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Cartas sobre la educación estética de la humanidad 1

Friedrich Schiller
1793-1795

CARTA VI

¿Acaso he cargado mucho las tintas con esta descripción de la época? No creo que se me
reproche eso, sino más bien que ella prueba demasiadas cosas. Me diréis que ese cuadro, si
bien refleja la humanidad actual, también retrata a todo los pueblos en vías de civilización,
pues la sofistería aleja de la naturaleza a todos sin excepción antes de que puedan volver a
ella mediante la razón.
No obstante, si nos fijamos en el carácter de nuestra época, nos sorprenderá el
contraste entre la forma actual de la humanidad y la de otros tiempos, en especial el
de los griegos. Nuestra reputación de ser cultivados y refinados está justificada cuando
nos comparamos con otros períodos en que la humanidad era meramente natural, pero no
si la comparamos con la naturaleza de los griegos, que, a diferencia de nosotros, supieron
cultivar todas las variantes del arte y la sabiduría en toda su dignidad sin convertirse en
sus víctimas. Los griegos no sólo nos abochornan por su simplicidad, tan rara en nuestra
época; son también nuestros rivales, incluso nuestro modelo, precisamente en esas
cualidades en que buscamos consuelo de nuestras perversas costumbres. Los griegos nos
resultan admirables tanto por la forma como por el contenido de sus obras, tanto
por la dimensión filosófica como creativa de su cultura; a un tiempo delicados y
enérgicos, supieron conciliar en una humanidad espléndida la juventud de las
fantasía con la madurez de la razón.
Por aquel entonces, en los espléndidos albores de las facultades espirituales, los
sentidos y el espíritu todavía no eran territorios diferenciados de forma estricta:
ninguna escisión había obligado a establecer la hostil separación entre ambos ni delimitar
sus fronteras. La poesía no coqueteaba todavía con el ingenio, ni los sofismas habían
envilecido la reflexión. En caso de necesidad, poesía y filosofía podían intercambiar
sus funciones, porque cada una hacía honor a la verdad a su manera. Por mucho que
se elevara la razón, siempre llevaba amorosamente consigo a la materia, y por más sutiles y
agudos que fueran sus análisis de la realidad jamás la mutilaban. En efecto, la razón


1 Traducción de Eduardo Gil Bera para Acantilado, Barcelona (2018), pp. 25-33.

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separaba los distintos elementos de la naturaleza humana, y los proyectaba,
magnificados, en el espléndido panteón de sus dioses; no obstante, la naturaleza humana
no estaba meramente fragmentada, sino combinada en distintas proporciones de tal modo
que toda divinidad resultaba del todo humana. ¡Qué distintos somos nosotros, los
modernos! También en nuestro caso la imagen que se proyecta, magnificada, en los
individuos, pero tan fragmentada que es preciso observar a cada individuo para reconstruir
la totalidad de la especie. Casi podría afirmarse que entre nosotros las facultades espirituales
se manifiestan, incluso en la práctica, tan divididas como en los esquemas que hace el
psicólogo para comprenderlas. No sólo vemos sujetos aislados, sino clases enteras de
hombres que no despliegan más que una parte de sus capacidades, mientras que
las demás quedan, como plantas atrofiadas, reducidas a penas a imperceptibles
brotes.
No ignoro las ventajas de la humanidad actual, considerada en su conjunto y pesada
en la balanza del entendimiento, con respecto a la mejor de las generaciones del pasado,
pero como cualquier comparación debe confrontar cosas equiparables, el todo debe
medirse con el todo. ¿Qué moderno estará en condiciones de salir al frente para
disputarle a un solo ateniense el premio de la humanidad?
¿A qué se debe que los individuos, pese a la ventaja de la especie, estén en
inferioridad de condiciones? ¿Cómo es posible que un griego aislado represente a su
época, y no ocurra lo mismo con el individuo moderno? Porque al primero le dio
forma la naturaleza, que todo lo une, y al segundo, el entendimiento, que todo lo
separa.
Fue la propia cultura la que infligió esta herida a la humanidad moderna. Por una
parte, aumentaron los conocimientos empíricos y el pensamiento se fue haciendo más
preciso, lo cual propició una división más estricta de las ciencias; por otra parte, los
mecanismos de los Estados, cada vez más complejos, hicieron precisa una más estricta
separación de las clases sociales y de sus funciones. Paralelamente a estos procesos se
fue desgarrando también la unidad interna de la naturaleza humana, y un conflicto funesto
escindió sus armónicas fuerzas. El entendimiento intuitivo y el especulativo se convirtieron
en adversarios y se apropiaron de sus respectivos campos, cuyas fronteras empezaron a
vigilar con desconfianza y recelo; al confinar las actividades humanas a sus respectivas
esferas, se les impone un amo que no pocas veces acaba por reprimir el resto de
facultades. Mientras que, por una parte, la imaginación desbocada asola las trabajosas

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plantaciones del entendimiento, por otra parte el espíritu de abstracción consume el fuego
junto al que habría podido calentarse el corazón y prender la fantasía.
El trastorno que produjeron el artificio de la civilización y la ciencia en el
interior de los hombres, lo consumió y universalizó el nuevo espíritu de gobierno.
Desde luego no era de esperar que la sencilla organización de las primeras repúblicas
sobreviviese a la simplicidad de las primeras costumbres y relaciones, pero en lugar de
elevarse a una vida orgánica superior, descendió a una burda y vulgar mecánica. Los
Estados griegos (que recordaban a un organismo como el pólipo, pues en ellos cada
individuo gozaba de una vida independiente, pero, cuando era preciso, podía identificarse
con la comunidad en su conjunto) dieron paso a un artificioso mecanismo de relojería
donde se reúnen incontables piezas inertes para formar una nueva totalidad
mecánica. El Estado y la Iglesia, las leyes y las costumbres quedaron entonces
separadas; el placer se desvinculó del trabajo, el medio del fin, y el esfuerzo de la
recompensa. Eternamente encadenado a un pequeño fragmento aislado del todo, el
hombre mismo se convierte en un fragmento: ya sólo el monótono ruido del engranaje que
hace girar, jamás desarrollará la armonía de su ser, y en lugar de imprimir a su naturaleza la
marca de la humanidad, se convierte en un mero reflejo de su oficio y de sus
conocimientos. Pero ni siquiera esta mínima y fragmentaria participación que vincula a cada
miembro aislado de un Estado con la totalidad depende de formas que los individuos se
hayan dado a sí mismos (pues ¿cómo podría confiarse a su libertad un mecanismo de
relojería tan artificioso y delicado?), sino que se les prescribe con escrupulosa rigidez
mediante un reglamento que inhibe su facultad de juzgar libremente. La letra muerta
suple a la inteligencia viva, y una memoria entrenada es mejor guía que el genio y
el sentimiento.
Cuando la comunidad considera que la función pública de sus integrantes es la
medida del hombre, y en consecuencia valora en un ciudadano únicamente su memoria, en
otro, la capacidad de cálculo, y en un tercero, alguna habilidad mecánica específica; cuando,
además, es indiferente al carácter de cada individuo y sólo exige conocimientos, mientras
que al mismo tiempo el sentido del orden y sumisión a las leyes bastan para justificar el
pensamiento más oscuro; y cuando, en suma, se desea que el individuo desarrolle tanto
una sola habilidad aislada que prácticamente ya no le es posible desarrollarse en
ningún otro sentido, ¿qué tiene de extraño que se descuiden las demás facultades
espirituales y toda la atención se dedique a la única que procura reconocimiento y ganancia?
Ya sabemos que el talento genial no confunde los límites de su función con los de su

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actividad, pero el talento mediocre consume la totalidad de sus escasa fuerzas en realizar la
función que le ha correspondido, y quien logra reservar algún excedente de energía para,
sin prejuicio de su profesión, sus propias aficiones es sin duda algo fuera de lo común.
Además, rara vez es una buena referencia para el Estado que un individuo disponga de
fuerza una vez ha concluido su trabajo, ni que el hombre de genio tenga
necesidades espirituales que pongan en peligro el desempeño de su función. El
Estado es tan celoso de la propiedad exclusiva de sus súbditos que preferiría compartir a
sus hombres con la Venus Citerea que con la Venus Urania.
Y así va quedando abolida poco a poco la vida concreta de los individuos para
asegurar que la totalidad abstracta persiste en su indigente existencia, y el Estado
permanece siempre ajeno a sus ciudadanos, cuyos sentimientos no le dicen nada.
Obligada a simplificar la diversidad de sus ciudadanos mediante clasificaciones, y a
considerar a la humanidad por medio de representaciones indirectas, la clase dirigente
acaba perdiendo de vista a la humanidad, confundiéndola con una mera invención del
entretenimiento, e inevitablemente los ciudadanos reciben con indiferencia las leyes que tan
poco tienen que ver con ellos.
[…]

¿Podía la humanidad, sometida a la doble violencia ejercida sobre ella desde dentro
y desde fuera, tomar un rumbo distinto del que tomó? Como el espíritu especulativo
aspiraba a obtener posesiones eternas en el reino de las ideas, se convirtió en un extraño
para el mundo de los sentidos y renunció a la materia para consagrarse a la forma. Por su
parte, el espíritu práctico, encerrado en un círculo uniforme de objetos y constreñido
además por fórmulas, perdió de vista la totalidad de lo real y fue empobreciéndose a
mediada que se estrechaba la esfera de su experiencia. El espíritu especulativo intenta
modelar lo real según lo pensable y elevar las condiciones subjetivas de la facultad de la
imaginación a leyes constitutivas de la existencia de las cosas. El espíritu práctico cae en el
extremo opuesto: juzga toda experiencia a partir a partir de un particular fragmento de
experiencia, y pretende imponer de forma indiscriminada las reglas que gobiernan esta
particular actividad a cualquier otra. Y, así, inevitablemente, el primero cae presa de una
vacua sutilidad, porque se eleva demasiado para percibir las cosas particulares, y el segundo
cae en una cerrazón pedante, porque desciende demasiado para ver la totalidad. Pero los
inconvenientes de esa tendencia espiritual no han afectado sólo al conocimiento y
la creación, sino que se han extendido al sentimiento y la acción. Sabemos que el

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grado de sensibilidad del alma depende de la vivacidad de la imaginación, su alcance, de la
riqueza misma. Pero el predominio de la facultad analítica sustrae necesariamente a la
fantasía su fuerza y fuego, y el verse confinada a una esfera de objetos cada vez más
limitada empobrece la imaginación. En consecuencia, el pensador abstracto suele tener
una corazón frío, porque disecciona las impresiones, que sólo pueden conmover al
alma cuando constituyen una totalidad; y el hombre de negocios suele tener un
corazón reducido, porque su imaginación, encerrada en el monótono círculo de su
oficio, no logra extenderse para concebir otras formas de representación.
Puesto que mi propósito era mostrar la funesta orientación del carácter de nuestra
época y sus causas, no he señalado las ventajas con las que la naturaleza ha compensado
estos problemas. Pero no tengo inconveniente en admitir que, a pesar de lo lamentable que
resulta para los individuos la fragmentación de su ser, la especie no habría podido
progresar de ningún otro modo. Es indiscutible que la emergencia de los antiguos
griegos representa un hito de la humanidad tan difícil de sostenerse como de
superarse. No podía sostenerse porque la acumulación de los conocimientos ya adquiridos
obligó al intelecto a distanciarse de la sensación y la intuición para alcanzar un
conocimiento claro; y no podía superarse porque determinadas abundancia y calidez sólo
son compatibles con cierto grado de claridad. Los griegos alcanzaron ese grado y, si
hubieran querido progresar hacia un cultura superior, habrían tenido que renunciar, como
nosotros, a la totalidad de su ser y buscar la verdad por caminos separados.
Para desarrollar las diversas facultades del hombre, no había otro modo que
enfrentarlas entre sí. Pero, aunque el antagonismo de las fuerzas es el mayor
instrumento de la cultura, es sólo un instrumento: mientras el antagonismo persista,
sólo estaremos en el camino que conduce a la cultura. Cuando cada una de las facultades
humanas se aísla y pretende imponer su autoridad en exclusiva, entra en conflicto con la
verdad de las cosas, y obliga al indolente sentido común, que suele conformarse con la
apariencia exterior, a penetrar en las profundidades del objeto.
[…]
Por mucho que beneficie a la totalidad del mundo el desarrollo aislado de las
facultades humanas, es innegable que para los individuos ese fin universal es una maldición.
Si bien es cierto que los ejercicios gimnásticos producen cuerpos atléticos, la belleza sólo
surge gracias al libre y armonioso juego de todos los miembros. Del mismo modo, el
desarrollo de determinada facultad espiritual aislada puede producir individuos
extraordinarios, pero sólo la armonía de todas sus facultades los hará felices e

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íntegros. Por lo demás, ¿en qué posición nos encontraríamos respecto a las épocas pasadas
y venideras, si la educación de la naturaleza humana impusiera un sacrificio semejante?
[…]
¿Pero acaso puede el hombre estar destinado a malograse a sí mismo en aras de un
fin determinado? ¿Acaso la finalidad de la naturaleza puede arrebatarnos la perfección que
la finalidad de la razón nos prescribe? En consecuencia, ha de ser falso que el desarrollo de
una u otra facultad particular haga necesario el sacrificio de la totalidad de ellas; e incluso si
la ley de la naturaleza tiende a imponer este sacrificio, debemos reservarnos el poder de
restablecer en nuestra naturaleza, por medio de un arte superior, la totalidad que el
artificio de la cultura ha destruido.

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