lejos,
una serie de luces iluminaban cientos de barcos en varios estados de
construcción. Hades pensó que la vista era hermosa a su manera.
—Es incluso más desagradable de lo que recordaba —murmuró
Hécate.
—¿Sabes que puede escucharte? —le recordó Hades.
—Eso espero.
Hades sonrió y luego su mirada se dirigió a la entrada del astille-
ro. Algo onduló en el aire, magia, pero no de Poseidón o Hécate. Se
tensó y vio a Sísifo aparecer a la vista. El cuerpo ancho y grueso del
mortal era inconfundible. Cuando se acercó a la o cina de Poseidón,
el dios salió a su encuentro.
—Ese no es un mortal —dijo Hécate.
Fue en ese momento que Thanatos apareció en una nube de hu-
mo negro, sus grandes alas extendidas y blandió una hoja larga que
usó para deslizarla a través del cuerpo de Sísifo, pero el mortal se
desintegró en pedazos de roca y arcilla.
—Poseidón —gruñó Hades.
La risa de Sísifo resonó en todas direcciones y Hades miró a Hé-
cate.
—Alguien ha dado magia al mortal —dijo la diosa.
—Puede que seas todopoderoso, pero puedo adivinar tus trucos,
lord Hades.
Hades apretó los dientes e invocó su magia, enviando sus somb-
ras en busca del mortal en la oscuridad. Sacaría al hombre como ve-
neno de una herida.
—¡Ah!
En cuanto Sísifo gritó, Hades se teletransportó y lo encontró en-
cima del ancho muro de piedra del patio.
—Hola, mortal.
Su pie salió disparado, pateando a Sísifo en el estómago. Se cayó
de la pared de espaldas en medio del patio. Hades lo siguió, aterrizó
de pie y dio unos pasos deliberados hacia él, con agujas que sobresa-
lían de las puntas de sus dedos. Las hundiría tanto en el pecho de Sí-
sifo que le perforaría el corazón.
El mortal gimió y rodó sobre su espalda, con los ojos muy abier-
tos a medida que Hades se acercaba. Se empujó sobre sus codos, sus
pies deslizándose contra la tierra mientras trataba de alejarse gatean-
do.
Una vez más, Hades sintió el mismo cambio en el aire. Era magia
de algún tipo, pero no era Divina.
—¡Hades! ¡Abajo! —ordenó Hécate, su voz estaba cerca, pero no
podía verla.
Obedeció, golpeando el suelo justo cuando la pared detrás de él
explotó. Los escombros volaron, golpeando la espalda de Hades mi-
entras se agachaba en el suelo. El impacto fue duro y gimió. Podía
curarse fácilmente, pero eso no signi caba que no pudiera sentir do-
lor.
En algún lugar a lo lejos, Poseidón se rio.
—Será mejor que corras, mortal, a menos que desees encontrar el
nal en las garras de Hades.
Hades alzó su mirada y, a través del humo que se enroscaba, vio
a Sísifo ponerse de pie. Estaba cubierto de polvo y le sangraba la ca-
beza.
—¡No! —gruñó Hades. Con su magia trabajando para curarlo rá-
pidamente, no tuvo tiempo de teletransportarse. En cambio, retiró la
pequeña caja que había hecho Hefesto y la arrojó tras el mortal. Mi-
entras lo hacía, Thanatos se movió para perseguir a Sísifo, bloquean-
do el objetivo de Hades. La caja cayó a los pies de Thanatos y las ca-
denas se desplegaron, atrapando al Dios de la Muerte con pesadas
esposas.
Sísifo corrió hacia la gran abertura en la pared de Poseidón, y
Hades gruñó mientras se ponía de pie y lo seguía, pero cuando logró
salir, el mortal se había ido y la calle estaba en silencio.
Un mortal no podría haber huido tan rápido; había tenido ayu-
da.
—Magia —dijo Hécate, apareciendo a su lado—. El aire huele a
eso. Si tuviera que adivinar, un portal.
Hades se quedó unos momentos en silencio, mirando con enfado
el espacio donde estuvo Sísifo una vez antes de regresar al patio. Po-
seidón estaba de pie cerca de su o cina, con los brazos cruzados sob-
re su pecho y una expresión de satisfacción en el rostro.
—¿Qué pasa, hermano? ¿La noche no salió como estaba plane-
ada?
Hades extendió el brazo y las agujas que sobresalían de las pun-
tas de sus dedos se dispararon hacia Poseidón como balas. El dios
convocó un muro de magia y los picos se detuvieron a centímetros
de su rostro.
Hades dirigió su atención a Thanatos, cuyo cuerpo ágil se incli-
naba bajo el peso de las cadenas de Hefesto. Hécate se hizo a un la-
do, estudiándolo, con las comisuras de sus labios curvadas.
—¿Cadenas de la Verdad, Hades? —preguntó, arqueando una
ceja—. Thanatos, ¿qué piensas del cabello de Hades?
Los ojos del Dios de la Muerte se abrieron de miedo, y cuando
habló, fue como si le hubieran arrancado las palabras de la garganta.
—Es un desastre. Una completa contradicción con su impecable
apariencia.
La sonrisa de Hécate se ensanchó y Hades miró con enfado a los
dos.
—Eleftherose ton —dijo, y cuando Thanatos fue liberado de las ca-
denas, se derrumbó de rodillas. Hécate lo ayudó a ponerse de pie.
—Lo… lo siento mucho, milord.
Hades no dijo nada, su mano apretada alrededor de la caja, los
bordes clavándose en su palma. Miró a Hécate.
—¿Cuál fue la criatura que vino en lugar de Sísifo? —preguntó.
—Era un golem —dijo Hécate.
Un golem era una creación hecha de arcilla y animada con ma-
gia. Podía tomar cualquier forma, siempre que la poción incluyera
una parte de la persona a la que iba a imitar.
—Sísifo tuvo ayuda para crear esa criatura —dijo Hades—. ¿Pu-
edes rastrear la magia?
—Por supuesto que puedo rastrear la magia —dijo Hécate. Pare-
ció ofendida de que incluso se lo preguntara—. ¿Puedes pedirlo
amablemente?
En ese momento, sonó su teléfono. Antes de Perséfone, apenas lo
había usado, pero fue ese pensamiento el que lo hizo sacarlo de su
bolsillo para responder antes de responderle a Hécate.
—¿Sí? —siseó mientras contestaba su teléfono.
—¿Hades? —ronroneó Afrodita su nombre.
Hades suspiró, frustrado.
—¿Qué quieres, Afrodita?
Si llamaba para aguijonearlo, torturaría a Basil esta noche. Lo
juró.
—Pensé que te gustaría saber que tu diosa ha venido a mi club
de visita.
Algo posesivo asomó su cabeza ante la mención de su diosa. Fue
un sentimiento oscuro, y salió de su pecho, un monstruo listo para
luchar, proteger, reclamar.
—¿De visita?
—Sí. —La voz de Afrodita sonaba entrecortada—. Llegó con
Adonis.
Se olvidó de pelear, proteger y reclamar. Ese monstruo en su
pecho deseaba sangre.
—Espero que te des prisa —dijo—. Él parece embelesado.
Capítulo XVI
Una batalla por el control

Hades apareció fuera de La Rose. Como todos los clubes que


pertenecían a los dioses, el de Afrodita era un lugar de reunión po-
pular en Nueva Atenas. Mientras que muchos mortales acudían a él
en busca de amor, otros tantos acudían aquí creyendo que un sorbo
de sus bebidas o un spray de su infame neblina rosa signi caría el
n de su búsqueda de un alma gemela.
No existía tal cosa, por supuesto. Ninguna bebida o neblina po-
día llevar a otro a su alma gemela. Eso dependía de las Moiras.
Afrodita lo estaba esperando. Llevaba un vestido sedoso de color
rosa claro con cuello vuelto. Se veía pálida a la luz fuera de su club,
sus mejillas y labios enrojecidos.
—No provoques una escena, Hades —dijo Afrodita.
—Dice la diosa que inició una guerra por una manzana —espetó
Hades—. ¿Dónde está?
La Diosa del Amor lo fulminó con la mirada, su frustración con
Hades era palpable.
—Perséfone, Afrodita.
—Está bailando.
Bailando, pensó. ¿Con Adonis?
Apretó la mandíbula y enseñó los dientes mientras pasaba junto
a la diosa, convocando a dos ogros, Adrian y Ezio, para que lo an-
quearan.
—¡Hades! —La voz de Afrodita era aguda, el tono de una mujer
que había luchado y matado en el campo de batalla.
Hades hizo una pausa, pero no se volvió para mirar a la diosa.
—No le harás daño. —Su voz temblaba mientras hablaba.
No dijo nada y entró en la oscuridad del club, alisándose la cha-
queta y el cabello.
Soy un idiota, se regañó. Recurrió a su glamour para ser invisible
cuando llegó al borde de la pista de baile, donde la gente se movía
en una hipnótica maraña de miembros. En lo alto, las luces destella-
ban y una niebla rosada otaba pesada en el aire. El olor a rosas y
sudor se adhería a su piel, y en algún lugar de este caos, estaba Per-
séfone.
Con Adonis.
Apretó los dientes.
¿No le había advertido que se mantuviera alejada del mortal?
Hades miró a Adrian y Ezio, y los ogros se desviaron hacia la iz-
quierda y la derecha mientras él tomaba el medio. Los mortales le hi-
cieron espacio sin saber que caminaba entre ellos. Escaneó rostros,
buscando los rasgos familiares de Perséfone. Sintió una opresión en
el pecho y su respiración se hizo super cial mientras la buscaba,
pensando en todo el pecado que había visto en el alma de Adonis.
Era un depredador y un mentiroso.
¿Estaban juntos en algún lugar de las sombras? ¿La estaba tocando de
la forma en que Hades deseaba tocarla? El pensamiento le hizo sentirse
violento.
Y luego la encontró en los brazos de Adonis, y todo pareció mo-
verse a cámara lenta. Se dio cuenta de que nunca había conocido la
rabia. Esto era primitivo. Sacudía todo su cuerpo y lo hacía temblar.
Quería rugir, infundir miedo en todas y cada una de las personas en
esta habitación, solo para que cesaran su juerga descarada.
La mano de Adonis tomó su cabeza, los dedos entrelazados en
su cabello brillante, y sus labios estaban presionados contra los de el-
la con tanta fuerza que su nariz estaba doblada. Pero era el lenguaje
corporal de Perséfone lo que observaba: la forma en que empujaba
contra el pecho del mortal cuanto más cerca intentaba acercarla, la
forma en que apretó los labios negándose a participar, la lágrima que
resbalaba por su mejilla cuanto más tiempo la sostenía allí.
Esto es una tortura, pensó Hades.
De repente, todo volvió a su ritmo habitual. Adrian y Ezio apare-
cieron, cada uno poniendo una mano en el hombro de Adonis, y lo
apartaron de un tirón de Perséfone. Hades se acercó a ella, inseguro
de lo que pretendía hacer, pero deseando estar cerca de ella, conso-
larla.
La diosa se volvió hacia él mientras se limpiaba la boca, sus ojos
se encontraron con los de él.
—Hades —susurró su nombre y el sonido lo hizo temblar. Se
sorprendió aún más cuando lo abrazó por la cintura y hundió la ca-
beza en su pecho. Por un momento, se quedó helado. ¿No había qu-
erido simplemente ofrecerle consuelo? ¿Por qué de repente no podía
moverse? Lentamente, presionó una mano en su espalda, la otra ent-
relazándola en su cabello, odiando que los dedos de Adonis hubi-
eran experimentado la sensación de tocarla.
La abrazó por un momento y quiso abrazarla más tiempo, pero
necesitaban dejar este lugar, así que le pasó el dedo por debajo de la
barbilla, inclinando su cabeza hasta que sus ojos se encontraron con
los de él.
—¿Estás bien?
Ella negó.
Hades apretó los dientes, reprimiendo el impulso de encontrar a
Adonis y convertirlo en cenizas.
—Vámonos.
La atrajo hacia él y la guio hacia la salida. Como antes, la multi-
tud se separó, pero esta vez fue porque podían verlo. Había abando-
nado su invisibilidad cuando se acercó a Perséfone y no se había mo-
lestado en volver a lucir el glamour. Se quedaron quietos y mirando
mientras sonaba la música.
—Hades…
—No recordarán esto —aseguró, sabiendo que su ansiedad
aumentaría ante la idea de ser vistos juntos así en público. Los medi-
os descenderían, los titulares especularían. Ella se convertiría en la
historia, no en la narradora.
Por mucho que ella no quisiera que eso sucediera, Hades tampo-
co lo hacía, y cuando llegaron al borde de la multitud, su magia se
expandió, robando recuerdos y devolviendo la pista a su caos feliz.
Entonces Perséfone trató de escapar.
—¡Lexa!
Se movió demasiado rápido y se balanceó. Hades no estaba se-
guro de si tropezó o si había bebido demasiado. De cualquier mane-
ra, se inclinó para tomarla en sus brazos, sin querer arriesgarse a te-
ner que perseguirla.
—Me aseguraré de que llega a casa sana y salva —prometió.
Observó su rostro, viéndola cerrar los ojos con fuerza y fruncir el
ceño.
—¿Perséfone?
—¿Hmm? —Su voz vibró, su respiración provocó sus labios, lle-
vando el aroma del vino y algo metálico que él no podía ubicar.
—¿Qué pasa?
—Mareada —susurró.
No habló, pero salió del edi cio. Si se quedaba más tiempo, lo
quemaría hasta los cimientos y provocaría la ira de Afrodita, algo
que podría agradecer para liberarse de esta rabia. Fuera, el aire era
fresco y Perséfone comenzó a temblar, hundiéndose más cerca de su
pecho. Respiró hondo.
—Hueles bien.
Sus pequeñas manos se curvaron en su chaqueta y él se rio entre
dientes por su falta de inhibición, abrazándola con más fuerza mi-
entras se metía en la parte trasera de su limusina. Consideró mante-
nerla acunada contra él hasta que llegaran a Nevernight, pero deci-
dió no hacerlo. La habían abordado en el piso de La Rose y probable-
mente quería distancia. Además, tenía frío. La ayudó a sentarse a su
lado y ajustó los controles para que el calor la calentara.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, su voz tranquila, y Ha-
des la miró mientras se recostaba en su asiento.
—No escuchas órdenes.
Ella ofreció una risa entrecortada.
—No recibo órdenes tuyas, Hades.
Se sentaron juntos, hombros, brazos y piernas tocándose, cabe-
zas inclinadas, compartiendo el aliento, el calor y el espacio, y él sa-
bía que estaba en problemas porque todo su cuerpo se había vuelto
rígido, incluida su polla.
—Créeme, querida. Soy consciente.
—No soy tuya, y no soy tu querida.
Hades la miró, escudriñando sus ojos verde prado, vidriosos por
el alcohol y hervidos por la pasión oprimida. Cuando habló, su voz
era ronca, cargada de excitación.
—Hemos pasado por esto, ¿no? Eres mía. Creo que lo sabes tan
bien como yo.
Se cruzó de brazos, acentuando sus pechos y levantó la barbilla
en desafío.
—¿Alguna vez has pensado que tal vez, en cambio, tú eres mío?
Sus palabras encendieron un fuego en su vientre, y las comisuras
de su boca se levantaron, los ojos se posaron en su muñeca.
—Es mi marca en tu piel.
Hubo un latido de silencio que quemó el aire entre ellos. Luego
ella se sentó a horcajadas sobre él, sus manos sobre sus hombros, sus
piernas bien formadas agarrando sus muslos. Su suavidad presiona-
ba contra todos sus bordes duros, y apretó los dientes, los dedos se
curvaron en puños a los costados. Quería tocarla, acercarla más, sen-
tirla más fuerte, pero ella había estado bebiendo y no le parecía bien.
Una sonrisa curvó sus labios, y sintió como si sus ojos estuvieran
en llamas, ardiendo en su alma. Sabía lo que estaba haciendo, tentán-
dolo, desa ándolo. Se inclinó hacia él, las puntas de sus senos roza-
ron su pecho.
—¿Debo dejar una marca? —preguntó con voz baja.
—Cuidado, diosa —advirtió Hades. Estaba jugando con la oscu-
ridad y él la consumiría.
Ella puso los ojos en blanco.
—Otra orden.
—Una advertencia. —Las palabras chirriaron entre sus dientes.
Finalmente, no pudo soportarlo más. Sus manos se aferraron a sus
muslos desnudos, y fue recompensado con el sonido del aliento de
Perséfone atascado en su garganta. Inclinó un poco la cabeza para
que sus labios estuvieran nivelados. Sus manos se habían movido,
los dedos se enredaron con su cabello en la base de su cuello—. Pero
ambos sabemos que no escuchas, incluso cuando es bueno para ti.
—¿Crees que sabes lo que es bueno para mí? —Sus labios roza-
ron los de él mientras hablaba—. ¿Crees que sabes lo que necesito?
Él se rio entre dientes y sus manos viajaron por debajo de su ves-
tido, buscando su calor. Perséfone jadeó.
—No lo creo, diosa, lo sé. Podría hacer que me adoraras.
El aire a su alrededor se sentía pesado y cargado, potente con su
hambre. A Hades le resultó imposible concentrarse en otra cosa que
no fuera ella, cada parte de su cuerpo que tocaba el de él, el olor a
vainilla en su cabello, la forma en que se mordía el labio exuberante
mientras miraba el suyo.
Luego lo besó y se abrió para ella, sus lenguas se deslizaron jun-
tas, saboreando, explorando, demandando. Sus manos se traslada-
ron a su espalda y la apretó contra él, su excitación encajó entre sus
muslos, haciéndose más duro a medida que ella se volvía más frené-
tica, los dedos enroscándose en su cabello, forzando su cabeza hacia
atrás, besándolo más profundo y más fuerte de lo que jamás había
imaginado. No pudo evitar preguntarse… ¿Era esta la reacción de una
mujer que creía que era tenso, frío y grosero?
Cuando se apartó, fue con el labio de él entre los dientes. Ella se
inclinó, su lengua tocando su lóbulo de la oreja, luego sus dientes.
—Me adorarás —dijo ella, frotándose contra su polla—. Y ni si-
quiera tendré que ordenártelo.
Oh, querida, pensó. Si supieras cómo te adoro ahora.
Sus manos cayeron a sus muslos de nuevo, agarrándola con fu-
erza. Algo primitivo se estaba desplegando dentro de él y quería sa-
ber qué se sentiría el estar dentro de ella. Podría tenerla así, sentada
en la parte trasera de este auto. Él disfrutaría de la forma en que ella
se movería hacia arriba y hacia abajo por su eje, sus pechos rebotan-
do mientras encontraba la liberación.
Y a pesar de su vívida imaginación y su deseo desesperado de
tenerla de todas y cada una de las formas, se encontró moviéndola
para acunarla contra él y bajándole el vestido. Se las arregló para qu-
itarse la chaqueta y la cubrió con ella. Tenía que eliminar la tentación
o al menos contenerla. No dejaría que se arrepintiera de él.
Y, sin embargo, mientras su pasión se disolvía en un silencio in-
cómodo y abrupto, no pudo evitar la sensación de que tal vez ella ya
lo había hecho. Miró por la ventana, aunque sintió su mirada ja en
él. Después de un momento, habló, sus palabras acaloradas y susur-
radas.
—Solo tienes miedo.
No estaba equivocada.
Temía que incluso si por algún milagro ella decidiera que no lo
odiaba, las Moiras la apartarían de él. Era una posibilidad demasi-
ado real, especialmente después del desastre de esta noche. Sísifo se
le había escapado de las manos de nuevo.
Cuando llegaron a Nevernight, Antoni ayudó a Perséfone a salir
de la cabina de la limusina. Hades se hizo cargo después, la condujo
al club, asintiendo hacia Mekonnen cuando pasaron. Antes de entrar
a la parte principal del club, Hades usó su glamour para moverse sin
ser vistos por el piso lleno, subir las escaleras y llegar a su o cina.
Estaba demasiado nervioso para teletransportarse con ella en ese
momento y no quería enfermarla, temiendo que hubiera bebido de-
masiado.
Una vez que estuvieron dentro de su o cina, dejó caer su glamo-
ur y cruzó la sala hacia su barra, sirviéndole un vaso de agua.
Cuando levantó la vista, quedó impresionado por su belleza.
¿Por qué lo golpeaba de manera diferente cada vez que la miraba? Esta noc-
he, vestía verde azulado, y hacía que su piel pareciera bronceada y
que su cabello pareciera oro hilado.
Empujó el vaso sobre la mesa.
—Bebe.
Se acercó mientras él se servía una copa. Cuando terminó, ella lo
apartó de la mesa.
—Perséfone —gruñó, y ella sonrió, su copa se acercó a sus labios.
—¿Sí, Hades?
Su voz era ronca y le hizo agarrarse con fuerza al borde de la
mesa. Ella bebió un sorbo de whisky y luego se volvió, caminando
por el suelo. Sus caderas se balancearon, llamando su atención.
—Creo que deberías dejar de beber —dijo él.
—Eres mandón.
—No soy mandón. Estoy… aconsejando.
—¿No se supone que alguien te pida un consejo antes de que lo
ofrezcas? —preguntó mientras se volvía y se apoyaba en su escrito-
rio.
—Lo mismo podría decirse de tu opinión.
Lo fulminó con la mirada.
—¿Por qué me trajiste aquí?
Hades salió de detrás de la barra y se acercó.
—Porque te quería a salvo. —Le quitó el vaso y le sostuvo la mi-
rada mientras bebía el resto antes de dejarlo a un lado.
—No creo que esté a salvo contigo —susurró cuando la miró de
nuevo.
Hades no sabía lo que signi caban esas palabras, pero se sintió
obligado a decir:
—Nunca te lastimaría.
—No lo sabes.
Se miraron el uno al otro antes de que él levantara la mano.
—Ven.
La condujo hacia la pared detrás de su escritorio, y notó su vaci-
lación en la forma en que se apartó de su toque.
—¿Por qué no nos teletransportamos?
—Te marea —dijo—. Y pre ero no contribuir a eso dado tu… es-
tado.
Perséfone entrecerró los ojos y apretó los labios.
—No estoy en un estado.
Él suspiró por dentro y tiró de su mano, y ella lo siguió a través
de la pared, que en realidad era un portal, o puerta, al Inframundo.
Aquellos que entraran por aquí se encontrarían en una entrada ca-
vernosa llamada Cabo Tenaron. Allí, se encontrarían con el río Esti-
gio, una masa de agua a la que probablemente no sobrevivirían.
Hades podía usar esta entrada para ir a cualquier parte del Infra-
mundo que quisiera, y cuando la atravesaron, se encontraron en sus
habitaciones.
Indicó la cama.
—Descansa. Cuando te despiertes, hablaremos.
Tenía preguntas sobre Adonis y su artículo en Noticias Nueva Ate-
nas.
—No quiero descansar —dijo.
Hades se limitó a mirarla.
—Pregúntame qué quiero, Hades.
Quería gemir. Esto era una tortura y, peor aún, la complació.
—¿Qué deseas?
—Terminar lo que empezamos en la limusina.
Para él era signi cativo que no hubiera respondido con “tú”. Y
solo solidi có su deseo de asegurarse de no ir más lejos de lo que ha-
bían hecho.
—No, Perséfone.
Ella frunció el ceño.
—Me quieres.
No dijo nada; no podía negarlo y no lo admitiría.
Se apartó de él y caminó hacia la cama, deslizando los tirantes de
su vestido por sus hombros.
—Perséfone…
—¿Qué?
Se volvió hacia él y su vestido cayó en un charco a sus pies. Esta-
ba desnuda ante él, toda piel dorada y gloriosas curvas.
»Dime que no me quieres.
Tragó saliva, apretando las manos a los costados. Tantas emoci-
ones se arremolinaron dentro de él, una necesidad carnal de recla-
marla y protegerla. No podía hacer ambas cosas. Cogió la bata que
había usado la última vez que estuvo aquí; colgada en el mismo lu-
gar, en la pantalla detrás de donde se había cambiado. La sostuvo
para que pudiera deslizar los brazos dentro.
—Vístete, Perséfone.
Lo miró furiosa y le arrebató la bata de las manos, pero no se la
puso. En cambio, lo miró jamente.
—No respondiste a mi pregunta.
No lo había hecho porque si decía que no la quería, sería menti-
ra, y admitirlo sería invitarla a su cama.
Ella lo tocó, sus manos se deslizaron por sus brazos, deteniéndo-
se en sus puños.
—Suéltalos —le instó, acercándose a él y colocando sus manos
en sus caderas, sus dedos extendidos, enterrándose en su piel. ¿Era
esto una especie de prueba? ¿Esta mujer había sido enviada para
probar su control? La estudió detenidamente, esperando que se des-
vaneciera en humo, pero no lo hizo. Ella permaneció allí, sólida, cáli-
da y suave debajo de él. Sus manos se entrelazaron detrás de su cuel-
lo, sus pechos desnudos presionados contra el suyo.
—¿Hades? —susurró su nombre, el aliento acariciando sus labios
—. Abrázame.
Su boca se cerró sobre la de él y sus brazos se apretaron alrede-
dor de su cintura. La atrajo contra él con fuerza, una mano se soltó
para deslizarse por su espalda hasta la nuca, donde sostuvo su cabe-
za, los labios presionando con fuerza contra los de ella, urgiéndole la
boca a que se abriera de par en par, probando y tomando. Las manos
de Perséfone se movieron desde alrededor de su cuello, por su pec-
ho, hasta su entrepierna. Agarró su polla a través de la tela de su
pantalón y él gimió, soltándose de su boca.
—Perséfone.
—Quiero tocarte —dijo, y de repente, Hades se encontró siendo
guiado de regreso a su cama. Ella lo empujó, guiándolo para que se
tumbara sobre las sábanas de seda, y cuando se subió sobre él, sen-
tándose a horcajadas, desnuda, sonrosada y hermosa, pensó que
podría correrse. Ella se inclinó, su centro caliente y suave se balance-
aba contra su dura longitud, las puntas de sus pechos apenas toca-
ban su pecho.
—Déjame complacerte —susurró y lo besó de nuevo.
Sus manos aterrizaron en sus costados y rodó, inmovilizándola
debajo de él. Tomó sus muñecas y las guio sobre su cabeza.
—Me complaces —dijo, besando sus labios hinchados por última
vez, deleitándose con la forma en que su cuerpo se arqueó contra el
suyo, calentado por la necesidad. Fue un recordatorio de por qué te-
nía que detener esto—. Duerme.
La orden llegó con una ráfaga de magia que instantáneamente
envió a Perséfone a un profundo sueño. Hades se detuvo allí un mo-
mento, suspendido sobre ella, antes de rodar sobre su espalda.
Suspiró, lleno de frustración y rabia, y gruñó.
—Malditas Moiras.
Capítulo XVII
Punto de ruptura

Hades observó a Perséfone dormir mientras intentaba reconciliar


la contradicción de sus palabras y acciones. Se recordó que había es-
tado bajo la in uencia, no solo del alcohol, sino de algún tipo de dro-
ga. Lo había probado en su lengua: metálico, salado, incorrecto. No
había sido ella misma, ni en la limusina ni en su o cina, ni en su dor-
mitorio, lo que signi caba que sus palabras, las que había escrito en
su artículo, se habían ganado sus pensamientos, y él les daba vueltas
una y otra vez en su cabeza hasta que se enfureció.
Sintió cuando se despertó porque su respiración cambió. Se in-
corporó de golpe, sosteniendo sus sábanas de seda contra su pecho,
los ojos brillantes y las mejillas enrojecidas. Le hubiera gustado verla
así después de una noche de hacer el amor. En cambio, la estaba mi-
rando después de una noche de rechazar sus avances borrachos. To-
mó un sorbo de su vaso, sosteniendo su mirada, ojos brillantes jos
en él, cautelosa.
—¿Por qué estoy desnuda? —preguntó.
—Porque insististe en ello —dijo, manteniendo su voz lo más
desprovista de emoción posible. Tomó esfuerzo, porque cada pensa-
miento era un recuerdo de la noche anterior, un recuerdo de su de-
sesperación por escucharlo decir que la deseaba, la presión fantasma
de su cuerpo contra el suyo, el calor de sus labios instando a que se
separara—. Estabas muy decidida a seducirme.
Sus mejillas ya enrojecidas se volvieron carmesí.
—¿Hicimos…?
Su risa sonó más como un ladrido. No estaba seguro de a qué es-
taba reaccionando, tal vez era el hecho de que supondría que se ap-
rovecharía de ella en su estado de ebriedad, o que había pasado la
mayor parte de su sueño agonizando por las palabras que había usa-
do para describirlo.
—No, lady Perséfone. Créeme, cuando follemos, lo recordarás.
Sus rasgos se endurecieron y sus labios se apretaron en una del-
gada línea.
—Tu arrogancia es alarmante.
—¿Eso es un desafío?
—¡Dime qué pasó, Hades! —gritó ella.
Él enfrentó su mirada feroz con el mismo veneno antes de res-
ponder:
—Te drogaron en La Rose. Tienes suerte de ser inmortal. Tu cu-
erpo quemó rápidamente el veneno.
Ella se quedó callada por un momento, procesando la informaci-
ón que él había compartido. Su mirada dejó la de él, como si buscara
en la distancia media respuestas a sus preguntas.
—Adonis —dijo de repente, entrecerrando los ojos en acusación
—. ¿Qué le hiciste?
Hades apretó los dientes y se centró en el licor que quedaba en
su vaso en lugar de en su mirada. Bebió el último trago antes de dej-
arlo a un lado.
—Está vivo, pero eso es solo porque estaba en el territorio de su
diosa.
—¡Lo sabías! —Se apartó de la cama y las sábanas se movieron a
su alrededor. Quería quitárselas, desa arla a permanecer desnuda y
con ada ante él como lo había hecho anoche—. ¿Es por eso que me
advertiste que me alejara de él?
—Te aseguro que hay más razones para mantenerte alejada de
ese mortal que el favor que Afrodita le ha otorgado.
—¿Como qué? —preguntó, dando un paso hacia él—. No pu-
edes esperar que lo entienda si no explicas nada.
¿Qué tengo que explicar? Te besó cuando tú no querías que lo hiciera,
quiso decir Hades, pero era posible que no lo recordara.
—Espero que confíes en mí. —Se puso de pie, quitó el vaso de la
mesa y volvió a llenarlo en la barra—. Y si no en mí, entonces en mi
poder.
Era más que consciente de que conocía su capacidad para ver lo
que los mortales intentaban ocultar con hechizos y mentiras. Era un
poder que condenaba en su artículo, alegando que lo usaba para ap-
rovecharse de sus secretos más oscuros.
—¡Pensé que estabas celoso!
La risa que brotó del fondo de la garganta de Hades sonó dura,
incluso para sus oídos. Tampoco estaba seguro de por qué se burlaba
de ella, pero tal vez era porque acababa de darse cuenta de sus celos,
ahora que estaba más allá de la ira y el desafío que la noche anterior
había planteado para su sentido de control.
—No njas que no te pones celoso, Hades. Adonis me besó anoc-
he.
Hades golpeó su vaso contra la mesa, traicionándose a sí mismo,
y se volvió hacia ella.
—Sigue recordándomelo, diosa, y lo reduciré a cenizas.
—¡Entonces, estás celoso! —gritó ella.
—¿Celoso? —siseó, acechando hacia ella. Vio cómo la emoción
de su triunfo desaparecía de su rostro, reemplazada por una expresi-
ón que no podía discernir. Solo sabía que no era miedo—. Esa… san-
guijuela te tocó después de que le dijeras que no lo hiciera. He envi-
ado almas al Tártaro por menos.
Se detuvo a unos centímetros de ella, su ira se agudizaba, irradi-
ando de él como el calor del sol de Helios.
Hasta que pronunció una disculpa.
Las palabras salieron de su boca, silenciosas y entrecortadas.
—Lo… siento.
No estaba seguro de por qué se estaba disculpando, pero esas
palabras parecían fuera de lugar después de su discurso sobre Ado-
nis.
Frunció el ceño y ahuecó su rostro, acercándose, sellando el es-
pacio entre ellos.
—No te atrevas a disculparte. No por él. Nunca por él.
Le cubrió las manos con las suyas, y mientras él buscaba sus oj-
os, llenos de bondad y compasión, sintió que un poco de esa furia se
disipaba y no pudo evitar preguntar:
—¿Por qué estás tan desesperada por odiarme?
—No te odio —dijo en voz baja.
No podía sentir la mentira, pero no podía conciliar por qué escri-
biría ese artículo sobre él, no cuando no lo odiaba. Se apartó de ella.
—¿No? ¿Te lo recuerdo? Hades, Señor del Inframundo, rico y
posiblemente el dios más odiado entre los mortales, muestra un cla-
ro desprecio por la vida mortal.
Mientras hablaba, ella pareció encogerse, los hombros se levanta-
ron, haciéndose más y más pequeños bajo sus propias palabras vis-
cosas.
—¿Eso es lo que piensas de mí? —desa ó él.
—Estaba enojada…
—Oh, eso es más que evidente —gruño.
—¡No sabía que lo iban a publicar!
—¿Una carta mordaz que ilustra todos mis defectos? —Hizo una
pausa para reír amargamente—. ¿No pensaste que los medios lo
publicarían?
Ella había usado el artículo como una amenaza, sabiendo que
Hades valoraba su privacidad. Ella era muy consciente de que sería
un artículo codiciado para los medios y, sin embargo, había algo pre-
ocupante en su defensa, y era que él no sentía mentiras. Aun así, si
realmente quería que no se publicara, ¿por qué lo escribió? ¿Y cómo
se había publicado?
Su sarcasmo no le ganó la compasión de la diosa. Sus ojos brilla-
ron y sus palabras se deslizaron entre los dientes.
—Te lo advertí.
—¿Me advertiste? —Hades arqueó las cejas y soltó una risa ent-
recortada—. ¿Me advertiste sobre qué, diosa?
—Te advertí que te arrepentirías de nuestro contrato.
Eran palabras que recordaba, dichas mientras ella enderezaba las
solapas de su chaqueta y mataba la or en el bolsillo del pecho. No
tenía ninguna duda entonces, y no tenía ninguna duda ahora.
—Y te advertí que no escribieras sobre mí. —Se atrevió a acortar
la distancia entre ellos nuevamente, sabiendo que era lo incorrecto,
sabiendo que su ira solo tenía una salida.
—Quizás en mi próximo artículo, escribiré sobre lo mandón que
eres —amenazó.
—¿Próximo artículo?
—¿No lo sabías? —preguntó con aire de su ciencia—. Me han
pedido que escriba una serie sobre ti.
—No.
—No puedes decir que no. No tienes el control aquí.
Él le demostraría el control, pensó, inclinándose sobre su cuerpo,
sintiendo la forma en que ella se arqueaba con él. Era una víbora res-
pondiendo a su llamado, y cuando golpeara, sería venenoso.
—¿Y crees que lo eres?
—¡Escribiré los artículos, Hades, y la única forma en que me de-
tendré es si me dejas salir de este maldito contrato!
¿Entonces ese era su juego?
—¿Piensas negociar conmigo, diosa? —preguntó—. Has olvida-
do una cosa importante, lady Perséfone. Para negociar, necesitas te-
ner algo que yo quiera.
Sus ojos brillaron y sus mejillas se volvieron rosadas de nuevo.
—¡Me preguntaste si creía lo que escribí! —argumentó ella—. ¡Te
importa!
—Se llama engaño, querida.
—Bastardo —siseó.
Fue la palabra que rompió su moderación. La arrastró contra él,
enterrando su mano en su cabello, y sus labios se cerraron sobre los
de ella. Era suave y dulce, y olía como él. La deseaba por completo y,
sin embargo, se apartó, separándose por meros centímetros.
—Déjame ser claro —dijo con ereza—. Regateaste y perdiste.
No hay forma de salir de nuestro contrato a menos que cumplas con
sus términos. De lo contrario, te quedas aquí. Conmigo.
Lo miró jamente, ojos furiosos, labios en carne viva.
—Si me haces tu prisionera, pasaré el resto de mi vida odiándo-
te.
—Ya lo haces.
Notó cómo parecía retroceder ante sus palabras, mirándolo co-
mo si su comentario doliera.
—¿Realmente crees eso?
No respondió, solo ofreció una risa burlona y luego presionó un
beso caliente en su boca antes de apartarse con saña.
—Voy a borrar el recuerdo de él de tu piel.
Le quitó la sábana de las manos y ella estaba desnuda ante él co-
mo anoche, con los ojos llenos de deseo, y todo lo que podía pensar
era que quería esto, su pasión, su cuerpo y su alma.
Agarró su trasero, levantándola del suelo, y su cuerpo se amoldó
al suyo sin su guía. Fue una rendición silenciosa, una señal de que
quería esto tanto como él. Sus labios aplastaron los de ella, y el calor
oreció bajo en su vientre, llenando su ingle hasta que estuvo duro y
desesperado por estar dentro de ella. Se sintió frenético y su cuerpo
vibró de necesidad, impulsado por las manos viciosas de Perséfone,
raspándose el cuero cabelludo y tirando de su cabello. Gruñó bajo en
su garganta, presionándola contra el poste de la cama, moliendo su
longitud en su suavidad. Se deleitó en la forma en que su boca se se-
paró de la de él para jadear mientras se movía contra ella, presionan-
do besos por su cuello y hombros, saboreando la lengua. Él no tenía
sentido, y ella era un hechizo, un contrato que cumpliría sin cesar si
eso signi caba tenerla así todos los días por el resto de su vida.
Mi amante, pensó. Mi esposa, mi reina.
Se quedó paralizado, casi diciendo esas palabras en voz alta, y
luego se movió, dejándola caer sobre la cama. Se colocó junto a ella,
respirando con di cultad, y ella lo miró, sorprendida pero tan her-
mosa y sensual como siempre, con las piernas abiertas, los pechos
rmes y llenos. Tenía dos opciones ante él, podía tomarla o dejarla, y
en lo profundo de su alma, sintió que era mejor irse porque lo único
que los esperaría al otro lado de esto era la tristeza.
Después de un momento, logró una sonrisa salvaje.
—Bueno, probablemente disfrutarías follándome, pero de niti-
vamente no te gusto.
Apenas registró el horror en su rostro antes de desaparecer.
Ella tenía razón, era un bastardo.
Capítulo XVIII
Las Tres Lunas

Hades se encontraba fuera de una tienda de ocultismo conocida


como Las Tres Lunas. Era donde Hécate había rastreado el aroma de
la magia utilizada en el astillero de Poseidón. A su lado estaba Héca-
te, que parecía un miembro de un culto, vestida con una capa y ca-
pucha de seda negra. Ambos estaban contemplando las imágenes
del escaparate: una luna llena enmarcada por dos medias lunas. Era
el símbolo de Hécate y tenía múltiples signi cados, ninguno de los
cuales era representado por el hombre que dirigía la tienda: Vasilis
Remes, un mago.
Los magos eran mortales que tendían a practicar magia negra
pésimamente, a menudo creando un caos que Hécate tenía que sofo-
car.
—Dime que me has traído aquí para maldecir a este mortal —di-
jo Hécate, esperanzada, mirando a Hades.
Los labios de Hades se curvaron.
—Solo si eres muy buena.
Pasó junto a ella y entró en la tienda. Mientras lo hacía, una cam-
pana sonó en lo alto y una voz gritó en algún lugar de la oscuridad:
—¡Estaré contigo en un minuto!
Hades y Hécate intercambiaron una mirada.
—Excelente servicio al cliente —comentó, y comenzó a explorar
la tienda, arrugando la nariz a medida que avanzaba—. Este lugar
apesta a magia negra.
Hades también podía olerlo. Apestaba a carne quemada y algo…
metálico. La tienda estaba a oscuras. La gran ventana que llevaba el
símbolo de Hécate había sido cubierta con pintura oscura. La única
fuente de luz provenía de velas negras, todas de diferentes alturas.
Hades no sabía mucho sobre brujería, pero sabía que esas velas se
usaban típicamente para protección, lo que le hizo preguntarse exac-
tamente de qué necesitaba protección Vasilis Remes… Bueno, aparte
de ellos.
Por otra parte, quizás el mago mantenía la tienda a oscuras para
ocultar el caos. Era un desastre, lleno de cajas de piedras y cristales
de todas las formas y tamaños, libros que estaban desorganizados y
metidos en cada rincón disponible. Había muñecos y athames para
male cios, frascos de aceite y polvo, y…
—Sangre de paloma —dijo Hécate.
Hades miró a la diosa, que había llegado al otro lado de la habi-
tación hace unos momentos. Tenían una competencia desde hace al-
gunos años. El primero en tomar por sorpresa al otro gana, el premio
se reclamará el día de la victoria.
Arqueó una ceja.
—Sé que estabas tratando de asustarme.
—¿Funcionó? —preguntó.
Hades se inclinó un poco más, ofreciendo un “no” deliberado an-
tes de volver a la la de viales, asintiendo hacia el que tenía la sang-
re.
—¿Para qué se usa esto?
—Sobre todo hechizos de amor —respondió.
Hades debería haberlo adivinado. La paloma era el símbolo de
Afrodita y amaba su pericia. Este era un ejemplo de por qué los ma-
gos eran tan peligrosos: intentaban obtener el poder de los dioses,
generalmente con propósitos nefastos e implicaciones desastrosas.
—También se usa para sellar pactos y promesas —dijo—. Lásti-
ma que no puedan extraer favores.
—Hmm —concordó Hades cuando notó que Hécate se puso rígi-
da. Algo había llamado su atención.
—¿Qué pasa?
La diosa cruzó la habitación y se acercó al mostrador del recepci-
onista. Hades la siguió, curioso al principio y luego horrorizado por
lo que vio. Había un juego de estantes en la pared detrás del mostra-
dor y, exhibidos como posesiones preciadas, había un par de manos
arrugadas. Cada una tenía una vela entre los dedos.
—Hécate. —Hades dijo su nombre en voz baja—. ¿Qué son?
—Manos de Gloria —dijo—. Tradicionalmente, son las manos de
las víctimas colgadas.
Los dos intercambiaron una mirada; ya no se ahorcaba a la gente
en Nueva Grecia. Si Hades tenía que adivinar, esas manos procedían
de tumbas.
—Se dice que aquellos en posesión de una pueden inmovilizar a
cualquier otro.
Era un arma blasfema que podía hacer mucho daño en poder de
la persona equivocada.
En ese momento, un hombre corpulento salió a trompicones de
una puerta cubierta detrás del mostrador del empleado. No miró en
su dirección mientras frotaba las palmas sobre su túnica negra, lo
que a Hades le pareció inquietante.
—¿Puedo ayudarte? —Su voz fue un gemido agudo y Hades
pensó que sería molesto torturarlo.
—Puedes empezar diciéndonos dónde se esconde Sísifo de
Ephyra —dijo Hades.
La cabeza del mago se volvió hacia ellos, ojos pequeños agran-
dándose en su rostro regordete y cetrino. Tropezó con torpeza y ca-
yó sobre algo escondido en las sombras tras su escritorio. Después
de un momento, volvió a levantarse, luchando por alcanzar una de
las manos colocadas en la pared. Cuando nalmente la sacó de su lu-
gar, la sostuvo en alto, temblando.
—¡Quédense atrás!
Hades y Hécate intercambiaron una mirada.
—¡Poseo el poder de los dioses! —Su voz vaciló y escupió mient-
ras hablaba—. ¡Pagoma!
Hubo un silencio por un momento mientras el mago se daba cu-
enta de que no era tan poderoso como los dos dioses frente a él.
—Oh, preciosa mortal —dijo Hécate, y el tono dulce de su voz
contradijo que entrecerrara los ojos. La mano arrugada que sostenía
en alto se desintegró, luego las otras en su estante la siguieron—.
¿Me amenazarías cuando es mi símbolo el que llevas en tu tienda?
La voz de Hécate cambió en ese momento, adquiriendo un tono
distorsionado, y Vasilis se acobardó, encogiéndose contra la pared y
temblando. No era frecuente que Hades presenciara la ira de Hécate,
y tenía que decir que disfrutó viendo el fuego en sus ojos.
—Nunca conocerás el poder de los dioses.
El aire se agitó con la magia de Hécate, apagando las velas en-
cendidas, y, aunque a Hades le hubiera gustado ver el clímax de la
rabia de la diosa, también necesitaba al mago vivo y capaz de hablar.
—¿Has terminado de asustar al mortal? —preguntó.
—Espera tu turno —dijo.
—Es mi turno. —Hades le dio una mirada signi cativa que de-
cía, recuerda por qué vinimos aquí.
—Si están discutiendo sobre mi inminente castigo —dijo el Mago
—. Entonces pre ero quedarme con lady Hécate.
—No puedes elegir quién te castiga, mortal —espetó Hades—.
Tienes mucho valor, amenazando a los dioses. Sin mencionar este
negocio blasfemo que manejas.
—Entré en pánico —dijo.
Los labios de Hades se juntaron.
É
—Sísifo de É re. ¿Dónde se encuentra?
Hades vio reconocimiento en los ojos del mortal.
—¡Dime! —ordenó Hades.
—¿Sís—Sísifo de Ephyra, dices? —tartamudeó Vasilis—. N—no.
Creo que está equivocado, milord. No conozco a nadie con ese
nombre.
Hades odiaba las mentiras. Tenían un sabor y un olor amargo y
acre. Sus cejas se fruncieron sobre sus ojos, y mientras avanzaba ha-
cia el mago, cambió su tono.
—Quiero decir, ¿dijiste Sísifo de Ephyra? Pensé que habías dicho
Sisphus de Phyra —continuó, con una risa incómoda mientras se
deslizaba por la pared, lejos de los dos dioses—. Sí, sí… Sísifo estuvo
aquí ayer.
Hubo un momento de silencio, y luego Hades habló, las palabras
se le escaparon entre los dientes.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé.
La paciencia de Hades era un hilo no y se rompió. Él se rompió.
Garras sobresalieron de la punta de sus dedos. Mientras caminaba
hacia el hombre, se escuchó un estruendo que provenía de la habita-
ción trasera donde había estado el mortal. Hades miró al mortal an-
tes de cambiar de rumbo y dirigirse hacia la trastienda.
—Espere…
—¿Estás pidiendo que Hades, Dios del Inframundo, te haga pe-
dazos? —preguntó Hécate—. Porque con mucho gusto miraré.
—¿Estás buscando a Sísifo? ¡Te diré dónde está! ¡Ven… regresa!
—gritó mientras Hades desaparecía detrás de la cortina.
Se encontró en un pasillo oscuro que desembocaba en una habi-
tación más grande. El aire era frío y viciado, con un leve olor a putre-
facción, cera, y algo parecido a cabello quemado. Estaba más limpio
que la fachada y lleno de elegantes vitrinas, debajo de las cuales ha-
bía una variedad de artículos cuidadosamente exhibidos. Estaba cla-
ro por qué Vasilis no había querido que Hades se aventurara aquí.
Vendía reliquias: telas hechas jirones y piezas de joyería, puntas de
lanzas rotas y astillas de escudos, huesos y cerámica rota. Estas eran
cosas que habían sido robadas de los campos de batalla después de
la Gran Guerra. No estaba seguro por qué, pero ver los restos de la
guerra nunca era fácil para él. Le recordaba el trauma de Titanoma-
quia, los campos de batalla ensangrentados y los cadáveres.
Aun así, Hades buscó en la oscuridad la fuente del ruido y la en-
contró. Un juego de libros había caído de un estante. Se inclinó para
recogerlos y, mientras se enderezaba, su mirada se encontró con la
de un gato negro con ojos amarillos. La criatura siseó y él le siseó en
respuesta. El gato aulló y saltó de su lugar, desapareciendo en la os-
curidad.
—Tenemos un tra cante del mercado negro —le dijo a Hécate.
Vasilis entró en la habitación primero, con la mano estirada en el
aire como si se estuviera rindiendo. Fue entonces que Hades notó
una imagen familiar grabada en la piel pálida de su muñeca: un tri-
ángulo. Los ojos de Hades se entrecerraron.
—Entonces, ¿eres miembro de la Tríada?
El mago se quedó inmóvil.
—No por elección.
Era la respuesta más rápida que había dado y sonaba a verdad.
—Entonces, ¿por qué está su marca en tu piel?
La pregunta dejó a Hades sintiéndose incómodo. No pudo evitar
pensar en Perséfone y la marca en su muñeca. La que había colocado
allí contra su voluntad.
—¿Qué hicieron? —Fue Hécate quien hizo la pregunta, su tono
gentil, al ver algo dentro del mortal que Hades, al parecer, no.
—La quemaron —respondió Vasilis, bajando las manos.
—¿A quién? —preguntó Hades.
—Mi gata.
—¿Tu gata? —Hades no quedó impresionado.
—La quemaron justo frente a mí —dijo, su voz llena de emoción
—. Pensé que se había ido para siempre, pero su líder… se quedó
con su collar. Dijo que lo devolvería si me unía a ellos. Ellos… nece-
sitaban magia.
—¿Un golem? —preguntó Hades.
Vasilis asintió.
Hades lo entendió ahora. El mago había acordado servir a la Trí-
ada a cambio del collar. Era el único artículo que le quedaba que per-
tenecía a su gata, pero no lo había querido porque era sentimental.
Lo había querido con un propósito: el collar podía usarse para resu-
citarla, lo que, al parecer, había funcionado.
—Entonces, ¿cambiaste tu libertad por un collar?
—¿Qué cambiarías por algo que amas? —contrarrestó el mago.
El mundo, pensó Hades.
—¡Oh! —exclamó Hécate de repente, inclinándose para levantar
al gato que había siseado a Hades antes—. ¿Es ella? ¡Qué dulce bebé!
¿Cuál es su nombre?
—S—Serena.
—Serena —dijo Hécate, levantando al gato como si fuera un niño
—. Tengo un turón llamado Gale…
Hades suspiró.
—Hécate, ¿puedes no hacer eso?
—Esto es ser humano, Hades —dijo la diosa—. Deberías estar to-
mando notas. ¿No quieres impresionar a Perséfone?
—¿Quién es Perséfone? —preguntó el mago.
—No es de tu incumbencia —espetó Hades, luego miró con en-
fado a Hécate y se odió por su siguiente pregunta—. ¿Qué tiene que
ver un gato con ser humano?
—Tiene todo que ver con el gato —dijo Hécate, luego suspiró—.
El gato es humanidad. Es lo que hace que valga la pena salvar a este
—señaló al mago—, mortal desafortunado, triste y lamentable.
—No has visto su alma —murmuró Hades.
Hécate lo fulminó con la mirada.
—¡Te estoy enseñando una lección, Hades! Apréndela.
Hades estaba a punto de decir que era una maestra horrible, cu-
ando sintió que el aire se movía tras él. Se giró y las sombras se sepa-
raron de su esencia, corriendo hacia la forma en retirada del mago,
que intentaba escapar por el pasillo.
Las sombras lo envolvieron y lo enviaron volando hacia atrás. El
mago se estrelló contra una de sus inmaculadas pantallas de cristal y
se quedó quieto.
Hécate hizo una mueca.
—No tenías que arrojarlo tan fuerte. No es un dios.
—Quería actuar como uno.
Hécate arqueó una ceja.
—¿Es esa la respuesta de un dios compasivo?
—¿Es eso lo que estabas tratando de enseñar?
Hades dio un paso hacia el mortal y agitó su mano. El mago ab-
rió los ojos, parpadeó, y luego gimió cuando sintió el dolor de su
aterrizaje.
—Escucha, mortal, y escucha bien. Me dirás quién solicitó tus
servicios, o pasaré la eternidad cortándote la lengua y dándola de co-
mer a tu gato. ¿Lo entiendes?
El hombre asintió, respirando con di cultad y respondió:
—Su nombre es Teseo.
Teseo.
Era un nombre que Hades conocía bien, ya que era el del hijo de
Poseidón, su sobrino.
—El golem fue idea de Sísifo —explicó Vasilis—. Era cliente mío.
Fue después de su visita que llegó Teseo, exigiendo conocer los pla-
nes de Sísifo. Me hizo convocar un portal al almacén. Se fue de aquí
con Sísifo. No sé dónde.
Así que Sísifo había sido engañado tanto como Hades. La pre-
gunta era, ¿qué quería Teseo de Sísifo? ¿Buscaba venganza por el
asesinato de Aeolus Galani, o había algo más en sus acciones?
Después de un momento, el mago habló:
—Por favor… por favor, no te lleves a mi gata.
—Hécate —dijo Hades a la diosa, que se había dirigido hacia el
pasillo oscuro con el gato todavía en sus brazos—. Trae al gato.
—E—espera. ¡Dije por favor!
—Oh, tú también vienes, mortal —dijo, y los ojos de Vasilis se
agrandaron como platos.
—¡Pero te dije la verdad! Yo…
El mago fue silenciado, desapareciendo con un movimiento de la
mano de Hades. Pasaría un tiempo encarcelado, pero no en el Tárta-
ro, iría a un Sitio Fantasma, una prisión que solo podían ver los favo-
recidos. Era un lugar especial para mortales como él, magos que inf-
ringían la ley o guardaban secretos, y en raras ocasiones, podía usar-
se como cebo.
Hades se volvió hacia Hécate.
—¿Ves? Puedo ser compasivo.

q
Antes de dejar Las Tres Lunas, Hades convocó a Ilias en la tien-
da para que el sátiro pudiera deshacerse del contenido, lo que signi-
caba quemarlo hasta los cimientos. Hécate y él se separaron, Hades
tenía negocios con Afrodita, mientras que Hécate tenía la intención
de regresar al Inframundo.
—Las almas van a celebrarte esta noche —le recordó—. Estarían
encantadas de verte.
La culpa lo golpeó, como siempre ocurría cuando su gente reser-
vaba tiempo para adorarlo.
—Perséfone estará allí. Creo que también planean honrarla.
Eso no era inesperado. Ella merecía su adoración. Era más dios
de lo que él había sido para ellos. Además, tendrían que acostumb-
rarse a celebrarla. Iba a ser su reina.
—Quizás lo consigan esta vez —dijo antes de partir, pero dudó
de sus palabras.
La diosa de la brujería tenía buenas intenciones, pero había algu-
nos demonios que Hades no deseaba enfrentar, y su gente, el trato
que les había dado en el pasado, era uno.
Encontró a Afrodita en su mansión junto al mar, reclinada en
una tumbona en su casa de mármol, ventanas del suelo al techo con
vista al océano y la isla de Hefesto. Cuando apareció, ella bostezó y
se tapó la boca con el dorso de la mano.
—Esperaba que volvieras anoche —dijo, abanicándose con lo
que parecía un manojo de plumas—. Debes haber tenido una gran
distracción en tus manos.
—Tu mortal drogó a Perséfone —dijo, llegando al punto de su
visita. Normalmente no le importaba el acoso de Afrodita, pero hoy
no estaba de humor para eso.
La diosa no reaccionó, pero su mano continuó moviéndose, el
abanico de plumas batiendo a un ritmo constante.
—¿Dónde está tu prueba? —preguntó, aburrida.
—Probé el veneno en su lengua, Afrodita —dijo Hades con fuer-
za.
—¿Probaste? —Afrodita se sentó, sus ojos se agrandaron un po-
co mientras dejaba el abanico a un lado—. Entonces, ¿la besaste?
La mandíbula de Hades se apretó y no respondió.
—¿Estás enamorado? —preguntó, y había una nota de alarma en
su voz que Hades no entendió. ¿Afrodita temía que él ganara el trato y
ella perdiera la oportunidad de ver a Basil regresar del Inframundo? ¿O si-
quiera se preocupaba por Basil? ¿Temía más no volver a verlo como se veía a
sí misma, sola?
La miró con enfado, y sus ojos brillaron, una sonrisa curvó sus
labios.
—¡Lo estás! Oh, esto es noticia, efectivamente.
—Basta, Afrodita.
Lo miró con enojo, cruzando los brazos sobre su pecho.
—¿Supongo que has venido aquí para amenazar a Adonis?
—Vine a preguntar por qué dejaste que sucediera.
Los ojos de Afrodita se agrandaron y parpadeó, claramente sin
esperar que Hades hiciera esa pregunta. Luego entrecerró los ojos.
—¿De qué me acusas, Hades?
—Mantienes a tus amantes a raya y, sin embargo, dejaste libre a
Adonis y me convocaste cuando las cosas se salieron de control.
¿Esperabas verme enfurecer?
—Creo que me estás acusando de organizar la debacle de anoc-
he.
Afrodita podía ser la diosa del amor, pero no creía en éste y, a
menudo, di cultaba que los mortales lo consiguieran. Lo veía como
un juego y los usaba como peones, introduciendo distracciones, de-
sa ando el vínculo que ella nunca podría establecer con otro.
Sabía lo que estaba haciendo y estaba allí para detenerlo.
—Perséfone no es un juguete, Afrodita. No puedes joder con es-
to.
Sus labios se tensaron y sus ojos verde mar se oscurecieron.
—No hay reglas para el trato, Hades. Puedo desa ar tu elección
tanto como desee.
—Déjame ser claro, Afrodita. Este trato no tiene nada que ver
con si Perséfone será mi reina o no, ya que ese es un futuro tejido por
las Moiras. Si te metes con ella, te metes conmigo.
—Si ella no te ama, no puedes evitar que sus ojos se desvíen.
—¿Es eso lo que estabas intentando demostrar anoche? Porque
todo lo que vi fue a mi futura esposa en apuros. Un crimen que no
quedará impune.
—¿A no ser qué?
Su pregunta hizo reír a Hades y el sonido robó la expresión eng-
reída de Afrodita.
—Oh, no hay negociación cuando se trata de mi reina —respon-
dió Hades—. La existencia de Adonis en el Inframundo será un hor-
ror.
Mientras hablaba, los ojos de la Diosa del Amor se agrandaron y
la ira nubló su rostro.
—Hades… —Su nombre se deslizó de entre sus labios como una
advertencia.
—Nada me impedirá destrozar el alma de Adonis. Descansa sabi-
endo que has decidido su destino, Afrodita.
Lo último que escuchó antes de irse fue a Afrodita gritando su
nombre.

q
Hades regresó a su o cina en el Inframundo. Miraba a Asfódelo,
y observaba la alegría de su gente desde lejos, iluminada por la luz
de una linterna. Desde esta distancia, no podía ver a Perséfone, pero
sabía que estaba allí. Su presencia desenterró más recuerdos de la
noche anterior y, junto con ellos, la culpa de dejarla en su cama, des-
nuda, con la piel sonrojada por el deseo. Al menos se había probado
una cosa: También lo deseaba estando sobria.
Suspiró y se bebió un vaso de whisky antes de a ojarse la corba-
ta y dirigirse a los baños. Necesitaba una ducha. Se sentía sucio, el
hedor de la magia oscura y la tienda de Vasilis se aferraba a su piel.
Se detuvo en la entrada de sus baños privados donde podía es-
cuchar el chapoteo del agua y oler el aroma de Perséfone. La idea de
verla desnuda de nuevo lo llenó de lujuria, su miembro se endureció
ante el pensamiento de estar dentro de ella.
Pero, ¿lo rechazaría? ¿O lo invitaría a explorar cada faceta de su cuer-
po?
Estaba a punto de averiguarlo.
Salió de la sombra y bajó los escalones, asegurándose de hacer
su ciente ruido para no asustarla. Cuando apareció a la vista, la en-
contró en el centro de la piscina ovalada, anqueada a ambos lados
por columnas de mármol. Sus ojos estaban abiertos de par en par,
sus mejillas enrojecidas, su cabello mojado y pegado a su cuerpo co-
mo enredaderas rizadas alrededor de porcelana. El agua lamía sus
senos, llegando solo a sus pezones rosados, y era tan claro que podía
distinguir la curva de sus caderas y los rizos oscuros en el vértice de
sus muslos. Sus pensamientos se centraron en cómo se sentiría sepa-
rar esa carne satinada y explorar la evidencia de su deseo por él. Es-
taba seguro de que estaría resbaladiza y ardiente, lista para sus de-
dos y su boca, y bebería de ella hasta que se deshiciera en sus brazos.
Luego sus ojos se posaron en sus pies, donde estaba apilada su
ropa. En la parte superior, se encontraba una hermosa corona de oro.
Reconoció la artesanía como la de Ian Kovac, un talentoso herrero
que había residido en el Inframundo durante siglos.
Hades se inclinó y la recogió para examinarla más de cerca. Era
una hermosa corona oral y de gemas, un perfecto equilibrio de la
ora que lo representaba a él y a Perséfone por igual.
—Es hermosa.
Ella lo miró, sus ojos ardían como una fragua. Hades se pregun-
tó qué pensamientos acompañaban a esa mirada. ¿Eran tan lascivos
como los suyos? ¿Se estaba preguntando cómo se sentiría su miembro en
sus manos, cómo sabría en su boca, el sonido que haría cuando se corriera?
Ella se aclaró la garganta, rompiendo sus pensamientos.
—Lo es. Ian la hizo para mí.
—Es un artesano talentoso. Es lo que lo llevó a la muerte.
Sus cejas se fruncieron sobre su frente.
—¿Qué quieres decir?
—Fue favorecido por Artemisa y lo bendijo con la habilidad de
crear armas que aseguraban que su portador no pudiera ser derrota-
do en la batalla. Lo mataron por eso.
El favor podía ser algo peligroso de otorgar. Convirtió en blanco
a los mortales en la antigüedad y en la actualidad. A veces, los resul-
tados eran positivos y al receptor se le otorgaba fama y estatus, y, ot-
ras veces, eran asesinados.
Hades se quedó mirando la corona un momento más. Era signi -
cativo que ella hubiera aceptado tal adorno de su gente, incluso si lo
había hecho para complacerlos. Era una señal de su dedicación a el-
los, una cualidad en una verdadera reina. La dejó encima de su ropa
y luego se irguió, encontrando la mirada de Perséfone nuevamente.
También era signi cativo que no se hubiera movido para esconderse
de él.
—¿Por qué no fuiste? —preguntó—. A la celebración en Asfóde-
lo. Era para ti.
—Y para ti. Te celebraron —dijo—. Como deberían.
—No soy su reina.
—Y yo no soy digno de su celebración.
—Si sienten que eres digno de celebración, ¿no crees que es su -
ciente?
Hades no respondió. No deseaba hablar sobre este tema. De hec-
ho, las únicas palabras que quería compartir con ella eran súplicas
eróticas y gemidos entrecortados. Su miembro palpitaba, desespera-
do por la libertad y el placer, lo que hizo que su sangre se le subiera
a la cabeza y le impidiera concentrarse en nada más que sexo.
—¿Puedo unirme a ti?
Notó la forma en que su garganta se contrajo mientras tragaba,
asintiendo. Su invitación solo alentó el fuego. Sostuvo su mirada mi-
entras se desnudaba, casi gimiendo mientras liberaba su prominente
sexo de los con nes de su pantalón. Se sentía hinchado y tenso hasta
el punto de sentir dolor. Necesitaba liberación, y estuvo aún más de-
sesperado por ello cuando la mirada de Perséfone viajó a lo largo de
su cuerpo, igual de hambrienta como se sentía.
Entró en la piscina y habló a medida que se acercaba.
—Creo que te debo una disculpa.
—¿Por qué, especí camente?
Una sonrisa asomó a sus labios. Sabía que ella sentía que le debía
una disculpa por algo más que la forma en que la había dejado ayer.
El problema era que se ofrecía una disculpa cuando alguien real-
mente sentía pena por lo que había hecho, y Hades no pensó que al-
guna vez se arrepentiría de haberla engañado para meterse en su
contrato. Signi caría su libertad, se diera cuenta de eso ahora o no.
Se acercó, elevándose sobre ella, le tocó el rostro y le pasó el de-
do por la mejilla.
—La última vez que nos vimos, fui injusto contigo.
Ella desvió la mirada y la mano de Hades se apartó de su rostro
cuando dijo en voz baja:
—Fuimos injustos el uno con el otro.
Estaba hablando del artículo que había escrito, y el hecho de que
reconociera su injusticia hizo que su respiración se atascara en su
pecho. ¿Era demasiado esperar que estuviera cambiando de opinión acerca
de él?
—¿Te gusta tu vida en el reino mortal? —Tenía que preguntar,
necesitaba evaluar su apego al Mundo Superior. ¿Dejaría ella que fu-
era su reina?
—Sí. —Se apartó de él, nadando hacia atrás, sus senos alzándose
por encima del agua. Hades la siguió como si lo estuviera jalando de
una cuerda—. Me gusta mi vida. Tengo un apartamento, amigos, y
una pasantía. Pronto me graduaré de la universidad.
—Pero eres Divina.
Él no entendía. ¿Por qué estaba construyendo esta vida munda-
na en el Mundo Superior, cuando podía tener cualquier cosa? ¿To-
do?
Dejó de alejarse y se quedaron a centímetros de distancia. Podía
sentir el roce de sus pezones contra su piel mientras respiraba.
—Nunca he vivido de esa manera y lo sabes —respondió, y pa-
recía casi frustrada con él, una línea apareció entre sus cejas.
—¿No tienes ganas de entender qué es ser una diosa?
—No.
—Creo que estás mintiendo —dijo. Pudo saborearlo de inmedi-
ato, ese sabor amargo y metálico en el fondo de su boca. La pregunta
era, ¿por qué? Si tuviera que adivinar, pensaría que tenía algo que ver
con su poder latente.
—No me conoces.
Sus ojos se encendieron como almas que ascienden al cielo noc-
turno.
Sí, pensó, enciende ese fuego.
La quería enojada, quería sentir la pasión irradiar de su cuerpo y
vibrar a través del suyo.
Entrecerró los ojos, desa ante.
—Te conozco.
Se movió de modo que estuvo detrás de ella, tocándola solo con
la punta de los dedos, recorriendo su clavícula y hombro.
—Sé la forma en que tu respiración se entrecorta cuando te toco.
Sé cómo se te ruboriza la piel cuando piensas en mí. Sé que hay algo
debajo de esta bonita fachada.
Presionó un beso en su hombro, antes de que su mano se movi-
era más abajo, rozando su seno. Perséfone soltó una fuerte inhalaci-
ón cuando su cuerpo se arqueó contra el suyo y Hades casi gimió.
—Hay rabia. Hay pasión. Hay oscuridad. —Acentuó sus palab-
ras con un giro de su lengua contra su cuello—. Y quiero probarlo.
Su mano se deslizó por su vientre antes de engancharse alrede-
dor de su cintura, luego la apretó más contra él, dejándola sin duda
de su deseo por ella. Su miembro encajaba perfectamente contra su
trasero bien proporcionado, su espalda contra su pecho.
—Hades… —pronunció su nombre y eso lo puso hambriento.
Dejó caer la cabeza en el hueco de su hombro y le suplicó:
—Déjame mostrarte lo que es tener poder en tus manos. Déjame
sacar la oscuridad de tu interior. Te ayudaré a darle forma.
Mientras la sostenía contra él, su otra mano buscó su centro. Sus
dedos se enredaron en los rizos oscuros y ásperos hasta que ahuecó
su sexo, sintiendo su calor mojar su mano. La cabeza de Perséfone
voló hacia atrás, apoyándose sobre su hombro y su jadeo lo alentó.
—Hades, nunca he…
—Déjame ser tu primero.
Fue una súplica, pero también una pregunta. Él quería esto de-
sesperadamente, podía sentir cuánto deseaba esto también. Pero ha-
bía una diferencia entre querer y estar lista, y él no la presionaría si
necesitaba tiempo.
Excepto que asintió, invitando a su mano a separar su carne. Su
pulgar rozó ligeramente su clítoris, provocando a lo largo de la ent-
rada de su delicada y deliciosa carne. Ella se puso de puntillas, su
cuerpo poniéndose rígido bajo su toque.
—Respira —susurró, y cuando lo hizo, sus dedos se hundieron
más profundamente, provocando un grito en Perséfone y un gemido
en Hades. Su cabeza estaba nublada por la lujuria. Quería tanto de
esta única instancia, explorarla con su mano, su boca y su miembro.
Quería tomarla de un millón de formas eróticas diferentes y, sin em-
bargo, ella era nueva en todo esto, su cuerpo no estaba familiarizado
con esta… invasión. Se mordió el labio con fuerza para regresar a es-
te momento, para concentrarse en complacer a Perséfone, no en su
palpitante necesidad de liberación.
Esto debía ser sobre ella.
—Estás tan mojada… —Las palabras salieron como un siseo, su
rostro enterrado profundamente en su cabello. El olor a vainilla y la-
vanda nubló su vista. Cuando sintió que las uñas de ella se clavaban
en su piel, guio su mano hacia donde estaba la suya enterrada pro-
fundamente—. Tócate. Aquí.
Le mostró cómo tocar su clítoris, rozando ligeramente el manojo
de nervios que se encontraba justo sobre su calor húmedo, donde to-
davía se movía. Se deleitó al ver la forma erótica en que se movía
contra él, balanceando sus caderas, desesperada por sentirlo más
profundo, y estuvo feliz de complacerla. Le encantó la forma en que
gemía, la forma en que su respiración quedaba atrapada en su gar-
ganta, la forma en que su cabeza caía sobre su hombro. Continuó
moviéndose dentro de ella mientras su otra mano se movía hacia sus
senos, apretando y amasando sus pezones y luego se apartó de ella.
El grito de sorpresa de Perséfone lo hizo sonreír y ella se volvió
hacia él. No estaba seguro de lo que tenía la intención de hacer, pero
no le dio la oportunidad de seguir adelante. La atrajo hacia él y su
boca descendió sobre la de ella, separando sus labios, sus lenguas
moviéndose una contra la otra con una desesperación que nunca an-
tes había sentido. Era el resultado de semanas de necesidad reprimi-
da, y la desataría ahora, la adoraría hasta que estuviera roja y en car-
ne viva.
Rompió el beso y apoyó su frente contra la de ella, y tuvo la idea
de que atesoraría este momento: la pausa entre la pasión donde ha-
bían compartido tanto y compartirían más.
—¿Confías en mí?
—Sí.
La estudió un momento más, memorizando la honestidad graba-
da en su rostro antes de besarla y levantarla de la piscina. La sentó
en el borde y se colocó entre sus muslos, con las manos ancladas a su
cintura. Se quedaría aquí para siempre si eso signi caba que siempre
lo miraría con esos ojos de párpados pesados.
—Dime que nunca has estado desnuda con un hombre. Dime
que soy el único.
Era una pregunta primitiva, una extraña necesidad que sentía en
lo profundo de su estómago y que vibraba a través del hilo que los
conectaba. Quería ser el primero en explorar su cuerpo, el único en
conocer su verdad y brindarle placer.
Su expresión se suavizó y él sintió su mano acunar su rostro.
—Eres el único.
De nuevo, la besó y deslizó sus brazos por debajo de sus rodillas.
La arrastró hacia delante hasta que apenas descansó en el borde de
la piscina. Sus besos cayeron de su boca a su mandíbula, a su pecho
y estómago, la barbilla rozando los rizos húmedos en su centro, im-
pulsado por Perséfone, cuyas manos se enredaron en su cabello, ti-
rando y raspando mientras jadeos agudos y gemidos sensuales esca-
paban de su boca. Era una sinfonía erótica que podría escuchar du-
rante el resto de su vida inmortal.
Mientras cubría su piel de besos, saboreando su lengua, encontró
algo que no esperaba: una mancha en su piel perfecta. Manchas des-
coloridas de moretones amarillos verdosos curándose, esparcidos
por sus muslos.
La miró.
—¿Fui yo?
—Está bien.
Aun así, frunció el ceño, odiando haberla lastimado y besó cada
moretón, curándolos por completo a medida que se acercaba a su
entrada. No hubo espera una vez que sintió su calor. Había pensado
en provocarla más, hasta jadeos ilícitos de frustración y demandas
de su lengua, pero era débil, su moderación destrozada. Descendió
sobre ella como si fuera un festín y estuviera famélico. Su grito de
placer lo recorrió, directo a su miembro, recordándole que tenían ho-
ras de placer por venir.
Comenzó con suaves caricias, rozando su clítoris y deslizándose
sobre su húmeda entrada, pero cuando sus manos se apretaron en su
cabello y sus gritos se volvieron guturales, la acercó más, su lengua
llegando más profundo, saboreando la dulce piel resbaladiza. Ella se
retorció, y él usó una mano para mantenerla en su lugar mientras la
otra jugueteaba con ese manojo de nervios sensibles. Se puso tensa,
una presa a punto de estallar, y cuando nalmente encontró la libe-
ración, bebió.
Cuando terminó, se puso de pie y la besó, su boca todavía estaba
húmeda por su sexo. Ella le dio la bienvenida, envolviendo sus bra-
zos y piernas alrededor de él. Se sentó justo encima de su miembro,
su entrada provocando su punta, y él apretó los dientes para evitar
empalarse en ella. Cuando se apartó, sus ojos se clavaron en los de
ella.
Déjame tenerte, pensó. Vio cómo ella capturaba de su labio entre
los dientes, otra invitación sin palabras, pero justo cuando se movía
para guiar su miembro palpitante hacia ella, escuchó la voz de Men-
ta.
—¿Lord Hades?
Sintió como si sus dientes fueran a romperse. Nunca había odi-
ado tanto un sonido en su vida, pero este era uno que maldeciría por
el resto de su existencia. Notó la forma en que Perséfone se puso rígi-
da y la mantuvo en su lugar mientras se alejaba del borde de la pisci-
na, girándose para estar de espaldas a la ninfa cuando entró en los
baños. Fue un intento de preservar algo de la modestia de Perséfone,
incluso con sus piernas todavía alrededor de su cintura.
Excepto que Perséfone lo sorprendió envolviendo su mano alre-
dedor de su miembro.
Se miraron el uno al otro, y si las miradas pudieran encender fu-
ego, se incinerarían.
—Ha…
Menta se detuvo en lo alto de los escalones que conducían a los
baños. Su mandíbula se tensó y sus rasgos se pusieron rígidos ante la
vista con la que se había topado.
—¿Sí, Menta? —La voz de Hades era tensa, su ira y su deseo luc-
haban por dominar su mente. La mano de Perséfone acarició su eje,
su pulgar frotando círculos ligeros sobre la coronilla de su pene.
—Te… extrañamos en la cena —estaba diciendo Menta.
Todo lo que Hades podía pensar era: ¿Por qué sigue hablando?
—Pero veo que estás ocupado.
La mano de Perséfone se movió hasta su base.
—Mucho —dijo entre dientes.
—Le haré saber al cocinero que estás completamente saciado.
Hasta la punta.
—Bastante —dijo entre dientes.
Menta se quedó allí un momento más, como si quisiera añadir
algo, pero, inteligentemente, pensó lo contrario. Se volvió y se fue, y
Hades alcanzó a Perséfone. Continuarían donde lo habían dejado.
Ella se había burlado de él lo su ciente, y ahora él sabría lo que se
sentía estando dentro de ella, ser consumido por ese calor fascinante.
Excepto que se apartó de él.
—¿A dónde vas? —La siguió.
—¿Con qué frecuencia viene Menta a buscarte en los baños? —
preguntó mientras salía de la piscina.
—Perséfone.
No hagas esto. No vayas allí, quiso decir, pero no lo miraba y se ha-
bía cubierto con una toalla.
—Mírame, Perséfone.
Todavía estaba en la piscina, pero se había movido lo su ciente
como para que el agua le llegara a los muslos. De alguna manera, se
sentía igual de expuesto, su carne dura en plena exhibición, por lo
que no podía dejar ninguna duda de su deseo por ella.
—Menta es mi asistente.
—Entonces Menta puede asistirte con tu necesidad. —Se atrevió
a mirar jamente su miembro con su mirada viciosa. Frunció el ceño
de repente y salió del agua, deslizando el brazo alrededor de su cin-
tura. La atrajo hacia sí.
—No deseo a Menta —gruñó.
—No te deseo a ti.
Quiso gruñir ante el sabor amargo en el fondo de su boca mient-
ras saboreaba su mentira.
—¿No… me deseas? —preguntó.
—No —dijo, pero su voz fue un susurro ronco.
Los ojos de Hades se posaron en sus labios hinchados por los be-
sos antes de levantarlos nuevamente. Después de un momento, pre-
guntó:
—¿Conoces todos mis poderes, Perséfone?
Notó la forma en que su garganta se contrajo cuando tragó. Se
preguntó por qué, después de lo que habían compartido en la pisci-
na, estaba nerviosa. Quizás no con aba en sí misma para mantener
esta fachada de indiferencia.
—Algunos de ellos —respondió.
Inclinó la cabeza, acercándose poco a poco.
—Acláramelo.
—Ilusión —dijo, y mientras hablaba, sus labios rozaron la co-
lumna de su cuello.
—Sí —susurró, sin dejar de explorar y saborear su piel.
—¿Invisibilidad?
—Muy valioso.
—¿Encanto? —susurró mientras sus labios se movían hacia la
sensible piel de sus senos.
—Hmm. —Hizo una pausa y la miró—. Pero no funciona en ti,
¿verdad?
—No. —Se estremeció cuando respondió, y una sonrisa amenazó
la seria compostura de Hades. Pasó un dedo por el centro de su pec-
ho, enganchando la toalla y exponiendo sus senos.
—Parece que no has oído hablar de uno de mis talentos más vali-
osos. —Se metió un brote apretado en la boca y lo chupó, disfrutan-
do de la forma en que la respiración de Perséfone quedó atrapada
ruidosamente en su garganta. Se apartó y la miró jamente—. Puedo
saborear las mentiras, Perséfone. Y las tuyas son tan dulces como tu
piel.
Le plantó las manos en el pecho y lo apartó.
—Esto ha sido un error.
Eso no era una mentira y la verdad le destrozó el alma.
Perséfone recogió el resto de su ropa y la corona que Ian había
hecho. Los sostuvo contra su pecho como si fueran un escudo, como
si estuviera avergonzada de lo que había dejado que sucediera. Ha-
des miró mientras se retiraba escaleras arriba.
—Puedes creer que esto fue un error —gritó Hades, y Perséfone
se detuvo, girando la cabeza solo ligeramente para que él pudiera
ver su per l—. Pero me deseas. Estuve dentro de ti. Te probé. Esa es
una verdad de la que nunca escaparás.
Y fue esa verdad la que le dio esperanza, porque Hades sabía
que podía construir afecto con fuego.
Vio como Perséfone se estremecía y corría.
Capítulo XIX
El Proyecto Halcyon

Hades se teletransportó a su habitación, desnudo, con el pene


tenso, y desesperado por liberarse.
Ella me dejó, pensó mientras tomaba un largo trago directamente
de la botella de whisky que había robado de su barra. Caminó de un
lado a otro, con el cuerpo rígido. Cuanto más se movía, más recorda-
ba su necesidad.
Malditas Moiras. Maldita Menta.
Es una muestra de mi propia medicina, pensó. Yo también la de-
jé. ¿Es así como se sintió?
La idea era placentera y angustiosa al mismo tiempo.
Se detuvo, bebió una vez más de la botella y la arrojó al fuego
rugiente. Se hizo añicos y, por un momento, las llamas rugieron, la
representación perfecta de cómo se sentía por dentro. Cuando el fu-
ego se apagó, se apoyó contra la mesa y envolvió sus dedos alrede-
dor de su hinchada longitud, apretando los dientes y cerrando los oj-
os.
En la oscuridad de su mente, se teletransportó a Perséfone y la
encontró tendida en la cama, con las piernas separadas, los dedos
enterrados en su interior, dándose placer tal como le había enseñado
en los baños. Sus talones se hundieron en la cama, su espalda se ar-
queó, su respiración se hizo más entrecortada. Era hermosa, con la
piel expuesta bañada por la luz de la luna, una diosa plateada en
medio de la pasión.
Luego se puso de rodillas y se balanceó hacia delante y hacia at-
rás, moviendo las caderas mientras montaba su mano.
—Dime que estás pensando en mí —dijo Hades, y su mano agar-
ró su pene, acariciando ligeramente, saboreando el placer que se pre-
cipitó a su cabeza.
Perséfone se giró y sus grandes ojos verdes se encontraron con
los de él en la oscuridad. Incluso a esta luz, pudo ver que sus mejillas
estaban sonrojadas. Su cabello caía en un desorden alrededor de su
rostro y sus pezones se tensaban contra su camisón.
—¿Y bien? —preguntó.
—Sí —susurró—. Estaba pensando en ti.
Gruñó bajo en su garganta.
—No te detengas por mí.
Se puso de rodillas y se sacó la camisa por la cabeza. Sus ojos re-
corrieron su hermoso cuerpo, senos llenos y pezones oscuros. Una
cintura pequeña que quería sostener mientras ella lo montaba hasta
la liberación, y caderas anchas que se aferrarían a él mientras la pe-
netraba.
La diosa comenzó de nuevo, separando su carne para darse pla-
cer. Durante un tiempo, mantuvieron contacto visual, y mientras ella
se movía hacia arriba y hacia abajo, Hades se acariciaba a sí mismo,
aumentando la urgencia cuanto más era testigo de su pasión, la ca-
beza rodando hacia atrás, senos rebotando, dientes mordiendo su la-
bio inferior. Pronto sus caderas se movieron, empujando en su ma-
no.
—Córrete para mí —ordenó—. Córrete, querida.
Los gritos de ella dieron paso al suyo cuando su cuerpo se sacu-
dió, su mano llenándose de una liberación caliente. Se derrumbó
contra la mesa, respirando con di cultad. A pesar de su necesidad
de recuperar el aliento, se rio.
Se rio porque acababa de tener uno de los encuentros sexuales
más calientes de su larga vida. Porque su diosa, su futura esposa, se
había complacido a sí misma y había pensado en él.

q
—Dime, ¿por qué llevarás a Menta a la Gala Olímpica esta noche
y no a Perséfone?
La pregunta vino de Hécate, que estaba detrás de Hades mient-
ras se ajustaba la corbata en el espejo. La Diosa de la Brujería no pa-
recía complacida, cerniéndose en su túnica púrpura, con los brazos
cruzados sobre el pecho.
La Gala Olímpica tenía lugar todos los años y se celebraba en el
Museo de Artes Antiguas. Era un asunto extravagante y una excusa
para que los dioses hicieran alarde de su riqueza. La única razón por
la que Hades asistía era porque el evento también servía para reca-
udar fondos. Este año, la gala tenía como tema el Inframundo, lo que
signi caba que Hades y su fundación se involucraban en la elección
de la organización bené ca.
—No voy a llevar a Menta —dijo Hades—. Es mi asistente.
Y no se lo había pedido a Perséfone porque ella iba como asigna-
ción de trabajo y llevaba a Lexa.
—¿Te das cuenta de que lo único que Perséfone verá es que lle-
gas a la gala con Menta?
Hades pensó en la otra noche en los baños, cuando Menta los in-
terrumpió. Perséfone había mirado deliberadamente su ingle, su mi-
embro y sus bolas pesadas. Escuchó sus palabras en su cabeza. En-
tonces Menta puede asistirte con tu necesidad.
Apretó los dientes y se volvió hacia la diosa.
—No tengo la intención de llegar con ella del brazo —dijo—. Es-
tá allí para presentar el Proyecto Halcyon.
Era algo en lo que su personal ha estado trabajando en La Fun-
dación Ciprés, una organización sin nes de lucro que brindaría
atención de rehabilitación a los mortales de forma gratuita. Fue ins-
pirado por Perséfone, cuyas palabras aún podía escuchar claras co-
mo el día. Si vas a solicitar un trato, desafíalos a que vayan a rehabilitación
si son adictos, y haz algo mejor, paga por ello.
No había estado haciendo lo su ciente. Si su verdadero objetivo
era garantizar que la vida en el Inframundo fuera una mejor existen-
cia para las almas, tenían que tener esperanza mientras vivían. En las
últimas semanas, Hades había llegado a saber más y más sobre la es-
peranza de lo que jamás imaginó.
Hécate miraba con la ceja levantada.
—¿Menta lo sabe?
—No le he dado ninguna razón para pensar lo contrario —dijo
Hades.
La diosa negó.
—No entiendes a las mujeres —dijo Hécate—. A menos que lo
hayas dejado explícitamente claro, es decir, a menos que hayas dicho
las palabras, Menta, no eres mi cita, ella pensará precisamente eso.
—¿Y qué te convierte en una experta de repente?
—Puede que no me interesen las relaciones, Hades, pero he vivi-
do más que tú y he visto cómo estas emociones destruyen a la huma-
nidad. Además… —Levantó la barbilla—. Escuché a Menta decirle a
sus secuaces que tenía una cita contigo esta noche.
—¿Sus secuaces? —preguntó.
—Tiene un grupo de ninfas con las que se queja de todo. Deberí-
as escuchar la forma en que habla de Perséfone.
Los ojos de Hades se entrecerraron y, de repente, se sintió lleno
de curiosidad.
—¿Cómo habla de Perséfone?
Los ojos de Hécate brillaron amenazadoramente mientras descri-
bía en detalle las cosas horribles que Menta había dicho sobre la Di-
osa de la Primavera, incluso llamarla una follada de favor, un término
despectivo que los mortales usan para describir a alguien que se acu-
esta con un dios a cambio de su favor. Cuando Hécate terminó de
hablar, Hades solo tenía una pregunta.
—¿Por qué acabo de enterarme de esto?
—Estaba reuniendo pruebas —dijo a la defensiva—. Y si crees
que dejé que se salieran con la suya llamando a Perséfone de esas
maneras, estás equivocado.
Hades esperó y Hécate nalmente explicó.
—Yo… puede que haya enviado un ejército de ciempiés veneno-
sos para arruinar su picnic. La segunda vez, envié escarabajos am-
polla.
—¿Segunda vez? ¿Ha sucedido esto más de una vez?
—¿Qué puedo decir? Menta está fuera de control —dijo Hécate,
ignorando la verdadera naturaleza de la pregunta de Hades, ¿por qué
no había acudido a él antes?
Hades dio la espalda a Hécate, tomando su máscara de la mesa
tras él.
—Entonces —añadió Hécate—. ¿Qué vas a hacer?
—Hablaré con Menta —respondió Hades.
—Hablar —repitió Hécate—. ¿No vas a usar esto como una
oportunidad para… no sé… expulsarla del Inframundo?
—Quizás no he sido lo su cientemente claro —dijo Hades cla-
vando su mirada en la de Hécate—. Como tan… acertadamente seña-
laste al comienzo de esta conversación. Confía, diosa, después de
que termine con Menta, no habrá duda en su mente de cómo debería
tratar a Perséfone.
Hades se movió para abrir la puerta y encontró a la ninfa del ot-
ro lado. Su mano estaba levantada, como si la hubiera agarrado justo
antes de llamar. Iba vestida de esmeralda y las joyas colgaban pesa-
das de sus orejas y cuello.
—Oh —dijo, sonriendo ampliamente, sus ojos mirando a Hécate,
quien aún permanecía en el fondo. Sus ojos se estrecharon ligera-
mente antes de volver a concentrarse en Hades—. Yo… vine a ver si
estabas listo.
—Más que eso —respondió Hades, y antes de que la ninfa pudi-
era reaccionar, reunió su magia y se teletransportó. Aparecieron en
el Museo de Artes Antiguas, justo fuera del salón de baile donde se
llevaría a cabo la cena.
—Follada de favor —dijo Hades mientras se aseguraba su más-
cara.
Menta lo miró con una mezcla de aprensión y miedo en su rost-
ro.
—¿Disculpa?
—¿A rmas no reconocer esas palabras? —preguntó Hades.
Menta no tenía nada que decir.
—La próxima vez que escuche que has hablado mal de Perséfone
será la última vez que me ayudes —dijo Hades—. ¿Ha quedado claro?
La ninfa levantó la barbilla, sus ojos brillaban de ira, pero perma-
neció en silencio, más que probablemente avergonzada y enojada
porque la habían regañado por su comportamiento malicioso. Hades
salió del pasillo y entró al salón de baile. Fue recibido de inmediato
por la visión de Perséfone bajando las escaleras coronada de oro y
vestida de fuego.
Miró abiertamente y con avidez. Su vestido se aferraba a su cuer-
po, recordándole que la había visto desnuda, la tocó de la manera
más íntima, la escuchó pronunciar su nombre. Sabía que ella pensa-
ba de manera similar mientras sus ojos verde botella recorrían su cu-
erpo, prendiéndolo fuego de dentro hacia fuera, y luego sus pensa-
mientos se convirtieron en un caos y se preguntó si llevaba algo de-
bajo de ese vestido.
Pero mientras miraba, sus ojos se oscurecieron. Hades se puso rí-
gido cuando Menta se acercó a él y el susurro de su vestido rechinó
en sus oídos como una hoja de acero a lada.
No reconoció a la ninfa, pero no importó. Comprendió la expre-
sión del rostro de Perséfone. Había asumido lo que Hécate había
predicho, que habían venido juntos. Hades pudo escuchar la voz
engreída de Hécate.
Te lo dije.
Perséfone bebió su vino y luego desapareció entre la multitud,
seguida de cerca por Lexa.
—Creo que te han desairado —comentó Menta.
El humor de Hades se ensombreció y rodeó a la multitud en un
intento por mantener a Perséfone a la vista. Quería explicárselo antes
de que fuera demasiado tarde, pero Poseidón le bloqueó el camino.
El dios vestía un traje llamativo y su cabello parecía haber sido geli -
cado en algo que se parecía a una ola del océano. Hades pensó que
se veía ridículo y se preguntó qué pensaría Thanatos de su cabello.
—Hermano —dijo Poseidón, y miró por encima de su hombro
hacia donde estaba Perséfone con Hermes—. ¿Te estoy alejando de
alguien?
Hades no respondió.
—Es hermosa —dijo—. Puedo notarlo incluso con la máscara.
Quizás compartirás cuando te canses de ella.
Hades entrecerró la mirada e inclinó la cabeza mientras se acer-
caba un paso más a su hermano. Eran iguales en altura, pero no en
tamaño. Poseidón era más voluminoso, pero Hades era más fuerte.
Si Poseidón necesitaba un recordatorio, estaría feliz de complacerlo.
—Si vuelves a mirar en su dirección, te destrozaré miembro por
miembro y alimentaré con tu cadáver a los Titanes —dijo Hades—.
¿Dudas de mí?
Poseidón tuvo el descaro de parecer divertido, sus ojos color
aguamarina brillaron y enarcó una ceja rubia.
—¿No eres muy territorial, hermano?
—Eso no es nada. Deberías haber visto lo que hizo cuando la res-
caté de ahogarse —dijo Hermes, paseándose alrededor de ellos, con
las alas arrastrándose por el suelo. Hades dio un paso atrás.
—¿Orinó un círculo alrededor de ella? —preguntó Poseidón.
La mandíbula de Hades se tensó y volvió su oscura mirada hacia
Hermes, que acababa de empezar a abrir la boca, cuando le miró, la
cerró. Tenía la sensación de que sabía lo que Hermes estaba a punto
de decir, que había marcado a Perséfone de otra manera mediante
un trato.
—¿Qué te pasa, hermano? ¿Tienes miedo de que su mirada se
desvíe?
Hades sintió que la oscuridad se alzaba en él. Le mostraría a Po-
seidón lo que era tener la mirada desviada cuando sus ojos fueran
retirados de su cráneo y arrojados a través de esta habitación.
Pero Poseidón fue salvado por Menta, que apareció tras él. Desli-
zó su brazo por el de él y le ofreció una sonrisa encantadora.
—Poseidón —dijo con una voz sensual—. Ha pasado un tiempo.
El Dios del Mar la miró y le ofreció una amplia sonrisa depreda-
dora.
—Menta. Te ves deslumbrante.
Tiró del brazo de Poseidón.
—¿Has encontrado tu mesa? —preguntó—. Estaría más que feliz
de ayudar.
Cuando se volvió, miró a Hades como si le dijera no empieces una
escena.
Cuando se fueron, Hermes habló.
—Si no quieres que Poseidón sea un idiota, no deberías provo-
carlo.
Hades miró al Dios de la Travesura.
—¿Qué te dijo Perséfone?
Hermes arqueó una ceja.
—¿Pelea de amantes?
Lo miró con enfado.
—La regañé por follarte con los ojos y trató de negarlo, pero to-
dos lo vimos, de ustedes dos, debo agregar, y todos nos sentimos in-
cómodos. ¿Sabías que piensa que no crees en el amor?
—¿Qué?
—También parece bastante amargada por ello —agregó Hermes,
con sus ojos vagando por la habitación—. ¡Oh! ¡Cerezas!
Comenzó a irse, pero se detuvo y miró a Hades.
—Si quieres mi consejo… —Hades no lo quería, pero tampoco
tenía ganas de hablar—. Díselo.
—¿Decirle qué?
—Que la amas, idiota. —Hermes puso los ojos en blanco—. To-
dos estos años vividos, y no eres consciente de ti mismo en lo más
mínimo.
Hermes se fue entonces, y cuando Hades avanzó para encontrar
a Perséfone nuevamente, ya no estaba allí. Soltó un suspiro frustrado
y sus dedos se apretaron en puños a sus costados. Había tantas pa-
labras girando en su cabeza, palabras de Hécate, Menta, Poseidón y
Hermes. Extrañamente, era algo que Hécate había dicho hace mucho
tiempo lo que resonaba en su mente ahora.
Perséfone tiene esperanzas de amor, al igual que tú, Hades, y en lugar
de con rmar eso, te burlaste de ella. ¿La pasión no requiere amor? ¿En qué
estabas pensando?
No había pensado, ese había sido el problema.
¿Por qué la dejé pensar en algo tan falso? pensó, y luego se res-
pondió a sí mismo. Porque temía exponer la verdad de mi corazón:
que siempre he deseado amar y ser amado.
Había estado esperando proteger su corazón, construir una jaula
a su alrededor tan gruesa que nada, ni siquiera Perséfone y su com-
pasión, encontrara su camino. Excepto que ahora, ella era la única
persona que quería cerca de su corazón. Lo que buscaba era su com-
pasión. Era su amor lo que quería.
Porque era a ella a quien amaba.
Esas palabras le atravesaron el pecho y se retorcieron como una
espada. Sintió el dolor en todo el cuerpo, en la planta de los pies y en
las puntas de los dedos. Se sintió tembloroso, en carne viva y expu-
esto. Miró por encima de la multitud a los mortales e inmortales re-
unidos, que eran ajenos al hecho de que había sido completamente
cambiado en este preciso momento, en el lugar más extraño.
¿Por qué no pudo darse cuenta de esto en otro lugar? ¿En el Inf-
ramundo, quizás? ¿Cerniéndose sobre Perséfone con su miembro
provocando su entrada?
—Malditas Moiras —murmuró.
—¿Qué fue eso? —preguntó Menta, apareciendo a su lado.
Hades la miró.
—Confío en que Poseidón haya encontrado placentera tu ayuda.
—¿Celoso, Hades?
—Difícilmente —respondió.
—No me insultes —espetó Menta—. Lo hice por ti. Todo lo que
hago es por ti.
Se miraron jamente el uno al otro. Hades no estaba seguro de
qué debía decir. No ignoraba los sentimientos de Menta por él y te-
nía que admitir que nunca los había manejado bien.
—Menta…
—Vine a decirte que es hora de tu anuncio —dijo, interrumpién-
dolo—. Deberías tomar tu lugar.
Recogió su vestido en sus manos y se volvió, caminando hacia el
escenario. Hades la siguió, manteniéndose en las sombras, su pre-
sencia ignorada cuando Menta fue presentada y tomó el centro de
atención. Parecía casi alegre mientras hablaba, sin indicio de su frust-
ración anterior presente, pero no podía ocultarle su angustia. Podía
verlo de maneras sutiles: ojos que no eran lo su cientemente brillan-
tes, una sonrisa que no era lo su cientemente amplia, hombros que
no estaban lo su cientemente altos.
—Bienvenidos —dijo—. Lord Hades tiene el honor de revelar la
obra de caridad de este año, el Proyecto Halcyon.
Las luces se atenuaron y una pantalla bajó, reproduciendo un vi-
deo corto sobre el proyecto. Hades no era sentimental, pero este era
un proyecto que sentía con todo su corazón. Tal vez fue porque se
inspiró en Perséfone, o porque había estado muy involucrado en el
diseño del edi cio, eligiendo la tecnología y los servicios que brinda-
ría la instalación. Cada vez que Katerina, la directora de su fundaci-
ón, le hacía preguntas, las respondía pensando en Perséfone. Tenía la
esperanza de que se sintiera orgullosa de esto, de que pudiera ver
cuánto signi caban sus palabras para él.
Hades subió al escenario en la oscuridad, y cuando se encendi-
eron las luces, se paró ante una multitud que vitoreó al verlo. Cuan-
do se callaron, habló.
—Hace unos días, se publicó un artículo en Noticias Nueva Ate-
nas. Fue una crítica mordaz a mi desempeño como dios, pero entre
esas palabras enojadas había sugerencias sobre cómo podría ser mej-
or. No imagino que la mujer que lo escribió esperara que me tomara
esas ideas en serio, pero al pasar tiempo con ella, comencé a ver las
cosas a su manera. —Sonrió, riendo entre dientes, pensando en lo fe-
roz que podía ser ella al defender a los mortales—. Nunca había co-
nocido a nadie que fuera tan apasionado por mi error, así que seguí
su consejo e inicié el Proyecto Halcyon. A medida que avance la ex-
hibición, espero que Halcyon sirva como una llama en la oscuridad
para los perdidos.
Tanto dioses como mortales se pusieron de pie, aplaudiendo, y
Hades se retiró, incómodo con el foco de atención. Quería desmateri-
alizarse en la oscuridad durante el resto de la noche, pero también
quería saber qué pensaba Perséfone del proyecto. Se hizo a un lado
mientras una la de personas entraba en la exhibición, sus ojos se en-
contraron con los de Afrodita, quien lo miró con enojo, probable-
mente sin haberlo perdonado por la amenaza que había dirigido a
Adonis.
Desvió la mirada y buscó a Perséfone, encontrándola en su mesa.
Reconoció la expresión de su rostro, tal como la había visto la prime-
ra vez que había llegado a Nevernight.
Estaba dudando.
No se acercó hasta que casi todos habían entrado, y mientras lo
hacía, Hades la siguió, invocando su glamour para caminar a su la-
do. Se sentía intrusivo observarla de esta manera, pero también ínti-
mo, y se maravilló de la expresión serena de su rostro mientras se to-
maba su tiempo deambulando por la exhibición, deteniéndose en ca-
da póster para mirar los dibujos conceptuales del edi cio y los jardi-
nes, estadísticas sobre el estado actual de la adicción y la salud men-
tal en Nueva Grecia, y cómo esos números solo habían aumentado
desde la Gran Guerra.
Se quedó más tiempo en un modelo impreso en 3D del edi cio
real y terrenos extensos, llenos de árboles, jardines y caminos secre-
tos. Pensó en acercarse a ella, pero había algo hermoso en la expresi-
ón de su rostro, algo contemplativo y gentil, y no quería molestarla,
así que se fue.
Fuera de la exhibición, Hades encontró a su hermano, Zeus. El
Dios del Trueno sonrió, luciendo más como el antiguo Rey de los Di-
oses que el hombre moderno que usualmente intentaba encarnar, pa-
rado a medio vestir al lado de Hera.
—Bien jugado, hermano. —Le dio una palmada a Hades en la es-
palda, y el dios cerró sus dedos en un puño para evitar golpearlo—.
Tienes al mundo entero desmayándose por tu compasión.
—Bien hecho —dijo Hera, sonando aburrida. Se encontró con los
ojos de Hades solo brevemente antes de estirar el cuello, mirando
hacia otro lado de la habitación, su brazo todavía entrelazando el de
su esposo.
—¿De qué estás hablando, Zeus? —preguntó Hades.
—¡La mortal! —gritó—. Usar su calumnia a tu favor. Ingenioso,
de verdad.
Hades lo fulminó con la mirada. No había visto esto como una
oportunidad para verse mejor y odiaba que su hermano estuviera
corrompiendo sus intenciones, pero no era de sorprender.
—No deseo tal elogio o atención —dijo Hades. Perséfone había
tenido puntos válidos y escuchó.
—Por supuesto que no —bromeó Zeus, empujando a Hades en
el costado, como si estuvieran compartiendo algún tipo de secreto—.
Debo admitir que mantuve bajas mis expectativas cuando escuché
que la Gala tendría el tema de tu reino, pero esto… esto es bueno.
—Qué elogio —comentó Hades suavemente—. Si me disculpas,
necesito un trago.
Hades esquivó a su hermano y a Hera y se dirigió directamente
al bar. Pidió un whisky y se lo bebió rápidamente, preguntándose
cuánto tiempo más necesitaría quedarse aquí. No era como si estas
personas vinieran por él o incluso la caridad. Se trataba de la moda,
la bebida, el baile, la diversión, excepto que esta no era la idea de di-
versión de Hades. Había querido pasar la noche entre las piernas de
Perséfone, dando y recibiendo placer.
Ante ese pensamiento, se volvió y encontró el objeto de sus es-
candalosos pensamientos a unos pasos de distancia. Sus ojos fueron
inmediatamente atraídos a su espalda desnuda, y pensó en cómo se
había arqueado contra él en la piscina, desesperada por placer. Se
acercó y supo que lo había sentido, porque se enderezó y giró la ca-
beza para que pudiera ver el per l de su rostro: nariz delicada y labi-
os bonitos.
—¿Algo que criticar, lady Perséfone? —preguntó.
—No —dijo en voz baja, pensativa—. ¿Cuánto tiempo llevas pla-
neando el Proyecto Halcyon?
—No mucho.
—Será hermoso.
Se inclinó, sus dedos rozaron su hombro, trazando los bordes del
aplique negro que serpenteaba por su espalda. Era cálida, suave, y se
estremecía cada vez que tocaban piel con piel.
—Un toque de oscuridad —murmuró él, deslizando los dedos
por el interior de su brazo hasta que se enredaron con los de ella—.
Baila conmigo.
Se volvió para mirarlo, la cabeza inclinada para que sus miradas
se encontraran. Podía ver claramente su alma brillante y su oscuri-
dad se sintió atraída por ella.
—De acuerdo.
Se llevó su mano a los labios y le besó los nudillos antes de lle-
varla a la pista. La atrajo hacia sí, sus caderas se tocaron, y gruñó ba-
jo en su garganta. Su miembro se puso tenso, recordándole los baños
y cuánto deseaba estar dentro de ella. Se preguntó qué tipo de titula-
res aparecerían en los medios si la besara ahora y la llevara al Infra-
mundo.
Hades secuestra a Perséfone, pensó, apretando los dedos alrededor
de los de ella y su cadera mientras la guiaba a través de un baile, sus
miradas inquebrantables, el calor entre ellos creciendo, un in erno
que se volvió tan frío como el hielo cuando ella habló:
—Deberías estar bailando con Menta.
Apretó los dientes.
—¿Preferirías que bailara con ella?
—Es tu cita.
—No es mi cita. —Tuvo que trabajar para controlar su frustraci-
ón—. Es mi asistente, como te he dicho.
—Tu asistente no llega de tu brazo a una gala.
Reconoció las palabras de Hécate mientras hablaba y estaba furi-
osa.
—Estás celosa —dijo Hades, sonriendo.
—¡No estoy celosa! —Sus ojos brillaron—. No seré usada, Hades.
Frunció el ceño.
—¿Cuándo te he usado? —Ella permaneció en silencio, su frust-
ración palpable—. Responde, diosa.
—¿Te has acostado con ella?
Se congeló, al igual que todos los demás que compartían la pista.
—Suena como si estuvieras pidiendo un juego, diosa.
—¿Deseas jugar un juego? —Ella apartó las manos de las de él—.
¿Ahora?
Era la única forma en que respondería a su pregunta y ella lo sa-
bía. Le tendió la mano para que la tomara, con los ojos encendidos,
suplicándole que restableciera su conexión.
Ven conmigo al Inframundo, pensó. No volverás igual.
Supo cuándo tomó su decisión, porque su mirada se volvió feroz
y decidida: tendría lo que quería. Entonces, sus dedos se cerraron en
los de él, y sonrió, teletransportándolos al Inframundo.
Capítulo XX
Un juego de pasión

Hades apareció en su o cina, su mano todavía entrelazada con


la de Perséfone. Su cuerpo estaba tenso por la anticipación y su men-
te giraba con las posibilidades de esta noche. ¿Por qué había estado tan
ansiosa por saber sobre su relación con Menta? Si respondía, ¿sucumbiría a
él?
Se miraron el uno al otro por un momento, y Hades soltó su ma-
no, sus dedos arrastrándose por su palma. Alargó la mano para de-
satarle su máscara. El movimiento se sintió íntimo pero correcto, y
nunca había sentido tanto anhelo. Se enroscó en la parte inferior de
su estómago y le hizo sentir la garganta apretada.
—¿Vino? —preguntó mientras se acercaba al bar, quitándose su
propia máscara incómoda.
—Por favor. —Ella habló en voz baja, y su pecho se sintió pesado
al imaginarse esa palabra en su lengua mientras le rogaba que la lle-
nara.
Le sirvió un vaso y lo deslizó hacia ella. Ella lo tomó, sus gráciles
dedos se curvaron alrededor del tallo mientras bebía. Hades la miró
un momento, distraído por su boca y la forma en que su lengua se
asomaba para humedecer sus labios. Su mirada quemó su piel, ojos
hambrientos.
—¿Hambrienta? —preguntó—. Apenas comiste en la gala.
Entrecerró los ojos.
—¿Me estabas mirando?
—Querida, no njas que no me estabas mirando. Reconozco tu
mirada sobre mí como conozco el peso de mis cuernos.
Desvió la mirada, sonrojándose.
—No, no tengo hambre.
Lástima, pensó, sirviéndose un vaso de whisky.
Se encontraron en los extremos opuestos de una mesa frente a la
chimenea, con una baraja de cartas en el centro.
—¿El juego? —preguntó mientras Hades alcanzaba las cartas.
—Póquer —respondió, abriendo la caja y barajando las cartas.
Ella tomó aliento.
—¿Las apuestas?
Ante su pregunta, el aire se espesó y Hades le ofreció una sonri-
sa.
—Mi parte favorita. Dime qué deseas.
—Si gano, respondes a mis preguntas.
Sabía que era la apuesta que haría.
—Trato —dijo mientras terminaba de barajar las cartas—. Si ga-
no, quiero tu ropa.
Si estaba sorprendida, no lo demostró.
—¿Quieres desnudarme?
—Querida, eso es solo el comienzo de lo que quiero hacerte.
¿Había imaginado la curva de sus labios?
—¿Una victoria es igual a una prenda de vestir?
—Sí —dijo, mirando su vestido, esa gloriosa pieza de tela de sa-
tén. Esperaba que fuera lo único que usaba. Entonces su mano llamó
su atención, rozando la cadena de su collar donde se hundía entre
sus pechos.
—Y… ¿qué pasa con las joyas? ¿Consideras que eso es desvestir-
se?
Dio un sorbo a su bebida.
—Eso depende.
—¿De qué?
—Podría decidir que quiero follarte con esa corona puesta.
Ahora no había conjeturas sobre su sonrisa; se curvaba a través
de su hermoso rostro, llena de picardía.
—Nadie dijo nada sobre follar, lord Hades.
—¿No? Lástima.
Ella se inclinó sobre la mesa y le ofreció una vista completa de
sus senos. Él gimió por dentro.
—Aceptaré tu trato.
Sus cejas se levantaron.
—¿Confías en tu habilidad para ganar?
—No te tengo miedo, Hades.
Nunca, pensó. Nunca querría que ella le temiera, incluso en sus
momentos más oscuros. El problema era que ella nunca lo había vis-
to de esa manera: enojado, agresivo y violento. La verdad de esa dec-
laración estaba por verse.
Perséfone se estremeció.
—¿Frío? —preguntó, repartiendo la primera mano.
—Caliente —dijo con voz ronca y sonrió, ojos llenos de pasión.
Hades mostró sus cartas, un par de reyes.
Fue la expresión de sus labios lo que le dijo que había perdido, y
tuvo la con rmación cuando ella dejó sus cartas. Él sonrió y la luj-
uria corrió por sus venas directamente a su pene. La evaluó, tomán-
dose su tiempo para recorrer su cuerpo, decidiendo qué tomaría.
—Supongo que tendré el collar.
Cuando ella extendió la mano para desabrocharlo, él la detuvo.
—No, déjame.
Dejó caer las manos en su regazo cuando Hades se acercó. Sus
dedos hormiguearon cuando tomó su espeso cabello en sus manos y
lo pasó por encima de su hombro. Soltó la cadena, dejando que el
metal cayera entre sus senos y le gustó la forma en que inhaló mient-
ras besaba su clavícula.
—¿Todavía caliente? —preguntó contra su piel.
—Un in erno.
Prácticamente podía oler su sexo.
—Podría liberarte de este in erno. —Sus labios se arrastraron
por la columna de su cuello.
—Recién estamos comenzando —susurró.
Su decepción fue grande, pero no tan pesada como la presión
que se acumulaba en su miembro. Consiguió reír y se apartó, listo
para otra mano, pensando ya en lo que pediría a continuación.
Excepto que Perséfone ganó.
Sonrió mientras colocaba las cartas sobre la mesa.
Hades no estaba complacido, más impaciente que cualquier otra
cosa. La quería desnuda, extendida ante él. Quería estar profunda-
mente dentro de ella.
—Haz tu pregunta, diosa. Estoy ansioso por jugar otra mano.
Sabía lo que diría y quería quitárselo de encima.
—¿Te has acostado con ella?
Odiaba esta pregunta porque le recordaba una versión diferente
de sí mismo. Una que se sintió desesperada y desapasionada. Una
que buscó reavivar cualquier sentido de pertenencia y necesidad, y
había recurrido a Menta. No estaba orgulloso, pero sabía que ella es-
taría dispuesta.
Fue una decisión de la que se arrepintió, no solo por su falta de
sinceridad, sino porque había sido injusto con ella. Él le había dado
esperanzas cuando no tenía la intención de establecer una relación
con ella, y eso era exactamente lo que había esperado después de su
acoplamiento, entonces le había dicho que nunca se sentaría a su la-
do como reina.
Así que respondió a la pregunta, con un sabor amargo en la len-
gua.
—Una vez.
Ella palideció visiblemente y Hades comprendió de repente la
emoción que Perséfone había invertido en esta pregunta. Signi caba
algo para ella que él hubiera estado con esta mujer, pero, ¿signi ca-
ría que lo rechazaría?
—¿Hace cuánto tiempo?
—Hace mucho tiempo, Perséfone.
No podía pedirle que esperara otra ronda para la respuesta. No
parecía justo cuando era tan importante para ella.
Al escuchar esto, apartó la mirada.
—¿Estás… enojada? —preguntó.
—Sí. —Estuvo sorprendido por su honestidad, sorprendido cu-
ando lo miró a los ojos y expresó su confusión—. Pero… no sé exac-
tamente por qué.
Trató de imaginar lo que debía estar pasando por su cabeza, pe-
ro cuando se encontró pensando en ella follando con otro hombre,
decidió que era el curso de acción equivocado. El pensamiento solo
sirvió para evocar su violencia. Así que se centró en las cartas y re-
partió otra mano.
Esta vez, ganó y se reclinó en su silla, considerando a la diosa
que tenía ante él. No había mucho que incautar, pero el quitar no era
tanto lo que disfrutaba. Era la tensión que encendió el aire entre ellos
mientras él consideraba y ella esperaba. Finalmente, se puso de pie y
Perséfone se enderezó mientras se acercaba, estirando el cuello para
sostener su mirada.
—Me llevaré los pendientes, querida.
Ella no respiraba. Lo sabía porque cuando se inclinó, su pecho
no se movió, así que cuando sus labios rozaron su oreja, susurró:
—Respira.
Y fue recompensado con su fuerte exhalación. Procedió a envol-
ver sus labios alrededor de sus aretes y sacarlos de sus orejas, agar-
rando las partes traseras en su mano. Una vez que estuvieron fuera,
pasó la lengua por el lugar y la rozó con los dientes, notando que sus
manos se agarraron al borde de la mesa.
Mientras regresaba a su asiento para la siguiente ronda, rezó a
las Moiras que le habían regalado a esta mujer, y podían llevársela,
que esta fuera la última partida. Déjenme tenerla. Aquí, ahora, en la
misma mesa donde habían acordado negociar ropa y respuestas y el
resto de sus vidas.
Excepto que las Moiras no concedieron tal plegaria, o alivio para
la furiosa erección de Hades, porque Perséfone ganó.
—Tu poder de invisibilidad —comenzó, mirándolo como si es-
perara que él se sorprendiera de saberlo—. ¿Lo has usado alguna
vez… para espiarme?
Hades consideró su pregunta cuidadosamente, particularmente
la palabra espiarla. Era una palabra que, en este contexto, sonaba co-
mo una acusación, y tenía la sensación de que no se trataba de esta
noche cuando se había quedado a su lado mientras ella exploraba la
exhibición. Era un tipo diferente de intimidad.
Esta pregunta tenía sus raíces en la noche en que Hades había
visto a Perséfone masturbarse, cuando él también se había complaci-
do al verlo.
A decir verdad, no había estado usando la invisibilidad, sino un
poder diferente que implicaba proyectar el alma. Además, ¿podría
realmente llamarse espiar si ella sabía que él estaba allí?
—No —respondió nalmente.
—¿Y prometes nunca usar la invisibilidad para espiarme?
No era el único método que podía usar para vigilarla, y si tenía
que renunciar a uno, bien podría ser la invisibilidad. Esperaba que
pronto, dondequiera que fuera, quisiera su presencia.
—Lo prometo.
Sus manos se exionaron sobre las cartas mientras Perséfone ha-
cía otra pregunta.
—¿Por qué dejas que la gente piense cosas tan horribles sobre ti?
Mientras barajaba las cartas, consideró no responder, pero deci-
dió entretenerla… y distraerse de la fuente de su malestar que crecía
entre sus piernas.
—No controlo lo que la gente piensa sobre mí.
—Pero no haces nada para contradecir lo que dicen. —Parecía ir-
ritada por esto, lo que intrigó a Hades.
Arqueó una ceja.
—¿Crees que las palabras tienen signi cado? —Una línea apare-
ció entre sus cejas y él repartió otra mano—. Son solo eso, palabras.
Las palabras se utilizan para inventar historias y elaborar mentiras y,
en ocasiones, se combinan para decir la verdad.
El mundo se construía basado en palabras: las palabras de los di-
oses, las palabras de los enemigos, las palabras de los amantes.
—Si las palabras no tienen peso para ti, ¿qué lo tiene?
Cuando se encontró con su mirada, sintió que todo el mundo
cambiaba y se acercó a ella. Le sostuvo la mirada, el aire entre ellos
transformándose en algo caliente y pesado. Hades dejó que sus ojos
se posaran en sus cartas mientras las extendía sobre la mesa ante el-
la, una escalera real.
—Acciones, lady Perséfone. —Su voz ronca, una cerilla encendi-
éndose—. Las acciones tienen peso para mí.
Ella se levantó para encontrarse con él, sus labios chocando, bra-
zos y lenguas entrelazadas. Sus movimientos eran frenéticos, como
si no pudieran unirse lo su cientemente rápido o lo su cientemente
fuerte. Finalmente, Hades la agarró por las caderas y la giró para
sentarse, arrastrándola a su regazo para que se colocara a horcajadas
sobre él. Tuvo el pensamiento fugaz de que este vestido que usaba
estaba hecho para el sexo a medida que bajaba las correas por sus
brazos, exponiendo sus senos, masajeándolos hasta que sus pezones
estaban tensos. Perséfone jadeó, mordiéndose el labio, provocando
un gruñido desde el fondo de su garganta. Sus caderas rodaron cont-
ra las de él, y por un breve momento, la ayudó a moverse, disfrutan-
do de la fricción que provocó el movimiento. Pero sus senos se apre-
taron contra él, y se encontró atraído allí, tomando cada globo per-
fecto en su mano y devorándolos con su boca. Perséfone ofreció un
gemido satisfactorio, su cabeza colgando hacia delante y hacia atrás,
sus dedos recorriendo imprudentemente su cabello hasta que colgó
suelto alrededor de su rostro. Pronto, lo único que pudo escuchar
fue su respiración agitada, sus preciosos gemidos, sus gruñidos
frustrados, y se movió, arrastrándola sobre la mesa, con las manos
en sus rodillas separándolas tanto como fuera posible.
Se miraron el uno al otro, Perséfone apoyada sobre sus codos,
Hades inclinado sobre ella.
—He pensado en ti todas las noches desde que me dejaste en los
baños —dijo, presionando su erección en su calor, y su voz bajó,
nublada por el deseo que sentía—. Me dejaste desesperado, hincha-
do de necesidad solo de ti. —Hizo una pausa y le dio un beso en la
rodilla—. Pero seré un amante generoso.
Dejó un sendero de besos por la parte interna de su muslo, sigui-
endo con su lengua hasta llegar a su centro. Allí, la separó, exponien-
do su sensible carne rosada y su doloroso clítoris, y lo tocó con su
lengua, rodeándolo, antes de lamer su raja. Ella se retorció y exten-
dió sus manos, pero la agarró por las muñecas y las sostuvo a sus
costados, mirándola desde su lugar entre sus piernas.
—Dije que sería un amante generoso, no amable.
Regresó a su sexo, rozando con su lengua, lamiendo su calor,
hundiéndose dentro de ella mientras mantenía sus caderas en su lu-
gar, presionándola, estimulado por sus perversos gemidos. Pronto,
sus dedos se unieron a su lengua, hundiéndose profundamente en
su calor. Ella era un horno, y sus músculos se apretaron alrededor de
él mientras trabajaba, moviéndose dentro y fuera a la vez que toma-
ba su clítoris en su boca hasta que se deshizo, gritando su nombre.
No perdió el tiempo en ir a su boca. Quería que probara su nece-
sidad en sus labios. Cuando sus bocas chocaron, sus manos fueron a
los botones de su camisa, pero antes de que pudiera liberarlos, él la
detuvo, apartándose y arreglando su vestido.
—¿Qué estás haciendo?
Por un momento, vio el miedo destellar en sus ojos, como si pen-
sara que podría irse.
Era demasiado egoísta.
—Paciencia, querida.
La tomó en sus brazos y salió de su estudio a los pasillos del pa-
lacio.
—¿Dónde vamos? —preguntó.
—A mis aposentos —dijo.
—¿Y no puedes teletransportarte?
—Preferiría que todo el palacio supiera que no queremos ser mo-
lestados.
Era una demostración ridícula de masculinidad, una muestra
primordial de su reclamo, pero quería que todo el castillo estuviera
en un alboroto durante esta noche, no quería dejar ninguna duda en
la mente de su gente de que Perséfone era intocable.
Una vez que estuvieron dentro de su habitación, la bajó al suelo,
manteniéndola cerca. La estudió, buscando con sus ojos cualquier
signo de vacilación. Su mayor temor era el arrepentimiento, así que
le dio una salida.
—No tenemos que hacer esto —dijo.
Sus manos se posaron sobre su pecho, acariciando su hombro
hasta que su chaqueta se deslizó por su brazo. Tuvo que maniobrar
para pasarla por sus bíceps. Una vez que salió, lo miró a los ojos.
—Te deseo. Sé mi primero, sé mi todo.
La besó, dulcemente al principio, deleitándose con la sensación
de sus labios, pero las manos de Perséfone vagaron sobre su estóma-
go y directamente a su pene. Lo abrazó y la besó con más fuerza,
agarrando con su mano la parte posterior de su cabeza, abriéndole la
boca todo lo que pudo, hasta que ya no pudo soportar estar vestido.
Se apartó y la hizo girar, le desabrochó el vestido y lo bajó por
sus bien formadas caderas hasta que se quedó desnuda frente a él,
usando solo la corona y los tacones.
No estaba seguro de que fuera posible, pero su miembro se hizo
más grueso y su gemido fue audible. Caminó en círculo a su alrede-
dor, con los músculos tensos y los dedos exionados. No podía espe-
rar a estar dentro de ella.
—Eres hermosa, querida.
Su mano ahuecó su cuello y la besó mientras sus dedos juguete-
aban con los botones de su camisa. Se hizo cargo cuando ella dio un
grito de frustración y tiró de la tela, riendo mientras él se quitaba la
camisa.
Un hambre profunda estalló en la boca de su estómago, y la al-
canzó, pero ella se apartó. Hades se detuvo, apretó la mandíbula,
mentalmente sacando conclusiones. ¿Había decidido que no quería esto?
Pero, ¿cómo podía mirarlo así y seguir negándolo?
—Deja caer tu glamour —dijo.
Inclinó la cabeza, curioso.
Ella se encogió de hombros.
—Quieres follarme con esta corona, quiero follarme a un dios.
¿Quién era él para negarse a una reina?
—Como desees.
Su glamour se desvaneció como una sombra, revelando su forma
Divina, una forma que no solía tomar. No era que le disgustara su
verdadera naturaleza, era que parecía incomodar a los demás. No ig-
noraba su tamaño, y con sus cuernos en espiral, parecía aún más
grande. Sus ojos pasaron del negro a un azul eléctrico que había sido
descrito como extraño e inquietante, pero no fue así como se sintió
cuando Perséfone lo miró. Cuando lo miró, se sintió poderoso.
La levantó del suelo y la dejó en la cama, cubriendo su cuerpo
con el suyo. La besó, sus labios recorrieron su cuello, sus senos, lami-
endo cada pico duro mientras Perséfone se movía debajo de él, con
las manos buscando el botón de su pantalón. Él se rio entre dientes.
—¿Ansiosa por mí, diosa? —preguntó mientras besaba su estó-
mago y sus muslos hasta que se puso de pie, quitándose cada uno de
sus zapatos y el resto de su ropa.
Cuando estuvo desnudo ante ella, el aire de la habitación cam-
bió, volviéndose denso y caliente. Los ojos de Perséfone parecían
brasas encendidas entre las cenizas, y le quemaron la piel al pasar
por su cuerpo, deteniéndose en su pene hinchado. Se puso de rodil-
las, sus dedos envolviendo su eje. Inhaló bruscamente entre dientes
y ella lo miró como si le preguntara ¿está bien?
Su mano se enredó en su cabello mientras lo acariciaba, su pul-
gar jugaba con la humedad que se acumulaba en la punta. Luego lo
besó allí y se lo llevó a la boca. Sus dedos se apretaron en su cabello.
—Maldición.
Su pene estaba envuelto en un calor que envió una ráfaga a su
cabeza. Su lengua se deslizó contra su eje, provocando y saboreando,
ejerciendo presión en los lugares correctos. Por un tiempo, prestó
mucha atención a la punta, rodando su lengua allí, y él le agarró la
cabeza con más fuerza, la otra apoyada contra su hombro. Tuvo el
fugaz pensamiento de que esperaba tener buen sabor para ella, pero
no dio ninguna indicación de lo contrario mientras lo llevaba dentro
y fuera de su boca, sus dientes rozando levemente su circunferencia.
Pronto, sus caderas se movieron, y estaba bombeando en su boca,
agarrando su cabeza y sosteniendo su mirada hasta que no pudo so-
portarlo más y la apartó, manteniéndola sujeta por el cuello.
—¿Hice algo mal? —preguntó.
Se rio oscuramente, mirándola a los ojos.
—No.
Era perfecta. Lo era todo, y la besó de nuevo, con la lengua lle-
gando profundamente antes de apartarse.
—Dime que me deseas.
Necesitaba escucharla decirlo, porque no había dicho completa-
mente la verdad. Las palabras importaban, y las únicas que había
oído desde la noche anterior eran las que había dicho en los escalo-
nes de los baños. No te deseo.
—Te deseo.
La guio para ponerla de espaldas y se estiró sobre ella, acunado
en sus muslos, su erección presionando contra su estómago. Buscó
sus ojos, sus dedos rozando sus labios mientras susurraba.
—Dime que mentiste.
—Pensé que las palabras no signi caban nada.
Su boca cayó sobre la de ella y, mientras la besaba, la presionó
hasta que le dolió el eje, hasta que sintió los labios en carne viva e
hinchados contra los suyos.
—Tus palabras importan —dijo, rozando su nariz—. Solo las tu-
yas.
Su respuesta fue envolver sus piernas alrededor de su cintura y
atraerlo contra su calor.
—¿Quieres que te folle?
Sus ojos brillaron, desesperados, y asintió.
—Dime. Usaste palabras para decirme que no me querías, ahora
usa palabras para decir que lo haces.
Habló, con voz baja y ronca, y fue la cosa más erótica que jamás
había escuchado.
—Quiero que me folles.
La besó de nuevo, su mano yendo a su miembro mientras provo-
caba su apertura. Debajo de él, Perséfone se arqueó y sus talones se
clavaron en su trasero.
—Paciencia, querida. Tuve que esperarte —le recordó.
Hizo una pausa, la presión de sus talones disminuyó mientras
ofrecía una disculpa en voz baja.
—Lo siento.
Luego embistió, llenándola completamente. Gimió cuando su
cuerpo se apretó alrededor de él, y se detuvo un momento, comple-
tamente enfundado, con la cabeza apoyada en el hueco de su cuello.
Cuando se levantó, encontró la mano de Perséfone cubriéndose la
boca y se la quitó.
—No, déjame escuchar esto —dijo, sujetándole las muñecas sob-
re la cabeza.
Estaba tensa, pero después de un momento, se relajó, aunque la
presión en su pene permaneció. Su sexo lo sujetaba como una pren-
sa, y cuando comenzó a moverse, no quiso detenerse jamás. Ella ab-
rió más las piernas y él empujó más profundo, como si sus almas pu-
dieran encontrarse.
—Me dejaste desesperado —dijo, saliendo hasta que solo quedó
la punta de su sexo. Ella lo miró con enfado, sus dientes apretados
hasta que empujó dentro, las crestas de su pene enviando placer di-
rectamente a su cerebro. Esto es dicha, pensó.
—He pensado en ti todas las noches desde entonces.
Pudo sentir su corazón latir, oler la vainilla en su cabello, sabore-
ar su sudor en su lengua mientras lograba succionar uno de sus se-
nos.
—Y cada vez que dijiste que no me deseabas, probé tus mentiras.
Eso es ser un dios.
—Eres mía.
Esto es aleccionador. Lo dejó entrar en su cuerpo.
—Mía.
Pudo sentirla correrse alrededor de su pene, un chorro de calor,
una convulsión de músculos. Sujetó sus muñecas con fuerza, movi-
éndose más rápido, embistiéndola con más fuerza, hasta que comen-
zó a palpitar. Se retiró, terminando en su muslo antes de desplomar-
se sobre ella, respirando con di cultad. Durante un tiempo, estuvo
perdido en la euforia del momento. Sus pensamientos enredados con
los recuerdos de cómo habían llegado aquí: sus bromas y caricias,
cuerpos uniéndose, los sonidos de sus orgasmos. Luego comenzó a
sentirse cansado, la mente adormecida por la euforia.
Se encontró con la mirada de Perséfone y la besó en los ojos, las
mejillas y los labios.
—Eres una prueba, diosa. Una prueba que me ofrecieron las Mo-
iras.
Se movió para salir de la cama y se sorprendió cuando Perséfone
le tomó la mano.
Una línea apareció entre sus cejas, y se inclinó para besarla, pro-
metiendo:
—Volveré, querida.
Desapareció en el baño contiguo, se limpió y luego mojó un pa-
ño para Perséfone. Una vez lavada, se acostó a su lado de nuevo, ti-
rando de su cálido cuerpo contra el suyo y cayeron en un profundo
sueño.

q
Hades se despertó instantáneamente, su miembro duro.
Gimió y se meció contra el cálido cuerpo de Perséfone, su excita-
ción encajando perfectamente contra su trasero. La agarró por sus
caderas y la besó en el cuello, y cuando se volvió hacia él, se subió
sobre ella, sujetándole las muñecas sobre la cabeza para poder pro-
vocarla con los dientes y los labios, deleitándose con los sonidos de
sus gemidos entrecortados.
Le separó las piernas y bebió su calor, usando sus dedos para
darle placer hasta que lo llamó por su nombre. Lo desesperaba estar
dentro de ella, y se cernió sobre su cuerpo, entrando de un rápido
empellón. Se movió dentro de ella, y cuanto más fuerte embestía,
con más fuerza sus músculos lo agarraban.
Cuando se sintió cerca de correrse, cambió de posición, recostán-
dose sobre su trasero y llevándola con él. La agarró por las caderas y
la ayudó a moverse mientras lo sostenía, sus senos rebotando. Sus
bocas chocaron. Fue un beso desordenado, todo lengua y dientes,
pero fue una marca del placer que compartieron.
No hablaron, los únicos sonidos provenían de su tranquilo y so-
ñoliento acto sexual: respiraciones, gemidos y el agudo grito del or-
gasmo.
Se derrumbaron, brazos y piernas enredados, repitiendo su ritu-
al anterior de lavarse y hundirse en el calor del otro, y mientras el
sueño descendía sobre Hades, tuvo la revelación de que destrozaría
este mundo si alguien intentaba quitarle a Perséfone.
Capítulo XXI
Una memoria con marca

Hades se despertó solo.


Se sentó, el corazón le latía con fuerza en el pecho. Por un mo-
mento, temió que Perséfone se hubiera dado cuenta de su error y hu-
yera en la noche, pero una vez que la sorpresa de despertarse solo
menguó, pudo concentrarse en ella y supo que estaba en el Infra-
mundo, su presencia tan cálida y correcta como su cuerpo contra el
suyo.
Al darse cuenta, se estiró, se recostó contra las almohadas con las
manos detrás de su cabeza, y se deleitó con los recuerdos de la noche
anterior.
Perséfone no era la única mujer con la que se había acostado, pe-
ro era la única que necesitaba. Nunca antes había sentido este tipo de
conexión y prefería la intimidad. Hacía que el sexo con ella fuera aún
mejor, hacía que todas las sensaciones fueran más intensas, los jade-
os de placer más grati cantes, y las consecuencias más tiernas.
Lo hacía aún más decidido a asegurarse de que su destino no se
deshiciera, algo que todavía era una posibilidad con Sísifo desapare-
cido. Al pensar en el mortal fugitivo, Hades se sentó, manifestando
un trozo de tela para cubrirse. Encontraría a ese mortal hoy y pond-
ría n a su corazón palpitante. Nada, ni un mortal ni las Moiras, lo
mantendrían alejado de la euforia que era Perséfone: su amante, su
reina, su diosa.
Salió al balcón y encontró a Perséfone vagando por el sendero
del jardín. Vestía de negro, y su piel cremosa brillaba contra éste. No
pudo evitar pensar en cómo se veía, en casa, entre las ores del Inf-
ramundo a pesar de su desdén por ellas. Sabía que envidiaba su ma-
gia, incluso si lo que él creaba no era real y no tenía vida verdadera.
Sus ores no necesitaban sol ni agua. No inhalaban ni exhalaban.
Simplemente existían como lo hacían las almas, sin otro propósito
que la belleza.
Pero Perséfone tenía la capacidad de crear vida. Vida real. Podía
sentirlo dentro de ella, el poderoso núcleo de su ser, enjaulado por la
descon anza. Llegaría el día en que las ores orecerían en su pre-
sencia, cuando su aliento llamase al viento, cuando sus lágrimas se
convertirían en tormentas. Sacudiría la tierra y construiría reinos de
los escombros.
Y él se quedaría mirando, un esposo, su rey.
Bajó las escaleras hacia el jardín justo a tiempo para ver a Persé-
fone salir del camino de piedra negra, con los pies descalzos tocando
el suelo, rosas y peonías oreciendo a su alrededor. Los colores re-
saltaban los tonos cálidos de su piel: piel rosada, con marcas rojas de
hacer el amor, lugares donde su agarre había sido fuerte y tenues
moretones por su boca. Observó a su mujer extasiada por su propia
mano y sintió que el fuego se acumulaba en el fondo de su estóma-
go.
—¿Estás bien?
Preguntó porque no se había movido desde que se salió del ca-
mino. Se volvió hacia él cuando escuchó su voz, como si la hubiera
asustado. En la madrugada del Inframundo, se veía hermosa: ojos
muy abiertos, cabello alborotado y color bronce, labios entreabiertos.
Su mirada recorrió su cuerpo y su sangre se llenó de lujuria. Sus de-
dos se curvaron, un recordatorio de permanecer donde estaba y no
cerrar la distancia entre ellos. Ella todavía tenía que responder a su
pregunta.
—¿Perséfone?
Sus ojos se elevaron hacia los de él y sonrió. Parecía tranquila,
casi lánguida.
—Estoy bien —aseguró.
Hades exhaló, como si esas palabras le hubieran dado permiso.
Sabía que temía que se arrepintiera, pero nada lo había preparado
para el costo físico de esa ansiedad: la opresión en su pecho y estó-
mago, y el temor que apretaba el fondo de su garganta. Se acercó,
acunando la parte inferior de su mandíbula.
—¿No te arrepientes de nuestra noche juntos?
—¡No! —Su rápida respuesta desterró sus ansiosos pensamien-
tos, y como si supiera que necesitaba escucharlo de nuevo, agregó en
voz baja—. No.
Sus ojos se posaron en sus labios y se los rozó con el pulgar.
—No creo que pueda soportar tu arrepentimiento.
Se sentía extrañamente expuesto al admitir lo que había estado
pensando momentos antes y, sin embargo, después de lo que habían
compartido anoche, sentirse vulnerable se sentía bien.
Pasó los dedos por su sedoso cabello mientras presionaba sus la-
bios contra los de ella, insaciable mientras el deseo que sentía regre-
saba diez veces más fuerte, surgiendo por sus venas, más espeso que
su sangre, instándolo a tocarla, tomarla, follarla. No se sentía incita-
do a jugar o provocar, la agarró los muslos, la levantó del suelo y gu-
io su enorme longitud hasta su entrada, inclinándola hacia atrás an-
tes de embestirla. Estaban cerca, la energía entre ellos íntima.
Durante un tiempo, se sostuvieron las miradas, compartiendo
aliento y gemidos suaves, pero pronto empezaron a respirar más tra-
bajosamente, enterrados en el cuello del otro, y cuando Hades se mo-
vió, sintió que Perséfone se corría. Su sexo se apretó alrededor del
suyo y le mordió la piel, lo que provocó un gruñido áspero desde lo
profundo de su garganta. Le hizo sentirse salvaje, como una bestia
que deseaba reclamar. Sus brazos se tensaron y bombeó más fuerte,
se hundió más profundo, hasta que se corrió, vaciándose en ella.
Durante las secuelas, Hades permaneció de pie, todavía dentro
de ella, sosteniendo a Perséfone cerca hasta que sus respiraciones
volvieron a la normalidad. Cuando la ayudó a bajar al suelo, sus de-
dos se apretaron en sus brazos. Él frunció el ceño y la levantó, acu-
nándola contra su pecho. Mientras lo hacía, cerró los ojos y él frunció
el ceño, preguntándose qué estaría pensando. Aun así, no dijo ni pre-
guntó nada, regresando a sus aposentos.
Una vez dentro, abrió los ojos.
—¿A dónde vamos? —preguntó mientras se dirigía al baño.
—A la ducha —dijo.
Casi esperaba que protestara, pero no lo hizo. Dejó que la pusi-
era de pie en la ducha, la desnudara y la lavara. Mientras él trabaj-
aba, pasando la toalla sobre sus pantorrillas, entre sus muslos y sob-
re sus caderas, ella apoyó las manos en sus hombros, temblando cu-
ando sus labios recogieron la humedad de su piel.
—Hades. —Pronunció su nombre y la miró desde el suelo de la
ducha—. Déjame complacerte.
Sus ojos ardieron en los de él y, mientras ella hablaba, se puso de
pie. Levantó la mano y acunó su rostro, pasando el pulgar por su la-
bio.
—¿Y cómo me complacerías? —preguntó.
Su respuesta fue envolver sus manos alrededor de su miembro,
con el pulgar rozando su sensible cabeza y poniéndose de rodillas.
—Perséfone. —Su nombre salió brusco en su lengua y no estaba
seguro de por qué lo dijo, como advertencia o en un ruego. De cual-
quier manera, no se sentía completamente preparado para su boca,
incluso sabiendo las sensaciones que ella le había provocado la noc-
he anterior. Esto era de alguna manera diferente. Esta era ella entre-
gándose a la luz del día, una elección que no era impulsada por la
frustración ni por el vino. Su boca era cálida, su lengua provocadora,
su garganta profunda. Agarró su cabeza y la embistió hasta correrse,
y saboreó la vista de ella lamiendo hasta dejarlo limpio.
La ayudó a ponerse de pie de nuevo y devoró su boca hasta que
ya no pudo saborear la dulzura salada de su semen.
Habían terminado de ducharse y empezado a vestirse, cuando
Perséfone se volvió hacia él, sosteniendo la seda roja de su vestido
contra su pecho.
—¿Tienes… algo que pueda ponerme?
Le dio una mirada de agradecimiento y respondió:
—Lo que tienes puesto estará bien.
La mirada que ofreció fue un desafío.
—¿Te gustaría que deambulara por tu palacio desnuda? Delante
de Hermes y Caronte…
Realmente preferiría no pasar el día sacando ojos.
—Pensándolo bien… —dijo, y se teletransportó al único lugar
donde podía encontrar un vestido: la cabaña de Hécate. Cuando lle-
gó, la diosa se encontraba sentada a su mesa, con un juego de cartas
extendido ante ella. No miró a Hades mientras hablaba.
—En la cama.
Se volvió y encontró un peplo verde esperando. Recogió la tela y
se volvió hacia Hécate.
—¿Te he dicho que eres la mejor?
—Anotaré la fecha y la hora —dijo—. Y recordártelo cada vez
que tenga la oportunidad.
Hades se rio entre dientes y se fue, volviendo a Perséfone.
—¿Me permitirás vestirte?
Ella miró al peplo y luego a él. Parte de la razón por la que pre-
guntó fue porque no estaba seguro de la frecuencia con la que ella
usaba uno, y envolverlo podría resultar difícil, pero también era una
excusa para tocarla. Después de un momento, ella tragó saliva y
asintió, y Hades pensó que, como él, estaba reviviendo las últimas
horas de su vida.
Se puso a trabajar, haciendo un trabajo lento y tedioso del proce-
so, envolviéndolo alrededor de sus senos, por encima de cada homb-
ro. Ella sostuvo la tela mientras él la sujetaba, y presionó besos en su
hombro, cuello y mandíbula. Cuando pasó a atarle el cinturón, su
boca descendió sobre la de ella, y pasó varios minutos besándola, sus
lenguas moviéndose lánguidamente.
Finalmente, se apartó, entrelazando sus dedos con los de ella, y
la condujo al comedor. Era una habitación que rara vez utilizaba, sal-
vo en muy pocas ocasiones en las que albergaba a uno de los Divinos
en su reino. Aun así, estaba destinado a impresionar, con candelab-
ros con incrustaciones de diamantes, sillas de comedor de oro, y una
mesa de banquete de ébano tallada en obsidiana procedente del Inf-
ramundo.
—¿De verdad comes aquí? —preguntó Perséfone. No pudo pre-
cisar el tono de su voz, pero tuvo la sensación de que sentía que era
tan extravagante como él. Aun así, Hades sabía lo que era competir
con los dioses, y aunque lo detestaba, no le molestaba ilustrar su ri-
queza y poder.
Hades le sonrió.
—Sí, pero no a menudo. Normalmente tomo mi desayuno para
llevar.
Una vez sentados, su personal entró apresuradamente en la ha-
bitación, trayendo bandejas de fruta, carne, queso y pan. Menta los
siguió. Fue imposible para Hades ignorar el perceptible golpe de sus
tacones contra el suelo de mármol. No miró a la ninfa cuando se
acercó, o cuando tomó un lugar entre él y Perséfone. Podía sentir su
juicio y su ira, sin duda habiendo escuchado cómo había llevado a
Perséfone a sus aposentos la noche anterior.
—Milord. Tienes la agenda llena hoy.
—Despeja la mañana.
—Ya son las once. —Su voz fue tensa, traicionando su frustraci-
ón.
Honestamente, no podría importarle menos la hora o sus obliga-
ciones en este preciso momento. Acababa de ver cobrar vida meses
de agonizantes fantasías. Esta era la mañana siguiente, y vaya maña-
na había sido. Iba a disfrutar esto, se deleitaría con ella como se ha-
bía deleitado en la guerra hace mucho tiempo.
Se centró en Perséfone y, mientras llenaba su plato, preguntó:
—¿No tienes hambre, querida?
—No. —Lo miró avergonzada—. Yo… normalmente solo tomo
café en el desayuno.
De alguna manera, eso no le sorprendió. Pensó en comentar sob-
re la nutrición, cómo necesitaría la energía después de la noche que
pasaron, pero decidió no hacerlo. En cambio, le pidió una taza de ca-
fé.
—¿Crema? ¿Azúcar?
—Crema —respondió con una sonrisa que le hizo querer rega-
larle el sol y la luna—. Gracias.
—¿Qué planes tienes hoy? —preguntó, metiéndose un trozo de
queso en la boca.
Se quedó en silencio por un momento, mirando a Menta con una
expresión hosca, pero cuando el silencio se prolongó, sus ojos se ag-
randaron al darse cuenta de que le estaba hablando.
—Oh, necesito escribir…
Se detuvo abruptamente.
—¿Tu artículo?
Trató de evitar que la amargura se ltrara en su voz, pero fue di-
fícil. No podía negar que sintió una leve traición al pensar que segu-
iría escribiendo, incluso después de la noche que compartieron.
—Terminaré pronto, Menta —dijo, despidiéndola, pero cuando
la ninfa vaciló, habló con rmeza—. Déjanos.
—Como desee, milord. —Menta hizo una reverencia y práctica-
mente salió dando brincos del comedor. Casi le gritó, pero se detuvo,
pensando: Una batalla a la vez.
—Entonces, ¿continuarás escribiendo sobre mis fallas? —pre-
guntó, una vez que estuvieron solos.
—No sé qué voy a escribir esta vez —admitió—. Yo…
—¿Tú qué? —No había tenido la intención de estallar, pero no
pudo ocultar su frustración sobre este tema y Perséfone entrecerró
los ojos.
—Esperaba poder entrevistar a algunas de tus almas.
—¿Las de tu lista? —Nunca olvidaría esa lista, nunca olvidaría
esos nombres, ya que cada uno le traía un tipo diferente de dolor.
—No quiero escribir sobre la Gala Olímpica o el Proyecto Halc-
yon —explicó—. Todos los demás periódicos se lanzarán a esas his-
torias.
Por supuesto que lo harían, y ella quería ser única, quería desta-
car entre la multitud. De nirse a sí misma como nunca antes la habí-
an de nido. Sabía lo que deseaba: ser buena en algo, pero no en cu-
alquier cosa. Quería ser buena en algo que eligió, porque no era bu-
ena en aquello para lo que nació. Consideró decir eso en voz alta, las
palabras estaban en la punta de su lengua, pero sabía que la lastima-
rían, así que se secó la boca y se levantó para irse, pero Perséfone lo
siguió.
—Creí que habíamos acordado que no nos alejaríamos el uno del
otro cuando estuviéramos enojados. —Sus palabras lo detuvieron—.
¿No pediste que lo solucionáramos?
La enfrentó y respondió honestamente:
—Simplemente no me emociona que mi amante continúe escribi-
endo sobre mi vida.
—Es mi asignación —dijo a la defensiva—. No puedo simple-
mente detenerme.
—No habría sido tu asignación si hubieras escuchado mi solici-
tud.
Cruzó los brazos sobre el pecho y él no pudo evitar dejar caer la
mirada allí, pero lo que dijo llamó su atención más que sus senos.
—Nunca pides nada, Hades. Todo es una orden. Me ordenaste
que no escribiera sobre ti. Dijiste que habría consecuencias.
—Y, sin embargo —dijo, con tanta admiración como le fue posib-
le—. Lo hiciste de todas formas. —No le había tenido miedo. Era una
especie rara—. Debería haberlo esperado. —Le elevó la barbilla con
un dedo—. Eres desa ante y estás enojada conmigo.
—No estoy…
La interrumpió, ahuecando su rostro.
—¿Quieres que te recuerde que puedo saborear las mentiras, qu-
erida? —Miró sus labios, rozándolos con el pulgar y dijo en voz baja
—: Podría pasarme todo el día besándote.
—Nadie te lo impide —respondió, sus labios tocando los de él
mientras hablaba.
Se rio entre dientes e hizo lo que ella deseaba: la besó. Pasando
su brazo alrededor de su cintura, la levantó sobre la mesa y se colocó
entre sus piernas. Trabajó cada pezón a través de su peplo hasta que
estuvieron duros y erguidos, mientras sus manos se sumergían entre
sus muslos para explorar su piel satinada. Pronto estaba gritando su
nombre, con las piernas abiertas en el borde de la mesa del comedor,
la cabeza hacia atrás, dejando el cuello tenso y expuesto. La besó allí,
chupándole la piel hasta que se puso de color púrpura, y cuando se
corrió, retiró los dedos y se los llevó a la boca.
Gimió.
—Sabes como si me pertenecieras.
Una sonrisa se dibujó en las comisuras de sus labios, pero bajó la
cabeza y apartó la mirada.
—No te avergüences —dijo, guiando su barbilla hacia arriba pa-
ra que se encontrara con su mirada—. Hablaremos como hablan los
amantes.
Sus ojos se oscurecieron.
—¿Y cómo hablan los amantes?
Se tomó momento y luego respondió:
—Honestamente.
Lo miró jamente, con las piernas aún abiertas como si lo invita-
ra. Se veía dulce y febril.
—¿Quieres honestidad? —susurró, con voz ronca, temblando
por su espalda—. Una vez dijiste que borrarías de mi piel el recuer-
do de Adonis. Lo juraste, grabaste tu propio nombre en mis labios.
Ahora haré lo mismo. Borraré el recuerdo de todas las mujeres de tu
mente.
Querida, quiso decir. Eres la única mujer en mi mente. Pero se qu-
edó callado mientras ella hacía su juramento, su corazón y su mi-
embro se hincharon con cada maldita palabra. Ella rodeó su cintura
con las piernas, clavándole los tacones en su trasero.
—Te quiero dentro de mí —dijo—. Fóllame, di mi nombre cuan-
do te corras. Sueña conmigo, y solo conmigo, por el resto de la eter-
nidad.
—Sí —siseó, mientras sus caderas se movían hacia delante. Era
todo lo que había querido, una oración respondida por las Moiras, y
cuando le dio exactamente lo que pidió, les rezó y las amenazó.
Tómenla y destruiré este mundo. Tómenla y las destruiré. Tó-
menla, y acabaré con todos nosotros.
Cuando salieron del comedor, lo hizo con una sonrisa en el rost-
ro, y sus pensamientos sobre el artículo lo exasperaron menos, así
que sintió que eso era una especie de victoria. Condujo a Perséfone
fuera, con los dedos entrelazados, y llamó a Thanatos.
El Dios de la Muerte apareció instantáneamente, sus pálidos ras-
gos brillaban contra su túnica negra. Cuando se manifestó, su expre-
sión era severa, y Hades imaginó que era porque el dios había asu-
mido que estaba siendo convocado para discutir sobre Sísifo. El mor-
tal había pesado mucho en sus mentes.
Pero luego sus ojos se posaron en Perséfone y se suavizaron.
—Milord, miladi. —Hizo una reverencia.
—Thanatos, lady Perséfone tiene una lista de almas que le gusta-
ría conocer. ¿Te importaría acompañarla?
—Estaría honrado, milord.
Hades usó sus manos entrelazadas para atraerla hacia él.
—Te dejaré al cuidado de Thanatos.
—¿Te veré más tarde? —preguntó, y su descarada esperanza lo
hizo sonreír.
—Si lo deseas. —Le rozó los nudillos con los labios y sus mejillas
se enrojecieron. Se rio entre dientes, pensando que no se había son-
rojado tan rápido cuando él se había situado entre sus muslos y be-
bió su dulce pasión.
Luego, desapareció.
Capítulo XXII
Una negociación más amarga

Dejar a Perséfone era lo último que deseaba hacer. Si Sísifo aún


no deambulara libremente, amenazando su futuro con la hermosa
Diosa de la Primavera, no lo habría hecho, pero la realidad era que el
mortal todavía estaba huyendo, y mantener prisionero al mago de la
organización no había atraído a la Tríada como pensó que haría. Ha-
des no estaba seguro de sus motivos, pero no se sentía bien con su
participación.
Era inevitable que se levantaran fuerzas para oponerse a los di-
oses. Habían venido en todas las formas a lo largo de la historia: eru-
ditos, detractores, ateos y los impíos.
Entendía el resentimiento de los impíos hacia los dioses. Los re-
sentían por su distancia y rechazaron su gobierno cuando llegaron a
la tierra, y tenían motivos para hacerlo. Muy pocos dioses habían
hecho su trabajo, y nunca ofrecieron palabras de profecía o impor-
tancia. El propio Hades nunca había animado a los mortales a creer
en una eternidad feliz en el Inframundo. En cambio, pasaban su ti-
empo jugando con ellos para su entretenimiento, enfrentándolos ent-
re sí en la batalla.
Aun así, la Tríada era diferente. La Tríada era organizada y sus
tácticas lastimaron a personas inocentes. En sus primeros años de vi-
da, habían detonado bombas en lugares públicos y, después, exigi-
eron saber por qué los dioses no los habían detenido si eran todopo-
derosos. Su objetivo parecía ser continuar ilustrando cómo los Olím-
picos permanecían distantes y desinteresados en la sociedad mortal,
y si bien eso era cierto para algunos, no lo era para todos. Algo que
la Tríada estaba a punto de descubrir.
Apareció en Nevernight. Su intención era encontrar a Ilias para
comenzar la búsqueda de Teseo, pero, en cambio, el sátiro lo encont-
ró.
—Milord —dijo Ilias—. Hay un hombre aquí para verlo. Un se-
midiós que se hace llamar Teseo.
Hades se puso rígido ante el nombre, sintiéndose incómodo por-
que su sobrino se acercara de buena gana. ¿Cuál era su juego?
—Hazlo pasar.
Ilias asintió y se fue, regresando con un hombre que parecía más
un guerrero enfundado en un traje. Tenía el cabello oscuro, muy cor-
to, y una sombra perpetua de las cinco. Lo único que había conserva-
do de Poseidón eran sus ojos aguamarina, que parecían dos soles ar-
diendo contra su piel morena. También lo seguían dos hombres.
Eran grandes y su malestar evidente. Hades tuvo la sensación de que
no necesitaba a estos hombres para protegerlo, que eran simplemen-
te para mostrar.
—Eres un hombre de pocas palabras, así que iré directo al grano
—dijo Teseo y, metiendo la mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó
un huso, el que Poseidón le había dado a Sísifo. Se lo tendió a Hades,
pero el dios no se acercó para tomarlo. Ilias lo hizo y luego se lo ent-
regó.
Hades miró jamente el huso. Era dorado y a lado, y podía sen-
tir la magia de las Moiras irradiar de él, perceptible en su olor pero
difícil de describir. Era el aroma de la vida, el olor de la hierba moj-
ada después de la lluvia y del aire fresco y la madera, recortado por
el olor a humo, sangre y el matiz de la muerte.
Era un aroma que desencadenó y desenterró recuerdos de oscu-
ridad, batalla y lucha. Le devolvió el huso a Ilias, preguntándose qué
tipo de horrores había logrado arrancar la reliquia de Sísifo, incluso
de Teseo.
—Eso es un comienzo —respondió—. Pero solo una de las dos
cosas que quiero.
Teseo ofreció una pequeña sonrisa.
—Antes de continuar, creo que tienes algo mío.
Hades arqueó una ceja ante su elección de palabras, pero no dijo
nada, convocando al mago con su magia. Apareció e instantáne-
amente cayó al suelo con un ruido sordo. Gimió, arrastrándose sobre
sus manos y rodillas, luego miró hacia arriba y comenzó a gemir.
—Gran señor. —Su voz tembló.
Teseo miró a uno de sus hombres, quien sacó una pistola y dis-
paró al mortal. Cayó y su sangre se acumuló en el suelo de Never-
night. Hades comprendió de repente el uso de Teseo para los guar-
daespaldas, estaban aquí para hacer su trabajo sucio. El dios conocía
bien a este tipo de hombres, el tipo de nada de sangre en sus manos.
Había llegado a pensar que creían que si no apretaban el gatillo o
empuñaban el cuchillo, no podría rastrear sus pecados.
Estaban equivocados.
Hades mantuvo su expresión pasiva, pero internamente, hizo
una mueca. La muerte del mortal no era necesaria ni estaba justi ca-
da. No le había dado información sobre la Tríada, que era la razón
por la que lo había detenido.
—Interesante. No interviniste —dijo Teseo.
—¿Estabas experimentando? —preguntó, arqueando una ceja.
Se encogió de hombros.
—Solo estoy tratando de averiguar de qué se trata, lord Hades.
Se lo quedó mirando. Quizás Teseo pensaba desa arlo como la
Tríada desa aba a los dioses, pero no mordería el anzuelo. Si Teseo y
sus hombres querían sumar a su lista de pecados y hacerse un lugar
en el Tártaro, ¿quién era él para detenerlos?
—Dos de uno, Teseo —recordó Hades, su paciencia se estaba
agotando.
Fue la primera vez que Hades vio la chispa del resentimiento de
Poseidón en los ojos de Teseo. Comprendió que el mortal había veni-
do a jugar, había venido a mostrarle al Dios de los Muertos que tenía
poder. Pero Hades era poder, y no estaba de humor para entretener a
este hombre que jugaba a ser un dios, incluso si era semi—Divino.
Teseo asintió a uno de sus hombres, que habló por un micrófono.
Después de un momento, un tercer hombre se les unió, arrastró a Sí-
sifo y lo dejó caer en el espacio entre ellos. Su boca estaba cerrada
con cinta adhesiva, sus muñecas y piernas atadas. Se parecía a lo que
recordaba Hades, pero más viejo, el resultado de usar magia que no
le pertenecía.
A pesar de la mordaza alrededor de su boca, Sísifo logró un grito
ahogado.
—Silencio —dijo Hades, y robó la voz del hombre. Sus ojos se
agrandaron cuando ya no pudo hacer ruido, y pateó y se tiró al su-
elo, como un pez fuera del agua.
Una vez que hubo silencio, Hades levantó la mirada hacia Teseo.
Algo no estaba bien en esto.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó.
No era un ignorante. Pudo ver que Teseo estaba ansioso por po-
der y hambriento por control. Su alma era una torre de hierro, fuerte
e inquebrantable. Por eso había secuestrado a Sísifo: deseaba algo de
él. Hades entendió eso ahora.
—Por devolver el huso, me gustaría un favor. —Se tomó un mo-
mento y luego añadió—: Por Sísifo, no pido nada.
—Qué generoso.
Sonrió, pero la diversión no tocó sus ojos.
—Qué amable de tu parte decirlo.
Hades consideró la solicitud de Teseo. No se sentía cómodo ofre-
ciéndole un favor, ya que era una solicitud abierta, algo que Hades
estaría obligado a cumplir debido a la naturaleza vinculante de los
favores y la sangre inmortal.
Sin embargo, un favor no era una solicitud inadecuada para lo
que le había devuelto. Básicamente, había asegurado su futuro con
Perséfone.
Aun así, Hades descubrió que tenía preguntas.
Sus ojos se entrecerraron cuando dijo:
—Eres Divino y, sin embargo, escucho que lideras a la Tríada.
—¿Está haciendo una pregunta, milord?
—Solo estoy tratando de entender lo que de endes.
Esa sonrisa volvió y Hades supo por qué no le gustaba. Era una
sonrisa que pertenecía a su hermano.
—Libre albedrío, libertad…
—No la Tríada —dijo Hades, interrumpiéndolo—. Tú. ¿Qué de-
endes?
—¿No puedes verlo? —desa ó.
Sí, quiso sisear Hades. Veo tu alma. Corrupta. Hambrienta de po-
der, igual que su padre pero sin el fracaso, y eso lo hacía peligroso
porque lo hacía sentirse invencible.
—Simplemente me pregunto cuál es la diferencia entre tu man-
dato y el mío.
—No hay gobernantes en la Tríada.
Hades arqueó una ceja.
—¿No? Dime, ¿me repites cuál es tu título? ¿Gran señor?
Hades sabía lo que estaba pasando aquí. Reconoció la ambición
de Teseo, porque sus hermanos la habían compartido en la cúspide
de la Titanomaquia.
—¿Los otros grandes señores también son semidioses? —Hades
ladeó la cabeza y entrecerró los ojos—. ¿Tienes la esperanza de mar-
car el comienzo de una nueva legión de Divinidad?
—¿Te sientes amenazado, tío? —preguntó Teseo.
Hades le ofreció una sonrisa maliciosa y vio que la con anza de
Teseo aqueaba.
—La arrogancia siempre es castigada, Teseo. Si no en la vida, si-
empre en la muerte.
—Ten la seguridad, tío, si Némesis me recibe después de mi mu-
erte, no será un castigo, sino una con rmación de que he vivido co-
mo quise. ¿Puedes decir lo mismo? ¿Un dios torturado con una exis-
tencia eterna, cuya oportunidad de amar depende de la captura de
este mortal? —Teseo hizo una pausa—. Aceptaré ese favor ahora.
Hades apretó los dientes con tanta fuerza que pensó que podrían
romperse.
—Te concederé tu solicitud —dijo Hades—. Pero no será Néme-
sis quien te salude después de tu muerte.
Él lo haría, y se deleitaría con el proceso de torturar a este inmor-
tal que había usado a Perséfone para in uenciarlo. Separaría la piel
del cuerpo y observaría cómo los cuervos disfrutaban con los restos.
Con la promesa de un favor, Teseo se fue. La mirada de Hades se
posó en Sísifo, que estaba tratando de alejarse del dios.
—No deberías haberle concedido ese regalo —dijo Ilias—. No sa-
bes lo que te pedirá.
—Sé lo que pedirá —dijo Hades.
—¿Y qué es eso?
—Poder —respondió Hades. Poder puro en cualquier forma, y
con un favor pendiendo sobre la cabeza de Hades, lo tenía.
Hades se inclinó hacia Sísifo y, mientras hablaba, el mortal co-
menzó a temblar.
—Bienvenido al Tártaro.

q
Hades se teletransportó al laboratorio de Hefesto. Normalmente,
llegaría por las puertas de entrada y presentaría sus respetos a Afro-
dita, pero desde La Rose, no deseaba verla y no deseaba que escuc-
hara lo que había venido a pedir. Encontró al dios en su fragua, su
gran cuerpo descomunal ante un horno con la boca abierta que escu-
pía fuego y chispas mientras martillaba una pieza plana de metal,
una espada, agarrada con un par de tenazas. Hades supo por la pos-
tura de los hombros del dios y la fuerza con la que trabajaba que es-
taba enojado.
La vista lo hizo sentir aprensivo, por lo que tocó un timbre cerca
de la puerta para llamar la atención del dios. Hades no se sorprendió
cuando Hefesto se retorció y arrojó la pieza plana de metal que había
estado martillando en su dirección.
Se hizo a un lado cuando se clavó en la pared tras él.
Hubo un momento de silencio y luego Hades preguntó:
—¿Estás bien?
El pecho de Hefesto se elevó con su respiración.
—Sí.
El dios tiró sus tenazas y se volvió completamente hacia él.
—¿En qué puedo ayudarte, lord Hades? ¿Otra arma?
—No —respondió Hades—. ¿Estás seguro de que no necesitas
un minuto?
La mirada de Hefesto fue dura. Hades lo tomó como un no.
—No deseo un arma —dijo—. Deseo un anillo.
Hefesto parecía indiferente, aunque su voz delató su sorpresa.
—¿Un anillo? ¿Un anillo de compromiso?
—Sí —dijo.
Hefesto lo estudió durante un largo momento. Hades se pregun-
tó qué estaría pensando. Quizás, ¿Quién se casaría contigo? O algo aún
más cínico. No lo hagas, no merece la pena.
Aun así, incluso Hades sabía que Hefesto no creía eso. Lo sabía
ahora más que nunca, después de que el dios había usado las Cade-
nas de la Verdad para preguntarle a Hades si estaba durmiendo con
Afrodita.
—¿Tienes un diseño?
Hades sintió una extraña oleada de vergüenza cuando sacó un
trozo de papel en el que había esbozado una imagen. Era similar a la
corona que Ian le había hecho a Perséfone, solo que había elegido
menos ores y gemas: turmalina y dioptasa.
Le entregó el dibujo a Hefesto.
—¿Cuándo planeas proponerle matrimonio?
—No puedo decirlo —dijo Hades. No había pensado en una fec-
ha u hora en la que le pediría a Perséfone que fuera su esposa. Simp-
lemente había sentido que pedir el anillo, crear el anillo, era impor-
tante—. No hay prisa, si eso es lo que estás preguntando.
—Muy bien —dijo Hefesto—. Te llamaré cuando esté completo.
Hades asintió y dejó la fragua, solo para encontrar su camino
bloqueado por Hermes.
—No —dijo Hades de inmediato.
La boca de Hermes se abrió ofendido.
—¡Ni siquiera sabes lo que iba a decir!
—Sé por qué estás aquí. Solo tienes dos propósitos, Hermes, y
dado que no estás guiando almas al Inframundo, debes estar aquí
para decirme algo que no quiero escuchar.
Hades pasó a su lado y Hermes lo siguió.
—Tengo que hacerte saber que estoy ofendido —dijo Hermes—.
No soy solo un guía o un mensajero, también soy un ladrón.
—Perdona el descuido —dijo Hades.
—Pensé que estarías de mejor humor —dijo Hermes—. Habien-
do enterrado nalmente la comadreja, conseguido que te pulieran el
hueso, lanzado el misil de carne…
—¡Basta! —espetó Hades, volviéndose hacia el dios cuyos ojos
brillaban divertidos—. ¿Por qué estás aquí?
Sonrió.
—Nos han convocado al consejo en Olimpia. Alguien está en
problemas por robar las vacas de Helios, ¿y adivina qué? ¡No soy yo
esta vez!
Capítulo XXIII
Olimpia

Hades no estaba ansioso por el consejo. Odiaba a sus compañe-


ros Olímpicos, y odiaba la pompa y el drama. Preferiría pasar la noc-
he con Perséfone, enterrado dentro de ella, explorando su cuerpo de
nuevo, descubriendo nuevas formas de follarla que complacieran a
ambos. En cambio, se vería obligado a sentarse en el consejo, escuc-
har a sus hermanos discutir, escuchar a Atenea intentar paci car, es-
cuchar a Ares exigir la guerra, y tendría que enfrentar a Deméter, sa-
biendo que se había follado a su hija.
Suspiró y se materializó en el Jardín de los Dioses en el campus
de la Universidad de Nueva Atenas, usando su magia para localizar
a Perséfone.
La encontró más rápido esta vez, y pensó que podría tener algo
que ver con el débil eco de poder dentro de ella. Su oscuridad se veía
atraída hacia esa luz, queriendo abrazarla y alentarla.
La teletransportó hacia él. En cuanto apareció, la agarró por el
cuello y la besó. Hizo un sonido en el fondo de su garganta que lo
animó a abrir sus labios y enterrar la lengua en su boca. Quería el sa-
bor de ella en sus labios cuando llegara a Olimpia, sería un secreto
perverso que se llevaría consigo.
Se apartó de mala gana, mordiéndole su labio inferior.
—¿Estás bien?
—Sí —respondió, sin aliento—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Sonrió, casi triste, sus ojos cayendo a sus labios de nuevo. Debe-
ría responder con toda la verdad, incluso la parte en la que había es-
tado pensando en follarla en este jardín.
—Vine a despedirme.
—¿Qué? —Su voz fue aguda. Claramente no esperaba eso, pero
su sorpresa lo hizo reír. Le gustaba la idea de que se sintiera decepci-
onada por su ausencia. Quizás eso signi caría un reencuentro apasi-
onado.
—Debo ir a Olimpia por una reunión del consejo.
—Oh. —Frunció el ceño—. ¿Por cuánto tiempo?
—Si dependiera de mí, un día y nada más.
No era como los otros Olímpicos, que se quedaban para estas y
juergas.
—¿Por qué no dependería de ti? —preguntó.
—Depende de cuánto discutan Zeus y Poseidón —respondió
Hades, poniendo los ojos en blanco. Mientras lo hacía, vio lo que sos-
tenía. Una copia del Delphi Divine con un título en letras gruesas y
negras que decía: “El dios del Inframundo Acredita a Periodista por
el Proyecto Halcyon”. Hades se lo arrebató de las manos, donde es-
taba apilado sobre sus libros, leyendo por encima las primeras líne-
as.
Hades, Dios de los Muertos, sorprendió a todos el sábado por la
noche cuando anunció una nueva iniciativa, El Proyecto Halcyon,
una instalación de rehabilitación para mortales que se completará el
próximo año. La instalación de última generación estará ubicada en
diez acres de tierra y atenderá una variedad de necesidades de salud
mental. Lord Hades continuó diciendo que su generosidad se inspiró
en una mortal, Perséfone Rosi, la periodista responsable de escribir y
publicar un artículo escandaloso sobre el Rey del Inframundo. Ahora
la gente se pregunta si son legítimas las a rmaciones de Rosi o simp-
lemente el Dios del Inframundo está enamorado.
La mandíbula de Hades se apretó. Por eso odiaba a los medios
de comunicación: nunca podían ceñirse a los hechos. Tenían que inc-
luir especulaciones y comentarios, y peor aún, sabía que estas palab-
ras estaban llegando a Perséfone debido a su pregunta.
—¿Es por eso que anunciaste El Proyecto Halcyon en la gala?
¿Para que la gente se enfocara en algo más que en mi opinión de tu
carácter?
—¿Crees que creé el Proyecto Halcyon por mi reputación? —
Intentó evitar que la decepción y la ira entraran en su voz, pero fue
un desafío. Debería saber que no le importaba nada lo que los demás
pensaran de él, excepto ella.
Ella se encogió de hombros.
—No querías que siguiera escribiendo sobre ti. Lo dijiste ayer.
Le tomó un momento hablar, un momento para relajar la mandí-
bula para que las palabras pudieran formarse en sus labios.
—No empecé el Proyecto Halcyon con la esperanza de que el
mundo me admirara. Lo empecé gracias a ti.
—¿Por qué?
—Porque vi la verdad en lo que dijiste —espetó—. ¿Es realmente
tan difícil de creer?
Ella no respondió, y Hades odió la forma en que esto lo hizo sen-
tir. Como si algo pesado estuviera apoyado en su pecho. Quizás se
había equivocado al venir aquí para despedirse o pensar que su re-
unión sería dulce.
—Mi ausencia no afectará tu habilidad para entrar al Inframun-
do —dijo, preparándose para irse—. Puedes entrar y salir como te
plazca.
Algo cambió en la expresión ella, y pensó que de repente se sin-
tió tan desolada como él. Dio un paso hacia él, alcanzando las sola-
pas de su chaqueta, presionando sus caderas contra las de él. Quiso
gemir, pero se conformó con envolver sus manos alrededor de sus
muñecas.
—Antes de que te vayas, estaba pensando que me gustaría hacer
una esta en el Inframundo… para las almas.
Arqueó una ceja, buscando con los ojos los de ella.
—¿Qué clase de esta?
—Thanatos dice que algunas almas se reencarnarán al nal de la
semana y que Asfódelos ya está planeando una celebración. Creo
que nosotros deberíamos moverla al palacio.
Se refería a la Ascensión. Era un evento que tenía lugar cada tres
meses, un momento en que las almas que estaban listas renacerían.
Los residentes de Asfódelo siempre celebraban, ya que simbolizaba
una nueva vida, una segunda oportunidad.
—¿Nosotros? —preguntó Hades.
Le gustó la forma en que Perséfone se mordió el labio.
—Te estoy preguntando si puedo planear una esta en el Infra-
mundo.
Parpadeó, un poco confundido. ¿Cómo habían llegado hasta aquí?
Ella acababa de cuestionar sus motivos para El Proyecto Halcyon,
pero ahora planeaba celebrar con su gente en su reino.
—Hécate ya ha aceptado ayudar —agregó, como si eso fuera a
in uir en él, con las palmas de sus manos sobre su pecho.
Eso le divirtió y enarcó las cejas.
—¿Aceptó?
—Sí. Está pensando que deberíamos hacer un baile.
No estaba haciendo un buen trabajo al concentrarse en las palab-
ras que salían de su boca. La única que realmente escuchó fue nosot-
ros, y ella siguió usándola. También quería usarlo. Deberíamos irnos a
la cama. Deberíamos hacer el amor durante horas. Deberíamos bañarnos
juntos y follar un poco más.
—¿Estás tratando de seducirme para que acepte tu baile? —pre-
guntó.
—¿Está funcionando?
Sonrió y envolvió sus brazos alrededor de su cintura, atrayéndo-
la contra él, presionando su dura longitud contra su estómago.
—Está funcionando —susurró contra su oído, labios rozaron el
costado de su cuello antes de cerrarse sobre su boca. Sus manos se
movieron sobre su trasero y lo ahuecó, presionándose contra ella.
Cuando la soltó, sus ojos estaban iluminados por el deseo, y se pre-
guntó si se complacería esta noche pensando en él. Sabía que lo ha-
ría.
—Planea tu baile, lady Perséfone.
—Vuelve a casa pronto, lord Hades.
Sonrió ante sus palabras antes de desaparecer y se aferró a ellas
mientras aparecía en las sombras de la Cámara del Consejo de suelo
dorado, donde estaban reunidos los dioses. Las columnas anque-
aban la habitación en forma de óvalo, y dentro de esas columnas, ha-
bía doce tronos, uno para cada Olímpico. Todos eran distintos en la
creación, compuestos de símbolos exclusivos del dios.
Zeus se sentaba a la cabeza del óvalo sobre un trono hecho de
roble, un rayo y un cetro de oro cruzados en el respaldo. Su águila,
un pájaro dorado, estaba posada sobre el cetro, su nombre Aetos Di-
os. Era un espía que Hades preferiría cocinar en un asador, pero le
gustaría más no ser la causa del drama en el consejo, así que se abs-
tuvo. Zeus era el que más se parecía a su padre, un hombre corpu-
lento con cabello ondulado y barba abundante. Sobre su cabeza lle-
vaba una corona de hojas de roble, uno de sus muchos símbolos.
A su lado estaba sentada Hera. Era hermosa pero rígida, y Ha-
des siempre pensó que se veía incómoda al lado de su esposo, algo
por lo que Hades no podía culparla. El Dios de los Cielos era conoci-
do por fornicar a lo largo de la eternidad y descender al mundo mo-
derno no había hecho ninguna diferencia. La Diosa de las Mujeres
estaba sentada en un trono de oro, excepto por el respaldo, que se
parecía a las coloridas plumas de un pavo real: azul iridiscente bril-
lante, turquesa y verde.
Luego estaba Poseidón, cuyo trono se parecía a su arma, el tri-
dente, hecho para él antes de la Batalla de Titanomaquia por los tres
Cíclopes Mayores. A su lado estaba Afrodita, cuyo trono imitaba una
concha, de color rosa y adornada con perlas y ores de color del ru-
bor. Luego Hermes, cuyo trono era de oro, el respaldo parecido a la
varita de su heraldo: un bastón alado con dos serpientes entrelaza-
das.
Después, estaba Hestia, Diosa del Hogar, cuyo trono era rojo ru-
bí y estaba hecho en forma de llamas. Ares la anqueaba, sentado
sobre un montón de calaveras, algunas blancas y otras amarillentas
por la edad. Todas eran de personas, mortales e inmortales, y monst-
ruos que había matado.
Junto a él estaba Artemis, para su gran consternación, ya que el-
la, o nadie, se llevaba bien con Ares. Su trono era simple, una media
luna dorada. A su lado estaba sentado Apolo, cuyo asiento imitaba
los rayos del sol en forma de una aureola resplandeciente detrás de
él. La siguiente era Deméter, cuyo asiento se parecía más a un árbol
cubierto de musgo, rico en ores blancas y rosadas, y hiedra que se
derramaba por el suelo. A su lado, Atenea, cuyo trono era un conjun-
to de alas de plata y oro. Se sentaba, hermosa y serena, con el rostro
inexpresivo, coronada con un aro de oro con za ros azules engasta-
dos. Por último, entre el trono de Atenea y Zeus, estaba el de Hades,
un asiento de obsidiana negra hecho de bordes letales y dentados,
muy parecido al suyo en el Inframundo.
El único dios que hablaba era Zeus, y todos los demás parecían
enojados o aburridos, excepto Hermes. Hermes parecía divertido.
Probablemente todavía se ríe de su broma, pensó Hades.
Hades no estaba seguro de qué estaba hablando Zeus, pero pen-
só que debía estar contando una historia porque decía:
—Quiero decir, no soy un dios irracional, así que dije…
Hades salió de su escondite y caminó por el centro del óvalo. La
voz de Zeus retumbó, resonando por todas partes.
—¡Hades! Veo que llegas tarde, como siempre.
Ignoró el juicio de su hermano y tomó asiento a su lado.
—¿Conoces las acusaciones en tu contra? —preguntó el Dios de
los Cielos.
Hades se limitó a mirar. No se lo iba a poner fácil. Sabía que sus
acciones tendrían repercusiones, y podía admitir que su decisión de
robar el ganado de Helios era insigni cante, pero Helios había impe-
dido que Hades recibiera el Juicio Divino. ¿No estaba el titán aquí
por la gracia del propio Zeus?
—Dice que le robaste su ganado —continuó Zeus—. Y está ame-
nazando con sumergir al mundo en la oscuridad eterna si no los de-
vuelves.
—Entonces tendremos que lanzar a Apolo al cielo —dijo Hades.
El Dios de la Música y el Sol lo fulminó con la mirada.
—O puedes devolver el ganado de Helios. De todos modos, ¿por
qué tomarlos? ¿No nos condenas al resto de nosotros por un com-
portamiento tan… trivial?
—No seas demasiado duro con Hades. Así es como siente que
debe actuar, dado que es el más temido entre nosotros. —Esas fu-
eron las palabras de Hera e hicieron que Hades apretara la mandíbu-
la.
—¡Ya no! —dijo Zeus en voz resonante—. Nuestro residente gru-
ñón se ha enamorado de una mortal. Tiene al mundo entero embele-
sado.
Zeus se rio, pero nadie más lo hizo. Hades se sentó, sus dedos
curvados sobre los bordes de su trono, la obsidiana clavada en su pi-
el. Podía sentir la ira irradiando de Deméter. Ninguno de estos di-
oses, salvo Hermes, conocía los verdaderos orígenes de Perséfone. Se
preguntó si el Dios del Rayo se reiría, sabiendo que Hades se había
enamorado de una diosa. Había mayores implicaciones cuando los
dioses se unían, porque signi caba compartir poder.
—Sé amable, padre. —Fue Afrodita quien habló, su voz goteaba
sarcasmo, su ira por Adonis aún era evidente—. Hades no conoce la
diferencia entre atención y amor.
—¿Hablas por experiencia, Afrodita? —desa ó Hades.
Su expresión se volvió hosca y cruzó los brazos sobre su pecho,
hundiéndose en su asiento.
Su respuesta silenció al resto, porque por mucho que les gustara
burlarse, sabían que Hades era peligroso. Robar el ganado de Helios
había sido una bondad, una venganza en su forma más básica. Si hu-
biera querido, podría haber sumido al mundo en la oscuridad él mis-
mo. Sin necesidad de que Helios amenazara con hacerlo.
—Devolverás el ganado, Hades —dijo Zeus.
Una vez más, Hades no dijo nada. No discutiría con Zeus frente
a los otros dioses.
—Ya que estamos reunidos. ¿Hay algún otro asunto que deseen
plantear?
Esta era la parte que temía Hades. Se suponía que el consejo solo
sería cuatro veces al año y, sin embargo, Zeus lo convocaría por ra-
zones triviales y luego pediría escuchar quejas, como si no tuviera
nada mejor que hacer que mediar en las discusiones entre Poseidón
y Ares, los únicos dos que hablaban.
Excepto esta vez.
—La Tríada está siendo dirigida por semidioses —dijo Hades y
miró a Poseidón mientras hablaba—. Tengo razones para creer que
están planeando una rebelión.
Esta vez, Zeus no fue el único que se rio. Poseidón, Ares, Apolo e
incluso Artemisa lo hicieron.
—Si desean batalla, adelante —dijo Ares, siempre ansioso por
derramar sangre. Hades lo odiaba, odiaba su ansia de muerte y dest-
rucción. No conocía a ningún otro dios que deseara deleitarse con el
horror de la guerra.
—Supongo que te ríes porque piensas que es imposible. Pero nu-
estro padre creía lo mismo de nosotros y mira dónde nos sentamos
—dijo Hades.
—¿Escucho miedo en tu voz? —lo desa ó Ares.
—Soy el Dios de los Muertos —dijo Hades—. ¿Quién soy yo pa-
ra temer la batalla? Cuando todos mueran, vendrán a mí y se enfren-
tarán a mis jueces, como cualquier mortal.
El silencio siguió a su declaración.
—Se necesitaría un gran poder para que estos semidioses nos
derroten —dijo Artemisa—. ¿Dónde lo conseguirían?
Del favor Divino, pensó Hades, pero no lo dijo.
—Ya no vivimos en el mundo antiguo —dijo Atenea—. Hay ot-
ras armas además de la magia a su disposición.
Era cierto, y cuanto más estudiaban los mortales la magia de los
dioses, más entendían cómo aprovecharla y potencialmente usarla
contra ellos.
—Simplemente estoy diciendo que sería de nuestro mejor interés
observar —dijo Hades—. La Tríada crecerá en número y fuerza si
sus grandes señores son tan predecibles como creo.
—¿Y quiénes son estos grandes señores? —preguntó Zeus.
Hades miró a Poseidón y la mirada de Zeus lo siguió, entrecer-
rando los ojos.
—¿Es esto algún plan tuyo, hermano?
—¡Cómo te atreves! —El puño de Poseidón apretó los brazos de
su trono, rompiendo el caparazón del que estaba hecho.
—¡Has intentado tomar mi trono antes, idiota entrometido!
—¿Idiota? ¿A quién llamas idiota? ¿Necesito recordarte, herma-
no, que solo porque te sientas en el trono como Rey de los Dioses no
signi ca que sea menos poderoso?
De repente, todos lo estaban mirando, excepto Zeus y Poseidón,
que estaban enzarzados en una batalla verbal. Hades se rio entre di-
entes.
—Imaginen esto como su tortura en el Tártaro —dijo—. Porque
es la sentencia que todos recibirán por hacerme pasar por esta mier-
da.
Horas más tarde, Hades se encontró en la o cina de Zeus. Era un
espacio tradicional, amueblado con un gran escritorio de roble que
se encontraba frente a un conjunto de estanterías forradas con volú-
menes encuadernados en cuero que de nitivamente usaba para
mostrar. Grandes ventanales daban a la vasta nca de Zeus, donde
guardaba una manada de toros, vacas, ovejas y cisnes. Allí era donde
miraba Hades mientras Zeus les servía un trago.
—Así que robaste el ganado de Helios —dijo Zeus.
—Me impidió llevar a cabo el Juicio Divino —dijo Hades—. Te-
nía que ser castigado.
—Pero estás de acuerdo en que su castigo ha durado bastante,
¿no?
—Si estás pidiendo con rmación de que le devolveré su ganado,
sí. —Hades hizo una pausa—. A su debido tiempo.
Zeus suspiró.
—Helios puede amenazar con la oscuridad todo lo que quiera,
pero olvida que yo soy la oscuridad. Responde a mi mandato.
Zeus no tuvo nada que decir al respecto. Tomó un trago y agitó
el alcohol en su boca antes de decir:
—Está bien, pero si las cosas se complican, no voy a intervenir.
—Me ofendería si lo hicieras —respondió Hades.
Apuró la bebida que Zeus le había ofrecido y dejó el vaso con un
clic, preparándose para irse.
—Háblame de la mujer que ha dado vuelta tu cabeza.
Hades se quedó inmóvil.
—Es como dije en la gala y nada más.
—No creo que ese sea el caso —dijo—. Si hubiera sido cualquier
otra mortal, habrías buscado venganza por las cosas que dijo. En
cambio, la entretienes, le dedicas un maldito edi cio.
—Tenía puntos válidos —dijo Hades, listo para irse.
—Y te ha llamado la atención. ¡Admítelo, hermano!
Hades no lo admitió.
—¡Bah! No debería esperar que seas vulnerable, aunque te deseo
felicidad.
Hades arqueó las cejas.
—Recuerda esas palabras, hermano.
No pensarás igual por mucho tiempo, pensó.
—Como tal, siento que es mi deber advertirte del engaño de las
mujeres, en particular de las mortales.
—Dice el dios que seduce a las mujeres en forma de animal.
—Eso no fue un engaño. No podía acercarme a ellas en mi forma
Divina, ya que es una forma que los simples mortales no pueden
captar realmente.
Y, sin embargo, ninguno de nosotros tiene el mismo problema,
pensó Hades.
—Te disfrazaste porque ya te habían rechazado —respondió Ha-
des—. No intentes mentirme, hermanito. Ambos sabemos que es
inútil.
Los labios de Zeus se juntaron, sus ojos se entrecerraron.
—Las mujeres solo quieren una cosa, Hades, y es poder.
Hades no tenía ninguna duda de que era una de las muchas co-
sas que querían las mujeres, y entre ellas, la libertad de existir sin
preocuparse por depredadores como Zeus.
—Quizás temes el poder de las mujeres por la forma en que usas
el tuyo: para violar, abusar y torturar.
Esta conversación no había salido como Zeus esperaba, pero Ha-
des no oiría a su hermano hablar mal de las mujeres.
Se apartó y salió de su o cina. Fuera, se encontró en un patio
que estaba abierto al cielo. Un camino atravesaba el centro, anque-
ado por estatuas de mármol de ninfas. En el centro había una fuente
sencilla en forma de hexágono. Cuando comenzó a bajar por el sen-
dero, Deméter lo detuvo saliendo de detrás de una de las columnas
que bordeaban los límites del patio.
Estaba llena de odio. Se acumulaba en sus ojos, haciéndolos de
un color turbio, como el agua en un pantano. Hades sabía que esta
confrontación llegaría. Aunque Deméter había ignorado la presencia
de su hija en la gala, sabía que Hades habló de ella cuando pronun-
ció su discurso y ahora eso la perseguía. Probablemente lo había re-
vivido en cada periódico, en cada revista, en cada estación de notici-
as. Ni siquiera pudo escapar del conocimiento en el consejo. Posible-
mente fue la mejor tortura que Hades había repartido jamás.
—Aléjate de mi hija, Hades. —Su voz fue serena pero amenaza-
dora. Era la voz que usaba para infundir miedo en los corazones de
sus ninfas y para maldecir a los mortales.
Pero a Hades solo le provocó placer.
—¿Qué sucede, Deméter? —desa ó—. ¿Miedo a las Moiras?
Sus palabras fueron un reconocimiento. Sé de la profecía, decían.
—Si realmente te preocupas por ella como a rmas públicamente,
entonces aléjate de ella —dijo Deméter—. Puede perderlo todo si no
lo haces.
—¿Y esas son las acciones de alguien que se preocupa por ella?
—preguntó Hades.
Deméter dio un paso hacia él, su voz temblorosa.
—¡Estoy haciendo esto porque me importa! No eres adecuado para
mi hija.
—Creo que ella no estaría de acuerdo.
Deméter lo miró con odio y, después de un momento, dio un pa-
so atrás, riendo.
—Mi hija nunca me traicionaría. —Hades tuvo la sensación de
que Deméter solo estaba tratando de convencerse a sí misma de eso
—. Nunca te elegiría a ti antes que a mí.
—Entonces no tienes nada que temer —dijo Hades.
Excepto que tenía todo que temer, porque Perséfone ya había
traicionado a Deméter. La traicionó cada vez que vino a Nevernight,
cada vez que sus labios se unieron, cada vez que puso su boca en su
miembro, separó sus piernas y dejó que él la probara. Perséfone ha-
bía traicionado a Deméter cada vez que llegaron al clímax juntos,
gritando el nombre del otro, y fue ese pensamiento lo que lo hizo
sonreír cuando desapareció de los terrenos de Olimpia.
Capítulo XXIV
El Baile de Ascensión

Hades se teletransportó al Inframundo. Su primera parada fue la


cabaña de Hécate, donde encontró a la diosa preparándose para la
noche. Se parecía a la luna, vestida de plata, sus lámpades entretejían
estrellas a juego en su cabello oscuro.
—Hades —dijo Hécate—. ¿Cómo estuvo el consejo?
No hablaba a menudo, pero sintió la necesidad de contar su ti-
empo en Olimpia.
—Zeus pagará muy caro su comentario sobre las mujeres —dijo
Hécate cuando Hades terminó.
No tenía ninguna duda. Hécate no tenía miedo de castigar a los
dioses. Lo había hecho muchas veces y de muchas maneras, desde
poner trampas y maldiciones, a revocar la victoria de un héroe preci-
ado. Su ira era real y mortal cuando era presionada.
—Me preocupa que su atención se dirija a Perséfone —dijo Ha-
des.
Los ojos de Hécate brillaron como carbones.
—Si lo hace, ella podrá defenderse.
Hades miró a la diosa inquisitivamente.
—¿Cómo?
—¿No te lo dijo? La noche que tuvieron… eh… —Hizo una pa-
usa y Hades la fulminó con la mirada. Sabía lo que iba a decir. La
noche después de haber tenido relaciones sexuales—. El día después de la
Gala Olímpica, sintió vida por primera vez. Pudo sentir su magia.
Hades dejó que las palabras de Hécate calaran. Perséfone sintió
su magia. Sabía que era posible que sus poderes comenzaran a des-
pertar, pero no esperaba que sucediera tan rápido. Signi caba que
Perséfone había aceptado su adoración, que se había sentido podero-
sa y digna mientras habían hecho el amor.
Signi caba que con aba en él.
La comprensión hizo que su pecho se ensanchara, e hizo que las
palabras de Deméter se sintieran aún más amenazadoras, pero cuan-
do Hades le expresó esto a Hécate, la diosa solo sonrió.
—Ten esperanza en tu diosa, Hades. ¿No te ha elegido ya a ti?

q
No se quedó mucho tiempo con Hécate. Estaba ansioso por ver a
Perséfone. Sonaba extraño, pero sentía curiosidad por observar un
cambio dentro de ella. ¿Su capacidad para sentir la vida alteraría la
forma en que pensaba de sí misma y de su sangre Divina? Pensó en
el día que la conoció. Era como si le molestara quién era, como si se
sintiera menos diosa porque no podía invocar su poder. Poder que
no había surgido porque había estado escondida toda su vida.
Hades apretó los puños ante la idea. Deméter le había hecho cre-
er que no tenía poder, había visto como Perséfone giraba en espiral,
poniendo distancia entre ella y su Divinidad hasta que ya no se vio a
sí misma como una.
Y, sin embargo, era la más divina de todas.
Lo primero que notó cuando se manifestó en la suite de la reina,
la suite que algún día le pertenecería, fue su aroma. Olía a vainilla
dulce y lavanda terrosa. Sus ojos se encontraron en el espejo y, justo
cuando empezaba a volverse hacia él, la detuvo.
—No te muevas. Déjame mirarte.
Ella se congeló.
Fue un ejercicio de control, porque todo lo que deseaba era estar
cerca de ella y, sin embargo, mantuvo la distancia y caminó en un
lento círculo a su alrededor, saboreando cada detalle. Estaba vestida
de dorado, el color del poder. La tela era como agua que se acumula-
ba en su piel y la tocaba en todos los lugares que Hades deseaba que
estuvieran sus manos, y debajo de esa delgada tela, notó cómo sus
pezones se endurecían en picos apretados. Cuando se acercó a ella,
envolvió una mano alrededor de su cintura y la atrajo hacia sí, en-
contrándose con su mirada en el espejo.
—Deja caer tu glamour.
Sus ojos se agrandaron un poco.
—¿Por qué?
—Porque deseo verte —dijo. La sintió estremecerse. Fue como la
noche después de La Rose, cuando sostuvo esas sábanas contra su
pecho, un escudo que usaba para protegerse de su mirada. Se exten-
dió hacia ella con su propia magia, acariciando la suya y la sintió ab-
rirse a él. Giró la boca hacia su oreja, sin dejar de mantener el contac-
to visual—. Déjame verte.
Cerró los ojos mientras se dejaba ir y Hades la observó transfor-
marse. Era todo. Era todo en cualquier forma, pero hubo algo en ver-
la abrazar su Divinidad que fue inspirador. Fue hermoso. En este
momento, se sintió íntimo.
—Abre los ojos —susurró, y mientras lo hacía, no miró a Hades
sino a sí misma. Era encantadora y todo en ella se había intensi ca-
do. Su piel resplandecía, sus ojos eran luminosos, sus cuernos se
doblaban graciosamente en espiral, pero tal vez parecía una llama
porque estaba ante su oscuridad.
—Querida, eres una diosa.
Presionó sus labios contra su hombro y sintió que su mano se en-
ganchaba alrededor de su cuello. Ella se giró hacia su beso y sus labi-
os chocaron, hambrientos y calientes. Su pulso se disparó y el calor
inundó el fondo de su estómago, llenando su miembro hasta que es-
tuvo duro. Hizo un sonido carnal que salió del fondo de su garganta
y Perséfone se volvió en sus brazos. Hades se apartó, acunando su
rostro.
—Te he extrañado —dijo.
Ella sonrió tímidamente y admitió:
—También te extrañé.
Sus labios acariciaron los de ella, pero Perséfone estaba ansiosa.
Se puso de puntillas y sus labios chocaron. Le gustaba su hambre y
su audacia, sus manos acariciando su pecho, bajando por su estóma-
go, buscando su miembro, pero antes de que pudiera alcanzarlo, la
detuvo, rompiendo el beso.
—Estoy igual de ansioso, querida —dijo—. Pero si no nos vamos
ahora, creo que nos perderemos la esta. ¿Vamos?
Vaciló y él se encontró sonriendo, pero tomó su mano extendida.
Mientras lo hacía, dejó caer su glamour, revelando su forma Divina.
Cabello suelto, túnica negra y una corona de plata hecha de bordes
irregulares que se ubicaba en la base de sus cuernos. Podía sentir la
mirada de Perséfone sobre él, pecaminosa y dulce. Lo tocó en todas
partes y provocó su hambre.
—Cuidado, diosa —advirtió—. O no dejaremos esta habitación.
Sintió la verdad de sus palabras profundamente, incluso cuando
logró llevarla fuera de la suite al pasillo en dirección al salón de ba-
ile. Se detuvieron detrás de un conjunto de puertas doradas, y Hades
se alegró, porque deseaba saborear este momento, la primera vez
que se presentaría a su corte con Perséfone a su lado.
Quizás ella ni siquiera se daba cuenta del signi cado, pero de
ahora en adelante, la verían como su contraparte, como una repre-
sentante, como una reina.
Las puertas se abrieron y se hizo el silencio. El agarre de Hades
sobre la mano de Perséfone se apretó y frotó círculos tranquilizado-
res hacia arriba y hacia abajo con su pulgar, pero la ansiedad que ha-
bía sentido dentro de ella pareció disminuir en cuanto vio la multi-
tud y las sonrisas de quienes la conocían. Cuando la miró, vio que le
devolvía la sonrisa.
Su gente hizo una reverencia y la condujo escaleras abajo, hacia
la multitud que esperaba. Se pusieron de pie al pasar, y Perséfone
sonrió, llamó a cada uno por su nombre, los colmó de cumplidos o
les preguntó por su día. Nunca le había tomado a Hades tanto tiem-
po alcanzar su trono, pero verla interactuar con las almas lo llenó de
humildad.
Sus ojos se posaron en los rostros de los demás en la multitud, y
cuando los sorprendió mirándolos, apartaron la mirada rápidamen-
te. Parte era vergüenza y parte miedo, y esa extraña culpa regresó en
una ola feroz, oprimiendo su corazón. Entonces Perséfone le soltó la
mano y se abrió paso entre la multitud para abrazar a Hécate. Poco
después, estuvo rodeada de almas. Como polillas atraídas por la luz,
descendieron una vez que desapareció la oscuridad.
Continuó, la multitud se separó fácilmente para él, y no pudo
evitar notar la distancia que sus almas colocaban entre ellos. Fue una
cruda comparación con lo ansiosos que habían estado por tocar y ab-
razar a Perséfone. Frunció el ceño y la culpa se hizo más pesada mi-
entras caminaba hacia su trono, junto al que se encontraba Menta.
Estaba vestida para la ocasión, con un vestido color burdeos entalla-
do. Hacía que su cabello pareciera una puesta de sol y su piel sin
sangre. Sabía por la expresión de su rostro que tenía cosas que decir
y esperaba que entendiera por su expresión que no quería escuchar
ninguna de ellas.
Se hundió en su silla y observó la esta, pero tenía los hombros
encogidos y los dedos cerrados en los brazos de la silla. Se sintió ner-
vioso, esperando que Menta dijera algo que solo profundizaría la os-
curidad dentro de él.
—Has llevado esto demasiado lejos —dijo nalmente, con la voz
temblorosa, un indicio de la tormenta de emociones que había deba-
jo de sus palabras. Hades no la miró, pero pudo ver su per l por el
rabillo del ojo y ella tampoco lo estaba mirando.
—Te olvidas de ti, Menta.
—¿De mí? —Se giró hacia él y Hades miró en su dirección—. Se
suponía que ella se enamoraba de ti, no al revés.
—Si no supiera nada mejor, diría que estás celosa.
—¡Es un juego, un peón! Y estás haciendo alarde de ella como si
fuera tu reina.
—¡Es mi reina! —gritó Hades, casi saliéndose de su silla.
Menta cerró la boca de golpe, sus ojos se agrandaron un poco,
como si no pudiera creer que Hades le hubiera alzado la voz. Cuan-
do volvió a hablar, lo hizo en un tono tan helado como el aire que los
rodeaba.
—Ella nunca será su ciente para ti. Es primavera. Necesitará luz,
y todo lo que eres es oscuridad.
Menta se giró y abandonó el salón de baile, pero sus palabras
permanecieron clavadas en su piel. Trajeron sus propios pensamien-
tos a la super cie, los que había enterrado profundamente, la duda
de que Perséfone, la Diosa de la Primavera, pudiera amarlo alguna
vez, al Rey de los Muertos.
No podían ser más diferentes, y su entrada a este salón de baile
esta noche le había enseñado eso.
—¿Por qué estás de mal humor? —preguntó Hécate.
Tenía la sensación de que la diosa había estado tratando de acer-
carse sigilosamente a él, pero como todos sus intentos, este también
había fallado. Los ojos de Hades se deslizaron hacia los de ella y la
miró.
Ella frunció los labios.
—Conozco esa mirada. ¿Qué hizo Menta?
—Habló de forma inapropiada, ¿qué más? —expresó con los di-
entes apretados.
—Bien. —La voz de Hécate cambió de tono y Hades supo que
estaba a punto de decir algo que solo aumentaría su frustración—.
Debe haber dicho la verdad, o no estarías tan enojado.
—No quiero hablar de eso, Hécate.
Estaba mirando a Perséfone mientras bailaba con los niños del
Inframundo. Se tomaban de las manos y brincaban en círculo. De
vez en cuando se separaban el uno del otro para girar o Perséfone los
levantaba en el aire, riendo mientras ellos chillaban de alegría.
—Ama a los niños —dijo Hécate.
Otra punzada en el pecho.
Niños.
Era algo que no podía darle, una opción que había regateado ha-
cía mucho tiempo. ¿Realmente podía pedirle que renunciara a ser madre
para pasar la eternidad con él?
Después de un momento de silencio, habló en voz baja.
—Debería dejarla ir.
Hécate suspiró.
—Eres un idiota. —Hades la miró con enfado—. ¡Es feliz! —
argumentó Hécate—. ¿Cómo puedes mirarla y pensar que deberías
dejarla ir?
—Somos inmortales, Hécate. ¿Y si se cansa de mí?
—Estoy cansada de ti —dijo—. Y todavía sigo aquí.
—Sabía que no debería haber intentado hablar contigo sobre es-
to.
Miró con más atención la pista de baile cuando vio a Perséfone
girarse y encontrarse de frente con Caronte. Se inclinó ante ella, esa
maldita sonrisa en sus labios. La invitó a bailar y ella le tomó la ma-
no.
Sus nudillos se pusieron blancos cuando apretó los brazos de su
trono.
—No podrías dejarla ir —dijo Hécate—. Nunca podrías verla
con otro hombre.
—Si eso fuera lo que deseara…
—No lo desea —dijo Hécate, interrumpiéndolo—. No debes asu-
mir que conoces su mente solo porque tienes miedos. Esos son tus
demonios, Hades.
Le dio una mirada sombría, y, por un momento, la expresión de
Hécate fue igual de severa, luego se suavizó y la esquina de su boca
se levantó.
—Permítete ser feliz, Hades. Te mereces a Perséfone.
Luego se perdió entre la multitud. La mirada de Hades volvió a
Perséfone. Llamaba la atención como una llama, su belleza, su sonri-
sa y risa, su misma presencia, irradiando calidez, pasión y vida, y a
pesar de que a él no le había gustado su separación anterior, le gus-
taba mirarla. Lo distrajo del hecho de que Menta regresó, ocupando
el espacio a su izquierda, mientras que Thanatos apareció a su derec-
ha.
—¿Vienes a disculparte? —le preguntó a ella.
—Que te den —respondió.
—Ya lo han hecho —comentó Hermes, pasando sigilosamente
junto a ellos, con alas blancas arrastrando el suelo. Se veía ridículo,
con el torso desnudo y solo llevaba un sudario dorado sobre la cintu-
ra—. No debe haber sido muy bueno, porque no creo que haya vuel-
to nunca.
—Hermes —gruñó Hades, pero el dios ya estaba atravesando la
multitud, dirigiéndose directamente hacia Perséfone. Ella se volvió
cuando se acercó y él hizo una reverencia y le pidió que bailara. Ha-
des observó, frustrado mientras la tomaba en sus brazos y se balan-
ceaba, movimientos exagerados y que ocupaban espacio.
No era que pensara que Caronte o Hermes se tomarían liberta-
des, o que estuviera celoso porque bailara con ellos. Estaba celoso
porque sentía que no podía acercarse a ella, como si la atmósfera de
la habitación cambiaría si lo hiciera. No debería temerlo, este era su
reino, pero había algo vibrante en esta noche. Había una vida aquí
que no había existido antes de Perséfone.
Mientras pensaba en su nombre, sus miradas conectaron y sostu-
vieron, y notó el anhelo en sus ojos, como si la distancia entre ellos
fuera tensa. No pasó mucho tiempo antes de que ella se separara de
Hermes y se acercara a él, con los ojos ardiendo y el cuerpo rezu-
mando de oro. Era algo salido de una fantasía, y no pudo evitar ima-
ginarla arrodillada ante él para tomar su miembro en su boca. Ya es-
taba tenso, restringido por su túnica.
Ella se inclinó, el ángulo le dio una vista de sus abundantes se-
nos. Mientras se enderezaba, preguntó:
—Milord, ¿bailas?
Haría cualquier cosa por tocarla, cualquier cosa para abrazarla,
cualquier cosa para sentir fricción donde más lo deseaba. Se levantó
y tomó su mano, y no apartó los ojos de los de ella mientras la con-
ducía a la pista de baile. La atrajo cerca, cada línea dura de su cuerpo
acunada por su suavidad, recordándole la forma en que encajó cont-
ra ella cuando colapsó después de la liberación. Una liberación que
deseaba ahora.
—¿Estás disgustado? —preguntó.
Le tomó un momento desconectarse de sus pensamientos y con-
centrarse en sus palabras.
—¿Me disgustaría que hayas bailado con Caronte y Hermes?
Ella lo miró, una mueca tocando sus labios. Obviamente, estaba
preocupada por su estado de ánimo. Se inclinó hacia ella, los labios
tocando su oreja mientras hablaba.
—Estoy disgustado por no estar en tu interior —susurró con
brusquedad y atrajo el lóbulo de su oreja entre sus dientes.
Se estremeció contra él, y mientras hablaba, había una sonrisa en
su voz.
—Milord, ¿por qué no lo dijo antes? —bromeó.
Se apartó, sus ojos se oscurecieron por la necesidad y la guio pa-
ra que girara antes de acercarla a él.
—Cuidado, diosa. No tengo ningún inconveniente en tomarte
frente a todo mi reino.
—No lo harías.
Lo haría, pensó. Convertiría este lugar en oscuridad y la atraería
contra su cuerpo hasta que encajara cómodamente sobre su pene. La
instaría a permanecer callada, pero lo haría extremadamente duro
mientras la convencía para llegar al orgasmo.
Los pensamientos eran demasiados, y se encontró tirando de
Perséfone a través de la pista y subiendo las escaleras, su gente apla-
udiendo y silbando, ajenos, o quizás no tanto, a sus intenciones.
—¿A dónde vamos? —preguntó Perséfone, luchando por seguir
el ritmo de sus largas zancadas.
—A remediar mi disgusto.
La llevó a un balcón que daba al patio del palacio. Ella comenzó
a caminar delante de él, atraída al borde como si estuviera fascinada.
No la culpó, la vista era deslumbrante, ya que todo el Inframundo
estaba completamente negro, excepto por las estrellas que aparecían
en grupos de varios tamaños y colores. Hécate siempre había dicho
que el mejor trabajo de Hades sucedía en la oscuridad.
Estaba a punto de convertir ese placer en realidad cuando jaló a
Perséfone hacia él.
Lo miró, sus ojos buscando en los de él.
—¿Por qué me pediste que dejara caer mi glamour?
Llevó un rizo dorado detrás de su oreja y respondió:
—Te lo dije. No te esconderás aquí. Necesitabas entender qué es
ser un dios.
—No soy como tú.
Había dicho esas palabras antes, y esta vez, Hades sonrió ante el-
las. No era como él, era mejor.
—No, solo tenemos dos cosas en común.
—¿Y esas son? —Arqueó una ceja y él no supo si le gustó su res-
puesta, pero eso no importaba. Pronto estaría disfrutando de él y na-
da importaría, ni el mundo que los rodeaba ni su divinidad.
—Ambos somos Divinos —dijo mientras sus manos trazaban un
camino por su espalda, sobre su trasero, donde se quedaron quietas,
enganchándose debajo de sus muslos mientras la atraía contra su cu-
erpo para ubicarla contra su pene—. Y el espacio que compartimos.
La apoyó contra la pared mientras sus manos buscaban desespe-
radamente separar su túnica y levantar su vestido, exponiendo su
carne más sensible al aire de la noche hasta que se hundieron el uno
en el otro. Una vez dentro, permaneció quieto, con la frente apoyada
contra la de ella. Quería quedarse en este momento, la sensación ini-
cial de estirarse y llenarla, su sexo apretando el de él para adaptarse
a su tamaño, y el suspiro de satisfacción que ofreció cuando se desli-
zó en su lugar.
—¿Así es como se siente ser un dios? —susurró.
Tenía un brazo envuelto alrededor de su espalda, el otro presi-
onado contra la pared al lado de su cabeza, y después de que habló,
se echó hacia atrás para mirarla a los ojos.
—Así es como se siente tener mi favor —respondió, y mientras la
embestía, una electricidad recorrió su cuerpo, una corriente impa-
rable que se hacía más intensa cuanto más tiempo estaban juntos. La
miró, presenciando cómo estaba abrumada por el placer, la cabeza
hacia atrás, exponiendo su garganta pálida a sus besos.
—Eres perfecta —le susurró, tomando la parte trasera de su ca-
beza para suavizar el impacto de sus movimientos, y cuando se sin-
tió cerca de correrse, desaceleró, casi dejando su cuerpo solo para
embestir de nuevo—. Eres hermosa. Nunca he querido nada como te
quiero a ti.
Nunca había dicho palabras más verdaderas, y cuando se hundi-
eron en su pecho, se encontró besándola, cubriéndole la boca con la
suya, los dientes chocando mientras continuaba empujando con fu-
erza las caderas. Su corazón latía con fuerza en su pecho, sus múscu-
los se tensaron, y todo en lo que podía pensar era en la sensación de
su pene palpitante y bolas mientras se apretaban y estremecían por
su liberación, derramándose dentro de ella en lo que parecían ole-
adas. Se apretó contra ella, respirando con di cultad, sus cuernos se
enredaron con los de ella.
Le tomó un momento recobrar la compostura, pero nalmente se
enderezó y se apartó, ayudándola a bajar. Cuando sus pies tocaron el
suelo, el cielo se iluminó detrás de ellos con el espíritu de las almas
reencarnadas. Hades abrazó a Perséfone y se dirigieron hacia el bor-
de del balcón.
—Observa.
En la distancia, el cielo se encendió a medida que las almas se
convertían en luz, en energía, y se elevaban hacia el éter de su reino.
Iban a reencarnar, a nacer de nuevo en el mundo de arriba y vivir
una nueva vida. Con suerte, una más satisfactoria que la anterior.
—Las almas están regresando al mundo mortal —le explicó a
Perséfone—. Esto es la reencarnación.
—Es hermoso —susurró.
Su gente se había reunido en el patio de abajo, y cuando la últi-
ma de las almas dejó un rastro de chispas en el cielo, estallaron en
aplausos. La música comenzó de nuevo y la celebración continuó,
pero la mirada de Hades no se había movido de su rostro.
—¿Qué? —preguntó mientras lo miraba, sus ojos brillaban y su
sonrisa hizo que su pecho se sintiera extraño y caótico.
—Déjame adorarte.
Su sonrisa cambió, adquiriendo un toque sensual y, a pesar de
cómo se habían unido hace unos momentos, Hades sabía que podía
tomarla una y otra vez, si tan solo respondía.
—Sí.
Se teletransportó a los baños. Tenía intenciones de terminar don-
de lo dejaron la primera noche que había explorado su cuerpo y su
dulce y sensible carne. Excepto que en cuanto sus pies tocaron los es-
calones de mármol, la boca de Hades descendió sobre la de ella y se
arrodillaron en el suelo, donde hicieron el amor bajo el cielo abierto.

q
Más tarde esa noche, Hades se sentó en el borde de su cama mi-
entras Perséfone dormía. Su suave respiración trajo consuelo a su cu-
erpo eléctrico. Estaba inquieto, algo raro ahora que Perséfone com-
partía su cama. Algo andaba mal en su reino. Podía sentirlo en el
borde de su mente, en el margen de sus sentidos, como una espina
fantasma en su costado.
Se levantó, manifestando túnicas mientras se teletransportaba al
Tártaro, a su o cina, donde había dejado a Sísifo, solo para descubrir
que se había ido.
Capítulo XXV
Para tu placer, un montaje

Hades estaba en lo alto del precipicio en su sala del trono, vesti-


do con túnicas, sin glamour, plena forma en exhibición. Su ira era
aguda; vibraba a lo largo de sus miembros, ansioso por una liberaci-
ón violenta. Era medianoche y había llamado a Hécate y Hermes a
su lado. Los dos tenían expresiones diferentes, Hécate lucía alegre
mientras que Hermes parecía somnoliento.
—¿Tu venganza no podría esperar hasta la mañana? —preguntó
él.
Hades lo ignoró y habló con Hécate.
—Convoca a Menta —dijo.
—Con mucho gusto —respondió la diosa.
La magia de Hécate surgió y Menta apareció de la nada, cayendo
al suelo con un grito, agitando los brazos y las piernas. Golpeó el
mármol con fuerza.
—Hécate, la ninfa es frágil —recordó Hermes.
—Lo sé —respondió con picardía.
Menta gimió y se puso sobre sus manos y rodillas, frunciendo el
ceño mientras miraba a los tres dioses ante ella. Su nariz sangraba y
cubría sus labios de carmesí, derramándose en el suelo.
Su expresión asesina pronto se convirtió en miedo cuando miró
a Hades.
—Ayudaste a Sísifo en su escape del Inframundo —dijo. Apenas
pudo evitar que su voz temblara mientras hablaba, la rabia era muy
aguda—. ¿Tienes idea de lo que sacri qué para encadenarlo?
Le había concedido un favor a Teseo. Había cedido su control, y
la idea hizo que su pecho se sintiera como un abismo, abierto y su-
purando. Era un sacri cio que había hecho y que ahora no tenía va-
lor.
—Hades, yo…
—¡No pronuncies mi nombre! —rugió, dando un paso hacia ella.
Toda la habitación se estremeció.
Menta se alejó arrastrando los pies, con los ojos muy abiertos.
Tenía razón al temerle. Por lo general, cuando traía personas an-
te él para castigar, tenía una idea de cómo llevaría a cabo la ejecuci-
ón, pero no en este momento. En este momento, todo era posible. Es-
ta ninfa pensó que había conocido todas las emociones asociadas con
la ira, la pérdida y el dolor. Hades le mostraría lo contrario.
—Puedo explicarlo…
—¿Fueron tus celos tan severos que te cegaron de tu lealtad?
—¡Solo te he sido leal a ti! —Los ojos de Menta se encendieron
como un fuego etéreo.
—¡Mentira! —El sabor fue amargo y escupió antes de hablar—.
Solamente te eres leal a ti misma.
—¡Te amaba! —Su grito fue gutural, real y cruel—. ¡Te amaba y
todo lo que te importó fue tu reina impostora!
Hades gruñó. Perséfone no era una impostora. El verdadero fra-
ude estaba ante él, porque si alguna vez lo hubiera amado, nunca
habría ayudado a Sísifo a escapar.
—La hiciste des lar frente a mí, socavándome, reprendiéndome,
provocándome. Mereces ver cómo se desmorona tu destino. Espero
que Sísifo tire del hilo.
Hubo silencio.
De modo que ella había entendido la mitad de la ecuación, la
parte en la que las Moiras habían amenazado con deshacer su futuro
con Perséfone si no capturaban a Sísifo. Era información que probab-
lemente había obtenido mientras espiaba. Bueno, ya no espiaría más.
No para él.
—Si así es realmente como te sientes, entonces no tienes lugar en
el Inframundo.
La boca de Menta se abrió.
—Pero esta es mi casa —dijo, sus labios temblando.
—Ya no. —Sus palabras fueron frías.
La ninfa tragó saliva.
—¿Ad—dónde voy a ir?
No lo sabía, ella nunca había existido fuera de los límites del re-
ino de Hades, ni siquiera en el Mundo Superior. Sus únicas conexi-
ones eran suyas, y se evaporarían en el momento en que se ltrara su
exilio. Nadie la ayudaría, porque no desearían desa arlo.
—Eso no es de mi incumbencia. Menta, estás desterrada inmedi-
atamente de mi reino. Si intentas poner un pie aquí de nuevo, no
mostraré piedad.
La magia de Hades se cerró a su alrededor y desapareció de su
vista. Hubo un momento de silencio y luego habló:
—Hermes, haz correr la voz de que estoy dispuesto a negociar
con Sísifo. Si lo que quiere es la eternidad, solo tiene que venir a Ne-
vernight y solicitar un contrato.
La vida eterna no era algo que Hades pudiera otorgar sin sacri -
cio y requería el mismo pago: un alma por un alma. Signi caba que
si perdía, las Moiras le quitarían la vida a un dios.
Estaba jugando a un juego… un juego del destino.
—¿Supongo que esto no puede esperar hasta la mañana? —pre-
guntó Hermes, y cuando Hades lo miró, el dios ofreció una risa ner-
viosa—. Quiero decir, estoy en ello, milord.
Desapareció.
—No…
—¿Digas que te lo dije? —preguntó Hécate—. He esperado de-
masiado por este momento. Te dije que me dejaras envenenarla y an-
tes de eso, te dije que la degradaras, y antes de eso, te dije que nunca
te acostaras con ella.
Hades se hundió en su trono. De repente, estaba agotado y, mi-
entras hablaba, su voz era tentativa y tranquila.
—Ya me arrepiento bastante, Hécate —dijo.
La diosa no dijo nada, y después de unos segundos, desapareció
silenciosamente.
No estuvo solo mucho tiempo, Perséfone entró en la sala del tro-
no apoyada contra la puerta que se cerraba detrás de ella.
Se veía soñolienta y hermosa, vestida con un camisón blanco y
una túnica transparente a juego. Su cabello estaba salvaje y despeina-
do, cayendo en ondas doradas por su espalda. Su presencia le dio la
fuerza para enderezarse.
—¿Por qué estás despierta, querida? —preguntó.
—Te habías ido —dijo, acercándose. Se acomodó en su regazo,
sus piernas cubrieron las de él, sus manos se enredaron en su túnica.
Ella respiró hondo y se hundió contra su pecho—. ¿Por qué estás le-
vantado? —preguntó, su voz un susurro.
Consideró contarle sobre la fuga de Sísifo, cómo había engañado
a la muerte dos veces y robado la vida de dos mortales, destrozando
sus almas para siempre, pero esa explicación también requeriría di-
vulgar la amenaza de las Moiras, y con Sísifo huyendo de nuevo,
prefería guardárselo para sí.
En cambio, respondió:
—Yo… no podía dormir.
Ella se echó hacia atrás y lo miró con ojos entrecerrados.
—Podrías haberme despertado. —Su voz fue un susurro erótico.
Prometía cosas como labios palpitantes, corazones acelerados y su-
ave calor.
Alzó una ceja y preguntó:
—¿Para qué serviría eso?
Sus manos cayeron sobre su sexo hinchado, apenas acariciándolo
a través de su túnica.
—¿Te gustaría una demostración?
Hades sonrió y la abrazó, teletransportándose al Inframundo.

q
—¿Alguna noticia? —le preguntó Hades a Ilias mientras camina-
ban por las sombras de su club. Tenía la esperanza de que esta noche
fuera la noche en que Sísifo aceptaría un trato.
—Ninguna —respondió Ilias—. La palabra viaja lentamente en
la clandestinidad mortal.
Hades frunció el ceño.
Las Moiras no estaban complacidas al saber que Sísifo había es-
capado.
—Arrogante —había dicho Láquesis.
—Exceso de con anza —había siseado Cloto.
—Descarado —había añadido Átropos.
Hades no había discutido con ellas. Era la primera vez que había
ido a ellas y les temía, temía su venganza, temía que deshicieran los
hilos que habían tenido tanto cuidado de tejer, listas para disfrutar
de su miseria.
Pero no lo habían hecho. Simplemente le habían preguntado a
quién estaba dispuesto a intercambiar Hades si perdía el trato con Sí-
sifo, una pregunta que no había respondido.
—Vendrá cuando se dé cuenta de que no tiene nada —dijo el sá-
tiro mientras subían las escaleras—. Hermes ha logrado interceptar
varios millones de dólares de las acciones de Sísifo. ¿Qué le gustaría
hacer con ello?
Hades sabía cómo desesperar a un mortal. Era posible que Sísifo
hubiera permanecido huyendo si su negocio aún estuviera a ote,
pensando que podría sobrevivir con las vidas que ya había tomado,
pero había adivinado los planes del mortal y se había llevado todo,
seguiría tomando todo, hasta que el hombre viniera rogando.
Al nal de esto, desearía haber muerto cuando se suponía que
debía hacerlo.
—Quémalo —dijo—. Y no lo mantengas en secreto.
Ilias se fue entonces, y Hades entró en su o cina y se detuvo, en-
contrando a Perséfone sentada en su escritorio, desnuda. Su espalda
estaba recta, sus piernas cruzadas, sus pechos perfectos se elevaban
con su respiración, sus pezones sonrosados. Se puso instantáne-
amente duro, instantáneamente agradecido de que Sísifo no hubiera
llegado y de que Ilias no lo hubiera seguido a su o cina.
—Perséfone —dijo, cerrando la puerta y bloqueándola.
—Hades —dijo.
—¿Sabes que alguien podría haber entrado en esta o cina?
—Pensé en tomar el riesgo —dijo, con una pequeña sonrisa en su
rostro.
—Hmm —dijo, a ojando su corbata mientras se acercaba.
—¿Usas este escritorio? —preguntó, su mano acariciando la obsi-
diana.
—No —dijo—. No lo uso. No puedo quedarme quieto.
Era cierto, odiaba estar encerrado.
—Lástima —dijo en voz baja—. Es bonito.
—Nunca pensé que fuera de mucha utilidad, hasta ahora —dijo.
—¿Sí? —preguntó con una inocente inclinación de cabeza, sus oj-
os descendieron lentamente por su cuerpo hasta su miembro, que se
tensó contra su pantalón. No podría haber hecho más evidente su
deseo.
Se inclinó, sus labios se cernieron sobre los de ella mientras hab-
laba.
—Es la altura perfecta… —dijo en un susurro ronco—. Para fol-
larte.
Ella levantó la cabeza solo un poco.
—Entonces, ¿por qué tardas tanto?
Se rio entre dientes.
—Nadie dijo que no podías tomar lo que querías, querida.
Sus manos se movieron a su pene, y Hades inhaló entre dientes
antes de que su boca cubriera la de ella y su mano se enredara en su
cabello, con los dedos contra su cuero cabelludo. Él echó su cabeza
hacia atrás, su lengua rozándole la boca. Su otra mano ahuecó su se-
no, sus dedos acariciaron su pezón hasta que fue un pico tenso, pero
las manos de Perséfone estaban frenéticas y bajaron por su pecho,
hasta el botón de su pantalón, y cuando lo desabrochó, su sexo se li-
beró, su cabeza ya goteando de placer. Su agarre fue rme, y tiró de
él varias veces antes de colocarlo en su entrada.
—Ardo por ti —dijo mientras Hades la agarraba por la parte in-
ferior de las rodillas y la atraía hacia él, enfundándose en ella con un
movimiento resbaladizo. Se arqueó contra él, sus senos presionándo-
se contra su pecho, la cabeza hacia atrás. Besó su garganta mientras
la embestía. Se movieron juntos, descontrolados, con las manos apre-
tadas, bocas acariciando, lenguas tocando, respiraciones entrelaza-
das. Cambió de posición, retirándose de ella, solo para ponerla de la-
do y la penetró con las piernas apretadas contra su pecho. Su respi-
ración cambió, sus gemidos se hicieron más fuertes, y Hades conti-
nuó embistiendo más fuerte, levantando su pierna para apoyarla
sobre su hombro, llegando más profundo.
Cuando se retiró de nuevo, la tomó en sus brazos y se sentó en la
silla detrás de su escritorio. Con ella en su regazo, de espaldas a su
pecho, se guio dentro de ella de nuevo. Sus manos se deslizaron sob-
re su cuerpo, una en sus senos, la otra jugueteando con su clítoris. La
cabeza de Perséfone cayó hacia atrás en el hueco de su hombro, y la
besó, lamió y mordió su cuello y hombro. Finalmente, no pudo so-
portarlo más y la embistió, saliendo de la silla mientras lo hacía, todo
su cuerpo rebotando hasta que llegaron al clímax apresuradamente.
Después, acunó su cuerpo contra él.
—Por mucho que me encanta verte desnuda y esperándome —
dijo—. Realmente pre ero que solo me regales esta vista en el Infra-
mundo. Cualquiera podría haber entrado en esta o cina.
Se rio.
—¿Y qué habrías hecho? ¿A cualquiera que me viera así?
—No lo sé —admitió, y le pasó el dedo por debajo de la barbilla
e inclinó la cabeza para que sus ojos se encontraran. Quería asegu-
rarse de que registrara el peso de sus palabras—. Eso debería asus-
tarte.
Se estremeció y él supo que entendía. No podía predecir cómo
reaccionaría. Podría ser de dos maneras: podría entenderlo como el
accidente que fue y dejarlo pasar, o desataría la violencia que acecha-
ba bajo su piel, la crueldad que había sido imbuida en su sangre.
Después de un momento, acercó a Perséfone y la llevó ante el fu-
ego, luego la puso de pie. Levantó la mano y le pasó los dedos por
los labios.
—¿Qué deseas? —preguntó ella.
—A ti —dijo—. Siempre a ti.
Se besaron de nuevo y Perséfone le quitó la chaqueta. Sus manos
chocaron cuando ambos quisieron desabrochar los botones de su ca-
misa. Pronto, él también estuvo desnudo y juntos se arrodillaron en
el suelo. Mientras estaban de rodillas uno frente al otro, la mano de
Hades se deslizó entre sus muslos. Provocó su apertura, sus dedos se
sumergieron en su carne cálida y húmeda. Otro brazo se envolvió al-
rededor de su cintura, y unió sus cuerpos mientras se movía más
profundamente dentro de ella, usando un dedo, luego dos. Amaba la
sensación de ella, la forma en que su respiración se aceleraba, sus
gritos de placer. No pasó mucho tiempo antes de que la guiara poni-
éndola de espaldas, le abrió las piernas tanto como pudo, y la lamió,
chupó y provocó. Sus manos se enredaron en su cabello y se apretó
contra él, moviendo las caderas, y cuando se corrió, arqueó la espal-
da con sus manos en su cuero cabelludo y él la bebió, dando
lengüetazos para captar cada pedazo de su dulzura. Cuando termi-
nó, subió sobre su cuerpo y se deslizó en ella. Instalado entre sus pi-
ernas, no se movió de inmediato. La miró a los ojos, claro para su al-
ma, viendo su vida con ella, su futuro, no solo como rey y reina, sino
como amantes.
Le apartó el cabello del rostro. Se adhería al sudor que brillaba
por su frente antes de besar sus labios.
—Eres hermosa —dijo, y se impulsó un poco, yendo más profun-
do.
Ella suspiró y dejó escapar un jadeo.
—También tú —respondió ella.
Él se rio entre dientes y se retiró, la cabeza de su pene apenas
dentro de ella.
—Creo que estás loca de placer, querida.
Apresó los labios entre los dientes y luego respondió:
—Sí. —Soltó un suspiro entrecortado cuando la embistió de nu-
evo—. Pero siempre he pensado que eras hermoso. Más hermoso
que cualquier hombre que haya visto.
Continuó moviéndose y continuaron con esta conversación sen-
cilla, y, mientras miraba jamente sus ojos brillantes, Hades tuvo el
pensamiento de que había algo diferente en la forma en que se uni-
eron esta vez, algo más profundo, más oscuro, e incluso más íntimo.
—Nunca olvidaré cómo me sentí cuando te vi por primera vez
—dijo.
—Cuéntamelo —la instó.
A pesar del calor del fuego cercano y del sudor que le perlaba la
piel, se estremeció.
—Sentí tus ojos sobre mí, como manos tocando todo mi cuerpo.
Nunca me había sentido tan encendida. Nunca había sentido tanto
miedo.
—¿Por qué sentiste miedo? —preguntó. Se inclinó más cerca de
sus labios y ella se movió, sus piernas se separaron más para acomo-
dar sus movimientos, que habían crecido en ritmo.
—Porque… —dijo y luego hizo una pausa—. Porque sabía que
podía amarte y se suponía que no debía hacerlo.
Los labios de Hades se cerraron sobre los suyos, y sintió como si
su pecho se hubiera abierto y todos sus pensamientos y sentimientos
se derramaran en ella. Su ritmo se aceleró, y se quedaron en silencio
después de eso, incluso sus gemidos y suspiros fueron silenciosos,
hasta que alcanzaron su clímax, llegando en oleadas y colapsando en
un montón de miembros, respiraciones y sudor.
Hades rodó sobre su espalda, y Perséfone se apretó contra él, con
la cabeza en su pecho.
—Tu madre me odia —dijo—. Si supiera que estás aquí, te casti-
garía.
Perséfone se sentó a horcajadas sobre su cuerpo. Sus ojos se en-
cendieron cuando su centro húmedo e hinchado ahuecó su carne en-
durecida.
—Solo si se entera —respondió.
—¿Seré siempre tu secreto? —preguntó, haciendo todo lo posible
para sonar como si estuviera bromeando, pero había un verdadero
desafío en su pregunta, porque su respuesta le diría cómo pensaba
ella sobre su futuro.
Pero no respondió.
—No deseo hablar de mi madre —dijo, sus dedos doblándose
ante esto, sus caderas rodaron contra las suyas, y Hades no presionó.
No quería perder este momento, la forma en que ella guio sus manos
sobre su cabeza y se inclinó sobre él, la forma en que sus senos rebo-
taron mientras se empalaba en su pene, la forma en que lo montó
hasta que estuvo demasiado cansada para moverse. Tuvo que hacer-
se cargo entonces, incorporándose a una posición sentada para po-
der tomar su cuerpo contra el suyo y continuar creando esa deliciosa
fricción que lo envió al límite, hasta que su mente quedó felizmente
en blanco, sus preocupaciones por su para siempre, olvidadas.
Capítulo XXVI
El viaje de una vida

—¿Por qué le pedí una cita? No sé nada sobre citas —dijo Hades,
frustrado consigo mismo. Había sido una decisión espontánea, un
momento en el que se había sentido entusiasmado, feliz e indulgen-
te. Había querido darle a Perséfone todo, incluso un toque de norma-
lidad.
—Porque quieres pasar tiempo con ella, llegar a conocerla —dijo
Hécate—. Fuera del dormitorio.
Hades la miró, molesto.
—La conozco.
—¿Cuál es su color favorito? —desa ó Hécate.
—Rosa —dijo Hades.
Hécate frunció los labios.
—¿Flor favorita?
—No tiene una or favorita —respondió Hades—. Las pre ere a
todas.
—¿Qué hace en su tiempo libre?
—¿Qué tiempo libre? —preguntó. Estaba muy ocupada, iba de
clases al trabajo y a él. La había sorprendido en la biblioteca varias
veces, acurrucada en una de las sillas, dormida, con un libro en su
regazo.
—¿Qué es lo que más odia?
Hades ofreció una pequeña sonrisa.
—Nuestro trato.
—¿La amas?
—Sí —dijo sin dudarlo. Lo había sabido desde la noche después
de los baños.
—¿Se lo has dicho?
—No.
—Hades. —Hécate cruzó los brazos sobre su pecho—. Debes de-
círselo.
Hades se tensó de inmediato.
—¿Por qué? —No veía la necesidad. ¿Por qué exponerse a su
rechazo admitiendo sus sentimientos? Preferiría guardárselos para él
por el momento.
—Necesita saberlo, Hades. Puede que esté luchando con sus sen-
timientos. Tu admisión podría ayudarla a… ¡de nirlos!
—O me ama o no, Hécate —dijo Hades.
La expresión de la diosa se ensombreció.
—No hay nada blanco y negro en amarte, Hades, y si crees que
lo hay, especialmente para Perséfone, eres un idiota.
—Hécate…
—Le han dicho que te odie toda su vida, su existencia en el Mun-
do Superior se ve amenazada todos los días que viene a tu cama. Ella
lo sabe y, sin embargo, aun así lo hace. Te está diciendo que te ama
con sus acciones. ¿Por qué necesitas palabras para admitirle lo mis-
mo?
—Le das la opción de decirme que me ama con acciones. ¿No
puedo hacer lo mismo?
—¡No! Porque ella entenderá, como tú no entiendes. Conozco la
naturaleza humana. Y antes de que digas que eres inmortal, te diré
que el amor: enamorarse, estar enamorado, el desamor, es lo mismo
sin importar tu sangre.
Hubo una breve pausa y Hades apartó la mirada, frustrado. Tra-
tó de imaginar cómo le diría a Perséfone que la amaba, pero cuando
pensó en decir las palabras, pudo escuchar el silencio que seguiría, la
pausa horrible mientras ella buscaba algo que decir para aliviar su
vergüenza.
Estaba seguro de que lo rechazaría. Si bien Hécate había intenta-
do interrogarlo sobre su conocimiento de Perséfone, la conocía mejor
de lo que la diosa pensaba, porque conocía su alma. Era muy consci-
ente de sus pensamientos cuando se trataba de cómo manejaba a los
mortales y sus vidas, cómo negociaba para aniquilar sus mayores pe-
cados. Incluso su trabajo en el Proyecto Halcyon no borraría el hecho
de que la había atado a uno de esos tratos, y fue por esa razón que
incluso si Perséfone lo amaba, no lo diría.
Aun así, ¿por qué importaba escuchar esas palabras? ¿No le había dic-
ho que las acciones signi caban más?
Porque todo es diferente con ella, pensó. Sus palabras importan.
—Ahora —dijo Hécate—. Si terminaste de enfurruñarte, plane-
emos esta cita.

q
Hades llegó al apartamento de Perséfone con el estómago hecho
un nudo. Se sentía ridículo. Se había follado a esta mujer, le había
hecho el amor en el suelo de su o cina y, sin embargo, estaba nervi-
oso ante la idea de llevarla a cenar.
Culpó a Hécate. Si no fuera por su conversación anterior, no se
sentiría tan inseguro o tan dividido sobre expresar sus sentimientos.
Su malestar empeoró cuando notó la expresión de Perséfone cuando
salía de su apartamento, con el ceño fruncido y la mirada distante.
Estaba distraída.
—¿Está todo bien? —preguntó cuando se acercó.
—Sí —dijo con una pequeña sonrisa—. Solo fue un día ajetreado.
No estuvo satisfecho con su respuesta, pero no quiso arruinar su
noche desa ándola al comienzo de su cita, así que imitó su sonrisa y
dijo:
—Entonces, vamos a relajarte.
Abrió la puerta trasera y tomó su mano mientras entraba en la
cabina de la limusina. Hades la siguió de cerca mientras Antoni ha-
cía sus presentaciones.
—Miladi. —Inclinó su cabeza, sonriéndole a Perséfone.
—Es bueno verte, Antoni —respondió con una sinceridad que
hizo que el corazón de Hades doliera. No era de extrañar que su
gente la amara. Era muy genuina en su expresión.
—Solo presione el comunicador si necesita algo.
Subió la ventana de privacidad y, de repente, se quedaron solos
y la cabina se llenó de aire espeso y eléctrico y de todas las cosas no
dichas que debería estar diciéndole. Era como si lo supiera, como si
tampoco pudiera ponerse cómoda, porque empezó a inquietarse,
cruzando y descruzando las piernas.
Los ojos de Hades se posaron en sus muslos desnudos, mirando
su vestido levantarse. Preferiría tener sus dedos, su rostro, su pene
entre esas piernas que tener todos estos pensamientos agonizantes
sobre admitir su amor por ella.
Puso su mano sobre su muslo y Perséfone inhaló, mirándolo len-
tamente.
—Deseo adorarte.
Eso, pensó Hades. Aceptaré eso.
—¿Y cómo me adorarías, diosa?
Su voz retumbó entre ellos, y observó, sus ojos se oscurecieron
cuando se arrodilló frente a él, separando sus muslos mientras se en-
cajaba entre sus piernas.
—¿Te lo demuestro?
¿Cómo diablos tuvo tanta suerte?
Tragó saliva, logrando contener la excitación de su voz. No po-
día decir lo mismo por su pene, que se había puesto erecto y grueso.
—Una demostración sería apreciada.
Liberó su sexo y lo sujetó con ambas manos, acariciándolo una
vez mientras lo miraba a los ojos. Apretó los puños contra sus pier-
nas para evitar colocarlos detrás de su cabeza y tomar el control. Ella
se inclinó hacia él, asomando la lengua, probando la cabeza y el se-
men que se acumulaba allí. Gimió al ver su boca llena de él. Todo su
cuerpo se tensó y, cuando echó la cabeza hacia atrás, el auto se detu-
vo.
—¡Maldición! —Hades alcanzó el intercomunicador, errándole al
botón, distraído por la boca de Perséfone mientras lo tomaba profun-
damente, golpeando el fondo de su garganta.
—Antoni —dijo entre dientes—. Conduce hasta que te diga lo
contrario.
—Sí, milord.
Se recostó, inhalando a través de los dientes, sus manos se enre-
daron en su cabello, sus dedos clavándose en su cuero cabelludo. La
sostuvo allí mientras trabajaba, y todo lo que podía pensar era que
su corazón se sentía en carne viva y latía fuerte y rápido. Su pecho se
sentía como el universo, extenso y lleno de amor por esta mujer, esta
diosa, esta reina. ¿Quién necesitaba un reino de almas devotas cuando ella
lo adoraba así?
Su lengua se deslizó de nuevo por su longitud, sus labios se cer-
raron sobre la cabeza de su pene y sus manos jugaron con sus bolas.
—Perséfone —siseó su nombre, empujando dentro de ella. Gol-
peó la parte superior de su boca y el fondo de su garganta, sus ma-
nos apretando su cabello hasta que se corrió, gruñendo su nombre.
Cuando lo soltó, la arrastró por su cuerpo y la besó. Él se apartó, sus
labios atrapados entre sus dientes.
—Te deseo —dijo él, como si fuera un pecado que estaba confe-
sando.
Una sonrisa apareció en sus labios, todavía brillantes por su tra-
bajo y su beso.
—¿Cómo me deseas?
—Para empezar —dijo, sus manos subiendo por sus muslos, sus
pulgares rozando los rizos húmedos en su centro. Ella se enderezó y
puso las manos sobre sus hombros—. Te tomaré por detrás sobre tus
manos y rodillas.
Se quedó sin aliento y se estremeció.
—¿Y luego?
Sus labios se arquearon. Era una provocadora, pero él podía
jugar su juego, separando su carne y haciéndole cosquillas en el clí-
toris. Ella se derritió contra él.
—Te pondré encima y te enseñaré a montarme hasta que te des-
morones.
—Hmm, eso me gusta.
Sus manos cayeron sobre su carne hinchada, y mientras se levan-
taba, Hades la ayudó a bajar sobre su eje. Estaba caliente, húmeda y
apretada; era diferente de cómo se sentía su boca porque sus múscu-
los se apretaron alrededor de él, poniendo presión en cada parte de
su miembro.
Al principio, la ayudó a moverse, asegurándose de que estuviera
sentada completamente antes de que se levantara de nuevo, pero
después de algunas embestidas, la dejó tomar el control, encontran-
do su ritmo y su placer. Lentamente, sus respiraciones se aceleraron
y la cabina de la limusina se calentó, el aire espesándose con el acto
sexual.
Sus labios se cerraron sobre los de él y trazaron su mandíbula,
sus dientes rozaron su piel mientras susurraba:
—Dime cómo me siento.
—Como vida.
Ella era vida, su vida.
Su mano se deslizó entre ellos, provocando esa protuberancia
sensible y erecta hasta que ella se corrió con un grito gutural. El bra-
zo de Hades se apretó alrededor de su cintura y la penetró un par de
veces más antes de que él también se corriera. La abrazó durante
mucho tiempo, descansando dentro de ella, disfrutando de este mo-
mento, aturdido con la intensidad que habían compartido.
Cuando se apartó, le hizo saber a Antoni que estaban listos para
llegar a El Huerto, uno de sus restaurantes. Entrarían desde el estaci-
onamiento, desde un nivel al que solo Hades y su personal tenían ac-
ceso. Por mucho que cuestionara cuánto tiempo seguiría siendo el
secreto de Perséfone, no quería que Deméter se enterara de su relaci-
ón a través de los medios.
Una vez llegaron, Hades ayudó a Perséfone a salir de la limusina
y la llevó a un ascensor.
—¿Dónde estamos? —preguntó mientras las puertas se abrían.
La condujo al interior y apretó el botón del decimocuarto piso, que
conducía a la azotea. Las puertas se cerraron, atrapando su aroma.
Miró el botón de parada de emergencia, preguntándose cuántas ve-
ces podría hacerla alcanzar el clímax antes de que alguien acudiera a
su innecesario y no deseado rescate.
—El Huerto. Mi restaurante —agregó, porque no era de conoci-
miento común que fuera dueño de un negocio fuera de Nevernight.
—¿Posees El Huerto? ¿Cómo es que nadie lo sabe?
Se encogió de hombros.
—Dejo que Ilias lo dirija y pre ero que la gente piense que es el
dueño.
Eligió mantener sus activos en secreto. Así era mejor. Nadie sa-
bía realmente cuán poderoso era o qué parte de Nueva Grecia poseía
realmente.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron para revelar la
azotea. Se hizo para parecerse a uno de los jardines del Inframundo,
con macizos de rosas y peonías, hiedras trepadoras y árboles carga-
dos de frutas y ora.
—Esto es hermoso, Hades —dijo mientras la guiaba por un ca-
mino de piedra oscura. Las luces cruzaban sobre sus cabezas, condu-
ciendo a un bosquecillo abierto donde esperaba su mesa. Sacó su sil-
la y sirvió el vino.
—Dijiste que tu día fue ajetreado —comenzó Hades, sorbiendo
el vino. No a menudo tomaba algo que no fuera whisky, y tenía que
admitir que extrañaba el sabor ahumado de su licor favorito tanto
como extrañaba la boca de Perséfone en la suya.
Ella vaciló, y Hades se dio cuenta de que tal vez esa no era la
pregunta que debía hacer. Sus conversaciones sobre su trabajo nunca
resultaban bien. Se dio cuenta de que estaba ocultando algo, incluso
cuando respondió:
—Sí. Tuve mucho… que investigar.
—Hmm. —Tomó otro sorbo de vino. Era amargo y le quemaba
la garganta, pero lo ayudó a concentrarse en algo más que su irritaci-
ón por su trabajo. ¿Qué estaba investigando? ¿Su pasado? ¿Sus tratos?
¿Había creado una lista de preguntas para hacerle esta noche? ¿O trajo otra
lista de nombres?
—Pensé que Cerbero era un perro de tres cabezas —dijo de re-
pente. Hades fue tomado por sorpresa y se rio entre dientes, arque-
ando una ceja.
—¿Es esa la investigación a la que te re eres?
—Todos los textos dicen que tiene tres cabezas —dijo a la defen-
siva.
—Las tiene —respondió Hades, divertido—. Cuando quiere.
—¿Qué quieres decir con cuando él quiere?
—Cerbero, Tifón y Ortro pueden cambiar. A veces, pre eren
existir como uno, otras veces, pre eren tener sus propios cuerpos. —
Se encogió de hombros—. Les dejo hacer lo que deseen, siempre que
protejan las fronteras de mi reino.
—¿Cómo llegaste a ser dueño de él? —Hizo una pausa y luego
se corrigió—. Ellos.
—Es hijo de los monstruos, Echidna y Tifón, que vinieron a resi-
dir en mi reino —dijo Hades.
—¿Amas a los animales?
Se rio de eso.
—Cerbero es un monstruo, no un animal.
Una línea apareció entre las cejas de Perséfone.
—Pero… ¿lo amas?
La miró jamente por un momento, y sintió que esta pregunta, y
el motivo de ella para hacerla, signi caba más de lo que pensaba.
—Sí —dijo al n—. Lo amo.
Hades se sintió aliviado cuando pasó de esa línea de preguntas
para contar historias sobre las almas con las que había pasado la noc-
he el día anterior. Había comenzado a ponerle empeño en caminar
con ella, visitar Asfódelo y saludar a las almas. Incluso lo había con-
vencido de que jugara con los niños, algo que él era demasiado com-
petitivo para tomarse a la ligera. Mientras hablaban, comieron, y cu-
ando terminaron, caminaron de la mano por el jardín de la azotea.
—¿Qué haces para divertirte? —preguntó, mirándolo tímida-
mente.
—¿A qué te re eres? —Tenía una respuesta, y la involucraba a
ella y a su cama. En realidad, solo la involucraba a ella. Podía follar
en cualquier lugar.
Se rio.
—El hecho de que hayas preguntado eso lo dice todo. ¿Cuáles
son tus pasatiempos?
—Cartas. Montar. —Hizo una pausa y alargó la mano. Maldita
sea, esto era más difícil de lo que pensaba—. Beber.
—¿Qué tal cosas que no estén relacionadas con ser el Dios de los
Muertos?
—Beber no está relacionado con ser el Dios de los Muertos.
—Tampoco es un pasatiempo. A menos que seas un alcohólico.
—Probablemente era un alcohólico.
—Entonces, ¿cuáles son tus pasatiempos?
—Hornear —respondió ella automáticamente, y pudo decir por
su expresión que realmente le encantaba.
—¿Hornear? Siento que debería haber sabido de esto antes.
—Bueno, nunca preguntaste.
Se encontró deseando experimentar este pasatiempo con ella.
Quería saber por qué le traía tanta alegría. ¿Qué respecto a eso la cal-
maba y suavizaba la preocupación de su rostro? Frunció el ceño mi-
entras continuaban su caminata, haciendo una pausa para que ella se
volviera a mirarlo.
—Enséñame.
Sus ojos se agrandaron.
—¿Qué?
—Enséñame —dijo—. A hornear algo.
Se rio y el puchero de Hades se hizo más pronunciado, hablaba
en serio. Ella pareció darse cuenta de esto y su expresión se suavizó.
—Lo siento. Solo te estoy imaginando en mi cocina.
—¿Y eso es difícil?
—Bueno… sí. Eres el Dios del Inframundo.
—Y tú eres la Diosa de la Primavera —señaló—. Te paras en tu
cocina y haces galletas. ¿Por qué no puedo?
Lo miró jamente y él se preguntó por un momento si la habría
roto. Extendió la mano para tocar el borde de sus labios, que se habí-
an convertido en una mueca.
—¿Estás bien?
Su pregunta trajo una sonrisa a su rostro y, sin embargo, algo pa-
recía estar mal. Notó que sus ojos brillaban, como si estuviera a pun-
to de llorar.
—Muy bien —concordó, y lo sorprendió presionando un beso en
su boca y alejándose demasiado pronto—. Te enseñaré.
—Bien, entonces —dijo, con las manos en su cintura—. Empece-
mos.
—Espera. ¿Quieres aprender ahora?
—Ahora es un momento tan bueno como cualquier otro —dijo
—. Pensé que tal vez… podríamos pasar tiempo en tu apartamento.
—Una vez más, pareció aturdida y él se encogió de hombros y le
explicó—: Siempre estás en el Inframundo.
—¿Tú… quieres pasar tiempo en el Mundo Superior? ¿En mi
apartamento?
Tendría que sugerir esto más a menudo. Le estaba tomando de-
masiado tiempo entender el punto.
—Yo… tengo que preparar a Lexa para tu llegada —dijo.
—Me parece bien. Haré que Antoni te lleve. —Miró su traje—.
Necesito cambiarme.
Capítulo XXVII
Enseñando nuevos trucos a un dios viejo

Hades dejó a Perséfone en la limusina y se teletransportó al Inf-


ramundo, apareciendo en sus aposentos. Se tomó un momento para
beber un vaso de whisky. Se odió a sí mismo por lo que estaba a
punto de hacer.
—¡Hermes!
Convocó al dios con una sola orden y apareció, vestido con un
top corto de malla y un diminuto pantalón corto de cuero.
¿Qué diablos había interrumpido?
—Sí, Rey de la Muerte y la Oscuridad… —La voz de Hermes se
desvaneció mientras sus ojos recorrían la habitación. Cuando volvió
a encontrar la mirada de Hades, parecía aturdido—. ¿Estoy soñan-
do?
—Necesito tu… ayuda —dijo Hades.
—Estoy soñando. —Hermes se dio una bofetada.
—Hermes —dijo Hades con los dientes apretados.
—No, no —dijo, levantando las manos como para silenciarlo.
Respiró hondo—. No me arruines esto. Puede que esté soñando, pe-
ro estoy a punto de vivir una de mis cinco fantasías principales…
Hades abofeteó al dios, que pareció sorprendido.
—Esto no es un sueño, Hermes.
Se miraron el uno al otro, y, en el silencio, Hades arqueó una ce-
ja.
—Las cinco principales, ¿eh?
Hermes levantó la barbilla y se aclaró la garganta.
—¿Qué necesitabas?
—Primero, creo que podemos estar de acuerdo en que ninguno
de nosotros revelará lo que suceda aquí esta noche.
Los ojos del dios se agrandaron y se quedó boquiabierto.
—Dios mío, realmente estoy soñando.
—¡Hermes! —espetó Hades—. ¡Necesito… consejos de moda!
—Oh. —Parpadeó y luego sonrió—. ¿Por qué no lo dijiste?
Hades miró con enfado al dios. Debería haberse bebido una bo-
tella antes de convocarle. Después de un momento, explicó:
—Perséfone me va a enseñar a hornear. ¿Qué me pongo?
—¿Te va a enseñar a hornear? —La sorpresa marcó la voz de
Hermes—. ¿Y vas a participar? ¿De buena gana? —Hades lo fulminó
con la mirada—. Realmente debes amarla.
—Hermes —advirtió Hades. Si tenía que decir el nombre del dios
una vez más, lo enviaría al Tártaro toda la noche.
Pareció captar la indirecta y se enderezó.
—Correcto. Casual, cita para hornear.
Corrió al armario de Hades.
—¿Por qué solo usas trajes? —se quejó Hermes—. ¿Con qué du-
ermes?
—Con nada —respondió Hades—. ¿Qué sentido tiene?
La ropa era calurosa y signi caba más capas para llegar a lo que
quería, incluso cuando Perséfone no estaba durmiendo a su lado.
Hermes suspiró.
—Eres imposible. Espera.
Desapareció por un momento y regresó con una camiseta negra
y un pantalón deportivo gris.
—¿Qué son esos? —preguntó Hades, con la voz llena de juicio.
—Ropas —dijo Hermes—. Ropa casual. No es que espere que co-
nozca la de nición de casual, señor de traje y corbata. —La empujó
contra el pecho de Hades—. Cámbiate.
Miró con enfado a Hermes mientras se dirigía al baño. Cuando
regresó, Hermes aplaudió.
—¡Perfecto! ¡Estás listo para hornear! —Entonces el dios negó—.
Nunca pensé que esas palabras saldrían de mi boca.
Hades tiró de la camiseta y Hermes le apartó las manos.
—¡Para! No quieres que Se sepa que te vestí, ¿verdad?
—¿Se ?
—¿Qué? Es su apodo.
Hades no estaba seguro de cómo se sentía por el hecho de que
Hermes tenía un apodo para su amante.
—¡Vete antes de que Perséfone crea que has cambiado de idea!
—dijo Hermes—. ¡Ah, y aceptaré el pago en galletas!
Cantó la última palabra antes de desaparecer, y Hades nunca se
había sentido tan feliz de deshacerse de un dios en su vida.

q
Apareció fuera de la puerta del apartamento de Perséfone y lla-
mó. La puerta se abrió de inmediato, y se preguntó si habría estado
parada en el otro lado esperando su llegada.
Le ofreció una mirada evaluadora, pero sus ojos se entrecerraron
rápidamente.
—¿Tenías eso antes de hoy? —Señaló el pantalón de chándal.
Ella lo conocía bien y sonrió, admitiendo:
—No.
Se hizo a un lado y atravesó la puerta. Eso le recordó que no es-
taba hecho para moradas mortales. Las puertas eran demasiado baj-
as, los pasillos demasiado estrechos, pero no le importaba la cercanía
con Perséfone. Ella lo miró, casi como si no pudiera creer que hubi-
era aparecido.
—¿Qué? —preguntó.
—Nada.
Le dio una rápida sonrisa y lo rodeó, tomando su mano entre las
suyas y arrastrándolo a la sala de estar donde su mejor amiga, Lexa,
estaba sentada en el sofá con un hombre que Hades no conocía.
—Um, Hades, esta es Lexa, mi mejor amiga, y Jaison, su novio.
Jaison saludó. Hades pudo sentir su malestar e incomodidad, pe-
ro era un hombre bastante bueno, gentil y modesto, lo opuesto a Le-
xa, que era audaz y enérgica. Se acercó a él sin miedo y le echó los
brazos alrededor de la cintura en un abrazo.
—Es un placer conocerte —dijo.
Hades pasó un brazo alrededor de sus hombros.
—Muy pocos han dicho esas palabras.
Pero las apreció.
—Mientras trates bien a mi mejor amiga, seguiré feliz de verte —
dijo con una sonrisa.
—Anotado, Lexa Sideris. —Sonrió e inclinó la cabeza—. Puedo
decir lo mismo, es un placer conocerte.
Lexa se sonrojó y se aclaró la garganta, mirando a Perséfone an-
tes de exclamar:
—Entonces, ¿ustedes van a hacer galletas? Eso no es el código
para algo, ¿verdad?
Hades esperaba que fuera un código para algo.
Como sexo.
Pero Perséfone se apresuró a aplastar esa esperanza al poner los
ojos en blanco.
—No, Lexa, no es un código de algo. —Tomó la mano de Hades
y tiró de él hacia la cocina—. ¡Será mejor que comencemos!
Notó que ya se sentía más cómoda tocándolo, y no estaba seguro
de en qué punto había comenzado, pero le gustó.
La cocina de Perséfone era pequeña y estaba bañada por luces
uorescentes. Ya había preparado algunas cosas: cuencos, un juego
de diferentes tazas medidoras y un libro de cocina. Hades miró la
página.
—¿Haremos galletas de azúcar? —preguntó.
—Mis favoritas —dijo, mordiéndose el labio inferior. Realmente
desearía que no hiciera eso. Lo ponía duro y lo mantenía distraído.
Quizás debería decírselo.
Excepto que ella no se dio cuenta y le pidió que trajera la lista de
ingredientes. A pesar de la falta de almacén, tenía todo organizado y
lo dirigió fácilmente, como si estuviera acostumbrada a salirse con la
suya.
—¿Por qué pones todo tan alto? —preguntó.
—Es el único lugar donde cabe. Por si no lo has notado, no vivo
en un palacio.
Era muy consciente, pensando que le gustaría mucho verla hor-
near en la cocina del Inframundo.
Una vez que tuvo todo de su lista, sonrió con orgullo.
—¿Qué harías sin mí?
—Conseguirlo yo misma.
Hades resopló. Le gustaría ver eso, tendría que trepar a la enci-
mera, lo que le daría una gran vista de su trasero.
—Bueno, ven aquí. No se puede aprender desde ahí.
Se apartó del mostrador donde estaba apoyado y se acercó, apo-
yando los brazos a ambos lados de su cuerpo, atrapándola contra la
encimera. No se inclinó contra ella, pero lo pensó. Su pene estaba
duro y encajaría perfectamente contra ese trasero con el que acababa
de fantasear. En cambio, presionó sus labios contra su oreja.
—Por favor, enséñame.
Le tomó un momento hablar y Hades sonrió. Esperaba que estu-
viera tan distraída como él. ¿En qué fantasías se perdía por la noche o en
el trabajo mientras estaban separados?
—Lo más importante que debes recordar al hornear es que los
ingredientes deben medirse y mezclarse correctamente o podría ser
un desastre.
Escuchó lo que dijo, pero su mente estaba en otras cosas, como
meter la mano por debajo de su pantalón para ver qué tan mojada
estaba. Su agarre se apretó sobre la encimera, pero eso solo le impi-
dió actuar de acuerdo con sus pensamientos. No le impidió presi-
onar sus labios contra su cuello y dejar que su lengua probara su pi-
el.
Ella se quedó sin aliento y lo miró por encima del hombro con
enfado.
—Tacha eso. Lo más importante para recordar es prestar atención.
Empujó una taza de medir en su mano.
—Primero, harina —ordenó y él sonrió. Se tomaba hornear en
serio.
Mantuvo sus brazos alrededor de ella mientras trabajaba. Medir
la harina fue como caminar a través de la ceniza: nublaba el aire y se
pegaba a la piel. Cuando lo tuvo en el cuenco, inclinó la cabeza hacia
la de ella, notando su postura rígida. Luego se inclinó y cuando su
erección completa presionó contra ella, apoyó las palmas de las ma-
nos sobre la encimera.
Arqueó una ceja burlona.
—¿A continuación?
—Bicarbonato de sodio.
Continuaron así hasta que todos los ingredientes estuvieron en
el cuenco y se mezclaron en una masa. Perséfone aprovechó ese mo-
mento para agacharse bajo su brazo, liberándose de la jaula humana
que él había creado para ella. Separó un juego de sartenes y le dio
una cuchara.
—Usa esto para sacar la masa y convertirlas en… bolas de dos
centímetros y medio.
Se aclaró la garganta cuando dijo la palabra bolas.
Y todo en lo que podía pensar era en cómo ella lo había provoca-
do en la parte trasera de la limusina con su pene en la boca, se le ten-
só todo el cuerpo.
Demonios.
Trabajaron juntos, cada uno colocando la masa en una cuchara y
trans riéndola a la bandeja para hornear. Cuando Hades terminó,
comparó los dos, y las habilidades de Perséfone estaban más allá de
las suyas. Había hecho círculos perfectos con su masa. Los de Hades
estaban deformes y desordenados, como si hubiera tirado la mezcla
por toda la sartén. Sentía envidia de su control.
—Ponte esto —dijo Perséfone, entregándole un guante de ores.
—¿Qué es?
—Es un guante de cocina —dijo—. Para que no te quemes cuan-
do pongas las galletas en el horno.
Consideró decirle que él era, esencialmente, a prueba de fuego,
pero se quedó callado, deslizando el guante en su mano, solo para
escuchar a Perséfone reírse. Su mirada se posó en la de ella.
—¿Te estás… riendo de mí?
Se aclaró la garganta rápidamente.
—No. Por supuesto que no.
Entrecerró los ojos, una promesa tácita de pago por esta humilla-
ción. Una vez que las galletas estuvieron en el horno, Hades se quitó
el guante. Tenía intenciones de tomarla en sus brazos y deleitarse
con su boca, pero ella tenía otros planes.
—Ahora, hacemos el glaseado. —Sonrió con los ojos iluminados.
A él le hubiera gustado lamer glaseado de cada parte de su cuer-
po, pero le entregó algún tipo de utensilio de cocina con un mango
estrecho y presillas de alambre.
—¿Qué se supone que debo hacer con esto? —preguntó.
—Es un batidor. Integrarás los ingredientes —dijo, y vertió vari-
os ingredientes en un tazón, empujándolo hacia él cuando terminó
—. Revuelve.
Ahora, eso era algo en lo que destacaba.
—Felizmente.
—Así está bien —dijo Perséfone, prácticamente arrebatándole el
cuenco después de haber estado batiendo la mezcla durante unos
minutos. Quizás se haya dejado llevar. Había trozos de la mezcla por
todo el mostrador, su camisa y ella.
Dividió el glaseado en algunos cuencos y le entregó un pequeño
tubo de verde.
—Comienza con unas gotas y mezcla.
Hicieron glaseado de colores. Perséfone trabajó en los colores
brillantes: amarillo, rosa y lavanda; mientras que Hades hizo colores
más oscuros: rojo y verde e incluso negro, un color que Perséfone le
había ayudado a hacer. Hacia el nal, la atrapó lamiendo el glaseado
de sus dedos.
—¿Cómo sabe? —preguntó, alcanzando su mano. Metió uno de
sus dedos profundamente en su boca y gimió. Era dulce y salado, y
la forma en que lo miraba mientras él lo probaba hizo que el fuego
en su estómago se hiciera más profundo—. Delicioso.
Retiró los dedos y hubo un momento de silencio.
—¿Ahora qué?
Sus ojos se encontraron y el aire de la habitación fue casi inso-
portable.
Hades plantó sus manos en su cintura y la levantó sobre el most-
rador. Perséfone se rio y lo rodeó con las piernas, atrayéndolo, por lo
que su miembro se ubicó contra su núcleo. Le besó y le separó los la-
bios. Ella sabía como el glaseado que había lamido de sus dedos. En-
terró una mano en su cabello, la otra entre ellos para agarrar sus se-
nos, cuando alguien se aclaró la garganta.
Ruidosamente.
Perséfone se apartó de su beso mientras las manos de Hades caí-
an sobre la encimera, con la cabeza apoyada en su hombro. Necesita-
ba tiempo para recuperarse. Si hubieran estado en el Inframundo y
los hubiera interrumpido uno de sus empleados, no se habría deteni-
do.
—Lexa. —Perséfone se aclaró la garganta—. ¿Qué ocurre?
—Me preguntaba si querían ver una película.
—Di que no —susurró Hades, provocador contra su oreja.
Perséfone le dio una palmada juguetona en el pecho.
—¿Qué película?
—¿Furia de Titanes?
Hades resopló y se apartó de ella, mirando a Lexa.
—¿La vieja o la nueva?
—La vieja.
—Bien —concordó y besó a Perséfone en la mejilla—. Voy a ne-
cesitar un minuto.
Salió de la cocina y desapareció por un pasillo hasta que encont-
ró el baño. Se encerró y se apoyó contra la puerta, metiéndose la ma-
no en el pantalón y apretando su pene. Hubiera preferido tener la
mano de Perséfone sobre él, su boca alrededor, su sexo apretando el
suyo, pero esto tendría que ser su ciente hasta que estuvieran solos.
Se apretó hasta que se corrió.
Cuando las galletas estuvieron listas, las sacaron y las dejaron
enfriar mientras veían Furia de Titanes.
—Dioses, olvidé que esta película era tan lenta —dijo Jaison, qui-
en fue el único que prestó atención. Con Perséfone sobre él, su cuer-
po encajado entre sus muslos, Hades solo podía pensar en sexo. Ella
se estaba riendo, y él estaba seguro de que no era por la película.
—Sé lo que estás pensando —susurró, su brazo se apretó alrede-
dor de ella, sus cuerpos presionándose fuertemente.
—No puedes saberlo.
—Después de lo que pasé esta noche, estoy seguro de que hay
varias cosas de las que te estás riendo.
En algún momento, Perséfone se durmió y la llevó a su dormito-
rio.
—No te vayas —dijo adormilada cuando la dejó en la cama.
—No lo haré. —La besó en la frente—. Duerme.
Se tumbó a su lado. Su cama era pequeña y olía a ella. Cerró los
ojos, pero su cuerpo se sentía caliente y su cerebro estaba demasiado
nervioso, pensando en su encuentro anterior en la cocina y en cómo
quería terminar lo que habían comenzado. Pero Perséfone estaba
cansada y no quería despertarla, así que se puso de lado y cerró los
ojos con fuerza. Se sintió como una eternidad antes de quedarse dor-
mido, y solo duró unos segundos antes de que se despertara de nu-
evo, su cuerpo sobre el de Perséfone, su boca devorando su piel. Ella
gimió y lo alcanzó, sus besos urgentes, como si no hubieran estado
juntos en semanas, meses.
Hades le quitó la camisa y el pantalón antes de sumergirse entre
sus muslos. La tomó despacio, mordisqueando el interior de sus pi-
ernas, soplando sobre su centro caliente, chupando su clítoris hasta
que suplicó por su lengua. Le dio sus dedos, metiéndolos en su ca-
lor. Estaba empapada y él gimió.
—Todo esto para mí —dijo mientras dejaba su cuerpo, su clímax
llegó espeso y goteaba, y se llevó los dedos a la boca antes de cubrir
su cuerpo con el suyo. Sus piernas se separaron y arqueó la espalda,
sus senos llenaron su visión cuando la penetró. Se detuvo un instan-
te mientras se cernía sobre ella, presionando su frente contra la suya.
—Eres hermosa —dijo.
—Te sientes bien —susurró—. Te sientes… como poder.
Al principio se sintió controlado, como si tal vez pudiera hacerle
el amor de la forma en que lo habían hecho frente a la chimenea de
su o cina. Excepto que cuanto más reaccionaba ella a la invasión de
su miembro, agarrando sus brazos y las mantas, y presionando su
cabeza contra el colchón, no podía controlarse. Un gruñido feroz y
reivindicativo brotó de su garganta, y la besó con fuerza, sus dientes
rozaron sus labios, succionaron su cuello y empujó dentro de ella,
moviendo todo su cuerpo hasta que estuvieron apretujados contra la
cabecera. Hades usó sus manos para amortiguar su cabeza mientras
las uñas de Perséfone raspaban su espalda. Ni siquiera sintió el esco-
zor, solo el éxtasis de su acoplamiento.
La cama se estremeció, sus gritos guturales llenaron la habitaci-
ón, y cuando se corrió se derrumbó sobre ella, sus cuerpos empapa-
dos de sudor. No fue hasta que contuvo el aliento que se dio cuenta
de que ella estaba llorando.
—Perséfone. —Se apartó, sintiendo que la histeria se acumulaba
en el fondo de su estómago—. ¿Te lastimé?
—No —susurró, tapándose los ojos, y él sintió una inmensa sen-
sación de alivio—. No, no me hiciste daño.
La miró por un momento mientras lloraba en silencio. Sabía que
podía haber varias razones para sus lágrimas, pero no especularía y
no preguntaría. Si quería decírselo, podía hacerlo. Aun así, no dese-
aba que se escondiera, sin importar la razón. Le quitó las manos del
rostro, secó la humedad de sus mejillas y la besó en la frente antes de
moverse a su lado y acomodarla contra él. Cubrió sus cuerpos des-
nudos con las mantas.
—Eres demasiado perfecta para mí —susurró besando su cabel-
lo, y cayeron en un sueño pací co.

q
Hades se despertó instantáneamente, y esta vez, no tuvo nada
que ver con el deseo y todo con el olor de la magia de Deméter. Se
enroscaba en el aire como una helada amarga.
Se sentó, pero no logró manifestar la ropa antes que apareciera
Deméter, con ojos como el fuego y el rostro tan frío como el hielo.
Perséfone, ajena a la llegada de su madre, rodó hacia él, extendi-
endo la mano sobre las sábanas.
—Regresa a la cama.
Su corazón se apretó en su pecho, y luego la voz de su madre lle-
nó la habitación, un sonido como un trueno y un relámpago luchan-
do en el cielo.
—¡Aléjate de mi hija!
—¡Madre! —Perséfone se sentó y palideció, sosteniendo las sába-
nas contra su pecho—. ¡Sal!
La mirada de Deméter se posó en Perséfone y a Hades le tomó
todo lo que estaba en su poder permanecer donde estaba. Quería
protegerla de su madre, de la promesa de venganza que vio escrita
en su rostro. Incluso si hubiera despertado a Perséfone a tiempo para
vestirse, habría sido imposible ocultar lo que habían estado hacien-
do. Sus olores se pegaban el uno con el otro, sus cuerpos aún estaban
resbaladizos por el olor del sexo.
Perséfone alcanzó su camisón y se lo pasó por la cabeza, cubrién-
dose lo más rápido posible.
—¿Cómo te atreves? —La voz de Deméter tembló, su boca estre-
meciéndose de rabia.
Hades permaneció sentado en la cama, con el cuerpo tenso, listo
para saltar ante el más mínimo indicio de ataque.
—¿Por cuánto tiempo? —exigió Deméter.
Meses, quiso decir Hades, porque sabía que antagonizaría a la
Diosa de la Cosecha, pero una cosa era recibir la ira de Deméter por
su cuenta, y otra completamente distinta ver a Perséfone sufrir bajo
ella.
—Realmente no es asunto tuyo, madre —espetó Perséfone.
—Olvidas tu lugar, hija.
—Y tú olvidas mi edad. ¡No soy una niña!
—Eres mi niña y has traicionado mi con anza.
La magia de Deméter se estaba acumulando a su alrededor como
un vórtice. Hades sabía que la diosa se estaba preparando para telet-
ransportar a su hija, y, aunque permaneció nervioso, no tuvo miedo.
Deméter no podía arrebatarle a Perséfone mientras estaba en deuda
con él. Aun así, ver a Perséfone mirar frenéticamente de él a su mad-
re le rompió el corazón.
—¡No, madre!
—¡Ya no vivirás esta desgraciada vida mortal!
Perséfone cerró los ojos y él se encontró dividido entre intervenir
y desear ver cómo reaccionaría Perséfone. Abraza tu poder, pensó. Era
el momento perfecto, ya que estaba protegida por su marca. Sé que
está luchando dentro de ti.
Pero no lo hizo.
La magia de Deméter había culminado y Perséfone permaneció
quieta, con los ojos cerrados, aceptando el castigo de su madre como
el peón en un juego.
Excepto que cuando Deméter chasqueó los dedos, no pasó nada.
Su rostro se desanimó, vacilando entre la conmoción y la ira, sus ojos
nalmente se posaron en el brazalete de oro que llevaba Perséfone
para cubrir la evidencia de su trato.
Deméter le arrebató el brazalete de la muñeca y la agarró del
brazo. Hades sintió su mágica acumularse. Lucharía contra la diosa
por su amante. La mataría si dejaba una marca.
—¿Qué hiciste? —demandó Deméter, volviendo su mirada feroz
y odiosa hacia él.
—¡No me toques! —Perséfone intentó soltarse del agarre de su
madre, pero las uñas de Deméter se clavaron en su piel y ella gritó.
—Suéltala, Deméter. —Hades habló en voz baja, pero su rabia
era aguda.
—¡No te atrevas a decirme qué hacer con mi hija!
Hades chasqueó los dedos y, de repente, estuvo vestido y alcan-
zó su altura máxima. Su poder se reunió a su alrededor, un peso in-
visible pero tangible que sabía que Deméter podía sentir. Soltó a Per-
séfone, quien se retiró al otro lado de la habitación.
—Tu hija y yo tenemos un contrato. Se quedará hasta que lo
cumpla.
—No. —Deméter miró a Perséfone—. Quitarás tu marca. ¡Hazlo,
Hades!
—El contrato debe ser cumplido, Deméter. Las Moiras lo orde-
nan.
Una vez había intentado engañar a las Moiras, no podía volver a
hacerlo.
La Diosa de la Cosecha miró a Perséfone con enojo.
—¿Cómo pudiste?
—¿Cómo pude? ¡No es como si hubiera querido que ocurriera,
madre!
Él se estremeció, incapaz de ocultar el impacto de sus palabras.
Era muy consciente de que solo estaba diciendo la verdad, una que
él conocía bien. Perséfone no había querido el trato, y si bien eso no
signi caba que no lo quisiera, no pudo evitar pensar que con la na-
lización de su contrato, llegaba la nalización de ellos.
—¿No lo quisiste? ¡Te advertí sobre él! ¡Te advertí que te mantu-
vieras alejada de los dioses!
—Y al hacerlo, me dejaste a esta suerte.
Las advertencias solo plantaron la semilla de la duda, algo que
Deméter debería haber aprendido después de existir durante tantos
años, pero ella, como muchos dioses, fue víctima de suposiciones
mortales. Siendo una de ellos, podría haber sido la excepción.
—Entonces, ¿me culpas? ¿Cuando todo lo que hice fue intentar
protegerte? Bueno, verás la verdad muy pronto, hija.
Si Deméter hubiera estado tratando de proteger a Perséfone, no
habría evitado que sus poderes se manifestaran. Deméter había hec-
ho a su hija co dependiente, asegurándose de que siempre la necesi-
tara, de que necesitara a alguien para sobrevivir. Hades odiaba eso, y
esperaba que al nal de esto, antes de que su contrato estuviera aca-
bado, sus poderes se manifestaran.
Ese deseo se intensi có cuando vio a Deméter despojar a Persé-
fone de su favor exponiendo su forma Divina. La diosa no fue gentil,
arrancando el poder con tanta fuerza que Perséfone cayó de rodillas,
jadeando por respirar.
—Cuando el contrato esté cumplido, regresarás a casa conmigo
—dijo Deméter—. Nunca volverás a esta vida mortal, y nunca verás
a Hades de nuevo.
Deméter lo fulminó con la mirada antes de desaparecer, y Hades
juró en ese momento que la Diosa de la Cosecha se arrepentiría de
sus acciones.
Levantó a Perséfone del suelo y la acunó contra él mientras se
sentaba en el borde de la cama. Ella no parecía poder recuperar el
aliento.
—Shh —canturreó Hades—. Todo estará bien. Lo prometo.
Ella se echó a llorar.
—No me arrepiento de ti. No quise decir que me arrepentía de ti.
Se alegró de que lo dijera, a pesar de que sabía que no lo había
dicho en serio.
—Lo sé. —Le besó las lágrimas.
Llamaron a la puerta, pero antes de que Hades o Perséfone pudi-
eran hablar, Lexa entró y se detuvo, con los ojos muy abiertos mient-
ras observaba la apariencia de Perséfone.
—¿Qué demonios?
No se podía ocultar su Divinidad: Perséfone era la Diosa de la
Primavera. Hades medio esperaba que le suplicara que borrara la
memoria de Lexa, pero, en cambio, se apartó y se puso en pie, alta y
regia mientras hablaba.
—Lexa… —La escuchó decir—. Tengo que contarte algo.
Capítulo XXVIII
Un picnic en el Inframundo

Hades salió del apartamento de Perséfone y se teletransportó a


Olimpia. Odiaba tener que regresar, odiaba tener que ir ante Zeus,
pero era necesario y, tal como sospechaba, Deméter ya había llegado.
Podía escuchar su voz desde fuera de la o cina de Zeus.
—¡No puede tener a mi hija, Zeus! —gritó—. ¡Mataré de hambre
a tu gente si dejas que se quede con ella!
Cuando Hades entró, se giró para enfrentarlo. El rostro de De-
méter cambiaba cuando estaba furiosa. Hades imaginó que Perséfo-
ne lo había visto una y otra vez. Sus ojos parecían hundirse en su
rostro y oscurecerse. Se inclinaba hacia delante, con los hombros en-
corvados, como si el peso de su furia fuera demasiado para manejar.
—¡Tú!
—Mata a todo el mundo, Deméter, solo me hace más poderoso.
—Hades —dijo Zeus, sentado detrás de su escritorio de roble—.
¿Es verdad lo que dice Deméter? ¿Has seducido a su hija?
—No la seduje —dijo Hades—. Ella vino a mí de buena gana en
más de una ocasión.
Miró con enfado a la Diosa de la Cosecha y ella le devolvió la mi-
rada.
—¡Mentiroso! La marca en su muñeca me dice lo contrario.
Zeus miró a Hades, esperando su respuesta.
—Ella me invitó a su mesa. La marca fue colocada con todas las
de la ley.
—Parece que Perséfone ha tomado sus propias decisiones, De-
méter —dijo Zeus.
—¡Es mi hija, Hades! ¡Tengo derecho a decidir su destino!
Hades no miró a la diosa, si no a su hermano.
—Es la hija de Deméter —dijo Hades—. Pero está destinada a ser
mi esposa. Las Moiras la han entretejido en mi futuro y Deméter ha
interferido.
Había pocas cosas que asustaran a Zeus, las Moiras eran una de
ellas.
—¿Es esto cierto, Deméter? —Miró a la diosa en busca de su res-
puesta, pero Hades respondió en su lugar. Estaba listo para que esto
terminara.
—Fue lo que exigieron las Moiras a cambio de darle una hija.
—¡Nunca creeré que fue a ti voluntariamente! —dijo Deméter
con odio—. Al diablo con las Moiras.
—Estoy seguro de que Hécate estaría feliz de testi car en mi
nombre —agregó Hades.
—Eso no será necesario —dijo Zeus, y supo que su hermano no
quería que pareciera que cuestionaba a la Diosa de la Brujería. La su-
ya era una vieja y extraña amistad, y así como Hades con aba en ella
para pedirle consejo, también lo hacía Zeus—. Deméter, no concede-
ré tu petición. Parece que tus deseos no están de acuerdo con la vo-
luntad de las Moiras.
La furia de Deméter se acumuló y enormes raíces atravesaron el
suelo de mármol de Zeus. Hades lanzó su magia como una red, en-
volviendo todo el lugar en sombras, cegando a la diosa y Zeus. Sin
embargo, su batalla duró poco, ya que un rayo de Zeus los separó a
los dos. Con la concentración de ambos perdida, sus magias se des-
vanecieron.
—No mediaré en peleas infantiles entre ustedes dos —dijo Zeus
—. Mi palabra es ley y los dos la cumplirán.
Hades lo fulminó con la mirada. ¿Peleas infantiles? No había nada
infantil en su amor por Perséfone, nada infantil en la ira de Deméter.
Aun así, estaba agradecido de que Zeus se hubiera puesto de su la-
do, no es que al nal signi cara mucho. Perséfone era su propia per-
sona, tenía libre albedrío. Si quería, podía dejarlo.
—Hay otro asunto que debemos discutir —dijo Zeus. Hades no
pensó que fuera posible, pero el ambiente de la habitación se oscure-
ció—. No ha nacido una diosa en siglos. ¿Tiene algún poder?
—No hay nada de lo que hablar —respondió Deméter. Hades la
fulminó con la mirada. Respondió demasiado rápido.
Zeus miró a Hades. Tendría que contestar con sinceridad.
—Su poder está dormido. No ha mostrado habilidad para mane-
jarlo.
—Hmm. —Zeus se quedó callado, siempre sospechaba de los
nuevos dioses. Era justo que temiera una rebelión como la que había
liderado contra su padre—. Deseo conocerla.
—No —dijeron los dos al instante.
Los ojos de Zeus brillaron.
—Perséfone no tiene ningún deseo de abrazar su Divinidad por
ahora —explicó Hades—. Presentarla a Olimpia demasiado pronto
puede asustarla. Nunca sabríamos cuán poderosa es realmente.
Su hermano lo estudió.
—Que permanezca donde está —dijo Hades—. Hécate la entre-
nará, y cuando sus poderes comiencen a a orar… te la traeré yo mis-
mo.
Era la única forma en que permitiría que tuviera lugar la reuni-
ón. Era inevitable, pero sería inevitable con él a su lado.
Los ojos de Zeus se entrecerraron y luego se rio entre dientes.
—Siempre el protector, hermano. Muy bien, en cuanto muestre
su poder, me la traerás. —Se detuvo por un momento, su mano des-
cansando sobre su estómago y negó—. Una diosa disfrazada de peri-
odista mortal. No es de extrañar que te hayas enamorado, Hades.
Una vez fuera de la o cina de Zeus, Deméter se volvió hacia él.
—Tu vida puede estar entretejida con la de mi hija, pero eso no
signi ca que estuvieran destinados a amarse el uno al otro.
—Siempre la amaré —dijo Hades. Era lo único que podía prome-
ter—. Y me preocupo por lo que amo.
—Si te importara, nunca la habrías tocado. ¡Es una Hija de la Pri-
mavera!
—Y una Reina de las Tinieblas —respondió Hades—. Si deseas
enojarte con alguien, hazlo contigo misma. Fuiste tú quien plantó la
semilla de su traición, quien la apartó con tu tiranía, quien la dejó
impotente y asustada. Merece lealtad, libertad y poder.
—¿Y crees que puedes darle eso? ¿Rey de la Muerte y la Oscuri-
dad?
—Creo que puede tomarlo por sí misma —respondió y desapa-
reció, dejando a Deméter sola con su furia.

q
En las semanas que siguieron, Hades intentó distraer a Perséfone
de la ira de su madre, pero pareció volverse más malhumorada. Lo
veía más cuando pensaba que él no estaba mirando, en los momen-
tos antes de que la sorprendiera apareciendo en la biblioteca mient-
ras leía, o justo antes de salir del palacio a dar un paseo, o temprano
en la mañana, cuando ella se levantaba antes que él para ducharse y
vestirse.
Estaba creando distancia entre ellos. Podía sentirlo crecer, tiran-
do de los hilos que los unían por la eternidad, y dolía.
La encontró parada frente a su jardín todavía desolado. Odiaba
encontrarla aquí, mirando jamente este pedazo de tierra que había
llegado a signi car tanto para los dos.
Envolvió sus brazos alrededor de su cintura y la atrajo hacia sí.
—¿Estás bien? —preguntó, su cabeza cayendo contra su hombro.
No respondió, y el peso de su estómago se sintió hosco y agudo.
Se giró en sus brazos, mirándolo, y tuvo la sensación de que quería
preguntarle algo. En cambio, le respondió:
—Estoy estresada. Exámenes nales.
La estudió, buscando con sus ojos.
—Perséfone, puedes decirme cualquier cosa.
Frunció el ceño, como si no le creyera, y Hades sintió que el inte-
rior de su pecho se marchitaba, como una or expuesta a demasiado
sol.
Cerró la mano sobre su muñeca, donde la marca cubría su piel.
—¿Estás preocupada por el contrato? —preguntó.
Ella apartó la mirada.
No supo qué decir, el contrato era vinculante. Los términos debí-
an cumplirse. No podía consolarla con promesas de que todo estaría
bien cuando sabía lo que ella quería: la capacidad de moverse entre
mundos. Era una realidad con la que estaba llegando a un acuerdo,
que su amor por ella nunca sería su ciente. Ella también necesitaría
su libertad.
—Ven —dijo—. Tengo una sorpresa para ti.
Guio su mano hacia la suya, entrelazó sus dedos y tiró de ella
hacia el campo abierto fuera del jardín. Caminaron un rato, entrando
en el bosque al otro lado del campo. No siguió un camino estableci-
do, navegando entre árboles hasta un prado donde se extendía una
manta y esperaba una canasta de comida.
—¿Qué es esto? —preguntó Perséfone, mirando a Hades.
—Pensé que podríamos cenar —dijo—. Un picnic en el Infra-
mundo.
Arqueó una ceja, sospechosa.
—¿Empacaste la canasta?
—Yo… ayudé —dijo—. Incluso hice galletas.
Perséfone sonrió.
—¿Hiciste galletas?
—Estás demasiado emocionada —dijo—. Baja tus expectativas.
Pero ya estaba corriendo hacia la manta. Cayó de rodillas y abrió
la canasta, buscando dentro hasta que encontró lo que buscaba: una
pequeña bolsa de galletas con chispas de chocolate. Hades había tra-
bajado como un burro por ellas. Anoche había pasado horas en la co-
cina, y había hecho un desastre con el que Milan, el jefe de cocina, se
había sentido muy descontento.
Perséfone se sentó con las piernas cruzadas y abrió la bolsa.
—Sabes que son de postre —dijo Hades mientras se sentaba en
la manta.
—¿Y? Soy una adulta. Puedo cenar postre si quiero.
Hades se rio entre dientes y sacó los artículos restantes que había
empacado: carnes y quesos, frutas y panes. Por último, una botella
de vino y su petaca. No estaba interesado en pasar otra noche bebi-
endo uvas fermentadas.
Se metió un cubo de queso en la boca y tomó un trago de su pe-
taca mientras Perséfone mordía una galleta. Crujió con fuerza y Ha-
des se estremeció. No se parecían en nada a las que habían hecho
juntos. Las de ella eran suaves, masticables, deliciosas que se derretí-
an en la boca. Las suyas estaban duras y un poco quemadas.
—No tienes que comerlas —le aseguró mientras continuaba mas-
ticando.
—No, son las mejores galletas que he probado.
Hades arqueó una ceja.
—No tienes que mentir.
—No miento.
No mentía, pero no lo entendió. Sabía que esas galletas eran ter-
ribles.
—Son las mejores porque las hiciste tú. —Hades resopló—. Hab-
lo en serio —añadió—. Nadie me ha hecho nada antes.
Hades la miró jamente por un momento, y, de repente, fue él
quien se sintió ridículo por no dar por sentado sus palabras.
—Me alegra que te gusten —dijo en voz baja.
Se quedaron en silencio. Perséfone continuó comiendo sus galle-
tas y él continuó bebiendo. Después de un momento, se puso de ro-
dillas.
—¿Quieres una?
Se acercó a él y le tendió la mano, con una galleta entre los de-
dos. Hades la agarró de la muñeca y mordió la galleta. Fue exacta-
mente lo que esperaba, dura e insípida, solo ligeramente azucarada.
Aun así, le encantaba si a ella le gustaba. Mientras masticaba, sus oj-
os se posaron en sus labios y él arqueó una ceja.
—¿Hambrienta, querida?
No estaba seguro de cómo respondería, dada su tristeza anterior,
pero cuando levantó los ojos hacia él, pudo ver su anhelo.
—Sí —respondió.
Se inclinó para presionar su boca contra la de ella. Durante un ti-
empo, mantuvieron la distancia mientras se besaban. Hades disfrutó
esto, la sensación de deseo se acumuló dentro de él, resistiendo el
impulso de tomarla en sus brazos y tocarla. Pasó su lengua por su
boca, y justo cuando estaba a punto de atraerla hacia sí, la empujó
esquivando un balón que voló entre ellos, seguido por Cerbero, Ti-
fón y Ortro.
—¡Lo siento! —La voz de Hécate provenía de los árboles más al-
lá.
Hades suspiró y Perséfone se rio.
—¡Oh, un picnic! —dijo Hécate cuando apareció en el claro.
—¡Hades hizo galletas! —dijo Perséfone—. ¿Te gustaría una?
Hécate no ocultó su obvia sorpresa y lo miró.
—¿Tú… horneaste?
Mostró una mirada de enfado, y Perséfone, que era ajena a su
evidente malestar o no le importaba, dijo:
—¡Le enseñé!
Hécate se rio y tomó una galleta. Hades se sintió un poco alivi-
ado. Tal vez se iría y él y Perséfone podrían volver a besarse.
Excepto que Perséfone tuvo otra idea.
—¡Siéntate con nosotros!
—Oh, no quiero entrometerme…
No, no quieres, pensó Hades.
—¡Hay más comida en la canasta, y Hades trajo vino!
Las dos lo miraron y suspiró, cediendo.
—Sí, únete a nosotros, Hécate.
Perséfone hurgó en la canasta y le entregó a Hécate una variedad
de alimentos, mientras Hades le servía a la diosa un vaso de vino.
Cerbero, Tifón y Ortro regresaron, los tres peleando por su balón
rojo.
No pasó mucho tiempo cuando Hades sintió la magia de Her-
mes.
—Malditas Moiras —murmuró, llamando la atención de Perséfo-
ne y Hécate.
—¡Oh, Hades! —cantó Hermes cuando apareció en el claro—.
¡Oh, un picnic!
—¿Necesitabas algo, Hermes? —preguntó Hades, apretando la
mandíbula, frustrado porque la noche que había planeado para él y
Perséfone se había convertido en este… circo.
—Nada que no pueda esperar —dijo—. ¿Son galletas?
—¡Hades las hizo! —dijo Perséfone.
Hermes cayó de rodillas sobre la manta, y Hades vio a Perséfone
ofrecer comida y vino, sonreír y reír, y su frustración por la interrup-
ción de la noche disminuyó porque estaba feliz. También descubrió
que no le importaba tanto la compañía, aunque podía prescindir de
las burlas de Hermes.
Pasaron mucho tiempo juntos en el bosque, hasta que la luz del
Inframundo se desvaneció y la noche de Hades iluminó el cielo. Cu-
ando se fueron, él y Perséfone caminaron juntos de regreso al pala-
cio. No se tocaban.
—Gracias por esta noche. Sé que no salió según lo planeado.
Hades se rio entre dientes.
—No fue para nada como lo que había imaginado.
Se detuvieron, rodeados por el jardín a las afueras de la fortaleza
de Hades, y se miraron.
—Si Hécate no nos hubiera arrojado ese balón, habría seguido
besándote —dijo, y su mano se acercó para acunar su rostro.
—¿Es demasiado tarde? —preguntó ella—. ¿Para tenerlo todo?
Hades la miró jamente por un momento, acariciando su mejilla
con el pulgar. Dio un paso más cerca.
—¿Qué estás preguntando, querida?
—No lamento que Hécate nos haya interrumpido —dijo—. Pero
todavía quiero ese beso y todo lo que viene después.
—Solo lamento que no me lo hayas preguntado antes —dijo,
complaciendo su petición. Su boca tocó la suya y la atrajo hacia sí,
haciéndole el amor bajo las estrellas en el jardín fuera de su casa.
Capítulo XXIX
Una tortura como ninguna otra

Fue una semana después cuando Afrodita le visitó inesperada-


mente. Por supuesto, siempre llegaba sin avisar, pero Hades pensó
que vendría al nal de su plazo de seis meses, que ahora estaba a se-
manas.
Hades estaba sentado detrás de su escritorio en La Fundación
Ciprés, nalizando algunos pequeños detalles para el Proyecto Halc-
yon antes de entregárselo a Katerina. Le estaba costando concentrar-
se, pensando que la última vez que estuvo detrás de un escritorio,
había preferido dedicarse a Perséfone.
Le hubiera gustado tenerla aquí ahora, y se rio entre dientes ante
la idea de teletransportarla a él. ¿Estaría escribiendo una historia o
en una reunión importante? ¿Estaría enojada si tomaba su boca en
un beso abrasador? Cuando sus manos subieran por sus muslos, cu-
ando sus dedos provocaran su apertura y nalmente le diera lo que
ella rogaba, liberación.
—Tú ganas —dijo Afrodita. Parecía más seria de lo normal. Inc-
luso cuando estaba enojada, no tenía esta… mirada. Fue difícil para
Hades ubicarla al principio, pero pronto la reconoció por lo que era,
porque había sentido lo mismo varias veces en los últimos seis me-
ses.
Histeria.
—Ella te ama.
Las cejas de Hades se fruncieron.
—¿De qué estás hablando?
—La visité hoy, a tu pequeño amor —explicó la diosa.
Su estómago de repente se sintió sin fondo. Se levantó de su silla,
su ira se enroscó como una serpiente.
—¿Qué hiciste, Afrodita? —Su voz tembló cuando el terror des-
cendió, cubriendo su cuerpo. Sintió como si estuviera tratando de
respirar sin aire.
—Solo deseaba medir su afecto por ti. Yo…
—¿Qué hiciste? —gruñó.
—Le hablé del trato.
—¡Mierda!
Hades golpeó con los puños su mesa impecable. Esta vez, se hizo
añicos. Los ojos de Afrodita se agrandaron, pero se mantuvo rme y
no se inmutó ante su arrebato.
—¿Por qué? —exigió—. ¿Es esto una venganza por Adonis?
—Comenzó de esa manera —admitió, luciendo sorprendente-
mente devastada.
—¿Y cómo terminó, Afrodita?
—Le rompí el corazón.

q
—¿Dónde está? —preguntó Hades cuando se teletransportó al
Inframundo. No estaba lo su cientemente calmado para sentirla to-
davía. Apareció en medio de su palacio, donde su personal deambu-
laba, ajenos a su agonía, a su miedo, al posible nal de lo más feliz
que jamás había sido.
Sabía que eso era una posibilidad, pero no estaba preparado,
porque al nal de todo, la amaba.
—¡Perséfone! ¿Dónde está?
—E—ella salió a caminar, milord —dijo una ninfa.
—Estaba siguiendo a Cerbero —agregó otro.
—Hacia el Tártaro.
Mierda.
Desapareció y apareció en las afueras del Tártaro. Esta parte de
su reino era vasta y cubría cientos y cientos de acres. ¿Por qué vendría
aquí? Pensó mientras intentaba concentrarse en encontrarla, en lugar
de en su corazón acelerado y el miedo hirviendo en la boca de su es-
tómago.
Le había dicho desde el principio que no quería que conociera el
camino al Tártaro, que su curiosidad se apoderaría de ella. ¿Había
escuchado las palabras de Afrodita y había tratado de demostrar que
tenía razón sobre él? Quizás había venido con la esperanza de en-
contrar algo que demostrara que él era tan cruel y calculador como
pensaba.
Bueno, lo encontraría aquí.
No pasó mucho tiempo antes de que la sintiera, un leve tirón en
el borde de sus sentidos.
Estaba en La Caverna, la parte más antigua del Tártaro. Cuando
apareció allí, sintió su presencia fortalecerse y supo dónde la encont-
raría.
En la cueva de Tántalo.
El disgusto se retorció en las entrañas de Hades.
Tántalo era un rey, un semidiós nacido de Zeus, y se encontraba
entre la primera generación de mortales que pobló la tierra. Dotado
de la particular arrogancia de Zeus, pensó en probar a los dioses co-
metiendo licidio. El rey malvado mató a su hijo, Pelops, lo redujo a
pulpa e intentó alimentar con él a los Olímpicos. Hades recordaba el
olor a carne quemada otando en el Gran Comedor. La alegría había
terminado de inmediato y su ira había sido rápida. Se puso de pie,
señaló a Tántalo, y lo envió directamente al Tártaro mientras los de-
más intentaban volver a unir a Pelops.
Ese tampoco había sido el nal del castigo de Tántalo, ya que Ze-
us había maldecido su legado, cuyo impacto todavía se sentía hasta
el día de hoy.
Hades se dirigió hacia la oscuridad que cubría la cueva, donde
Tántalo había vivido y sufrido durante una eternidad. Vio a Perséfo-
ne correr hacia él, con el terror escrito en su hermoso rostro. Se est-
relló contra él y la agarró por los hombros para estabilizarla.
—¡No! Por favor… —Su voz se quebró llena de miedo y sus
emociones montaron en ira.
—Perséfone —dijo rápidamente, tratando de calmarla.
Cuando lo miró, el reconocimiento y el alivio descendieron sobre
su rostro.
—¡Hades!
Sus brazos se apretaron alrededor de su cintura. Enterró la cabe-
za contra su pecho y sollozó.
—Shh. —La besó el cabello, agradecido de que todavía lo tocara,
de que todavía encontrara consuelo en su presencia—. ¿Qué estás
haciendo aquí?
Entonces escuchó la voz de Tántalo atravesar la oscuridad y a
Hades se le heló la sangre.
—¿Dónde estás, pequeña perra?
Hades dejó a Perséfone a un lado y se acercó a la gruta donde es-
taba encarcelado Tántalo, chasqueando los dedos de modo que el pi-
lar donde estaba encadenado Tántalo giró. El hombre era un saco de
huesos, piel ácida hundiéndose en sus ángulos marcados. Estaba
pálido y demacrado, su cabello desordenado y enmarañado, como
alambre saliéndole del rostro y la cabeza.
No había mirado al prisionero en años, ya que su método de tor-
tura tendía a cumplirse por sí solo, hambre y sed, estando siempre al
alcance de la comida y el agua. Excepto que Hades sabía que había
bebido, porque sus labios, sin color, brillaban.
Hades lanzó su mano hacia Tántalo, y las rodillas del mortal ce-
dieron, tirando de las esposas que sujetaban sus brazos con fuerza y
gritó.
—Mi diosa fue amable contigo —siseó Hades—. ¿Y así es como
le pagas?
Hades cerró el puño y Tántalo tuvo arcadas, escupiendo el agua
que Perséfone le había dado hasta que no quedó nada para vomitar.
Luego dividió el agua en la gruta, creando un camino seco directa-
mente hacia el prisionero. El rey malvado luchó por encontrar su
equilibrio, presionando sus pies contra la columna a la que estaba
encadenado. Hades disfrutaba viéndolo luchar. Aliviaba la carga de
su ira y su deseo de ver a este mortal encontrar un nal violento.
—¡Mereces sentirte como yo me he sentido: desesperado, hamb-
riento y solo! —espetó Tántalo cuando Hades se acercó.
La mano de Hades se cerró sobre el cuello del hombre.
—¿Cómo sabes que no me he sentido así durante siglos, mortal?
—dijo en voz baja, su voz mortal en su tono. Prometía castigo y do-
lor, prometía todas las cosas que Tántalo decía que sentía ahora, pe-
ro peor.
Su encanto se desvaneció y se paró ante su prisionero en su for-
ma Divina como lo había hecho en el pasado.
—Eres un mortal ignorante —dijo Hades, su magia burbujeando
bajo la super cie—. Antes, era simplemente tu carcelero, pero ahora
seré tu castigador, y creo que mis jueces fueron demasiado miseri-
cordiosos. Te maldeciré con un hambre y una sed insaciables. Incluso
te pondré al alcance la comida y el agua, pero todo de lo que recibi-
rás será fuego en tu garganta.
Hades soltó a Tántalo y golpeó el pilar de piedra con un ruido
sordo. No hizo nada para disuadir al mortal, que gruñó como un
animal y trató de abalanzarse sobre él, chasqueando los dientes. El
salvaje intento de ataque solo divirtió a Hades y le valió un lugar en
la lista de su próxima víctima.
Hades chasqueó los dedos y envió al prisionero a esperar en su
o cina. Después, se volvió hacia Perséfone.
Nunca la había visto así antes: con los ojos muy abiertos, pequ-
eña, temblorosa. Se alejó un paso de él y resbaló. Hades se lanzó ha-
cia delante para atraparla antes de que pudiera golpear el suelo, libre
de agua ya, que todavía estaba en medio del lago dividido.
—Perséfone. —Pronunciar su nombre hizo que le doliera el pec-
ho—. Por favor, no me temas. Tú no.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y se quebró, llorando contra su
túnica. Su agarre sobre ella se apretó y, sin embargo, aunque la abra-
zaba, sintió que estaba lejos, y se dio cuenta de que eso era lo que
signi caba estar al borde de perderlo todo.
Aun así, pensó, si la sostengo el tiempo su ciente, si le doy el ti-
empo su ciente, tal vez podría mantenerla calmada, tal vez podría
mantenernos calmados.
Se teletransportó a su habitación, donde se sentó cerca del fuego,
esperando que ella se calentara lo su ciente como para dejar de
temblar, pero no lo hizo. Se sintió frustrado y la apretó contra él, di-
rigiéndose a los baños.
Cuando llegaron, la bajó al suelo. Le pasó el dedo por debajo de
la barbilla e inclinó su cabeza para encontrarse con su mirada. Qu-
ería que hablara, que dijera algo, cualquier cosa, pero permaneció
callada. Lo único que le dio esperanzas fue que no protestó cuando
la desvistió o cuando la acunó contra él y la llevó al agua.
—No estás bien —dijo cuando no pudo soportar más el silencio
entre ellos—. ¿Te… lastimó?
Lo preguntó porque tenía que estar seguro.
Su respuesta fue cerrar los ojos con fuerza, algo que nunca supo
que podía lastimar tanto su corazón.
—Dime —susurró, rozando sus labios sobre su frente—. Por fa-
vor.
Abrió los ojos, brillantes por las lágrimas.
—Sé sobre el trato con Afrodita, Hades —dijo—. No soy más que
un juego para ti.
Esas palabras lo enojaron. Ella nunca había sido un juego. En
verdad, rara vez había pensado en el trato con Afrodita desde que
había comenzado. No, siempre había sido más que eso. Se había con-
vertido en una búsqueda para ver su poder, para mostrarle lo que
signi caba ser Divina, para convencerla de que podía ser una reina.
—Nunca te he considerado un juego, Perséfone.
—El contrato…
—¡Esto no tiene nada que ver con el contrato!
La soltó, y mientras Perséfone luchaba por enderezarse, su res-
puesta fue venenosa.
—¡Tiene todo que ver con el contrato! ¡Dioses, fui tan estúpida!
Me permití creer que eras bueno, incluso con la posibilidad de ser tu
prisionera.
—¿Prisionera? ¿Te consideras una prisionera aquí? ¿Te he trata-
do tan mal?
—Un carcelero bondadoso sigue siendo un carcelero —espetó
Perséfone.
—Si me considerabas tu carcelero, ¿por qué me follaste?
—Fuiste tú quien predijo esto. —Su voz tembló—. Y tenías ra-
zón, lo disfruté, y ahora que terminó, podemos avanzar.
—¿Avanzar? —Era rabia encarnada y todo su cuerpo temblaba.
¿Estaba hablando así porque su madre los había atrapado?—. ¿Es
eso lo que quieres?
—Ambos sabemos que es lo mejor.
—Estoy empezando a pensar que no sabes nada —dijo, avanzan-
do hacia ella—. Estoy empezando a entender que ni siquiera piensas
por ti misma.
¿Cómo habían llegado hasta aquí? ¿Dónde estaba la mujer que había
ganado con anza entre su gente? ¿La mujer que lo había esperado, desnu-
da, en su o cina? ¿La mujer que había hecho un hogar en su corazón?
—¿Cómo te atreves…?
—¿Cómo me atrevo a qué, Perséfone? ¿A decirte la verdad? Ac-
túas tan impotente, pero nunca has tomado una maldita decisión por
ti misma. ¿Dejarás que tu madre determine a quién follarás ahora?
—¡Cállate!
—Dime lo que quieres. —La arrinconó, inmovilizándola contra
el borde de la piscina.
Ella no lo miró.
—¡Dime! —ordenó Hades.
—¡Que te jodan!
Fue feroz y sus ojos brillaban. Se apoyó contra él, con las piernas
alrededor de su cintura. Lo besó con fuerza y él tomó todo. La man-
tuvo en su lugar, con sus manos abarcando su espalda y su trasero.
La sentó en el borde de la piscina, con la intención de probar su vagi-
na, para saborear su ira y el deseo rabioso entre sus piernas, pero lo
arañó.
—No, quiero tu pene dentro de mí —dijo—. Ahora.
Obedeció, prácticamente saltando fuera de la piscina. Ella lo em-
pujó sobre su espalda, envolvió su mano alrededor de su sexo y lo
guio dentro de ella, llenándose hasta que su trasero tocó sus bolas. Él
gimió, sus manos clavándose en su piel.
—Muévete más rápido, maldita sea —ordenó. Ambos estaban
enojados e incitando al otro, y por dentro, Hades sintió que su magia
aumentaba. Estaba respondiendo a ella, la oscuridad provocando a
la luz.
—Cállate —espetó ella, mirándolo.
Hades respondió apretando sus senos, levantándose para chupar
sus pezones. Perséfone gimió y lo sostuvo contra ella, apretando las
piernas alrededor de su cintura. Apenas podía recuperar el aliento,
pero la animó. Perdería la cabeza por ella.
—Sí —siseó—. Úsame. Más fuerte. Más rápido.
Se corrió con un rugido y cubrió su boca con la de él, pero el éx-
tasis duró poco cuando ella lo apartó y se puso en pie, dejándolo
sentado en el frío mármol. Recogió sus pertenencias y se apresuró a
subir las escaleras. Hades la siguió.
—¡Perséfone!
A medida que caminaba, se ponía su ropa. Se apresuró a alcan-
zarla, expuesta en el pasillo fuera de los baños.
—¡Demonios!
Cuando la alcanzó, la agarró del brazo y la llevó a la sala del tro-
no. Cerró la puerta y la empujó dentro, enjaulándola con sus brazos.
Empujó contra su pecho, pero no se movió.
—¡Quiero saber por qué! —exigió ella, su voz ronca por las lágri-
mas, y Hades odió haberle causado este dolor. Odió ser la razón por
la que estaba rota, pero sintió algo más dentro de ella, algo poderoso
que despertaba cuanto más enojada estaba—. ¿Fui un blanco fácil?
¿Miraste mi alma y viste a alguien que estaba desesperada por amor,
por adoración? ¿Me elegiste porque sabías que no podía cumplir con
los términos de tu trato?
—No fue así.
Era algo completamente diferente. Si tan solo pudiera explicarlo,
pero no quería comenzar con las Moiras porque a pesar de que la ha-
bían entretejido en su futuro, aun así la habría deseado. Cuando la
miraba, veía su poder, veía su compasión, veía a su reina.
—¡Entonces, dime cómo fue!
—Sí, Afrodita y yo tenemos un contrato, pero el trato que hice
contigo no tuvo nada que ver con eso. Te ofrecí términos basados en
lo que vi en tu alma: una mujer enjaulada por su propia mente. —Sa-
bía que lo que dijera a continuación la enfadaría, pero necesitaba es-
cucharlo—. Fuiste la que llamó imposible al contrato, pero eres po-
derosa, Perséfone.
—No te burles de mí.
—Nunca lo haría.
Ella gruñó:
—Mentiroso.
Había pocas cosas que odiara más que esa palabra.
—Puedo ser muchas cosas, pero no soy un mentiroso.
—Entonces un mentiroso no, un auto declarado impostor.
—Solo te he dado respuestas —dijo, más enojado a cada segun-
do—. Te he ayudado a reclamar tu poder y, sin embargo, no lo has
usado. Te he dado una forma para alejarte de tu madre y, aun así, no
lo reclamarás.
—¿Cómo? ¿Qué hiciste para ayudarme?
—¡Te adoré! —espetó—. Te di lo que tu madre retuvo: adoradores.
Si Deméter hubiera presentado a Perséfone a la sociedad desde
su nacimiento, sus poderes habrían orecido, habría hecho construir
altares y templos en su nombre, habría ascendido en las las, supe-
rando a los Olímpicos en popularidad. De eso estaba seguro.
Parpadeó hacia él.
—¿Quieres decir que me forzaste a un contrato cuando pudiste
solo haberme dicho que necesitaba adoradores para ganar mis pode-
res?
No era tan simple y ella lo sabía. Había rechazado la Divinidad
como si fuera la plaga. No creía que hubiera hecho nada con ese co-
nocimiento más que esconderse, temiendo lo desconocido.
—¡No se trata de poderes, Perséfone! Nunca se ha tratado de ma-
gia, ilusión o glamour. Se trata de con anza. ¡Es sobre creer en ti
misma!
—Eso es retorcido, Hades…
—¿Lo es? —dijo, interrumpiéndola. No quería oírle decir lo ter-
rible que era, lo engañoso que era, lo mentiroso que era—. Dime, si
lo hubieras sabido, ¿qué habrías hecho? ¿Anunciar tu Divinidad al
mundo entero para poder ganar seguidores y, consecuentemente, tu
poder? —Ella conocía la respuesta, y él también—. ¡No, nunca has si-
do capaz de decidir lo que quieres, porque valoras la felicidad de tu
madre sobre la tuya!
—Tenía libertad hasta que te conocí, Hades.
—¿Pensabas que eras libre antes de mí? —preguntó, inclinándo-
se hacia ella—. Cambiaste las paredes de cristal por otro tipo de pri-
sión cuando llegaste a Nueva Atenas.
—¿Por qué no sigues diciéndome lo patética que soy? —espetó.
—Eso no es lo que…
—¿No lo es? Déjame decirte qué más me hace patética. Me ena-
moré de ti.
Demonios. Demonios. Demonios. Su corazón se sentía como si se
estuviera ahogando en su pecho. Se veía tan devastada como él se
sentía, y quiso tocarla, pero ella se apartó con vehemencia, poniendo
distancia entre ellos.
—¡No lo hagas!
Hizo lo que le pidió, aunque todo su cuerpo quería negarse a su
pedido. Lo único que quería hacer era estar cerca de ella, porque ella
lo amaba. Porque la amaba.
Debería decírselo.
Pero estaba muy enojada y herida.
—¿Qué habría obtenido Afrodita si hubieras fallado?
No quiso responder, porque sabía lo que pensaría. En este mo-
mento, sentía que todo lo que Deméter le había enseñado era cierto.
Pensaría que Hades haría cualquier cosa para mantener a su gente
en su reino, incluso engañarla, pero respondió de todos modos.
—Pidió que uno de sus héroes fuera regresado a la vida.
Una solicitud que felizmente concedería si eso signi cara que el-
la se quedaría.
—Bueno, ganaste. Te amo —dijo, y él quiso desplomarse—. ¿Va-
lió la pena?
—¡No fue así, Perséfone! —dijo, desesperado porque comprendi-
era, y cuando se dio la vuelta, él le preguntó—: ¿Creerás las palabras
de Afrodita sobre las mías?
Hizo una pausa y lo miró, y pudo ver que su cuerpo temblaba,
pudo sentir su poder corriendo en su sangre. Pudo oler su magia, y
fue celestial, un aroma diferente a todo lo que había experimentado.
Era claramente ella, una cálida mezcla de vainilla, sol y aire fresco de
primavera. Pero no dijo nada y él negó, decepcionado por su incapa-
cidad para comprender esta situación, su valor, su poder.
—Eres tu propia prisionera.
Esas palabras la quebraron. Lo vio en el momento en que cayó la
última sílaba. Hubo un fuerte estruendo en sus oídos similar a un
grito, y grandes enredaderas negras atravesaron el suelo, enredando
sus brazos y muñecas como ataduras. Estuvo sorprendido; su poder
había cobrado vida y estaba dirigido a él.
Había creado la vida.
Como consecuencia, ella respiró hondo, con el pecho agitado. Le
hubiera gustado felicitarla, celebrarla, amarla. Este era su potencial,
una muestra de la magia dentro de ella, pero había hecho falta su ira
para desatarlo.
Probó las restricciones, eran fuertes y tirantes mientras jalaba,
tan vengativas como ella en su ira. La miró a los ojos y se rio sin hu-
mor. Mirarla fue como ver su muerte, un día que pensó que nunca
llegaría.
—Bueno, lady Perséfone. Parece que ganaste.
Capítulo XXX
Tramposo

Un día después, Hades se paró ante Tántalo, bidente en mano.


Desde que Hades había aparecido en su o cina, el alma lo había mi-
rado con odio. No mostró ningún remordimiento por el trato que le
concedió a Perséfone, aunque Hades no se sorprendió. Después de
años de lidiar con el mal verdadero, había llegado a comprender que
no todos los que experimentaban la tortura eterna cambiarían.
A veces, solo los empeoraba.
—Querías que me sintiera desesperado, hambriento y solo —di-
jo, girando el bidente en su mano—. ¿Quieres que te cuente cómo me
siento en este mismo momento?
Hades apuntó con los extremos puntiagudos al alma, uno dirigi-
do a su esternón y el otro a su ombligo.
—Me siento entumecido —siseó—. ¿Sabes lo que es sentirse así,
rey mortal?
Hubo un brillo en los ojos de Tántalo y un tic en su boca cuando
comenzó a sonreír.
Sí, pensó Hades. Sonríe ante mi dolor. Tu tortura será dulce.
—En la última semana he sentido cosas que nunca antes había
sentido. Yo, un dios eterno. Le supliqué al amor de mi vida que se
quedara. Me vi forzado a dormir sin ella a mi lado. Estoy solo. Siento
lo que dices, Tántalo.
El mortal empezó a reír, y fue una carcajada aterradora, ronca y
rota.
Hades empujó el bidente y los bordes a lados se hundieron en
su piel. El hombre todavía se reía cuando comenzó a gorjear y toser,
salpicando sangre sobre el rostro de Hades.
El Dios de los Muertos no parpadeó.
—¿Sabes cómo sé que nunca te has sentido así? —continuó Ha-
des—. Porque ningún hombre se reiría ante este dolor, ni siquiera tú,
tan bastardo que eres.
Hades empujó el bidente a través del cuerpo de Tántalo y éste se
alojó en la pared detrás de él.
—Milord.
Hades se giró para encontrar a Ilias de pie en la puerta. El sátiro
miró pasivamente al mortal muerto clavado en la pared de Hades.
Esta no era una exhibición inusual para ninguno de los dos.
—Sísifo ha llegado. Te espera en la suite Diamante.
Había tardado semanas, pero la promesa de Hades de un trato
nalmente había atraído al mortal a Nevernight.
—¿Llamo a un equipo? —preguntó, mirando a Tántalo de nu-
evo.
Hades frunció el ceño. Había hecho un lío.
—No —dijo—. Lo traeré de vuelta cuando se pudra y lo tortura-
ré de nuevo.
Hades comenzó a moverse cuando Ilias lo detuvo nuevamente.
—Tal vez sea la apariencia que buscas —dijo—, pero parece que
acabas de asesinar a alguien.
Hades se quedó mirando su ropa, salpicada de sangre fresca. Po-
día dejarlo, tal vez le serviría de advertencia a Sísifo, excepto que sa-
bía que había poco que pudiera asustar al mortal ahora. Después de
todo, había huido de Hades dos veces. El dios chasqueó los dedos,
restaurando su apariencia impecable, antes de teletransportarse a la
suite Diamante.
Como las otras suites, presumía de lujo. Las paredes sin venta-
nas estaban decoradas con arte monocromático moderno. Una araña
de la que pendían cristales brillantes colgaba en el centro de la habi-
tación, y debajo de ella, un conjunto de sofás de cuero negro se en-
contraban uno frente al otro, una losa de mármol convertida en una
mesa los separaba.
Un hombre ocupaba uno de los sofás. Tenía una apariencia un
poco tosca, su barba no era tan pulcra, su traje no estaba tan entalla-
do, el oro que había pesado en sus dedos había desaparecido, y el
olor a pescado y sal se aferraba a su piel.
En semanas anteriores, Hades había imaginado este momento
sintiéndose bastante diferente. Había más impulso detrás de su de-
seo de ver al mortal encarcelado en su reino, porque estaba en pelig-
ro de perder a Perséfone. Se había sentido desesperado y decidido, y
vio capturar a Sísifo como reclamar su futuro.
Y supuso, en cierto modo, que todavía era cierto.
Este era su futuro. Era el Dios de los Muertos, un castigador.
—Dime, mortal —dijo Hades. La cabeza de Sísifo se volvió hacia
él y se puso en pie de un salto—. ¿Qué te convenció de venir?
—Milord, no sabía que había llegado.
Hades se acercó a la barra y se sirvió una copa. Se volvió hacia
Sísifo, cuyos ojos no se habían apartado de él.
—¿Y bien? —preguntó.
El hombre soltó una risa entrecortada.
—Bueno, ofreciste inmortalidad.
Hades tomó su bebida y se sirvió otra, sin decir nada más.
Se sentó frente a Sísifo, que se hundió en los cojines. Hades ma-
nifestó una baraja de cartas. Todas las cartas utilizadas aquí eran las
mismas, negras y doradas, la imagen del reverso de las Moiras, gi-
rando, midiendo y cortando el Hilo del Destino.
Era adecuada para los dos.
Sísifo se sentó en el borde del sofá, las rodillas extendidas y las
manos colgando entre ellas.
—Blackjack —dijo mientras cortaba la baraja y barajaba las car-
tas. Podía notar que el sonido de las cartas moviéndose ponía nervi-
oso al mortal. Sus dedos temblaban—. Una mano, Sísifo. Ya has per-
dido bastante de mi tiempo.
—Una probabilidad del cincuenta por ciento —respondió el
mortal—. ¿Tienes tanta con anza?
Hades no respondió mientras repartía dos cartas a cada uno. Sí-
sifo las arrastró con sus dedos regordetes, pero justo cuando comen-
zaba a levantar el borde, Hades lo detuvo.
—Antes de que reveles tu mano —dijo—. Me gustaría saber por
qué.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué huías de la muerte?
—Difícilmente puedes culparme cuando se presenta la oportuni-
dad —dijo.
Hades sabía que se refería al huso que Poseidón le había dado.
—Esa no es una respuesta, Sísifo —dijo Hades—. ¿Qué esperan-
za tenías al extender tu patética vida?
—¿Patética? —El rostro de Sísifo se puso rojo—. Estaba en la cús-
pide de un imperio, y luego viniste y me lo quitaste todo. ¿Por qué
no desa arte? ¿Qué podría signi car en mi otra vida? Ya me habías
sentenciado al Tártaro.
—Hmm. —Los ojos de Hades se posaron en las cartas que tenía
ante él, con los dedos preparados para voltear.
—¿Por qué preguntaste? —preguntó Sísifo, con una nota de his-
teria en su voz—. ¿Por qué exigir una respuesta?
Hades consideró permanecer en silencio, pero el miedo pasivo
de Sísifo al Tártaro lo enfureció, así que respondió.
—Porque, Sísifo, tu existencia en el Tártaro será todo lo que al-
guna vez has temido, todo lo que alguna vez te enfureció. Obtendrás
tu imperio y luego lo perderás, una y otra y otra vez.
Hades dio vuelta a sus cartas: un rey y un as, veintiuno. Una ma-
no perfecta.
Sus ojos se alzaron hacia los de Sísifo.
—Dale la vuelta a tus cartas, mortal.
Hubo un momento de silencio, y el mortal se movió, no para vol-
tear sus cartas, sino para sacar un arma, una pistola.
Normalmente, Hades encontraba divertidas estas exhibiciones,
pero viniendo de Sísifo, lo enfureció. Sus ojos se oscurecieron y el ar-
ma se derritió en la mano del mortal, cubriendo su piel con metal ar-
diente. Sus gritos llenaron la habitación, penetrantes y agonizantes.
Cayó de rodillas, sosteniendo su mano en alto, los ojos saliendo de
sus órbitas.
Hades suspiró y se inclinó, girando las cartas del mortal.
Un cinco de tréboles y un nueve de corazones: catorce.
Hades se puso en pie, apuró su copa y se enderezó la chaqueta.
Sísifo se acunó el brazo contra el pecho, sudoroso y respirando con
di cultad. Miró a Hades con odio en sus ojos.
—Tramposo —acusó.
Hades sonrió.
—Requiere de uno para conocer a otro.
Chasqueó los dedos, envió a Sísifo al Tártaro y salió de la suite.

q
Una semana después, Hades se encontró en el laboratorio de He-
festo. Había pospuesto esto el mayor tiempo posible, temiendo su
regreso al Dios del Fuego después de lo que le había pedido que hi-
ciera hace solo unas semanas.
Cuando el dios le entregó una pequeña caja, Hades miró dentro.
El anillo que había encargado estaba sobre una almohadilla de terci-
opelo negro. Era algo hermoso y delicado, a pesar de las numerosas
ores y gemas que decoraban la banda, y trajo consigo el dolor y la
vergüenza que sintió al perder a Perséfone. Quizás si no hubiera sido
tan presuntuoso, quizás si no hubiera hecho este anillo, ahora la
tendría.
—Es hermoso —dijo Hades, cerrando la caja de golpe—. Pero ya
no lo necesito.
Hades se encontró con la mirada de Hefesto y el dios arqueó las
cejas.
—Te pagaré generosamente por tu trabajo —continuó Hades, ex-
tendiendo su mano. Le devolvió el anillo a Hefesto.
—¿No lo aceptarás?
Hades negó. Era un símbolo de lo que podría haber tenido, de
un futuro que ya no estaba en el horizonte, y no podía soportar verlo
o saber que existía en el mismo reino que él.
—No te preguntaré por qué ya no quieres el anillo. Puedo adivi-
nar lo su ciente —dijo el Dios del Fuego—. Pero no aceptaré un pa-
go por algo que no deseas conservar.
—¿Pre eres que me lo lleve?
—No. —Hefesto sonrió—. Tengo el presentimiento de que aca-
baría en el océano, y dudo que le pidieras a Poseidón que lo recupere
cuando lo quieras de nuevo.
Capítulo XXXI
Reclamar a una reina

Hades observó desde la distancia mientras Perséfone cruzaba el


gran escenario en su graduación. Se veía hermosa, su cabello color
miel brillaba bajo el sol, su piel brillaba como el oro y una sonrisa
curvaba sus labios perfectos.
—Se ve tan… feliz —dijo Hades, más para sí que para nadie, pe-
ro Hécate estaba allí para responder.
—Por supuesto que está feliz. Acaba de pasar cuatro años en el
purgatorio.
—Universidad, Hécate —corrigió Hermes—. Creo que te re eres
a la universidad.
—Es lo mismo —respondió ella.
—Me invitó a la esta posterior —dijo Hermes con una sonrisa,
y Hades trató de no sonreír cuando Hécate le dio un codazo en las
costillas.
—¡Auch! ¡Para!
Siguió a Perséfone con la mirada a medida que abandonaba el
escenario, sujetando su sombrero mientras soplaba el viento. Éste re-
cogió su aroma y lo llevó hacia él, dejándolo vacío. Fue entonces cu-
ando hizo una pausa y miró en su dirección.
—¡Oh, oh! ¡Creo que nos ve! —Hermes saludó.
—¡No puede vernos, somos invisibles! —dijo Hécate, dándole un
codazo en las costillas de nuevo.
—¡Cuidado, Hécate! ¡Te convertiré en una cabra!
—¡Inténtalo, pies de plumas!
Hades suspiró y puso los ojos en blanco, pero rápidamente se
centró en Perséfone de nuevo. Parecía preocupada, una línea for-
mándose entre sus cejas y las comisuras de su boca cayendo. Fue en
ese momento que pensó que vio la verdad de su corazón: estaba tan
devastada como él. Fue casi insoportable, y el hilo que todavía los
unía palpitó en su pecho.
La ansiaba, la deseaba, la amaba.
—Ve con ella —alentó Hécate.
—Me rechazaría —dijo Hades.
—Quizás —respondió Hermes.
Hécate volvió a levantar el brazo y el dios se estremeció, aleján-
dose unos metros. Se volvió hacia Hades y discutió.
—Te daría la bienvenida. Te ama.
—Me amaba —dijo Hades.
—¿Quieres que te llame idiota de nuevo?
Hades la miró con resentimiento.
—Al menos te dijo que te amaba —dijo Hécate, con las manos en
sus caderas—. Todavía no ha escuchado esas palabras de ti.
Frunció el ceño y se sintió avergonzado. Hécate tenía razón, de-
bió haberle dicho que la amaba en cuanto se dio cuenta. Todo este ti-
empo, había hablado de cómo era su diosa y reina, y ni siquiera ha-
bía logrado decir las dos palabras que ilustrarían la verdad de cómo
se sentía porque temió su rechazo.
La atención de Perséfone se apartó de ellos cuando dijeron el
nombre de Lexa. Vitoreó a su mejor amiga mientras caminaba por el
escenario y las dos se abrazaron antes de regresar a sus asientos. A
pesar de sus pensamientos dolorosos, Hades se encontró sonriendo
mientras la veía seguir viviendo.
Tenía pocos arrepentimientos en su larga vida, pero uno de ellos
siempre sería no haberle dicho lo mucho que la amaba.

q
Hécate abrió la puerta de los aposentos de Hades. Era mediodía
y todavía estaba en la cama, exhausto por una noche de amargas ne-
gociaciones en Nevernight.
—¡Levántate! —dijo, y abrió las cortinas, dejando entrar la luz
del día. Hades gimió y rodó, cubriéndose la cabeza.
—Vete, Hécate.
Pasó un momento y luego le fue arrancada la manta.
—¡Hécate! —Hades se sentó, frustrado.
—¿Por qué estás desnudo? —exigió, como si acabara de ver algo
espantoso.
—Porque —dijo, señalando su habitación—. ¡Estoy en la cama!
Ella le arrojó la manta.
—¿Qué estás haciendo? —exigió.
—Vamos a buscar a Perséfone —dijo—. Bueno, tú vas a buscarla.
Yo ayudaré.
—Hemos pasado por esto, Hécate…
—Cállate —espetó—. La extraño, las almas la extrañan, tú la ext-
rañas. ¿Por qué pasamos todo este tiempo extrañándola cuando po-
demos… recuperarla?
Hades se rio, principalmente por incredulidad.
—Si fuera tan fácil…
—¡Es así de fácil! —Hécate levantó sus manos, frustrada—. Has
pasado todo este tiempo esperando que las Moiras te la quiten, pero
no lo hicieron. Tú lo hiciste.
—Se fue, Hécate. No yo.
—¿Y? No signi ca que no puedas ir a buscarla. No signi ca que
aún no puedas decirle que la amas. No signi ca que todavía no pu-
edas luchar por ella. Eres el que siempre habla de acciones. ¿Por qué
no vives de acuerdo con tus palabras?
—Bien —dijo Hades con los dientes apretados—. Iremos, y en-
tonces verás de una vez por todas que ella no me quiere.
Se quitó la manta que Hécate le había arrojado.
—¡Por el amor a las Moiras, ponte algo de ropa! —espetó.
—Si no querías verme desnudo, Hécate, entonces no deberías ha-
ber venido a verme cuando estaba en la cama.
—Perdóname por suponer que estarías vestido —espetó, ponien-
do los ojos en blanco.
Hades suspiró frustrado mientras desaparecía en el baño, salpi-
cando agua en su rostro. Estaba cansado. No había dormido bien
desde que Perséfone se fue, y su estado de ánimo había cambiado.
Estaba de mal genio, se peleaba más con todo el mundo, incluso con
Hécate. Tenía que parar, y quizás esto le pondría n o empeoraría to-
do.
Se vistió con glamour y regresó a su habitación, donde esperaba
Hécate.
—He estado pensando —dijo, frotándose las manos—. Deberí-
amos hacer de esto una apuesta. Si corre a tus brazos como creo que
hará, entonces necesito más espacio para mis venen… plantas. Para
mis plantas.
Hades arqueó una ceja.
—Está bien. ¿Quieres un trato? —dijo—. Si gano, no quiero vol-
ver a oír una palabra más sobre Perséfone.
Hécate puso los ojos en blanco.
—Trato —dijo y luego agregó—: Para alguien que puede sabore-
ar las mentiras, dices muchas de ellas. Será mejor que te prepares pa-
ra renunciar a una cuarta parte de tu reino, chico enamorado.
q
Hades caminaba a lo largo de su recámara, esperando a que Hé-
cate le diera la señal, un estallido de magia que enviaría cuando loca-
lizara a su diosa. No había podido concentrarse desde que se fue.
Por mucho que odiara admitirlo, Hécate le había dado esperanza.
Se detuvo, frunciendo el ceño en el espejo, dándose cuenta por
primera vez de cuánto lo había cambiado Perséfone. Ella le había
hecho querer cosas que nunca había deseado antes, como una vida
que ofreciera un poco más de simplicidad. Quería paseos, picnics y
galletas quemadas. Quería reír y no volver a acostarse solo.
Esta fue la primera vez en su vida que esperaba perder una apu-
esta.
Sintió el pulso de la magia de Hécate, y algo duro como una roca
se instaló en su estómago mientras lo seguía, apareciendo fuera de
The Co ee House. Cuando vio a Perséfone, le dolió el pecho. Demo-
nios, es hermosa. Se había recogido el cabello, alejándolo de su elegan-
te cuello, pero rizos dorados se habían soltado. Vestía de blanco, los
tirantes de su vestido eran nos, exponiendo sus hombros esbeltos y
pecosos.
Hécate se sentaba a su lado mientras las dos hablaban y captó
parte de la conversación.
—Entonces, ve con él. Dile por qué te duele, dile cómo soluci-
onarlo. ¿No es eso en lo que eres buena?
Hades quiso reír.
Perséfone lo hizo y se frotó los ojos, y él pensó que tal vez estaba
tratando de no llorar. Su pecho dolió.
—Oh, Hécate. No quiere verme.
Estaba equivocada, muy equivocada. Se le ocurrió que quizás
ambos habían hecho suposiciones sobre el otro. Quizás habían queri-
do verse todo este tiempo. Quizás, si hubiera hecho lo que había qu-
erido todo el tiempo, ir con ella, verla, abrazarla, no habría sentido
esta agonía.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hécate.
—¿No crees que, si me quisiera, habría venido por mí?
Oh, querida, pensó Hades. Pasaré el resto de mi vida mostrándo-
te cuánto te quiero.
—Quizás solo te estaba dando tiempo —respondió Hécate, y le-
vantó la cabeza para encontrarse con su mirada.
Perséfone siguió su mirada y, cuando sus miradas se encontra-
ron, se levantó de la silla y echó a correr. Sus cuerpos chocaron de
una manera familiar mientras Hades la levantaba del suelo y sus pi-
ernas encontraban su logar alrededor de su cintura. Sus cuerpos se
unieron.
—Te extrañé —dijo, con la cabeza enterrada en su cabello.
—También te extrañé.
Nunca la dejaría ir de nuevo.
—Lo siento —susurró ella. Sus dedos rozaron su mejilla y sus la-
bios, y su tacto encendió un fuego en él tan agudo que pensó que
podría convertirse en cenizas. Había echado de menos esto, este ar-
dor por ella.
—Yo también —dijo—. Te amo. Debí habértelo dicho antes. Debí
habértelo dicho esa noche en los baños. Entonces lo supe.
Su sonrisa fue hermosa, y era algo que quería ganar todos los dí-
as de su vida.
—También te amo.
Sus labios se tocaron y ese fuego dentro de él creció, embriaga-
dor y líquido. Su agarre se apretó, sus manos presionando en su es-
palda baja. Quiso que sintiera cuánto la extrañaba, lo duro que esta-
ba por ella. Quiso que entendiera lo que le esperaba una vez que dej-
aran este lugar. Pasarían el n de semana en la cama, recluidos en su
dormitorio. La tendría de una manera que nunca antes la había teni-
do, y ella se correría gritando su nombre, sin dejar ninguna duda de
su amor por ella.
Las garras de su pasión llegaron hondamente, pero antes de que
pudieran comenzar su n de semana de felicidad, tenía algo más que
reclamar. Cuando rompió el beso, Perséfone soltó un gruñido de
frustración y trató de recuperar su conexión. Hades se rio entre dien-
tes ante su entusiasmo, abrazándola un poco más fuerte, rozando su
pene contra su suavidad, una promesa de que pronto estaría dentro
de ella.
—Deseo reclamar mi favor, diosa —dijo. Por un momento, sus
ojos se agrandaron, por lo que habló rápidamente, esperando aliviar
su ansiedad—. Ven al Inframundo conmigo.
Abrió la boca, pero Hades la reclamó con un beso, y cuando se
apartó, apoyó la frente contra la de ella.
—Vive entre mundos —suplicó—. Pero no nos dejes para siemp-
re. A mi gente, tu gente, a mí.
Ella soltó una risa entrecortada, sus ojos llorosos y asintió.
—Por supuesto.
Hades le devolvió la sonrisa. Fue como si le acabara de dar el
mundo y atesoraría su regalo para siempre. Después de un momen-
to, la sonrisa de Perséfone se volvió traviesa y le acarició el pecho
con las manos.
—Estoy ansiosa por un juego de cartas.
Él inclinó su cabeza. No pensó que fuera posible, pero su pene se
puso más duro ante su pedido, su mente volviéndose loca con las
posibilidades: horas de juego previo, palabras eróticas y sexo incre-
íble.
—¿Póquer? —preguntó.
—Sí.
—¿La apuesta?
—Tu ropa —respondió ella, ya desabotonándole la camisa.
¿Quién era él para negarse a una reina?
Próximo Libro

A Touch Of Ruin

Hades & Persephone #2


La relación de Perséfone con Hades se ha hecho pública y la tor-
menta mediática resultante interrumpe su vida normal y amenaza
con exponerla como la Diosa de la Primavera.
Hades, el Dios de los Muertos, está agobiado por un pasado in-
fernal que todos están ansiosos por exponer en un esfuerzo por ad-
vertir a Perséfone para que se vaya.
Las cosas solo empeoran cuando una horrible tragedia deja el co-
razón de Perséfone en ruinas y Hades se niega a ayudar. Desespera-
da, toma el asunto en sus manos, haciendo tratos con graves conse-
cuencias.
Frente a un lado de Hades que nunca había visto y una pérdida
aplastante, Perséfone se pregunta si realmente puede convertirse en
la reina de Hades.
Scarle St. Claire

Scarle St. Clair vive en Oklahoma con su esposo. Tiene una ma-
estría en Bibliotecología y Estudios de la Información. Está obsesi-
onada con la mitología griega, los misterios de asesinatos, el amor y
el más allá. Si estás obsesionado con estas cosas, entonces te gustarán
sus libros.

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