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Discurso del Santo Padre Francisco a los participantes del

curso “Vivir plenamente la acción litúrgica”

20 de enero de 2023

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Y pido disculpas por el retraso, pero ha sido una mañana ajetreada.

Agradezco al Padre Abad Primado sus palabras; saludo al Rector Magní co y al


Decano del Ponti cio Instituto Litúrgico, a los Profesores y a los alumnos; y
saludo al Cardenal Prefecto [del Dicasterio del Culto Divino y de la Disciplina de
los Sacramentos] y a Monseñor Secretario, gracias por estar aquí. Me
complace daros la bienvenida y agradezco la iniciativa de organizar un curso de
formación para quienes preparan y dirigen la oración de las comunidades
diocesanas, en comunión con los obispos y al servicio de las diócesis.

Este curso, que ahora llega a su n, corresponde a las indicaciones de la Carta


Apostólica Desiderio desideravi  sobre la formación litúrgica. De hecho, el
cuidado de las celebraciones exige preparación y compromiso. Los obispos, en
nuestro ministerio, somos muy conscientes de ello, porque necesitamos la
colaboración de quienes preparan las liturgias y nos ayudan a cumplir nuestro
mandato de presidir la oración del pueblo santo. Este servicio suyo a la liturgia
requiere, además de un profundo conocimiento, un sentido pastoral. Por ello,
me complace ver que renuevan una vez más su compromiso con el estudio de
la liturgia. Es -como dijo san Pablo VI- «la fuente primera de ese intercambio
divino en el que se nos comunica la vida de Dios, es la primera escuela de
nuestra alma» (Discurso para la clausura de la segunda sesión del Concilio
Vaticano II, 4 de diciembre de 1963). Por eso la liturgia nunca se posee del
todo, nunca se aprende como las nociones, los o cios, las habilidades
humanas. Es el arte primario de la Iglesia, el que la constituye y caracteriza.

Quisiera con arles algunos elementos de re exión para este servicio suyo, que
se inscribe en el contexto de la aplicación de la reforma litúrgica.

Hoy ya no se habla del maestro de ceremonias como aquel que se ocupa de


las «ceremonias sagradas», sino que los libros litúrgicos se re eren al maestro
de celebraciones. Y el maestro enseña la liturgia cuando te guía al encuentro
con el misterio pascual de Cristo; al mismo tiempo, debe disponerlo todo para
que la liturgia resplandezca con decoro, sencillez y orden (cf. Caeremoniale
Episcoporum, 34). El ministerio del maestro es una diaconía: colabora con el
obispo al servicio de la comunidad. Por eso todo obispo nombra un maestro,
que actúa con discreción, con diligencia, sin anteponer el rito a lo que expresa,
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sino ayudando a captar su sentido y su espíritu, subrayando con sus acciones
que el centro es Cristo cruci cado y resucitado.

Especialmente en la catedral, el responsable de las celebraciones episcopales


coordina, como colaborador del obispo, a todos los que ejercen un ministerio
durante la acción litúrgica, de modo que se favorezca la participación fructuosa
del pueblo de Dios. Vuelve aquí uno de los principios cardinales del Vaticano II:
hay que tener siempre ante los ojos el bien de las comunidades, la atención
pastoral de los eles (cf. ibid., 34), para llevar al pueblo a Cristo y a Cristo al
pueblo. Este es el objetivo principal, que también debe estar en primer plano a
la hora de preparar y dirigir las celebraciones. Si descuidamos esto tendremos
bellos rituales, pero sin fuerza, sin sabor, sin sentido porque no tocan el
corazón y la existencia del pueblo de Dios. Y esto ocurre cuando el presidente
de facto no es el obispo, el sacerdote, sino que es el maestro de ceremonias, y
cuando esta presidencia se desliza hacia el maestro de ceremonias, se acabó
todo. El presidente es quien preside, no es el maestro de ceremonias. De
hecho, cuanto más oculto esté el maestro de ceremonias, mejor. Cuanto menos
se le vea, mejor. Pero que coordine todo. Es Cristo quien hace vibrar el
corazón, es el encuentro con Él lo que atrae el espíritu. «Una celebración que
no evangeliza no es auténtica» (Desiderio desideravi,, 37). Es un «ballet», un
ballet hermoso, estético, bello, pero no es auténtica esta.

Uno de los objetivos del Concilio era acompañar a los eles a recuperar la
capacidad de vivir la acción litúrgica en su plenitud y de seguir asombrándose
de lo que sucede en la celebración ante nuestros ojos (cf. Desiderio desideravi,
31). Fíjate, no habla de gozo estético, por ejemplo, o del sentido estético, no,
sino de asombro. El asombro es algo distinto del placer estético: es el
encuentro con Dios. Sólo el encuentro con el Señor te produce
sobrecogimiento. ¿Cómo conseguirlo? La respuesta se encuentra ya en
Sacrosanctum Concilium. En el n. 14, recomienda la formación de los eles,
pero -dice la Constitución- «como esto no puede esperarse si los mismos
pastores de almas no están imbuidos, ellos en primer lugar, del espíritu y de la
fuerza de la liturgia y si no se convierten en sus maestros, es absolutamente
necesario dar el primer lugar a la formación litúrgica del clero». Así, el propio
maestro crece primero en la escuela de la liturgia y participa en la misión
pastoral de formar al clero y a los eles.

Uno de los aspectos más complejos de la reforma es su aplicación práctica, es


decir, el modo en que lo establecido por los Padres conciliares se traslada a la
vida cotidiana. Y entre los principales responsables de la aplicación práctica
está el profesor, que junto con el director de la o cina de pastoral litúrgica
acompaña a la diócesis, a las comunidades, a los sacerdotes y a los demás
ministros en la aplicación de la praxis celebrativa indicada por el Concilio. Lo
hace, sobre todo, celebrando. ¿Cómo aprendimos a servir a misa de niños?
Viendo cómo lo hacen nuestros amigos mayores. Es esa formación a partir de
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la liturgia sobre la que escribí en Desiderio desideravi. El decoro, la sencillez y
el orden se consiguen cuando todos, poco a poco, a lo largo de los años,
asistiendo al rito, celebrándolo, viviéndolo, comprenden lo que tienen que
hacer. Por supuesto, como en una gran orquesta, cada uno debe conocer su
parte, los movimientos, los gestos, los textos que pronuncia o canta; entonces
la liturgia puede ser una sinfonía de alabanza, una sinfonía aprendida de la lex
orandi de la Iglesia.

Las escuelas de praxis litúrgica se inician en las catedrales. Se trata de una


buena iniciativa. Se re exiona «mistagógicamente» sobre lo que se celebra. Se
evalúa el estilo de celebración, para considerar los progresos y los aspectos
que deben corregirse. Os animo a ayudar a los superiores de los seminarios a
presidir de la mejor manera posible, a cuidar la proclamación, los gestos, los
signos, para que los futuros presbíteros, junto con el estudio de la teología
litúrgica, aprendan a celebrar bien. Esto se aprende observando diariamente a
un presbítero que sabe presidir, celebrar, porque vive la liturgia y, cuando
celebra, reza. Os animo a ayudar a los responsables de los ministerios a
preparar la liturgia de las parroquias poniendo en marcha pequeñas escuelas
de formación litúrgica, que combinen fraternidad, catequesis, mistagogía y
praxis celebrativa.

Cuando el responsable de las celebraciones acompaña al obispo a una


parroquia, es bueno potenciar el estilo celebrativo que allí se vive. No tiene
sentido hacer un bonito «des le» cuando está el obispo y luego todo vuelve a
ser como antes. Su tarea no es organizar el rito de un día, sino proponer una
liturgia que pueda ser imitada, con aquellas adaptaciones que la comunidad
pueda asumir para crecer en la vida litúrgica. Así, poco a poco, crece el estilo
celebrativo de la diócesis. De hecho, ir a las parroquias y no decir nada ante
liturgias un poco descuidadas, descuidadas, mal preparadas, signi ca no
ayudar a las comunidades, no acompañarlas. En cambio, con delicadeza, con
espíritu de fraternidad, es bueno ayudar a los pastores a re exionar sobre la
liturgia, a prepararla con los eles. En esto el maestro de celebraciones debe
usar una gran sabiduría pastoral: si está en medio del pueblo, comprenderá y
sabrá inmediatamente cómo acompañar a sus hermanos, cómo sugerir a las
comunidades lo que es conveniente y factible, qué pasos son necesarios para
redescubrir la belleza de la liturgia y de celebrar juntos.

Y, por último, les pido que aprecien el silencio. En esta época hablamos,
hablamos… Silencio. Especialmente antes de las celebraciones, un momento
que a veces se toma como una reunión social, la gente habla: «Ah, ¿cómo
estás? ¿Cómo estás, cómo no estás?»-, el silencio ayuda a la asamblea y a los
concelebrantes a centrarse en lo que se va a realizar. A menudo, las sacristías
son ruidosas antes y después de las celebraciones, pero el silencio abre y
prepara al misterio: es el silencio el que prepara al misterio, permite la
asimilación, deja resonar el eco de la Palabra escuchada. La fraternidad es
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hermosa, saludarse es hermoso, pero es el encuentro con Jesús lo que da
sentido a nuestro encuentro, a nuestra reunión. ¡Debemos redescubrir y valorar
el silencio!

Quiero hacer mucho hincapié en esto. Y aquí digo algo relacionado con el
silencio, pero para los sacerdotes. Por favor, las homilías: son un desastre; a
veces oigo a alguien: ‘Sí, fui a misa en esa parroquia… sí, una buena lección
de losofía, 40, 45 minutos… Ocho, diez: ¡no más! Y siempre un pensamiento,
un afecto y una imagen. La gente se lleva algo a casa. En la Evangelii gaudium
he querido insistir en ello. Y lo he dicho tantas veces, porque es algo que no
acabamos de entender: la homilía no es una conferencia, es un sacramental.
Los luteranos dicen que un sacramento, es un sacramental -creo que son los
luteranos-; es un sacramental, no es un sermón. Lo preparas en oración, lo
preparas con espíritu apostólico. Por favor, las homilías, que son un desastre,
en general.

Queridos amigos, antes de despedirme, quisiera expresaros una vez más mi


aliento por lo que estáis haciendo al servicio de la realización de la reforma, que
los Padres conciliares nos con aron. Esforcémonos todos por continuar el buen
trabajo iniciado. Ayudemos a las comunidades a vivir la liturgia, a dejarse
modelar por ella, para que -como dice la Escritura- «el que tenga sed, que
venga; el que quiera, que tome gratuitamente el agua de la vida» (Ap 22,17).
Ofrecemos a todos el agua de manantial que brota abundantemente de la
liturgia de la Iglesia.

Les deseo lo mejor y les bendigo de corazón. Y por favor, les pido que recen
por mí, no lo olviden. Gracias.
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