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TUCIDIDES.

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Historia de la Filosofía Occidental

1º Grado en Historia

Facultad de Geografía e Historia


Universidad de Sevilla

Reservados todos los derechos.


No se permite la explotación económica ni la transformación de esta obra. Queda permitida la impresión en su totalidad.
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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA OCCIDENTAL TUCÍDIDES

TUCÍDIDES

Resumen

Reservados todos los derechos.


Cuatro artículos dedicados a Tucídides que conforman por sí mismos un espléndido daguerrotipo de las relaciones entre la naturaleza humana
y la política. En el primero, que da cuenta del poder recíproco que ejercen sobre sí individuos e instituciones, se nos muestran los efectos que la
igualdad ha operado sobre la libertad, ejemplificados en el demócrata ateniense que los conjuga. Esculpido por el culto al esfuerzo y al valor
legado por sus antepasados, le vemos alimentar su vida pública instituyendo la isegoría entre los libres y racionalizando la función política con
la institución de la meritocracia, que destierra definitivamente el vínculo entre pobreza y capacidad. Al mismo tiempo vemos cómo su vida
privada es ya el reino de la autonomía y la tolerancia. Hermosa Andújar enumera entonces lo que no es sino una nueva antropología
vertebrada por la autonomía y el amor a la belleza y al saber que anuncian a un individuo complejo para el que el altruismo será una de las
formas de poder y para el que la acción será un valor en sí mismo al margen del resultado. Un individuo que se ha emancipado para siempre
del héroe y al que Tucídides convertirá en un modelo para el hombre y a su producto, Atenas, en un modelo para Grecia.

En el capítulo dedicado al análisis de la peste de Atenas, Hermosa Andújar muestra cómo civilización y barbarie conforman un binomio
indisoluble en el corazón del hombre y la sociedad y cómo cualquier sueño por escindirlos no es sino vaga ilusión. Si bien la dimensión física de
la peste deja tras de sí la deshumanización de sus víctimas y la desnaturalización de sus carroñeros, es la dimensión moral la que operará sobre
su sujeto una panoplia de efectos que dinamitarán los pilares con los que Atenas y los atenienses creían haberse conjurado contra la naturaleza
y sus violencias. La peste traerá consigo la institución de una nueva ética, la de la desesperación, construida sobre los mimbres de sus nuevos
héroes: el miedo, la insolidaridad, y el indeleble deseo de vida que hará que el hombre, huérfano de futuro, conjugue su voluntad en un eterno
presente. La consecuencia será la volatilización de una sociedad tejida ya con la indiferencia, la incertidumbre y una lógica, la búsqueda del
máximo placer individual, que alimentará las decisiones de sus componentes en un nuevo reino: el de la necesidad.

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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA OCCIDENTAL TUCÍDIDES

No se permite la explotación económica ni la transformación de esta obra. Queda permitida la impresión en su totalidad.
El estudio del diálogo de los melios revela las consecuencias políticas, morales e intelectuales de la desigualdad en el contexto de las relaciones
internacionales. Hermosa Andújar nos enseña cómo el interés al devenir poder para los atenienses en dicho contexto se emancipa y se
constituye en un fin en sí mismo, estableciendo con su ejercicio los límites precisos de las distintas esferas en las que pueden darse las
relaciones humanas. El derecho, pues, se revela efectivo sólo entre iguales, mientras que el poder y la fuerza gobiernan la desigualdad entre las
polis haciendo bueno el adagio sofista que identifica la justicia con la voluntad del más fuerte. Del semillero de la desigualdad brotan nuevas
conexiones que trastocan valores otrora inamovibles: la amistad se vuelve un baldón, la libertad pierde su supremacía ética y se subsume en la
nuda fuerza, la esperanza se descubre como un derecho que solo merece el fuerte, y la legitimidad se convierte en una necesidad que solo
exige el débil pues únicamente en su racionalidad habita como horizonte.

El capítulo dedicado al estudio de la descripción tucídea de la guerra de Corcira amplía las regiones que la naturaleza humana reserva al
proteico mal y a sus formas. Hermosa Andújar nos muestra allí cómo el deseo de poder de los jefes de las facciones conducirá a estos a

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transformar el lenguaje hasta que su horizonte comunicativo último sea la facción; a trazar una nueva moralidad cuya reconfiguración de
valores tendrá como objetivo último la eliminación del disidente; y a liberar una violencia desconectada de cualquier vínculo con la justicia, la
racionalidad o la humanidad y emancipada de la incertidumbre y el miedo. Un mal arbitrario que en las manos de los jefes gustará reinventarse
porque encuentra en el placer estético de ejercicio su razón de ser, en la imaginación infinita la fuente de su perversa creatividad, y en el efecto
contagioso de la arbitrariedad su multiplicación exponencial.

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ATENAS COMO IDEAL DEMOCRÁTICO

Atenas se sirve del tributo a los muertos como excusa para tributar homenaje a los vivos, aprovecha lances habituales en una guerra como
coartada para elogiar la democracia, esto es, su propio régimen político; lo hace por la boca de Pericles, su reiteradamente electo estratego y
orador insigne.

Ahora bien, el orador no olvida el sufrimiento para mercadear con la memoria colectiva, no hurga en semejante tiniebla sencillamente porque
no quiere centrarse especialmente en los muertos, y ni siquiera en la muerte, aunque también lo haga, sino en la vida, y en este punto es
precisamente la democracia-patria la encrucijada de todos los destinos, el hogar que acoge los pasos y justifica las hazañas de todos, de los
muertos como de los vivos. Los muertos merecen veneración y recuerdo en tanto que testimonios vivientes de lo que han sido, y los vivos que

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los recuerdan no son sino la herencia de lo que habrían podido y queridos seguir siendo. Justo por eso el orador que desde lo alto de la tarima
se dirige a los presentes les habla también a ellos al hablar a los demás, y de ahí que no empiece por sus nombres y demás sellos personales,
sino por el hogar común que sus antepasados forjaron en el tiempo y ahora forja a todos, la democracia-patria.

La democracia es por tanto el primer personaje que sale a escena con el homenaje a los caídos durante el primer año de guerra, la arcilla que
modeló a los ausentes y a los que aún están, como también, se espera, a los que vendrán.

La democracia reivindicará un lugar estelar en la obra incluso allí donde, al final de la misma, las palabras del orador dan palmadas en la
espalda a los caídos y de consuelo a los familiares, desde el momento en que el ambiente privado en el que resuenan no deja de ser una
altavoz público de la heroicidad de sus acciones.

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El legado de los antepasados

El demócrata actual tiene pasado: lo que le llegó de él es la certeza de que desde el inicio sus padres habitaron esa tierra y por siempre la
mantuvieron libre, es decir, ajena a toda dominación exterior. Y la anexa de que tan titánica gesta no es obra del azar, sino de su valor. Tal fue
la lección aprendida de las generaciones más antiguas, pero la inmediatamente precedente, la que derrotó a los persas, añadió otra: la
formación del imperio, más la convicción de que tampoco fue regalo del azar, sino de su esfuerzo: una transformación de las circunstancias
políticas conseguida “no sin fatiga”.

El ciudadano de hoy, que ha sumado potencia a su imperio y dispuesto la ciudad para la guerra y la paz haciéndola “autosuficiente”, se injerta

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así en un tronco antiguo cuyo fruto lejos de contravenir las raíces resulta su natural desarrollo. La autarquía moderna revigoriza la autoctonía
antigua, y con ella la libertad que la siguió, que además de externa pasó a ser también interna. Lo que ha creado y preservado la corona de la
libertad sobre el trono de la autoctonía no fue tal hecho, sino el valor de sus habitantes, una adquisición extraída por ellos de las circunstancias
y legada como un tesoro indeleble a sus herederos, pues como el orador recordará al final de su discurso con palabras áureas “la felicidad se
basa en la libertad y la libertad en el coraje”. Esa irrupción de la subjetividad en el mundo objetivo de los hechos se refuerza con otra propiedad
más antes de desembocar en el reconocimiento antevisto de que el destino propio está en mano de cada uno: la del esfuerzo como medio de
satisfacción de nuestros deseos, como método de lograr nuestros objetivos. La libertad, externa e interna, cedería ante el acoso enemigo sin
valor, y la grandeza con la que defenderla permanecería como un sueño veleidoso y peligroso si se creyera que pende de la ruleta de la fortuna
y no del esfuerzo personal más o menos entretejido en un proyecto común.

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El demócrata y la democracia

El valor y el esfuerzo, incrustados en el sujeto autónomo al que dan forma, constituyen las condiciones de la libertad y son la materia con al
que el yunque de la historia ha forjado al demócrata, y por tanto también a la democracia, ya que “las excelencias” que adornan a Atenas
derivan justamente de sus ciudadanos. Empero, al darse tal forma de organización política para ordenar la convivencia interindividual, el

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demócrata aprende enseñanzas nuevas que enriquecen su patrimonio personal, tanto en lo referente a su psicología, su ética y su política
como al propio bienestar material.

· El demócrata y la vida pública.

Pericles se ufana de la singularidad de la constitución ateniense, a la que llama democrática por ser la “mayoría” quien decide en ella. La
igualdad en la participación política subraya la radical igualdad legal de los libres, con independencia de toda circunstancia sociológica,
histórica, profesional, etc. Solo se reconoce en dicho ámbito una forma de desigualdad que, en realidad, es la que completa el círculo de la
igualdad jurídica: la selectiva del mérito, que hace de la política ateniense una política meritocrática. En la selección de quienes desempeñarán
los cargos públicos el mérito será el árbitro.

Es la aristocracia por tanto la que de esa manera se introduce en la constitución, pero no la aristocracia sociológica, sino la técnica de la
capacidad personal. Lo cual entraña toda una revolución antropológica que corona otra social: no es la clase de pertenencia la que ahora
decide sobre el mérito, que así deja de pertenecer a las clases en bloque y deja de transmitirse por herencia. De ahí que ahora ya todos los
aristócratas no sean necesariamente meritorios, es decir, que ya no cuenten para el mérito la tradición o el linaje, el nombre y el pasado o
cualquier otra gloria ajena al talento personal. Y de ahí también, y esta es la gran revolución, que al pobre se le abra la vía del heroísmo y de su
fama por cuanto la inteligencia se ha abstraído de la herencia, de la situación social o profesional, y que a todos quepa optar a los cargos
unipersonales que confieren auctoritas a quien los ejerce dignamente y prestigio a la ciudad así regida.

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Que el mérito sobrevuele el entero arco de la sociedad y no repare en clases, historia, profesiones, etc, a la hora de elegir a sus individuos es
prueba irrefutable de que la naturaleza no nos quiere a todos iguales, y que el igualitarismo es solo una manifestación de violencia con la que l
mediocre ascendido al poder se rebela contra ella; pero es también la afirmación de que son muchos los filósofos que pueden desempeñar los
cargos políticos de mayor responsabilidad, es decir, la política no es ya un privilegio exclusivo de una casta, sino de un solo individuo por
sociedad. El mérito, que discrimina naturalmente entre los hombres por abajo, lo hace también por arriba, lo que permite a los de abajo
recuperar su lugar natural en la política. Así pues, el mérito termina de modelar la revolución democrática de igualdad para la libertad al
acompasar la política a la naturaleza humana, esto es, al racionalizar las funciones políticas, al jerarquizarlas y distribuirlas según las
capacidades de quienes la desempeñan.

El demócrata aprendió con su democracia nuevas enseñanzas. La básica: que no hay ciudad sin obediencia política. La obediencia es el

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correlato de la libertad, pero también, en una democracia directa, el correlato del poder. No habría libertad donde la anarquía dicta su regla,
porque habría una desobediencia organizada hacia la ley y el gobernante. Si uno de esos gobernantes no obedeciera las leyes no podría, por
ejemplo, elegir a sus gobernantes, ni juzgarlos después, con la que habrían despreciado su función el valor y sus competencias el poder. En una
democracia directa obedecer es, en determinados casos, simplemente actuar, es decir, ejecutar el poder.

· El demócrata y la vida privada.

El ciudadano se sabe con obligaciones públicas, pero el individuo se sabe con derechos privados; lejos de la Asamblea, del Consejo o de los
Tribunales su vida es algo que se rige por sus deseos y sus decisiones, de las que a nadie tiene que dar cuenta y que tienen como límites
supremos las normas, escritas o no, que rigen la comunidad. Un derecho ese que en la vida privada conlleva su propio límite en el respeto del
derecho de los demás a hacer lo mismo, y por tanto a no sancionar a los diferentes con esos reproches y esas miradas de censura que él no
espera recibir de ellos, de modo que la tolerancia y el valor de cierta diferencia brotan de un solo golpe y de la misma fuente: la autonomía
personal con la que la igualdad sanciona a la libertad. Como nos dirá más tarde Tocqueville, la igualdad concurre con la libertad en personalizar
la vida del sujeto particular en su ámbito privado, y ese triunfo individual de la sociedad, que Pericles reconoce como propio de Atenas y de los
atenienses, constituye el gran tributo rendido por la cultura helena al individualismo, presente en infinidad de aspectos de la misma pero que
aquí llega a su cénit: no hay vida libre sin la tolerancia que exige la diferencia que nos distancia de los demás.

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Igualdad legal, con acceso al ámbito público, y libre disposición de su vida que genera el derecho a la diferencia y el deber de la tolerancia
constituyen por tanto el resumen de la retirada del ciudadano de la democracia ateniense a su ámbito privado o personal.

La nueva antropología

· Democracia y valores.

En el momento sin retorno en el que la vida puede desparecer ante la muerte y el azar no ha decidido aún qué opción tomar, el valor con el

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que cada sociedad afronta a la otra en defensa de sí misma puede llegar a ser idéntico, pero en todo cuanto hay detrás del momento decisivo
de jugársela, las vías son distintas. Eso significa que es posible alcanzar idéntica meta por medios diversos.

Incluso en la guerra, Atenas se ofrece como una ciudad abierta, que se “publicita” ante los extranjeros en lugar de expulsarlos, renunciando por
tanto a los supuestos beneficios del secreto, que en el ámbito militar se suponen siempre decisivos. La razón es su valor: esa valentía, ese ardor
y esa audacia que manan del fondo de ellos mismos, de los ideales y principios que los animan en todas las facetas de la vida y que actúan de
consuno al entrar en acción; tan en contraste por demás con el penoso adiestramiento y los engaños propios del enemigo. Lo que subyace a
semejante actitud es la confianza en las instituciones en que aquellos encarnan y, aún más, la confianza en sí mismos; y lo que subyace a dicha
confianza es la autonomía de unos sujetos que han fijado mediante deliberación mutua cómo quieren ser y actuar, y que al dar forma plena a
tales objetivos no necesitan de instrumentos externos para transformar su pasión por ellos en coraje y en defenderlos con vehemencia llegada
la ocasión. El demócrata que estipula junto a otros como él el destino de su sociedad no necesita de un Estado que le diga cómo sentir ni
cuándo actuar; él ya transformó dicho destino en una segunda piel y por tanto su naturaleza, por sí sola, se dispara como un resorte cuando
una amenaza ensombrece el horizonte.

Esa vida mucho más relajada pero de la que el valor forma parte consustancial se reveló todavía mejor en la paz. Un hedonismo hacía danzar el
placer en torno a los objetos de la vida cotidiana, y los ciudadanos lo derramaban pública y privadamente en fiestas y juegos colectivos con los

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que reforzaban su identidad y su patriotismo. El imperio añadía nuevos veneros de disfrute, porque aportaba productos de los pueblos con los
que comerciaba.

Eran esas ganancias de la vida cotidiana un modesto lujo al que el ateniense no pensaba renunciar en ningún caso, máxime porque lo sabía
compatibilizar con el valor en las ocasiones de peligro; era ese hedonismo, compaginable igualmente con la pasión por la libertad y la igualdad,
el que había operado nuevas transformaciones en su espíritu que había trasladado a su vida distanciándole aún más del habitante de cualquier
otra ciudad o imperio. Ante el sufrimiento, y las agonías de que se rodea, el demócrata preservaría la cordura contra viento y marea e
intentaría tomar nuevamente la situación a su favor. El ateniense se había pertrechado con todas las cualidades psicológicas y morales con las
que hacer frente a la adversidad cuando ésta apareciera ante él.

En su búsqueda de la felicidad, el demócrata ateniense, además de a las fuentes del bienestar, la acción o la racionalidad, acude a otra

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singularmente helena: la moderación, que entronca tan naturalmente con los demás valores, y ante todo con la acción, que hasta parece una
propiedad más de la misma. Es esta moderación la que está debajo del uso de la riqueza o de la valoración de la pobreza del ateniense; es la
moderación la que permite a Pericles afirmar que “nos servimos de la riqueza más como oportunidad para la acción que como pretexto para la
vanagloria y entre nosotros no es motivo de vergüenza para nadie reconocer su pobreza, sino que lo es más bien no hacer nada para evitarla”,
es decir, la que le permite, deambulando entre ambos extremos del poder social, buscar el término medio de cada uno de ellos, un punto
próximo en ambos marcado por la capacidad para la acción.

La riqueza deviene instrumento del que servirse en todos los aspectos de la vida al objeto de arramblar el botín de la felicidad personal.

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· Democracia y naturaleza humana.

El ciudadano de la democracia ateniense ama la belleza y el saber, aunando de este modo en su persona la sensibilidad y la inteligencia, la
dimensión estética y el conocimiento, lo que casi le convierte en un ser demasiado humano si lo comparamos a la mayoría de sus
contemporáneos. Amar por sí la belleza, amar por sí el saber y amarlos a los dos significa haber construido un concepto de felicidad que rebasa
no solo la simple satisfacción de los deseos primarios, sino el entero dominio del placer material.

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El sujeto capacitado para sentir y pensar también lo está para actuar en éste o aquél campo, es decir, en más de una actividad. Afirme Pericles
“Las mismas personas pueden dedicar a la vez su atención a sus asuntos particulares y a los públicos, y gentes que se dedican a diferentes
actividades tienen suficiente criterio respecto a los asuntos públicos”.

La democracia es un régimen político que se ordena mediante una institucionalidad por entero singular y que requiere conformar su
ciudadanía de individuos especiales para preservar su existencia, y por ende un artificio social mediante el cual el hombre abandona la
naturaleza, sin necesidad de salirse de ella, en tanto nunca dejan sus instintos y sus pasiones atrás.

Ningún hombre queda ahora natural o legalmente relegado por su condición, por su profesión o por cualquier otro motivo de su derecho a
participar en la vida pública, de debatir en el orden del día, de aportar su opinión que, además, querrá informada para hacerla pesar más. La
decisión llegará tras la deliberación pública de individuos convencidos de que la palabra es el argumento que transfiera la racionalidad personal
a la colectiva y que el debate entre ellos configura el modo de acceder a la misma, y de que expresándola e imponiéndola una vez emitida se ha
prefigurado el camino que disuelve las tinieblas que median entre el surgimiento de un problema y su posible solución.

El demócrata ateniense alaba la capacidad de sus conciudadanos a la hora de razonar sobre las acciones que van a emprender y de calcular sus
consecuencia, pero reconoce al mismo tiempo la audacia con la que las llevarán a cabo. Cualidades que en otros se presentan por separado en
ellos lo hacen unidas, lo cual, de nuevo en un mismo golpe, nos sitúa ante un hombre mucho más complejo que sus coetáneos, el más
complejo, a decir verdad, que la historia haya conseguido moldear con la naturaleza humana.

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El altruismo y la generosidad saltan de la boca del orador a la palestra de la sociedad en palabras como estas “También en lo relativo a la
generosidad somos distintos a la mayoría, pues nos ganamos los amigos no recibiendo favores, sino haciéndolos”. Generosidad y altruismo
devienen poder a través del desinterés del espíritu que los activa porque anudan al hombre objeto de la acción al sujeto de la misma
transformando el beneficio recibido en gratitud, ya que el beneficiador, al no contraer mediante su acción ninguna obligación con el
beneficiario, permanece libre para mantener ese espíritu que se manifiesta en hechos que no requieren recompensa material alguna, sino que
solo precisan del favor de la propia voluntad., cuyos beneficios prolongados en el tiempo son la mayor garantía de que la amistad ofrecida por
quien así actúa es sincera.

Empero, el demócrata permanecería por así decir despersonalizado si las acciones en las que desgrana su conducta respondieran a propiedades
prendidas en su espíritu de manera independiente, si no mediara entre ellas una conciencia que las actuara y les trazara su orden y lugar. Por

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eso creemos que la mayor diferencia entre el héroe antiguo, que fiaba al éxito de sus proezas su anhelado logro de eternizarse mediante la
gloria, y el actual reside precisamente en la valorización de la acción por sí misma con independencia del resultado obtenido en ella. Tras haber
proclamado que la grandeza de Atenas se alza sobre el pedestal de los hechos y no de su posterior poetización y que aquellos hechos son los
que su audacia extrajo de sus incursiones, Pericles concluye “nos bastará…con haber dejado por todas partes monumentos eternos de males y
de bienes”, es decir, de sus éxitos y de sus fracasos por igual.

Un fracaso como manifestación de éxito resultaría inconcebible para el héroe antiguo. Sin embargo, la conciencia del demócrata, del ciudadano
ateniense, le autoriza a suprimir el nexo natural entre la acción y sus consecuencias y de vincularla a la intención de la que partió para valorarla
moralmente. Su grandeza no espera al triunfo, porque el valor, el cálculo, la osadía ya dejaron sus señas de identidad en su concepción, su
planificación y su ejecución. El éxito habría sin duda coronado el proyecto de la felicidad personal o colectiva; el fracaso sin embargo, carece de
autoridad para arrebatarle el título moral con el que irrumpió en la mente antes de presentarse en sociedad. El resultado ha dejado satisfecha
a la conciencia que la autorizó con independencia del fracaso en que se saldó.

El sujeto de la democracia ya habría confirmado el viaje de la moral desde el mundo exterior al mundo interior al transformar la conciencia en
criterio del bien y del mal, y soltado el lastre del éxito durante el mismo como demostración de su verdad.

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Epílogo

El orador considera a Atenas el modelo de Grecia y al ateniense el modelo de hombre. El conjunto de atributos que Pericles reúne en el haz del
ciudadano ateniense conforma a un sujeto que no solo representa una novedad humana radical, sino que eleva la configuración de la misma
hasta un nivel desconocido. Con su cultura del esfuerzo y del realismo evitan sufrimientos ociosos en los individuos, propagan el placer por la
vida, elevan la espiritualidad, practican la autoconfianza y la cooperación, no renuncian a su responsabilidad, sintetizan cualidades dispersas y
aun opuestas, armonizan las potencias vitales constitutivas de los humano, etc. Ello les permite, en suma, regir sus destinos personales tanto
como el destino común, y relacionarse con los demás por medio de la generosidad y el valor. En esa renovada especie humana integrada por
individuos más complejos y singulares toma forma la antropología de la democracia.

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LA PESTE. CIVILIZAZIÓN Y BARBARIE

Introducción. La peste: ¿La barbarie de la naturaleza contra la civilización?

Civilización y barbarie aparentan ser los dos momentos extremos del devenir humano.

En efecto, la lectura de los parágrafos dedicados por Tucídides a dar cuenta de la peste en Atenas rompe ese idilio del hombre con su historia
trazado por la creencia en el progreso, rescatan del olvido supuestos fantasmas de ultratumba que cobran vida en el presente y, en

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consecuencia, prohíben las ensoñaciones sobre el futuro de la condición humana forzando a descartar por veleidosa toda ilusión suprema
sobre la misma.

Describir la enfermedad. La Historia como terapia.

La alusión a la epidemia aparece unas líneas después de que Pericles terminase su alocución.

El historiador siciliano Diodoro Sículo no descuidará señalar que “los Atenienses atribuyeron la calamidad a una venganza divina”, porque la
fuerte presencia supersticiosa del fenómeno natural en la mentalidad popular constituía en sí misma un testimonio de su magnitud.

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En cambio, Tucídides, animado por un espíritu científico, decide detallar los síntomas de la peste, así como exponer sus consecuencias morales.
Si la peste resultó tan devastadora se debió entre otras razones a su novedad y mortalidad: en Atenas era desconocida y en ningún lugar se
había mostrado nunca tan mortífera. De ahí que el historiador centrase su atención en narrar las sucesivas metamorfosis del mal, a fin de, si
reincidía, conjurar los estragos. La historia, así, se convertía en una terapia de segundo orden al servicio de la medicina. El historiador fijaría la
naturaleza de la peste en la memoria colectiva al recontar los síntomas en que se desglosaba, facilitaría su tratamiento impidiendo que la
previsible reemergencia comportara novedad y, con ello, se repitiera la devastación.

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Antes de comenzar a detallar sus síntomas, Tucídides señala el carácter altanero de la nueva deidad, que se permite ridiculizar el poder de los
antiguos dioses y aniquilar cualquier intento de sus respectivos fieles por extirpar el nuevo culto de la comunidad. Eran pocos los aquejados de
alguna enfermedad a su llegada, pero toda dolencia antigua terminaba sus días engullida por el mal nuevo. A los sanos les incendiaba la cabeza
y arrasaba los ojos, empezando así una ruta en el interior del cuerpo humano por la que el mal, desconocido por un lado y valiéndose de
elementos personales en cada enfermo, iniciaba un itinerario funesto, con pocas excepciones, que iba de arriba abajo y en el que la única
piedad demostrada consistía en ahorrar sufrimientos al enfermo forzándole a perecer antes de llegar ella a su meta.

Si la sociedad de males que aquejan al ser humano fuera una religión, la aparición turbulenta de la nueva deidad nos haría creer que estamos,
aun sin saber por cuánto tiempo, ante una revolución monoteísta patológica. La enfermedad anterior, siempre dios menor, perecía ante esta
nueva deidad, la cual quedaba condensada definitivamente en su brusco aparecer en el interior de un cuerpo sano, al que en pocos días solía
reducir a cenizas tras un sufrimiento general insoportable.

La peste se caracterizaba asimismo pos su “imperialismo” somático. Entraba por la cabeza, mas una vez allí aferraba la ocasión iniciando un
proceso de expansión incontrolable hasta los miembros inferiores, cuya sola limitación conocida era la muerte de la víctima antes de que la
enfermedad tocase fondo. Poco a poco los diversos y sucesivos órganos iban cayendo víctimas de esa enfermedad de un morbo que
desconocía la piedad y que se explicaba mediante una sinfonía de dolor para el que solo había paliativos transitorios y desesperanzados. Más
aún, que interesadamente aprovechaba en cada sujeto las ventajas que accidentalmente hallaba en su cuerpo para propagarse, haciendo gala
irónica de qué entiende la violencia por la igualdad.

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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA OCCIDENTAL TUCÍDIDES

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Con todo, cabe añadir otras dos características al mal: la primera es la dimensión heroica del citado morbo. Se trata de la venganza que
eherce sobre algunos supervivientes. En realidad, el sobrevivir parecía una victoria, pero se trataba más bien de una forma grosera de
venganza de la enfermedad, pues los supervivientes serían a partir de entonces menesterosos, en cuanto amputados de algunos de sus
miembros. El segundo caso es aquel en el que la venganza se vuelve sublime y la crueldad un arte, puesto que es ignorada por quien la sufre a
causa de la naturaleza de su sufrimiento. En las ocasiones en las que el superviviente se restablecía sin “aparentes” daños se descubría por ser
un don nadie en el sentido literal del término: la venganza consistía en este caso en el olvido, en “una amnesia total y no sabían quiénes eran
ellos mismos ni reconocían a sus allegados”. Mediante el olvido suprime literalmente al sujeto: su memoria, sus sentimientos, su sufrimiento, la
sociedad y esa parte más intermedia entre naturaleza y sociedad que es la familia. Es una situación informe y radicalmente antihumana en la
que el sujeto ha perdido todos los referentes que lo constituyen y todos los datos que componen su personalidad; y su vivir es ahora la agonía
indolora e incolora del estúpido que carece de ideas para entender lo que le pasa o de palabras para explicarlo.

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La segunda cualidad de la peste es su ser barbarie. Su presencia al sembrar de cadáveres el Ática suponía en principio un festín para las aves y
animales carroñeros, máxime cuando muchos de ellos quedaban insepultos. Empero, los depredadores no se acercaban a sus víctimas o bien
morían al probar sus restos, por lo que acabaron desapareciendo de la zona. Animales víctimas de su alimento natural; animales que huyen de
donde encuentran fácil sustento: he ahí una violación flagrante de las leyes de la naturaleza. Así pues, la peste no solo ha producido la
deshumanización del mundo humano, sino también la desnaturalización del mundo natural.

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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA OCCIDENTAL TUCÍDIDES

No se permite la explotación económica ni la transformación de esta obra. Queda permitida la impresión en su totalidad.
El reino de la necesidad.

La peste es un monstruo insaciable, y su fanático “imperialismo” difícilmente quedará satisfecho con la conquista del cuerpo. No obstante, el
sujeto físico y moral no son el mismo. El primero es el enfermo, un moribundo en cuanto la enfermedad entre en su interior, y los moribundos,
determinados por el dolor, el sufrimiento y el miedo, perdieron por eso el carácter de sujetos en la ética. Pero junto a ellos merodean quienes
aún están sanos, sin saber por cuánto tiempo o si permanecerán así, y ellos, que ven el mal, que viven junto a él, pero todavía ajenos a su
ponzoña, son conscientes de que su capacidad de elegir no les ha sido arrebatada del todo, y de que, con ese poder en sus manos, continúan
produciendo efectos en el mundo social que les rodea.
El primer gran efecto moral a escala general de la peste entre los ciudadanos atenienses consistirá en la instauración de nuevos valores. El
segundo, tras su armonización en una nueva ética, en la volatilización de la sociedad:

Reservados todos los derechos.


· Desesperación e impotencia. Hacia una nueva ética.

También en el escenario moral irrumpe la peste con su prepotencia ya conocida, con ese imperialismo que hace gala de un cínico igualitarismo
aterrador. No hay distingos en los cuerpos, no hay víctimas potencialmente más aristocráticas que otras: todas valen la muerte. Pero eso no
consuela al pobre ni a nadie, sino que más bien produce un desánimo colectivo que, por así decir, da lugar a una ética de la desesperación.
Ésta, sustrayendo al sujeto el futuro, no solo arrebata a su espíritu el sabor de la libertad o de la república, sino, con frecuencia, el mero gusto
de vivir. Al ateniense en concreto, la gema de la civilización, le priva de la confianza en sí mismo, nutrida de prestigio histórico, tradición de
libertad, valor y valía subjetivas, amor a las leyes, respeto a las autoridades, madurez democrática, respeto a la vida privada ajena y
personalización extrema de la propia, sensibilidad ante la belleza, austeridad de costumbres, éxitos sociales que para el desfavorecido
suponían el prefacio a su posibilidad de lograrlos, etc, los materiales con los que el discurso de Pericles le diera puntualmente forma.

El desánimo constituye la reacción del ánimo al reconocimiento de haber caído presa de la enfermedad, lo que de manera inmediata le hunde
en la desesperación, es decir, en la retirada de la batalla, dejando el campo libre al enemigo; pero también a la constatación de que no era solo
su destino el que ya quedaba escrito, sino también el de las personas que por solidaridad, compasión o pudor atendían a los enfermos, pues

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unos y otros “morían como ovejas”. Con otras palabras, el desánimo y su visceral tumefacción, la desesperación, apuntan con su existencia al
fracaso de la moral y la religión tradicionales, por cuanto no solo es la inocencia, sino incluso la inocencia virtuosa, la que también paga con la
pena de muerte por contagio el delito humanitario de ayudar a las víctimas.

En la ética de la desesperación, por tanto, la peste, en cuanto agente de acciones en los hombres, se complace en instaurar nuevos héroes: es
el miedo y no la solidaridad lo que se premia ahora con la vida. Es el miedo a morir lo que, volviendo insolidario al temeroso, le permite seguir
vivo todavía. El solidario con el enfermo acaba siendo otro más. De aquí derivan tres consecuencias:

1. La desesperación que abroga la solidaridad de la ética, constituye así la encarnación de la impotencia de los dioses. Son ahora los dioses
los que miran desde lo alto lo que ocurre en la tierra porque huyeron hasta allí a fin de ocultar su impotencia ante el mal; por ello ya no

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se les debe temer y por ello se dejará de temerlos. Dioses cuyos dictados son borrados por el demonio de la peste con un manotazo no
son dioses: eran ilusiones que mentes “enfermas” forjaron en tiempos de bonanza, cuando los males eran muchos, algunos de ellos
recuperables por la medicina, y los letales la mano del destino. La peste es un mal infinitamente más poderoso: cancela en un solo
golpe el poder de los dioses y el deseo de crear las ilusiones que los crean.

2. La peste ha procurado nuevo alimento para la desesperación al poner frente a los ojos de los hombres que los esfuerzos heroicos del
individuo común no solo no abocan siempre a éxitos, sino que a veces ni siquiera producen resultados. La solidaridad culpable de
solidaridad, culpable de querer remediar la suerte de un enfermo es también ella sacrificada en el altar de la impotencia, porque su
intento de remediar lo irremediable es considerado por el nuevo señor como un osado ejercicio de insolencia.
En la ética de la desesperación ni siquiera le vale a la solidaridad presentar ante la peste ciertas credenciales de sumisión, es decir, de
haber aceptado la alteración de los valores acarreada por ella, y mostrarle que quienes la ejercitan no son sus propios familiares, sino
amigos o incluso desconocidos altruistas para los que el prójimo no es un ser ajeno. A estos los castigará por no haber advertido que los
templos eran ahora residencia de una única deidad monoteísta y la ignorancia, que apareja idolatría, requiere que se pague con la
muerte. Y a la solidaridad la sumirá en el desconsuelo de la impotencia por no haber comprendido que la peste lo que conlleva es una
desnaturalización del mundo social: un cambio de papeles entre allegados y amigos o desconocidos forzado por la necesidad, habida

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cuenta de que la “magnitud del mal” había secado el vínculo que la naturaleza, a través de la familia, establece entre diversas personas
en una sociedad, al dejar a sus miembros sin “fuerzas ni para llorar a los que se iban”.

3. En la ética de la desesperación forzada por la peste, ésta ha provocado la firme emergencia de un valor cuya génesis y primacía casi son
todo uno. Es el deseo de vivir, que era el premio para el temeroso frente al solidario. Aun cuando la desesperación provoca el
voluntario abandono de las propias fuerzas ante la enfermedad, y consiguientemente la renuncia a vivir; y aun cuando la desesperación

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se deba asimismo a la constatación señalada de la impotencia de la virtud y de sus dioses, ella misma es un grito contra la muerte y no
solo de rabia frente a la ineficacia de los antiguos héroes morales, que también revela un claro apego a la vida. Además, cuando la
desesperación finalmente condena al desesperado a morir renunciando a combatir la enfermedad, no está, en la nueva situación, sino
dando prueba de racionalidad, es decir, de haber comprendido “la magnitud del mal”. Pero hasta llegar ahí, las reacciones de las
víctimas contra la tortura con la que la enfermedad atormentaba sus cuerpos cuentan como testigos de un ahora indeleble deseo de
vida.

Por lo demás, nada revela mejor el culto al nuevo bien que las reacciones de quienes se habían liberado de las garras del mal. “Reintegrados” a
la sociedad, al tiempo anterior a la peste, y recuperada al menos una parte de los antiguos valores, su solidaridad con las víctimas fue
inmediata e intensa, pero semejante sentimiento humanitario requiere en su explicación recordar que la enfermedad había inmunizado al ex
paciente contra una posible recaída, por lo que el temor al contagio había sido definitivamente derrotado en su comportamiento. Y, aun con
todo, esos mismos “héroes naturales” todavía mantenían algún vínculo con el mundo que acababan de dejar y sus valores, según pone de
relieve la “extraordinaria alegría” que les proporcionaba el simple hecho de estar vivos, lo cual delata la presencia de una nueva forma de
felicidad en sus espíritus. E igualmente, esa especie de ilusiones-fantasma que brotan ahora endicho espíritus a causa de la suma alegría de
vivir habla de la pasión por la vida que experimentan: las ilusiones de la inmortalidad, esto es, de haber quedado inmunes para siempre, creían,
a los ataques de cualquier enfermedad futura.

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· La volatilización de la sociedad.

La desesperación en la que hunde al enfermo el inframundo de la peste es solo el primer paso en la producción de una nueva ética. Paso que
no puede llevar muy lejos porque el sujeto es primariamente la propia víctima. Pero hay sujetos a los que, por así decir, la peste rodea sin llegar
a tocar, y ellos también reaccionan ante su dantesco espectáculo con renovadas creencias morales y prácticas culturales, que delatan su temor
a una posible caída en manos del enemigo y a la consecuencia más segura de dicha caída.

Las circunstancias empeoran repentinamente con el aflujo de los moradores del campo a la ciudad. Las condiciones de insalubridad
aumentaron y fácilmente se pudo comprobar que en el mal no solo hay grados, sino que es siempre posible estirar su escala un peldaño más. El
calor sofocante y la falta de casas convirtieron las barracas en las que los alojaron en un matadero donde hasta la muerte obedecía las reglas

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de la recién instaurada anarquía. En una cultura que había hecho de los muertos dioses, y por ende, de “las tumbas… los templos de estas
divinidades”, el espectáculo de cadáveres amontonados en las calles y de moribundos arrastrándose hacia las fuentes difícilmente resistiría
comparación en el alma de sus habitantes con un dolor mayor. Y en ese espectáculo se representaba solo el primer acto del nuevo ceremonial
del culto a los muertos.

La narración de Tucídides adquiere aquí tintes de un dramatismo violento y desesperado, pues su realismo inventa el marco que permite
entender lo que significa para una sociedad evolucionada el verse de repente encerrada en las mazmorras del reino de la necesidad, en el que
los actos parecen desconectarse de las decisiones, los valores y las creencias que los preceden; y los símbolos del significado que representan.
Los santuarios, por ejemplo, ya no son santuarios, sino que ahora son improvisados nosocomios en los que se dejaba a los enfermos, que
“morían allí mismo”. Literalmente, la anarquía había reemplazado todas las reglas, “y cada uno enterraba como podía”: aprovechándose de
piras dispuestas por terceros para sus propios muertos o lanzando el cadáver que llevaban sobre otros que ya ardían.

Era esta vez la incertidumbre el agente que hacía reaccionar así a los allegados del muerto, que no solo generaba un dolor devastador de toda
racionalidad, sino que “desesperaba” a muchos familiares al consumir sus recursos, pues ante la abundancia de muertos entre ellos no
disponían de lo necesario para enterrarlos. Solo que ahora el abandono de las prácticas antiguas y su sustitución por las antedichas entrañaba

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un abandono más: el del mismísimo cuerpo social. Ahora el enfermo era la sociedad, que moría también de peste aunque no a causa de la
peste. La necesidad, es cierto, forzaba a los nuevos menesterosos a obrar de manera impía, a llevar a cabo acciones por las que antes de la
peste habrían muerto antes que hacerlas o dado muerte antes que recibirlas. En efecto, como antaño la desesperación, la incertidumbre ante
el inmediato futuro se cobró su cuota de venganza ética sobre los dioses, y en represalia por tanto mal ni merecido ni conjurado logró que,
“ante la extrema violencia del mal, los hombres… se dieran al menosprecio tanto de lo divino como de lo humano”.

Mas el sujeto que se halla en una situación de agónica incertidumbre, en la que su deseo de vivir es fieramente contrarrestado por la codicia de
la peste, al liberarse de las constricciones culturales que hasta el presente le habían encauzado y limitado su acción tiene más fácil violar las
reglas que seguirlas, con independencia del poder de la tradición y de la cultura. La necesidad lo deja sin apenas posibilidad de elegir, pero sin
ni seguridad de futuro ni miedo a los dioses, incluso en una situación tal su voluntad se vuelve más poderosa, y su preferencia es sacrificar la

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sociedad antes que sacrificarse ella, es decir, establecer el imperio del sujeto sobre las normas, esto es, sobre los demás sujetos. El descarte del
temor a al divinidad ante su impotencia manifiesta, el desgarro que instituye con su pasado, la renuncia a las creencias y a las prácticas que las
traducen en seres reales o el abandono de los prejuicios producidos por la devastación del dolor en el individuo o por la propia impotencia,
configuran los primeros síntomas del imperio antedicho.

El valor efímero que pasan a adquirir “la vida y las riquezas” no ha hecho sino iniciar su andadura social. La incertidumbre es atea por
naturaleza, se establece como ley en el espíritu humano sobre las cenizas de los ayer poderes máximos entre los hombres: las leyes y los
dioses. Adquirida para mientras dura la situación, esta indiferencia que mata a las antiguas potencias éticas, la incertidumbre reina a sus
anchas en el pecho del hombre, por mucho que su esperanza de reinar sea angustiosamente breve.

Desaparecidos por tanto dioses y leyes, las únicas potencias de la tierra son ahora los deseos y el poder de satisfacerlos; una nueva ética se
configura así repentinamente entre los supervivientes, una ética para cada cual pero que es la misma en todos, y que le sordena
imperiosamente gozar del máximo placer individual. Así, la gente saca ahora a la superficie los vicios con los cuales en el pasado “se complacía
ocultamente”, sin rubor ni cortapisas, porque los númenes de la censura cayeron atropellados por la peste. Violar en público las reglas es un
placer.

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El máximo placer individual ha devenido el nuevo ídolo moral ahora que los viejos ídolos han muerto, y que como herencia solo han dejado esa
forma de venganza contra su antaño supuestamente amable tiranía. Es el nuevo fina a lograr por los individuos cuya única ley moral es la
incertidumbre de su destino inmediato, la causa genuina del surgimiento y la configuración de la nueva ética. La cual preserva un grado
suficiente de racionalidad individual como para dar una explicación plausible a la renuncia a seguir los dictados de leyes y dioses, que es
además su justificación para hacerlo; a saber: la impotencia en al que la peste ha sumido a unas y otros; a los dioses porque el piadoso y el
impío seguían la misma suerte ante la enfermedad, y si la muerte los acogía en su regazo, los dioses o eran indiferentes a la suerte de quienes
los adoraban o impotentes sin más. A las leyes, porque en el remolino de las cosas nadie esperaba vivir tanto como para dar cuenta de sus
culpas.

Los individuos sabían que la muerte andaba al acecho, y antes de convertirse en sus víctimas querían apurar hasta la última gota del cáliz del

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placer, antes semivacío merced al juego de prohibiciones con las que tan a menudo se regalan las normas.
La nueva ética no concede ningún espacio al heroísmo, al sacrificio o a la solidaridad, y no lo concede porque, en principio, nadie “tenía la
seguridad de no perecer antes de lograrlo”. La incertidumbre, brotada y alimentada “en el rápido giro de los cambios de fortuna”, es por
naturaleza tan impaciente como atea, y el mismo acto en el que renuncia a esperar a la virtud para saberse feliz establece su propio credo,
adoptando como fieles a quienes “aspiraban al provecho pronto y placentero”, a los cuales santifica como los sujetos de la nueva moralidad,
para la cual “lo que resultaba agradable de inmediato y lo que de cualquier modo contribuía a ello fue lo que pasó a ser noble y útil”. Es lo
incierto, es la incertidumbre la que por sí misma se erige en nueva deidad estableciendo el culto al máximo placer individual, y el creyente le
transfiere íntegra su fe porque así lo ha decidido en sus circunstancias de necesidad.

Lo que ahí resurge con fuerza es el magnetismo de ese nuevo bien que es la vida. Es el placer de vivir el primer bien por gozar por quien aspira
al máximo placer individual. Es el placer de vivir el que justifica tal fin. Vivir no es solo el primer valor, sino el valor fundante de la nueva ética
basada en el placer inmediato y máximo. La vida, redescubierta como gran bien por el enfermo cuando ya era demasiado tarde, es retomada
como sumo bien y adorada por el superviviente como objeto supremo del culto impulsado por la incertidumbre.

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Epílogo

La peste ha transformado de un plumazo a la sociedad ateniense, cénit de la civilización humana, en el reino de la necesidad. Le ha bastado tan
solo con diezmarla y amenazarla de extinción para sacar de su órbita a ese astro rey civilizatorio y devolverlo a las cavernas. El reino de la
necesidad es el reino de la nuda supervivencia, en el que todos los elementos que preservan a los hombres de la urgencia y garantizan su

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seguridad en la medida de lo posible se han volatilizado, y un estado de naturaleza ha ocupado su lugar.

Los atenienses de Pericles, por supuesto, en absoluto son reconocibles ahí. En el relato del orador surgen como el arco iris civilizador que
domina un cielo al fin de liberarlo de la tormenta de la historia. Sin embargo, son ellos, los mismos de antes, despojados ahora por la necesidad
de su máscara de cultura y democracia.

Aunque son el regalo que la civilización se ha hecho a sí misma, su propia historia demuestra que su poder y su cultura no los hace mejores que
a los demás, o que, en todo caso, no los hace a ellos mismos mejores de lo que ya eran; que, en suma, hay algo escondido dentro de los seres
humanos, incluso de los más desarrollados, presente siempre por mucho que se le disimule y que se avista apenas se da la vuelta a la medalla
de su civilización: ese algo es la barbarie.

Acabar con los sueños de perfección es al mismo tiempo liquidar dos deseos asesinos: el de búsqueda del arquetipo de hombre bueno y/o
racional, y el del sueño civilizador de los demás, utopías ambas por las que se mata. La civilización se halla siempre apareada a la barbarie y
queda prohibido por siempre el sueño de escindirla de ella: quizá sea ese el legado más importante dejado por la peste de Atenas a la
humanidad.

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LA GUERRA EXTERIOR O EL DOMINIO DE LA FUERZA

En un momento álgido de la guerra entre atenienses y espartanos, con Grecia entera ya dividida en cada polis entre sus partidarios respectivos,
las naves áticas arriban a la isla de Melos cargadas de presagios funestos para los lugareños. La isla, una colonia espartana, y proclive por
motivos étnicos a sus fundadores, ha decidido permanecer neutral en el conflicto que enfrenta a éstos con la otra potencia de la Hélade. Pero
los atenienses, firmemente resueltos a apuntalar el destino de su imperio, y conocedores del peligro implicado para el mismo en el hecho de
aceptar la autonomía de un débil, niegan a los melios la opción de quedarse al margen, intimándolos a conectar una alianza con ellos o a ser

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destruidos.

Tucídides oficia de testigo de los argumentos de ambos bandos en defensa de sus respectivas posiciones, y nos ofrece su reflexión memorable
e intemporal sobre los problemas.

85) La legación ateniense irrumpe abruptamente en la escena acusando a sus pares melios de impedir que el “pueblo” escuche un
razonamiento cuya virtualidad persuasiva descansa en sus “palabras seductoras e incontestables” expuestas en un único e ininterrumpido
discurso. Desde este tipo de discursos, estructurados para incidir en la opinión, las palabras lanzadas a la mente de un interlocutor cualquiera,
si no está al tanto de su secreto o de la cuestión a debatir, tienen el poder de “engañar” al oyente, es decir, de convencerle de la racionalidad
de algo que le perjudica y a lo que, no obstante, presta su consentimiento. De ahí que los legatarios conminen a los oligarcas melios a entablar
un diálogo cerrado en la forma y el contenido, con el que, parece, el Imperio se predispone a “hablar”, esto es, a vencer convenciendo antes
que matando; empero, el hecho de que no se consienta a sus adversarios desviarse un ápice de lo aparentemente convenido, y que deban
responder sin dilación a los argumentos expuestos por ellos, dado que el tiempo no les pertenece, revela sin más que se trata de la crónica de
un drama anunciado.

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86) Los melios rápidamente se percatan del fondo presente en una forma de dialogar así, en la que, al amparo de la guerra, uno de los bandos
estalla de prepotencia frente al otro, violando la condición de igualdad inmanente a todo diálogo, y auto-transformándose de hecho en juez y
parte de la negociación; y se lo reprochan a sus acusadores. La mención de la sangre en la casa del verdugo, ciertamente, no le gusta a éste, y
menos aún cuando se extraen las conclusiones pertinentes, a saber: que la “guerra” o la “esclavitud” son las solas esperanzas dejadas al débil
por el fuerte.

87) Si negociar implica crear posibilidades de acuerdos replanteando intereses, es decir, aceptar que las decisiones ya tomadas no son un
destino y que el horizonte es móvil, el Poder en tal caso no negocia. Le basta con cambiar de nombre a las cosas para reconducir por la fuerza
la situación a su centro; con llamar primero “suposiciones sobre el futuro” a la alternativa con la que los melios leen el planteamiento
ateniense cuando el resultado de la misma es, ya, meridiano, y con amenazar de inmediato con cerrar el cada vez más fingido diálogo de una

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vez por todas si la contraparte no acepta que solo hay un tema sobre el que conversar: la “salvación” de Melos. Así pues, los atenienses
rápidamente hacen ver que la agenda está marcada, que lo que está en juego es la opción entre su vida y su libertad y no entre la alianza o la
neutralidad; ese es el único punto del orden del día, pues en absoluto se trata de una “negociación abierta” en la que el resultado permanece
incierto a la espera de una resolución consensuada de las partes.

88) Cuando los melios replican aceptando la agenda ya se puede afirmar una cosa: han claudicado. A partir de ahora el razonamiento será un
jugar dialéctico al ratón y al gato intentando escapar de una jaula en la que al aceptar entrar ha fijado su destino. De hecho, el Poder tapará
todas las salidas urdidas por dicho razonamiento para escaparse.

89) La presencia del Poder en el supuesto diálogo no solo se advierte en que determina la agenda, sino en el modo de conducirla: se permite el
no necesitar justificar su posición y el no querer explicación por parte del interlocutor de la suya. Se trata simplemente de un problema que hay
que resolver.
La claudicación produce efectos extraordinarios, pues el Poder, que antes quiso valerse de la retórica, renuncia ahora a la ideología, la cual se
revela como el resultado de una política basada en principios pero de hecho filtrada por el interés. Es así como actualmente se renuncia a la
justificación del propio dominio dándolo por un dato de la cuestión; y como se constriñe al débil a no justificar la debilidad por la justicia.

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Porque al poderoso no le incumben las acciones del débil, sino su propia conservación, y éste, para su desgracia, se ha cruzado físicamente en
el círculo de las necesidades del poderoso, y él no puede permitirse el lujo de desperdiciar recursos.
El fundamento de dicha actitud está expresado sin embozo: el Derecho solo sirve entre iguales; la fuerza es la ley entre los desiguales, y el
Poder, dejando elegir al débil entre su vida y su libertad, muestra en su conducta hasta qué punto posee alternativas a la hora de conservarse:
habiendo transformado la justicia en su utilidad, su racionalidad puede devenir pragmática en tanto aun puede elegir entre diversas opciones;
es el máximo homenaje que el poder está dispuesto a reconocer a la civilización; desde ese momento se sabe que tendrán razón los melios: su
destino, respecto de los atenienses, pasa por la esclavitud o la guerra. Esa ley, inflexible, lo es por fundarse en la naturaleza humana pero por
ello es también universal.

90) A partir de ahora se trata de buscar la mayor utilidad en la situación en la que se encuentran. Los melios declaran útil la justicia, es decir,

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defienden su interés de débiles en permanecer libres, e intentan convencer de que eso es también útil para el fuerte, pues, si cae derrotado,
recaería en él una represalia ejemplar. La existencia, y su reconocimiento por todos, de valores comunes valedores del débil frente al fuerte, es
útil por sí misma y siempre, también para la potencia actualmente dominante, permite hablar, en efecto, entenderse sobre normas de
protección universales a las que apelar cuando alguien se vea en peligro, evitando de este modo la violencia ejercida por una impía voluntad
guiada por su puro querer. Es un límite salvador también para el Imperio actual, porque su imperio es siempre un imperio en funciones, una
situación transitoria que un día desaparecerá también, disuelta en el curso del acontecer humano. Y el ejemplo dado mientras dominó será el
rasero con el que en el futuro otros juzgarán su acción y dictarán justicia. Es aquí cuando comienzan los argumentos a favor de la neutralidad.

91) Empero, la prudencia del Poder no otea un futuro tan lejano, por lo que encuentran útil no pensar en la desaparición de su imperio, sino en
mantenerlo. Lo útil, pues, está en función del interés propio; lo que hace la fuerza, antes de cambiar los valores, es des-objetivar las palabras al
objeto de referir a la potencia su nueva significación. Los débiles tendrán entonces que cambiar de utilidad si quieren compartir utilidad con los
poderosos. Tendrán que aceptar que seguir vivos es su modo de ser útiles, porque ahora su utilidad ya no habla el idioma de su interés, sino el
del Imperio, y tal es la propuesta que éste les reitera.

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92-93) Los melios reaccionan como griegos, con más libertad que temor, al preguntar “¿Cómo puede ser útil para nosotros convertirnos en
esclavos tanto como para vosotros mandar?” Pero los atenienses, desnaturalizados por su Imperio no son ya griegos, sino solo hombres, y
remachan la propuesta en forma de respuesta: salváis la vida, luego seréis útiles, porque eso nos hará más fuertes.
Así pues, la no destrucción de los melios, no su libertad, es lo único en grado de converger con el interés de los atenienses en mantener su
imperio. En efecto, la utilidad del débil y la utilidad del fuerte comparten un punto común: el interés del fuerte, ya que es quien puede
imponerlo, por cuanto el desacuerdo en la materia no tiene arreglo mediante un acuerdo dialogado, inalcanzable donde resulta imposible

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entenderse: donde la desigualdad impera.
Empero, algo ha cambiado cuando la vida vale por sí misma aunque no reporte gloria, como vale por sí misma aun sin libertad: la vida como
valor en sí, por lo demás, cuadra con el interés de un imperio necesitado sea de fuerza de trabajo que de defensores. Ya no se requiere la vida
heroica ni vida ciudadana, al menos para los débiles, aun cuando el fuerte puede quererla para sí. Se pone fin, pues, al héroe y al esclavo, mas
no al heroísmo ni, en especial, a la esclavitud, bien que adopten nuevas formas.

94) En consecuencia: se prohíbe la neutralidad del débil, y es que ella, en efecto, representaría un acto de potencia frente al interés imperial
que vela por su conservación.

95) Por que aceptarla es dañino para el imperio: porque en una condición de desigualdad regida por la fuerza se alteran los valores: la mistad
es señal de debilidad y el odio de potencia. La fuerza degrada la amistad del débil como valor político, al punto de convertirla en factor de
riesgo para el Imperio. Sin duda, es una alteración del orden natural de la Cultura, mas no deja de ser cierto que la amistad de un neutral
significa poco más que indiferencia ante la suerte del otro. Es la lógica de la dominación imperial, que ha creado para regirse una voluntad
propia, centrada en la autoconservación del imperio, la cual transforma la lógica común y cuyas consecuencias son la recién señalada más la
que desdeña la influencia de las circunstancias en los razonamientos, lo que puede influir la diversidad de las situaciones en una conducta. La
amistad del débil solo vale para el fuerte si se institucionaliza en una alianza, es decir, cuando significa más que sumisión.
La amistad debilita como el odio fortalece: la amistad de un débil puede llegar a ser, si se acepta, un arma de un solo filo contra el fuerte,
porque ante los demás débiles pondría un espejo de rebelión en el que mirarse para actuar, para renunciar a las cadenas que han uncido su
voluntad a la de su amo.

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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA OCCIDENTAL TUCÍDIDES

No se permite la explotación económica ni la transformación de esta obra. Queda permitida la impresión en su totalidad.
96-97) El débil no acepta el cambio de valores y con denuedo ahonda en el arsenal de su utilidad a fin de hallar un punto que aun distinto de la
del poderoso no quede muy distante de él, y cree encontrarlo en la diferencia del contexto que, en su opinión, debería separar su situación de
la de los otros débiles ya oprimidos, y configurar por ende con el fuerte una relación distinta de aquéllos. Mas el imperio, que conoce cuánto su
supervivencia depende de la opinión, vuelve a imponer la suya uniformando astuta e “ideológicamente” las diferencias en un pseudo-ideal
común; estos opinan, ante la perplejidad melia porque no se acepte la neutralidad del débil, que todos tienen motivos justos para desear vivir
libremente, y que si alguien no está sometido se debe a su propia fuerza, por lo que añadir un independiente más al escenario debilitaría la
posición del Imperio en él.

98) Los melios persisten con denuedo en persuadir a los atenienses, por lo que necesitan objetivar una palabra útil que permita una política
común pero del interés del débil. Y el argumento político usado es que la neutralidad no solo es posible, sino también deseable, para la

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seguridad del fuerte, porque sofocar a los melios por la fuerza instará a unirse a los demás débiles en su contra, y también incitará a la acción a
otros enemigos menos débiles.

99) Que la violencia se rebele contra quien la usa al concitar los miedos de los sometidos y de los aún libres en un proyecto conjunto de
liberación constituiría de hecho un arma dialéctica de primer orden si la experiencia no hubiera enseñado a tantos, y entre ellos el Imperio, que
los débiles ya esclavos se desunen ante el miedo más de cuanto se unen, y que a los débiles aún libres “la libertad de que gozan”, en la que
parecen juntarse el egoísmo con la cobardía al gozarla frente al heroísmo de una lucha conjunta por mantenerla, les retendrá en sus límites
antes que arriesgarla. Son los débiles rebeldes los que con su declarada insumisión, sacuden las fuerzas del fuerte porque el sufrimiento o el
sentimiento de indignidad a causa de su condición podrían conferir fuerzas a su ánimo que su razón no sabría contener, y cuando la sinrazón
junta odios contra un enemigo común el resultado no está predicho de antemano. El hábito reciente de la obediencia, la violencia que la
mantiene, la vitola del Poder y por supuesto sus medios de guerra y defensa con que éste cuenta, tampoco garantizan con pulcra seguridad, si
la rebelión estalla, el mantenimiento del statu quo ante. Ese instante de incertidumbre debe ser evitado a toda costa, por tanto.

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100) Ser libres, pues, es un gran motivo para no querer ser esclavo, dicen los melios, que aún se saben griegos. La muerte, que de dignidad
sabe más que la esclavitud, será así la aliada preferida de la libertad.

101) Empero, y como puntualiza el Imperio, el drama de la libertad, que habla por boca melia, no consiste en no ser racional, sino en no ser
poderosa. La moral no vive del heroísmo, sino de la igualdad; es en ese contexto donde debe reclamar la dignidad de defender la vida y la
libertad con valor. Pero la insensatez de arriesgarlas en una situación diametralmente opuesta no es heroica, sino infantil, e incluso el Poder se
incomodaría con una destrucción sin sabor a victoria. De lo que en suma se trata, según recuerdan los atenienses a los melios, es de algo más
prosaico: salvarse.

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102) La libertad, no obstante, un poco a la desesperada ante su inutilidad a la hora de hallar un espacio de tolerancia por el Imperio que le
permita dar pábulo a sus ansias de neutralidad, prosigue en su esfuerzo por soñar esperanzas. Y volviendo una vez más la espalda a la espada
que pende sobre sus cabezas los melios se refugian en el conocimiento que en asuntos militares ha procurado la experiencia, cuya sabiduría les
asegura que las guerras pasan por vicisitudes ajenas a las fuerzas de los contendientes y que equilibran el resultado más de lo que el desnivel
de la balanza augura sospechar. De ahí que se aferren al clavo ardiendo de la “acción”, esto es, del combate, que es el terreno que, en materia
de salvación, media entre su deseo de esperanza y la certeza de su desesperación.

103) A una respuesta en apariencia técnica, basada en el favor neutral de la experiencia, sigue la contra-respuesta ateniense, igualmente
técnica: la “esperanza” puede ser un acto realista para los que gozan de abundancia de recursos, aunque acabe dañándoles; pero si te juegas
todo a una sola carta, lo mejor es dejar de lado el “romanticismo” de la esperanza. El débil no tiene derecho a tenerla, y si se lo atribuye
olvidando su situación de actual desigualdad y desventaja estará por un breve lapso de tiempo hacienda la cuenta atrás para su ruina, esto es:
tomando por “esperanzas evidentes” las que no son sino “inciertas”.
Esas malas artes de la esperanza supersticiosa, de la esperanza desesperada, son a la vez agentes de perdición y de esperanza: de la primera
porque no tienen en cuenta las circunstancias, y de la segunda porque, al no tenerla, se permiten el lujo de creer que todo es posible. Punto

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álgido del pseudo-diálogo éste, en el que argumento tras argumento el Poder va arrinconando las capacidades de la Libertad para persuadir, o
lo que es igual, hurtándole las posibilidades de sobrevivir.

104) Los melios parecen haber comprendido cuando dicen considerar “difícil” luchar contra el poderío rival, que es también luchar contra la
fortuna, dada la desigualdad de fuerzas. Pero ese “difícil” en lugar de “imposible” demuestra que han comprendido poco. Por ello consideran
que dos argumentos nuevos, uno de naturaleza religiosa y otro ético, pueden tener efectos en la actual arena política favorables a su causa: a
los dioses les complacen los hombres piadosos, y ellos los son; y se enfrentan, por si fuera poco, a un “enemigo injusto”. Éste es el primer
argumento. El segundo: los lacedemonios, por cuestión de honor y por la afinidad étnica, se pondrán de inmediato de su parte. Y los dioses y
los lacedemonios juntos sí podrán contrarrestar el poder del injusto enemigo ateniense.

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105) Ahora bien, el fuerte no necesita creer en los dioses para saber más de ellos que el crédulo, que es lo que a la postre es el creyente: saben
que aquellos están demasiado lejos para influir, y que son demasiado enigmáticos como para que alguien sepa lo que quieren, por lo que de su
mundo solo cabe opinar. Y el fuerte sabe que cuando alguien lo es la naturaleza lo apoya: que todo, naturaleza y dioses, está de su parte
gracias a la ley eterna de que manda el más fuerte. A esa ley impuesta por la naturaleza entre los hombres, éstos, en sus relaciones organizadas
externas, llaman hegemonía. Así pues, la naturaleza es al respecto el poder legislativo y los hombres el poder ejecutivo. Su peculiaridad es que
no hay poder judicial que juzgue su aplicación.
Y sabe, por tanto, que la eternidad de la ley deja sin validez moral las pretensiones de los crédulos, porque es lo que ellos harían de ser los
fuertes. Los fuertes no son peores que ellos, sino, en todo caso, mejores por haber conseguido el poder, lo que significa tener a la naturaleza
tras ellos. Y un atributo del ser fuerte, con independencia de quién lo sea, es comportarse así, sea ateniense, melio u otra cosa. Para el débil,
por tanto, y desde cualquier punto de vista normativo, su resistencia se quedó sin legitimidad.
En esta respuesta tan devastadora, no solo se priva a la libertad de su prestigio y su supremacía ética, y al débil del consuelo normativo del
derecho, la religión, la moral o el hábito, sino que también a la especie humana se la condena al ostracismo de una incertidumbre e inseguridad
perpetuas, como también a los peligros.
El crudo realismo de las enseñanzas de la historia, en efecto, nos prescribe ya, y por siempre, que se haga lo que se haga por conocerla para
evitarla en sus manifestaciones más crueles, la historia se repetirá.

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Por otro lado, si el fuerte sabe lo expuesto respecto al débil, el ateniense sabe otra cosa respecto al espartano: que la etnia y el compromiso
cuentan para él mientras concuerden con su interés. Si los melios creen que un pasado histórico común pone al futuro de su parte en cuanto
concierne a las preferencias y decisiones políticas de su antiguo socio, ahora tendrá ocasión de purgar su alma de ingenuidad y de arrepentirse
demasiado tarde de su candor.

106) Pero apostillan los melios: les conviene por la misma razón, que decían, les convenía a los atenienses dejarles libres: porque la opinión

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cuenta, y si abandonan a los de su raza, que son, además, aliados, quienes lo sean habrán aprendido demasiado sobre sus socios, compartan o
no raza, y nada de lo aprendido será bueno para su hegemonía. Así pues, el débil prosigue su alocada carrera hacia ninguna parte, exponiendo
las supuestas excelencias políticas que forzarían a su antagonista a decantarse por reconocerle finalmente una neutralidad que ya había
descartado de antemano.

107) Mas la moralidad no es utilidad, y las referencias culturales en las que los melios embozan el discurso de su salvación no engaña a los
atenienses, quienes dudan de que la “conveniencia” de los intereses espartanos sea la de fundirse a los de los melios.

108) Con todo, la libertad no se resigna a que ni en la escena internacional el interés haya convertido el campo sagrado de los vínculos
etnoculturales entre los seres humanos en un erial sentimental y ético; añádase a ello una cuestión geoestratégica: la mayor proximidad
geográfica de Melos al Peloponeso instará a los espartanos a hacer por ellos lo que no harían por otros.

109) Para los atenienses, poco hay de romanticismo en esta situación: en política internacional cuenta la política, no el corazón: la potencia de
Melos, al ser reducida no atraerá el interés de Esparta en su defensa, máxime sabiendo que la flota ateniense, la más poderosa de todas, se
interpone entre los intereses de los supuestos aliados culturales. Por lo que no hay seguridad alguna para los habitantes de la isla.

110) Un último argumento queda en la esperanzada racionalidad del débil: quizá sus socios de sentimientos envíen a otros en su lugar. Y si
fracasaran, los espartanos podían atacar a algunos aliados del enemigo, una expansión del campo de batalla que al multiplicar las zonas de
conflicto forzara a los atenienses a renunciar al ataque a la isla por acudir en ayuda de sus aliados o sus propios conciudadanos.

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111) Este último argumento acaba con la paciencia de la potencia, que ya ha sido distraída bastante con un interlocutor que quiere razonar
sobre el grave problema actual con razones sacadas de la esperanza y del futuro, dos elementos reacios a cualquier solución de urgencia; de
ahí la conminación final a no dejarse ganar por un falso sentido del honor. Un sentido del honor en cuya falsa gloria, que no respeta las
desiguales circunstancias, se mecen las ilusiones de la libertad por continuar una tradición de existencia centenaria, pero que confrontado al
inevitable resultado final que le espera, a causa precisamente de dicha desigualdad de fuerzas, acabará llevando a sus portadores a una
destrucción sin gloria; y ésta, amonestan los atenienses, les “granjeará un gran deshonor que, por ser consecuencia de la insensatez, es más
vergonzoso que si fuera efecto de la suerte”.

El relato de Tucídides se cierra con la masacre de los melios a manos de los atenienses, tal y como la aceptación de la agenda impuesta por

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éstos a aquéllos dejaba prever. Las condiciones de alianza propuesta por Atenas no eran en absoluta gravosas y podrían haber sido aceptadas
fácilmente por aquéllos si conservar la vida hubiera sido su único o principal objetivo. Pero para los melios, que murieron siendo griegos, no
había salvación sin libertad, en tanto para el Poder ésa es la sola paz posible cuando se enfrentan sin dobleces el poder y la justicia en el orden
internacional.

Para la conservación del poder todos los métodos son lícitos. Se volatilizan entonces las reglas que lo refrenan, los porqués que lo limitan, la
deuda histórica que moldeó su constitución. Solo los condicionantes de las circunstancias a fin de regular su supervivencia merecen su
atención, y en tanto deidad que se adora así misma solo cuanto contribuye a afianzar su poder mediante el miedo y a rechazar a cualquier otra
es admitido en su culto. En ese punto, el interés del Poder por conservarse es incluso distinto y va más allá del interés primigenio del Estado
antes de transformarse en potencia.

Tales son las enseñanzas legadas por Tucídides a través de su pseudo-diálogo, que nunca llegar a serlo aún adoptando en apariencia su forma,
porque la palabra es rehén de la igualdad y quienes formalmente dialogan, mas en realidad no, son dos criaturas tan desiguales que desde el
principio el gato juega con el ratón incluso mientras le escucha. Porque, en efecto, le escucha: primero, porque por infinita que pueda llegar a
ser una potencia nunca será absoluta; segundo, porque al partir de la desigualdad incluso las palabras sellan la jerarquía en lugar de anularla; lo

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que es posible, en tercer lugar, porque el Poder se sabe más fuerte siendo voluntariamente aceptado por medio de la persuasión que
imponiendo su aceptación por la fuerza; y la palabra es el “poderoso soberano” mediante el que se persuade.

Ahora bien, tales enseñanzas no son las únicas. Todo lo anterior no es sino una serie de efectos de la causa mayor, a saber: la ley del más fuerte
establecida por la naturaleza. La tragedia de la naturaleza humana inicia ahí. Es una ley que se impone a cualquier voluntad, por lo que siempre
habrá una que aspire a acatarla mejor que las demás; es una ley que nunca decae, aunque cambie de administrador. Y es una ley que enseña a
todos, la aprendan o no, que, hagan lo que hagan, la historia se repetirá, o bien que podrá repetirse. Lo que esa ley dramáticamente demuestra
a los débiles del momento es que en el terreno del dominio de una gran potencia, que es una especie de estado de naturaleza, es que la
racionalidad de la libertad no es superior a la del Poder. Por muchas que sean las galanuras con las que aquélla se adorne, por arraigado que
esté su dominio en el corazón y la mente de muchos individuos, si no puede imponerse en el terreno de los hechos a la fuerza, si no está en

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grado de convencer al Poder valiéndose de los medios de éste, si no es un contrapoder efectivo, las palabras con las que recre sentimientos e
ideas no serán otra cosa que aliento que nada puede frente a la fuerza.

En el diálogo que hemos estudiado no hay tal fuerza para la libertad, pero sí aparece en el Libro III de esta obra de Tucídides: los embajadores
de los mitileneos explican a los lacedemonios el porqué de sus deseos de deshacer su antigua alianza con los atenienses y hacer una nueva con
ellos. Dicen: “El temor a un igual es la única garantía para una alianza, pues el que quiere violarla renuncia a ello, si no cuenta con efectivos
superiores”. Es aquí, pues, donde la libertad forja la fuerza que la defienda: en el equilibrio de poder que funde un equilibrio del miedo entre
iguales. Vale decir: en la corrección que balancee la ley natural del poder del más fuerte mediante la promulgación de otra ley, la social, que
añada el contrapeso del fuerte creando al menos otro poder fuerte que le equilibre.

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LA GUERRA CIVIL Y EL REDESCUBRIMIENTO DE LA NATURALEZA HUMANA

¿Es el mal un factor, o mejor, un agente de la felicidad?

La Guerra Civil de Corcira

Corcira fue una de las primeras ciudades griegas en las que la guerra entre atenienses y espartanos estaba haciendo saltar en pedazos la
afirmada unidad cultural de la Hélade, pero la política iba más allá, socavando asimismo los cimientos del orden actual en buena parte de las
demás ciudades. El relato de Tucídides proyecta su luz sobre las vicisitudes subyacentes a tales cambios y, como un simple efecto más, saca de
las sombras en las que habitualmente se refugia ese otro rostro de lo que naturalmente somos, la región “demoniaca” de la naturaleza humana

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a la que, por norma, preferimos no mirar y de la que, viviendo en paz, queremos renegar.

El mal empieza con hechos, pero su presencia no se detecta todavía. Entre las facciones popular y oligárquica de Corcira hace ya tiempo que la
armonía abjuró de mantener sus vínculos y la justicia de presidir sus relaciones. Ahora las vemos enfrentadas en constantes escaramuzas en las
que quizá solo a un vidente quepa vislumbrar su resultado final. Un ataque del partido oligárquico en el poder, aprovechando el arribo de una
nave corintia con embajadores lacedemonios, contra el partido popular, al que vence; la reacción de este aprovechando el refugio de la noche
para protegerse en la acrópolis y otros lugares de la ciudad de la dominación directa. El consiguiente refuerzo de las partes, la primera con
mercenarios, la segunda con los esclavos liberados a cambio de la promesa de la libertad, decantados hacia el pueblo, nueva confrontación y
victoria popular, gracias a las posiciones desde la que combatían, su superioridad numérica y la intervención de las mujeres, que al calor de la
ocasión luchan esforzadamente con los suyos por lo suyo, contribuyendo a derrotar las fuerzas de unos y los prejuicios de otros.

A los vencedores la suerte parece sonreírles, porque las naves que ahora arriban son atenienses; por un lado, estas adoptan el perfil
institucional que ninguna de las facciones locales supo encarnar y fuerza un pacto entre ambas, por otro, lo prolonga con un pacto de cada una
con los atenienses, que les comprometía a compartir amigos y enemigos con ellos: así, la libertad de la voluntad implicada en un pacto
desaparece junto a la igualdad ante el poder, que constriñe aquella con sus deseos y destruye esta con su potencia. Antes de zarpar, aquellos
asisten a otro alboroto que concluye con la deportación de un alto número de oligarcas a una isla próxima, después de que sus rivales les
persuadieran a levantarse del santuario de los Dioscuros y del templo de Hera, donde se habían sentado como suplicantes, temerosos de su
suerte si se les embarcaba contra su deseo hacia Atenas.

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Ahora son las naves peloponesias las que se avistan en el horizonte, distribuyendo altas dosis de incertidumbre en el ánimo de la facción
popular y desatando su miedo, lo que les induce a trasladar a los deportados de nuevo al templo de Hera y preparar la defensa de la ciudad; se
combate y el miedo se hace definitivamente con el timón en el corazón popular marcando su rumbo. Hipotizando al inminente invasión naval
espartana, pactan tanto con los suplicantes como con otros oligarcas para salvar la ciudad. Sus temeros, empero, se evaporan al desistir los
lacedemonios de invadirla al dar por satisfecho su honor con los saqueos. El anuncio de un contingente ateniense en arribo a Corcira disipa por
fin todos los temores de los miembros del bando popular.

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Era el momento oportuno para festejar con los aliados de fuera, alegrarse con los compañeros de partido, serenar los ánimos una vez allanada
la incertidumbre que el balanceo de la fortuna propicia y, como la ciudad estaba “a salvo”, esforzarse por recomponer en acuerdo con el bando
rival el maltrecho vínculo social. Ahora bien, las palabras del historiador ateniense dejan claro que no había entre ellos ningún príncipe en
grado de hacer gala de su virtú apresando la ocasión. En lugar de eso, es la violencia la que de repente hace irrupción en la arena pública, y en
su manifestación más extrema, quedando claro que la muerte de los adversarios no es justicia, ni lo sería aunque fuese legal, pues no se
estarían aplicando en este caso las normas de la justicia.

Los individuos hacen libremente lo que por miedo antaño no se atrevieron a hacer, asesinar a destiempo, por el miedo sufrido, cuando no lo
hicieron en su momento, porque un miedo razonable detuvo su espada de verdugos con una negociación en la que esperaban evitar que
aquélla cayera después sobre sus cabezas si triunfaba el enemigo. La prudencia que antaño les dictara el miedo se revela como insolente
cobardía. Sobrevivir fuerza a realizar actos que no se desean; pero el caso es que, aun mutado el contexto, tal cobardía extrema su
irracionalidad forzándoles a realizar actos que no debieron desear, en la ilusoria esperanza, quizá, de que el crimen borre con la vergüenza del
miedo la conciencia de su recuerdo.

Su vértigo criminal no se detiene con los muertos recién asesinados, sino que, a partir de ahí, encandilados por la matanza, los “asesinos”
prosiguen su tarea homicida sin desmayo. Y no es solo que su actual posición dominante les haga sentir la conciencia de impunidad a flor de
piel, la cual, por cierto, se advierte en el hecho de aducir fáciles explicaciones fantasmales para justificar el asesinato de “aquellos de sus
conciudadanos a los que consideraban enemigos”, como el atribuirles la intención de “querer derrocar la democracia”, incluso si se señalaba
que algunos morían a manos de deudores a ahorrarse el pago de las deudas. Tampoco lo es el que el miedo producido por la incertidumbre
exija para derrochar barbarie una suerte de ancestral miedo a la muerte violenta.

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Por entonces, “la muerte se presentó en todas sus formas y, como suele ocurrir en tales circunstancias, no hubo exceso que no se cometiera y
se llegó más allá todavía”, hay algo que nos hace intuir que ni la conciencia de impunidad ni el miedo a morir violentamente son los únicos
motivos de semejante oda a la crueldad, sino que como mucho son un episodio dentro de ese mundo cavernario. La breve fenomenología en
los que se concretan delata la crueldad: “el padre mataba al hijo, se arrancaba a los suplicantes de los santuarios o se les mataba en ellos”.
Cuando toda forma de mal parece poca y se inventa otra; cuando se han alterado las leyes de la sangre, en apariencia las más poderosas de las
dictadas por la naturaleza; cuando hasta la religión perece sacrificada en el altar de la impiedad demostrando que ni las más potentes e
irracionales de las creencias tienen sitio; cuando al caer todo límite se ha proscrito toda moralidad entre los hombres, ¿cuál es la virtud que
mece la acción humana?

La guerra y la naturaleza humana

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Era una novedad llegar a ese derroche de crueldad cuando no se exigía tanto, pero la sorpresa de la novedad traía de la mano otra mayor: su
ulterior generalización. Al principio, pues, fue Corcira, luego toda Grecia.

La novedad ahora no era el cultivo de la violencia, tampoco lo era su cantidad, sino que la novedad consistía en el método usado en su
producción.

El mal crea escuela; la violencia se yergue en modelo de conducta, y quien la conoce la sigue con fe. El que llega tarde a ella se autoimpone
como castigo practicarla fieramente hasta alcanzar al que salió primero, y causar sufrimiento y dolor, aunque sea vano, es algo que le estimula.
Su imaginación se pone aquí al servicio de su fe, y por ello, sabiéndose en una pasarela del mal donde el público aplaude con frenesí las nuevas
ocurrencias puestas en práctica en dicho campo, inventa otras nuevas mientras reinventa su perversidad. En esa atroz competencia por
destruir reside, pues, la actual novedad. Se trata de ganar tiempo a la hora de infligir dolor, es decir, de intensificar nuestras potencias
espirituales en la explotación del sufrimiento ajeno: la inhumanidad sofisticada hasta el delirio.

Aparentemente hay una sencilla explicación para todo eso. Grecia estaba dividida entre dos mitades irreconciliables, atenienses y espartanos.
Los jefes de los bandos entonces caen en la tentación, en aras de debilitar al poder adverso y reforzar el propio, de entablar una alianza con el
aliada afín más poderoso; algo que no tiene lugar “en tiempos de paz y prosperidad”, porque entonces ambos mantienen consigo su buen
ánimo y su racionalidad; cuidándose mucho de buscar las alianzas que ansían en periodos de guerra.
Afirma Tucídides que los mismos individuos son más o menos violentos, y diferentes o no de aspecto, en función de si hay guerra o paz.

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Según eso, la guerra no produce el mal, solo lo agrava. Por otro lado, y esto es lo más importante, la guerra genera un contexto permanente de
incertidumbre en el que el miedo recoge una cosecha de odio que solo se agota dando muerte a los rivales.

Un signo irrevocable de la perturbación que los miembros de cada bando experimentan en su relación con el mundo es la revolución en el
significado de las palabras; otro, igualmente irrevocable, de la perturbación en las relaciones de los bandos entre sí es la desconexión entre
palabras y acciones, y entre hechos e intenciones en el comportamiento de la mayoría de ellos.

En el caso de las palabras y las acciones, el conjunto de palabras con las que los sujetos ordenaban el mundo cae por completo, y en su lugar
aparece otro, anárquico y fragmentario, en el que las referencias comunes, y la posibilidad de entenderse con ellas, abarcan al máximo a los
miembros de cada facción. El hombre promueve ahora la escisión en la comunidad anterior fragmentándola en al menos dos polis separadas

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en el interior de una misma polis. Pero es que, además, el nuevo sistema de referencias, que antes daba lugar a leyes que protegían los de
todos, ahora se remite única y exclusivamente al interés del bando en cuestión.

Las consideraciones de extrema importancia son:

1) Las fracciones están lejos de formar una unidad durante la guerra. La consecuencia es que la nueva moralidad será trazada por los jefes
de los bandos respectivos, esto es, por quienes poseen el poder de imponerla, y el “disidente” (el que dude) pasará automáticamente a
ser valorado como un traidor de la facción adversa en la propia.
2) A partir de semejantes premisas, no cabe solución alguna al conflicto interno que rompe la polis en múltiples pedazos ilusoriamente
agrupados en dos bandos.
3) El mal se ha liberado definitivamente no solo de cualquier vínculo con la justicia, con la racionalidad o con la humanidad: también se ha
emancipado de su vínculo iniciático con la incertidumbre por el propio destino y con el miedo derivado de ella, si bien preserva intacto
su entronque con el odio, igualmente liberado de su lazo previo con el miedo.

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El segundo caso era el de las relaciones mutuas entre los miembros de las facciones adversas. Un juramento, es decir, poner a los dioses por
testigo de la propia palabra, podía sellar una reconciliación, pero su validez decaía con la de la emergencia que lo originó, y el primero en
violarlo, además “experimentaba mayor placer en la venganza por el hecho de violar la fe jurada que si hubiera atacado abiertamente…porque
merced al engaño conseguía como trofeo la fama de inteligencia”. Cuando el mantenimiento de la palabra dada se debe a la necesidad, mas
no a la confianza; cuando la palabra dada, y la igualdad que presupone entre quienes se comprometen con la suya, es objeto de escarnio y no
de respeto; cuando de la invocación de los dioses para sellar sagradamente una promesa o un pacto humanos provoca goce su violación, mas
no su cumplimiento; cuando la venganza es el único acto normativo acatado por la mente y el corazón de quien pacta, etc. Cuando todo esto
ocurre, simplemente no hay futuro ni pasado, ni tampoco presente: no hay sociedad porque ya los hombres trasladando a su interior el
sistema de incertidumbre creado por la guerra, e incapaces por tanto de generar identidad ante sí y confianza en los demás, han retrocedido,
creándolo históricamente, hasta el estado de naturaleza.

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El deseo de poder y el placer del mal

“La causa de todos estos males era el deseo de poder inspirado por la codicia y la ambición, y de estas dos pasiones, cuando estallaban las
rivalidades de partido, surgía el fanatismo”.

En el origen, por tanto, está el deseo de poder de los jefes de las facciones, no la guerra. Es su ambición y su codicia la que, en lucha
desenfrenada por el poder, desata el mal en la sociedad. La división ontológica de ésta en clases opuestas coadyuva a sus objetivos, puesto que
una demagogia seductora, dirigiéndose a los miembros de cada bando y diciéndole a cada uno lo que quiere oír pronto los agrupará por
intereses y los someterá a su mando. La guerra aportará el contexto generalizado de incertidumbre donde el miedo se hará señor del instinto
de supervivencia de los sujetos y el odio dirigirá el combate de las facciones entre sí. Durante el transcurso del mismo la perversidad se
reinventará prodigiosamente a sí misma y el mal será una obra de arte inimitable que tendrá a la sociedad griega por artista y por objeto. La
inocencia habrá muerto en sus integrantes, la mutua desconfianza enterrará un futuro común y continuará estimulando la violencia, y una vez
absoluta jugará con la certeza y honestidad de las palabras o con la piedad y garantía de los juramentos con gran cinismo y crueldad.

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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA OCCIDENTAL TUCÍDIDES

En la persecución del deseo de poder de los jefes de las respectivas facciones, estos no repararán en medios, y todos ellos serán buenos si se
revelan eficaces.

La guerra aportará otro nivel más de inseguridad, por cuanto los jefes de las facciones son pocos, pero los aspirantes a serlo son más. En este
contexto, lo más fácil es ver a “los espíritus más mediocres” salirse antes con la suya que a los más inteligentes, a cusa precisamente de esa
mediocridad y de su ambición: ésta, en efecto, suple el defecto de aquella haciéndoles tomar la delantera en la lucha por el poder, “lanzándose
audazmente a la acción” contra quienes, confiando en su inteligencia y en el poder de controlar la situación que le atribuyen quienes la poseen

Reservados todos los derechos.


con suficiencia, descuida la acción hasta que ya no hay remedio. La conciencia de sus limitaciones del mediocre llevaba así las de ganar frente a
la arrogancia del que sabe sin actuar. En este punto, si ya antes la concordia había sido deportada de las polis para nunca más volver, ahora lo
está más todavía.

Así pues, la guerra en absoluto justifica toda esa polifonía del mal con la que éste azota el alma individual y la paz social. Tampoco lo justifica el
deseo de poder de los jefes, ya que tanto mal no era necesario, sino que se inflige porque se quiere. Es el arbitrio personal del jefe el que en
principio fija el límite del mal, y lo fija en su propio arbitrio, lo que lleva a sus imitadores a obrar igual en la misma lucha contra el enemigo
común.

Ahora bien, ¿qué significa fijar el mal en el arbitrio personal y descubrir que nada lo calma? Ambos elementos, el mal y el arbitrio personal,
confirman su condición ilimitada. Y ambos elementos responsabilizan a nuestra naturaleza. Durante el atroz proceso en el que el sujeto va
causando dolor, sufrimiento, destrucción y muerte a otros, se produce un chasquido aún más atroz que marca la desconexión del mal con
todas sus aparentes causas (inseguridad, miedo, sentimiento malentendido de justicia) y con el resto de elementos que lo acompañan (odio,
culpa, cobardía); a partir de ese instante el mal navega solo en el alma y es él quien inspira sus propias acciones, sin más causa que su placer
personal. Insensible al mundo exterior, el mal arbitrario es el mal que goza reinventándose a sí mismo en un alarde de imaginación que le
extrae igualmente de todo ámbito ético para conferirle una existencia puramente estética. En la que no está escrito que resulte inocente para
quien lo usa, pero que por momentos convierte a su titular en alguien ajeno a toda regla y toda norma, a hábitos y convenciones, a promesas y
juramentos, a los dioses y al tiempo.

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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA OCCIDENTAL TUCÍDIDES

No se permite la explotación económica ni la transformación de esta obra. Queda permitida la impresión en su totalidad.
Se trata de un mal presente en la naturaleza humana, la cual es social en su más íntima esencia. El mal que produce placer endógeno, al que la
guerra se le queda pequeña; un mal tan perverso que quizá sea la única razón honesta en la que los seres humanos pueden confiar para no
aniquilarse unos a otros. Pero un mal, pese a todo, frente al que cabe algún movimiento estratégico: en el interior de la ciudad cabe arbitrar
algún procedimiento que contrapese, y aun reduzca, el poder del mal antes de alcanzar su felicidad; escrutar el objetivo del interés de los
poderosos a fin de descubrir cuándo su brama de poder se enmascara bajo el manto radiante del interés corporativo de la facción a la que
pertenezca. No hay mucho espacio de acción para los seres humanos, pero su existencia y toda su libertad caben en ese ángulo muerto del
mal. Entre tanto, la única verdad general asumible es devastadora: siendo la naturaleza humana como es, conocer la historia es garantía de que
se repetirá.

Reservados todos los derechos.


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