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Educación extensa
Cuesta encontrar un momento como el actual, en que la escuela haya estado tan desafiada, y a la
vez tan vacilante. Fue una de las instituciones más sólidas que sobrevino con el contrato social,
pero hoy ya no tiene la estabilidad que supo tener. Se ha debilitado la fortaleza que le permitió
sobreponerse a los temporales sociales, políticos, económicos, tecnológicos, y bracea en aguas
profundas, sin avistar una costa donde amarrar su deriva.

Con este trabajo nos proponemos identificar la matriz educativa que desde hace más de 200 años
viene apuntalando –sino formando– la subjetividad de los ciudadanos nacionales y analizarla en
relación al contexto epocal en el que se origina esta incertidumbre institucional. Es decir, nos
abocaremos a pensar las condiciones en que la escuela afronta un futuro que ya ingresó en
nuestras vidas pero que habitamos con la inercia del pasado.

El gran partenaire

La formación de los estados nacionales tuvo en la escuela un partenaire a su medida. Esa


funcionalidad, con la pedagogía como el campo de conocimiento que le permitiría articular
saberes y discursos orientados, la volvería una beneficiaria dilecta de la protección estatal. Bajo el
amparo de los sectores sociales que ocupaban el poder, fue consolidándose un modelo educativo
hegemónico que desplazaría los fines trascendentales del modelo monástico hacia propósitos
mucho más concretos y terrenales: “la formación de ciudadanos y el disciplinamiento del
trabajador capitalista”. La escuela se convertía en una verdadera metáfora de la modernidad y en
la embanderada del liberalismo, el nacionalismo y el cientificismo; es decir, en una condición para
el progreso de la que ya no se iba a poder prescindir[1].

Uno a uno, los países iban a legislar su educación básica y la volverían obligatoria, dando lugar a
un mapa escolarizado sin precedentes que iba a dominar el escenario mundial. Esa suerte de
mecenazgo, sin embargo, no impidió que la escuela incurriera en cierta infidelidad, pues aún
cuando su destino estaba adosado al del Estado y éste lo asumiera como parte de sus obligaciones
pretorianas, la escuela supo generar sus propios mecanismos de calcificación. Gracias a esa
fortaleza propia pudo soportar vaivenes políticos y crisis de diversas índoles, incluso con una
estabilidad superior a la que demostraron tener, por ejemplo, la democracia y la economía, sobre
cuyas columnas –se sabe– descansa el quicio de la institucionalidad moderna. Esa misma robustez
le permitió resistir de pie dos potentes embates tecnológicos, primero de la radio y más tarde de la
amenazante televisión; y a pesar de que la embestida de la pantalla chica hizo que hasta la propia
escuela dudara, pues en un momento sintió que la ponía en jaque, sobrevivió airosamente, mejor
aún, supo distinguir las oportunidades didácticas que le brindaba y las utilizó a favor, como un
recurso auxiliar.

El ingreso al siglo XXI trajo aparejado otro tipo de problemáticas. Ni las previsiones ni los avales
de la tradición fueron suficientes para sortear las dificultades que surgieron con el comienzo del
tercer milenio. La caída del Muro de Berlín precipitó un proceso que la tensión bipolar de la
Guerra Fría había mantenido en suspenso. Desaparecido el equilibrio de fuerzas, los estados
nacionales comienzan a perder estabilidad institucional. La connivencia con las corporaciones
financieras y el surgimiento de las guerras no declaradas, que suceden más allá y más acá de las
fronteras –sumado a la privatización de los conflictos armados–, les darían una estocada profunda,
despojándolos de dos herramientas de poder primordiales: la regulación de los mercados y el
monopolio de la violencia en que se fundaba su derecho. La geografía política y económica
cambia, muchos estados se fragmentan tratando de resguardarse en dudosas identidades étnicas,
otros se agrupan en mercados comunes regionales, pero ningún esfuerzo parece ser suficiente para
reponerlos en su sitial. La sociedad que tenía en el Estado-nación su molde cognitivo y el
continente de todo lo que era posible, comenzaba a desdibujarse[2]. Los fundamentos que
justificaban la existencia de muchas instituciones históricas se volvieron dudosos y las
infraestructuras públicas que permitían erigir identidades individuales y colectivas estables
perdieron su capacidad de contención. Un nuevo contexto tecnológico, el de la era digital, irrumpe
convirtiendo a la vida cotidiana en una sucesión de dispositivos con presencias y efectos remotos.
En menos de veinte años la lógica del mundo se trastocó drásticamente y lo que era real, sólido,
seguro, perdurable y nacional, se volvió virtual, flexible, ambiguo, frágil, líquido, evanescente y
global.

Bajo el imperio de esas circunstancias, la escuela hace su ingreso en el siglo XXI. Su padrino
histórico, el Estado, se encuentra abocado a revisar su propio rol y a construir una nueva
identidad, lo cual le impide ejercer el tutelaje que tenía prescripto históricamente, al menos no en
los términos que lo venía haciendo. Mientras ese vínculo se reconfigura, surge una nueva
embestida tecnológica, pero esta vez no afecta sólo a la escuela y al entorno doméstico sino que
extralimita su alcance y desestabiliza las prácticas políticas, los modelos de negocio y el modo de
comunicar. En ese contexto, recae sobre la escuela una pregunta insoslayable: ¿Para quién educar
cuando la trama de representaciones para la que se construía ciudadanos se ha vuelto borrosa?
¿Cómo educar en una época de cambios estructurales donde todas las prácticas culturales se
resignifican?

Siglo XXI

Los rasgos epocales que acabamos de describir están indisolublemente ligados a la yuxtaposición
de dos variables sin antecedentes. Por un lado el derrumbe más o menos simultáneo de una
cosmovisión, y por otro la acelerada evolución comunicacional desarrollada desde fines del siglo
XIX a esta parte. La particular intersección de estas variables hizo que la declinación de la
modernidad, que podría haber sido asimilada como el tránsito más o menos natural de una época
que concluye hacia otra, se viera potenciada por la tracción de una tecnología comunicacional que,
en el pasaje del entorno analógico al entorno digital, desbarató la institucionalidad y nos arrojó a
la intemperie de una episteme incompleta. La transición se vio abruptamente espoleada, y en
menos de quince años nada de lo que permanecía en pie pudo sustraerse al tembladeral.

La sucesión de alteraciones nos fue obligando a todos, sin excepción, a lidiar con nuevas
emergencias sociales que exigen decodificaciones permanentes. El cuerpo social de dirigentes que
tenía a su cargo la conducción y la custodia del modelo normativo, tanto en la gestión pública
como en la iniciativa privada, no fue la excepción; por el contrario, fue la primera línea que se vio
compelida a lidiar con lógicas discontinuas y a sobrellevar una situación anómica nueva. Esto se
debe fundamentalmente a que los sistemas de gobierno imperantes, tanto como los modos de
construir poder en general, fueron concebidos bajo el doble mandato de controlar y defender; esa
estructura tenía previsto cualquier tipo de trastorno (incluso, en escalas mayores, el terrorismo),
pero no estaba preparada para la irrupción desestabilizadora de un frente acéfalo y multiforme de
alcance planetario como el que iba a desplegar la avanzada generacional-tecnológica de la última
década. En tiempo record, sin ofensiva, sin blanco de ataque, sin crítica, sin un emisor
identificable a quien demonizar, todo pasó a estar en crisis: la política, el mercado, la educación,
las industrias discográficas y cinematográficas, los diarios en papel, los modelos de negocio, las
ciencias sociales, etc. Esta irrupción tiene cualidades realmente novedosas, que no podían ser
previstas. Lo que desacomodó –y ésta es quizás la novedad principal– es su poder fáctico de
transformar en acción potencialmente política una serie de recursos tecnológicos que no están
concentrados en pocas manos, como sucedía hasta ahora, sino que están al alcance de mucha
gente. Surgieron otros paradigmas relacionales, otra cosmovisión, otros procedimientos. Lo que
antes era radical y dirigido pasó a ser extenso y simultáneo, polisémico y diverso.

Alessandro Baricco, tras publicar Los bárbaros. Ensayos sobre la mutación, se convirtió en un
autor remanido, sobre todo entre quienes se abocan a descifrar las claves de nuestro tiempo; su
estilo ameno y ágil, más próximo a la divulgación que al ensayo académico, hizo que se le echara
mano sin miramientos, sin embargo no hubo nadie que hiciera una proyección institucional y
política de su pensamiento, que trate de comprender el alcance de lo que plantea el libro. En
nuestro caso no sólo puede ayudarnos a una mejor comprensión del fenómeno que estamos
describiendo, también nos abre una hendija para escrutar las implicancias que tienen estas
“mutaciones” en la escuela.

Como muchos autores, Baricco sostiene que estamos en presencia de grandes mutaciones, que en
su caso atribuye a “los nuevos bárbaros”, una acometida generacional-tecnológica que ha
producido una revolución epistemológica planetaria; y si bien, la denominación “nuevos bárbaros”
puede parecer más una estigmatización que la valoración de alguien que les tiene estima y
consideración, el análisis que hace de la cultura contemporánea es bien interesante. Baricco
considera que Google es el corazón de la nueva civilización, y que el modo en que opera el
buscador es un modelo de cómo funciona la mente de los bárbaros. El valor de una idea, dice, ya
no está determinado por sus características intrínsecas, sino por una composición de materiales
distintos, muchos de ellos exógenos; como si la mente hubiese abandonado la lógica racional para
volverse sistémica y relativa a la trayectoria y a las relaciones posibles; como si el sentido, que
durante siglos estuvo ligado a la idea de concepto y a un ideal de permanencia, sólida y completa,
se disolviera en movimientos permanentes, resignificándose todo el tiempo. Lo que hoy es de un
modo, mañana puede ser de otro, sin que la mutación sea un valor negativo ni una contradicción.
En términos de Martín Barbero, estamos ante “la emergencia de un nuevo paradigma del
pensamiento que rehace las relaciones entre el orden de lo discursivo (la lógica) y de lo visible (la
forma), de la inteligibilidad y la sensibilidad”. En la era de Google, explica Baricco, preguntar
“¿qué es esto?”, significa preguntarse qué camino ha recorrido fuera de sí mismo, en relación a los
demás. Porque “la idea de que entender y saber significa penetrar a fondo en algo hasta alcanzar
su esencia, es una idea –dice Baricco– que está muriendo: la sustituye la instintiva convicción de
que la esencia de las cosas no es un punto, sino una trayectoria, y que no está escondida en el
fondo, sino dispersa en la superficie, que no reside en las cosas, sino que se disuelve por fuera de
ellas, donde realmente comienzan, es decir, por todas partes”. Pensar es como navegar: extensión
en vez de profundidad, viajes en vez de inmersión, juego en vez de competencia, levedad en vez
de gravedad. Esta nueva concepción de lo que significa pensar, que por cierto ya habían visto y
analizado algunos teóricos de la comunicación, no sólo reformula la matriz fundamental de la
cultura occidental, también recupera y revitaliza un saber que a pesar de haber permanecido
proscripto, nos pertenecía.

La conducta procedimental de los bárbaros introduce una serie de cualidades que perforan la
inmunidad de la razón. Injerta una concepción vital y soleada en una estructura arbórea tan añeja
como umbrosa. La subjetividad adquiere un rango de reconocimiento diferente, que contrasta
fuertemente con la pesadumbre metafísica en la que abunda la tradición centroeuropea, de donde
proviene gran parte de la carga existencial y la necesidad de sujeción de occidente. Las novelas y
la cultura libresca en general –ejemplifica Baricco– fueron escritas, no sólo para gente que
participaba de una historia y de un gusto cultural (el de la ilustración), sino que además demandan
un tiempo anómalo (el de la lectura). Para leer a Faulkner, por ejemplo, no sólo hace falta saber
leer: hace falta haber leído mucho, casi tanto como para apropiarse de una nueva lengua, hace falta
participar de cierto gusto y de cierta idea de belleza que fueron construidos en el seno de una
tradición literaria cuya pertenencia tiene casi tantos requisitos como los que hacen falta para ser
admitido en la nobleza europea. Faulkner, tanto como Musil, Proust, Joyce, Stendhal o Flaubert,
no sólo escribieron para otra época y un mundo que ya no está, produjeron obras con una utilidad
espiritual que se ha vuelto insustancial[3]. Frente a estos valores culturales un tanto fosilizados,
los bárbaros, que son prácticos, se preguntan qué sentido tiene hacer un esfuerzo sobrehumano
para aprender una lengua muerta cuando existe un mundo que habla una lengua que ellos conocen,
manejan y les sirve para comunicarse, pensar y crear. Baricco nos está diciendo, no sólo que la
lectura de Faulkner se ha vuelto un pasatiempo antropológico, o académico en el mejor de los
casos, sino que su lógica conlleva la adquisición de una cosmovisión que ya no es redituable,
porque no brinda herramientas para interactuar con el mundo en el que se despliegan sus
biografías .
[4]

“Los bárbaros –dice Baricco contrariando una creencia instituida– van hacia los libros, y van de
buena gana, sólo que para ellos tienen valor los que están escritos en su lengua: porque de esta
forma no son libros, sino segmentos de una secuencia”, que está compuesta por elementos del
cine, de la televisión, de YouTube y de un blog. El valor ha dejado de estar en el libro como ícono
reverencial y se ha trasladado, sin su áurea, a las conexiones que puede habilitar. Las instrucciones
de uso de la cultura de los bárbaros, por lo tanto, están en la televisión, en el cine, en la publicidad,
en la música rápida, en el periodismo, en los mensajes de texto, en el Chat, en la blogosfera. Esto
no quiere decir que desde la aparición de Internet se lea o se escriba menos, como tampoco es
cierto que los usuarios de la red prefieran las informaciones con formatos breves, puesto que se ha
demostrado –y está a la vista– que cuantitativamente se asimila y se genera igual o más cantidad
de contenidos que el que manejaban los lectores de soportes físicos. Para aquellos que piensen que
se trata de una entelequia o de un sobredimensionamiento, podemos decirle, por ejemplo, que la
cantidad de información digitalizada en 2006 fue 3 millones de veces mayor que la de todos los
libros escritos; es decir, en un año se produjo más de lo que generó la cultura en los últimos 5000
años de historia. Diariamente en el mundo se envían 60 mil millones de e-mails y los mensajes de
textos enviados y recibidos cada día sobrepasa largamente la población del planeta[5]. En la
actualidad la cantidad de sitios Web supera los 240 millones y los blogs alcanza la friolera cifra de
130 millones. Estos números indican palmariamente que la lengua de los bárbaros se ha vuelto la
lingua franca de nuestro tiempo y, contrariamente a lo que puedan dictar los prejuicios, no ha
engendrado una generación de descarriados, incultos e indiferentes. El material bibliográfico,
cinematográfico, discográfico, y artístico que se pone a disposición en la red, no sólo demuestra
una gran generosidad y un espíritu cooperativo pocas veces visto, también está denotando una
prometedora confluencia cultural, de la que aún no se puede divisar un horizonte. Pero veamos
este procedimiento en un ejemplo más cotidiano y de fácil reconocimiento, el que nos brinda la
red social Facebook.

Las redes sociales

En el presente que estamos describiendo, un joven de 19 años puede inventar una red social de
aspiraciones modestas y en menos de cinco años haber logrado superar los 500 millones de
usuarios. Es el caso de Facebook, fundada en 2004 por Mark Zuckerberg. Esta red social es el no-
lugar de donde en la actualidad surgen –o se acompañan– gran parte de los acontecimientos
sociales y políticos del planeta. ¿Quién se anima a desestimar el constructo de una red que –como
se ha dicho tantas veces– si fuera un Estado sería el tercero más poblado del mundo después de
China y la India? Hay quienes previenen sobre su poder como “arma militar de espionaje
norteamericano” o la estigmatizan como “el neopanóptico” y el nuevo Big Brother, lo cual en
cierto punto es innegable, porque los estados y los pules de negocio, con la anuencia de Facebook
Inc, utilizan la información de los usuarios con fines comerciales y/o políticos. Pero más allá de
estar sacralizando una confidencialidad que ya no cotiza, resulta evidente que Facebook se ha
vuelto un colectivo multinodal que se relaciona y expande en tiempo real de manera rizomática,
sin posibilidades ciertas de ser controlado[6]. Hasta el momento, la inasibilidad e imprevisibilidad
demostradas por este colectivo en estado asambleario retrucan las sospechas. Más aún, el
potencial social y político no es nada despreciable y debería ser estimado con mayor consideración
si se tiene en cuenta que en los últimos cuatro años no ha dejado de tomar posición ni ha dejado de
acudir espontáneamente cada vez que algún lugar del planeta, por apartado que sea, necesite ayuda
o un pronunciamiento social. Pasó en Chile durante los sismos de febrero de 2010; Facebook y
Twitter se convirtieron en canales internacionales y actuaron con tanta celeridad como Defensa
Civil, transmitiendo los sucesos online, haciendo circular listas de personas perdidas, publicando
nóminas de sobrevivientes, notificando los lugares adonde se podía concurrir para conseguir y
ofrecer ayuda. Del mismo modo, una semana antes del 24 de marzo de 2010, día en que nuestro
país se conmemora el Día de la memoria, los usuarios de Facebook comenzaron a trocar las fotos
de sus perfiles por siluetas vacías que permitían, no sólo el reconocimiento de sus “amigos”, sino
que también multiplicaba un contenido político que a pesar de no tener emplazamiento, expresaba
un ánimo social existente. Otro ejemplo lo constituyen las manifestaciones multitudinarias
organizadas por 6-7-8 Facebook en varias ciudades del país, incluso del extranjero, a favor de la
Ley de Servicios Audiovisuales, que tuvieron repercusiones tan concretas como insoslayables en
la arena política nacional. Por todo esto, Manuel Castells, la considera “la plataforma de
movilización y debate político más importante del mundo”.

Estos usos de Facebook no son, sin embargo, los que nos interesan considerar en este trabajo, pues
si bien es cierto que forman parte del escenario que intentamos describir, no dejan de ser el tipo de
uso que le dan los advenedizos. Los jóvenes universitarios, por ejemplo, han demostrado tener una
gran pregnancia con las aplicaciones 2.0 que ofrece la red, ingresando variables bien interesantes
en el ejercicio de la práctica política, como quedó evidenciado en el uso que –entre otros– le dio
Barak Obama durante su campaña presidencial[7]; pero no dejan de ser usos instrumentales que
adaptan las herramientas de las nuevas tecnológicas a una concepción más o menos inalterada –en
todo caso aggiornada– de la política y de la participación. Otro segmento social que se ha volcado
masivamente a las redes sociales, pero que no representa acabadamente la esencia de las redes
sociales, es el que común e imprecisamente se denomina “clase media”; su entusiasmo es
conmovedor y podemos disfrutar de la fruición con que llenan los muros virtuales de estampas
personales y recomendaciones musicales, pero el nivel de expectativas es precisamente lo que
denota la naturaleza advenediza de estos usuarios, que no casualmente tienen una edad promedio
que supera los treinta años. No estamos invalidando la incorporación que hacen estos sectores de
las herramientas 2.0, ni menoscabamos las potencialidades de las redes sociales, todo lo contrario.
Tampoco decimos, por si acaso, que no sean importantes indicadores del nuevo presente que
queremos referir. Decimos, en cambio, que los chicos no usan Facebook para disputar espacios ni
para mitigar su soledad. Los chicos han generado un uso diferente; por así decirlo, más natural.
Para la generación que hoy está saliendo de la pubertad, las nuevas tecnologías no son el factótum
de ninguna crisis ni emergen como herramientas sobrecargadas de expectativas, para ellos forman
parte del ambiente en el que han crecido y no encarnan ninguna de las anomalías que representan
para sus mayores. La subjetividad de los preadolescentes, tanto como sus relaciones
interpersonales, están marcadas por la “normalización” de ese entorno tecnológico. La matriz
social sobre la que construyen sus filías corresponde a otra concepción de las redes sociales, que
implica un concepto diferente de conocimiento, tanto como de lo colectivo, de lo privado y de lo
público. Para ellos Facebook es mucho más que una realidad virtual acotada al uso de internet, es
una lógica relacional, un modo de vincularse con el mundo.

El uso que los preadolescentes le dan a Facebook o a Twitter, por mencionar sólo dos de las tantas
que existen, mantiene una llamativa familiaridad con la marca de origen de las redes sociales, que
se remonta a mediados de los ’60 cuando los hackers conciben la creación de un contrapoder sobre
el acuerdo de intercambiar datos de manera abierta, libre y gratuita. Entre aquellos primeros nerds,
contemporáneos del mayo francés, y el uso que los bárbaros le dan hoy a las redes sociales, hay un
continuum hilvanado por una idea que no casualmente condice con una de las premisas más
potentes de la revuelta francesa: impulsar acciones políticas sin pretender dirigirlas. Podríamos
decir, sin temor a equivocarnos, que los bárbaros son la más acabada representación de esa idea.
Están todo el tiempo promoviendo acciones y generando condiciones de uso colectivo que no
necesitan la conducción de nadie. Son prácticas muy alejadas de la militancia tradicional porque
no tienen un objetivo social explícito, pero eso es lo que las vuelve más inquietantes todavía,
porque se vuelven “visibles” imprevistamente, sólo en el momento que sus “deseos” entran en
conflicto con alguna normativa. Cuando esto ocurre, el estado asambleario que les permiten las
redes sociales, los vuelve imprevisibles, con un poder efectivo pocas veces alcanzado. Esto
sucedió, por ejemplo, el 30 de abril de 2010 en la ciudad de Mendoza, cuando los alumnos de las
escuelas secundarias se autoconvocaron a través de Facebook para no ir a la escuela y llevar
adelante “la gran rateada mendocina”. La convocatoria fue un éxito, más de 3000 adolescentes se
reunieron en el Parque Independencia a festejar el unilateral “asueto” [8]. La travesura, más allá
de exponer las fisuras que tiene el sistema de control frente a las nuevas tecnologías y más allá de
la falta que quedó reflejada en la libreta de asistencia de cada uno de los que no fueron a la
escuela, nos habla de acciones con un alto contenido simbólico, cuya proyección política aún no
ha sido debidamente evaluada.

No hace falta dilatarse en explicaciones científicas o académicas para advertir la dimensión de lo


que estamos diciendo. Se percibe en el trato con nuestros hijos, en la desorientación que
experimenta la política, en la fragmentación comunicativa, en la crisis de crédito y de credo, en la
deriva del sentido común, en la insustancialidad de conceptos que hasta hace poco eran robustos y
detentaban una idea del mundo que marcaba el ritmo del planeta. Frente a esto, todos los actores
sociales se han visto obligados a revisar sus prácticas. Y este ejercicio, claro está, no sucede sin un
correlato en el que las estructuras institucionales se vean inevitablemente interpeladas, con todo lo
que eso implica para configuraciones corporativas plantadas sobre cimientos centenarios. Pero
más allá de lo remisas que puedan mostrarse muchas de estas corporaciones, su modificación es
un hecho factual que avanza sin demasiadas cortesías. Así como los diarios en papel debieron
reformular, no sólo su manera de comunicar, sino también su modelo de negocio para un soporte
–el digital– que tiende a imponerse, de la misma manera lo deberán hacer la corporación política,
los sindicatos y la universidad. No hay ninguna razón para suponer que lo que le pasó a los diarios
impresos no pueda ocurrirle a las universidades. Como muchos otros actores sociales, la
universidad deberá revisar su rol, su modelo institucional, el sujeto de aprendizaje hacia el que
orienta su empresa y, por lo tanto, su concepción curricular, sus métodos pedagógicos, sus
recursos didácticos, y la competencia de sus perfiles profesionales.
Lo que queda expuesto con todo esto son los vicios y la mayor o menor capacidad desarrollada
por estas instituciones para reformularse en circunstancias de cambio. Y la escuela no es la
excepción. De nada le sirven los antecedentes que le permitieron superar los cimbronazos de otros
tiempos, hoy enfrenta una contienda diferente, que está lejos de resolverse. La rivalidad que en su
momento le plantearon la radio, el cine y la televisión no tiene relación con la competencia que
hoy le plantean las nuevas tecnologías.

En el hogar

La primera manifestación de las nuevas tecnologías que afectó a la escuela, se produjo de un


modo indirecto, en el entorno doméstico, cuando la PC alteró las costumbres e introdujo en la
convivencia un lenguaje fragmentario con prevalencia de la imagen, el sonido y los documentos
digitales. La segunda fase se produjo cuando internet abre una disyunción vivencial entre los
adultos y los niños que cada vez tendría menos puntos de encuentro. La tercera –aunque más o
menos simultánea de internet– vino de la mano de los celulares, extendiendo prácticas culturales
que rompieron la unidad entre tiempo y espacio, dando lugar a una dimensión temporo-espacial
diferente, sin emplazamiento ni dilación. Esto ocurría en las adyacencias de la escuela, todavía sin
una embarazo directo, pero era evidente que se trataba de una cuestión de tiempo; sin embargo, a
pesar de los indicios que anunciaban un cambio, no tuvo el reflejo para advertir que se estaba
generando un conocimiento nuevo que descartaba su bendición. La aceitada maquinaria curricular
que había bajado las ciencias de la modernidad al aula, no pudo dar cuenta de los nuevos saberes.
Eran, son, saberes infieles. Y mientras la escuela se daba tiempo para reaccionar, los chicos,
desarrollaban una idiosincrasia de difícil asimilación, no sólo para los adultos, sino para los
dispositivos sociales en general. Los chicos comenzaron a estar sin estar, a cumplir sin dedicación,
a prescindir de una identidad estable, a actuar sin contender, a reunirse sin encontrarse, a
intervenir sin conducir. Estos modos de ser, convengamos, superan las garantías y las previsiones
de una institución que fue pensada en clave de encierro, con fines higiénicos y disciplinarios, bajo
la hegemonía del racionalismo y el dualismo. ¿Cómo coexisten una institución regida por el
principio aristotélico de no contradicción y una generación que abre su ser–estar a una
simultaneidad tan heterogénea como paradójica e inasible?

Los jóvenes utilizan las plataformas virtuales como estaciones de encuentros no presenciales que
les permiten reconocerse y organizar diferentes aspectos de su vida social, sorteando la potestad
de los adultos, no sólo porque para muchos docentes –y padres– son dispositivos incomprensibles,
sino porque les ofrecen herramientas de desdoblamiento que no figuran en el imaginario de los
que crecieron mirando cine y televisión. Los jóvenes pueden estar y al mismo tempo no estar.
Utilizan canales intersticiales –como los mensajes de texto– que no sólo les permiten burlar los
mecanismos de control intramuros, también les permiten mantener comunicación online con “el
exterior”, por ejemplo, en el mismo momento en que se desarrolla una clase, están en el cine, o
participan de una reunión familiar. Si este comportamiento aún no se extendió al conjunto de la
comunidad escolar, es sólo cuestión de tiempo. Por supuesto, existen quienes prefieren refugiarse
en la impugnación o el escepticismo, sosteniendo que se trata de un indisciplinamiento que hay
que corregir o de una exageración de los enamorados de la tecnología. Pero este fenómeno no es
relativo a la opiniones, como tampoco lo son sus consecuencias. Es parte de la vida cotidiana, y
cada vez más, no sólo porque la tendencia mundial es que cada alumno tenga su propia laptop[9],
sino porque como dice la Ley de Moore, tanto los ordenadores como los teléfonos móviles –entre
otros gadgets– son cada vez más económico y sus prestaciones cada vez más complejas. Lo
corroboran los datos estadísticos cuando nos dicen que en setiembre de 2009 más del 39% de los
hogares argentinos tenían una computadora y 3,5 millones de personas tenía acceso a internet por
banda ancha, con una de las tasas de aumento más altas de Latinoamerica. Las estimaciones
auguran que a fines de 2010 habrá alrededor de 19 millones de usuarios (sobre una población de
39,7 millones de habitantes) y bastante más de 4 millones de conexiones por banda ancha[10].
Vale decir, en un tiempo no muy lejano esta tecnología estará al alcance de toda la población, aún
de los sectores con menos recursos, que mientras estos beneficios no los comprendan sostienen a
los locutorios como sus propias bases de conectividad, lo cual revela algo que ya estaba anunciado
en el acceso –legal o ilegal– al servicio de televisión por cable: que los sectores marginales, no son
marginales a la tecnología en la misma medida que lo son económicamente[11].

En la escuela

¿Cómo hace la escuela entonces para contener este aluvión de “barbaridades”? La pregunta
plantea un dilema controvertido: si las deja fluir siente que se desfigura su rol, pero si no les da
entrada se vuelve anacrónica. El ámbito doméstico, que podría ser una referencia, no aporta una
perspectiva muy alentadora para quienes sienten que su autoridad está en riesgo, pero puede ser un
antecedente muy ilustrativo para observar el modus operandi de una cultura que llegó a vivirse
como una amenaza, pero que hasta el momento no ha demostrado representar un peligro real, tal
vez todo lo contrario.

Las prácticas culturales de “los bárbaros” fueron horadando la resistencia de los adultos hasta
integrarse completamente al paisaje hogareño. Entre otras cosas, lograron algo que hoy puede
resultar un lugar común, pero que diez años atrás era impensable: navegar por internet y chatear
varias horas por día. Hoy es normal que un chico haga sus tareas mientras mira videoclips en
YouTube, escucha su reproductor MP3, chatea y manda mensajes de texto, todo a la vez y casi sin
la negativa de los padres. Las rémoras conservadoras intentaron contraponer esta diversificación a
la efectividad, como si se tratara de dos antagonismos irreconciliables, pero ha quedado
demostrado que no es así. El surfeo por actividades simultáneas (multitasking) no disminuyó el
rendimiento escolar; por el contrario, en muchos casos lo ha mejorado, quitándole argumentos de
prohibición a padres que resolvían la situación a tientas, sin normas en las que apoyarse. En la
actualidad más del 50% de los jóvenes argentinos utilizan las redes sociales para realizar sus
tareas escolares; aunque, contrariando el reflejo de sospecha que asalta a los mayores, no utilizan
la ventaja tecnológica para copiarse; socializan sus tareas del mismo modo que socializan sus
entretenimientos y sus preocupaciones, porque esa es la forma en que se relacionan. Copiarse
forma parte de nuestra lógica, que está sobrecargada de suspicacias, no de la de ellos.

El dilema evidentemente se complejiza. Ante lo cual se puede entrar en pánico y augurar para la
escuela la misma suerte que corrieron los hogares frente a prácticas culturales para las que no
tuvieron respuestas claras; o se puede, en cambio, capitalizar la experiencia hogareña y aceptar el
reto que nos plantean, avizorando en estos antecedentes una lógica relacional que exhibe lo que
podríamos llamar –y de algún modo venimos exponiendo– una nueva manera de habitar el mundo.

En el mundo de “los bárbaros” no se necesita saber todo. Un poco a contrapelo del lugar que
ocupaba la escuela, la biblioteca universal y los manuales de uso de todo aquello que se quiera
saber, están –sin ir más lejos– al alcance de un touch en la gran mayoría de los celulares. Vale
decir que gran parte del equipamiento que aún provee la escuela, parada sobre el paradigma de la
ilustración, tiene una utilidad limitada y anacrónica. Por eso, a diferencia de sus padres, que
fueron marcados por la impronta moderna, “los bárbaros” no quieren saber todo, más aún: tienen
asumido que no pueden saber todo, sobre todo porque no hace falta. Para ellos el designio sagrado
que prescribía acopiar conocimiento, especializarse y perseguir una reputación, devino en un
decálogo con valor arqueológico. El mundo de “los bárbaros” tiene superficie planetaria y su
cultura está compuesta por equivalencias colaborativas que interactúan sobre ese acuerdo base; en
la red, la valoración (ratio) no está dada por lo que cada uno es o tiene, sino por lo que ofrece para
la construcción común. Dicho de otro modo, existe un reconocimiento cada vez más extendido
que no pasa –al menos tan categóricamente– por el tener.

¿A qué distancia se encuentra la escuela de esta concepción con que opera la cultura actual? O si
se prefiere, ¿para qué mundo está enseñando la escuela? ¿Tiene sentido insistir con un modelo
educativo que incentiva la competencia y los diversos modos de atesoramiento personal cuando,
como soñaron muchos humanistas y librepensadores a lo largo de la historia, existe la posibilidad
cierta de asentar una cultura participativa, colaborativa y más equitativa? La situación expone dos
cuestiones que interpelan en pinza:

1. La escuela se fue convirtiendo en un trayecto con desafíos cada vez menos significativos
2. Las instrucciones escolares tienen cada vez menos aplicaciones en la cultura actual

Traducido a un lenguaje más técnico, la escuela ha dejado de plantear desafíos en el sentido que
Piaget definía los “desequilibrios”, para crecer y disponer del mundo circundante; esos saberes-
desafíos hoy son ultramontanos. Es decir: los jóvenes habitan una época para la cual aún no existe
un sistema ni una institucionalidad acordes.

Los desequilibrados

Los “desequilibrios” que provocaba el proceso de aprendizaje, hasta no hace mucho eran
producidos por la escuela y cotejados por la psicología genética; en la actualidad, la naturaleza de
su procedencia los ha dejado fuera de los dispositivos de supervisión. Es decir, los chicos
enfrentan perturbaciones que ya no cuentan con los mecanismos de contención y moderación de
antaño. No estamos diciendo, por si hiciera falta aclararlo, que los chicos fueron abandonados, o
que la presencia de la escuela y la familia haya perdido importancia; decimos, sí, que las nuevas
tecnologías desplazaron sus rutinas hacia vivencias en que los adultos tienen menos injerencia. El
primer retraimiento de los espacios públicos lo produjo la televisión, relegando los picados y los
encuentros en las veredas o las esquinas; el segundo vino de la mano de los peligros que surgieron
en la vida citadina[12]. La actividad pública de los chicos se fue reduciendo a la escuela y –en
algunos casos– el club. En poco tiempo, el videojuego y las computadoras se convirtieron en sus
modos de socializar. Estas prácticas, debido a su creciente sofisticación, fueron requiriendo
destrezas cada vez más complejas y los chicos comenzaron a desarrollar un tipo de vivencia muy
difícil de acompañar para quien no puede pasar varias horas sentado frente a la pantalla. La
situación los llevó, por un lado a que sólo puedan compartir entre ellos, a lo sumo con los
hermanos mayores, y por otro, a que se fueran apartando de los parámetros conocidos,
sustrayéndole a los padres una potestad cara a la educación tradicional: la posibilidad de reconocer
la línea que divide lo conveniente de lo inconveniente, con la consecuente dificultad para
sancionar. La proyección de este esquema de vivencias disociadas abre un hiato irreductible, no
tanto porque los chicos desarrollen capacidades y lenguajes cada vez más complejos –que también
–, sino porque la falta de entendimiento se transforma en falta de reconocimiento y por lo tanto en
un impedimento para construir una identidad, al menos en el sentido que hasta ahora se entendía
esa construcción. En un momento dado, la contención y el reconocimiento del entorno familiar
–que tiene una importancia medular durante los procesos de las funciones psicológicas primarias–
se volvió insuficiente, sin valor de cambio en el mercado de relaciones donde los chicos
interactúan socialmente –en el que empiezan a tallar los procesos psicológicos superiores[13]. Es
como si de pronto la adolescencia se hubiera adelantado diez años. Chicos que apenas tienen diez
años, se han visto compelidos a buscar, brindar y encontrar reconocimiento “fuera” del hogar,
entre sus pares, en el universo de relaciones que les proporciona la red. Por eso, para ellos, la red
no tiene la devaluada categoría de lo virtual que suele tener para los mayores, es real, porque les
proporciona contactos, afinidad, empatía, reconocimiento e identidad.
Surge entonces un proceso de socialización paralelo en el que los chicos enfrentan sus propios
desafíos cognitivos, “desequilibrios” de una índole completamente diferente a los que les plantea
la escuela. Este desfasaje tiene como telón de fondo los vicios residuales de una mirada evolutiva
que ha insistido con poner el acento en los factores biológicos antes que en los factores sociales.
El mismo proceso epocal que desplazó al Estado-nación como molde cognitivo de las ciencias
sociales y las dejó sin marcos interpretativos, ha desplazado el biologicismo como patrón de
medida alrededor del cual era posible pensar los procesos de aprendizaje y diseñar la enseñanza.
El sujeto de aprendizaje ha mutado, es enteramente otro; no se trata, por lo tanto, de reducir la
desventaja instrumental que separa a los docentes de sus alumnos, sino de ubicarse de otro modo
en relación a su objeto.

Ese oscuro objeto del deseo

El sociólogo Gabriel Gatti analiza los fenómenos sociales que en este contexto se fueron
volviendo in-significantes e irrepresentables para la disciplina que tiene por objeto estudiarlos: la
sociología[14]. Son “figuras y dimensiones de la vida colectiva que, aunque existentes, aunque
habitables, aunque dotadas de cierta materialidad, no pueden ser representadas pues escapan de la
lógica que estructura los mecanismos de representación de la vida en sociedad”. Que la sociología
–que en mayor o menor medida otorga los marcos epistemológicos al resto de las ciencias sociales
– no pueda aprehender justamente aquello que le da su razón de ser, nos está dando el volumen de
la situación que atravesamos. Se viven momentos re-fundacionales y el tramo del camino que
recorre la educación, como venimos sosteniendo en este trabajo, forma parte de ese proceso de
transformación.

La educación tiene su propio objeto elusivo. Pero, ¿cómo posicionarse en relación a un objeto que
rehúye? Para llegar a ese punto, sin embargo, hace falta definir el carácter de esa opacidad. Nos
toca indagar, entonces, qué es eso que se vuelve inaprensible en la educación y en qué medida se
asume como tal. Gabriel Gatti dice que al no poder “acceder directamente [al objeto elusor], no
queda más remedio que analizar sus síntomas, rodearlo, bordearlo”. Los síntomas que revelan lo
in-significado, en lo que atañe a la educación, son precisamente los que venimos exponiendo, pero
para no permanecer en el plano de lo anecdótico ni perdernos en elucubraciones fantasiosas,
vamos a analizar el fenómeno a la luz de un concepto de Lev Vigotski que nos permite mensurar
el alcance de lo que estamos diciendo.

Zona de desarrollo

Cuando Vigotski habla de los procesos psicológicos superiores y detalla los modos en que el
entorno social le provee al niño las herramientas que más tarde serán apropiadas e internalizadas
en el funcionamiento intelectual propio, recurre a un concepto teórico que no duda en calificar de
“excepcionalmente importante”: la zona de desarrollo próximo. Vigotski la define como “la
distancia entre el nivel real de desarrollo, determinado por la capacidad de resolver
independientemente un problema, y el nivel de desarrollo potencial, determinado a través de la
resolución de un problema bajo la guía de un adulto o en colaboración con otros”[15]. El concepto
de Vigotski “pone de relieve el carácter orientador del aprendizaje respecto del desarrollo
cognoscitivo”[16], pero sobre todo expone el carácter irreductiblemente social del aprendizaje.
Esto que podría ser una verdad de Perogrullo, no lo es tanto. No sólo porque su teoría pone el
acento en los factores sociales antes que en los biológicos, sino porque jerarquiza la presencia del
otro, en tanto que se constituye en la condición para que surja un “espacio” dinámico de
interacción, a partir del cual las funciones que aún no maduraron, pero que se encuentran en
proceso de maduración, pueden desarrollarse. Mientras que el nivel de desarrollo real está
vinculado al desarrollo retrospectivo, la zona de desarrollo próximo está ligada a lo prospectivo,
precisamente porque hay un otro que con su presencia-mediación habilita la expresión de una
latencia. Son funciones que no siempre logran desarrollarse, sólo en aquellos casos que aparece un
estímulo y la presencia de un “otro”. En este punto la intervención del docente u otro adulto se
vuelve gravitante, porque contribuye a orientar el desarrollo hacia la apropiación de los
instrumentos de mediación cultural[17]. Esta internalización mediada de la cultura es la que
coadyuva la formación de las funciones psíquicas superiores. Hasta ahí lo conocido y apropiado
por la pedagogía, pero los cambios introducidos por la cultura digital alteraron el dispositivo. El
mecanismo que hasta ayer era pasible de seguimientos y teorizaciones en un registro identificable,
se ha reconfigurado. La armonía de la trinidad niño-adultos-cultura, se dislocó.

No es una novedad que la sociedad del último medio siglo ha desplegado un notable in crescendo
en las motivaciones tempranas. Desde muy pequeños los niños son hiperestimulados por la
televisión, los juegos didácticos, la sobrecarga de actividades y el jardín de infantes. Estas y otras
actividades, entre las que podríamos incluir a los títeres, el cine infantil y la publicidad dirigida,
fueron añadidas y reconocidas como parte del entorno de interacción infantil. Pero este esquema
se vio progresivamente modificado desde el momento en que los hogares incorporaron, casi
simultáneamente, la computadora y los videojuegos. En el imaginario doméstico se pensaron con
incumbencias diferenciadas y estancas: la computadora para los padres y las consolas de family
games para los niños. Pero el área de intersección se fue ampliando hasta comprender ambos
entornos en uno solo círculo concéntrico, no sólo por que los niños comenzaron a curiosear en los
escritorios de sus padres y los mayores a solazarse con los juegos de los chicos, sino porque la
tecnología fue ampliando las prestaciones hasta fundirlas y volverlas de aplicación indistinta. Hoy
las videoconsolas proporcionan tantas ventajas como una computadora o un teléfono móvil de alta
gama, son plataformas multimedia, con acceso a internet, tiendas virtuales y servicios en línea. El
intercambio, sin embargo, resultó desparejo. El poder de “daño” que iba a demostrar un equipo
respecto del otro resultó bien diferente, y en poco tiempo la relación dejó de guardar
correspondencia. No sólo quedaron reveladas las limitaciones de los adultos para participar de la
“competencia” –que implicaba, además de ciertas habilidades, mantenerse actualizado sobre las
diferentes versiones de los juegos–, también quedó expuesto que lo que podían generar los padres
con los videojuegos no tenía punto de comparación con aquello que comenzaron a desarrollar los
chicos con una computadora al alcance de la mano; más tarde, con el acceso a internet, el
potencial se vería multiplicado a grados insospechados. El problema, sin embargo, no se redujo al
retraso tecnológico de los adultos respecto de los más chicos; en la carrera, los padres perdieron de
vista algo de sus hijos. Y esto sí tuvo su equivalencia, porque en ese trayecto los hijos también
perdieron algo de sus padres. Las experiencias de los chicos comenzaron a ser sólo suyas, por más
que intentaran contar el modo en que iban superando niveles y les hablaran de Left 4 dead, World
of Warcraft, Metal Gear o de Smash Bros Brawl[18], sus padres no los podían seguir. El corolario
de esa distancia, fue la conquista definitiva de la computadora por parte de los chicos. Con un
mouse en la mano y acceso a internet, comenzaron explorar pantallas como quien pasa de nivel,
pero no se advertía que estaban abandonando un mundo puramente virtual (el de los videojuegos)
para interactuar de un modo efectivo con el mundo de los acontecimientos reales. Las capacidades
que habían estimulado los videojuegos, desarrollando mnemotecnias, reflejos y una dimensión
diferente del error, fueron aplicadas lúdicamente al software y a la vida online. “La gente más
vieja tiene más dudas en hacer algo inseguro. Nosotros queremos experimentar y arriesgarnos. Eso
es lo que tenemos en común”, dice Steve Chen, fundador de YouTube[19]. Es decir, sin una
conciencia real ni una longitud moral de lo que hacían, los jóvenes comenzaron a interactuar
desprejuiciadamente con el mundo de los adultos, y con la misma fruición que podían abocarse a
superar los desafíos de las misiones del World of Warcraft[20], emprendieron la investigación de
los diferentes niveles de complejidad que les presentaba el PhotoShop o el firewall de la NASA,
como de hecho ocurrió[21].
La distancia se extendió, como es lógico, a la relación con el docente y la escuela. Los diseños
curriculares comenzaron a retrasarse respecto de las vivencias de los chicos, a no reflejar su
tiempo, y si bien esto no pasó inadvertido entre los cientistas de la educación, las políticas
educativas sólo atinaron a aumentar la dotación tecnológica, sin que se produzca una
reformulación pedagógica acorde en la grilla de asignaturas.

Llegado a este punto es donde la teoría vigotskiana altera la escala. No en sus enunciados, pero sí
en el esquema que concibe la zona de desarrollo próximo. La idea que postula que “la adquisición
de cualquier habilidad infantil involucra la instrucción por parte de los adultos, tanto sea antes o
durante la práctica escolar”[22], no pierde vigencia, pero se vuelve endeble. La distancia de la que
venimos hablando hace que “la guía de [los] adultos” atraviese contradicciones, impotencias y una
trama de complejidades nuevas que no logra resolver de un modo efectivo. Se produce entonces
un estado de “desamparo” nuevo, que fortalece la otra parte de la regla vigotskiana, la que él había
incluido con una “o” de función alternativa, la que habla de la “colaboración con otros”.

El mundo vivencial de los chicos transita por un camino propio, alejado del código vivencial de
los adultos, y comienza a presentar sus propios “desequilibrios”. Necesitan saber y resolver sus
desafíos, y no pueden esperar los tiempos de la escuela. Comienzan a utilizar las herramientas que
les provee el entorno tecnológico para resolver sus intríngulis. Nadie sabe demasiado, pero todos
saben algo. Surge una cultura colaborativa que, enancada en las aplicaciones 2.0, se potencia y se
hace extensa. Brotan y se multiplican a escala viral los foros y las consultas online. Lo que no se
puede resolver con “la guía de [los] adultos” ni de la escuela, se puede resolver “en colaboración
con otros”. Es una relación horizontal, de pares. Arman tutoriales online, filman sus propios
instructivos que después suben a YouTube. No hay supervisión en el sentido clásico del término.
La intervención de los pares no se origina en la autoridad, se produce desde una experiencia que
por lo general no dista demasiado del que busca ayuda: cada uno se limita a sumar lo que sabe. La
mecánica los ayuda a “resolver problemas” y habilita nuevos “nivel(es) de desarrollo potencial”
que después vuelven a explorar. Esta práctica viral les permite superar fases de complejidad
propias y abrir nuevos “espacios” de interacción, que a su vez estimulan el desarrollo de nuevas
“funciones que aún no maduraron, pero que se encuentran en proceso de maduración”.

Los adultos, sobre todo los docentes, que es lo que aquí nos interesa, no logran operar como antes
en la zona de desarrollo próximo: quedan afuera, estimulando un aprendizaje limitado. La escuela,
que podría participar del nuevo universo conteniendo la estructura cognitiva anterior –que lejos de
perder vigencia, puede incorporarse con renovada salubridad–, no logra constituirse en un ámbito
favorable. La sensación de vértigo es inevitable. Hay una generación que está forjando parte de su
educación sin nuestra supervisión, por lo menos no en la medida de antes, pues si bien los adultos
no desaparecieron del entorno, es innegable que tienen una presencia más relativa. Es más de los
que muchos pueden tolerar.

La situación interpela por sí misma: ¿está preparada la pedagogía para pensar un sujeto
semipresencial, multi-tasking y “polialfabetizados”?, ¿puede la escuela vencer la impronta
moderna y desactivar su compulsión disciplinadora para aplicar en una funcionalidad diferente?,
¿es posible que la enseñanza internalice una gramática nueva, que no ponga el acento en la
predicación y la afirmación?

Final

A pesar de los muchos reclamos que se le hicieron a la escuela para que “rompiera con el modelo
tradicional y resultara más significativa”[23], siempre se mantuvo más o menos indemne. La
escuela, como dice Martín Barbero, sigue reproduciendo ambientes y escenarios del pasado. La
interacción, por lo general, le ha sido históricamente ajena, sencillamente porque implicaba salir
de la cuarentena y abrir las ventanas de los claustros a un mundo que siempre se consideró
contaminante. Pero el proteccionismo que en otros momentos la salvó de los tembladerales, se
volvió un vicio, y hoy le juega en contra.

Esta suerte de genealogía nos permitió revisar la matriz de un procedimiento que poco o nada ha
logrado apartarse de los atavismos que la escuela lucía cuando estaba en el pedestal. Como una
antigua dama de la nobleza, como un jugador de fútbol que fue hábil y elástico, la educación
institucional no renuncia a la nostalgia, vive de ella. Pero, como hemos visto, todo ha dado un
vuelco copernicano, y la nostalgia no le devuelve el sitial que ocupaba en el pasado, hace falta otra
cosa. “Somos testigos de un tiempo en el que se descompone el mundo moderno y la moral
universal y emerge otro, fragmentario, de éticas yuxtapuestas. Esta es la viva complejidad que
representa el desafío al que nos enfrentamos”, dice un intempestivo Michel Maffesoli. Será mejor
recoger el guante que nos golpea en la cara, porque el paso que hay que dar requiere una escuela
que salga “fuera de sí” y se ubique en una perspectiva diferente. El panóptico ya no sirve para
otear todo lo que acontece, hay cosas que han quedado fuera de su órbita, ahora hay un objeto que
rehúye al que hay que alcanzar y acompañar; no estamos diciendo, claro está, que frente a esta
imposibilidad se deben renovar los dispositivos de vigilancia, estamos diciendo que la escuela
debe renunciar a esa función. Hablamos, por lo tanto, de un cambio en el concepto de experiencia.
En términos de un Gadamer que habría que retomar:

“(…) las personas a la que llamamos experimentada no es sólo alguien que se ha hecho el que es a
través de experiencias, sino también alguien que está abierto a nuevas experiencias […] El
hombre experimentado es siempre el más radicalmente no dogmático, que precisamente porque ha
hecho tanta experiencia está particularmente capacitado para volver a hacer experiencias y
aprender de ellas. […] El concepto de la experiencia de que se trata ahora adquiere un momento
cualitativamente nuevo. No se refiere sólo a la experiencia en el sentido de lo que esta enseña
sobre tal o cual cosa. Se refiere a la experiencia en su conjunto. Esta es la experiencia que
constantemente tiene que ser adquirida y que a nadie le puede ser ahorrada. La experiencia es aquí
algo que forma parte de la experiencia histórica del hombre […] En este sentido la experiencia
presupone que se defrauden muchas expectativas, pues sólo se adquieren a través de
decepciones.”[24]

La experiencia de la que hablamos es, por lo tanto, predisposición a nuevas experiencias, sin
renunciar a las experiencias acumuladas. La experiencia de Gadamer es, podríamos decir
utilizando un concepto algo en desuso, una suerte de aprendizaje significativo, donde “los nuevos
conocimientos se incorporan, conviven e interactúan con la estructura cognitiva anterior, que
perdura y gravita”, otorgando poder transformador. Es el tipo de actitud que se necesita frente una
subjetividad ciertamente heterodoxa como la que están construyendo los “nativos digitales”. Sin
esa actitud, la heterodoxia se vuelve inaprensible y la escuela un lamento de despechados. Los
tiempos que corren demandan una institución porosa, que soporte prácticas interactivas, con roles
flexibles y autoridades mudables. Se necesita a la educación “fuera de sí”.

Para eso es necesario afrontar el hiato abierto entre lo que se enseña y lo que es necesario
aprender. Mientras eso no ocurra, los docentes, munidos de las herramientas que, por lo general se
han procurado ellos mismo, se ven compelidos a cargar de sentido aquello que ni la escuela ni la
familia están pudiendo resolver; porque se ven interpelados a dos puntas, por padres
desconcertados que no logran situarse en el tiempo de sus hijos y alumnos que demandan una
consideración más acorde al mundo en el que van a desplegar sus vidas. La complejidad de la
situación y el rango etario de quienes tienen a su cargo el diseño de las políticas educativas, no
facilitan las cosas, pero no es óbice para que las ciencias de la educación, como el resto de las
ciencias sociales que se gestaron en el marco epistemológico de la modernidad y que empiezan a
recibir una nueva generación de estudiantes, revisen los fundamentos en que se sostiene sus
prácticas, sobre todo porque esa es la especificidad de la escuela y de la enseñanza.
Este es un desafío democrático que debería asumir la escuela, mucho más en un país como el
nuestro. Lo que le falte a la pedagogía para entender esto, es lo que le falta a la escuela para
sincronizarse con el nuevo tiempo.

Buenos Aires, junio de 2010

Este trabajo es un capítulo del libro La educación alterada, Una aproximación a la escuela del
siglo xxi, publicado por Salida al Mar Ediciones en octubre de 2010 en la Colección Educación y
Pensamiento. Participan del libro Inés Dussel, Viviana Minzi, Fabián Mosenson, Lila Pagola,
Fernando Peirone, Alberto Quevedo y Paula Sibilia

[1] Pablo Pinau, La escuela en el paisaje moderno

[2] Ver Gabriel Gatti, La teoría sociológica visita el vacío social (o de las tensas

relaciones entre la sociología y un objeto que le rehuye), publicado 2005

[3] En muchas escuelas secundarias sin orientación artística, por ejemplo, todavía se lee y estudia
el Mio Cid, que resulta tan ajeno a la experiencia vital de un joven actual como La Eneida de
Virgilio.

[4] No hace falta aclarar que esto no desmerece la obra de Faulkner ni la de Musil. Sus nombres
son tomados como emblemas de la cultura libresca, como un modo de apropiación del
conocimiento, frente a otro que corrió su eje al mundo de las imágenes, lo desterritorializado y lo
inestable.

[5] Fuente http://www.emc.com/digital_universe y Revista Alambre Nº1

[6] Facebook, además, es sólo una red, hay muchas otras, y así como creció en poco tiempo, sus
usuarios pueden migrar hacia redes que les garanticen el cuidado de su información. Tal el caso,
por ejemplo, de Diáspora: http://joindiaspora.com/

[7] Hay quienes no dudan en decir que “Obama es presidente de Estados Unidos no gracias a la
prensa ni a la televisión ni a la radio, sino a haber sabido utilizar la red”. A diferencia de McCain,
que reacciono tarde, Obama le concedió a las nuevas tecnologías un valor estratégico que terminó
aportando beneficios notables. La incorporación de YouTube, Facebook, MySpace, Flickr y
Twitter, fueron herramientas útiles para recaudar fondos, pero fueron fundamentales para
movilizar votantes que a su vez utilizaban esos recursos para formular propuestas, constituir redes
y organizar nuevos voluntarios.

[8] Al término de este capítulo, ante una convocatoria a una rateada de alcance nacional, el
Consejo Federal de Educación, integrado por los ministros de Educación provinciales, trató el
tema y después de intercambiar opiniones, acordó no promover “sanciones distintas” para los
estudiantes que se sumen a la rateada. El Ministro de la Nación y sus pares provinciales, con buen
tino, llegaron a la conclusión de que la sanción plantea un pleito innecesario.

[9] En Argentina, sin ir más lejos, el martes 6 de abril de 2010 la Presidenta Cristina Fernández de
Kirchner lanzó el programa “Conectar Igualdad.com.ar”, que prevé que en el plazo de tres años
cada alumno de la escuela secundaria tenga su propia laptop, con lo que eso significa no sólo en el
espacio áulico sino en la cotidianidad de esos jóvenes.
[10] Fuentes: Prince & Cooke y Carrier y Asociados.

[11] Ver Julieta Bouville, Cibercafés o la nueva esquina. Usos y apropiaciones de internet en los
jóvenes de sectores populares urbanos, en Ciberculturas juveniles. La Crujía. Buenos Aires, 2008

[12] Esta situación ya no es un patrimonio de la vida urbana, los pueblos se han hecho eco de este
clima, muchas veces fogoneado desmedidamente por los medios de comunicación, y adoptan el
mismo retraimiento.

[13] Vygotsky, Lev. El desarrollo de los procesos psicológicos superiores. Ed. Crítica. Buenos
Aires. 2009

[14] Gabriel Gatti, 2005.

[15] Vygotsky, 2009. Pag. 133

[16] José Antonio Castorina y otros. Piaget-Vigotsky: contribuciones para plantear el debate. Ed.
Paidos. Buenos Aires, 1996.

[17] Ibid.

[18] Cuatro de los videojuegos más populares en 2010

[19] Revista Rolling Stones, enero de 2007

[20] World of Warcraft es el juego más popular de la red. Se juega online y acapara el 62% del
mercado multijugador, con 11,5 millones de suscriptores mensuales.

[21] Jonathan James, por ejemplo, con poco más de 15 años, abrió una backdoor (puerta trasera)
en el servidor del Departamento de Defensa de los EEUU encargado de seguir las amenazas a los
Estados Unidos y sus aliados. Poco tiempo después crackeó las computadoras de la NASA y
accedió a uno de los software más valiosos e importantes del mundo. Si bien es un caso especial,
existen infinitos casos menos notorios que han sorprendido por la combinación de osadía y
habilidad para incursionar en territorios más o menos prohibidos.

[22] Castorina, 1996

[23] Mario Carretero, Introducción al constructivismo. FLaCSo

[24] Hans-Georg Gadamer. Teoría y método, Ed. Sígueme. Salamanca 2007. Pag. 431-2

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