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A Game of Fate #1.5 - Scarlett St. Clair
A Game of Fate #1.5 - Scarlett St. Clair
q
Abandonó la mansión de las Moiras y se encontró fuera de la ca-
baña de Hécate. La Diosa de la Brujería residió durante mucho tiem-
po en el Inframundo. Hades le había permitido establecerse donde
quisiera, y había elegido un valle oscuro para construir su cabaña cu-
bierta de parras. Después, pasó meses cultivando una gran cantidad
de solanáceas venenosas.
Hades simplemente levantó una ceja cuando descubrió lo que
había hecho.
—No njas que mis venenos no podrían ser útiles, Hades.
—No he tenido esos pensamientos —había respondido.
Hades sonrió al recordarlo. Desde entonces, Hécate se había con-
vertido en su con dente, probablemente en su mejor amiga.
Estaba fuera, de pie bajo un parche de luz de luna que se ltraba
a través de una abertura en el dosel de los árboles. Al principio, la
diosa había elogiado su capacidad para crear lo que ella llamaba una
noche encantada, pero no era de extrañar. Hades era un dios nacido
de la oscuridad. Era lo que mejor conocía.
—¿Qué te preocupa, mi rey? —preguntó mientras se acercaba—.
¿Es Menta? ¿Puedo sugerir lejía para remediar la situación? Es bas-
tante doloroso cuando se ingiere.
Hades arqueó una ceja.
—¿Ya tienes pensamientos asesinos, Hécate? Aún no es medi-
odía.
Sonrió.
—Soy más creativa por la noche.
Hades se rio entre dientes y ambos cayeron en un cómodo silen-
cio. Hades, perdido en sus propios pensamientos. Hécate, mirando a
la luna. Después de un momento, ella le preguntó de nuevo:
—¿Qué te preocupa?
—Las Moiras —dijo.
—Oh, las mejores amigas. ¿Qué han hecho?
—Me han dado una esposa —dijo, levantando ambas cejas—. La
hija de Deméter.
Hécate se rio y rápidamente se tapó la boca con la mano ante la
mirada arqueada de Hades.
—L… lo siento —dijo, y se aclaró la garganta, recomponiéndose
—. ¿Es horrible?
—No —dijo Hades—. Esa es probablemente la peor parte. Ella es
hermosa.
—Entonces, ¿por qué estás tan triste?
Hades explicó la trayectoria de su noche en la menor cantidad de
palabras posible: el trato de Afrodita, ver a Perséfone por primera
vez, darse cuenta de que su reacción primaria para reclamarla era
inusual y descubrir el hilo que los conectaba.
—Deberías haber visto cómo me miró cuando se dio cuenta de
quién era. Estaba horrorizada.
—Dudo que estuviera horrorizada —dijo Hécate—. Sorprendida,
tal vez, tal vez incluso morti cada si sus pensamientos fueron como
los tuyos.
Hécate lo miró con complicidad, pero Hades no estaba tan segu-
ro. Hécate no había estado allí.
—Nunca te he visto retractarte de un desafío, Hades.
—No lo he hecho —dijo. Había hecho lo contrario: esencialmen-
te, la había atado a él durante los siguientes seis meses.
Hécate esperó a que se explicara.
—Jugó conmigo.
—¿Qué?
—Me invitó a su mesa para un juego y perdió —explicó Hades.
Mañana por la mañana, su marca aparecería en la piel de Persé-
fone, y cuando regresara, le ofrecería los términos de su contrato. Si
fallaba, sería una residente del Inframundo para siempre.
—Hades, no lo hiciste.
Solo miró a la diosa bruja.
—Es la Ley Divina —dijo.
Hécate lo fulminó con la mirada, sabiendo que eso no era cierto.
Hades podría haber elegido dejarla ir sin exigir su tiempo, y había
elegido no hacerlo. Si las Moiras iban a conectarlos, ¿por qué no to-
mar el control?
—¿No quieres su amor? ¿Por qué la obligarías a rmar un cont-
rato?
Después de un momento, admitió en voz alta:
—Porque no pensé que volvería.
No miró a Hécate, pero su silencio le dijo que sentía lástima por
él, y odiaba eso.
—¿Qué le vas a pedir? —preguntó.
—Lo que les pido a todos —dijo.
Desa aría las inseguridades de su alma. Al nal, crearía una re-
ina o un monstruo. No sabía cuál.
—¿Cómo te sientes cuando la miras? —preguntó Hécate.
A Hades no le gustaba esa pregunta, o tal vez no le gustaba su
respuesta, pero habló con sinceridad, no obstante.
—Como si hubiera desatado el caos.
Hécate sonrió.
—Ya puedo decir que me va a gustar. —Entonces sus ojos brilla-
ron divertidos—. Debes decirle a Menta que te casarás cuando yo es-
té presente. ¡Se pondrá furiosa!
Capítulo V
Contrato sellado
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Hades cambió la paz de los Elíseos por el horror del Tártaro,
transportándose a esa parte, llamada afectuosamente La Caverna. Era
la parte más antigua de su reino, rodeado de formaciones rocosas,
relucientes, cortinas y charcos de agua helada. La belleza natural es-
taba estropeada por las desesperadas las de almas torturadas aquí;
parte de la miseria eran los ecos de los llantos que resonaban a través
de los grandes techos.
Se acercó a una de las losas de piedra, donde Duncan estaba esti-
rado, manos y pies encadenados. Había sido desnudado, y un trapo
cubría su ingle. Su pecho subía y bajaba rápidamente, una marca de
su miedo. Su texturada piel estaba cubierta de sudor. Giró su cabeza
y se encontró con la mirada de Hades, pequeños ojos desesperados.
—Milord, lo siento mucho. Por favor…
—Colocaste tus manos sobre una mujer —dijo Hades, cortándo-
lo—. Una que no te causó daño, salvo por algunas palabras amargas.
—¡No volverá a pasar! —rogó el ogro, luchando contra sus rest-
ricciones mientras la histeria se instalaba.
Los labios de Hades se curvaron en una sonrisa diabólica.
—Oh, de eso estoy seguro —respondió mientras una cuchilla
negra se manifestaba en su mano. El Dios del Inframundo se inclinó
sobre el ogro, presionando la hoja en su bulboso estómago—. Verás,
la diosa a la que tocaste, la que intentaste ahogar, a la que le dejaste
una marca, va a ser mi esposa.
Justo cuando Duncan gritó su último desaire, Hades hundió el
cuchillo en el estómago del ogro.
—¡No lo sabía! —lloró Duncan.
Hades hundió más el cuchillo, cortando profundo con la intenci-
ón de exponer el hígado de la criatura convocando a los buitres a
darse un festín, pero mientras más repetía Duncan que no lo sabía, no
lo sabía, más furioso se ponía Hades. Entre más pensaba en Perséfo-
ne, ágil e impotente, suspendida por la garganta en la mano del og-
ro, su ira orecía. Hundió la cuchilla en el estómago del ogro, una,
dos, y luego una y otra vez, hasta que ya no habló, hasta que la sang-
re salió de su boca. Hasta que estuvo muerto.
Por último, Hades cortó sus manos. Y cuando terminó, dio un
paso atrás, respirando fuerte, con su rostro salpicado de sangre.
Esto no había sido una tortura.
Estaba matando.
Soltó la cuchilla como si lo hubiera quemado y levantó sus ma-
nos hasta su nuca. Cerró los ojos y tomó respiraciones profundas
hasta que se calmó otra vez. Estaba loco, enfermo y violento. ¿Cómo
pudo creer que un día merecería el amor?
El pensamiento era cómico, y su esperanza egoísta.
Y sabía que la única forma de mantener a Perséfone era que nun-
ca descubriera este lado de él. El que ansiaba brutalidad y sed de
sangre.
q
Más tarde en la noche, Tánatos encontró a Hades en su o cina y
le ofreció un bulto envuelto en tela blanca.
—Las tijeras de Átropos —dijo.
Hades se las llevaría a Hefesto, el Dios del Fuego, para que pudi-
era restaurarlas.
Ambos estaban en silencio, perdidos en sus pensamientos.
Después de un momento, el Dios de la Muerte hablo:
—¿Qué tipo de poder puede destruir la magia de las Moiras?
—La suya propia —respondió Hades.
Lo que signi caba que Sísifo de Ephyra encontró una reliquia.
Después de la Gran Guerra, carroñeros recolectaron cosas del
campo de batalla, piezas de escudos rotos, espadas, lanzas, telas…
Eran piezas que contenían residuos mágicos, piezas que todavía po-
seían un hilo si caían en las manos equivocadas. Hades trabajo por
años extrayendo reliquias que circulaban en el mercado negro, pero
había miles, y a veces se necesitaba un desastre para resolver quién
estaba en posesión de una.
Un desastre como Sísifo de Ephyra.
No podía permitir que el mortal le engañara y pusiera en peligro
su amor.
Más temprano, Ilias había dejado un documento que con rmaba
lo que Hades estaba sospechando, Alexander Sotir era un adicto a
Evangeline y tenía una deuda con su distribuidor, Sísifo, pero encont-
rar la conexión no serviría de nada hasta que Hades localizara al
mortal.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Tánatos.
—Visitar el Olimpo —respondió Hades con un estremecimiento.
Capítulo VII
Monte Olimpo
q
Regresó a su o cina en Nevernight. Consideró ir directamente a
Atlantis, la isla y el hogar de su hermano, y exigir saber dónde estaba
escondiendo a Sísifo, pero conocía a su hermano, sabía que la violen-
cia que se arremolinaba dentro de él era mayor que la ira que Hades
intentaba mantener a raya. Cualquier acusación dirigida a su herma-
no, incluso si era verdad, enfurecería al dios. Al nal del encuentro,
miles estarían muertos.
Hades no podía evitar pensar en el alma de Alexander, rota sin
remedio. Un alma tomada antes de tiempo era demasiado, y el dios
sabía que habría más como él si no actuaba rápido. Tenía que idear
un plan alternativo, algo que le diera la verdad que necesitaba para
evitar la destrucción. Sus ojos se posaron en el bulto blanco que ha-
bía sobre su escritorio: los visillos de Átropos.
Quizás Hefesto tendría una solución. Recogió el paquete en sus
manos y comenzó a teletransportarse cuando Menta llamó a su puer-
ta y la abrió, entrando en su o cina.
—Entrar antes de ser invitado frustra el propósito de llamar —
dijo Hades con fuerza, molesto por la interrupción—. Estoy ocupa-
do.
—Dígaselo a su nueva amiga —respondió Menta—. Está abajo.
Hades frunció el ceño.
—¿Perséfone está aquí?
No debía llegar hasta esta noche para su recorrido por el Infra-
mundo. Una extraña sensación se desplegó dentro de su pecho. Se
sentía emocionante, casi como una esperanza, pero cuando se acercó
a las ventanas que daban al piso de Nevernight, esos sentimientos se
oscurecieron. Perséfone había traído un compañero, un hombre al
que reconoció de inmediato como Adonis, el mortal favorito de Af-
rodita.
Sus ojos se oscurecieron.
—Te dije que esto pasaría —dijo Menta—. La animaste y ahora
cree que puede exigir una audiencia contigo. Le diré que estás… in-
dispuesto.
—No harás tal cosa. —La detuvo—. Tráemela.
Menta arqueó una ceja.
—¿El hombre también?
Estaba tratando de incitarlo, y funcionó, porque Hades no pudo
evitar responder con un silbido amargo.
—Sí.
Menta hizo un sonido extraño en el fondo de su garganta, algo
parecido a una risa, y luego se fue. La mirada de Hades volvió al pi-
so de abajo.
Perséfone estaba apartada de Adonis, con los brazos cruzados
sobre el pecho. A pesar de su audacia, quería verla, especialmente
después de la amenaza de las Moiras. Se estaría castigando si la en-
viaba lejos. Además, quería saber por qué había venido y traído a un
mortal con ella.
Cuando Menta apareció a la vista, se apartó de la ventana, se
sentó a un lado del bulto de Láquesis y se sirvió una copa. Si no tuvi-
era algo para distraerse, se pasearía, y preferiría no ilustrar el caos de
su mente en este momento.
Para cuando Menta regresó con Perséfone y Adonis a cuestas,
Hades se había colocado nuevamente cerca de las ventanas. Apenas
registró el acercamiento de Menta, porque sus ojos se habían jado
en su diosa en el momento en que entró en la habitación.
—Perséfone, milord —dijo Menta.
Estaba decidida. Podía verlo en su expresión, la forma en que su
cabeza estaba inclinada, sus labios apretados en una línea dura. Ha-
bía venido aquí por algo, y Hades se encontró ansioso por un mo-
mento en el que se le acercara con una sonrisa, sin reservas ni vacila-
ciones porque lo deseaba a él y nada más.
—Y… su amigo, Adonis —continuó Menta.
Con la mención del nombre del mortal, el humor de Hades se
ensombreció y miró a Adonis, cuyos ojos se abrieron como platos ba-
jo su escrutinio. Le pareció extraño que Afrodita tomara a este
hombre como amante, dada su atracción por Hefesto. Eran comple-
tamente opuestos: este mortal ajeno a los sufrimientos del mundo, su
piel era suave, su cabello brillante y no chamuscado por la fragua, su
rostro libre de barba incipiente, como si dejarse barba fuera una di -
cultad para él. Y luego estaba su alma.
Manipuladora, engañosa y abusiva.
Hades miró a Menta y asintió.
—Puedes irte, Menta. Gracias.
Con su salida, Hades se bebió el resto de su bebida y cruzó la ha-
bitación para volver a llenarla. No ofreció un vaso a ninguno de sus
dos visitantes ni los invitó a sentarse. No era cortés, pero no le inte-
resaba parecer agradable.
Habló una vez que su vaso estuvo lleno, apoyado contra su escri-
torio.
—¿A qué le debo esta… intrusión?
Los ojos de Perséfone se entrecerraron ante sus palabras y su to-
no, y levantó la cabeza. No era el único que luchaba por ser amigab-
le.
—Lord Hades —dijo, sacando un cuaderno de su bolso—. Ado-
nis y yo somos de Noticias Nueva Atenas. Hemos estado investigando
varias quejas sobre usted, y nos preguntamos si querría hacer algún
comentario.
Otra cosa que no sabía sobre su futura esposa: su ocupación.
Periodista.
Hades odiaba a los medios. Había gastado mucho dinero para
asegurarse de que nunca lo fotogra aran y se denegaban todas las
solicitudes de entrevista. No porque tuviera cosas que ocultar, aun-
que había muchas que prefería guardar para sí mismo, simplemente
sentía que se enfocaban en las cosas equivocadas, como el estado de
su negocio, cuando Hades prefería dar protagonismo a las organiza-
ciones que ayudaban a los perros, los niños y las personas sin hogar.
Se llevó el vaso a los labios y bebió un sorbo; era beber o mostrar
su enfado de una manera peor.
—Perséfone está investigando —dijo Adonis con una risa nervi-
osa—. Solo estoy aquí… por apoyo moral.
Cobarde, pensó Hades antes de concentrarse en el cuaderno que
Perséfone había sacado de su bolso. Asintió con la cabeza.
—¿Es esa una lista de mis delitos?
Estaría mintiendo si dijera que no esperaba esto. Era la hija de
Deméter; solo le habían contado lo peor de él. Lo sabía porque lo ha-
bía mirado con desprecio cuando descubrió quién era la noche del
juego de cartas.
Leyó algunos de los nombres de la lista: Cicero Sava, Damen Elias,
Tyrone Liakos, Chloe Bella. No podía saber qué signi caba para él es-
cuchar esos nombres o cómo lo hacía sentir. Le recordaba sus fraca-
sos. Cada uno era un mortal que había hecho un trato con él, a cada
uno se le había dado términos con la esperanza de superar el vicio
que agobiaba su alma, y cada uno había fracasado, resultando en su
muerte.
Se sintió aliviado cuando dejó de leer de la lista, pero luego miró
hacia arriba y preguntó:
—¿Se acuerda de esta gente?
Cada detalle de su rostro y cada preocupación de su alma.
Nuevamente, dio un sorbo a su bebida.
—Recuerdo cada alma.
—¿Y todas las apuestas?
Esta no era una conversación que quisiera tener, y no podía evi-
tar la frustración en su voz mientras hablaba, enojado porque estaba
sacando el tema.
—El punto, Perséfone. Ve al punto. No has tenido ningún prob-
lema con eso en el pasado, ¿por qué ahora?
Sus mejillas se sonrojaron, la tensión entre ellos creció, algo sóli-
do que él destruiría si pudiera. Hizo que le dolieran los pulmones y
que se le oprimiera el pecho.
—Aceptas ofrecer a los mortales lo que deseen si juegan contigo
y ganan.
Ella hizo que sonara como si fuera el agresor, como si los morta-
les no le suplicaran la oportunidad de jugar.
—No todos los mortales y no todos los deseos —dijo.
—Oh, perdóname, eres selectivo en las vidas que destruyes.
—Yo no destruyo vidas —dijo con fuerza. Ofrecía a los mortales
una forma de mejorar sus vidas, una vez que dejaban su o cina, no
tenía control sobre sus elecciones.
—¡Solo das a conocer los términos de tu contrato después de ha-
ber ganado! Eso es un engaño.
—Los términos son claros, los detalles son míos para determinar.
No es un engaño, como lo llamas. Es una apuesta.
—Desafías su vicio. Dejas al descubierto sus secretos más oscu-
ros…
—Desafío lo que está destruyendo su vida —la corrigió—. Es su
elección conquistar o sucumbir.
—¿Y cómo conoce su vicio? —preguntó.
Una sonrisa maliciosa cruzó el rostro de Hades, y, de repente,
pensó que entendía por qué estaba allí, por qué le estaba haciendo
esas acusaciones, porque ahora era una de sus jugadores.
—Veo el alma —dijo—. Lo que la agobia, lo que la corrompe, lo
que la destruye, y lo desafío.
—¡Eres el peor tipo de dios!
Hades se estremeció.
—Perséfone… —Adonis pronunció su nombre, pero su adver-
tencia se perdió por la reacción de Hades.
—Estoy ayudando a estos mortales —argumentó, dando un paso
deliberado hacia ella. No era culpa suya que no le gustara su respu-
esta.
Se inclinó hacia él, exigiendo.
—¿Cómo? ¿Ofreciendo un trato imposible? ¿Abstenerse de la
adicción o perder la vida? ¡Eso es absolutamente ridículo, Hades!
Sus ojos se habían iluminado, y notó que su dominio sobre el
glamour de su madre aqueaba cuanto más enojada estaba.
—He tenido éxito.
Lo sabría si no estuviera tan ansiosa por ver solo lo malo en él.
¿No era esa la marca de un buen periodista? ¿Comprender y entre-
vistar a ambos lados?
—¿Oh? ¿Y cuál es tu éxito? Supongo que no te importa, ya que
ganas de cualquier manera, ¿verdad? Todas las almas vienen a ti en
algún momento.
Se movió para acortar la distancia entre ellos, su frustración se
desbordó. Mientras lo hacía, Adonis se interpuso entre él y Perséfo-
ne, y Hades hizo lo que había querido hacer desde que el mortal ent-
ró en su o cina: lo paralizó, enviándolo al suelo, inconsciente.
—¿Qué haces? —exigió Perséfone, y comenzó a alcanzarlo, pero
Hades la tomó de las muñecas y la atrajo hacia él. Sus palabras fu-
eron duras y apresuradas.
—Asumo que no quieres que escuche lo que tengo que decirte.
No te preocupes, no pediré un favor cuando borre su memoria.
Le frunció el ceño.
—Oh, qué amable de tu parte —se burló, su pecho subía y bajaba
con cada respiración enojada. Le hizo consciente de su proximidad,
le recordó el beso que había presionado en su piel el día anterior. El
calor se enroscó en la parte inferior de su estómago, y sus ojos se po-
saron en sus labios.
—Qué libertades se toma con mi favor, lady Perséfone. —Su voz
estaba controlada, pero se sentía cualquier cosa menos tranquilo. Por
dentro, se sentía crudo y primitivo.
—Nunca especi caste cómo tenía que usar tu favor.
—No lo hice, aunque esperaba que supieras que no debes arrast-
rar a este mortal a mi reino. —Hades miró a Adonis.
Sus ojos se abrieron un poco.
—¿Lo conoces?
Hades ignoró esa pregunta, volvería a él más tarde. Por ahora, él
desa aría su razón para venir a Nevernight para empezar.
—¿Planeas escribir una historia sobre mí? —Se inclinó, echándo-
la hacia atrás y acercándola con más fuerza, sellando sus cuerpos
juntos. Estaba seguro de que la única forma en que podía acercarse a
ella era si estaba dentro de ella, un pensamiento que hacía que su es-
tómago se sintiera vacío y su polla dura—. Dime, lady Perséfone,
¿detallará tu experiencia conmigo? ¿Cómo me invitaste imprudente-
mente a tu mesa, me rogaste que te enseñara a jugar a las cartas…?
—¡No rogué!
—Podrías hablar de cómo te ruborizas desde la cabeza a los pies
en mi presencia, cómo te hago perder el aliento…
—¡Cállate!
Le divirtió que no quisiera escuchar esto, todas las formas en que
le comunicaba su deseo por él, todas las formas en que su cuerpo
traicionaba las palabras que salían de su boca. Su cuerpo era exible
bajo sus manos, y sabía que, si pasaba la mano entre sus muslos, es-
taría caliente y húmeda.
—¿Hablarás del favor que te he dado, o estás demasiado aver-
gonzada?
—¡Detente!
Se apartó y la soltó. Ella se tambaleó hacia atrás, respirando con
di cultad, su bonita piel enrojecida. Aunque no lo demostró, sentía
lo mismo.
—Puedes culparme por las decisiones que tomaste, pero eso no
cambia nada —dijo Hades, y sintió que estaba desa ando la verda-
dera razón por la que vino aquí: decirle que su trato con ella era inj-
usto, por venganza—. Eres mía durante seis meses, y eso signi ca
que, si escribes sobre mí, me aseguraré de que haya consecuencias.
—Es cierto lo que dicen de ti —dijo—. No escuchas ninguna ora-
ción. No ofreces piedad.
Sí, querida, pensó con enojo. Cree lo que todo el mundo dice de mí.
—Nadie reza al Dios de los Muertos, milady, y cuando lo hacen,
ya es demasiado tarde.
Terminó con esta conversación. Tenía cosas que hacer y ella ha-
bía perdido el tiempo con sus acusaciones.
Agitó la mano y Adonis se despertó con una fuerte inhalación.
Se sentó rápidamente, luciendo estupefacto. Hades encontraba todo
sobre él molesto, y cuando el mortal encontró su mirada, se puso de
pie, disculpándose mientras lo hacía y agachando la cabeza.
—No responderé más a tus preguntas —dijo Hades, mirando a
Perséfone—. Menta les mostrará la salida.
Sabía que la ninfa esperaba en las sombras. Nunca los había dej-
ado realmente solos, y odió la expresión de su ciencia en su rostro
cuando entró a su o cina desde la entrada del Inframundo. Quizás
eso era lo que le hizo llamar a su diosa antes que se fuera.
—Perséfone. —Esperó hasta que lo miró—. Agregaré tu nombre
a mi lista de invitados esta noche.
Sus cejas se juntaron en confusión. Probablemente pensó que su
invitación a recorrer su reino sería revocada después de su compor-
tamiento, pero era importante, ahora más que nunca. Era la única
forma en que ella lo vería por quién era.
Un dios desesperado por la paz.
Capítulo VIII
En la isla de Lemnos
q
Hades apareció en el centro de un prado perfectamente verde en
la isla de Sicilia, donde pastaban cincuenta vacas de color blanco pu-
ro. A unos metros de distancia, las hijas de Helios, Phaethusa y Lam-
petie, dormían bajo un árbol de higuera, sus respiraciones sibilantes
interrumpiendo el silencio de la noche.
Tenía que admitirlo, se sentía un poco culpable porque las dos
sufrirían la ira de Helios en la mañana, pero no lo su ciente como
para dejar a su padre impune por su hostilidad.
Justo cuando empezó a seleccionar lo mejor del ganado de Heli-
os para llevárselo al Inframundo, su teléfono sonó.
Nunca sonaba.
Algo está mal.
—¿Sí? —respondió rápidamente, a pesar de la posibilidad de
despertar a las dos hermanas.
Era Ilias.
—Milord —dijo—. Lady Perséfone está perdida.
Nunca había sentido una sensación tan aterradora. Miles de
emociones convergieron dentro de él al mismo tiempo, ira, miedo y
alarma. Quería exigir saber por qué Ilias no la había vigilado mejor,
quería saber dónde había buscado, quería amenazarlo con terminar
con su vida si la encontraba en una condición diferente a prístina.
Pero conocía a Ilias, y, a estas alturas, conocía a Perséfone.
Hermosa, desa ante Perséfone.
Ella no era una persona de obedecer, especialmente cuando se le
decía.
—Estaré allí en segundos —respondió y colgó.
Hubo un latido de silencio, donde Hades luchó contra cada de-
monio dentro de él. Este miedo era irracional, pero le dijo algo im-
portante.
Si el destino se la quitaba, el mundo no sobreviviría.
Después de un momento, miró hacia arriba, observando a las va-
cas blancas y habló:
—Esperaba tomarme mi tiempo seleccionando solo a las mejores
de ustedes para acompañarme en mi reino, pero parece que estoy
corto de plazo.
Cuando desapareció, también lo hicieron todas las vacas en el
prado.
Capítulo IX
Un juego de temor y furia
Tan pronto como los pies de Hades tocaron el suelo del Infra-
mundo, pudo sentir a Perséfone. Su presencia en su reino era como
una extensión de sí mismo. Pesaba en su pecho tanto como el hilo
que los conectaba.
Se teletransportó de nuevo y apareció en los Campos del Luto,
donde crecían brotes de gladiolos blancos y orquídeas. Los campos
estuvieron reservados una vez para aquellos que habían desperdici-
ado sus vidas en un amor no correspondido. Había sido una de las
decisiones que Hades había tomado al principio de su reinado y na-
ció de su ira hacia las Moiras. Si no estaba destinado a amar, enton-
ces castigaría a los que habían muerto por eso. Desde entonces, había
enviado a las almas que una vez residieron aquí a otras partes del
Inframundo, dejando que el campo permaneciera bellamente ajardi-
nado, ya que era la vista que las almas tenían en su camino hacia el
Campo del Juicio.
A pocos metros de donde había aparecido, tendida en la orilla
del Estigia, estaba Perséfone. Trató de absorber la escena a través de
su rabia: Perséfone estaba de espaldas, su cabello estaba mojado y es-
taba cubierta con la capa dorada de Hermes, el material delgado y
metálico adherido a su cuerpo húmedo. Hermes se arrodilló sobre
ella; sus labios curvados en una sonrisa. Claramente estaba interesa-
do en Perséfone, y vio cómo el dios se tocaba los labios, hablaba y
hacía reír a Perséfone.
Fue entonces cuando decidió separarlos.
Envió una ráfaga de poder hacia el dios, que salió volando por el
Inframundo. Aun así, frunció el ceño cuando Hermes no aterrizó tan
lejos como había esperado, pero el impacto de su cuerpo al golpear
el suelo fue lo su cientemente satisfactorio.
Se acercó a Perséfone, quien se levantó y se giró, estirando el cu-
ello para encontrarse con su mirada. Movió la capa de Hermes para
que cayera sobre sus hombros, revelando el vestido que había usado
en su club: un ejemplar delgado y plateado con un escote que jugu-
eteaba con la curva de sus senos. Ahora que estaba húmedo, se le pe-
gaba, acentuando los picos de sus duros pezones.
Malditas Moiras, pensó Hades mientras un fuego quemaba en un
camino por su pecho directo a su ingle.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó Perséfone.
El dios frunció el ceño y apretó la mandíbula. No sabía si era pa-
ra reprimir la reacción hacia su cuerpo o porque estaba enojada por
lo de Hermes.
—Pones a prueba mi paciencia, diosa, y mi favor —respondió.
—¡Así que eres una diosa! —gritó Hermes con entusiasmo, a pe-
sar de salir arrastrándose del foso que su cuerpo había hecho al im-
pactar.
Perséfone entrecerró los ojos, y Hades se dio cuenta de que solo
había logrado frustrarla más.
—Guardará tu secreto, o se encontrará en el Tártaro —prometió
Hades, enfatizando su punto de vista al mirar al Dios de la Travesu-
ra, que se acercaba ahora, sacudiendo la suciedad y la mugre de su
persona. Hades encontró divertido ver al dios en desorden, ya que,
como muchos otros, se enorgullecía de su apariencia.
—Sabes, Hades, no todo tiene que ser una amenaza. Podrías in-
tentar preguntar de vez en cuando, como me pudiste haber pedido
que me alejara de tu diosa en vez de arrojarme a través del Inframundo.
—¡No soy su diosa! ¡Y tú! —El tono de Perséfone estaba lleno de
desdén mientras se ponía de pie. Hades entrecerró los ojos, incapaz
de expresar con palabras cuánto odiaba que le hablaran de esa ma-
nera ante otro Olímpico, especialmente Hermes—. Podrías ser más
amable con él. ¡Me salvó de tu río!
—¡No habrías tenido que ser salvada de mi río si me hubieras es-
perado!
—Claro, porque estabas ocupado con otra cosa. Me pregunto qué
signi ca eso.
Ella puso los ojos en blanco. ¿Estaba… celosa? Se preguntó Ha-
des.
—¿Te traigo un diccionario?
Cuando Hades escuchó la risa alegre de Hermes, se volvió hacia
el dios.
—¿Por qué sigues aquí?
Justo cuando las palabras salieron de su boca, Perséfone se tam-
baleó. Sin pensarlo, la alcanzó, agarrándola por la cintura y sorpren-
diéndose cuando un agudo gemido escapó de algún lugar profundo
de su garganta.
Siente dolor. Ella siente dolor.
—¿Qué pasa? —No estaba acostumbrado a la histeria que se al-
zaba dentro de él; se sentía como una cosa extraña abriéndole la piel.
—Me caí en las escaleras. Creo que… —La vio tomar aire delibe-
radamente, haciendo una mueca de dolor—. Creo que me lastimé las
costillas.
Hades podía decir que se sentía como enojado, pero era más que
eso. Odiaba que hubiera sido herida en su reino. Lo enfermaba, lo
frustraba, lo hacía sentir como si hubiera perdido el control. Se sorp-
rendió al notar que la mirada de Perséfone se suavizaba, y después
de un momento, susurró:
—Está bien. Estoy bien.
Excepto que no lo estaba. Se había desmayado en sus brazos.
—También tiene un corte bastante feo en el hombro —agregó
Hermes.
Ese mismo sentimiento de perder el control lo consumió, y era
pesado, como si lo hubieran arrojado a un pozo de brea. Sintió que
su mandíbula se tensaba hasta el punto en que sus dientes podrían
partirse, luego la levantó en sus brazos tan suavemente como pudo,
a pesar del caos dentro de él.
—¿Dónde vamos?
—A mi palacio —dijo.
Si podía curarla, al menos recuperaría algo de control sobre la si-
tuación y ella estaría a salvo.
Los transportó a su dormitorio, y cuando la miró, ella abrió los
ojos. Por un momento, pareció desenfocada.
—¿Puedes sentarte? —preguntó, y ella lo miró a los ojos.
Cuando asintió, se acercó a su cama y la colocó en el borde, arro-
dillándose en el suelo frente a ella.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
Él no respondió, sino que alargó la mano para quitarle la capa de
Hermes de los hombros. Ella se quedó inmóvil ante su toque y pensó
en decirle que respirara, pero decidió que tal vez estaba reaccionan-
do al dolor y no a su presencia. No estaba preparado para lo que
ocultaba la capa: su hombro estaba desgarrado hasta los huesos.
¿Corte bastante feo? Hermes había malinterpretado groseramente
esta herida.
Hades se sentó sobre sus talones, estudiando el daño. Tendría
que limpiarla antes de sanarla, o existía la posibilidad de que se pro-
dujera una infección. Aunque era raro que un dios enfermara, no era
imposible, y no se arriesgaría. No con ella.
Dejó que su mirada vagara a lo largo de su cuerpo, buscando ot-
ras heridas. Los muertos que habitaban el Estigia eran feroces, sus
garras y dientes a lados, y destrozaban a sus víctimas. Perséfone te-
nía suerte de haber salido del río solo con una herida en el hombro.
Podría haber sido peor.
Su horror era real y doloroso, como golpearse contra una pared
de ladrillos. Había creado su reino para desalentar la exploración cu-
riosa y, sin embargo, aquí estaba Perséfone, inquisitiva e impertur-
bable.
No fue hasta que Perséfone colocó un brazo por su pecho que
Hades levantó la mirada hacia sus ojos; no se había dado cuenta de
que había estado mirando. Se regañó y se puso de rodillas, apoyan-
do las manos a ambos lados de sus muslos. El movimiento lo acercó
a un par de centímetros de su rostro. Incluso habiéndose casi ahoga-
do en el Estigia, todavía olía a vainilla, dulce y cálida.
—¿Qué lado? —preguntó en voz baja.
Ella sostuvo su mirada por un momento, y él notó cómo tragaba
antes de cubrir su mano con la suya y guiarla hacia su costado. Algo
se le acumuló en la parte posterior de su garganta y quiso aclararlo
desesperadamente, pero no pudo.
Ahora él tampoco respiraba.
En cambio, se centró en su costado, enviando una ola de poder
desde lo más profundo de su cuerpo a su mano, dejando que la ma-
gia penetrara en su piel.
Ella gimió y se inclinó hacia él con la cabeza apoyada en su
hombro, y algo parecido al fuego se encendió en su estómago.
Mierda.
Respiró hondo por la nariz y exhaló por la boca, tratando de con-
centrarse en su magia y no en su creciente erección.
Cuando estuvo seguro de que estaba sana, movió la cabeza un
poco, sus labios cerca mientras hablaba.
—¿Mejor?
—Sí —susurró, y notó cómo sus ojos se posaron en su boca.
—Tu hombro es el siguiente. —Se puso de pie y cuando ella em-
pezó a mirar, la detuvo con una mano en su mejilla.
—No. Es mejor si no miras.
El dolor sería peor si lo hiciera.
Hades entró al baño y mojó un paño. No se había ido por mucho
tiempo, pero cuando regresó, encontró que Perséfone se había movi-
do y estaba acostada en su cama con los ojos cerrados.
Frunció el ceño mientras la miraba.
Si bien entendía por qué estaría exhausta, no le gustó. Lo hacía
preocuparse por si había tardado demasiado en curarla, o tal vez es-
taba más malherida de lo que pensaba.
Se acercó y se inclinó hacia ella.
—Despierta, querida.
Mientras ella se movía, él se arrodilló a su lado nuevamente, ali-
viado al ver que sus ojos estaban claros y brillantes.
—Lo siento. —Su voz era un susurro silencioso y lo estremeció.
—No te disculpes.
Él debería disculparse. Tenía la intención de advertirle de los pe-
ligros del Inframundo en su gira de esta noche, pero no había tenido
la oportunidad.
Comenzó a limpiarle el hombro, infundiendo su magia en el pa-
ño húmedo para que sintiera menos dolor.
—Puedo hacer esto —ofreció, y comenzó a levantarse, pero Ha-
des la mantuvo en su lugar.
—Permíteme esto. —Quería esto: cuidar de ella, curarla, asegu-
rarse de que estuviera bien. No podía explicar por qué, pero la parte
de él que deseaba esto, era primitiva.
Ella asintió y él reanudó su trabajo. Después de un momento,
preguntó con voz somnolienta:
—¿Por qué hay gente muerta en tu río?
El fantasma de una sonrisa asomó a sus labios.
—Son las almas que no fueron enterradas con monedas.
Sintió su mirada sobre él cuando le preguntó horrorizada:
—¿Todavía haces eso?
Su sonrisa se ensanchó.
—No. Los muertos son antiguos.
—¿Y qué hacen? A parte de ahogar a los vivos.
—Eso es todo lo que hacen.
Sus vidas en el Estigia habían sido inicialmente un castigo, un lu-
gar donde las almas eran condenadas por no poseer monedas para
cruzar el río. La moneda era una señal de que un alma había sido en-
terrada adecuadamente, y, en ese entonces, Hades no tenía tiempo
para las almas que no eran atendidas en la tierra.
Era un recuerdo doloroso, uno que había decidido recti car ha-
cía mucho tiempo. Hizo que los jueces los evaluaran a todos, y aqu-
ellos que merecían un respiro recibieron agua del Leteo y fueron en-
viados al Elíseo o a los Asfódelos. Los que habrían sido enviados al
Tártaro se quedaron en las profundidades.
Hades no estaba seguro de qué pensaba Perséfone de su explica-
ción, pero guardó silencio después de eso y él se alegró. Las pregun-
tas habían traído recuerdos que prefería mantener aislados en el fon-
do de su mente para siempre.
Esta era la segunda vez que su presencia sacaba algo doloroso de
su pasado. ¿Sería esto algo común? ¿Era esta la forma de tortura de las
Moiras?
Una vez que terminó de limpiar su herida, se centró en la curaci-
ón. Le tomó más tiempo que sus costillas magulladas, ya que tuvo
que curar los tendones, los músculos y la piel, pero una vez que ter-
minó, no hubo señales de que hubiera resultado herida. Soltó un sus-
piro corto, aliviado, y luego colocó su dedo en su barbilla para que lo
mirara, en parte para asegurarse de que estaba bien, y también por-
que quería ver su expresión.
—Cámbiate —aconsejó.
—Yo… no tengo nada para cambiarme.
—Tengo algo —dijo, y la ayudó a levantarse. No sabía si se sen-
tía mareada, pero prefería sujetar su mano con fuerza en caso de que
eso cambiara. Además, le gustaba sentir su calidez. Le recordaba que
era real.
La dirigió detrás de una pantalla y le entregó una bata negra, no-
tando la expresión de sorpresa en su rostro cuando registró lo que
estaba sosteniendo.
Arqueó una ceja.
—¿Supongo que esto no es tuyo?
—El Inframundo está preparado para todo tipo de invitados —
respondió. Era la verdad, pero tampoco recordaba a quién pertene-
cía la túnica.
—Gracias. —Su respuesta fue cortante—. Pero no creo que qui-
era usar algo que una de tus amantes ha usado también.
Su comentario pudo haber sido divertido, pero, en cambio, des-
cubrió que él se sentía frustrado por su ira. ¿Se encontraría con esto ca-
da vez que hablaran de amores pasados? Si era así, la conversación envej-
ecería muy rápido.
—Es esto o nada en absoluto, Perséfone.
Su boca se abrió.
—No lo harías.
Entrecerró los ojos y una emoción lo atravesó por el desafío.
—¿Qué? ¿Desvestirte? Felizmente, y con mucho más entusiasmo
del que comprendes, miladi.
Ella usó su energía restante para mirarlo antes de que sus homb-
ros cayeran.
—Está bien.
Mientras se cambiaba, Hades se sirvió un vaso de whisky y se las
arregló para tomar un sorbo antes de que saliera de detrás del biom-
bo. Casi se atragantó con su bebida. Había pensado que el vestido
plateado que llevaba dejaba poco a la imaginación, pero estaba equ-
ivocado. La bata acentuaba su pequeña cintura, lo ancho de sus ca-
deras y sus bien formadas piernas. Darle ese trozo de tela fue un error,
pensó mientras se acercaba y tomaba su vestido mojado, colgándolo
sobre la pantalla.
—¿Ahora qué? —preguntó ella.
Por un momento, se preguntó si podía sentir sus pensamientos
pecaminosos.
—Descansas.
La levantó en sus brazos, esperando que protestara, pero se sin-
tió aliviado cuando no lo hizo. No sería capaz de explicar por qué
necesitaba esta cercanía, no lo entendía del todo él mismo, solo qu-
ería tocarla, saber que estaba llena de vida y calor.
La bajó a la cama y la tapó con las mantas. Parecía pálida y frágil,
perdida en un mar de seda negra.
—Gracias —dijo en voz baja, mirándolo con los párpados pesa-
dos. Frunció el ceño y tocó el espacio entre sus cejas con su dedo, tra-
zando su mejilla, terminando en la esquina de sus labios—. Estás
enojado.
Necesitó toda su fuerza para permanecer donde estaba, para no
apoyarse en su toque, para no presionar sus labios contra los de ella.
Si la besaba, no se detendría.
Después de un momento, su mano se apartó y cerró los ojos.
—Perséfone —dijo.
—¿Qué?
—Deseo ser llamada solo Perséfone. No “lady”.
Otra leve sonrisa asomó a sus labios. Lady era un título al que
tendría que acostumbrarse; había ordenado a su personal que se di-
rigiera a ella como tal.
—Descansa —dijo en su lugar—. Estaré aquí cuando despiertes.
Sintió su respiración nivelándose, y cuando estuvo seguro de
que estaba dormida, se teletransportó de regreso al Estigia, apareci-
endo en la orilla del río. Su magia estalló, una combinación de ira,
lujuria y miedo.
—¡Tráiganme a los que huelen a sangre de Perséfone! —ordenó,
y mientras levantaba los brazos, cuatro de los muertos salieron del
Estigia, el agua corriendo tras ellos como la cola de un cometa. Los
cadáveres chillaron, sonando y pareciendo más monstruos que los
cuerpos de los que alguna vez fueron mortales de carne y hueso—.
Han probado la sangre de mi reina y, por tanto, dejarán de existir.
Mientras cerraba los puños los lamentos aumentaron hasta con-
vertirse en un estruendo casi insoportable, y los cadáveres se convir-
tieron en polvo que fue arrastrado a las montañas del Tártaro.
Después, los oídos de Hades resonaban y su respiración era ent-
recortada, pero la liberación fue eufórica.
Detrás de él, escuchó la familiar risa de Hermes. Se giró para en-
carar al Dios de la Travesura.
—Sabía que volverías —dijo. Señaló con la cabeza hacia las mon-
tañas del Tártaro—. ¿Te sientes mejor?
—No. ¿Por qué sigues aquí?
—Qué grosero. Aún tienes que agradecerme por salvar a tu…
¿cómo deberíamos llamarla? ¿Amante?
—No es mi amante —espetó Hades.
Hermes no se rió y arqueó una ceja pálida.
—¿Así que me arrojaste volando por tu reino por nada?
—Es un deporte —respondió.
—Ten tu diversión y yo tendré la mía.
—¿Qué se supone que signi ca eso?
Hermes podía ser el mensajero de los dioses, pero también era
mentiroso y un travieso. Le gustaba el caos y había sido responsable
de muchas batallas entre dioses.
—Solo que disfrutaré viendo cómo tus bolas se vuelven más azu-
les a cada hora.
Hades le ofreció una pequeña sonrisa y, después de un segundo,
miró a Hermes.
—Gracias, Hermes, por salvar a Perséfone.
Desapareció antes que el dios pudiera sonreír.
Capítulo X
Juegos mentales
q
Cuando Hades regresó al castillo, encontró a Tánatos esperándo-
lo en su o cina. El Dios de la Muerte parecía más pálido que de cos-
tumbre, sus ojos vibrantes apagados, sus labios rojos sin color. Nor-
malmente, tenía una presencia tranquilizadora, pero Hades podía
sentir su malestar y lo compartía.
—Hemos tenido otro —dijo Tánatos.
De alguna manera, Hades sabía lo que el dios diría incluso antes
de abrir la boca. Era como había anticipado Hades: Sísifo no se había
contentado simplemente con evitar la muerte inminente. Quería evi-
tarla por completo.
—¿Quién? —preguntó Hades.
—Su nombre era Aeolus Galani.
Hades se quedó en silencio por un momento, cruzando la habita-
ción hacia su escritorio. Fue un intento de alejarse de parte de la fu-
ria que sentía hacia el mortal que desa aba a la muerte y dañaba a
otros.
—¿Su alma?
Tánatos negó.
Hades golpeó el escritorio con los puños. Una sura apareció en
el centro de la perfecta y brillante obsidiana. Los dos dioses se qu-
edaron en silencio por un momento mientras cada uno procesaba có-
mo avanzar.
—¿Qué conexión tiene con Sísifo?
—Solo una. Ambos eran miembros de la Tríada —respondió Tá-
natos—. Nuestras fuentes dicen que Aeolus era un miembro elevado
de la organización.
Hades bajó las cejas. Comprendió los motivos de Sísifo para ma-
tar a Alexander. Había sido un subordinado, alguien cuya adicción
le había llevado a endeudarse. Sísifo lo había visto como desechable,
pero un miembro de alto rango de la Tríada era diferente. Su muerte
era como declarar la guerra. ¿Qué había motivado a Sísifo? ¿Se había
enterado del encuentro de Hades con Poseidón? ¿Esperaba enviar un
mensaje? ¿Se creía invencible ahora que estaba en posesión de la reli-
quia?
—¿Las Moiras? —preguntó Hades después de un momento.
—Furiosas.
No estaba seguro de por qué preguntó, sabía que estaban alboro-
tadas. No había visitado su isla desde que le devolvió las tijeras a Át-
ropos, e incluso eso había sido un calvario. Tan pronto como entró,
las tres comenzaron a sermonear y amenazar. Solo podía imaginar
cómo sonaban ahora, gimiendo en un estribillo horrible, amenazan-
do a Hades de la única manera que sabían: destruir lo que siempre
había querido.
Él ya estaba haciendo un buen trabajo por su cuenta.
—¿Qué haremos? —preguntó Tánatos, y su voz era tranquila,
llena de una melancolía que Hades sintió en su pecho.
Se giró, se arregló la corbata, y se abotonó la chaqueta.
—Convoca a Hermes —respondió Hades.
Las pálidas cejas de Tánatos se fruncieron.
—¿Hermes? ¿Por qué?
—Porque tengo un mensaje que enviar —dijo Hades.
Por suerte para Hermes, ni siquiera necesitaría palabras.
q
Hades dejó el Inframundo y se teletransportó a Nevernight. Ha-
bía esperado realizar sus rondas habituales, vagando sin ser visto
entre los mortales y humanoides que se amontonaban en el piso de
abajo, enviando a su personal a entregar contraseñas para el salón de
arriba antes de ascender para negociar, excepto que cuando llegó,
fue convocado al balcón por Ilias.
—Milord —dijo el sátiro cuando Hades se acercó.
—¿Sí, Ilias?
Asintió hacia algo en la distancia, y los ojos de Hades se entre-
cerraron mientras lo seguía.
—Esa ninfa. Creo que es de Deméter, está aquí para espiar a Per-
séfone.
Deméter tenía todo tipo de ninfas bajo su mando (alseidas,
daphnaie, meliae, náyades y crinaeae), pero esta era una dríada, una
ninfa de roble. Llevaba un glamour, probablemente con la esperanza
de pasar desapercibida, pero Hades podía ver su piel verde bajo la
magia. Incluso si su naturaleza no era evidente, era obvio que estaba
tramando algo. Sus ojos vagaron por la multitud, mirando con sos-
pecha. Claramente estaba buscando a alguien.
—¿Ha llegado lady Perséfone? —preguntó Hades, manteniendo
su tono neutral, y, sin embargo, después de la vergonzosa conversa-
ción que había tenido con Hécate en su jardín, no pudo evitar tener
esperanzas.
—Sí —respondió Ilias, y Hades sintió una mezcla de alivio y ten-
sión crecer dentro de él al mismo tiempo, un empujón y tirón que lo
hizo ansioso por verla—. La ninfa la siguió. No le impedí entrar, en
caso de que quisiera hablar con ella.
—Gracias, Ilias —dijo Hades—. Haz que la saquen de la pista.
A petición de Hades, Ilias habló por su micrófono. En segundos,
dos ogros emergieron de las sombras. Los ojos de la ninfa se agran-
daron al acercarse, uno a cada lado. Hubo un breve intercambio, pe-
ro ella no dio pelea y permitió que las dos criaturas la escoltaran a la
oscuridad del club. La dejarían en una pequeña habitación sin venta-
nas para esperar hasta que Hades estuviera listo para enfrentarla.
—Sabes qué hacer —dijo Hades—. Estaré allí en breve.
Ilias realizaría una veri cación de antecedentes de la ninfa, ap-
rendería su nombre, sus asociados y su familia. Era una especie de
arsenal, una forma de convertir las palabras en armas para que Ha-
des pudiera obtener lo que quería de la ninfa: que desa ara a su se-
ñora.
—Oh, e Ilias, programa una cita con Katerina cuando hayas ter-
minado.
Katerina era la directora de La Fundación Ciprés, la organizaci-
ón sin nes de lucro de Hades. Si iba a ayudar a los mortales de la
forma en que Perséfone deseaba, tendría que crear algo especial, y
sabía cuándo presentar el proyecto: en la próxima Gala Olímpica.
Salió del balcón y reclamó su glamour, moviéndose sin ser visto
por la pista de Nevernight en busca de Perséfone. Tenía que estar en
el club, porque había sellado las entradas al Inframundo para evitar
que entrara y saliera sin su conocimiento.
Mientras buscaba en las sombras, se encontró con Menta, que es-
taba enzarzada en una discusión con Mekonnen. Hades puso los ojos
en blanco; no había nada inusual en esto. La ninfa luchaba con todos
en su empleo.
—¡No somos una organización bené ca! —decía Menta.
—No está pidiendo caridad. —A pesar de la ira de Menta, Me-
konnen permaneció tranquilo. Era un rasgo que Hades admiraba en
el ogro, a quien había designado para el puesto de Duncan.
—Está pidiendo lo imposible. Hades no pierde su tiempo en el
duelo de los mortales.
Había algo de verdad en eso, y, sin embargo, escuchar las palab-
ras en voz alta, escucharlas dichas en un tono tan descuidado y gro-
sero, envió una lanza a través de su corazón. ¿Era así como había so-
nado cuando despidió a Orfeo? No era de extrañar que Perséfone se
hubiera horrorizado.
De repente estaba en desacuerdo con la forma en que Menta y
Perséfone lo percibían, ya que le sorprendió que pensaran de manera
similar. Menta esperaba que él rechazara a un mortal en peligro, y
Perséfone asumía lo mismo.
—¿Desde cuándo decides lo que Hades considera digno, Menta?
—preguntó Mekonnen, y Hades sintió verdadero aprecio por el og-
ro.
—Una pregunta cuya respuesta me gustaría mucho escuchar —
dijo Hades, saliendo de la sombra.
Menta se giró para encarar a Hades, la sorpresa en su rostro era
evidente en sus cejas arqueadas y labios entreabiertos. Claramente,
no tenía tanta con anza al hablar en su nombre cuando estaba pre-
sente.
—Milord —dijo Mekonnen, inclinando la cabeza.
—¿Escuché bien, Mekonnen? ¿Hay un mortal aquí para verme?
—Sí, milord. Es una madre. Su hija está en la UCI del Asclepius
Children’s Hospital.
La boca de Hades se puso en una línea sombría. La Fundación
Asclepio era una de sus organizaciones bené cas. Había elementos
de ser el Dios de los Muertos que no le gustaban, y uno de ellos era
la muerte de los niños. Por mucho que entendiera el equilibrio de la
vida, nunca aceptaría del todo que la muerte de niños fuera necesa-
ria.
—El niño aún no se ha ido, milord.
—Muéstrale mi o cina —instruyó Hades. Empezó a alejarse, pe-
ro se detuvo—. Y Menta, soy tu rey, y te dirigirás a mí como tal. Mi
nombre de pila no es para que lo pronuncies.
Hades cruzó la pista de su club con Menta pisándole los talones.
La ninfa lo agarró del brazo y Hades se giró para enfrentarla.
—Olvidas tu lugar —siseó.
Ni siquiera se inmutó, solo lo miró con ojos furiosos. No se dejó
intimidar por su ira, sin miedo a su rabia.
—¡En cualquier otro momento, habrías estado de acuerdo con-
migo! —respondió ella.
—Nunca he estado de acuerdo contigo —dijo—. Has asumido
que entiendes cómo pienso. Claramente, no es así.
Se apartó de ella y subió las escaleras, pero la ninfa continuó si-
guiéndolo.
—Sé cómo piensas —dijo la ninfa—. Lo único que ha cambiado
es Per…
Hades se giró hacia ella de nuevo y levantó la mano. No estaba
seguro de lo que pretendía hacer, pero terminó apretando el puño.
—No digas su nombre. —Las palabras se le escaparon entre los di-
entes y se dio la vuelta, abriendo la puerta de su o cina.
Sintió a Perséfone y Hermes dentro, pero no los vio. Años de
existencia en batalla le impidieron dudar en la puerta, pero estaba al
límite y no podía negar que la idea de que se escondieran juntos en
esta habitación lo hacía girar en espiral.
¿Por qué están aquí juntos? ¿Es por eso que no la ubicó en la pista an-
tes?
Apretó los dientes más fuerte de lo necesario.
—¡Estás perdiendo el tiempo! —espetó Menta, sacándolo de sus
pensamientos y redirigiendo su frustración. Se preguntó a qué se re-
fería: ¿la mortal o Perséfone?
—No es como si se me estuviera acabando —espetó Hades.
Los labios de Menta se juntaron.
—Esto es un club. Los mortales regatean por sus deseos; no ha-
cen peticiones al Dios del Inframundo.
—Este club es lo que yo digo que es.
La ninfa lo fulminó con la mirada.
—¿Crees que esto hará que la diosa piense mejor de ti?
Entrecerró los ojos y gruñó mientras hablaba.
—No me importa lo que los demás piensen de mí, y eso te inclu-
ye a ti, Menta. Escucharé su oferta.
Su expresión severa se relajó, sus ojos se agrandaron y se quedó
en silencio atónita por un momento antes de irse sin otro sonido.
Hades se alegró de tener unos segundos para controlar su ira, y
era importante, porque sabía que tenía audiencia. La magia de Persé-
fone y Hermes rozaba los bordes de la suya, encendiendo su sangre
de una manera que le dio ganas de enfurecerse, pero antes de poder
darse la vuelta, las puertas de su o cina se abrieron y entró una muj-
er mortal.
Estaba despeinada, como si se hubiera vestido apresuradamente.
El escote de su suéter caía sobre un hombro y llevaba un abrigo largo
que hacía que su cuerpo pareciera un globo. A pesar de su aparien-
cia desordenada, mantuvo la cabeza en alto y él sintió determinación
debajo de su espíritu roto.
Aun así, se congeló cuando lo vio, y él odió la forma en que sin-
tió su pecho. Sabía por qué era el enemigo del mundo de arriba, por-
que tenía la culpa de llevarse a todos sus seres queridos, porque no
había hecho nada para contradecir esas antiguas creencias sobre su
reino infernal, pero eso nunca le molestó hasta esta noche.
—No tienes nada que temer.
Su voz temblaba mientras se reía.
—Me dije que no dudaría. Que no dejaría que el miedo se apode-
re de mí.
Hades inclinó la cabeza hacia un lado. Había muy pocos mo-
mentos en su vida en los que sintió verdadera compasión por un
mortal, pero ahora la sentía por esta mujer. El núcleo de su alma era
bueno, amable y… simple. No quería nada más que paz, y, sin em-
bargo, tenía todo lo contrario.
Hades habló en voz baja.
—Pero has tenido miedo. Por un largo tiempo.
La mujer asintió y las lágrimas corrieron por su rostro. Las quitó
con ereza, con las manos temblorosas, y volvió a ofrecer esa risa
nerviosa.
—Me dije que tampoco lloraría.
—¿Por qué?
—Los Divinos no se conmueven con mi dolor.
Tenía razón, a él no le conmovía su dolor, pero sí su fuerza.
—Supongo que no puedo culparte —continuó—. Soy una entre
un millón suplicando.
Era una entre un millón que había hecho la misma solicitud y,
sin embargo, esta seguía siendo diferente.
—Pero no estás suplicando por ti, ¿verdad?
La boca de la mujer tembló y respondió en un susurro:
—No.
—Dime.
—Mi hija. —Las palabras fueron un sollozo y se tapó la boca con
la mano para sofocar su emoción. Después de un momento, conti-
nuó, frotándose el rostro—: Está enferma. Pineoblastoma. Es un cán-
cer agresivo.
Estudió a la mujer; el dolor habitaba dentro de su alma rota. Ha-
bía luchado por concebir. Después de varios abortos espontáneos de-
vastadores y tratamientos dolorosos, nalmente tuvo lo que quería:
una niña perfecta. Pero a los dos años, comenzó a tener problemas
para caminar y mantenerse en pie, y todo el júbilo que había sentido
la mujer se convirtió en desesperación.
Aun así, bajo ese terrible dolor, podía sentir la esperanza que
aún tenía para su hija, los sueños que mantenía para ella. La mujer
había luchado por tener este hijo, y lucharía por mantenerla en la ti-
erra, incluso si la mataba.
Y lo haría.
Los puños de Hades se apretaron ante el pensamiento.
—Intercambio mi vida por la de ella.
Muchos mortales habían ofrecido lo mismo, la vida de un amado
por otro, y nadie lo decía más que las madres que mendigaban a sus
pies. Aun así, no lo aceptaría.
—Mis apuestas no son para almas como tú.
—Por favor —susurró la mujer—. Te daré cualquier cosa. Lo que
quieras.
Se le escapó una risa sin humor. ¿Qué sabes de lo que quiero? Qu-
iso decir mientras sus pensamientos volvían hacia Perséfone.
—No podrías darme lo que quiero.
La mujer parpadeó, y pareció llegar a una especie de conclusión
tácita, porque colgó la cabeza entre las manos y sus hombros tembla-
ron mientras sollozaba.
—Eras mi última esperanza. Mi última esperanza.
Hades se acercó a ella, le puso los dedos bajo la barbilla y le secó
las lágrimas.
—No celebraré un contrato contigo, porque no quiero quitarte
nada. Eso no signi ca que no te ayudaré.
La mujer respiró hondo, sus ojos se abrieron con sorpresa ante
las palabras de Hades.
—Tu hija tiene mi favor. Estará bien y será tan valiente como su
madre, creo.
—¡Oh, gracias! ¡Gracias! —La mujer lo abrazó. Él se puso rígido,
sin esperar que reaccionara físicamente, pero después de un momen-
to, su agarre sobre ella se apretó antes de apartarla.
—Anda. Ocúpate de tu hija.
La mujer se alejó unos pasos.
—Eres el dios más generoso.
Los labios de Hades se crisparon mientras se reía.
—Enmendaré mi declaración anterior. A cambio de mi favor, no
le dirás a nadie que te he ayudado.
Las cejas de la mujer se arquearon.
—Pero…
Levantó la mano para silenciarla. Tenía sus razones para pedir el
anonimato, entre ellas que esta oferta podría malinterpretarse. Podía
ofrecerle la seguridad de que su hija estaría bien porque aún no esta-
ba muerta, solo en el limbo. No era lo mismo que Orfeo pidiendo el
regreso de Eurídice al Mundo Superior.
Hades tenía más control sobre las almas en el limbo porque eran
como comodines, su destino estaba indeterminado. Había varias ra-
zones para esto: a veces, el destino original necesitaba cambiar y las
Moiras usaban el limbo como un mecanismo para alterar vidas, a ve-
ces el alma misma no sabía si deseaba vivir o morir y el limbo se usa-
ba como una forma de darles tiempo a decidir.
Finalmente, ella asintió y luego sonrió, las lágrimas aún corrían
por su rostro.
—Gracias. —Giró sobre sus talones—. ¡Gracias!
Hades miró la puerta cuando se fue, la satisfacción que sintió al
ayudar a la mortal se disolvió en algo desagradable una vez que es-
tuvo solo, con Hermes y Perséfone todavía escondidos en su o cina.
Se giró, su magia surgió y los obligó a salir del espejo sobre su chi-
menea. Hermes, habiendo estado en estas situaciones en numerosas
ocasiones, se preparó y aterrizó de pie. Perséfone no tuvo tanta suer-
te. Aterrizó sobre sus manos y rodillas con un ruido sordo.
—Grosero —dijo Hermes.
—Podría decir lo mismo —respondió Hades, sus ojos se movi-
eron rápidamente hacia Perséfone mientras se ponía de pie, sacudi-
éndose las manos y las rodillas. Se veía diferente, pero supuso que se
debía a la forma en que estaba vestida. Llevaba una camiseta sin
mangas blanca y pantalón negro, y su cabello estaba recogido en un
moño en la parte superior de su cabeza, exponiendo su mandíbula
en ángulo y su elegante cuello. Le gustaba así. Parecía… cómoda.
—¿Escuchaste todo lo que querías? —le preguntó a ella.
Lo fulminó con la mirada.
—Quería ir al Inframundo, pero alguien me revocó el favor.
No le había revocado su favor; simplemente le había impedido
entrar antes de tener la oportunidad de hablar con ella. Desafortuna-
damente, ahora necesitaba hablar con Hermes sin audiencia.
Se volvió hacia el Dios de la Travesura.
—Tengo un trabajo para ti, mensajero.
Hades chasqueó los dedos y envió a Perséfone al Inframundo.
Hermes arqueó una ceja, luciendo particularmente crítico.
—¿Qué? —espetó Hades.
—Podrías haber manejado eso mejor.
—No pedí tu opinión.
—No es una opinión, es un hecho. Incluso Hécate estaría de acu-
erdo conmigo.
—Hermes… —advirtió Hades.
—Puedo convocarla para que exponga mi punto.
—Estás en mi territorio, Hermes, no lo olvides.
—Y soy tu mensajero, no lo olvides.
Se miraron el uno al otro. Recibir el consejo de Hermes sobre re-
laciones era como pedirle a Zeus lo mismo: inútil.
—Por suerte para mí, no son tus habilidades de mensajero lo que
busco, Dios de los Ladrones.
Capítulo XIV
Una batalla de voluntades
q
Hades vio salir a Perséfone a pesar de sus protestas. Sabía que
temía que la vieran con él y, en realidad, no podía culparla. Los me-
dios de comunicación eran despiadados y obsesivos, y rastreaban a
los dioses como presas con la esperanza de una foto que perpetuaría
el sensacionalismo y los chismes. A algunos de sus compañeros
Olímpicos les encantaba la atención, pero Hades se había propuesto
evitarlos por completo, yendo tan lejos como para colocar guardias
arriba y abajo de su calle, techos y edi cios alrededor de su club para
mantener su privacidad.
—Antoni te llevará a casa —dijo Hades después de haber convo-
cado al cíclope. Se quedó fuera del Lexus negro. Esperaba que Persé-
fone protestara, pero lo miró con una expresión amable en el rostro.
—Gracias.
Subió a la parte trasera del auto y lo miró a través de la ventana
mientras Antoni cerraba la puerta.
Verla partir se sintió diferente esta vez, como si hubieran encont-
rado un terreno en común. Como si estuvieran más cerca de enten-
derse el uno al otro… y se sentía esperanzado.
Tan pronto como su auto se perdió de vista, Ilias se acercó y le
entregó un archivo que había creado sobre la dríada que había segu-
ido a Perséfone hasta su club. Echó un vistazo al contenido y se lo
devolvió al sátiro.
—Gracias, Ilias —dijo, y desapareció, apareciendo en la pequeña
habitación donde había estado detenida la dríada. Ella gritó cuando
vio a Hades y se encogió contra la pared, temblando.
—Rosalva Lykaios. Asistente de Deméter. Es curioso que tu cur-
rículum no incluya también espía.
Habló en voz baja, con la voz temblorosa.
—P—por favor, milord…
—Seré breve —dijo, interrumpiéndola—. Tienes dos opciones
ante ti. O le mientes a tu señora y le dices que Perséfone no estuvo
aquí esta noche, o le dices la verdad.
Se movió hacia ella mientras hablaba, y la chica se encogió de
miedo.
—Si es lo primero, te arriesgas a la ira de Deméter —dijo—. Si es
lo segundo, te arriesgas a la mía.
—Me está pidiendo que haga lo imposible.
—No —dijo—. Te estoy preguntando, ¿a cuál de nosotros temes
más?
Capítulo XV
Un juego de engaños
q
—Estoy decepcionada contigo —dijo Hécate.
Los dos estaban en las sombras fuera de Dolphin & Co. Shipbuil-
ding. Era una empresa propiedad de Poseidón y, como era propi-
edad de un dios, tenía el monopolio de la construcción de barcos y
embarcaciones en Nueva Grecia. Ayudaba que Poseidón a rmara
que sus barcos eran insumergibles, una promesa que muchos creían
porque era el Dios del Mar. Su astillero se extendía por kilómetros,
empleando a miles de mortales e inmortales que construían yates,
barcos de carga y buques de guerra, siendo este último un tipo de
barco que Zeus ordenó a Poseidón que dejara de construir después
de la Gran Guerra. Hades dudaba que Poseidón hubiera escuchado.
Fue aquí donde Sísifo había accedido a encontrarse con Poseidón
con el pretexto de que el dios lo ayudaría a escapar de la ira de Ha-
des, una artimaña que no era inverosímil. Hades no con aba en Po-
seidón. Sabía muy bien que el dios había cumplido su parte del trato:
atraer a Sísifo. Más allá de eso, no estaba obligado a ayudar a Hades
a capturar al mortal.
—¿A qué se debe esta vez? —preguntó, respondiendo al comen-
tario anterior de Hécate.
—Te dije que quería estar presente cuando le dijeras a Menta que
te ibas a casar.
Hades miró a la diosa, arqueando una ceja. Estaba envuelta en
terciopelo negro, como era su naturaleza cuando venía al Mundo Su-
perior. Prefería mezclarse con la oscuridad. Le había pedido que lo
acompañara en este viaje para manejar el huso. Ilias no había podido
rastrear cómo Poseidón había tomado posesión de él, por lo que Hé-
cate tendría que realizar un rastreo en el objeto.
Ese era el problema con las reliquias: había mucho que limpiar
después.
—¿Cómo te enteraste?
—Porque se ha desahogado con la mitad del personal al respecto
—dijo Hécate—. Sin embargo, no ha tenido el efecto que deseaba.
—¿Qué signi ca eso?
—Esperaba que se sintieran igualmente ofendidos, pero creo que
el personal está esperanzado.
—¿Esperanzado?
—Quieren a Perséfone tanto como tú, Hades —dijo Hécate, con
un poco de picardía.
—Hmm —gruñó Hades. Era cierto que la deseaba, pero después
del artículo que había escrito, no estaba seguro de que fuera recípro-
co, o si alguna vez lo haría. Aun así, sabía que había dejado una imp-
resión en sus almas. Después de regar su jardín, pasaba horas con el-
los. Había aprendido muchos de sus nombres y pasaba tiempo con
ellos, paseando o tomando té, incluso limpiando. Jugaba con los ni-
ños y les llevaba regalos, incluso sus perros tendían a seguirla, inclu-
so si él les prometía tiempo de juego.
Se había ganado su favor en poco tiempo, y él todavía tenía que
ganarse el de ella.
Hades se centró en el olor de la magia de Poseidón: sal, arena y
sol ardiente, cuando su hermano apareció ante ellos. Esta vez, estaba
completamente vestido con un traje rosa con solapas negras y un pa-
ñuelo de bolsillo blanco. A pesar de usar un glamour mortal, había
conservado su corona, las agujas de oro perdían su brillo entre su ca-
bello meloso. Hades se preguntó si lo usó como una demostración de
poder, para recordarle que estaban en su territorio.
—Veo que trajiste a tu bruja —dijo Poseidón, con los ojos color
aguamarina deslizándose hacia Hécate.
No era que Hécate le desagradara a Poseidón, tanto como la rela-
ción de ella con Zeus. Hécate, por otro lado, odiaba a Poseidón simp-
lemente por ser arrogante. Tan pronto como el dios habló, los ojos de
Hécate se entrecerraron y la pernera de su pantalón se incendió.
—¡Maldita perra! —rugió a la vez que saltaba y saltaba, tratando
de apagar el fuego místico de Hécate.
Hades sonrió ante el dolor de su hermano.
—Hécate es mucho mayor que nosotros, Poseidón —dijo Hades
sobre los gritos de su hermano—. Debemos respetar a nuestros ma-
yores.
—Cuidado, Hades. No estoy por encima de prenderte fuego —
respondió la Diosa de la Magia.
—Y no estoy por encima de incinerar tu belladona.
Se sonrieron mutuamente.
—Si ustedes dos han terminado de coquetear —gritó Poseidón
—. ¡Debo recordarte que mi maldita pierna está en llamas!
—Oh, no lo he olvidado. —Los ojos de Hécate brillaron cuando
volvió su mirada a Poseidón, lo que hizo que el dios se quedara qui-
eto. Lo que sea que vio en sus ojos le causó más miedo que el fuego
que se apoderó de su pierna. Finalmente, ella desvaneció la magia.
Poseidón se pasó la mano por la pernera del pantalón y le temblaron
las manos mientras evaluaba el daño. La tela estaba ennegrecida y
arrugada, partes de ella derretidas en su piel burbujeante. Miró a
Hécate y ella se encogió de hombros.
—Me llamaste bruja —dijo.
—Eres una bruja —le recordó Hades.
—Fue la forma en que lo dijo, como si fuera un insulto. Quizás la
próxima vez recuerde el poder detrás de la palabra.
Poseidón se enderezó, con los puños apretados a los costados.
Hades sintió que su rabia se agitaba bajo la super cie, feroz como
una tormenta mortal. No estaba seguro de qué pensaba hacer el dios
a continuación. Quizás deseaba pelear con Hécate, lo que signi caría
un desastre para él, su negocio, y el objetivo de esta reunión.
—¿Dónde está el mortal? —preguntó Hades.
Los ojos de Poseidón se movieron a los suyos y Hades sintió su
odio. Por lo general, la intensa emoción de su hermano lo dejaba
sonriendo, pero hoy, sentía pavor. Poseidón tenía varias razones pa-
ra arruinar esto. Favor o no, Hades lo había avergonzado frente a su
gente y su esposa, y aunque Poseidón se había ganado la ira de Hé-
cate, había poco que el Dios del Mar pudiera soportar antes de tomar
venganza. Todos tenían un punto de ruptura y Poseidón había hec-
ho bien en mantenerse sereno tanto tiempo. Se preguntó qué tipo de
magia habría obrado en él An trite.
—Llegará pronto. —Poseidón indicó una torre de vigilancia que
daba a su astillero—. Espera ahí.
Los dos hicieron lo que indicó y se teletransportaron al puesto de
observación. La caja era pequeña, y Hades y Hécate estaban hombro
con hombro mientras miraban por el patio. Esta estación de seguri-
dad en particular daba a la entrada y la o cina principal. A lo lejos,
una serie de luces iluminaban cientos de barcos en varios estados de
construcción. Hades pensó que la vista era hermosa a su manera.
—Es incluso más desagradable de lo que recordaba —murmuró
Hécate.
—¿Sabes que puede escucharte? —le recordó Hades.
—Eso espero.
Hades sonrió y luego su mirada se dirigió a la entrada del astille-
ro. Algo onduló en el aire, magia, pero no de Poseidón o Hécate. Se
tensó y vio a Sísifo aparecer a la vista. El cuerpo ancho y grueso del
mortal era inconfundible. Cuando se acercó a la o cina de Poseidón,
el dios salió a su encuentro.
—Ese no es un mortal —dijo Hécate.
Fue en ese momento que Thanatos apareció en una nube de hu-
mo negro, sus grandes alas extendidas y blandió una hoja larga que
usó para deslizarla a través del cuerpo de Sísifo, pero el mortal se
desintegró en pedazos de roca y arcilla.
—Poseidón —gruñó Hades.
La risa de Sísifo resonó en todas direcciones y Hades miró a Hé-
cate.
—Alguien ha dado magia al mortal —dijo la diosa.
—Puede que seas todopoderoso, pero puedo adivinar tus trucos,
lord Hades.
Hades apretó los dientes e invocó su magia, enviando sus somb-
ras en busca del mortal en la oscuridad. Sacaría al hombre como ve-
neno de una herida.
—¡Ah!
En cuanto Sísifo gritó, Hades se teletransportó y lo encontró en-
cima del ancho muro de piedra del patio.
—Hola, mortal.
Su pie salió disparado, pateando a Sísifo en el estómago. Se cayó
de la pared de espaldas en medio del patio. Hades lo siguió, aterrizó
de pie y dio unos pasos deliberados hacia él, con agujas que sobresa-
lían de las puntas de sus dedos. Las hundiría tanto en el pecho de Sí-
sifo que le perforaría el corazón.
El mortal gimió y rodó sobre su espalda, con los ojos muy abier-
tos a medida que Hades se acercaba. Se empujó sobre sus codos, sus
pies deslizándose contra la tierra mientras trataba de alejarse gatean-
do.
Una vez más, Hades sintió el mismo cambio en el aire. Era magia
de algún tipo, pero no era Divina.
—¡Hades! ¡Abajo! —ordenó Hécate, su voz estaba cerca, pero no
podía verla.
Obedeció, golpeando el suelo justo cuando la pared detrás de él
explotó. Los escombros volaron, golpeando la espalda de Hades mi-
entras se agachaba en el suelo. El impacto fue duro y gimió. Podía
curarse fácilmente, pero eso no signi caba que no pudiera sentir do-
lor.
En algún lugar a lo lejos, Poseidón se rio.
—Será mejor que corras, mortal, a menos que desees encontrar el
nal en las garras de Hades.
Hades alzó su mirada y, a través del humo que se enroscaba, vio
a Sísifo ponerse de pie. Estaba cubierto de polvo y le sangraba la ca-
beza.
—¡No! —gruñó Hades. Con su magia trabajando para curarlo rá-
pidamente, no tuvo tiempo de teletransportarse. En cambio, retiró la
pequeña caja que había hecho Hefesto y la arrojó tras el mortal. Mi-
entras lo hacía, Thanatos se movió para perseguir a Sísifo, bloquean-
do el objetivo de Hades. La caja cayó a los pies de Thanatos y las ca-
denas se desplegaron, atrapando al Dios de la Muerte con pesadas
esposas.
Sísifo corrió hacia la gran abertura en la pared de Poseidón, y
Hades gruñó mientras se ponía de pie y lo seguía, pero cuando logró
salir, el mortal se había ido y la calle estaba en silencio.
Un mortal no podría haber huido tan rápido; había tenido ayu-
da.
—Magia —dijo Hécate, apareciendo a su lado—. El aire huele a
eso. Si tuviera que adivinar, un portal.
Hades se quedó unos momentos en silencio, mirando con enfado
el espacio donde estuvo Sísifo una vez antes de regresar al patio. Po-
seidón estaba de pie cerca de su o cina, con los brazos cruzados sob-
re su pecho y una expresión de satisfacción en el rostro.
—¿Qué pasa, hermano? ¿La noche no salió como estaba plane-
ada?
Hades extendió el brazo y las agujas que sobresalían de las pun-
tas de sus dedos se dispararon hacia Poseidón como balas. El dios
convocó un muro de magia y los picos se detuvieron a centímetros
de su rostro.
Hades dirigió su atención a Thanatos, cuyo cuerpo ágil se incli-
naba bajo el peso de las cadenas de Hefesto. Hécate se hizo a un la-
do, estudiándolo, con las comisuras de sus labios curvadas.
—¿Cadenas de la Verdad, Hades? —preguntó, arqueando una
ceja—. Thanatos, ¿qué piensas del cabello de Hades?
Los ojos del Dios de la Muerte se abrieron de miedo, y cuando
habló, fue como si le hubieran arrancado las palabras de la garganta.
—Es un desastre. Una completa contradicción con su impecable
apariencia.
La sonrisa de Hécate se ensanchó y Hades miró con enfado a los
dos.
—Eleftherose ton —dijo, y cuando Thanatos fue liberado de las ca-
denas, se derrumbó de rodillas. Hécate lo ayudó a ponerse de pie.
—Lo… lo siento mucho, milord.
Hades no dijo nada, su mano apretada alrededor de la caja, los
bordes clavándose en su palma. Miró a Hécate.
—¿Cuál fue la criatura que vino en lugar de Sísifo? —preguntó.
—Era un golem —dijo Hécate.
Un golem era una creación hecha de arcilla y animada con ma-
gia. Podía tomar cualquier forma, siempre que la poción incluyera
una parte de la persona a la que iba a imitar.
—Sísifo tuvo ayuda para crear esa criatura —dijo Hades—. ¿Pu-
edes rastrear la magia?
—Por supuesto que puedo rastrear la magia —dijo Hécate. Pare-
ció ofendida de que incluso se lo preguntara—. ¿Puedes pedirlo
amablemente?
En ese momento, sonó su teléfono. Antes de Perséfone, apenas lo
había usado, pero fue ese pensamiento el que lo hizo sacarlo de su
bolsillo para responder antes de responderle a Hécate.
—¿Sí? —siseó mientras contestaba su teléfono.
—¿Hades? —ronroneó Afrodita su nombre.
Hades suspiró, frustrado.
—¿Qué quieres, Afrodita?
Si llamaba para aguijonearlo, torturaría a Basil esta noche. Lo
juró.
—Pensé que te gustaría saber que tu diosa ha venido a mi club
de visita.
Algo posesivo asomó su cabeza ante la mención de su diosa. Fue
un sentimiento oscuro, y salió de su pecho, un monstruo listo para
luchar, proteger, reclamar.
—¿De visita?
—Sí. —La voz de Afrodita sonaba entrecortada—. Llegó con
Adonis.
Se olvidó de pelear, proteger y reclamar. Ese monstruo en su
pecho deseaba sangre.
—Espero que te des prisa —dijo—. Él parece embelesado.
Capítulo XVI
Una batalla por el control
q
Antes de dejar Las Tres Lunas, Hades convocó a Ilias en la tien-
da para que el sátiro pudiera deshacerse del contenido, lo que signi-
caba quemarlo hasta los cimientos. Hécate y él se separaron, Hades
tenía negocios con Afrodita, mientras que Hécate tenía la intención
de regresar al Inframundo.
—Las almas van a celebrarte esta noche —le recordó—. Estarían
encantadas de verte.
La culpa lo golpeó, como siempre ocurría cuando su gente reser-
vaba tiempo para adorarlo.
—Perséfone estará allí. Creo que también planean honrarla.
Eso no era inesperado. Ella merecía su adoración. Era más dios
de lo que él había sido para ellos. Además, tendrían que acostumb-
rarse a celebrarla. Iba a ser su reina.
—Quizás lo consigan esta vez —dijo antes de partir, pero dudó
de sus palabras.
La diosa de la brujería tenía buenas intenciones, pero había algu-
nos demonios que Hades no deseaba enfrentar, y su gente, el trato
que les había dado en el pasado, era uno.
Encontró a Afrodita en su mansión junto al mar, reclinada en
una tumbona en su casa de mármol, ventanas del suelo al techo con
vista al océano y la isla de Hefesto. Cuando apareció, ella bostezó y
se tapó la boca con el dorso de la mano.
—Esperaba que volvieras anoche —dijo, abanicándose con lo
que parecía un manojo de plumas—. Debes haber tenido una gran
distracción en tus manos.
—Tu mortal drogó a Perséfone —dijo, llegando al punto de su
visita. Normalmente no le importaba el acoso de Afrodita, pero hoy
no estaba de humor para eso.
La diosa no reaccionó, pero su mano continuó moviéndose, el
abanico de plumas batiendo a un ritmo constante.
—¿Dónde está tu prueba? —preguntó, aburrida.
—Probé el veneno en su lengua, Afrodita —dijo Hades con fuer-
za.
—¿Probaste? —Afrodita se sentó, sus ojos se agrandaron un po-
co mientras dejaba el abanico a un lado—. Entonces, ¿la besaste?
La mandíbula de Hades se apretó y no respondió.
—¿Estás enamorado? —preguntó, y había una nota de alarma en
su voz que Hades no entendió. ¿Afrodita temía que él ganara el trato y
ella perdiera la oportunidad de ver a Basil regresar del Inframundo? ¿O si-
quiera se preocupaba por Basil? ¿Temía más no volver a verlo como se veía a
sí misma, sola?
La miró con enfado, y sus ojos brillaron, una sonrisa curvó sus
labios.
—¡Lo estás! Oh, esto es noticia, efectivamente.
—Basta, Afrodita.
Lo miró con enojo, cruzando los brazos sobre su pecho.
—¿Supongo que has venido aquí para amenazar a Adonis?
—Vine a preguntar por qué dejaste que sucediera.
Los ojos de Afrodita se agrandaron y parpadeó, claramente sin
esperar que Hades hiciera esa pregunta. Luego entrecerró los ojos.
—¿De qué me acusas, Hades?
—Mantienes a tus amantes a raya y, sin embargo, dejaste libre a
Adonis y me convocaste cuando las cosas se salieron de control.
¿Esperabas verme enfurecer?
—Creo que me estás acusando de organizar la debacle de anoc-
he.
Afrodita podía ser la diosa del amor, pero no creía en éste y, a
menudo, di cultaba que los mortales lo consiguieran. Lo veía como
un juego y los usaba como peones, introduciendo distracciones, de-
sa ando el vínculo que ella nunca podría establecer con otro.
Sabía lo que estaba haciendo y estaba allí para detenerlo.
—Perséfone no es un juguete, Afrodita. No puedes joder con es-
to.
Sus labios se tensaron y sus ojos verde mar se oscurecieron.
—No hay reglas para el trato, Hades. Puedo desa ar tu elección
tanto como desee.
—Déjame ser claro, Afrodita. Este trato no tiene nada que ver
con si Perséfone será mi reina o no, ya que ese es un futuro tejido por
las Moiras. Si te metes con ella, te metes conmigo.
—Si ella no te ama, no puedes evitar que sus ojos se desvíen.
—¿Es eso lo que estabas intentando demostrar anoche? Porque
todo lo que vi fue a mi futura esposa en apuros. Un crimen que no
quedará impune.
—¿A no ser qué?
Su pregunta hizo reír a Hades y el sonido robó la expresión eng-
reída de Afrodita.
—Oh, no hay negociación cuando se trata de mi reina —respon-
dió Hades—. La existencia de Adonis en el Inframundo será un hor-
ror.
Mientras hablaba, los ojos de la Diosa del Amor se agrandaron y
la ira nubló su rostro.
—Hades… —Su nombre se deslizó de entre sus labios como una
advertencia.
—Nada me impedirá destrozar el alma de Adonis. Descansa sabi-
endo que has decidido su destino, Afrodita.
Lo último que escuchó antes de irse fue a Afrodita gritando su
nombre.
q
Hades regresó a su o cina en el Inframundo. Miraba a Asfódelo,
y observaba la alegría de su gente desde lejos, iluminada por la luz
de una linterna. Desde esta distancia, no podía ver a Perséfone, pero
sabía que estaba allí. Su presencia desenterró más recuerdos de la
noche anterior y, junto con ellos, la culpa de dejarla en su cama, des-
nuda, con la piel sonrojada por el deseo. Al menos se había probado
una cosa: También lo deseaba estando sobria.
Suspiró y se bebió un vaso de whisky antes de a ojarse la corba-
ta y dirigirse a los baños. Necesitaba una ducha. Se sentía sucio, el
hedor de la magia oscura y la tienda de Vasilis se aferraba a su piel.
Se detuvo en la entrada de sus baños privados donde podía es-
cuchar el chapoteo del agua y oler el aroma de Perséfone. La idea de
verla desnuda de nuevo lo llenó de lujuria, su miembro se endureció
ante el pensamiento de estar dentro de ella.
Pero, ¿lo rechazaría? ¿O lo invitaría a explorar cada faceta de su cuer-
po?
Estaba a punto de averiguarlo.
Salió de la sombra y bajó los escalones, asegurándose de hacer
su ciente ruido para no asustarla. Cuando apareció a la vista, la en-
contró en el centro de la piscina ovalada, anqueada a ambos lados
por columnas de mármol. Sus ojos estaban abiertos de par en par,
sus mejillas enrojecidas, su cabello mojado y pegado a su cuerpo co-
mo enredaderas rizadas alrededor de porcelana. El agua lamía sus
senos, llegando solo a sus pezones rosados, y era tan claro que podía
distinguir la curva de sus caderas y los rizos oscuros en el vértice de
sus muslos. Sus pensamientos se centraron en cómo se sentiría sepa-
rar esa carne satinada y explorar la evidencia de su deseo por él. Es-
taba seguro de que estaría resbaladiza y ardiente, lista para sus de-
dos y su boca, y bebería de ella hasta que se deshiciera en sus brazos.
Luego sus ojos se posaron en sus pies, donde estaba apilada su
ropa. En la parte superior, se encontraba una hermosa corona de oro.
Reconoció la artesanía como la de Ian Kovac, un talentoso herrero
que había residido en el Inframundo durante siglos.
Hades se inclinó y la recogió para examinarla más de cerca. Era
una hermosa corona oral y de gemas, un perfecto equilibrio de la
ora que lo representaba a él y a Perséfone por igual.
—Es hermosa.
Ella lo miró, sus ojos ardían como una fragua. Hades se pregun-
tó qué pensamientos acompañaban a esa mirada. ¿Eran tan lascivos
como los suyos? ¿Se estaba preguntando cómo se sentiría su miembro en
sus manos, cómo sabría en su boca, el sonido que haría cuando se corriera?
Ella se aclaró la garganta, rompiendo sus pensamientos.
—Lo es. Ian la hizo para mí.
—Es un artesano talentoso. Es lo que lo llevó a la muerte.
Sus cejas se fruncieron sobre su frente.
—¿Qué quieres decir?
—Fue favorecido por Artemisa y lo bendijo con la habilidad de
crear armas que aseguraban que su portador no pudiera ser derrota-
do en la batalla. Lo mataron por eso.
El favor podía ser algo peligroso de otorgar. Convirtió en blanco
a los mortales en la antigüedad y en la actualidad. A veces, los resul-
tados eran positivos y al receptor se le otorgaba fama y estatus, y, ot-
ras veces, eran asesinados.
Hades se quedó mirando la corona un momento más. Era signi -
cativo que ella hubiera aceptado tal adorno de su gente, incluso si lo
había hecho para complacerlos. Era una señal de su dedicación a el-
los, una cualidad en una verdadera reina. La dejó encima de su ropa
y luego se irguió, encontrando la mirada de Perséfone nuevamente.
También era signi cativo que no se hubiera movido para esconderse
de él.
—¿Por qué no fuiste? —preguntó—. A la celebración en Asfóde-
lo. Era para ti.
—Y para ti. Te celebraron —dijo—. Como deberían.
—No soy su reina.
—Y yo no soy digno de su celebración.
—Si sienten que eres digno de celebración, ¿no crees que es su -
ciente?
Hades no respondió. No deseaba hablar sobre este tema. De hec-
ho, las únicas palabras que quería compartir con ella eran súplicas
eróticas y gemidos entrecortados. Su miembro palpitaba, desespera-
do por la libertad y el placer, lo que hizo que su sangre se le subiera
a la cabeza y le impidiera concentrarse en nada más que sexo.
—¿Puedo unirme a ti?
Notó la forma en que su garganta se contrajo mientras tragaba,
asintiendo. Su invitación solo alentó el fuego. Sostuvo su mirada mi-
entras se desnudaba, casi gimiendo mientras liberaba su prominente
sexo de los con nes de su pantalón. Se sentía hinchado y tenso hasta
el punto de sentir dolor. Necesitaba liberación, y estuvo aún más de-
sesperado por ello cuando la mirada de Perséfone viajó a lo largo de
su cuerpo, igual de hambrienta como se sentía.
Entró en la piscina y habló a medida que se acercaba.
—Creo que te debo una disculpa.
—¿Por qué, especí camente?
Una sonrisa asomó a sus labios. Sabía que ella sentía que le debía
una disculpa por algo más que la forma en que la había dejado ayer.
El problema era que se ofrecía una disculpa cuando alguien real-
mente sentía pena por lo que había hecho, y Hades no pensó que al-
guna vez se arrepentiría de haberla engañado para meterse en su
contrato. Signi caría su libertad, se diera cuenta de eso ahora o no.
Se acercó, elevándose sobre ella, le tocó el rostro y le pasó el de-
do por la mejilla.
—La última vez que nos vimos, fui injusto contigo.
Ella desvió la mirada y la mano de Hades se apartó de su rostro
cuando dijo en voz baja:
—Fuimos injustos el uno con el otro.
Estaba hablando del artículo que había escrito, y el hecho de que
reconociera su injusticia hizo que su respiración se atascara en su
pecho. ¿Era demasiado esperar que estuviera cambiando de opinión acerca
de él?
—¿Te gusta tu vida en el reino mortal? —Tenía que preguntar,
necesitaba evaluar su apego al Mundo Superior. ¿Dejaría ella que fu-
era su reina?
—Sí. —Se apartó de él, nadando hacia atrás, sus senos alzándose
por encima del agua. Hades la siguió como si lo estuviera jalando de
una cuerda—. Me gusta mi vida. Tengo un apartamento, amigos, y
una pasantía. Pronto me graduaré de la universidad.
—Pero eres Divina.
Él no entendía. ¿Por qué estaba construyendo esta vida munda-
na en el Mundo Superior, cuando podía tener cualquier cosa? ¿To-
do?
Dejó de alejarse y se quedaron a centímetros de distancia. Podía
sentir el roce de sus pezones contra su piel mientras respiraba.
—Nunca he vivido de esa manera y lo sabes —respondió, y pa-
recía casi frustrada con él, una línea apareció entre sus cejas.
—¿No tienes ganas de entender qué es ser una diosa?
—No.
—Creo que estás mintiendo —dijo. Pudo saborearlo de inmedi-
ato, ese sabor amargo y metálico en el fondo de su boca. La pregunta
era, ¿por qué? Si tuviera que adivinar, pensaría que tenía algo que ver
con su poder latente.
—No me conoces.
Sus ojos se encendieron como almas que ascienden al cielo noc-
turno.
Sí, pensó, enciende ese fuego.
La quería enojada, quería sentir la pasión irradiar de su cuerpo y
vibrar a través del suyo.
Entrecerró los ojos, desa ante.
—Te conozco.
Se movió de modo que estuvo detrás de ella, tocándola solo con
la punta de los dedos, recorriendo su clavícula y hombro.
—Sé la forma en que tu respiración se entrecorta cuando te toco.
Sé cómo se te ruboriza la piel cuando piensas en mí. Sé que hay algo
debajo de esta bonita fachada.
Presionó un beso en su hombro, antes de que su mano se movi-
era más abajo, rozando su seno. Perséfone soltó una fuerte inhalaci-
ón cuando su cuerpo se arqueó contra el suyo y Hades casi gimió.
—Hay rabia. Hay pasión. Hay oscuridad. —Acentuó sus palab-
ras con un giro de su lengua contra su cuello—. Y quiero probarlo.
Su mano se deslizó por su vientre antes de engancharse alrede-
dor de su cintura, luego la apretó más contra él, dejándola sin duda
de su deseo por ella. Su miembro encajaba perfectamente contra su
trasero bien proporcionado, su espalda contra su pecho.
—Hades… —pronunció su nombre y eso lo puso hambriento.
Dejó caer la cabeza en el hueco de su hombro y le suplicó:
—Déjame mostrarte lo que es tener poder en tus manos. Déjame
sacar la oscuridad de tu interior. Te ayudaré a darle forma.
Mientras la sostenía contra él, su otra mano buscó su centro. Sus
dedos se enredaron en los rizos oscuros y ásperos hasta que ahuecó
su sexo, sintiendo su calor mojar su mano. La cabeza de Perséfone
voló hacia atrás, apoyándose sobre su hombro y su jadeo lo alentó.
—Hades, nunca he…
—Déjame ser tu primero.
Fue una súplica, pero también una pregunta. Él quería esto de-
sesperadamente, podía sentir cuánto deseaba esto también. Pero ha-
bía una diferencia entre querer y estar lista, y él no la presionaría si
necesitaba tiempo.
Excepto que asintió, invitando a su mano a separar su carne. Su
pulgar rozó ligeramente su clítoris, provocando a lo largo de la ent-
rada de su delicada y deliciosa carne. Ella se puso de puntillas, su
cuerpo poniéndose rígido bajo su toque.
—Respira —susurró, y cuando lo hizo, sus dedos se hundieron
más profundamente, provocando un grito en Perséfone y un gemido
en Hades. Su cabeza estaba nublada por la lujuria. Quería tanto de
esta única instancia, explorarla con su mano, su boca y su miembro.
Quería tomarla de un millón de formas eróticas diferentes y, sin em-
bargo, ella era nueva en todo esto, su cuerpo no estaba familiarizado
con esta… invasión. Se mordió el labio con fuerza para regresar a es-
te momento, para concentrarse en complacer a Perséfone, no en su
palpitante necesidad de liberación.
Esto debía ser sobre ella.
—Estás tan mojada… —Las palabras salieron como un siseo, su
rostro enterrado profundamente en su cabello. El olor a vainilla y la-
vanda nubló su vista. Cuando sintió que las uñas de ella se clavaban
en su piel, guio su mano hacia donde estaba la suya enterrada pro-
fundamente—. Tócate. Aquí.
Le mostró cómo tocar su clítoris, rozando ligeramente el manojo
de nervios que se encontraba justo sobre su calor húmedo, donde to-
davía se movía. Se deleitó al ver la forma erótica en que se movía
contra él, balanceando sus caderas, desesperada por sentirlo más
profundo, y estuvo feliz de complacerla. Le encantó la forma en que
gemía, la forma en que su respiración quedaba atrapada en su gar-
ganta, la forma en que su cabeza caía sobre su hombro. Continuó
moviéndose dentro de ella mientras su otra mano se movía hacia sus
senos, apretando y amasando sus pezones y luego se apartó de ella.
El grito de sorpresa de Perséfone lo hizo sonreír y ella se volvió
hacia él. No estaba seguro de lo que tenía la intención de hacer, pero
no le dio la oportunidad de seguir adelante. La atrajo hacia él y su
boca descendió sobre la de ella, separando sus labios, sus lenguas
moviéndose una contra la otra con una desesperación que nunca an-
tes había sentido. Era el resultado de semanas de necesidad reprimi-
da, y la desataría ahora, la adoraría hasta que estuviera roja y en car-
ne viva.
Rompió el beso y apoyó su frente contra la de ella, y tuvo la idea
de que atesoraría este momento: la pausa entre la pasión donde ha-
bían compartido tanto y compartirían más.
—¿Confías en mí?
—Sí.
La estudió un momento más, memorizando la honestidad graba-
da en su rostro antes de besarla y levantarla de la piscina. La sentó
en el borde y se colocó entre sus muslos, con las manos ancladas a su
cintura. Se quedaría aquí para siempre si eso signi caba que siempre
lo miraría con esos ojos de párpados pesados.
—Dime que nunca has estado desnuda con un hombre. Dime
que soy el único.
Era una pregunta primitiva, una extraña necesidad que sentía en
lo profundo de su estómago y que vibraba a través del hilo que los
conectaba. Quería ser el primero en explorar su cuerpo, el único en
conocer su verdad y brindarle placer.
Su expresión se suavizó y él sintió su mano acunar su rostro.
—Eres el único.
De nuevo, la besó y deslizó sus brazos por debajo de sus rodillas.
La arrastró hacia delante hasta que apenas descansó en el borde de
la piscina. Sus besos cayeron de su boca a su mandíbula, a su pecho
y estómago, la barbilla rozando los rizos húmedos en su centro, im-
pulsado por Perséfone, cuyas manos se enredaron en su cabello, ti-
rando y raspando mientras jadeos agudos y gemidos sensuales esca-
paban de su boca. Era una sinfonía erótica que podría escuchar du-
rante el resto de su vida inmortal.
Mientras cubría su piel de besos, saboreando su lengua, encontró
algo que no esperaba: una mancha en su piel perfecta. Manchas des-
coloridas de moretones amarillos verdosos curándose, esparcidos
por sus muslos.
La miró.
—¿Fui yo?
—Está bien.
Aun así, frunció el ceño, odiando haberla lastimado y besó cada
moretón, curándolos por completo a medida que se acercaba a su
entrada. No hubo espera una vez que sintió su calor. Había pensado
en provocarla más, hasta jadeos ilícitos de frustración y demandas
de su lengua, pero era débil, su moderación destrozada. Descendió
sobre ella como si fuera un festín y estuviera famélico. Su grito de
placer lo recorrió, directo a su miembro, recordándole que tenían ho-
ras de placer por venir.
Comenzó con suaves caricias, rozando su clítoris y deslizándose
sobre su húmeda entrada, pero cuando sus manos se apretaron en su
cabello y sus gritos se volvieron guturales, la acercó más, su lengua
llegando más profundo, saboreando la dulce piel resbaladiza. Ella se
retorció, y él usó una mano para mantenerla en su lugar mientras la
otra jugueteaba con ese manojo de nervios sensibles. Se puso tensa,
una presa a punto de estallar, y cuando nalmente encontró la libe-
ración, bebió.
Cuando terminó, se puso de pie y la besó, su boca todavía estaba
húmeda por su sexo. Ella le dio la bienvenida, envolviendo sus bra-
zos y piernas alrededor de él. Se sentó justo encima de su miembro,
su entrada provocando su punta, y él apretó los dientes para evitar
empalarse en ella. Cuando se apartó, sus ojos se clavaron en los de
ella.
Déjame tenerte, pensó. Vio cómo ella capturaba de su labio entre
los dientes, otra invitación sin palabras, pero justo cuando se movía
para guiar su miembro palpitante hacia ella, escuchó la voz de Men-
ta.
—¿Lord Hades?
Sintió como si sus dientes fueran a romperse. Nunca había odi-
ado tanto un sonido en su vida, pero este era uno que maldeciría por
el resto de su existencia. Notó la forma en que Perséfone se puso rígi-
da y la mantuvo en su lugar mientras se alejaba del borde de la pisci-
na, girándose para estar de espaldas a la ninfa cuando entró en los
baños. Fue un intento de preservar algo de la modestia de Perséfone,
incluso con sus piernas todavía alrededor de su cintura.
Excepto que Perséfone lo sorprendió envolviendo su mano alre-
dedor de su miembro.
Se miraron el uno al otro, y si las miradas pudieran encender fu-
ego, se incinerarían.
—Ha…
Menta se detuvo en lo alto de los escalones que conducían a los
baños. Su mandíbula se tensó y sus rasgos se pusieron rígidos ante la
vista con la que se había topado.
—¿Sí, Menta? —La voz de Hades era tensa, su ira y su deseo luc-
haban por dominar su mente. La mano de Perséfone acarició su eje,
su pulgar frotando círculos ligeros sobre la coronilla de su pene.
—Te… extrañamos en la cena —estaba diciendo Menta.
Todo lo que Hades podía pensar era: ¿Por qué sigue hablando?
—Pero veo que estás ocupado.
La mano de Perséfone se movió hasta su base.
—Mucho —dijo entre dientes.
—Le haré saber al cocinero que estás completamente saciado.
Hasta la punta.
—Bastante —dijo entre dientes.
Menta se quedó allí un momento más, como si quisiera añadir
algo, pero, inteligentemente, pensó lo contrario. Se volvió y se fue, y
Hades alcanzó a Perséfone. Continuarían donde lo habían dejado.
Ella se había burlado de él lo su ciente, y ahora él sabría lo que se
sentía estando dentro de ella, ser consumido por ese calor fascinante.
Excepto que se apartó de él.
—¿A dónde vas? —La siguió.
—¿Con qué frecuencia viene Menta a buscarte en los baños? —
preguntó mientras salía de la piscina.
—Perséfone.
No hagas esto. No vayas allí, quiso decir, pero no lo miraba y se ha-
bía cubierto con una toalla.
—Mírame, Perséfone.
Todavía estaba en la piscina, pero se había movido lo su ciente
como para que el agua le llegara a los muslos. De alguna manera, se
sentía igual de expuesto, su carne dura en plena exhibición, por lo
que no podía dejar ninguna duda de su deseo por ella.
—Menta es mi asistente.
—Entonces Menta puede asistirte con tu necesidad. —Se atrevió
a mirar jamente su miembro con su mirada viciosa. Frunció el ceño
de repente y salió del agua, deslizando el brazo alrededor de su cin-
tura. La atrajo hacia sí.
—No deseo a Menta —gruñó.
—No te deseo a ti.
Quiso gruñir ante el sabor amargo en el fondo de su boca mient-
ras saboreaba su mentira.
—¿No… me deseas? —preguntó.
—No —dijo, pero su voz fue un susurro ronco.
Los ojos de Hades se posaron en sus labios hinchados por los be-
sos antes de levantarlos nuevamente. Después de un momento, pre-
guntó:
—¿Conoces todos mis poderes, Perséfone?
Notó la forma en que su garganta se contrajo cuando tragó. Se
preguntó por qué, después de lo que habían compartido en la pisci-
na, estaba nerviosa. Quizás no con aba en sí misma para mantener
esta fachada de indiferencia.
—Algunos de ellos —respondió.
Inclinó la cabeza, acercándose poco a poco.
—Acláramelo.
—Ilusión —dijo, y mientras hablaba, sus labios rozaron la co-
lumna de su cuello.
—Sí —susurró, sin dejar de explorar y saborear su piel.
—¿Invisibilidad?
—Muy valioso.
—¿Encanto? —susurró mientras sus labios se movían hacia la
sensible piel de sus senos.
—Hmm. —Hizo una pausa y la miró—. Pero no funciona en ti,
¿verdad?
—No. —Se estremeció cuando respondió, y una sonrisa amenazó
la seria compostura de Hades. Pasó un dedo por el centro de su pec-
ho, enganchando la toalla y exponiendo sus senos.
—Parece que no has oído hablar de uno de mis talentos más vali-
osos. —Se metió un brote apretado en la boca y lo chupó, disfrutan-
do de la forma en que la respiración de Perséfone quedó atrapada
ruidosamente en su garganta. Se apartó y la miró jamente—. Puedo
saborear las mentiras, Perséfone. Y las tuyas son tan dulces como tu
piel.
Le plantó las manos en el pecho y lo apartó.
—Esto ha sido un error.
Eso no era una mentira y la verdad le destrozó el alma.
Perséfone recogió el resto de su ropa y la corona que Ian había
hecho. Los sostuvo contra su pecho como si fueran un escudo, como
si estuviera avergonzada de lo que había dejado que sucediera. Ha-
des miró mientras se retiraba escaleras arriba.
—Puedes creer que esto fue un error —gritó Hades, y Perséfone
se detuvo, girando la cabeza solo ligeramente para que él pudiera
ver su per l—. Pero me deseas. Estuve dentro de ti. Te probé. Esa es
una verdad de la que nunca escaparás.
Y fue esa verdad la que le dio esperanza, porque Hades sabía
que podía construir afecto con fuego.
Vio como Perséfone se estremecía y corría.
Capítulo XIX
El Proyecto Halcyon
q
—Dime, ¿por qué llevarás a Menta a la Gala Olímpica esta noche
y no a Perséfone?
La pregunta vino de Hécate, que estaba detrás de Hades mient-
ras se ajustaba la corbata en el espejo. La Diosa de la Brujería no pa-
recía complacida, cerniéndose en su túnica púrpura, con los brazos
cruzados sobre el pecho.
La Gala Olímpica tenía lugar todos los años y se celebraba en el
Museo de Artes Antiguas. Era un asunto extravagante y una excusa
para que los dioses hicieran alarde de su riqueza. La única razón por
la que Hades asistía era porque el evento también servía para reca-
udar fondos. Este año, la gala tenía como tema el Inframundo, lo que
signi caba que Hades y su fundación se involucraban en la elección
de la organización bené ca.
—No voy a llevar a Menta —dijo Hades—. Es mi asistente.
Y no se lo había pedido a Perséfone porque ella iba como asigna-
ción de trabajo y llevaba a Lexa.
—¿Te das cuenta de que lo único que Perséfone verá es que lle-
gas a la gala con Menta?
Hades pensó en la otra noche en los baños, cuando Menta los in-
terrumpió. Perséfone había mirado deliberadamente su ingle, su mi-
embro y sus bolas pesadas. Escuchó sus palabras en su cabeza. En-
tonces Menta puede asistirte con tu necesidad.
Apretó los dientes y se volvió hacia la diosa.
—No tengo la intención de llegar con ella del brazo —dijo—. Es-
tá allí para presentar el Proyecto Halcyon.
Era algo en lo que su personal ha estado trabajando en La Fun-
dación Ciprés, una organización sin nes de lucro que brindaría
atención de rehabilitación a los mortales de forma gratuita. Fue ins-
pirado por Perséfone, cuyas palabras aún podía escuchar claras co-
mo el día. Si vas a solicitar un trato, desafíalos a que vayan a rehabilitación
si son adictos, y haz algo mejor, paga por ello.
No había estado haciendo lo su ciente. Si su verdadero objetivo
era garantizar que la vida en el Inframundo fuera una mejor existen-
cia para las almas, tenían que tener esperanza mientras vivían. En las
últimas semanas, Hades había llegado a saber más y más sobre la es-
peranza de lo que jamás imaginó.
Hécate miraba con la ceja levantada.
—¿Menta lo sabe?
—No le he dado ninguna razón para pensar lo contrario —dijo
Hades.
La diosa negó.
—No entiendes a las mujeres —dijo Hécate—. A menos que lo
hayas dejado explícitamente claro, es decir, a menos que hayas dicho
las palabras, Menta, no eres mi cita, ella pensará precisamente eso.
—¿Y qué te convierte en una experta de repente?
—Puede que no me interesen las relaciones, Hades, pero he vivi-
do más que tú y he visto cómo estas emociones destruyen a la huma-
nidad. Además… —Levantó la barbilla—. Escuché a Menta decirle a
sus secuaces que tenía una cita contigo esta noche.
—¿Sus secuaces? —preguntó.
—Tiene un grupo de ninfas con las que se queja de todo. Deberí-
as escuchar la forma en que habla de Perséfone.
Los ojos de Hades se entrecerraron y, de repente, se sintió lleno
de curiosidad.
—¿Cómo habla de Perséfone?
Los ojos de Hécate brillaron amenazadoramente mientras descri-
bía en detalle las cosas horribles que Menta había dicho sobre la Di-
osa de la Primavera, incluso llamarla una follada de favor, un término
despectivo que los mortales usan para describir a alguien que se acu-
esta con un dios a cambio de su favor. Cuando Hécate terminó de
hablar, Hades solo tenía una pregunta.
—¿Por qué acabo de enterarme de esto?
—Estaba reuniendo pruebas —dijo a la defensiva—. Y si crees
que dejé que se salieran con la suya llamando a Perséfone de esas
maneras, estás equivocado.
Hades esperó y Hécate nalmente explicó.
—Yo… puede que haya enviado un ejército de ciempiés veneno-
sos para arruinar su picnic. La segunda vez, envié escarabajos am-
polla.
—¿Segunda vez? ¿Ha sucedido esto más de una vez?
—¿Qué puedo decir? Menta está fuera de control —dijo Hécate,
ignorando la verdadera naturaleza de la pregunta de Hades, ¿por qué
no había acudido a él antes?
Hades dio la espalda a Hécate, tomando su máscara de la mesa
tras él.
—Entonces —añadió Hécate—. ¿Qué vas a hacer?
—Hablaré con Menta —respondió Hades.
—Hablar —repitió Hécate—. ¿No vas a usar esto como una
oportunidad para… no sé… expulsarla del Inframundo?
—Quizás no he sido lo su cientemente claro —dijo Hades cla-
vando su mirada en la de Hécate—. Como tan… acertadamente seña-
laste al comienzo de esta conversación. Confía, diosa, después de
que termine con Menta, no habrá duda en su mente de cómo debería
tratar a Perséfone.
Hades se movió para abrir la puerta y encontró a la ninfa del ot-
ro lado. Su mano estaba levantada, como si la hubiera agarrado justo
antes de llamar. Iba vestida de esmeralda y las joyas colgaban pesa-
das de sus orejas y cuello.
—Oh —dijo, sonriendo ampliamente, sus ojos mirando a Hécate,
quien aún permanecía en el fondo. Sus ojos se estrecharon ligera-
mente antes de volver a concentrarse en Hades—. Yo… vine a ver si
estabas listo.
—Más que eso —respondió Hades, y antes de que la ninfa pudi-
era reaccionar, reunió su magia y se teletransportó. Aparecieron en
el Museo de Artes Antiguas, justo fuera del salón de baile donde se
llevaría a cabo la cena.
—Follada de favor —dijo Hades mientras se aseguraba su más-
cara.
Menta lo miró con una mezcla de aprensión y miedo en su rost-
ro.
—¿Disculpa?
—¿A rmas no reconocer esas palabras? —preguntó Hades.
Menta no tenía nada que decir.
—La próxima vez que escuche que has hablado mal de Perséfone
será la última vez que me ayudes —dijo Hades—. ¿Ha quedado claro?
La ninfa levantó la barbilla, sus ojos brillaban de ira, pero perma-
neció en silencio, más que probablemente avergonzada y enojada
porque la habían regañado por su comportamiento malicioso. Hades
salió del pasillo y entró al salón de baile. Fue recibido de inmediato
por la visión de Perséfone bajando las escaleras coronada de oro y
vestida de fuego.
Miró abiertamente y con avidez. Su vestido se aferraba a su cuer-
po, recordándole que la había visto desnuda, la tocó de la manera
más íntima, la escuchó pronunciar su nombre. Sabía que ella pensa-
ba de manera similar mientras sus ojos verde botella recorrían su cu-
erpo, prendiéndolo fuego de dentro hacia fuera, y luego sus pensa-
mientos se convirtieron en un caos y se preguntó si llevaba algo de-
bajo de ese vestido.
Pero mientras miraba, sus ojos se oscurecieron. Hades se puso rí-
gido cuando Menta se acercó a él y el susurro de su vestido rechinó
en sus oídos como una hoja de acero a lada.
No reconoció a la ninfa, pero no importó. Comprendió la expre-
sión del rostro de Perséfone. Había asumido lo que Hécate había
predicho, que habían venido juntos. Hades pudo escuchar la voz
engreída de Hécate.
Te lo dije.
Perséfone bebió su vino y luego desapareció entre la multitud,
seguida de cerca por Lexa.
—Creo que te han desairado —comentó Menta.
El humor de Hades se ensombreció y rodeó a la multitud en un
intento por mantener a Perséfone a la vista. Quería explicárselo antes
de que fuera demasiado tarde, pero Poseidón le bloqueó el camino.
El dios vestía un traje llamativo y su cabello parecía haber sido geli -
cado en algo que se parecía a una ola del océano. Hades pensó que
se veía ridículo y se preguntó qué pensaría Thanatos de su cabello.
—Hermano —dijo Poseidón, y miró por encima de su hombro
hacia donde estaba Perséfone con Hermes—. ¿Te estoy alejando de
alguien?
Hades no respondió.
—Es hermosa —dijo—. Puedo notarlo incluso con la máscara.
Quizás compartirás cuando te canses de ella.
Hades entrecerró la mirada e inclinó la cabeza mientras se acer-
caba un paso más a su hermano. Eran iguales en altura, pero no en
tamaño. Poseidón era más voluminoso, pero Hades era más fuerte.
Si Poseidón necesitaba un recordatorio, estaría feliz de complacerlo.
—Si vuelves a mirar en su dirección, te destrozaré miembro por
miembro y alimentaré con tu cadáver a los Titanes —dijo Hades—.
¿Dudas de mí?
Poseidón tuvo el descaro de parecer divertido, sus ojos color
aguamarina brillaron y enarcó una ceja rubia.
—¿No eres muy territorial, hermano?
—Eso no es nada. Deberías haber visto lo que hizo cuando la res-
caté de ahogarse —dijo Hermes, paseándose alrededor de ellos, con
las alas arrastrándose por el suelo. Hades dio un paso atrás.
—¿Orinó un círculo alrededor de ella? —preguntó Poseidón.
La mandíbula de Hades se tensó y volvió su oscura mirada hacia
Hermes, que acababa de empezar a abrir la boca, cuando le miró, la
cerró. Tenía la sensación de que sabía lo que Hermes estaba a punto
de decir, que había marcado a Perséfone de otra manera mediante
un trato.
—¿Qué te pasa, hermano? ¿Tienes miedo de que su mirada se
desvíe?
Hades sintió que la oscuridad se alzaba en él. Le mostraría a Po-
seidón lo que era tener la mirada desviada cuando sus ojos fueran
retirados de su cráneo y arrojados a través de esta habitación.
Pero Poseidón fue salvado por Menta, que apareció tras él. Desli-
zó su brazo por el de él y le ofreció una sonrisa encantadora.
—Poseidón —dijo con una voz sensual—. Ha pasado un tiempo.
El Dios del Mar la miró y le ofreció una amplia sonrisa depreda-
dora.
—Menta. Te ves deslumbrante.
Tiró del brazo de Poseidón.
—¿Has encontrado tu mesa? —preguntó—. Estaría más que feliz
de ayudar.
Cuando se volvió, miró a Hades como si le dijera no empieces una
escena.
Cuando se fueron, Hermes habló.
—Si no quieres que Poseidón sea un idiota, no deberías provo-
carlo.
Hades miró al Dios de la Travesura.
—¿Qué te dijo Perséfone?
Hermes arqueó una ceja.
—¿Pelea de amantes?
Lo miró con enfado.
—La regañé por follarte con los ojos y trató de negarlo, pero to-
dos lo vimos, de ustedes dos, debo agregar, y todos nos sentimos in-
cómodos. ¿Sabías que piensa que no crees en el amor?
—¿Qué?
—También parece bastante amargada por ello —agregó Hermes,
con sus ojos vagando por la habitación—. ¡Oh! ¡Cerezas!
Comenzó a irse, pero se detuvo y miró a Hades.
—Si quieres mi consejo… —Hades no lo quería, pero tampoco
tenía ganas de hablar—. Díselo.
—¿Decirle qué?
—Que la amas, idiota. —Hermes puso los ojos en blanco—. To-
dos estos años vividos, y no eres consciente de ti mismo en lo más
mínimo.
Hermes se fue entonces, y cuando Hades avanzó para encontrar
a Perséfone nuevamente, ya no estaba allí. Soltó un suspiro frustrado
y sus dedos se apretaron en puños a sus costados. Había tantas pa-
labras girando en su cabeza, palabras de Hécate, Menta, Poseidón y
Hermes. Extrañamente, era algo que Hécate había dicho hace mucho
tiempo lo que resonaba en su mente ahora.
Perséfone tiene esperanzas de amor, al igual que tú, Hades, y en lugar
de con rmar eso, te burlaste de ella. ¿La pasión no requiere amor? ¿En qué
estabas pensando?
No había pensado, ese había sido el problema.
¿Por qué la dejé pensar en algo tan falso? pensó, y luego se res-
pondió a sí mismo. Porque temía exponer la verdad de mi corazón:
que siempre he deseado amar y ser amado.
Había estado esperando proteger su corazón, construir una jaula
a su alrededor tan gruesa que nada, ni siquiera Perséfone y su com-
pasión, encontrara su camino. Excepto que ahora, ella era la única
persona que quería cerca de su corazón. Lo que buscaba era su com-
pasión. Era su amor lo que quería.
Porque era a ella a quien amaba.
Esas palabras le atravesaron el pecho y se retorcieron como una
espada. Sintió el dolor en todo el cuerpo, en la planta de los pies y en
las puntas de los dedos. Se sintió tembloroso, en carne viva y expu-
esto. Miró por encima de la multitud a los mortales e inmortales re-
unidos, que eran ajenos al hecho de que había sido completamente
cambiado en este preciso momento, en el lugar más extraño.
¿Por qué no pudo darse cuenta de esto en otro lugar? ¿En el Inf-
ramundo, quizás? ¿Cerniéndose sobre Perséfone con su miembro
provocando su entrada?
—Malditas Moiras —murmuró.
—¿Qué fue eso? —preguntó Menta, apareciendo a su lado.
Hades la miró.
—Confío en que Poseidón haya encontrado placentera tu ayuda.
—¿Celoso, Hades?
—Difícilmente —respondió.
—No me insultes —espetó Menta—. Lo hice por ti. Todo lo que
hago es por ti.
Se miraron jamente el uno al otro. Hades no estaba seguro de
qué debía decir. No ignoraba los sentimientos de Menta por él y te-
nía que admitir que nunca los había manejado bien.
—Menta…
—Vine a decirte que es hora de tu anuncio —dijo, interrumpién-
dolo—. Deberías tomar tu lugar.
Recogió su vestido en sus manos y se volvió, caminando hacia el
escenario. Hades la siguió, manteniéndose en las sombras, su pre-
sencia ignorada cuando Menta fue presentada y tomó el centro de
atención. Parecía casi alegre mientras hablaba, sin indicio de su frust-
ración anterior presente, pero no podía ocultarle su angustia. Podía
verlo de maneras sutiles: ojos que no eran lo su cientemente brillan-
tes, una sonrisa que no era lo su cientemente amplia, hombros que
no estaban lo su cientemente altos.
—Bienvenidos —dijo—. Lord Hades tiene el honor de revelar la
obra de caridad de este año, el Proyecto Halcyon.
Las luces se atenuaron y una pantalla bajó, reproduciendo un vi-
deo corto sobre el proyecto. Hades no era sentimental, pero este era
un proyecto que sentía con todo su corazón. Tal vez fue porque se
inspiró en Perséfone, o porque había estado muy involucrado en el
diseño del edi cio, eligiendo la tecnología y los servicios que brinda-
ría la instalación. Cada vez que Katerina, la directora de su fundaci-
ón, le hacía preguntas, las respondía pensando en Perséfone. Tenía la
esperanza de que se sintiera orgullosa de esto, de que pudiera ver
cuánto signi caban sus palabras para él.
Hades subió al escenario en la oscuridad, y cuando se encendi-
eron las luces, se paró ante una multitud que vitoreó al verlo. Cuan-
do se callaron, habló.
—Hace unos días, se publicó un artículo en Noticias Nueva Ate-
nas. Fue una crítica mordaz a mi desempeño como dios, pero entre
esas palabras enojadas había sugerencias sobre cómo podría ser mej-
or. No imagino que la mujer que lo escribió esperara que me tomara
esas ideas en serio, pero al pasar tiempo con ella, comencé a ver las
cosas a su manera. —Sonrió, riendo entre dientes, pensando en lo fe-
roz que podía ser ella al defender a los mortales—. Nunca había co-
nocido a nadie que fuera tan apasionado por mi error, así que seguí
su consejo e inicié el Proyecto Halcyon. A medida que avance la ex-
hibición, espero que Halcyon sirva como una llama en la oscuridad
para los perdidos.
Tanto dioses como mortales se pusieron de pie, aplaudiendo, y
Hades se retiró, incómodo con el foco de atención. Quería desmateri-
alizarse en la oscuridad durante el resto de la noche, pero también
quería saber qué pensaba Perséfone del proyecto. Se hizo a un lado
mientras una la de personas entraba en la exhibición, sus ojos se en-
contraron con los de Afrodita, quien lo miró con enojo, probable-
mente sin haberlo perdonado por la amenaza que había dirigido a
Adonis.
Desvió la mirada y buscó a Perséfone, encontrándola en su mesa.
Reconoció la expresión de su rostro, tal como la había visto la prime-
ra vez que había llegado a Nevernight.
Estaba dudando.
No se acercó hasta que casi todos habían entrado, y mientras lo
hacía, Hades la siguió, invocando su glamour para caminar a su la-
do. Se sentía intrusivo observarla de esta manera, pero también ínti-
mo, y se maravilló de la expresión serena de su rostro mientras se to-
maba su tiempo deambulando por la exhibición, deteniéndose en ca-
da póster para mirar los dibujos conceptuales del edi cio y los jardi-
nes, estadísticas sobre el estado actual de la adicción y la salud men-
tal en Nueva Grecia, y cómo esos números solo habían aumentado
desde la Gran Guerra.
Se quedó más tiempo en un modelo impreso en 3D del edi cio
real y terrenos extensos, llenos de árboles, jardines y caminos secre-
tos. Pensó en acercarse a ella, pero había algo hermoso en la expresi-
ón de su rostro, algo contemplativo y gentil, y no quería molestarla,
así que se fue.
Fuera de la exhibición, Hades encontró a su hermano, Zeus. El
Dios del Trueno sonrió, luciendo más como el antiguo Rey de los Di-
oses que el hombre moderno que usualmente intentaba encarnar, pa-
rado a medio vestir al lado de Hera.
—Bien jugado, hermano. —Le dio una palmada a Hades en la es-
palda, y el dios cerró sus dedos en un puño para evitar golpearlo—.
Tienes al mundo entero desmayándose por tu compasión.
—Bien hecho —dijo Hera, sonando aburrida. Se encontró con los
ojos de Hades solo brevemente antes de estirar el cuello, mirando
hacia otro lado de la habitación, su brazo todavía entrelazando el de
su esposo.
—¿De qué estás hablando, Zeus? —preguntó Hades.
—¡La mortal! —gritó—. Usar su calumnia a tu favor. Ingenioso,
de verdad.
Hades lo fulminó con la mirada. No había visto esto como una
oportunidad para verse mejor y odiaba que su hermano estuviera
corrompiendo sus intenciones, pero no era de sorprender.
—No deseo tal elogio o atención —dijo Hades. Perséfone había
tenido puntos válidos y escuchó.
—Por supuesto que no —bromeó Zeus, empujando a Hades en
el costado, como si estuvieran compartiendo algún tipo de secreto—.
Debo admitir que mantuve bajas mis expectativas cuando escuché
que la Gala tendría el tema de tu reino, pero esto… esto es bueno.
—Qué elogio —comentó Hades suavemente—. Si me disculpas,
necesito un trago.
Hades esquivó a su hermano y a Hera y se dirigió directamente
al bar. Pidió un whisky y se lo bebió rápidamente, preguntándose
cuánto tiempo más necesitaría quedarse aquí. No era como si estas
personas vinieran por él o incluso la caridad. Se trataba de la moda,
la bebida, el baile, la diversión, excepto que esta no era la idea de di-
versión de Hades. Había querido pasar la noche entre las piernas de
Perséfone, dando y recibiendo placer.
Ante ese pensamiento, se volvió y encontró el objeto de sus es-
candalosos pensamientos a unos pasos de distancia. Sus ojos fueron
inmediatamente atraídos a su espalda desnuda, y pensó en cómo se
había arqueado contra él en la piscina, desesperada por placer. Se
acercó y supo que lo había sentido, porque se enderezó y giró la ca-
beza para que pudiera ver el per l de su rostro: nariz delicada y labi-
os bonitos.
—¿Algo que criticar, lady Perséfone? —preguntó.
—No —dijo en voz baja, pensativa—. ¿Cuánto tiempo llevas pla-
neando el Proyecto Halcyon?
—No mucho.
—Será hermoso.
Se inclinó, sus dedos rozaron su hombro, trazando los bordes del
aplique negro que serpenteaba por su espalda. Era cálida, suave, y se
estremecía cada vez que tocaban piel con piel.
—Un toque de oscuridad —murmuró él, deslizando los dedos
por el interior de su brazo hasta que se enredaron con los de ella—.
Baila conmigo.
Se volvió para mirarlo, la cabeza inclinada para que sus miradas
se encontraran. Podía ver claramente su alma brillante y su oscuri-
dad se sintió atraída por ella.
—De acuerdo.
Se llevó su mano a los labios y le besó los nudillos antes de lle-
varla a la pista. La atrajo hacia sí, sus caderas se tocaron, y gruñó ba-
jo en su garganta. Su miembro se puso tenso, recordándole los baños
y cuánto deseaba estar dentro de ella. Se preguntó qué tipo de titula-
res aparecerían en los medios si la besara ahora y la llevara al Infra-
mundo.
Hades secuestra a Perséfone, pensó, apretando los dedos alrededor
de los de ella y su cadera mientras la guiaba a través de un baile, sus
miradas inquebrantables, el calor entre ellos creciendo, un in erno
que se volvió tan frío como el hielo cuando ella habló:
—Deberías estar bailando con Menta.
Apretó los dientes.
—¿Preferirías que bailara con ella?
—Es tu cita.
—No es mi cita. —Tuvo que trabajar para controlar su frustraci-
ón—. Es mi asistente, como te he dicho.
—Tu asistente no llega de tu brazo a una gala.
Reconoció las palabras de Hécate mientras hablaba y estaba furi-
osa.
—Estás celosa —dijo Hades, sonriendo.
—¡No estoy celosa! —Sus ojos brillaron—. No seré usada, Hades.
Frunció el ceño.
—¿Cuándo te he usado? —Ella permaneció en silencio, su frust-
ración palpable—. Responde, diosa.
—¿Te has acostado con ella?
Se congeló, al igual que todos los demás que compartían la pista.
—Suena como si estuvieras pidiendo un juego, diosa.
—¿Deseas jugar un juego? —Ella apartó las manos de las de él—.
¿Ahora?
Era la única forma en que respondería a su pregunta y ella lo sa-
bía. Le tendió la mano para que la tomara, con los ojos encendidos,
suplicándole que restableciera su conexión.
Ven conmigo al Inframundo, pensó. No volverás igual.
Supo cuándo tomó su decisión, porque su mirada se volvió feroz
y decidida: tendría lo que quería. Entonces, sus dedos se cerraron en
los de él, y sonrió, teletransportándolos al Inframundo.
Capítulo XX
Un juego de pasión
q
Hades se despertó instantáneamente, su miembro duro.
Gimió y se meció contra el cálido cuerpo de Perséfone, su excita-
ción encajando perfectamente contra su trasero. La agarró por sus
caderas y la besó en el cuello, y cuando se volvió hacia él, se subió
sobre ella, sujetándole las muñecas sobre la cabeza para poder pro-
vocarla con los dientes y los labios, deleitándose con los sonidos de
sus gemidos entrecortados.
Le separó las piernas y bebió su calor, usando sus dedos para
darle placer hasta que lo llamó por su nombre. Lo desesperaba estar
dentro de ella, y se cernió sobre su cuerpo, entrando de un rápido
empellón. Se movió dentro de ella, y cuanto más fuerte embestía,
con más fuerza sus músculos lo agarraban.
Cuando se sintió cerca de correrse, cambió de posición, recostán-
dose sobre su trasero y llevándola con él. La agarró por las caderas y
la ayudó a moverse mientras lo sostenía, sus senos rebotando. Sus
bocas chocaron. Fue un beso desordenado, todo lengua y dientes,
pero fue una marca del placer que compartieron.
No hablaron, los únicos sonidos provenían de su tranquilo y so-
ñoliento acto sexual: respiraciones, gemidos y el agudo grito del or-
gasmo.
Se derrumbaron, brazos y piernas enredados, repitiendo su ritu-
al anterior de lavarse y hundirse en el calor del otro, y mientras el
sueño descendía sobre Hades, tuvo la revelación de que destrozaría
este mundo si alguien intentaba quitarle a Perséfone.
Capítulo XXI
Una memoria con marca
q
Hades se teletransportó al laboratorio de Hefesto. Normalmente,
llegaría por las puertas de entrada y presentaría sus respetos a Afro-
dita, pero desde La Rose, no deseaba verla y no deseaba que escuc-
hara lo que había venido a pedir. Encontró al dios en su fragua, su
gran cuerpo descomunal ante un horno con la boca abierta que escu-
pía fuego y chispas mientras martillaba una pieza plana de metal,
una espada, agarrada con un par de tenazas. Hades supo por la pos-
tura de los hombros del dios y la fuerza con la que trabajaba que es-
taba enojado.
La vista lo hizo sentir aprensivo, por lo que tocó un timbre cerca
de la puerta para llamar la atención del dios. Hades no se sorprendió
cuando Hefesto se retorció y arrojó la pieza plana de metal que había
estado martillando en su dirección.
Se hizo a un lado cuando se clavó en la pared tras él.
Hubo un momento de silencio y luego Hades preguntó:
—¿Estás bien?
El pecho de Hefesto se elevó con su respiración.
—Sí.
El dios tiró sus tenazas y se volvió completamente hacia él.
—¿En qué puedo ayudarte, lord Hades? ¿Otra arma?
—No —respondió Hades—. ¿Estás seguro de que no necesitas
un minuto?
La mirada de Hefesto fue dura. Hades lo tomó como un no.
—No deseo un arma —dijo—. Deseo un anillo.
Hefesto parecía indiferente, aunque su voz delató su sorpresa.
—¿Un anillo? ¿Un anillo de compromiso?
—Sí —dijo.
Hefesto lo estudió durante un largo momento. Hades se pregun-
tó qué estaría pensando. Quizás, ¿Quién se casaría contigo? O algo aún
más cínico. No lo hagas, no merece la pena.
Aun así, incluso Hades sabía que Hefesto no creía eso. Lo sabía
ahora más que nunca, después de que el dios había usado las Cade-
nas de la Verdad para preguntarle a Hades si estaba durmiendo con
Afrodita.
—¿Tienes un diseño?
Hades sintió una extraña oleada de vergüenza cuando sacó un
trozo de papel en el que había esbozado una imagen. Era similar a la
corona que Ian le había hecho a Perséfone, solo que había elegido
menos ores y gemas: turmalina y dioptasa.
Le entregó el dibujo a Hefesto.
—¿Cuándo planeas proponerle matrimonio?
—No puedo decirlo —dijo Hades. No había pensado en una fec-
ha u hora en la que le pediría a Perséfone que fuera su esposa. Simp-
lemente había sentido que pedir el anillo, crear el anillo, era impor-
tante—. No hay prisa, si eso es lo que estás preguntando.
—Muy bien —dijo Hefesto—. Te llamaré cuando esté completo.
Hades asintió y dejó la fragua, solo para encontrar su camino
bloqueado por Hermes.
—No —dijo Hades de inmediato.
La boca de Hermes se abrió ofendido.
—¡Ni siquiera sabes lo que iba a decir!
—Sé por qué estás aquí. Solo tienes dos propósitos, Hermes, y
dado que no estás guiando almas al Inframundo, debes estar aquí
para decirme algo que no quiero escuchar.
Hades pasó a su lado y Hermes lo siguió.
—Tengo que hacerte saber que estoy ofendido —dijo Hermes—.
No soy solo un guía o un mensajero, también soy un ladrón.
—Perdona el descuido —dijo Hades.
—Pensé que estarías de mejor humor —dijo Hermes—. Habien-
do enterrado nalmente la comadreja, conseguido que te pulieran el
hueso, lanzado el misil de carne…
—¡Basta! —espetó Hades, volviéndose hacia el dios cuyos ojos
brillaban divertidos—. ¿Por qué estás aquí?
Sonrió.
—Nos han convocado al consejo en Olimpia. Alguien está en
problemas por robar las vacas de Helios, ¿y adivina qué? ¡No soy yo
esta vez!
Capítulo XXIII
Olimpia
q
No se quedó mucho tiempo con Hécate. Estaba ansioso por ver a
Perséfone. Sonaba extraño, pero sentía curiosidad por observar un
cambio dentro de ella. ¿Su capacidad para sentir la vida alteraría la
forma en que pensaba de sí misma y de su sangre Divina? Pensó en
el día que la conoció. Era como si le molestara quién era, como si se
sintiera menos diosa porque no podía invocar su poder. Poder que
no había surgido porque había estado escondida toda su vida.
Hades apretó los puños ante la idea. Deméter le había hecho cre-
er que no tenía poder, había visto como Perséfone giraba en espiral,
poniendo distancia entre ella y su Divinidad hasta que ya no se vio a
sí misma como una.
Y, sin embargo, era la más divina de todas.
Lo primero que notó cuando se manifestó en la suite de la reina,
la suite que algún día le pertenecería, fue su aroma. Olía a vainilla
dulce y lavanda terrosa. Sus ojos se encontraron en el espejo y, justo
cuando empezaba a volverse hacia él, la detuvo.
—No te muevas. Déjame mirarte.
Ella se congeló.
Fue un ejercicio de control, porque todo lo que deseaba era estar
cerca de ella y, sin embargo, mantuvo la distancia y caminó en un
lento círculo a su alrededor, saboreando cada detalle. Estaba vestida
de dorado, el color del poder. La tela era como agua que se acumula-
ba en su piel y la tocaba en todos los lugares que Hades deseaba que
estuvieran sus manos, y debajo de esa delgada tela, notó cómo sus
pezones se endurecían en picos apretados. Cuando se acercó a ella,
envolvió una mano alrededor de su cintura y la atrajo hacia sí, en-
contrándose con su mirada en el espejo.
—Deja caer tu glamour.
Sus ojos se agrandaron un poco.
—¿Por qué?
—Porque deseo verte —dijo. La sintió estremecerse. Fue como la
noche después de La Rose, cuando sostuvo esas sábanas contra su
pecho, un escudo que usaba para protegerse de su mirada. Se exten-
dió hacia ella con su propia magia, acariciando la suya y la sintió ab-
rirse a él. Giró la boca hacia su oreja, sin dejar de mantener el contac-
to visual—. Déjame verte.
Cerró los ojos mientras se dejaba ir y Hades la observó transfor-
marse. Era todo. Era todo en cualquier forma, pero hubo algo en ver-
la abrazar su Divinidad que fue inspirador. Fue hermoso. En este
momento, se sintió íntimo.
—Abre los ojos —susurró, y mientras lo hacía, no miró a Hades
sino a sí misma. Era encantadora y todo en ella se había intensi ca-
do. Su piel resplandecía, sus ojos eran luminosos, sus cuernos se
doblaban graciosamente en espiral, pero tal vez parecía una llama
porque estaba ante su oscuridad.
—Querida, eres una diosa.
Presionó sus labios contra su hombro y sintió que su mano se en-
ganchaba alrededor de su cuello. Ella se giró hacia su beso y sus labi-
os chocaron, hambrientos y calientes. Su pulso se disparó y el calor
inundó el fondo de su estómago, llenando su miembro hasta que es-
tuvo duro. Hizo un sonido carnal que salió del fondo de su garganta
y Perséfone se volvió en sus brazos. Hades se apartó, acunando su
rostro.
—Te he extrañado —dijo.
Ella sonrió tímidamente y admitió:
—También te extrañé.
Sus labios acariciaron los de ella, pero Perséfone estaba ansiosa.
Se puso de puntillas y sus labios chocaron. Le gustaba su hambre y
su audacia, sus manos acariciando su pecho, bajando por su estóma-
go, buscando su miembro, pero antes de que pudiera alcanzarlo, la
detuvo, rompiendo el beso.
—Estoy igual de ansioso, querida —dijo—. Pero si no nos vamos
ahora, creo que nos perderemos la esta. ¿Vamos?
Vaciló y él se encontró sonriendo, pero tomó su mano extendida.
Mientras lo hacía, dejó caer su glamour, revelando su forma Divina.
Cabello suelto, túnica negra y una corona de plata hecha de bordes
irregulares que se ubicaba en la base de sus cuernos. Podía sentir la
mirada de Perséfone sobre él, pecaminosa y dulce. Lo tocó en todas
partes y provocó su hambre.
—Cuidado, diosa —advirtió—. O no dejaremos esta habitación.
Sintió la verdad de sus palabras profundamente, incluso cuando
logró llevarla fuera de la suite al pasillo en dirección al salón de ba-
ile. Se detuvieron detrás de un conjunto de puertas doradas, y Hades
se alegró, porque deseaba saborear este momento, la primera vez
que se presentaría a su corte con Perséfone a su lado.
Quizás ella ni siquiera se daba cuenta del signi cado, pero de
ahora en adelante, la verían como su contraparte, como una repre-
sentante, como una reina.
Las puertas se abrieron y se hizo el silencio. El agarre de Hades
sobre la mano de Perséfone se apretó y frotó círculos tranquilizado-
res hacia arriba y hacia abajo con su pulgar, pero la ansiedad que ha-
bía sentido dentro de ella pareció disminuir en cuanto vio la multi-
tud y las sonrisas de quienes la conocían. Cuando la miró, vio que le
devolvía la sonrisa.
Su gente hizo una reverencia y la condujo escaleras abajo, hacia
la multitud que esperaba. Se pusieron de pie al pasar, y Perséfone
sonrió, llamó a cada uno por su nombre, los colmó de cumplidos o
les preguntó por su día. Nunca le había tomado a Hades tanto tiem-
po alcanzar su trono, pero verla interactuar con las almas lo llenó de
humildad.
Sus ojos se posaron en los rostros de los demás en la multitud, y
cuando los sorprendió mirándolos, apartaron la mirada rápidamen-
te. Parte era vergüenza y parte miedo, y esa extraña culpa regresó en
una ola feroz, oprimiendo su corazón. Entonces Perséfone le soltó la
mano y se abrió paso entre la multitud para abrazar a Hécate. Poco
después, estuvo rodeada de almas. Como polillas atraídas por la luz,
descendieron una vez que desapareció la oscuridad.
Continuó, la multitud se separó fácilmente para él, y no pudo
evitar notar la distancia que sus almas colocaban entre ellos. Fue una
cruda comparación con lo ansiosos que habían estado por tocar y ab-
razar a Perséfone. Frunció el ceño y la culpa se hizo más pesada mi-
entras caminaba hacia su trono, junto al que se encontraba Menta.
Estaba vestida para la ocasión, con un vestido color burdeos entalla-
do. Hacía que su cabello pareciera una puesta de sol y su piel sin
sangre. Sabía por la expresión de su rostro que tenía cosas que decir
y esperaba que entendiera por su expresión que no quería escuchar
ninguna de ellas.
Se hundió en su silla y observó la esta, pero tenía los hombros
encogidos y los dedos cerrados en los brazos de la silla. Se sintió ner-
vioso, esperando que Menta dijera algo que solo profundizaría la os-
curidad dentro de él.
—Has llevado esto demasiado lejos —dijo nalmente, con la voz
temblorosa, un indicio de la tormenta de emociones que había deba-
jo de sus palabras. Hades no la miró, pero pudo ver su per l por el
rabillo del ojo y ella tampoco lo estaba mirando.
—Te olvidas de ti, Menta.
—¿De mí? —Se giró hacia él y Hades miró en su dirección—. Se
suponía que ella se enamoraba de ti, no al revés.
—Si no supiera nada mejor, diría que estás celosa.
—¡Es un juego, un peón! Y estás haciendo alarde de ella como si
fuera tu reina.
—¡Es mi reina! —gritó Hades, casi saliéndose de su silla.
Menta cerró la boca de golpe, sus ojos se agrandaron un poco,
como si no pudiera creer que Hades le hubiera alzado la voz. Cuan-
do volvió a hablar, lo hizo en un tono tan helado como el aire que los
rodeaba.
—Ella nunca será su ciente para ti. Es primavera. Necesitará luz,
y todo lo que eres es oscuridad.
Menta se giró y abandonó el salón de baile, pero sus palabras
permanecieron clavadas en su piel. Trajeron sus propios pensamien-
tos a la super cie, los que había enterrado profundamente, la duda
de que Perséfone, la Diosa de la Primavera, pudiera amarlo alguna
vez, al Rey de los Muertos.
No podían ser más diferentes, y su entrada a este salón de baile
esta noche le había enseñado eso.
—¿Por qué estás de mal humor? —preguntó Hécate.
Tenía la sensación de que la diosa había estado tratando de acer-
carse sigilosamente a él, pero como todos sus intentos, este también
había fallado. Los ojos de Hades se deslizaron hacia los de ella y la
miró.
Ella frunció los labios.
—Conozco esa mirada. ¿Qué hizo Menta?
—Habló de forma inapropiada, ¿qué más? —expresó con los di-
entes apretados.
—Bien. —La voz de Hécate cambió de tono y Hades supo que
estaba a punto de decir algo que solo aumentaría su frustración—.
Debe haber dicho la verdad, o no estarías tan enojado.
—No quiero hablar de eso, Hécate.
Estaba mirando a Perséfone mientras bailaba con los niños del
Inframundo. Se tomaban de las manos y brincaban en círculo. De
vez en cuando se separaban el uno del otro para girar o Perséfone los
levantaba en el aire, riendo mientras ellos chillaban de alegría.
—Ama a los niños —dijo Hécate.
Otra punzada en el pecho.
Niños.
Era algo que no podía darle, una opción que había regateado ha-
cía mucho tiempo. ¿Realmente podía pedirle que renunciara a ser madre
para pasar la eternidad con él?
Después de un momento de silencio, habló en voz baja.
—Debería dejarla ir.
Hécate suspiró.
—Eres un idiota. —Hades la miró con enfado—. ¡Es feliz! —
argumentó Hécate—. ¿Cómo puedes mirarla y pensar que deberías
dejarla ir?
—Somos inmortales, Hécate. ¿Y si se cansa de mí?
—Estoy cansada de ti —dijo—. Y todavía sigo aquí.
—Sabía que no debería haber intentado hablar contigo sobre es-
to.
Miró con más atención la pista de baile cuando vio a Perséfone
girarse y encontrarse de frente con Caronte. Se inclinó ante ella, esa
maldita sonrisa en sus labios. La invitó a bailar y ella le tomó la ma-
no.
Sus nudillos se pusieron blancos cuando apretó los brazos de su
trono.
—No podrías dejarla ir —dijo Hécate—. Nunca podrías verla
con otro hombre.
—Si eso fuera lo que deseara…
—No lo desea —dijo Hécate, interrumpiéndolo—. No debes asu-
mir que conoces su mente solo porque tienes miedos. Esos son tus
demonios, Hades.
Le dio una mirada sombría, y, por un momento, la expresión de
Hécate fue igual de severa, luego se suavizó y la esquina de su boca
se levantó.
—Permítete ser feliz, Hades. Te mereces a Perséfone.
Luego se perdió entre la multitud. La mirada de Hades volvió a
Perséfone. Llamaba la atención como una llama, su belleza, su sonri-
sa y risa, su misma presencia, irradiando calidez, pasión y vida, y a
pesar de que a él no le había gustado su separación anterior, le gus-
taba mirarla. Lo distrajo del hecho de que Menta regresó, ocupando
el espacio a su izquierda, mientras que Thanatos apareció a su derec-
ha.
—¿Vienes a disculparte? —le preguntó a ella.
—Que te den —respondió.
—Ya lo han hecho —comentó Hermes, pasando sigilosamente
junto a ellos, con alas blancas arrastrando el suelo. Se veía ridículo,
con el torso desnudo y solo llevaba un sudario dorado sobre la cintu-
ra—. No debe haber sido muy bueno, porque no creo que haya vuel-
to nunca.
—Hermes —gruñó Hades, pero el dios ya estaba atravesando la
multitud, dirigiéndose directamente hacia Perséfone. Ella se volvió
cuando se acercó y él hizo una reverencia y le pidió que bailara. Ha-
des observó, frustrado mientras la tomaba en sus brazos y se balan-
ceaba, movimientos exagerados y que ocupaban espacio.
No era que pensara que Caronte o Hermes se tomarían liberta-
des, o que estuviera celoso porque bailara con ellos. Estaba celoso
porque sentía que no podía acercarse a ella, como si la atmósfera de
la habitación cambiaría si lo hiciera. No debería temerlo, este era su
reino, pero había algo vibrante en esta noche. Había una vida aquí
que no había existido antes de Perséfone.
Mientras pensaba en su nombre, sus miradas conectaron y sostu-
vieron, y notó el anhelo en sus ojos, como si la distancia entre ellos
fuera tensa. No pasó mucho tiempo antes de que ella se separara de
Hermes y se acercara a él, con los ojos ardiendo y el cuerpo rezu-
mando de oro. Era algo salido de una fantasía, y no pudo evitar ima-
ginarla arrodillada ante él para tomar su miembro en su boca. Ya es-
taba tenso, restringido por su túnica.
Ella se inclinó, el ángulo le dio una vista de sus abundantes se-
nos. Mientras se enderezaba, preguntó:
—Milord, ¿bailas?
Haría cualquier cosa por tocarla, cualquier cosa para abrazarla,
cualquier cosa para sentir fricción donde más lo deseaba. Se levantó
y tomó su mano, y no apartó los ojos de los de ella mientras la con-
ducía a la pista de baile. La atrajo cerca, cada línea dura de su cuerpo
acunada por su suavidad, recordándole la forma en que encajó cont-
ra ella cuando colapsó después de la liberación. Una liberación que
deseaba ahora.
—¿Estás disgustado? —preguntó.
Le tomó un momento desconectarse de sus pensamientos y con-
centrarse en sus palabras.
—¿Me disgustaría que hayas bailado con Caronte y Hermes?
Ella lo miró, una mueca tocando sus labios. Obviamente, estaba
preocupada por su estado de ánimo. Se inclinó hacia ella, los labios
tocando su oreja mientras hablaba.
—Estoy disgustado por no estar en tu interior —susurró con
brusquedad y atrajo el lóbulo de su oreja entre sus dientes.
Se estremeció contra él, y mientras hablaba, había una sonrisa en
su voz.
—Milord, ¿por qué no lo dijo antes? —bromeó.
Se apartó, sus ojos se oscurecieron por la necesidad y la guio pa-
ra que girara antes de acercarla a él.
—Cuidado, diosa. No tengo ningún inconveniente en tomarte
frente a todo mi reino.
—No lo harías.
Lo haría, pensó. Convertiría este lugar en oscuridad y la atraería
contra su cuerpo hasta que encajara cómodamente sobre su pene. La
instaría a permanecer callada, pero lo haría extremadamente duro
mientras la convencía para llegar al orgasmo.
Los pensamientos eran demasiados, y se encontró tirando de
Perséfone a través de la pista y subiendo las escaleras, su gente apla-
udiendo y silbando, ajenos, o quizás no tanto, a sus intenciones.
—¿A dónde vamos? —preguntó Perséfone, luchando por seguir
el ritmo de sus largas zancadas.
—A remediar mi disgusto.
La llevó a un balcón que daba al patio del palacio. Ella comenzó
a caminar delante de él, atraída al borde como si estuviera fascinada.
No la culpó, la vista era deslumbrante, ya que todo el Inframundo
estaba completamente negro, excepto por las estrellas que aparecían
en grupos de varios tamaños y colores. Hécate siempre había dicho
que el mejor trabajo de Hades sucedía en la oscuridad.
Estaba a punto de convertir ese placer en realidad cuando jaló a
Perséfone hacia él.
Lo miró, sus ojos buscando en los de él.
—¿Por qué me pediste que dejara caer mi glamour?
Llevó un rizo dorado detrás de su oreja y respondió:
—Te lo dije. No te esconderás aquí. Necesitabas entender qué es
ser un dios.
—No soy como tú.
Había dicho esas palabras antes, y esta vez, Hades sonrió ante el-
las. No era como él, era mejor.
—No, solo tenemos dos cosas en común.
—¿Y esas son? —Arqueó una ceja y él no supo si le gustó su res-
puesta, pero eso no importaba. Pronto estaría disfrutando de él y na-
da importaría, ni el mundo que los rodeaba ni su divinidad.
—Ambos somos Divinos —dijo mientras sus manos trazaban un
camino por su espalda, sobre su trasero, donde se quedaron quietas,
enganchándose debajo de sus muslos mientras la atraía contra su cu-
erpo para ubicarla contra su pene—. Y el espacio que compartimos.
La apoyó contra la pared mientras sus manos buscaban desespe-
radamente separar su túnica y levantar su vestido, exponiendo su
carne más sensible al aire de la noche hasta que se hundieron el uno
en el otro. Una vez dentro, permaneció quieto, con la frente apoyada
contra la de ella. Quería quedarse en este momento, la sensación ini-
cial de estirarse y llenarla, su sexo apretando el de él para adaptarse
a su tamaño, y el suspiro de satisfacción que ofreció cuando se desli-
zó en su lugar.
—¿Así es como se siente ser un dios? —susurró.
Tenía un brazo envuelto alrededor de su espalda, el otro presi-
onado contra la pared al lado de su cabeza, y después de que habló,
se echó hacia atrás para mirarla a los ojos.
—Así es como se siente tener mi favor —respondió, y mientras la
embestía, una electricidad recorrió su cuerpo, una corriente impa-
rable que se hacía más intensa cuanto más tiempo estaban juntos. La
miró, presenciando cómo estaba abrumada por el placer, la cabeza
hacia atrás, exponiendo su garganta pálida a sus besos.
—Eres perfecta —le susurró, tomando la parte trasera de su ca-
beza para suavizar el impacto de sus movimientos, y cuando se sin-
tió cerca de correrse, desaceleró, casi dejando su cuerpo solo para
embestir de nuevo—. Eres hermosa. Nunca he querido nada como te
quiero a ti.
Nunca había dicho palabras más verdaderas, y cuando se hundi-
eron en su pecho, se encontró besándola, cubriéndole la boca con la
suya, los dientes chocando mientras continuaba empujando con fu-
erza las caderas. Su corazón latía con fuerza en su pecho, sus múscu-
los se tensaron, y todo en lo que podía pensar era en la sensación de
su pene palpitante y bolas mientras se apretaban y estremecían por
su liberación, derramándose dentro de ella en lo que parecían ole-
adas. Se apretó contra ella, respirando con di cultad, sus cuernos se
enredaron con los de ella.
Le tomó un momento recobrar la compostura, pero nalmente se
enderezó y se apartó, ayudándola a bajar. Cuando sus pies tocaron el
suelo, el cielo se iluminó detrás de ellos con el espíritu de las almas
reencarnadas. Hades abrazó a Perséfone y se dirigieron hacia el bor-
de del balcón.
—Observa.
En la distancia, el cielo se encendió a medida que las almas se
convertían en luz, en energía, y se elevaban hacia el éter de su reino.
Iban a reencarnar, a nacer de nuevo en el mundo de arriba y vivir
una nueva vida. Con suerte, una más satisfactoria que la anterior.
—Las almas están regresando al mundo mortal —le explicó a
Perséfone—. Esto es la reencarnación.
—Es hermoso —susurró.
Su gente se había reunido en el patio de abajo, y cuando la últi-
ma de las almas dejó un rastro de chispas en el cielo, estallaron en
aplausos. La música comenzó de nuevo y la celebración continuó,
pero la mirada de Hades no se había movido de su rostro.
—¿Qué? —preguntó mientras lo miraba, sus ojos brillaban y su
sonrisa hizo que su pecho se sintiera extraño y caótico.
—Déjame adorarte.
Su sonrisa cambió, adquiriendo un toque sensual y, a pesar de
cómo se habían unido hace unos momentos, Hades sabía que podía
tomarla una y otra vez, si tan solo respondía.
—Sí.
Se teletransportó a los baños. Tenía intenciones de terminar don-
de lo dejaron la primera noche que había explorado su cuerpo y su
dulce y sensible carne. Excepto que en cuanto sus pies tocaron los es-
calones de mármol, la boca de Hades descendió sobre la de ella y se
arrodillaron en el suelo, donde hicieron el amor bajo el cielo abierto.
q
Más tarde esa noche, Hades se sentó en el borde de su cama mi-
entras Perséfone dormía. Su suave respiración trajo consuelo a su cu-
erpo eléctrico. Estaba inquieto, algo raro ahora que Perséfone com-
partía su cama. Algo andaba mal en su reino. Podía sentirlo en el
borde de su mente, en el margen de sus sentidos, como una espina
fantasma en su costado.
Se levantó, manifestando túnicas mientras se teletransportaba al
Tártaro, a su o cina, donde había dejado a Sísifo, solo para descubrir
que se había ido.
Capítulo XXV
Para tu placer, un montaje
q
—¿Alguna noticia? —le preguntó Hades a Ilias mientras camina-
ban por las sombras de su club. Tenía la esperanza de que esta noche
fuera la noche en que Sísifo aceptaría un trato.
—Ninguna —respondió Ilias—. La palabra viaja lentamente en
la clandestinidad mortal.
Hades frunció el ceño.
Las Moiras no estaban complacidas al saber que Sísifo había es-
capado.
—Arrogante —había dicho Láquesis.
—Exceso de con anza —había siseado Cloto.
—Descarado —había añadido Átropos.
Hades no había discutido con ellas. Era la primera vez que había
ido a ellas y les temía, temía su venganza, temía que deshicieran los
hilos que habían tenido tanto cuidado de tejer, listas para disfrutar
de su miseria.
Pero no lo habían hecho. Simplemente le habían preguntado a
quién estaba dispuesto a intercambiar Hades si perdía el trato con Sí-
sifo, una pregunta que no había respondido.
—Vendrá cuando se dé cuenta de que no tiene nada —dijo el sá-
tiro mientras subían las escaleras—. Hermes ha logrado interceptar
varios millones de dólares de las acciones de Sísifo. ¿Qué le gustaría
hacer con ello?
Hades sabía cómo desesperar a un mortal. Era posible que Sísifo
hubiera permanecido huyendo si su negocio aún estuviera a ote,
pensando que podría sobrevivir con las vidas que ya había tomado,
pero había adivinado los planes del mortal y se había llevado todo,
seguiría tomando todo, hasta que el hombre viniera rogando.
Al nal de esto, desearía haber muerto cuando se suponía que
debía hacerlo.
—Quémalo —dijo—. Y no lo mantengas en secreto.
Ilias se fue entonces, y Hades entró en su o cina y se detuvo, en-
contrando a Perséfone sentada en su escritorio, desnuda. Su espalda
estaba recta, sus piernas cruzadas, sus pechos perfectos se elevaban
con su respiración, sus pezones sonrosados. Se puso instantáne-
amente duro, instantáneamente agradecido de que Sísifo no hubiera
llegado y de que Ilias no lo hubiera seguido a su o cina.
—Perséfone —dijo, cerrando la puerta y bloqueándola.
—Hades —dijo.
—¿Sabes que alguien podría haber entrado en esta o cina?
—Pensé en tomar el riesgo —dijo, con una pequeña sonrisa en su
rostro.
—Hmm —dijo, a ojando su corbata mientras se acercaba.
—¿Usas este escritorio? —preguntó, su mano acariciando la obsi-
diana.
—No —dijo—. No lo uso. No puedo quedarme quieto.
Era cierto, odiaba estar encerrado.
—Lástima —dijo en voz baja—. Es bonito.
—Nunca pensé que fuera de mucha utilidad, hasta ahora —dijo.
—¿Sí? —preguntó con una inocente inclinación de cabeza, sus oj-
os descendieron lentamente por su cuerpo hasta su miembro, que se
tensó contra su pantalón. No podría haber hecho más evidente su
deseo.
Se inclinó, sus labios se cernieron sobre los de ella mientras hab-
laba.
—Es la altura perfecta… —dijo en un susurro ronco—. Para fol-
larte.
Ella levantó la cabeza solo un poco.
—Entonces, ¿por qué tardas tanto?
Se rio entre dientes.
—Nadie dijo que no podías tomar lo que querías, querida.
Sus manos se movieron a su pene, y Hades inhaló entre dientes
antes de que su boca cubriera la de ella y su mano se enredara en su
cabello, con los dedos contra su cuero cabelludo. Él echó su cabeza
hacia atrás, su lengua rozándole la boca. Su otra mano ahuecó su se-
no, sus dedos acariciaron su pezón hasta que fue un pico tenso, pero
las manos de Perséfone estaban frenéticas y bajaron por su pecho,
hasta el botón de su pantalón, y cuando lo desabrochó, su sexo se li-
beró, su cabeza ya goteando de placer. Su agarre fue rme, y tiró de
él varias veces antes de colocarlo en su entrada.
—Ardo por ti —dijo mientras Hades la agarraba por la parte in-
ferior de las rodillas y la atraía hacia él, enfundándose en ella con un
movimiento resbaladizo. Se arqueó contra él, sus senos presionándo-
se contra su pecho, la cabeza hacia atrás. Besó su garganta mientras
la embestía. Se movieron juntos, descontrolados, con las manos apre-
tadas, bocas acariciando, lenguas tocando, respiraciones entrelaza-
das. Cambió de posición, retirándose de ella, solo para ponerla de la-
do y la penetró con las piernas apretadas contra su pecho. Su respi-
ración cambió, sus gemidos se hicieron más fuertes, y Hades conti-
nuó embistiendo más fuerte, levantando su pierna para apoyarla
sobre su hombro, llegando más profundo.
Cuando se retiró de nuevo, la tomó en sus brazos y se sentó en la
silla detrás de su escritorio. Con ella en su regazo, de espaldas a su
pecho, se guio dentro de ella de nuevo. Sus manos se deslizaron sob-
re su cuerpo, una en sus senos, la otra jugueteando con su clítoris. La
cabeza de Perséfone cayó hacia atrás en el hueco de su hombro, y la
besó, lamió y mordió su cuello y hombro. Finalmente, no pudo so-
portarlo más y la embistió, saliendo de la silla mientras lo hacía, todo
su cuerpo rebotando hasta que llegaron al clímax apresuradamente.
Después, acunó su cuerpo contra él.
—Por mucho que me encanta verte desnuda y esperándome —
dijo—. Realmente pre ero que solo me regales esta vista en el Infra-
mundo. Cualquiera podría haber entrado en esta o cina.
Se rio.
—¿Y qué habrías hecho? ¿A cualquiera que me viera así?
—No lo sé —admitió, y le pasó el dedo por debajo de la barbilla
e inclinó la cabeza para que sus ojos se encontraran. Quería asegu-
rarse de que registrara el peso de sus palabras—. Eso debería asus-
tarte.
Se estremeció y él supo que entendía. No podía predecir cómo
reaccionaría. Podría ser de dos maneras: podría entenderlo como el
accidente que fue y dejarlo pasar, o desataría la violencia que acecha-
ba bajo su piel, la crueldad que había sido imbuida en su sangre.
Después de un momento, acercó a Perséfone y la llevó ante el fu-
ego, luego la puso de pie. Levantó la mano y le pasó los dedos por
los labios.
—¿Qué deseas? —preguntó ella.
—A ti —dijo—. Siempre a ti.
Se besaron de nuevo y Perséfone le quitó la chaqueta. Sus manos
chocaron cuando ambos quisieron desabrochar los botones de su ca-
misa. Pronto, él también estuvo desnudo y juntos se arrodillaron en
el suelo. Mientras estaban de rodillas uno frente al otro, la mano de
Hades se deslizó entre sus muslos. Provocó su apertura, sus dedos se
sumergieron en su carne cálida y húmeda. Otro brazo se envolvió al-
rededor de su cintura, y unió sus cuerpos mientras se movía más
profundamente dentro de ella, usando un dedo, luego dos. Amaba la
sensación de ella, la forma en que su respiración se aceleraba, sus
gritos de placer. No pasó mucho tiempo antes de que la guiara poni-
éndola de espaldas, le abrió las piernas tanto como pudo, y la lamió,
chupó y provocó. Sus manos se enredaron en su cabello y se apretó
contra él, moviendo las caderas, y cuando se corrió, arqueó la espal-
da con sus manos en su cuero cabelludo y él la bebió, dando
lengüetazos para captar cada pedazo de su dulzura. Cuando termi-
nó, subió sobre su cuerpo y se deslizó en ella. Instalado entre sus pi-
ernas, no se movió de inmediato. La miró a los ojos, claro para su al-
ma, viendo su vida con ella, su futuro, no solo como rey y reina, sino
como amantes.
Le apartó el cabello del rostro. Se adhería al sudor que brillaba
por su frente antes de besar sus labios.
—Eres hermosa —dijo, y se impulsó un poco, yendo más profun-
do.
Ella suspiró y dejó escapar un jadeo.
—También tú —respondió ella.
Él se rio entre dientes y se retiró, la cabeza de su pene apenas
dentro de ella.
—Creo que estás loca de placer, querida.
Apresó los labios entre los dientes y luego respondió:
—Sí. —Soltó un suspiro entrecortado cuando la embistió de nu-
evo—. Pero siempre he pensado que eras hermoso. Más hermoso
que cualquier hombre que haya visto.
Continuó moviéndose y continuaron con esta conversación sen-
cilla, y, mientras miraba jamente sus ojos brillantes, Hades tuvo el
pensamiento de que había algo diferente en la forma en que se uni-
eron esta vez, algo más profundo, más oscuro, e incluso más íntimo.
—Nunca olvidaré cómo me sentí cuando te vi por primera vez
—dijo.
—Cuéntamelo —la instó.
A pesar del calor del fuego cercano y del sudor que le perlaba la
piel, se estremeció.
—Sentí tus ojos sobre mí, como manos tocando todo mi cuerpo.
Nunca me había sentido tan encendida. Nunca había sentido tanto
miedo.
—¿Por qué sentiste miedo? —preguntó. Se inclinó más cerca de
sus labios y ella se movió, sus piernas se separaron más para acomo-
dar sus movimientos, que habían crecido en ritmo.
—Porque… —dijo y luego hizo una pausa—. Porque sabía que
podía amarte y se suponía que no debía hacerlo.
Los labios de Hades se cerraron sobre los suyos, y sintió como si
su pecho se hubiera abierto y todos sus pensamientos y sentimientos
se derramaran en ella. Su ritmo se aceleró, y se quedaron en silencio
después de eso, incluso sus gemidos y suspiros fueron silenciosos,
hasta que alcanzaron su clímax, llegando en oleadas y colapsando en
un montón de miembros, respiraciones y sudor.
Hades rodó sobre su espalda, y Perséfone se apretó contra él, con
la cabeza en su pecho.
—Tu madre me odia —dijo—. Si supiera que estás aquí, te casti-
garía.
Perséfone se sentó a horcajadas sobre su cuerpo. Sus ojos se en-
cendieron cuando su centro húmedo e hinchado ahuecó su carne en-
durecida.
—Solo si se entera —respondió.
—¿Seré siempre tu secreto? —preguntó, haciendo todo lo posible
para sonar como si estuviera bromeando, pero había un verdadero
desafío en su pregunta, porque su respuesta le diría cómo pensaba
ella sobre su futuro.
Pero no respondió.
—No deseo hablar de mi madre —dijo, sus dedos doblándose
ante esto, sus caderas rodaron contra las suyas, y Hades no presionó.
No quería perder este momento, la forma en que ella guio sus manos
sobre su cabeza y se inclinó sobre él, la forma en que sus senos rebo-
taron mientras se empalaba en su pene, la forma en que lo montó
hasta que estuvo demasiado cansada para moverse. Tuvo que hacer-
se cargo entonces, incorporándose a una posición sentada para po-
der tomar su cuerpo contra el suyo y continuar creando esa deliciosa
fricción que lo envió al límite, hasta que su mente quedó felizmente
en blanco, sus preocupaciones por su para siempre, olvidadas.
Capítulo XXVI
El viaje de una vida
—¿Por qué le pedí una cita? No sé nada sobre citas —dijo Hades,
frustrado consigo mismo. Había sido una decisión espontánea, un
momento en el que se había sentido entusiasmado, feliz e indulgen-
te. Había querido darle a Perséfone todo, incluso un toque de norma-
lidad.
—Porque quieres pasar tiempo con ella, llegar a conocerla —dijo
Hécate—. Fuera del dormitorio.
Hades la miró, molesto.
—La conozco.
—¿Cuál es su color favorito? —desa ó Hécate.
—Rosa —dijo Hades.
Hécate frunció los labios.
—¿Flor favorita?
—No tiene una or favorita —respondió Hades—. Las pre ere a
todas.
—¿Qué hace en su tiempo libre?
—¿Qué tiempo libre? —preguntó. Estaba muy ocupada, iba de
clases al trabajo y a él. La había sorprendido en la biblioteca varias
veces, acurrucada en una de las sillas, dormida, con un libro en su
regazo.
—¿Qué es lo que más odia?
Hades ofreció una pequeña sonrisa.
—Nuestro trato.
—¿La amas?
—Sí —dijo sin dudarlo. Lo había sabido desde la noche después
de los baños.
—¿Se lo has dicho?
—No.
—Hades. —Hécate cruzó los brazos sobre su pecho—. Debes de-
círselo.
Hades se tensó de inmediato.
—¿Por qué? —No veía la necesidad. ¿Por qué exponerse a su
rechazo admitiendo sus sentimientos? Preferiría guardárselos para él
por el momento.
—Necesita saberlo, Hades. Puede que esté luchando con sus sen-
timientos. Tu admisión podría ayudarla a… ¡de nirlos!
—O me ama o no, Hécate —dijo Hades.
La expresión de la diosa se ensombreció.
—No hay nada blanco y negro en amarte, Hades, y si crees que
lo hay, especialmente para Perséfone, eres un idiota.
—Hécate…
—Le han dicho que te odie toda su vida, su existencia en el Mun-
do Superior se ve amenazada todos los días que viene a tu cama. Ella
lo sabe y, sin embargo, aun así lo hace. Te está diciendo que te ama
con sus acciones. ¿Por qué necesitas palabras para admitirle lo mis-
mo?
—Le das la opción de decirme que me ama con acciones. ¿No
puedo hacer lo mismo?
—¡No! Porque ella entenderá, como tú no entiendes. Conozco la
naturaleza humana. Y antes de que digas que eres inmortal, te diré
que el amor: enamorarse, estar enamorado, el desamor, es lo mismo
sin importar tu sangre.
Hubo una breve pausa y Hades apartó la mirada, frustrado. Tra-
tó de imaginar cómo le diría a Perséfone que la amaba, pero cuando
pensó en decir las palabras, pudo escuchar el silencio que seguiría, la
pausa horrible mientras ella buscaba algo que decir para aliviar su
vergüenza.
Estaba seguro de que lo rechazaría. Si bien Hécate había intenta-
do interrogarlo sobre su conocimiento de Perséfone, la conocía mejor
de lo que la diosa pensaba, porque conocía su alma. Era muy consci-
ente de sus pensamientos cuando se trataba de cómo manejaba a los
mortales y sus vidas, cómo negociaba para aniquilar sus mayores pe-
cados. Incluso su trabajo en el Proyecto Halcyon no borraría el hecho
de que la había atado a uno de esos tratos, y fue por esa razón que
incluso si Perséfone lo amaba, no lo diría.
Aun así, ¿por qué importaba escuchar esas palabras? ¿No le había dic-
ho que las acciones signi caban más?
Porque todo es diferente con ella, pensó. Sus palabras importan.
—Ahora —dijo Hécate—. Si terminaste de enfurruñarte, plane-
emos esta cita.
q
Hades llegó al apartamento de Perséfone con el estómago hecho
un nudo. Se sentía ridículo. Se había follado a esta mujer, le había
hecho el amor en el suelo de su o cina y, sin embargo, estaba nervi-
oso ante la idea de llevarla a cenar.
Culpó a Hécate. Si no fuera por su conversación anterior, no se
sentiría tan inseguro o tan dividido sobre expresar sus sentimientos.
Su malestar empeoró cuando notó la expresión de Perséfone cuando
salía de su apartamento, con el ceño fruncido y la mirada distante.
Estaba distraída.
—¿Está todo bien? —preguntó cuando se acercó.
—Sí —dijo con una pequeña sonrisa—. Solo fue un día ajetreado.
No estuvo satisfecho con su respuesta, pero no quiso arruinar su
noche desa ándola al comienzo de su cita, así que imitó su sonrisa y
dijo:
—Entonces, vamos a relajarte.
Abrió la puerta trasera y tomó su mano mientras entraba en la
cabina de la limusina. Hades la siguió de cerca mientras Antoni ha-
cía sus presentaciones.
—Miladi. —Inclinó su cabeza, sonriéndole a Perséfone.
—Es bueno verte, Antoni —respondió con una sinceridad que
hizo que el corazón de Hades doliera. No era de extrañar que su
gente la amara. Era muy genuina en su expresión.
—Solo presione el comunicador si necesita algo.
Subió la ventana de privacidad y, de repente, se quedaron solos
y la cabina se llenó de aire espeso y eléctrico y de todas las cosas no
dichas que debería estar diciéndole. Era como si lo supiera, como si
tampoco pudiera ponerse cómoda, porque empezó a inquietarse,
cruzando y descruzando las piernas.
Los ojos de Hades se posaron en sus muslos desnudos, mirando
su vestido levantarse. Preferiría tener sus dedos, su rostro, su pene
entre esas piernas que tener todos estos pensamientos agonizantes
sobre admitir su amor por ella.
Puso su mano sobre su muslo y Perséfone inhaló, mirándolo len-
tamente.
—Deseo adorarte.
Eso, pensó Hades. Aceptaré eso.
—¿Y cómo me adorarías, diosa?
Su voz retumbó entre ellos, y observó, sus ojos se oscurecieron
cuando se arrodilló frente a él, separando sus muslos mientras se en-
cajaba entre sus piernas.
—¿Te lo demuestro?
¿Cómo diablos tuvo tanta suerte?
Tragó saliva, logrando contener la excitación de su voz. No po-
día decir lo mismo por su pene, que se había puesto erecto y grueso.
—Una demostración sería apreciada.
Liberó su sexo y lo sujetó con ambas manos, acariciándolo una
vez mientras lo miraba a los ojos. Apretó los puños contra sus pier-
nas para evitar colocarlos detrás de su cabeza y tomar el control. Ella
se inclinó hacia él, asomando la lengua, probando la cabeza y el se-
men que se acumulaba allí. Gimió al ver su boca llena de él. Todo su
cuerpo se tensó y, cuando echó la cabeza hacia atrás, el auto se detu-
vo.
—¡Maldición! —Hades alcanzó el intercomunicador, errándole al
botón, distraído por la boca de Perséfone mientras lo tomaba profun-
damente, golpeando el fondo de su garganta.
—Antoni —dijo entre dientes—. Conduce hasta que te diga lo
contrario.
—Sí, milord.
Se recostó, inhalando a través de los dientes, sus manos se enre-
daron en su cabello, sus dedos clavándose en su cuero cabelludo. La
sostuvo allí mientras trabajaba, y todo lo que podía pensar era que
su corazón se sentía en carne viva y latía fuerte y rápido. Su pecho se
sentía como el universo, extenso y lleno de amor por esta mujer, esta
diosa, esta reina. ¿Quién necesitaba un reino de almas devotas cuando ella
lo adoraba así?
Su lengua se deslizó de nuevo por su longitud, sus labios se cer-
raron sobre la cabeza de su pene y sus manos jugaron con sus bolas.
—Perséfone —siseó su nombre, empujando dentro de ella. Gol-
peó la parte superior de su boca y el fondo de su garganta, sus ma-
nos apretando su cabello hasta que se corrió, gruñendo su nombre.
Cuando lo soltó, la arrastró por su cuerpo y la besó. Él se apartó, sus
labios atrapados entre sus dientes.
—Te deseo —dijo él, como si fuera un pecado que estaba confe-
sando.
Una sonrisa apareció en sus labios, todavía brillantes por su tra-
bajo y su beso.
—¿Cómo me deseas?
—Para empezar —dijo, sus manos subiendo por sus muslos, sus
pulgares rozando los rizos húmedos en su centro. Ella se enderezó y
puso las manos sobre sus hombros—. Te tomaré por detrás sobre tus
manos y rodillas.
Se quedó sin aliento y se estremeció.
—¿Y luego?
Sus labios se arquearon. Era una provocadora, pero él podía
jugar su juego, separando su carne y haciéndole cosquillas en el clí-
toris. Ella se derritió contra él.
—Te pondré encima y te enseñaré a montarme hasta que te des-
morones.
—Hmm, eso me gusta.
Sus manos cayeron sobre su carne hinchada, y mientras se levan-
taba, Hades la ayudó a bajar sobre su eje. Estaba caliente, húmeda y
apretada; era diferente de cómo se sentía su boca porque sus múscu-
los se apretaron alrededor de él, poniendo presión en cada parte de
su miembro.
Al principio, la ayudó a moverse, asegurándose de que estuviera
sentada completamente antes de que se levantara de nuevo, pero
después de algunas embestidas, la dejó tomar el control, encontran-
do su ritmo y su placer. Lentamente, sus respiraciones se aceleraron
y la cabina de la limusina se calentó, el aire espesándose con el acto
sexual.
Sus labios se cerraron sobre los de él y trazaron su mandíbula,
sus dientes rozaron su piel mientras susurraba:
—Dime cómo me siento.
—Como vida.
Ella era vida, su vida.
Su mano se deslizó entre ellos, provocando esa protuberancia
sensible y erecta hasta que ella se corrió con un grito gutural. El bra-
zo de Hades se apretó alrededor de su cintura y la penetró un par de
veces más antes de que él también se corriera. La abrazó durante
mucho tiempo, descansando dentro de ella, disfrutando de este mo-
mento, aturdido con la intensidad que habían compartido.
Cuando se apartó, le hizo saber a Antoni que estaban listos para
llegar a El Huerto, uno de sus restaurantes. Entrarían desde el estaci-
onamiento, desde un nivel al que solo Hades y su personal tenían ac-
ceso. Por mucho que cuestionara cuánto tiempo seguiría siendo el
secreto de Perséfone, no quería que Deméter se enterara de su relaci-
ón a través de los medios.
Una vez llegaron, Hades ayudó a Perséfone a salir de la limusina
y la llevó a un ascensor.
—¿Dónde estamos? —preguntó mientras las puertas se abrían.
La condujo al interior y apretó el botón del decimocuarto piso, que
conducía a la azotea. Las puertas se cerraron, atrapando su aroma.
Miró el botón de parada de emergencia, preguntándose cuántas ve-
ces podría hacerla alcanzar el clímax antes de que alguien acudiera a
su innecesario y no deseado rescate.
—El Huerto. Mi restaurante —agregó, porque no era de conoci-
miento común que fuera dueño de un negocio fuera de Nevernight.
—¿Posees El Huerto? ¿Cómo es que nadie lo sabe?
Se encogió de hombros.
—Dejo que Ilias lo dirija y pre ero que la gente piense que es el
dueño.
Eligió mantener sus activos en secreto. Así era mejor. Nadie sa-
bía realmente cuán poderoso era o qué parte de Nueva Grecia poseía
realmente.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron para revelar la
azotea. Se hizo para parecerse a uno de los jardines del Inframundo,
con macizos de rosas y peonías, hiedras trepadoras y árboles carga-
dos de frutas y ora.
—Esto es hermoso, Hades —dijo mientras la guiaba por un ca-
mino de piedra oscura. Las luces cruzaban sobre sus cabezas, condu-
ciendo a un bosquecillo abierto donde esperaba su mesa. Sacó su sil-
la y sirvió el vino.
—Dijiste que tu día fue ajetreado —comenzó Hades, sorbiendo
el vino. No a menudo tomaba algo que no fuera whisky, y tenía que
admitir que extrañaba el sabor ahumado de su licor favorito tanto
como extrañaba la boca de Perséfone en la suya.
Ella vaciló, y Hades se dio cuenta de que tal vez esa no era la
pregunta que debía hacer. Sus conversaciones sobre su trabajo nunca
resultaban bien. Se dio cuenta de que estaba ocultando algo, incluso
cuando respondió:
—Sí. Tuve mucho… que investigar.
—Hmm. —Tomó otro sorbo de vino. Era amargo y le quemaba
la garganta, pero lo ayudó a concentrarse en algo más que su irritaci-
ón por su trabajo. ¿Qué estaba investigando? ¿Su pasado? ¿Sus tratos?
¿Había creado una lista de preguntas para hacerle esta noche? ¿O trajo otra
lista de nombres?
—Pensé que Cerbero era un perro de tres cabezas —dijo de re-
pente. Hades fue tomado por sorpresa y se rio entre dientes, arque-
ando una ceja.
—¿Es esa la investigación a la que te re eres?
—Todos los textos dicen que tiene tres cabezas —dijo a la defen-
siva.
—Las tiene —respondió Hades, divertido—. Cuando quiere.
—¿Qué quieres decir con cuando él quiere?
—Cerbero, Tifón y Ortro pueden cambiar. A veces, pre eren
existir como uno, otras veces, pre eren tener sus propios cuerpos. —
Se encogió de hombros—. Les dejo hacer lo que deseen, siempre que
protejan las fronteras de mi reino.
—¿Cómo llegaste a ser dueño de él? —Hizo una pausa y luego
se corrigió—. Ellos.
—Es hijo de los monstruos, Echidna y Tifón, que vinieron a resi-
dir en mi reino —dijo Hades.
—¿Amas a los animales?
Se rio de eso.
—Cerbero es un monstruo, no un animal.
Una línea apareció entre las cejas de Perséfone.
—Pero… ¿lo amas?
La miró jamente por un momento, y sintió que esta pregunta, y
el motivo de ella para hacerla, signi caba más de lo que pensaba.
—Sí —dijo al n—. Lo amo.
Hades se sintió aliviado cuando pasó de esa línea de preguntas
para contar historias sobre las almas con las que había pasado la noc-
he el día anterior. Había comenzado a ponerle empeño en caminar
con ella, visitar Asfódelo y saludar a las almas. Incluso lo había con-
vencido de que jugara con los niños, algo que él era demasiado com-
petitivo para tomarse a la ligera. Mientras hablaban, comieron, y cu-
ando terminaron, caminaron de la mano por el jardín de la azotea.
—¿Qué haces para divertirte? —preguntó, mirándolo tímida-
mente.
—¿A qué te re eres? —Tenía una respuesta, y la involucraba a
ella y a su cama. En realidad, solo la involucraba a ella. Podía follar
en cualquier lugar.
Se rio.
—El hecho de que hayas preguntado eso lo dice todo. ¿Cuáles
son tus pasatiempos?
—Cartas. Montar. —Hizo una pausa y alargó la mano. Maldita
sea, esto era más difícil de lo que pensaba—. Beber.
—¿Qué tal cosas que no estén relacionadas con ser el Dios de los
Muertos?
—Beber no está relacionado con ser el Dios de los Muertos.
—Tampoco es un pasatiempo. A menos que seas un alcohólico.
—Probablemente era un alcohólico.
—Entonces, ¿cuáles son tus pasatiempos?
—Hornear —respondió ella automáticamente, y pudo decir por
su expresión que realmente le encantaba.
—¿Hornear? Siento que debería haber sabido de esto antes.
—Bueno, nunca preguntaste.
Se encontró deseando experimentar este pasatiempo con ella.
Quería saber por qué le traía tanta alegría. ¿Qué respecto a eso la cal-
maba y suavizaba la preocupación de su rostro? Frunció el ceño mi-
entras continuaban su caminata, haciendo una pausa para que ella se
volviera a mirarlo.
—Enséñame.
Sus ojos se agrandaron.
—¿Qué?
—Enséñame —dijo—. A hornear algo.
Se rio y el puchero de Hades se hizo más pronunciado, hablaba
en serio. Ella pareció darse cuenta de esto y su expresión se suavizó.
—Lo siento. Solo te estoy imaginando en mi cocina.
—¿Y eso es difícil?
—Bueno… sí. Eres el Dios del Inframundo.
—Y tú eres la Diosa de la Primavera —señaló—. Te paras en tu
cocina y haces galletas. ¿Por qué no puedo?
Lo miró jamente y él se preguntó por un momento si la habría
roto. Extendió la mano para tocar el borde de sus labios, que se habí-
an convertido en una mueca.
—¿Estás bien?
Su pregunta trajo una sonrisa a su rostro y, sin embargo, algo pa-
recía estar mal. Notó que sus ojos brillaban, como si estuviera a pun-
to de llorar.
—Muy bien —concordó, y lo sorprendió presionando un beso en
su boca y alejándose demasiado pronto—. Te enseñaré.
—Bien, entonces —dijo, con las manos en su cintura—. Empece-
mos.
—Espera. ¿Quieres aprender ahora?
—Ahora es un momento tan bueno como cualquier otro —dijo
—. Pensé que tal vez… podríamos pasar tiempo en tu apartamento.
—Una vez más, pareció aturdida y él se encogió de hombros y le
explicó—: Siempre estás en el Inframundo.
—¿Tú… quieres pasar tiempo en el Mundo Superior? ¿En mi
apartamento?
Tendría que sugerir esto más a menudo. Le estaba tomando de-
masiado tiempo entender el punto.
—Yo… tengo que preparar a Lexa para tu llegada —dijo.
—Me parece bien. Haré que Antoni te lleve. —Miró su traje—.
Necesito cambiarme.
Capítulo XXVII
Enseñando nuevos trucos a un dios viejo
q
Apareció fuera de la puerta del apartamento de Perséfone y lla-
mó. La puerta se abrió de inmediato, y se preguntó si habría estado
parada en el otro lado esperando su llegada.
Le ofreció una mirada evaluadora, pero sus ojos se entrecerraron
rápidamente.
—¿Tenías eso antes de hoy? —Señaló el pantalón de chándal.
Ella lo conocía bien y sonrió, admitiendo:
—No.
Se hizo a un lado y atravesó la puerta. Eso le recordó que no es-
taba hecho para moradas mortales. Las puertas eran demasiado baj-
as, los pasillos demasiado estrechos, pero no le importaba la cercanía
con Perséfone. Ella lo miró, casi como si no pudiera creer que hubi-
era aparecido.
—¿Qué? —preguntó.
—Nada.
Le dio una rápida sonrisa y lo rodeó, tomando su mano entre las
suyas y arrastrándolo a la sala de estar donde su mejor amiga, Lexa,
estaba sentada en el sofá con un hombre que Hades no conocía.
—Um, Hades, esta es Lexa, mi mejor amiga, y Jaison, su novio.
Jaison saludó. Hades pudo sentir su malestar e incomodidad, pe-
ro era un hombre bastante bueno, gentil y modesto, lo opuesto a Le-
xa, que era audaz y enérgica. Se acercó a él sin miedo y le echó los
brazos alrededor de la cintura en un abrazo.
—Es un placer conocerte —dijo.
Hades pasó un brazo alrededor de sus hombros.
—Muy pocos han dicho esas palabras.
Pero las apreció.
—Mientras trates bien a mi mejor amiga, seguiré feliz de verte —
dijo con una sonrisa.
—Anotado, Lexa Sideris. —Sonrió e inclinó la cabeza—. Puedo
decir lo mismo, es un placer conocerte.
Lexa se sonrojó y se aclaró la garganta, mirando a Perséfone an-
tes de exclamar:
—Entonces, ¿ustedes van a hacer galletas? Eso no es el código
para algo, ¿verdad?
Hades esperaba que fuera un código para algo.
Como sexo.
Pero Perséfone se apresuró a aplastar esa esperanza al poner los
ojos en blanco.
—No, Lexa, no es un código de algo. —Tomó la mano de Hades
y tiró de él hacia la cocina—. ¡Será mejor que comencemos!
Notó que ya se sentía más cómoda tocándolo, y no estaba seguro
de en qué punto había comenzado, pero le gustó.
La cocina de Perséfone era pequeña y estaba bañada por luces
uorescentes. Ya había preparado algunas cosas: cuencos, un juego
de diferentes tazas medidoras y un libro de cocina. Hades miró la
página.
—¿Haremos galletas de azúcar? —preguntó.
—Mis favoritas —dijo, mordiéndose el labio inferior. Realmente
desearía que no hiciera eso. Lo ponía duro y lo mantenía distraído.
Quizás debería decírselo.
Excepto que ella no se dio cuenta y le pidió que trajera la lista de
ingredientes. A pesar de la falta de almacén, tenía todo organizado y
lo dirigió fácilmente, como si estuviera acostumbrada a salirse con la
suya.
—¿Por qué pones todo tan alto? —preguntó.
—Es el único lugar donde cabe. Por si no lo has notado, no vivo
en un palacio.
Era muy consciente, pensando que le gustaría mucho verla hor-
near en la cocina del Inframundo.
Una vez que tuvo todo de su lista, sonrió con orgullo.
—¿Qué harías sin mí?
—Conseguirlo yo misma.
Hades resopló. Le gustaría ver eso, tendría que trepar a la enci-
mera, lo que le daría una gran vista de su trasero.
—Bueno, ven aquí. No se puede aprender desde ahí.
Se apartó del mostrador donde estaba apoyado y se acercó, apo-
yando los brazos a ambos lados de su cuerpo, atrapándola contra la
encimera. No se inclinó contra ella, pero lo pensó. Su pene estaba
duro y encajaría perfectamente contra ese trasero con el que acababa
de fantasear. En cambio, presionó sus labios contra su oreja.
—Por favor, enséñame.
Le tomó un momento hablar y Hades sonrió. Esperaba que estu-
viera tan distraída como él. ¿En qué fantasías se perdía por la noche o en
el trabajo mientras estaban separados?
—Lo más importante que debes recordar al hornear es que los
ingredientes deben medirse y mezclarse correctamente o podría ser
un desastre.
Escuchó lo que dijo, pero su mente estaba en otras cosas, como
meter la mano por debajo de su pantalón para ver qué tan mojada
estaba. Su agarre se apretó sobre la encimera, pero eso solo le impi-
dió actuar de acuerdo con sus pensamientos. No le impidió presi-
onar sus labios contra su cuello y dejar que su lengua probara su pi-
el.
Ella se quedó sin aliento y lo miró por encima del hombro con
enfado.
—Tacha eso. Lo más importante para recordar es prestar atención.
Empujó una taza de medir en su mano.
—Primero, harina —ordenó y él sonrió. Se tomaba hornear en
serio.
Mantuvo sus brazos alrededor de ella mientras trabajaba. Medir
la harina fue como caminar a través de la ceniza: nublaba el aire y se
pegaba a la piel. Cuando lo tuvo en el cuenco, inclinó la cabeza hacia
la de ella, notando su postura rígida. Luego se inclinó y cuando su
erección completa presionó contra ella, apoyó las palmas de las ma-
nos sobre la encimera.
Arqueó una ceja burlona.
—¿A continuación?
—Bicarbonato de sodio.
Continuaron así hasta que todos los ingredientes estuvieron en
el cuenco y se mezclaron en una masa. Perséfone aprovechó ese mo-
mento para agacharse bajo su brazo, liberándose de la jaula humana
que él había creado para ella. Separó un juego de sartenes y le dio
una cuchara.
—Usa esto para sacar la masa y convertirlas en… bolas de dos
centímetros y medio.
Se aclaró la garganta cuando dijo la palabra bolas.
Y todo en lo que podía pensar era en cómo ella lo había provoca-
do en la parte trasera de la limusina con su pene en la boca, se le ten-
só todo el cuerpo.
Demonios.
Trabajaron juntos, cada uno colocando la masa en una cuchara y
trans riéndola a la bandeja para hornear. Cuando Hades terminó,
comparó los dos, y las habilidades de Perséfone estaban más allá de
las suyas. Había hecho círculos perfectos con su masa. Los de Hades
estaban deformes y desordenados, como si hubiera tirado la mezcla
por toda la sartén. Sentía envidia de su control.
—Ponte esto —dijo Perséfone, entregándole un guante de ores.
—¿Qué es?
—Es un guante de cocina —dijo—. Para que no te quemes cuan-
do pongas las galletas en el horno.
Consideró decirle que él era, esencialmente, a prueba de fuego,
pero se quedó callado, deslizando el guante en su mano, solo para
escuchar a Perséfone reírse. Su mirada se posó en la de ella.
—¿Te estás… riendo de mí?
Se aclaró la garganta rápidamente.
—No. Por supuesto que no.
Entrecerró los ojos, una promesa tácita de pago por esta humilla-
ción. Una vez que las galletas estuvieron en el horno, Hades se quitó
el guante. Tenía intenciones de tomarla en sus brazos y deleitarse
con su boca, pero ella tenía otros planes.
—Ahora, hacemos el glaseado. —Sonrió con los ojos iluminados.
A él le hubiera gustado lamer glaseado de cada parte de su cuer-
po, pero le entregó algún tipo de utensilio de cocina con un mango
estrecho y presillas de alambre.
—¿Qué se supone que debo hacer con esto? —preguntó.
—Es un batidor. Integrarás los ingredientes —dijo, y vertió vari-
os ingredientes en un tazón, empujándolo hacia él cuando terminó
—. Revuelve.
Ahora, eso era algo en lo que destacaba.
—Felizmente.
—Así está bien —dijo Perséfone, prácticamente arrebatándole el
cuenco después de haber estado batiendo la mezcla durante unos
minutos. Quizás se haya dejado llevar. Había trozos de la mezcla por
todo el mostrador, su camisa y ella.
Dividió el glaseado en algunos cuencos y le entregó un pequeño
tubo de verde.
—Comienza con unas gotas y mezcla.
Hicieron glaseado de colores. Perséfone trabajó en los colores
brillantes: amarillo, rosa y lavanda; mientras que Hades hizo colores
más oscuros: rojo y verde e incluso negro, un color que Perséfone le
había ayudado a hacer. Hacia el nal, la atrapó lamiendo el glaseado
de sus dedos.
—¿Cómo sabe? —preguntó, alcanzando su mano. Metió uno de
sus dedos profundamente en su boca y gimió. Era dulce y salado, y
la forma en que lo miraba mientras él lo probaba hizo que el fuego
en su estómago se hiciera más profundo—. Delicioso.
Retiró los dedos y hubo un momento de silencio.
—¿Ahora qué?
Sus ojos se encontraron y el aire de la habitación fue casi inso-
portable.
Hades plantó sus manos en su cintura y la levantó sobre el most-
rador. Perséfone se rio y lo rodeó con las piernas, atrayéndolo, por lo
que su miembro se ubicó contra su núcleo. Le besó y le separó los la-
bios. Ella sabía como el glaseado que había lamido de sus dedos. En-
terró una mano en su cabello, la otra entre ellos para agarrar sus se-
nos, cuando alguien se aclaró la garganta.
Ruidosamente.
Perséfone se apartó de su beso mientras las manos de Hades caí-
an sobre la encimera, con la cabeza apoyada en su hombro. Necesita-
ba tiempo para recuperarse. Si hubieran estado en el Inframundo y
los hubiera interrumpido uno de sus empleados, no se habría deteni-
do.
—Lexa. —Perséfone se aclaró la garganta—. ¿Qué ocurre?
—Me preguntaba si querían ver una película.
—Di que no —susurró Hades, provocador contra su oreja.
Perséfone le dio una palmada juguetona en el pecho.
—¿Qué película?
—¿Furia de Titanes?
Hades resopló y se apartó de ella, mirando a Lexa.
—¿La vieja o la nueva?
—La vieja.
—Bien —concordó y besó a Perséfone en la mejilla—. Voy a ne-
cesitar un minuto.
Salió de la cocina y desapareció por un pasillo hasta que encont-
ró el baño. Se encerró y se apoyó contra la puerta, metiéndose la ma-
no en el pantalón y apretando su pene. Hubiera preferido tener la
mano de Perséfone sobre él, su boca alrededor, su sexo apretando el
suyo, pero esto tendría que ser su ciente hasta que estuvieran solos.
Se apretó hasta que se corrió.
Cuando las galletas estuvieron listas, las sacaron y las dejaron
enfriar mientras veían Furia de Titanes.
—Dioses, olvidé que esta película era tan lenta —dijo Jaison, qui-
en fue el único que prestó atención. Con Perséfone sobre él, su cuer-
po encajado entre sus muslos, Hades solo podía pensar en sexo. Ella
se estaba riendo, y él estaba seguro de que no era por la película.
—Sé lo que estás pensando —susurró, su brazo se apretó alrede-
dor de ella, sus cuerpos presionándose fuertemente.
—No puedes saberlo.
—Después de lo que pasé esta noche, estoy seguro de que hay
varias cosas de las que te estás riendo.
En algún momento, Perséfone se durmió y la llevó a su dormito-
rio.
—No te vayas —dijo adormilada cuando la dejó en la cama.
—No lo haré. —La besó en la frente—. Duerme.
Se tumbó a su lado. Su cama era pequeña y olía a ella. Cerró los
ojos, pero su cuerpo se sentía caliente y su cerebro estaba demasiado
nervioso, pensando en su encuentro anterior en la cocina y en cómo
quería terminar lo que habían comenzado. Pero Perséfone estaba
cansada y no quería despertarla, así que se puso de lado y cerró los
ojos con fuerza. Se sintió como una eternidad antes de quedarse dor-
mido, y solo duró unos segundos antes de que se despertara de nu-
evo, su cuerpo sobre el de Perséfone, su boca devorando su piel. Ella
gimió y lo alcanzó, sus besos urgentes, como si no hubieran estado
juntos en semanas, meses.
Hades le quitó la camisa y el pantalón antes de sumergirse entre
sus muslos. La tomó despacio, mordisqueando el interior de sus pi-
ernas, soplando sobre su centro caliente, chupando su clítoris hasta
que suplicó por su lengua. Le dio sus dedos, metiéndolos en su ca-
lor. Estaba empapada y él gimió.
—Todo esto para mí —dijo mientras dejaba su cuerpo, su clímax
llegó espeso y goteaba, y se llevó los dedos a la boca antes de cubrir
su cuerpo con el suyo. Sus piernas se separaron y arqueó la espalda,
sus senos llenaron su visión cuando la penetró. Se detuvo un instan-
te mientras se cernía sobre ella, presionando su frente contra la suya.
—Eres hermosa —dijo.
—Te sientes bien —susurró—. Te sientes… como poder.
Al principio se sintió controlado, como si tal vez pudiera hacerle
el amor de la forma en que lo habían hecho frente a la chimenea de
su o cina. Excepto que cuanto más reaccionaba ella a la invasión de
su miembro, agarrando sus brazos y las mantas, y presionando su
cabeza contra el colchón, no podía controlarse. Un gruñido feroz y
reivindicativo brotó de su garganta, y la besó con fuerza, sus dientes
rozaron sus labios, succionaron su cuello y empujó dentro de ella,
moviendo todo su cuerpo hasta que estuvieron apretujados contra la
cabecera. Hades usó sus manos para amortiguar su cabeza mientras
las uñas de Perséfone raspaban su espalda. Ni siquiera sintió el esco-
zor, solo el éxtasis de su acoplamiento.
La cama se estremeció, sus gritos guturales llenaron la habitaci-
ón, y cuando se corrió se derrumbó sobre ella, sus cuerpos empapa-
dos de sudor. No fue hasta que contuvo el aliento que se dio cuenta
de que ella estaba llorando.
—Perséfone. —Se apartó, sintiendo que la histeria se acumulaba
en el fondo de su estómago—. ¿Te lastimé?
—No —susurró, tapándose los ojos, y él sintió una inmensa sen-
sación de alivio—. No, no me hiciste daño.
La miró por un momento mientras lloraba en silencio. Sabía que
podía haber varias razones para sus lágrimas, pero no especularía y
no preguntaría. Si quería decírselo, podía hacerlo. Aun así, no dese-
aba que se escondiera, sin importar la razón. Le quitó las manos del
rostro, secó la humedad de sus mejillas y la besó en la frente antes de
moverse a su lado y acomodarla contra él. Cubrió sus cuerpos des-
nudos con las mantas.
—Eres demasiado perfecta para mí —susurró besando su cabel-
lo, y cayeron en un sueño pací co.
q
Hades se despertó instantáneamente, y esta vez, no tuvo nada
que ver con el deseo y todo con el olor de la magia de Deméter. Se
enroscaba en el aire como una helada amarga.
Se sentó, pero no logró manifestar la ropa antes que apareciera
Deméter, con ojos como el fuego y el rostro tan frío como el hielo.
Perséfone, ajena a la llegada de su madre, rodó hacia él, extendi-
endo la mano sobre las sábanas.
—Regresa a la cama.
Su corazón se apretó en su pecho, y luego la voz de su madre lle-
nó la habitación, un sonido como un trueno y un relámpago luchan-
do en el cielo.
—¡Aléjate de mi hija!
—¡Madre! —Perséfone se sentó y palideció, sosteniendo las sába-
nas contra su pecho—. ¡Sal!
La mirada de Deméter se posó en Perséfone y a Hades le tomó
todo lo que estaba en su poder permanecer donde estaba. Quería
protegerla de su madre, de la promesa de venganza que vio escrita
en su rostro. Incluso si hubiera despertado a Perséfone a tiempo para
vestirse, habría sido imposible ocultar lo que habían estado hacien-
do. Sus olores se pegaban el uno con el otro, sus cuerpos aún estaban
resbaladizos por el olor del sexo.
Perséfone alcanzó su camisón y se lo pasó por la cabeza, cubrién-
dose lo más rápido posible.
—¿Cómo te atreves? —La voz de Deméter tembló, su boca estre-
meciéndose de rabia.
Hades permaneció sentado en la cama, con el cuerpo tenso, listo
para saltar ante el más mínimo indicio de ataque.
—¿Por cuánto tiempo? —exigió Deméter.
Meses, quiso decir Hades, porque sabía que antagonizaría a la
Diosa de la Cosecha, pero una cosa era recibir la ira de Deméter por
su cuenta, y otra completamente distinta ver a Perséfone sufrir bajo
ella.
—Realmente no es asunto tuyo, madre —espetó Perséfone.
—Olvidas tu lugar, hija.
—Y tú olvidas mi edad. ¡No soy una niña!
—Eres mi niña y has traicionado mi con anza.
La magia de Deméter se estaba acumulando a su alrededor como
un vórtice. Hades sabía que la diosa se estaba preparando para telet-
ransportar a su hija, y, aunque permaneció nervioso, no tuvo miedo.
Deméter no podía arrebatarle a Perséfone mientras estaba en deuda
con él. Aun así, ver a Perséfone mirar frenéticamente de él a su mad-
re le rompió el corazón.
—¡No, madre!
—¡Ya no vivirás esta desgraciada vida mortal!
Perséfone cerró los ojos y él se encontró dividido entre intervenir
y desear ver cómo reaccionaría Perséfone. Abraza tu poder, pensó. Era
el momento perfecto, ya que estaba protegida por su marca. Sé que
está luchando dentro de ti.
Pero no lo hizo.
La magia de Deméter había culminado y Perséfone permaneció
quieta, con los ojos cerrados, aceptando el castigo de su madre como
el peón en un juego.
Excepto que cuando Deméter chasqueó los dedos, no pasó nada.
Su rostro se desanimó, vacilando entre la conmoción y la ira, sus ojos
nalmente se posaron en el brazalete de oro que llevaba Perséfone
para cubrir la evidencia de su trato.
Deméter le arrebató el brazalete de la muñeca y la agarró del
brazo. Hades sintió su mágica acumularse. Lucharía contra la diosa
por su amante. La mataría si dejaba una marca.
—¿Qué hiciste? —demandó Deméter, volviendo su mirada feroz
y odiosa hacia él.
—¡No me toques! —Perséfone intentó soltarse del agarre de su
madre, pero las uñas de Deméter se clavaron en su piel y ella gritó.
—Suéltala, Deméter. —Hades habló en voz baja, pero su rabia
era aguda.
—¡No te atrevas a decirme qué hacer con mi hija!
Hades chasqueó los dedos y, de repente, estuvo vestido y alcan-
zó su altura máxima. Su poder se reunió a su alrededor, un peso in-
visible pero tangible que sabía que Deméter podía sentir. Soltó a Per-
séfone, quien se retiró al otro lado de la habitación.
—Tu hija y yo tenemos un contrato. Se quedará hasta que lo
cumpla.
—No. —Deméter miró a Perséfone—. Quitarás tu marca. ¡Hazlo,
Hades!
—El contrato debe ser cumplido, Deméter. Las Moiras lo orde-
nan.
Una vez había intentado engañar a las Moiras, no podía volver a
hacerlo.
La Diosa de la Cosecha miró a Perséfone con enojo.
—¿Cómo pudiste?
—¿Cómo pude? ¡No es como si hubiera querido que ocurriera,
madre!
Él se estremeció, incapaz de ocultar el impacto de sus palabras.
Era muy consciente de que solo estaba diciendo la verdad, una que
él conocía bien. Perséfone no había querido el trato, y si bien eso no
signi caba que no lo quisiera, no pudo evitar pensar que con la na-
lización de su contrato, llegaba la nalización de ellos.
—¿No lo quisiste? ¡Te advertí sobre él! ¡Te advertí que te mantu-
vieras alejada de los dioses!
—Y al hacerlo, me dejaste a esta suerte.
Las advertencias solo plantaron la semilla de la duda, algo que
Deméter debería haber aprendido después de existir durante tantos
años, pero ella, como muchos dioses, fue víctima de suposiciones
mortales. Siendo una de ellos, podría haber sido la excepción.
—Entonces, ¿me culpas? ¿Cuando todo lo que hice fue intentar
protegerte? Bueno, verás la verdad muy pronto, hija.
Si Deméter hubiera estado tratando de proteger a Perséfone, no
habría evitado que sus poderes se manifestaran. Deméter había hec-
ho a su hija co dependiente, asegurándose de que siempre la necesi-
tara, de que necesitara a alguien para sobrevivir. Hades odiaba eso, y
esperaba que al nal de esto, antes de que su contrato estuviera aca-
bado, sus poderes se manifestaran.
Ese deseo se intensi có cuando vio a Deméter despojar a Persé-
fone de su favor exponiendo su forma Divina. La diosa no fue gentil,
arrancando el poder con tanta fuerza que Perséfone cayó de rodillas,
jadeando por respirar.
—Cuando el contrato esté cumplido, regresarás a casa conmigo
—dijo Deméter—. Nunca volverás a esta vida mortal, y nunca verás
a Hades de nuevo.
Deméter lo fulminó con la mirada antes de desaparecer, y Hades
juró en ese momento que la Diosa de la Cosecha se arrepentiría de
sus acciones.
Levantó a Perséfone del suelo y la acunó contra él mientras se
sentaba en el borde de la cama. Ella no parecía poder recuperar el
aliento.
—Shh —canturreó Hades—. Todo estará bien. Lo prometo.
Ella se echó a llorar.
—No me arrepiento de ti. No quise decir que me arrepentía de ti.
Se alegró de que lo dijera, a pesar de que sabía que no lo había
dicho en serio.
—Lo sé. —Le besó las lágrimas.
Llamaron a la puerta, pero antes de que Hades o Perséfone pudi-
eran hablar, Lexa entró y se detuvo, con los ojos muy abiertos mient-
ras observaba la apariencia de Perséfone.
—¿Qué demonios?
No se podía ocultar su Divinidad: Perséfone era la Diosa de la
Primavera. Hades medio esperaba que le suplicara que borrara la
memoria de Lexa, pero, en cambio, se apartó y se puso en pie, alta y
regia mientras hablaba.
—Lexa… —La escuchó decir—. Tengo que contarte algo.
Capítulo XXVIII
Un picnic en el Inframundo
q
En las semanas que siguieron, Hades intentó distraer a Perséfone
de la ira de su madre, pero pareció volverse más malhumorada. Lo
veía más cuando pensaba que él no estaba mirando, en los momen-
tos antes de que la sorprendiera apareciendo en la biblioteca mient-
ras leía, o justo antes de salir del palacio a dar un paseo, o temprano
en la mañana, cuando ella se levantaba antes que él para ducharse y
vestirse.
Estaba creando distancia entre ellos. Podía sentirlo crecer, tiran-
do de los hilos que los unían por la eternidad, y dolía.
La encontró parada frente a su jardín todavía desolado. Odiaba
encontrarla aquí, mirando jamente este pedazo de tierra que había
llegado a signi car tanto para los dos.
Envolvió sus brazos alrededor de su cintura y la atrajo hacia sí.
—¿Estás bien? —preguntó, su cabeza cayendo contra su hombro.
No respondió, y el peso de su estómago se sintió hosco y agudo.
Se giró en sus brazos, mirándolo, y tuvo la sensación de que quería
preguntarle algo. En cambio, le respondió:
—Estoy estresada. Exámenes nales.
La estudió, buscando con sus ojos.
—Perséfone, puedes decirme cualquier cosa.
Frunció el ceño, como si no le creyera, y Hades sintió que el inte-
rior de su pecho se marchitaba, como una or expuesta a demasiado
sol.
Cerró la mano sobre su muñeca, donde la marca cubría su piel.
—¿Estás preocupada por el contrato? —preguntó.
Ella apartó la mirada.
No supo qué decir, el contrato era vinculante. Los términos debí-
an cumplirse. No podía consolarla con promesas de que todo estaría
bien cuando sabía lo que ella quería: la capacidad de moverse entre
mundos. Era una realidad con la que estaba llegando a un acuerdo,
que su amor por ella nunca sería su ciente. Ella también necesitaría
su libertad.
—Ven —dijo—. Tengo una sorpresa para ti.
Guio su mano hacia la suya, entrelazó sus dedos y tiró de ella
hacia el campo abierto fuera del jardín. Caminaron un rato, entrando
en el bosque al otro lado del campo. No siguió un camino estableci-
do, navegando entre árboles hasta un prado donde se extendía una
manta y esperaba una canasta de comida.
—¿Qué es esto? —preguntó Perséfone, mirando a Hades.
—Pensé que podríamos cenar —dijo—. Un picnic en el Infra-
mundo.
Arqueó una ceja, sospechosa.
—¿Empacaste la canasta?
—Yo… ayudé —dijo—. Incluso hice galletas.
Perséfone sonrió.
—¿Hiciste galletas?
—Estás demasiado emocionada —dijo—. Baja tus expectativas.
Pero ya estaba corriendo hacia la manta. Cayó de rodillas y abrió
la canasta, buscando dentro hasta que encontró lo que buscaba: una
pequeña bolsa de galletas con chispas de chocolate. Hades había tra-
bajado como un burro por ellas. Anoche había pasado horas en la co-
cina, y había hecho un desastre con el que Milan, el jefe de cocina, se
había sentido muy descontento.
Perséfone se sentó con las piernas cruzadas y abrió la bolsa.
—Sabes que son de postre —dijo Hades mientras se sentaba en
la manta.
—¿Y? Soy una adulta. Puedo cenar postre si quiero.
Hades se rio entre dientes y sacó los artículos restantes que había
empacado: carnes y quesos, frutas y panes. Por último, una botella
de vino y su petaca. No estaba interesado en pasar otra noche bebi-
endo uvas fermentadas.
Se metió un cubo de queso en la boca y tomó un trago de su pe-
taca mientras Perséfone mordía una galleta. Crujió con fuerza y Ha-
des se estremeció. No se parecían en nada a las que habían hecho
juntos. Las de ella eran suaves, masticables, deliciosas que se derretí-
an en la boca. Las suyas estaban duras y un poco quemadas.
—No tienes que comerlas —le aseguró mientras continuaba mas-
ticando.
—No, son las mejores galletas que he probado.
Hades arqueó una ceja.
—No tienes que mentir.
—No miento.
No mentía, pero no lo entendió. Sabía que esas galletas eran ter-
ribles.
—Son las mejores porque las hiciste tú. —Hades resopló—. Hab-
lo en serio —añadió—. Nadie me ha hecho nada antes.
Hades la miró jamente por un momento, y, de repente, fue él
quien se sintió ridículo por no dar por sentado sus palabras.
—Me alegra que te gusten —dijo en voz baja.
Se quedaron en silencio. Perséfone continuó comiendo sus galle-
tas y él continuó bebiendo. Después de un momento, se puso de ro-
dillas.
—¿Quieres una?
Se acercó a él y le tendió la mano, con una galleta entre los de-
dos. Hades la agarró de la muñeca y mordió la galleta. Fue exacta-
mente lo que esperaba, dura e insípida, solo ligeramente azucarada.
Aun así, le encantaba si a ella le gustaba. Mientras masticaba, sus oj-
os se posaron en sus labios y él arqueó una ceja.
—¿Hambrienta, querida?
No estaba seguro de cómo respondería, dada su tristeza anterior,
pero cuando levantó los ojos hacia él, pudo ver su anhelo.
—Sí —respondió.
Se inclinó para presionar su boca contra la de ella. Durante un ti-
empo, mantuvieron la distancia mientras se besaban. Hades disfrutó
esto, la sensación de deseo se acumuló dentro de él, resistiendo el
impulso de tomarla en sus brazos y tocarla. Pasó su lengua por su
boca, y justo cuando estaba a punto de atraerla hacia sí, la empujó
esquivando un balón que voló entre ellos, seguido por Cerbero, Ti-
fón y Ortro.
—¡Lo siento! —La voz de Hécate provenía de los árboles más al-
lá.
Hades suspiró y Perséfone se rio.
—¡Oh, un picnic! —dijo Hécate cuando apareció en el claro.
—¡Hades hizo galletas! —dijo Perséfone—. ¿Te gustaría una?
Hécate no ocultó su obvia sorpresa y lo miró.
—¿Tú… horneaste?
Mostró una mirada de enfado, y Perséfone, que era ajena a su
evidente malestar o no le importaba, dijo:
—¡Le enseñé!
Hécate se rio y tomó una galleta. Hades se sintió un poco alivi-
ado. Tal vez se iría y él y Perséfone podrían volver a besarse.
Excepto que Perséfone tuvo otra idea.
—¡Siéntate con nosotros!
—Oh, no quiero entrometerme…
No, no quieres, pensó Hades.
—¡Hay más comida en la canasta, y Hades trajo vino!
Las dos lo miraron y suspiró, cediendo.
—Sí, únete a nosotros, Hécate.
Perséfone hurgó en la canasta y le entregó a Hécate una variedad
de alimentos, mientras Hades le servía a la diosa un vaso de vino.
Cerbero, Tifón y Ortro regresaron, los tres peleando por su balón
rojo.
No pasó mucho tiempo cuando Hades sintió la magia de Her-
mes.
—Malditas Moiras —murmuró, llamando la atención de Perséfo-
ne y Hécate.
—¡Oh, Hades! —cantó Hermes cuando apareció en el claro—.
¡Oh, un picnic!
—¿Necesitabas algo, Hermes? —preguntó Hades, apretando la
mandíbula, frustrado porque la noche que había planeado para él y
Perséfone se había convertido en este… circo.
—Nada que no pueda esperar —dijo—. ¿Son galletas?
—¡Hades las hizo! —dijo Perséfone.
Hermes cayó de rodillas sobre la manta, y Hades vio a Perséfone
ofrecer comida y vino, sonreír y reír, y su frustración por la interrup-
ción de la noche disminuyó porque estaba feliz. También descubrió
que no le importaba tanto la compañía, aunque podía prescindir de
las burlas de Hermes.
Pasaron mucho tiempo juntos en el bosque, hasta que la luz del
Inframundo se desvaneció y la noche de Hades iluminó el cielo. Cu-
ando se fueron, él y Perséfone caminaron juntos de regreso al pala-
cio. No se tocaban.
—Gracias por esta noche. Sé que no salió según lo planeado.
Hades se rio entre dientes.
—No fue para nada como lo que había imaginado.
Se detuvieron, rodeados por el jardín a las afueras de la fortaleza
de Hades, y se miraron.
—Si Hécate no nos hubiera arrojado ese balón, habría seguido
besándote —dijo, y su mano se acercó para acunar su rostro.
—¿Es demasiado tarde? —preguntó ella—. ¿Para tenerlo todo?
Hades la miró jamente por un momento, acariciando su mejilla
con el pulgar. Dio un paso más cerca.
—¿Qué estás preguntando, querida?
—No lamento que Hécate nos haya interrumpido —dijo—. Pero
todavía quiero ese beso y todo lo que viene después.
—Solo lamento que no me lo hayas preguntado antes —dijo,
complaciendo su petición. Su boca tocó la suya y la atrajo hacia sí,
haciéndole el amor bajo las estrellas en el jardín fuera de su casa.
Capítulo XXIX
Una tortura como ninguna otra
q
—¿Dónde está? —preguntó Hades cuando se teletransportó al
Inframundo. No estaba lo su cientemente calmado para sentirla to-
davía. Apareció en medio de su palacio, donde su personal deambu-
laba, ajenos a su agonía, a su miedo, al posible nal de lo más feliz
que jamás había sido.
Sabía que eso era una posibilidad, pero no estaba preparado,
porque al nal de todo, la amaba.
—¡Perséfone! ¿Dónde está?
—E—ella salió a caminar, milord —dijo una ninfa.
—Estaba siguiendo a Cerbero —agregó otro.
—Hacia el Tártaro.
Mierda.
Desapareció y apareció en las afueras del Tártaro. Esta parte de
su reino era vasta y cubría cientos y cientos de acres. ¿Por qué vendría
aquí? Pensó mientras intentaba concentrarse en encontrarla, en lugar
de en su corazón acelerado y el miedo hirviendo en la boca de su es-
tómago.
Le había dicho desde el principio que no quería que conociera el
camino al Tártaro, que su curiosidad se apoderaría de ella. ¿Había
escuchado las palabras de Afrodita y había tratado de demostrar que
tenía razón sobre él? Quizás había venido con la esperanza de en-
contrar algo que demostrara que él era tan cruel y calculador como
pensaba.
Bueno, lo encontraría aquí.
No pasó mucho tiempo antes de que la sintiera, un leve tirón en
el borde de sus sentidos.
Estaba en La Caverna, la parte más antigua del Tártaro. Cuando
apareció allí, sintió su presencia fortalecerse y supo dónde la encont-
raría.
En la cueva de Tántalo.
El disgusto se retorció en las entrañas de Hades.
Tántalo era un rey, un semidiós nacido de Zeus, y se encontraba
entre la primera generación de mortales que pobló la tierra. Dotado
de la particular arrogancia de Zeus, pensó en probar a los dioses co-
metiendo licidio. El rey malvado mató a su hijo, Pelops, lo redujo a
pulpa e intentó alimentar con él a los Olímpicos. Hades recordaba el
olor a carne quemada otando en el Gran Comedor. La alegría había
terminado de inmediato y su ira había sido rápida. Se puso de pie,
señaló a Tántalo, y lo envió directamente al Tártaro mientras los de-
más intentaban volver a unir a Pelops.
Ese tampoco había sido el nal del castigo de Tántalo, ya que Ze-
us había maldecido su legado, cuyo impacto todavía se sentía hasta
el día de hoy.
Hades se dirigió hacia la oscuridad que cubría la cueva, donde
Tántalo había vivido y sufrido durante una eternidad. Vio a Perséfo-
ne correr hacia él, con el terror escrito en su hermoso rostro. Se est-
relló contra él y la agarró por los hombros para estabilizarla.
—¡No! Por favor… —Su voz se quebró llena de miedo y sus
emociones montaron en ira.
—Perséfone —dijo rápidamente, tratando de calmarla.
Cuando lo miró, el reconocimiento y el alivio descendieron sobre
su rostro.
—¡Hades!
Sus brazos se apretaron alrededor de su cintura. Enterró la cabe-
za contra su pecho y sollozó.
—Shh. —La besó el cabello, agradecido de que todavía lo tocara,
de que todavía encontrara consuelo en su presencia—. ¿Qué estás
haciendo aquí?
Entonces escuchó la voz de Tántalo atravesar la oscuridad y a
Hades se le heló la sangre.
—¿Dónde estás, pequeña perra?
Hades dejó a Perséfone a un lado y se acercó a la gruta donde es-
taba encarcelado Tántalo, chasqueando los dedos de modo que el pi-
lar donde estaba encadenado Tántalo giró. El hombre era un saco de
huesos, piel ácida hundiéndose en sus ángulos marcados. Estaba
pálido y demacrado, su cabello desordenado y enmarañado, como
alambre saliéndole del rostro y la cabeza.
No había mirado al prisionero en años, ya que su método de tor-
tura tendía a cumplirse por sí solo, hambre y sed, estando siempre al
alcance de la comida y el agua. Excepto que Hades sabía que había
bebido, porque sus labios, sin color, brillaban.
Hades lanzó su mano hacia Tántalo, y las rodillas del mortal ce-
dieron, tirando de las esposas que sujetaban sus brazos con fuerza y
gritó.
—Mi diosa fue amable contigo —siseó Hades—. ¿Y así es como
le pagas?
Hades cerró el puño y Tántalo tuvo arcadas, escupiendo el agua
que Perséfone le había dado hasta que no quedó nada para vomitar.
Luego dividió el agua en la gruta, creando un camino seco directa-
mente hacia el prisionero. El rey malvado luchó por encontrar su
equilibrio, presionando sus pies contra la columna a la que estaba
encadenado. Hades disfrutaba viéndolo luchar. Aliviaba la carga de
su ira y su deseo de ver a este mortal encontrar un nal violento.
—¡Mereces sentirte como yo me he sentido: desesperado, hamb-
riento y solo! —espetó Tántalo cuando Hades se acercó.
La mano de Hades se cerró sobre el cuello del hombre.
—¿Cómo sabes que no me he sentido así durante siglos, mortal?
—dijo en voz baja, su voz mortal en su tono. Prometía castigo y do-
lor, prometía todas las cosas que Tántalo decía que sentía ahora, pe-
ro peor.
Su encanto se desvaneció y se paró ante su prisionero en su for-
ma Divina como lo había hecho en el pasado.
—Eres un mortal ignorante —dijo Hades, su magia burbujeando
bajo la super cie—. Antes, era simplemente tu carcelero, pero ahora
seré tu castigador, y creo que mis jueces fueron demasiado miseri-
cordiosos. Te maldeciré con un hambre y una sed insaciables. Incluso
te pondré al alcance la comida y el agua, pero todo de lo que recibi-
rás será fuego en tu garganta.
Hades soltó a Tántalo y golpeó el pilar de piedra con un ruido
sordo. No hizo nada para disuadir al mortal, que gruñó como un
animal y trató de abalanzarse sobre él, chasqueando los dientes. El
salvaje intento de ataque solo divirtió a Hades y le valió un lugar en
la lista de su próxima víctima.
Hades chasqueó los dedos y envió al prisionero a esperar en su
o cina. Después, se volvió hacia Perséfone.
Nunca la había visto así antes: con los ojos muy abiertos, pequ-
eña, temblorosa. Se alejó un paso de él y resbaló. Hades se lanzó ha-
cia delante para atraparla antes de que pudiera golpear el suelo, libre
de agua ya, que todavía estaba en medio del lago dividido.
—Perséfone. —Pronunciar su nombre hizo que le doliera el pec-
ho—. Por favor, no me temas. Tú no.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y se quebró, llorando contra su
túnica. Su agarre sobre ella se apretó y, sin embargo, aunque la abra-
zaba, sintió que estaba lejos, y se dio cuenta de que eso era lo que
signi caba estar al borde de perderlo todo.
Aun así, pensó, si la sostengo el tiempo su ciente, si le doy el ti-
empo su ciente, tal vez podría mantenerla calmada, tal vez podría
mantenernos calmados.
Se teletransportó a su habitación, donde se sentó cerca del fuego,
esperando que ella se calentara lo su ciente como para dejar de
temblar, pero no lo hizo. Se sintió frustrado y la apretó contra él, di-
rigiéndose a los baños.
Cuando llegaron, la bajó al suelo. Le pasó el dedo por debajo de
la barbilla e inclinó su cabeza para encontrarse con su mirada. Qu-
ería que hablara, que dijera algo, cualquier cosa, pero permaneció
callada. Lo único que le dio esperanzas fue que no protestó cuando
la desvistió o cuando la acunó contra él y la llevó al agua.
—No estás bien —dijo cuando no pudo soportar más el silencio
entre ellos—. ¿Te… lastimó?
Lo preguntó porque tenía que estar seguro.
Su respuesta fue cerrar los ojos con fuerza, algo que nunca supo
que podía lastimar tanto su corazón.
—Dime —susurró, rozando sus labios sobre su frente—. Por fa-
vor.
Abrió los ojos, brillantes por las lágrimas.
—Sé sobre el trato con Afrodita, Hades —dijo—. No soy más que
un juego para ti.
Esas palabras lo enojaron. Ella nunca había sido un juego. En
verdad, rara vez había pensado en el trato con Afrodita desde que
había comenzado. No, siempre había sido más que eso. Se había con-
vertido en una búsqueda para ver su poder, para mostrarle lo que
signi caba ser Divina, para convencerla de que podía ser una reina.
—Nunca te he considerado un juego, Perséfone.
—El contrato…
—¡Esto no tiene nada que ver con el contrato!
La soltó, y mientras Perséfone luchaba por enderezarse, su res-
puesta fue venenosa.
—¡Tiene todo que ver con el contrato! ¡Dioses, fui tan estúpida!
Me permití creer que eras bueno, incluso con la posibilidad de ser tu
prisionera.
—¿Prisionera? ¿Te consideras una prisionera aquí? ¿Te he trata-
do tan mal?
—Un carcelero bondadoso sigue siendo un carcelero —espetó
Perséfone.
—Si me considerabas tu carcelero, ¿por qué me follaste?
—Fuiste tú quien predijo esto. —Su voz tembló—. Y tenías ra-
zón, lo disfruté, y ahora que terminó, podemos avanzar.
—¿Avanzar? —Era rabia encarnada y todo su cuerpo temblaba.
¿Estaba hablando así porque su madre los había atrapado?—. ¿Es
eso lo que quieres?
—Ambos sabemos que es lo mejor.
—Estoy empezando a pensar que no sabes nada —dijo, avanzan-
do hacia ella—. Estoy empezando a entender que ni siquiera piensas
por ti misma.
¿Cómo habían llegado hasta aquí? ¿Dónde estaba la mujer que había
ganado con anza entre su gente? ¿La mujer que lo había esperado, desnu-
da, en su o cina? ¿La mujer que había hecho un hogar en su corazón?
—¿Cómo te atreves…?
—¿Cómo me atrevo a qué, Perséfone? ¿A decirte la verdad? Ac-
túas tan impotente, pero nunca has tomado una maldita decisión por
ti misma. ¿Dejarás que tu madre determine a quién follarás ahora?
—¡Cállate!
—Dime lo que quieres. —La arrinconó, inmovilizándola contra
el borde de la piscina.
Ella no lo miró.
—¡Dime! —ordenó Hades.
—¡Que te jodan!
Fue feroz y sus ojos brillaban. Se apoyó contra él, con las piernas
alrededor de su cintura. Lo besó con fuerza y él tomó todo. La man-
tuvo en su lugar, con sus manos abarcando su espalda y su trasero.
La sentó en el borde de la piscina, con la intención de probar su vagi-
na, para saborear su ira y el deseo rabioso entre sus piernas, pero lo
arañó.
—No, quiero tu pene dentro de mí —dijo—. Ahora.
Obedeció, prácticamente saltando fuera de la piscina. Ella lo em-
pujó sobre su espalda, envolvió su mano alrededor de su sexo y lo
guio dentro de ella, llenándose hasta que su trasero tocó sus bolas. Él
gimió, sus manos clavándose en su piel.
—Muévete más rápido, maldita sea —ordenó. Ambos estaban
enojados e incitando al otro, y por dentro, Hades sintió que su magia
aumentaba. Estaba respondiendo a ella, la oscuridad provocando a
la luz.
—Cállate —espetó ella, mirándolo.
Hades respondió apretando sus senos, levantándose para chupar
sus pezones. Perséfone gimió y lo sostuvo contra ella, apretando las
piernas alrededor de su cintura. Apenas podía recuperar el aliento,
pero la animó. Perdería la cabeza por ella.
—Sí —siseó—. Úsame. Más fuerte. Más rápido.
Se corrió con un rugido y cubrió su boca con la de él, pero el éx-
tasis duró poco cuando ella lo apartó y se puso en pie, dejándolo
sentado en el frío mármol. Recogió sus pertenencias y se apresuró a
subir las escaleras. Hades la siguió.
—¡Perséfone!
A medida que caminaba, se ponía su ropa. Se apresuró a alcan-
zarla, expuesta en el pasillo fuera de los baños.
—¡Demonios!
Cuando la alcanzó, la agarró del brazo y la llevó a la sala del tro-
no. Cerró la puerta y la empujó dentro, enjaulándola con sus brazos.
Empujó contra su pecho, pero no se movió.
—¡Quiero saber por qué! —exigió ella, su voz ronca por las lágri-
mas, y Hades odió haberle causado este dolor. Odió ser la razón por
la que estaba rota, pero sintió algo más dentro de ella, algo poderoso
que despertaba cuanto más enojada estaba—. ¿Fui un blanco fácil?
¿Miraste mi alma y viste a alguien que estaba desesperada por amor,
por adoración? ¿Me elegiste porque sabías que no podía cumplir con
los términos de tu trato?
—No fue así.
Era algo completamente diferente. Si tan solo pudiera explicarlo,
pero no quería comenzar con las Moiras porque a pesar de que la ha-
bían entretejido en su futuro, aun así la habría deseado. Cuando la
miraba, veía su poder, veía su compasión, veía a su reina.
—¡Entonces, dime cómo fue!
—Sí, Afrodita y yo tenemos un contrato, pero el trato que hice
contigo no tuvo nada que ver con eso. Te ofrecí términos basados en
lo que vi en tu alma: una mujer enjaulada por su propia mente. —Sa-
bía que lo que dijera a continuación la enfadaría, pero necesitaba es-
cucharlo—. Fuiste la que llamó imposible al contrato, pero eres po-
derosa, Perséfone.
—No te burles de mí.
—Nunca lo haría.
Ella gruñó:
—Mentiroso.
Había pocas cosas que odiara más que esa palabra.
—Puedo ser muchas cosas, pero no soy un mentiroso.
—Entonces un mentiroso no, un auto declarado impostor.
—Solo te he dado respuestas —dijo, más enojado a cada segun-
do—. Te he ayudado a reclamar tu poder y, sin embargo, no lo has
usado. Te he dado una forma para alejarte de tu madre y, aun así, no
lo reclamarás.
—¿Cómo? ¿Qué hiciste para ayudarme?
—¡Te adoré! —espetó—. Te di lo que tu madre retuvo: adoradores.
Si Deméter hubiera presentado a Perséfone a la sociedad desde
su nacimiento, sus poderes habrían orecido, habría hecho construir
altares y templos en su nombre, habría ascendido en las las, supe-
rando a los Olímpicos en popularidad. De eso estaba seguro.
Parpadeó hacia él.
—¿Quieres decir que me forzaste a un contrato cuando pudiste
solo haberme dicho que necesitaba adoradores para ganar mis pode-
res?
No era tan simple y ella lo sabía. Había rechazado la Divinidad
como si fuera la plaga. No creía que hubiera hecho nada con ese co-
nocimiento más que esconderse, temiendo lo desconocido.
—¡No se trata de poderes, Perséfone! Nunca se ha tratado de ma-
gia, ilusión o glamour. Se trata de con anza. ¡Es sobre creer en ti
misma!
—Eso es retorcido, Hades…
—¿Lo es? —dijo, interrumpiéndola. No quería oírle decir lo ter-
rible que era, lo engañoso que era, lo mentiroso que era—. Dime, si
lo hubieras sabido, ¿qué habrías hecho? ¿Anunciar tu Divinidad al
mundo entero para poder ganar seguidores y, consecuentemente, tu
poder? —Ella conocía la respuesta, y él también—. ¡No, nunca has si-
do capaz de decidir lo que quieres, porque valoras la felicidad de tu
madre sobre la tuya!
—Tenía libertad hasta que te conocí, Hades.
—¿Pensabas que eras libre antes de mí? —preguntó, inclinándo-
se hacia ella—. Cambiaste las paredes de cristal por otro tipo de pri-
sión cuando llegaste a Nueva Atenas.
—¿Por qué no sigues diciéndome lo patética que soy? —espetó.
—Eso no es lo que…
—¿No lo es? Déjame decirte qué más me hace patética. Me ena-
moré de ti.
Demonios. Demonios. Demonios. Su corazón se sentía como si se
estuviera ahogando en su pecho. Se veía tan devastada como él se
sentía, y quiso tocarla, pero ella se apartó con vehemencia, poniendo
distancia entre ellos.
—¡No lo hagas!
Hizo lo que le pidió, aunque todo su cuerpo quería negarse a su
pedido. Lo único que quería hacer era estar cerca de ella, porque ella
lo amaba. Porque la amaba.
Debería decírselo.
Pero estaba muy enojada y herida.
—¿Qué habría obtenido Afrodita si hubieras fallado?
No quiso responder, porque sabía lo que pensaría. En este mo-
mento, sentía que todo lo que Deméter le había enseñado era cierto.
Pensaría que Hades haría cualquier cosa para mantener a su gente
en su reino, incluso engañarla, pero respondió de todos modos.
—Pidió que uno de sus héroes fuera regresado a la vida.
Una solicitud que felizmente concedería si eso signi cara que el-
la se quedaría.
—Bueno, ganaste. Te amo —dijo, y él quiso desplomarse—. ¿Va-
lió la pena?
—¡No fue así, Perséfone! —dijo, desesperado porque comprendi-
era, y cuando se dio la vuelta, él le preguntó—: ¿Creerás las palabras
de Afrodita sobre las mías?
Hizo una pausa y lo miró, y pudo ver que su cuerpo temblaba,
pudo sentir su poder corriendo en su sangre. Pudo oler su magia, y
fue celestial, un aroma diferente a todo lo que había experimentado.
Era claramente ella, una cálida mezcla de vainilla, sol y aire fresco de
primavera. Pero no dijo nada y él negó, decepcionado por su incapa-
cidad para comprender esta situación, su valor, su poder.
—Eres tu propia prisionera.
Esas palabras la quebraron. Lo vio en el momento en que cayó la
última sílaba. Hubo un fuerte estruendo en sus oídos similar a un
grito, y grandes enredaderas negras atravesaron el suelo, enredando
sus brazos y muñecas como ataduras. Estuvo sorprendido; su poder
había cobrado vida y estaba dirigido a él.
Había creado la vida.
Como consecuencia, ella respiró hondo, con el pecho agitado. Le
hubiera gustado felicitarla, celebrarla, amarla. Este era su potencial,
una muestra de la magia dentro de ella, pero había hecho falta su ira
para desatarlo.
Probó las restricciones, eran fuertes y tirantes mientras jalaba,
tan vengativas como ella en su ira. La miró a los ojos y se rio sin hu-
mor. Mirarla fue como ver su muerte, un día que pensó que nunca
llegaría.
—Bueno, lady Perséfone. Parece que ganaste.
Capítulo XXX
Tramposo
q
Una semana después, Hades se encontró en el laboratorio de He-
festo. Había pospuesto esto el mayor tiempo posible, temiendo su
regreso al Dios del Fuego después de lo que le había pedido que hi-
ciera hace solo unas semanas.
Cuando el dios le entregó una pequeña caja, Hades miró dentro.
El anillo que había encargado estaba sobre una almohadilla de terci-
opelo negro. Era algo hermoso y delicado, a pesar de las numerosas
ores y gemas que decoraban la banda, y trajo consigo el dolor y la
vergüenza que sintió al perder a Perséfone. Quizás si no hubiera sido
tan presuntuoso, quizás si no hubiera hecho este anillo, ahora la
tendría.
—Es hermoso —dijo Hades, cerrando la caja de golpe—. Pero ya
no lo necesito.
Hades se encontró con la mirada de Hefesto y el dios arqueó las
cejas.
—Te pagaré generosamente por tu trabajo —continuó Hades, ex-
tendiendo su mano. Le devolvió el anillo a Hefesto.
—¿No lo aceptarás?
Hades negó. Era un símbolo de lo que podría haber tenido, de
un futuro que ya no estaba en el horizonte, y no podía soportar verlo
o saber que existía en el mismo reino que él.
—No te preguntaré por qué ya no quieres el anillo. Puedo adivi-
nar lo su ciente —dijo el Dios del Fuego—. Pero no aceptaré un pa-
go por algo que no deseas conservar.
—¿Pre eres que me lo lleve?
—No. —Hefesto sonrió—. Tengo el presentimiento de que aca-
baría en el océano, y dudo que le pidieras a Poseidón que lo recupere
cuando lo quieras de nuevo.
Capítulo XXXI
Reclamar a una reina
q
Hécate abrió la puerta de los aposentos de Hades. Era mediodía
y todavía estaba en la cama, exhausto por una noche de amargas ne-
gociaciones en Nevernight.
—¡Levántate! —dijo, y abrió las cortinas, dejando entrar la luz
del día. Hades gimió y rodó, cubriéndose la cabeza.
—Vete, Hécate.
Pasó un momento y luego le fue arrancada la manta.
—¡Hécate! —Hades se sentó, frustrado.
—¿Por qué estás desnudo? —exigió, como si acabara de ver algo
espantoso.
—Porque —dijo, señalando su habitación—. ¡Estoy en la cama!
Ella le arrojó la manta.
—¿Qué estás haciendo? —exigió.
—Vamos a buscar a Perséfone —dijo—. Bueno, tú vas a buscarla.
Yo ayudaré.
—Hemos pasado por esto, Hécate…
—Cállate —espetó—. La extraño, las almas la extrañan, tú la ext-
rañas. ¿Por qué pasamos todo este tiempo extrañándola cuando po-
demos… recuperarla?
Hades se rio, principalmente por incredulidad.
—Si fuera tan fácil…
—¡Es así de fácil! —Hécate levantó sus manos, frustrada—. Has
pasado todo este tiempo esperando que las Moiras te la quiten, pero
no lo hicieron. Tú lo hiciste.
—Se fue, Hécate. No yo.
—¿Y? No signi ca que no puedas ir a buscarla. No signi ca que
aún no puedas decirle que la amas. No signi ca que todavía no pu-
edas luchar por ella. Eres el que siempre habla de acciones. ¿Por qué
no vives de acuerdo con tus palabras?
—Bien —dijo Hades con los dientes apretados—. Iremos, y en-
tonces verás de una vez por todas que ella no me quiere.
Se quitó la manta que Hécate le había arrojado.
—¡Por el amor a las Moiras, ponte algo de ropa! —espetó.
—Si no querías verme desnudo, Hécate, entonces no deberías ha-
ber venido a verme cuando estaba en la cama.
—Perdóname por suponer que estarías vestido —espetó, ponien-
do los ojos en blanco.
Hades suspiró frustrado mientras desaparecía en el baño, salpi-
cando agua en su rostro. Estaba cansado. No había dormido bien
desde que Perséfone se fue, y su estado de ánimo había cambiado.
Estaba de mal genio, se peleaba más con todo el mundo, incluso con
Hécate. Tenía que parar, y quizás esto le pondría n o empeoraría to-
do.
Se vistió con glamour y regresó a su habitación, donde esperaba
Hécate.
—He estado pensando —dijo, frotándose las manos—. Deberí-
amos hacer de esto una apuesta. Si corre a tus brazos como creo que
hará, entonces necesito más espacio para mis venen… plantas. Para
mis plantas.
Hades arqueó una ceja.
—Está bien. ¿Quieres un trato? —dijo—. Si gano, no quiero vol-
ver a oír una palabra más sobre Perséfone.
Hécate puso los ojos en blanco.
—Trato —dijo y luego agregó—: Para alguien que puede sabore-
ar las mentiras, dices muchas de ellas. Será mejor que te prepares pa-
ra renunciar a una cuarta parte de tu reino, chico enamorado.
q
Hades caminaba a lo largo de su recámara, esperando a que Hé-
cate le diera la señal, un estallido de magia que enviaría cuando loca-
lizara a su diosa. No había podido concentrarse desde que se fue.
Por mucho que odiara admitirlo, Hécate le había dado esperanza.
Se detuvo, frunciendo el ceño en el espejo, dándose cuenta por
primera vez de cuánto lo había cambiado Perséfone. Ella le había
hecho querer cosas que nunca había deseado antes, como una vida
que ofreciera un poco más de simplicidad. Quería paseos, picnics y
galletas quemadas. Quería reír y no volver a acostarse solo.
Esta fue la primera vez en su vida que esperaba perder una apu-
esta.
Sintió el pulso de la magia de Hécate, y algo duro como una roca
se instaló en su estómago mientras lo seguía, apareciendo fuera de
The Co ee House. Cuando vio a Perséfone, le dolió el pecho. Demo-
nios, es hermosa. Se había recogido el cabello, alejándolo de su elegan-
te cuello, pero rizos dorados se habían soltado. Vestía de blanco, los
tirantes de su vestido eran nos, exponiendo sus hombros esbeltos y
pecosos.
Hécate se sentaba a su lado mientras las dos hablaban y captó
parte de la conversación.
—Entonces, ve con él. Dile por qué te duele, dile cómo soluci-
onarlo. ¿No es eso en lo que eres buena?
Hades quiso reír.
Perséfone lo hizo y se frotó los ojos, y él pensó que tal vez estaba
tratando de no llorar. Su pecho dolió.
—Oh, Hécate. No quiere verme.
Estaba equivocada, muy equivocada. Se le ocurrió que quizás
ambos habían hecho suposiciones sobre el otro. Quizás habían queri-
do verse todo este tiempo. Quizás, si hubiera hecho lo que había qu-
erido todo el tiempo, ir con ella, verla, abrazarla, no habría sentido
esta agonía.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hécate.
—¿No crees que, si me quisiera, habría venido por mí?
Oh, querida, pensó Hades. Pasaré el resto de mi vida mostrándo-
te cuánto te quiero.
—Quizás solo te estaba dando tiempo —respondió Hécate, y le-
vantó la cabeza para encontrarse con su mirada.
Perséfone siguió su mirada y, cuando sus miradas se encontra-
ron, se levantó de la silla y echó a correr. Sus cuerpos chocaron de
una manera familiar mientras Hades la levantaba del suelo y sus pi-
ernas encontraban su logar alrededor de su cintura. Sus cuerpos se
unieron.
—Te extrañé —dijo, con la cabeza enterrada en su cabello.
—También te extrañé.
Nunca la dejaría ir de nuevo.
—Lo siento —susurró ella. Sus dedos rozaron su mejilla y sus la-
bios, y su tacto encendió un fuego en él tan agudo que pensó que
podría convertirse en cenizas. Había echado de menos esto, este ar-
dor por ella.
—Yo también —dijo—. Te amo. Debí habértelo dicho antes. Debí
habértelo dicho esa noche en los baños. Entonces lo supe.
Su sonrisa fue hermosa, y era algo que quería ganar todos los dí-
as de su vida.
—También te amo.
Sus labios se tocaron y ese fuego dentro de él creció, embriaga-
dor y líquido. Su agarre se apretó, sus manos presionando en su es-
palda baja. Quiso que sintiera cuánto la extrañaba, lo duro que esta-
ba por ella. Quiso que entendiera lo que le esperaba una vez que dej-
aran este lugar. Pasarían el n de semana en la cama, recluidos en su
dormitorio. La tendría de una manera que nunca antes la había teni-
do, y ella se correría gritando su nombre, sin dejar ninguna duda de
su amor por ella.
Las garras de su pasión llegaron hondamente, pero antes de que
pudieran comenzar su n de semana de felicidad, tenía algo más que
reclamar. Cuando rompió el beso, Perséfone soltó un gruñido de
frustración y trató de recuperar su conexión. Hades se rio entre dien-
tes ante su entusiasmo, abrazándola un poco más fuerte, rozando su
pene contra su suavidad, una promesa de que pronto estaría dentro
de ella.
—Deseo reclamar mi favor, diosa —dijo. Por un momento, sus
ojos se agrandaron, por lo que habló rápidamente, esperando aliviar
su ansiedad—. Ven al Inframundo conmigo.
Abrió la boca, pero Hades la reclamó con un beso, y cuando se
apartó, apoyó la frente contra la de ella.
—Vive entre mundos —suplicó—. Pero no nos dejes para siemp-
re. A mi gente, tu gente, a mí.
Ella soltó una risa entrecortada, sus ojos llorosos y asintió.
—Por supuesto.
Hades le devolvió la sonrisa. Fue como si le acabara de dar el
mundo y atesoraría su regalo para siempre. Después de un momen-
to, la sonrisa de Perséfone se volvió traviesa y le acarició el pecho
con las manos.
—Estoy ansiosa por un juego de cartas.
Él inclinó su cabeza. No pensó que fuera posible, pero su pene se
puso más duro ante su pedido, su mente volviéndose loca con las
posibilidades: horas de juego previo, palabras eróticas y sexo incre-
íble.
—¿Póquer? —preguntó.
—Sí.
—¿La apuesta?
—Tu ropa —respondió ella, ya desabotonándole la camisa.
¿Quién era él para negarse a una reina?
Próximo Libro
A Touch Of Ruin
Scarle St. Clair vive en Oklahoma con su esposo. Tiene una ma-
estría en Bibliotecología y Estudios de la Información. Está obsesi-
onada con la mitología griega, los misterios de asesinatos, el amor y
el más allá. Si estás obsesionado con estas cosas, entonces te gustarán
sus libros.