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estas cosas. Sin él, los más bellos sentimientos y las más
altas facultades espirituales no son más que un obstácu
lo. Hacen al hombre parecido al cedro del Líbano aue
todavía no ha sido quebrantado por el Señor. Alimentan
el orgullo y cierran el paso a la caridad. Y, según lo he
mos dicho ya, en el seno mismo de la Iglesia pueden
convertirse en una tentación. Si esto hubiera de suceder-
nos algún día, quizás nos sirviera de gran provecho el
traer a la memoria, evocando las circunstancias concre
tas de su caso, el ejemplo de algunos hombres que han
sabido superarlo heroicamente.
Cuando Newman, presionado por una lógica interior
que no era simplemente una “lógica de papel”, fue a
echarse a los pies del Padre Domingo Barberi para pedir
le que le admitiera en el seno de la Iglesia, no sacrifica
ba únicamente una situación, unos hábitos que le eran
muy queridos, unas amistades selectas, una morada es
piritualmente dolorosa pero siempre entrañablemente
amada, una reputación que ya se había hecho gloriosa. Las
condiciones no podían ser entonces más desfavorables.
Era una tarde del otoño de 1845, hacia el fin del ponti
ficado de Gregorio XVI. “El catolicismo aparecía en to
das partes como un vencido de la vida, tanto más lamen
table cuanto que todavía arrastraba consigo muchos
restos ridículos de un esplendor pasado”. El catolicismo
aquel no podía ejercer ninguna seducción humana sobre
aquel fellow de Oriel. Algunos años más tarde dirá él
mismo que “no vivimos una época de gloria temporal
para la Iglesia, una de aquellas épocas que vieron a los
príncipes dedicados al cumplimiento de sus deberes, go
biernos leales, y en las que la Iglesia tenía vastas pose
siones, largas bonanzas, escuelas famosas, ricas bibliote
cas, fundaciones cultas, santuarios concurridos. Nuestra
época se parece más a aquella primera edad en la que la
Iglesia era aparentemente tan humilde en nobleza y en
ciencia como en riqueza en la heredad del Señor, cuando
nos reclutábamos principalmente en los estratos más ba
jos de la sociedad, cuando éramos pobres e ignorantes,
despreciados y odiados por los grandes y por los filóso
fos, como formando parte de una sociedad tosca, estúpi
da y obstinada; a aquella edad durante la cual lá historia
no menciona a ningún santo que llena el espíritu como
302 MEDITACIÓN SOBRE LA IGLESIA