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M. Brugarolas, "Espíritu Santo" en J. R.


Villar (dir.), Diccionario Teológico del
Concilio Vaticano II, Pamplona...
Miguel Brugarolas

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CREO EN EL ESPÍRIT U SANT O - CAT EQUESIS SOBRE EL CREDO (III)


Huellasobrelaroca Cat equesis Juan Pablo I/Juan Pablo II/Benedict o XVI/Francisco

La Sant a Sede CARTA ENCÍCLICA DOMINUM ET VIVIFICANT EM


Claudia Sierra
372 espíritu santo

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VICENTE BALAGUER

Espíritu Santo

Sumario.—Introducción. 1. El contexto de la enseñanza conciliar. 2. El «progreso» pneumato-


lógico del concilio. 3. Cristología y pneumatología en el Vaticano II. 4. El Espíritu Santo, «alma»
de la Iglesia. 5. El Espíritu Santo, principio de unidad de la Iglesia. 6. La unción del Espíritu y la
unidad de la Iglesia «en comunión y ministerio». 7. El Espíritu Santo y los carismas. 8. El Espí-
ritu Santo en Dei Verbum. 9. El Espíritu Santo y la vocación del hombre. 10. El Espíritu Santo y
María. 11. La pneumatología en el magisterio postconciliar. Bibliografía.

Introducción
El concilio no se ha ocupado directamente del Espíritu Santo. Considerado en sí
mismo, no fue objeto inmediato de estudio en el aula conciliar y en sus documentos no
encontramos una pneumatología a se. Esto no signiica, como es lógico, que el concilio
no tuviera una impronta pneumatológica y que sus enseñanzas no sean importantes
para la teología del Espíritu Santo. De hecho, los documentos oiciales del concilio, en los
que se alude al Espíritu Santo en numerosas ocasiones, poseen una dimensión trinitaria
espíritu santo 373

profunda que impregna las más importantes enseñanzas conciliares sobre la Iglesia y la
Revelación.
El Espíritu Santo y su acción tienen una presencia «transversal» a lo largo de los docu-
mentos conciliares que expresa un «redescubrimiento» de la pneumatología: una honda
doctrina sobre la misión ad extra del Espíritu Santo, que es enviado por el Padre y el Hijo, y
que es inseparable de la misión divina del Hijo, y de la relación profunda del Espíritu Santo
con la Iglesia en cuanto que es su principio de vida, de unidad y de santidad.

1. El contexto de la enseñanza conciliar


La riqueza de cuanto dice el concilio sobre el Espíritu Santo y su acción se aprecia
con todo relieve cuando es vista desde el contexto del que se nutre y, sobre todo, cuando
es contemplada a partir de la fecundidad pneumatológica que las propias enseñanzas
conciliares han tenido en las décadas posteriores, tanto en el magisterio de la Iglesia como
en la relexión teológica.
El concilio, con la sobriedad característica de sus documentos, constituye un hito en
el «renacimiento» que la teología del Espíritu Santo ha experimentado progresivamente
desde las últimas décadas del s. XIX. El gran avance pneumatológico del siglo pasado es
el resultado de muchos factores, entre los que destaca la vuelta a las fuentes, la Sagrada
Escritura, la Liturgia y los Padres de la Iglesia, y, juntamente con ello, el diálogo ecumé-
nico abierto entre el Oriente y el Occidente cristiano. Podría decirse que el concilio, nu-
triéndose de los mejores logros de la renovación espiritual, bíblica, patrística, litúrgica y
ecuménica, reavivó en gran medida la fuerza pneumatológica –eclesial y teológica– del
primer milenio de la Iglesia. En este amplio marco de renovación, las enseñanzas del con-
cilio sobre la relación íntima y esencial del Paráclito y la Iglesia brillan con luz propia y
marcan un camino a seguir en el terreno de la teología del Espíritu Santo. De aquí que, en
cierto sentido, el concilio pueda considerarse en este ámbito como un punto de llegada,
pues en él fragua la «recuperación» de la conciencia pneumatológica de la Iglesia de los
primeros concilios ecuménicos; el concilio con su «memoria» del Espíritu Santo conecta
con la Iglesia de los orígenes.
Al mismo tiempo, esta memoria del Espíritu que se da en los textos del concilio cons-
tituye también un punto de partida. El concilio no ofrece una pneumatología orgánica ni
sistemática, pero sí unos principios formales, unas airmaciones fundamentales, que recla-
man una elaboración (cf. Silanes, La Iglesia de la Trinidad, 434). Así lo expresó Pablo VI, poco
tiempo después de la solemne clausura del concilio: «A la cristología y especialmente a la
eclesiología del concilio debe suceder un estudio nuevo y un culto nuevo sobre el Espíritu
Santo, justamente como complemento que no debe faltar a la enseñanza conciliar» (Dis-
curso, 6-VI-1973). Estas palabras subrayan la necesidad de una nueva profundización de la
doctrina sobre el Espíritu Santo que hizo sentir el concilio y que el magisterio de san Juan
Pablo II desarrolló ampliamente. La Enc. Dominum et viviicantem, junto con sus catequesis
sobre el Espíritu Santo, y el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 687-747) son los mejores ex-
374 espíritu santo

ponentes de este desarrollo y maniiestan la fecundidad pneumatológica de la enseñanza


conciliar. Aunque se trata de un tema concreto, también cabría incluir aquí la comprensión
de la relación del Espíritu Santo y la Palabra de Dios que Benedicto XVI ofrece en Verbum
Domini 15-16, que constituye una profundización sobre el tema de la Palabra divina a par-
tir del horizonte trinitario e histórico-salvíico de la Revelación abierto por Dei Verbum.

2. El «progreso» pneumatológico del concilio


En la fase preparatoria del concilio las cuestiones referentes al Espíritu Santo apare-
cen de un modo nada desdeñable. La atención que recibe el Paráclito en las sugerencias
enviadas a la Comisión antepreparatoria del concilio está hondamente marcada por un
esencial enfoque económico-salvíico. La gran mayoría de las sugerencias de los obispos a
la Comisión antepreparatoria que se reieren al Espíritu giran en torno a su misión ad extra
o acción salvíica (únicamente J. Byrne [Acta et documenta Concilii Oecumenici Vaticani II.
Series antepraeparatoria I, II, II, 107] y L. Godoy [Acta et documenta Concilii Oecumenici Vati-
cani II. Series antepraeparatoria I, II, VII, 585] plantean cuestiones doctrinales sobre el Espíri-
tu Santo). Igualmente las sugerencias de los Centros Teológicos en relación con el Espíritu
Santo se dirigen a profundizar en su acción como principio viviicador y uniicador de la
Iglesia, como dador de todos los dones divinos y como garante de la revelación (cf. Silanes,
La Iglesia de la Trinidad, 359-362). Este enfoque económico que impregna las cuestiones
pneumatológicas presentes en la fase preparatoria conciliar, es el que predomina en las
airmaciones sobre el Espíritu Santo que se encuentran en los documentos aprobados por
el concilio.
No obstante, la doctrina sobre el Espíritu Santo que contienen los documentos del
concilio fue sobre todo fruto del «progreso» pneumatológico que se dio en el Aula con-
ciliar. Aunque, como se ha dicho, en la fase preparatoria del concilio están bien presentes
algunas cuestiones en torno a la acción del Espíritu Santo, los esquemas iniciales resul-
taron a este respecto bastantes deicientes. Fue la progresiva maduración de los textos
conciliares la que fue imprimiendo en ellos una esencial dimensión trinitaria y por tanto
pneumatológica. Esto se ve de modo especial en la historia de la redacción de Lumen
gentium. Además, los Observadores ortodoxos reprocharon en numerosas ocasiones la
poca atención al Espíritu Santo en los esquemas y contribuyeron a que los documentos
aprobados por el concilio tuvieran una pneumatología adecuada.
Una clara manifestación de este «progreso» del concilio es la notable diferencia que
puede observarse entre la const. Sacrosanctum concilium y los documentos conciliares
posteriores, en lo que se reiere a la atención que conceden al Espíritu Santo. Baste citar
el texto de SC 7 sobre la presencia de Cristo en la Iglesia y en la Liturgia para percibir que
el enfoque hondamente cristológico no logra incorporar su esencial dimensión pneuma-
tológica y deja en la oscuridad la acción del Espíritu Santo. He aquí el texto: «Cristo está
siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacri-
icio de la Misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los
espíritu santo 375

sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo bajo las especies
eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando al-
guien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en
la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia
suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en
mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt 18,20). Realmente, en esta obra tan gran-
de por la que Dios es perfectamente gloriicado y los hombres santiicados, Cristo asocia
siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa
culto al Padre Eterno. Con razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacer-
docio de Jesucristo» (n. 7).
La ausencia de toda alusión al Espíritu Santo al describir la presencia de Cristo en la
Iglesia por los Sacramentos y la Liturgia queda patente en este párrafo. En efecto, desde el
punto de vista de la pneumatología, SC es el documento del concilio menos afortunado y
no son pocos los autores que reconocen en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia este
límite (cf. Arocena, 189). En cierto sentido, esta carencia se solventó en el propio desarrollo
del concilio, que terminó por incorporar una adecuada dimensión pneumatológica tanto
en las constituciones LG, DV y GS, como en los decretos, entre los que destacan, AG, UR y
PO. Un ejemplo elocuente de esta maduración es el modo como PO 5 describe –en claro
contraste con el texto citado anteriormente de SC 7– la presencia de Cristo en la Iglesia
por la Eucaristía. PO pone de relieve la íntima relación de Cristo vivo en la Eucaristía con
la acción viviicante del Espíritu Santo: «Pues en la Sagrada Eucaristía se contiene todo el
bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, con
su Carne, por el Espíritu Santo viviicada y viviicante, da vida a los hombres que de esta
forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas
creadas juntamente con El» (PO 5). Este texto incorpora la esencial dimensión pneumato-
lógica del misterio de Cristo presente en la Eucaristía que estaba ausente en SC. La Carne
de Cristo es viviicada por el Espíritu Santo y por el mismo Espíritu es viviicante, es decir,
da la vida a los hombres. Con esta sobria y, a la vez, profunda airmación, PO se sitúa en
la estela de LG al unir de modo indisociable el misterio de Jesucristo y la acción divina del
Espíritu Santo.
A lo largo de los debates conciliares fue fraguando una perspectiva trinitaria fun-
damental que permitió contemplar la Iglesia como un misterio insertado en el plan de
salvación del Padre que se realiza por las misiones del Hijo y del Espíritu Santo (cf. LG 2; AG
2). En este sentido, la relación íntima entre la misión del Hijo y la misión del Espíritu en la
Revelación de Dios y en la Iglesia, sacramento universal de salvación, constituye una de las
claves de la doctrina del concilio sobre el Espíritu Santo.

3. Cristología y pneumatología en el concilio


El Espíritu Santo aparece en el concilio sobre todo en relación con la Iglesia. Podría
decirse que su pneumatología es eminentemente eclesiológica. Y es precisamente en este
376 espíritu santo

ámbito eclesiológico en el que el concilio pone de relieve una cuestión de capital impor-
tancia en la doctrina sobre el Espíritu Santo: el estrechísimo vínculo que existe entre las
misiones del Hijo y del Espíritu.
El concilio «decidió crear una construcción trinitaria de la eclesiología» (Benedicto
XVI, Discurso, 14-II-2013). La Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del
Espíritu Santo, pone adecuadamente de relieve su esencial impronta cristológica y pneu-
matológica (cf. LG 2-4,17; PO 1; AG 7). La Iglesia tiene su origen «en la misión del Hijo y
en la misión del Espíritu Santo según el designio de Dios Padre» (AG 2), y, por eso, sólo a
través de Cristo y de su Espíritu llegamos a ser Pueblo de Dios. La relación de la Iglesia a
Cristo y al Espíritu Santo queda consignada por el concilio al describir la obra salvíica, pro-
cediendo del Padre como de su primera fuente, llevada a cabo por el Hijo y hecha realidad
en la Iglesia por la acción del Espíritu Santo (cf. LG 2-8). Así, la obra de Cristo y la acción
del Espíritu son esenciales a la doctrina conciliar acerca de la Iglesia. «La concepción de la
Iglesia no puede ser puramente “cristocéntrica” ni puramente “pneumatocéntrica”; en rea-
lidad, debe ser “trinitaria”, dado que en la distinción y en la relación existente entre estas
dos misiones ad extra se revela, en la economía de la salvación, el mismo misterio de la
Trinidad» (Mühlen, 477). La doctrina del concilio sobre el Espíritu Santo no es un «pneuma-
tocentrismo»; no podría serlo, pues Jesucristo es el centro del Nuevo Testamento, en Él se
realiza la Nueva Alianza. Tampoco, su cristología es un «cristomonismo», como no pocas
veces se ha reprochado exageradamente a la tradición latina. La teología católica no pue-
de tratar de situar al Espíritu Santo en el lugar que le corresponde a Cristo, como si quisiera
sobrepasar el cristocentrismo y alcanzar un supuesto «pneumatocentrismo» (cf. Congar,
«Pneumatologie ou “Christomonisme”», 394-416). La eclesiología debe ser, al mismo tiem-
po, cristológica y pneumatológica. De aquí que la enseñanza conciliar se apoye sobre una
radical concepción trinitaria de la que surge naturalmente un auténtico «cristocentrismo
pneumatológico». La Iglesia, Cuerpo de Cristo (cf. LG n. 7-8), nace del Misterio de Cristo.
El Verbo encarnado, enviado al mundo por el Padre, es el origen y el fundamento perma-
nente de la vida y la existencia de la Iglesia. La eclesiología es cristocéntrica; no en vano LG
comienza diciendo: «Cristo es la luz de los pueblos». Ahora bien, este cristocentrismo ecle-
siológico posee una radical dimensión pneumatológica, pues la Iglesia en cuanto Cuerpo
de Cristo «es obra del Espíritu Santo» (Mateo-Seco, 204). El Espíritu de Cristo, que es uno
y el mismo en la Cabeza y en los miembros, es quien viviica y da unidad a todo el cuerpo
(cf. LG 2).
La acción viviicante con la que el Espíritu Santo ediica la Iglesia comenzó ya en su
Cabeza, Cristo, desde la Encarnación (cf. Lc 1,35). Él es el Mesías, el Ungido por el Espíritu
divino (cf. Is 11,2; 61,1-3; Lc 4,16-21). Y Él es el que una vez gloriicado puede, junto al Pa-
dre, enviar su Espíritu a los que creen en Él (cf. Jn 14, 16-17.26; 15,26-27; 16,7-8). «La misión
conjunta –airma el Catecismo de la Iglesia Católica– se desplegará desde entonces en los
hijos de adopción por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción
será unirlos a Cristo y hacerles vivir en él» (n.690). La Iglesia tiene su origen y fundamento
espíritu santo 377

en Cristo y en el Espíritu de Cristo, el Paráclito, que conduce la obra de Cristo a su consu-


mación. Cristo en su existencia pneumática es el fundamento de la vida de la Iglesia y está
presente en la Iglesia en y por el Espíritu Santo (cf. Villar, 833).
Es Jesucristo quien envía su Espíritu a la Iglesia (cf. Jn 16,7) y es el Espíritu el que
lleva la obra de Cristo a su plenitud, dando vida a la Iglesia, uniicándola, santiicándola,
llevándola a la verdad completa (cf. Jn 16,13; cf. LG 4). Por eso, la Iglesia no puede ser com-
prendida de modo unilateral como obra de Cristo u obra del Espíritu Santo, sino como
obra conjunta de Cristo y del Espíritu. La acción del Paráclito, enviado en Pentecostés, es
«co-instituyente» de la Iglesia, y el Espíritu Santo puede ser considerado co-fundador de
la Iglesia (cf. Rodríguez, 191; Congar, El Espíritu Santo, 223). Es en este sentido en que el
concilio, siguiendo la tradición patrística, se sirve de la analogía para hablar del Espíritu
Santo como «alma» de la Iglesia (cf. LG 7; AG 4).
La misión ad extra del Espíritu Santo maniiesta su unión con el Padre y el Hijo: una
unión que es teológica y económica. El mismo Espíritu divino que en la vida interior de
la Trinidad es vínculo de unión del Padre y el Hijo, es el que unge a Cristo Cabeza y a su
Cuerpo, que es la Iglesia, obrando en ellos análogos efectos (cf. Silanes, «El Espíritu Santo
y la Iglesia», 1023). Pero la «misión» no es sólo un acontecimiento fundante de la Iglesia,
sino un don permanente otorgado a ella «a in de santiicar indeinidamente la Iglesia y
para que de este modo los ieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo
Espíritu (cf. Ef 2,18)» (LG 4).

4. El Espíritu Santo, «alma» de la Iglesia


El capítulo I de LG contiene una visión formalmente trinitaria de la Iglesia de la que
se desprende su indudable riqueza pneumatológica: la Iglesia en cuanto Pueblo de Dios y
Cuerpo de Cristo, es obra del Espíritu Santo. El Espíritu es la fuente de la vida de la Iglesia,
pues son los renacidos del Espíritu los que forman parte del Pueblo de Dios, y es el prin-
cipio de unidad que une a Cristo los miembros de su cuerpo. LG 7 explica esta relación
del Espíritu Santo y la Iglesia comparándolo con el principio vital del cuerpo: «Para que
incesantemente nos renovemos en Él (cf. Ef 4,23), nos concedió participar de su Espíritu,
que siendo uno y el mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo viviica, uniica y
mueve todo el cuerpo, que su operación pudo ser comparada por los Santos Padres con la
función que realiza el principio de vida, o el alma, en el cuerpo humano» (LG 7). El Espíritu
Santo que viviica y uniica la Iglesia es el mismo Espíritu que Cristo posee en plenitud; es
el don del Paráclito que Cristo entrega a sus discípulos, el Espíritu de Cristo de quien todos
hemos recibido de su plenitud (cf. Jn 1,16). Así, el Espíritu Santo, que es unus et idem en la
Cabeza y en los miembros, es el que hace de la Iglesia quasi una mystica persona (cf. Villar,
839).
Al decir que el Espíritu es como el alma de la Iglesia el concilio, inspirado en la tradi-
ción patrística y en el magisterio precedente, está haciendo una analogía. Se trata de una
comparación analógica, porque el Espíritu Santo, que es el divinizador y el dador de vida
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divina, no viviica la Iglesia del mismo modo que el alma del hombre anima el cuerpo,
sino que lo hace en cuanto que es principio íntimo y trascendente a la vez. La analogía
del Espíritu Santo «alma» de la Iglesia «debe ser leída en clave trinitaria: el Espíritu Santo
es en el Cuerpo de Cristo aquello mismo que le distingue y le es propio en el seno de la
Trinidad, ser la Persona-Amor» (Mateo-Seco, 205). El Espíritu Santo, en cuanto principio
vital de la Iglesia y de cada cristiano, es el mismo Espíritu que habita en el Hijo desde toda
la eternidad. El Paráclito comunica a los miembros de Cristo Cabeza la vida divina, que es
la comunión con la Trinidad Beatísima. Juan Pablo II, comentando este texto, airma que
el Espíritu Santo «es el Dador de vida y de unidad de la Iglesia, en la línea de la causalidad
eiciente, es decir, como autor y promotor de la vida divina del Corpus Christi», y relaciona
esta airmación con Gén 2,7 de manera que la analogía del Espíritu como alma de la Igle-
sia, podría considerarse también al Espíritu Santo como «soplo vital de la “nueva creación”,
que se hace concreta en la Iglesia» (cf. Creo en el Espíritu Santo, 307-308).
El Espíritu es considerado como el «alma» de la Iglesia porque le infunde la santidad,
aporta su luz divina a todo el pensamiento de la Iglesia y es la fuente de todo el dinamis-
mo de la Iglesia. LG 4 describe de este modo las líneas fundamentales de la acción del
Espíritu Santo en la Iglesia: «Es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la
vida eterna (cf. Jn 4,14; 7,38-39), por quien el Padre viviica a los hombres, muertos por
el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rom 8,10-11). El Espíritu
habita en la Iglesia y en el corazón de los ieles como en un templo (cf. 1 Cor 3,16; 6,19), y
en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Gál 4,6; Rom 8,15-16 y 26). Guía
la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la uniica en comunión y ministerio, la provee y
gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef
4,11-12; 1 Cor 12,4; Gál 5,22). Con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva
incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo (cf. Ireneo de Lyon,
Adversus Haereses III 24,1: PG 7 966). En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús:
¡Ven! (cf. Ap 22,17). Y así toda la Iglesia aparece como “un pueblo reunido en virtud de la
unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”» (LG 4).
El Espíritu Santo es en la Iglesia: 1. El Santiicador enviado por el Padre que da a los
ieles la vida en Cristo; 2. El Divino Consolador que inhabita en la Iglesia y en el alma de
cada uno de los ieles; 3. El Espíritu de la verdad que guía a la Iglesia hacia la verdad plena;
4. El Espíritu de Cristo que uniica la Iglesia en «comunión y ministerio», y es fuente de
todos los dones jerárquicos y carismáticos; 5. El Paráclito que renueva incesantemente a la
Iglesia y la conduce a su consumación. En deinitiva, podría sintetizarse diciendo que de la
acción del único Espíritu Santo brotan las propiedades de la Iglesia: unidad, santidad, ca-
tolicidad y apostolicidad. Conviene hacer notar que el término de esta multiforme acción
del Espíritu Santo es el cristiano individual y es la Iglesia en cuanto institución. El Espíritu
Santo es el que hace ser al cristiano y el que hace ser a la Iglesia, y esto, no de manera
estática, sino con el dinamismo propio de un encuentro personal que no es otro que la
eicacísima unión con Dios (cf. Philips, La Iglesia y su misterio, t.I, 112-115).
espíritu santo 379

5. El Espíritu Santo, principio de unidad de la Iglesia


La unión con Dios es siempre unión con el Padre, en Cristo por el Espíritu Santo y, por
esta razón, la Iglesia puede ser justamente contemplada como fruto de la acción unitiva
del Espíritu Santo. La airmación de Unitatis redintegratio sobre el Espíritu como principio
de la unidad de la Iglesia es bien conocida: «El Espíritu Santo que habita en los creyentes,
y llena y gobierna toda la Iglesia, realiza esta admirable unión de los ieles, y tan íntima-
mente une a todos en Cristo, que Él mismo es el principio de la unidad de la Iglesia» (UR
n. 2). La Iglesia es esencialmente el misterio de la «comunión» de los hombres con Dios y
entre sí por el Hijo en el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es agente eicaz de una unión con
Dios, que en la tierra es provisoriamente imperfecta, pero que es ya comienzo de la unión
escatológica total. Se trata de una unidad profunda, que está más allá de toda otra unidad
conocida, pues implica entrar en comunión con Dios. El Espíritu Santo que en el interior de
la Trinidad es vínculo de unidad y de amor, hace luir la unidad hacia la Iglesia; por eso, es
una unidad en la que se releja la unidad de la Trinidad; más aún, que brota de la Trinidad.
La unidad de la Iglesia no se comprende en su realidad más profunda al margen de
su carácter trinitario. Esta adecuada perspectiva trinitaria –en la que cristología y pneu-
matología vuelven a aparecer indisociables– permite comprender el mysterium commu-
nionis de la Iglesia en su doble dimensión: horizontal, comunión de los hombres entre sí;
y vertical, comunión de los hombres con Dios. La dimensión vertical es la primera, pues
en Dios se funda y de Él luye la unión entre los hombres; el Pueblo de Dios es uno, por-
que es aunado por Dios. El concilio lo expresa tomando unas palabras de san Cipriano: de
unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata (san Cipriano, De Oratione Dominica 23:
PL 4 553). La «uniicación» de la Iglesia es así una «participación» en la unidad trinitaria (cf.
Philips, La Iglesia y su misterio, I, 116).
El Espíritu Santo, dice LG 13, es «para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los
creyentes principio de congregación y de unidad (principium congregationis et unitatis)».
Él es el «principium unitatis del Cuerpo Místico de Cristo». Es principio íntimo y trascen-
dente a la vez y, por eso, la unidad que otorga a la Iglesia ni es uniformidad visible, ni es
puro misterio de comunión invisible. El Espíritu Santo realizando el vínculo invisible de la
gracia une visiblemente la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Así lo hace notar LG 8 tomando
la analogía de la Iglesia y la Encarnación: «Pues así como la naturaleza asumida sirve al Ver-
bo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él, de modo
semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la viviica, para el
acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4,16)». Este texto, considerado por G. Philips como
uno de los más importantes y característicos de LG, tiene serias implicaciones para la ecle-
siología (cf. La Iglesia y su misterio, I, 148). Aquí nos ijamos en él por su carácter pneuma-
tológico, y es suiciente destacar la airmación de que la acción unitiva y viviicante del
Espíritu Santo no se circunscribe a la realización del misterio de comunión espiritual con
Dios, sino que alcanza la unión orgánica y visible de la Iglesia, en su apostolicidad y sacra-
mentalidad, en su estructura jerárquica y carismática. «La Iglesia-misterio, Cuerpo místico
380 espíritu santo

de Cristo, animada por el Espíritu Santo, tiene una forma bien concreta –que pertenece a
su “misterio” –, y que es la Iglesia histórica a la que pertenecemos. No son dos Iglesias, una
de la caridad, la Iglesia del Espíritu, distinta de la comunidad institucional y visible fundada
por Cristo, gobernada por los sucesores de los Apóstoles, y viviicada por la Palabra y los
sacramentos» (Villar, 852).

6. La unción del Espíritu y la unidad de la Iglesia «en comunión y ministerio»


En el texto de LG 4 citado anteriormente se lee que el Espíritu Santo uniica a la Igle-
sia «en comunión y ministerio», y la dirige y gobierna dotándola de sus dones jerárquicos
y carismáticos. Esta airmación es recogida y profundiza por AG 4: «Mas el mismo Señor
Jesús, antes de entregar libremente su vida por el mundo, ordenó de tal suerte el minis-
terio apostólico y prometió el Espíritu Santo que había de enviar, que ambos quedaron
asociados en la realización de la obra de la salvación en todas partes y para siempre. El
Espíritu Santo “uniica en la comunión y en el servicio y provee de diversos dones jerár-
quicos y carismáticos”, a toda la Iglesia a través de los tiempos, viviicando las instituciones
eclesiásticas como alma de ellas e infundiendo en los corazones de los ieles el mismo
impulso de misión del que había sido llevado el mismo Cristo. Alguna vez también se
anticipa visiblemente a la acción apostólica, lo mismo que la acompaña y dirige incesan-
temente de varios modos».
El Espíritu Santo como alma de la Iglesia, no sólo la viviica, la uniica y la mueve, sino
que la hace también «apostólica». Como se ve en este texto, Cristo al instituir el ministerio
apostólico, y por el envío del Espíritu Santo, quiso que ambos quedaran asociados para
siempre en orden a la realización de la obra de la salvación. Tanto la «comunión» como el
«ministerio», que está a su servicio, son fruto del Espíritu Santo que lleva a su plenitud la
obra de Cristo. El Espíritu no sólo guarda a la Iglesia para que permanezca iel a la fe y al
ministerio apostólico, sino que son los mismos Apóstoles los que comienzan su misión en
Pentecostés con la fuerza del Paráclito (cf. AG 4). «No hay disociación, por tanto, entre el
Espíritu Santo y el apóstol. El uno es razón del otro: éste es y actúa gracias a la presencia y
acción de aquél» (Gherardini, 326). La «apostolicidad» de la Iglesia tiene como «principio
y fuente al Espíritu Santo, en cuanto autor de la comunión en la verdad, que vincula con
Cristo a los Apóstoles y, mediante su palabra, a las generaciones cristianas y a la Iglesia en
todos los siglos de su historia» (Juan Pablo II, Creo en el Espíritu Santo, 327).
Queda patente que el don del Espíritu Santo es intrínseco a la estructura sacramental
y jerárquica de la Iglesia. El ministerio está en dependencia del don divino del Espíritu; no
se puede hablar de ministro, o de ministerio, prescindiendo del Espíritu Santo de quien
procede. Lumen gentium, al tratar de la sacramentalidad del episcopado, asocia «la espe-
cial efusión del Espíritu Santo» a los Apóstoles en Pentecostés con el don del Paráclito, que
ellos transmitieron por la imposición de sus manos a sus sucesores y que ha llegado hasta
nosotros en la consagración episcopal (cf. LG 21; CD 2). Por la imposición de las manos se
coniere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el carácter sacramental por el que los
espíritu santo 381

obispos «hacen las veces del mismo Cristo […] y actúan en su nombre» (LG 21). De este
modo son constituidos en ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios,
a ellos les está encomendada la «gloriosa administración del Espíritu» (LG 21); Cristo los
hace partícipes de su consagración y de su misión (cf. PO 2). Por la acción del Espíritu San-
to el ministro ordenado queda conigurado sacramentalmente con Cristo y es enviado a
la misión en la Iglesia. En cierto modo, se perpetúa así en la Iglesia la gracia de Pentecostés
(cf. Juan Pablo II, Enc. Dominum et viviicantem 25).
Esta participación del Espíritu Santo que Cristo concede al ministerio apostólico se
ha de leer junto con lo que dice el concilio sobre la unción del Espíritu con que Cristo está
ungido y que ha hecho partícipe a todo su Cuerpo místico: «El Señor Jesús, “a quien el
Padre santiicó y envió al mundo” (Jn 10,36), hizo partícipe a todo su Cuerpo místico de la
unción del Espíritu con que Él está ungido (cf. Mt 3,16; Lc 4,18; Hch 4,27; 10,38): puesto que
en Él todos los ieles se constituyen en sacerdocio santo y real, ofrecen a Dios, por medio
de Jesucristo, sacriicios espirituales, y anuncian el poder de quien los llamó de las tinie-
blas a su luz admirable […]. Así, pues, enviados los Apóstoles como Él había sido enviado
por el Padre (cf. Jn 20,21), Cristo hizo partícipes de su consagración y de su misión por me-
dio de los mismos Apóstoles a los sucesores de éstos […]. El sacerdocio de los presbíteros
supone, ciertamente, los sacramentos de la iniciación cristiana, pero se coniere por un
sacramento peculiar por el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan
marcados con un carácter especial que los conigura con Cristo Sacerdote, de tal forma
que pueden obrar en persona de Cristo Cabeza» (PO 2).
La airmación de que el Señor hace participar a toda la Iglesia de su unción por el
Espíritu Santo pone de maniiesto la realidad mesiánica de toda la Iglesia. La unción del
Espíritu con la que Cristo es ungido (cf. Lc 4,18) es participada por el entero Pueblo de
Dios a través de los sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo y la Conirmación,
y a través del «sacramento peculiar» de los presbíteros. Se trata de una sola unción por el
Espíritu, la de Cristo, que es participada de diverso modo por todos los miembros del Pue-
blo de Dios (cf. Del Portillo, 42). Queda apuntada aquí la relación del sacerdocio ministerial
y sacerdocio común tan importante en la doctrina conciliar. Desde la perspectiva que nos
ocupa basta señalar que, tanto el ministerio apostólico y el sacerdocio ministerial, como
el sacerdocio común de los ieles, comportan una participación en el Espíritu de Cristo, en
su unción mesiánica, y poseen, por tanto, una intrínseca dimensión pneumatológica. La
Iglesia, como cuerpo sacerdotal, es ediicada por el Espíritu Santo y el sacerdocio –común
y ministerial– es un don del mismo Espíritu.

7. El Espíritu Santo y los carismas


El Espíritu Santo es el principio viviicador de la Iglesia no sólo en su realidad ins-
titucional objetiva, es decir, en la Palabra de Dios, los sacramentos y el ministerio, sino
también en su realidad carismática. La eclesiología pneumatológica del concilio logró la
gran recuperación de los carismas (cf. Congar, El Espíritu Santo, 199). La Iglesia se constitu-
382 espíritu santo

ye, no solo por los medios instituidos, sino también por los carismas y estos son dones del
Espíritu Santo.
Carismas y ministerios pertenecen esencialmente a la constitución de la Iglesia y
ambos proceden del mismo Espíritu Santo. Por esta razón, contraponer los carismas al mi-
nisterio signiicaría crear una dialéctica icticia e introducir una división en el Espíritu, cosa
que resulta impensable. El ministerio es un don del Paráclito y, en este sentido, es también
un carisma. Así lo ha expresado Juan Pablo II: «El orden jerárquico y toda la estructura
ministerial de la Iglesia se halla bajo la acción de los carismas, como se deduce de las pa-
labras de san Pablo en sus cartas a Timoteo: “No descuides el carisma que hay en ti, que se
te comunicó con intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio
de presbíteros” (1 Tim 4,14); “te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti
por la imposición de mis manos” (2 Tim 1,6). Hay, pues, un carisma de Pedro, hay carismas
de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos; hay un carisma concedido a quien está
llamado a ocupar un cargo eclesiástico, un ministerio» (Creo en el Espíritu Santo, 351-352).
El concilio aborda directamente el tema de los carismas en LG 12 y en AA 3. Ambos
textos tienen un fuerte carácter pneumatológico: «El mismo Espíritu Santo no sólo santii-
ca y dirige al Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y los enriquece con
las virtudes, sino que, “distribuyéndolas a cada uno según quiere” (1 Cor 12,11), reparte en-
tre los ieles gracias de todo género, incluso especiales, con las que dispone y prepara para
realizar variedad de obras y de oicios provechosos para la renovación y una más amplia
ediicación de la Iglesia, según aquellas palabras: “A cada uno se le otorga la manifesta-
ción del Espíritu para común utilidad” (1 Cor 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios
como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las
necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo» (LG 12). Los
carismas son dones especiales distribuidos por el Espíritu Santo según su voluntad y que
sirven a la renovación y ediicación de la Iglesia. Estos dones carismáticos están subordi-
nados por el mismo Espíritu a la autoridad de los Apóstoles (cf. 1 Cor 14; cf. LG 7). Como
proceden del único Espíritu, dador de vida, esos carismas no pueden ir contra la unidad o
la ediicación de la Iglesia. La variedad de los carismas suscitados en la Iglesia es siempre
una variedad en la unidad; no es que la variedad de carismas sea compatible con la uni-
dad, sino que la unidad se realiza precisamente en esa variedad de carismas.
El mismo párrafo de LG trata también del «sentido de la fe» como un fruto de la
unción del Espíritu, por la que todo el Pueblo de Dios participa de la función profética de
Cristo. G. Philips resume este punto de la doctrina conciliar airmando que LG garantiza la
infalibilidad in credendo, la infalibilidad en el pueblo creyente, y la infalibilidad in docen-
do del magisterio. Cuando todo el pueblo, desde los obispos hasta el último de los ieles
laicos, es unánime en cuestiones de fe o costumbres, expresa por este mismo hecho su
sentido sobrenatural de la fe; el error se halla entonces excluido gracias a la asistencia
que el Espíritu Santo otorga a la universitas idelium. Del mismo modo que no es razona-
ble contraponer los dones carismáticos a los dones jerárquicos, tampoco al considerar el
espíritu santo 383

sentido de la fe se puede enfrentar a los ieles con la jerarquía. Los ieles, en este sentido,
no se encuentran frente a los obispos sino a su lado (cf. La Iglesia y su misterio, I, 213-214).

8. El Espíritu Santo en Dei Verbum


La constitución dogmática sobre la divina Revelación alude al Espíritu Santo, no sólo
al tratar de la transmisión de la revelación o de la inspiración de la Sagrada Escritura, luga-
res en los que la pneumatología ha estado habitualmente más presente, sino también al
hablar de la Revelación en sí misma y de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia.
Dei Verbum comienza con una descripción trinitaria de la naturaleza y el objeto de
la revelación. «Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el miste-
rio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado,
tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina»
(n.2). El Espíritu es, pues, la Persona in qua se realiza la revelación (cf. Silanes, La Iglesia de
la Trinidad, 377). En el Espíritu Santo los hombres alcanzan a conocer el misterio de la vo-
luntad divina y son hechos consortes de la naturaleza de Dios. La sinergia divino-humana
que acontece en la Revelación se realiza «en» el Espíritu.
Como puede verse, el concilio, al abordar el tema de la divina Revelación, mantiene
su característico enfoque trinitario. Este enfoque, que ha quedado ya suicientemente ex-
plícito en LG, produce también en DV una singular compenetración de la cristología y la
pneumatología. En este sentido, aunque se trate de una sencilla alusión, posee particular
importancia que DV 4, al hablar de Cristo como culmen de la Revelación, mencione el envío
del Espíritu Santo: «Jesucristo –ver al cual es ver al Padre–, con su total presencia y manifes-
tación personal, con sus palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y
resurrección gloriosa de entre los muertos; inalmente, con el envío del Espíritu de verdad,
completa la revelación y conirma con el testimonio divino que Dios vive con nosotros para
librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna».
El envío del Espíritu Santo forma parte del misterio de Cristo que lleva a plenitud la
revelación. Las palabras de DV no pueden sino recordar Jn 15,26: «Cuando venga el Pará-
clito que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él
dará testimonio de mí». Este testimonio divino es el de Aquél que guía a los Apóstoles «ha-
cia la verdad completa» (cf. Jn 16,13). Al menos implícitamente, el texto conciliar se reiere
a la conirmación de la verdad revelada por parte del Espíritu Santo. Esta asistencia del Pa-
ráclito es esencial en la transmisión de la Revelación, pero no se circunscribe únicamente a
dicha transmisión. Su acción es necesaria para profesar la fe, pues son los auxilios internos
del Espíritu Santo los que mueven el corazón y lo convierten a Dios, los que abren los ojos
de la inteligencia y otorgan la suavidad para aceptar y creer la verdad. La inteligencia de
la Revelación es un don del Espíritu Santo (cf. DV 5). Por eso, con toda razón, DV 7 al tratar
del cristocentrismo del testimonio apostólico se reiere también al Espíritu Santo: «Cris-
to Señor, en quien se consuma la revelación total del Dios sumo, mandó a los Apóstoles
que predicaran a todos los hombres el Evangelio, comunicándoles los dones divinos. Este
384 espíritu santo

Evangelio, prometido antes por los Profetas, lo completó Él y lo promulgó con su propia
boca, como fuente de toda la verdad salvadora y de la ordenación de las costumbres. Lo
cual fue realizado ielmente, tanto por los Apóstoles, que en la predicación oral comunica-
ron con ejemplos e instituciones lo que habían recibido por la palabra, por la convivencia
y por las obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo, como
por aquellos Apóstoles y varones apostólicos que, bajo la inspiración del mismo Espíritu,
escribieron el mensaje de la salvación».
Los Apóstoles predican ielmente el Evangelio transmitiendo aquello que habían re-
cibido de Cristo o habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo. La asistencia del
Paráclito es, por tanto, intrínseca a la predicación apostólica oral (origen de la Tradición),
al igual que lo es también a la transmisión escrita del Evangelio, realizada por los Apósto-
les o varones apostólicos bajo su inspiración. La revelación consumada en y por Cristo es
asegurada en su verdad por el Espíritu Santo, que garantiza su inteligencia por parte de
los Apóstoles (cf. DV 19), y su iel transmisión oral y escrita (cf. DV 21). Así lo airma DV 9:
«La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas.
Porque surgiendo ambas de la misma divina fuente, se funden en cierto modo y tienden a
un mismo in. Ya que la Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto consignada por
escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y la Sagrada Tradición transmite íntegramen-
te la palabra de Dios, coniada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo a los Apóstoles, a sus
sucesores para que, iluminados por la luz del Espíritu de la verdad, la guarden ielmente, la
expongan y la difundan con su predicación».
Este párrafo pone de relieve la relación de la Palabra de Dios y el Espíritu Santo. La
Palabra de Dios que se contiene en la Escritura y en la Tradición ha sido coniada por Cristo
y por el Espíritu a los Apóstoles, ha sido puesta por escrito bajo su inspiración (cf. DV 11),
y es trasmitida ielmente por los sucesores de los Apóstoles iluminados por el Espíritu
de la verdad. De esta manera queda sugerido en el texto conciliar el carácter esencial
de la actuación del Espíritu Santo en la íntima unión y compenetración de la Escritura y
la Tradición. La dimensión pneumatológica de la Palabra de Dios queda airmada por el
concilio de un modo claro, pero sin apenas desarrollo. De manera mucho más explícita es
abordada esta cuestión por Benedicto XVI, en la Exh. apost. Verbum Domini, donde dice,
entre otras cosas, que «no se comprende la revelación cristiana sin tener en cuenta la ac-
ción del Paráclito» (n.15). Esto es así, porque la comunicación que Dios hace de sí mismo
implica siempre la relación del Hijo y del Espíritu Santo. Su misión es inseparable, de he-
cho, la Palabra de Dios se expresa con palabras humanas gracias a la obra del Paráclito: el
mismo Espíritu que actúa en la Encarnación del Verbo, guía a Jesús a lo largo de toda su
misión terrena, es enviado a los discípulos, sostiene e inspira a la Iglesia en su anuncio de
la Palabra de Dios y en la predicación de los Apóstoles, e inspira a los autores de la Sagrada
Escritura (cf. ibid., 15-16).
Igualmente importante resulta la acción del Espíritu Santo a la hora de entender la
relación entre la Sagrada Escritura y la Iglesia. Sobre esto, el texto conciliar es quizás un
espíritu santo 385

poco más explícito y son bastantes las airmaciones que encontramos. He aquí algunas de
ellas: «La Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del
Espíritu Santo: puesto que va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras
transmitidas, […] la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la pleni-
tud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios» (DV 8). «El Espí-
ritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena viva en la Iglesia, y por ella en el mundo,
va induciendo a los creyentes en la verdad entera, y hace que la palabra de Cristo habite
en ellos abundantemente (cf. Col 3,16)» (ibid.). «La Iglesia, enseñada por el Espíritu Santo,
se esfuerza en acercarse, de día en día, a la más profunda inteligencia de las Sagradas Es-
crituras, para alimentar sin desfallecimiento a sus hijos con la divina enseñanza» (DV 23).
Quizá lo más importante sea destacar que la Escritura es Palabra de Dios y la Igle-
sia está bajo la Palabra de Dios a la que obedece; y, sin embargo, la Escritura es Palabra
de Dios porque existe la Iglesia que es su sujeto vivo. «La certeza de la Iglesia sobre la
fe –airma Benedicto XVI– no nace sólo de un libro aislado, sino que necesita del sujeto
Iglesia iluminado, sostenido por el Espíritu Santo. Sólo así la Escritura habla y tiene toda
su autoridad» (Discurso, 14-II-2013). En este sentido se comprende en toda su hondura
la airmación del concilio de que la Escritura debe ser leída e interpretada «con el mismo
Espíritu con que se escribió» (DV 12); y esto sólo es posible cuando se realiza en la Iglesia,
viviicada e iluminada por el Paráclito.

9. El Espíritu Santo y la vocación del hombre


El concilio, al proclamar en Gaudium et spes la vocación divina del hombre, tiene tam-
bién presente su dimensión pneumatológica. Cristo da al hombre su luz y su fuerza por el
Espíritu Santo (cf. n.10). Por Él, el hombre es hecho hijo en el Hijo y puede llamar Padre a
Dios. Así es como GS 22 describe la presencia del Espíritu en el hombre nuevo: «El hombre
cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos her-
manos, recibe “las primicias del Espíritu” (Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir
la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es “prenda de la herencia” (Ef 1,14),
se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue “la redención del cuerpo” (Rom
8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros,
el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos
mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11)». El hombre redimido
por Cristo es hecho una nueva criatura en el Espíritu Santo, y es el mismo Espíritu quien
distribuye la diversidad de sus dones entre los hombres llevándoles hacia su consumación
inal (cf. GS 38).
La acción salvíica del Paráclito no se limita a la inhabitación en el alma de los bau-
tizados, que pertenecen plenamente a la Iglesia por el vínculo invisible del Espíritu Santo
y el vínculo visible con el Cuerpo de Cristo. El vínculo invisible del Espíritu «está presente
ya en el deseo de los catecúmenos de incorporarse a la Iglesia» (LG 14), y se da también
una «cierta verdadera unión en el Espíritu Santo» en los bautizados que «no profesan la fe
386 espíritu santo

en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro». El Espíritu


Santo «ejerce en ellos su virtud santiicadora con los dones y gracias y a algunos de entre
ellos los fortaleció hasta la efusión de su sangre. De esta forma, el Espíritu suscita en todos
los discípulos de Cristo el deseo y la actividad para que todos estén pacíicamente unidos,
del modo determinado por Cristo, en una grey y bajo un único Pastor» (LG 15).
La gracia del Espíritu Santo obra también de modo invisible en los hombres no cris-
tianos, de buena voluntad, y ofrece a todos, en la forma de sólo Dios conocida, la posibi-
lidad de que se asocien al misterio pascual (cf. GS 22). El concilio reconoce entre los no
cristianos «semillas del Verbo» (AG 11), «una secreta presencia de Dios» (AG 9), y airma
que «el Espíritu del Señor llena el universo» (GS 11). Pero es importante resaltar que esta
presencia y acción del Espíritu Santo «“fuera” del cuerpo visible de la Iglesia» (Juan Pablo
II, Enc. Dominum et viviicantem, 53) no deja espacio al relativismo de las religiones. De he-
cho, la acción del Espíritu Santo es fruto del Misterio Pascual y se orienta a la participación
de cada hombre en la resurrección salvadora de Cristo. Tampoco la acción invisible del
Espíritu Santo hace menos urgente y necesaria la labor misionera de la Iglesia (cf. LG 17).
Al contrario, la tierra «repleta de la semilla del Evangelio», «fructiica en muchos lugares
bajo la guía del Espíritu Santo», que llena el orbe de la tierra y suscita en el corazón de
muchos sacerdotes y ieles un espíritu verdaderamente misional (cf. PO 22). Es el Paráclito
el que impulsa a la Iglesia al diálogo con todos los hombres de modo que «en toda la
tierra, los hombres se abran a la esperanza viva, que es don del Espíritu, de ser recibidos
un día en la paz y la felicidad supremas, en aquella patria iluminada por la gloria de Dios»
(GS 93). De hecho, tanto el apostolado de los ieles laicos como la vocación misionera son
contados entre los carismas otorgados por el Espíritu Santo (cf. AA 3; AG 23). La Iglesia en
su actividad misionera es obediente al mandato de Cristo y está movida por la caridad de
su Espíritu (cf. AG 5).

10. El Espíritu Santo y María


Este breve recorrido por la pneumatología del concilio es suiciente para poner de
relieve los dos planos, trinitario e histórico-salvíico, que quedan entrelazados en su doc-
trina sobre el Espíritu Santo. El Paráclito es contemplado en su misión divina, enviado al
mundo por el Padre y unido estrechísimamente a la misión del Hijo. La misión divina del
Espíritu Santo es la raíz y el fundamento de su «multiforme» acción por la que lleva a ple-
nitud la obra de Cristo en la Iglesia y en el mundo. El concilio hunde así sus raíces en la
dimensión trinitaria de la salvación, tan querida por los Padres de la Iglesia y que magníi-
camente formuló San Ireneo: «[El Bautismo] nos concede renacer a Dios Padre por medio
de su Hijo en el Espíritu Santo. Porque los portadores del Espíritu de Dios son conducidos
al Verbo, esto es, al Hijo, que es quien los acoge y los presenta al Padre, y el Padre les regala
la incorruptibilidad. Sin el Espíritu Santo es, pues, imposible ver el Verbo de Dios y sin el
Hijo nadie puede acercarse al Padre, porque el Hijo es el conocimiento del Padre y el co-
nocimiento del Hijo se obtiene por medio del Espíritu Santo. Pero el Hijo, según la bondad
espíritu santo 387

del Padre, dispensa como ministro al Espíritu Santo a quien quiere y como el Padre quiere»
(Ireneo de Lyon, Epideixis 7: ed. Romero-Pose, 65-69). Así, la salvación proviene del Padre,
por el Hijo en el Espíritu Santo; y los hombres, movidos por el Espíritu Santo a través del
Hijo acceden al Padre.
El paradigma de la acción del Paráclito, por la que el hombre es unido a la Trinidad
en ese doble dinamismo descendente y ascendente, ha sido realizado en la Virgen María.
La singularísima acción santiicadora del Espíritu Santo en Santa María está al servicio de
su misión de ser Madre de Dios y de su misión en la historia de la salvación por la que
extiende su maternidad a todos los hombres. De aquí que un buen modo de concluir
y completar este recorrido por la pneumatología conciliar sea haciendo referencia a la
relación del Espíritu Santo y Santa María. Este tema aparece tratado con sobriedad en el
capítulo VIII de Lumen gentium. Las referencias al Espíritu Santo que contiene son apenas
una decena: LG 52, 53, 56, 59, 63-66 (cf. Bastero, 304ss). Comienza este último capítulo
de LG dedicado a la Santísima Virgen airmando los títulos marianos de «hija predilecta
de Dios Padre» y «santuario del Espíritu Santo» en virtud la maternidad divina de Santa
María: «Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a Él
con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y digni-
dad de ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el templo del
Espíritu Santo» (LG 53).
«Todas las funciones, todos los dones y privilegios de María –airma G. Philips– no
son más que las concreciones de la acción del Espíritu de Dios en ella» («Le Saint-Esprit
et Marie dans l’Église», 13). Además, el mismo Espíritu Santo que realizó en las entrañas
purísimas de Santa María el prodigio de la Encarnación del Verbo, es quien, enviado en
Pentecostés, da comienzo a los Hechos de los Apóstoles (cf. AG 4). El concilio relaciona así
la presencia del Espíritu Santo en la Anunciación, por la que tiene lugar la Encarnación,
y su envío en Pentecostés, por el que nace la Iglesia. He aquí un texto importante a este
respecto: «Por no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación
humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos que los Apóstoles,
antes del día de Pentecostés, “perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres,
con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste” (Hch 1,14), y que también María
imploraba con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubier-
to a ella con su sombra» (LG 59). Es oportuno insistir en que «tanto el origen de la Iglesia
como el de Cristo, comienzan por la venida del Espíritu. Ese origen se caracteriza por su
manifestación “encima” y en el “interior”, “sobre” y “en” María y la Iglesia, y las analogías de
los términos son palpables» (Laurentin, 36). En el misterio de María, y de modo análogo
en el misterio de la Iglesia, se unen indisociablemente la cristología y la pneumatología.

11. La pneumatología en el magisterio postconciliar


El concilio, al hacer hincapié en la teología de las misiones divinas y al asegurar el
misterio trinitario como fundamento de la fe y origen de la Iglesia, ha supuesto un claro
388 espíritu santo

impulso para la teología trinitaria y para el magisterio sobre Dios uno y trino en las últimas
décadas. En este sentido, la pneumatología del concilio, aun estando desarrollada solo
germinalmente, constituye un punto de referencia esencial en el progreso pneumatológi-
co del magisterio reciente.
Este progreso ha sido llevado a cabo eminentemente por Juan Pablo II. Todo su
magisterio está sellado por una honda pneumatología que tiene como cénit la Encícli-
ca Dominum et viviicantem publicada en 1986, y con la que concluye la trilogía de encí-
clicas dedicadas al misterio trinitario. Junto a esta encíclica se han de incluir los más de
ochenta discursos sobre el Espíritu Santo que pronunció en Audiencias generales entre
1989 y 1991, que son una auténtica y completa «lección» de pneumatología, así como
la pneumatología del Catecismo de la Iglesia Católica, realizado durante su pontiicado y
bajo su impulso. Además, son también una muestra de la preocupación de Juan Pablo II
por la pneumatología la carta apost. Patres Ecclesiae (2-I-1980) en el XVI Centenario de San
Basilio, la Carta con ocasión del 1600 aniversario del Concilio de Constantinopla (2-III-1981),
y la declaración del Consejo Pontiicio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos
sobre Las tradiciones griega y latina referentes a la procesión del Espíritu Santo (L’Osservatore
Romano, 13-IX-1995) escrita a petición suya.
Con Dominum et viviicantem se completa –si cabe hablar así– la doctrina sobre el
Espíritu Santo contenida en el Vaticano II. Juan Pablo II contempla al Espíritu en perfecta
sintonía, y como continuando la «herencia profunda del concilio» (n.2), que siendo «un
concilio eclesiológico» su enseñanza es al mismo tiempo «esencialmente “pneumatoló-
gica”, impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo, como alma de la Iglesia» (n.26; cf.
n.63). «Los textos conciliares –airma también Juan Pablo II–, gracias a su enseñanza sobre
la Iglesia en sí misma y sobre la Iglesia en el mundo, nos animan a penetrar cada vez más
en el misterio trinitario de Dios, siguiendo el itinerario evangélico, patrístico y litúrgico: al
Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo» (n.2).
La perspectiva de Dominum et viviicantem es la misma que subyace a la pneuma-
tología conciliar: el Espíritu Santo es contemplado en cuanto «enviado» por el Padre y el
Hijo para realizar el plan divino de salvación, es decir, en cuanto Espíritu del Padre y del
Hijo enviado a la Iglesia y al mundo como don de salvación. También el objetivo de la
encíclica está inspirado en el concilio. Así lo presenta Juan Pablo II cuando airma que se
trata de «desarrollar en la Iglesia la conciencia de que en ella “el Espíritu Santo la impulsa
a cooperar para que se cumpla el designio de Dios, quien constituyó a Cristo principio de
salvación para todo el mundo” (LG 7)» (n.2).
La teología de las misiones divinas, que es tan importante en los documentos con-
ciliares, ocupa un lugar esencial en Dominum et viviicantem. Las misiones, precisamente
porque son una donación personal de Dios, maniiestan las propiedades personales de
cada Persona de la Trinidad: en Jesús se maniiesta su iliación al Padre, y en el envío del
Espíritu Santo se maniiesta su ser Amor y Don en la Trinidad. Así lo expresa Juan Pablo II:
«Dios, en su vida íntima, “es amor” (cf. 1 Jn 4,8.16), amor esencial, común a las tres Personas
espíritu santo 389

divinas. EL Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto
“sondea hasta las profundidades de Dios” (1 Cor 2,10), como Amor-Don increado. Puede
decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios Uno y Trino se hace enteramente
don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo
Dios “existe” como don. El Espíritu Santo es pues la expresión personal de esta donación,
de este ser-amor (cf. Tomás de Aquino, STh I, qq. 37-38). Es Persona-amor. Es Persona-don»
(n.10).
El Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, Amor y Don Increa-
do, es el «protagonista trascendente» (n.42) de la historia de la salvación. De Él «deriva
como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la
existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres
mediante toda la economía de la salvación» (n.10). El mismo Espíritu Santo es el Espíritu
Creador y Santiicador. Por eso, con toda razón, airma Juan Pablo II que Él es la «fuente
eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo
y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El
misterio de la Encarnación de Dios constituye el culmen de esta dádiva y de esta auto-
comunicación divina. En efecto, la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra
más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación: la
suprema gracia – “la gracia de la unión” – fuente de todas las demás gracias» (n.50).
Este enfoque de la pneumatología a partir la comunicación de Dios reairma la es-
trechísima unidad entre cristología y pneumatología: la acción de Cristo y la acción del
Espíritu Santo son indisociables en la comunicación de Dios al hombre. Esta comunica-
ción de Dios al hombre se realiza plenamente en la nueva creación del hombre por Cristo
en el Espíritu Santo. Una nueva creación que no puede comprenderse al margen de la
Iglesia, pues es en la Iglesia y por medio de la Iglesia como tiene lugar el don deinitivo
del Espíritu Santo: «A costa de la Cruz redentora y por la fuerza de todo el misterio pas-
cual de Jesucristo, el Espíritu Santo viene para quedarse desde el día de Pentecostés con
los Apóstoles, para estar con la Iglesia y en la Iglesia y, por medio de ella, en el mundo. De
este modo se realiza deinitivamente aquel nuevo inicio de la comunicación de Dios Uno
y Trino en el Espíritu Santo por obra de Jesucristo, Redentor del Hombre y del mundo»
(ibid., n.14).

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MIGUEL BRUGAROLAS

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