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La inutilidad del voto en la “democracia” argentina.

Estamos en un mes clave para el futuro de la Argentina, al menos para el futuro de los próximos
cuatro años. Pero no hay que engañarse. La esperanza argentina no debe estar puesta en tal o cual
voto, en tal o cual candidato a presidente. Conformarnos con la posibilidad de elegir a nuestros
gobernantes es una cuestión de mínima.
Hagámonos la siguiente pregunta, ¿por qué hablamos de “nuestros gobernantes”? En rigor, el
gobernante es (o debería ser), en democracia, la ciudadanía, el pueblo, la gente, a través de sus
funcionarios que soportan una carga pública. Al pensar de esa manera, creyendo que tenemos
gobernantes, estamos cediendo, regalando nuestra libertad y nuestro poder a unas pocas personas,
poniéndonos en un lugar de sumisión. Así, son ellos (los políticos) los que manejan e instauran los
temas de la agenda nacional, conducen la vida social, deciden por cada uno al poner las condiciones
macroeconómicas, macroproductivas y macrosociales que hacen que con nuestro trabajo y
esfuerzo progresemos, o apenas sobrevivamos.
Qué bueno sería que podamos ser una sociedad, una nación, una ciudadanía, lo suficientemente
interesada, formada e involucrada en los temas de la polis (aquellos que son los temas comunes,
que nos concierne a todos) como para decirle a la clase política, constantemente, cada vez, de qué
queremos que se ocupen, qué temas deben tratar en cada momento, cuál es la prioridad.
Pero ¿cómo podría lograrse tal cosa? Más adelante plantearé una alternativa; seré propositivo,
para todos aquellos que creen que desarticulan con éxito una crítica por el solo hecho de remarcar
o hacer notar que no se tiene una propuesta superadora, lo que constituye una falacia. Pero de
todos modos, les daré el gusto.
¿Cómo funciona (grosso modo) el sistema político argentino según el imaginario social?
Una idea generalmente aceptada y sostenida sobre el funcionamiento y las características del
sistema político, es más o menos el que sigue:
Hay un partido en el poder, el oficialismo, y un grupo en la oposición (más o menos unida). Aquello
estaría enmarcado en un juego “democrático” que todo el mundo acepta y cree comúnmente que
existe, donde habría poderes divididos e independientes entre sí: el ejecutivo, el legislativo y
judicial (ya veremos que no). Generalmente, es también aceptado que ese oficialismo, si tiene
mayoría en el Congreso, tiene el derecho de imponer sus intereses a la minoría a través de
proyectos de ley propuestos y aprobados, solidarios a esos intereses, los del partido.
Por otro lado, se ha naturalizado y cristalizado la idea de que los políticos son personas más
capacitadas y preparadas que el ciudadano común para el análisis de los problemas sociales y para
la posterior toma de decisiones. Eso es sin lugar a duda un prejuicio, asumido de manera general
por los propios ciudadanos, que instaura una tendencia de no compromiso o de compromiso y
responsabilidad muy limitada, que cede el gobierno a unas pocas personas (hecho que en el
pensamiento de Rousseau equivale a perderlo y a perder la libertad). Hasta aquí una breve síntesis
de lo que pasa en el imaginario, lo que la gente, en general, cree sobre cómo funciona la política.
¿Estamos, realmente, en un sistema político democrático?
Veamos ahora qué es lo que pasa en la práctica ¿En qué consiste el compromiso y la
responsabilidad limitada que antes nombré? Ni más ni menos que en una actitud de la gente de a
pie en la que únicamente se limita a intentar elegir a las personas “capacitadas” para que tomen las
decisiones políticas en su nombre, y si resulta que luego se descubre que no eran capaces, se los
echa con el voto, en las próximas elecciones. Esto es apenas un pequeño terrón de azúcar que nos
brindan cada cuatro años para que nos sintamos los artífices de nuestro futuro. Apenas unas
migajas de pan que dejan caer de la mesa del gran banquete político; y para colmo tenemos que
estar felices y convencernos de que eso es la fiesta de la democracia. Querrán decir, de la
“aristocracia electiva”.
Ahora bien, en algún sentido, esta falta de compromiso e interés en cada ciudadano se debe a la
falta de incentivos para interesarse y formarse políticamente, por la simple razón de que no se nos
permite participar directamente en las decisiones importantes, y todo lo que se nos pide es,
únicamente, hacer una elección entre partidos cada dos o cuatro años sin que haga falta saber
mucho sobre política para tomar una decisión de este tipo. Sin embargo, hay quienes pueden llegar
a decirnos: “la política debe importarte, porque todo es político, y lo que ellos hagan o no, depende
de tu voto”. El problema es que es una verdad a medias, o con un sentido oculto, no tan visible.
Con respecto a la verdad a medias, podemos estar de acuerdo en que debe importarnos y mucho el
devenir de la política, porque nos afecta a todos. Pero podemos objetar que existen aspectos de la
vida personal, privada y familiar en las que la política no debe o no debería meterse, aunque de
manera indirecta, de hecho, pueda afectarnos (por ejemplo: un contexto social y económico que
deje sin trabajo y sin ingresos a las familias en cuestión puede afectar la armonía familiar).
En lo que toca al sentido oculto, no es ni más ni menos que la política se mete en nuestra vida
personal y privada a partir del desarrollo de la biopolítica i como herramienta de gobierno de los
estados nacionales en la actualidad, en el que técnicamente, de diversas maneras, con el servicio de
innumerables instituciones y el saber cada vez más profundo y total de las distintas ciencias, se
administra y gestiona la vida de una población hasta en los más mínimos detalles, con el fin
consolidar el poder político como un biopoder, el poder sobre la vida en su totalidad, con objetivos
claros: la monopolización del poder y la riqueza en manos de un pequeño porcentaje aristocrático.
Y aquí aparece cierta perversión, acaso anclada en la realidad antropológica de la voluntad de
poder tematizada por Nietzsche. Voluntad de poder ejercida por la clase política.
Para finalizar este apartado, una aclaración final, para responder a la pregunta del comienzo. No
estamos en un sistema democrático. Esto se hace explícito en nuestra misma Constitución
Nacional: no aparece en ella nada explícito y central sobre la democracia, sino que sostiene que la
República Argentina “…adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal, según
lo establece la presente Constitución”ii. Es decir, lo que comúnmente llamamos democracia no es
más que la forma representativa, legitimada por las elecciones (o sufragio universal). A pesar de
esto, la clase política, habla una y otra vez, cada vez que aparece en los medios de comunicación,
de democracia. Por eso, hay que tener en claro que, para que seamos democracia, la ciudadanía
deberá participar de un modo más directo en las decisiones de gobierno, y no solo limitarse a votar
a intervalos regulares, porque el voto en sí mismo, no es ni de lejos una fiesta de la democracia.
¿Por qué no permitir que los ciudadanos decidan por sí mismos y de manera directa las
cuestiones importantes para la Nación?
Otro aspecto del funcionamiento real de la política es que el partido de turno, el oficialismo, con el
aval de lo que debería ser la oposición, tiene el control de la policía, de la economía, de la justicia y
de la educación de la población, dado que el sistema representativo pone en manos de una
cantidad mínima de personas, el destino de millones.
¿Por qué el oficialismo tiene el aval de la oposición? Porque en la práctica hay un co-gobierno
corrupto entre todos los que conforman la clase aristocrática electiva. Tienen un pacto,
generalmente implícito, de no tocarse entre sí. Se intercambian gobernabilidad por impunidad. Es
decir, en algún momento, a la oposición le tocará ser el oficialismo y al oficialismo la oposición, y la
única manera de sostenerse en el selecto y pequeño grupo de los que detentan el poder de manera
ininterrumpida es simular una insalvable diferencia entre los partidos, alimentando la esperanza en
la gente de a pie de que sí se puede hacer el cambio o de que hay que volver.
Así se enriquecen. Pero el motivo principal no es el dinero, lo central es el poder y la manipulación
de masas. Lo hacen de esa manera porque esta clase de gente necesita ejercer el poder como
modo desarrollo personal, se siente plena desarrollando si capacidad de manipular a grandes
masas. Es lo que en psicología se llama como síndrome de hubris. Claro, sí, es una patología, y es
más frecuente de lo que parece entre los que se encuentran en cargos políticos y su estructura
piramidal.
Deberíamos tener en claro eso. En argentina hay 40 millones de habitantes. Los que toman las
decisiones en este país son, como mucho, el 0.01% (4000 personas) grosso modo. Una pequeña
logia muy cerrada, hermética: No es fácil entrar en ese número, hay que arremangarse y ensuciarse
bien las manos, porque la política es una organización de unos pocos para gobernar a muchos.
Este pequeño grupo es el que elige, verdaderamente, a quienes vamos a votar nosotros, la gente
común. Nos ponen en un estante a los 12 entre los que vamos a elegir. Eso es lo que yo llamo una
simulación de libre elección. Allí, las variables ya están contempladas, ningún político se sorprende
verdaderamente de los resultados de una elección, actúan su sorpresa, su alegría o decepción.
Viendo todo esto, parece más claro por qué no permitir que los ciudadanos participen de manera
más directa en el amplio abanico de temas importantes para la Nación: perderían el poder,
perderían autonomía, tendrían que rendir cuestas, ser más transparentes, acatar más órdenes; y
eso es una situación intolerable para los que sufren del síndrome de hubris.
Es decir, concretamente, ya no podrían gobernar, sino que tendrían que soportar una carga pública,
tendrían que ser meros funcionarios, y entonces, tendrían que dejar de predicar, de experimentar
el mesianismo del que se creen depositarios, y ya no se alimentarían, como los dioses del olimpo,
de las esperanzas, oraciones y cultos de los simples mortales.
¿Y qué alternativa tenemos?
En principio, ponernos a pensar seriamente, desde la sospecha y la desconfianza. Hay que dejar de
creer. Hay que dejar de darle a la política (la política partidaria) y los políticos el lugar que antes
tenía la religión. Si prestamos atención, la política ha pasado a ocupar el papel que ocupaba
anteriormente la religión: el papel de dar esperanza, de suscitar la fe en los fieles a través de
promesas de un futuro mejor, promete la salvación, ya no en la vida después de la muerte sino en
esta vida.
El problema es que promete demasiado, lo que no puede cumplir, dar la felicidad. Debe ser más
modesta, limitarse a tratar de garantizar el bien común, progresivamente, a largo plazo. Por
supuesto, es algo que los políticos no tienen interés en cumplir, aunque discursivamente digan que
sí. Su mirada nunca va más allá de los cuatro años, y cuando estos acaban, hacen campaña para
volver dentro de otros cuatro años.
Así, la historia del pueblo se constituye en una especie de maldición del eterno retorno de lo
mismo, en el que paso a paso, esta aristocracia vive chupando la sangre de los que verdaderamente
trabajan.
Yendo al grano. Lo primero es pensar, sospechar, desconfiar. Lo segundo, una vez convencidos de la
necesidad de buscar una alternativa de fondo, es ponerse a pensar y/o a considerar algunas
opciones realistas, que no se limiten a votar y nada más, tampoco a militar y a aprenderse el librito
del discurso de tal o cual espacio militante (el militante, justamente, no piensa, está convencido,
repite, y hace proselitismo).
Por ejemplo:
1. Podría proponerse que, obligatoriamente, para las elecciones legislativas, y luego, para las
presidenciales, aprovechando la infraestructura puesta en marcha, se realicen plebiscitos
sobre temas sensibles y de interés general (legalización o no del aborto; del consumo de
drogas; reforma laboral; ley jubilatoria y edad de jubilación; presupuesto educativo;
medioambiente, presencia de multinacionales como Monsanto o explotación minera; venta
de territorio federal a extranjeros en el sur o donde sea, etc., etc., etc.). De manera que, sea
elegido el candidato o partido que sea, se tendrán que ocupar de los detalles para
implementar de la mejor manera posible lo que la sociedad argentina haya votado,
independientemente de la ideología del partido elegido. De esa manera, en los temas más
sensibles, es la población la que le dicta la agenda al funcionario público y no al revés,
pudiendo ser destituido inmediatamente de su cargo al quedar evidenciada una actitud
claramente contraria al resultado del plebiscito (por ejemplo, si pretende elevar la edad
jubilatoria y resulta que los argentinos votaron que se mantenga la edad jubilatoria actual).
2. Proponer que, progresivamente, los ciudadanos participen cada más directamente del
análisis de cuestiones importantes para el municipio, la provincia o la nación a través de la
constitución de pequeños comités de ciudadanos elegidos al azar para que debatan y
recomienden medidas concretas en temas como los mencionados en el punto uno. Es lo que
en algunos países se llama citizens’ juries. Para esto se convocan a expertos que brinden
información fáctica sobre tal o cual cuestión, se hace escuchar a los defensores de los
distintos puntos de vista y llevan a discusión el problema antes de dar un veredicto. De esta
manera, al cabo de algunas generaciones, la población se verá más entrenada para
considerar las mejores opciones cuando votan en un plebiscito. iii
3. Establecer un sistema de representatividad que garantice un vínculo más directo entre los
representantes y los representados. Por ejemplo, construyendo un mecanismo escalonado
de representatividad, en el que, sin necesidad de estar afiliado a un partido en particular, la
gente común pueda dialogar y plantear necesidades concretas (de la cuadra, del barrio o de
la ciudad) al representante de turno y que esa necesidad quede registrada y sea visible
públicamente a través de un sistema de transparencia en internet. Cada representante
deberá dialogar con un máximo real de personas y por un tiempo también concreto y real,
habiendo tantos representantes como sean necesarios para escuchar mensual, bimestral o
trimestralmente a todos los ciudadanos de la jurisdicción en edad de votar (para esta tarea
se pueden utilizar los numerosos militantes con los que cuenta cada espacio, frente,
coalición o partido político). Así, cada representante que haya escuchado y registrado el
reclamo o necesidad de los ciudadanos deberá presentar un informe a los encargados de
instancias (escalones) superiores y buscar en equipo la manera de dar soluciones a esas
problemáticas. De esta manera, los temas más inmediatos y particulares deberán quedar a
cargo de las instancias inferiores y los más complejos o generales a cargo del ejecutivo, o en
su defecto, si hubiera la necesidad de regular algo o dictar alguna ley, al legislativo. De esta
manera, al siguiente mes, bimestre o trimestre, el representado tendrá siempre la
posibilidad de hablar cara a cara con el representante, reclamar o insistir sobre tal o cual
cuestión; y el representante tendrá que rendir cuentas de manera directa cada ciudadano.
Esto debería generar un nivel de transparencia mayor y un compromiso e interés también
mayor en cada uno de los ciudadanos.
Los detalles y ajustes de precisión se los dejamos a quienes se dedican de manera exclusiva a la
tarea y la vocación política. Después de todo, es su trabajo. El nuestro, o por lo menos de quien les
escribe, es el de analizar y cuestionar lo establecido, estimular el pensamiento crítico, y si se puede,
proponer ideas para buscar juntos alternativas para lograr el bien común.
i
Puede leerse un desarrollo exhaustivo y preciso sobre Biopolítica/Biopoder en Foucault, Historia de la Sexualidad 1:
la voluntad de saber.
ii
Constitución Nacional, artículo 1.
iii
Esta idea concreta y otras claves de análisis que aparecen de manera implícita o indirecta fueron inspiradas por la
lectura de Miller, David, Filosofía política: una breve introducción, Alianza Editorial, Madrid, 2011.

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