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Don DeLillo, Submundo

(Alianza, 2014 [1997])

Aparece una palabra en el flujo lunar del caudal de datos. La ves en tu monitor,
reemplazando las detonaciones y explosiones de las torres, la activación de artefactos de
gran potencia instalados en barcazas o colgados de globos, sustituyendo el detallado
texto que acompaña a las bombas. Una única palabra seráfica. Puedes examinar la
palabra mediante un clic, escudriñar sus orígenes, su desarrollo, su primera utilización
conocida, su tránsito de un idioma a otro, y puedes invocarla en sánscrito, griego, latín y
árabe, en un millar de lenguas y dialectos vivos y muertos, y localizarla en citas
literarias, y seguir su rastro a lo largo del submundo de túneles que conforman sus raíces
ancestrales.
Ajustar, acoplar firmemente, unir.
Y puedes mirar un instante por la ventana, distraído por el sonido de los chiquillos
que juegan a un juego inventado en el patio del vecino, a una especie de fútbol tal vez, y
hablan con tu voz, o a carreras de caballos entre la maleza del jardín, y es tu voz la que
yes, esencialmente, bajo el cielo iridiscente, y contemplas las cosas que hay en la
estancia, fuera de campo, fuera de la web, la textura granulosa de la mesa del escritorio,
viva bajo la luz, la espesa sustancia vívida de las cosas, la discusión de las cosas que
hay que ver y devorar, el corazón de manzana que va tornándose sepia sobre la bandeja
de la cena, y los densos grados de experiencia con un vistazo casual, la vela del monje
reflejada en el costado del teléfono, horas señaladas con números romanos, y el brillo de
la cera, y el rizo de la mecha trenzada, y el borde desportillado de la jarra en la que
guardas los lápices amarillos, absurdamente torcidos, y las vidas desordenadas de la más
simple de las superficies, la mantequilla derritiéndose sobre las migas del pan, y el
amarillo del amarillo de los lápices, o intentas imaginarte la palabra de la pantalla
convirtiéndose en algo de este mundo, trasladando todos sus significados, su sentido de
serenidades y satisfacciones, a la calle, de alguna manera, sus susurro de reconciliación,
una palabra que se extiende eternamente hacia fuera, el tono del acuerdo o el tratado, el
tono de reposo, la sensación de un silencio apaciguador, el tono de saludo y despedida,
una palabra que transporta el ardor solar de un objeto profundamente sumergido en el
mediodía, la discusión del contacto que une, pero no es más que una secuencia de
pulsaciones sobre una pantalla de tonos apagados y todo cuanto puede hacer es tornarte
pensativo: palabra que extiende un anhelo a través del salvaje ámbito de la ciudad, hasta
los arroyos dormidos y los huertos, hasta las colinas solitarias.
Paz.

(pp. 901-902)

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