Lo imaginario, lo simbólico, el rito, imponen su marca a los lugares; rigen una
topología en la cual se oponen lo ordinario y lo extraordinario, lo normal y lo anormal o lo monstruoso, el espacio humanizado y las otras partes donde el hombre se encuentra en peligro, librado a lo desconocido. Esta apropiación mental del espacio diferencia una naturaleza todavía salvaje, sitio de las fuerzas y las potencias más diversas, porque éstos son el resultado de su obra. Es la oposición del campo y la ciudad o, más abstractamente, del afuera y el adentro; la naturaleza se encuentra dotada así de una existencia sobrenatural, parece entonces menos librada a la posesión de los hombres que lo que lo son estos últimos al decreto de las potencias que ella contiene. En Europa, en la literatura medieval y la cultura popular oral, los sitios naturales son ocupados por seres fantásticos y animales salvajes. El bosque se transforma en un territorio peligroso o en un lugar de terror, las hadas no son ahí todas buenas (por ejemplo, las damas verdes que extravían a los hombres y los hostigan), los animales pueden metamorfosearse, los leñadores y carboneros mantienen un comercio con los espíritus del bosque y adquieren los poderes de los hechiceros y los conductores de lobos, los héroes de los cuentos sufren pruebas enfrentándose con monstruos de aspecto humano o animal. El bosque no es visto sólo como un espacio que escapa todavía a la actividad acondicionadora y al control de los hombres, es en sí mismo otro mundo; tiene un orden propio donde no se reconoce nada de lo que define al orden humano y, por esta diferencia absoluta, lo amenaza. Es un territorio casi desconocido donde la exploración y la explotación engendran héroes y personajes extraordinarios. La campaña no está menos poblada imaginariamente, hasta la periferia de las aglomeraciones donde se efectúa la comunicación de los dos mundos, del adentro y el afuera. Allá se encuentran las hadas malas que frecuentan las hondonadas, los senderos estrechos, los alrededores de las ciudades; la noche es su reino, las favorece para robar a los niños pequeños, agredir a los viajeros retrasados, hostigar a los durmientes. Ahí aparecen también, cuando se producen ataques nocturnos, las criaturas más temidas, porque son mitad hombre, mitad bestias. Es la especie de los duendes y otras transfiguraciones animales: los hombres la crean como consecuencia de una desgracia de nacimiento, un crimen impune o un pacto con el Maligno. Los duendes se confunden con las personas ordinarias durante el día, viven y trabajan entre ellas; pero, cuando llega la noche, cubiertos con la piel de un animal que les confiere el poder sobrenatural y la impunidad, se alimentan de seres vivos. En estos diversos casos, el desorden y las enfermedades y la muerte son la consecuencia de la no separación de dos mundos bien distintos (la naturaleza salvaje/la ciudad organizada), de la hibridación de los seres y de la confusión de las categorías (entre ellas las del bien y el mal). (4) La interpretación del espacio imaginario a partir de un corpus homogéneo de narraciones lleva a precisar mejor estas relaciones en su complejidad y su ambivalencia. Es con esta intención que Marcel Drulhe propone el análisis de un conjunto de cuentos maravillosos occitánicos recogidos en la tierra de Sault, pequeña región de la Aude. En el estudio se muestra cómo en los relatos aparece la relación de los dos espacios (el del microcosmos social, el del mundo caótico), la relación de los dos universos o campos (el de los hombres, el del animal y el monstruo) y la cuestión de sus respectivos límites. El sistema de las oposiciones, mencionado recién, es central. El espacio vigilado, ordenado, corresponde a la aldea, la ciudad y sus alrededores inmediatos: es éste el que sitúa “bajo la égida de la ley y el poder” pero que, sin embargo, no evita las enfermedades, las injusticias y los fracasos sociales, las calamidades. El espacio caótico es “designado por la extensión boscosa y la superficie acuática o próxima al agua"; es el lugar de la vida animal, el refugio de los monstruos y los hombres rechazados, con identidad inquietante, el sitio de las energías misteriosas y de las potencias. Esta topología imaginaria no se reduce, empero, a una representación dualista de la espacialidad. Los dos universos tienen límites inciertos; franjas mal definidas los separan, se abren pasajes de uno hacia el otro: umbrales que deben franquearse haciendo sus pruebas. Del espacio vigilado al espacio del desorden integral, el de los monstruos, se trazan espacios de transición donde lo desordenado se manifiesta en el orden y donde el desorden es ordenable. Pero más significativo aun parece el rechazo de excluir totalmente de la organización la presencia de lo no- ordenado: “El microcosmos no rechaza, no excluye el caos …, lo incluye en su seno para dominarlo, para supervisarlo, para controlarlo, en ocasiones para reprimirlo; lo incluye delimitándolo, pero dejándole la comunicación posible…” (5) Por una parte, el desorden no es reductible, es necesario hacerle lugar, tenerlo bajo vigilancia, utilizarlo también, tarea de héroes que convierten lo negativo en positivo. Por el desorden extremo, el caos, puede invadir el campo de la vida social y desordenar su orden. El espacio imaginario es isomorfo del de la sociedad, campo de las relaciones donde orden y desorden coexisten en un constante enfrentamiento, donde la Ley enfrenta a las fuerzas destructoras y padece el desgaste del tiempo. Todas las sociedades de la tradición -cabe recordar- imprimen fuertemente sobre los lugares conocidos las significaciones requeridas por su imaginario, sus sistemas simbólicos y sus prácticas rituales. Las de África aparecen a este respecto con una extraña creatividad; los mitos, las literaturas orales, los sistemas de representaciones la revelan y son objeto de interpretaciones antropológicas cada vez más elaboradas. La oposición entre los espacios en los cuales los hombres han inscrito su orden y los espacios de la naturaleza todavía salvaje se recupera. La condición del cazador lo manifiesta con frecuencia; éste es una figura singular, sometida a obligaciones rituales específicas, ambigua en razón de su intimidad con las potencias del exterior y con la muerte. En los mitos de fundación de un poder nuevo, el cazador surge frecuentemente bajo el aspecto de un desconocido venido de un país lejano y deshabitado donde las pruebas cumplen una función iniciadora, y tiene la capacidad de realizar hazañas que le otorgan mérito y lo hacen elegir en el momento de su llegada (o de su regreso) entre los hombres: se convierte en el artesano de un orden reelaborado y considerado superior, a la ley humana. Figura mediadora, el cazador mítico fundador hace aparecer pasajes entre el mundo socializado y el mundo salvaje: es además pasando de éste a aquél que él puede tener acceso a poderes fuera de lo común y ponerlos en práctica. Estas comunicaciones los hombres las establecen necesariamente. Su trabajo de producción determina los impulsos en el seno de la naturaleza salvaje, introduciendo una diferenciación según los espacios según los espacios sometidos a su control: desde la aldea hasta las zonas de actividad más en contacto con el espacio inculto aumentan, por grados, los riesgos y se multiplican las protecciones rituales. La comunicación se crea igualmente por necesidad simbólica, los dos elementos del símbolo asocian entonces lo social y lo no-social. El animal se constituye a veces en aliado del hombre, su gemelo según la tradición de los Dogon, su socio en la selva. Más a menudo, el mundo animal se divide según los criterios de lo positivo y lo negativo, del bien y el mal, de lo conforme y lo nefasto, del orden y el desorden: manifiesta entonces los enfrentamientos cuyo campo es la sociedad, los equilibrios y los desequilibrios resultantes, los juegos de vida y muerte en que todo se resuelve. Igualmente, el árbol puede convertirse en un aliado, mientras que el bosque se percibe como el sitio de las potencias temidas, el territorio donde combaten héroes y antihéroes. Es una cantidad significativa de cuentos (África occidental y África bantú), el árbol interviene a la manera de un medium que actúa con astucia y magia en beneficio del héroe, por el cual el orden se restablece con la reafirmación de la regla. Por último, la comunicación de los mundos se efectúa por necesidad ritual. Las iniciaciones masculinas se realizan fuera de los lugares habitados, a distancia y al abrigo de las miradas prohibidas, en instalaciones provisorias que son destruidas cuando finaliza el ciclo iniciático. La operación es realizada en contacto con la naturaleza en el momento en que es necesario someter la propia naturaleza del hombre a la ley social y, más generalmente, dar al iniciado un lugar conforme al ordenamiento de la sociedad y la cultura. Este paso por el mundo salvaje, esta muerte simbólica que hace desaparecer en el iniciado un estado todavía natural, condiciona el pleno acceso a la sociedad, la entrada en un mundo donde prevalece el orden humano. El orden no se menciona, no se hace sino por referencia a lo que no es él; la selva da su sentido, su posibilidad de ser, al orden civilizado. Los dos pueden además coexistir en lugares donde lo sagrado los une en su diferencia absoluta, donde su relación en generadora de significaciones y su alianza una necesidad a la cual la colectividad no sabría sustraerse sin correr el riesgo de la degradación. Los bosques sagrados, donde residen los dioses y los espíritus reverenciados, y cuyo acceso está rigurosamente controlado, establecen esta conexión, sobre todo en las civilizaciones del Bénim. (6) El desorden, el caos no están solamente situados, están representados: con la topología imaginaria, simbólica, se asocia un conjunto de figuras que manifiesta su acción en el interior mismo del espacio civilizado. Son figuras ordinarias, en el sentido de que se encuentran trivialmente presentes en la sociedad, pero están en situación de ambivalencia por lo que se dice de ellas y lo que ellas designan. Ellas son lo otro, complementario y subordinado, objeto de desconfianza y temor a causa de su diferencia y de su condición inferior, motivo de sospecha y generalmente víctima de la acusación. Ocupan la periferia del campo social en el sistema de las representaciones colectivas predominantes, a menudo es contradicción con su condición real y el reconocimiento de hecho de su función. Son los medios del orden al mismo tiempo que los agentes potenciales del desorden. La mujer, el menor, el esclavo o el dominado, el extranjero -utilizados como significantes- se cuentan entre las figuras más frecuentemente aprovechadas por las culturas de las sociedades tradicionales. En la primera categoría, y en una ambivalencia completa, la mujer. Más que el hombre, ella está ligada al mundo natural; la topología imaginaria la coloca en los confines de la naturaleza y la cultura. Ella posee el poder de la fecundidad, el que permite hacer nacer, reproducir, estar en el origen de una descendencia. Poder originario que no puede ser desviado, del cual muchas tradiciones africanas dan cuenta evocando un tiempo de los comienzos durante el cual las mujeres, poseedoras del poder sobre los hombres, habrían abusado de él y habrían sido desposeídas de él. Esta desposesión reviste formas múltiples, se efectúa sobre todo en las prácticas de iniciación masculina que presentan el nacimiento social que realizan como algo superior al nacimiento biológico; el alumbramiento metafórico a cargo exclusivamente de los hombres prevalece y, con él, lo masculino sobre lo femenino. Más significativa es la conversión del poder de la naturaleza que posee la mujer en un poder negativo, nefasto, inherente a la naturaleza femenina; lo positivo (la capacidad de reproducción) se transforma en negativo (la impureza contagiosa); la sangre de la vida se degrada en sangre de la deshonra y la contaminación. Así, en los Lelé del Zaire, a las mujeres se les prohíbe el acceso al bosque -espacio peligroso del cual se han apropiado los hombres- en todas las circunstancias en que su impureza parece más activa, en el momento de la menstruación, pero también después de un nacimiento o un contacto con la muerte producida en el entorno. En un medio tradicional, toda la formación dada a las jóvenes africanas, fuera de una iniciación que no siempre es requerida, lleva a domesticar la naturaleza de la mujer y la relación de ésta con las cosas de la naturaleza: la sexualidad y la reproducción, la tierra y la producción, los alimentos y la cocina. La ambivalencia de la figura femenina se expresa sobre todo en la sexualidad, incluso cuando se le concede a la mujer una gran libertad sexual. Los Massai de Kenia le dan una libertad total a la joven no casada; luego, recortada, socializada, se convierte en una esposa con libertad restringida. La fragilidad de las estructuras sociales, el orden considerado precario, requieren que se pongan obstáculos al poder devastador del deseo. En los Balante de Guinea, mientras que la sexualidad libre del hombre casado se mantiene sin límites ni restricciones, la de la esposa existe -reconocida en cuanto compensación equilibrante del matrimonio padecido sin posibilidad de elección, la discriminación sexual y la exclusión de los asuntos públicos-, pero en el marco de condiciones estrictas, sobre todo las que permiten respetar las apariencias y satisfacer la exigencia de sumisión requerida ante los hombres. Aquí, se concede un lugar preciso al deseo femenino, y el término que denomina esta libertad condicional significa a la vez el deseo y la inclinación amorosa. No obstante, esta parte de libertad es percibida esencialmente como el medio de obstaculizar una libertad total que sería generadora de desorden como el medio de mantener el orden de la