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Antología del romanticismo inglés

Samuel Taylor Coleridge (1772-1834)

Kubla Khan

En Xanadú ordenó Kubla Khan


Un majestuoso domo de placer:
Donde Alfa, el río sacro, corre
Entre cavernas no sondeadas por un hombre
Para caer en un mar sin sol.
Entonces, dos veces cinco millas de tierra fértil,
Con murallas y torres fueron ceñidas en redondo:
Y allí había jardines con brillos de sinuosos riachuelos,
En los que florecía abundante un árbol de incienso;
Y allí selvas antiguas como las colinas
Abrazaban soleadas manchas de verdor.

Pero ¡ese profundo abismo romántico en declive


Bajo la verde colina cubierta de cedros!
¡Un lugar salvaje!, ¡tan sacro y encantado
Como el que nunca fue rondado bajo luna menguante
Por la mujer que llora su demonio amante!
Y de ese abismo, en perpetuo tumulto hirviendo,
Como si esa tierra respirara en rápido jadeo,
Una poderosa fuente de pronto fue impelida:
En medio de cuyo imprevisto estallido intermitente
Enormes fragmentos saltaban como repiqueteante granizo
O como paja de trigo bajo la trilladora del mayal:
Y en medio de esas rocas danzantes, una vez para siempre,
Se lanzó de un salto el río sacro.
Cinco millas serpenteando en laberíntico movimiento
Por bosques y valles el sacro río corrió,
Y alcanzó las cavernas no sondeadas por un hombre
Y se hundió tumultuoso en un océano sin vida:
¡Y en medio del tumulto Kubla escuchó lejanas
Voces ancestrales que profetizaban guerra!
La sombra del domo del placer
Flotaba en medio de las olas;
Donde se oía la mezclada melodía
De las grutas y la fuente.
¡Era un milagro de extraño mecanismo
El soleado domo con las cuevas de hielo!

Una joven dama con un dulcémele


En un ensueño vi una vez:
Era una doncella abisinia
Y tocaba su instrumento
Cantando del Monte Abora.
Si pudiese revivir en mí
La sinfonía y la canción,
Tan honda delicia me ganaría
Que con música sostenida y elevada
Podría construir esa cúpula en el aire,
¡Ese soleado domo! ¡Esas cuevas heladas!
Y todos los que oyeran los verían,
Y podrían gritar: ¡Cuidado, cuidado!
¡Sus ojos destellantes, su pelo flotante!
Tramen a su alrededor un círculo tres veces,
Y cierren sus ojos con sagrado pavor
Porque él ha probado la ambrosía
Y bebió la leche del Edén.
Versión de J. Aulicino

Escarcha a medianoche

La Escarcha realiza su secreto trabajo


sin ayuda de viento. El grito del mochuelo
llegó otra vez, ruidoso; óyelo tan sonoro.
Las gentes de esta casa, todos en su descanso,
me han entregado a esta soledad apropiada
para el pensar abstruso:

mi niño duerme en paz en la cuna. ¡Qué calma!

Sí, es una calma tal que perturba y humilla

a la meditación con su extremo y extraño


silencio. ¡Mar, montaña, bosque y esta poblada

aldea! ¡Mar, montaña, bosque y los incontables

sucesos del vivir, inaudibles, igual

que sueños! La sutil llama azul de mi fuego


que arde bajo, no tiembla. La única cosa inquieta

es un velo que oscila sobre el hogar de hierro.

Su movimiento, creo, en este gran silencio

natural, le concede borrosas simpatías

conmigo, que estoy vivo, haciéndolo una forma

que me acompaña, cuyos pequeños aleteos

y chasquidos mi ocioso Espíritu interpreta


según su propio estado de alma, que en todas partes

persigue de sí mismo un eco o un espejo

y convierte en juguete al Pensamiento.


Pero
¡qué a menudo, en la escuela, con la mente más crédula

y llena de presagios, yo miraba en el fuego

ese velo aleteante! Y también a menudo,

con párpados abiertos, soñaba de mi dulce

lugar de nacimiento, y el viejo campanario,

cuyas campanas, única música de los pobres,

sonaban todo el día, en la cálida fiesta,

tan dulces que un placer loco me removía

y acosaba, ¡cayendo en mis oídos como

sonidos que me hablaban de las cosas futuras!


Y así yo cavilaba la mañana siguiente,
con miedo de la grave cara de mi maestro,
con los ojos fingiendo estudiar en mi libro
neblinoso, a no ser que se abriera la puerta
un poco y yo captara un atisbo, y entonces
mi corazón saltaba, pues tenía esperanzas
de ver tras ese velo quién venía: ¡un paisano,
una hermana querida, o una tía, o mi amigo
de juegos cuando estábamos igualmente vestidos!

¡Niño mío, en tu cuna a mi lado durmiendo,

cuyos suaves alientos, en este hondo silencio,

rellenan los dispersos vacíos, momentáneas

pausas del pensamiento! Mi bello niño, al verte

mi corazón se agita con alegre ternura,


¡al pensar que tú habrías de aprender otras magias

en sitios muy diversos! Porque yo me eduqué


en la gran ciudad, preso entre sombríos claustros,

y no vi nada amable sino cielo y estrellas.

Pero tú, niño mío, andarás como brisa

por lagos y arenosas riberas, entre peñas

de la vieja montaña, debajo de las nubes

que imitan en sus formas los lagos y riberas

y las peñas del monte: así verás y oirás

las formas deliciosas y el son inteligible

de ese lenguaje eterno que pronuncia tu Dios,

que se enseña a Sí mismo desde la eternidad


en todo, y que en sí mismo muestra todas las cosas.

¡Maestro universal! Él ha de moldear

tu espíritu, y al darle le hará también pedir.

Todas las estaciones así te serán dulces,

lo mismo si el verano reviste el mundo entero

de verde, o si se posa el petirrojo y canta

entre manchas de nieve en la rama desnuda


del musgoso manzano, mientras al lado el bálago

humea en el deshielo al sol: o si las gotas


del canalón se escuchan sólo entre el viento en ráfagas,

o si el secreto oficio de la escarcha las deja


colgando en silenciosos carámbanos que brillan

calladamente al pie de la callada Luna.

1798 (Traducción de José María Valverde)

ABATIMIENTO: UNA ODA

Ayer, muy tarde, vi a la Luna nueva


llevar la Luna vieja entre sus brazos,
y me temo, me temo, Amo querido,
que tendremos una mortal tormenta.
Balada de Sir Patrick Spence

I
¡Bien! Si el Bardo era bueno en predecir el tiempo,
el que hizo la balada vieja de Patrick Spence,
esta noche, tranquila ahora, no se irá
sin que la agiten vientos, que están más ocupados
que aquellos en su nube, en copos perezosos,
o el leve aura en sollozos que gime y se despeina
en las cuerdas del arpa eólica, que fuera mejor que se callara.
Pues ved la luna nueva con claridad de invierno,
toda ella recubierta de una luz fantasmal
(de flotante fulgor fantasmal toda envuelta,
pero con cerco en torno, de unas hebras plateadas);
en su regazo veo así a la Luna vieja
prediciendo la lluvia y una tormenta en rachas.
¡Y ojalá que ahora mismo la ráfaga se hinchara
y el oblicuo aguacero nocturno resonase!
Tales sones que tanto me elevaron, a un tiempo,
infundiéndome un ánimo de respeto,
y enviando mi alma hacia lo lejano, quizá ahora
podrían dar su impulso de siempre;
¡podrían agitar esta pena en sopor, moviéndola a vivir!

II

Dolor sin un espasmo, vacío, oscuro, grave,

sofocado dolor, aturdido, impasible,


sin hallar desahogo ni alivio natural
en palabra, o suspiro, o lágrima —¡oh, Señora!—,
en este estado de ánimo, macilento y sin vida,
seducido por ese tordo hacia otros pensares,
toda esta larga tarde, tan calma y perfumada,
ha estado contemplando el cielo de poniente
con ese peculiar matiz verde amarillo:
y contemplando sigo ¡con qué ojos tan sin nada!
Las altas nubecillas, en cúmulos y líneas,
que revelan y entregan su marcha a las estrellas;
las estrellas que brillan entre ellas o detrás,
ya chispeantes, ya tenues, pero siempre visibles:
esa luna en creciente, fija, como creciendo en su lago de azul,
sin nubes, sin estrellas: esas cosas las veo tan claras, tan hermosas,
las veo, pero no siento qué bellas son.

III
El ánimo jovial me falla: ¿cómo pueden
estas cosas servirme para elevar del pecho
el peso que me ahoga?
Intento vano fuera,
aun poniendo los ojos para siempre
en aquella luz verde demorada a poniente;
yo no puedo esperar obtener de las cosas
exteriores pasión y vida, si sus fuentes
están dentro de mí.

IV
¡Señora! recibimos tan sólo lo que damos,
y la Naturaleza en nuestra vida sólo
vive: ¡es nuestro su manto de boda y su mortaja!
Si algo queremos ver de más alta valía
que lo que nuestro frío e inanimado mundo
concede a la infeliz gente ansiosa y no amada,
ah, desde el alma misma habrían de brotar
una luz, una gloria, una nube brillante

que envolviera la Tierra:


y desde el alma misma debería surgir
una voz fuerte y dulce, nacida de ella misma,
¡la vida, el elemento de todo dulce son!

V
¡Pura de corazón! ¡Tú no has de preguntarme
qué puede ser la música fuerte que hay en el alma;
qué es y de dónde existe esta luz, esta gloria,
esta hermosa neblina luminosa, este bello
poder que da belleza! ¡Oh virtuosa Señora,
alegría! Alegría como sólo a los puros
se dio, en su hora más pura; la Vida y el rebose
de la Vida, que es nube y es lluvia al mismo tiempo;
alegría, Señora; es la fuerza, el espíritu
que la Naturaleza, haciendo matrimonios,
nos da en dote: una nueva Tierra y un nuevo Cielo,
que no pudo soñar el sensual ni el soberbio.
Alegría es la dulce voz, la nube fulgente,
¡hallamos alegría sólo en nosotros mismos!
Y de ahí mana cuanto encanta oído o vista,
todas las melodías son ecos de esa voz,
todo color, reflejo de esa luz.

VI
Hubo un tiempo en que, aunque mi sendero era duro,
esta alegría en mí charlaba con la pena,
y todas las desdichas sólo eran la materia
de que la Fantasía me hizo sueños felices:
pues la esperanza en torno de mí crecía, como
la viña que se enreda, y las hojas y frutos
me parecían míos, sin serlo. Pero ahora
las aflicciones me hacen inclinarme a la tierra:
no me importa que vengan a robarme mi júbilo,
pero, ay, cada visita del desastre suspende
lo que Naturaleza me dio por nacimiento,
el conformante espíritu de mi Imaginación.
Pues no pensar en cuanto por fuerza he de sentir,

sino estar en silencio y en calma, cuanto pueda,


y acaso, con abstrusa búsqueda, de mi propia entidad
robar todo el hombre natural, ése era mi recurso único,
mi plan único, hasta que lo que va bien a una parte afecte al todo,
y casi se ha hecho el hábito de mi alma.

VII
¡Marchaos, pensamientos víboras,
enroscados en mi mente, sombrío sueño de realidad!
De vosotros me vuelvo, escuchando hacia el viento
que con furia ha soplado mucho sin ser oído.
¡Qué chillido de angustia, que la tortura alarga,
ese laúd lanzó! Viento, furioso ahí fuera,
riscos del monte, lago, o árbol que partió el rayo,
pinos a donde nunca el leñador subió,
casa sola, de siempre creída hogar de brujas,
creo que hubieran sido mejores instrumentos para ti, laudista,
que, en este mes de lluvias, de jardines oscuros y flores que se asoman,
haces la Navidad del Diablo, con canciones peores que invernales,
que dejan entre medias los capullos, las flores y las tímidas hojas.
¡Tú, Actor perfecto en todo sonido de tragedia!
¡Tú, gran Poeta, osado aun hasta la locura!
¿Qué dices de esto tú?
Esto es el agolparse de una hueste en derrota,
con ayes de soldados helados y pisados,
que gritan de dolor y tiritan de frío.
Pero ¡silencio! ¡Hay una pausa de hondo silencio!
Y el ruido, todo, como de una masa en tropel,
con gemidos y trémulos escalofríos, todo se acabó;
¡cuenta ahora otro cuento, sonando menos hondo y ruidoso!
Un cuento de menor espanto, y con deleites templado:
tal un canto tierno del propio bardo Otway; es la canción
de una niñita, en medio de un yermo solitario,
no lejos de su casa, pero que se ha extraviado;
y a veces gime, bajo, con dolor y temor,
y a veces grita, fuerte, para que oiga su madre.

VIII

Es medianoche, pero poco pienso en dormir:

ojalá que mi amiga no vele así a menudo.

Ve a verla, amable sueño, con alas saludables,

y ojalá esta tormenta sea un parto de montes,

y las estrellas pendan claras sobre su casa,

¡mudas como velando a la tierra dormida!

Con corazón ligero se levante,

con fantasía alegre, con ojos animosos;

que la alegría eleve su voz y su voz temple;

que viva para ella todo, de polo a polo,

rodeando en remolino el vivir de su alma.

¡Oh espíritu sencillo, guiado desde lo alto!

Señora amada, amiga de que soy más devoto,

así puedas tú siempre alegrarte, por siempre.

1802 (Traduccion de José María Valverde)


George Gordon, sexto Lord de Byron (Londres, 1788–Missolonghi, Grecia,
1824)

Las peregrinaciones de Childe Harold

XI. Su palacio, sus dominios, las cariñosas da¬

mas que habian alegrado su juventud, y cuyos ojos

azules, rizada cabellera y manos blancas como la

nieve, habrían hecho vacilar la virtud de un ana¬

coreta; su copa llena hasta el borde de los vinos

más esquisitos, todo aquello, en fin, que podía cau¬

tivar más los sentidos, todo lo abandona sin exhalar

un suspiro, para atravesar los mares, recorrer las

costas musulmanas y cruzar ó atravesar la línea

central de la tierra. (1)

XII. Despléganse las velas que se hinchan al

soplo de un viento favorable, respondiendo al deseo

de Harold, que parece encantado de verse trans¬

portar lejos del país que le vió nacer. Las blancas

rocas de la costa británica, desaparecen prontamente

ásu vista, y se pierden en medio de la espuma, por

las olas levantada. Acaso entonces se arrepintió de

haber querido recorrer lejanas tierras; pero este si¬

lencioso pensamiento quedó sepultado en su pecho;

sus lábios no dejaron escapar una sola queja, mien¬

tras que los demás pasajeros derramaban lágrimas

Impropias de esforzados corazones y acusaban á los

vientos que se mostraban sordos á sus lamentos.


XLII. Mas, para las almas activas, el reposo es un

infierno, y, ¡hé ahí lo que fue tú perdición! El es

un fuego y una agitación secreta para las almas que

no pueden estar contenidas dentro estrecho círculo

y que ván siempre más allá de los límites de un

deseo moderado. Rodeadas de ese fuego, cadadiamás

difícihde apagar, hállanse atormentadas por la sed

de los peligros, y no les fatiga sino el reposo: fiebre

del corazón fatal á cuantos ella devora, á cuantos

por ella fueron heridos.

Hoy cumplo treinta y seis años

Este día el corazón debería estar inmóvil

Puesto que a otros ha dejado de mover:

Pero aunque yo no pueda ser querido,

Déjenme amar.

Mis días yacen entre hojas amarillas,

Se fueron flores y frutos del amor,

El gusano, la llaga y la profunda pena

Son lo único mío.

El fuego que de mi seno hace presa

Arde a solas como una isla volcánica,

Ninguna antorcha se enciende en su hoguera -

Una pira funeraria.


Esperanza, miedo, celoso cuidado,

Mi exaltada porción de dolor,

El poder del amor no puedo compartir,

Sino su corrupción.

Pero no es hora -ni éste el lugar-

Para que tales ideas agiten mi alma

Cuando el ataúd ornamenta la gloria del héroe

Si ella no rodea su frente.

La espada, el estandarte, la tierra,

la gloria y Grecia veo en torno a mí.

El espartano detrás de su escudo

No fue más libre.

¡Despierten! (no Grecia: ella vigila).

Mi espíritu despierte. Piensa por dónde

La sangre vital fluye del lago original

Y golpea en ti.

Pisa esas pasiones revividas

-Indigna virilidad-: indiferentes

Para ti la sonrisa o el ceño adusto

De la belleza deberían ser.

Si reniegas de tu juventud, ¿para qué vivir?


La tierra de la muerte honorable

Está aquí: entra al campo y entrega

Tu aliento.

Busca -menos a menudo se busca que se encuentra-

La tumba del soldado, la mejor para ti;

Mira alrededor, elige tu parcela

Y toma tu descanso.

Versión libre de J. Aulicino

No volveremos a vagar

(Versión de Arturo Rizzi)

Así es, no volveremos a vagar

tan tarde en la noche,

aunque el corazón siga amando

y la luna conserve el mismo brillo.

Pues así como la espada gasta su vaina,

y el alma consume el pecho,

asimismo el corazón debe detenerse a respirar,

e incluso el amor debe descansar.

Aunque la noche fue hecha para amar,

y los días vuelven demasiado pronto,

aún así no volveremos a vagar

a la luz de la luna.

Cuando nos separamos

Cuando nosotros nos separamos


con silencio y lágrimas,

con el corazón medio roto,

para desunirnos por años,

pálidas se volvieron tus mejillas y frías

y aún más frío tu beso;

en verdad esa hora predijo

aflicción a ésta.

El rocío de la mañana

se hundió frío en mi frente

lo sentía como el aviso

de lo que ahora siento.

Todas las promesas están rotas

e inconstante es tu reputación;

oigo pronunciar tu nombre

y comparto su vergüenza.

Ante mí te nombran,

tañido de muerte que escucho;

un temblor me recorre:

¿por qué te quise tanto?

No saben que te conocía,

que te conocía muy bien:

mucho, mucho tiempo te lamentaré,

muy hondamente para expresarlo.

En secreto nos encontramos,


en silencio me duelo (lamento)

de que tu corazón pueda olvidar

y tu espíritu engañarme.

Si lte volviese a encontrar,

después de muchos años,

¿cómo debería acogerte?

Con silencio y lágrimas.

(Traducción de José María Martín Triana)

Líneas inscritas sobre una calavera que formaba una copa

No te asustes -ni juzgues mi espíritu acabado:

contempla en mí la calavera única,

desde la que, a diferencia de una cabeza viva,

nada de lo que fluye es aburrido.

Viví, amé, bebí, como tú;

morí: la tierra renunció a mis huesos.

Lléname, no puedes injuriarme;

labios más repugnantes tiene el gusano.

Mejor sostener la uva chispeante

que acunar una nidada viscosa;

y rodear con la forma de una copa

el trago de Dios, que alimentar reptiles.


Donde un vez, quizá, brilló mi ingenio,

para servir a otros deja que brille;

y cuando, ay, nuestros cerebros ya se han ido,

¿qué más noble sustituto que el vino?

Puedes beber, entonces: otra raza,

cuando tú y los tuyos, como yo, hayan pasado,

podrá rescatarte del abrazo de la tierra

y con los muertos rimar y deleitarse.

¿Por qué no? Ya que en el breve día de la vida

nuestras cabezas efectos tan malos causan,

redimidas de gusanos y limpias de arcilla,

esta chance les queda: ser bien usadas.

Versión de Jorge Aulicino

Canción de los tejedores

Como los compañeros de la Libertad allende el mar

compraron la independencia al precio de la sangre,

también nosotros, también,

moriremos luchando o viviremos libres,

¡y abajo todos los reyes menos el Rey Ludd*!

Cuando se acabe la tela que hoy tejemos

y cambiemos la lanzadera por la espada,


le pondremos la mortaja

al tirano derribado

para teñirla con su sangre derramada.

Aunque negro sea como su corazón el tinte

porque sus venas corrompidas van de cieno,

éste será el rocío

que hará reverdecer el árbol

de la Libertad, plantado por Ludd.

en una carta a Thomas Moore, Débil es la carne -Correspondencia veneciana (1816-1819), traducción de
Eduardo Mendoza, Tusquets, Barcelona, 1999

*Al celta Ned Ludd, legendario y probablemente imaginario, se le atribuye ascendencia troyana y la fundación
de Londres. Los obreros textiles que se oponían a la maquinaria en Nottinghamshire, entre 1811 y 1813,
adoptaron burlonamente a Ludd como único líder. Catorce luddistas fueron ejecutados y varios confinados bajo
acusación de sabotaje, además de los que murieron en enfrentamientos con la milicia. George Gordon propuso
en la Cámara de los Lores una ley en su defensa. Desde Venecia, tres años después, pregunta a Moore: "¿No te
caen bien los luditas? ¡Válgame Dios, si hay alboroto, contad conmigo! ¿Cómo siguen los tejedores -esos que
destruyen los telares -los luteranos de la política -los reformadores?"

Oscuridad

Tuve un sueño, que no era del todo un sueño.

El brillante sol se apagaba, y los astros

Vagaban apagándose por el espacio eterno,

Sin rayos, sin rutas, y la helada tierra

Oscilaba ciega y oscureciéndose en el aire sin luna;

La mañana llegó, y se fue, y llegó, y no trajo consigo el día,

Y los hombres olvidaron sus pasiones ante el terror


De esta desolación; y todos los corazones

Se congelaron en una plegaria egoísta por luz;

Y vivieron junto a hogueras - y los tronos,

Los palacios de los reyes coronados - las chozas,

Las viviendas de todas las cosas que habitaban,

Fueron quemadas en los fogones; las ciudades se consumieron,

Y los hombres se reunieron en torno a sus ardientes casas

Para verse de nuevo las caras unos a otros;

Felices eran aquellos que vivían dentro del ojo

De los volcanes, y su antorcha montañosa:

Una temerosa esperanza era todo lo que el mundo contenía;

Se encendió fuego a los bosques - pero otra tras hora

Fueron cayendo y apagándose - y los crujientes troncos

Se extinguieron con un estrépito - y todo estuvo negro.

Las frentes de los hombres, a la luz sin esperanza

Tenían un aspecto no terreno, cuando de pronto

Los haces caían sobre ellos; algunos se tendían

Y escondían sus ojos y lloraban; otros descansaban

Sus barbillas en sus manos apretadas, y sonreían;

Y otros iban rápido de aquí para allá, y alimentaban

Sus pilas funerarias con combustible, y miraban hacia arriba

Con loca inquietud al sordo cielo,

El sudario de un mundo pasado; y entonces otra vez

Con maldiciones se arrojaban sobre el polvo,

Y rechinaban sus dientes y aullaban; las aves silvestres chillaban,

Y, aterrorizadas, revoloteaban sobre el suelo,

Y agitaban sus inútiles alas; los brutos más salvajes


Venían dóciles y trémulos; y las víboras se arrastraron

Y se enroscaron entre la multitud,

Sisando, pero sin picar - y fueron muertas para ser alimento:

Y la Guerra, que por un momento se había ido,

Se sació otra vez; - una comida se compraba

Con sangre, y cada uno se sentó resentido y solo

Atiborrándose en la penumbra: no quedaba amor;

Toda la tierra era un solo pensamiento - y ese era la muerte,

Inmediata y sin gloria; y el dolor agudo

Del hambre se instaló en todas las entrañas - hombres

Morían, y sus huesos no tenían tumba, y tampoco su carne;

El magro por el magro fue devorado,

Y aún los perros asaltaron a sus amos, todos salvo uno,

Y aquel fue fiel a un cadáver, y mantuvo

A raya a las aves y las bestias y los débiles hombres,

Hasta que el hambre se apoderó de ellos, o los muertos que caían

Tentaron sus delgadas quijadas; él no se buscó comida,

Sino que con un gemido piadoso y perpetuo

Y un corto grito desolado, lamiendo la mano

Que no respondió con una caricia - murió.

De a poco la multitud fue muriendo de hambre; pero dos

De una ciudad enorme sobrevivieron,

Y eran enemigos; se encontraron junto

A las agonizantes brasas de un altar

Donde se había apilado una masa de cosas santas

Para un fin impío; hurgaron,

Y temblando revolvieron con sus manos delgadas y esqueléticas


En las débiles cenizas, y sus débiles alientos

Soplaron por un poco de vida, e hicieron una llama

Que era una burla; entonces levantaron

Sus ojos al verla palidecer, y observaron

El aspecto del otro - miraron, y gritaron, y murieron -

De su propio espanto mutuo murieron,

Sin saber quién era aquel sobre cuya frente

La hambruna había escrito Enemigo. El mundo estaba vacío,

Lo populoso y lo poderoso - era una masa,

Sin estaciones, sin hierba, sin árboles, sin hombres, sin vida -

Una masa de muerte - un caos de dura arcilla.

Los ríos, lagos, y océanos estaban quietos,

Y nada se movía en sus silenciosos abismos;

Los barcos sin marinos yacían pudriéndose en el mar,

Y sus mástiles bajaban poco a poco; cuando caían

Dormían en el abismo sin un vaivén -

Las olas estaban muertas; las mareas estaban en sus tumbas,

Antes ya había expirado su señora la luna;

Los vientos se marchitaron en el aire estancado,

Y las nubes perecieron; la Oscuridad no necesitaba

De su ayuda - Ella era el universo.


John Keats (1795-1821)

Oda a una urna griega

¡Tú, aún, desencantada novia de la calma!

Tú, hija adoptiva del silencio y el tiempo lento,

Historiadora salvaje quien así expresa

Un florido cuento más dulce que nuestra rima,

¿Qué adornada leyenda hechiza por alrededor tu forma

De deidades o de mortales o de ambos

En Tempe o en los valles de la Arcadia?

¿Qué hombres o dioses son estos? ¿Qué esquivas doncellas?

¿Qué propósito loco? ¿Qué lucha por huir?

¿Qué gaitas y timbales? ¿Qué éxtasis salvaje?

Las melodías oídas son dulces, pero aquellas no oídas

Son más dulces. Por lo tanto, suaves gaitas, toquen,

No para el sensual oído sino para alguien más querido,

El espíritu, gaitas, cancioncitas sin tono.

Hermosa muchacha, debajo de los árboles no puedes dejar

Tu canción, ni pueden estos árboles estar desnudos.

Atrevido amante, nunca, nunca podrás besar

Tu dura ganancia ya cerca de la meta. No entristezcas,

Ella no puede desvanecerse y aunque no obtengas su encanto


¡Tú las amarás siempre y ella será hermosa!

¡Felices, felices ramas que no pueden desprenderse de sus hojas

ni decir adiós a la Primavera! Y feliz el músico incansable

que por siempre toca canciones siempre nuevas.

¡Y más feliz el amor, más feliz, feliz amor!

Por siempre cálido y calmo y disfrutable,

Por siempre anhelante y siempre joven,

Todo respirando la elevada pasión humana

Que deja el corazón pesaroso y saciado,

La frente quemada y la lengua reseca.

¿Quiénes son estos que van al sacrificio?

¿Hasta qué verde altar, oh misterioso sacerdote,

Conduces este becerro que lanza su grito al cielo,

Con sus sedosos flancos adornados con guirnaldas?

¿Qué pequeña ciudad junto al río o al mar

O pacífica ciudadela coronando una montaña

Quedó deshabitada esta pía mañana?

Y, pequeña ciudad, tus calles para siempre

Estarán silenciosas, sin un alma siquiera que cuente

Por qué estás desolada y nadie volverá.

¡Oh figura del Atica! ¡Bello gesto! Con hombres

de mármol y doncellas muy bien torneadas;

con ramas de bosque y hollada hierba,

tú, forma silenciosa, no tomas a broma el pensamiento


como lo hace la Eternidad: ¡Fría Pastoral!

Cuando el viejo tiempo devaste a esta generación,

Tú permanecerás en medio de otra aflicción

Como la nuestra; amiga del hombre a quien dices:

"Belleza es verdad, verdad belleza... esto es todo

lo que sabes en la tierra, y todo lo que necesitas saber".

En Robin Hood y otros poemas, versiones de Jorge Aulicino, Selecciones de Amadeo Mandarino, Buenos Aires,
2001

Oh soledad, si debo vivir contigo

Oh soledad, si debo vivir contigo que no sea

entre un montón enmarañado de edificios

sombríos; trepa conmigo la cuesta -mirador

de la naturaleza- desde donde el valle,

sus prados floridos y el flujo cristalino de su río

son un remanso; déjame guardar tus vigilias

entre el ramaje, donde el brinco veloz del ciervo

espanta a la abeja posada en la campanilla...

Con todo, aunque feliz descubra esas escenas

contigo, es el hablar dulce de una mente limpia,

cuya palabra es imagen de fino pensamiento,

el placer de mi alma; y casi seguro debe ser

la dicha más alta de los humanos, toda vez


que a tu morada vuelan dos espíritus afines.

En La poesía de la tierra, selección y traducción de Ana Bravo y Javier Adúriz, Ediciones del Dock, Buenos
Aires, 2003

Escrito en la cumbre del Ben Nevis

¡Musa, dame una lección en voz bien alta

sobre la cumbre del Nevis, ciega de niebla!

Miro los abismos y una mortaja vaporosa

los esconde: justo así, quisiera que el hombre

sepa que hay infierno; miro hacia arriba

y veo una niebla plomiza: y así tal cual,

el hombre conoce el cielo; la niebla cubre

la tierra a mis pies, y así, del mismo modo,

tan vaga es la visión del hombre sobre sí.

Bajo mis pies están las piedras escarpadas,

y todo cuanto sé, pobre duende sin ingenio,

es que piso sobre ellas, que todo lo que mi ojo ve

es niebla y riscos, no sólo en esta altura

sino en el mundo de la mente y su poder.

Un sueño luego de leer el episodio de Dante sobre Paolo y Francesca


Como Hermes cuando agitó sus plumas ligeras

mientras el arrullado Argos estaba atontado, desmayado,

dormido, así mi ocioso espíritu sopló en una caña délfica

así encantó, así conquistó, así despojó

al dragón del mundo de sus cientos de ojos,

y lo miró mientras dormía y huyó muy lejos,

no hacia la pura Ida con sus cielos helados,

ni hacia Tempe donde Júpiter penó algún día,

sino hacia ese segundo círculo del triste Infierno

donde entre las ráfagas, los torbellinos y los golpes

de la lluvia y el granizo los amantes no necesitan decir

sus pesares. Pálidos eran los dulces labios que vi;

pálidos eran los labios que besé y bella la forma

que flotó conmigo sobre aquella melancólica tormenta.

(Versión J. Aulicino)

Esta viva mano

Esta viva mano hoy cálida y capaz

de ansioso estrechamiento, si estuviera fría

y en el helado silencio de la tumba,

tanto perseguiría tus días y helaría tus noches soñadas,q

ue desearías que en tu propio corazón se secase la sangre

para que en mis venas volviese a correr la roja vida,

y así te calmases la consciencia. Mírala, aquí está:

hacia ti la extiendo.
ENDYMIÓN [Fragmentos]
Libro I
Un poco de belleza es gozo para siempre:
su encanto aumenta: nunca pasará hacia la nada;
sino que guardará un rincón de verdor
en paz para nosotros, y un tiempo de dormir
lleno de dulces sueños, salud y aliento en paz.
Así, cada mañana, vamos entretejiendo
un vínculo de flores que nos ate a la tierra,
a pesar de tristezas, la inhumana escasez
de caracteres nobles, los días de tiniebla,
y todos los caminos oscuros y funestos
a nuestra busca abiertos: a pesar de esas cosas,
un toque de belleza quita el pesado velo
de nuestro oscuro espíritu: así es el sol, la luna,
viejos y nuevos árboles, brotando en don de sombra
para simples ovejas: así son los narcisos
con todo el verde mundo en que viven: barrancos
claros, que se procuran un techo de frescura
contra el calor del tiempo: la espesura del bosque
rica de un salpicado de rosas almizcladas;
y así es el esplendor de los destinos que hemos
imaginado para los poderosos muertos;
una fuente sin fin de bebida inmortal
que nos llega manando desde el borde del cielo.
Y no sentimos esas esencias meramente
en una hora fugaz: no, tal como los árboles
que susurran en torno de un templo, pronto se hacen
tan caros como el templo, tal pasa con la luna,
con la pasión poética, las glorias infinitas,

que nos siguen, haciéndose una luz de alegría


en nuestra alma, enlazada con nosotros tan firme:
tanto con sol brillante como con gris nublado,
han de estar con nosotros siempre, o si no, morimos.
Por tanto, con entera felicidad ahora
voy a contar la historia de Endymión. Aun la misma
música de su nombre se ha metido en mi ser;
y cada grata escena surge, fresca, ante mí,
como el verdor de nuestros valles: así comienzo,
hoy que no escucho el ruido de la ciudad: ahora
que las flores tempranas están nuevas y corren
formando laberintos del más joven matiz,
por viejos bosques; mientras el sauce balancea
su ámbar delicadísimo, y en cubos, los vaqueros
traen rebose a casa de leche. Y como el año
se complace en jugosos tallos, guiaré, suave,
mi barca, muchas horas de silencio, en arroyos
que con frescor se ahondan en verdes escondites.
Muchos versos espero poder escribir, antes
de que las margaritas áureas, de blanco borde,
se escondan en la hierba honda, y antes que zumben
las abejas en torno de guisantes de olor
espero tener casi la mitad de mi historia.
Que no pueda el invierno, canoso y despojado,
verla a medio acabar, sino el osado otoño,
con tinte universal de oro sobrio, esté en torno
de mí cuando la acabe. Y ahora, aventurero,
al momento ya envío mi pensamiento heraldo
hacia una soledad: suene allí su trompeta,
y revista de prisa mi camino inseguro
de verdores, que yo pueda avanzar de prisa
fácilmente, a través de flores y de hierbas.

Un poderoso bosque cubría las laderas de Latmos:

la humedad de esa tierra nutría

tan ricas, las raíces cubiertas de hierbajos

bajo ramas colgantes, abundantes en frutos.

Había densas sombras, honduras apartadas

donde no entraba nadie: si, huyendo del pastor,

penetraba un cordero esos rincones íntimos,

nunca vería más los felices rediles

a donde sus hermanos, balando de contento,

a cada atardecer iban por las colinas.


Creían los pastores siempre que ni un lanudo
cordero que de tal modo se separara
de su blanco rebaño se vería atacado
por feroz lobo, o fiera de cabeza acechante,
hasta llegar a ciertos llanos hollados donde
pacían los rebaños de Pan: es más, ganaba
mucho el que así perdía un cordero. Senderos,
muchos había; helechos y juncos abundantes
y laderas con hiedras: todos llevando, gratos,
a un ancho césped donde sólo podían verse
densos tallos en torno, en medio de la hierba
y las ramas colgantes: ¿qué podría decir
la frescura del cielo, del espacio en la altura
rodeado de oscuras copas de árbol? A veces
pasaba una paloma, aleteando, y a veces
iba una nubecilla a través del azul.
En medio del verdor de ese espacio tan grato
se elevaba un altar de mármol, adornado
de un trenzado de flores aún llenas de rocío.
[…]

[Del Libro II]

¡Oh poder soberano de amor! ¡Oh pena, oh bálsamo!

Toda noticia, salvo las tuyas, llega fría,

con calma, en sombras, entre la niebla de los años

pasados; para otros, buenos o malos, odio

y lágrimas se han vuelto indiferentes, pero

en lo tuyo, un suspiro tiene eco; y un sollozo

es queja, un beso trae el rocío de miel

de días sepultados. Los dolores de Troya,

las torres sofocando su incendio, los escudos

bien cogidos, los dardos de lejos traspasando,

los filos bien agudos, en lucha, y sangre y gritos...

todo eso, a media luz se borra, en un rincón

del fondo del cerebro: pero, en nuestras mismísimas

almas, sentimos, dulce, la unión de Troilo y Crésida.

¡Fuera, historia en escenas; fuera, dorada trampa!

¡Negro planeta en vuestro universo de acciones!

¡ancho mar que da un solo continuado murmullo

en la memoria, orilla de guijarros rodados!


Muchas barcas de viejas tablas podridas hay
en tu seno de niebla, engrandecidas como
espléndidos bajeles: muchas velas ufanas,
con áurea quilla, quedan en seco, sin botar.
Pero ¿por qué? ¿Qué importa el que volara el búho
junto al mástil del gran almirante ateniense?
¿Qué importa si Alejandro cruzó con raudos pasos
el Indus con sus huestes macedonias? Si el viejo
Ulises torturó al Cíclope saciado
sacándole del sueño, ¿qué más nos da? Julieta,
asomada entre flores al balcón, suspirando,
sacando tiernamente su infantil fantasía
de su virginal nieve, nos importa más que eso:
el plateado río de las lágrimas de Hero,
el desmayo de Imogen, la bella Pastorella
presa por el bandido en su cueva, son cosas
que meditar con más ardor que el día de muerte
de los Imperios. Esta convicción, con temor,
debe invadir a aquel que, descontento, hasta hoy,
se ha atrevido a pisar, sin que le sonriera
ni una Musa, ni el éxito, la senda del amor
y de la poesía. Pero el ocio, *en caliente
inquietud, es peor que el quedar aplastado,
intentando elevar el pendón del Amor
en los muros del canto. Así que, una vez más,
ayúdenme a seguir los días y las noches,

soldados en legión […]

(Traducción de J.M.Valverde)

Oda a un ruiseñor
I
Me duele el corazón, y un sopor doloroso
aturde mis sentidos, como el tomar beleño,
o con un opio turbio bebido hasta las heces
hace un momento, hundiéndose, camino del Leteo:
y no por envidiar tu destino feliz,
sino por demasiado dichoso con tu dicha,
pues tú, Dríada de alas ligeras en los árboles,
en algún bosquecillo melodioso de verdes abedules
y sombras innumerables, cantas del verano,
con toda la garganta, tranquilo.

II
¡Ah, si tuviera un sorbo de vino, refrescado
largo tiempo en la tierra de profundas cavernas,
gustando así de Flora y el campo verde, el baile,
la canción provenzal, y el júbilo soleado!
¡Ah, si tuviera un jarro lleno del Sur caliente,
lleno del ruboroso Hipocrene, el auténtico,
con burbujas guiñando en el borde, en rosario,
y mi boca manchada de púrpura! Ojalá bebiera,
abandonando el mundo sin ser visto,
contigo disipándome por el bosque en penumbra.
III
Disolviéndose lejos, olvidando del todo
lo que tú no has sabido jamás entre las hojas;
la fatiga, la fiebre, la prisa, aquí, sentados
donde los hombres se oyen gemir unos a otros,
la vejez quita pocos, tristes, pálidos pelos;
la juventud marchita, hecha un espectro, muere;
donde sólo pensar ya es llenarse de pena
y desesperación de plomiza mirada;
sin poder la Belleza guardar sus claros ojos,
ni el nuevo Amor por ellos llorar más que mañana.

IV
Lejos, lejos, pues quiero escapar hacia ti,
no llevado en su carro por Baco y sus leopardos,
sino en las invisibles alas de la Poesía,
aunque el torpe cerebro se retarde, perplejo:
¡ya contigo! la noche es tierna, y por ventura
la Reina de la noche está en su trono; en torno
de ella el tropel de todas sus estelares Hadas;
pero no hay luz aquí, sino la que del cielo
desciende con el soplo de las brisas, por sombras
de verdura y musgosos caminos serpentinos.

V
No puedo ver qué flores hay a mis pies, ni qué
suave incienso se enreda entre las ramas, pero
en balsámica sombra, cada aroma adivino,
con que la estación dota en este mes la hierba,
el seto, la espesura de frutales: el blanco espino,
y la englantina pastoral: las violetas,
tan pronto marchitadas, escondidas entre hojas;
la hija primogénita de mediados de mayo,
rosa almizclada, llena de vino de rocío,
toda zumbar de moscas en ocasos de estío.

VI
Escucho entre la sombra; muchas veces estuve
enamorado casi de la cómoda Muerte,
y le di dulces nombres en rimas de mi Musa,
que se llevara al aire mi aliento silencioso;
hoy más que nunca pienso que es riqueza el morir,
acabar sin dolor hacia la medianoche,
¡mientras estás lanzando hacia lo lejos tu alma
en un éxtasis tal! Tú cantarías siempre,
pero no servirían mis oídos: me habría
vuelto un trozo de tierra para tu claro réquiem.

VII
Tú no has nacido para la Muerte, ¡inmortal Pájaro!
No han de pisotearte otras gentes hambrientas:
la voz que oigo esta noche fugaz es la que oyeron
en los días antiguos, el labriego y el rey;
quizá este mismo canto se abrió camino al triste
corazón de Ruth, cuando, con nostalgia de hogar,
llorando, se detuvo en el trigal ajeno;
el mismo, tantas veces, fue un hechizo en murallas
mágicas, que se abrían a la espuma de mares
peligrosos, en tierras de leyenda, olvidadas.

VIII

¡Olvidadas! La misma palabra es la campana

que me hace con su son volver a rtii ser solo.

¡Adiós! Tu quejumbrosa canción se va borrando

tras los prados cercanos, sobre el callado arroyo,

por la ladera: ahora se ha enterrado bien hondo

en los otros barrancos de los valles:

¿ha sido una visión, o un sueño con los ojos abiertos?

Esa música huyó. ¿Duermo o estoy despierto?

Percy Bysshe Shelley (1792-1822)

El pasado

¿Olvidarás las horas felices que enterramos

En las dulces alcobas del amor,

Hacinando sobre sus fríos cadáveres

Los ecos efímeros de una hoja y una flor?

Flores dónde la alegría cayó,

Y hojas dónde aún habita la esperanza.


¿Olvidarás a los muertos, al pasado?

Todavía no son fantasmas que puedan vengarse;

Recuerdos que hacen del corazón su tumba,

Lamentos que se deslizan sobre la penumbra,

Susurrando con horribles voces

Que la felicidad sentida se convierte en dolor.

Adonais (Selección)

Murió Adonais y por su muerte lloro.

Llorad por él aunque el ardiente llanto

no deshaga la nieve que le cubre.

Y tú, hora fatal, la que escogida

fue de los años para que él muriese,

despierta a tus oscuras compañeras,

muéstrales tu dolor y di: conmigo

murió Adonais y mientras que el futuro

al pasado no olvide, su destino

y su fama serán eternamente

un eco y una luz para los hombres.

II

Cuando Adonais murió di, ¿dónde estabas?

¿En dónde estabas tú, madre potente,

cuando tu hijo yacía traspasado

por el dardo que surca las tinieblas?


¿En dónde estabas tú, perdida Urania?

Allá en su paraíso, sentada entre los Ecos

vigilantes y mientras con suspiros

amorosos y blandos reanimaba

una de las ya marchitas melodías,

con las que, como flores que se burlan

del cadáver, ornar y esconder quiso

el futuro volumen de la muerte.

III

¡Melancólica madre, vela y llora,

por Adonais, difunto, vela y llora!

Mas ¿para qué? En su ardiente lecho apaga

tus encendidas lágrimas y deja

a tu gimiente corazón que guarde

tan silencioso sueño como el suyo.

Porque se fue, hundido en donde todas

las bellas cosas graves descendieron,

no sueñes ¡ay!, que el amoroso abismo

te lo devuelva al aire. No. La muerte

devorando su voz muda se ríe

de tu desesperanza y de la mía.

Tú, la más musical lamentadora

llora y gime otra vez porque no todos

a tan gran esplendor subir osaron;


y más felices los que conocieron

su dicha y cuya antorcha brilla aún

en la noche del tiempo en que los soles

han muerto; más sublimes los heridos

por la envidiosa cólera del hombre

o de los dioses, que derrumbaron

fundidos en su aurora refulgente.

Y otros viven aún y van pisando

el sendero espinoso que conduce

a través de los odios y fatigas

a la mansión serena de la fama.

VI

Tu más joven y amado niño ha muerto,

el de tu viudedad; creció cual pálida

flor cultivada por doncella triste

y nutrida con lágrimas de amor

inconsolable en lugar de rocío.

¡Tú, la más musical lamentadora,

llora de nuevo tu esperanza última!

Perdida está la flor, sus mustios pétalos

murieron sin abrirse en la promesa

de su fruto mejor. El lirio amado

quebrado duerme y la tormenta pasa.

VII

A esa alta capital en donde reina


con una corte pálida la muerte

subió y pagando con su aliento puro

en la gloria compró morada eterna.

Retírate de prisa. Mientras sea

un azul día italiano el mejor cielo

para su osario, mientras él repose

en un sueño cubierto de rocío,

no le despiertes, no, porque es seguro

que halló su plenitud en la gran calma

de su profundo y líquido descanso,

porque todo lo malo dió al olvido.

IX

¡Llorad por Adonais! Los sueños rápidos,

los pensares con alas de pasión,

huyeron en bandadas desde el vivo

torrente que su espíritu nutría,

enseñando el amor como una música.

No vuelan más ardiendo en la memoria

y perecen allí donde nacieron.

Lloran su triste pérdida girando

sobre su helado corazón, en donde

ya no recobrarán fuerzas perdidas

ni después de tan dulce pena nunca

encontrarán de nuevo una morada.

XII
Otra luz se posó sobre su boca,

aquella boca fina, acostumbrada

a sorber un aliento que tenía

fuerza para adentrarse en los ocultos

espíritus y entrar al palpitante

profundo corazón, con brillo y música.

La húmeda muerte sobre el yerto labio,

extinguió sus caricias, meteoro

agónico que cruza la fría noche

manchando su corona en lunáticas

luces y nieblas, tal recorrió el pálido

cuerpo sin vida hasta el total eclipse.

XIV

Todo lo que él amó, lo que amoldado

fue por su pensamiento, formas, tonos,

perfumes y sonidos melodiosos,

por Adonais gemían. La mañana

buscaba la atalaya de la aurora

y sus cabellos, húmedos de lágrimas

que son gala del suelo, oscurecieron

los ojos claros que dan luz al día.

Distante el trueno sordo se quejaba.

En un sopor inquieto, el océano

pálido yacía. En las alturas

sollozaban los vientos alocados.


XX

Por este tierno espíritu tocado

exhala flores de gentil aroma

el cadáver leproso; cuando el brillo

se transforma en fragancia, las estrellas

encarnan para dar luz a la muerte

y así se burlan del feliz gusano

que abajo se despierta. Nada muere

de lo que conocemos. ¿Será todo

una espada que fuera de su vaina

por el cielo relámpago es fundida?

Un momento reluce intenso el átomo,

luego se apaga en un reposo frío.

XXI

¡Ay! ¡Que tenga que estar como si nunca

hubiera en él vivido lo que tanto

amábamos nosotros, y que sea

mortal también nuestro dolor! ¿De dónde

hemos venido y para qué vivimos?

¿Y de qué escena somos los actores

o los testigos? Grandes y pequeños

los confunde la muerte que anticipa

lo que la vida pide de prestado.

En tanto que los cielos. sean azules

y verdes sean los campos, la mañana

empujada será por negra noche


cuyas sombras la tarde anunciará,

y los años y meses con gemido

despertarán a los años y los meses.

XXV

En la cámara fúnebre un momento

enrojeció la muerte que humillada

ante tal poder vivo aniquilóse.

Alentaron de nuevo aquellos labios

y destelló la luz de la existencia

en los pálidos miembros que habían

sido momentos antes su deleite.

"No me dejes así, desconsolada,

solitaria y demente, como mudo

relámpago a una noche sin estrellas."

¡Ay, no me dejes!" -exclamaba Urania.

Con sus gemidos; despertó la muerte

y la muerte se irguió sonriente y vino

a encontrar sus inútiles caricias.

XXVI

"Detente un poco y háblame otra vez,

bésame lo que un beso durar pueda.

Dentro, en mi pecho descorazonado

y en mi ardiente cerebro esas palabras

y ese beso serán más permanentes

que todos los recuerdos de mi vida,


como si fueran una parte tuya

ahora que tú estás muerto vivirán

con alimentos de memorias tristes,

oh, mi Adonais. Yo lo daría todo

por estar como tú, no encadenado

al tiempo que no puede libertarme".

XXVII

"Oh, gentil niño, si eras tan hermoso,

¿por qué tan pronto dejas los senderos

pisados por el hombre? ¿Cómo osaste

desafiar con puños tan endebles

aunque con pecho firme, en su antro mismo

al hambriento dragón? Ay, indefenso,

¿dónde estaba el escudo reluciente

de tu saber, la lanza del desdén?

Si tú hubieras esperado el fin del ciclo

hasta cuando tu espíritu alcanzara

la plenitud de tu creciente esfera,

los monstruos del desierto de la vida

huyeran ante ti como los gamos".

XXVIII

"Los lobos en manada son audaces

sólo cuando persiguen; los obscenos

cuervos sobre los muertos clamorean

los buitres sólo fieles al emblema


del saqueador, no comen sino sobras

de lo arrasado y de sus alas llueve

sucio contagio. Cómo huyeron cuando

tal nuevo Apolo, el Pitio de este tiempo,

con arco de oro disparó su flecha

sonriendo después. No insisten nunca

los despojadores. Viles se doblegan

hasta besar los pies del orgulloso

que con desdén altivo los aparta".

LII

Lo uno queda, lo vario muda y pasa.

La luz del cielo es resplandor eterno,

la tierra sombra efímera. La vida

cual cristalino domo de colores

mancha y quiebra la blanca eternidad

esplendorosa hasta que cae

a los pies de la muerte en mil pedazos.

Para encontrar lo que persigues, ¡muere!

¡ Sigue la vía de todo lo que huye!

Flores, ruinas, el cielo azul de Roma,

estatuas, melodías y palabras

no alcanzan la verdad resplandeciente

de la gloria que viven y trasfunden.

LIII

¿Por qué esperas y vuelves y resistes?


Se fueron, corazón, antes de ti

tus esperanzas y dejaron todas

las cosas de la tierra.

¡Parte ya!

Pasó una luz en el rodar del año,

pasó para los hombres y mujeres.

Todo lo grato que en el mundo queda

atrae para perder y se resiste

para agotar tu vida lentamente.

Sonríe el cielo plácido, murmura

cerca el viento. Es Adonais que llama.

Vuela con él, que la vida no aparte

lo que unirá la muerte para siempre.

LIV

Este fulgor cuya sonrisa inflama

al universo, esta pura belleza

en que las cosas obran y palpitan,

esta gracia que nunca extinguirá

la maldición oscura del nacer,

este perenne amor que entre las mallas

que ciegamente van tramando

hombres, bestias y tierra y mar y cielo

refulge esplendoroso o mortecino,

pues todo es un reflejo de la lumbre

que apaga nuestra sed, brilla ora en mí

y consume las nubes de esta fría


mortalidad, olvidadas y solas.

LV

Desciende a mí la vida cuya

esencia invocó el canto. Lejos de la playa

la barca de mi espíritu deriva,

muy lejos de la turba temblorosa

que nunca dió su vela al huracán.

¡La tierra ponderosa se desgaja

de la celeste esfera! Voy llevado

a lejanías de pavura y sombra,

mientras en lo más íntimo del cielo

el alma de Adonais como una estrella,

fulgura en su mansión de eternidad.

Ozymandias

Encontré un viajero de comarcas remotas,


que me dijo: «Dos piernas de granito, sin tronco,
yacen en el desierto. Cerca, en la arena, rotas,
las facciones de un rostro duermen... El ceño bronco,

el labio contraído por el desdén, el gesto


imperativo y tenso, del escultor conservan
la penetrante fuerza que al esculpir ha puesto
en su mano la burla del alma que preservan.

Estas palabras solas el pedestal conmina:


"Me llamo Ozymandias, rey de reyes. ¡Aprende
en mi obra, oh poderoso, y al verla desespera!"

Nada más permanece. Y en torno a la ruina


del colosal naufragio, sin límites, se extiende

la arena lisa y sola que en el principio era.»

(traducción de Leopoldo Panero)

Cuenta el viajero de un país remoto:

“Se alzan dos grandes piernas de granito,

sin tronco, en el desierto, cerca, roto,

semisepulto, yace el rostro inscrito

por el desdén soberbio, signo inmoto

del poder sin medida y las pasiones

que el estatuario sometió a sus leyes

y aún viven, con su mano en las facciones.

Ostenta el pedestal este comento:


MI NOMBRE ES OZYMANDIAS, REY DE REYES.

MIRAD MIS OBRAS Y PERDED ALIENTO.

Nada veréis. Desnudas y serenas

al redor del ruinoso monumento

su soledad extienden las arenas

(Traducción de Rafael Arrieta)

La pregunta

Soñé que al caminar, extraviado,

se trocaba el invierno en primavera,


y el alma me llevó su olor mezclado

con el claro sonar de la ribera.

En su borde de césped sombreado

vi una zarza que osaba, prisionera,

la otra orilla alcanzar con una rama,

como suele en sus sueños el que ama.

Allí la leve anémona y violeta

brotaban, y estelares margaritas

constelando la hierba nunca quieta;

campánulas azules; velloritas

que apenas rompen su mansión secreta

al crecer; y narciso de infinitas

gotas desfallecido, que del viento

la música acompasa y movimiento.

Y en la tibia ribera la eglantina,

la madreselva verde y la lunada;

los cerezos en flor; la copa fina

del lirio, hasta los bordes derramada;

las rosas; y la hiedra que camina

entre sus propias ramas enlazada;

y azules o sombrías, áureas, rosas,

flores que nadie corta tan hermosas.

Mas cerca de la orilla que temblaba

la espadaña su nieve enrojecía,


y entre líquido juncia se doblaba.

El lánguido nenúfar parecía

como un rayo de luna que pasaba

entre los robles verdes, y moría

junto a esas cañas de verdor tan fino,

que el alma pulsan con rumor divino.

Pensé que de estas flores visionarias

cortaba un verde ramo, entretejido

con sus juntas bellezas y contrarias,

para guardar las horas que he vivido,

las horas y las flores solitarias,

en mi mano infantil, igual que un nido.

Me apresuré a volver. Mis labios: "¡Ten

estas flores!", dijeron. Pero ¿a quién?

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