Está en la página 1de 248

FILOSOFÍA Y EXPERIENCIA CONCEPTUAL

Román Cuartango

“Los aspectos de las cosas más importantes para nosotros


están ocultos por su simplicidad y cotidianeidad. (Se puede
no reparar en algo –porque siempre se tiene ante los ojos.)
Los fundamentos reales de su indagación no le llaman en
absoluto la atención a un hombre. A no ser que eso le haya
llamado la atención alguna vez. –Y esto quiere decir: lo
que una vez visto es más llamativo y poderoso, no nos lla-
ma la atención”. (Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas §
129)

1
Índice

1. Razón mundana ........................................................................................................pág. 5


2. Rasgos iniciales de la experiencia...............................................................................pág. 9
3. Razón excesiva...........................................................................................................pág. 17
4. Afinidades estéticas.....................................................................................................pág. 23
5. Apariencia de la determinación...................................................................................pág. 37
6. “Dejar ver”..................................................................................................................pág. 43
7. Lo razonable...............................................................................................................pág. 51
8. La filosofía más allá de sí misma.................................................................................pág. 61
9. Experiencia del pensar................................................................................................pág. 67
10. Problemas de orientación..........................................................................................pág. 73
11. Investigaciones..........................................................................................................pág. 81
12. Arte de la atención....................................................................................................pág. 89
13. Entre la perspectiva y la verdad................................................................................pág. 106
14. Conceptos flexibles y ocasionales............................................................................pág. 117
15. Un concepto concreto.............................................................................................pág. 135
16. Habilitaciones conceptuales....................................................................................pág. 139
17. Ver aspectos.............................................................................................................pág. 146
18. Realidad emergente, reglas e innovación................................................................ pág. 163
19. Experiencia de la palabra: metáforas........................................................................pág. 179
20. Efectos poéticos.......................................................................................................pág. 190
21. El sujeto de la experiencia.......................................................................................pág. 210
22. Identidades..............................................................................................................pág. 226
23. Una individualidad emergente.................................................................................pág. 231
24. Bibliografía..............................................................................................................pág. 246

2
Muchas de nuestras inquietudes poseen una base conceptual. Pero
algunas de ellas tienen que ver directamente con dificultades que se ori-
ginan en nuestra (limitada) capacidad para concebir, por ejemplo, los di-
ferentes y variables aspectos de la realidad. En ocasiones, dicha situación
llega a provocar cambios en la perspectiva desde la que se trata con el
mundo. Este tipo de modificaciones en el equipamiento primario de
ideas forma parte de la experiencia filosófica.
Durante largo tiempo, la filosofía pretendió fundamentar adecuada-
mente todos los demás saberes (las ciencias, por ejemplo) y reconstruir
por completo la cultura misma. En el momento presente, ya casi nadie
piensa que la filosofía constituya la base sobre la que aquella se levanta.
Es más, semejante pretensión se achacaría enseguida a una recaída de la
“enfermedad metafísica” ya superada. Pero esto no significa su final. An-
tes bien, la actividad terapéutica desarrollada ha permitido acumular en-
señanzas sobre el peso de las teorías y también sobre los límites de cual-
quier aspiración al dominio de la realidad. De ese modo, ha contribuido
a evitar las decepciones que se producen cuando aquellas son incapaces
de proporcionar lo que se esperaba, liberando, al mismo tiempo, las ca-
pacidades adecuadas para ocuparse de ciertas características (de lo que
es, al menos en tanto que posible) insinuadas en nuestras intuiciones co-
tidianas. Es así como la formulación de la teoría correcta acerca de lo
verdadero o razonable es sustituida por el estudio atento de lo que ha-
cemos cuando decidimos qué es correcto o razonable. La filosofía se si-
túa, entonces, en una proximidad interesante con otras formas de expli-
cación como la literatura o el arte.
El examen de los problemas definitorios de la racionalidad constituye
el tipo de investigación genuinamente filosófico: dar cuenta de las activi-
dades en las que se encuentran enraizados nuestros conceptos. De ese

3
modo, más que una doctrina hipotética sobre el mundo, de la que se si-
gan formulaciones referentes a qué cosas son y de qué manera son esas
cosas, debe ser entendida como un interrogar que se inicia justamente
cuando se experimenta la limitación o insuficiencia de aquellos concep-
tos. Al respecto, la filosofía tiene bastante que decir.
Las páginas que sigue son el resultado de una cierta lectura de la his-
toria de la filosofía, en la que destaca la figura de Wittgenstein. Lo que se
ha pretendido es conducir el pensamiento hacia el lugar en el que puede
ser, una vez más repetido.

4
1. Razón mundana

El tema del presente ensayo es la racionalidad. Esta comprende di-


versas maneras de ser, de estructurarse, de arreglárselas, de diputar, de
orientarse, e incluso de anquilosarse. Tales formas de proceder dan lugar
a numerosas cuestiones. Junto a preguntas referentes al funcionamiento
de este o de aquel dispositivo, al estándar de racionalidad científico-na-
tural o histórico-humano, etc., aparecen otras inquietudes más generales,
cuya articulación verbal podría tomar la siguiente forma: “algo no fun-
ciona en la razón”, “de acuerdo con la razón, mucho en el mundo care-
ce de sentido”, “la razón, lejos de favorecer el desenvolvimiento de la
vida humana, la estrangula, deseca y aniquila”. A los esfuerzos orienta-
dos a satisfacer una necesidad de este tipo es a lo que vamos a caracteri-
zar como “experiencia filosófica”.
La experiencia afecta a las relaciones que una criatura finita como el
hombre establece con la realidad, precisamente porque se distingue de
ella al tiempo que la toma como objeto. Es propia, pues, del sujeto de
conocimiento, acción, reflexión, expresión, etc. Junto a esta característica
subjetiva podemos ahora poner nombre al otro aspecto del asunto que,
en alguna medida, ha sido ya sugerido: la mundanidad. Es decir, la dis-
posición ontológica para la experiencia; algo más que el simple estar in-
merso en una trama de cosas y hechos: el que estos aparezcan significa-
tivamente articulados (como un mundo), en la forma de posibilidades
con respeto a las cuales uno se comporta. Y lo interesante aquí es justa-
mente la inevitabilidad de la diferencia (distancia) respecto a todas esas
cosas, que son otras aun cuando formen parte, como integrantes necesa-
rios, de las diversas actividades humanas.
Podría discutirse la necesidad de incluir o no en este referirse a…
otro tipo de entidades como las esencias eternas, etc.; ello exigiría un
mundo específico donde cupieran aquellas. Durante largo tiempo tuvo
validez la distinción entre lo propiamente mundano –lo espacio-tempo-
ralmente situado– y lo que no lo es –las esencias y otras entidades trans-

5
mundanas. La mencionada diferencia cobraba mucha importancia cuan-
do había que estatuir regiones ontológicas e incluso grados de ser: lo que
es primaria o verdaderamente y lo que es solo derivada, accidental o
aparentemente. De lo anterior resultaban estrategias que permitían sus-
traerse a las situaciones de la vida, liberarse de la dependencia tanto de
los estados de cosas como del (paso del) tiempo; en fin, de lo mudable e
incierto.
Esta merma de potencia ontológica, experimentada por parte de lo
situado, ha sido corregida en el contexto de eso que se denomina “mo-
dernidad”. Es moderna precisamente la insistencia en el reconocimiento
de la constitución del mundo efectivamente real, que es visto además
como algo no simplemente derivado en el orden del ser. Sus rasgos prin-
cipales serían la diversidad, la particularidad, la variabilidad, la localiza-
ción. Y dada esa insistencia en bajar del mundo de las ideas para ponerse
en contacto con lo verdaderamente real, fáctico y efectivo, la actitud
moderna será aquella que haga posible el logro de la perspectiva ade-
cuada para hacerse cargo de aquello, así como el cultivo de cierto relati-
vismo a la hora de abordar las cuestiones referentes a los fundamentos, la
verdad, la racionalidad, etc. Esta es la intuición que la filosofía, históri-
camente aliada de lo trascendente, debe ahora confirmar: que es admisi-
ble una consideración y manejo racionales de lo situado, histórico, diver-
so.
Pese a todo, aunque la mundanidad aparezca como un rasgo crucial
de la cuestión, ello no hace menos cierto que forma parte asimismo del
modo de ser del hombre su capacidad de ponerse siempre más allá de la
situación. La trascendencia aparecería así, de alguna manera, como un
aspecto de la mundanidad. Pero la actitud moderna, sin despreciar un
cierto sentido de la trascendencia, resulta del abandono de la creencia en
la verdadera realidad o en el verdadero sentido. No es que los dioses ha-
yan abandonado el mundo, como en ocasiones se ha dicho, sino que ya
no se se puede echar mano del dios, entendido como esa referencia tras-
cendente e inevitable de sentido.

6
Por otra parte, la razón se contrae en el sujeto, al verse remitida a la
capacidad de evaluar, ponderar, establecer comparaciones y proporcio-
nes, etc. Frente al mundo, pero involucrado en él, el sujeto se convierte
en la fuente última de sentido, en la postrera instancia de apelación. El
asunto de la verdad pasa a ser una competencia subjetiva, cosa que no
sucedía antes de la transformación moderna de la perspectiva1 .
En un contexto definido por la referencia de un sujeto a su objeto,
aquel no puede remitirse a ninguna otra instancia cuando ha de estable-
cer el fundamento de su propia posición. Se sostiene, podríamos decir,
reflexivamente, no habiendo otra regulación para él que la autorregula-
ción. Incluso el trascender del que hemos hablado debería tener la forma
de una referencia interior: ir más allá de sí mismo como modo de ser él
mismo. Para confirmar, por ejemplo, la verdad de los enunciados sobre
los estados de cosas –es decir: para establecer el acierto de cualquier
apreciación de la realidad, de la adecuación entre lenguaje y mundo– no
es posible colocarse en un lugar externo al de los enunciados, en el lugar
de la realidad en sí o en el punto de vista del ojo de Dios. El sujeto per-
manece necesariamente en el interior de su espacio lingüístico. Única-
mente dentro de los límites del lenguaje tiene lugar el sentido.
Pese a todo, la cuestión relativa a una cierta trascendencia del sujeto
no deja de ser inquietante. Siendo, por una parte, posibilidad y sentido
del mundo y, por tanto, no una de las cosas que hay en él, es a la vez
algo mundano y, por tanto, determinado y sometido a cambio y modifi-
cación, una realidad fragmentada y arrojada en el tiempo. Así pues, es-
tamos hablando de una mundanidad de carácter especial: inmanente-
trascendente. Y este es un asunto que tiene cierta relevancia, pues resulta
casi una exigencia para la actividad del sujeto que pueda proceder como
si fuera trascendente. No obstante, esa curiosa posición más allá de todo
lo real termina descubriéndose, en cuanto se profundiza en ello, como
1
Por el contrario, como ha puesto Gadamer de relieve, un presupuesto primero del pensamiento antiguo y medieval
era la inclusión del conocimiento en el ser: “Lo que es, es por su esencia verdad; es decir, está presente en el presente
de un espíritu infinito, y solo por esto le es posible al pensamiento humano y finito conocer lo que es. En consecuen-
cia, aquí no se parte del concepto de un sujeto que lo sea para sí y que convierta todo lo demás en objetos. Al contra-
rio, en Platón el ser del “alma” se determina por su participación en el ser verdadero, esto es, porque pertenece a la
misma esfera de la esencia a la que pertenece la idea; y Aristóteles dirá del alma que en cierto modo ella es todo cuan-
to es. En este pensamiento no se hace mención de ningún espíritu sin mundo, con certidumbre de sí mismo y que tu-
viera que hallar el camino hacia el ser del mundo, sino que ambas cosas van originariamente juntas. Lo primario es la
relación” (1977, págs. 549-550).

7
una especie de impostura; la reflexividad del sujeto acarrear su propios y
particulares problemas.
En tanto que condición y forma, no resulta por completo ajeno a lo
que hay: se encuentra traspasado de lado a lado por su relación con la
objetividad. En lo que toca, además, a sus propias facultades, él tiene la
última palabra, no hay instancia trascendente en sentido estricto: se tras-
ciende a sí mismo, lo que significa que puede llegar a establecer pautas,
normas, principios, pero que todo ello se encuentra comprendido en la
posición y la acción de esa subjetividad. Y podríamos decir que lo com-
prendido en la acción subjetiva se encuentra a mano, es algo con lo que
se trata, que se alcanza o se pierde, que puede alejarse por la misma ra-
zón que puede acercarse…
A esa manera de involucrar, de concernir, que da pie a una relación
que tiene consecuencias para la configuración sucesiva de la posición
subjetiva, es a lo que podríamos denominar “experiencia”. Se trata, pues,
de un movimiento en el que suceden ciertos acontecimientos que dan
lugar a trans-formaciones2 .

2 “Hacer una experiencia, erfahren, significa, en el sentido preciso del término: eundo assequi, obtener algo en el ca-
minar; alcanzar algo en la andanza de un camino” (Heidegger, 1987, pág. 152).
Más adelante –pág. 153–, continúa: “Experimentar, hacer una experiencia, es el caminar a lo largo de un camino”.

8
2. Rasgos iniciales de la experiencia

El significado especial de experiencia empleado en el capítulo ante-


rior restringe la mirada y la concentra sobre determinados aspectos que
han de ser destacados en nuestra reflexión. Pero tal vez fuera convenien-
te, de entrada, adoptar una perspectiva más lejana y general sobre el
asunto. En su Diccionario de Filosofía, Ferrater Mora, después de definir-
la3, indica que hay dos sentidos principales del término: “(a) la experien-
cia como confirmación, o posibilidad de confirmación, empírica (y con
frecuencia sensible) de datos, y (b) la experiencia como hecho de vivir
algo dado anteriormente a toda reflexión o predicación”. Relacionado
con ello se encuentra también el sentido que hace referencia a cierto co-
nocimiento, particularizado y amplio a un tiempo, que resulta de la prác-
tica, del trato con los muchos casos singulares –se tiene experiencia o se
es experimentado. En todos los significados anteriores, lo que está en
juego es la capacidad para prestar atención a la realidad compareciente,
una destreza que se debe lograda. Esto es lo que genera el significado de
“experiencia” como un obtener algo en la andanza del camino. ¿Qué se
obtiene?; precisamente una imagen adecuada y una capacitación ajusta-
da (a las situaciones).
Entre todos los sentidos aparece también la sugerencia de “un en-
cuentro con la otredad o una confrontación con obstáculos –ese “peli-
groso viaje” aludido por las raíces latinas de “ex-periri”– que nos lleva
más allá de nuestros puntos de partida” (Jay 2003, pág. 15). De ahí que
mediante el uso de la palabra “experiencia” se haya pretendido en mu-
chas ocasiones mencionar algo que desborda los conceptos y el lenguaje
mismo, “aquello que, de tan inefable e individual, no puede ser referido
en términos meramente comunicativos” (Ibíd., pág. 21). La experiencia se

3 “(1) La aprehensión por un sujeto de una realidad, una forma de ser, un modo de hacer, una manera de vivir, etc. La
experiencia es entonces un modo de conocer inmediatamente antes de todo juicio formulado sobre lo aprehendido. (2)
La aprehensión sensible de la realidad externa. Se dice entonces que tal realidad se da por medio de la experiencia,
también por lo común antes de toda reflexión –como diría Husserl, pre-predicativamente–. (3) La enseñanza adquirida
con la práctica. Se habla entonces de la experiencia en un oficio y, en general, de la experiencia de la vida. (4) La con-
firmación de los juicios sobre la realidad por medio de una verificación, por lo usual sensible, de esta realidad. Se dice
entonces que un juicio sobre la realidad es confirmable, o verificable, por medio de la experiencia. (5) El hecho de
soportar o “sufrir” algo, como cuando se dice que se experimenta un dolor, una alegría, etc. En este último caso la
experiencia aparece como un “hecho interno””.

9
las tiene que ver, así, con algo que excede todo lo aprehensible, expresa-
ble, manejable, y que permanece en el ámbito de la intimidad subjetiva:
aquello en lo que consiste la experiencia de un sujeto, su experiencia.
Esta sería básicamente irreductible e inconmensurable, y solo en parte
traducible a un lenguaje común.
De esta forma, la apelación a la experiencia sugiere que hay un lími-
te a lo manejable en el espacio de las razones, algo que afecta además
no al sujeto trascendental –que se mueve ya dentro de él–, sino al sujeto
situado, singular, fáctico, histórico, etc. –ese que tiene la experiencia. Y
precisamente porque esto es así, hace referencia a la receptividad, al es-
tar abierto a nuevos estímulos que puedan integrarse, pero también mo-
dificar lo contenido en aquel espacio. En cualquier caso, esa apertura
para lo diferente, lo emergente, implica la posibilidad de modificarse
para asumir lo extraño, un viaje de la razón misma.
La experiencia se encuentra, pues, sometida a una condición inelu-
dible: la necesidad de ejercitarse, por un lado, para el logro de una
aprehensión adecuada y, por otro, para una más afinada capacitación. La
exigencia básica es aquí prestar atención a lo efectivamente real sin que
ello se reduzca a una mera coartada para la imposición de fines trans-
mundanos. El sujeto debe involucrarse de tal forma en lo real que termi-
ne transformando no solo sus fines sino también su propia constitución.
Esto último es lo que sucede cuando la experiencia es entendida con su-
ficiente radicalidad, es decir, cuando la atención a lo compareciente sa-
tisface la exigencia de la máxima concentración. Entonces cualquier otro
interés parece estar de más. Lo único que destaca es la situacionalidad
de cada hacerse presente. Pero como en el foco de la atención solo está
lo que comparece, acompañado, si acaso, por la exigencia de algún
concepto que dé cumplimiento precisamente a la experiencia de algo, el
fenómeno experiencial debe comportar movimiento, modificación de las
posiciones de partida, inadecuadas para lo compareciente mismo. Así
tiene lugar un aprendizaje: se aprende, poco a poco, cómo debe ser
aprehendido el mundo. Y el sujeto se va constituyendo a medida que se

10
conforma a lo que tiene a su alrededor, a medida que se vuelve más ca-
paz.
Ahora bien, la insistencia en la singularidad de lo que acontece no
tiene por objetivo la reivindicación de algún tipo de empirismo radical.
No se trata de buscar el contacto anterior a la esquematización concep-
tual, o algo parecido. El fenómeno que se quiere destacar, por el contra-
rio, es aquel que tiene que ver con la manera en que la razón subjetiva se
encuentra involucrada en un movimiento de decepciones que es provo-
cado porque las cosas no encajan del todo en sus definiciones o deter-
minaciones. Pero además ese desencaje no es el resultado de una distor-
sión de carácter epistemológico; representa la prueba de que sujeto y ob-
jeto se encuentran conectados por lazos pragmáticos. Si se habla de una
conexión experiencial de lo subjetivo y lo objetivo es porque el desencaje
ha de producir necesariamente la modificación de las expectativas bási-
cas de la intencionalidad, dando pie a una experiencia genuina. Como
sucede en el caso de la vivencia, la separación entre sujeto y objeto pre-
supone una relación pre-reflexiva entre ellos, una unidad que es correla-
to lógico de la distinción.
De lo dicho se sigue que la experiencia se halla estrechamente vin-
culada con la atención a lo compareciente, sin que quepan “saltos atrás”.
Ello pone en juego algunos elementos de importancia: la singularidad de
principio, la práctica en la que se ejercita la aprehensión y que va confi-
gurando un espacio para la formación del sujeto cognoscente. Pero ese
movimiento representa sobre todo, como se acaba de indicar, un resque-
brajarse de las expectativas, del que no resulta algo positivo, sino más
bien la negación que se expresa de maneras similares a estas: “no es esto,
“no es así”, “no encaja”.
Gadamer, al que debemos un estudio pormenorizado de los elemen-
tos que integran la experiencia, distingue una doble manera de emplear
el lenguaje en este contexto. Por una parte, se habla de aquellas expe-
riencias que se integran en nuestras expectativas y las confirman; de otro
lado se encuentran aquellas experiencias que se hacen. Estas, las genui-
nas, tienen, como hemos señalado, un carácter negativo. De tal modo,

11
hacer una experiencia con un objeto significa que hasta ahora no había-
mos visto correctamente los aspectos y las circunstancias que rodean al
asunto. Pero, de entrada, lo que sucede es únicamente que algo no enca-
ja, y esto se manifiesta sintomáticamente en la imposibilidad de dar
cuenta, de remitir a regla, a orden. Gadamer señala a este respecto que
“…la experiencia es en primer lugar siempre experiencia de algo que se
queda en nada: de que algo no es como habíamos supuesto” (1977, pág.
430). Este proceso es, según se ha dicho, esencialmente negativo: consis-
te en el desmoronamiento de los supuestos, al que acompaña la perpleji-
dad y la decepción. Sin embargo, estas solas no dan lugar a una expe-
riencia completa; representan el simple colapso del sentido. Por eso sue-
le haber más. Ese algo que se queda en nada desata la inquietud y consti-
tuye el inicio de un movimiento del pensar: el vacío debe ser llenado. La
actividad experiencial se orienta entonces hacia la constitución de un
nuevo punto de vista que haga posible apreciar aquellos aspectos de la
realidad que anteriormente quedaban cubiertos por la sombra. Y el logro
de nuevos puntos de vista representa, como se ha indicado anteriormen-
te, la formación de la subjetividad. Un sujeto trans-formado– sería, así, el
fruto de un ejercicio de disciplinada atención.
La diferencia entre modelos experienciales tiene, para Gadamer, una
consecuencia importante:

“…el objeto con el que se hace una experiencia no puede ser uno cualquiera sino que
tiene que ser tal que con él pueda accederse a un mejor saber, no solo sobre él, sino también
sobre aquello que antes se creía saber, esto es, sobre una generalidad”. (Ibíd., pág. 429)

El sujeto de la experiencia se convierte en el verdadero fin de la


misma. Se transforma al capacitarse para manejar lo que antes resultaba
imprevisible. Con todo, también es cierto que, al irse formando, el sujeto
adquiere determinaciones que lo limitan: se ensancha el territorio de lo
que no puede ser objeto de nueva experiencia, ya que esta tiene que ver
con lo inesperado. Pero también en esto reside el carácter reflexivo final
de toda experiencia: la conversión de lo inesperado en lo previsible obli-

12
ga al sujeto a invertir el sentido de su atención, volviéndola sobre sí
mismo. Y es, entonces, cuando se alcanza el grado superior: se hace
consciente de su experiencia, se ha vuelto un experto. De ese modo, ha
“ganado un nuevo horizonte dentro del cual algo puede convertirse para
él en experiencia”4.
Gadamer ha insistido, además, en que la experiencia debe ser en-
tendida como un proceso abierto, puesto que tiene que ser constante-
mente adquirida y a nadie le puede ser ahorrada. Una persona experi-
mentada se distinguiría entonces por presentar dos características bási-
cas: debe haberse hecho a través de experiencias y debe también estar
abierta a nuevas experiencias. No obstante, ya hemos señalado que, pre-
cisamente porque se ha vuelto más experta, las oportunidades para que
surjan aquellas se tornan cada vez más escasas; ante ella se tiende un ho-
rizonte de previsibilidad que se va ensanchando.
El resultado de la experiencia genuina es un sentido precario. Si lo
que está en juego es el esfuerzo para aprehender lo individual5 , lo emer-
gente, será necesario mantenerse atento, con el objetivo de que la reduc-
ción determinativa no se imponga. Ese ejercitado empeño es el que, a la
postre, irá produciendo la competencia imprescindible para hacer distin-
ciones y establecer enlaces: para ordenar. La afirmación de lo diverso en
el curso de un disciplinado acceso fenomenológico es lo que proporcio-
na destreza y termina configurando la figura del experto. Pero ser capaz
de orientarse no es lo mismo que haber logrado una evidencia clara y de-
finitiva del ser de las cosas, que haga posible una determinación inmodi-
ficable. La orientación descansa aquí únicamente sobre bases pragmáti-
cas, históricas, es decir, finitas, variables, mudables… Solo en este senti-
do puede decirse que la experiencia constituye la fuente más primaria de
orientación, aquella de la que, pese a su precariedad, beben todas las
demás.

4
Ibídem. Este aspecto reflexivo presenta para Gadamer una importante incitación filosófica: “En realidad la conciencia
filosófica comprende lo que verdaderamente hace la conciencia que experimenta cuando avanza de lo uno a lo otro:
se da la vuelta. Hegel afirma, pues, que la verdadera esencia de la experiencia es esta inversión” (pág. 430). “El con-
cepto de la experiencia quiere decir precisamente esto, que se llega a producir esta unidad consigo mismo. Esta es la
inversión que acaece a la experiencia, que se reconoce a sí misma en lo extraño, en lo otro” (pág. 431).
5
“Individual” significa aquí lo que no termina de encajar del todo. La individualidad será, pues, ese rasgo que hace
exceder, diferir la determinación y que pone en juego la experiencia genuina.

13
Aquí despunta un aspecto crucial para el trabajo de la razón. El
asunto radica en la manera en que se relacionan ese aprecio de lo diver-
so, que opera sin referencia completamente determinante –solo con una
ejemplarizante–, y el necesario establecimiento de algo universal, sin lo
cual no hay pensamiento, ni determinación, ni decir siquiera. La situa-
ción es la siguiente: cuando se afirma la diferencia inherente a lo real, la
dificultad viene planteada por la necesidad de producir algún sentido
susceptible de ser fijado y, lo que es lo mismo, extraído del contexto que
lo vio nacer, universalizado, etc. Lo que interesa aquí es precisamente el
hecho de que la universalidad sea resultado de una cierta operación rea-
lizada sobre la experiencia, pues de esa forma se encuentra afectada por
lo finito, situado, temporal, y se ve traída de regreso desde el más allá
eterno al mundo cambiante. La exigencia sigue siendo la producción de
un sentido con el que operar en esta o aquella circunstancia; así pues,
una cierta generalización, pero una que tenga lugar a través de la expe-
riencia.
La problemática relación que se da entre los elementos menciona-
dos se aprecia ya en el modo de abordar el contenido de la experiencia.
Lo que en ella se presenta es fijado, de entrada, como un “esto” (un obje-
to, un evento…). Pero esto no es nada hasta que no se establezca un qué,
mediante la predicación de algún contenido (conceptual). Vista así, la
experiencia cognoscitiva que tiene lugar en situaciones normales produ-
ce como resultado inmediato una subsunción: poniendo cada cosa en un
lugar (que será el suyo). Esto supone: 1) que hay un sitio ya establecido y
2) que ese lugar tiene que haber sido instituido mediante algún procedi-
miento. El orden del sentido cognoscitivo es entonces el que va desde los
conceptos ya a disposición, que dotan de contenido, a lo que se presen-
ta, sin más, en la experiencia: consiste en la inclusión de esta en el espa-
cio de razones (el sometimiento kantiano de la receptividad a la esponta-
neidad).
Pero si la experiencia resulta crucial en el proceso de conocimiento,
entonces también de ella deberían provenir las claves para la formación
de los conceptos sin los que no se produce aquel. De esta manera, debe

14
ser posible dar la vuelta a la experiencia para tomarla en sentido inverso:
el que va desde las cosas a los conceptos. Podríamos decir entonces que
no consiste únicamente en identificar y clasificar, sino que también con
su concurso son elaborados los instrumentos mediante los que se lleva a
cabo la clasificación. No obstante, esto que acabamos de decir acarrea
consecuencias: si ella misma proporciona las claves y establece incluso
los principios, ¿no podrían estos, por su mediación, ser transformados o
sustituidos por otros?, ¿no es posible crear un orden diferente de clasifi-
cación?
La dependencia del ejercicio experiencial expone a los conceptos a
que sea la continuación de este mismo el que los modifique o los vuelva
obsoletos. Además, si los conceptos sufren transformaciones es porque a
lo largo del recorrido van apareciendo distintos aspectos de la cosa. A su
vez, la nueva perspectiva conceptual vuelve más experimentado al suje-
to, capaz de percibir muchos más aspectos de la cuestión. Así pues, pen-
sar y cosa varían a la par. Cuando se concibe la situación experiencial de
esta manera, deja también de tener importancia el dilema escéptico refe-
rente a si los conceptos se adecuan a la realidad, porque, ciertamente,
esta ya no puede ser tomada por algo separado de la experiencia misma.
Y de esta forma nos aproximamos al punto central: aunque la expe-
riencia sea una condición del orden, de la capacidad de identificar y cla-
sificar de acuerdo con reglas disponibles, también proporciona orienta-
ciones para la creación de órdenes diferentes, con lo que opera como un
instrumento de desorden momentáneo: “esto no encaja, es excesivo”, las
cosas no son como se creía que eran. Sin embargo, no es algo secunda-
rio; esa práctica innovadora constituye, antes bien, uno de los significa-
dos más importantes de la experiencia genuina o radical.
Pese a todo, habría que tener cuidado con no llevar a cabo una hi-
póstasis de la experiencia. En su sentido genuino o radical, que apunta al
acto de poner en suspenso la conclusión determinativa, se trata de algo
que no produce otra cosa que el deslizamiento del punto de vista, la mo-
dificación de la perspectiva. Pero, precisamente por esto, resulta opor-
tuno insistir en la pregunta: ¿qué es lo que se obtiene?; pues, si no hay

15
propiamente determinación, ¿qué sucede? En una experiencia radical –
que va adoptando cada vez nuevos puntos de vista– se puede ir fijando
esto y aquello, pero incluso esto y aquello es aún provisional y cabe que
sea otro. Sin embargo, aunque no sea un conocimiento, tampoco podría
ser considerado la mera nada. En realidad, se trata de un movimiento del
pensar que, como consecuencia del desencaje y la suspensión determi-
nativa, produce modificaciones en un entendimiento que atiende a su
limitación. De ese modo, contribuye también a una posible ampliación
del conocimiento. Del recorrido completo resulta una compilación re-
memorativa en la que cada algo cobra sentido por su relación con el
todo; ella poseería los rasgos de un genuino conocimiento histórico, si-
tuado, finito y temporal, es decir, nunca definitivo6 .

6En realidad, el conocimiento histórico debería ser considerado más como un movimiento del pensar que como un
conocimiento en sentido estricto.

16
3. Razón excesiva

Sabemos ya que la importancia relativa de la experiencia aumenta


con la conciencia de la propia posición. Este escorarse hacia uno de los
lados de la pareja sujeto-objeto da lugar a la separación (en ocasiones
irreversible) entre la instancia subjetiva, que se convierte en la fuente de
todo significado, y la realidad carente de forma. El hombre es el centro
de esta constelación –de conocimiento, de acción, de sentido…–; él es
además el núcleo en torno al cual evoluciona toda racionalidad, que se
encuentra íntimamente relacionada con el orden de la razón humana,
con la lógica, con la coherencia de los fines y de los medios. Este hom-
bre desplaza de su lugar a los dioses. La consecuencia de ello es que
también la mundanidad del mundo se descubre como competencia de la
razón subjetiva.
La conciencia (cognoscitiva y moral), el sujeto de la subjetividad, el
yo, trascienden al mundo que, sin embargo, no sería nada sin ellos. La
realidad en su versión más amplia representa lo objetivo, aquello que se
opone. Pero al mismo tiempo el hombre sigue siendo carne, materiali-
dad, concreción histórica. La historia y la conciencia se hallan disociadas
hasta tal punto que incluso lo que los propios hombres han producido
adquiere la categoría de objeto, de artefacto frío y extraño, como una es-
pecie de naturaleza. A la vez que juega el papel de lo transmundano,
como conciencia trascendental o como libertad y autodeterminación, el
hombre (también) se cosifica. Consecuencia de lo anterior es la necesi-
dad que tiene el pensamiento moderno de esforzarse para lograr la re-
conciliación entre lo subjetivo y lo objetivo (o entre la conciencia y la
historia).
En cualquier caso, el hombre parece hallarse a la vez dentro del
mundo histórico –que es su mundo, aquello que no tendría razón de ser
sin su concurso– y fuera de él, en tanto que su condición de posibilidad
lógica y moral. A causa de ello, se encuentra solo. Cuando debe afrontar
las cuestiones primordiales de la racionalidad –verdad, valor–, de la cual

17
él es el único depositario, no puede servirse de medios externos. De ahí
la importancia de la experiencia. En tanto que movimiento de decepcio-
nes y reconfiguraciones, ella involucra, como se ha visto, a un sujeto, al
mismo tiempo trascendental y mundano, colocándolo en las situaciones
en las que ya está siempre tratando de hecho con cosas y comportándo-
se, de manera concreta, con respecto al ser de ellas y al ser propio. Úni-
camente de la experiencia pueden provenir las orientaciones necesarias
en asuntos de racionalidad, que envuelven siempre las relaciones entre el
sujeto y el objeto. Tiene que ser posible extraer de ellas las determinacio-
nes principales de la subjetividad del sujeto o, lo que es lo mismo, de la
humanidad del hombre. Tales determinaciones no pueden ser tomadas
simplemente de su constitución objetiva, puesto que hemos visto que la
trascendencia forma parte asimismo de su ser. En tanto que mundanidad
del mundo el hombre es siempre más que mera cosa; y la mundanidad
puede ser indagada atendiendo a la experiencia si entendemos que esta,
como ha señalado Robert Brandom, no es otra cosa que el proceso me-
diante el cual los sujetos se definen y determinan a sí mismos como el
lugar de todo dar cuenta (2004, pág. 51).
Ahora bien, al convertirse la experiencia en un lugar que podría
considerase a la vez trascendental e histórico, se producen algunas modi-
ficaciones de importancia. La primera de ellas es la que corresponde al
giro pragmatista que acontece en los asuntos del sentido, la verdad, la
lógica, la ética, etc. Puesto que el trato con las cosas ya no es un asunto
secundario, las cuestiones de procedimiento pasarán a ser básicas.
La conversión de la actividad práctica del sujeto en un aspecto prin-
cipal de las preguntas atinentes a la racionalidad es lo que dará pie ense-
guida a la sustitución del paradigma de la conciencia trascendental por el
de la intersubjetividad lingüística, que permitirá prestar atención a las
prácticas sociales a la hora de abordar los asuntos referentes a las condi-
ciones de posibilidad del conocimiento y la acción. Cuando la experien-
cia ya no es concebida como un espejo de la naturaleza, es decir, cuan-
do es entendida como aprendizaje mediante la atención, entonces la on-
tología se historiza. La variabilidad, particularidad, multiplicidad, finitud,

18
etc., se agrandan hasta cobrar la relevancia de un asunto que no debe ser
desatendido. Ya no pueden ser despreciados como si se tratase de algo
accidental; ello, como es de suponer, obligará a una reelaboración radi-
cal de los conceptos de “esencia” y “sustancia”. De ahí que cobren im-
portancia relativa las particularidades, y que la pierda la aspiración al
común denominador, lo universal, la unidad. Y cuando se trata de dar
cuenta de lo particular efectivo, entonces el reto consiste en que no se
difumine, hasta volatilizarse, una conveniente experiencia radical de
mundo, una en la que el objetivo no sea, de entrada, la apresurada for-
mación de conceptos.
Finalmente, la experiencia, como ya se dijo, no sería verdaderamen-
te radical si no implicara una transformación de arriba abajo de quien la
hace. Hacer experiencias significa realizar un viaje que modifica sustan-
cialmente al viajero. Este es un tema ya clásico en la modernidad: la con-
figuración de una conciencia que va transformándose impelida por la
exigencia de una adecuación entre su certeza y la verdad misma, tal
como ha sido desarrollada por Hegel en su Fenomenología del Espíritu.
Esta narraba el hundimiento de los presupuestos característicos de una
conciencia enfrentada al mundo objetivo, muy parecida por tanto a esa
situación de la subjetividad de la que venimos hablando. Y lo que iba re-
sultando era, precisamente, una perspectiva desde la cual sujeto y objeto
no eran vistos como entidades separadas, sino como momentos de un
mismo fenómeno. La conciencia transformada se ponía, así, en condi-
ciones de un aprecio diferente de la realidad. Para ello, debía dejar atrás
aquellas figuras que había ido adoptando y que representaban la inscrip-
ción positiva de su capacidad de producción de sentido o su conversión
en una instancia absoluta, sede de una universalidad rígida (que no tiene
en cuenta ni la diversidad, ni la finitud, etc.). En el mundo moderno, una
subjetividad extrema había sustituido como punto de referencia al cielo
transmundano de las ideas; pero, al igual que este, aquella advenía ahora
como una nueva encarnación del desprecio de lo real efectivo.
Ahora bien, la razón que se forma al amparo de esta subjetividad
absoluta tampoco logra satisfacer los anhelos de felicidad de los hom-

19
bres. No solamente se muestra incapaz de dotar a estos de los instrumen-
tos necesarios para un trato comprensivo y benéfico con el mundo –que
les permita superar el temor a una peligrosa y enorme naturaleza siempre
inquietante–, sino que contribuye a que surja aún mayor inquietud e in-
certidumbre. Los artefactos de todo tipo que la razón ha creado –disposi-
tivos técnicos, sistemas socio-económicos e institucionales, etc.– se con-
vierten en una especie de segunda naturaleza, más extraña y peligrosa
incluso que la primera. No parece haber manera cabal de abarcar com-
prensivamente el polo subjetivo y el polo objetivo. El yo se encuentra en-
frentado a peligros diversos, por lo que adopta la posición del cazador
que acecha con el propósito de doblegar esas fuerzas exteriores. Pero en
realidad estas carecen de verdadera potencia ontológica, que le corres-
ponde más bien al polo subjetivo; solo están en condiciones de resistirse,
como opaco material, a ser traspasadas por el sentido. La única opera-
ción en este escenario es, pues, la lucha por el dominio; algo muy distin-
to del reconocimiento de una identidad que diera lugar a una perspectiva
más comprensiva y, con ello, a la reconciliación.
La razón subjetiva debe experimentar su propio desengaño, apren-
der que las cosas no encajan en sus modelos, que el cumplimiento del
sentido se aplaza, que la realidad se resiste a los intentos de aprehensión
y control, con lo que se muestra como algo no precisamente inerte. Al
contrario, se trata más bien de lo incomprensible ante lo que la razón y
la voluntad humanas se quiebran y son abatidas. Esto es lo que sucede
con la experiencia, siempre negativa, de las contradicciones que acarrea
la cosificación de las relaciones sociales y de las vivencias personales,
del logocentrismo, de la ruptura de la diferencia ontológica de carácter
metafísico y, en fin, de todas cuantas abstracciones sean realizadas por
un entendimiento unilateral y vanidoso. El mundo racionalizado –corta-
do a la medida de una subjetividad intervencionista que se sirve de las
cosas sin atender a su constitución– se confronta de esta manera con la
experiencia de su desgarramiento. Y de tal confrontación resulta un cierto
movimiento escéptico que dirige sus preguntas a la razón misma: ¿qué
significa “racional”?, ¿la racionalización característica de la generaliza-

20
ción moderna es racional?, ¿o, en cualquier caso, es toda la razón?, ¿que
pasa con la diversidad, no solo de formas de vida, sino también de situa-
ciones, circunstancias?, ¿cuál es su sentido?, ¿hasta que punto la razón
misma no es una fuerza de la vida que puede perder el control y que, de
hecho, lo ha perdido?, etc.
La razón, el principio constructivo de los edificios que integran la
ciudad del hombre, se vuelve cuestionable. Ello sucede a la par que se
acrecienta la sospecha de que un exceso de razón no sería racional del
todo, a veces ni siquiera en lo que este atributo tiene de más genuino.
Parece que una característica suya imprescindible se hubiera perdido
bajo su imperio ilimitado. “Racionalización” y “racional” no coinciden,
al menos en ciertos usos. “Racionalización” haría referencia al desarrollo
de técnicas que hagan posible determinar y, en último término, disponer
de aquello con lo que es necesario operar; es decir: control, manejo,
dominio. Lo que esto trae consigo es la cosificación y el aplanamiento de
la vida, que originan esa sensación de ser un extraño en el mundo propio
que se apodera del hombre moderno (Weber, Adorno, Horkheimer, Kaf-
ka, etc.). Por su parte, “racional” hace referencia a capacidad de enlace,
a visión de conjunto y universalidad no abstracta. Apunta, así, a una
suerte de subjetividad mediada con la vida, lo que no concuerda bien
con la labor de una razón que, según numerosos diagnósticos, se ha
aliado estrechamente con el dominio y que tiende inevitablemente a
producir un mundo uniformizado, así como una universalidad abstracta
al servicio del manejo técnico de la realidad.
Sin embargo, esta distinción puede parecer artificialmente forzada
cuando se tiene en cuenta que toda acción racional procede siempre
mediante la identificación y la reducción. Así lo señala Habermas a pro-
pósito de la crítica adorniana al pensamiento identificador:

“Todo pensamiento conceptual, todo pensamiento que se eleve por encima de la mera
intuición, también el dialéctico, ha de proceder identificando, y, en este sentido, traiciona la
utopía del conocimiento: “Lo que… de la verdad puede captarse a través de los conceptos por
encima de la extensión abstracta de estos no puede tener otro teatro que lo reprimido, lo des-
preciado y lo rechazado por los conceptos. La utopía del conocimiento sería exponer lo sin

21
concepto en conceptos sin asimilarlo a estos. Tal concepto de dialéctica despierta dudas sobre
su posibilidad””7.

El pensamiento determina, es decir, fija e identifica, convirtiéndose


de ese modo en un instrumento para satisfacer la necesidad de orienta-
ción humana en el mundo. La razón, en la medida en que persigue fines,
debe ser considerada instrumental. No obstante, un asunto bien diferente
es el de si la acción racional se reduce a ello o puede incluir modalida-
des comprensivas (comunicativas, reconciliadoras, etc.). Expresado en
forma interrogativa: ¿la “razón instrumental” es la única razón o puede
haber otras?, ¿qué sería lo otro de ella? Esto no podría ser definido en
enunciados consistentes, puesto que si toda la razón es instrumental y
todo pensamiento es identificador, solo cabría una referencia marginal –
impropia en sentido estricto– a eso otro que, de ser definido, caería del
interior a la razón (instrumental).
Estaríamos apelando, entonces, a una razón anterior a la razón mis-
ma y, quizás, perteneciente a un translugar de carácter mítico. ¿O tal vez
podríamos hablar de una razón más desarrollada, atenta a la práctica ex-
periencial, que se adaptara de alguna manera a lo que viene a su en-
cuentro? ¿Cómo tendría que estar constituida y cómo habría de actuar
una razón que no fuera instrumental, dado que se trata de un dispositivo
para conservar y acrecentar la vida? ¿Cómo habría de ser concebida esa
suerte de razón experiencial? La respuesta a estas preguntas exige reco-
rrer el camino de la experiencia racional, de su fenomenología y de su
pragmática; exige, como se ha dicho, que razón y racionalidad sean me-
ros supuestos; exige hacer preguntas que se sitúan en el punto cero de la
constitución ontológica y epistemológica, preguntas que siempre han
sido consideradas competencia de la filosofía.


7
Teoría de la Acción Comunicativa, vol. I. Madrid, 1987, pág. 474. La referencia a Adorno es la siguiente: Negative
Dialektik, en Gesammelte Schriften, VI, Frankfurt, 1976, pág. 21.

22
4. Afinidades estéticas

La filosofía se pregunta por los diversos modos de comparecencia


ontológica, sobre todo por la manera en que la razón se refiere a ese
comparecer. Descubre entonces que las cosas no se encuentran determi-
nadas con independencia de los contextos de comprensión y de acción
en los que se ven inmersas; que, en realidad, son cosas del pensar, cosas
de la acción, cosas de la intencionalidad, etc. El reconocimiento de la
importancia de dichos conceptos es lo que se pretende asegurar median-
te la indicación de que las cosas son prágmata8, o desde una considera-
ción pragmatista.
Partiendo de esta perspectiva, la filosofía se ve obligada a prestar
atención sobre todo al lugar en el que se produce el contacto entre el
pensamiento (y la acción) y lo real, así como a los modos de ese contac-
to. Cuando se trata de lo que viene al encuentro, la mirada filosófica se
detiene en el producirse y darse mismos. Es decir, no importa tanto el re-
sultado como el estadio anterior al de la constitución o determinación.
De esta forma, la labor filosófica no consiste en la simple aplicación de
un concepto determinado. Habría que decir más bien que ella apunta a
la experiencia en tanto que tal, con lo que se ocupa primordialmente de
caracterizar, si es posible, el procedimiento mediante el cual se forma di-
cho concepto.
Precisamente porque el saber que administra la filosofía es proble-
mático, al no tratar de cosas o hechos del mundo, su trabajo no puede
ofrecer una teoría, esto es, una estructura perfectamente articulada. El sa-
ber que ella produce tendría más bien el carácter de un proceso abierto,
pegado a las particularidades de una senda que no ha sido ni descubierta
ni inventada: el camino de la cosa misma, que se despliega precisamente
a la par que se realiza el esfuerzo del pensamiento.

8 Heidegger ha mostrado que los griegos ya habían intuido este fenómeno. Ellos “tenían un término adecuado para las
“cosas”: πράγματα; es decir, aquello con lo que se las tiene uno que ver en un trato ocupacional (πραζις)”. (1986, §
15, pág. 68)

23
Dado que no tiene a disposición modelos, pautas o principios, que,
como mucho, ante ella se presenta la exigencia de producirlos, la filoso-
fía se ve obligada a someterse a la experiencia, a dilatar la atención, a
agudizar la mirada. Lo filosófico se relaciona así con la perspectiva –la
atención y la proximidad a la cosas, la visión de conjunto–, pero no de
un modo estático; se trata de un aprendizaje con vistas al aprecio de los
correspondientes aspectos de la realidad, lo que exige miradas variadas y
continuamente modificadas.
Estos rasgos, que resultan de una primera aproximación al fenó-
meno, apuntan a una vecindad con la estética de la que convendría ex-
traer un rendimiento metafísico. Podríamos decir que la experiencia filo-
sófica tiene algo de experiencia estética. Un síntoma de esta comunidad,
quizás esencial, es la importancia creciente que han ido cobrado en la
filosofía contemporánea la ontología de la obra de arte, así como la ele-
vación de la estética a la altura de la metafísica; o también el interés que,
en el contexto de la crítica a la razón moderna, se presta a la teoría kan-
tiana del juicio estético.
Kant, en su estudio de la facultad de juzgar, ha elaborado una estra-
tegia que, partiendo del hecho de que tenemos que emitir juicios y que
lo hacemos constantemente, permite establecer orientaciones racionales
en ausencia de un concepto, de una regla que produzca automáticamen-
te la determinación.
Su Crítica de la capacidad de juicio –Kritik der Urteilskraft (KU)9–
aborda algo que aquí nos interesa: la posibilidad de un tránsito entre los
ámbitos de la naturaleza (determinación) y la libertad. Este enlace o, en
términos kantianos, la “raíz común” de lo cognoscitivo y lo práctico, se-
ría lo presupuesto en el acto judicativo –en la comparación y evalua-
ción–; sin embargo –hay que insistir en ello–, no constituye una región
de las facultades cognoscitivas, por lo que no dará lugar a un discurso
específico. La “raíz común”, si llega a comparecer, lo hará en la forma de
crítica de la facultad a partir de la cual puede hacerse efectivo el discurso

9 Lo que sigue tuvo una versión pormenorizada en Cuartango 1995.

24
cognoscitivo mismo: la capacidad de juicio como facultad de la subsun-
ción de lo particular en lo universal o bajo un concepto.
El proceder reflexivo, del que depende la “raíz común” o, dicho de
otro modo, un orden transdeterminativo, un orden de la libertad, se en-
cuentra ejemplificado de manera modélica en el ámbito de aquellos ob-
jetos que siendo cosas son mucho más que meras cosas: las obras de
arte. La importancia de lo estético en la KU reside por tanto en el hecho
de que aquello en lo que tiene lugar la unificación o en donde está pre-
sente la raíz común es un hecho estético: es aquel objeto que puede ser
denominado “bello” (Martínez Marzoa 1987, pág. 51 ss.).
La reflexión es uno de los elementos que constituyen la estructura
básica en torno a la que se construye la KU, apareciendo principalmente
en la forma de capacidad de juicio reflexionante. Para Kant, la capacidad
de juicio en general es “la facultad de pensar lo particular como conteni-
do bajo lo universal” (1968, pág. 179). Pero la reflexionante no consiste
en la aprehensión de un particular por medio de la subsunción en el uni-
versal, sino en el proceso de búsqueda que aspira al universal que con-
viene al particular en cuestión. La referencia a la reflexión que aparece
en “reflexionante” sirve para indicar que ella se encuentra en la base
misma de todo enjuiciar; o dicho de otra forma; que la reflexión y la ca-
pacidad de juicio coinciden, puesto que aquella no es otra cosa que el
procedimiento constitutivo de esta: porque hay reflexión es por lo que
hay capacidad de juicio (y juicios). Así que la posibilidad misma de una
búsqueda reflexionante de un universal para un particular dado resulta
justamente de que la reflexión sea ya, con anterioridad, el procedimiento
mediante el cual tiene lugar la producción del universal. Es decir, bási-
camente la conducción de los contenidos de la representación a su rela-
ción con el concepto, una representación válida para una pluralidad infi-
nita de casos posibles. En tanto que enlace de una representación con
otra, en principio aplicable solo a ella, pero ulteriormente generalizable,
la reflexión es también la constitución de esta segunda representación, es
decir, la fijación de ese procedimiento, así como la segregación del con-
cepto respecto del medio gracias al cual se ha llegado a constituir. La re-

25
flexión se halla de esa manera en el origen del tránsito desde el esquema
al concepto; es decir, mediante su concurso el procedimiento se convier-
te en regla indiferente de su aplicación a uno cualquiera de los casos que
pueden reunirse bajo ella.
De un modo parecido, la capacidad de juicio reflexionante, obliga-
da a elevarse desde lo particular de la naturaleza hasta lo universal, ne-
cesita un principio que no logra, sin embargo, extraer de la experiencia.
Tal principio (trascendental) tiene que dárselo ella a sí misma, no pu-
diendo ser otro que el de la adecuación a fin (Zweckmäßigkeit)10: las le-
yes particulares deben ser consideradas en una unidad, como si hubiera
sido esta dada por un entendimiento. Se trata, además, de un principio
válido únicamente para la capacidad de juicio, particularmente para el
juicio reflexionante, pues atribuir fines a la naturaleza es algo que solo
puede hacerse para reflexionar sobre ella.
Pero la Zweckmäßigkeit no es ni un concepto de la naturaleza ni un
concepto de la libertad, ya que “no añade nada al objeto (la naturaleza),
sino que representa tan solo la única manera como nosotros hemos de
proceder en la reflexión sobre los objetos de la naturaleza, con la inten-
ción puesta en una experiencia general y conexa” (Ibíd., pág. 184). Se
trata únicamente de un principio subjetivo de la capacidad de juicio,
pues mediante su concurso el sujeto no prescribe una ley a la naturaleza,
sino a sí mismo. La realización de este principio –el logro de unidad sis-
temática para la heterogeneidad de las leyes empíricas de la naturaleza–
conlleva un sentimiento de placer, inusual en la aplicación cognoscitiva
de las categorías, que representa una indicación del carácter particular
de la capacidad de juicio, y que constituye lo subjetivo de esa represen-
tación. La adecuación a fin no es propiamente una cualidad del objeto;
precede a su conocimiento y, por ello, debe considerarse el ingrediente
subjetivo del mismo.

10Ibíd., pág. 180: "Ahora bien: como el concepto de un objeto, en cuanto encierra al mismo tiempo la base de la reali-
dad de ese objeto, se llama el fin, y como la concordancia de una cosa con aquella cualidad de las cosas que solo es
posible según fines se llama la adecuación a fin de la forma de las mismas, resulta así que el principio de la capacidad
de juicio, con relación a la forma de las cosas de la naturaleza bajo leyes empíricas en general, es la adecuación a fin
de la naturaleza en su diversidad. Esto es, la naturaleza es representada mediante ese concepto como si un entendi-
miento encerrase la base de la unidad de lo diverso de sus leyes empíricas".

26
Como ha sido indicado más arriba, la característica principal de la
capacidad de juicio es su reflexividad: que sea reflexionante. En la forma-
lidad de la reflexión tiene sentido la adecuación a fin de un objeto. Es la
aprehensión de la forma de un objeto de la intuición, sin relación a con-
cepto –es decir, propiamente la aprehensión del esquema del procedi-
miento sin más, sin figura– lo que produce placer. Y, por ello, tal repre-
sentación no se refiere al objeto, sino al sujeto. Además, este placer no
representa un acontecimiento accidental, sino que es el modo en que se
hace efectiva esa aprehensión formal subjetiva: indica la concordancia o
adecuación de las facultades cognoscitivas. Cuando sucede que la capa-
cidad de juicio se refiere reflexivamente (no cognoscitivamente) al obje-
to, se dice que este es adecuado a fin para la capacidad de juicio refle-
xionante. El juicio es entonces un juicio estético. La particularidad de la
reflexión que este realiza tiene por resultado, como se ha visto, un senti-
miento de placer. Si este placer puede pretenderse universal, entonces se
dice que el objeto es bello (Ibíd., pág. 190).
Sin embargo, aquí acecha la paradoja. Aunque el gusto se asemeja
formalmente a un juicio, en aquel la relación entre sujeto y predicado no
tiene como resultado la determinación del primero por medio de su in-
clusión en un dominio universal que le convenga. Al caracterizarlo como
“bello” no se está ofreciendo una propiedad o cualidad de eso de lo que
se habla: no hay remisión a una clase de objetos que muestre la supuesta
propiedad objetiva, sino que se apunta antes bien a la relación refleja-
sentida de la conciencia que toma posición con respecto al mundo. Se
predica un concepto que determina en realidad el placer que ha tenido
quien enjuicia. La determinación del objeto en este tipo de juicio consti-
tuye, a fin de cuentas, únicamente un pretexto, la forma aparente para
expresar que él es motivo de una articulación de las facultades del sujeto:
una “vivificación de las fuerzas del espíritu”. Así que, en realidad, no se
está diciendo nada del objeto, en el sentido en que lo hace un juicio teo-
rético, pero se indica algo del sujeto que hace la experiencia.
En resumen: este juicio paradójico sufre, en su efectuarse, una dislo-
cación. Representa un movimiento reflexivo en el que lo que se desplie-

27
ga es más bien el montaje escénico de una apariencia: de acuerdo con
las condiciones lógico-cognoscitivas, algo parece ser enunciado del obje-
to, pero en realidad no acierta, puesto que aquellas no se cumplen.
Además, contribuye a hacerlo extraño la doble referencia a la singulari-
dad del objeto del que se predica la belleza y a la complementaria singu-
laridad del sujeto que se enfrenta a la exigencia de la universalidad de la
predicación.
El juicio estético no proporciona entonces un conocimiento del
mundo, sino a lo sumo de cómo se encuentra un sujeto en relación con
aquel; es decir: no hay conocimiento, en sentido estricto, sino experien-
cia. Lo que resulta carece de validez y, sin embargo, tampoco es nada. Y
nos estamos viendo obligados a expresarnos paradójicamente. Hablamos
de un conocimiento que no conoce, pero sin ser del todo fallido. En
realidad, se trata de la experiencia de la reflexión que se produce en el
medio estético, concretándose en la emisión del predicado “bello”. La
experiencia o el conocimiento estético del mundo representaría el con-
junto, más o menos estructurado, de referencias en las que el sujeto se
encuentra involucrado, así como de las posibilidades que se abren en re-
lación con sus fines y con su capacidad de reflexión.
Pero su rendimiento no se detiene aquí. Como decimos, el objeto
que agrada en un mero juicio estético, al hacer referencia a un estado del
sujeto que se quiere revalidar, cae bajo el interés de este. Sin embargo, el
predicado “bello” solo puede ser aplicado al objeto que place sin interés,
lo que exige una cierta objetivización del juicio, que atienda a la particu-
laridad de la cosa y que actúe reflexionantemente para ponerla en su si-
tio. De esta manera, el sujeto se demora en la contemplación, animado
por una pretensión de validez universal que trasciende el interés particu-
lar. Esto indica la importancia relativa del objeto: no se trata de uno cual-
quiera y tampoco de un simple pretexto para la concordancia de las fa-
cultades. O dicho de otro modo: hay un objeto que place y que cabe en-
cuadrar en la reflexión del juicio estético de gusto. Pero tiene que ver
también con un interés intrajudicativo: lo paradójico del juicio debe ten-
der a realizarse. Interesa que haya un rendimiento epistémico, aunque

28
sea aparente, que de la reflexión, de la aplicación de una supuesta regla,
resulte un sentido.
Sin embargo, como se ha insinuado más arriba, al mismo tiempo el
juicio de gusto debe ser “indiferente en cuanto a la existencia de un ob-
jeto” (Ibid., pág. 209). Bello es lo que place “sin ningún interés”. Heideg-
ger ha llamado la atención sobre la peculiar recepción histórica de la
KU, realizada, según él, sobre el fondo de una incomprensión respecto
de la falta de interés en el juicio de gusto, que ha sido comúnmente to-
mada por la pura y llana indiferencia de la voluntad. Heidegger aclara
que la prevención kantiana contra el interés tiene el significado de tomar
al objeto en todo su rango y dignidad (es decir: en su singularidad), mos-
trando que no puede ser referido de entrada a un concepto o a un deseo
preconcebidos.
Heidegger se pregunta si ese fomento del propio ser de lo bello de-
bería ser entendido como una exclusión de la voluntad, como indiferen-
cia; o si, por el contrario, no se trata del “más alto esfuerzo de nuestra
esencia, la liberación de nosotros mismos para la entrega de eso que tie-
ne en sí su propia dignidad, para que la tenga de modo puro?” (1989,
pág. 129). Alejándose de esa incomprensión del kantiano “sin interés”,
que lo ha tomado por sinónimo de indiferencia, Heidegger sostiene que
representa la expresión de la puesta en juego de la más esencial relación
(estética) con el objeto, descubriendo en él algo que estaría en concor-
dancia con el entusiasmo nietzscheano, y que podría ser reputado como
un interés superior.
Así pues, lo que pone en juego el juicio de gusto estético es la refle-
xión, la búsqueda de un principio para aquello que place. Pero este mo-
vimiento no significa la reducción definitiva del particular al universal,
dado que se trata meramente de una tentativa y que aún no se ha produ-
cido la separación entre la figura y su regla de construcción. En realidad,
como sabemos, la regla que se sigue en el enjuiciamiento de lo bello no
puede ser formulada o indicada; sin embargo, uno se comporta como si
se procediese de acuerdo con ella.

29
A fin de cuentas, la atención prestada al objeto no puede realizarse
más que en un contenido que sea aparente. Parece estar al alcance, pero
no puede ser alcanzado efectivamente, puesto que si hubiera concepto
no habría juicio de gusto estético. Por tanto, ni la búsqueda debe con-
cluir, ni esta falta de éxito debe actuar retroactivamente anulando el em-
peño reflexionante. Lo más característico de la experiencia estética es la
apariencia, tanto de la reflexión que tiene lugar en el juicio de gusto,
como de las posiciones relativas de sus miembros. Aparente es el objeto
que no queda constituido como tal y sobre el que no se dice nada de-
terminado; y aparente es también el pretendido imperio subjetivo que se
edifica sobre la indiferencia con respecto al objeto.
La estética contemporánea ha insistido en la difícil conciliación que
tiene lugar entre la literalidad (la facticidad de los significantes) que es
propia de la materia de la obra y cualquier interpretación, es decir, la ne-
cesaria traducción en términos del espíritu (significado), que no solo es
propia de la filosofía o de la crítica de arte, sino que acaece ya en la
convergencia que se produce en el punto de fuga de la comprensión por
parte de cualquier espectador. En la obra tiene lugar un juego libre del
significante que no se deja reducir más que momentánea o aparentemen-
te a un significado. Esto provoca un aplazamiento indefinido de la com-
prensión. La obra es infinitamente interpretable y, por ello, no hay una
significación definitiva capaz de aquietarla.
Que la determinación de los elementos constituyentes de la aparien-
cia estética únicamente cobre sentido de modo reflexivo es algo que no
solo se pone de manifiesto en el juicio de gusto (sobre lo bello), sino
también, y de un modo destacado, en el juicio sobre lo sublime. En este
ya no tiene lugar una concordancia o libre juego de las facultades. Su
origen se encuentra en la ruptura de la armonía, cuando el juego se con-
vierte en dislocación. Se llama sublime a la puesta en escena caótica de
la naturaleza que desata una reflexión de las facultades que tiende a su
superación. Por eso, lo sublime no es propiamente el objeto, sino la ca-
pacidad de juicio que lo enfrenta. La referencia al objeto –que sigue
siendo paradójica y aparente– también cambia de dirección en lo subli-

30
me. Mientras que en lo bello había que dejar ser al objeto, contrapesan-
do toda tendencia subjetivista, ahora lo subjetivo se ve acentuado: “Para
lo bello de la naturaleza tenemos que buscar un fundamento fuera de no-
sotros, para lo sublime sin embargo meramente en nosotros...” (Kant
1968, pág. 246).
Lo sublime de la naturaleza es aquello para lo que no hay ninguna
medida, lo infinito que desborda. Ello mueve a superar esa disarmonía,
pero no por medio de la determinación del entendimiento, sino promo-
viendo la posible concordancia con la imaginación. El movimiento forma
parte de la representación de lo sublime, mientras que lo propio de la de
lo bello era la contemplación. Podríamos decir que se trata aquí de un
sentimiento de displacer (Unlust) originado por la discrepancia entre la
infinitud de la representación y el intento del esquematismo por producir
una idea para aquella.
Se trata, por tanto, del sentimiento que acompaña a la experiencia
de un fracaso, así como también de la consiguiente superación de los
propios límites. Entre estos hitos se describe una reflexión de la aparien-
cia, a la que se asocia una descentrada constitución sujeto-objeto. En
ella, la falta de interés es sustituida por la autonomía y por la osadía de la
capacidad de juicio: “Quien teme no puede juzgar de ningún modo so-
bre lo sublime, así como tampoco puede hacerlo sobre lo bello el que es
presa de la inclinación y del apetito” (Ibíd., pág. 261). El sentimiento de
placer propio de la experiencia de lo sublime es, así, fruto de la concien-
cia final de la superioridad y de la capacidad de elevarse sobre el poder y
11
el dominio físicos, que es determinada en forma estética .
El juicio sobre lo sublime pone en juego de un modo extremo todo
el potencial de la capacidad de juicio reflexionante. A saber: la aparien-
cia que lo constituye se origina por la dificultad de adecuar a fin, siquiera
formal y generalmente, un material informe y carente de configuración.
Ante él, el requerimiento de la reflexión que se orienta a un concepto –
aun cuando no lo alcance– es aún más intenso que en el juicio de gusto,

11 Ibíd., pág. 264: "Así, pues, la sublimidad no está encerrada en cosa alguna de la naturaleza, sino en nuestro propio
espíritu, en cuanto podemos adquirir conciencia de que somos superiores a la naturaleza dentro de nosotros, y por
ello, también a la naturaleza fuera de nosotros (en cuanto penetra en nosotros)".

31
de ahí la insatisfacción que tiene lugar en un primer momento. Por ello
también la constitución reflexiva es más fuerte y el sentimiento de su-
perioridad subjetiva viene acompañado de respeto a la naturaleza.
Puede decirse que la subjetividad solo se afirma realizando en pri-
mer lugar la experiencia de su pequeñez. Pero ello no la detiene: la ca-
pacidad de juicio reflexionante intenta dominar la informidad del mate-
rial, haciendo apuntar un sentido. De ahí nace la satisfacción cuando lo-
gra que la forma reflexiva del juicio sea superior a lo infinito de la natura-
leza. Con todo, hay respeto porque la superioridad es solo aparente, se
trata de un como si precario, cuya construcción de sentido está siempre a
punto de hacerse añicos. La apariencia prevalece: el juicio estético
puro12 representa el movimiento de una reflexión en el seno de la cual
las facultades del espíritu remiten a una supuesta unidad entre ellas mis-
mas, al tiempo que se constituyen y alumbran un objeto propio que se
sustrae a las legalidades cognoscitiva o práctica.
La apariencia estética expresa un equilibrio (inestable) que es nece-
sario mantener a salvo a toda costa; antes que nada, de los intereses sub-
jetivos: la puesta de un sentido, la evitación del como sí, la fijación del
universal. Como ya mostraron los comentarios de Heidegger, la reflexión
estética requiere su particular modo de dejar ser, del que habrá de surgir
su propio carácter de la determinación. Pero este actúa ya siempre en
precario, porque carece de validez discursiva. Esa falta de fundamento
probatorio puede conducir a la reducción subjetiva –si no hay regla, el
sujeto pone la suya–, cosa que Kant pretende evitar con su apelación a la
universalidad y aprioridad del juicio estético.
Se contrapesa la tendencia a la reducción subjetiva de la apariencia
estética obligando a que la reflexión cumpla ciertas condiciones (presun-
tamente) impuestas por el objeto. Hay que restarle a este todo lo que se

12 Ibíd., pág. 280-281: Que no se trata de "...juicio alguno de conocimiento, sea teórico, a cuya base está el concepto
de una naturaleza, en general, dado por el entendimiento, sea (puro) práctico, a cuya base está la idea de la libertad,
como dado a priori por la razón, y como, por tanto, no tenemos que justificar a priori, según su validez, juicio alguno
que represente lo que una cosa es o exprese que debo efectuar lago para realizarla, resulta que habrá que exponer,
para la capacidad de juicio en general, tan solo la validez universal de un juicio particular, que expresa la finalidad
subjetiva de una representación empírica de la forma de un objeto, para explicar cómo es posible que algo pueda pla-
cer solo en el enjuiciamiento (sin sensación de los sentidos ni concepto), y que así como el enjuiciamiento de un obje-
to, para el conocimiento en general, tiene reglas universales, también la satisfacción de cada cual puede ser declarada
regla para todos los demás". Tal juicio tiene: 1. la validez universal a priori –pero no la lógica según conceptos, sino la
universalidad de un juicio singular; 2. una necesidad que no proviene de ningún fundamento probador.

32
pueda de adiciones subjetivas. De ello resultará una disminución de la
importancia relativa de lo bello del arte –el artificio, que responde a una
idea– respecto de la belleza natural. Esta merma que parece sufrir la obra
ha originado una oleada de interpretaciones, tanto en la historia de la fi-
losofía como en la estética, que coinciden en achacar a Kant un clasi-
cismo que le incapacita para la comprensión de un arte autónomo. Tres
tópicos sustentan estás críticas: la superioridad modélica de la belleza
natural sobre la del arte, la relevancia del genio como artífice natural y la
reducción de la producción artística a la idea estética. Pero estos tres
elementos representan, precisamente, los puntales del equilibrio necesa-
rio para un cabal entendimiento de la apariencia estética y, por tanto, se
hallan al servicio del mero enjuiciamiento reflexivo que es propio de la
capacidad de juicio.
La presunta preeminencia de la belleza natural sobre la del arte tiene
en realidad el sentido de un gesto compensatorio de la potencia subjeti-
va. La regla que (indeterminadamente y como si) rige tanto la producción
artística como el juicio estético no es la regla del sujeto, tiene una nece-
sidad universal. El hacer artístico no es visto como el producto accidental
de un arbitrio. Lo mismo ocurre con el juicio que se emite desde la con-
templación. El demorarse en el objeto que se enfrenta es ya prueba de la
exigencia de buscar algo en la obra.
Lo que debe mantenerse abierto es justamente ese complejo que
hemos denominado “apariencia”. La apariencia del objeto se resuelve en
la superioridad del sujeto, que es quien pone sentido. Pero, lejos de di-
solver el problema, esto da pie a una nueva apariencia. Resulta también
aparente la superioridad del sujeto, por cuanto el sentido que él pone se
ve continuamente frustrado al querer hacerlo efectivo. Aunque la obra
sea su producto, debe estar constituida asimismo de tal modo que parez-
ca algo natural. Y del mismo modo, la acción del artista debe crear las
reglas según las cuales tiene que ser hallada también la belleza de la na-
turaleza. Doble apariencia, pues: reglas naturales para lo artificial y re-
glas subjetivas para la naturaleza. Y una apariencia final: tales reglas no
son más que meras adecuaciones formales –como si–, utilizadas, o bien

33
para descubrir conformidad en la naturaleza, o bien para transformar el
artificio que sigue a la voluntad particular en obra soberana. Kant resume
este estado de cosas con la siguiente fórmula: “La naturaleza era bella
cuando al mismo tiempo parecía ser arte; y el arte solo puede ser llama-
do bello cuando tenemos conciencia de que es arte, y sin embargo pare-
ce naturaleza” (Ibíd., pág. 306, § 45). Aunque el sentido sea intencional-
mente querido por el artista, debe disponerse de un modo en cierta me-
dida objetivado. De no ser así, cualquier fin, realizado de una manera
arbitraria, produciría, como resultado de la manipulación de ciertos ma-
teriales, una obra de arte.
Si los materiales tienen que aparecer, en la obra de arte soberana,
como siendo los que otorgan al creador un sentido que este interpreta,
tendría que haber un modo de entenderlos que no los redujera a la inter-
vención de un entendimiento común planificador que otorgara leyes ge-
nerales. Se trataría entonces de una suerte de imaginación formadora en
conexión con la naturaleza. O visto de otra manera: sería la naturaleza
productora en el artista, es decir, su genio, quien entrega al arte su regla.
El genio no aparece en la obra de Kant como una cualidad subjetiva,
sino como lo natural que anima al sujeto (puesto que forma parte de él).
Se trata de un don (Ibíd., pág. 307, § 46), por medio del cual la naturale-
za entrega su regla a la creación estética. Solo la acción productora o
creadora que se rige por el genio es capaz de producir obras de arte. Su
intervención permite mantener abierta la apariencia estética, evitando
tanto el peligro de la reducción conceptual como de la naturalista, que
no ve más arte que los aspectos estéticos de las formas naturales. Con
respecto a esta última reducción, hay que decir que, para Kant, la belleza
del arte es siempre libre, pero no simple producto del arbitrio. No se trata
del fruto unívoco del sentido que otorga el sujeto, sino del producto plu-
rívoco, e incluso problemático, que resulta de un encuentro en el que el
ingenio del artista debe trabajar los materiales y entenderlos imaginati-
vamente.
Gracias al genio, la reflexión estética no solo pone en juego una
pseudoregla, sino que hace aparecer un sentido. Esta “regla” que, de

34
acuerdo con Kant, entrega la naturaleza al arte por medio del genio, es lo
que él denomina “idea estética”. Pero no se trata de un concepto, lo que
echaría por tierra el carácter estético mismo, al hacer triunfar una reduc-
ción de la apariencia a los principios del entendimiento, sino de algo que
se produce imaginativamente, mediante la capacidad o ingenio, justa-
mente frente al dictado de los conceptos o de las prescripciones estéticas
(reglas de escuela, manieras). En realidad, el genio esquematiza sin con-
ceptos. Lo que este produce, es únicamente

“...aquella representación de la imaginación que da motivo para pensar mucho, sin que,
sin embargo, pueda serle adecuado pensamiento alguno, es decir, concepto alguno, y que, por
lo tanto, ningún lenguaje expresa del todo ni puede hacer comprensible" (Ibíd., pág. 314, § 49).

La idea estética es, pues, producto de la imaginación, lo que la en-


frenta a una mera idea de la razón (un concepto sin intuición). Además,
no es ella misma pensamiento, aun cuando dé “motivo para pensar mu-
cho”. Pero este esfuerzo por determinar y fijar de tal modo el sentido en
la obra de arte que ya no se preste a ulterior discusión es algo abocado al
fracaso. La apariencia estética resulta al final la única esencia del arte.
Por ello dice Kant que es “una representación inexponible de la imagina-
ción”; se trata solo de “una intuición (de la imaginación), para la cual
nunca se puede encontrar un concepto adecuado” (Ibíd., pág. 342, § 57,
nota I).
La actuación del genio en su referencia al sentido, que posibilita la
aplicación de la imaginación productiva, es factible porque dispone de
“espíritu” (Geist). Kant lo define como “el principio vivificante del áni-
mo” (Ibíd., pág. 313), cuyo carácter consiste en ser “la facultad para la
exposición de ideas estéticas”. Dicha vivificación espiritual se lleva a
cabo por medio de la materia que el genio trabaja al aplicar su imagina-
ción productiva. Puede entenderse así la referencia a un principio y su
modo estético de exposición o aparición. Pese a todo, el principio de la
razón no se aprehende conceptualmente; es presentado mediante un
acto imaginativo, y se despliega con ingenio, como si se tratara de un
don natural. Precisamente por ello, el sentido estético únicamente com-

35
parece cuando el complejo de la apariencia se mantiene abierto, sin su-
frir reducciones naturalistas o cognoscitivas.

36
5. Apariencia de la determinación

La doctrina kantiana del juicio de gusto estético ha dado bastante de


sí; tal vez incluso tanto como para extraer las líneas generales de una
suerte de experiencia de la apariencia.
Resulta difícil integrar en el orden de razones la realidad diversa y
variable; en su apariencia, va deslizándose hasta traspasar los límites de
lo que puede ser comprendido. Tal deslizamiento da lugar, como se ha
visto, a situaciones paradójicas. A través de él comparece eso que la filo-
sofía ha denominado de diferentes maneras a lo largo de la historia: “el
ser”, “el sentido”, “lo que rige”, “aquello sin lo cual no”, “lo absoluto”,
etc. Se tiene entonces una cierta noticia de los límites del conceptuar, de
las variedades de la razón.
Así, por ejemplo, la prometida aprehensión de la obra de arte nunca
se produce. Lo que en ella hay de significativo, lo específicamente estéti-
co, la incitación de la que hablábamos, es algo que se regenera conti-
nuamente y se va transformando con cada nueva mirada. La obra no es
pensada, si por “pensar” entendemos determinación, es decir, cierre sig-
nificativo. Al contrario, como dice Kant, incita una y otra vez el juego de
las facultades cognoscitivas; pero, afin de cuentas, se hurta, difiere. Aque-
llo que acontece en el modo de ese inquieto agitarse es solamente un
aplazamiento indefinido del concepto. No hay determinación porque el
movimiento característico de la experiencia no termina nunca; la cues-
tión estética está abierta, no puede ser zanjada. La única concreción de
la idea estética es aquella que tiene lugar no mediante el concepto sino
gracias a la aptitud imaginativa del (in)genio. Este no anula sino que favo-
rece la capacidad que tiene la obra de sustraerse a la determinación,
pues esa potencia innovadora es lo que diferencia a la obra de arte de
cualquier otro objeto.
Cabría hablar entonces de un cierto coeficiente estético de resisten-
cia, que se convierte en un reto para una racionalidad estrecha. Justa-
mente en este punto es donde la filosofía conduce la reflexión hacia la

37
búsqueda de estrategias que permitan tratar con esa inefabilidad y apa-
riencia características del objeto estético, dando expresión a lo in-deter-
minado. Eso es lo que acontece cuando se hilvana el relato de las decep-
ciones que acompañan al esfuerzo comprensivo, con todas sus marcas
hermenéuticas: dialéctica, diferencia, transformación de los puntos de
vista, fusión y ruptura de horizontes… Existen también otras vías para ex-
plorar –extrañamente– la alteridad cuyo vacío la razón percibe, como,
por ejemplo, los intentos de variación discursiva realizados en los límites
del decir, mediante el empleo de símiles, etc.
El trato (bien que harto problemático) con lo que se hurta a la de-
terminación pone a prueba las aptitudes características de la phronesis, el
arte del proceder sin regla. Dicha capacidad –ejercitada en el mundo de
la creación estética en un sentido amplio, que incluye la autocreación–
constituye el estilo. Podría decirse que la filosofía representa algo así
como el ejercicio estilístico de la razón: deformarse atendiendo a las exi-
gencias de la cosa misma, enlazar discursos, atender a la complejidad,
etc., manteniendo en ese juego un rumbo, una pauta que, aun cuando
depende siempre de las circunstancias, es algo más que el mero dejarse
llevar por la marea. De este modo, la filosofía se diferencia de otros dis-
cursos, cotidianos o científicos. Los argumentos filosóficos llevan al con-
vencimiento de una manera que difiere de la evidencia o de la necesidad
lógica o causal, puesto que van conduciendo la atención hacia un plan-
teamiento de singularidad: este modo de considerar la situación. Sería
conveniente por ello encontrar un término distinto de “argumento” para
lo que la filosofía ejerce; el de “experiencia” parece, hasta el momento,
el más adecuado.
Los conceptos de los que se sirve la filosofía en su particular discur-
so, más experiencial que argumentativo, tampoco pueden ser entonces
similares a otros. Aunque, en principio, emplea las mismas palabras del
lenguaje, lo hace de una manera que busca producir efectos no habitua-
les. Habría que hablar, pues, más bien de propuestas de configuración,
de nuevos enlaces o variaciones en los dominios semánticos de las pala-
bras; de “cuasi-conceptos” o apariencias conceptuales; de movimientos

38
de resistencia a la reducción y universalización determinativas, así como
de transgresiones de las reglas que rigen la formación de conceptos y la
enunciación.
En todo caso, los conceptos filosóficos tienen que ser flexibles de
una manera muy especial. Son, como se acaba de indicar, metáforas lle-
vadas hasta las últimas consecuencias con la intención de producir nue-
vos modelos comprensivos. Y todo ello sirve a un objetivo: ajustar los
procedimientos conceptuales a la cosa misma. La dificultad estribaría en
establecer qué es la cosa misma, si se trata de la realidad exterior, lo
dado, o de un lugar de encuentro. En cualquier caso, ella pone ciertas
condiciones al pensamiento, que le obligan, como hemos visto, a de-
formarse y trans-formarse. Atendiendo al cumplimiento de dicha exigen-
cia, la filosofía comparte con los demás saberes la necesidad lógica de la
determinación y, por lo tanto, de la universalización, pero, según se ha
mostrado, hay en ella una viva conciencia de los límites del dominio ra-
cional. De ahí que presente más bien la forma del corte o la suspensión,
la epoché, la detención del juego, que resulta de preguntarse siempre por
la relación entre la cosa y el modo en que se convierte en objeto del sa-
ber, etc. En el espacio marginal que abre la pregunta filosófica puede en-
contrar su sitio la singularidad que caracteriza, por ejemplo, a la obra de
arte.
La filosofía trabaja en el desarrollo de esa capacidad para apreciar
las similitudes y diferencias que resulta imprescindible en cualquier acti-
vidad epistémica o en la acción racional. Pero aunque con ello se aseme-
ja al arte, se distingue de él en que más que la composición busca el
desmontaje de las fijaciones heredadas, tal vez como condición de una
posible nueva propuesta de instrucciones para armar.
Expresa, pues, el intento de deshabituarse de la fascinación prove-
niente del gran poder explicativo de la ciencia moderna. Se yergue como
un aviso de la necesidad de una demora cuasi-estética en la cosa, así
como del consiguiente volverse crítico sobre los dispositivos conceptua-
les. Esta es la forma en que se distingue de la ciencia: reclama aprender a
mirar de un modo que no consista en reducir una cosa –una representa-

39
ción, un concepto– a otra. Como ha señalado Wittgenstein, la filosofía,
no explica (reduce, subsume, cubre, bajo formas generales), es descripti-
va. La búsqueda de medios conceptuales más o menos paralelos para
una cierta determinación (aparente, metafórica) de lo particular; el entre-
namiento en el mirar incansable, primero desde un lado, después desde
otro, con el objetivo de evitar la reducción, la apresurada aplicación de
un concepto; la afinación del gusto, de la sensibilidad para los aspectos
alternativos…; eso es propiamente lo filosófico. No interesa el denomi-
nador común, sino la singularidad característica de la situación indivi-
dual, lo que exige, como el propio Wittgenstein señalaba a menudo,
aprender a diferenciar (“I’ll teach you differences”).
Desde el punto de vista estético, el hurtarse de la cosa obliga a
desarrollar el trabajo de interpretación, que debe iniciarse con el logro de
un modo adecuado de acceso. La obra no se deja abordar de cualquier
manera, pero no porque se encuentre escondida o velada. Reclama que
se la interrogue, que se la ponga en juego, lo que significa que la con-
ciencia forma parte, en cierto modo, del significado estético que ella es
capaz de ofrecer. Es una condición ineludible. Hay que tomar distancia,
alejándose para ello de los elementos fijos del determinar13. Ese punto de
vista no constituye algo ya establecido, puesto que, como hemos dicho,
la obra se sustrae a la aprehensión, lo que conlleva, por su parte, la nece-
sidad de ir corrigiendo la perspectiva adoptada. Tampoco es algo mera-
mente sensible o perceptivo. Se trata de ponerse en juego, de dar y hacer
juego. Y la resistencia que la obra de arte opone a los intentos de deter-
minación es un síntoma de su potencia significativa, de que contiene
algo que no puede ser aprehendido sin más. De ahí que, según ha sido
señalado a menudo por la teoría del arte, ella represente la ocasión para
un aprendizaje que puede ser expresado metafóricamente como cultivo
de la mirada; en realidad, no es más que la iniciación en un juego infini-
to de cambios de posición, de producciones y desmoronamientos, de

13
Wittgenstein compara el trabajo del artista con el del pensamiento en lo que tienen ambos de búsqueda de perspec-
tiva. “La obra de arte nos fuerza –por decirlo así– a adoptar la perspectiva correcta. Sin el arte el objeto es un trozo de
naturaleza como cualquier otro (…). Sin embargo, me parece a mí que hay además del trabajo del artista otro modo de
aprehender el mundo sub aespecie aeterni. Se trata –creo– del camino del pensamiento, que en cierto modo sobrevue-
la el mundo y lo deja –contemplándolo desde el vuelo– tal y como es”. (1984, pág. 456).

40
constante innovación. Además, la obra de arte no resulta fácilmente
abordable de modo estratégico, no se somete sin más a los designios de
la técnica. A diferencia de lo que ocurre en otros ámbitos del conoci-
miento, ponerse frente a ese “objeto” no tiene como consecuencia su
transformación, elaboración, consumo y aniquilación, sino que abre la
posibilidad de una experiencia, es decir, de una decepción y hundimien-
to de los supuestos de partida, que da pie sobre todo a una transforma-
ción del sujeto.
El objeto artístico tiene –según la célebre caracterización de W. Ben-
jamin (1989, pág. 24)– “aura”14; y eso significa que en la experiencia es-
tética quedan trastocados todos los términos que conforman una expe-
riencia (cognoscitiva y práctica) habitual. El aura resultará inaccesible si
no se cumple una exigencia básica: dejar en suspenso todo interés que
no sea el puro de la comprensión que sostiene el demorarse. No funcio-
na, por tanto, en el seno de una constelación de dominio o de simple
manejo instrumental. Al fin y al cabo, lo que ella despliega es una suerte
de resistencia significativa: únicamente se entregará como resultado de
cierto trabajo de comunicación, imposible sin que medie cierta distancia.
De esta manera, el aura de la obra de arte representa la posibilidad de
una siempre renovada (y renovable) experiencia de lo humano. En la ex-
periencia estética, el hombre puede contemplar a través de sí, encarnado
en figura, el ser mismo. De ahí ese carácter trascendental de la estética
del que habla Wittgenstein (1987, 6.421).
Así pues, el trato adecuado con una obra que pone condiciones a la
aprehensión trae consigo una exigencia ineludible: el trabajo de la razón
en sí misma o, también, la formación (Bildung) del hombre, su segunda
creación, su estilización. El estilo es la manera en que lo singular impri-
me huella en lo universal (“estilo de una época”, “tener estilo”). Autofor-
mación, estilización de la razón y del sujeto humano, eso es lo que la fi-
losofía realiza. De ello se siguen ciertas consecuencias para la ontología
del mundo.

14
“Definiremos esta última como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar)”. En otros
momentos indica que el “aura” es la “unicidad” de la obra (pág. 25). La entrega del sentido agazapado en la obra obra
de arte tiene como condición ineludible la educación estética, la formación y elevación hasta el punto de vista en que
pueda ser entendida sin sufrir reducciones.

41
Concluiremos este capítulo con unas palabras de Wittgenstein
(1984, pág. 472) que ilustran lo que venimos diciendo:

“El trabajo en la filosofía es –como a menudo el trabajo en la arquitectura– en realidad


más que nada el trabajo en uno mismo. En la propia constitución. En cómo se ven las cosas. (Y
en qué se exige de ellas)”.

“Cómo se ve” es algo que depende de lo que “se exige” (y


viceversa); lo que puede verse depende, por ejemplo, de que haya un
conjunto, aunque sea problemático, desordenado, contradictorio y con-
fuso, de expectativas. Y de esto trata la filosofía: de capacitar al sujeto
humano para hacerse cargo de la realidad. Pero no debe entenderse esto
como si lo que hubiera que hacer es preparar al cazador para la caza.
Ciertamente, la subjetividad forma parte del mundo, puesto que repre-
senta el trabajo imprescindible para que las cosas puedan tener sentido,
darse, o incluso llegar a ser. Y la filosofía constituye la actividad que hace
posible un acceso (reflexivo) al lugar del sujeto, a sus características on-
tológicas. Su quehacer lingüístico menta siempre al sujeto, aun cuando
no lo nombre; y en esto se parece, por ejemplo, a la poesía. Esta es la ra-
zón de que hayamos hablado de estilo.
En el ámbito discursivo, el estilo tiene que ver con la comparecencia
de la singularidad subjetiva, una condición que no es dicha. Cuando se
habla del sujeto este aparece como objeto, pero la subjetividad en tanto
que tal se hurta. La filosofía se ve obligada al forzamiento poético del
lenguaje, de manera que se vuelva factible el anuncio en el decir de
aquello que no puede ser enunciado con sentido. La poesía –absoluta
singularidad del decir que, no obstante, origina un sentido generalizable–
representa una genuina experiencia del lenguaje, y la filosofía se encuen-
tra próxima a ella en este aspecto de la cuestión.


42
6. “Dejar ver”

La experiencia genuina, expresada en la fórmula “algo que se queda


en nada”, nos ha obligado a prestar atención al fenómeno estético; y
cuando se comienza a mirar de otra manera, comparecen diversos aspec-
tos de la realidad o, también, la realidad se presenta variadamente. Aun-
que, en verdad, se trata, como se ha indicado, de un mirar metafórico15
que, pese a todo, señala ahora la necesidad de reconocer que el objeto
se ve afectado por la mirada, que no puede darse sin una cierta contribu-
ción de ella. Pero lo crucial, como se dijo, no es quitar el velo o “sacar a
la luz”, sino realizar los movimientos convenientes, aprender a jugar el
juego que se requiere; este representa más bien la acción que hace posi-
ble o que da paso…
La posibilidad de otra mirada ha incitado en la filosofía contempo-
ránea varios proyectos muy influyentes. Habermas (1991, pág. 20-26) ha
llamado la atención sobre el hecho de que el ideal cognoscitivo que
anima a tres de las figuras más relevantes del pensamiento del siglo XX –
Adorno, Heidegger y Wittgenstein– sería una suerte de ejercicio intuicio-
nista que él caracteriza como “dejar ver sin lenguaje”; algo parecido, di-
ríamos, al desarrollo de un ejercicio de atención que se esfuerza en man-
tener en suspenso una determinación apresurada. Este sería el elemento
común a la dialéctica negativa, el pensamiento rememorativo del ser y el
análisis terapéutico del lenguaje. El pensamiento discursivo se vuelve
contra la estructura misma de la enunciación para perseguir aquello que
se sustrae al discurso articulado proposicionalmente. Lo que pretenden
los tres filósofos mencionados es producir efectos similares a los que tie-
nen lugar en el contexto de la experiencia estética. Una filosofía estética
de este tipo no aspiraría, como sucede con la ciencia, a presentar nuevos
hechos, sino a poner los hechos ya conocidos bajo una luz diferente que
permita verlos de otra manera (1991, pág. 23-24). Ahora bien, no es que
se busquen sin más los “efectos estéticos” –”vamos a probar cómo que-
15
Aquí cabría una objeción principal dirigida a la metafísica de la presencia, que parece conformar el fondo sobre el
cual puede tener lugar todo mirar.

43
daría esto”–; lo que subyace a este esfuerzo filosófico es la idea de que la
realidad puede dar más de sí, con lo que el “ver de otra manera” no re-
presentaría una apuesta ficcional, sino un acto de indagación metafísica.
Este “ver” se encontraría íntimamente unido a lo que son las cosas; pero
sucede que estas son (pueden ser) siempre más.
Es la mencionada concepción metafísica lo que conduce hasta la
figura del artista. Se presupone ahora una cierta proximidad entre los
modos de indagar de aquel (su mirada divergente y su aptitud para la va-
riación) y los más característicos del filósofo, algo que ayudaría a este a
no verse seducido por el método científico16. Más allá de la prueba que
conduce a la afirmación de que gusta esto o lo otro, el artista llega a mo-
dificar el gusto mismo como resultado de un arduo trabajo de afinado de
su capacidad de atención a lo real. Este cambio de gusto, que implica
tematizar en cierto modo lo que no comparece pero hace posible, es lo
que ha dado lugar además a una radicalización de la experiencia. I.
Murdoch señala al respecto que el artista genuino se esfuerza por dejar
en suspenso la vacía tendencia autoafirmativa del yo mediante el ejerci-
cio de autodisciplina que realiza con vistas a una adecuada aprehensión
de su asunto, movido por una exigencia de atención a las cosas y los he-
chos17 .
A la razón que subsume y determina se le opone, pues, otro tipo de
experiencia en la que también se ensaya una y otra vez el logro de senti-
do, pero sin sentar principios universales; aspira solo a entender (o gozar)
algo particular, singular, único: una obra de arte. También en la experien-
cia estética tiene que moverse la subjetividad activa entre las particulari-
dades y asumir transformaciones, pero con una diferencia: en ella lo
principal es la obra, lo que significa que no puede ser reducida a un sen-
tido que comprenda más cosas que ella misma, que –como ha enseñado
Kant– el empleo de conceptos resulta en última instancia inútil. En la re-
lación con esta experiencia alternativa, la conciencia puede aprender

16
Habermas cita en este punto a Wittgenstein: “Las cuestiones científicas pueden interesarme, pero no me cautivan.
Esto solo lo hacen para mí las cuestiones estéticas”; “Creo haber resumido mi posición con respecto a la filosofía cuan-
do dije: los filósofos solo deberían poetizar”; “Quien enseña filosofía hoy en día no da a los demás manjares porque les
gusten, sino para cambiar su gusto”.
17
Murdoch menciona el comentario de Rilke según el cual Cézanne no pintaba “me gusta”, sino “ahí está” (cf. 2001,
pág. 64).

44
mucho sobre su propia constitución, sobre los límites que le son puestos
a su pretendido imperio y, por encima de todo, sobre lo inexcusable de
una procesualidad continua que, no obstante, conlleva siempre el peligro
de hundimiento en el abismo de la negatividad. Esto último, por su parte,
reclama la producción de contenidos positivos en los que le quepa reco-
nocerse.
Como ya se ha insinuado, uno de los aspectos más llamativos de lo
estético es la resistencia que opone a su elaboración semántica: no se
deja convertir en significado que pueda separarse de su contexto para ser
empleado después libremente. La obra se dispone como una realidad es-
tructurada, posibilitando así la interpretación que da lugar a ciertos signi-
ficados –en todo caso: no cualquiera, pero tampoco uno solo–; sin em-
bargo, eso no quiere decir que sea algo así como la expresión o la efec-
tuación de un concepto, la realización ejemplar de un sentido previo.
Con ella ocurre al revés: no es más que una cierta composición o arreglo
de cosas y hechos, que pone en marcha el movimiento del pensar bajo la
exigencia de responder a preguntas como “¿qué significa esto?”. No pue-
de ser considerada, por tanto, como la particularización de un universal:
es absolutamente singular. La posibilidad de entender la obra como algo
absoluto es lo que ha empujado a la filosofía a buscar en el arte una res-
puesta a sus intentos de aprehensión de lo incondicionado. Y lo absoluto
–tal vez no bajo esta denominación–, lo que no es esto ni aquello, pero
se halla involucrado en su ser y presentarse, la libertad, por ejemplo, de
la posición subjetiva, su espontaneidad (McDowell, 2003, pág. 32 ss.), es
lo que interesa al arte y también a la filosofía.
Ya que no se trata de un objeto de la determinación conceptual, sino
de algo suelto, la obra se resiste a la determinación,y la frustra siempre.
La filosofía ha descubierto que cuando algo se transforma en obra de arte
deja por ello mismo de ser utilizable. A diferencia de lo que sucede con
la mayoría de la cosas, que se convierten en útiles para la realización de
los propósitos del sujeto, la realidad estética se distancia hasta llegar a
subvertirlo. Hay que tener en cuenta que, de otro lado, la obra de arte no
deja de ser un producto de la subjetividad, así que la extrañeza o la dis-

45
tancia no es el resultado de un problema cognoscitivo. La realidad estéti-
ca no se le escapa al sujeto porque este la aborde sirviéndose de una
mala metodología, sino tal vez porque se trata de una realidad proteica.
Además, a lo anterior habría que añadirle una cuestión en cierto modo
crucial: la realidad estética interviene en el sujeto, así como el sujeto ha
intervenido en ella; lo integra en cierto modo, dándole juego, al igual
que la obra solo se despliega si alguna mirada se dispone a ofrecerle es-
pacio para el desenvolvimiento de su semántica propia. En el juego esté-
tico, sujeto y objeto se ven involucrados de un modo fundamental, del
que no puede dar cuenta el modelo epistemológico que se basa en la se-
paración entre ambos. En verdad, la relación bimembre queda trastoca-
da: el sujeto se vuelve objeto de la intervención de la obra, que a su vez
se transforma en sujeto, acción ejecutiva, etc.
Lo que se convierte, así, en asunto de la filosofía es justamente este
descontrol, la pérdida del dominio y de la dirección del proceso por par-
te del sujeto, e incluso su propio extravío, ese quedar a la deriva en el
que apunta una metamorfosis. En la era del imperio racional, caracteri-
zada porque todo lo real está a disposición de la voluntad humana
desarrollada en la forma de saberes científico-técnicos, hay pues una
realidad que interesa, golpea e inquieta sobremanera y de la que, sin
embargo, no se puede disponer a voluntad. Por el contrario, para entre-
gar lo que atesora, exige que sea la razón quien esté dispuesta a someter-
se en cierto modo a sus condiciones. Cuando esta se vuelve consciente
de las consecuencias de su dominio, la resistencia que experimenta a su
poder en lo estético se hace aún más llamativa, hasta llegar a convertirse
en un polo de atracción para un pensamiento filosófico transformador.
El determinar queda suspendido como resultado del acto de una ra-
zón que no se conforma con reducir de inmediato lo que le viene al en-
cuentro, una vez descubierto que todo se queda en nada, que, como su-
cede en el arte, no hay modo de digerir el objeto, que este se retrae, se
escapa, se hurta o, a lo sumo, queda desfigurado en las abstracciones del
entendimiento. De ahí que Adorno postule la necesidad de una dialécti-
ca negativa (de la razón) como proceso autodisolutorio que posibilite la

46
liberación de lo apresado, de lo reprimido. Con ello, aspira a abrir paso
al recuerdo de eso que, aun no teniendo nombre, inquieta: un resto, un
excedente de sentido. De un modo parecido, la razón debe aprestarse,
en Heidegger, a la escucha obediente de las señales de un advenimiento,
de aquello en lo que la razón subjetiva ha tenido siempre su elemento y
asunto pero que no ha podido aprehender o lo ha desvirtuado. También
para Heidegger lo estético marca una pauta. El hacer del poeta, próximo
al filósofo en su oficio verbal, constituye una actividad fundacional de
orden y sentido que se abre paso entre las ruinas de la discursividad abs-
tracta: el poeta aporta las palabras pero no es su dueño; es más: solo es
capaz de componer en la medida en que logra someterse, ponerse a dis-
posición de la palabra misma. Wittgenstein, por su parte, denunció con
insistencia el vicio generalizador en filosofía, esa tendencia a buscar el
denominador común y las esencias en la realidad, obviando las particu-
laridades, las diferencias, etc., que constituyen lo verdaderamente real. Él
reclamaba para la actividad filosófica algo que pertenece por antonoma-
sia al trabajo artístico: una visión de conjunto que respete las particulari-
dades; es decir, no reductora.
Las distintas modalidades del saber, en la medida en que desarrollan
proyectos de la razón subjetiva, pueden ser consideradas también a partir
de la idea de que comparten ciertos rasgos con el arte. Las ciencias posi-
tivas responden a un impulso similar al artístico, a saber, el de dominar la
naturaleza mediante el conocimiento. Ambos reproducen lo externo con
el fin de captar su esencia (el mínimo común significativo). No obstante,
las ciencias se ocupan principalmente de lo general, mientras que el arte
se detiene y se sumerge, una y otra vez, en lo particular, singular, único.
Por medios en parte comunes y en parte opuestos, proporcionan una
imagen de lo real. Sin embargo, ese impulso en principio coincidente, va
derivando hacia una divergencia cada vez mayor: en la ciencia, el domi-
nio es lo principal (aunque esto no constituya una empresa libre de fisu-
ras), mientras que el arte se convierte en una expresión problemática de
los límites de ese pretendido dominio.

47
Por su parte, la filosofía se encuentra emparentada con el arte sobre
todo en lo que este tiene de disolvente, es decir, de capacidad para pro-
ducir cambios de perspectiva, modificaciones en el modo de entender,
conformaciones objetuales diferentes –nuevas metáforas, nuevos usos; es
decir, nuevas cosas (ya que eso es lo que representan los prágmata18 con-
secutivos: algo que interviene en usos distintos y diversos)…; “esto se ve
de otra manera, así que es, en cierto modo, otra cosa”. Precisamente una
de las potencialidades filosóficas que ha dado lugar a más logros es esa
capacidad de introducir cambios en la conceptuación, de iniciar trans-
formaciones en el pensamiento.
Próxima al arte y, sobre todo, interesada en investigar el fenómeno
estético –resistencia a la determinación, impulso proteico–, la filosofía
contemporánea recobra la nitidez de ciertos rasgos propios que se habían
visto difuminados. Uno muy importante es ese que cabe considerar como
el camino filosófico, que no comparte del todo con las ciencias, pero sí
en gran medida con el arte. Valiéndonos de un término antiguo, podría-
mos denominarlo “ascesis”: la práctica reglada con vistas a la consecu-
ción de una vida libre de ataduras, no sujeta o dependiente. La existencia
ejercitada, a cuya realización contribuye la filosofía (en ese sentido que
se haya inscrito en numerosas expresiones del lenguaje: “tomárselo con
filosofía”, “tener una filosofía vital”, “ser filósofo”, etc.), puede instituir en
la época moderna un cierto paradigma para la transformación. Delinean-
do sus contornos a través de un trabajoso separarse de las costumbres, de
los dioses, de las determinaciones “naturales” de un pueblo o de una cul-
tura, es como se constituye la subjetividad y se da lugar a la historia ente-
ra del espíritu. El sujeto habría de sustentarse únicamente sobre la preca-
ria base de los argumentos y razones, sobre aquello que no necesita re-
currir a la tradición o a la naturaleza, ni tampoco a la diversidad cultural,
puesto que todos los hombres lo comparten como característica de su

18
Pero la idea fundamental aquí es que lo que sea la cosa no puede consistir en nada más que en propiedades rela-
cionales y no en rasgos esenciales que podrían ser aprehendidos bajo ciertas circunstancias o que, en otras, quedarían
ocultos (de aquí surge la diferencia entre esencia y apariencia, etc.). Rorty ha insistido sobre este particular en su pre-
sentación del modo de concebir la realidad por parte del pragmatismo: “Para los pragmatistas no hay nada que sea un
rasgo no relacional de X, así como no hay una cosa que sea la naturaleza intrínseca, la esencia de X. De modo que no
puede haber algo así como una descripción que se ajuste a la manera en que X realmente es, más allá de su relación
con las necesidades humanas o la conciencia o el lenguaje” (2001, pág. 48).

48
humanidad: la capacidad de discernir, una disposición desarrollada de
manera particular en cada individuo.
La ascesis representa de este modo el método para la razón subjeti-
va. El filósofo en su sentido primigenio, el que ama y persigue la auto-
formación que da lugar al saber, es un ejercitante que pasa de un conte-
nido a otro, cada vez más espiritual, más desprendido, al encuentro de lo
uno y lo múltiple, de la Idea y la materia. Pero también lo es el artista:
este no puede lograr la realización de la obra más que gracias a una es-
forzada disciplina de depuraciones y sacrificios; hasta llegar a volverse
hábil en una técnica. Mediante ella transitará desde la particularidad de
su naturaleza humana común a la universalidad propia de la esencia de
la realidad y de la representación, que solo se hará efectiva a través del
nacimiento de una personalidad única, singular, no comúnmente huma-
na, sino eminentemente humana.
Ahora bien, el abandono de la compañía de los hombres, que llevan
a cabo el artista y el filósofo como condición de una personalidad indivi-
dual, la soledad como sentido último del hombre moderno, ilustrado, no
es el final de la ascesis. Esta puede continuar hasta el logro de un des-
prendimiento superior. Se trata de la superación de esa individualidad
negativa mediante una reconciliación con la realidad, que establece una
nueva base para la intersubjetividad. Esta reconciliación requiere el des-
prendimiento más espiritual, el del propio yo. Es de este del que trata so-
bre todo la metamorfosis de la razón que lleva a cabo la filosofía con-
temporánea y para la que lo estético sirve de modelo. Ahí conducen las
exhortaciones de los filósofos mencionados más arriba: atender a las
marcas de lo reprimido, aprender a mirar y a entender la diversidad, a
escuchar y obedecer, laborando con las cosas de un modo parecido al
del artista, que no se enfrenta a la materialidad de su obra como si se tra-
tara de algo moldeable a voluntad. En fin, afirmar lo real por encima de
su manejo constructivo y representacional. ¿Qué significa esto?, ¿acaso
una profesión de fe realista? No exactamente. Haber aprendido a aceptar
el juego de interpretaciones, así como haber logrado una cierta ejercita-
ción para él, significa constatar, al tiempo que se descubre la importancia

49
de la espontaneidad subjetiva en la constitución de los prágmata, la im-
posibilidad metafísica de disponer por completo de la cosa. Como resulta
excesiva en cuanto al sentido, trasciende cualquier presentación.
Lo crucial aquí no es, pues, el asunto de la “cosa en sí” o algo pare-
cido, sino que el ejercicio de atención creativa no se relaje para caer en
lo “por supuesto”, en la reducción y la determinación. Podríamos decir
que se trata de comprender lo que la realidad propone; y lo que propone
depende de las aptitudes subjetivas para la perspectiva y la composición.
De ese modo, el desprendimiento del yo, al que nos hemos referido,
puede ser la condición para percibir renovadamente la realidad. Esta es
una enseñanza del arte que incita a la filosofía.

50
7. Lo razonable

La experiencia de la razón moderna, aquella que tiene que ver con


el descubrimiento del carácter principal e ineludible de la diversidad y
variabilidad de lo real, es consecuencia del resquebrajamiento de sus es-
trategias de dominio. Pero, como sabemos, la experiencia genuina remite
siempre a que algo (presupuesto) se queda en nada; y este algo era la
exigencia de certeza y autofundamentación propias de una conciencia o
un polo subjetivo que no podía apelar a ninguna instancia superior y que
se veía, por tanto, confrontada con su propio modo de proceder.
La exigencia de certeza absoluta constituye el hito más importante
de esa historia. De ella surge la necesidad de establecer pautas teóricas
de control sobre toda actividad humana, que provienen de la capacidad
misma de la razón para establecer tanto la coherencia cuanto una verdad
no dependiente de hechos y acontecimientos cambiantes. El resultado es
la conversión de la lógica y la matemática en el modelo de cualquier
proceder racional. La racionalidad tendrá que ver con el acomodo a di-
chas pautas, y “racional” únicamente podrá ser predicado en sentido es-
tricto de lo que cumpla las reglas lógicas. El esfuerzo que conlleva la re-
ducción de todo conocimiento o acción al estrecho marco de la certeza
lógico-matemática, así como las decepciones asociadas a él, es lo que
pondrá en marcha el movimiento experiencial del que hablamos.
Frustración de expectativas. Esto es lo que ha sucedido en el contex-
to de los debates –científicos, filosóficos– sobre la racionalidad. Aquellas
tenían que ver con las esperanzas que habían sido depositadas en el lo-
gro de un dominio absoluto, no solo en el interior de la propia razón sino
también de la realidad externa. Dicho esfuerzo se ha visto en buena parte
malogrado. El resultado es una herida abierta en la razón humana que,
según nos ilustra S. Toulmin (2003, pág. 32), fue causada por el sueño de
unir las ideas de “racionalidad”, “necesidad” y “certeza” en un único en-
voltorio matemático.
La metáfora de la herida induce a pensar en los modos posibles de
curarla: en lo que requeriría una reconciliación que supusiera la sutura y

51
el final de una situación dolorosa. Estos lados son el pensamiento y la
realidad o, según Toulmin (Ibíd., pág. 33), la teoría y la práctica, la lógica
y la retórica, la racionalidad y la racionabilidad. Y el problema radica en
que esta bipartición ha representado en la práctica un supuesto valorati-
vo: los primeros miembros respectivos de cada par han recibido siempre
una puntuación positiva en la era de la racionalidad. De esa manera, la
razón ha sufrido un estrechamiento cuya consecuencia principal es el es-
caso desarrollo, salvo en ciertos lugares marginales, de algunas de sus
potencialidades. La experiencia haría apuntar, así, la necesidad de una
restauración o de un regreso a las posibilidades genuinas.
La razón reconciliada, restaurada o transformada –según se mire– no
sería otra cosa que una razón equilibrada. Por eso mismo, al diagnóstico
negativo debe seguirle la localización e identificación de aquellos modos
racionales que hayan sido marginados u obviados como resultado de la
exigencia de certeza matemática. Esta búsqueda ha llegado a convertirse
en una reclamación urgente, ya que los efectos perniciosos del imperio
de una lógica teórico-reduccionista –de lo construible axiomáticamente–,
que se abalanza sobre la realidad diversa, ha producido un cierto recha-
zo a la primacía de lo teórico, e incluso el surgimiento de algunos pro-
gramas presididos por la máxima de una renuncia a la teoría (Wittgens-
tein). La consecuencia es un desplazamiento de la atención hacia las
prácticas racionales, con respecto a las cuales la única tarea teórica ha-
brá de consistir en una descripción pormenorizada de lo que efectiva-
mente hacen los investigadores, los científicos en general. La práctica
conecta la razón con las formas vitales; la devuelve, en fin, al lugar del
que partió para recorrer su largo y concentrado camino de especializa-
ción teórica: a la vida misma.
Y la primera conclusión del trabajo descriptivo del que hablamos es
que en la práctica no vale lo mismo que en la teoría. En realidad, la idea
de la práctica arrastra consigo –en todas las disciplinas cuya orientación
es principalmente de este tipo– la exigencia de atender a la diversidad no
reducible a concepto. Si tal reducción hubiera sido posible, entonces las
disciplinas prácticas se habrían convertido ya, dada la mayor importancia

52
relativa de la teoría, en teóricas y habrían controlado la realidad desde el
concepto. El problema, entonces, reside en la imposibilidad de emplear
conceptos genuinos o, lo que es lo mismo, términos universales, reglas y
procedimientos generalizables sin más. Lo universal no funciona bien en
ciertos territorios, tal vez porque, como decimos, la realidad se encuentra
afectada en ellos de una particularidad y diversidad irreductibles. Y
cuando sucede esto, cuando no hay regla que sirva como denominador
común, como pauta para la orientación teórica, entonces no se pueden
anticipar teóricamente los cursos de acción correspondientes. Hay que
sumergirse en el contexto fenomenológico de la cosa, revisar las estrate-
gias cognoscitivas, los conceptos a disposición… La incapacidad para
llegar a lo particular, a lo que requiere el caso, cuando se procede si-
guiendo pautas generales, provoca las decepciones experienciales de las
que se ha hablado. Como resultado de ello, la razón se ve forzada a po-
nerse reflexiva: a revisar, repasar, volver a pensar, etc.
Todos los prontuarios metodológicos se tornan entonces falibles, e
incluso inadecuados, lo que conduce a desarrollar imaginativamente
nuevas estrategias. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con la narrativa: si
no tenemos universales a disposición que nos permitan dar cuenta de lo
que acontece de un modo reductivo o subsuntivo –”esto es un caso parti-
cular de…”, o también “esto es…tal y tal cosa”–, entonces podemos pro-
ceder a contar dicha experiencia, a narrar los pasos que hemos dado, la
manera en que el asunto en cuestión se nos ha escapado, los movimien-
tos que nos hemos visto forzados a hacer en nuestro empeño por hablar
con sentido de lo que hay.
Un ejemplo paradigmático de la particularidad aludida, y que pone
en juego la estrategia narrativa, aparece cuando hay que atender al carác-
ter histórico de las situaciones –su “dónde” y su “cuándo”. En estos casos
no hay mucho más a lo que recurrir. Pero lo que se reivindica desde un
punto de vista teórico universalizante es justamente que los elementos
con los que se trabaja –los conceptos– se separen de la realidad, de tal
manera que puedan aplicarse siempre y en cualquier lugar. No puede
haber conceptos de validez exclusivamente local, y una teoría construida

53
a base de ellos sería altamente objetable. La pretensión, por tanto, de
cualquier método racional ha sido siempre el logro de un lenguaje exac-
to (aunque artificial) o de una ciencia unificada, lo que proporcionaría un
modo para purificar las operaciones de la razón humana, liberándolas de
los contextos culturales que enturbian su núcleo racional.
En paralelo a la distinción teoría-praxis corre otra que permite desta-
car lo que está poco desarrollado en una razón sometida al imperio de la
exigencia de certeza lógico-matemática. Se trata de la ya mencionada
oposición entre racionalidad y racionabilidad. Pero estos conceptos se
refieren de nuevo a un asunto práctico: a la diferencia que puede esta-
blecerse entre actuar racional y irracionalmente y hacerlo razonable o
irrazonablemente. Veamos lo que nos dice sobre el particular Toulmin
(ibíd., pág. 44), de quien hemos tomado dicha oposición:

“Si nos centramos exclusivamente en las proposiciones que figuran en un argumento,


haciendo caso omiso de la situación en la que este se presenta, puede decirse que considera-
mos el argumento desde el punto de vista estricto de la racionalidad. Si, por el contrario, úni-
camente prestamos atención a los recursos que hacen que un argumento sea persuasivo, lo
máximo que se puede decir de un caso es que lo presentamos lo más razonablemente posible:
solo si logramos compaginar de forma equilibrada la atención a la sustancia de un argumento
con un estilo convincente, pero no demasiado insistente, se nos podrá atribuir una racionalidad
que combina la fuerza intelectual del contenido con una moderación en la forma. La racionali-
dad supone concentrarse restringidamente en asuntos de contenido, y la racionabilidad, ser
sensibles a las mil maneras en que una situación puede modificar tanto el contenido como el
estilo de los argumentos”.

Sumergirse en el contexto en el que cobra sentido eso que excede la


mera universalidad lógico-abstracta implica tener en cuenta la actividad
subjetiva y no ponerla entre paréntesis. De esta manera se traza una línea
de demarcación entre las formas de la racionalidad. Aquellas que vienen
reclamadas por las exigencias de la inserción humana en la vida han to-
mado en general más la forma de artes que la de ciencias, es decir, de
prácticas protocolarizadas pero no construibles como conjunto de reglas
formales o como cálculos axiomáticos. Dichas prácticas –por ejemplo, la
clínica médica– se orientan sobre todo a afinar el oficio, la capacidad
para actuar tal y como la ocasión requiera, tomando en cuenta todos los
aspectos relevantes. En ellas, el manejo de los instrumentos, el arte para

54
entender los casos singulares sin reducirlos de modo inmediato, capacita
para dar cuenta de una situación cuyo significado tiene más alcance que
el estrecho acomodo de lo particular como ejemplo de una clase bien
establecida. Los sistemas conceptuales abstractos están de más en tales
contextos; lo que se requiere es un conocimiento local y temporal de en-
tornos de sentido concretos y particulares.
La particularidad de las situaciones presenta también rasgos tempo-
rales. Cuando se trata de la predicción de los casos futuros, se puede
afirmar como mucho que esto es lo que ha sucedido generalmente, aun-
que no siempre, en ocasiones anteriores, lo que constituye una experien-
cia que permite tomar esta generalización como un punto de partida para
enfrentarse a los nuevos contextos. Aquí la generalización es pragmática
–sigue la línea particular-universal y no la contraria, como sucede en las
formas subsuntivas–, depende de la costumbre, del ejercicio repetido que
se ha vuelto experto; pero se ve afectado por dicha praxis. Esta no puede
ser dejada atrás y sustituida por algún tipo de algoritmo, ya que, propia-
mente, no se cuenta con un principio del que se sigan deductivamente
todos los casos particulares de los que se trata. Acumular experiencia
proporciona oficio, favorece las capacidades artísticas, pero no es un cer-
tificado de garantía; en realidad, como se ha señalado, no se dispone de
un principio del que pudieran deducirse los casos ulteriores.
Todos estos aspectos de la cuestión forman parte de eso que Toulmin
llama “conocimiento clínico”, el cual cobra sentido precisamente en el
contexto del establecimiento de diferencias entre la formulación de jui-
cios razonables por parte de un profesional y la realización de cálculos
racionales por parte de un teórico en sentido propio (ibíd., pág. 169). Este
tipo de conocimiento se sirve sobre todo de técnicas narrativas, históri-
cas; para él resulta imprescindible la comprensión singular, sin la que ca-
recerían de sentido las construcciones narrativas que dan lugar precisa-
mente a los “historiales del caso”.
La existencia humana reclama un tipo de investigación capaz de
moverse por el territorio, particular y finito, de la vida, de modo que no
puede permanecer estática y complacida con las certezas que proporcio-

55
na el mundo celestial de las formas puras. Los conceptos no son inútiles
en dicho ámbito; es más: desempeñan una función al proporcionar orien-
taciones que hacen posible operar en él. Pero eso no significa que la
realidad se acomode completamente a ellos. Sería incluso necesario
afirmar que esos términos generales son imprescindibles, sin ellos no hay
lenguaje ni, por tanto, acción que quepa tener por auténticamente hu-
mana; y, pese a todo, la realidad continúa siendo particular, variable, di-
versa y finita. Los conceptos universales dicen algo de esa realidad, pero
dejan también, forzosamente, algo sin expresar. En numerosas situacio-
nes es preciso proceder sin regla, aunque eso no signifique renunciar a
ella. Resulta necesario producirla a la par que se maneja el machete del
explorador, apoyándose siempre en la experiencia acumulada, en el co-
nocimiento y el oficio de experto, pero sin garantía completa, sin poder
aspirar a certezas indudables.
Así que, en tales ocasiones, la teoría únicamente deba ser conside-
rada un aspecto del asunto. Se puede recurrir a ella, hay que hacerlo,
pero opera casi siempre como reconsideración reflexiva: hace posible en-
tender de qué manera se han logrado resolver los casos particulares. Sin
embargo, no da de sí lo bastante como para convertirse en un fundamen-
to de la praxis, esta no puede deducirse sin más de aquella. Juega más
bien el papel de recolección y ordenación de la experiencia.
Lo que acabamos de decir permite compreder la importancia que
está recobrando en el contexto del debate sobre la racionalidad el con-
cepto aristotélico de phronesis, un término que hacía referencia precisa-
mente a las habilidades requeridas para proceder sin regla y, no obstante,
con prudencia y orientación. Las artes prácticas, de las que estamos ha-
blando, poseen y hacen uso de dichas habilidades. Sin ellas, serían inca-
paces de salir adelante cuando se encuentran inmersas en situaciones
comprometidas en las que amenaza el colapso total.
La idea de la “phronesis”, que no deja de ser problemática –pues
podría ser entendida, y algunos así lo hacen, como una vía para sortear
ciertas exigencias racionales como las de la crítica y la universalidad–,
tiene interés cuando se trata de designar la competencia para elegir entre

56
esquemas conceptuales que incluyen valores incompatibles, o a los que
se ha dado un peso diferente en situaciones donde no se puede recurrir a
un estándar a priori; es decir, cuando es necesario actuar en territorios en
los que se carece de faros potentes que puedan guiar la acción o cuando
hay conflicto con respecto a los principios. De ahí que tenga que ver,
más que nada, con una aptitud judicativa (que hace posible conectar
algo con algo): elegir o juzgar en ausencia de indicaciones generales, es
decir, cuando no hay fuerza suficiente para hacerlo de esta o de aquella
manera.
En su origen aristotélico, la phronesis estaba relacionada con la doc-
trina de las virtudes. Una virtud es una disposición o rasgo de carácter
susceptible de traducirse en acción y de contribuir a la vida buena. Pero,
cuando se ejerce, requiere de la capacidad para comprender los diversos
significados que situaciones diferentes confieren a nuestros comporta-
mientos. Dicha capacidad, junto con la aptitud para colocar los diversos
bienes en el orden que favorezca en mayor medida la vida buena, consti-
tuye la phronesis. Esta viene a asumir el papel de virtud principal en la
medida en que representa una condición para el ejercicio de cualquier
otra virtud. Se encuentra, así, al servicio de una vida realizada.
Además, al desvanecerse la fe en la posibilidad de un acceso privi-
legiado a la realidad de las cosas, la experiencia se convierte, según vi-
mos, en la única instancia a la que apelar, con lo que la phronesis cobra
aún más relevancia. Con todo, es forzoso señalar que la creciente aten-
ción prestada a la phronesis no debería confundirnos en lo que respecta
a sus posibilidades, a lo que puede resultar de ella; puesto que, según
venimos diciendo, no se trata propiamente de determinación y, en ese
sentido, tampoco de conocimiento. Lo que ella dispone es un curso ex-
periencial, que debe ser manejado con sumo cuidado19.
Por otra parte, la ausencia de regla nunca es completa. La noción de
“racionabilidad” remite justamente a ese fenómeno: “hasta ahora hemos

19 “A diferencia de la episteme, y de nuevo en analogía con el juicio, las conclusiones a las que llega la phronesis no
pueden ser demostradas, sino tan solo mostradas y hechas plausibles. De hecho, la phronesis tiene que ver con el deli-
berar acerca de cosas que son universales o necesarias. Por último, la phronesis se distingue del intelecto o nous en
cuanto que el intelecto incluye definiciones generales que no pueden ser lógicamente demostradas, mientras que la
phronesis ofrece juicios sobre objetos que incluso no pueden ser objetos de demostraciones, sino que son particulares”.
(Ferrara 2002, pág. 87)

57
salido adelante procediendo de tal modo”, “el conocimiento de muchos
casos indica que sería prudente actuar de esta manera en el caso presen-
te”, etc. Lo prudente, como vemos, constituye la capacidad para orien-
tarse sin una regla constitutiva, echando mano del propio mejor juicio, es
decir, de otras reglas, pasadas, similares, aproximadas…
Algo parecido sucede con el entendimiento en situaciones en las
que no es posible acudir a un principio compartido. Lo prudente, enton-
ces, sería atender a las condiciones pragmáticas del lenguaje. Así, en vez
de negar la posibilidad misma de toda argumentación –porque no hay
conexión posible entre sistemas locales e inconmensurables–, se puede
aceptar la existencia de un mínimo de reglas procedimentales que forma-
rían parte del “discurso”. La clave del entendimiento no residiría en las
cosas a las que harían referencia las palabras, ya que aquellas podrían
aparecer de modo distinto en cada uno de los sistemas de creencias des-
de los que acceden los intervinientes en la comunicación. Pero lo que sí
es cierto es que las expresiones cognitivas han de ser fundamentadas en
el seno de un discurso en el que dominan ciertas exigencias de validez.
De ese modo, los enunciados no se relacionan con datos de la experien-
cia subjetiva, sino con estados de cosas que, cuando son verdaderos, se
convierten en hechos. Si el mundo o la realidad es el conjunto no de los
datos de los sentidos sino de los hechos, y un hecho es lo que se abre a
la luz de enunciados verdaderos, entonces a un enunciado solo se le
puede enfrentar otro enunciado. Y, además, los hechos solo aparecen en
el espacio lógico de las razones, en el que son justificados los enuncia-
dos correspondientes. La objetividad de las proposiciones no se apoya,
pues, en un absoluto transmundano –que podría abrirse de modo relativo
a las diversas condiciones locales, culturales– o en principios a priori,
sino en la intersubjetividad de las interpretaciones de mundo, que tiene
forma discursiva.
El entendimiento discursivo es lo único a nuestro alcance precisa-
mente cuando no es factible recurrir a ningún universal ya existente que
nos una. Pero, como se ha indicado, los argumentos tienen por principio
un carácter hipotético y situado. De ahí que algunos afirmen que única-

58
mente puede haber entendimiento en el interior de una forma de vida
particular. A esto cabe replicar que algo se está entendiendo siempre en
la medida en que nos encontramos ya dentro del discurso. Ahora bien,
eso que se entiende remite a lo que ya ha sido entendido, a la ejemplari-
dad experiencial de lo ya sucedido. La pregunta, entonces, sería: ¿puede
la prudencia del mejor juicio convertir esa ejemplaridad de los casos pa-
sados en una orientación para el entendimiento de lo problemático, de lo
supuestamente inconmensurable, que viene en el futuro?
La teoría del consenso característica de la ética discursiva (Apel, Ha-
bermas) emplea una estrategia de este tipo: parte del hecho de que todo
hablar incluye, como una suerte de condición contrafáctica, un entendi-
miento posible. A ello le añade el presupuesto de que nunca se produce
un corte completo de la comunicación; decir: que no se da una incon-
mensurabilidad como la que Lyotard (1999) pone en el núcleo de su no-
ción de “diferendo”20. Si no hubiera entendimiento y acuerdo en algunos
actos comunicativos, por mínimos que estos fueran, tal situación –a falta
de contraste, ya que no habría una instancia metadiscursiva en la que si-
tuarse– ni siquiera podría ser constatada. Incluso la producción de algo
parecido a un diferendo requiere la existencia de un juego dialógico; es
en su seno donde se habría de producir, si acaso, la experiencia negativa
de la incomunicación.
Pese a todo, hay que insistir en que los tránsitos discursivos de los
que hablamos son algo diferente de las miradas por encima. Lo que no se
encuentra a disposición es esa suerte de super-entendimiento, una facul-
tad concipiente que sobrevuele al entendimiento común (siempre situado
y, por ello, sometido a reglas determinadas). Cuando se habla de tránsi-
tos, se está haciendo referencia a algo parecido a las ideas kantianas, las
cuales no son propiamente conceptos, sino más bien perspectivas dota-
das de una cierta potencia ejemplar y heurística. Mediante las ideas se
tematiza la totalidad, pero tal cosa sucede de un modo que no es con-

20 “Distinta de un litigio, una diferencia [différend] es un caso de conflicto entre (por lo menos) dos partes, conflicto
que no puede zanjarse equitativamente por faltar una regla de juicio aplicable a las dos argumentaciones. Que una de
las argumentaciones sea legítima no implica que la otra no lo sea. Sin embargo, se se aplica la misma regla de juicio a
ambas para allanar la diferencia como si ésta fuera un litigio, se infiere una sinrazón a una de ellas por lo menos y a las
dos si ninguna de ellas admite esa regla”. (pág. 9)

59
ceptual-determinativo, sino que toma la forma de un hipotético “como
si”.
Atender a las diferentes ejemplaridades que ofrece la experiencia,
así como producir perspectivas que hagan posible la orientación, es lo
que compete a la filosofía. Pero ella no es una reina que impere por en-
cima de discursos que fueran monolíticos y abstractos. Estos abrigan
momentos de racionabilidad, por no mencionar los tránsitos externos, los
apuntes de transgresión, etc. Los rasgos de transversalidad no están reser-
vados únicamente a la filosofía.
Resumiendo. Lo que está en juego, visto desde la perspectiva hori-
zontal, es un cierto enlace, alguna regla, aun cuando no sea estrictamen-
te determinativa. Una razón orientada transversalmente no partiría de un
espectro limitado de racionalidad –cognitiva, práctica, expresiva–; toma-
ría asimismo en consideración esas otras formas que no encajan bien en
aquella tripartición, como la técnica, la clínica, la religiosa, la interper-
sonal. Y tendría en cuenta, sobre todo, los disensos materiales y las dife-
rencias competenciales. Atendería al hecho de que los conceptos dife-
rentes definen su suelo propio de modo cambiante. Su ideal no podría
ser otro que el que ya preside de hecho toda exploración teórico-práctica
del mundo, cuando actúa prudencialmente conduciéndose de manera
acorde con su mejor juicio: una inteligencia no dogmática, precisa, pero
no meramente exacta.

60
8. La filosofía más allá de sí misma

La filosofía podría ser considerada el desempeño práctico de ciertas


exigencias reflexivas de la razón21. Y como la experiencia es un curso de
decepciones, ella se convierte en un ejercicio que pone a prueba los
propios procedimientos epistémicos mediante el repaso de las diferentes
prácticas racionales22 y la formulación de ciertas preguntas ontológicas:
“¿qué es?”, “¿hasta dónde alcanza?”, “¿con qué legitimidad cuenta?”.
Pero además de la reflexividad de la razón, a la filosofía le han co-
rrespondido históricamente otros cometidos, tales como la producción
de una imagen coherente de lo que es, la búsqueda de los primeros prin-
cipios metafísicos, etc. Las viejas pretensiones totalizadoras se han esfu-
mado, pero no así la necesidad de algunas preguntas metafísicas que en
vez de versar sobre el mundo se ocupan más bien de todo lo que implica
el decir que se refiere a él, etc. Lo que tiene lugar es una conversión me-
tafilosófica.
La idea de una metafilosofía, expresión del doloroso destino que pa-
rece abocarla a su final, podría producir, antes de cualquier juicio ulte-
rior, una impresión negativa. El peligro radica en que sea entendida como
el resultado de un patológico volverse sobre sí misma; algo en principio
alejado de la invitación heideggeriana a la Besinnung23 , mediante la cual
tendría lugar una metamorfosis crucial en la historia del pensamiento (de
occidente. Se estaría desarrollando así una estrategia de defensa, que se
21
Habermas 1987 I, pág. 15-16: “La racionalidad de las opiniones y de las acciones es un tema que tradicionalmente
se ha venido tratando en filosofía. Puede incluso decirse que el pensamiento filosófico nace de la relativización de la
razón encarnada en el conocimiento, en el habla y en las acciones. El tema fundamental de la filosofía es la razón. (…)
Si las doctrinas filosóficas tienen algo en común, es su intención de pensar el ser o la unidad del mundo por vía de una
explicitación de las experiencias que hace la razón en el trato consigo misma. (…) Ahora bien, la tradición filosófica,
en la medida en que sugiere la posibilidad de una imagen filosófica del mundo, se ha vuelto cuestionable. La filosofía
ya no puede referirse hoy al conjunto del mundo, de la naturaleza, de la historia y de la sociedad, en el sentido de un
saber totalizante. Los sucedáneos teóricos de las imágenes del mundo han quedado devaluados no solamente por el
progreso fáctico de las ciencias empíricas, sino también, y más aún, por la conciencia reflexiva que ha acompañado a
ese progreso. Con esa conciencia, el pensamiento filosófico retrocede autocríticamente por detrás de sí mismo; con la
cuestión de qué es lo que puede proporcionar con sus competencias reflexivas en el marco de las convenciones cientí-
ficas, se transforma en metafilosofía. Con ello, el tema se transforma, y, sin embargo, sigue siendo el mismo. Siempre
que en la filosofía actual se ha consolidado una argumentación coherente en torno a los núcleos temáticos de más
solidez, ya sea en Lógica o en teoría de la ciencia, en teoría del lenguaje o del significado, en Ética o en teoría de la
acción, o incluso en Estética, el interés se centra en las condiciones formales de la racionalidad del conocimiento, del
entendimiento lingüístico y de la acción, ya sea en la vida cotidiana o en el plano de las experiencias organizadas
metódicamente o de los discursos organizados sistemáticamente”.
22
Toulmin, 2003, pág. 308: “…como una llamada a poner en funcionamiento el análisis reflexivo como instrumento
para afrontar cuestiones morales, médicas y políticas”.
23 Vuelta en sí o vuelta al sentido (también, por ello mismo: meditación o reflexión),

61
revelaría a fin de cuentas como una simple repetición y enclaustramien-
to. Al final, la filosofía se volvería cada vez más “filosófica”, pero pagan-
do por ello el precio de la irrelevancia. Muy otra parece, por el contrario,
que debería ser la imagen proyectada por una filosofía radicalmente re-
flexiva.
En realidad, lo que incita a esta filosofía meta es sobre todo la re-
nuncia a esa especie de conocimiento anterior al conocimiento mismo,
cuya posesión le otorgaba la facultad de señalar el lugar que correspon-
día a cada ciencia, a cada saber, invistiéndola a la vez como juez supre-
mo para lo tocante a cuestiones de racionalidad (Habermas 1981, pág.
248-249). La filosofía, que sobrevolaba a los demás saberes y a la cultura
en general desde su cielo eterno se mundaniza e historiza. La conciencia
moderna va descubriendo su posición culturalmente determinada, cam-
biante y falible, con lo que llega a perder, incluso, el respeto de las cien-
cias a las que ella anteriormente evaluaba e imponía estándares de ra-
cionalidad.
De hecho, la función de la filosofía en el conjunto de los saberes se
halla estrechamente vinculada a los destinos de la racionalidad. Lo que
no está tan claro es la dimensión que le corresponde. La paleta casi ente-
ra de sus capacidades ha sido puesta en cuestión en el mundo contempo-
ráneo, sin dejar apenas resquicio para una recomposición. Cabría cues-
tionar incluso, como hace R. Rorty, que ese pensamiento reflexivo de las
postrimerías, que versa sobre las posibilidades de la razón –se lo deno-
mine filosofía o de cualquier otra manera–, sea tan imprescindible como
se ha considerado a lo largo de la historia.
Según argumenta este autor, el término “filosofía” no nombra algo
unificado, que responda a una estructura y continuidad, por lo que se
muestra incluso reticente a hablar de “problemas filosóficos”. En la Filo-
sofía y el espejo de la naturaleza, sostiene que la pérdida del significado
de la concepción del filósofo como aquella persona que sabe algo sobre
el conocimiento que los demás ignoran implica dejar atrás asimismo la
idea de que a él pudiera corresponderle un lugar preferente en la conver-
sación. De ello se seguiría la necesidad de abandonar la creencia en que

62
existe algo así como un “método filosófico”, “que permite al filósofo pro-
fesional, ex officio, tener opiniones interesantes sobre la respetabilidad
del psicoanálisis, la legitimidad de ciertas leyes dudosas, la resolución de
dilemas morales, la “seriedad” de las escuelas de historiografía o crítica
literaria, y otras cuestiones semejantes” (Rorty 1989, pág. 354).
Sin embargo, Rorty no se une a las voces que certifican el fin o la
muerte de la filosofía. El descubrimiento de que el lugar presidencial ha
perdido todo sentido no sirve para acabar con aquella, precisamente
porque su manera de preguntar y proponer, es algo que difiere de una
disciplina en un sentido científico; en realidad la filosofía no es propia-
mente nada más que un cierto ejercicio de la razón que difícilmente
puede llegar a ser disciplinado:

“Pero ocurra lo que ocurra, no hay peligro de que la filosofía “llegue a su fin”. La religión
no llegó a su fin con la Ilustración, ni la pintura con el Impresionismo. Aunque el periodo que
va de Platón a Nietzsche quede aislado y “distanciado” tal como sugiere Heidegger, y aun
cuando la filosofía del siglo XX llegue a parecer una etapa transitoria de apoyo y relleno (como
nos lo parece ahora la filosofía del siglo XVI), habrá algo llamado “filosofía” al otro lado de la
transición. (…) Quizá la filosofía llegue a ser solo edificante, con lo que la auto-identificación
de cada uno en cuanto filósofo se realizará únicamente en términos de los libros que lea y dis-
cuta, y no en términos de los problemas que debe resolver. Quizá se encuentre una nueva for-
ma de filosofía sistemática que no tenga absolutamente nada que ver con la epistemología,
pero que, sin embargo, haga posible la investigación filosófica normal. Estas especulaciones
carecen de fundamento, y nada de lo que he dicho anteriormente hace que una resulte más
plausible que otra. Lo único en que yo quisiera insistir es en que el interés moral del filósofo ha
de ser que se mantenga la conversación de Occidente, más que el exigir un lugar, dentro de
esa conversación, para los problemas tradicionales de la filosofía moderna”.(1989, pág. 355)

Aquello sobre lo que Rorty quiere llamar la atención es justamente


algo que tiene interés en nuestro contexto, gracias a sus acusadas aristas
experienciales. Desde su punto de vista, se trata de que la filosofía aban-
done tanto la pretensión de ser una ciencia cuanto de fundamentar los
demás saberes. Debe renunciar, por tanto, al presunto privilegio que le
confería el estatuto de ciencia de la cientificidad, una ciencia anterior a
todo saber positivo, y concentrarse en lo relativo a la orientación y for-
mación de la vida. La filosofía tomaría así un giro ironista-edificante. Para
Rorty, el ironista es un tipo de persona que reconoce la contingencia de
sus creencias y de sus deseos más fundamentales; es decir, una persona
lo bastante historicista y nominalista como para haber sido capaz de

63
abandonar la idea de que tales creencias y deseos remiten a algo que
está más allá del tiempo y del azar.
El filósofo debería, por tanto, superar la seducción que sobre él ha
ejercido durante siglos la matemática y que le ha conducido a proponer-
se el objetivo de elaborar una mathesis universalis de la conciencia. Si se
vuelve nominalista e historicista, aprenderá a trabajar de una manera dis-
tinta a aquella que estaba presidida por la búsqueda de la orto-perspecti-
va. Descubriría entonces no solo la diversidad de los puntos de vista,
sino la importancia de que estos no sean enseguida aplanados y reduci-
dos. Al ampliar su espacio perceptivo, renunciaría a la apresurada pre-
tensión de producir teoría, entendida, según hemos visto, como la reduc-
ción formal de “…todos los aspectos de nuestra vida en una visión úni-
ca”, para “redescribirlos mediante un único léxico” (Rorty 1991, pág.
18). Descubriría al mismo tiempo que su reflexión experiencial se halla,
por el contrario, conectada con la producción de efectos metafóricos que
da lugar a cambios de léxico.
De esa manera, la filosofía se situaría en el seno de una conversa-
ción que conviene cuidar y fomentar. Al filósofo le correspondería la ta-
rea de evitar que esa conversación se colapse y detenga, lo que difiere
bastante de la vieja pretensión de conducir el diálogo. Además, el debate
no versa ya sobre los problemas cognoscitivos que surgen cuando se trata
de ver lo que está ahí afuera. Aquello de lo que trata la filosofía, las ver-
dades y no las cosas, aparece reformulado, en un nuevo sesgo pragmatis-
ta, como algo relativo a la posición y las acciones de los hombres24 , que
no puede existir independientemente de la mente humana. Aunque el
mundo sea externo, sus descripciones no lo son, y únicamente estas
pueden ser verdaderas o falsas.
No está en juego, pues, una imagen que haya sido tomada de la
realidad, como si se tratara de una fotografía. Es evidente que, de ser así,
ello permitiría confiar en la posibilidad de cumplir el objetivo de una re-

24
“Hay que distinguir entre la afirmación de que el mundo está ahí afuera y la afirmación de que la verdad está ahí
afuera. Decir que el mundo está ahí afuera, creación que no es nuestra, equivale a decir, en consonancia con el sentido
común, que la mayor parte de las cosas que se hallan en el espacio y el tiempo son los efectos de causas entre las que
no figuran los estados mentales humanos. Decir que la verdad no está ahí afuera es simplemente decir que donde no
hay proposiciones no hay verdad, que las proposiciones son elementos de los lenguaje humanos, y que los lenguajes
humanos son creaciones humanas”. (Rorty 1991, pág. 25).

64
presentación completamente adecuada y exhaustiva, incluso de lograr la
imagen de todas las imágenes, no desvirtuada ni por la intervención del
ojo, ni por la distancia o por cualquier mota de polvo depositada en el
espacio focal. Lo que se encuentra en disputa en el seno de la filosofía no
son tesis sobre el mundo. Una filosofía se vuelve interesante, inquietante
y llena de efectos, gracias a su capacidad para confrontar “un léxico es-
tablecido que se ha convertido en un estorbo y un léxico nuevo y a me-
dio formar que vagamente promete grandes cosas” (ibíd., 1991, pág. 29).
No se trata de cuestiones referentes al sistema de la lengua, sino de actos
de habla, de intervenciones en el mundo; el cual, por su parte, debería
ser concebido más bien como un entramado complejo de acciones y
acontecimientos y no como un artefacto ya configurado y fijo.
Lo que proporciona, pues, una filosofía potente no es una compren-
sión más exacta de las cosas tal y como son realmente, sino un conjunto
de metáforas más útiles que las anteriores. Este tipo de filosofía –una me-
tafísica descriptiva y no reduccionista– trabaja, pues, holística y pragmá-
ticamente. Lo que pretende es cambiar el gusto, es decir, modificar la
forma de pensar. Y tiene que mantenerse necesariamente abierta, puesto
que, en la media en el que el nuevo lenguaje sea realmente nuevo, no
habrá criterios que puedan ser comunes en sentido estricto con los vie-
jos, pero sí algunos que podrían serlo de una manera ejemplarizante, ex-
periencial o histórica: elementos transaccionales, más o menos producti-
vos para una praxis presidida por la prudencia y el mejor juicio.
Como se indicó anteriormente, lo que se halla en cuestión es la po-
sibilidad misma de una racionalidad más amplia y comprensiva. Por lo
que respecta a la filosofía, esta debería reformular su estrategia reflexiva
para convertirla en una indagación y puesta a prueba de las formas de la
experiencia: en una realización pragmática de la experiencia racional. Se
apunta, pues, a una transformación filosófica de la razón estrecha que
triunfa en el ámbito científico-técnico, a esa que hemos denominado
“subjetiva” e “instrumental” y cuyo baluarte ha sido la metafísica. En par-
te, el hundimiento de esta última tiene que ver con la toma de distancia
crítica con respecto a aquella. O dicho de otra manera, la filosofía meta-

65
filosófica se inicia con la experiencia de los límites de una razón domi-
nadora, una experiencia que se dilata y va tomando dimensiones que la
conducen hasta la elaboración de una imagen muy crítica de la razón en
tanto que tal. La razón tiene que abrirse, expandirse.
De esta forma, la filosofía aparece como la instancia reflexiva de la
razón, como el lugar de una experiencia racional que versa sobre la pro-
pia constitución, sobre los fundamentos (o la falta de ellos), sobre los
contornos, sobre la lógica inmanente; pero no la lógica entendida como
armazón clausurado, sino como motor y aliento de carácter proteico. De
este modo, la tarea de la filosofía consiste en hacer posible, mediante la
crítica, la apertura racional a la que se ha hecho referencia. Ahora bien,
no se trata en realidad únicamente de la filosofía frente a la ciencia y a la
técnica, sino de la filosofía para la vida. Puesto que lo que se encuentra
en juego es, antes que nada, la destreza para un mejor orientarse existen-
cial, su actividad debería llamar la atención sobre lo que, bajo ciertas
condiciones, ni siquiera podía constituir un tema. En el curso de esta ex-
periencia algunas certezas habrán de verse afectadas.

66
9. Experiencia del pensar

El juego de la filosofía, el juego de la experiencia del pensar, se ini-


cia con el supuesto de que el asunto del que se trata es algo meramente
objetivo que puede ser establecido en una proposición o en un conjunto
de proposiciones. Pero enseguida esta primera asunción se torna proble-
mática. El pensar consiste en la exigencia de razones, lo que da lugar ha-
bitualmente al surgimiento de dificultades referentes a la “naturalidad” de
lo aprehendido. Dicho de otra manera: cuando se intenta hacer efectivo
lo presupuesto, usarlo, se produce un desplazamiento: no funciona ade-
cuadamente o no da el rendimiento prometido. Aquello de lo que se trata
implica ciertas condiciones subjetivas inapreciables que se encuentran
en el origen del desarreglo mencionado. Por eso el tema se tambalea de-
bido a un fundamento inestable. Una adecuada aprehensión, que supere
la disfuncionalidad, exige una base más firme. El logro de esto último se
encuentra condicionado por la capacidad de ampliar el punto de vista
hasta abarcar lo presupuesto; es decir, que aquellas condiciones implíci-
tas sean a su vez tematizadas. El pensamiento tiene que moverse, pues,
escépticamente en un sentido muy radical: suspendiendo la validez de
sus propias certezas y modos de proceder. El mencionado movimiento es
lo que constituye la experiencia del pensar. Un camino de aprendizaje
de lo que el propio pensamiento es y puede, pero que no se desarrolla
mediante la introspección, sino en la prueba de la solidez de las certezas
que proporcionan perfil a la cosa situada en el punto de mira. Aquí no se
trata de adecuarse en un sentido empirista, sino de poner de manifiesto
los entrelazamientos sin los cuales ni el sujeto puede ser sujeto ni tam-
poco el objeto objeto.
En definitiva, lo implicado en la operación anterior no es tanto la
posibilidad de afinar los dispositivos de conocimiento, puesto que aquí
no está en juego un esto determinado que habría de constituirse como
objeto. Por el contrario, la pregunta se dirige a aquello sin lo cual no ha-
bría esto alguno que pudiera constituirse como tal. Es decir: apunta a las

67
condiciones de la objetividad o de la determinación. Y entonces no pue-
de tratarse del acceso adecuado, sino del concebir mismo o de la expe-
riencia reflexiva, las condiciones de la posibilidad de la experiencia: en
qué consiste ser objeto o lo que hace que este objeto sea este y que
aquel sea aquel. Un asunto de este tipo es lo que Kant investiga en su
Crítica de la razón pura. Precisamente al tomar por norte semejante inter-
rogación, ha predispuesto el terreno para una experiencia concomitante
de la experiencia cognoscitiva más habitual; una que, cuando se separa
de aquella, muestra síntomas de inestabilidad y empuja al pensamiento
por caminos procelosos.
En este territorio no hay hitos significativos que permitan trazar un
sistema de coordenadas. En él reina la confusión o, dicho en términos de
honda raigambre filosófica, la dialéctica. Según decimos, la experiencia
del pensar –se podría hablar también, con Hegel, de la experiencia de la
conciencia– no produce el conocimiento de esto o de aquello, del mun-
do constituido así o asá. Como conocimiento, se frustra siempre; por eso
se trata de una experiencia dialéctica: no logra ajustarse a un patrón,
puesto que los conceptos que genera son aparentes –en sentido estricto,
como ha indicado Wittgenstein, no hay proposiciones filosóficas–, pero sí
que da lugar a ciertas transformaciones.
El ejercicio experiencial filosófico produce, si acaso, frutos negati-
vos; a medida que avanza, afecta a ciertos supuestos básicos que empie-
zan a mostrar su debilidad y tienen que ser finalmente abandonados. Sin
ellos, la propia posición del pensar, o de la conciencia, experimenta un
desplazamiento al que se asocia asimismo una metamorfosis de la propia
cuestión ontológica. La conciencia es examen; pero aquí un examen que
se vuelve sobre el examinar mismo, que se mira de una determinada ma-
nera, para percibirse en su esencia. Y esta mirada metafórica tiene la for-
ma de la skepsis: exige distanciamiento, suspensión del juego propio de
la conciencia, de ese ser conciencia de…
En el contexto de este ejercicio de experiencia de la conciencia, el
pensamiento va desplazándose, puesto que se ve forzado a abandonar
determinadas certezas y a adoptar otras a las que da cabida una vez que

68
amplía su perspectiva. Aunque sea forzoso decir que el camino recorrido
es sobre todo un dejar atrás, también hay algo que surge y a lo que cabe
acogerse, un nuevo punto de vista que proyecte nueva luz. El movimien-
to genuino del pensar podría ser caracterizado mediante la fórmula hege-
liana: escepticismo que se realiza (Hegel 1980, pág. 56). Este escepticis-
mo productivo representa la formación del pensar mismo como desarro-
llo dialéctico, en el curso del cual lo que se tiene por cierto no se acredi-
ta como la verdad y una nueva certeza se origina después de cada des-
fondamiento. Pero, como decimos, se trata de una experiencia de la que
no brota realidad alguna, pues no describe la constitución positiva de las
cosas, sino que registra los envites de una fuerza sobre todo negativa; es
escepticismo, toma de distancia, des-aprehensión, des-ligamiento, sus-
pensión del juego. La conciencia o el pensar, como territorio del sentido
o del ser, representa, no obstante, algo distinto de un ente determinado y,
por lo mismo, también algo que se escapa del ámbito de validez del
enunciado. Es, según decíamos, un no lugar, puesto que carece de topo-
logía: el dominio de la confusión, de la dialéctica.
Sin embargo, la experiencia dialéctica representa, como nos ha en-
señado Hegel, y también Wittgenstein, algo más que colapso. No consti-
tuye un simple acto de vanidad cuyo propósito fuera, a lo sumo, consta-
tar que cierta senda del saber no puede ser transitada. Al contrario, es ca-
racterístico del pensamiento filosófico que a él le interesen precisamente
las prohibiciones o las limitaciones. De ahí que la experiencia de la con-
fusión, de lo paradójico, contradictorio, etc., tenga un resultado que no
sea la mera suspensión del juicio o detención del movimiento del pensar.
En realidad representan, según hemos visto, dos aspectos íntimamente
relacionados del mismo fenómeno: la transformación de la conciencia o
de la posición del pensar y el surgimiento de la cosa misma (más allá de
la mera certeza, pero también más allá de la mera inmediatez o de lo
simplemente dado).
Pero es preciso insistir nuevamente en que aquí no se trata propia-
mente de esto o de lo otro, sino de lo que es condición de todo esto, del
pensar y, por tanto, de la actividad subjetiva posibilitadora y de la consti-

69
tución objetiva. La cosa misma es aquello (sin lo cual no…) a lo que
apunta la filosofía como su tema y que le acarrea siempre enormes difi-
cultades. La cosa misma no puede ser localizada, es decir, puesta ahí, de-
terminada, en un enunciado; es, como acabamos de indicar, lo que resul-
ta de la experiencia, un cierto punto de vista, una referencia, una condi-
ción insoslayable. Por eso constituye mucho más que una cosa en sentido
vulgar. Tiene que ver sobre todo con el complejo de relaciones a que da
pie la transformación de uno mismo en tanto que sujeto, la modificación
de las exigencias respecto de lo que se da. El hombre formado, del que
ya se habló, es precisamente aquel que se capacita para proporcionar
acogida a lo que se presenta, más allá de la mera reducción o de la
creencia empirista en algo dado que solo resta tomar como viene. Es
cierto que de ello resulta asimismo la más adecuada aprehensión del ob-
jeto, pero no porque, como decimos, se tome sin más lo dado, sino por-
que se hace posible que lo que comparece lo haga plenamente. La filo-
sofía, en la medida en que se orienta al mantenimiento del diálogo con
vistas a la donación de la cosa misma, produce también como resultado
un hombre apto para entrar en diversas relaciones con la realidad y con
los demás seres humanos. Se trata de aquel que trabaja en sí mismo,
como quería Wittgenstein, o también del ironista liberal propugnado por
Rorty, una persona que reconoce la contingencia de sus creencias y que,
sin embargo, no cae por ello en la desesperación o en la inacción.
Por otra parte, como ha señalado Gadamer, únicamente se puede
comprender e interpretar si el intérprete pone en juego sus prejuicios y
opiniones. Y de manera similar a como el intérprete se confronta con un
texto, lo hace el pensar con las condiciones que hacen posible la dona-
ción de la cosa; también en este caso una condición primera es jugársela,
exponerse. Hay en ello, como se vio, un trabajo radical con el sentido,
que impulsa la experiencia del pensar o de la conciencia: la referencia al
sentido implica la vuelta reflexiva y el inicio del juego filosófico. Pero ya
que nos hemos servido de la figura de la interpretación, tal vez sería con-
veniente tener en cuenta un aspecto crucial de la misma, a saber: que
ella difiere siempre, puesto que se encuentra relacionada con la aprehen-

70
sión de una realidad que no se presenta completa, cuya totalidad es ideal
y cuya efectividad finita. ¿Acaso sería necesario decir, entonces, que la
filosofía, de modo parecido, tiene que ver con la interpretación de un ser
que difiere en su donación?
Derrida ha señalado algo muy parecido en relación con el signo en-
tendido como presencia diferida: “Difiere el momento en el que podría-
mos encontrarnos con la cosa misma, adueñarnos de ella, consumirla o
guardarla, tocarla, verla, tener la intuición presente” (1989, pág. 45). Esto
es lo que él mismo ha pretendido con ese cambio en la morfología de la
palabra, al escribir y subrayar la a, dando expresión a la divergencia en el
binomio diferencia-diferAncia: “Está claro que esto no puede ser expues-
to. Nunca se puede exponer más que lo que en un momento determina-
do pueda hacerse presente, algo presente en su verdad, la verdad de un
presente, o la presencia de un presente” (1989, pág. 41).
Esa presencia diferida es, además, aplazamiento indefinido, puesto
que el signo coloca la cosa en un entramado de sentidos, es decir, de
elementos generales, para lo que debe: 1) obviar o desplazar lo particular
y 2) preterir unos aspectos, resaltando otros (reduciendo así la multiplici-
dad a una unicidad construida por mor de la aprehensión).
Podríamos concluir resumiendo lo dicho, para que se aprecie mejor
en una visión de conjunto.
La forma específica del investigar filosófico, en el que alienta la ex-
periencia del pensar de la que venimos hablando, se compone de los si-
guientes momentos:
1. Se inicia con la problematicidad de su asunto o cosa (la cosa del
pensar). La unilateralidad de la posición primera reclama el tránsito a los
otros lados (o aspectos), así como el hacerse cargo de los presupuestos
sobre los que reposa –estos tienen que ser “puestos”. De esta forma, la
validez de las propias certezas queda en suspenso, lo que dará paso a un
genuino movimiento del pensar de carácter negativo, experiencial. Todo
ello constituirá el camino (método) de la cosa misma. En el curso de ese
movimiento se ponen de manifiesto las condiciones tanto de la objetivi-

71
dad como de la subjetividad (mútuamente implicadas), es decir, la con-
diciones de la experiencia.
2. Los frutos son, en todo caso, negativos: no dan como para elabo-
rar una doctrina; no puede hablarse, en sentido estricto, de proposiciones
filosóficas. Lo que sucede es que la conciencia examinadora acaba por
examinarse a sí misma en un ejercicio de ruptura y distanciamiento
(skepsis, ironeia…).
3. Al final, como decimos, no se logra un nuevo objeto, pero sí un
replanteamiento. De ahí que el genuino movimiento del pensar pueda
ser denominado, con Hegel, escepticismo que se realiza. La cosa misma
se muestra en la Bildung: el hombre formado adquiere la habilidad re-
querida para una aprehensión transformada, no meramente determinati-
va; es decir: puede apreciar más aspectos, así como tener una visión de
conjunto.
En la formación del sujeto racional, la filosofía pone en suspenso el
juego experiencial común y corriente para que comparezca de algún
modo –al menos como cuestión o como indicación dialéctica– el asunto
del sentido, del ser o de la cosa misma. Un tipo de investigación seme-
jante por fuerza tiene que diferenciarse de aquella otra que apunta a un
objetivo determinado o, mejor, a determinar un objetivo. Sus dos caracte-
rísticas más sobresalientes ya han sido indicadas; una es de rango estéti-
co: la capacidad para demorarse en la cosa; y la otra de rango histórico:
el aplazamiento de la determinación; lo que es el caso difiere, no consti-
tuye objetivo alguno ya que no hay nada que determinar (a lo sumo cabe
apuntar a ello, aspirar a un logro que, a fin de cuentas, se desvela apa-
rente). Su tema únicamente puede mostrarse como una indicación, como
algo que fulgura imprecisamente. Y por eso mismo, puesto que lo suyo es
más bien un acto fallido, la investigación ha de volver una y otra vez a la
carga, ha de repetirse. Diferencia y repetición son, pues, sus nombres.

72
10. Problemas de orientación

“Un problema filosófico tiene la forma: ‘no me oriento’” (Wittgens-


tein 1988, § 123). Semejantes dificultades se presentan cuando planean
las dudas sobre los conceptos a disposición, sobre las reglas que han re-
gido las acciones del pasado –“¿se comportará el próximo caso del mis-
mo modo que los anteriores?”; “¿no resulta irreductible la particularidad
de esta situación, su carácter de emergencia?”–, con lo que el presente ya
no se sigue necesariamente de él. Podría decirse que se ha salido de los
cauces que requeriría una interpretación exitosa realizada a base de los
instrumentos probados y consolidados.
La primera exigencia entonces es dejar de lado, siquiera para que
sea posible empezar, las formulas establecidas y concentrarse en los di-
versos aspectos del caso en cuestión. Quizá varios de ellos hayan sido
pasados por alto. Esto implica, al menos, tres operaciones: 1) atender a lo
que hay aquí y ahora, a lo que constituye la situación; 2) hacer todo lo
posible por lograr una visión amplia de la misma (que la conecte con
otras o que la disponga en su entorno), una visión lo más panorámica po-
sible; 3) cambiar las ideas preconcebidas sobre la realidad, las ideas ge-
nerales que no se ajustan a ella. Se trata, pues, de ejercitar la “visión” o,
lo que es para el caso lo mismo, modificar la estructura del pensamiento
–principios, conceptos, presupuestos metodológicos, etc.
Además, la búsqueda de orientación pone en juego exigencias que
difieren de las que son características de la teoría, al menos en el sentido
que es dominante en la ciencia. El ponerse en situación que las circuns-
tancias requieren no puede ser satisfecho mediante el juego que venimos
llamando determinativo. Es natural que cuando alguien se encuentra en
un territorio en el que han dejado de funcionar las reglas y procedimien-
tos acostumbrados, intente en primer lugar servirse de lo que se tiene
más a mano, como por ejemplo, los conceptos válidos para casos simila-
res. Pero el problema reside, como se acaba de indicar, en que tales con-
ceptos han dejado de ser funcionales. “Similar” significa que, si bien

73
próximas, las situaciones en las que uno sabe moverse no son idénticas a
aquella que plantea problemas. Lo interesante aquí es el desplazamiento
que ha tenido lugar, el apunte de novedad que forma parte de la conste-
lación a la que hay adaptarse y que reclama el empleo de nuevos con-
ceptos. De este modo, aunque el fondo del operar orientativo lo constitu-
yan los conceptos a disposición, que son los que hacen posible distin-
guir, identificar, nombrar, lo específico debe ser aquello que hay de no-
vedad. Esta remite siempre a algo conocido a lo que se le suma un índice
de divergencia, que puede ser pequeño o grande. En todo caso, puesto
que la variación conlleva un desplazamiento hacia lo ignoto, que se pro-
duce sobre un suelo resbaladizo, no hay posibilidad de salir adelante sin
una buena dosis de habilidades imaginativas.
El trabajo de orientación constituye el paradigma de la capacidad de
juicio que procede sin regla. Aunque, según ya se ha indicado, es cierto
que nunca se procede absolutamente sin regla, puesto que los aconteci-
mientos pasados, aquellos que estaban bajo control, desempeñan tam-
bién un cierto papel: ofrecen similitudes y han servido para formar el ofi-
cio y el ingenio. De todas maneras, los problemas de orientación apare-
cen cuando nos adentramos más allá de lo conocido. Sus límites estarían
más o menos fijados por la repetición de lo mismo, en un lado, y por el
acontecer de lo radical o absolutamente diferente, en el otro. En el pri-
mer caso, la orientación vendría de suyo; más que de ella se trataría de
simple determinación: ”esto es esto”, “encaja aquí”. En el segundo caso,
más bien habría que hablar de desorientación, de pérdida; carencia total
de asidero. Más allá de la certeza o de lo conocido no puede imperar el
orden epistémico, sino a lo sumo la investigación que lleva a cabo al-
guien capaz de atender, sin echar mano de supuestos, a lo que viene al
encuentro. Y esta última, en la medida en que carece de un hilo conduc-
tor preciso y determinado, habrá de ser conducida por la imaginación. La
filosofía la reclama.
La insistencia wittgensteiniana en prestar atención a la praxis lin-
güística o, lo que es casi lo mismo, su afirmación de que la filosofía solo
puede ser descriptiva, de que la teoría no es para ella más que un espe-

74
jismo inducido por la seductora posición de la ciencia, de que no hay
proposiciones filosóficas pero sí experiencia, apunta en la dirección que
venimos sugiriendo. Antes de abalanzarse teóricamente –lo que, en Witt-
genstein, significa con intención generalizadora– sobre la realidad, hay
que mirar cómo funcionan efectivamente las cosas. Esperar que todo sea
nítido y sencillo presupone partir de la idea de que la realidad puede ser
reducida a unos pocos principios o, incluso, a uno solo, del que todo se
deriva, como de su esencia o naturaleza. Con el lenguaje sucede algo pa-
recido. El propio Wittgenstein había pretendido en su juventud resolver
de una vez y para siempre todos los problemas filosóficos. Por ello, inten-
tó exponer –en el Tractatus– la forma lógica misma, es decir, el principio
constructivo o esencia común del lenguaje y la realidad. Pero el Witt-
genstein pragmatista desconfía de tal exigencia; de hecho, el lenguaje
aparece ahora más bien como el depósito histórico de soluciones ofreci-
das a diversos problemas locales, lo que ha dado lugar a una estructura
formada por elementos yuxtapuestos, una mezcla difícil de ordenar:

“Nuestro lenguaje puede ser visto como una vieja ciudad: una maraña de calles y plazas,
de casas viejas y nuevas y de casas con añadidos de periodos diversos; y esto rodeado de un
conjunto de barrios nuevos con calles rectas y con casas uniformes”. (1988, § 18)

Esa antigua ciudad, en la que debajo y al lado de lo nuevo se amon-


tonan laberínticas construcciones, referencias y usos, se interpone enig-
mática y retadora en el camino del viajero. Pero no será posible conocer-
la y comprenderla sin recorrer sus callejuelas, vueltas y revueltas, así
como sus avenidas y paseos más fácilmente abarcables. Lo anterior signi-
fica que es necesario partir de la diversidad de formas, principios y senti-
dos, es decir, aceptar que eso es todo lo que hay. La idea de que la ciu-
dad descansa sobre algo parecido a una unidad subyacente, que estaría
por desentrañar, no hará sino confundir a aquel que se deje seducir por
ella y se entregue apasionada y apresuradamente a la reducción teorética
de lo diverso.
La orientación filosófica, “antiteórica”, debe ser un logro del empe-
ño dirigido a definir imperfectamente algo, no por sus predicados esen-

75
ciales, sino ofreciendo una idea general de sus partes o propiedades:
“nuestra tarea no puede ser nunca reducir algo a algo, o explicar algo. En
realidad la filosofía es ‘puramente descriptiva’” (1968, pág. 46). Conce-
bida de esta manera, la filosofía no está en condiciones de proporcionar
los predicados esenciales porque su actividad pone en juego sobre todo
aquellas aptitudes racionales que abren el pensamiento a la variación e
imaginación y no las que lo contraen hacia la regla o el principio de va-
lidez excluyente y definitiva.
En cualquier caso, para poder dar cuenta, primero hay que aprender
a mirar. La filosofía, tal como la entiende Wittgenstein, debe preocuparse
sobre todo de esto último. En el curso de este aprendizaje lo que se en-
trena es la destreza para componer diferentemente. Y ello presupone la
suspensión de la actitud teórica a la que venimos haciendo referencia.
“¡No pienses, sino mira!” (1988, § 66) es la fórmula que resume esta cé-
lebre posición wittgensteiniana. Y tal vez la disciplina de la atención
conduzca a un desarrollo del pensamiento que lo ensanche de manera
que deje espacio para lo variado, lo posible, lo emergente, etc.
Una vez que se entiende el punto de vista wittgensteiniano, cobra
sentido su empleo de conceptos raros como “juego”. Esta palabra des-
pierta enseguida la idea de ejecutar ciertas acciones con el propósito de
entretenerse. Es importante el complemento “sin otro fin”, ya que tam-
bién en lo que ocupa a la filosofía se trata de indicar la necesidad de una
liberación de la finalidad, de la apertura, la posibilidad de variación, de
la diversidad de tiradas, así como de esbozos alternativos de composi-
ción.
El concepto de “juego” ha sido puesto en escena para producir cier-
tos efectos estéticos; a saber: además de sugerir la imagen de un desen-
volvimiento libre que no tiene otro fin, en principio, que jugar, como su-
cede en el caso de los niños, posee la virtualidad de atravesarse como
una estaca entre los radios de la rueda de la determinación o, lo que es
lo mismo, de una generalización apresurada. La idea es que mediante la
palabra “juegos” (en plural) se apunta al fenómeno de la diversidad
pragmática y situacional de los usos lingüísticos, una diversidad que

76
debe ser preservada para que no se vea arrastrada hasta el fondo de la
escena. En ese sentido, no funciona como un concepto; no remite a una
regla de construcción capaz de proporcionar un objeto. “Juego-s” apare-
ce en el lenguaje wittgensteiniano, antes bien, para mostrar que no hay
algo común a todo lo que llamamos lenguaje. Es cierto que pueden en-
contrarse similitudes, al lado de numerosas diferencias; pero todo ello no
se deja aprehender de manera general, lógica, o con anterioridad al
abordaje de la realidad individual.
Cuando empleamos una misma palabra para referirnos a fenómenos
que, si bien relacionados de alguna forma, son distintos, ese uso lingüís-
tico nos aleja de la diferencia y nos confina dentro de la identidad lin-
güística. Nos servimos así de la palabra “juego” para hablar de juegos de
tablero, de cartas, de pelota, etc.; y entonces parece que tiene que haber
algo que comparten. Pero puede que lo común sea únicamente la pala-
bra o que, como dice Wittgenstein, solo haya semejanzas y parentescos.
En todo caso, tales similitudes no remiten a algo universal, lógicamente
anterior a sus apariciones particulares, y al que, de ese modo, le corres-
pondiera una realidad superior, esencial. Se trata únicamente de aquellas
conexiones que emergen, y también pueden desaparecer, dependiendo
de cómo se mire, de dónde se ponga el acento, de la manera en que se
estructure el relato que agrupe las particularidades. Aprendiendo a mirar
se ejercita uno en el cultivo de las perspectivas. No obstante, la expe-
riencia que se pone en marcha cuando aprendemos a considerar las co-
sas de este modo, se desvanece bajo lo que Wittgenstein denomina “el
ansia de generalidad” que viene siempre acompañada de la consiguiente
“actitud despectiva hacia el caso particular”.
El trabajo filosófico, como lo entiende Wittgenstein, tiene, por tanto,
mucho más que ver con una suerte de investigación histórica, que pone
en suspenso la determinación o, en todo caso, la tiñe de una provisiona-
lidad heurística. Hay que adentrarse en un mar embravecido en el que no
sirve de ayuda la maroma conceptual salvadora, pues, aunque propor-
ciona certeza, lo hace al precio de aplanar las diferencias. Estas compo-
nen los rasgos fundamentales de la cosa del pensar y, por lo tanto, los

77
constituyentes de esa experiencia racional extrema cuyo fenómeno más
originario es la filosofía. Cuando, como intenta Wittgenstein, se procede
poniendo la atención principalmente en lo que hay y no en los concep-
tos que habían tenido validez y aplicación hasta el momento –en lo
emergente y sus posibilidades, su futuro, y no meramente en el pasado
en lo estable y repetible–, la cosa deja de presentarse como el lenguaje,
una suerte de totalidad orgánica con estructura de cálculo lógico. Lo que
comparece son prácticas vitales, juegos, variables y variados, semejantes
en algunos aspectos pero también sustancialmente diferentes.
No obstante, como hemos dicho, el ansia de generalidad dificulta la
adopción de una estrategia experiencial como la propuesta. Este ansia,
según indica Wittgenstein, es el fruto de ciertas tendencias que dan lugar
a diversas confusiones filosóficas. Se tiende a buscar lo que tienen en
común las entidades que se incluyen bajo un término general (1968, pág.
45). De esa manera, lo importante no residirá ya en el modo en que esto
o aquello son, por ejemplo, juegos, sino en esa realidad, el juego, que
aparece como lo que tanto esto como aquello son. La carga ontológica
se desplaza desde el modo de ser específico hacia el ser universal, pa-
sando a través de lo común. Y entonces surge la tentación de abandonar
el mundo de apariencias para aposentarse en el cielo de la verdad mis-
ma, del ser sin más. Así es como, también, se origina la idea de que la
aprehensión del concepto, de lo general, es anterior –en un sentido fuer-
te– al de lo particular. Como si fuera posible un conocimiento por meros
conceptos, aquel que nos proporciona, p.e., mediante la comprensión de
un término universal –“hoja”–, una especie de imagen general de una
hoja, que se contrapone por lo demás a las de las hojas particulares. Bajo
dicha concepción, la experiencia de estas últimas representa únicamente
el medio para un fin: la producción del término general, la idea o imagen
universal.
Una fuente principal del ansia de generalidad es, como ya hemos
indicado, la seducción que produce la ciencia, la garantía de certeza que
anida en un método que, como el suyo, consiste en “reducir la explica-
ción de los fenómenos naturales al menor número posible de leyes natu-

78
rales primitivas” (ibíd., pág. 46). De acuerdo con él, lo que verdadera-
mente importa no son las particularidades que se expresan individualiza-
damente, es decir, la realidad diferenciada, sino lo común, lo equipara-
ble. Y aunque proceder según las reglas de dicho método tenga como
consecuencia el logro de grandes avances en el dominio racional del
mundo, también es cierto que su exportación descuidada al terreno de la
filosofía representa algo parecido a la apertura de la caja de Pandora de
la metafísica, de la que se escapan todo tipo de malentendidos categoria-
les. Porque la filosofía no es una ciencia, no entra en la disputa de lo hi-
potético, que conduce finalmente a la formulación de leyes dotadas de
validez universal. A ella no lo preocupa más que elaborar ciertos esbozos
del plano que haga posible una orientación racional; en nuestro caso, del
mapa de las modalidades de la experiencia.
Las interrogaciones filosóficas surgen precisamente en el momento
en el que algo obstaculiza la determinación: “¿qué es?, ¿que hay en el
modo de ser que no encaja?”, “¿por qué el concepto a mano es incapaz
de dar cuenta de eso?”, “¿qué tiene eso que lo hace sustraerse a la de-
terminación?”, “¿cuáles con los límites del determinar y del conocer?”,
“¿en qué consiste lo que hay?”, “lo que hay, ¿es como parece?”, etc. Ya
no queda entonces nada que generalizar o reducir; lo que está en juego
son las prácticas interrumpidas, fenómeno en el que se anuncian fisuras
de importancia en la constitución de nuestro aparato conceptual. En el
momento en el que el rendimiento cognoscitivo o práctico –racional, en
fin– queda obstaculizado, la única manera de lograr una visión de con-
junto de lo que está sucediendo reside en repasar, de entrada, todos los
elementos intervinientes, así como el esquema entero de funciones. Y,
cuando se lleva a cabo lo anterior, enseguida nace la sospecha: puede
que la concepción que regulaba el trato, la investigación, no sea adecua-
da, porque las cosas no sean como se suponía, con lo que, una vez co-
rregida la mirada, habrá que cambiar de concepción. La experiencia filo-
sófica hace tambalearse, como se ha indicado, el edificio completo de la
razón. En este sentido, procede de un modo necesariamente totalizador,
sin que eso signifique un simple reducir y generalizar. Lo que, a fin de

79
cuentas, se pone ahora en juego es el juego mismo del conocer (y lo que
se sigue de él); no esto o aquello, tampoco el sujeto o el objeto, sino el
ámbito racional entero. Las preguntas filosóficas pueden parecer enton-
ces excesivas, pero es que no podrían ser de otra forma; resultan, ade-
más, inevitables, aun cuando a veces se haya imaginado la posibilidad de
que cesaran de atormentar una vez ordenados los usos de la razón.
En todo caso, la necesaria corrección del enfoque, consecuencia de
la determinación fracasada, destapa el juego de la determinación y con-
duce por una senda de interrogaciones que indagan en lo que, normal-
mente, solo está supuesto o implicado, lo que acompaña sin ser nunca el
tema expreso. “¿De qué modo esto y lo otro son, siendo por tanto al
mismo tiempo idénticos y diferentes en cuanto al ser?”, “¿en qué consis-
te, pues, ser?”. La orientación que se espera proporcionen las respuestas
a tales preguntas es aquella que se refiere a la ganancia de una perspecti-
va más comprehensiva y, en todo caso, de una visión suficientemente
amplia, de una imagen del mundo como relación de conciencia y ser, de
sujeto y objeto, de logos, de razón, de lenguaje, etc.

80
11. Investigaciones

El análisis de los constituyentes de la experiencia ha hecho resaltar


ciertos rasgos de corte estético. La filosofía se va definiendo como un tipo
de investigación que pone en ejercicio formas expresivas siempre nuevas
bajo la exigencia de un adecuarse no determinativo a la cosa. Y de esa
manera el componente estético cobra una gran importancia: su asunto
principal es la fenomenología, el método de comparecencia y todo lo
que ello comporta. Resulta, pues, crucial el modo de considerar, la capa-
cidad de percepción y aprehensión, en los que se ven envueltas las cues-
tiones referentes al logro de perspectiva, la apreciación de las diferencias,
etc.
Pero este logro apunta siempre, de algún modo, más allá de él mis-
mo, ya que la condición de un adecuado “ponerse ahí” es el correspon-
diente acto de un ex-ponerse del sujeto que forma parte también, como
miembro insoslayable, de la cosa en cuestión, una cosa que es pragma.
La razón (en su vertiente subjetiva) se encuentra aquí implícitamente en
juego y viene a ser tematizada estilísticamente, nombrada incluso, a tra-
vés del ejercicio filosófico; ella se involucra en el juego del modo más
radical cuando se arriesga a una investigación no prefijada que sea lo su-
ficientemente abierta para que la cosa misma del pensar –el fenómeno
multilateral– muestre sus contornos.
Anteriormente distinguimos la experiencia común –cuya pregunta
propia, “¿qué es?,” concluye en la determinación, “esto es esto”, donde
el segundo “esto” representa alguna clase, un concepto que el primer
“esto” comparte con otros– de la experiencia radical, similar a la estética,
en la que el segundo “esto” no se encuentra de entrada disponible; o
bien hay que establecerlo o bien no puede siquiera ser establecido, con
lo que la investigación se demora y complica. Al lado del juicio determi-
nativo tendríamos, de acuerdo con Kant, el juicio reflexionante, que es
un juicio abierto ya que no segrega una regla que zanje el asunto.

81
A este modelo de investigación que se dilata (de un modo tan parti-
cular) en la indeterminación podríamos denominarlo histórico ya que, al
carecer de un concepto rector, solo cuenta con la experiencia misma,
con lo que va surgiendo y se va convirtiendo en una cierta pauta para
abordar otros surgimientos; una pauta momentánea, local y temporal-
mente limitada, pero abierta a variaciones ulteriores. Este modelo es to-
mado casi siempre como el prolegómeno que da paso al saber propia-
mente racional. Kant ha establecido una distinción entre este conoci-
miento, que es sistémico y procede a partir de principios, y el histórico
que parte exclusivamente de los datos. Lo histórico se diferencia así de lo
racional porque únicamente conoce “en el grado y hasta el punto en que
le ha sido revelado desde fuera, ya sea por experiencia inmediata, por un
relato o a través de una enseñanza” (1956, A 836, B 864). En este senti-
do, podría decirse que no es aún plenamente racional o, también, que se
trata de lo racional expuesto a la presencia diferida de la cosa.
El investigador que no atiende a reservas reflexivas (en la ciencia,
p.e.) procede de una determinada manera (metodológica) porque se en-
cuentra ya en cierto modo en posesión de aquello que busca. Ese es el
significado que tiene su proyecto de investigación, el cual constituye una
suerte de fin-final que conduce la experiencia mediante el establecimien-
to de pautas, protocolos, balizamientos y objetivos. El proyecto tiene que
ser realizado de acuerdo con lo establecido de antemano; y, no obstante,
también en el curso de su desarrollo se producen vacilaciones o efectos
imprevistos que dan lugar a cambios de rumbo de carácter histórico –se
trata de exigencias que van siendo presentadas a lo largo la senda que se
sigue. Al final, el mejor investigador resulta ser el que logra satisfacer esas
reclamaciones de la cosa y es capaz de reorientar continuamente su pro-
yecto. Esto último nos permite ya intuir que el investigador dotado de un
proyecto no es el único investigador que cabe concebir. En él mismo
anida la posibilidad de ejercitar una actividad divergente, dando cum-
plimiento a los requerimientos que su asunto impone.
Cuando se insiste precisamente en esos aspectos de indeterminación
histórica, que son característicos de una experiencia radical, se va dibu-

82
jando cada vez con mayor precisión el perfil de un tipo de investigador
alternativo, al que llamaremos el “ἵστωρ” (hístor), “el que ha visto”. En
relación con él, puede llamarse “ἱστορία” (historía) a “todo informe
confirmado por la observación inmediata, propia o extraña, que se limite
a acontecimientos o hechos particulares y que, por lo tanto, renuncie a
conexiones sistemáticas y fundantes” (Kambartel 1972, pág. 69).
De acuerdo con lo anterior, a un modelo de investigador basado en
la figura del hístor le deben corresponder rasgos más bien escépticos
frente a las pretensiones de determinación exhaustiva, es decir, las que
exigen resolver la cuestión de una vez por todas. Aunque algo tiene que
ser claro y distinto para que pueda ser enunciado o “apreciado”, a él le
interesa más la posibilidad que la determinación. El hístor puede ponerse
las vestimentas del filósofo abierto a los continuos cambios de perspecti-
va (a la ocurrencia de deslizamientos) y que no se encamina, sin embar-
go, a la búsqueda de una visión transcontextual, correcta y definitiva.
Pero aunque acepte la idea de que, cuando se trata de considerar la
realidad en su ontología poliédrica y fenomenológicamente variada, no
hay ningún concepto que se ajuste por completo, eso no quiere decir que
abandone la pretensión de aprehender conceptualmente la realidad.
Simplemente deja de lado la exigencia fundacionalista de un concepto
último, es decir, el principio o fundamento absolutos. Y, pese a todo, el
hístor hace algo de lo que resultan, como hemos dicho, ciertas orienta-
ciones para su propia marcha experiencial.
En este contexto, podría distinguirse entre un movimiento del pensar
que, por decirlo así, rebota en la cosa de la que se trata para confirmar su
propio equipamiento categorial y otro para el que mantener la exigencia
de penetrar en ella, haciendo patente la estructura misma de la determi-
nación –del darse la cosa como tal cosa o del ser cosa– es lo primero a lo
que debe darse cumplimiento. Lo característico de la acción humana, en
la que algo es realizado, consiste sobre todo en desplegar ese algo en la
completitud de su esencia: el ser o el sentido de lo que se halla en cues-
tión. Pero eso para lo que se abre un espacio –el comparecer de la cosa–,
debe ser preservado en cuanto a su significación, para que no se escore

83
ni hacia la idea abstracta ni hacia la mera facticidad. Y a dicho objetivo
se consagra la tarea del hístor. Su acción no es la consecuencia de un
pensar, si por pensar se entiende subsumir, aplicar las determinaciones ya
elaboradas. Por el contrario, labora sobre todo, según venimos diciendo,
para preservar el comparecer mismo. Este tipo de ejercicio también po-
dría ser caracterizado como pensamiento, pero un pensamiento que jue-
ga a contener su afán regulador. No se trata, pues, de una acción que
descanse en el significado, para después producir un efecto, sino que lo
suyo es dejar ser, hacer posible ser o, dicho de otro modo, ajustarse a.
Hay, pues, una manera de acercarse a las cosas que no entroniza
una vía como la correcta, sino que aprecia cualquier aproximación pre-
cisamente porque es provisional y necesita ajuste. De ahí que se impon-
ga la obligación de complementar una “vista” de la realidad con otras
“vistas” posibles”, de forma que no quede al final una única como la
“correcta” y se favorezca un acceso fenomenológico al asunto en cues-
tión. Un cuaderno del viaje o un álbum de especímenes sería, así, más
apropiado a esta visión de conjunto de las diferentes figuras. Se trata en-
tonces, principalmente, de ejercitar un pensamiento capaz de prestar una
especial atención al comparecer de aquello que se presenta, sin apresu-
rarse determinativamente. La conciencia del tiempo se vuelve relevante,
no solo porque la investigación debe tener una estructura secuencial,
sino también porque sus resultados se encuentran abiertos a la recusa-
ción, a la disolución, a la transformación. Tiene algo de presente y algo
de sido y de por-venir. Sido, por cuanto es ya punto a partir del cual se va
hacia otro, y por venir, en tanto que puede llegar a ser visto de distinta
manera y entonces también, en cierto modo, se presenta (es) así. Por lo
demás, el único sentido que soporta la formación del álbum es el que se
reconstruye en la rememoración del camino recorrido hasta el momento,
un lugar que solo se deduce históricamente.
Este concepto de investigación al que nos estamos refiriendo, que no
apunta a un objetivo final determinativo que zanje las cuestiones abiertas
y haga borrón y cuenta nueva, dejando prevalecer una de las vistas sobre
las demás, es introducido en el prólogo de la Investigaciones filosóficas

84
de Wittgenstein. Este reconoce que su trabajo no puede ir más allá de la
estructura difusa de unas investigaciones, en las que nada está cerrado:

“Tras varios intentos desafortunados de ensamblar mis resultados en una totalidad seme-
jante, me di cuenta de que eso nunca me saldría bien. Que lo mejor que yo podría escribir
siempre se quedaría solo en anotaciones filosóficas; que mis pensamientos desfallecían tan
pronto como intentaba obligarlos a proseguir, contra su inclinación natural, en una sola direc-
ción. –Y esto estaba conectado, ciertamente, con la naturaleza misma de la investigación. Ella
misma nos obliga a atravesar en zigzag un amplio dominio de pensamiento en todas las direc-
ciones. –La anotaciones filosóficas de este libro son como un conjunto de bosquejos de paisa-
jes que han resultado de estos largos y enmarañados viajes.
Los mismos puntos, o casi los mismos, fueron continuamente tocados de nuevo desde
diferentes direcciones y siempre se esbozaron nuevos cuadros. Un sinnúmero de estos estaban
mal dibujados, o carecían de personalidad, aquejados de todos los defectos de un torpe dibu-
jante. Y cuando fueron descartados, quedó una cantidad de otros regulares que debían enton-
ces ser ordenados, y frecuentemente recortados, para que pudieran darle al observador un cua-
dro del paisaje. –Así pues, este libro es en realidad solo un álbum”. (1988, pág. 11)

La idea expresada en estas palabras trasciende la simple peripecia


personal wittgensteiniana, pero no así el núcleo de su apuesta estilística.
No solo se habla de dificultades que afecten particularmente a este autor:
que él no sea capaz o no esté en condiciones de estructurar su discurso
de una forma más uniforme, que enseguida se disperse, etc. Lo que Witt-
genstein pone de manifiesto es algo que se expresa en su propio estilo, es
decir, en la manera en que él desarrolla una exigencia de objetividad
que, si bien marca su propia filosofía, se ensancha hasta cobrar dimen-
sión general.
Este texto proporciona, además, una buena ocasión para apreciar
qué significa estilo: no el simple juego formal en el discurso, sino el es-
fuerzo de la imaginación para dar pie a una inquietud provocada por la
cosa que debe ser expresada. Y no se trata tan solo de empeño o búsque-
da; la resolución es también importante: se puede hacer de esta o de
aquella manera, lo que significa que hay caminos alternativos y que la
elección de uno o de otro se encuentra estrechamente ligada al trabajo
subjetivo. En todo caso, no hay que pensar que la elección de la que ha-
blamos sea algo que remite únicamente a un sujeto abstracto. El trabajo
subjetivo es estilístico porque lo resultante tiene mucho más que ver con
la capacidad para responder de un modo singular a las exigencias de la
cosa. Esta plantea dificultades que provocan ciertos movimientos subjeti-

85
vos de ajuste, pero que no son gestos protocolarios, sino maneras inge-
niosas de responder al reto; maneras no escritas, que requieren la emer-
gencia tanto de nuevos aspectos de la realidad cuanto de ensayos de
composición innovadores, de razones no previstas. Cuando todo ello lo-
gra ser apreciado, mediante una cierta intervención configuradora, como
el desarrollo mismo de lo universal, entonces puede hablarse de estilo.
Sea como fuere, lo que debe tenerse en cuenta es que aquello de lo
que se trata no se deja apresar fácilmente; o, mejor, que la filosofía no da
pie a una reducción determinativa propia, puesto que ella consiste justa-
mente –eso es lo presupuesto en la posición wittgensteiniana– en un
modo particular de acceso que tiene como resultado algo no ensambla-
ble, algo que no encaja, algo que excede. La expresión de un tal desen-
caje es ese conjunto, irreductible en principio, de vistas, de paisajes que
configuran las impresiones de un abordaje desde distintos ángulos. Pero
¿por qué se procede de esta manera? Tal vez porque cuando se intenta
forzar una perspectiva como la correcta y, por ello, definitiva, tiene lugar
un colapso del sentido. El asunto parece reclamar algo (mucho) más.
Pero la cuestión no es que todavía no se haya encontrado el ángulo ade-
cuado para emprender el abordaje de la cosa; lo que enseña esta expe-
riencia es que hay muchas razones para pensar que no existe esa pers-
pectiva correcta, incondicionada, absoluta.
El asunto rebosa. De hecho, a ello se debe el estilo filosófico witt-
gensteiniano y no a una limitación para desarrollar una teoría bien traba-
da. Es más: Wittgenstein aspira a dejar atrás la pretensión teórico-reduc-
cionista, de modo que la filosofía pueda adoptar estrategias que hagan
pie en esa capacidad propia para favorecer la donación fenomenológica,
para desplegarse en la forma del seguimiento que se ejercita en dar cuen-
ta de las dificultades planteadas en el curso de la aprehensión, la expre-
sión, la exposición.
Esta manera de investigar, que implica un esfuerzo por variar el pun-
to de vista, constituye lo propiamente filosófico, puesto que parte del en-
tendimiento de la cosa como pragma y no solo como lo dado. La genui-
na filosofía no cuenta con modelos generales o se niega a disponer de

86
ellos, convirtiendo en su objetivo ejercitarse en una constante renovación
de cualquiera que se plantee y/o establezca. Por eso insiste Wittgenstein
en que el filósofo es alguien que no puede formar parte de una comuni-
dad científica de investigadores. La forma más adecuada para la expre-
sión filosófica sería, de este modo, la observación, la nota o eso que él
mismo llama “investigaciones”.
El pensamiento filosófico desfallece cuando se intenta obligarlo “a
proseguir, contra su inclinación natural, en una sola dirección”. Se ve
impulsado, antes bien, por una suerte de multilateralidad. La filosofía se
dispersa, puede que no accidentalmente, por exigencia de la cosa. Pero
esta no es algo externo, sino una donación, un fenómeno que consta de
elementos diversos y está integrado por múltiples caras; de hecho, va va-
riando, presentándose.
Es, pues, “la naturaleza misma de la investigación” la que impone
ciertos mandatos. El asunto debe ser tratado así y después asá; hay que
decir esto, pero sin dejar de decir esto otro. La relación y la transición en-
tre ambos se convierte en un aspecto principal de la cuestión; como con-
secuencia, ni esto ni lo otro valen por sí solos. Al final, lo mejor que
puede hacerse –tal como propone ingeniosamente Wittgenstein– es ir va-
riando la mirada para producir un conjunto de “vistas”, de bosquejos
siempre por completar, por depurar, etc. Resulta, pues, más conveniente
avanzar en zigzag, para hacer posible que sean numerosos los perfiles y,
además, porque no hay un dónde al que llegar. Con todo el material re-
cogido podría confeccionarse el álbum del que hemos hablado (esta me-
táfora es altamente relevante en el proyecto wittgensteiniano de orienta-
ción y diferenciación). En él quedarán reunidas las diversas presentacio-
nes de un asunto. Pero lo que no se sabe muy bien es si ese álbum podría
conservar su identidad, su mismidad, más allá de la referencia a la posi-
ción (estilística) de un sujeto no trascendental sino radicalmente investi-
gador en el sentido que se ha definido para el hístor.
Wittgenstein añade más adelante algo que ya ha dicho en otros lu-
gares: “No quisiera con mi escrito ahorrarles a otros el pensar, sino, si
fuera posible, estimular a alguien a tener pensamientos propios”. Con

87
ello hace patente otra característica peculiar de la filosofía. El camino re-
corrido no es el único posible, puede volver a ser recorrido y variado; de
ahí que se trate principalmente de algo a lo que le corresponde más que
nada el atributo de “histórico”. El asunto en litigio, en tanto que constitu-
ye un tema filosófico, nunca queda cerrado (completado), como mucho,
puede verse momentáneamente zanjado por exigencias expositivas.
Se dirá que esta es una propiedad de todo pensamiento, obligado
siempre a concretarse y, por ello, abierto a la modificación. Pero en una
situación ideal, la verdad exigirá que las diferentes posiciones acaben
confluyendo. ¿Es aplicable esto a la filosofía? Tal vez no si entendemos
que, aun siendo cierto que la cosa va marcando ciertas pautas, de tal
modo que puede hablarse de un desenvolvimiento o presentación de la
verdad, eso no ahorra a otros el pensar. Y no lo hace porque no puede
hacerlo: la cosa únicamente tiene existencia como tal en el pensar y en
realidad no es más que la incitación a una actividad formativa que mues-
tra contornos propios, estilo. Aunque la cuestión de la verdad fulgure de
alguna manera, ello no significa que haya de converger idealmente: di-
cha verdad comparece en el contexto de divergencias no reducibles. Eso
es lo filosófico. Tal vez esta realidad podría se manejada científicamente,
pero si creemos que hay alguna necesidad, por problemática que sea, de
filosofía es porque sospechamos que ninguna ciencia alcanzaría a recu-
perar esa emergencia de la cosa. Un tratamiento científico de este parti-
cular podría parecer superficialmente igual, aunque no sería lo mismo.

88
12. Arte de la atención

La experiencia del pensar –como sabemos, una senda de decepcio-


nes– se interna, a partir de cierto momento, en el territorio estético, en el
cual la comparecencia presenta rasgos aparentes, sin que ello suponga la
carencia de toda verdad. La condición de dicha presencia es aquí sus-
pender la tendencia determinativa y proceder a la aprehensión sin servir-
se de conceptos propios, o empleando únicamente predicados inconve-
nientes como las ideas kantianas. Se trata, pues, sobre todo de cuasi-con-
ceptos, que juegan un papel heurístico: posibilitar nuevos ensayos de
composición e impedir que decaiga el empeño cognoscitivo. Puesto que
el tema rebosa del marco determinativo, su presentarse adopta la forma
de un ausentarse; podría hablarse incluso de una presencia diferida o que
se demora. Con ello, a un pensamiento comprometido en la experiencia
radical, que no puede permitirse dar nada por supuesto, solo le queda
una estrategia: mantenerse atento, dilatarse y afinar su receptividad con
vistas a la aprehensión de eso que la rehúye.
Se acaba de hacer un muy somero esbozo de las implicaciones a
que da lugar la experiencia en la estructura de la subjetividad. De entra-
da, se percibe cómo el movimiento experiencial es el lugar en el que se
constituyen a la par el objeto –que se encuentra en trance de llegar a ser
algo– y el sujeto de la actividad aprehensiva o ejecutiva, el que realiza
los intentos. Y, por lo que respecta a esto último, parece que el sujeto se-
ría más bien una emergencia posible, que dependería de su anclaje en la
facultad determinativa o de su resolución para una entrega a la inquietud
de lo abierto (para el juego de desencantos o, lo que es lo mismo, para
demorarse sin llegar a ser: a plasmarse y aquietarse en la exposición). De
una emergencia no presente, sino dilatada y diferida como esta, se segui-
ría un sujeto no preconfigurado ni cerrado o independiente de las cosas,
sino más bien experiencial o atento. La atención sería, pues, una caracte-
rística de primer orden para el sujeto, y por ello algo que debería culti-
varse.

89
Iris Murdoch ha desarrollado, tanto en su obra filosófica como en la
novelística, ciertas indicaciones sobre la naturaleza y forma del sujeto
que pueden cobrar una gran relevancia en nuestro contexto, puesto que
a partir de ellas es posible elaborar categorías útiles para los propósitos
que perseguimos25 .
Lo que ha hecho principalmente es enfrentarse a la imagen del
hombre dominante en la cultura contemporánea. Dicha concepción en-
caja en el modelo, ya mencionado, de un sujeto sustancial que es autó-
nomo y maneja la realidad circundante. Él es quien determina, puesto
que atesora en sí mismo la fuente de toda significación. Esta, en último
término, como no podía ser de otra manera, contiene un núcleo racional.
Así pues, el sujeto humano es concebido como una suerte de regulador
que cuenta con un instrumento fundamental: la voluntad que se rige a sí
mima, una instancia no dependiente alojada en el interior y enfrentada a
lo exterior. Esta sustancia subjetiva es capaz de operar tanto teórica como
prácticamente, pero siempre de acuerdo con el principio de que los sig-
nificados están ya en su poder. De ahí que se enfatice la capacidad de
exteriorizarse o de traer hacia el interior (es decir, movimientos de carác-
ter epistémico o volitivo, etc.), pero se insista poco en la necesidad de
mirar cómo son las cosas, de ajustarse a sus reclamaciones (lo que impli-
caría una cierta dependencia cuando se trata de hacer). La voluntad será,
a fin de cuentas, más libre cuanto más aislada se encuentre, es decir,
cuanto menos dependa de lo exterior. De esa manera, la metáfora de la
mirada hará únicamente alusión a la localización de la pieza y casi nun-
ca al requerimiento de tomarse tiempo para llegar a ver cómo está confi-
gurada la realidad; ya que, en verdad, lo real es únicamente aquello que
tiene forma racional, teórica o práctica.
De acuerdo con la imagen esbozada, los seres humanos se encontra-
rían confinados en cierto modo en el estrecho territorio de su capacidad
de elección, a su vez construida sobre las estructuras de una “naturaleza”
que dejaría poco margen a las transformaciones. Pero, paradójicamente,
de esa voluntad vacía, desarrollada como una consecuencia de rasgos

25 Se retoma aquí el hilo de lo desarrollado en Cuartango 2006.

90
naturales más o menos fijos, dependen demasiadas cosas en el mundo: el
sentido de lo existente, las configuraciones posibles (de lo porvenir), etc.
Los conflictos que ello provoca conducen en muchas de las tramas de su
novelística a que los personajes deban tomar decisiones no basadas en el
querer característico de una voluntad vacía y solitaria, sino en un descu-
brimiento de la realidad –velada por los destellos de un sujeto que pare-
ce obligado siempre a imponerse–, algo que resulta imposible hasta que
el drama ha hecho ya crisis. En esas decisiones predomina una cierta re-
nuncia a la pura voluntad, lo que permite atemperar el aguijoneo –inso-
portable en ocasiones y a menudo nefasto– de la elección desconsidera-
da, así como las consecuencias de las acciones que se siguen de esta.
A fin de cuentas, la imagen, puede que imprecisa, del hombre dibu-
ja una topografía vital que interviene tanto en los comportamientos cuan-
to en el surgimiento de perplejidades y patologías. Y en el núcleo de esta
figura dominante se localiza, como venimos diciendo, lo que podríamos
llamar una subjetividad solar que irradia sentido y valor, de la que todo
depende sin que ella, por su parte, dependa de nada. Como resulta fá-
cilmente apreciable, en ese mapa resalta una cesura que atraviesa el te-
rritorio completo: la razón y su otro se encuentran en lados opuestos de
esa línea de demarcación. Pero el problema no reside en esa distancia,
sino en el hecho, que se recoge negativamente en forma patológica, de
que el sujeto humano moderno se encuentra, en sí mismo, desgarrado,
puesto que recibe estímulos e incitaciones externos a los que en muchas
ocasiones no es capaz de responder porque no sabe qué hacer con ellos,
cómo integrarlos en su voluntad independiente, la cual, según lo presu-
puesto, debería estar en posesión de todo sentido. Este conflicto suele
manifestarse en la forma de apariencias de carácter dialéctico o de con-
flictos morales. Murdoch no es, en todo caso, la primera que pretende
encontrar o generar alguna unidad que haga posible cicatrizar la herida
de la que hablamos; simplemente sugiere una solución novedosa, una
que, lejos de afianzar el esquema de una razón abstracta, pretende am-
pliarla mediante composiciones imaginativas.

91
El concepto de razón constituye, de acuerdo con lo dicho, un factor
determinante del problema. El hombre se define como el ser racional,
capaz de conocimiento y de acción; es, por tanto, una mezcla de enten-
dimiento y voluntad. Y no se trata tanto de rechazar esta imagen cuanto
de alterar las maneras y proporciones en que los elementos mencionados
integran el conjunto. De las diversas figuras a las que puede dar lugar su
concertación hay dos cuya discordia ha sido señalada más arriba: una
que sitúa en el entendimiento toda la potencia ontológica, otorgando a la
voluntad un poder casi ilimitado y otra que hace depender a ambos, en-
tendimiento y voluntad, de la realidad exterior, de la cual son en cierta
medida reflejos (no determinados por completo).
Murdoch se enfrenta a la primera de ellas, puesto que constituye el
esqueleto de la concepción liberal del hombre de la que quiere distan-
ciarse. En su seno, el principal actor es ese hombre-voluntad que se aso-
ma al exterior para apropiarse de una realidad que, aunque a menudo
resulte amenazante, en verdad depende de la potencia humana, ya que
todo su sentido remite en último término al entendimiento capaz de con-
cebirla. Concebir incluye, así, comprender, encontrar justificación, y
también quedar preñado para dar a luz. Esta figura puede entreverse en
el trasfondo de las principales posiciones éticas modernas: el conductis-
mo, el existencialismo y el utilitarismo. Se trata de una potencia proteica
y negativa, dotada de una enorme capacidad de influir y transformar: lo
que el hombre sea es el resultado de lo que quiera ser. Precisamente por
ello, la libertad –íntimamente relacionada con la voluntad y el poder– se
alza como el concepto moral supremo. Asociada a la libertad se halla lo
electivo que, junto con el acto, la decisión, la responsabilidad y la inde-
pendencia, ocupa el lugar de un principio absoluto. Puesto que el hom-
bre es libre, trasciende todo vínculo y dependencia, puede decir no. Y,
por el contrario, nada trasciende a la voluntad, en ella se condensan to-
dos los valores. De ese modo, incluso la idea de bien –lo que vale en y
por sí mismo, no de manera contextual, local, particular o histórica–
pierde definición y se vacía de contenido, ya que únicamente la elección
humana puede llenarla.

92
Al elector liberal se le puede oponer la imagen del individuo visto
como alguien que se mueve tentativamente en el mundo. En este proceso
de integración jugaría un importante papel el “bien moral”, que trascien-
de a la voluntad separada, pero involucra al hombre. Hay aquí una reno-
vada percepción de la realidad, que no debe ser entendida como algo
ajeno que aparece en el foco de la conciencia intencional. Por eso, la li-
bertad del individuo no puede consistir en despegarse sin más de aque-
lla.
Pero dar importancia a las cosas no significa tampoco suponer que
el hombre sea secundario o dependiente de su ajuste. La adecuación de
la que se habla aquí tiene más que ver con el desarrollo de un cierto
ideal de humanidad, de una idea de bien. Del siguiente modo: aceptan-
do que el hombre es actividad y, así, negatividad –su desapego implica
no ser propiamente nada positivo–, se insiste en que estas dos caracterís-
ticas no representan más que puro vacío si no tienen que ver con conte-
nidos a los que el propio hombre se somete de algún modo, aunque sea
él quien se los dé a sí mismo. La negatividad es, por otra parte, de gran
importancia si es entendida en su relación con la idea de bien que acaba
de ser mencionada. Puesto que el hombre se encuentra afectado de
modo principal por la posibilidad, es capaz de hacerse, de modificar su
propia dimensión, de desarrollarse; se halla, en fin, predispuesto para
algo que constituye uno de los conceptos fundamentales de Murdoch: la
perfección. Esta implica un significado de ser que trasciende lo ahí fácti-
co, apuntando a lo por venir y, sobre todo, a las exigencias y condiciones
para ese advenimiento, que se encuentran incluidas en la idea de un bien
moral.
La perfección, en el sentido murdochiano, presenta importantes ras-
gos experienciales. El más importante de ellos podría ser uno que viene
adornado de reminiscencias wittgensteinianas. Nos estamos refiriendo a
la insistencia en prestar atención a las cosas en su particularidad, esfor-
zándose así en alejarse de una razón abstracta y llena de prejuicios. El yo
se disciplina mediante la ejercitación en una auténtica experiencia de la
realidad. En consonancia con ella, la libertad, la acción, la moral, han de

93
ser entendidas, antes que como características que separan al hombre de
lo natural, como una función del intento progresivo por ver un objeto
particular de manera clara, es decir, por integrarse en la realidad, adqui-
riendo una imagen adecuada de la misma.
Estamos ante un naturalismo sui generis, influido por la idea de per-
fección. Pues es esta la que permite incorporar, a la estructura o al todo,
las nociones de individualidad y de historia personal, de tal manera que
pueda hablarse de avanzar hacia una privacidad creciente; y no, como
sucede a menudo en la moral, de simple desprendimiento y de entrega,
pertenencia y comunión en la que el yo se disuelve. La razón es, de este
modo, concebida, por un lado, como un elemento que trasciende lo me-
ramente subjetivo y, por otro, como siendo capaz de otorgar expresión a
las formas idiosincrásicas, individuales. Lo que podríamos llamar el “na-
turalismo del perfeccionamiento” implica, pues, asumir que hay una con-
tinuidad fundamental entre el ser del hombre y el de la realidad externa,
que supone una relación de adecuación y esfuerzo: al hombre debe im-
portarle lo que le suceda al mundo que le rodea, y lo que acontezca de-
penderá de lo que él sea capaz de hacer.
El concepto fundamental en este contexto es “atención”. Esta pala-
bra, tomada de Simone Weil, le permite expresar a Murdoch la idea de
una mirada fija, justa y amorosa que se proyecta sobre la realidad indivi-
dual. Una mirada que no puede darse por supuesta, sino que es el resul-
tado de la disciplina. Su condición ineludible es el abandono de la idea
de la razón universal entendida como denominador común. De esta ma-
nera, el concepto de “atención” se encuentra estrechamente ligado al de
“detalle”: hay que ejercitarse en una creciente comprensión de la com-
plejidad y de los pormenores. Murdoch insiste en que la falsas concep-
ciones son estereotipadas. La atención, nos dice, es “el rasgo característi-
co y propio del agente moral activo”, de tal modo que –añade– “Solo
puedo elegir dentro del mundo que puedo ver, en el sentido moral de
“ver”. Eso supone que la visión clara es el resultado de la imaginación
moral, del esfuerzo moral” (2001, pág. 44). Precisamente por ello, la
atención debe ser entendida como el esfuerzo por contrarrestar los esta-

94
dos de ilusión, esos en los que una idea preconcebida, interior, se separa
de cualquier condición y termina imperando más allá de toda verdadera
realidad, que es particular, individual incluso. Por supuesto que de esta
realidad individual forman también parte, de un modo que podríamos
considerar paradigmático, las situaciones sin cuya concurrencia no logra-
ríamos entender al hombre verdadero, es decir, al individuo con su cir-
cunstancia.
Con todo, conviene insistir en que no se reclama atención porque le
debamos algo a las cosas. Es nuestro propio ser el que está en juego. El
asunto puede ser planteado de esta otra forma: ¿qué significan las expre-
siones frecuentes “quiero ser yo mismo”, “quiero ser libre”? Se dice esto
asumiendo quizás que, una vez que nos hayamos deshecho de todo lo
que nos ata, habría de surgir del lugar más recóndito e incontaminado
nuestro verdadero yo. De nuevo es dominante aquí la confusa imagen de
un yo independiente y preconfigurado, cuyo presente sería más bien un
pasado, y al que los problemas –debidos, por ejemplo, a las pasiones, los
deseos, etc.– le vienen siempre de fuera. Pero puede que no se trate más
que de la capacidad de abordar la realidad, respondiendo a los requeri-
mientos de las diversas situaciones. Sería precisamente esa necesidad de
dar respuesta lo que tornaría conveniente un proceder atento y creativo,
ya que de lo contrario no se podría estar a la altura de las circunstancias.
Lo que se hallaría, por tanto, en juego no es una esencia ya constituida
que se exterioriza o un significado que se libera, sino más bien una ca-
pacidad que se ejercita. Como decimos, las situaciones vitales exigen que
reaccionemos de determinadas maneras. Cuando lo hacemos, aprende-
mos el modo de volverlo a hacer en condiciones variadas, desarrollando
al tiempo lo que hay de posibilidad en esas situaciones. Podríamos decir
entonces que nuestro yo –no incipiente, sino formado– no es otra cosa
que el resultado de un trabajo de creación. Observamos, atendemos,
vemos después qué se puede hacer y aprendemos a hacerlo. Una vez
disciplinado nuestro yo, surgen realizaciones posibles; si somos capaces
de seguirlas, entonces creamos algo. Esto se enfrenta tanto a la imagen
del yo vacío, absolutamente separado de todo, sin contenido, pura for-

95
malidad, cuanto a lo que podría llamarse un “yo meramente natural”,
puro epifenómeno o resultado directo de causas o determinaciones aje-
nas a él.
La imaginación no es algo diferente de la verdad y, en ese sentido,
meramente subjetivo. Se trata más bien de una condición para el com-
portamiento moral, ya que, gracias a ella, la realidad alcanza a mostrar
muchas de sus posibilidades. Es necesario ponerla en práctica para
aprehender como conviene aquello cuyo carácter emergente no con-
cuerda nunca del todo con ninguna determinación (pasada). La visión
ejercitada de la realidad es, así, calificada de moral, ya que únicamente
es posible como una exigencia de bien. Murdoch dice que, de esa mane-
ra, a la palabra realidad se le confiere un carácter normativo; para ver
algo o a alguien como realmente es se exige un esfuerzo por ser justo y
amoroso con el objeto de nuestra atención. Una vez que se ha visto de
este modo, queda impuesta una cierta obligatoriedad. La percepción
adecuada de una situación deja ver también lo que conviene hacer en
ella. Si, por el contrario, ignoramos el trabajo previo de atención para fi-
jarnos en el momento vacío de la elección, es probable que identifique-
mos la libertad con ese vacío, ya que no hay nada más con lo que identi-
ficarla. Cuando la atención es lo primero, no puede sorprendernos que
en los momentos cruciales se encuentre ya determinada la mayor parte
de lo que hay que elegir. Sin embargo, esto no implica que no seamos
libres. Lo que ocurre es que la libertad no es identificada con el vacío
acto de decisión concluyente y radical.
En todo caso, más que de un gran salto que tiene lugar únicamente
en momentos importantes, se trata de algo “pequeño” y “cotidiano” que
recibe continuidad en el esfuerzo por modificar la mirada con vistas a la
adecuación, al logro de la perspectiva correcta (Wittgenstein). La vida
moral es, por tanto, algo que está ocurriendo continuamente, no lo que
queda en suspenso cuando no se producen elecciones explícitas. En el
punto cero que constituye la elección, en ese lugar de corte del que tiene
que surgir la nueva realidad, la realidad moral, no es el yo volitivo quien
principalmente entra en juego, sino la atención, que dispone en cierto

96
modo lo que debe hacerse, casi como si se tratara de algo natural. El im-
perativo moral habría de ser entonces “haz lo que debes”; pero aquí el
deber no respondería ni a un mandato autónomo ni a uno heterónomo,
sino únicamente a una exigencia amorosa.
Así pues, una variación en la imagen del hombre requiere un con-
cepto de libertad diferente: la posibilidad de irse acercando a una cierta
aprehensión. Somos libres para ir perfeccionando nuestra capacidad de
trato con las cosas, de manera que nos aproximemos a una aprehensión
más adecuada mediante la atención. Y esto es algo que podemos hacer
cada vez mejor, hasta alcanzar un punto que puede ser considerado
bueno. Sin embargo, no contamos con un manual de instrucciones o
algo parecido.
Podría entenderse –como se hace aquí– que es en el curso de la ex-
periencia donde se manifiestan los inconvenientes de una determinada
aprehensión. De ahí que esta, cuando se ve confrontada con una mirada
atenta, se resuelva en su contrario, en un acto fallido que se expresa en
locuciones como las siguientes: “no, no esto…”, “no es así, hay que se-
guir probando”. Y lo más sorprendente entonces es que la insatisfacción
no acontece porque uno conozca ya, de manera paradójica, cómo son
las cosas con anterioridad a la posesión de un conocimiento efectivo. El
experto, a lo sumo, ha afinado su gusto y es capaz de percibir que algo
falta y que sería conveniente seguir probando (por lo demás, esta es la
lógica de todo proceso creativo).
Desde una posición platónica, cabría pensar que de alguna forma
poseeríamos un conocimiento previo, que únicamente se vería reactiva-
do en el desempeño cognoscitivo. Tal vez esta solución venga hasta cier-
to punto exigida por la necesidad de combinar la idea de un criterio in-
dependiente con la pragmática de la experiencia. En todo caso, lo que se
ha dicho anteriormente sobre la imaginación cobra su pleno sentido en
este punto. Ello no significa alucinar la realidad sino poner en marcha un
curso fenomenológico de acceso a lo que viene, a lo emergente; esto re-
clama desbordar las determinaciones a disposición, puesto que, si se tra-
ta de algo verdaderamente emergente, no puede estar previsto.

97
La idea de bien no está separada, por tanto, de la de conocimiento;
se encuentra conectada, por el contrario, con una percepción purificada
y honesta de lo que sucede realmente, con una exploración y un discer-
nimiento paciente y justo de aquello a lo que nos enfrentamos. Es el re-
sultado no de un simple abrir los ojos, sino de un tipo de disciplina moral
que no reclama comportamientos extremos, pues, como dice Murdoch,
resulta familiar a todas las personas. De este modo va cobrando perfil el
sentido de la exigencia de suspender una apresurada aprehensión deter-
minativa para demorarse en la visión. El cultivo de una mirada conve-
nientemente (a)justa(da) se convierte, así, en condición para un pensa-
miento ulterior que no recaiga sin más en la reducción desatenta. Con
todo, conviene insistir en que aquí no solo se encuentra involucrado
aquello que se ve; la formación de la mirada integra también la cosa en-
tendida como pragma.
Se torna entonces más evidente el hecho de que la idea de perfec-
ción juega un papel de importancia en el contexto de ese fenómeno de
la experiencia. Esta aparece, por tanto, como un ámbito de constitución
en paralelo de subjetividad y objetividad, dejando ver a su lado la des-
vaída sombra de aquella voluntad característica de la concepción liberal
del hombre, cuyos atributos eran la vacuidad, la actividad pura y el des-
prendimiento. A esa voluntad de voluntad le acechan virulentos ataques
de angustia que son consecuencia del presentimiento de no ser más que
nada cuando debía serlo todo. Pese a ello, tampoco puede concebirse
una voluntad que no quede, en alguna medida, suelta, puesto que solo
así es una posibilidad y no algo ya escrito.
Acabamos de trazar las línea básicas de un dilema: ¿cómo concebir
un concepto de libertad que comprenda el vacío asociado a todo movi-
miento moral, pero de tal manera que se evite la caída en lo que pode-
mos llamar el vacío absoluto, que es lo propio de la angustia tal como es
vista por Murdoch: la exaltación sin sentido de la actividad negativa de la
voluntad que no produce otra cosa que infelicidad, desencaje y desga-
rramiento? La respuesta se insinúa en la idea de contraponer a un con-
cepto meramente negativo de libertad otro que no llamaríamos “positivo”

98
–dadas las implicaciones de mera aceptación resignada de lo que hay–
sino más bien la característica de una “libertad atenta”.
Anteriormente hemos dicho que, cuando se piensa la realidad moral
con la ayuda de conceptos como los de “atención” o “perfección”, el
acto electivo explícito, que se sitúa en el gozne de la libertad absoluta (o
del vacío absoluto), en el punto en el cual uno no se encuentra determi-
nado por nada, se vuelve menos importante, menos decisiva, puesto que
“mucho de lo que tiene que ver con la decisión reside en otra parte: Si
atiendo adecuadamente no tendré elecciones y es este el estado al que
aspirar” (Murdoch 2001, pág. 46). Puede resultar paradójica esta preten-
sión. Cuando atiendo adecuadamente ya no se trata de elegir cómo ha de
resultar la cosa por medio de mi acción, sino de que la cosa la modifi-
que. Para ello, en lugar de colgarme en el vacío, elijo detenerme y demo-
rar la emisión de un juicio. A esto es a lo que Murdoch llamará un “cierto
cultivo estético”. Según ella, existe una relación esencial entre lo bueno y
lo estético que convierte al (verdadero) artista en un modelo de compor-
tamiento, puesto que trabaja, como el hombre moral, en favor de una
mejor adecuación a la cosa; su amor a esta es determinante en su crea-
ción.
La estética se convierte así en la genuina senda experiencial, que
permite conjugar la necesidad con la libertad y la idea de bien con la de
una subjetividad imaginativa e idiosincrásica. La necesidad proviene de
eso que en estas páginas ha sido caracterizado como la cosa misma. Esta
insta una reclamación que ciertos seres humanos, para los que la libertad
no está reñida con la entrega, pueden comprender, aunque en el medio
filosófico, sobre todo en el académico, resulte sorprendente (e incluso
inquietante):

“Esto es algo de lo que hablan los santos y que cualquier artista comprenderá enseguida.
La idea de una observación amorosa y paciente, dirigida sobre una persona, una cosa o una
situación, muestra la voluntad no como un movimiento sin impedimentos, sino como algo mu-
chísimo más parecido a la “obediencia””. (Ibíd., pág. 47)

99
Puede resultar curiosa la aparición de este concepto de obediencia
que tiene resonancias del último Heidegger, un filósofo que no le es pre-
cisamente simpático a Murdoch: el que escucha es el que obedece, y el
escuchar es una manera de transformar la acción racional en favor de un
punto de vista diferente con respecto al ser. “La voluntad es obediencia,
no resolución”. Esta es una frase de Simone Weil que expresa la concep-
ción que Murdoch pretende hacer patente: que la voluntad y la razón no
son facultades separadas, sino que la primera está influyendo continua-
mente en la segunda para dirigir su atención hacia la realidad. Según
Weil, el mal cobraría expresión precisamente en la irrealidad que anida
en un alma vacía, absorta en sí misma y envuelta en los paños calientes y
demasiado satisfactorios de las propias ideas. De ahí que –expresado en
su terminología– únicamente pueda llegar a arder en el amor de Dios si
logra desear no lo que puede ser o será, sino lo que es. Pero este amor a
lo efectivamente real no debería ser entendido como si se tratara de sim-
ple acomodo. Los hechos no coinciden con “lo dado”.
Regresemos a Murdoch para entender esta afirmación. Ella nos dice
que hay mucha actividad comprendida en esta constitución de ser. So-
mos agentes morales y no simples espejos en los que se refleja la realidad
–solo así, como han mostrado algunos filósofos, cobra sentido el “Mito
de lo dado”–, y como tales debemos intentar ver con justicia, superar el
prejuicio, evitar la tentación, controlar y dominar la imaginación; en po-
cas palabras: ser capaces de dirigir la reflexión. Esta es, por lo demás, la
forma de proceder del artista genuino, el que ha ejercitado con grandes
esfuerzos la voluntad como obediencia a lo real. Una obediencia que se
sitúa idealmente en la perspectiva desde la que no cabe elección, desde
la que se ve la cosa tal y como realmente es.
De hecho, las situaciones estéticas no son tanto analogías cuanto ca-
sos de la moral. La virtud es en el fondo la misma en el artista que en el
hombre bueno, que consuma el amor en el trabajo anónimo26. El verda-
dero artista es el que trabaja amorosamente con los materiales, extrayen-

26 “…en tanto que es una atención desinteresada sobre la naturaleza: algo que es fácil de decir pero muy difícil de
conseguir. Los artistas que han reflexionado han dado con frecuencia expresión a esta idea. (Por ejemplo, Rilke elo-
giando a Cézanne habla de una “consumación del amor en el trabajo anónimo”)” (Ibíd., pág. 48)

100
do de ellos la forma y no el que pretende dotarlos de una forma que no
les corresponde. Y esta virtud estética es la virtud moral:

“Si concebimos al agente como obligado por la obediencia a la realidad que puede ver
no dirá “Esto es correcto”, es decir, “Elijo hacer esto”, dirá “Esto es ABCD” (palabras descripti-
vo-normativas), y la acción sucederá de modo natural. Como no ocurrirá la elección vacía, no
se necesitará la palabra vacía”. (Ibíd., pág. 48)

Lo que nos enseña principalmente la observación de los modos de


proceder característicos del arte genuino es cómo se cultiva una discipli-
na de la limitación de un yo caprichoso e ilusorio que constituye, para
Murdoch, la verdadera fibra moral. Este yo, en su forma absolutizada, re-
presenta lo más característico de la modernidad. Y para ella, de lo que se
trata precisamente es de combatir ese enemigo encarnado en el gordo y
despiadado ego, una estancia ilusoria y vacía de realidad pero llena de
pretensiones:

“El yo, el lugar donde vivimos, es un lugar de ilusión. La bondad está conectada con el
intento por ver el no-yo, por ver y responder al mundo real a la luz de una consciencia virtuo-
sa. Este es el significado no metafísico de la idea de trascendencia a la que los filósofos han
recurrido en sus explicaciones de la bondad”. (Ibíd., pág. 95)

La filosofía moral no habría de ser, entonces, otra cosa que la discu-


sión sobre las técnicas posibles con vistas a la derrota de este ego. Para
ello resulta imprescindible el establecimiento de una pauta externa en
forma de idea de bien. Sin embargo, una vez que esta ha sido sustituida
por la de corrección, más relacionada con el trabajo de un agente moral
independiente, el crecimiento desmesurado del yo moderno ha adelga-
zado a aquel hasta reducirlo al rápido destello de la voluntad electora.
Frente a la realidad evanescente de esta última, la idea de un objeto de
atención sirve precisamente como técnica para purificar y reorientar una
energía que de suyo es egoísta. Este es el papel que juega, por ejemplo,
la idea de Dios, pues Dios es un objeto de atención único, perfecto, tras-
cendente y necesariamente real. Así pues, un yo que tiene en cuenta la
realidad trascendente a él se ejercita mediante la disciplina de la aten-

101
ción de modo que se forma y perfecciona hasta llegar a ser mucho más
que actividad y vacío incontaminados. Eso es lo que ocurre con el amor.
Su aparición resulta siempre sorprendente porque conlleva el desvane-
cimiento de la voluntad pura. Irrumpe dando un tajo al continuo del sen-
tido y no se deja controlar. Cambia las preferencias, alzando un objeto y
colocándolo en el centro. No resulta entonces sencillo distraerse volunta-
riamente. Incluso para desenamorarse hace falta poner en juego una es-
trategia que haga posible la adquisición de nuevos objetos de atención
de los que surjan impulsos diferentes.
La idea de realidad implica el concepto de trascendencia que es bá-
sico para la ética, y que se refiere a la aceptación de un bien no mera-
mente subjetivo. Esto supone que la trascendencia moral es, aunque re-
sulte paradójico, realista. La moralidad, la bondad, es una forma de rea-
lismo: adecuarse a lo que trasciende. De ahí que resulte inaceptable la
idea de un hombre bueno que viva en un mundo de ensueño privado.
Murdoch insiste en que el principal enemigo de la excelencia en la mo-
ralidad, y también en el arte, es la fantasía personal: ese constructo reali-
zado a base de autoengrandecimiento y de deseos y sueños consoladores
que impiden ver lo que hay fuera de sí. Precisamente por eso un hombre
bueno debe conocer ciertas cosas acerca de su entorno. El realismo más
que una constatación representa un reto y, precisamente por ello, exige
esfuerzo.
Esta idea, como siempre, se ejemplifica de la mejor manera en el
arte. Ya hemos hablado del comentario de Rilke sobre Cézanne, según el
cual este no pintaba “me gusta”, sino “ahí está”. Pero lograr esto no es
fácil, tanto en el arte como en la moral se requiere disciplina. En el arte
mediocre se aprecia la intrusión de la fantasía, la afirmación recalcitrante
del yo, el oscurecimiento de toda reflexión sobre el mundo real. Pero el
hombre moral, o el hombre estético, deja de ser un trozo de naturaleza,
algo marcado por sus necesidades, para convertirse en alguien que se es-
fuerza en el trabajo de adecuación a eso otro. Murdoch roza en este pun-
to el concepto de “indisponibilidad” que ha sido utilizado por algunos
filósofos en sus críticas a la racionalidad técnica contemporánea, en la

102
cual el hombre es entendido como el que es capaz de disponer de todo
(Weber, Adorno/Horkheimer, Heidegger). Nos dice que esto es bastante
claro en nuestra percepción de la belleza: “El vínculo aquí es el concepto
de indestructibilidad o incorruptibilidad. Lo que es verdaderamente bello
es “inaccesible” y no puede ser poseído o destruido” (Ibíd., pág. 65). Por
eso, como se ha indicado, la idea de trascendencia se encuentra conec-
tada con la de perfección (que supone una modificación trans-egótica) y
la de certeza (que implica adecuación, ponerse a disposición de la cosa).
En este punto, conviene insistir de nuevo en que el realismo del que
se habla no puede suponer el simple, y empirista, sometimiento a la
realidad tal como efectivamente se presenta. Aunque hay, como se ha di-
cho, una demanda de atención a las cosas para huir del peso excesivo de
un yo vacío, es también un hecho que los seres humanos no pueden so-
portar mucha realidad, lo que implica no solo la necesidad de trascen-
dencia del yo sino también la de ir más allá (creativamente) de lo mera-
mente dado, planteándose la cuestión del bien (cómo puede ser la reali-
dad para que sea considerada buena).
El arte nos ofrece de nuevo esclarecimiento sobre esta contradicción
fundamental humana, pues él combina tanto la tendencia hacia la fanta-
sía como el esfuerzo paralelo por resistirse a ella:

“El arte presenta los ejemplos más comprensibles de la tendencia humana casi irresistible
a buscar el consuelo en la fantasía y también el esfuerzo para resistir a esto y de la visión de la
realidad que llega con el logro. En realidad, el logro es raro. Casi todo el arte es una forma de
fantasía-consuelo y pocos artistas alcanzan la visión de lo real. El talento del artista fácilmente
puede ser empleado, y lo es de modo natural, para producir un retrato cuyo propósito es el
consuelo y el engrandecimiento de su autor y la proyección de sus obsesiones y deseos perso-
nales. Silenciar y expulsar el yo, contemplar y delinear la naturaleza con ojos limpios, no es
fácil y exige una disciplina moral. Un gran artista es, con respecto a su trabajo, un hombre
bueno y, en el auténtico sentido, un hombre libre”. (Ibíd., pág. 69)

Tampoco el control del egoísmo, imprescindible para una visión


adecuada de la realidad, representa únicamente la negación sin más del
yo, pues es precisamente este –o, mejor dicho, uno resultante del perfec-
cionamiento– el que tiene que trabajar en favor del objetivo propuesto.
Así, el arte más grande, aunque ocasionalmente responda a las obsesio-

103
nes personales de los artistas, es en realidad impersonal porque nos
muestra el mundo. Esta idea de la contemplación no posesiva se convier-
te en un modo alternativo de trato con lo real. Más que servirse de ella,
el artista aporta algo a la realidad: una perspectiva adecuada.
El arte trasciende las limitaciones egoístas y obsesivas. Puede agran-
dar la sensibilidad de su consumidor, pues el realismo artístico no es fo-
tográfico, es esencialmente piedad y justicia. Esta es una gran idea: aun-
que el arte tiene que ver con esa presentación de la objetividad que nos
liga a las cosas, también es cierto que invita a la trascendencia de nues-
tras limitaciones al aumentar nuestra sensibilidad. Esto significa que es
creativo con nosotros mismos, que fomenta la posibilidad; pero no en-
tendida como la mera potencia desatada, una suerte de voluntad de po-
der nietzscheana acelerada a través de las vanguardias del siglo XX, sino
esa capacidad profunda de Bildung. Por eso el realismo del que aquí se
trata no es copia ni representación simple sino más bien, como se ha di-
cho, piedad y justicia, que no son posibles sin imaginación. Y esto último
significa algo que contamina de alguna manera humana aquello que es
mirado: añade lo ético (la carencia de lo cual impone al Virgilio de Broch
la penosa tarea de destruir su obra).
Pero contaminar de manera humana no quiere decir despotenciar la
realidad para convertirla en mera materia prima a disposición. Represen-
ta justamente lo contrario: es ir a las cosas reconociendo que ellas tienen
su propia potencia y que, no obstante, esta depende de alguna manera
del hombre, puesto que tiene que abrirse, iluminarse, tiene que poder
darse y completarse gracias a una mirada lo suficientemente estética
como para ser ética. Incluso frente a la muerte, respecto de la cual esta-
mos deseando hallar consuelo para que no resulte tan insoportable, el
arte tiene que esforzase en una amorosa presentación del carácter azaro-
so e incompleto de la existencia. Para Murdoch, el papel de la tragedia, y
también de la comedia y la pintura, es mostrarnos el sufrimiento sin afec-
tación y la muerte sin consuelo. Solo sería permisible el “austero consue-
lo de una belleza que nos enseña que nada en la vida tiene valor alguno
salvo el intento por ser virtuoso” (Ibíd., pág. 90). Esta es una idea muy

104
wittgensteiniana: ser virtuoso es la única cosa que dota de valor y, por lo
mismo, de sentido a la vida humana. Porque la virtud de la que habla-
mos consiste en el amor que permite complacerse en la existencia, con
lo que nos muestra el singular sentido en el que lo permanente e inco-
rruptible es compatible con lo transitorio. Esto recuerda al verso de Höl-
derlin: “Pero lo que permanece lo fundan los poetas”. Los poetas, huma-
nos, fundan no obstante el orden que nos trasciende.

105
13. Entre la perspectiva y la verdad

La comprensión (posibilidades de ser, significado de las situaciones,


aperturas proyectivas, etc.) representa el problema que origina la expe-
riencia filosófica. En verdad, se trata de una fisura que se ensancha al in-
dagar en el fenómeno de la existencia, algo que reclama una “visión de
conjunto” (imposible) de lo real. Pero ya hemos tenido ocasión de apre-
ciar que eso no significa que la filosofía se vea forzada a seguir la senda
de la ciencia, buscando a toda costa la reducción de la variedad a unos
pocos principios universales y comunes. Si bien esa es una tentación que
acecha a la empresa filosófica, y que la conduciría enseguida a adentrar-
se en un territorio de confusiones, el todo al que ella apunta no desplaza
lo particular como algo aparente en virtud de un universal compacto. Lo
que está en juego es justamente una totalidad no reductiva. Aunque la
filosofía atiende al ser en general, no olvida el que esto sea, puesto que
es ahí donde la cuestión ontológica cobra interés. Así es como se plantea
el asunto de la perspectiva. Se trata de situar lo ente, lo singular, en una
aprehensión de conjunto, que permita establecer relaciones, y no de ob-
viarlo, de tacharlo o de despreciarlo como mera excrecencia.
Así planteada, la existencia racional constituye un asunto de orien-
tación en un mundo de diferencias, siempre y cuando se entienda que lo
que plantea dificultades no es que la realidad sea diversa sino que la di-
versidad resulte irreductible. Wittgenstein nos anima a tomar en conside-
ración lo confuso que puede resultar el tránsito desde la existencia de
términos universales del lenguaje a la suposición de una realidad univer-
sal que integrara lo particular: la hoja en esta o aquella hoja, o la belleza
en todo aquello de lo que predicamos “bello”.
Resulta así una situación extraña: hay diversos modos irreductibles
de ser y, no obstante, se supone que solo un esquema unificador. La mo-
dernidad representa a este respecto una eclosión de racionalidades diver-
sas. La paradoja es aquí nuevamente un síntoma de ese tipo de experien-
cia que es la propiamente filosófica. Nuestra razón parece chocar inevi-

106
tablemente contra ciertos límites, lo que desata las preguntas que involu-
cran al ser, las condiciones, el sentido, la mirada, etc. Aquí entra en jue-
go la mencionada visión global –o, podemos decir sin miedo, universal,
aunque no puede tratarse de lo simplemente común subyacente a cada
esto o aquello, ni de lo verdaderamente ente, sino de otra cosa– que
haga posible, por ejemplo, la comunicación; pero sobre todo se trata de
vivir racionalmente.
En todo caso, cuando la filosofía atiende a las diferencias en el
modo de ser de esto o aquello, sí que está produciendo también, aunque
no sea un denominador común, un cierto entrelazamiento. Como dice
Wittgenstein a propósito de los juegos: se ven semejanzas y parentescos
de tipos muy diversos y, también, variables. Y eso sucede, en primer lu-
gar, porque alguien hace la experiencia. Además, que sea “una” implica
que, en cierto modo, recoge lo diverso y lo agrupa en torno a un centro.
Pese a ello, la diferencia con la universalidad que subsume es paten-
te. Aquí no se trata del punto de vista de ningún lugar o del ojo de Dios;
por el contrario, lo que se produce es una perspectiva y no algo así como
la no-perspectiva o la orto-perspectiva. Hay posición (y, por tanto, contra-
posición), pero una que se desborda apuntando más allá de su lugar.
Gracias a ello, no solo supone la totalidad, como sucede con cualquier
otro elemento de la trama topológica, sino que la tematiza. Sin embargo,
en la medida en que lo tematizado no puede ser más que una suerte de
sobre-posición, y en ese sentido algo aparente, no logra nunca la estabi-
lidad definitiva, ya que permanece como algo de suyo modificable.
Además, este es un juego interpretativo, que consiste en dar con la mejor
versión. Como consecuencia de ello, el sentido en litigio no puede cons-
tituir algo antecedente, sino que debe ser producido. La perspectiva tiene
que ser lograda; es, pues, el resultado de la acción racional, del conside-
rar; y eso implica que sea posible probar si algo puede comparecer de
maneras alternativas.
Pero, como hemos visto, la producción de perspectiva –de la com-
posición de un sentido para lo diverso– exige atención a la realidad, ir a
las cosas, moverse entre ellas, en definitiva una experiencia de la particu-

107
laridad que tiene consecuencias prácticas para la razón. Hemos insistido
anteriormente en que el adiestramiento del que se trata debe ser conside-
rado como una suerte de capacitación para el aprecio de las diferencias y
particularidades en tanto que tales –y no en virtud de que sean diferen-
cias de algo común cuyo concepto se posee de antemano–, lo que exige
entretenerse en lo que sale al encuentro. Tal modo de proceder fue carac-
terizado en su momento como investigación histórica.
La recolección de “vistas” diferentes de la realidad produce algún
enlace, aunque sin que este responda a otra exigencia que mantener
abierta la experiencia de la cosa misma: se ve un aspecto, lo que obliga a
entender esto o aquello e insistir en la mirada de tal manera o modificar-
la de tal otra, etc., pero sin seguir un protocolo preestablecido. Como se
dijo, las “vistas” son colocadas unas al lado de otras, de modo que ter-
minan constituyendo un álbum. Hay pues una reunión, se construye un
orden. Y además, el aprecio de las diferencias se aprende en ese ejercicio
de ordenación. Entonces es cuando este rasgo particular puede destacar
sobre otros. Ello es así porque también se ha ido aprendiendo al mismo
tiempo a componer y se ha ido desarrollando una cierta visión sinóptica.
Como resultado, ahora se perciben conexiones, las diferencias remiten, a
veces, unas a otras . El fruto de esta indagación es, por tanto, una cierta
27

perspectiva general, una universalidad que podríamos llamar histórica,


puesto que surgiría y tendría únicamente sentido en el curso de ese mo-
vimiento y no representaría ningún remontarse a la orto-perspectiva. Ha-
ría valer una –es decir, esta– perspectiva (no definitiva, abierta a la modi-
ficación). La idea misma de que lo “universal” debe ser producido evita
al menos algunas confusiones tradicionales respecto de su consistencia,
esencialidad, etc. Ahora se trata de algo estratégico e inevitable dada la
constitución ontológica humana.
El requerimiento filosófico primordial, hacerse cargo de las exigen-
cias de la cosa misma, es lo que fuerza a modificar la perspectiva, a
adoptar nuevas posiciones en un juego que tiene una pauta expresable,
más o menos, en la posible proferencia de un “¡ahora lo veo!” tranquili-

27“Una fuente principal de nuestra falta de comprensión es que no vemos sinópticamente el uso de nuestras palabras”.
(Wittgenstein 1988, § 122)

108
zador. Se trata de un componente estético, asociado a otro histórico, que
añade a la experiencia la idea de un curso (no preestablecido) de cam-
bios, de variaciones e, incluso, de juegos.
Es posible distinguir dos significados de este “ver en perspectiva”:
“ver con distancia suficiente”28 y “ver de una determinada manera” (lo
que hace posible percibir ciertas particularidades29 ). Ambos conllevan,
por lo demás, la idea de que lo que se encuentra implicado es la modifi-
cación de la mirada para lograr ver de otra manera. El último de los signi-
ficados pone en relación “perspectiva” con “particularidad”. La perspec-
tiva se encuentra, así, íntimamente relacionada con la aprehensión del
modo de ser de las cosas. Implica un sumergirse en el contexto de dona-
ción que obliga a concentrarse en lo (indeterminado) que sale al encuen-
tro como si fuera posible no buscar –y, por tanto, pasarse sin– el esquema
conceptual; o casi mejor: como si se desbordara la esquematización,
para colocarse en una suerte de punto cero. Se trata, por supuesto, de
una impostura, ya que no hay aprehensión sin esquema; pero también es
verdad que toda percepción contiene algo que desborda esto o aquello,
un elemento que apunta más allá y, sin embargo, solo es posible desde el
más acá. Estamos hablando de un cierto fulgurar que incita al juego de la
imaginación productiva (y del que nos ocuparemos más adelante). Una
cosa es definida de acuerdo con las condiciones de la estructura de la
determinación: “esto como esto”. Pero pueden darse casos en los que en-
tra en juego la posibilidad de apreciarla en el curso de lo que llamaría-
mos un desplazamiento hacia la alteridad. Entonces, no es esto lo que
está en cuestión, sino más bien otros aspectos; lo otro que, sin embargo,
es en cierto sentido propio: esto como parecido a, como un caso de,
como una imagen posible o representación, como otra cosa muy diferen-
te pero que, no obstante, parece tener algo en común, etc.
La experiencia filosófica emplaza al pensamiento ante la exigencia
de desarrollar estrategias en favor de una mirada lo más comprehensiva
posible, que supere las limitaciones propias de una racionalidad mono-

28
“Circunstancia de mirar o poder ver u observar las cosas a distancia para apreciarlas en su verdadero valor” (Moli-
ner, M.: Diccionario del uso del español. Madrid, 1987).
29
“Vista de una cosa de modo que se aprecia su posición y situación real, así como la de sus partes” (ibíd.).

109
lógica. Para ello hay que poder mirar más lejos o más ampliamente. Esta
es la condición de un aprecio cabal de la complejidad: la lejanía que re-
presenta la totalidad, lo diverso concebido sobre el fondo del todo.
Resulta imprescindible lograr un cierto punto de vista que abarque
los distintos sentidos. A eso apunta la visión sinóptica. Pero la aprehen-
sión de la totalidad no es similar a la de esto. El todo no se presenta
como algo, comparece, si acaso, en la forma de experiencia concomitan-
te, que no constituye ni siquiera conocimiento. Para que este sea posible
se requieren enlaces sintéticos. Las ideas de la razón, aun no siendo con-
ceptos en sentido propio, es decir, reglas del entendimiento, sirven jus-
tamente para esbozar arreglos de composición que hagan posible una vi-
sión de conjunto (otorgando articulación sistémica a la experiencia) e in-
cluso, y este es un aspecto de la cuestión en el que venimos insistiendo,
para que sea posible continuar cuando las reglas ya no parecen servir,
cuando lo que comparece no es esto o aquello, sino, tal vez, osados en-
trelazamientos, posibilidades de la cosa que dependen de la imaginación
o ciertos aspectos que fulguran por un instante sin ser capaces de perpe-
tuarse.
Sin embargo, el empleo de tales conceptos, tiene que ser forzosa-
mente histórico; debe ceñirse a la realidad efectiva, no para dar cuenta
de ella, sino para tener en cuenta lo que ella demanda. Así, esta univer-
salidad se encuentra, paradójicamente, conectada con una lógica situa-
cional. La dimensión histórica de la experiencia filosófica se muestra en
esta equiparación entre “universalidad” y “visión sinóptica”, lo que,
como venimos insistiendo, modifica el concepto mismo de lo
“universal”. Y este no es un asunto menor. De un lado se halla la exigen-
cia de ahondar en la capacidad de atención, de modo que no sean ob-
viados sin más los aspectos particulares o individuales de las cosas. Pero,
de otro, se alza la necesidad de ir más allá de los casos particulares, de
las circunstancias o de los contextos, de establecer tránsitos, de hacer po-
sible la comunicación, etc. La idea de perspectiva presenta, como hemos
visto, este doble rostro de la razón: pegarse a lo efectivo y tomar distan-
cia para alcanzar una visión más comprehensiva. En muchas ocasiones,

110
pues, ponerse en perspectiva significa tanto como liberarse de las atadu-
ras, de los prejuicios y ser capaz de mirar desde un lugar a lo sumo no
comprometido con cualquier interés particular, sino únicamente con el
interés (puro) de la razón.
La dificultad reside en el cumplimiento de la exigencia mencionada.
Lo que se reclama, a fin de cuentas, es la combinación de una mirada
cuidadosa con los detalles y, que, de esa forma, se instala en la razón de
lo particular, con otra que, en verdad, no tenga punto de apoyo, lugar
propio; es decir, una perspectiva que no sea una perspectiva. Se trataría,
como ha sido ya comentado, del punto de vista de ningún lugar o del ojo
de Dios. Aquí se percibe cuál es la importancia de Dios en la considera-
ción de las cosas del mundo; Dios es requerido cuando hace falta un
examen trans-posicional y ha de irse más allá de lo efectivamente real,
esto o aquello (sus determinaciones son, por eso, lo trans o meta).
Pero la apelación a Dios constituye ya un indicio de lo problemático
que resulta esta idea del “no lugar”: un poner que carece de coordena-
das, un sentido evanescente. Y, sin embargo, son rasgos similares a estos
los que parece que deben acompañar a toda empresa racional, en la me-
dida en que tenga que ver con la verdad. Esta, si es tal, debe trascender
los contextos particulares. El empleo del término “verdad” cobra sentido
en la praxis racional justamente cuando se hace necesario establecer di-
ferencias entre el hecho de que haya justificaciones para tener una
creencia y la posibilidad de que aquellas se descubran como inadecua-
das. Esta distinción expresa el falibilismo de nuestras prácticas racionales.
La verdad, en este sentido, remite a la idea de una justificación (ideal o
contrafácticamente) garantizada. Una proposición sería, así, verdadera si
puede ser justificada bajo condiciones epistémicas ideales (Putnam), o
puede dar lugar a un acuerdo alcanzado argumentativamente en una si-
tuación ideal de habla (Habermas), o en una comunidad ideal de comu-
nicación (Apel). Incluso alguien que, como Rorty, discute la posibilidad
de cualquier proyecto de racionalidad transcontextual, reconoce que hay
al menos un sentido (pragmatista) de verdad que no puede ser eliminado.
Ese uso del término, que podría denominarse “precautorio”, es precisa-

111
mente el que entra en juego cuando contrastamos justificación y verdad,
diciendo que una creencia puede estar justificada sin ser verdadera
(Rorty/Habermas 2007, pág. 19). No obstante, para un pragmatista como
Rorty el único sentido realizable tanto de “verdad” como de “racional” es
el que la asocia a determinadas prácticas de justificación30 .
Si bien la diferencia entre verdad y justificación permite apreciar
cuál es el papel que juega la noción de verdad en las prácticas raciona-
les, eso no despeja la atmósfera turbulenta que se cierne sobre ella. Pare-
ce que el requerimiento de verdad pone en juego la necesidad de una
transposición y de la consiguiente característica meta (lo transcontex-
tual31). Y, como decíamos, ello nos conduce a un no lugar ciertamente
inhabitable.
Algunos proyectos filosóficos han intentado adoptar una considera-
ción pragmatista de la racionalidad sin renunciar a la exigencia de uni-
versalidad transdiscursiva. Han relacionado, así, la falibilidad de las prác-
ticas lingüísticas, en las que se presentan justificaciones local o relativis-
tamente contrapuestas, con una cierta referencia –de carácter contrafác-
tico– a una situación ideal en la que pudiera alcanzarse la comunicación
que, de facto, no se produce. Apel, por ejemplo, piensa que la referencia
al consenso característico de una comunidad ideal de comunicación se
encuentra implícita en el concepto de verdad. La combinación entre las
exigencias de verdad y la reserva que se puede (y se tiene que) tener con
respecto a ellas –puesto que cabe pensar que todas nuestras creencias y
justificaciones sean falsas o inadecuadas–, invita a pensar que tendría
que haber la posibilidad de un cumplimiento definitivo de tales exigen-
cias.
El falibilismo de las prácticas racionales puede ponerse en relación
con la diferencia que se produce entre las perspectivas de la primera y la
tercera personas. Así, desde el punto de vista de la primera persona, sos-

30 “Los pragmatistas como yo no podemos saber si estamos comprendiendo una justificación como “justificación para
nosotros” únicamente o como “justificación, punto”. Esto me parece similar a tratar de decidir si pienso que mi bisturí,
o mi computadora, es “una buena herramienta para esta tarea” o “una buena herramienta, punto”” (Rorty/Habermas
2007, pág. 46).
“Como dije anteriormente, creo que todo lo que podemos obtener de la gramática de ‘verdad’ y ‘racional’ es
lo que podemos obtener de la gramática de una idea más bien ligera, la de ‘justificación’. Esta idea ligera equivale a
poco más que al uso de medios no violentos para cambiar la opinión de las personas” (Rorty/Habermas 2007, pág. 67).
31 “La idea de independencia del contexto, en mi opinión, es parte de un desafortunado esfuerzo por hipostasiar el adjetivo ‘verdadero’”.
(Rorty/Habermas 2007, pág. 150)

112
tener una convicción significa entenderla como justificada y esto último
implica a su vez tenerla por verdadera. Sin embargo, en el caso de la ter-
cera persona no tiene lugar esta coincidencia entre verdad y justificación.
Atribuir una convicción a otro, que se encontraría por tanto (subjetiva-
mente) justificada, no significa lo mismo que atribuirle una convicción
verdadera (Wellmer, 2007). Habría, además, que añadir lo siguiente: este
aspecto del desencaje intersubjetivo en relación con la cuestión de la
verdad es constitutivo de las prácticas de producción de la misma y de la
idea de comunidad racional. Únicamente sobre el trasfondo de la disputa
en torno a la verdad es posible la existencia de creencias comunes.
Y es precisamente en este contexto donde la idea habermasiana (o
apeliana) de un consenso último cobra sentido. Habermas, p.e., concibe
un tipo especial de práctica racional, la acción comunicativa, que se de-
finiría como un proceso de interacción social no orientada al éxito –el
logro eficiente de fines: la aprehensión reductiva y el domino– sino al en-
tendimiento mutuo.
Todo acuerdo se basa pragmáticamente en el reconocimiento de
ciertos requisitos de validez sin los cuales perdería su sentido el esfuerzo
discursivo. Es decir: cuando un agente actúa comunicativamente se ve
forzado a poner en juego la pretensión de estarse expresando inteligi-
blemente, la de estar dando a entender algo, la de estar dándose a en-
tender a sí mismo, así como la de entenderse con los demás (inteligibili-
dad, verdad, veracidad y rectitud). Por tanto, en todo acto de habla se
despliegan también las mencionadas exigencias, que proporcionan un
marco contrafáctico de confianza. Pero lo más importante para Haber-
mas es que este presupuesto de una argumentación carente de coercio-
nes y de distorsiones forma parte de las interacciones comunicativas en
el mundo de la vida, aquellas que no han sido teóricamente explicita-
das32 .
Con todo, es esta idea de que una comunidad ideal de comunica-
ción tiene que ser entendida como un presupuesto del desempeño dis-

32 La investigación de esa exigencia universal inscrita necesariamente en el desempeño discursivo por parte de los hablantes da lugar a una
pragmática universal: “He propuesto el nombre de “pragmática universal” para el programa de investigación que tiene por objeto reconstruir
la base universal de la validez del habla”. (Habermas, 1984, pág. 302)

113
cursivo la que ha originado una gran desconfianza en el debate filosófi-
co. Y ello se debe principalmente a que una situación discursiva ideal
contradice no solamente el concepto mismo de situación, sino que es
contraria a las condiciones constituyentes del discurso. De hecho, la fali-
bilidad integra estructuralmente el modo de ser de un ente que, como el
hombre, se encuentra involucrado en una historia abierta al futuro y que,
por ello, adopta siempre una perspectiva limitada y particular sobre el
mundo y sobre sí mismo.
Por otra parte, la pluralidad de las perspectivas sociales implica que
la intersubjetividad del lenguaje nunca pueda darse sin fracturas, lo que
significa que carece de sentido la idea de una transperspectiva en la que
se presentara, abierta a los ojos de todos, la verdad completa. Además,
esa intersubjetividad fragmentada de la que hablamos resulta imprescin-
dible; en su carácter conflictivo se contiene el potencial innovador del
lenguaje que hace posible modificar los puntos de vista y los conceptos,
describir las cosas de manera nueva, etc. Es decir: aquel elemento inte-
grante de lo lingüístico que hace posible (el surgimiento de la cuestión
de) la verdad es el mismo que contradice la idea de una conclusión del
debate.
La verdad se articula y se acomoda siempre de nuevo, viéndose for-
zada a sustraerse a la tendencia que la empuja a su propia ocultación;
este es un aspecto que se pone de manifiesto en el curso de la experien-
cia hermenéutica. El sentido de un texto es algo que no constituye nin-
guna forma de ser en sí mismo, sino que se juega siempre en una con-
frontación de horizontes interpretativos, que incluyen tanto perspectivas
diferentes como cierta capacidad para superar la propia perspectiva. Pero
el proceso de interpretación no llega nunca a su final, lo que significa
que no puede haber algo así como una verdad hermenéutica completa y
definitiva. Así pues, como decimos, las condiciones de la historicidad y
de la intersubjetividad, que hacen posible la disputa por la verdad, son
las mismas que vuelven imposible una verdad definitiva y completa, es
decir, un aquietarse final de la búsqueda de (y de la disputa por) la ver-

114
dad. La idea de una verdad última y absoluta sería, pues, la idea de un
más allá de la historia.
Un consenso completo realizado en una comunidad ideal de comu-
nicación conllevaría, por tanto, un lenguaje completamente realizado.
Sin embargo, esto sería lo mismo que el final de aquel, puesto que las
condiciones de lo lingüístico coinciden, como se ha dicho, con las de la
imposibilidad de una completitud absoluta. Pero la disputa por la verdad
es siempre un combate por el lenguaje en el cual disputamos por la ver-
dad. Es, pues, la cuestión de la verdad lo que fuerza una y otra vez a re-
visar nuestros conceptos y, con ello, también nuestro lenguaje33.
Como hemos tenido ocasión de mostrar, la idea de universalidad
resulta problemática cuando se descubre, por ejemplo, desde el plan-
teamiento pragmatista, que las prácticas racionales o veritativas no son
en último término más que ejercicios de justificación y que estos son
siempre locales, contextuales, perspectivistas. Entonces, incluso el pro-
grama de una pragmática universal se torna sospechoso. En este sentido,
el concepto de una “visión sinóptica” de índole wittgensteiniana parece
responder a pretensiones más modestas que las presentadas por Haber-
mas. Su principal objetivo es profundizar en los rasgos experienciales de
la razón, con la esperanza de que el propio curso contingente de los
acontecimientos vaya ofreciendo pistas suficientes para orientarse. Pero
precisamente a causa de esta supuesta falta de ambición se han llegado a
denunciar ciertas consecuencias relativistas en la filosofía del último
Wittgenstein.
Sea como fuere, puede decirse que la “visión sinóptica” no hace re-
ferencia a una simple generalización o a un principio que sobrevuele lo
efectivo, lo ahí, lo situado y variable, sino exclusivamente al movimiento
experiencial que se sigue de haber mirado detenidamente aquello que se
estudia en varios acercamientos desde diversos lados. Esto implica no
solo contar con diferentes paisajes constituidos como “vistas” en las que
domina una determinada perspectiva, sino también –y sobre todo– el ha-
berse ejercitado en la disciplina imprescindible para apreciar la realidad

33 Cf. Wellmer 2007 y, asimismo, Wellmer 2004.

115
como lo que puede ser: esta “vista” que complementa, modifica o inter-
preta a esta otra, pero también esta “vista” más esta otra. Es decir, la
realidad mirada (interpretada) de manera distinta, en un juego de ex-po-
siciones que dependen de la cosa misma, ya que no todas se sostienen
por igual.
La visión sinóptica, entendida no como un suprasentido sino como
un juego de variaciones propiciadas por el asunto en cuestión, es la que
abre como tema no solo lo posible, sino también lo supuesto, eso que
una visión objetivista es incapaz de percibir. Lo temporal muestra estos
caracteres: lo supuesto y lo posible junto a, y codeterminando, lo presen-
te. Y además está el sentido mismo, que no es más que un “verlo
como”34 . Este juego, que remite a la capacidad de variación comprensi-
va, interpretativa, existencial, propia del hombre, es lo único que puede
favorecer el que nos orientemos en la situación. Y esto es, al fin y al
cabo, lo que pretende cualquier saber de índole histórico-experiencial.

34
Pero “verlo como” no es “verlo como uno quiera”. Cabe, pues, la argumentación, la crítica y, por supuesto, una
idea de ajuste o de verdad históricos. Más tarde nos ocuparemos de este aspecto de la realidad.

116
14. Conceptos flexibles y ocasionales

Los esfuerzos diversos –modificación de la mirada, variación, juego


de otredad, etc.– a los que llamamos aquí filosofía y que se ponen en
marcha con la intención de lograr una visión sinóptica y una perspectiva
correcta, como respuesta al requerimiento de la cosa misma, hacen tam-
balearse los patrones firmes de una racionalidad constreñida a los rígidos
esquemas del entendimiento. El primer síntoma es una cierta confusión.
Y cuando la pregunta por la confusión toma carta de naturaleza aparece
en escena la “dialéctica”. Así, cabría decir que el asunto de la presenta-
ción sinóptica posiblemente se encuentra relacionado con la dialéctica
del entendimiento, que es el punto de partida de una experiencia estética
y asimismo de eso que Hegel denominara “el viernes santo
especulativo”, el hundimiento (la muerte) de las reglas para la determina-
ción y el impulso hacia otras formas de aprehensión (la resurrección) más
comprensivas. Este sería el camino autoformativo a través de un proceso
en el que se deja atrás el enfoque estrecho del entendimiento; o también:
la producción de un punto de vista que se eleve por encima de las limi-
taciones de la determinación. Todo ello requiere, según sabemos, poner-
se en perspectiva.
Como hemos visto, una experiencia próxima a esta es la que afecta,
también en Hegel, a la conciencia. En ella la atención (analítica) a las di-
ferencias tiene que combinarse con la perspectiva y con la panorámica
(sintética), en la que ha de ser posible apreciar conexiones, en la que
sean tan importantes los relata como la relación misma, llegando incluso
a inventar los eslabones intermedios. Pero esta transformación no pisa el
suelo seguro de determinar (característico del entendimiento abstractivo),
sino que se mueve más bien entre la confusión, de lo que antes parecía
cierto, y la apariencia (de aquello que solo fulgura como un aspecto,
como si…). De hecho, entre la apariencia y la confusión nada queda de-
limitado con claridad, lo que invita a abandonar semejante territorio
lleno de peligros. Y, sin embargo, la experiencia fenomenológica que se

117
fija en los detalles y atiende a la constitución compleja de una realidad
cambiante en la que lo posible juega un importante papel, enseña que
ambos, apariencia y confusión, resultan imprescindibles porque designan
aquello que, sin poder ser determinado, forma parte, de algún modo, de
la cosa del pensar.
Aprender a manejarse en situaciones más o menos confusas o, lo
que es lo mismo, a operar de manera flexible con los elementos del en-
tendimiento, con los conceptos, se convierte así en una tarea racional
cuyo ejercicio da lugar a eso que llamamos filosofía. Su territorio natural
lo constituye la dialéctica del entendimiento. Plantearla, investigarla y
desarrollarla parecen ser sus cometidos principales. Pero, como hemos
indicado, aunque designa un estado equívoco, no implica necesariamen-
te que nada pueda ser emprendido. Por el contrario, la mezcla de confu-
sión e inevitabilidad (de que ciertos términos sigan inquietando o de que
ciertas reglas aparentes se apresten a intervenir) pone en marcha a un
pensamiento no estrecho.
Y puesto que se trata de un juego de apariencias, la estética viene de
nuevo en nuestra ayuda. Si tomamos la experiencia peculiar de este terri-
torio como el tener que vérselas con una apariencia estamos presupo-
niendo o bien la no validez de eso que resulta aparente o bien la puesta
en suspenso del modo de considerar que lo rechaza. Asumir la aparien-
cia –pues la apariencia tiene que ser aceptada– implica por tanto pensar
de modo diferente, encarar la realidad de otra manera. O también: signi-
fica aceptar que algo no funciona en nuestra racionalidad estándar o que
es insuficiente para dar cuenta de la realidad efectiva.
Lo primero, no solo en cuanto al ser, sino también en cuanto al or-
den de razones, sería, bajo esta nueva perspectiva, la realidad efectiva.
Pero esto resulta contradictorio con las exigencias de la razón, ya que
esta se rige por principios de obediencia universal. Es más: el comporta-
miento racional no consiste en otra cosa que en presuponer esa generali-
dad y lograr probarla, de tal manera que aquello incapaz de ajustarse a
patrones universales sea rechazado puesto que no se sostiene, que carece
de fundamento, etc. Por tanto, la única salida viable consiste en que el

118
pensamiento busque la manera de dar cuenta de lo que le golpea. Para
ello debe transformar su esquematismo, los conceptos que lo integran,
los supuestos de los que parte. Aceptar la singularidad de lo real es algo
que no puede hacerse sin que se desborde el modelo del juicio determi-
nante. Este es el caso de la obra de arte, a tal punto singular que, como
hemos visto, no puede ser sometida a concepto; al reclamar un concepto
de aplicación exclusiva –¡como si eso fuera posible!–, muestra descarna-
damente la estructura misma de la reflexión, de la formación de concep-
tos.
La obra de arte es objetiva en modo absoluto: se sustrae al dominio;
y, al mismo tiempo, es radicalmente subjetiva: no es nada sin la contri-
bución del sujeto (no únicamente el que la ha creado, sobre todo el que
hace experiencia de ella). Su abordaje se convierte, así, en una especie
de persecución sin fin, puesto que, como decimos, provoca el colapso de
cualquier determinación, con lo que la primera consecuencia de ese
contacto habrá de ser la vuelta reflexiva del enjuiciamiento sobre sí mis-
mo. Este es el modo en que la reflexión sobre la experiencia estética abre
la posibilidad de un replanteamiento de la razón. Pero esa reflexión de
segundo orden se origina justamente porque la aprehensión (de primer
orden) resulta fallida, se va aplazando indefinidamente. En realidad, lo
que parece estar sugiriendo este colapso resultante del choque con la
obra de arte es, justamente, que si no se percibe correctamente no es a
causa de alguna incapacidad o impericia o del desconocimiento de los
procedimientos convenientes o la carencia de los medios necesarios. Lo
que sucede es que no hay un estado significativo correcto, que pudiera
recogerse de modo unívoco. Hay maneras alternativas de consideración,
de tal modo, además, que no tiene sentido reducirlas a una que fuera la
“adecuada” y que, por lo mismo, habría de ser definitiva. En resumen: la
aprehensión-determinación queda incompleta, incluye siempre más.
El resultado de la experiencia estético-reflexiva de aplazamiento de
la determinación, es la necesidad de algo que podríamos llamar replan-
teamiento estético de la racionalidad. Y esto designa el metafórico ablan-
damiento de una razón “rígida”, de tal modo que se haga factible la

119
aprehensión de los demás aspectos. Esto es lo que ya comprendió la tra-
dición filosófica, adquiriendo forma expresiva en la célebre diferencia
entre entendimiento y razón, es decir, entre esquematismo determinativo,
regla, y mirada comprehensiva capaz de desplazarse con la vista puesta
en ese índice de otredad ya mencionado.
El estudio de las condiciones y elementos intervinientes en este re-
planteamiento estético podría muy bien iniciarse con la toma en conside-
ración de esta nota de las Vermischte Bemerkungen de Wittgenstein: “Un
buen símil refresca el entendimiento” (1984, pág. 451).
Es bien conocida su afición a este tipo de figuras –”Lo que yo inven-
to son nuevos símiles”–, que no tenía un carácter didáctico, sino que era
el resultado de la reflexión sobre las inclinaciones racionales que origi-
naban un pensamiento confuso: el ansia de generalización, etc. Estos son
los rasgos de determinar, del entendimiento. Los símiles tienen, por lo
pronto, una función renovadora: atemperan el aguijoneo de la determi-
nación. Es decir: ayudan a percatarse de rasgos que, aunque aparentes,
también forman parte, en alguna medida, de la cosa en cuestión.
Desempeñarían, así, un papel incitador para la ampliación de la mirada,
esa que haría posible ensayar comparaciones y variaciones, llegando a
ver esto como esto otro.
Además, el empleo de símiles, al buscar esa visión alternativa que
ponga de manifiesto un rasgo común, pero también un rasgo diferente en
el esto mismo, hace factible apreciar la posibilidad de ver de otra manera
y, con ello, que no es obligada la dependencia de la determinación: pue-
de…, pero puede que no. De ahí que cuando un símil es bueno, es decir,
cuando ofrece variantes que estimulan la percepción de conexiones di-
versas, así como también de numerosas diferencias, entonces abre bre-
chas de posibilidad en la estructura de lo real, presentando nuevos as-
pectos de la misma. Pero al hacer esto último moviliza la instancia subje-
tiva, dotándola de fuerzas renovadas: un entendimiento fresco para la
imaginación, la variación y la creatividad. Afinando la mirada y demo-
rándose en la contemplación, se pone en condiciones de percibir la in-
mensa complejidad de las relaciones –parecidos, diferencias, singulari-

120
dades–, con lo que la determinación queda aplazada. De esta forma no
solo concederá una oportunidad a la comparecencia de esa realidad di-
versa sino que, también, por el lado de lo general, se capacitará para la
formación de conceptos comprehensivos que vayan más allá de la pro-
ducción de significados fragmentarios. Así podrá ser elaborada una idea
del conjunto, capaz de integrar las imágenes dispersas que resultan de la
actividad limitadora del entendimiento. Pero teniendo en cuenta que di-
cha imagen no es la representación de la esencia común oculta a la sen-
sibilidad, sino el producto de la actividad experiencial –aprehensiva,
pero también imaginativa– de una razón teórica entendida en sentido
pragmático. Los conceptos comprehensivos de los que hablamos no son
propiamente conceptos –determinaciones: “esto es esto”–, como tampo-
co lo es la idea del conjunto, ya que una idea (en sentido kantiano) no es
más que una determinación dialéctica, es decir, una determinación frus-
trada. Dicho de otra manera: la imagen de conjunto, cualquier totalidad
en fin, no pertenece a la misma clase ontológica que los entes que pue-
den ser percibidos como esto y aquello. La totalidad es siempre fruto de
la realización del interés puro-práctico de la razón, de su necesidad de
construir esa imagen comprehensiva, lo que le confiere un estatuto de
ensayo y le concede solamente un valor regulativo.
Aquello que refresca el entendimiento es, por tanto, el empleo de
estrategias que introducen variaciones en la esquematización. Sin em-
bargo, tales procedimientos, en la medida en que, aun siendo abiertos,
locales y momentáneos, establecen asimismo conexiones, no dejan de
ser reglas que indican cómo algo se conecta con algo. Y las reglas que
prescriben al entendimiento cómo reunir unos aspectos con otros son los
conceptos. Así que no puede tratarse de conceptos como los otros, pues-
to que hemos dicho que lo que los caracteriza es la suspensión, el des-
plazamiento o la variación. Pero, al mismo tiempo, deben ser conceptos,
dado que son esquemas y aparecen como términos de nuestro lenguaje.
Podríamos hablar, tal vez, de “cuasi-conceptos”, o de “conceptos flexi-
bles” o, como hace Ortega y Gasset, de “conceptos ocasionales”.

121
Célebres exponentes de esta conceptografía sui generis son las ideas
kantianas de la razón a las que ya hemos hecho referencia. Dichas ideas
no proporcionan objeto alguno, no dicen cuál es la constitución de los
objetos, pero dirigen el entendimiento hacia “un objetivo determinado en
el que convergen las líneas directrices de todas sus reglas” (1956, A 644 -
B 672). Dan curso de ese modo a la aspiración de unidad en la forma de
una regla que permite reunir objetos diversos. Además, tales conceptos
no son extraídos de la experiencia de la naturaleza, sino más bien de lo
que podríamos llamar la “experiencia reflexiva” bajo el interés de la pro-
pia razón: “Al contrario, interrogamos a la naturaleza desde estas ideas y,
mientras no se adecue a ellas, consideramos nuestro conocimiento como
deficiente” (Ibíd., A 645 - B 673). No son, pues, conceptos propiamente
dichos. Si se emplean con pretensión cognoscitiva dan lugar a confusio-
nes. Pero sin ellos el conocimiento queda cojo. Es más: no podría ni si-
quiera hilarse hasta el final la trama del decir. Un lenguaje que careciera
de términos como “naturaleza”, “historia”, etc., podría enunciar aconte-
cimientos particulares pero no afirmar de ellos que son de la naturaleza o
de la historia. Así pues, nos permiten no solo esquematizar y enunciar
esto y aquello, sino al mismo tiempo enunciarlos como parte de una to-
talidad. Esto da lugar a una generalidad que no es precisamente la del
concepto. Se trata sobre todo, como ya se ha visto a propósito de Witt-
genstein, de un punto de vista o de una perspectiva general que haga po-
sible pensar lo particular. Y el juicio es la facultad de pensar lo particular.
Desde esa perspectiva, se pueden formar juicios (particulares), pero no se
establecen determinaciones generales y definitivas.
Instrumentos de este tipo son también los “conceptos flexibles”, es
decir, aquellos cuyo dominio semántico se ve difuminado. Y si carecen
de él es debido a que, en realidad, tampoco se presentan como esque-
mas o reglas de precisa aplicación. Un ejemplo de lo anterior podría ser
el ya mencionado concepto wittgensteiniano de “juego”. Según insiste su
autor, dicho término no hace referencia a lo que de común habría en las
numerosas actividades comprendidas por él. Su significado designaría,
por el contrario, ciertas semejanzas que uno puede percibir en un con-

122
texto de diversidad. Eso es lo que ofrecen los parecidos familiares, que
tampoco remiten a una operación establecida con claridad y distinción
plenas. En la práctica social consistente en afirmar que un recién nacido
es “la viva imagen del abuelo” no se pretende nunca decir que el niño es
una representación o incluso una copia de aquel. Lo que se intenta indi-
car es que comparten algo que unos perciben y otros no, pero que no
impide una identificación diferencial de ambos elementos de la compa-
ración. Lo que hay en común entre ambos suele ser un “no sé qué”, un
“aire”. Rasgos todos ellos imprecisos, pero que son realizables en el con-
texto de esta actividad que consiste básicamente en intentar verlo de esa
manera y, en el caso logrado, verlo así. Muchos conceptos en ciencias
sociales remiten a parecidos no siempre realizables en dominios semán-
ticos claramente distinguibles. Piénsese, por ejemplo, en el empleo del
término “revolución” para caracterizar a acontecimientos bastante dife-
rentes entre sí, que han tenido lugar en circunstancias harto diversas y
que, sin embargo, se encuentran enlazados por ciertos parecidos de fami-
lia. Cuando Wittgenstein se sirve del concepto “juego” lo hace, además,
con un propósito añadido: subrayar que aquellas actividades a las que
hace referencia son más bien prácticas que complejos teóricos y que se
encuentran en continua deriva, es decir, que se van recreando sobre la
marcha. En pocas palabras: que no remiten a esquemas cerrados o a re-
glas de unívoca aplicación.
Por su parte, los “conceptos ocasionales” también presentan la for-
ma de lo que podríamos llamar una regla divergente: en lugar de condu-
cirnos hacia un único esquema, bien definido, estimulan a la imagina-
ción a ir un poco más allá de lo meramente determinado. Ortega dice
sobre ellos que “mientras que en los otros conceptos la generalidad con-
siste en que, al aplicarlos a un caso singular, debemos pensar siempre lo
mismo que al aplicarlo a otro caso singular, en el concepto ocasional, la
generalidad actúa invitándonos precisamente a no pensar nunca lo mis-
mo cuando lo aplicamos” (2006, pág. 67). Esto es, como acabamos de
ver, lo que sucede con los conceptos históricos. Aunque lo mismo está en
juego en el decir –revolución, por ejemplo–, eso no es en principio nada,

123
pues el mero análisis de los caracteres esenciales atesorados por la defi-
nición nos aportarían bien poco sobre lo que queremos aprehender en la
realidad; lo que pretendemos caracterizar son justamente los rasgos dife-
renciales de lo, en principio, mismo. De ahí que enseguida hayamos de
poner apellido histórico a nuestro concepto inicial: “revolución
francesa”, “revolución rusa”, “revolución sandinista”, etc. Este segundo
paso implica la necesidad de un juego que transita desde la determina-
ción hacia lo singular y de esto a aquella. Un juego en el que, además,
como ya insistiera constantemente Hegel, el procedimiento probatorio –
la construcción, por ejemplo, de paralelogramos auxiliares para la de-
mostración del teorema de Pitágoras– no debería ser tomado como algo
secundario y accidental que es apartado de la escena en cuanto se llega
a la determinación. Esta manera de funcionar sería la propia, en sus pa-
labras, de un entendimiento abstractivo. Por el contrario, desde una pers-
pectiva más amplia –racional-dialéctico-especulativa, también en sus pa-
labras– los procedimientos probatorios tienen un alto significado, puesto
que representan sintomáticamente la necesidad de tramas ontológicas
que el entendimiento separador no puede apreciar. Lo presupuesto en
toda posición es algo que juega un importante protagonismo en el rumbo
que tome el desarrollo, la deducción, la argumentación, en el que ella
aparezca. En realidad, para Hegel, todos los conceptos serían ocasionales
puesto que se hunden enseguida en la dialéctica, con lo que la razón se
ve impelida a una constante modificación de la perspectiva, precisamen-
te para ser capaz de lograr la realización (la posición) de lo que en ellos
apunta (presuponen) pero no es propiamente determinado.
En situaciones como la que nos ocupa hay, por tanto, cierta necesi-
dad de mantener suspendido el momento de la determinación, puesto
que él zanja las cuestiones imponiendo el modelo a la diversidad. El
pensamiento debe ir acompañado inevitablemente de modelización, ya
que forma parte de su actividad ordenar de acuerdo con patrones. Lo
problemático del asunto proviene más bien de las operaciones que se
añaden a esta. Una vez establecido un modelo parece como si fuera ne-
cesario dejar atrás el proceso mediante el que ha sido logrado. Y al mar-

124
ginar esta conexión termina por caer en el olvido la importante diferen-
cia que lo separa de la realidad.
Los modelos son construcciones que priman un determinado punto
de vista, aquel que les convierte en figuras de esto o de aquello, de una
idea o de otra. Es así como resulta al final que constituyen la mejor en-
carnación de la esencia de las cosas o de los hechos de un determinado
campo o tipo. Sin embargo, las relaciones de diferencia, que son mu-
chas, entre el modelo mismo y sus diversas ejemplificaciones –que si son
diferentes es porque no puede haber entre ellas y aquel una relación de
identidad– quedan obviadas. La potencia del modelo reside en su capa-
cidad para ser empleado con determinados fines, es decir, para desplegar
una idea, en ocasiones poco precisa, y abrirle vías al pensamiento. De
ahí que se encuentren relacionados con ciertas aptitudes para “ver
como”, de las que nos ocuparemos enseguida, jugando así, en el ámbito
científico, un papel similar al que corresponde a las metáforas en otros
usos del lenguaje. Y lo que despliegan es un acto ficticio que refresca el
entendimiento, que hace posible alejarse de alguna imagen persistente
debida a una interpretación que ha resultado inadecuada. Pero precisa-
mente por lo que decimos, es conveniente no confundir los efectos de
apertura a que dan lugar con una determinación definitiva. Además, he-
mos insistido en que los modelos tienden, necesariamente, a reducir la
complejidad, ya que únicamente pueden funcionar si no prestan aten-
ción a la enorme variedad de las cosas similares.
En último término, y como consecuencia de lo anterior, es importan-
te que los conceptos no aten del todo, para que la realidad no caiga
completamente del lado de lo universal (aunque ha de hacerlo en alguna
medida), y se preserve cierto espacio para las variedades en tanto que ta-
les. Se trata de tener en cuenta las circunstancias de cada caso, puesto
que se parte de la idea de que estas son un componente básico e irre-
nunciable de aquello en lo que consiste “ser un caso” o “ser el caso”. Un
pensamiento que se imponga a sí mismo la disciplina que consiste en
mantenerse nominalista e irónico respecto de las propias producciones,
es capaz de trabajar con ejemplos. Lo que hace es arrimarse, como de-

125
cimos, a las circunstancias diversas, intentando reconstruir el curso que
la razón sigue para reordenar y someter a reglamentación el entramado
de conexiones que llamamos mundo. Podríamos decir que observa los
ejemplares reales y se esfuerza en no presuponer que sean casos de este
o aquel concepto o regla. Al revés: toma por absolutamente únicas tales
ocurrencias y se entretiene en describir su constitución particular. Cuan-
do, inevitablemente, llegue el momento en que perciba parecidos no se
quedará con los conceptos que los expresen sino con las maneras dife-
rentes en que tales ocurrencias podrían ser vistas como realizaciones de
tales nociones. Al final habrá sido confeccionada una pequeña arqueolo-
gía de los diferentes intentos de modelización, los cuales, al ser vistos
unos al contraluz de otros, proyectarán la imagen de una determinación
variable. Nos vemos forzados a usar un único término, “juego”, para ac-
tividades bastante diferentes que muestran parecidos; ¿pero no serían es-
tos los rasgos de algo en común?; sí, podría responderse, siempre que no
se entienda que se trata de la esencia o de la verdadera realidad, sino
más bien de la necesidad que nosotros tenemos de asociarlos con ciertos
propósitos. Esta suerte de pensar en ejemplos resultaría, por tanto, espe-
cialmente conveniente, cuando es necesario tematizar el procedimiento
mismo de la formación de conceptos. Sin embargo, los ejemplos a los
que nos referimos no tienen la forma de miembros intercambiables de
una clase. Su característica definitoria es la “ejemplaridad”. Un ejemplar
es un particular que –como sucede con la acción humana– permite pen-
sar cómo deberían ser las acciones o las cosas. En esa ejemplaridad se
revela una universalidad posible, pero sin que eso signifique una deter-
minación constitutiva.
Con todo, para Wittgenstein, el uso de analogías en filosofía tiene
sentido por sí mismo. A diferencia de lo que sucede en las ciencias, el
trabajo filosófico no elabora símiles y analogías con el objetivo de trans-
formarlos más tarde –algún día– en hipótesis empíricamente comproba-
bles. La filosofía no es empírica, sino conceptual. Y el trabajo analógico
cobra sentido con vistas a la aclaración de los conceptos. En la medida
en que clarifica una situación conceptualmente confusa o que propor-

126
ciona unidad a una multitud de fenómenos que antes no se podían rela-
cionar entre sí, la analogía ya ha logrado su objetivo. Las operaciones o
juegos del lenguaje inventados que describe el filósofo no son, pues,
idealizaciones que constituyeran, por tanto, la estructura profunda o la
esencia de la realidad misma, eso que se encontraría detrás de las apa-
riencias. Lo que el filósofo pretende es disponer de un modelo que no
sea otra cosa que un dispositivo que haga posible las comparaciones y,
con ello –tal es su finalidad–, resalte tanto las semejanzas como las dife-
rencias. De ahí que, cuando tienen lugar movimientos del pensar como
estos, lo que se hace es generalizar un caso particular enteramente claro,
intentando pensar rigurosamente el ejemplo. En principio, no se pretende
que tal caso sea el prototipo de un principio universal subyacente. De
hecho, los conceptos que valen para él tendrían que ser exclusivos, algo
que no deja de ser paradójico. Otra cosa es que, después, se imponga la
seductora analogía con la ciencia, y semejantes generalizaciones de un
caso, construido para el aprecio de relaciones, sean interpretadas como
si mediante dicho procedimiento se estuviera describiendo la esencia
misma, es decir, “el principio de unidad escondido que hace que todas
esas cosas tan diferentes sean casos particulares de una misma
cosa” (Bouveresse 2006, pág. 273). En realidad, las conexiones de las
que hablamos pueden incluso llegar a ser totalmente aventuradas, pero
tienen la virtud de sacar al entendimiento de su estado de perplejidad o
de atasco, y en eso consiste su poder refrescante.
Conceptos como estos de los que venimos hablando se encuentran
presentes en casi todas las modalidades discursivas, y principalmente en
los lugares en los que aún no han podido establecerse con rigidez las de-
terminaciones. Pero, además, lo referente a su formación y a la reflexión
sobre los diversos usos e implicaciones que de ellos se derivan, constitu-
ye la actividad específicamente filosófica. La filosofía podría se definida,
de esta manera, como cierta experiencia de la variación conceptual que
da lugar a la formación de los conceptos menos determinativos de todos,

127
los trascendentales o metafísicos, que sugieren la existencia de conexio-
nes aún más excesivas que algunas a la que se acaba de hacer mención .
35

Como hemos dicho, la teoría no sirve cuando se presentan proble-


mas de orientación. Lo que ella hace es explicar los hechos. Pero expli-
car no es otra cosa que reducir algo a algo o, también, poner una ocu-
rrencia particular (singular) bajo el manto protector de un modelo de co-
bertura legal. Esto que, en la mayoría de los casos normales, produce un
enorme rendimiento, sin embargo puede resultar nefasto cuando se trata
de que se hagan patentes ciertos rasgos de la cosa. Lo que no encaja está
reclamando precisamente una mirada más atenta, que transite de un lado
a otro y se sustraiga en parte a la determinación. Wittgenstein ejemplifica
muy bien este estado de cosas en una de sus notas: “Los seres humanos
que continuamente preguntan ‘¿por qué?’ son como los turistas que, con
el Baedecker en la mano, leen la historia del edificio que tienen enfrente
y ello mismo les impide verlo”36 .
Sucede esto siempre que lo singular queda oculto tras lo universal.
Aprendemos a componer ciertos rasgos arquitectónicos mediante el estu-
dio de modelos, como por ejemplo el de una iglesia románica o gótica.
Una vez que contamos con el arquetipo podemos aplicarlo a los casos
particulares –esta o aquella iglesia– para determinar si se acomoda a un
estilo o a otro. Pero enseguida se puede hacer la siguiente experiencia:
numerosos ejemplares no se acomodan, ni bien ni del todo, a ninguna de
las figuras a disposición. Presentan rasgos de uno de los modelos mez-
clados con algunos otros del modelo diferente y además en proporciones
y disposiciones variables y diversas. ¿Qué decimos entonces?, ¿que se
trata de un gótico de transición, por ejemplo? Experimentamos en tales
casos una cierta insatisfacción en lo referente al alcance de nuestros
conceptos, puesto que cabría incluso la posibilidad de que llegáramos a
tener la osadía de exigir para un imponente edificio la elaboración de un
modelo de validez exclusiva en el que intervinieran tal vez elementos
muy diferentes que hubieran sido extraídos de otros modelos.

35 Wittgenstein habla de que “No hay cosa más importante que construir conceptos-ficción que nos enseñen a enten-

der nuestros conceptos” (2008 I, § 23).


36
Citado por Bouveresse 2006, pág. 244.

128
La modelización, como hemos visto, tiene un límite. Porque, ade-
más, el modelo ha sido producido como consecuencia de ciertas necesi-
dades prácticas: contar con una guía para poder clasificar los ejemplares
con los que uno se topa. Por eso, el conocedor de muchos casos termina
por no prestarle demasiada atención, con lo que reconoce implícitamen-
te su valor secundario: por ejemplo, que el modelo mismo ha sido crea-
do por medio de la descripción de un caso particular de iglesia que fue
considerada precisamente eso, modélica. El modelo es una vista particu-
lar que ha sido extraída del contexto de particularidades y puesta entre
corchetes. El conocedor, como decimos, al haberse ejercitado, al haber
logrado experiencia, oficio, se encuentra capacitado para proceder (casi)
sin concepto, mientras que quien cuenta con poca experiencia suele ser
muy dependiente de la guía para la clasificación. Si entendemos que los
conceptos han de estar al servicio de algo más importante, como es el
aprecio experiencial de los diversos aspectos de la cuestión, entonces no
se convertirán en reglas fijas e inflexibles, y funcionarán mejor, en mu-
chas ocasiones, si son empleados como elementos abiertos a un empleo
concreto, es decir, como pautas heurísticas y no como expresiones de
esencias inmutables.

129
15. Un concepto concreto

La sugerencia de operar con conceptos flexibles abre para la filosofía


un espacio reflexivo en el que explorar los límites de la razón. Una idea
oficia como bajo continuo: que los conceptos son determinaciones gene-
rales y, por ello, rígidas, incapaces de amoldarse a todos los aspectos de
una realidad que muestra continuamente, si bien de manera imprecisa,
su carácter proteico. Además, el lenguaje descansa sobre una estructura
predicativa de índole conceptual. Y aunque a esta se le puedan añadir
ciertos movimientos, gestos, efectos, de los que ya hemos hablado, al fi-
nal lo que resulta es un discurso, es decir, una serie de proposiciones ló-
gicamente entrelazadas en las que la potencia atributiva, de identifica-
ción y determinación, le corresponde a los términos conceptuales. Así
que, si bien gracias al lenguaje estaríamos dotados de la capacidad de
compendiar la experiencia dispersa en un mundo para después operar en
él, también nos veríamos enclaustrados dentro de sus muros.
El concepto, la piedra angular del pensamiento, resulta ser, por tan-
to, una abstracción. La pregunta inevitable entonces es si puede formu-
larse otro concepto de “concepto”. El esfuerzo filosófico se ha encami-
nado siempre justamente al logro de una perspectiva que lo haga posible.
De ahí que, según hemos analizado, las categorías filosóficas aparezcan
como una suerte de ensayo de transposición determinativa con la vista
puesta en el logro des conceptos que, manteniendo las virtudes de la
universalidad, se acomoden a los requerimientos de la individualidad.
Universalidad más individualidad daría lugar, así, a algo similar a lo que
Hegel denominara “concreto”.
Es digna de tener en cuenta, por otra parte, la sugerencia de conside-
rar al concepto no como una generalidad, que tuviera por función reunir
y clasificar, sino más bien como un expediente para distinguir y definir,
mediante la asignación de un orden o de una estructura. Asignar una es-
tructura: dotar de ciertas propiedades o encuadrar en un sistema de rela-
ciones que unen entre sí los elementos constituyentes de un determinado

130
objeto. Por tanto, la primera función del concepto consistiría en recono-
cer la naturaleza individual de un objeto: en qué consiste ser esto. Se
aprehende una determinada realidad cuando se capta su concepto. Pue-
de hablarse entonces de que el concepto particulariza o concreta, pues
reúne ciertas características dando lugar a este objeto que se define así,
que tiene tal forma.
De esta manera, tendríamos un significado de “concepto” en el que
se apunta principalmente al acto de concebir, mediante el establecimien-
to de una noción bien articulada. Lo que se dice, así, es que “se ha cap-
tado el concepto”. Sin embargo, esto no deja, en cierto modo, de ser una
forma de abstraer, ya que cada particularidad implica una diferencia que
simplemente no puede ser recogida entre las notas características que
constituyen el concepto. Además, tampoco se evita que el modelo del
que hablamos pueda servir más tarde como punto de referencia para la
identificación y caracterización de otros objetos, que serán integrados en
una clase, la que se ajusta a la definición. En ese momento domina lo
general (la estructura); y esta, como nos ha enseñado Wittgenstein, viene
rodeada de sus propias dificultades: por ejemplo, se corre el riesgo de
pensar que el objeto particular no es otra cosa que una copia del objeto
puro o esencial, que puede ser lógicamente construido.
Habría que añadir, asimismo, que la individuación nunca es plena-
mente exitosa, si se tiene en cuenta que, en la búsqueda de la precisión
conceptual, de la definición adecuada, se despliegan expedientes meta-
fóricos imprescindibles para la construcción de mundos. Las metáforas
conllevan una transferencia cuya forma ontológica sería un sí es no es. Y,
además, se vuelven necesarias precisamente porque el lenguaje se mue-
ve en un espacio de generalización y, al mismo tiempo, se ve sometido a
la exigencia de “concebir” lo individual.
La diferencia y, al mismo tiempo, la proximidad entre el concepto
abstracto, realmente existente, y ese otro pretendido, que llegue a estruc-
turar individualmente lo individual, llevó a Hegel a pensar la deducción
de lo concreto como un proceso de hundimiento de las determinaciones
parciales y unilaterales. Hegel concibe el concepto como una totalidad

131
autorrelacionada y a la vez diferenciada, es decir, como una universali-
dad individualmente encarnada, como un concreto37 . Esto se expresa en
la distinción que establece entre lo que comúnmente llamamos “concep-
to”, que él denomina “determinaciones” y “categorías”, y lo que es el
concepto integral.
Pero esta totalidad no proviene del simple agrupamiento de partes,
sino que debería ser pensada como el elemento en el que tiene ya lugar
el desenvolvimiento categorial, lo lógico. No se trata de una superestruc-
tura que predetermine las apariciones de lo particular. Y, no obstante,
constituye al mismo tiempo una totalidad deducida, resultado de la refle-
xión, de manera que coincide con la cosa misma: representa su manifes-
tación acabada, convergencia de pensamiento y realidad. Hegel estable-
ció, como una máxima programática, que la verdad no fuera pensada
únicamente como sustancia, sino también como sujeto. La idea de una
sustancia subjetiva representa justamente la exigencia de dar cuenta de la
variación y el movimiento, de la actividad (y la negatividad) que caracte-
rizan a todas las realidades y, por ello, también a lo lógico mismo, a una
razón suficientemente razonable (y dialéctica). El concepto no constitu-
ye, entonces, un mero esquema que se abstrae de (o impone a) la reali-
dad, sino el contenido que se convierte en sujeto (la cosa misma) y se
torna consciente. Así deja de representar una simple potencia y se efec-
túa como entelequia.
Ese elemento lógico en el que se despliega todo pensar es concebi-
do como aquello que se manifiesta en el movimiento de las determina-
ciones; es decir, el concepto en el sentido que Hegel llama “especulati-
vo”. Este representa algo así como el fondo al que vendrían a dar las de-
terminaciones enfrentadas cuando se resuelve su contraposición en el
curso de la dialéctica.
El concepto entendido como determinación separada, es, para He-
gel, algo mera y negativamente formal, cuya verdadera forma le es exter-
na, algo que tiene que ser realizado, de manera que llegue a integrarse
con lo que le falta (su otro), transformándose así en una idea (en sentido

37 Para lo que sigue, cf. Cuartango, 1999.

132
hegeliano): concepto más realidad. La producción de dicho resultado re-
quiere que las determinaciones unilaterales se muestren como momen-
tos, es decir, queden eliminadas como tales determinaciones separadas.
Una determinación no es, pues, capaz de captar todo lo implicado. Para
concebirlo habría que ir más allá de la mera diferencia u oposición,
desarrollando, hasta convertirla en contenido expresable, aquella forma
que, de entrada, era meramente ideal. Debe, por tanto, integrar las tres
determinaciones clásicas de la universalidad, particularidad y singulari-
dad.
Bajo una consideración especulativa, el territorio del concepto es
aquel en el que entendimiento y razón se han reunido como resultado de
la dialéctica de las determinaciones. Las que ahora lo integran no tienen
carácter inmediato, fijo y mutuamente externo. Son, más bien, estructuras
reflexivas, movimientos de posición, contraposición y eliminación (posi-
ción, negación, negación de la negación); círculos de actividad pensante.
La forma especulativa de esta actividad produce un resultado con-
ceptual más allá de (y a través o mediante) la dialéctica, superando la
perspectiva unilateral y abstracta del entendimiento. Se trata, como he-
mos dicho, de una reflexión, de algo más que mera determinación abs-
tracta. Según Hegel, el concepto reflexiona desde la universalidad hasta
la singularidad, en la cual encuentra su fundamento. Pero el aspecto dife-
rencial de la reflexión del concepto, en relación con la simple manera de
determinar –“esto es esto porque no es lo otro”– viene dada gracias a que
las determinaciones son aquí totalidades, no algo meramente dependien-
te (esto de lo otro). La unidad que constituye el concepto no es, pues, la
simple reunión compacta en un sustrato de inherencia, sino que hay di-
vergencia y partición de esas totalidades subsistentes. Esa división es
considerada por Hegel, que se sirve para ello de una idea muy en boga
en su medio cultural, como “partición originaria” (Ur-teil, juicio).
El juicio representa así el lugar en el que el concepto se hace valer
como tal. El juicio o, en general, la proposición –puesto que, en la Cien-
cia de la Lógica, aquella no se distingue de su correlato mental, aunque sí
hay una cierta diferencia entre la mera frase gramatical y la enunciación

133
veritativa–, constituye la estructura mínima necesaria para la predicación
y su sentido. Es cierto que para la lógica pre-fregeana los juicios son es-
tructuras que se componen de conceptos, y que en la tradición escolásti-
ca los juicios eran operaciones segundas, que seguían a las aprehensio-
nes de los conceptos. Sin embargo, Hegel no entiende el juicio como
una composición de conceptos, sino como la partición que se produce
en el concepto, a consecuencia del carácter subsistente de sus determi-
naciones.
Por otra parte, el juicio es una estructura de transición que, como tal,
debe ser eliminada, ya que representa la expresión de la partición del
concepto, el cual debería ser considerado como una unidad. Justamente
a causa de esto último, el juicio tiende a convertirse en la expresión
(conceptual) del conflicto que caracteriza a las determinaciones. Dicho
en sentido especulativo: se trata del ámbito en el que tiene lugar la dia-
léctica de la razón, precisamente en su intento de aprehender el princi-
pio de la filosofía, y transformarlo en saber. Los conceptos forman parte,
ya desde siempre, de unidades mayores en las que debería expresarse eso
que en ellos mismos tiende implícitamente a la totalidad: lo lógico o lo
especulativo.
El juicio se presenta, entonces, tanto como el lugar en el que se rea-
liza la separación, que hemos visto correspondía a la reflexión común o
del entendimiento, cuanto como el ámbito de la verdad, donde lo espe-
culativo se manifiesta. Este último significa, por lo demás, la restitución
de la unidad, que se encontraba al comienzo de la lógica, pero allí úni-
camente como inmediatez indeterminada. Ahora ya ha tenido lugar la
completa reflexión de lo lógico, mediante la eliminación (que conserva:
Aufhebung) de cada una de las determinaciones o puntos de vista parti-
culares. Hay aquí, por tanto, mucho más que mera conexión o composi-
ción de conceptos. El despliegue del concepto (en sentido hegeliano)
dará lugar a la reflexión y transformación. La inquietud que tiene lugar en
el juicio es la propia de aquel, entendido como la sustancia-sujeto de-
terminándose o interpretándose. No estamos, pues, ante una lógica de
conceptos comunes (o determinaciones del entendimiento), sino del

134
concepto (que incluiría a la lógica proposicional). Robert Brandom ha
señalado que esta manera hegeliana de considerar el asunto representa
una de la primeras formulaciones del inferencialismo expresivista, que
concibe lo pensable, lo decible, la forma que algo tiene que tener para
ser expresado, en términos de su función de inferencia. La distancia entre
Hegel y la lógica proposicional contemporánea estribaría en que para
este la unidad mínima de contenido conceptual es todo el sistema holista
de cosas relacionadas inferencialmente (2002, pág. 43) y no la proposi-
ción (o el juicio).
La partición del juicio arrastra su propio conflicto, que dará lugar a
una dialéctica reintegradora. Si ya resulta problemática en relación con
cualquier contenido –puesto que separa lo que dice unir–, lo es espe-
cialmente cuando se trata de enunciar totalidades. Hegel pone tres ejem-
plos: “Dios”, “espíritu” y “naturaleza”. Una proposición con carga espe-
culativa, como “Dios es el ser”, presenta problemas de inteligibilidad. En
primer lugar, la división entre dos conceptos provoca la impresión de que
hay dos contenidos separados que entran en relación mediante el esta-
blecimiento del juicio. Pero, además, la determinación del sujeto resulta
ser únicamente un nombre cuyo concepto se encuentra en el predicado.
De ese modo, no es él mismo un concepto, sino que la carga significativa
se encuentra del lado del ser. Además, aun cuando se tratase de una de-
terminación conceptual, la forma del juicio sería inadecuada para la ex-
presión de tamaño contenido. Según esta, lo que tendría lugar es la sub-
sunción de un particular en un universal, que vendría representado por el
predicado. Así pues, en su determinación inmediata y unilateral, resulta
contradictorio.
El juicio está inquieto, como ya viera Aristóteles. El predicado debe
contener al sujeto, puesto que comprende más que él. Es el género con
respecto a la especie. Pero, al mismo tiempo, el predicado tiene que con-
tenerse en el sujeto como un accidente. Hay, pues, dos lados que se co-
rresponden con dos modos de considerar el principio: o como lo univer-
sal o como lo singular. La consecuencia inmediata es que el pensamiento
debe escorarse, en primer lugar, hacia el lado del predicado. Sin embar-

135
go, en este se pierde la determinación mencionada en el sujeto, lo que
obliga a retornar de nuevo a este; entonces se profiere lo contrario del
primer juicio: “el ser es Dios”. “Dios” se convierte, de ese modo, en el
concepto, con lo que la carga del juicio se asienta ahora en él. No obs-
tante, este tránsito de un juicio a otro lo único que proporciona es la yux-
taposición de juicios unilaterales. Además, el sentido originario –la
reunión de los conceptos para formar un contenido distinto del que ex-
presan cada uno por separado– se ve marginado como consecuencia de
este transitar. Dicho sentido es el concepto entendido como totalidad. Sin
embargo, por ahora comparece únicamente en la partición; ello da lugar
a juicios parciales e insatisfactorios, que deben ser abandonados. Así
pues, la mera consideración formal no representa más que una unilatera-
lidad. Por el contrario, Hegel insiste en que el juicio es la reflexión de sus
términos, de la que debe resultar una estructura concreta, individual38 .
En la concepción especulativa, el juicio no puede ser lo que se ex-
presa en la forma proposicional, puesto que implica reflexión, movimien-
to. De ahí que únicamente el silogismo, considerado por Hegel como
una forma reflexionada o realizada, más conveniente para la exposición
filosófica, sea capaz de desplegar su verdad. La segunda de sus tesis de
habilitación reza: “Syllogismus est principium Idealismi”.
En su forma lógica común, lo único que proporciona el juicio es la
subsunción de lo particular en lo universal. Por el contrario, la identidad
de los extremos, que busca Hegel, debe lograr no un universal entitativo
sino uno dinámico. Este “universal de ejecución” puede ser entendido
como la actividad pura del pensar, que va más allá de lo establecido
como objeto. Expresa la idea de que cualquier determinación “fija” resul-
ta unilateral; su verdad reside, antes bien, en el movimiento hacia la tota-
lidad. Para que ese universal pueda ser actividad, y no una mera abstrac-
ción, se tiene que producir aquello que Hegel propone: el concepto que
es fundamento en el juicio tiene que convertirse en el movimiento del
juicio mismo, en su reflexión. Por eso, el modelo que vale aquí es el del
juicio reflexionante. Se trata, en realidad, de un movimiento que recoge

38 Hegel 1986b, § 167: “todas las cosas son un juicio”.

136
todas las determinaciones lógico-formales, incluyendo el conflicto dia-
léctico y la superación especulativa.
El elemento mediador en el juicio (partición) es la cópula. En ella
reside tanto la posibilidad de que los extremos se relacionen únicamente
como tales o la contraria: que se realice la identidad entre ellos. Expresa,
en primer lugar, el “=” de la identidad, que ya por encontrarse colocado
entre dos términos distingue. Pero, además, no hay que olvidar que el
juicio une lo que separa. Así que el “es” vale como la pre(su)posición de
la identidad a la que habrá de dar origen la reflexión que tiene lugar en
el juicio. Con todo, en principio la cópula no es más que una mera rela-
ción formal entre los extremos, caracterizada como el vacío o la separa-
ción. Ahora bien, ese vacío representa asimismo el fundamento ausente
en el (y del) juicio, que es el concepto. El vacío de la cópula tiene que
ser llenado. Y en esta exigencia reside la posibilidad de un tránsito desde
la lógica tradicional de conceptos hacia la lógica proposicional de corte
fregeano. La primera estaba caracterizada por la posición de cesura que
ocupa la cópula, mientras que la segunda resultaría del llenado, es decir,
de la realización del término medio. Al producirse esto, la cópula cambia
de forma y de lugar, pasando a formar parte del predicado.
La identidad pre(su)puesta en el juicio debe ser puesta. La relación
que se establece entre la pre(su)posición y la posición es justamente el
movimiento reflexivo y negativo, que va más allá de la forma fragmenta-
ria del juicio, dando lugar al silogismo, que será entendido justamente
como el movimiento de (plenificación) de la cópula. Pero todo ello cons-
tituye el concepto, en el sentido especulativo de totalidad.
En resumen: la proposición resulta inadecuada para expresar los
contenidos especulativos o racionales: Dios, la libertad, el derecho y el
deber, lo infinito, lo incondicionado, lo suprasensible, etc. Cuando se in-
tenta comprenderlos, la identidad se fragmenta y los extremos que resul-
tan terminan por oponerse y contradecirse. Pero en la proposición se ha-
lla apuntada asimismo la unidad de los extremos, como el fondo en el
que se hundirá la contradicción mencionada. De ese modo, el funda-
mento no es sino el movimiento reflexivo eliminado, es decir, la posición

137
(resultante) de la unidad en cuyo seno la diferencia y la negatividad for-
man parte de la determinación. Así, por ejemplo, lo absoluto o el infinito
tienen que ser concebidos como totalidades diferenciadas, que contienen
momentos, por lo que únicamente pueden presentarse como saber si re-
sultan de un curso reflexivo de los extremos de la proposición, o de un
movimiento (de llenado) de la cópula. No obstante, este proceso requiere
una exposición que le sea adecuada. Dicha forma es, como sabemos, el
silogismo, en tanto que reflexión o movimiento del juicio. El silogismo se
presenta, así, como la verdad del concepto, como el despliegue, podría-
mos decir, de su flexibilidad, y como su concreción.

138
16. Habilitaciones conceptuales

En este punto resultará oportuno ocuparse de algunas de las suge-


rencias del programa inferencialista desarrollado por Robert Brandom,
que ha sido mencionado en el capítulo anterior.
El propósito que lo preside puede resumirse en lo siguiente: antepo-
ner la inferencia a la referencia. Esto toma cuerpo en una nueva manera
de concebir la naturaleza de lo conceptual, fijando la atención en ciertos
aspectos significativos que convergen en la cuestión de en qué consiste
ser una conciencia que sabe (sapiencie). Para ello, habrá de centrarse,
por una parte, en el contenido conceptual, que será antepuesto a cual-
quier dato bruto de la experiencia y, por otra, en las prácticas discursivas,
i.e. en el uso de los conceptos. Yendo más allá de la reducida perspectiva
empirista, el programa apunta al esclarecimiento de qué significa saber (o
creer, o decir) que algo es el caso mediante el estudio de las maneras en
que uno es capaz de hacer determinadas cosas, porque manejar concep-
tos competentemente significa ser apto para comportarse de cierto modo
(Brandom 2002, pág. 5).
La perspectiva pragmatista de la que parte Brandom torna compren-
sible de entrada por qué el conocimiento no es entendido por él como
un reflejo pasivo de la realidad, sino como un dominio de términos lin-
güísticos. Esto es lo que faculta al hablante como sujeto humano. Dicha
capacidad debe ser estudiada valiéndose del procedimiento que consiste
en esclarecer los contenidos de las proposiciones o principios concep-
tualmente explícitos a partir de lo que está implícito en las prácticas de
utilización de expresiones y de la adquisición y despliegue de las creen-
cias. Por lo demás, aquí es donde la filosofía encontraría su sentido: en la
indagación que tiene como objetivo hacer explícito lo que está implícito,
transformando aquello que, de entrada, únicamente se hace en algo que
puede ser dicho. Y en esto hay una determinación del sujeto humano que
es relevante: alguien puede ser tenido por uno de nosotros si las prácticas
que realiza son típicamente discursivas, y ello no es más que una conse-

139
cuencia de la articulación inferencial del lenguaje. La capacidad de em-
plear conceptos no se limita a tener ciertas imágenes, requiere sobre todo
la destreza necesaria para manejarse funcionalmente en el razonamiento.
Así pues, la concepción desarrollada por Brandom es una suerte de ex-
presivismo que se despliega sobre el suelo de un racionalismo pragmatis-
ta. En este, las acciones principales son aquellas que pueden ser caracte-
rizadas como las prácticas de pedir y dar razones39. Ellas integran un jue-
go que constituye el núcleo de las actividades humanas que dan lugar a
una conducta lingüística específica.
Tales prácticas introducen al sujeto en un mundo de relaciones ca-
racterísticamente discursivas. Precisamente porque hablan y actúan, los
seres humanos adquieren compromisos que se encuentran articulados de
forma inferencial; es decir: se ver forzados a hacerse responsables de lo
que dicen y de lo que hacen. Así, cuando alguien realiza una afirmación,
se compromete con la verdad. De ahí que lo conceptual se estructure
proposicionalmente. Si el juicio es considerado la unidad mínima de la
experiencia, ello se debe precisamente a que se trata del primer elemento
del que cabe responsabilizarse. Por el contrario, el mero nombrar no
constituye aun una acción por la que quepa pedir cuentas.
Para Brandom, el inferencialismo y el expresivismo encajan de ma-
nera evidente, dado que el paradigma de la expresión es decir algo y que
aquello capaz de desempeñar el papel de premisa o conclusión de una
inferencia es lo que se dice, la afirmación que se hace. En cambio, el re-
presentacionismo responde a un paradigma nominativo. Además, de un
modo similar a lo que sucede en el caso de otros filósofos pragmatistas,
la semántica inferencialista tiene un carácter holista:

“En una concepción inferencialista del contenido conceptual, no se puede tener ningún
concepto a menos que se tengan muchos. Porque el contenido de cada concepto está articula-
do por sus relaciones inferenciales con otros conceptos. (…) El holismo conceptual no es un
compromiso que uno pueda verse motivado a mantener de forma independiente de las consi-
deraciones que conducen a una concepción inferencial de lo conceptual. Más bien es una
consecuencia directa de tal concepción”.40

39 “Y es un expresivismo racionalista en la medida en que concibe que expresar algo, hacerlo explícito, es poner lo en
una forma tal que, al mismo tiempo, sirve como, y requiere, razones: una forma en que puede funcionar como premisa
o como conclusión en las inferencias”. (Ibíd., pág. 13.)
40 Ibíd., pág. 19.

140
Brandom concibe el fenómeno completo de la experiencia, que
comprende el lenguaje, la lógica, el significado, la mente, el conoci-
miento, etc., como el ejercicio efectivo de capacidades específicamente
conceptuales, y no, al modo del empirismo, como si se tratara de alguna
especie de propiedad preconceptual que el hombre compartiría con los
mamíferos que no se sirven de conceptos. La conciencia, en el sentido
que él la maneja (como sapience), consiste en la aplicación de los con-
ceptos, con lo que tiene una significación potencialmente normativa. Vis-
to desde esta perspectiva, para ser consciente, uno habría de tener ya
conceptos. Claro que, paradójicamente, esto da lugar a la cuestión inver-
sa: únicamente alguien que ya es consciente de las cosas puede servirse
de aquellos. Pese a todo, antes de enredarse en la escabrosa disputa so-
bre qué es primero, Brandom prefiere apelar a la estrategia de un prag-
matista como Sellars, quien abordaría el asunto por medio de la elabora-
ción de un relato en el que se cuente la historia de “cómo criaturas, úni-
camente capaces en principio de respuestas diferenciadas, pueden ini-
ciarse en la práctica social, implícitamente normativa, de dar y pedir ra-
zones, de tal modo que algunas de sus respuestas lleguen a tener la signi-
ficación social de respaldos, de realización o formulación de afirmacio-
nes inferencialmente articuladas” (Ibíd., pág. 32).
Estar inmersos en contextos regidos por normas conceptuales es lo
que convierte a los sujetos humanos en criaturas discursivas. El manejo
de conceptos da lugar, así, a la constitución de una “segunda naturaleza”
o, si se quiere expresar de otra manera, permite acceder al territorio de la
historia.
Rorty ha destacado que, por esta vía, Brandom lleva a cabo el trán-
sito desde una concepción kantiana del pensamiento y la acción a una
hegeliana. Ello se hace patente en la atención que prestará al concepto
de espíritu, que de alguna forma, y tras una conveniente traducción en
términos contemporáneos, se convierte en un elemento central de su

141
programa filosófico41 . El impulso se tomará, pues, a partir de la manera
que tiene Hegel de considerar el asunto del sujeto; para él, toda constitu-
ción trascendental es una institución social.
Según ya se indicó anteriormente, Brandom sostiene que fue Hegel
quien puso en circulación la idea de concebir lo explícito en términos de
su desempeño inferencial. De ahí que, pese a ciertas diferencias, el
pragmatismo de Brandom se desarrolle en la atmósfera hegeliana. En
ella, existe un vínculo fundamental entre la lógica y la autoconciencia,
puesto que el empeño se pone en hacer explícito el trasfondo en el que
se inscriben las prácticas de los sujetos. Y la conciencia que interviene en
dichas prácticas no es la simple captación de la experiencia sino la pro-
pia del saber (sapience), i.e. de la capacidad de manejar conceptos en el
espacio de razones. La recuperación de esa capacidad en la forma de un
contenido sobre el que, a su vez, se sabe es lo que origina un tipo espe-
cial de autoconciencia semántica o conceptual que no tiene nada que
ver con la vuelta reflexiva a sí que se produce en el vacío de la interiori-
dad del yo. Por el contrario, este mismo comparece prácticamente mane-
jando conceptos y sabiendo de ese manejo.
Así pues, la intencionalidad puede ser abordada desde esta perspec-
tiva pragmatista e inferencial. La clave radicará en indagar qué significa
el que un sujeto considere, comprenda y maneje determinados conteni-
dos. De esa manera, el sujeto será concebido, a su vez, como una ins-
tancia capaz de manejar, considerar, comprender (algo). Brandom opone
a la visión cartesiana de la intencionalidad el modo en que abordan el
asunto autores como Spinoza o Leibniz. Para estos, la forma en uno es
capaz de representar la realidad, apuntando más allá de sí mismo, debe
de ser comprendida no partiendo de los datos en el interior (representa-
ciones, ideas) sino de las relaciones inferenciales que establece. Los esta-
dos del sujeto, así como sus actos, adquieren contenido al estar insertos
en inferencias, como premisas y como conclusiones. Incluso los informes
no inferenciales, característicos de las propiedades observables, como los

41 “Uno de mis principales objetivos es presentar y explorar las consecuencias de una especie particular de principio de
demarcación del ámbito de la cultura, así entendida”. (…) me interesa sobre todo lo que hace posible la emergencia de
la peculiar constelación de los comportamientos conceptualmente articulados que Hegel llamó Geist”. (Ibíd., pág. 41)

142
colores, deben articularse inferencialmente. Si no fuera así, resultaría im-
posible distinguir entre los informantes humanos y aquellas máquinas au-
tomáticas, como los termostatos y las células sensibles a la luz, que tam-
bién tienen disposiciones para una respuesta fiable y diferenciada a de-
terminados estímulos (ibíd, pág. 60).
Al contrario de lo que sucede en el caso de los dispositivos automá-
ticos, la respuesta que proviene de alguien que maneja conceptos inclu-
ye contenidos conceptuales; o lo que significa lo mismo: es tal que tiene
la propiedad de desempeñar ciertas funciones en el juego inferencial en
el que se afirma algo, se piden y se dan razones. Jugar a este juego impli-
ca ser capaz de manejar los conceptos, y esto no consiste en alguna es-
pecie misteriosa de captación, sino en la posesión de un conocimiento
práctico de las inferencias en que aquellos están entretejidos: en estar en
condiciones de usarlos convenientemente, haciendo distinciones y reali-
zando determinadas tiradas. De ahí que, como se indicó, para dominar
cualquier concepto, haya que dominar muchos.
El contenido conceptual no es, pues, lo que se aprehende en una
representación –como un acto inmediato de conciencia–; se trata de una
función del razonamiento. Este no se reduce, por su parte, al procedi-
miento deductivo de un cálculo lógico, puesto que implica inferencias
materiales, y estas se caracterizan precisamente porque en ellas la con-
clusión hace explícito el contenido conceptual de las premisas, lo des-
pliega. A ello se debe el que, además del razonamiento teórico y práctico
que utiliza contenidos por el papel que desempeñan en las inferencias
materiales, pueda hablarse de una clase de racionalidad expresiva que
hace patentes los compromisos implícitos de las prácticas discursivas.
La noción de compromiso, así como la de responsabilidad asociada
a ella, permiten una definición precisa de los sujetos humanos. Estos son
las criaturas capaces de juicio y acción, de producir respuestas complejas
que no surgen de estímulos inmediatos, ni siquiera de una transparencia
especial (en la intuición), haciéndose responsables de ellas. Lo importan-
te son, pues, los compromisos a los que tienen que hacer frente. En rela-
ción con ellos, hay por lo demás algo que los hace a la vez frágiles en un

143
sentido, pero, en otro, fuertes y racionales: que las habilitaciones para
adquirirlos siempre están potencialmente en cuestión. Y son racionales
precisamente porque cuando se reclama la habilitación correspondiente
hay que aportar razones suficientes. La racionalidad del sujeto humano
radica en que el reconocimiento de sus compromisos discursivos –tanto
doxásticos (creencias) como prácticos– supone una diferencia en lo que
va a hacer.
La manera diferente en que son concebidas las relaciones entre el
sujeto y el mundo repercute asimismo en la noción de verdad que mane-
ja el inferencialismo:

“Si se considera que una afirmación o una creencia es verdadera, no se le está atribu-
yendo una propiedad particularmente interesante o misteriosa; se hace una cosa completamen-
te diferente: respaldar la propia afirmación”.42

De ese modo, la verdad no acontece en la estela de un acto singu-


lar. Este mismo, entendido como lo que pone en relación el designar y su
referencia, únicamente cobra sentido como un aspecto de un movimien-
to más amplio: juzgar o afirmar que algo es de una determinada manera,
que es verdadero. Y lo anterior solo puede ser efectuado mediante una
oración declarativa, no sirviéndose de un término singular:

“Eso es juzgar, creer o afirmar que una proposición o afirmación es verdadera (expresa o
establece un hecho), que algo es verdadero de un objeto o colección de objetos, que un predi-
cado es verdadero de algo”.43

El sujeto que se mueve en un dominio inferencialista se presenta a


sí mismo como alguien que se orienta en el mundo y que, por ello mis-
mo, es capaz de manejarlo. Él no crea ese ámbito de significados, pero
representa sin duda una condición de estos. Quienes piden y dan razo-
nes, quienes asumen compromisos y se responsabilizan de los mismos,
son sujetos individuales, esa figura imprescindible sin la cual los signifi-

42 Ibíd., pág. 148.


43 Ibíd., pág. 197.

144
cados no podrían significar. El sujeto pragmatista-inferencialista presenta,
pues, los rasgos de un posibilitador de la emergencia de los aspectos de
la realidad; en la medida en que desempeña papeles y maneja significa-
dos, se encuentra exteriorizado en el trato mundano, pero no sujeto a él.
Tampoco, por supuesto, se halla confinado en la interioridad de la con-
ciencia. Su mente es pública44 , pero sin que eso signifique que sea idén-
tica a lo público (ya presupuesto o dado en forma de orden).

44 Para Brandom, la dimensión representadora del discurso implica que el contenido conceptual no solo se articula
inferencialmente, sino también socialmente: “Lo que defiendo es que hay que entender la dimensión representadora de
los contenidos proposicionales en función de su articulación social –cómo una afirmación o creencia con contenido
proposicional puede tener una significación diferente desde la perspectiva del individuo que la afirma o cree, por un
lado, y desde la perspectiva del que atribuye la afirmación o creencia al individuo, por otro. El contexto dentro del que
surge el interés por aquello sobre lo que se piensa o habla es la evaluación de cómo los juicios de un individuo pueden
servir de razones para otro. El contenido representador de las afirmaciones y las creencias que expresan refleja la di-
mensión social del juego de pedir y dar razones”. (Ibíd., pág. 195)

145
17. Ver aspectos

Los conceptos son sobre todo destrezas. Saber (o creer, o decir) que
algo es el caso significa, así, saber cómo (o ser capaz de) hacer algo. No
se trata, por tanto, del simple captar inmóvil, sino de un juego que se
juega. Lo que estamos intentando mostrar es que, como resultado de tal
movimiento, los esquemas no encajan del todo y se producen holguras.
La cuestión radica entonces en no rechazar este resultado como si fuera
una desgracia, sino aprovecharlo para extraer de él nuevas capacitacio-
nes.
La metáfora de la holgura de la determinación pretende poner de
manifiesto el hecho de que los dispositivos conceptuales son instrumen-
tos que no siempre sirven bien al propósito para el que fueron creados.
Captan, pero no todo; y la sospecha es que para poder captar deben de-
jar que algo se escape. Y también que su determinar no siempre es claro
y distinto. Además, aquellos conceptos que parecían imponérsenos en un
determinado sentido con toda naturalidad, dadas las circunstancias, tam-
bién podrían imponérsenos en otro.
Wittgenstein ha investigado detalladamente este asunto que com-
prende las diversas formas de aparecer, las cuales dependen inevitable-
mente de las maneras de mirar y dan lugar a los modos diferentes de la
determinación. Por otra parte, él mismo relaciona siempre estas cuestio-
nes del aparecer o del aspecto de la realidad con la formación y la vali-
dez de los conceptos.
En la segunda parte de las Investigaciones Filosóficas, se pregunta lo
siguiente: “¿podría haber personas a las que les faltara la facultad de ver
algo como algo –y cómo sería eso?”. Y añade que dicha interrogación no
se halla motivada por intereses psicológicos, sino por el significado de
los conceptos que están en juego. Lo que persigue en realidad es esta-
blecer qué es aquello de lo que carece esa persona incapaz de experi-
mentar el significado de una palabra.

146
Lo que haría imposible la experiencia para la persona en cuestión
tendría que ser la falta de alguna destreza. El ciego para el significado no
está en condiciones de jugar ciertos juegos porque no domina las técni-
cas correspondientes. Entonces, el adiestramiento necesario para poder
“ver algo como algo” formaría parte de la capacidad para jugar determi-
nados juegos, para adoptar ciertas perspectivas.
Wittgenstein lleva a cabo enseguida algunas distinciones en este fe-
nómeno que él denomina “observar el aspecto” y que nosotros podría-
mos llamar “experiencia del tránsito” o incluso “tránsito de la experien-
cia”:

“Dos usos de la palabra “ver”.


Uno: “¿Qué ves allí?” –“Veo esto” (a lo cual sigue una descripción, un dibujo, una
copia). El otro: “Veo una semejanza entre estos dos rostros” –aquel a quien se lo comunico
puede ver los rostros tan claramente como yo mismo.
Lo importante: la diferencia de categoría entre ambos ‘objetos’ del ver.
Uno podría dibujar exactamente ambos rostros; el otro, ver en ese dibujo la semejanza
que no vio el primero.
Contemplo un rostro, y de repente me percato de su semejanza con otro. Veo que no ha
cambiado; y sin embargo, lo veo distinto. A esta experiencia la llamo observar el aspecto””.
(1988, xi, pág. 445)

Junto a la determinación –el “veo esto”, que se expresa asimismo en


la fórmula ”esto es esto”– aparece, como una posibilidad, la visión de
semejanzas. Pero este segundo “ver” es extraño, puesto que obedece a
requerimientos específicos que corren por una senda divergente a la de
la determinación. Sería absurdo afirmar que al lado de esto y lo otro –dos
rostros diferentes aunque parecidos– se encuentre algo así como “el ros-
tro semejante”. Quien ve una semejanza no deja de ver por eso los dos
objetos que se asemejan, ya que no se trata una patología de la identifi-
cación. Se ve esto y aquello, y pueden distinguirse; además, se ve la se-
mejanza; pero, en cualquier caso, este último ver no parece formar parte
del mismo orden categorial que los otros. En realidad, hay un percatarse
de algo que no destaca en la primera, y determinativa, visión: que hay
semejanzas o que son semejantes. De ahí que Wittgenstein subraye que
“Veo que no ha cambiado; y sin embargo, lo veo distinto”. Esto forma

147
parte de esa situación que es descrita mediante expresiones como “per-
cibir cierto aspecto del problema (o de la cosa)”.
En esta situación tiene lugar un cierto tránsito experiencial. Ver algo
y, al mismo tiempo, captarlo como semejante a… Puedo ver a alguien
como “el vivo retrato” de su abuelo o afirmar de otro “cuando te miro
veo a tu hermano”. A este fenómeno lo llama Wittgenstein “ver interpre-
tado”. Interpretar y ver se encuentran involucrados entonces en un juego
que los asocia.
Sin embargo, en las situaciones “normales”, cuando reconocemos
un objeto o a una persona, no decimos que lo consideramos como esto o
aquello, no decimos que lo interpretamos, sino simplemente que vemos
algo. Si, por el contrario, mencionáramos al hablar ese rasgo interpretati-
vo (el “como algo”) se producirían escenas curiosas: “A quien dice “Aho-
ra esto es para mí un rostro” se le puede preguntar: “¿A qué transforma-
ción aludes?”” (Ibíd., pág. 449). Para Wittgenstein, lo anterior se debe a
algún tipo de confusión filosófica que se origina por emplear el lenguaje
de un modo “raro”. De ahí que el establecimiento de distinciones se
vuelva tan importante. De todos modos, lo que la filosofía formula va-
liéndose de ese empleo raro del lenguaje no deja de ser un aspecto de la
cuestión al que determinadas expresiones normales se refieren. Cuando
los acontecimientos se desarrollan de manera normal es porque entran en
juego prácticas de visión y formas expresivas más o menos estandariza-
das. “Al mirarte estoy viendo a tu abuelo” no tiene nada de extraño en su
uso normal; la extrañeza surge cuando ponemos en circulación términos
como “interpretar” o “transformación” o “tránsito” o “significado aparen-
te”.
Wittgenstein señala que “La expresión del cambio de aspecto es la
expresión de una nueva percepción, junto con la expresión de la percep-
ción inmodificada” (Ibíd., pág. 541). Pero, como decimos, hay un sentido
en el cual “El ‘ver como…’ no pertenece a la percepción” (Ibíd., pág,
453). Se trataría entonces de una especie de ver modificado, que incluye
una interpretación capaz de captar semejanzas; precisamente por ello no
es, en otro sentido, un ver. Esto es lo que plantea más dificultades: que se

148
vea algo, como en cualquier ver corriente, y que a ello le acompañe el
ver según una interpretación. En este punto uno se siente casi forzado a
decir que o se ve o no se ve, pero que ver de acuerdo con una interpre-
tación no deja de ser un concepto confuso.
Ahora bien, son conceptos confusos de este tipo –no porque estén
mal formados, sino porque remiten a la experiencia del juego imaginati-
vo o de la variación determinativa– los que se vuelven irrenunciables en
determinados contextos. Por ejemplo, cuando se trata de describir fenó-
menos como los que investiga Wittgenstein en los cuales se ve algo y, al
mismo tiempo, otra cosa. Cobran incluso la máxima importancia cuando
lo que está en cuestión es precisamente el ver variadamente, como suce-
de, por ejemplo, en el caso de la experiencia estética. En el juego estéti-
co, este ver interpretadamente pasa a ser lo principal:

“Aquí se me ocurre que, en conversaciones sobre objetos estéticos, se usan las palabras:
“Tienes que verlo así, esta es la intención”; “Si lo ves así, ves donde está el error”; “Tienes que
oírlo en esta clave”; tienes que expresarlo así” (y esto puede referirse tanto al escuchar como al
tocar)”. (Ibíd., pág. 465)

En la representación estética la variación no solo está permitida sino


que resulta aconsejable, es “de lo que va” el asunto. Y lo mismo sucede
en otras en las que se requiere una visión modificada, por ejemplo, en
aquellos momentos en los que las exigencias innovadoras ponen en jue-
go la producción de cambios paradigmáticos de tipo cognoscitivo o prác-
tico45. Este percibir variado consta, pues, de un ver, pero también de una
determinación conceptual. Por eso Wittgenstein se pregunta si se trata de
una vivencia visual auténtica o si, por el contrario, no es el concepto el
que domina; por ejemplo cuando se ve un dibujo como un animal enca-
britándose, o de alguna otra manera… Lo importante es lo que cobra un

45
Lo dicho sucede cuando hay que ir más allá de la percepción tradicional:
“¿Qué quiere decir, pues, que en la figura ‘veo flotar’ la esfera?
¿Consiste simplemente en que esta descripción es para mí la más inmediata, la más natural? No; esto lo podría
ser por diversas razones. Podría ser, por ejemplo, la tradicional.
¿Pero cuál es la expresión para el hecho de que yo no solo entiendo la figura, por ejemplo, así (sé lo que debe
representar), sino que la veo así? –Una expresión de este tipo es: “La esfera parece flotar”, “Se la ve flotar”, o también,
con un tono de voz especial, “¡Flota!”” (1988, pág. 463).

149
significado, y esto, en términos wittgensteinianos, quiere decir que adop-
tamos una actitud hacia la imagen en cuestión:

““Para mí es un animal atravesado por una flecha”. Lo trato como esto; esta es mi actitud
hacia la imagen”. (ibíd., pág. 471)

Aquí se descarna el procedimiento de determinación. Y Wittgenstein


añade: “Un concepto se impone. (No debes olvidar esto)” (Ibíd., pág.
469).
Llegados a este punto, una pregunta se hace ineludible: ¿cómo se
impone un concepto? Que un concepto entre en juego quiere decir que
la imagen protagonista en el acto de la visión deja de flotar indiferente,
con los consiguientes vaivenes en cuanto a la caracterización de lo que
es. O dicho de otra manera: lo que se tambalea termina por caer de un
lado, con lo que se presenta como esto. Entonces aparece un significado:
“esto es esto”. Pues, en realidad, no hay, a fin de cuentas, otro modo de
ver algo que verlo como esto, ya que en caso contrario no se vería nada
o, lejos de haber un concepto flexible –impreciso, solapado, cambian-
te…–, solo habría confusión y, por lo tanto, cualquier cosa menos un
concepto. Además, las notas características de un concepto confuso, o de
lo que más arriba denominamos cuasi-concepto o concepto ocasional –
es decir: el que sea impreciso, solapado o cambiante– se mantienen acti-
vas mientras la razón se esfuerza en dejar en suspenso la determinación,
al proceder, por ejemplo, de manera estética. Los juegos en los que se
insiste en hacer efectivo un juicio reflexionante46 se encuentran atravesa-
dos por una osadía que termina estrellándose contra la apariencia de sus
resoluciones. Al formularse el juicio, el estado de suspensión es clausu-
rado y lo que comparece es un esto, algo con significado, que cabe
enunciar como correspondiéndole un concepto. Puede, como sabemos,
que esta aplicación determinativa no termine de acomodarse, y que
como consecuencia de ello se produzcan inconveniencias, aprehensio-

46 El caso, por ejemplo, de un juez que, preocupado por la justicia, choca contra los límites de la ley, debidos a su
esencia universal, y se da cuenta de que hacer justicia significa atender como se debe –algo harto problemático– al
caso particular precisamente en su particularidad.

150
nes aparentes, etc. Esta holgura o desencaje daría lugar a la experiencia
que es el tema de nuestra reflexión; pero, en todo caso, mientras la expe-
riencia tenga que producir un resultado, este corresponderá a un concep-
to. De esta manera es como se impone.
Sin embargo, aunque un concepto tenga que imponerse, puede que
no lo haga del todo o que, como acabamos de insinuar, se solape con
otro de un modo problemático. En este sentido puede darse, junto a la
situación mencionada al principio –un ver esto al que acompaña la per-
cepción de otro aspecto de la cuestión (una semejanza)–, otra que des-
cribiríamos como un confuso ver al que le aplicamos enseguida un con-
cepto (por semejanza) si queremos poder especificar, definir, describir lo
que vemos como algo determinado. En ambos casos, lo que está en jue-
go, aun cuando de maneras diversas, es la combinación entre conceptos
y algo más; pero no solamente experiencia sensible, que quedaría sinte-
tizada bajo la regla de construcción del concepto del que estamos ha-
blando, sino percepción asimismo de una cuasi-regla, de un protocon-
cepto que daría lugar a una experiencia de la combinación, del tránsito,
de la variación, del solapamiento o de la imaginación (podemos referir-
nos a ello de muchas maneras distintas). Pero, no lo olvidemos, la com-
binación, el tránsito, la variación, el solapamiento, etc., son apariencias
o, si queremos, determinaciones que pertenecen a un orden categorial
diferente. Pues quien ve tales fenómenos no deja de ver por ello los ele-
mentos que se combinan, como sucedía en el caso de los relata implica-
dos en las similitudes o los parecidos de familia.
Los esquemas y otros procedimientos similares de representación –el
representar mismo: ponerse en el lugar de algo, estar por algo– juegan ya
este papel de aquello que tiene que ser visto variadamente de modo in-
terpretado precisamente en contextos normales. El esquema no se ve
como el agregado de los trazos de que está compuesto sino como lo que
representa o se ve como ambas cosas en transición47. Pero aquí se ocul-
tan algunas de las claves que nuestro asunto reclama. Al mirar un retrato,
a veces lo consideramos como el hombre que representa y a veces como
47
“Quizás hubiera resultado mejor esta expresión: Consideramos la fotografía, la figura colgada en la pared, como el
objeto mismo (hombre, paisaje, etc.) que se representa en ellas” (Ibíd., pág. 471).

151
la representación misma; y Wittgenstein pregunta cuándo hacemos eso y
durante cuánto tiempo: “¿Siempre que lo vemos (y que no lo vemos
como algo distinto)?” (Ibíd., pág. 471). La referencia a los aspectos del
darse fenomenológico le lleva a plantearse la necesidad de un concepto
como “ver-así”, “que solo se da cuando me ocupo de la figura como del
objeto (que ella representa)”.
Hay ciertos juegos –por ejemplo, y de modo paradigmático, los in-
fantiles– en los cuales se pone en marcha una actividad creadora de tra-
ma, de ficción. Es lo que sucede cuando los niños dicen de una caja que
es una casa. Entonces el “verlo ahora como” es un “tratar de verlo
como”. Bajo la cúpula de sentido de ese juego, tiene lugar esa interpre-
tación. Pero Wittgenstein insiste en el cuestionamiento: “¿Y ve el niño la
caja como casa?” (Ibíd., pág. 473). O dicho con otras palabras: lo más
verosímil sería que lo viera como lo que es y después, en una suerte de
transición, lo viera como eso otro. Aquí es donde reside el solapamiento
de la determinación, pues no parece que el niño tenga dos experiencias
sensibles, sino más bien que es capaz de apreciar aspectos de la cosa,
semejanzas, que se asocian al hecho, común y corriente, de ver una cosa
como lo que efectivamente es (en el mundo intersubjetivo y comunicable
que requiere de conceptos que se imponen).
En este punto aparece otro rasgo del ver interpretado que no deja de
ser problemático. Aunque el aprecio de determinados aspectos de la
cuestión no es compartido por todos, sin embargo tampoco constituye
algo que la mera imaginación de algunas personas, y en particular los ni-
ños, sea capaz de poner en juego. Ver como es una práctica que se halla
también sometida a ciertas limitaciones. Así, por ejemplo, no se puede
tratar de ver algo como lo que es: no se puede tratar de ver la F como esa
letra, pero sí como una horca. Si alguien dijera que intenta ver la figura
convencional de un león como eso mismo sus palabras parecerían no te-
ner sentido.
En definitiva, no hay aquí únicamente una especie de mero “querer
verlo así”. No solo está en juego la voluntad de innovación, la capacidad
imaginativa, entendida como el talento suficiente para inventar cualquier

152
cosa; no se puede ver algo como todo lo que uno quiera, sino únicamen-
te de acuerdo con ciertas posibilidades que abre la propia cosa. Lo que
hay es un aparecer de algo como pudiendo ser visto de una o de otra
manera, donde las maneras son finitas y determinadas. Cuando alguien
ve algo y puede al mismo tiempo verlo como otra cosa eso parece des-
cansar sobre una cierta propiedad fenoménica del objeto en cuestión que
Wittgenstein llama “fulgurar del aspecto”; se trata de esa posibilidad de
“ser visto como” que se expresa exclamando “¡ahora es una casa!”.
Sin embargo, lo anterior no sucede únicamente cuando algo tiene
un aspecto ambiguo, como ocurre con la figura del conejo-pato de Jas-
trow –al verla como una cosa en ello fulgura la otra y viceversa–, sucede
también en la posibilidad que late en una percepción artística: pido que
me toquen repetidamente un tema musical hasta que digo “ahora es co-
rrecto”, de tal modo que parece que en cada realización del tema he es-
tado oyendo, no expresamente, sino como un fulgurar, además de lo que
ha sido tocado, la correcta interpretación que me servía de instancia de
ajuste. Aquí la regla no tomaría la forma de una determinación que re-
clamara univocidad, sino que, más bien, representaría el papel de una
instancia regulativa que haría posible discriminar entre las realizaciones,
así como orientar la experiencia hacia una posible realización correcta.
Sin embargo, el esquema determinativo continúa abierto. Parece, por
tanto, que habría una cierta propiedad fenoménica característica de todo
fulgurar del aspecto, aunque, en cualquier caso, no sería constitutiva de
la cosa en sí, sino solo de tipo pragmático-relacional, puesto que única-
mente comparece a través de la intervención de un sujeto que hace posi-
ble la presentación de los aspectos. Pese a ello, la existencia de tal pro-
piedad no convierte en iguales a todas las figuras a las que se puede “ver
ahora así”. Algunas se hallan de tal forma compuestas que parecen pre-
disponer un tipo de presentación, es decir, los aspectos flotantes tienden
a caer, de forma obligatoria, hacia alguno de los lados, con lo que se im-
pone una de las figuras posibles, pero nada más que una de ellas –lo que
implica que haya que ser capaz de verlos ambos; aunque cabe también
la posibilidad de que alguien solo vea uno–, mientras que en otros casos

153
la composición es más difusa y es necesario que entre en juego la imagi-
nación, puesto que no hay nada que se imponga:

“Alguien puede tomar la cabeza-C-P simplemente por la figura de un conejo, la doble


cruz por la figura de una cruz negra, pero no puede tomar sin más la figura triangular por la
figura de un objeto caído. Para ver este aspecto del triángulo se requiere de capacidad imagina-
tiva”. (Ibíd., pág. 477)

La capacidad imaginativa parece entonces añadir algo a los aspectos


que fulguran. Cuando hablamos de un caso de la imaginación nos esta-
mos refiriendo, por ejemplo, a esas figuras que, pese a no tener bien es-
bozados los diferentes rasgos, permiten ciertos puntos de partida para
una delineación imaginativa. En estos casos la variabilidad es mayor, así
como lo es también el componente creativo. No obstante, también esta
imaginación creativa tiene sus límites, pues se tiene que estabilizar en
una suerte de “ahora lo veo así” que pueda ser confirmado por otra per-
sona mediante un “es verdad, ahora yo también lo veo así”. Su ejercicio
se basa asimismo –aun cuando las desborde– en las condiciones cons-
tructivas de la figura, que se aprecian muy bien en las situaciones en las
que hay eso que Wittgenstein llama “aspectos de organización”, que
permiten ver juntas ciertas partes y que, si cambian, hacen posible reunir
otras. En estos casos, alguien puede verlo ahora así y luego de otro modo
“si es capaz de hacer fácilmente ciertas aplicaciones de la figura” (Ibíd.,
pág. 479).
Pero en los casos en los que entra en juego la imaginación podría
decirse que hay algo más: son las facultades perceptivas las que terminan
jugando entre ellas una vez incitadas y puestas en marcha por la figura.
Cuando esta es, además, una obra de arte, parece, por un lado, estar do-
tada de una densidad ontológica mayor que la que es propia de un es-
quema representativo –tiene más que comunicar, deja fulgurar más as-
pectos– y, por otro, su consistencia y fijación resulta menor, como si con-
tuviera la clave que haría posible ir más allá de ella: no se somete, pues,
a formas previamente establecidas, sino que ofrece campo abierto al
desenvolvimiento de la imaginación. Sucede entonces que no solo lle-

154
gamos a un punto en el que exclamamos “¡ahora lo veo así!”, sino que
en ese momento se entiende la realidad entera de modo distinto: “¡había
que haberlo visto siempre así!”; con lo que se insinúa también la conve-
niencia de ser capaz de mirarlo de tal manera.
De todas formas, hay que tener en cuenta que en el fenómeno de la
fluctuación de aspectos interviene, como se ha dicho, la conciencia, es
decir, el elemento subjetivo que, aunque no dirija la composición de la
figura, es no obstante imprescindible para que esta pueda tener lugar. De
ahí que parezca en ocasiones que los enunciados no versan sobre el ob-
jeto sino sobre el sujeto de la experiencia, aunque su estructura sintáctica
sea similar a la de aquellos juicios que sí lo hacen.
Hemos visto que Wittgenstein habla de que hay personas que son
ciegas para la expresión de un rostro, para un aspecto, para un significa-
do. Pero ellas, curiosamente, no carecen del sentido de la vista48 . Y tam-
bién hay un fulgurar inestable que, según indica nuestro autor, “solo
permanece mientras dura una determinada forma de ocupación con el
objeto observado”. Lo sorprendente se desvanece enseguida: “El pareci-
do me llamó la atención; y el llamar la atención se esfuma” (Ibíd., pág.
483). Y esto es en buena medida una señal de que el llamar la atención
tiene un carácter estético, puesto que en ello no se produce la determi-
nación, no se segrega una regla en forma universal, un concepto. Por el
contrario, el determinar se dilata mientras el pensamiento se retrae, de-
jando primero que aparezca eso que aun no encaja, que no es nada más
que el exceder toda categorización, el sustraerse a la forma. Considerado
desde la perspectiva abstractamente determinativa del entendimiento, eso
resulta ser, como sabemos, únicamente apariencia49; si se tratara de algo
consistente, entonces un concepto se impondría.
Pero es en este, podríamos decir, primer plano de la transparencia,
cuando aún no se ha densificado la figura como algo determinado, don-
48 “Quien siente la gravedad de una melodía, ¿qué es lo que percibe? –Nada que se pudiera comunicar reproduciendo
lo que se ha oído” (Ibíd., pág. 481).
49
“¿Es el llamar la atención resultado de mirar + pensar? No. Aquí se cruzan muchos de nuestros conceptos.
(Pensar y ‘hablar de la imaginación’ –no digo “hablar consigo mismo”– son conceptos distintos)”.
“Al color del objeto le corresponde el color de la impresión visual (este papel secante me parece rosa, y es rosa)
–a la forma del objeto la forma de la impresión visual (me parece rectangular, y es rectangular) –pero lo que percibo al
fulgurar el aspecto no es una propiedad del objeto, es una relación interna entre él y otros objetos.
Es casi como si el ‘ver el signo en este contexto’ fuera el eco de un pensamiento.
“Un pensamiento que tiene su eco en el ver” –quisiéramos decir” (Ibíd., pág. 485).

155
de la noción del aspecto nos permite atender a ese elemento característi-
co de la experiencia estética que es anterior al concepto –finalidad sin
fin–, pero al mismo tiempo condición de ulterior trazo conceptual. Y
puesto que la captura se aplaza sine die, se desata una experiencia de la
extrañeza: algo fulgura como otro. Así puede entenderse la afirmación
wittgensteiniana de que el concepto de aspecto está relacionado con el
de imagen –imagen antes que concepto e imaginación como variación:
“el concepto ‘ahora lo veo como…’ está emparentado con ‘ahora me
imagino esto’” (Ibíd., pág. 489). De ahí que, como se ha dicho, haya
quien no sea capaz de realizar esa posibilidad, personas incapaces de ver
algo como algo, ciegos para el aspecto. Estos carecen de imaginación, lo
cual, como afirma Wittgenstein, está emparentado con la falta de oído
musical; por eso quien padece esa ceguera “tendrá hacia las figuras una
relación absolutamente distinta a la nuestra” (Ibíd., pág. 491).
Y, sin embargo, la variación imaginativa remite no solamente a lo
otro, en la forma de una extrañeza, de un desplazamiento, de una des-
viación; ese apunte hacia lo variado, hacia lo que fulgura o se imagina,
se levanta sobre el entendimiento de lo primero, de la determinación, de
la figuración en el sentido más directo. Únicamente se puede jugar con
la variación de los significados, se puede ver en la figura lo otro, cuando
se comprende el significado primero o se ve la figura en el modo directo.
De no ser así, carecería de sentido hablar de original y de variación, úni-
camente tendríamos dos usos diferentes. La relación entre lo primario y
lo variado remite a un juego que tiene gracia precisamente porque da lu-
gar a ciertos desencajes y excesos que permiten percibir significados o
realizar posibilidades.
Wittgenstein habla de ciertos usos variados de las palabras –que él
no quiere llamar metafóricos– cuyo valor proviene del hecho de que
aquellas pueden ser entendidas de otra manera, mostrando un aspecto
diferente del resultante en la fijación de un empleo que denomina prima-
rio. Se podría hablar, por tanto, de significado “primario” y “secundario”
de una palabra, entre los que se establece la siguiente relación: “Solo al-
guien para quien la palabra tiene el primer tipo de significado la emplea

156
en el segundo” (Ibíd., pág. 495). En esto consiste la importancia de la ex-
periencia estética para la transformación de la mirada, para el ensancha-
miento y el refresco del entendimiento, a saber: en que el desplazamien-
to no es el simple emigrar a otras tierras, a un ámbito completamente di-
ferente al dominio racional, sino que lo que cuenta es la variación, de un
tema, de una determinación, de una configuración. De ahí que lo crucial
en la experiencia estética no sea la representación sino la apertura de las
posibilidades interpretativas. Todo ello exige una atención especial a las
diferencias, a los matices, sin que el asunto quede nunca (ni pueda darse
jamás por) zanjado50 . Siempre es posible prestar atención a nuevos as-
pectos de la inmensidad de las conexiones posibles extensamente ramifi-
cadas.
La idea de esta diversidad variable y que no se deja reducir sin más
a una determinación en la que el camino de búsqueda llegara a su fin es
lo que anima la caracterización wittgensteiniana de los juegos de lengua-
je, fórmula que no quiere ser expresión de una teoría, en la que la diver-
sidad fuera conducida a su suelo sustancial, sino solo de una problemáti-
ca. Nuestro lenguaje tiende a igualarlos todos, al emplear la misma pala-
bra para referirse a maneras diversas de jugar, pero la experiencia nos si-
túa al cabo de la dislocación, de la variación. Respecto de un tal estado
de cosas lo más difícil es siempre “poder expresar la indeterminación co-
rrectamente y sin adulteración” (Ibíd., pág. 519).
Él intenta también ejercitarse para ese proceder fenomenológico que
caracteriza de la manera más precisa posible –y esto es significativo– por
medio de palabras tomadas del ámbito de la actividad artística, muy vin-
culadas a ese ver que centra su pensamiento en esta parte de las Investi-
gaciones. Lo que pretende no es otra cosa que tener buen ojo:

“–Si yo fuera un pintor de extraordinario talento sería imaginable que pudiera representar
en figuras la mirada auténtica y la hipócrita.
Pregúntate: ¿Cómo aprende un ser humano a tener ‘buen ojo’ para algo? ¿Y cómo se
puede emplear ese buen ojo?”. (Ibíd., pág. 521)

50 “Sobre una fina diferencia estética pueden decirse muchas cosas –esto es importante. (…) Justamente no se acaba
todo con el primer juicio, pues es el campo de una palabra lo que decide” (Ibíd.s, pág. 501).

157
Las reflexiones wittgensteinianas sobre la estética pueden ser consi-
deradas como preguntas referentes a la experiencia de aprehensión de lo
absoluto realizadas en un medio filosófico que ha experimentado el “giro
lingüístico” y también una conversión pragmatista. Tienen en su punto de
mira el orden del mundo, el lugar de la razón en el seno de ese orden y
el del sujeto humano en tanto que agente racional51. Así se entienden sus
esfuerzos por establecer qué es lo que puede decir una filosofía que
construye teorías estrechas y canijas si se comparan con lo que deja ver
la majestuosa sombra que proyectan las obras de los literatos. Tal vez por
esa razón nada requiere más sistematicidad que la estética: un juicio es-
tético no tiene sentido si se lo aísla, puesto que remite a una forma de
vida, pero ello no significa que haya posibilidad de construir una teoría
estética –una teoría filosófica o algo parecido–; esa sistematicidad no es
la que se sigue deductivamente a partir de un principio en un orden ver-
tical, sino la que envuelve muchas particularidades en el plano horizon-
tal. Y este no es otro que el de la realidad encarnada, variada, la de lo
material y sensible, la de lo histórico, lo fáctico y lo posible, a saber: el
plano de la sensibilidad, de los aspectos; en fin, el plano estético. Sin
embargo, para el pensamiento moderno se trata, como hemos visto, del
único ámbito real, del que ya no puede distinguirse un territorio de las
esencialidades, si acaso únicamente uno de la abstracción, que es uni-
versal y cuya universalidad, no obstante, resulta irrelevante.
Lo sintético en la estética no es previo a la experiencia, ni tampoco
es la meta del camino recorrido por entre las particularidades. No valdría
de nada una determinación que clausurase y absorbiese toda experiencia
dando lugar a un nuevo ámbito esencial. No puede, por tanto, residir en
otro lugar que en la experiencia misma. En esa idea se mantiene lo fun-
damental del concepto kantiano de “finalidad sin fin”. Es en la actividad,
en el curso de un ejercitarse para contemplar y realizar variaciones don-
de reside la formación y la disolución de pseudoconceptos, de coagula-
ciones, de aspectos, que hacen confluir en torno a sí las líneas de fuerza
significativas, pero sin que llegue a establecerse como un principio que
51
“Cada frase que escribo se refiere siempre a la totalidad, es decir, siempre a lo mismo y se trata en cierto modo solo
de vistas de un objeto contemplado desde distintos ángulos” (1984, pág. 459).

158
valiera para el siguiente ejercicio interpretativo o creativo; este último se
desplaza más allá de aquel pseudoconcepto desenmascarándolo como
tal al volverlo obsoleto.
En relación con lo anterior es como cabe entender la afirmación
wittgensteiniana de que en la estética hay razones (o motivos, que al-
guien tiene para hacer algo), que pueden ser aportadas, discutidas, dispu-
tadas, y no causas o leyes. Las razones o los motivos hacen posible una
cierta orientación, pero no fijan un sentido incuestionable; puede verse
bajo un aspecto, pero también es posible modificar la visión. Y, no obs-
tante, ese ejercicio que no desiste, que no se detiene porque se colapse
una aprehensión, proporciona –justamente si no se detiene– una imagen
del mundo. Aportando razones parece que se determina un objeto, pues-
to que se lo describe y constituye, volviéndose de ese modo visible, al
menos bajo un aspecto.
Pese a lo aparente de la determinación que produce –o precisamen-
te por ello–, la actividad estética se da de sí y da mucho de sí (da que
hablar, por ejemplo52 ):

“1) las razones en la estética tienen “la esencia de una descripción añadida”: en la estéti-
ca se “explica” en la medida en que se describe más; 2) las descripciones descansan principal-
mente en que producen comparaciones, conexiones, transiciones, etc.”. (Bouveresse 1994,
pág. 163)

Lo estético en las obras de arte apunta justamente a tales aspectos


del asunto; y eso no puede funcionar sin el concurso de buenas compa-
raciones, figuras, símiles, sinonimias. Así, el tipo de descripciones carac-
terístico en su ámbito pertenece solo de modo aparente a la clase de jui-
cios cognoscitivos, es decir, de juicios constitutivos semejantes a los de la
ciencia. De esta manera es como lo que propiamente habría de ser
inefable –en el sentido del Tractatus–, esa aprehensión sub specie aeter-
nitatis, se convierte en un ejercicio sintético que cultiva la capacidad de
ver sinópticamente. Pero de tal modo que eso no suponga elevarse a un

52
No obstante, todo lo que se diga está siempre, en cierto modo, fuera de lugar por demasía: “En el arte es difícil decir
algo que sea tan bueno como no decir nada” (1984, pág. 481).

159
lugar universal abstracto: se mantiene como actividad que va y viene,
que aprende a considerar aspectos, pero sin absolutizar ninguno de ellos.
Hace como si fijara algo y, enseguida, apunta más allá de esa fijación.
Que tal ejercicio produzca o no conocimiento es, sin duda, una cuestión
polémica. De él no pueden extraerse proposiciones que describan los
hechos del mundo. Pero eso no significa que el forzamiento que tiene lu-
gar en el decir, cuando se intenta caracterizar al yo que percibe o desig-
nar el modo mismo de la aprehensión, pase sin dejar huella. Lo que se
muestra –en sentido tractariano–, la mundanidad del mundo, eso que
solo el juego de variaciones –estético, filosófico– deja entrever, son as-
pectos de la realidad y no un mundo ficticio resultante de una imagina-
ción calenturienta. Una cosa es, pues, que el decir referente a dichos as-
pectos sea problemático y otra bien diferente que pueda obviarse sin
menoscabo para la propia realidad.
Es parecido lo que sucede con el asunto de la identidad. En la estéti-
ca aprendemos a usar “lo mismo que” de un modo diferente a lo que es-
tablecen los criterios comunes de identificación. Decimos, así, que algo
“es lo mismo que” algo no igual a lo anterior, pero respecto de lo cual
puede establecerse una conexión identitaria bajo un aspecto. Aun cuan-
do no se trate del mismo criterio de identidad, sin embargo pueden apor-
tarse razones que permitan experimentar (Bouveresse, 1994, pág. 165)
esa equivalencia. La estética enseña de ese modo a apreciar lo que algo
podría ser y cómo se conectaría, bajo aspectos diferentes, con otro algo,
dando lugar a totalidades. Y, en el caso de la filosofía, lo que ella aporta
ha de ser visto como razones más bien estéticas que de otro tipo. Son es-
tas las que se han encontrado casi siempre en el origen de su reproba-
ción. Pero, al contrario, podría decirse que ella se encuentra de verdad
condenada cuando procede como si fuera una ciencia.
Wittgenstein intenta enseñar que la filosofía es un ejercicio mediante
el cual alguien es conducido a un punto de vista o, también, a volverse
abierto para diferentes puntos de vista. Esta es la razón por la que apare-
ce ante sus críticos como una actividad que no lleva a ningún lugar,
como mera in-quietud especulativa. Pero es que, por todo lo dicho, no

160
debe seguir un curso de experiencia que va de creación en creación, así
como de disolución en disolución, anhelando también ese captar absolu-
to que dio origen a la metafísica, una de las creaciones filosóficas que ha
tenido ella misma que disolver. Para Wittgenstein, aquella aspiración es
reemplazada por la experiencia del aspecto, como la presentación sinóp-
tica de los hechos ya conocidos en un contexto y según conexiones que
permiten verlos renovadamente. El sentido no se esconde detrás de los
datos, de los hechos, sino que es algo que estos pueden dar de sí cuando
son ordenados de una determinada manera, cuando se los aborda desde
una cierta perspectiva.
Por lo demás, la experiencia de la que hablamos no tiene por qué
tener un fin en el sentido en que lo tienen las teorías científicas. Al con-
trario, cuando se logra alcanzar un punto de vista estable, hay que inten-
tar ir más allá de él. Lo que importa en la filosofía es la búsqueda, la ex-
periencia, ese “demorarse” en la contemplación cabe las cosas que Kant
consideraba propia de una razón atenta a la apariencia estética53. Lo que
esta enseña es un cierto orden del mundo y esa enseñanza agranda al su-
jeto en tanto refresca su entendimiento. La realidad se presenta a sí mis-
ma –no se representa– como única, pero no de manera monológica.
Como única, porque no remite a otra realidad que le otorgue sentido –
tiene una fuerza sustancial, podría decirse con palabras antiguas, pero
aparente–, y sin embargo no unívoca, porque ella es una fuente de posi-
bilidades, de aspectos percibidos en diferentes miradas, así como del
tránsito entre unas y otras. Pese a todo, esas miradas no advienen desde
fuera. Wittgenstein dice que la obra de arte no pretende transmitir nada
diferente de ella:

“Como cuando visito a alguien no deseo producir meramente en él este o aquel senti-
miento, sino que quiero ante todo visitarle y asimismo sin duda ser bien recibido”. (1984, pág.
533)

53
“La carrera de la filosofía la gana el que puede correr más lentamente. O también: el que alcanza la meta el último”
(Wittgenstein 1984, pág 498).

161
Mirar, demorarse, tomarse tiempo54, proceder lentamente, desarro-
llar el sentido del gusto, estos son elementos que resultan del ejercicio,
de la experiencia:

“Gusto es delicadeza de la sensibilidad; pero la sensibilidad no hace nada, solo recibe”.


(Ibíd., pág. 534)

54
Tomarse tiempo es, para Wittgenstein, una cuestión de estilo, y esto es lo más genuinamente filosófico. Citemos tres
fragmentos de las Vermischte Bemerkungen: “A veces solo se puede entender una frase si se la lee con el tempo correc-
to. Mis frases son todas para ser leídas lentamente” (531); “Lo que desearía con mis frecuentes signos de puntuación es
demorar el tempo de la lectura. Pues desearía ser leído lentamente. (Como yo mismo leo)” (546); “El saludo de los
filósofos entre ellos debería ser: ‘¡Tómate tiempo!’” (563).

162
18. Realidad emergente, reglas e innovación

Algo característico de la experiencia es el surgimiento de nuevas


propiedades. Así sucede, por ejemplo, con los aspectos de los que nos
hemos venido ocupando. Esto último nos proporciona una cierta idea de
lo emergente; pero hay que afinar más la comprensión de dicho fenó-
meno.
Por lo pronto, podríamos distinguir entre lo emergente tal como está
siendo abordado en estas páginas, es decir, aquello relacionado con la
experiencia de una determinación problemática, y las propiedades emer-
gentes de un sistema, que son aquellas que no pueden ser reducidas sin
más a las propiedades o procesos de sus partes constituyentes. La propie-
dades emergentes tendrían que ver con fenómenos como la autoorgani-
zación en sistemas cada vez más complejos o, en el caso de la mente,
con la superveniencia. Ciertas teorías de la conciencia afirman que las
propiedades mentales supervienen a las propiedades físicas –sin que sean
reducibles a ellas–, lo que significa que surgen a partir de los procesos
neuronales (y las relaciones con el entorno), pero de tal modo que se tra-
ta de algo más que los elementos integrantes de dichos procesos; las neu-
ronas, por separado, no son conscientes.
Pero aquí hablamos de lo emergente no en el sentido de algo que es
efectivo aunque explicable en virtud de ciertos atributos más básicos,
sino justamente en el de lo que no es efectivo, de lo que fulgura y queda
suspendido inestablemente como apariencia, etc. Es cierto que los aspec-
tos a los que aludía Wittgenstein resultan de la estructura fisonómica de
las personas o de las figuras en cuestión –el conejo-pato…–; pero lo que
interesaba era sobre todo la transición, el movimiento de aquí para allá y,
también, el que aquello que se podía ver no siempre se veía, ni todos lo
hacían, puesto que no se trataba de una realidad efectiva. Los parecidos
de familia no son propiamente determinaciones, como tampoco lo son
los efectos estéticos. Estos también pueden ser tomados por propiedades
emergentes y, sin embargo, no satisfarían un criterio mínimo de superve-

163
niencia. No puede haber dos eventos iguales en todos los aspectos físicos
pero que difieran en algún aspecto superveniente. Lo estético no siempre
tiene lugar. Por mucho que la percepción sensible de un sistema de pig-
mentos o de palabras organizadas sea, en tanto que tal, la misma para
diferentes personas, eso no conlleva obligatoriamente que lo estético –en
tanto que fenómeno superveniente– se vea.
Así pues, lo que nos interesa ahora es este “se vea”; y, con dicho
propósito, un cierto tipo de atención resulta crucial, al menos de acuerdo
con el análisis precedente del asunto.
G.H. Mead dice, en su Filosofía del futuro, lo siguiente sobre este
particular:

“La tarea de la filosofía de hoy es hacer congruentes esa universalidad de la determina-


ción que es el dogma de la ciencia moderna y la emergencia de lo nuevo, que no solo pertene-
ce a la experiencia de los organismos sociales humanos sino que la encontramos también en
una naturaleza que la ciencia y la filosofía que ha seguido el camino de esta han escindido de
la naturaleza humana. La dificultad que se presenta inmediatamente es que tan pronto como
aparece lo emergente, tratamos de racionalizarlo, es decir, intentamos mostrar que este, o al
menos las condiciones que determinan su aparición, puede describirse en el pasado que queda
tras él. De este modo, los pasados anteriores de los que emergió como algo que no implicaban
se continúan en un pasado más comprensivo que conduce hasta él”. (1930, pág. 29)

Queda bien descrita en estas frases la “naturaleza” de lo emergente.


Se trata de lo nuevo, y, como se indica, esto se encuentra, en principio,
suelto, desatado; es nuevo porque representa un corte con el sentido an-
teriormente válido, una cesura en el orden ontológico y temporal. Lo
nuevo, en tanto que emergente, remite al pasado, a las condiciones de lo
sucedido que puedan ser esgrimidas para explicar cómo ha podido surgir
esto; pero al mismo tiempo, en tanto que nuevo, se trata de algo que no
puede ser exhaustivamente descrito de acuerdo con aquellas condiciones
o reducido a ellas. En todo caso, hay algo que no…, un resto de la acti-
vidad racionalizadora, que obliga a reconstruir el orden que representa el
pasado para volverlo más comprehensivo. Puede decirse entonces que lo
emergente trastoca el sistema de compresión55 .

55 “El carácter de esta [la emergencia] se debe a la presencia del mismo objeto o grupo de objetos en sistemas diferen-
tes” (Ibíd., pág. 56).

164
Mead insiste en que la elaboración de la historia de algo, por ejem-
plo, la de un árbol cuya madera se encuentra en las sillas en las que nos
sentamos, gira en torno a la constante reinterpretación de los hechos que
van surgiendo sin parar. La novedad tiene que ver, así, con la reestructu-
ración sin fin de lo real, lo que incluye al hombre que pone diferencia en
el mundo: el pasar que hay en el pasado donde se juega una problemáti-
ca relación entre el sucederse condicionante y el acontecimiento emer-
gente. La historia aporta interpretación y control, y tiene como ideal la
imposición de una realidad inalterablemente presente (en el pasado) que
haga las veces de patrón con el que debería concordar, más o menos,
aquello que se cuenta. Ese pasado se instituye como la instancia “ver-
dad” que hace posible toda justificación; por eso resulta imprescindible
reducir a él, en lo posible, lo emergente. En la medida en que sirve a los
intereses de un actuar y comprender efectivos, el pasado no puede ser,
necesariamente, más que una construcción del presente. Pues, en reali-
dad, se reconstruye siempre con respecto a la (lógica de la) situación que
ha provocado la actitud deliberativa correspondiente:

“el pasado es una construcción tal que la referencia que hay en él no se refiere a acon-
tecimientos cuya realidad es independiente del presente que es la sede de la realidad, sino,
más bien, a una interpretación del presente en su pasar condicionante que coadyuvará a que la
conducta inteligible siga operando”. (Ibíd., pág. 36)

Tenemos entonces la siguiente situación: lo emergente proviene de


las condiciones de lo acontecido, pero no se reduce a ellas; no obstante,
si no es traducido de alguna forma resulta difícil explicarlo, su aparición
puede quedarse en mera apariencia. Por otra parte, la inquietud que ge-
nera este resto indigerible da inicio a un movimiento de interpretaciones
sucesivas que aspiran a encontrar en lo que surge algún patrón, pues solo
de ese modo, asociándolo, aunque sea problemáticamente, a alguna re-
gla, puede erigirse con cierto sentido y no terminar, según decimos, des-
moronándose como un castillo de arena seca bajo el empuje del viento.
Mead indica que la ciencia tiene por objetivo desenmarañar ese pa-
sado que se encuentra contenido en el presente para, después, apoyán-

165
dose en este último, establecer las condiciones que hagan posible prever
el futuro. En el curso de ese ejercicio de configuración, el acontecimiento
termina por solidificarse en forma de cosa. Esta resulta siempre una ins-
tancia funcional: remite al (o viene del) pasado y, firmemente enclavada
en el presente, condiciona los acontecimientos futuros. De ese modo,
juega un papel en un entorno explicativo-predictivo. De ahí la necesidad
de que lo emergente se configure como cosa, es decir, que se traduzca
en algo fiable, familiar y, a fin de cuentas, ya sido.
Así pues, lo que emerge tiene lugar en el presente y se anuncia
como lo futuro. Se trataría pues, como decíamos, de un pasar de lo viejo
a lo nuevo que, una vez estabilizado, terminará por constituirse como un
pasado. De ello se sigue entonces que, por ser un elemento de transición,
forme parte, de algún modo, de distintos sistemas u ordenes de significa-
do (Ibíd., pág. 56). Es posiblemente esa pertenencia ambigua la que da
lugar a un cierto paralogismo. A este carácter transitivo lo denomina
Mead “principio de socialidad”. Un principio que resulta, por lo demás,
muy adecuado para definir al individuo; este representa una instancia
experiencial-transitiva-emergente: lo suyo es la transposición. No se
acomoda del todo, ni es propiamente, ya que subvierte cualquier ads-
cripción que pudiera cuajar en la forma predicativa; en realidad, consti-
tuye más bien un cruce entre caracteres distintivos, reflejos de los demás
miembros del sistema, en relación diferencial a los cuales se define, etc.
Su propiedad es diferencia. Cuando el individuo toma forma reflexiva,
dando paso a “sí-mismo”, su ser acentúa aún más los rasgos transpositi-
vos, lo que viene expresado en los conceptos tradicionales de “concien-
cia” o “intencionalidad” o “mente”; a saber: la capacidad de ponerse en
las actitudes de los demás hasta ocupar, en el papel del otro, el lugar
propio56.
El individuo, pues, muestra los mencionados rasgos experiencial-
emergentes: se presenta, pero su presentarse toma la forma de un ausen-
tarse, de un distanciarse. De un lado, se ve forzado a asumir contenidos –
identidades– o significados; así es como puede cobrar definición y ser

56“solo es lo que es en la medida en que puede pasar de su propio sistema a los de los otros, y puede, de ese modo, al
pensar, ocupar tanto su propio sistema como aquel al que está pasando”. (Iibd., pág. 66).

166
finalmente identificado. En el ámbito de la comprensión, debe ocupar un
lugar realizable desde el punto de vista de las condiciones sociales co-
munes; en caso contrario, se vería confinado en un interior que no es
propiamente nada (significativo) y al que asedian las paradojas típicas de
todo lenguaje privado.
En realidad, únicamente lo público, comunicable, posee significado
y, de ese modo, puede aparecer como un sujeto al que se le apliquen
predicados que desarrollen su potencia ontológica: “es esto”, “es de
aquella forma”, etc. Pese a ello, forma parte del carácter individual una
cierta tendencia a privarse, un cierto índice de idiocia; es decir: no enca-
ja del todo, ya que no se trata de la efectuación de una regla o de un
ejemplar de una clase dada. De hecho, como se ha indicado hace un
momento, el individuo es antes que nada otro, un nudo en el entramado
de relaciones significativas. Por eso la dinámica favorecedora del despla-
zamiento más allá de ese entramado que hace surgir un sí-mismo –en un
primer momento, nada más que un lugar otro– cobra un valor experien-
cial básico. El sí-mismo se constituye paulatinamente a través de la con-
figuración de un sujeto que se ejercita en la adopción de actitudes esta-
blecidas o idealizadas. El niño aprende a representar papeles y, de ese
modo, jugando, se hace hombre y, regresivamente, un individuo que
debe responder de sí mismo en esos contextos interpretativos o de jue-
go57 . Más adelante tendremos ocasión de volver sobre este asunto de la
individualidad.
La idea de juego, mencionada con frecuencia a lo largo las páginas
anteriores, nos acerca a un contexto radicalmente experiencial, en el que
alguien debe moverse tentativamente. Hay reglas, hay determinación,
pero no todo está establecido; si lo estuviera, no haría falta (ni merecería
la pena) jugar. El juego tiene que ver, así pues, con una cierta capacidad,
de índole práctica, para soltarse de la determinación. Representa, de esa
forma, el lugar de la emergencia. Y conviene entender este último tér-
mino de acuerdo con sus distintos significados. Hay algo que emerge en

57 “El individuo se convierte en un objeto para sí mismo, precisamente, porque se descubre a sí mismo adoptando las
actitudes de los otros que están implicados en su conducta. Únicamente hemos sido capaces de volvernos hacia noso-
tros mismos al adoptar los roles de otros”. (Iibd., pág. 128)

167
él –ciertas propiedades que no presentaban los elementos que lo integran
en el estado de quietud–, y hay también, precisamente como consecuen-
cia de haberse puesto en marcha una actividad no prevista, una situación
excepcional y peligrosa.
En dicho contexto, no todo lo que emerge es factible de ser elabo-
rado, reducido a lo familiar mediante el concurso del juicio determinan-
te, y echado al saco del pasado. Como sabemos, la experiencia genuina
se caracteriza por desencajes y desilusiones; en esa medida, se trata de
un proceso en el que lo que está a punto de ser aprehendido se escurre
hacia el futuro. De ahí que, según insiste Mead, los objetos terminen
existiendo como modelos de nuestras acciones, como referencias de
nuestra praxis; en caso contrario se desmoronan: “Si reducimos el mundo
a un ficticio presente instantáneo, todos los objetos se caen en
pedazos” (Ibíd., pág. 131).
Por otra parte, el hombre –individuo desencajado– parece que solo
llega a ser enteramente tal cuando juega. Entonces puede convertirse no
solo en sí-mismo –en el sentido anteriormente comentado–, sino también
fulgurar como un aspecto posible de toda realidad. Además, como con-
trapartida, no solo sucede que el hombre requiere del juego para desarro-
llarse ontológicamente58 ; resulta que una condición del logro de la dis-
ponibilidad para el juego habría de ser el haberse formado como tal
hombre –individuo, sujeto–: el jugador genuino es, pues, alguien que se
ha hecho mediante la experiencia.
El juego experiencial, tal como ha sido descrito, se encuentra en el
inicio del movimiento determinativo que permite identificar esto o, como
acabamos de ver, reducir lo no familiar a rasgos y caracteres familiares,
lo futuro a lo pasado. Pero también –y en eso consistía la experiencia ra-
dical o genuina– se encuentra abierto a lo nuevo: el aspecto que fulgura
momentáneamente y activa la imaginación, la cual es capaz entonces de
redescribir lo familiar en términos no familiares. Esta relación con la
realidad emergente, que desplaza la experiencia hacia el futuro –apla-

58“Expresado con toda brevedad, el hombre solo juega cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y solo es
enteramente hombre cuando juega”. Schiller: Cartas sobre la educación estética del hombre (tomado de Safranski, R.:
Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán. Tusquets. Barcelona, 2009, pág.42).

168
zando la determinación–, podría ser denominada “experiencia del ser
huidizo”, pero también, y en la medida en que involucra a la temporali-
dad, “experiencia del tiempo huidizo”.
Merece la pena detenerse un momento en la mencionada experien-
cia del tiempo: desplazamiento hacia el futuro, distintos tipos de presen-
tación, tratamiento del pasado, etc. Lo temporal se encuentra íntimamen-
te relacionado con la determinación, o más bien con su falta de solidez y
su carácter diferencial. Por eso lo histórico ha sido visto siempre como
un atributo peculiar, que no se encuadra fácilmente en la universalidad,
sino que, al contrario, resulta marcadamente individual. Nos estamos re-
firiendo al juicio reflexionante, del que ya nos hemos ocupado más arri-
ba. Ahora bien, la mera indicación del tipo de juicio que conviene no
evita las enormes dificultades existentes a la hora de distinguir reglas que
le sean de aplicación. El resultado es una realidad incierta y que produce
incertidumbre. Su indeterminación característica la vuelve ontológica-
mente “abierta”. Esto puede ser dicho de otra manera: en ella lo nuevo es
una categoría central y la innovación su acontecimiento distintivo. Preci-
samente por eso la historia es lugar de experiencia, de viaje, de aprendi-
zaje de lo individual en cuanto a su individualidad. Sin embargo, eso no
significa que no haya necesidad de orientación; antes al contrario, dicha
necesidad es mayor en ese territorio que en cualquier otro. Se requiere
alguna pauta, criterio (o regla), es decir, algo que puede segregarse con
valor universal. Pero es posible que aquí, como en otras ocasiones, el
significado mismo de “universal” se haya desplazado. Aun cuando no se
trate más que de algún movimiento experiencial que mantenga abierta la
conversación, una cierta dosis de “razón histórica” resulta imprescindi-
ble.
De hecho, la razón histórica ha tomado impulso en la idea de que
las explicaciones de la acción son necesariamente individuales (David-
son 1995, pág. 343), lo que vuelve inconveniente el empleo de modelos
que someten lo individual a una ley general. Esta individualidad que apa-
rece aquí podría ser denominada también historicidad de la explicación,
que entraría en juego siempre que la razón se ve forzada a situarse en la

169
perspectiva de este acontecimiento, sin renunciar, no obstante, a ponerlo
en perspectiva. Cuando explicar no significa solamente manejar tecnoló-
gicamente lo general sino atender a lo individual o a lo singular, enton-
ces se requieren estrategias individualizantes. En la historia no se necesi-
tan teorías, sino posiblemente continuos replanteamientos que posibiliten
una mejor presentación y que proporcionen un aprendizaje (reflexivo)
del camino mismo de acercamiento.
Esta individualidad comprende, según venimos insistiendo, todo
aquello que podría ser entendido como experiencia de lo nuevo. La in-
vestigación histórica “normal” suele ocuparse del pasado: construye un
discurso sobre él, progresando así en su conocimiento. Pero no sucede lo
mismo con el futuro. Este es o bien asunto de la profecía especulativa o
algo de lo que no puede tratarse en la historia (Danto 1989). La razón de
esto radica en que el futuro no es un territorio del tiempo –lo que no es
ahora, pero será y está por venir–, sino la posibilidad de cambio, de in-
novación, de corte, que forma parte de la existencia. En realidad, aunque
parezca fijado y aprehensible, también el pasado excede, en cuanto di-
mensión temporal, la determinación en el continuo (e imprescindible)
movimiento de repeticiones, revisiones, reinterpretaciones y reescrituras.
En la medida en que sucede tal cosa, se proyecta en el futuro y cobra la
misma dimensión que este: difiere.
Pero por mucho que hablemos de ella, aún no hemos respondido a
la cuestión de cómo se realiza la experiencia de lo nuevo. Desde luego,
tiene que tratarse de un límite de la experiencia o de la experiencia en el
límite, puesto que, en principio, no representa nada más que el colapso
de la determinación. De ahí que cualquier ensayo predictivo signifique
únicamente elaborar lo posible para proporcionarle la forma de lo dado.
La “mirada” que se reclama es un procedimiento que apunta más allá de
la determinación, pero no a un “futuro” entendido como un hecho que
viene después y que cabe predecir. Lo nuevo es incierto y el futuro, en
tanto que dimensión temporal, la posibilidad de abrirse a ello. Ver, pues,
que algo permanece mientras algo cambia, ver así, en cierto modo, el
cambio mismo, habrá de ser un resultado de la experiencia histórica en-

170
tendida como apertura a lo nuevo. Una actividad inquieta que se ejercita
en el detallado conocimiento de lo que es (ya siempre sido); es decir, una
cuasi-determinación más allá de la determinación o, también, precisa-
mente por ello, más de lo que hay aquí. Lo sido tiene que manifestarse
como más que presente. En ello reside el que la experiencia que se
desenvuelve en el trato con la realidad histórica constituya, a la vez, el
ejercicio de un abrirse a lo otro como lo nuevo. Dicho con otras pala-
bras: entender lo histórico como posibilidad capacita para operar en el
futuro, es decir, para el aprecio de lo incierto e indeterminado, de lo
nuevo. Y esto es lo máximo que hay en un primer momento, aprecio y
asunción de la incertidumbre: la historía del hístor.
Ahora bien, no estamos hablando de lo simplemente ficticio o de
una imaginación humana liberada de cualquier compromiso con la
realidad, sino del índice de novedad que esta contiene y de su capacidad
para comparecer variadamente. El hombre es una condición de esa com-
parecencia; pero eso no significa que él sea, cual dios, el artífice de tales
efectos. Puede, como sabemos, llegar a ver aspectos y modificaciones
que exceden la determinación, pero siempre partiendo del campo de in-
certidumbre de la cosa misma. En la historia, esto tiene un significado
explícito: el hombre tiene que trabajar en favor de la ruptura del continuo
temporal, de lo (pre)determinado, para ello debe entender lo sido como
posibilidad; de ese modo cabe esperar el advenimiento de una realidad
que él no ha previsto, pero por la que ha laborado. No obstante, esa rup-
tura que viene de la mano de un “¡no!”, que expresa el desasimiento sin
el cual no se entiende la existencia humana –el más allá de toda posible
identidad–, debe asociarse a una inmersión atenta, agudamente expe-
riencial, en el tiempo. Representa, así, bastante más que un “no” que se
aleja poseído de una cierta vanidad. La mirada histórica es interior: el
significado no la trasciende. Algo parecido, como hemos dicho, a lo que
sucede en una, también genuina, experiencia estética, que no pretende
transmitir nada diferente de su propia presentación.
A lo que estamos dando vueltas aquí es a una especie de juego que
tiene dos términos límite (o limitadores): por una parte, la determinación,

171
lo reglado y, por otra, lo incierto, lo nuevo, lo carente de regla en sentido
estricto, lo individual cualitativo absoluto, etc. De ahí que la experiencia
vacile necesariamente entre ser nueva experiencia sobre hechos conoci-
dos (en la que algo permanece mientras algo cambia) o nueva experien-
cia sin más. Este juego podría denominarse también la relación entre in-
dividuo y orden o el movimiento de arreglo y desarreglo; pues lo que hay
aquí es la referencia imprescindible de lo uno a lo otro: de lo incierto e
individual a lo consabido, la determinación, la regla; y viceversa: la refe-
rencia de la regla al movimiento de cambio de perspectiva, de atención
pretendida a eso más que se desvía y deriva sin que sea propiamente
nada. En cada momento del recorrido del que hemos hablado puede lo-
grarse un acuerdo en los conceptos, que se han establecido como lo cier-
to y acostumbrado y que sirven como punto de partida para un relaja-
miento ulterior de su rigidez a consecuencia de nuevas experiencias. O
sea, que podríamos decir que la variación tiene lugar porque hay regla,
porque hay orden, certeza, fijación.
Lo que se dirime, pues, es cierto ajustarse a la regla, en el curso del
cual tienen lugar variaciones y desarreglos. Pero, ¿cómo se produce di-
cho ajuste?, ¿se trata de una disposición natural o de la aprehensión de
un significado? , ¿y de qué tipo de significado?
Wittgenstein se ha ocupado detalladamente de esta cuestión, recha-
zando que el significado de una regla sea algo esencial que deba ser cap-
tado. No cabe pensar en un principio subyacente. Esto nos llevaría a un
regreso infinito de interpretaciones, puesto que se necesitaría una regla
para aplicar la regla, etc. Pero tampoco podría ser la simple regularidad,
puesto que a la noción de “regla” se le asocia la idea de lo normativo.

“Seguir una regla es análogo a obedecer una orden. Se nos adiestra para ello y se reac-
ciona a ella de determinada manera”. (1988, § 206)

Hemos sido adiestrados en la mayoría de nuestros comportamientos


y por eso estos no presentan, en principio, dificultades. Sin embargo, a
veces resulta adecuado preguntar lo siguiente: “¿…qué pasa si uno reac-

172
ciona así y el otro de otra manera a la orden y el adiestramiento? ¿Quién
está en lo correcto?” (Ibíd., § 206). Entonces parece, incluso contra Witt-
genstein, que siempre quedaría abierta la posibilidad de reaccionar de
otro modo, aunque eso no sea lo normal. A partir de aquí ya no es posi-
ble considerar la regla como algo rígido, sino tal vez como una instancia
reguladora de la vida humana, que, aunque diferencial, tiende, en los ca-
sos normales (la mayoría) a estabilizarse de acuerdo con un sentido re-
construible y, por ello, comprensible.
Lo anterior nos lleva a pensar incluso que algo en relación con la
regla depende del individuo: el seguimiento de la regla implica la liber-
tad del agente, lo que significa que este no se encuentre por completo
59
atado . Así pues, la regla está abierta a lo nuevo o solo es regla como lo
constante en el juego de la innovación. A esta dependencia de lo indivi-
dual la podríamos llamar su realización histórica. Puede decirse que, aun
cuando se apoye en la regla, el individuo no se deduce de ella: no es una
posición en el sistema o una jugada en el juego. Hay algo en él de abso-
luta incontrolabilidad. A diferencia de lo particular, lo “individual” remite
a un elemento o parte que no se deduce de un concepto previo y gene-
ral. El propio Wittgenstein se vuelve vehementemente (Ibíd. §§ 65 y 80)
contra los prejuicios que suponen que los conceptos tienen que estar ya
establecidos cuando se aplican a casos particulares y perfectamente defi-
nidos para los casos futuros.
La pregunta tomaría, entonces, otra forma: ¿qué es lo que está de-
terminado y qué queda indeterminado en nuestro ajustarnos a reglas? Al
parecer, no son reglas explícitas las que se cuidan de la seguridad que
observamos en el uso del lenguaje. A esta falta de explicitación le acom-
60
paña una cierta vaguedad . Es esta la que hace posible preguntar tam-
bién si no se podría incluso ir transformando una regla mientras se jue-

59
Como ha señalado M. Frank, “un empleo pasado de la regla no ata (en el sentido de una determinación lógica o
causal) mi actual comprensión (o el uso que hago actualmente de una regla recibida)” (Frank 1991, pág. 61).
60
“Pero las normas son vagas. ¿Cuenta como una infracción a la regla que prohibe pasarse un semáforo en rojo pasar-
se uno en rojo en una ciudad abandonada, donde solo el semáforo en cuestión parece funcionar? ¿Cuenta como una
tal infracción pasarse un semáforo en rojo después de esperar cinco minutos sin que cambie de color? ¿Cuánto tiempo
hay que esperar para no cometer una infracción? Los significados parecen ser así de vagos. ¿Sería una silla algo con
una apariencia de silla que aparece y desaparece cada cinco minutos durante una hora?”. (García-Carpintero 1996,
pág. 401).

173
ga61. Es decir: se siguen determinadas reglas, pero no reglas perfectamen-
te determinadas. Algo permanece abierto62 .
Un juego que estuviese absolutamente delimitado por reglas requeri-
ría incluso una regla que regulara la aplicación de la regla. En realidad,
ni siquiera se trataría de un juego, ya que en él no cabría la posibilidad
de la innovación, con lo cual quizás no mereciera la pena jugar. Las re-
glas explican una parte de la realidad en lo que se refiere a los juegos
que habitualmente jugamos, pero no la delimitan por entero63. Acotan un
campo de posibilidades de acción y, en cierto modo, lo “definen”, pero
dejan también abiertas múltiples posibilidades, de tal forma que se pueda
jugar el juego nuevamente y no solo copiarlo o repetirlo de manera idén-
tica. La “exploración” de esas posibilidades, dentro del espacio acotado
por las reglas, constituye la gracia del juego. El buen jugador es el que se
“mueve” diestramente entre las reglas, ensanchando las posibilidades;
hace que apreciemos mejor el juego y que disfrutemos más de él, por lo
que se gana nuestra admiración.
Como se ha dicho, lo habitual es que no dudemos sobre cómo reali-
zar algún comportamiento, pero eso no significa que no sea posible du-
dar. Es más, cuando empezamos a hacerlo es mucho lo que se tambalea.
Al final, lo único que ofrece cierta resistencia es la costumbre, que puede
expresarse mediante la fórmula “así es como vivimos”. De ese modo, es
funcional en una situación de “normalidad”. Pero puede decirse que toda
situación normal se encuentra afectada de un índice de anormalidad,
puesto que cabe el deslizamiento, la variación en el comportamiento. Al
repetir una jugada no se reproduce exactamente la jugada tipo; lo que

61 “Podemos imaginarnos perfectamente que unas personas se entretienen en un prado con una pelota jugando de tal
manera que empiezan diversos juegos existentes sin acabar de jugar alguno de ellos, y arrojan a lo alto la pelota sin
plan ninguno, se persiguen mutuamente en broma con la pelota y se la arrojan, etc. Y ahora alguien dice: Durante todo
el tiempo esas personas juegan a un juego de pelota y se guían por ello en cada pelotazo por reglas definidas.
¿Y no hay también el caso en que jugamos y –‘hacemos las reglas sobre la marcha’? Y también incluso aquel en
el que las alteramos –sobre la marcha”. (Ibíd., § 83)
62 “¿A qué llamo ‘la regla por la que él procede’? –¿A la hipótesis que describe satisfactoriamente su uso de la palabra,

que nosotros observamos; o a la regla que consulta al usar el signo; o a la que nos da por respuesta si le preguntamos
por su regla? –¿Y qué pasa si la observación no permite reconocer claramente ninguna regla y la pregunta no revela
ninguna? –Pues él me dio por cierto una explicación cuando le pregunté qué es lo que entiende por “N”, pero está
dispuesto a retirar y alterar esa explicación. –¿Cómo debo, pues, determinar la regla de acuerdo con la cual él juega? Él
mismo no lo sabe. –O más correctamente: ¿Qué debe aún querer decir aquí la expresión “regla por la que él
procede”?”. (Ibíd., § 82).
63 ““Pero entonces no está regulada la aplicación de la palabra; no está regulado el ‘juego’ que jugamos con ella.” –No

está en absoluto delimitado por reglas; pero tampoco hay ninguna regla para, por ejemplo, cuán alto se puede lanzar la
pelota en el tenis, o cuán fuerte, y no obstante el tenis es un juego y tiene reglas también”. (Iibd., § 68).

174
hay es esta jugada, que se realiza en este momento y de esta manera. De
tal suerte que cada vez que se vuelve sobre ella lo establecido se expone
a deformarse por el lado de lo posible: esto podría ser de otro modo, etc.
Una visión con perspectiva nos permitirá comprender que los juegos
no coinciden con la idea que nos hacemos de ellos y que las reglas tam-
poco funcionan con la rigidez de un cálculo que ellas mismas constituye-
ran. En realidad, puede que únicamente se trate de los ordenamientos
necesarios para procesar racionalmente la realidad diversa y variada.
Desde este punto de vista, hablaríamos de regla, mientras que en otro
caso lo haríamos simplemente de comportamientos a los que estamos
acostumbrados. Los juegos pueden ser vistos como particulares o singula-
res, siempre diversos y compartiendo solo parecidos. Hay un único mirar
en cada caso, pero tampoco debe olvidarse que es posible volver, una y
otra vez, la vista sobre ello, modificando la perspectiva, y que cada juego
puede ser contemplado también desde el ángulo que dibuja la singulari-
dad de esta o aquella jugada. Asimismo cabría considerarlos a todos
como una suerte de repetición variada de un tipo de jugada. Pero se trata
únicamente de posibilidad, porque aquí no cuenta nada como firme y
estable, sino que ese “ser posible” tiene que ver con la capacidad realiza-
tiva del individuo, que es quien mira y actúa. Puesto que la realidad es
diversa y variable, no podemos confundir las formas mediante las que
intentamos describirla y ordenarla con su propia finalidad.
También podría decirse que la reglas tienen excepciones. Esto signi-
fica que no cubren completamente el ámbito de su aplicación, se abren
grietas que dan paso a modificaciones. No obstante necesitamos, para
poder jugar, que las situaciones sean normales, que la regla no se con-
vierta en excepción y la excepción en regla (Ibíd. § 142); si ocurriera esto
los juegos perderían su gracia.
Ahora bien, lo que se quiere decir es que esas situaciones normales
tienen holgura, no están tan apretadas, no son tan unívocas que establez-
can el comportamiento requerido de un modo invariable. La holgura
proviene de que son hombres, y no coagulaciones de sentido, los que
ponen en juego esas mismas reglas, afectándolas entonces de deriva in-

175
dividual y temporal. Llegamos así a un punto en el que la regla misma
tampoco nos ayuda, puesto que no lo determina todo.
En resumen: el seguimiento de la regla tiene sentido únicamente en
el seno de un orden, de una institución. Y de un modo paralelo, el orden
solo lo resulta en la forma de una reglamentación de lo individual. De
ahí que la función de la regla sea indicar cómo, institucionalmente, se
comportan los hombres que saben jugar a cierto juego cuando lo juegan.
Por consiguiente, no puede ser privada ni valer para una sola ocasión.
Que una regla esté establecida significa que “más de una vez” es posible.
Pero la repetición es la que trae consigo las dificultades: el deslizamien-
to, la variación, la diferencia. De su carácter público cabe distinguir en-
tonces la privacidad que es posible porque la regla funciona y al hacerlo
deja algo abierto. Esta apertura, al tiempo que la hace tambalearse, cons-
tituye también su condición de posibilidad, pues sin ella no habría repe-
tición y tampoco tendría existencia.
Aunque el lenguaje –según Wittgenstein– requiera regularidad, tam-
bién necesita variación individual e histórica para no convertirse en un
cálculo en el que todo comportamiento se halla predeterminado. Y esto
puede hacerse extensivo a todas las formas de vida humana. Pero ¿podría
imaginarse una en la que la repetición estuviese de tal modo determina-
da que todo lo que sucediese fuera punto por punto idéntico a lo ya
acontecido, es decir, carente de innovación, puro pasado? Lo que sucede
es que, cuando pensamos en la regularidad de las formas de vida huma-
na no estamos pensando en absoluto en este tipo de determinación ex-
haustiva; ni siquiera cuando pensamos en el orden o en el sistema lo ha-
cemos de tal modo que implique una situación clausurada. No son las
instrucciones sino la costumbre lo que convierte al sistema en sistema.
Pero aunque la conducta se encuentre en cierto modo reglamentada –se
hace así y no de otra manera–, Wittgenstein nos ha ayudado a ver que la
diversidad de las formas lingüísticas, de juegos más o menos reglamenta-
dos, repetibles, es tal que solo cabe la orientación porque todas ellas re-
miten a formas de vida, a presupuestos no interpretables. Con todo, pese

176
a que estemos obligados a decir que “así es como actuamos”, sigue en
pie la pregunta: ¿podríamos actuar de otro modo?
La regla tiene mucho que ver, dice Wittgenstein situándose en el otro
extremo, con una repetición de lo mismo; ¿pero también con una repeti-
ción igual de lo mismo? Cuando se sigue una regla parece que no hay
curiosidad ante la innovación: se trata siempre de lo ya acontecido64 . Y
sin embargo es el propio Wittgenstein quien ha dicho que la regla no lo
fija todo (a que altura se tira la pelota, etc.).
Así pues, habría aquí dos versiones de la regla, una más laxa y otra
más estricta, una que permite la innovación y otra que la deja encajada
en el “igual”: la única proposición, sensu strictu, es la verdadera y, del
mismo modo, la única regla es la igual. Pero enseguida nos ofrece Witt-
genstein la paradoja correspondiente:

“Supón que alguien sigue la serie 1, 3, 5, 7,… poniendo la serie de 2x+1. Y él se pregun-
ta: ‘¿pero siempre hago lo mismo o algo diferente cada vez?’./ Quien todos los días promete
‘Mañana te visitaré’ –¿dice cada día lo mismo o cada día algo diferente?”. (Ibíd., § 226)

La practica intersubjetiva a la que se refieren las reglas y en la que


uno ha sido adiestrado, aunque determina, haciendo depender el com-
portamiento de la costumbre, de lo establecido, no excluye una cierta
soltura de los significados. Hablar de “el significado” o de “la regla” no
elimina por completo la alteridad, tanto en lo tocante a la relación entre
lenguaje y mundo cuanto a la que establece un hablante con otro. Lo
que ocurre es que en un mundo reglado así entendido ni hay solo identi-
dad (de significados, de comportamientos) ni solo alteridad incontrola-
ble, puesto que detrás se encuentra una praxis común: lo que hay es re-
gla y variación de la regla.
Esta modificación en las reglas que se siguen sin dudar, aunque con-
tinúen siendo inciertas, constituye una deriva que podríamos denominar
“histórica” y no solo por lo que tiene de secuencialidad productiva (no
hay esencia, sino únicamente ese irse constituyendo y transformando),

64“El empleo de la palabra “regla” está entretejido con el empleo de la palabra “igual”. (Como el empleo de “proposi-
ción” con el empleo de “verdadera”)” (Ibíd., § 225)

177
sino también a causa de la “horizontalidad”. Falta una orto-perspectiva
que permitiera interpretar de una vez por todas la regla y zanjar así la
cuestión del significado. De ahí la importancia que cobra el concepto
“formas de vida” y también los emparentados con él como “costumbre”
o “adiestramiento”. No hay una regla para las reglas: los juegos de len-
guaje pueden tener un fondo (algo sobre lo que descansan, algo supuesto
como uso y costumbre), pero ese fondo –que no es un fundamento– resi-
de en ellos y no en otro juego más fundamental (o juego de sentido). En
otras palabras: no hay suprasentido, únicamente una praxis socialmente
instituida y en la que se ha sido adiestrado. Sin embargo, esta constituye
también una base harto endeble: se encuentra sometida a realización y
variación. Más allá (o más acá) de las relaciones vitales de los hombres
reina la confusión, la incertidumbre, que se hace patente en las paradojas
a que da lugar la interpretación de la regla.

178
19. Experiencia de la palabra: metáforas

A lo largo de nuestro trayecto hemos asistido, una y otra vez, al sur-


gimiento de dificultades variadas en punto a la comprensión, cuya forma
más característica sería la imposibilidad de formular juicios, de desplegar
un decir ontológicamente relevante: la experiencia de la palabra, en fin.
En relación con ella, uno de los fenómenos más llamativos es el
aplazamiento del significado que acompaña al movimiento de iteración
de los signos. En este caso se trataría de un diferir semántico que se pro-
duciría como consecuencia de la inadecuación constitutiva entre las pa-
labras y aquello a lo que señalan. Pero asimismo es un resultado de la
potencia generatriz con la que cuenta el propio signo. Esto que decimos
marca una insatisfacción inicial: las palabras que pronunciamos se mues-
tran insuficientes o, también, lo que tiene que venir dado a través de ellas
–tanto los estados de cosas como las ideas, propósitos, productos imagi-
nativos, etc.– se hurta en cierto modo en dicha donación. Hay aspectos
de la realidad que no pueden ser enunciados y que, a lo sumo, se dejan
intuir inesperadamente. Este es un fenómeno de mucha importancia, por
ejemplo, para la metafísica, para la poesía, etc.: se dice algo y, al hacerlo,
se muestra algo distinto. La insatisfacción mencionada –el “no es esto”,
“no es así”, que comparece dialécticamente en forma de apariencia o
confusión– genera su propia dinámica lingüística.
Y ¿cómo se realiza la producción de nuevos significados? Mediante
ensayos de configuración de los que resultan ciertos efectos. Pero tene-
mos que atender también a lo que cabría caracterizar como el movimien-
to propio de la composicionalidad del lenguaje que, en el repetirse va-
riadamente las unidades del habla, genera por sí mismo significaciones
nuevas. En cualquier caso, esa capacidad transformativa es lo que se en-
cuentra en el origen del fenómeno de la metáfora.
El significado no se ajusta a lo predecible y, además, se halla some-
tido a una deriva en último término incontrolable. La idea de la metáfora,
por imprecisa que sea, remite, por tanto, a un desencaje que reta, de

179
manera disolvente, a los modelo cognoscitivos del lenguaje en los cuales
se tiene a este por un simple medio de expresión para enunciar aquello
que el sujeto percibe del objeto. Ya hemos tenido ocasión de comentar la
necesidad de un concepto pragmatista del conocimiento, para el que este
es más una composición o construcción (en todo caso, una intervención)
que un mirar neutral cuyo rendimiento consistiera en hallar y describir
cómo son las cosas. De hecho, este cambio en la perspectiva implica una
modificación de gran calado. Los desplazamientos significativos que re-
presentan las metáforas podrán ser vistos ahora como lo más propio y ca-
racterístico del lenguaje, un fenómeno central necesitado de explicación
(Bustos 2000, pág. 16), y no como un mero accidente marginal de con-
secuencias problemáticas que convendría controlar.
La verdad de las proposiciones depende de algo más que de la mera
adecuación entre mundo y yo; por ejemplo, del aprendizaje, es decir, del
adiestramiento en el uso de las unidades lingüísticas y, de esa forma,
también de la producción de efectos metafóricos. Dicho de otra manera:
el lenguaje no es un medio de representación o de expresión situado en
el espacio que separa al sujeto de su objeto. Así que, cuando nos ocu-
pamos de él, debemos asumir que nos enfrentamos con una realidad
contingente y enormemente plástica. Podría hablarse entonces de un
acontecimiento metafórico dotado de dimensiones propias. Estas queda-
rían bien descritas mediante algunos de los términos que ya conocemos:
“juego”, “apariencia” (de significados), etc.
Rorty ha mostrado las virtudes de una concepción modificada del
lenguaje, como la que se sigue de las posiciones de Wittgenstein o Da-
vidson. Para este último, algunas preguntas muy corrientes en este con-
texto, como las referentes a si el lenguaje empleado es correcto o se ade-
cua a su función representativa, etc., carecen de sentido. Porque en
realidad suponen la existencia de relaciones como las de la adecuación
o de la fidelidad a la naturaleza verdadera y, con ello, el papel de enlace
entre el sujeto y los objetos. Además, ello requiere asimismo concebir,
según hemos indicado, el lenguaje como algo unitario, cohesionado, fijo,
etc. Lo anterior funciona relativamente bien cuando se ha aceptado pre-

180
viamente la idea de que hay cosas no lingüísticas como los
“significados”, que el lenguaje debe expresar, y como los “hechos”, que
el lenguaje debe representar65.
Por el contrario, suponer que el significado está aconteciendo se
asemeja más a no dar por hecho que aquel sea algo. Parece más conve-
niente entonces explorar el movimiento composicional, es decir, dar
cuenta de cómo transcurre la actividad lingüística. Más que de “represen-
tar” se trata de “jugar”.
Si el lenguaje fuera un elemento situado entre el sujeto y la realidad,
entonces debería corresponderle un papel constitutivo de la experiencia.
Su función primordial sería la apertura del mundo. De ello se seguiría,
entre otras cosas, la fragmentación de aquel en regiones más pequeñas.
La experiencia variaría con las diferentes lenguas: tanto lo que se da en
este o aquel mundo, como la mundanidad misma. Y esa diversidad de las
experiencias podría conducir, asimismo, a que se planteara la cuestión
de la inconmensurabilidad entre ellas, cuya consecuencia es el relativis-
mo significativo o cultural.
Son precisamente estas consecuencias problemáticas las que han
llevado, entre otros a los pragmatistas, a considerarlo de manera diferen-
te. Por lo que respecta al entendimiento entre los hablantes, puede que
no sea necesario remitirse a la posibilidad de una experiencia común –
las mismas cosas, abiertas de una manera similar–, sino que baste, como
señala Davidson, con una cierta coincidencia en “teorías momentáneas”
sobre el comportamiento de los demás, es decir, teorías no definitivas
que se originan como respuesta a ciertos requerimientos de orientación.
Lo que se dirime no es una aprehensión uniforme y, por lo mismo, un
acceso a la experiencia de las otras mentes, sino la capacidad para mo-
verse con destreza en la comunicación discursiva. De ese modo, la re-
construcción del lenguaje vendrá exigida por necesidades practicas: lo-
grar una cierta comprensión. Pero el nuevo lenguaje resultante no nos
proporcionará una visión más ajustada, en el sentido de no turbia, del
mundo, sino sobre todo una disposición para manejarse mejor. Los pro-

65Rorty 1991, pág. 33. Es más: para Davidson, lo que no existe es una entidad llamada “lenguaje” a la que le corres-
ponda desarrollar una tarea.

181
blemas de comunicación están relacionados con las dificultades para
predecir la conducta humana y no con la captación de un mundo trans-
discursivo.
Lo que se encuentra en disputa es el empleo de un léxico conve-
niente para ciertos propósitos. Así, por ejemplo, decir que un organismo
–o una máquina– tiene una mente, no es sino expresar que, para algunos
propósitos, convendría concebirlo como algo que tiene creencias y de-
seos. Considerar a alguien como un agente (lingüístico) no es más que
afirmar que eso representará una táctica útil para predecir su conducta
(que incluye lo lingüístico) y poder relacionarla con la nuestra (Rorty
1991, pág. 35).
Vistas así las cosas, el lenguaje es abordado ya como un aspecto de
la capacidad humana de intervenir en la realidad. Esta explica su carácter
proteico. Las necesidades humanas se manifiestan en las variaciones del
uso y, para lo que aquí interesa, en la producción de metáforas. Sin em-
bargo, no lo explican todo: la generación de nuevo sentido, aunque su-
ponga a los hablantes, no es un proceso ni controlado del todo por ellos,
ni siquiera de suyo controlable66 . Eso a lo que llamamos “lenguaje” es
una problemática reunión de propósitos y contingencias, que se encuen-
tra en todo caso íntimamente relacionada con la necesidad de ofrecer
continuas redescripciones del mundo y de la mundanidad, es decir, de la
existencia humana.
Para Rorty, la idea nietzscheana de la verdad como “un móvil ejérci-
to de metáforas” cobra gran relevancia en el contexto de una visión
pragmatista del agente humano. De acuerdo con ella, el desarrollo de
nuevos léxicos, al dotar al hombre de herramientas que favorecen su in-
tervención en la realidad, contribuye al establecimiento de constelacio-
nes de sentido que abren posibilidades impensables antes de que aque-
llas existieran. Lo anterior exige una particular manera de entender lo
metafórico, que se aproxima a la concepción davidsoniana. Según Da-
vidson (1999), no hay un significado metafórico alternativo al que se

66“…la metáfora parece constituir una excepción a uno de los principios básicos de la semántica moderna, el principio
de la composicionalidad del significado, que establece que el significado total de una expresión lingüística es una
función del significado de sus componentes”. (Bustos 2000, pág. 17.

182
puede considerar el primario o literal. Lo que la metáfora aporta son cier-
tas modificaciones en el empleo de los signos lingüísticos. Estos repre-
sentan algo así como gestos o guiños que interrumpen el continuo con-
versacional e invitan a probar con algún deslizamiento en la determina-
ción. Se trata, pues, de ese aspecto de la experiencia que nos ha venido
interesando: la posibilidad de dejar en suspenso la fijación de un signifi-
cado67 . Podría decirse que lo que las metáforas proporcionan es la posi-
bilidad –ya explorada en relación con Wittgenstein– de ver variadamente.
Pero, en todo caso, no de una manea muy distinta, pues entonces no po-
drían ser comprendidas y el juego de la variación perdería su sentido. Si
un poeta propone metáforas tan arriesgadas que se escapan a alguna rea-
lización comprensiva por parte de los lectores, entonces su propuesta cae
en tierra baldía. El único significado en torno al que se producen las evo-
luciones del juego es el literal, que se mantiene más o menos estable y
determinado durante un periodo de tiempo. Después tienen lugar los
desplazamientos, los guiños, la generación de efectos sorprendentes. Di-
cho de otra manera: el uso metafórico requiere, para que funcione, de la
comprensión del significado.
La variación, promovida por el interés pragmatista –las exigencias de
la cosa misma asociadas a los requerimientos puro-prácticos de la razón:
desechar configuraciones obsoletas, hacer incursiones históricas más allá
de la teoría–, constituye el nervio proteico-metafórico del lenguaje. El as-
pecto histórico-experiencial de la metaforización reside precisamente en
el hecho de que no haya un significado paralelo; se golpea al interlocutor
pero sin transmitir un mensaje. No hay, de entrada, concepto ni fin; por
lo tanto, se trata de una configuración aparente. Será más tarde, en el
tránsito que media entre el fulgurar de ciertos aspectos y el asentamiento
de alguna determinación, cuando comience a apuntar un significado;
pero entonces se habrá producido un aquietamiento de la variación y la
metáfora habrá muerto. Una metáfora muerta da lugar a un significado
literal.

67 “…la metáfora es una invitación a proseguir un juego que inicia el que propone la metáfora. El movimiento de inicio
del juego apela a algo específico, pero no determina la continuación del juego, ni lo agota. En el caso de las metáforas
ricas, el juego se puede continuar casi indefinidamente”. (Bustos 2000, pág. 19).

183
El alcance de la metáfora puede tener, como hemos insinuado, pro-
porciones variables. Como consecuencia, caben teorías reduccionistas y
expansionistas. Para las primeras, la metáfora resulta, en sentido estricto,
inservible cuando se trata de representar la realidad; de ahí que se sos-
tenga que lo más conveniente es traducirla en términos de significación
literal, extrayendo así su jugo semántico y eliminando de paso los posi-
bles efectos confundentes. Para las segundas, por el contrario, el carácter
extraño de lo metafórico debe ser cultivado, puesto que en él anidan las
más interesantes posibilidades de la imaginación, así como de sus frutos
en forma de configuraciones novedosas del mundo. Pero se podría hablar
asimismo de una cierta concepción neutra que sostendría que las metáfo-
ras son el fruto de un diferir del significado no dependiente, en último
término, de los hablantes. El lenguaje es visto entonces como un aconte-
cimiento que excede el control de los sujetos.
Autores como Adorno o Rorty defienden la idea de que la filosofía
constituye, en el ámbito de los saberes, una forma muy especial de ejer-
cicio estilístico o metafórico, alejado de las funciones representativas (o
científicas). Rorty, en particular, considera a la filosofía como juego cons-
tructivo cuyo objetivo es la Bildung.
La filosofía interviene en el saber como un actividad metafórica,
ciertamente no gratuita, sino exigida por los problemas de orientación a
los que se enfrenta el ser humano. Por eso su método consiste sobre todo
en volver a describir la realidad, para que pueda ser apreciada de manera
novedosa y se originen pautas diferentes de conducta lingüística –un
nuevo equipamiento científico o nuevas instituciones sociales–, dado que
las anteriores han resultado problemáticas o se han vuelto inservibles.
Detrás de los enunciados filosóficos particulares se encontraría un interés
racional cuya expresión adoptaría formas como las siguientes: “intenta
pensar de este modo”, “intenta ignorar las cuestiones tradicionales”.
Como Wittgenstein ha señalado, lo que pretende la filosofía es cambiar
el gusto, es decir, modificar la forma de pensar. Debe, pues, mantenerse
atenta en el lugar abierto en el que la cuestión aún no ha sido zanjada, y
donde, ya que apunta un nuevo lenguaje, se carece todavía de criterios

184
que puedan ser comunes entre lo viejo y lo nuevo. Ella tiene mucho que
ver con la ruptura y la innovación.
Hemos visto hace un momento cómo una concepción metafórica
del significado le permite a cierta filosofía escapar de las garras de un
realismo semántico ingenuo, abandonando la idea de que se las tiene
que ver con un objeto representable. Convendría, pues, detenerse en este
punto y desarrollar algunos de los aspectos concernientes al aconteci-
miento metafórico. Nos serviremos para ello de la inestimable ayuda de
Paul Ricoeur (1980), que ha estudiado pormenorizadamente la potencia
metafórica del lenguaje, de un modo que se encuentra en ocasiones muy
próximo a las características de la experiencia filosófica que venimos
describiendo a lo largo de este ensayo.
El punto de partida podría encontrarse en los requerimientos que la
filosofía le hace a la retórica –por ejemplo, en Aristóteles– cuando tiene
necesidad de prestar atención a los aspectos individuales de la realidad.
Esto es lo que sucede cuando no queda más remedio que acomodar un
razonamiento para persuadir a un público determinado. Entonces se tor-
na imprescindible hallar la armonía conveniente entre la razón y las per-
sonas que, a fin de cuentas, han de comprender los conceptos que se
manejan. Argumentar es la manera que adopta aquí el arte práctico para
hacerse cargo de lo que exige la situación.
Así pues, la idea de que resulta crucial desarrollar la capacidad per-
suasiva del discurso es lo que origina el estudio de la retórica. Esta tiene
mucho que ver con el dinamismo imprescindible para que la potencia
racional tenga un rendimiento efectivo. Para ello se requiere no solo un
cierto movimiento del alma en la persona que debe ser persuadida –cat-
harsis, abandono de los prejuicios, de las fijaciones o apresamientos con-
textuales, etc.–, sino también el despliegue de habilidades intradiscursi-
vas que den lugar a modificaciones en el propio discurso y lo vuelvan
flexible. Precisamente la metáfora se define en términos de movimiento:
es (según Aristóteles) la transposición de un nombre extraño que designa
a otra cosa, que pertenece a otra cosa. Esta otredad se encuentra relacio-

185
nada con conceptos como “desviación”, “préstamo”, “sustitución” (de la
palabra ausente).
Por similares razones, la metáfora se halla relacionada asimismo con
la idea de una transgresión categorial, que se produce como consecuen-
cia de alguna impertinencia semántica: insuficiencia en el decir, episodio
paralógico, exceso de significado del tema en cuestión o inaprehensibili-
dad de lo particular, etc. Pero lo interesante en este contexto es justamen-
te aquello que fue destacado por nosotros mismos al ocuparnos de la ex-
periencia genuina: que en el punto cero de la determinación, alcanzado
cuando tiene lugar la impertinencia semántica –”no encaja”, “no es
así…”–, se liberan en cierta manera posibilidades para una ulterior recon-
figuración. La razón vacila y se esfuerza por encontrar una salida al mo-
mento de inestabilidad e incertidumbre, lo que favorece el descubrimien-
to de algunas pertinencias y aspectos que antes pasaban desapercibidos.
Así pues, la metáfora, que representa una vulneración del orden catego-
rial, se convierte también en la fuerza que lo engendra (Ricoeur, 1980,
pág. 39).
Puede decirse que la impertinencia mencionada, al desestabilizar
una estructura más o menos bien trabada, abre vías a posibles relaciones
imprevistas. Estos efectos discursivos, considerados desde la perspectiva
de la retórica, logran por ejemplo que lo abstracto se haga presente al
adoptar rasgos particulares, aprehensibles. Al volver extraño el discurso
consigue acercarlo, hacerlo familiar. Pero esto último requiere una para-
lela transformación del remitente, a la que contribuyen precisamente los
efectos semánticos que la metáfora desencadena. La desviación, que era
consecuencia de un desencaje, no puede resultar, sin más, satisfactoria;
el simple colapso, la confusión o el sentirse perdido únicamente generan
in-quietud. De ahí que la reacción inmediata sea esforzarse en reducir
dicha desviación. Pero este último empeño no consigue corregir la torce-
dura y restaurar el estado inicial; lo más probable es que origine una
nueva pertinencia, que deba ser vista como una variación significativa.
Y este es el rasgo del fenómeno metafórico que más interesa aquí,
eso que llamaríamos “emergencia significativa”. En algunos momentos,

186
se originan ciertas “propiedades significativas”, que no son meramente
deducibles de los significados iniciales. La manera en que las palabras
son reunidas es la que parece explicar la metaforización y, en general,
los efectos poéticos. Ricoeur insiste en que las metáforas no se encuen-
tran en el diccionario, sino que se producen en el discurso (Ibíd., pág.
136): es el movimiento del lenguaje el que da pie a la fulguración de
ciertos aspectos semánticos para los que no había quedado sentido ante-
riormente.
Esta idea conduciría a sostener, como hemos visto en Davidson, que
no hay, propiamente, un significado metafórico paralelo al primario o li-
teral, sino que se trata más bien de ciertos efectos (emergentes). Estos
pueden ser de distintos tipos, dependiendo de que lo que esté en juego
sea la mera creación de términos para suplir la falta de vocabulario (me-
táfora lingüística) o la producción de determinadas ilusiones, que se ge-
neran cuando el mundo es presentado bajo un aspecto novedoso (metá-
fora estética) (Ibíd., pág. 151). Ya tuvimos ocasión de referirnos a la pre-
tensión, que mueve los esfuerzos de algunos filósofos contemporáneos,
de arremeter contra los límites del discurso mediante el logro de efectos
estéticos. En realidad, todo trabajo genuinamente filosófico combina la
metaforización lingüística con la estética; esto es: transforma el vocabula-
rio al forzar el alcance semántico de los términos hasta un punto en el
que se produce algún destello significativo. La filosofía se sale, de tal
modo, de los cauces por los que corre el discurso normal. Uno de sus
temas preferidos, el de la cosa misma, comparece de nuevo aquí, y jus-
tamente en relación con los aspectos innovadores. Esto tiene mucho más
que ver con el habla (la praxis) que con la lengua (el sistema), por eso no
se encuentran predefinidos, ni se trata de propiedades de carácter estruc-
tural. La innovación semántica, podría decirse, constituye la cuestión de
la cosa misma. Ricoeur sugiere, al respecto, lo siguiente:

“Una innovación semántica es una forma de responder de manera creadora a un proble-


ma planteado por las cosas; en una determinada situación de discurso, en un medio social
dado y en un momento preciso, hay que decir algo que exige un trabajo de palabra –un trabajo
de palabra sobre lengua–, que enfrenta la palabra con las cosas. Finalmente, lo que está en
juego es una nueva descripción del universo de las representaciones”. (Ibíd., pág. 174)

187
En la medida en que el discurso es entendido –decimos nosotros–
como campo de despliegue y evolución (campo fenoménico) de la cosa
del pensar –no siempre temática, pero sí involucrada en la intencionali-
dad que, de un modo u otro, anima al habla–, ya no se trata del control
consciente por parte de un sujeto director, sino que destacan los rendi-
mientos poético-metafóricos que ofician como protoformas epifánicas de
la cosa misma. Ella comparece fenoménicamente, aunque la mayoría de
las veces solo como fulguración precaria asociada a la confusión y el co-
lapso semánticos. Aquí radica la importancia ontológica de lo poético.
Esto no remite al adorno o al efectismo; se trata de la concreción de la
cosa misma que implica el redimensionamiento total del discurso. El
tema, expreso o no, obliga a transgredir el código lingüístico, como con-
dición ineludible de una futura –¡pero que no puede ser prevista, ni darse
por descontada!– comparecencia. De ahí que todas las figuras discursi-
vas, incluida la propia metáfora, hayan sido denominadas empleando el
prefijo meta: metábolas, metaplasmas, metataxis, metasememas, metalo-
gismos (Ibíd., pág. 218).
Pero la producción de figuras (por ejemplo, poéticas) no tiene lugar
únicamente como consecuencia de un juego libre que se gozara en la
simple variación. Por eso hablamos de la cosa misma. La fulguración de
aspectos, que tiene lugar bajo la forma del ver algo como algo, viene
exigida porque cierto rasgo reclama acomodo, conformidad, expresión,
etc. Esto ya apareció a propósito del análisis wittgensteiniano de la visión
de aspectos. No se puede ver algo que cualquier manera. Y la modifica-
ción de la perspectiva, así como la repetición interpretativa (el juego del
representar), parecen encaminarse a un punto en el que surgen las pala-
bras: “ahora sí”. El lenguaje, al producir efectos metafóricos emergentes,
no configura la realidad a capricho –lo que se le achaca irreflexiva y vul-

188
garmente a la poesía–, sino que se dispone como medio de manifesta-
ción de eso que hemos llamado la cosa misma68.
Y en el momento en que esta cuestión se torna ineludible, lo hace
también ese otro asunto que Ricoeur llama “verdad metafórica”. De lo
que se trata es, pues, como venimos diciendo, de algún tipo de verdad.
Pero aquí lo que comparece lo hace en un lugar que se encuentra en pe-
numbra y donde domina un si es no es: adecuarse en el modo de la in-
conveniencia, ser en el modo de no ser, etc.

68 “La “conveniencia”, el carácter “aproximado” de determinados predicados verbales, ¿no son acaso el indicio de que
el lenguaje no solo organiza de otro modo la realidad, sino que pone de manifiesto una manera de ser de las cosas
que, gracias a la innovación semántica, se lleva hasta el lenguaje? El enigma del discurso metafórico consiste, al pare-
cer, en que “inventa” en el doble sentido de la palabra: lo que crea, lo descubre; y lo que descubre, lo inventa”. (Iibd.,
pág. 322).

189
20. Efectos poéticos

La metáfora se asocia frecuentemente a lo poético, y la filosofía, en


tanto que se sitúa en el quicio de la metaforización, parece encontrarse
próxima, como se ha sostenido, a la poesía. Por ello puede ser interesan-
te que nos hagamos algunas preguntas sobre ciertos aspectos característi-
cos de la experiencia poética.
Lo primero que llama la atención es que la palabra del poeta, como
la del filósofo, viene rodeada de un atmósfera de extrañeza, aun cuando
muchos de sus rasgos resulten familiares. ¿A qué se debe esto? Tal vez a
que, si bien su logos (su reunir palabras) característico diverge de aquel
que anima al hablar cotidiano, las palabras que se enuncian son las que
todos y cada uno pueden proferir y de hecho en muchas ocasiones pro-
nuncian.
Parece que la palabra del poeta es una palabra que se reúne y con-
centra en una poética. Habría que preguntar entonces qué es una poéti-
ca. Pero así se favorece la impresión de que cabría localizar y definir un
conjunto, bien trabado y manejable, de reglas, preceptos y procedimien-
tos. De esa manera, seríamos capaces de reducir los efectos poéticos a
determinadas técnicas metódicas. Lo poético mismo se tornaría epifeno-
ménico en relación con tales procedimientos, que, además, se podrían
manejar a voluntad, atesorar, compendiar, transmitir, etc. Sin embargo,
en el caso de que el interés filosófico en lo poético sea legítimo, ello se
debería justamente a la sospecha de que los efectos poéticos son mucho
más que artificio. Para la filosofía, se trataría más bien de aquello que
rige en la palabra del poeta o es condición sin la cual no…, algo que no
se encuentra dado con anterioridad al propio ejercicio poético, que es
singular y se realiza de forma individual. La cuestión quedaría entonces
así: ¿qué es lo propiamente específico de la palabra del poeta, de este
poeta? Pero tampoco esto sería del todo adecuado, ya que lo propio y
específico de la palabra poética –de este poeta– se transforma inmedia-

190
tamente en una característica de la palabra misma, de esa que todos
pueden usar.
Lo poético sería, pues, algo que acontece en la palabra del poeta y
se despliega en el contexto del juego que tiene lugar entre lo singular (lo
estilístico diríamos) y lo común a todos los que se sirven de palabras. No
una propiedad que estas tengan sin más, sino algo que acontece cuando
se las reúne (o compone) de un cierto modo. Es decir: una suerte de pro-
piedad emergente. La pregunta, entonces, se dirige al modo de la com-
posición. ¿Hay acaso pautas para componer poéticamente? Hemos nega-
do que pudiera haber reglas o principios preestablecidos que proporcio-
naran los criterios universales de una poética, lo que no significa que no
quepa encontrar vínculos, protocolos, contigüidades, etc. Pero todos
ellos tienen, como hemos dicho, un valor estilístico, esto es, cobran sen-
tido en el seno de un ejercicio singular dotado de gran potencia expe-
riencial. Un aprendizaje, pues, de acercamiento a lo que la palabra aco-
ge, para el que los caminos no están trazados, o a lo sumo solo como los
Holzwege aludidos por Heidegger, esas sendas que aparentemente han
sido abiertas por alguien en el bosque, pero que no conducen a ningún
lugar.
En definitiva, la palabra poética sirve de refugio, ampara. Pero el sig-
nificado de este enunciado también es problemático. El peligro radica en
que aquello que la palabra poética cobija, cierto sentido, sea tomado
demasiado al pie de la letra como algo ya elaborado y firme. Porque, en
cierta manera, también se trata de algo anterior a todo ser compuesto,
estructurado, situado, dicho. Y como el decir tiene que ver con la pala-
bra, hablaríamos aquí de antepalabra. Así pues, la palabra poética con-
tiene –guarda y expone a la vez– la antepalabra. Sin embargo, esta no
sería otra cosa que un movimiento de retirada, ese desprenderse del uso
común, una suerte de transdecir realizado paradójicamente en el ele-
mento del lenguaje. Aunque no establecidos de antemano, tales serían
los requisitos69 de lo que, como estamos viendo, no representaría sino

69
“La forma se cumple solo en el descondicionamiento radical de la palabra. La experiencia de la escritura es, en
realidad, la experiencia de ese descondicionamiento y en ella ha de operarse ya la disolución de toda referencia o de
toda predeterminación. Tal es la vía única que en la escritura lleva a lo poético, a la forma como repentina y libre ma-
nifestación”. (Valente, 2000, pág. 19).

191
una vía a través de la cual el reunir palabras se encamina hacia lo poéti-
co (que así ya está aconteciendo). Con todo, es necesario insistir en que
no hay propiamente nada asible. De ahí que estemos hablando de des-
condicionamiento radical, de trascender esto o aquello, de borrar toda
referencia y determinación; de una palabra suelta, absoluta. Pero enton-
ces, ¿qué sentido puede corresponderle? Ninguno común y corriente. Vis-
to desde este ángulo, ella enuncia ambigua y confusamente; y, sin em-
bargo, algo significativo sucede cuando es pronunciada.
La palabra poética representa, pues, un fenómeno experiencial puro.
A través del descondicionamiento sin el cual no llegaría a ser tal, la
composición poética se convierte en la patencia de la forma, lo anterior a
cualquier contenido. De esa manera, representa principalmente la expe-
riencia de la mundanidad del mundo y de la capacidad de reunirlo por
medio del lenguaje, del logos70 . Todo lo anterior tiene que ver con las
condiciones de las cosas con las que se opera, lo que acontece, los fines
que se persiguen, los anhelos, ideas, etc.; el ser en definitiva. Pero, aun-
que no haya manera de referirse a esto y aquello sin enunciarlo, el ser no
es cosa alguna. Y pese a que la experiencia de lo menos evidente carece
de contenido o, a lo sumo, cuenta con uno enormemente precario, no se
queda en nada; ella desencadena un movimiento de retirada que se ex-
presa, según sabemos, mediante negaciones –”no es así…”, “no es esto”–
y que va transformando lo pretendido y desdibujando los hitos de cual-
quier orientación precedente. Entonces hay que modificar la perspectiva
desde la que se encara y aprender de nuevo a encarar.
En cuanto experiencia genuina, la poética tiene algo de especial: es
la propia palabra la que experimenta un considerable reordenamiento y
transformación. Lo que a ella le sucede tiene, según ha sido indicado an-
teriormente, un carácter negativo. Se trata de un proceso de desprendi-
miento en el que es abandonada cada referencia y anclaje. En él, como
afirma el poeta José Ángel Valente, tiene lugar de entrada el cumplimien-
to de una exigencia: la liberación del lenguaje de su dependencia ins-
trumental. La fijación, la orientación a fines, la determinación, deben

70 Y ya sabemos que este apuntar a las condiciones sin las cuales no… es lo que caracteriza a una experiencia genuina.

192
quedar en suspenso como paso previo al alumbramiento de la totalidad,
del entramado que soporta el decir, de aquello que posibilita la enuncia-
ción de las palabras. En el espacio antecedente que se tiende como esce-
na propicia para todo fenómeno, acontecerá, como vaciado, rastro im-
preciso o huella difusa, aquello que no puede ocupar ningún lugar71. Esa
disolución del sentido, esa oscuridad donde los límites se difuminan, no
es –si “ser” significa “algo identificable”– interior a un logos. Se trataría
de “lo indecible”; pero lo indecible tampoco es esto, se encuentra más
allá del lenguaje; y, sin embargo, viene con la palabra. La paradoja arro-
pa necesariamente a lo que no puede comparecer sino a trasmano. Sus
características impropiamente propias son la confusión, la dialéctica, el
rechazo, incluso el colapso; su única posibilidad es su imposibilidad.
Esta experiencia coloca lo poético en una íntima proximidad con lo mís-
tico.
El decir poético prepararía así aquello a lo que las palabras apuntan
pero no logran enunciar. Eso es lo que requiere un espaciamiento para la
comparecencia que se dibuje como una hendidura en la oscuridad
magmática. De ese corte brotará el sentido, la configuración; pero él re-
mite, como a lo suyo más propio, a aquello que se aparta, a lo que no
puede ser fenoménico en la comparecencia aludida. Esta disposición an-
tecedente de todo estado de cosas no es propiamente concebida, ya que
ningún concepto podría apresarla; incita mediante un guiño a ir más allá.
Lo que en el poema acontece es la fulguración de lo oscuro, del vacío,
el, centro, el fondo, etc.; aquello sin lo cual esto no sería esto ni el mun-
do sería mundo.
Un aspecto relevante de lo poético parece depender de la contrapo-
sición entre la palabra y las palabras. ¿Qué sentido tiene esta diferencia?
Ya lo hemos mencionado: que la rareza característica del decir poético
proviene de la relación que se establece entre las palabras que todos ma-
nejan y algo que acontece de modo concomitante a su composición y
únicamente porque esta tiene lugar. Sin embargo, eso no queda propia-

71
“…la afirmación implícita de la potencialidad de una palabra que, en la experiencia extrema y declarada de su
radical cortedad, se constituye ya como espacio donde lo dicho aloja o encarna lo indecible en cuanto tal”. (Valente
2000, pág. 72).

193
mente dicho; viene con el decir, pero lo excede. A ello es a lo que apun-
ta la expresión “la palabra”. Y puesto que esta acompaña, fulgurando en
ocasiones, sin ser propiamente lo enunciado, lo más conveniente es afi-
nar su capacidad de escucha. Hacerse oidor de la palabra es lo que se
aprende, tal vez (ya que no se trata de un resultado que estuviera garanti-
zado), en el curso de la experiencia de lo poético, esa que el poema pro-
pone.
Pero escuchar significa, en este caso, verse desplazado al punto cero
de la determinación, allí donde se está completamente dispuesto a la ex-
periencia radical, a entregarse sin reservas a lo que viene. Se trata, así,
como ha destacado Heidegger en su “Hölderlin y la esencia de la poe-
sía” (en 1981, págs. 36-49), de dedicarse a la ocupación más inocente y
“natural” para el ser humano. No obstante, a pesar de esa “naturalidad”,
el lenguaje es también el más peligroso de los bienes, pues gracias a su
concurso el hombre atestigua la intimidad de las cosas, configura y des-
configura el mundo. De ese modo, la poesía representa un acontecimien-
to especial, uno que, por medio de la palabra, funda (las relaciones entre
las cosas).
Dicho de otra manera: la poesía –Dichtung, reunión, contracción–
es instauración ontológica, lo que debe ser distinguido del mero aporte
creativo. El poeta no es el dueño del ser, solo quien lo funda, y “fundar”
significa posibilitar la abertura en, manteniendo lo abierto en su relación
esencial con lo que, en ese abrir, permanece como lo oscuro, el limo, el
centro, lo enigmático, lo no dicho. Mediante su manera particular de re-
unir las palabras, el poeta fundante realiza eso que la fenomenología de-
nomina una “reducción eidética” –lo que el filósofo busca a través de
una esforzada disciplina del pensamiento, acontece espontáneamente en
el arte genuino–; es decir, deja en suspenso la realidad contingente, esto
o aquello, para hacer la experiencia de las estructuras lingüísticas esen-
ciales a toda realidad. Produce un corte en el entramado del mundo,
cuya consecuencia es la toma de distancia, la suspensión, la epojé. Em-
parentado con ella se encuentra un concepto muy relevante aquí: “épo-
ca”. Al colapsar el entramado de relaciones, el continuo –espacial y tem-

194
poral–, se hace época: un cierto modo de componer, de apreciar, de de-
cir y actuar. Es así como los poetas genuinos –fundantes, epocales– ha-
cen donación del sentido, del ser. Y –claro está– el suyo es un acto ex-
tremadamente delicado, puesto que si resultara fallido tendría como con-
secuencia la clausura, la opacidad, etc.
Con todo, el poeta no sería capaz de producir tamaño aconteci-
miento si la palabra, lo enigmático mismo, no le colocara a él en el pun-
to en el que se produce la hendidura que da pie al espaciamiento posibi-
litador. De ahí que la palabra poética anteceda a las palabras de este
poeta. No son estas lo que interesa, sino lo que se anuncia a través de
ellas. Por eso resulta tan difícil hacerse oidor: requiere hilar fino con el
lenguaje72 . Quien escucha, aunque preste atención a lo que se dice, está
sobre todo a lo que viene, lo por poetizar (lo por pensar), algo cuya de-
terminación se va aplazando y que, no obstante, es imprescindible para
el acontecer poético. Y puesto que lo fundacional reclama un aprendiza-
je a través de la experiencia radical, se exige una proximidad del que es-
cucha con quien funda, casi hasta volverse poeta. En la medida en que
los humanos tratan, de una forma u otra, con la palabra lo poético consti-
tuye para ellos una potencialidad primordial.
Los hombres son trascendidos por la palabra poética. Puede decirse
que esta poetiza (reúne, compone) por encima –y a través– del propio
poeta. Pero, al mismo tiempo, la palabra no puede poetizar por sí sola,
no es una regla ni un procedimiento automático. El poeta es imprescin-
dible y, con él, su personalidad. No obstante, no se trata de una caracte-
rística particular. Esa personalidad se convierte en estilo, en el despliegue
de lo universal en la forma de la más concreta singularidad. El estilo es
asimismo expresión de la denominada “libertad creativa”, algo que el
poeta posee más que nadie, pero que no significa el mero hacer lo que le
da la gana. A fin de cuentas, la palabra poética resulta, como hemos ido
viendo, algo concomitante del ejercicio poético singular, estilístico, que
únicamente a su través puede comparecer.

72
Para Heidegger, la escucha de la que hablamos se convierte en un ejercicio de obediencia que suspende todas las
demás formas de percibir para quedarse completamente a solas con aquello que viene, cultivando la concentración en
el acceso de algo que aún no es familiar.

195
El asunto poético es, pues, algo que se juega en el medio de expre-
sión del lenguaje, pero que no coincide precisamente con lo dicho en él,
algo que requiere del estilo singular de un poeta fundante, pero lo tras-
ciende, algo que comparece entre las palabras de la composición, pero
que las deja atrás, algo que está adviniendo, pero cuya llegada se aplaza
indefinidamente. Esa experiencia negativa representa la preparación para
un tal advenimiento. Las palabras del poeta, aunque no respondan a un
programa, constituyen tentativas de expresión de la experiencia de la es-
pera y, en cierta medida, van delineando los contornos de “lo que viene”,
ya que esto no es más que el correlato de esa capacidad ejercitada en el
desasimiento, el cuidado, la ingenuidad, etc.
“Lo que viene” aparece en los poemas tardíos de Hölderlin bajo la
denominación El dios venidero, una divinidad de nuevo cuño que habría
de instaurar un sentido aún nunca oído73. Ello exige el concurso de los
hombres, pero no el ejercicio de ensimismamiento subjetivo que busca
en el interior de yoes vacíos las decisiones oportunas, sino más bien la
renuncia a las formas de aprehensión caducas y la disciplina en una es-
cucha conveniente que, más que mera pasividad, es osadía para el adve-
nimiento de la palabra. El dios venidero expresa míticamente –y la mito-
logía representa también un requerimiento, como veremos– la palabra
inalcanzable sin la labranza del lenguaje. El dios solo adviene en el seno
de un orden mundano, pero como algo que despunta en la espera, la
comprensión, la experiencia, etc.
Únicamente hay lenguaje donde rige la palabra y, al mismo tiem-
po, esta solo puede realizarse a través de lo dicho en un lenguaje. Esta
paradoja, alrededor de la cual resulta forzoso dar vueltas una y otra vez,
remite al hecho de que la palabra no pueda estar nunca ante nosotros y
que, sin embargo, se encuentre entre nosotros, que se trate de algo extra-
ño y, al mismo tiempo, familiar, que necesite al poeta y, no obstante, sea
la condición sin la cual no habría decir poético. No podemos, pues, tra-
tar con la palabra como con cualquier objeto intencional; es ella la que
nos interesa, la que nos involucra. El poema es necesario porque aquí no

73
Sobre este asunto, cf. Frank 1994, en particular las lecciones 9 y 10.

196
cabe un trato común. Él se erige como un escenario muy especial para la
comparecencia: lo ante, lo trans, lo meta, el ámbito que no ocupa pro-
piamente un lugar, pero que, al mismo tiempo, se expresa concretamente
mediante palabras, refulge cuando son pronunciadas. Lo poético se reve-
la, comparece, aunque sea recalcitrante por lo que respecta a su dona-
ción (determinación). Del dios venidero dice también el poeta, Hölderlin,
algo que proyecta cierta luz sobre nuestro asunto: Cerca está –y difícil de
aprehender– el dios.
En el ámbito que dibuja la difusa percepción de esa cercanía intran-
sitable está radicado lo poético. Muy próximo se encuentra el sentido, la
determinación y, sin embargo, no es nada presente. ¿Cómo referirse a esa
proximidad si no hay nada a lo que atenerse? De ahí la mención del dios.
Dios aparece en el lenguaje –cotidiano, teológico, metafísico, místico,
poético…– precisamente como un expediente mitológico que permite
convertir en sujeto lo que no puede ser localizado, lo trans o meta.
El logos poético es enormemente frágil y cuestionable: parece enun-
ciar algo sobre los estados de cosas del mundo, pero su referencia es
ambigua. Y, pese a todo, no carece por completo de sentido. ¿Qué signi-
ficado tienen entonces las palabras poéticamente compuestas? La dificul-
tad para responder a esta pregunta sería directamente proporcional a la
limitación de la experiencia. Si esta es entendida como el movimiento
inicial –el contacto directo– de la determinación entonces el sentido pa-
rece quedar en suspenso, puesto que la determinación más común es la
cognoscitiva. En el ámbito poético, las palabras no portan conceptos
como los habituales, es decir, reglas mediante las cuales se nos propor-
ciona un objeto o un estado de cosas. ¿Qué hacen entonces? Puede de-
cirse que ofrecer variantes a la aplicación de las reglas, ampliar la capa-
cidad de aprehensión de la realidad. Eso contribuye a enriquecer el
modo en que los hombres habitan la tierra; como señala el verso hölder-
liniano, poéticamente habita el hombre. Las palabras del poeta se articu-
lan paralógicamente, pero no son falsas (ni tampoco verdaderas).
Sin embargo, el asunto aquí sigue siendo qué dicen esas palabras, si
es que dicen algo. Nos encontramos ante una situación enunciativa que

197
debiera ser apreciada como conteniendo más que un juego (de palabras),
aunque lo contenga gracias a él. De acuerdo con la mitología del dios, lo
que cuenta poéticamente es una epifanía no consumada: cerca está y,
pese a todo, se hurta continuamente. ¿Habla entonces de Dios la palabra
poética? Si este hablar es entendido como un enunciar de índole cognos-
citiva que determinaría lo que Dios es, debe responderse que “no”, pues-
to que la expresión “Dios” no hace referencia a un algo –una persona,
etc. “Dios” juega, antes bien, el papel de lo que se hurta, de lo trans o
meta. Lo poético expresa, podríamos decir, la idealidad de toda configu-
ración, que apunta siempre más allá de sus límites. Su asunto debe ser,
por tanto, el dios cuya cercanía intentan apresar las palabras mitológicas
del poeta.
Precisamente lo que se encuentra en juego es aquello de lo que no
podría hacerse experiencia si lo redujéramos a un valor cognoscitivo co-
rriente. La poesía no representa, pues, una suerte de teoría paralela del
mundo. Es –lo pretenda o no el poeta– una forma experiencial (incómo-
da. por tanto, impertinente) de lo que nunca aparece como esto: muestra
más que dice. En la experiencia poética se anuncia el dios en su hurtarse,
al mismo tiempo que se aprende a ensanchar el logos, la razón, Y todo
ello gracias al desempeño de un delicado, precario, juego lingüístico,
que apunta hacia lo no dicho. De este modo, cuando Valente afirma que
“el poema tiene por naturaleza el silencio”74, ello recuerda a lo que Witt-
genstein escribiera a su editor durante el proceso de publicación del
Tractatus: “mi obra se compone de dos partes: de la que aquí aparece, y
de todo aquello que no he escrito. Y precisamente esta segunda parte es
la importante”.
En el juego mencionado, las palabras funcionan de manera diferente
a la habitual. Se emplean a veces nombres que no tienen referencia o
que apuntan más bien a experiencias de la variación, del límite, a lo que
es antecedente, condición, totalidad, etc. Y, sin embargo, no convendría
exagerar estas complicaciones de carácter significativo. A fin de cuentas,

74
“Mucha poesía ha sentido la tentación del silencio. Porque el poema tiende por naturaleza al silencio. O lo contie-
ne como materia natural. Poética: arte de la composición del silencio. Un poema no existe si no no se oye, antes que
su palabra, su silencio. (Valente 1992, pág. 42).

198
las palabras del poeta son pronunciadas…, y entendidas. Resultan enig-
máticas, lo poético en ellas es ambiguo, pero la mayoría de lo que se
dice puede ser realizado comprensivamente sin mucha dificultad. Si to-
mamos como lo más propio del lenguaje poético su capacidad para pro-
ducir metáforas, se hace patente esto que estamos diciendo. El lenguaje
poético no es el único lenguaje metafórico –hay metáforas hasta en la
ciencia–, pero sí aquel en el que estas se convierten en lo principal.
Para la filosofía, como para la poesía, la necesidad de probar nuevas
metáforas surge, como se dijo anteriormente, cuando se presentan difi-
cultades de orientación conceptual. En lugar del análisis de los concep-
tos, la poesía pone en práctica esbozos de composición que introducen
nuevos usos lingüísticos originarios y que, como sucede en el caso del
poeta fundante, hacen posible una cierta patencia de lo oscuro, el cen-
tro, el fondo, el propio logos. El discurso se torna entonces corte, epojé:
descubrimiento y retirada a un tiempo, en forma de expresión enunciati-
va.
En todo caso, poesía y filosofía apuntan maneras similares en este
ejercicio del decir que suspende el logos común, precisamente para vol-
verse reflexivamente sobre el elemento mismo del logos. Poética y meta-
física representan forma cercanas del manejo de la palabra. En ambas el
asunto es la comparecencia de algo que, viniendo con el decir, lo exce-
de. La exigencia que asimismo comparten de llevar hasta las últimas con-
secuencias la experiencia de ese diferir significativo les obliga a forzar el
lenguaje. Pero en realidad, a lo que apuntan es a aquello que únicamen-
te fulgura en el silencio: lo trans, lo meta.
Poesía y filosofía, metáfora y metafísica, se compenetran. Es célebre,
al respecto, la afirmación hedeggeriana de que lo metafórico no existe
más que en el interior de la metafísica. Ricoeur añade que la metá-fora y
la meta-física no son posiblemente más que una sola y única trans-feren-
cia. Es decir, que la ontología implícita en ellas es la de tipo platónico: el
alma se traslada del lugar visible al invisible, de manera similar a lo que
sucede con la transposición metafórica entre el sentido propio y el figu-
rado (1980, pág. 381). El movimiento que los atraviesa como una co-

199
rriente profunda es el producido por esa ruptura entre lo que es como
mera apariencia y lo propio o verdaderamente ente. De esa fractura nace
la tradición de la metafísica occidental.
Con todo, la desviación metafórica, a partir de cuya potencia se ele-
va la poesía, no se reduce al simple olvido del ser o al aplanamiento de
la diferencia ontológica, características del pensamiento discursivo-meta-
físico. La poesía atesora otras aptitudes que se expresan en la recreación
innovadora de carácter semántico. En este sentido, se encuentra en el
lado contrario de lo acomodaticio:

“La poesía, más bien, sube la pendiente por donde baja el lenguaje, cuando la metáfora
muerta va a acostarse en el herbolario. ¿Qué es, pues, la poesía verdadera? Es –dice Heidegger
(Unterwegs zur Sprache, 207)– la “que despierta la visión más amplia”, la que “hace a la pala-
bra remontarse a partir de su origen”, la que hace ”aparecer el mundo””. (Ricoeur 1980, pág.
386)

Ir en dirección contraria, subir, remontar; y gracias a todo ello, el


brotar por sí mismo, la desocultación, la Hervorbringung (traer a presen-
cia) de la cosa misma en clara oposición a la Herausforderung (desafío,
provocación) del pensamiento discursivo en asociación con la técnica.
Lo que está en juego, según Heidegger, es la desocultación del ser, un
traerlo a presencia que depende de la acción humana. Pero, al tratarse de
la cosa misma –que establece sus propias exigencias–, la intervención no
puede convertirse en disponibilidad simple y completamente libre. La
cosa depende, no obstante, de la actividad de los sujetos humanos: los
necesita; y ellos ponen a menudo en peligro su ex-posición. Esto es lo
que sucede bajo el dominio de la técnica: el advenimiento ontológico se
convierte en una extracción, en el resultado de un forzamiento (tanto en
el modo de considerar cuanto en el de actuar)75. La producción técnica
moderna se distancia así de la poiesis griega, que también se orientaba a
un traer el ser a presencia, pero que estaba regido siempre por un “dejar
ser” (1985, pág. 15).

75“El desocultar que domina la técnica moderna no se despliega sin embargo en un producir en el sentido de la
ποίησις. El desocultar que rige en la técnica moderna es un desafiar que traslada a la naturaleza la exigencia de su-
ministrar energía que, como tal, puede ser extraída y acumulada”. (Heidegger 1985, pág. 18).

200
La Hervorbringung de la que hablamos, esa que transcurre en direc-
ción contraria, en la medida en que se trata de poiesis y no de técnica,
asume la indisponibilidad del sentido, que se disuelve en continua meta-
foricidad a nada que se intenta apresarlo en el discurso. Lo que el pen-
samiento arriesgado toma entre sus manos es la capacidad proteica de la
palabra, con el fin de favorecer su juego; es decir: la actividad humana,
cuando se orienta como un cierto obrar, da cobijo a la cosa misma, que
jamás puede ser poseída76 . Esta potencia es la que anima la poiesis de lo
poético, haciendo aparecer el mundo. Crear no es, en este sentido, más
que el acto de dejar que algo emerja. El ser-creación de la obra significa
la fijación de la verdad en la figura77 . Y en este dejar ser la obra llega a
ser obra, lo que no es más que una manera de acontecer la verdad (en-
tendida, según Heidegger, como desvelamiento). Pero, en cualquier caso,
se trata de algo bien diferente del propósito de una voluntad subjetiva
que realiza sus proyectos. En tanto que evento del ser, constituye algo
verdadero.
La tensión característica de lo poético, entre sujeto y predicado, en-
tre interpretación literal y metafórica, entre identidad y diferencia, etc.78,
es la que, reaparece en los modos especulativos del lenguaje. En ellos
tiene lugar también un desdoblamiento significativo de carácter trans-fe-
rencial o metafórico. De ahí que la especulación segregue enseguida una
instancia crítica en la forma de espacio reflexivo. Pero este es en gran
medida irreal, una suerte de impostura que hace posible el acto aparente
de retirarse a un espacio más allá del espacio o a un tiempo más allá del
tiempo. Puesto que todo espacio y tiempo deben ser por definición rela-
tivos, y encontrarse situados, resulta una exigencia en cierto modo irre-
nunciable la aspiración al gesto trans o meta, sin el que no habría dife-
rencia entre lo especulativo y lo descriptivo. Además, lo descriptivo se

76 “¿Quién no ha sabido que en última instancia el “camino” y el “lugar” son la misma cosa, el “método” y la “cosa”
son idénticos? ¿Quién no ha percibido que la relación entre el pensamiento y el ser no es una relación en el sentido
lógico de la palabra, que esta relación no supone términos anteriores a él, sino que constituye de una u otra manera
una mutua pertenencia del pensamiento y del ser?”. (Ricoeur 1980, pág. 422)
77 “El efecto de la obra no proviene de un efectuar. Consiste en una transformación, que ocurre a partir de la obra, del

desocultamiento de lo ente, o lo que es lo mismo, del ser” (Heidegger 1980b, pág. 58).
78 Ricoeur 1980, pág. 424.

201
descubre siempre, a fin de cuentas, como discurso y, en ese sentido,
como construcción metafórica.
Aunque dedicado al arte del silencio, el poeta no para de hablar.
Compone palabras, se adentra en el lenguaje, pero no se conforma con
lo que en él encuentra. O mejor dicho: su trabajo con las palabras da
como resultado la conversión de lo familiar en lo inaudito. El poeta tien-
de, pues, a lo inquietante, a lo que arranca del hogar, de lo propio; y de
ese modo vierte una nueva luz sobre la casa que habitamos. Sustrayén-
dose a lo hogareño puede ser capaz de percibir el entramado de relacio-
nes –identidades, diferencias– que lo soporta. Poniéndose fuera puede
cantar las condiciones de dentro. Sin embargo, ponerse fuera constituye
en realidad una impostura, un gesto que se hace como si no hubiera una
imposibilidad manifiesta. El oficio del poeta, que se cumple en la expre-
sión del silencio, resulta inhóspito como consecuencia de su (inevitable)
excederse en el uso de las palabras.
Pero el poeta también canta la experiencia de tal exceso. Una de sus
figuras es, como acabamos de ver, la del dios venidero, que resuena en el
silencio. Tal vez no se trate sino de la sombra proyectada por un ente on-
tológicamente inquieto, originariamente arrojado e involucrado en el
conflicto eterno que lo enfrenta a lo otro de sí que mora en su interior, el
dios. Este dota de figura a la experiencia de que esto o aquello, lo fáctico,
la situación, presuponen, como su correlato, la totalidad, lo deslocaliza-
do, lo suelto, el punto de vista de ningún lugar, etc. Pero tal correlato ca-
rece propiamente de rostro, puesto que está más allá: constituye lo trans
o meta.
Así pues, para el hombre resulta imprescindible introducir un fuera
como posibilidad (ontológica, epistemológica). Sin él no habría forma de
definir adecuadamente lo propio. Pero ese fuera no está a su alcance de
igual manera que lo están los objetos de experiencia corrientes. ¿Cómo
podría uno salir de sí mismo para ser precisamente él mismo? Y no obs-
tante, sin salir de sí sería incapaz de plantear algunas preguntas funda-
mentales cuando se trata de actualizar la cuestión del sentido. De hecho,
todo preguntar remite a una estructura predicativa que implica la refe-

202
rencia tanto a un centro –el pronombre personal “yo” hace posible que
quien habla apunte a sí mismo desde dentro– cuanto a los límites del de-
cir, que se expresan mediante algunos términos que hacen referencia a la
totalidad: “realidad”, “mundo”, etc. Al estar dotado de un lenguaje pro-
posicional, el hombre se encuentra centrado sobre sí mismo en la forma
de yo (Tugendhat 2004). La egocentricidad es una condición sine qua
non de la vida humana, tanto como la consideración exterior (trascen-
dente) que hace posible cuestionar la propia vida y, así, proyectarla y di-
rigirla.
Dos realizaciones de esa estructura lingüístico-antropológica nos in-
teresan aquí: la poética y la metafísica. El poeta realiza la experiencia de
lo trascendente en la composición del lenguaje y aspira a decir el más
allá, el fuera imprescindible para el habitar humano. De ese modo, es el
más humano entre los hombres, ya que su oficio apunta a las condicio-
nes esenciales, al fondo de la humanidad misma.
Muy próxima a la poesía y la metafísica se encuentra la experiencia
radical de lo divino y también ella acontece como relación con una pa-
labra de problemática referencia: “Dios”. El uso excesivo de tal término
muestra caracteres poéticos y metafísicos, pero forma parte también de la
mística, esa ocupación total (con lo divino) que implica un completo sa-
lirse de sí, de manera que representa una realización de la experiencia de
lo trans o lo meta.
Y aunque la mención de la mística nos transporta enseguida a las
cercanías de la religión, en realidad hay diferencias importantes entre
ellas. La mayor de todas podría ser que mientras la religión implica la
creencia en Dios la mística no la implica necesariamente. Esta tiene que
ver con la posibilidad más general de trascender o relativizar la propia
egocentricidad. Por eso, no necesita dirigirse a la voluntad de Dios para
suplicarle asistencia y socorro79 . Aunque próximas, la mística representa
el aura, el aroma que se eleva, y la religión, en cierto modo más pesada,
se precipita al fondo manteniéndose firme y quieta en él. Mientras que la
religión proporciona principalmente el sentimiento de pertenencia, la
79
Esto es lo que ocurre, según Tugendhat, en lo que él llama “la postura religiosa propiamente dicha”. Cf. 2002, pág.
219.

203
mística puede se entendida como una referencia no fija a lo trascenden-
te. En ella lo más importante es la entrega emocionada que tiene lugar en
la aprehensión de la totalidad o del sentido, en la que no se administra,
como sucede en las viejas formas de religio, al dios propio, el de la etnia
o la comunidad, el que protege y salva, el que destruye al enemigo, sino
que se deja uno empapar por lo que trasciende, que puede ser un dios o
algo que ni siquiera cabría nombrar. De ahí que el sentimiento místico
no se encuentre limitado ni dirigido a la búsqueda de protección o a la
salvación de los justos o a la aniquilación de los infames. La mística es
contemplación y, si acaso, conversión. El dios que es descubierto a través
de la experiencia mística ni puede ser personal, ni estar culturalmente
mediado, ni tratarse de lo que divide entre dentro y fuera.
Poética, mística y metafísica constituyen, pese a sus diferencias, ma-
neras parecidas de tratar con esa dimensión trans o meta de la que se
viene hablando. Podríamos decir que representan variedades metafísicas
de la experiencia, puesto que el asunto del que intentan ocuparse, y cuyo
cumplimiento bordea el límite de lo posible, es en cada caso eso que,
siendo condición sin la cual no, resulta propiamente inaprensible: la pa-
labra, el ser o el sentido, el dios. Los tres se hurtan y, pese a ello, compa-
recen de algún modo. La palabra no coincide, en cuanto al significado,
con las palabras que determinan en el contexto de enunciados del len-
guaje común, el ser no puede ser confundido con un ente y el dios, por
su parte, únicamente puede ser tematizado como dios en exilio o como
dios venidero. Se presentan, no obstante, de algún modo, puesto que en
las palabras que el poeta compone fulgura el fondo, o el silencio sin el
cual no habría decir; en todo enunciar determinativo se hace uso del ser
y, finalmente, la fragmentación característica de la vida mundana presu-
pone la idea de totalidad, la ligazón de lo que se encuentra fracturado:
sujeto-objeto, principio y fin, etc. No se trata de algo oculto, sino de lo
que despierta la mayor atención de la que son capaces los hombres.
Aquello que, estando próximo, resulta difícil de aprehender. Un concep-
to, que tiene validez tanto en la mística, como en la metafísica (Heideg-

204
ger) y la poética (Valente), podría proyectar cierta luz sobre lo que esta-
mos diciendo: “éxtasis”.
La mística representa la experiencia de la extrema, simple y abisal
unión, que no discurre por la senda de lo hogareño sino de lo inhóspito.
Arranca de sí al sujeto y lo traslada a interior del dios. Esta imposibilidad
de un manejo común de las cosas, de las palabras o, incluso del propio
yo, se hace patente al oponer la contemplación a la unión mística. En la
contemplación –una categoría religiosa– aún hay espacio, distancia, dua-
lidad; eso permite apreciar relaciones y establecer coordenadas. Por el
contrario, en la unión mística –que es una suerte de categoría erótica en
la que apunta un anhelo de reconciliación– ese espacio intermedio ha
desaparecido; lo que llena esta experiencia es que “Dios, en la profundi-
dad de nuestro ser, acoge a Dios que viene a nosotros” (Valente 2000,
pág. 44-45). Las formas experienciales de las que hablamos comparten
asimismo esta dimensión de trascendencia del yo: no es la palabra del
poeta, ni la experiencia de un yo empírico en la metafísica, ni mucho
menos este ser humano, lo que se convierte en sujeto del acontecimien-
to. Este fuera se manifiesta negativamente para la aprehensión común:
son balbuceos carentes de sentido, incluso peligrosos.
Sin embargo, ya hemos señalado anteriormente que lo excesivo de
los acontecimientos poético, místico y metafísico, no radica en la sus-
pensión del determinar que remite a lo que no puede ser limitado, sino
principalmente en lo compulsivo de su exigencia de expresión lingüísti-
ca. Lo que se enuncia del místico, valdría también para el poeta o el filó-
sofo: “La primera paradoja del místico es situarse en el lenguaje, señalar-
nos desde el lenguaje y con el lenguaje una experiencia que en el len-
guaje no se puede alojar” (Ibíd., pág. 85). Tanto el místico como el poeta
y el filósofo aman sus experiencias de un modo que habría que denomi-
nar mundano. Desde este lado se apura el cáliz; aunque, como sabemos,
el otro también seduce: la muerte como deseo del filósofo en la Apología
de Sócrates o el célebre “vivo sin vivir en mí” de los poetas místicos. Esta
es la parte del logos: razón, lógica, lenguaje. Ahora bien, la mundanidad
del poeta, del místico o del filósofo se hace patente no en su ocupación

205
corriente con las cosas, sino en su refinada percepción de las marcas de
lo trans que hay en ellas. Y no pretenden comunicar nada; a lo sumo, in-
vitan a la experiencia. En tanto que metafísica del éxtasis, el saber filosó-
fico es únicamente una revelación del ser y la palabra, de la palabra per-
dida, de la palabra que es transparencia del ser: “Antepalabra o palabra
absoluta, todavía sin significación, o donde la significación es pura inmi-
nencia” (Valente 2004, pág. 9). Y este es también el lugar de lo poético.
Ahí, en un topos imposible, acontece exclusivamente un desbordamiento
que logra si acaso cierta expresión inestable en la composición del poeta
fundante, algo que el místico y el filósofo también pretenden. Y ella no
dice propiamente nada: anuncia indicando, haciendo guiños, de tal ma-
nera que, a lo sumo, se produzca alguna comparecencia.
La escasez de significado que comparten las palabras del poeta, del
místico y del filósofo se transforma, no obstante, en un exceso del mismo.
Arremetiendo contra los límites, producen nuevo lenguaje, así como un
cierto sentido. Pero este, lo sabemos, no puede ser común, su logos di-
verge. ¿De qué manera? Anteriormente nos hemos servido de un término
relacionado con el que se encuentra en cuestión: mito. Cabría decir que
el logos de tales –el logos poético, ejemplarmente– es mítico.
La contraposición entre mito y logos –el “paso del mito al logos”
constituye un tópico de la cultura occidental– tiene como objetivo subra-
yar las condiciones de la racionalidad lógica y epistémica, fundante y
universal, frente a la construcción narrativa, representacional o simbóli-
ca, característica de los relatos a base de dioses, fuerzas telúricas y so-
brenaturales, etc. El mito resulta así una composición particular que pre-
tende expresar lo que aún no encuentra la manera de ser enunciado de
acuerdo con las condiciones de la racionalidad lógica. Pero el mito no es
irracional; antes bien, el trabajo de ordenación, gradación, reducción a
principios, establecimiento de causas y efectos, etc., está muy elaborado
en la narración mítica. Lo que sucede es que los términos que se em-
plean en ella ni se refieren a entidades realmente existentes ni describen
propiedades empíricamente contrastables. En muchas ocasiones, ni si-
quiera se cumplen todas las reglas de la lógica: se permiten las imágenes

206
inconsistentes, unos mitos se solapan con otros incoherentemente, etc.,
puesto que han surgido en el curso de un proceso sedimentario histórico.
Con todo, si se atiende a que tanto mito como logos significan un
componer enunciativo y, además, a lo que ha ido resultando de nuestra
reflexión sobre el decir poético, enseguida se tambalea esa representa-
ción, tan simple y clara, según la cual el tránsito “natural” en el camino
de la ilustración va del mito al logos. En realidad, él no solo no elimina
sino que, en cierto modo, exige el mantenimiento del mito. Resulta signi-
ficativo que una importante generación de pensadores ilustrados –Hegel,
Hölderlin, Schelling, etc.–, se enfrentara a la confianza ingenua en una
razón monológica y estrecha en su exigencia de claridad, distinción y
certeza, reclamando una mitología de la razón imprescindible para que
las ideas pudieran tener efectividad en el mundo, no solo contribuyendo
a su transformación racional, sino también siendo capaces de aprehender
su enorme diversidad y riqueza.
El logos –proporción, constitución, forma– de lo poético es, como
decimos, mito. El sentido de sus palabras no proviene de la certeza veri-
ficacionista, sino de la potencia de su construcción narrativa, que hace
posible la comparecencia de un sentido. A ese acontecimiento lo hemos
venido llamando la palabra. Y esta no puede pronunciarse lógicamente,
sino valiéndose, por ejemplo, de la creación de figuras mitológicas, de
dioses, o de fuerzas activas de dudosa referencia, como la antepalabra.
La mitología constituye el reino propio de lo poético (y también de lo
místico y de lo metafísico). Y aunque los mitos muestran cierta consisten-
cia, ella se logra en muchas ocasiones gracias a que se desarrollan
transmundana o metamundanamente.
Ahora bien, no afirmamos que la poesía, la mística y la metafísica
sean mitologías como las que la tradición nos presenta. Aunque se sirvan
de los modos míticos de componer, lo que facilita el juego y la variación
que requiere desempeñar su oficio en los límites del sentido, su objetivo
no es crear mitos.
El descubrimiento de que el lenguaje es tanto logos como mito resul-
ta no de la distinción teórica sino de la praxis. Eso es lo que se traen en-

207
tre manos el poeta, el místico y el filósofo. Su empleo de elementos mito-
lógicos ejercita para una disposición más amplia y compleja de lo lin-
güístico y, en general, para habitar la tierra. Con ese objetivo, deben in-
tentar, casi gestualmente, sustraerse al imperio de un cierto logos y pro-
poner otros discursos posibles, a los que llamaríamos míticos. Y aunque
el mencionado ejercicio cristalice a veces en un mundo aparte dotado de
reglas narrativas peculiares, estos logos variados deben forzosamente
quedar abiertos, puesto que lo primordial en ellos es dejar en suspenso la
lógica común, transgredirla, contradecirla, variarla, dilatarla, etc. De ahí
la estrategia paradójica del místico –que no siempre conduce a la gene-
ración de un elenco idiosincrásico de personajes: el amante, el amado,
etc.–, el simbolismo del poeta o el trabajo metafórico tanto místico,
como poético o filosófico. Así, por ejemplo, el filósofo procede terapéu-
ticamente segando, en un ejercicio de autorreferencia excesiva, los fun-
damentos sobre los que se asienta su discurso. Dice que las proposicio-
nes de la filosofía carecen de sentido por medio de pseudoproposiciones
filosóficas, y se sirve de conceptos flexibles, que apenas sí son tales o de
símiles, con el fin de refrescar un entendimiento recalentado.
Esta particular mitología, más que la casa del poeta, constituye su
tierra de exilio. Él proviene del logos común, pero se encamina con su
canto hacia lo extraño que eso común implica; de un modo similar, el
místico no solo se eleva hacia la unión con la divinidad, o la nada, en la
noche oscura, sino que enseña a apreciar la intensa penetración de la di-
vinidad en el mundo, esclareciendo así la existencia; y el filósofo, por su
parte, cuando golpea contra los muros del lenguaje, a la búsqueda del
ser o del sentido, muestra los límites del habitar humano, pero también
las posibilidades aún por escribir. Como medio de expresión de lo expe-
riencial, lo mitológico encarna en palabras precarias aquello que condi-
ciona y rige antes que nada y sin lo cual no habría lenguaje; a saber: el
silencio que, según el poeta Valente, es limo, o fondo o noche oscura.

208
21. El sujeto de la experiencia

Si bien es cierto que la experiencia común necesita un sujeto que


unifique lo disperso, la experiencia radical o genuina, esa que tiene la
forma definitoria de que algo se queda en nada, acarrea dificultades.
Cuando se produce este hundimiento de las expectativas o, lo que es lo
mismo, la disolución de la cosa, entonces parece que el sujeto no tiene
nada que articular. Como mucho, cabría la osadía de mantenerse sus-
pendido en el tránsito que comporta la disolución.
De lo anterior resulta ese fenómeno ya analizado anteriormente si-
guiendo a Gadamer: que la experiencia termina siéndolo sobre todo del
sujeto, que no puede permanecer igual durante ese tránsito del que ha-
blamos. Aquella lo transforma; podría decirse, incluso, que va generando
sujetos diferentes, en deriva. Por lo tanto, si podemos suponer que a las
situaciones normales, no problemáticas, les acompañan, casi como su
condición de posibilidad, las transiciones de experiencia (genuinas), en-
tonces el sujeto debería se concebido como una realidad siempre en
tránsito, en andanza. ¿Qué quiere decir esto? Pues que convendría pen-
sar más bien en un sujeto que no fuera otra cosa que experiencia, es de-
cir, no una realidad significativamente estable configurada con anteriori-
dad a su verse sometida a la praxis, a la interacción experiencial.
La dificultad estriba, como sucede a menudo, en dotar de contenido
a esta idea. En todo caso, y antes de proseguir, parece que algunos rasgos
sí pueden ser esbozados simplemente con retener los hitos más señeros
de las páginas precedentes. El sujeto del que hablamos no puede ser una
sustancia significativamente autosuficiente; de hecho, los significados
que parecen configurar su interior provienen en su totalidad del exterior.
Pero, al mismo tiempo, esta afectación pragmática del sujeto no implica
que él se reduzca a la simple determinación. En tanto que instancia arti-
culadora de nada, el sujeto experiencial puede ser visto como un movi-
miento de desafección, un actor que adopta identidades pero lo hace

209
como quien representa un papel, manteniendo cierta distancia con res-
pecto a la regla directriz del mismo. No permanece.
Ahora bien, esto no implica que la subjetividad resida en el interior
de un sujeto cartesiano o kantiano, es decir, de una sustancia autodeter-
minante, encerrada y sin contacto con la realidad. Para el sujeto de la
experiencia que pretendemos caracterizar resulta fundamental, por el
contrario, la intervención en el mundo. Es más, se trata principalmente
de un sujeto-en-el-mundo, de un existente heideggeriano, caracterizado
por su radical apertura.
Este actor existencial, que precisamente por serlo se encuentra ya
siempre en una situación, inmerso en un entramado de significados que
lo anteceden, experimenta la falta de control sobre estos. Ello ha condu-
cido incluso a un punto en el cual únicamente parece percibirse su diso-
lución en el medio significativo.
El sujeto de la experiencia, de la voluntad o de la expresión, había
sido concebido como el centro del mundo. Quieto en medio de las cons-
telaciones móviles de lo real, se asemejaba a un nuevo y solitario dios, el
principio trascendental (que excede los límites de las experiencia). La ra-
zón lo liberó de la coseidad, asegurando así su sitio en la tierra. Como
consecuencia de lo anterior, puede decirse que la concepción trascen-
dental del sujeto se enfrenta al siguiente dilema: puesto que aquel ha de
sostenerse a sí mismo se ve obligado a volverse reflexivamente y al ha-
cerlo puede o bien percibirse a partir del reflejo que proyecta sobre la
realidad o bien como mera referencia a sí.
La segunda de las alternativas, la pura reflexión, es la que en princi-
pio se acomoda mejor a las características de una subjetividad trascen-
dental. Lo que se pretende lograr es algo así como una representación no
contaminada del cogito. Pero esta aspiración no tiene un fácil cumpli-
miento, pues una representación del representar mismo exige un salto
categorial para el que no hay apoyo suficiente.
Kant se había confrontado ya con esta dificultad. Él partía de la sín-
tesis cognoscitiva, cuya expresión es el juicio, la proposición. El conoci-
miento constituye una unidad compuesta por dos términos: sensación y

210
concepto. La sensación es mera pluralidad que debe ser agrupada para
que pueda hablarse de un conocer no meramente subjetivo (lo que sim-
plemente le parece a uno), sino del objeto. Y lo hay porque las impresio-
nes no se enlazan unas con otras de cualquier manera. El conocimiento
no es, pues, una estructura de mera y simple subjetividad, es la estructura
del objeto.
La unidad que el juicio representa se expresa por medio de la cópu-
la, el “es” de la proposición. En primer lugar, el suceder temporal de la
sensación –una, otra, otra, etc.–, tiene que ser recogido y enlazado de
alguna manera, como pluralidad. Esto ocurre porque el representar mis-
mo se ve acompañado de la representación de una unidad de lo plural
en general que, por su parte, se corresponde con el hecho de que todas
la representaciones lo sean de un sujeto unificador. Así pues, como ya se
dijo, la posición de unidad del objeto (la objetividad) va a la par de la
posición de la subjetividad o apercepción pura. A través del proceso re-
flexivo, la incipiente protoatribución a un caso particular se convierte en
una regla que vale de manera universal. Se trata, pues, del procedimiento
que subyace al juicio, al pensamiento.
Pero aquí es donde se torna inevitable la pregunta: ¿Puede ser pen-
sada a su vez esa representación de unidad que acompaña a la plurali-
dad intrínseca del representar? O, en otras palabras, ¿puede el reflexionar
mismo encontrar predicados para la apercepción, una regla separable del
caso particular, un concepto; y, de ese modo, conocerla como si de un
objeto se tratara? El establecimiento de la autoconciencia como principio
postula la exigencia del asalto reflexivo a su lugar más original y caracte-
rístico, para exponerlo, bajo las condiciones del pensamiento, en la for-
ma de un saber cognoscitivo. La respuesta viene condicionada por la dia-
léctica de la razón: no hay una experiencia del yo puro o trascendental
que dé lugar a una síntesis cognoscitiva conceptualmente manejable. Por
lo tanto, “yo” no cumple las exigencias de un concepto normal, bien
formado, sino que resulta algo confuso; se trata, en realidad, de una idea
de la razón, de la que no se sigue objeto alguno. El yo parece trascender
al entendimiento, al menos en su uso cognoscitivo.

211
A las teorías reflexivas del yo les acecha la confusión dialéctica. Lo
que ellas pretenden es concebir la aprehensión de sí como un caso de la
relación cognoscitiva; aquel en el que un yo-sujeto se conoce a sí mis-
mo. De este modo, la autoconciencia sería la actividad mediante la cual
se aplicaría un ojo a la conciencia. Es decir, se trataría de una conciencia
de la conciencia. Pero en tanto que tal, también esta requeriría de una
conciencia ulterior para llegar a constituirse, y así sucesivamente.
El punto de partida es, por tanto, que el yo-sujeto se conoce a sí
mismo al volverse sobre sí. Pero si suponemos que él es ya verdadero yo
en la función sujeto nos movemos en círculo al estarnos sirviendo preci-
samente de lo que está por explicar. Pues solo puede hablarse de yo allí
donde un sujeto se ha aprehendido a sí mismo. Aunque aparece en los
dos lugares de la igualdad yo=yo, en realidad dicha expresión únicamen-
te tendría sentido si fuera un saber resultante de la actividad reflexiva. Sin
embargo, la reflexión no lo proporciona, sino que lo presupone.
Resulta forzoso aceptar entonces que el yo que llega a sí mismo por
medio de la reflexión tiene que ser desde el principio ambos hitos del
trayecto: el que sabe y lo sabido. Pero así se origina la paradoja: que el
sujeto sea con antelación la identidad yo = yo y que, no obstante, esa
igualdad tenga que realizarse (con posterioridad) mediante la reflexión.
Para escapar a tal dificultad puede ponerse a prueba otro modelo: que el
yo-sujeto no es el yo, que la autoconciencia es solo el resultado de la re-
flexión. Sin embargo, por esta vía la identidad nunca será efectiva. Dado
que la autoconciencia comporta la identidad entre los dos miembros y
que el yo-sujeto no es el yo antes de producirse el movimiento de identi-
ficación, ¿cómo llegará a serlo más tarde?; para que aquella tenga lugar
ambos deben ser ya lo idéntico, es decir, el yo, cosa que no es, cuando
menos, uno de ellos. Además, esta identidad de la que hablamos tiene en
la autoaprehensión subjetiva un carácter de intimidad altamente proble-
mático: el sujeto ha de saber que su objeto es idéntico a él, pero el co-
nocimiento de esa identidad debe lograrse sin que quepa la remisión a
un tercero, puesto que la autoconciencia presupone una relación inme-
diata consigo.

212
La consecuencia de este paso en falso es que la autoconciencia de-
bería ser pensada como algo distinto de la reflexión. El yo se convierte
asimismo en una instancia lingüística inevitable pero de difícil digestión
cognoscitiva.
De manera diferente, las concepciones no reflexivas entienden este
tipo de conciencia de la conciencia como una suerte de acto transparen-
te, esto es, como una cierta presencia de sí que acompaña a toda con-
ciencia tética (de esto o de aquello). Lo anterior confiere a la realidad
experimentada un papel importante en el fenómeno de la conciencia de
sí. El “vivir”, por ejemplo, representaría ya una objeción (performativa) al
modelo (de la separación entre) sujeto-objeto80 .
Una idea similar a esta, que el “yo” no es un concepto sino la mera
conciencia que acompaña a todos los conceptos, se desprende asimismo
de otras posiciones filosóficas. Wittgenstein había indicado que el pro-
nombre “yo” podía ser eliminado del lenguaje porque sugería un falso
sujeto de los estados mentales y, de modo similar, E. Anscombe (1981) ha
atribuido los problemas que acompañan a dicha expresión al hecho de
que carece de referencia.
Tanto la incorregibilidad de los estados mentales como la identidad
del yo son susceptibles de ser puestas en cuestión. Uno puede no saber
que determinado nombre se aplica a él mismo, aunque sepa quien es él
y quien es yo. Incluso considerado como un nombre propio da proble-
mas, pues se trata de un nombre raro y poco práctico: aunque común a
todos, es usado de forma exclusiva para referirse a la persona que lo em-
plea. Pero tampoco funciona bien como demostrativo, ya que tales tér-
minos resultan especialmente propensos al error, y se supone que la

80
Sobre este asunto de una apercepción que no sea introspección, ha dicho P. Ricoeur (1996, pág. 356, nota 26) lo
siguiente: “La antigua identificación del ser con la sustancia, no cuestionada, en absoluto, por Descartes, descansaba
en el privilegio exclusivo de la representación cuasi visual que transforma las cosas en espectáculo, en imágenes cap-
tadas a distancia. La duda de Descartes es una duda que descansa en el espectáculo de las cosas. Y, si Descartes puede
dudar de que hay un cuerpo es porque se hace de él una imagen que la duda reduce fácilmente a ensueño. No ocurre
lo mismo si la apercepción de sí es considerada como la apercepción de un acto y no como la deducción de una sus-
tancia. Semejante apercepción es indudable sólo en la medida en que no es una visión simplemente vuelta hacia el
interior, una introspección, la cual, por muy próxima que se quiera a su objeto, implica la distancia mínima de un
redoblamiento. Hay que decir que el sentido íntimo no tiene objeto. Semejante oposición entre apercepción (inmanen-
te) y representación (trascendente) no deja de tener un paralelo en la filosofía analítica postwittgensteiniana. E. Ans-
combe caracteriza como conocimiento sin observación al saber de lo que podemos hacer, de la posición de nuestro
cuerpo… Igualmente, la noción de acción de base, en A. Danto y en H. von Wright descansa en semejante aprehen-
sión no objetivadora de sí mismo. Lo propio de Maine de Biran es el haber percibido el fuerte vínculo que existe entre
el ser como acto y esta apercepción sin distancia”.

213
identificación de yo debería ser incorregible. Así que la inmunidad frente
al error proviene de que no hay algo a lo que aquel pudiera referirse de
una manera equivocada.
Que “yo” no se emplee de modo referencial significa que la propo-
sición “yo soy X", puesta en la boca de X, no es una proposición de iden-
tidad genuina, sino que únicamente se encuentra conectada con otra del
tipo “esta cosa aquí es X”:

“La palabra ‘yo’ no significa lo mismo que ‘Ludwig Wittgenstein’, incluso aunque yo sea
Ludwig Wittgenstein, ni tampoco significa lo mismo que la expresión ‘la persona que está aho-
ra hablando’. Pero esto no quiere decir que ‘Ludwig Wittgenstein’ y ‘yo’ signifiquen cosas dife-
rentes.
Todo lo que quiere decir es que estas palabras son instrumentos distintos de nuestro len-
guaje”.81

Así pues, este elemento no nombra nada, ni se refiere tampoco a al-


guna identidad psicológica o metafísica que podamos llamar “el yo”.
¿Cuál es su función? En el empleo que Wittgenstein ha llamado “subjeti-
vo”, “yo” indica el punto de vista interno, en el cual un acto mental apa-
rece ejecutándose o una sensación ocurriendo. Pero eso no le confiere
un significado que se extienda más allá de un uso posicional. Ryle se ha
referido al carácter elusivo del concepto de “yo”. Este es siempre actual y
evanescente: marca la perspectiva que la persona tiene sobre lo que hace
y lo que le acontece mientras está sucediendo.
Por otra parte, aunque puedo adoptar una perspectiva frente a las
cosas, no me es posible salir de mi mismo y tomar un punto de vista con
respecto a mi yo. Sus caracteres son la intimidad y la ejecutividad, algo
que se expresa en la conjugación de los verbos en primera persona y que
se pierde cuando se pasa a otra persona verbal.
Con lo dicho, nos estamos aproximando a la otra senda de posible
acceso a la instancia sujeto. Pero no se trata en este caso de reflexividad
pura, del volverse cognoscitivo sobre sí. Aquí habría que hablar más bien
de cómo la subjetividad se reflejaría de alguna forma en lo real; no sería

81Wittgenstein 1968, pág. 67. Esto funciona de modo parecido a como lo hace, para Wittgenstein, la gramática de
“saber” (cf. 2003).

214
entonces una cosa o un hecho entre los otros, sino algún aspecto de
aquello, que tendría que ver con cierto ejercicio de composición, arre-
glo, manejo, etc. Se abandona así la exigencia sustancial para enfocar los
aspectos activos de la posición subjetiva. Ya no se apunta al interior, sino
que se atiende a lo exterior, porque solo allí puede hablarse de sentido.
La subjetividad es vista como una determinada función de la vida huma-
na efectiva.
De esta manera, el sujeto deja de aparecer como fundamento. Y,
además, cuando en el lugar de algo trascendente como la conciencia se
coloca la vida efectiva, ya no es posible retornar a una consideración on-
tológica que proceda empleando términos como “sustancia”. La vida
presenta, por el contrario, caracteres que quedarían mejor definidos con
expresiones que dieran cuenta de lo accidental, fáctico, histórico. El suje-
to humano-real, dispuesto ahora en el foco de la atención, está aconte-
ciendo, lo que significa que no se halla, ni mucho menos, definitivamen-
te configurado. En la historia de la filosofía se ha hablado de existencia
con el fin de subrayar la no esencialidad del modo de ser en cuestión.
Un sujeto inmerso en la vida se encuentra, por ello mismo, involu-
crado en actividades de carácter histórico. Y lo histórico es aquello que
no permanece siempre igual, que se origina, descompone y recompone
continuamente. El sujeto no puede trascender entonces esta variabilidad.
La estabilidad de una conciencia teórica o práctica, condición de mun-
do, depende a su vez de ciertos movimientos que la han hecho surgir y,
que, por lo mismo, podrían transformarla o hacerla perecer.
La imagen del sujeto enfrentado a una realidad independiente se
resquebraja. Sujeto y objeto se ven envueltos en una interacción que da
lugar a diversas, y complejas, estrategias de juego. El conocimiento no
debe ser concebido, por tanto, como el intento de representar lo real,
sino como un modo de usarlo. La relación entre nuestros argumentos y la
realidad es causal más que representacional: es causa de que sostenga-
mos ciertas creencias, que seguiremos manteniendo mientras podamos
confiar en ellas como guías para obtener lo que queremos (Rorty 2001).

215
La deconstrucción del sujeto deja ver su carácter mundano, quedan-
do así desplazado del lugar que ocupaba en el mapa de los principios.
Aunque sigue siendo necesario tenerlo en cuenta, se trata ahora de un
sujeto descentrado, dispuesto en un entramado de significaciones. Los
conceptos de “estructura” y de “sistema” han sido claves a la hora de
construir teorías que no solo han combatido la idea de una realidad sus-
tancial o esencial, sino principalmente la de sujeto. “Estructura” hace re-
ferencia a un sistema integrado por elementos que obtienen su significa-
do de las relaciones diferenciales entre ellos. Una trama de este tipo ca-
rece de centro. Si el sentido fuera una suerte de principio o modelo, que
se localizara no en el espacio articulado por las diferencias sino en una
posición central, entonces no habría manera de pensarlo, precisamente
porque no sería posible situarlo diferencialmente. No tomaría parte en
las distinciones, con lo que representaría algo así como un espacio no-
estructural, es decir, un no-lugar, un ou topos (Frank 1984). Una vez que
el sentido se encuentra diseminado en una trama inabarcable de relacio-
nes diferenciales, a la que le corresponde una presencia diferida (Derri-
da), resulta problemático hablar de un sujeto que domine la situación.
El ya tópico giro lingüístico de la filosofía contemporánea tiene su
origen en el descubrimiento de la inconsistencia de la idea del sujeto
como fundamento. El sentido resulta ser más bien algo antecedente que
se encuentra dispuesto en la forma de lenguaje; además, se trata de un
acontecer, de algo irreductible a una descripción de objetos.
Resultado de lo que venimos diciendo es que el sujeto constituyente
se convierte en vida pre-reflexiva y, como se ha indicado, deja de ser un
ego trascendental dotado de presencia a sí. Para la concepción transfor-
mada, el suelo último de la constitución de sentido ya no es algo que se
encuentre a mano. Debe ser pensado más bien como una realidad indis-
ponible en la que el sujeto se halla involucrado. Según Heidegger, ante él
se tiende, a lo sumo, la posibilidad de resolverse con vistas a una exis-
tencia genuina.
El propio giro lingüístico experimentará a su vez un nuevo cambio
de perspectiva cuando la atención se centre en los aspectos pragmáticos

216
del lenguaje. Lo importante no será ya la atribución de significado por
parte de un yo independiente, sino los procesos de comunicación e in-
terpretación que atraviesan las diferentes actividades en las que se ven
envueltos los seres humanos.
Diferencialidad, iterabilidad, socialidad y normatividad son caracte-
res que establecen condiciones antecedentes al desempeño particular de
los actos lingüísticos y, con ello, a la formación del significado. La repe-
tibilidad de los signos constituye una praxis que debe ser presupuesta
para que sea posible siquiera que un hablante individual pueda realizar
los pasos normativamente establecidos que doten de sentido a sus accio-
nes-enunciados. Además, las reglas a las que nos referimos se encuentran
abiertas y sometidas a un proceso de iteración no fácilmente controlable,
y que, a lo sumo, descansa en la costumbre o en la historia. Mucho antes
de que se instaurara el paradigma lingüístico, Humboldt había descubier-
to el indice de individualidad irrecuperable que se agazapa en la actuali-
zación de los significados. Ello acarrea un desplazamiento que no puede
ser previsto y que presenta un doble rostro: al mismo tiempo que impulsa
la generación de sentido, impide que este pueda ser aprehendido de una
vez por todas.
La idea de una realidad lingüística anterior a las acciones de los ha-
blantes intenta digerir el fenómeno de la incontrolabilidad del sentido,
llegando incluso a realizar una hipóstasis del lenguaje. El último Heideg-
ger afirmará, contra el subjetivismo, que es el propio lenguaje el que ha-
bla. Colocado, más o menos excéntricamente, en la corriente que pro-
viene del historicismo hermenéutico y de la fenomenología, desplegará
la idea de una pre-constitución de carácter existencial. “Existencia” signi-
fica, por tanto, estar ya siempre arrojado en un contexto de exigencias y
posibilidades respecto de las cuales hay que comportarse afirmativa o
negativamente. De ese modo, puede decirse que el Dasein se encuentra
desfondado, ya que existe sin núcleo esencial; es decir, no se trata de un
yo que se sustente sobre la certeza de su (auto)conciencia; se halla siem-
pre, y antes que nada, envuelto en ciertos estados, ahí (da), cuya forma
constituye el ser-en-el-mundo. La conciencia o el yo habrán de ser com-

217
prendidos, pues, como fenómenos derivados de ese primario comportar-
se existencial. En este, el Dasein ya está, de hecho, comprendiendo pre-
teóricamente el mundo. Como consecuencia de ello, Heidegger coloca
el concepto de estado de abierto en el lugar que antes ocupaba la ver-
dad.
Esta idea de no ser fundamento de sí presenta diferentes modelos de
interpretación en la filosofía crítico-reflexiva de la modernidad: en Marx
aparece como conciencia dependiente de la constitución ontológica de
una realidad social; en Darwin y Nietzsche, como impulso de la vida; en
los historicistas, como insuperabilidad de la historia; en Freud, como el
descubrimiento de que la conciencia no es la señora en su propia casa
(es decir: como su incapacidad para tematizar del todo la contribución
del inconsciente); para Heidegger y Gadamer, como exceso de ser más
allá de cualquier posible interpretación. Gadamer lo ha expresado plásti-
camente al insistir en que el significado del ser histórico radica en que
excede todo saber de sí. La historia, por lo tanto, no nos pertenece, sino
que nosotros pertenecemos a ella. De donde se sigue que tampoco el
comprender puede ser pensado como un rendimiento de la subjetividad,
sino más bien como una suerte de inmersión en el acontecimiento repre-
sentado por la tradición. En la medida en que nos encontramos arrojados
en la historia, llegamos siempre demasiado tarde cuando queremos te-
matizarla sirviéndonos de una reflexión que es también histórico-lingüís-
tica. La historia, más que una suerte de naturaleza determinante, significa
desencaje –entre concepto y mundo– e indisponibilidad. Lo histórico no
puede ser recuperado sin más, mediante la inversión del proceso de
desarrollo, ya que no se trata de una deducción a partir de principios
manejables. El sujeto experimenta aquí su impotencia, la inanidad de su
orgullo (Cuartango 2007).
Como se ha indicado anteriormente, el lenguaje acontece, y funcio-
na de manera similar al diálogo, que debe ser entendido más como algo
que va sucediendo que como algo que nosotros conducimos. La verdad
del discurso llega a la expresión lingüística como resultado del hacer de
la cosa misma y no como un logro inmediato de la actividad subjetiva.

218
Aquel constituye el verdadero movimiento especulativo que captura al
hablante. El sujeto no interpreta el mundo en virtud de una elección au-
tárquica. Incluso la interpretación de sí mismo es fruto de su estar inmer-
so en un contexto heredado.
La fuente de todas estas posiciones se encuentra en la concepión
heideggeriana del ser como Lichtung, despejamiento. En relación con
ello puede decirse que el marco significativo dentro del cual vivimos
nuestras relaciones con el mundo y con otros sujetos no es la obra de
nuestra soberanía sino un envío (Schickung) del ser. El sujeto se encuen-
tra arrojado en el despejamiento del ser (Carta sobre el humanismo) y su
autoconciencia no puede ser anterior a su comportarse existencial. Por
ello mismo, se halla completamente exteriorizado, de modo ek-stático,
en su mundo y gana su conocimiento de sí únicamente a partir del refle-
jo de sentido que refulge como proyección de las cosas con las que se
ocupa. Esto es algo que Heidegger comparte con el postestructuralismo.
Ambos suponen que la conciencia no tiene ningún acceso interior a sí
misma, sino que se aprehende a partir del “orden de las cosas” (del
mundo). Él ha insistido en que hay una precedencia óntica del despeja-
miento ontológico; es decir: un mundo abierto a nuestra praxis antes de
que sea tematizada y reducida en la forma de una presencia objetiva (lo
ahí delante manejable).
Esta interpretación –más o menos evidente– del ser como presencia
da pie a una ulterior concepción de la realidad como algo a completa
disposición. De este modo, se configura la moderna época de la imagen
del mundo; lo real se proyecta como imagen para un sujeto representa-
dor. La razón se aproxima, así, más al cálculo y la extracción forzada que
al desocultar de lo ente en su ser. La conexión que se da entre el sujeto y
el mundo se coagula como representación de lo que en-frenta, del obje-
to. La ruptura del lazo ontológico en favor del sujeto se convierte de esta
manera en el “olvido del ser”. La metafísica lo ha hecho posible y el do-
minio científico-técnico lo ha consumado.
En el seno de una corriente filosófica alejada de las anteriores, D.
Davidson ha llegado a hablar también del mito de lo subjetivo. Este no

219
consiste en otra cosa que en la creencia de que tener pensamientos exige
la existencia paralela de objetos espirituales. Frente a ello, afirma que
tanto el conocimiento de la propia mente como el del mundo “exterior”
únicamente cobran significado como papeles jugados en el contexto de
la práctica lingüística, que es siempre social. De acuerdo con la expre-
sión que ha hecho célebre Putnam: los significados no están en la cabe-
za, sino ahí fuera.
Davidson concede que tengamos un conocimiento inmune al error
sobre el “contenido” de nuestras actitudes intencionales. Pero esto debe
complementarse con la tesis de que la autoconciencia no es algo objeti-
vo. Lejos de constituir un saber que se apoye en datos de percepción, le
correspondería, antes bien, un carácter inmediato y aconceptual (in-con-
cebible).
Toda conciencia proposicional (o intencional) de algo puede ser al
mismo tiempo aprehendida de modo no-objetual (y sin condiciones ex-
ternas) como estando familiarizada consigo misma. Se trata de una pro-
ximidad que impregna la experiencia de una certeza indudable, con lo
que no se deja representar proposicionalmente, ya que el saber proposi-
cional es falible, es decir, puede ser puesto en duda. Los contenidos de
tal conciencia tienen que cambiar constantemente a la luz de nuevas ex-
periencias. Al ser uno consciente de sus pensamientos, sentimientos,
convicciones, no se está dando para sí mismo como un objeto.
Algunas de estas ideas tienen sabor wittgensteiniano. Wittgenstein es
uno de los filósofos contemporáneos que han dirigido su crítica directa-
mente al centro de sentido del sujeto moderno cartesiano. Él ha puesto
en circulación algunos argumentos que resultan nefastos para ciertas
concepciones de la subjetividad.
El abordaje pragmatista del lenguaje que lleva a cabo Wittgenstein
pretende superar la idea de una adscripción privada de significado me-
diante la consideración de las prácticas más sencillas de nuestros em-
pleos de las palabras. Para ello compara el uso de estas con juegos que
proceden de acuerdo con reglas. Pero, según tuvimos ocasión de estudiar
anteriormente, estas no son algo de lo que disponga un sujeto solitario,

220
sino más bien prácticas sociales públicas, comportamientos establecidos,
repetibles, que pueden ser aprendidos: algo en cierta medida constante y
anterior a la acción del agente.
La regla es, para él, como el indicador de caminos82 que despierta la
conexión ya establecida entre signo y acción, sin que ello requiera la
mediación interpretativa para aprehender su sentido. Es la existencia de
un uso estable la que reglamenta de algún modo los comportamientos
posibles; un acto individual, descontextualizado, carecería entonces de
sentido83 .
Sin ese apoyo en la anterioridad de lo acostumbrado, la conciencia
abstracta se vería enredada en una situación paradójica, pues la regla se
acomodaría a diferentes interpretaciones o, lo que es lo mismo, parecería
admitir cursos de acción distintos e incluso divergentes84 , con lo que no
se podría saber cuál es su significado. Entonces no tendría sentido hablar
de concordancia o disconcordancia, ya que ninguna posibilidad podría
ser excluida. En realidad, como ha señalado Kripke, no hay nada, ni en
las ideas y representaciones, ni en las disposiciones para un cierto com-
portamiento, que pudiera determinar cuál sería el empleo correcto de un
concepto en una situación nueva. Cualquier candidato es finito y puede
85
ponerse en concordancia con infinitas reglas de significado . Esto pre-
senta dos aspectos:
1) Aspecto de la infinitud: para cada instancia finita hay infinitos
modos nuevos (de pensar y actuar). Cada modo se corresponde con la
regla que esa instancia finita ejemplifica bajo una interpretación.

82
“Una regla está ahí como un indicador de caminos. –¿No deja este ninguna duda abierta sobre el camino que debo
tomar? ¿Muestra en qué dirección debo ir cuando paso junto a él: si a lo largo de la carretera, o de la senda o al campo
a traviesa? ¿Pero dónde se encuentra en qué sentido tengo que seguirlo: si en la dirección de la mano o (por ejemplo)
en la opuesta? –Y si en vez de un solo indicador de caminos hubiese una cadena cerrada de indicadores de caminos o
recorriesen el suelo rayas de tiza –¿habría para ellos solo una interpretación? –Así es que puedo decir que el indicador
de caminos no deja después de todo ninguna duda abierta. O mejor: deja a veces una duda abierta y otras veces no. Y
esta ya no es una proposición filosófica, sino una proposición empírica” (1988, § 85).
83
“¿Es lo que llamamos “seguir una regla” algo que pudiera hacer solo un hombre solo una vez en la vida?”. La res-
puesta es “no”; seguir una regla es una institución (un uso, una costumbre: “Entender una oración significa entender un
lenguaje. Entender un lenguaje significa dominar una técnica”. (Ibíd., § 199).
84
“Nuestra paradoja era esta: una regla no podía determinar ningún curso de acción porque todo curso de acción
puede hacerse concordar con la regla. La respuesta era: Si todo puede hacerse concordar con la regla, entonces tam-
bién puede hacerse discordar. De donde no habría ni concordancia ni desacuerdo”. (Ibíd., § 201).
85
Un lugar clásico para el tratamiento de las paradojas características del “seguir una regla” es Kripke 1989.

221
2) Aspecto de la normatividad: ¿qué es lo que determina cuál es el
modo correcto de emplear un concepto en una situación nueva? Para
Kripke, tal cosa queda indeterminada.
Parece, pues, que si el significado se mantiene más o menos estable
es porque reside en un entramado de prácticas a las que estamos acos-
tumbrados. Y no es, por tanto, en el interior de un sujeto independiente
donde podemos encontrarlo. Los significados se encuentran encarnados
en conjuntos de actividades lingüísticas y no lingüísticas, de instituciones
que representan comportamientos estables. El entrelazamiento entre el
concepto de regla y el de significado se expresa en el hecho de que las
reglas caracterizan una praxis intersubjetiva en la que, como se ha dicho,
alguien tiene que estar ejercitado. Con ello se disuelven los significados
concebidos como objetos –sean de especie ideal, psicológica o material.
Por su parte, el argumento del lenguaje privado, se enfrenta a la idea
de que los estados internos son conocidos por el sujeto por medio de la
introspección, que proporcionaría un acceso genuino a ellos, lo que no
sucedería en el caso de los estados mentales ajenos.
Wittgenstein refuta el supuesto de una especie de lenguaje privado
en el que la referencia de las palabras fuera algo que solo el hablante
pudiera conocer y que, por tanto, resultara incomprensible para los de-
más. Propone, para ello, el siguiente experimento: una persona que lleva
un diario con el propósito de identificar y contabilizar las apariciones de
una cierta sensación. Cada vez que esa persona la experimenta de nuevo
vuelve a escribir ‘S’. Pero enseguida se suscita la duda: ¿cómo puede sa-
ber si este segundo uso de ‘S’ es correcto? Tal vez porque su definición
inicial aisló una sensación determinada, por ejemplo, la de dolor de
muelas. Sin embargo, de esta manera se está suponiendo que cuando es-
cribió ‘S’ por primera vez ya poseía –puede que en una suerte de lengua-
je mental– el concepto de dolor de muelas, es decir, se presupone lo que
se pretendía explicar. Si ya poseía el concepto, la ceremonia de fijación
carece de importancia.
Algo similar es lo que ocurre con la definición ostensiva privada
–“lo veo con el ojo de la mente”–, a la que habría que apelar cuando se

222
trata de otorgar significado a la experiencia privada. Mediante ella no se
puede establecer el significado del signo, ya que no proporciona un crite-
rio que permita recordar en el futuro la conexión correcta (1988, § 258).
Para que esto suceda sería necesario que la definición inicial estableciera
dicha conexión. Incluso para “creer” que se trata de una nueva aparición
de S se debe saber ya lo que significa S (la sola creencia no puede ser
considerada correcta o incorrecta). “Esto es S” no tiene polos verdadero y
falso ya que no hay distinción entre su contenido y su verdad. La capta-
ción del significado de un signo no puede basarse en la muestra privada
que tengo ante mí, a la que cabría recurrir cuando se trata de cerciorarse
sobre el uso correcto. La justificación necesita una instancia indepen-
diente, lo que no sucede si se debe “justificar” el recuerdo de la correla-
ción mediante el propio recuerdo de la correlación. El problema no resi-
de en cómo sabe uno, cuando llame posteriormente a algo “S”, si eso es
realmente tal, sino en cómo sabe lo que él significa con S.
Esta falta de criterio para establecer el recuerdo correcto pone de
manifiesto que cualquier concepto constituido por una relación de justi-
ficación respecto a la mera presencia de algo habría de ser, de una u otra
forma, una especie de concepto privado; la abstracción necesaria para
formarlo consistiría en darse a sí mismo una definición ostensiva. Y el
problema de un “concepto privado” o de una marca ostensiva radica en
si posee la misma propiedad que tiene un concepto, a saber: persistir
más allá del lapso de la experiencia en cuestión. La muestra de color
puede expresar la matriz de un dato empírico. Pero lo que nos asegura
que eso es un concepto es la capacidad para persistir en el futuro –aun-
que sea únicamente durante un breve espacio de tiempo–, así como el
hecho de que, por haber persistido, pueda ser utilizado también en pen-
samientos que versen acerca de algo que ya será pasado. Lo que está en
juego es, pues, cierta capacidad para reconocer cosas.
Así pues, la semántica egocéntrica, según la cual el significado de
las palabras es conocido por cada uno a partir de su propio caso, resulta
confusa. Wittgenstein señala lo paradójico de esta situación en el § 293
de las Investigaciones. Si hay comunicación, entonces el objeto privado

223
no es importante, y si lo es, entonces la comunicación se colapsa. Cuan-
do se construye la gramática de la expresión de las sensaciones según el
modelo de “objeto y denominación” entonces el objeto queda fuera por
irrelevante.
En definitiva, de los argumentos wittgensteinianos se sigue que,
cuando el yo se busca a sí mismo, se moverá erróneamente si lo que
hace es volverse introspectivamente hacia su interior esperando encon-
trar en él las claves, la esencia, de su modo de ser. En ese “lugar” no resi-
den ni siquiera los significados que uno emplea para referirse a los esta-
dos más íntimos; es más: incluso la noción de “interior” únicamente
puede tener sentido en un empleo exterior del término, asociado a otros
de acuerdo con la gramática y con las prácticas vitales de los hablantes.

224
22. Identidades

El descentramiento del sujeto al que hemos asistido tiene como con-


secuencia su fragmentación y dispersión. Al verse desplazado de ese lu-
gar en el que la referencia a sí constituye la fuente de la que emana todo
sentido, parece desintegrarse.
La sospecha que se cierne ahora sobre este asunto es que tal vez no
haya nada en el interior, incluso que esta imagen de la interioridad no
constituya otra cosa que una mala metáfora. Y puesto que el modelo in-
tencional es sustituido por el del estado de abierto, eso implica la nece-
sidad de indagar en los elementos integrantes del ser-en-el-mundo, cons-
tituido en torno al comportarse de un existente que ya no es un sujeto en
el sentido precedente. Lo que él sea deberá buscarse en los diversos con-
textos que describen las prácticas vitales. No hay interioridad, puesto que
tampoco hay exterioridad, únicamente posición ejecutiva en entramados
de donación de sentido y apertura de posibilidades ontológicas.
Pero no estamos hablando de un fenómeno intrincado que única-
mente pudiera ser percibido mediante el arduo trabajo de la crítica filo-
sófica. En realidad, se trata de una situación que experimenta el hombre
moderno en su praxis cotidiana y de la que se hacen eco los medios cul-
turales corrientes. Nos estamos refiriendo al fenómeno de la multiplica-
ción y dispersión de identidades86 .
Al buscar el significado del sujeto en el objeto intencional suceden
dos cosas. Por un lado, que el sujeto queda reducido a la mínima expre-
sión en lo que se refiere al contenido: él no es otra cosa que el apuntar,
tematizar, realizar. Pero tales actividades deben hacer referencia a algo,
con lo que, en el otro lado, la diversidad de las posiciones, de las cosas
con las que tratar, de los fines que proponerse, etc., se convierte en un
componente de lo que el sujeto es. Este se encuentra involucrado prácti-
camente en numerosos y diversos contenidos, que resultan determinantes
a la hora de responder a la pregunta “¿quién es el sujeto?”. Es el que

86 Cf. para lo que sigue Cuartango 2004.

225
hace, pretende, conoce, anhela, disfruta, sufre o, en fin, se identifica con
esto o lo otro. Convendría añadir, además, que la identificación no tiene
para el sujeto los mismos caracteres que son propios de las cosas. La
identidad humana, más que un hecho, tiene que ver con el acto de iden-
tificarse87.
Así pues, ya que falta un centro estable entitativo, el ser del sujeto
depende de cómo y dónde se encuentre involucrado. Las identidades
pueden ser, como decimos, muchas y muy diferentes, a menudo incluso
contrapuestas: ”soy al mismo tiempo el que quiere fumar y el que quiere
dejar de fumar”, “soy particularista y universalista a la vez”, etc. Además,
la identidad cualitativa no es un hecho que permanezca quieto (aunque
tenga rasgos fácticos), sino un acontecimiento; se encuentra siempre en
deriva, ya que se ve, entre otras cosas, sometida a evaluación. No basta
con enunciar un predicado esencial o con afirmar “es un hecho que esta
es tu identidad”, pues cabe siempre la posibilidad de decir “sí” o “no” a
semejante atribución.
En resumen, la identidad queda coja si es meramente interna, la lo-
calización de un yo originario, o simplemente externa, la posición de un
idem que reduce la subjetividad a objeto compacto y quieto. Como he-
mos visto, este asunto se halla revestido de especiales cualidades cuando
involucra a sujetos. Lo primero que sucede es que se dispersa en virtud
de las posibilidades de acción de quien se plantea el asunto, implicando
un desplazamiento significativo desde lo fáctico hacia lo volitivo. Enton-
ces ya no está en juego una realidad que deba ser encontrada para des-
pués conectarla, como si se tratara de la esencia, a un sujeto de la predi-
cación: ”esto es lo que ya era”. Por el contrario, en lo que tiene de real,
habría que hablar más bien de posibilidad, proyecto y no de algo fijo en
el pasado. Esta es la razón que explica la problematicidad ontológica del
sujeto. Su rasgo principal viene dado por esa compleja actividad que
aúna elementos intencionales en un sentido amplio: referencias al ser,
imágenes de la realidad, afectos positivos o negativos, proyectos de vida,

87 Cf. La distinción que establece Ricoeur (1996) entre una identidad idem y una identidad ipse.

226
etc. La identidad subjetiva está directamente relacionada con quién ha de
responder.
El lado oscuro de de la dispersión de identidades sería, como puede
inferirse fácilmente, la consiguiente fragmentación de corte relativista. La
intuición de partida es que no puede haber una única manera de ser su-
jeto humano, dado que ello depende de circunstancias diversas: de la
realidad fáctica, histórica, circunstancial y no de un centro trascendente
al mundo, que pudiera ser definido en términos universales y perennes.
La identidades remiten a reglas y estas no son otra cosa que formas de
vida estabilizadas, convertidas en significados. Pero este relativismo que
resulta de la fragmentación del sujeto universal en múltiples sujetos indi-
viduales y de cada uno de estos en fuerzas intencionales, volitivas, etc.,
divergentes e incluso contrapuestas, no tiene que ver en principio, aun-
que se encuentre en cierto modo en su origen, con ese otro relativismo
convertido en ideología cultural que afirma la imposibilidad de compren-
sión, la inconmensurabilidad e incomunicación de las diferentes formas
de vida humana.
Este relativismo cuasinaturalista, aun cuando provenga del descu-
brimiento de la diversidad de formas humanas, todas ellas igualmente va-
liosas, pretende deshacerse de sus implicaciones, esto es: de la necesaria
renuncia al establecimiento de cualquier centro esencial de sentido. Por
el contrario, lo que hace es reconstruir centros de validez absoluta a es-
cala local, acordes con las condiciones regulativas de una cultura deter-
minada, que se convierte, por medio de dicho procedimiento, en una en-
tidad absoluta. Pretende atemperar la angustia que acompaña a la dise-
minación de las identidades sometiéndose a la seducción proveniente del
espejismo de una presunta pertenencia a algún tipo de identidad particu-
lar. Bajo este punto de vista, la identidad se convierte al final en un ele-
mento indiscutido que da lugar a un nuevo sujeto de carácter metafísico
y trascendente: la cultura, que se impone a la realidad vital efectiva de
los individuos humanos que pertenecen a ella.
La ocupación del espacio otrora reservado al sujeto trascendental,
ahora vacío, por una identidad naturalizada y absoluta representa una

227
respuesta desesperada a la enorme carga –insoportable para el sujeto exi-
liado– que comporta vivir sin identidad en medio de un muy complejo
mar de identidades. Pero precisamente por ello proyecta al mismo tiem-
po la cara negativa de lo que podría representar una concepción trans-
formada de la subjetividad.
Partamos ahora de ese importante aspecto que condiciona por ente-
ro la cuestión de la identidades subjetivas. Hay necesidad de contenidos,
ya que lo que el hombre es se juega en el territorio de la intencionalidad
transformada de manera práctico-existencial. Sin embargo, dicha necesi-
dad no debe ser confundida con la afirmación de que el hombre coinci-
de ontológicamente con los contenidos que le ocupan. Entonces habría
que añadir a aquella esta otra: la de la toma de distancia con respecto a
cualquier contenido, a cualquier fijación. Un distanciamiento que, por lo
demás, no es simplemente circunstancial, sino que integra el núcleo irre-
ductible tanto de la subjetividad como de las operaciones de identifica-
ción asociadas a ella. El ser humano es íntimamente desafecto: no queda
definido por el simple carácter funcional.
¿Cómo concebir entonces este sujeto que es únicamente actividad?
Si observamos el modo en que los seres humanos aprenden a represen-
tarse como sujetos, podremos percibir que eso se encuentra relacionado
con el acto de involucrarse en historias: contarlas, seguirlas, identificarse
con ellas. Podríamos decir, entonces, que las historias trazan el territorio
de la subjetividad. Cobra así sentido adecuado el concepto de “identidad
narrativa” del que habla Ricoeur: la identidad en el ámbito humano sería
de este tipo.
En el relato de una historia que constituye la experiencia vital de un
sujeto se ordena interpretativamente el conjunto de los acontecimientos
que permiten comprender cómo se ha llegado a él. Esto tiene su impor-
tancia, ya que por esta vía puede ser argumentada la asunción de una de-
terminada identidad. Pero a lo anterior se le une inevitablemente la pers-
pectiva de una no permanencia, de que el lugar alcanzado puede ense-
guida ser abandonado, o convertido en una etapa que forme parte de
otro camino. Por eso, más que historia hay historias. La posición de un

228
sujeto narrativo conlleva así el desplazamiento de la perspectiva. En la
medida en que el lugar desde el que habla y a partir del cual actúa cada
individuo representa cierta diferencia y distanciamiento respecto de todo
lo dado, el movimiento existencial comporta la posibilidad de adoptar
puntos de vista variados y también de contar historias diferentes.
La perspectiva es importante: puede haber tantos puntos de vista
como individuos y, además, algunos cambiantes para cada individuo.
Pero el sujeto de las historias es tal que sería capaz de transitar de un lu-
gar a otro. De hecho, quien narra vuelve conmensurables los distintos
hitos, acontecimientos o términos que integran esa historia. Para ello
debe suponer una identidad que perdura a lo largo del lapso completo
que abarca la historia. Esa identidad no es propiamente cualitativa, no se
trata de un contenido, sino del soporte subjetivo de la historia. La ficción
de entidad resulta indispensable en ella. De ahí que también el relato sea
un procedimiento adecuado para la creación de entidades que funcionan
como sujetos: naciones, pueblos, caracteres humanos. La narrativa repre-
senta así una determinada elección acorde con algún interés (conservar,
venerar, fundar, liberar, etc.), que no es propiamente cognoscitivo, sino
más bien práctico: orienta las acciones en función de creencias, necesi-
dades, proyectos. La dramatización del mundo permite dotarlo de senti-
do, conferirle valor: los hombres necesitan historias para poder vivir. La
ficción narrativa sirve a una apropiación necesariamente condicional,
dado el desasimiento característico de lo humano: que, en realidad, no
es ni esto ni aquello. Hace posible que el individuo actualice muchas
identidades, experimentando además la distancia respecto a todas ellas.


229
23. Una individualidad emergente

Un dilema queda así planteado. Se huye del esencialismo del yo,


asumiendo el riesgo de concluir en una muerte del sujeto; pero resulta
difícil aceptar asimismo las consecuencias que esto conlleva: la falta de
un quién que responda de las acciones, siga las reglas, actualice los sig-
nificados, etc. Hay, pues, cierta necesidad de una instancia resistente a la
simple disolución sistémica. Pero a esta le asedian también otros peli-
gros. Uno de los más importantes es ese que H. Frankfurt ha llamado
charlatanería. y que le ha llevado a defender (2006, 2007) una variante
pragmatista del externalismo. El significado de los estados subjetivos no
se encuentra depositado en las cosas, pero sí en la actividad de trato con
ellas; en todo caso, la constitución de la realidad externa sería un com-
ponente fundamental de lo subjetivo.
Habría que pensar la subjetividad como tensión, deriva, modifica-
ción, variación; como el movimiento que se origina en la fractura que
experimentan los sistemas y las estructuras cuando se ven forzados a
efectuarse (y a personificarse). Ello implica tanto un índice de individua-
lidad, la contingencia en la realización de los órdenes sistémicos o de la
estructura, cuanto la experiencia de esa deriva.
El desarrollo de los aspectos idiosincrásicos que constituyen el ámbi-
to específico en el que se despliega el yo no puede tener lugar más que
en el contexto del trato con la realidad, puesto que no son otra cosa que
el resultado del ejercicio de autodisciplina estimulado por el hecho de
que algo requiera atención y no haya otro remedio que prestársela. Se
trata de actividad, movimiento, retirada…, pero siempre en torno a algo
o desde algo. Cuando preguntamos “¿qué y quién soy?”, entonces la res-
puesta “soy yo” significa algo así como “yo veo…, siento…, pienso…,
deseo…, me identifico…”, etc. En la medida en que hace posible tales
actividades, el yo se encuentra en el mundo. Pero al mismo tiempo hay
que decir que no forma parte de las cosas que hay en él.

230
Con todo, la relación que se establece entre el yo y las cosas tampo-
co se define convenientemente por medio de las metáforas de “adecua-
ción”, “representación”, “reflejo”, “copia”, etc. El yo no es un espejo. Se
trata más bien del mencionado movimiento de retirada. Ese comporta-
miento afecta de un modo fundamental al mundo; de hecho, este depen-
de de él para poder ser lo que es. Hablamos, pues, de una acción crea-
dora y sostenedora del mundo y, precisamente por ello, también trans-
formadora. El específico significado de la subjetividad se encontraría en
la capacidad de los sujetos para desenvolverse como maneras de cons-
truir y transformar mundos.
Ahora bien, aunque el trans tenga una gran importancia a la hora de
marcar lo subjetivo, lo cierto es que por sí solo no es nada. De ahí la in-
sistencia en la disciplina del yo mediante la atención (Murdoch) o en la
verdad frente a la charlatanería (Frankfurt). Cuando la sinceridad se con-
vierte en un principio motriz que conlleva la renuncia al ideal de la co-
rrección entonces puede caerse en un sinsentido palabrero. Parece que lo
único interesante es obtener representaciones sinceras de lo que uno
mismo es. Y justamente la falta de confianza en que sea posible llegar a
saber cómo son realmente las cosas, es lo que nos empuja hacia el inte-
rior de un yo que se encuentra, a menudo, vacío:

“Pero es absurdo imaginar que nosotros mismos estamos determinados y somos, por tan-
to, susceptibles de descripciones correctas y de descripciones incorrectas, a la vez que supo-
nemos que la atribución de determinación a cualquier otra cosa se ha revelado un error. Como
seres conscientes existimos solo en respuesta a otras cosas y no podemos conocernos en abso-
luto a nosotros mismos sin conocer aquellas. (…) Nuestras naturalezas son, en realidad, huidi-
zas e insustanciales (notablemente menos estables y menos inherentes que la naturaleza de
otras cosas). Y siendo ése el caso, la sinceridad misma es charlatanería”. (Frankfurt 2006, pág.
79-80)

Somos importantes para la realidad objetiva: la configuramos, la


componemos, hacemos algo con ella y, de esa forma, se convierte en
cosa, en pragma (en algo con lo que se hace esto o aquello). Pero, vice-
versa, la realidad es condición de nuestro ser, en la medida en que exis-
tencia significa proyectar, hacer, encarar, trans-formar. En este juego es
donde radica el asunto de la (siempre abierta) determinación de sí. Y

231
también el de cómo queremos ser lo que somos, incluso de saber lo que
verdaderamente queremos. Conocerse a sí mismo significa más bien de-
terminarse a ser, antes que nada, sujetos: los que responden (del mundo).
El dilema de la subjetividad se origina porque el sujeto maneja obje-
tos pero no logra manejarse a sí mismo como si fuera uno de ellos. Se
pregunta entonces qué es él y, para desarrollar su respuesta, busca rasgos
definitorios, propiedades, relaciones, todo tipo de determinaciones que
sea posible convertir en predicados enunciables. Y ciertamente hay expe-
riencia consignable del sujeto como ente en el mundo: “aquel que hizo
tal cosa”, “el hijo de tales personas”, “el que mide tanto, calza tal núme-
ro de zapato”, “el que tiene la voz grave”, “el que trabaja en esto”, “el
que es amigo de ciertas personas”, etc. Deja una huella que puede ser
rastreada y, además, cabe la posibilidad de tener experiencia directa de
él (oírlo, verlo, tocarlo, etc.).
Sin embargo, parece que todo esto únicamente nos permite dar
cuenta de un aspecto de la cuestión; a saber: de lo que cabría denominar
la “objetividad del sujeto”. Otro aspecto permanece en la penumbra, sin
que, por falta de luz, apunten trazos claramente definidos. Podríamos
llamarlo la “subjetividad del sujeto”, una manera de hablar confusa y,
pese a todo, inevitable, ya que pretendemos atender a lo que resta, a la
insatisfacción que produce haberlo determinado a partir de rasgos mera-
mente objetivos. Pero si medimos la empresa de “localización” de lo sub-
jetivo del sujeto mediante los patrones que nos permiten definir y situar
los rasgos objetivos de las cosas, entonces habremos de reconocer que lo
subjetivo debería ser caracterizado como lo no localizado (y puede que
no localizable).
La subjetividad se configura experiencialmente, es decir: en la prác-
tica del trato con las cosas. Como señala Frankfurt (2007), a partir de la
resistencia de la “realidad” aprendemos que somos distintos de lo exte-
rior: las cosas, los demás individuos. Superando los obstáculos que se
encuentran relacionados con tal resistencia es como vamos dado forma a
eso que llamamos identidad y que no necesita en principio ser nada dis-
tinto de ese esfuerzo de superación. Sin el reconocimiento de una reali-

232
dad inexorablemente distinta e independiente de nosotros mismos no
podríamos captarnos como algo definido, tendríamos una visión confusa
del yo, que no sería, a fin de cuentas, mucho más que una tautología o
un abismo.
Tiene que haber, entonces, alguna razón para que el modelo de una
subjetividad incondicionada sea tan resistente. Aunque uno actúe (y
piense, hable, sienta…, o lo que sea) según lo aprendido o de acuerdo
con expectativas que lo desbordan, parece inevitable la inquietante sen-
sación de que él no puede ser deducido de los parámetros que explican
la acción. Persiste una reserva, un “resto” indigerible, que podría estar
vinculado con una cierta fisura en el modelo cognoscitivo, para el cual el
mundo externo es lo esencial. De ahí la exigencia de un ajuste mente a
mundo. Frente a ello, el modelo de la voluntad maneja la idea del pro-
yecto, que convierte de alguna forma en inesencial al mundo (este debe
ajustarse a la mente). Así pues, desde la subjetividad del sujeto, se expre-
sa siempre una reserva con respecto a la ontología de la realidad externa.
Y habría que añadir que esta reserva apunta en el sentido de una contra-
dicción (sujeto-objeto) que reclama ser resuelta.
Ahora bien, pese a no ser por completo explicable, el yo tiene más
sentido –entonces lo cobra– cuando se comprende en el contexto de ac-
tividades: juegos de lenguaje, reglas, formas de vida. Remite a una gra-
mática y a una lógica situacionales. En caso contrario, solo puede com-
parecer ausentándose; es decir, en la forma de aplazamiento de la signi-
ficación, o de incomputabilidad o indeterminación. El resto forma, pues,
parte importante de la experiencia propia; eso es lo que podría llegar a
explicar por qué cada yo se experimenta a sí mismo como único, espe-
cial, no reducible ni a un nosotros inteligible, ni a cualquier otra defini-
ción; y por qué, en último término, viene a destacar como algo incom-
prensible desde la perspectiva de la tercera persona. Únicamente puede
ser expresado en un juicio reflexionante, en el que los conceptos no sean
determinaciones (pura apariencia, pues). De ambos aspectos del yo se
han escrito abundantemente. Lo que se echa en falta, sin embargo, es la

233
consideración de lo uno y lo otro, de lo uno más lo otro, de lo uno con
lo otro.
Algo parecido sucede en el ámbito de lo mental. Tiene gran fuerza la
idea de que es el sujeto quien confiere sentido a las oraciones que él
emite. Y aunque, como se ha visto, sea mucho lo que tiene que estar ya
preparado en el lenguaje para que haya significado realizable pública-
mente, no obstante siempre cabe pensar que lo que el sujeto quería sig-
nificar, su intención, es algo que permanecerá confinado en su concien-
cia; algo que habrá de diluirse inevitablemente en el líquido universal del
significado, pero que, propiamente, tendría un sentido singular o, dicho
de otra manera, sería inefable. Aquí, de nuevo, reaparece la idea de la no
computabilidad de lo mental. Aunque tenga existencia, no es manejable,
no cuenta.
La cuestión es determinar cómo funciona el yo. Es decir: lograr de
entrada una descripción pormenorizada de lo que le sucede, de lo que
hace, de cómo se comporta. Pero esto es lo mismo que pretendía Witt-
genstein: describir la gramática del término “yo”, exponer qué papeles le
corresponden en los distintos juegos en los que interviene.
De todas formas, el modelo del desorden por privacidad no necesita
la figura de la conciencia. Dicho desorden se introduce como una estaca
entre los radios de la rueda; no precisamente como una acción voluntaria
nítidamente presentida y claramente expresable. Tiene lugar, más bien,
en la forma de un efecto perverso del actuar humano, es decir, de la rea-
lización de actos reglados, de tiradas en juegos ya establecidos, del com-
portamiento institucional, etc. Al repetir ciertos comportamientos, se
producen variaciones, desplazamientos, corrimientos inesperados. Aun-
que convendría subrayar que lo anterior no es tanto una característica de
la “yoidad” o de la “subjetividad” cuanto de la “individualidad”. No obs-
tante, ella es el producto –siquiera indirecto– de la intervención de suje-
tos o yo(es) en sentido propio, es decir, de algo que no se explica en tér-
minos de ejemplificaciones o particularizaciones (de un universal).
Podría decirse que la conciencia toma parte en este juego cuando la
reserva en el cumplimiento de la regla deja de ser un hito más o menos

234
accidental (un efecto perverso) para ser sustituido por un acto voluntario,
que remite a alguna intención; por ejemplo, aquella que consiste en no
querer jugar, en resistirse, en remolonear, en atender sobre todo al propio
caso o circunstancia.
Criterios de identidad del yo: casi ninguno. Además, no hay, pro-
piamente, saber de yo (de mí desde mí mismo). El yo es, pues, extraño,
extraterritorial, marginal en cuanto al sentido, ajeno a una supuesta ma-
nejabilidad. Y, sin embargo, no deja de ser relevante. La pregunta, por
tanto, sigue siendo: ¿qué papel juega el yo en los distintos juegos que ju-
gamos? Precisamente por todo ello, la vía negativa cobra cierta impor-
tancia.
¿Cómo quedaría el mundo si no hubiera lugar para uno o más suje-
tos? Expresado incluso en términos existenciales: ¿podría hablarse de
mundo? Parece que este pierde todo sentido si dejan de valer conceptos
asociados a él como “reunión significativa”, “situacionalidad”, “databili-
dad”, “totalidad de conformidad”, etc. Lo que estamos insinuando es que
el sentido resulta ser el correlato del sujeto.
El problema radica, como se ha dicho anteriormente, en la incapa-
cidad para pensar lo subjetivo en términos verdaderamente subjetivos; es
decir, de acuerdo con una lógica-gramática transobjetual. Y esto es lo
que constituye un serio límite para nuestra razón: concebir lo que es –al
menos parte de lo que es– de un modo no cósico-mecánico-causal-de-
terminista. La intuición aquí sería que lo referente al sujeto escapa a esa
modalidad, lo que explicaría las enormes dificultades para la formación
de conceptos en este territorio. El sujeto se escurre siempre entre los de-
dos.
Haciendo frente a los problemas de aprehensión que han sido seña-
ladas, Habermas88 sostiene que la interacción lingüísticamente mediada
hace posible una relación del sujeto consigo mismo distinta de la posi-
ción que adopta un observador frente a las entidades que le salen al en-
cuentro en el mundo, con lo que se sustrae a la perversa alternativa que

88 “Entre la actitud extramundana del yo trascendental y la intramundana del yo empírico no es posible una mediación.
Esta alternativa cae en cuanto cobra la primacía la intersubjetividad generada lingüísticamente. Pues entonces el ego se
encuentra en una relación interpersonal que le permite referirse a sí mismo, desde la perspectiva del alter, como parti-
cipante en una interacción”. (1989, pág.354).

235
se le plantea entre colocarse en la actitud objetivante o bien tomarse a sí
mismo por una dimensión trascendental inasible.
El único obstáculo aquí es que el yo parece disolverse en el desem-
peño de los papeles comunicativos; y a nosotros lo que nos interesa es
probar que permanece un aspecto irreductible a toda comunicación, es-
tructura o ejecución, y que dicho aspecto constituye algo así como el
“qualia” de la subjetividad. Este es el asunto: la aparición del sujeto
como sujeto y no solo como objeto (de estudio, de manejo).
Iris Murdoch, como hemos tenido ocasión de examinar, ha localiza-
do las grietas que se abren en la imagen de un individuo que desarrolla
su actividad electiva de acuerdo con las condiciones racionales de un yo
separado, y lo nefasta que resulta cuando se trata de un cabal entendi-
miento de la realidad moral. Pero su crítica al yo vanidoso de la moder-
nidad no le ha llevado ni por la senda del existencialismo, ni por la del
estructuralismo, funcionalismo o realismo.
Para ella, reconocer la inmersión del sujeto en los contextos vitales
no implica necesariamente negar la vida interior significativa. El lenguaje
no funciona por sí solo, debe ser hablado, con lo que los sujetos ponen
en marcha la iteración de los significantes, produciendo pequeños des-
plazamientos de carácter idiosincrásico. Al hablar, necesitamos palabras
que nos permitan ir más allá de lo meramente descriptivo. Las fábulas,
las metáforas, las parábolas, amplían imaginativa y creativamente nuestro
vocabulario, abriendo perspectivas que ni desprecian a las cosas ni colo-
can al hombre entre ellas como si se tratara de una más.
Esta reivindicación de cierta capacidad imaginativa para producir un
léxico que se haga cargo de la vida interior –podríamos añadir: del rasgo
subjetivo inextirpable de la realidad–, se encuentra presente también en
las propuestas de algunos filósofos de la historia de corte narrativista.
Hayden White ha señalado que la representación de ciertos eventos,
como el Holocausto, se halla rodeada de anomalías, enigmas y encruci-
jadas que provienen de que es realizada mediante un discurso realista
que resulta inadecuado para la caracterización de sucesos que desbordan
el sentido. Contra aquel realismo han ido reaccionando, desde el siglo

236
XIX, los escritores e historiadores, añadiendo una perspectiva histórica
que White denomina acontecimiento modernista. Este da lugar a estrate-
gias discursivas que hacen posible la sustitución de un sujeto en actitud
trascendental por otro de carácter subjetivo (en el sentido perspectivista y
ejecutivo del que venimos hablando). White hace referencia a las carac-
terísticas del estilo modernista que E. Auerbach había identificado en su
análisis de la obra Al faro de Virginia Woolf:
1) La desaparición del escritor como narrador de hechos objetivos
(todo aparece como reflexiones en la conciencia de los personajes)
2) La desaparición de cualquier mirador fuera de la novela desde el
que sean observados los acontecimientos contenidos en ella
3) El predominio de un tono de duda e interrogación en la interpre-
tación por parte del narrador de los acontecimientos descritos aparente-
mente en forma objetiva
4) El empleo de dispositivos como la erlebte Rede, el flujo de con-
ciencia, el monólogo interior, oscureciendo y ocultando la impresión de
una realidad objetiva completamente conocida para el autor
5) El uso de nueva técnicas para la representación de la experiencia
del tiempo y la temporalidad como, por ejemplo, “la ocasión fortuita”,
eliminación de la diferencia entre tiempo exterior e interior…89

Pero regresemos a Murdoch. Ella está buscando una manera no egó-


tica de pensar el sujeto. Lo característico de este modelo alternativo no
sería el desprecio de la individualidad, sino su inclusión en estructuras de
sentido más comprensivas. Aquí el individuo no se mueve en un mundo
fijo de hechos, sino que evoluciona tentativamente frente a una realidad
trascendente. Mediante esa experiencia se produce tanto el descubri-
miento de uno mismo cuanto del lugar que ocupa en el todo. Pero “uno
mismo” no significa tampoco una esencia, sino una suerte de realidad
proyectiva. El proceso de integración en la realidad trascendente consti-
tuiría, así, para ella, el “bien moral”; una exigencia no meramente subje-
tiva. “Uno mismo” no cuenta, de entrada, con identidad, sino que la va

89White 2003, pág. 212. La cita está extraída de Auerbach, E.: Mimesis: The Representation of Reality in Western Litera-
ture. Princeton University Press, 1968, págs. 534-539.

237
adoptando gracias a un ejercicio de autodisciplina cuyas condiciones
vienen representadas por la atención a lo que le trasciende y por el con-
traste con una pauta moral, que también le trasciende.
En todo caso, podríamos decir que Murdoch, si bien se ha alejado
del paradigma de la filosofía de la conciencia, no adopta sin más la idea
de un acontecimiento sin sujeto. Está pensando en una totalidad de sen-
tido, que involucra aperturas, interpretaciones, jugadas. Pero estas no se
limitan a ser elecciones realizadas en el mundo público, de acuerdo con
una suerte de visión conductista que no deja lugar para ninguna referen-
cia al sentido de carácter idiosincrásico. Por el contrario, ella pretende
abrir espacio para que pueda tornarse plausible la idea de una “visión
privada”, que resulta de la elaboración de perspectivas en el seno de un
contexto en el que uno se sumerge amorosamente. Algo que se encuen-
tra relacionado con ciertos aspectos bastante elusivos que denomina “vi-
sión total de la vida”. Esta se revela en el modo que tiene uno de hablar o
de guardar silencio, en la elección de palabras, en la concepción de la
propia existencia, en las configuraciones del pensamiento que se mues-
tran al reaccionar a los estímulos y en el tomar parte en la conversación;
son conductuales y lingüísticas al mismo tiempo. Dados los mismos he-
chos, las diferencias morales lo son menos de elección que de visión. Un
concepto moral representa entonces un modo completamente distinto de
configurar, la vida entera aparece bajo otra forma.
En definitiva: lo moral –en la medida en que trata del sentido de uno
mismo, de la construcción de una vida lograda– se halla íntimamente
conectado con cómo se ve el mundo, y este ver depende a su vez de la
atención que somos capaces de prestar a lo que sale a nuestro encuentro.
El yo se vincula a la realidad trascendente, pero no como el efecto con la
causa; se trata más bien de la capacidad para hacer posible, para abrir e
iluminar aquello que nos involucra y nos interesa. Es la actividad idiosin-
crásica que elabora contenidos trascendentes, los incorpora y los trans-
forma, a la vez que se transforma a sí mismo.
Lo anterior se opone tanto a la concepción tradicional de un sujeto
centrado en la certeza de sí como a las filosofías de la muerte del sujeto,

238
que lo disuelven en estructuras y sistemas. La idea principal ya ha sido,
más o menos, formulada: no son el ser o el texto o los sistemas quienes
obran o reflexionan, sino los sujetos humanos individuales; y, además,
sujetos que han experimentado el descentramiento y perdido la orienta-
ción. Sin tales intervenciones individuales, los sistemas o estructuras
quedarían varados como universales idénticos a sí mismos, en el desierto
arenoso y deforme de una eternidad sin confines.
El concepto de regla implica que alguien acomode su comporta-
miento a (o se desvíe de) ella. Y puesto que se requieren agentes, hay que
reconocerles a estos una cierta capacidad –por mínima que sea– para un
desempeño libre. Como ya tuvimos ocasión de ver, un empleo pasado de
la regla no ata. Está abierta a lo nuevo; o, dicho de otra manera, solo es
regla como lo constante en el juego de la innovación. Pero lo que es aún
más importante: ella no predispone todas las jugadas; hay que aceptar
siempre un desencaje u holgura imposibles de eliminar. El sentido del
juego es indisponible en la medida en que no puede ser recogido en un
conjunto de principios, solo cabe reconstruirlo una vez acontecido. Y ese
aspecto indisponible representa la individualidad ontológica. Se trata de
la regla particularizada en jugadas que, sin embargo, no nos darían el
todo si fuesen recogidas y juntadas de nuevo.
En definitiva, el individuo no se deduce de la regla: no es una posi-
ción en el sistema o una jugada en el juego. Hay algo en él que lo dota
de una incontrolabilidad incondicionada. A diferencia de lo particular, lo
“individual” remite a un elemento o componente que “no puede ser al-
canzada nunca en una cadena lógica de deducciones partiendo del con-
cepto de la totalidad” (Frank 1991, pág. 65).
Pero si hablábamos hace un momento de sujetos desorientados es
porque esto representa un síntoma de que, una vez aceptada la preemi-
nencia de las estructuras o sistemas, lo que entra en juego no son sujetos

239
sujet(ad)os; por el contrario, tal vez sería mejor hablar de un sujeto suel-
to, incluso a la deriva. De un sujeto solo 90.
Como decimos, está tan suelto que no representa efectuación alguna
de un concepto o regla y, justamente por ello, tampoco se halla en con-
diciones de convertirse en principio de ninguna. Podría pensarse también
que un tal sujeto individual no puede ocupar ningún lugar, ya que carece
de dimensiones; refulge tal vez a la par que actúa y se expresa únicamen-
te de modo negativo, puesto que se trata de un cierto matiz estilístico de
la acción-acontecimiento. Expresa el hecho de que lo que sucede no se
deduzca simplemente de un algoritmo, sino que implique deriva, varia-
ción, innovación. El factor humano, del que siempre forma parte un cier-
to ingrediente individual, resulta inevitable. Mientras no se tenga en
cuenta dicho factor, el producto seguirá sin cuadrar91 .
Puede decirse entonces que el aspecto subjetivo del sujeto, en la
medida en que se encuentra relacionado con la individualidad, tiene que
ver sobre todo con un descuadre en el sistema, cierta grieta en la estruc-
tura, originados porque es forzoso operar en ellos, que tengan existencia
efectiva y no meramente ideal.
La individualidad constituye, pues, la perspectiva más apropiada
para el abordaje de la cuestión del sujeto. Desde ella, no tratamos con

90
Esto es lo que sucede con un sujeto entendido como individualidad radical, no reducible por ello a concepto. M.
Frank se refiere a ello cuando habla de la crítica de Kierkegaard a Hegel: “Pero si él no polemiza contra el sujeto,
¿contra quién protesta Kierkegaard? Contra el sujeto como algo universal. Y la protesta se alza en nombre de un indivi-
duo insustituible, cuyo ser no esclarece en forma exhaustiva ningún concepto, ni siquiera el concepto del sujeto, del
que dice Hegel que es la verdad de la sustancia. Ese ser particular es el individuum”(1995, pág. 17-18).
Una aclaración se hace en este punto necesaria, dada la equivocidad de los términos “individuo” y “sujeto”. Aquí se
está hablando del sujeto individual y no del universal. “Individuo” significará, por tanto, sujeto individual (humano) y
no solo lo no divisible de cualquier otro género. A esto es a lo que apunta Frank, lo que se precisa aún más en el si-
guiente fragmento:
“De hecho, el sujeto del que tratan Kierkegaard y Sartre es el individuum, un sujeto, aunque no todo sujeto es un indi-
viduo. El sujeto contra el que se vuelve Kierkegaard es un universal radical; aquel que lleva a cabo la protesta es un
individuo. La terminología de Kierkegaard se mueve en la estela de una regulación lingüística, que verosímilmente se
impuso en la “época bisagra” de 1750-1800 y, de acuerdo con la cual, por “individuo” ya no se ha de entender una
cosa singular indivisiblemente pequeña –un átomo–, sino más bien un sujeto singular” (ibíd., pág. 19).
91
“En este sentido, no parece que la racionalidad (del sistema) ni ciertas personificaciones como el ser, la estructura, el
poder o la intersubjetividad sean candidatos adecuados para administrar el legado de la filosofía del sujeto con los
cambios de disposición convenientes. La racionalidad en un sentido esencial no parece que pueda concebirse sin el
concepto de subjetividad; esta fue una de las convicciones fundamentales de Descartes, Leibniz, Kant, Hegel y Hus-
serl”. (Frank 1995, pág.14)

240
ninguna cosa92 , pero sí con un aspecto de la realidad que no puede ser
dejado de lado. Los contenidos son imprescindibles para que la posición
subjetiva no se halle vacía; pero eso no significa que sean idénticos al su-
jeto, ni siquiera que este pueda ser concebido como una función de
aquellos.
Manfred Frank ha sugerido que las personas no se individualizan por
el camino de la identificación, y que la identidad en modo alguno es un
elemento definitorio de la individualidad. Lo que marca a esta es, princi-
palmente, una referencia esencial al tiempo, que tiene que ver con lo
que ya ha sido indicado más arriba: el desprendimiento de la identidad y
la proyección hacia el futuro93 . Individual es el empleo de una palabra
que altera el sentido y transgrede las reglas.
En el curso de su vida, un individuo no solo se aplica a sí mismo
predicados distintos, sino que lo hace de diferente manera. Esto hace que
el propio de identidad personal se tambalee. Para que una persona sea
conocida como una y la misma desde una pluralidad de perspectivas,
aquella y estas deberían coordinarse. Se trata de un empeño no solo osa-
do, sino que olvida la posibilidad de que se origine una multitud incalcu-
lable, e incluso divergente, de interpretaciones.
Frank insiste en que, frente a concepciones como la estructuralista o
la analítica, que se basan en la tesis de la repetibilidad homogénea y uni-
forme de signos lingüísticos, la hermenéutica considera lo individual
como indivisible en sentido propio y por lo mismo incomunicable. Pero
no es la indivisibilidad de una sustancia infinitesimal, sino eso que existe
sin doble interior y se mantiene, por tanto, irrelacionado. Se trata, a fin
92
Una célebre distinción, realizada por Wittgenstein, puede servirnos aquí de ayuda: “Hay dos supuestos diferentes en
el uso de la palabra “yo” (o “mí”), que yo llamaría “el uso como objeto” y “el uso como sujeto””. Ejemplos del primero
serían: “Mi brazo está roto”, “yo he crecido seis pulgadas”, mientras que del segundo podrían valer estos: “Yo veo tal-y-
tal”, “yo oigo tal-y-tal”, “yo tengo dolor de muelas”. Los supuestos del primer uso implican el reconocimiento de una
persona concreta, existiendo en ellos la posibilidad de error. Pero no ocurre lo mismo con los del segundo: “Por el
contrario, no hay problema de reconocimiento de una persona cuando yo digo que tengo dolor de muelas. Carecería
de sentido preguntar: “¿Está usted seguro de que es usted quien tiene dolores?” Ahora bien, si en este caso no es posi-
ble error alguno es porque el movimiento que podríamos inclinarnos a pensar que es un error, una ‘mala jugada’, no es
siquiera un movimiento del juego”. (…) “Decir “yo tengo dolor” no es un enunciado sobre una persona determinada en
mayor medida que lo es el quejarse”. (…) “Pero sin duda la palabra ‘yo’ puesta en la boca de una persona se refiere a
la persona que la dice: señala hacia él mismo; y con mucha frecuencia la persona que lo dice señala de hecho hacia sí
mismo con su dedo”. (1968, pág. 100 ss.)
93
Ibíd., pág. 124: “Pero la temporalidad de la persona consiste en desprenderse de un determinado punto de identi-
dad (en cuya constitución confluye una multitud incontable de determinantes: sociológicos, culturales, biográficos,
etc.) y en proyectarse hacia un futuro, a cuya luz cada momento del presente adquiere sobre todo el significado en el
que se mantiene. El tiempo desintegra y diferencia, aunque ciertamente que en el marco de una continuidad histórica
vital, en la cual entra un elemento de identidad, inconciliable en cualquier caso con un severo criterio leibniziano de
identidad (como el que Tugendhat aplica). En un individuo no hay ningún núcleo firme, ninguna identidad fija”.

241
de cuentas, de aquello que no se somete al criterio repetibilidad homo-
génea, quedando suelto, como algo literalmente incomparable y, por tan-
to, absoluto. De esa manera, la individualidad debería ser considerada
como la adversaria directa de la identidad. Mediante su simple interven-
ción, el individuo impide que la estructura coincida consigo misma94.
Algo parecido se sigue de la tesis clásica de Wilhelm von Humboldt, se-
gún la cual en cada situación de entendimiento lingüístico entrechocan
dos diferentes maneras de representación, de las cuales únicamente
coincide la parte relativamente convencional, mientras que la más indi-
vidual resulta divergente. La consecuencia de ello es que cada articula-
ción resulta no solo reproductiva, sino también creativa de una manera
sistemáticamente incontrolable95.
El aspecto interpretativo, vinculado a la aparición de la individuali-
dad, es determinante en lo que respecta a la identidad personal, incapaz
de coincidir con la de unos hechos objetivos firmemente encajados. En el
caso del individuo humano, se trataría, como mucho, de la identidad re-
sultante de una interpretación que se lanza hacia adelante y se recoge
reflexivamente de un modo continuado y variable. La individualidad, por
tanto, ejemplifica de la mejor manera la diferencia característica de una
deriva del significado 96 .
Esta divergencia semántica debida a la intervención de la individua-
lidad constituye el aspecto que se ha intentado subrayar a lo largo de este
ensayo. “Holgura”, “diferAncia”, “no encaje”, “puesta en suspenso de la
determinación”, etc., son términos en los que se expresa la inquietud que
resulta de nuestra incapacidad para alcanzar aquello que, por lo demás,
se supone que juega un papel crucial en el origen y sostenimiento del

94
Ibíd., pág. 154: “Coincidir consigo misma significa estar presente. Ahora bien, una estructura o un signo nunca
pueden coincidir consigo mismos: primero, porque la idea de la diferencia de los signos supone la idea de tiempo; y,
segundo, porque cada empleo de un signo supone la idea de la repetibilidad –su no contemporaneidad”.
95
Ibíd., pág. 155: “La asignación individual de sentido a la síntesis de signos, que dispone el sustrato verbal y el senti-
do, supone siempre una sacudida y siempre desplaza las fronteras vigentes de la normalidad semántica. De ahí que la
decisión sobre el “verdadero sentido” de una declaración solo tenga, en el fondo carácter de presunción, y su logro o
fracaso nunca pueden medirse por criterios objetivos, sino exclusivamente por criterios pragmáticos e intradialógicos”.
96 “…la individualidad es una instancia, y parece ser la única, que ofrece una resistencia a la vez instantánea e idénti-
ca a la idealización rigorosa del sentido del signo (realiza por tanto exactamente aquello que Derrida atribuye a la
différance). Por otra parte, es la única que, al contar con la garantía de la autoconciencia, tiene la ventaja de hacer
comprensibles las motivaciones y los juicios hipotéticos, en tanto que son interpretaciones, y en definitiva todos aque-
llos procesos en los cuales aflora la categoría “sentido” como necesaria, que es como decir insustituible. Al mismo
tiempo, se explica el carácter no derivable de los proyectos de sentido individuales a partir de tipos semántico-pragmá-
ticos”. (Ibíd., pág. 160)

242
sentido. El problema reside en que, cuando lo ponemos en el punto de
mira, nos vemos forzados a buscar su “naturaleza” inexistente. Si, como
se ha visto, su rasgo definitorio es una suerte de hendidura individual, re-
sulta entonces casi imposible identificar algo. Esta es la cuestión: lo que
carece de identidad no constituye propiamente algo. Entonces nos vemos
empujados a hablar de movimiento, desplazamiento, variación, etc.
Queremos decir que no contamos con una regla, con un concepto pro-
pio y que, aun cuando seamos capaces de hablar sobre ello, necesaria-
mente habremos de hacerlo de manera problemática. Lo que sucede con
la subjetividad del sujeto es que, pese a su carácter imprescindible, no
representa un esto.
Empleando la terminología que se ha ido introduciendo en las pági-
nas anteriores, puede afirmarse que la individualidad (rasgo básico de lo
subjetivo) debería ser entendida como una especie de característica
emergente. No se explica mediante la remisión a esto o aquello; es más
bien el componente trans de un movimiento que desplaza. Si lo descri-
bimos por medio de categorías temporales, deberíamos decir que, en tan-
to que emergente, se trata del futuro al que se pretende someter, es decir,
regularizar de acuerdo con las condiciones del pasado.
En la medida en que el sujeto es emergente no puede reducirse a los
elementos que presuntamente integrarían el fenómeno en el que se origi-
na. Es decir: no puede ser entendido como una simple excrecencia de la
historia, una función del acontecer o algo parecido. Es importante subra-
yar esto, pues se encuentra siempre actuante una irresistible tendencia a
divinizar, de una u otra forma, la historia.
El sujeto no es ni lo externo (los contenidos) ni lo interno (la sustan-
cia mental). Tiene que ver con las cosas y con la experiencia, pero es más
que ellas: las excede. La in-dependencia constituye posiblemente su atri-
buto principal. Surge como un aroma y se encuentra dotado, así, de las
propiedades supervenientes características de los qualia. Pero dicho aro-
ma resulta ser asimismo un ingrediente del que no se puede prescindir.
Sin él no hay mundo, es decir, las cosas no se ven reunidas o situadas

243
con sentido. Sin embargo, él no las crea; como mucho las disloca, reto-
ca, transforma, haciendo surgir (y también desvanecerse) el sentido.
Con todo, es necesario insistir en que los atributos “libre” y “absolu-
to” que parecen corresponderle, no pueden significar “realidad superior”
o algo similar. Aquí surgen de nuevo las dificultades terminológicas. Sería
más conveniente hablar de “realidad extática”, desencajada, fuera de sí y
arrojada; o, más precisamente, de irrealidad. Pero entonces da la impre-
sión de que únicamente lo fáctico tiene sentido, y no es esto lo que se
está afirmando. Lo que queremos es apuntar hacia ese corte del sentido,
hacia ese colapso y desplazamiento que pone en tránsito. La experiencia
de la individualidad reclama el reconocimiento de este aspecto necesario
del mundo: hay aporte de sentido, que no se deduce sin más de las cosas
simplemente esparcidas, ni se reduce a ellas. Pese a todo, no se trata de
una mera función, ni tampoco de un envío externo. En el juego del suje-
to, transposición irreal, pero radicalmente mundana, fulguran los aspec-
tos, las maneras de hacer, las realizaciones y, asimismo, las desfiguracio-
nes.

En este ensayo que llega a su fin, han sido estudiadas las diferentes
formas de la experiencia radical o genuina, esa que tiene lugar en los
confines de la determinación. El objetivo era lograr una mayor apertura
racional para los diversos aspectos de la realidad. A lo largo de las pági-
nas anteriores, han ido mostrando su rostro ciertos fenómenos que se in-
terponen, como obstáculos casi insalvables, en la empresa de formar
conceptos: lo emergente, la apariencia, lo indeterminado, lo poético, lo
subjetivo, la individualidad… De algunos de ellos –principalmente, del
sujeto individual– habrá que ocuparse más adelante.

244
BIBLIOGRAFÍA

ADORNO, Th. W. (1975): Dialéctica negativa. Taurus. Madrid.

BENJAMIN, W. (1989):"La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica" en Discur-


sos interrumpidos I. Madrid.

ANSCOMBE, E. (1981): The first person; en: Collected Papers of G.E.M. Anscombe, vol. II:
“Metaphysics and the Philosophy of Mind”. Oxford, (págs. 21-36).

BOUVERESSE, J. (1994): Poesie und Prossa. Wittgenstein über Wissenschaft, Ethik und Ästhetik.
Düsseldorf und Bonn.

BOUVERESSE, J. (2006): Wittgenstein. La modernidad, el progreso y la decadencia. UNAM.


México.

BRANDOM, R. (2002): La articulación de las razones (una introducción al inferencialismo).


Siglo XXI. Madrid.

BRANDOM, R. (2004): “Selbstbewusstsein und Selbst-Konstitution”; en: Halbig, Ch./ Quante,


M./ Siep, L. (eds.): Hegels Erbe. Suhrkamp. Franfurt, (págs. 47-77).

BRANDOM, R. (2005): Hacerlo explícito (Razonamiento, representación y compromiso discur-


sivo). Herder. Barcelona.

BUSTOS, E. de (2000): La metáfora (ensayos transdisciplinares). F.C.E. Madrid.

CUARTANGO, R. (1995): “La capacidad de juicio y la apariencia estética”. En: Revista de Filo-
sofía, 3ª época, volumen VIII. Madrid; número 14, págs. 153-173.

CUARTANGO, R. (1999): Una nada que puede ser todo (reflexividad en la Ciencia de la Lógica
de Hegel). Editorial Límite. Santander.

CUARTANGO, R. (2004): Autodeterminarse (acerca de la conducción de la propia vida). Mon-


tesinos. Barcelona.

CUARTANGO, R. (2006): “Trascendiendo al yo ensimismado (la ética de la atención de Iris


Murdoch)”. En: Isegoría, nº 35. Madrid, 2006.

CUARTANGO, R. (2007): Filosofía de la historia. Lo propio como tierra extraña. Montesinos.


Barcelona.

DANTO, A. (1989): Historia y Narración. Ensayos de filosofía analítica de la historia. Paidos.


Barcelona.

DAVIDSON, D. (1995): “Hempel y la explicación de la acción”; en: Ensayos sobre acciones y


sucesos. Crítica. Barcelona.

DAVIDSON, D. (1999): Lo que significan las metáforas. En: Valdés Villanueva, L. (comp.: La
búsqueda del significado. Tecnos. Madrid, págs. 568-587.

DERRIDA, J. (1989): “La Différance”; en: Márgenes de la filosofía. Cátedra. Madrid, (págs.
37-62).

FERRARA, A. (2002): Autenticidad reflexiva (El proyecto de la modernidad después del giro lin-
güístico). Antonio Machado Libros. Madrid.

245
FERRARA, A. (2008): La fuerza del ejemplo (Exploraciones del paradigma del juicio). Gedisa.
Barcelona.

FERRATER MORA (1990): Diccionario de filosofía. Alianza. Madrid.

FOUCAULT, M. (1981): Las palabras y las cosas. Siglo XXI. México.

FRANK, M. (1984): Was ist Neostrukturalismus?. Suhrkamp. Frankfurt.

FRANK, M. (1991): “Individualität und Innovation”; en: Selbstbewußtsein und Selbsterkenntnis.


Reclam. Stuttgart, (págs. 50-78).

FRANK, M. (1994): El dios venidero. Lecciones sobre la Nueva Mitología. Ediciones del Serbal.
Barcelona.

FRANK, M. (1995): La piedra de toque de la individualidad (reflexiones sobre sujeto, persona e


individuo con motivo de su certificado de defunción posmoderno). Herder.
Barcelona.

FRANKFURT, H. (2006): On bullshit (sobre la manipulación de la verdad). Paidós. Barcelona.

FRANKFURT, H. (2007): Sobre la verdad. Paidós. Barcelona.

GADAMER, H.G. (1977): Verdad y método. Sígueme. Salamanca.

GOODMAN, N. (1990): Maneras de hacer mundos. Visor. Madrid.

GARCÍA-CARPINTERO, M. (1996): Las palabras, las ideas y las cosas. Una presentación de la
filosofía del lenguaje. Ariel. Barcelona.

HABERMAS, J.(1981): “La filosofía como guarda e intérprete”; en: Teorema, vol. XI/4, (págs.
247-268).

HABERMAS, J. (1984): ¿Qué significa pragmática universal? . En: Teoría de la acción comunica-
tiva: complementos y estudios previos. Cátedra. Madrid, págs. 299-368

HABERMAS, J. (1987): Teoría de la acción comunicativa. Taurus. Madrid.

HABERMAS, J. (1989): El discurso filosófico de la modernidad. Taurus. Madrid.

HABERMAS, J. (1991): Gedanken bei der Vorbereitung einer Konferenz; en: “Der Löwe spri-
cht… und wie können ihn nicht verstehen”. Simposio sobre Wittgenstein.
Suhrkamp. Frankfurt, (págs. 20-26).

HEGEL, G.W.F. (1980): Phänomenologie des Geistes. Gesammelte Werke 9. Felix Meiner.
Hamburgo.

HEGEL, G.W.F. (1986a): Wissenschaft der Logik. Werke 5-6. Suhrkamp. Frankfurt.

HEGEL, G.W.F. (1986b): Enziklopädie der philosophischen Wissenschaften. Werke 8-9-10.


Frankfurt.

HEIDEGGER, M. (1980a): “Hegels Begriff der Erfahrung”; en Holzwege. Vittorio Klostermann.


Frankfurt, págs. 111-204.
HEIDEGGER, M. (1980b): Der Ursprung des Kunstwerkes. En: Holzwege. Vittorio Klostermann.
Frankfurt.

246
HEIDEGGER. M. (1981): Erläuterungen zu Hölderlins Dichtung. Vottorio Klostermann. Frankfurt.

HEIDEGGER, M. (1985): “Die Frage nach der Technik”. En: Vorträge und Aufsätze. Pfullingen,
págs. 9-40.

HEIDEGGER, M. (1986): Sein und Zeit. Max Niemeyer Verlag. Tübingen.

HEIDEGGER, M. (1987): “La esencia del lenguaje”; en De camino al habla. Ediciones del Ser-
bal. Barcelona.

HEIDEGGER, M. (1989): Nietzsche I. Neske. Pfullingen.

JAY, M. (2003): La crisis de la experiencia en la era postsubjetiva. Ediciones Universidad Diego


Portales. Santiago de Chile.

KAMBARTEL, F. (1972): Experiencia y estructura. Sur. Buenos Aires.

KANT, I (1956): Kritik der reinen Vernunft. Meiner. Hamburgo, 1956.

KANT, I. (1968): Kritik der Urteilskraft. Akademie Textausgabe V. Walter de Gruyter. Berlin.

KRIPKE, S. (1989): Wittgenstein: reglas y lenguaje privado. México.

LYOTARD, J.F. (1999): La diferencia. Gedisa. Barcelona.

McDOWELL, J. (2003): Mente y mundo. Sígueme. Salamanca.

MEAD, G.H. (1930): Filosofía del presente. Traducción de Ignacio Sánchez de la Yncera. /
www.unav.es/gep/FilosofiaPresente.pdf

MARTÍNEZ MARZOA, F. (1987): Desconocida raíz común. Visor. Madrid.

MURDOCH, I. (1993): Metaphysics as a guide to morals. Penguin, Londres.

MURDOCH, I. (2001): La soberanía del bien. Caparrós Editores. Madrid.

ORTEGA Y GASSET, J. (2006): Historia como sistema y del imperio romano. En: Obras Comple-
tas. Tomo VI. Taurus, págs. 43-132.

RICOEUR, P. (1980): La metáfora viva. Ediciones Europa. Madrid.

RICOEUR, P. (1996): Sí mismo como otro. Siglo XXI. Madrid.

RORTY, R. (1989): La filosofía y el espejo de la naturaleza. Cátedra. Madrid.

RORTY, R. (1991): Contingencia, ironía, solidaridad. Paidós. Barcelona.

RORTY, R. (2001): ¿Esperanza o conocimiento? Una introducción al pramatismo. F:C:E. Buenos


Aires.

RORTY, R./ HABERMAS, J. (2007): Sobre la verdad: ¿validez universal o justificación? Amorror-
tu. Buenos Aires.

TOULMIN, S. (1977): La comprensión humana. Alianza. Madrid.

TOULMIN, S. (2003): Regreso a la razón. El debate entre la racionalidad y la experiencia en el


mundo contemporáneo. Península. Barcelona.

247
TOULMIN, S. (2007): Los usos de la argumentación. Península. Barcelona.

TUGENDHAT, E. (2002): “Las raíces antropológicas de la religión y de la mística”; en: Proble-


mas. Gedisa. Barcelona, (págs. 215-231).

TUGENDHAT, E. (2004): Egocentricidad y mística. Gedisa. Barcelona.

VALENTE, J.A. (1992): Material memoria (1979-1989). Alianza. Madrid.

VALENTE, J.A. (2000): “La piedra y el centro”; en: Variaciones sobre el pájaro y la red precedi-
do de la Piedra y el centro. Tusquets. Barcelona.

VALENTE, J.A. (2004): La experiencia abisal. Galaxia Gutenberg. Barcelona.

WELLMER, A. (2004): Sprachphilosophie. Suhrkamp. Frankfurt.

WELLMER, A. (2007): Wie Worte Sinn machen (Aufsätze zur Sprachphilosophie). Suhrkamp.
Frankfurt.

WHITE, H. (2003): El texto histórico como acontecimiento literario. Paidós. Barcelona.

WITTGENSTEIN; L. (1968): Los cuadernos azul y marrón. Tecnos. Madrid.

WITTGENSTEIN, L. (1984): Vermischte Bemerkungen. Werke 8. Suhrkamp. Frankfurt.

WITTGENSTEIN, L. (1987): Tractatus Logico-philosophicus. Alianza. Madrid.

WITTGENSTEIN, L. (1988): Investigaciones filosóficas. Crítica. Barcelona.

WITTGENSTEIN, L. (2003): Sobre la certeza. Gedisa. Barcelona.

WITTGENSTEIN, L. (2008): Ultimos escritos sobre Filosofía de la Psicología. Volúmenes I y II.


Tecnos. Madrid.

248

También podría gustarte