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IMPRIMATUR

 Malinas (Bélgica), 15 de abril de 1888


† Pierre Lambert,
 Arzobispo de Malinas

APROBACIONES

Ego Josephus Van Reeth, Praepositus Provincialis Societatis Jesu in Belgio,


potestate ad hoc mihi facta ab Admodum Reverendo Patre Antonio Anderledy,
ejusdem Societatis Praeposito Generali, facultatem concedo, ut opus cui titulus Le
Dogme du purgatoire, illustré par des faits et des révé-lations particulières, a Patre
F.X. Schouppe S. J. con-scriptum, et a deputatis censoribus rite recognitum atque
approbatum, typis mandetur.
In quorum fidem has litteras manu mea subscriptas et sigillo meo munitas dedi.

Brugis, die 14 aprilis 1888.

DECLARACIÓN DEL AUTOR

De conformidad con el decreto Sanctissimum del Santo Padre Urbano VIII, del 15


de marzo de 1525, declaramos que si bien es cierto en este libro hemos citado 
hechos que presentamos como sobrenaturales, nuestra opinión se debe circunscribir
únicamente al contexto personal y privado; la valoración de esta clase de hechos
pertenece a la autoridad suprema de la Iglesia.
CAPÍTULO PRELIMINAR
El dogma del Purgatorio es tenido en el olvido con demasiada frecuencia por parte de la
mayoría de los fieles; la Iglesia Purgante, en la que dichos fieles tienen tantos hermanos a
los que hay que ayudar y por la que ellos mismos tendrán que pasar muy pronto, al
momento de su muerte, parece serles ajena.

Este olvido, verdaderamente deplorable, hizo gemir a San Francisco de Sales:


“Desgraciadamente no recordamos lo suficiente a nuestros queridos difuntos: su memoria
parece perecer con el sonido de las campanas”.

La causa principal de esto es la ignorancia y la falta de fe: tenemos nociones demasiado


vagas acerca del Purgatorio y además muy poca fe.

Por lo tanto, debemos mirar más de cerca esta vida más allá de la tumba, este estado
intermedio de las almas justas, que aún no son dignas de entrar en la Jerusalén celestial, con
el fin de distinguir los diferentes conceptos y reavivar nuestra fe.

Tal es el propósito del presente trabajo, no para probar la existencia del Purgatorio a los
espíritus escépticos, sino para darlo a conocer mejor a los fieles piadosos, quienes creen con
fe divina este dogma revelado por Dios.

Es a los fieles piadosos propiamente dichos, a quienes va dirigido este libro, con el objeto
de brindarles una idea menos confusa del Purgatorio, yo diría incluso una idea más
actualizada de la que se sostiene comúnmente, para dar la mayor claridad posible a esta
gran verdad de la fe.

Para este propósito tenemos tres fuentes de revelación muy distintas.

En primer lugar, la doctrina dogmática de la Iglesia; en segundo lugar, la doctrina


explicativa de los Doctores de la Iglesia; en tercer lugar, las revelaciones de los Santos y las
apariciones, que vienen a confirmar la enseñanza de los Doctores.
 

1° La doctrina DOGMÁTICA de la Iglesia sobre el tema del Purgatorio consta de dos
artículos que indicaremos más adelante en el capítulo 3. Estos dos artículos son de fe, y
deben ser creídos por todo católico.

2° La doctrina de los DOCTORES y de los TEÓLOGOS, o, si se quiere, su sentir y sus


explicaciones sobre varias preguntas relativas al Purgatorio (véase también más
adelante, cap. III y ss.). No se imponen como artículos de fe; pueden no ser admitidos sin
dejar de ser católicos. Sin embargo, sería imprudente, incluso temerario, apartarse de ellos;
y es el espíritu de la Iglesia seguir las opiniones más comúnmente enseñadas por los
Doctores.

3° Las REVELACIONES de los santos, llamadas también revelaciones privadas; no


pertenecen al depósito de la fe confiado por Jesucristo a su Iglesia; son hechos históricos
basados en el testimonio humano. Es permitido creer en ellos y la piedad encuentra en los
mismos un alimento saludable. También es lícito no creer en ellos, en cuyo caso no se peca
contra la fe; pero si son demostrados, no pueden ser rechazados sin ofender a la razón: por
la sana razón se ordena a todo hombre que dé su asentimiento a la verdad, cuando está
suficientemente demostrada.

Para aclarar más este último asunto, expliquemos primero la naturaleza de las revelaciones
de las que estamos hablando.

Las revelaciones privadas son de dos tipos: algunas consisten en visiones, otras en
apariciones. Se llaman privadas porque, a diferencia de las que se encuentran en la Sagrada
Escritura, no forman parte de la doctrina revelada a todos los hombres y la Iglesia no las
propone para que sean creídas como dogmas de fe.

Las visiones propiamente dichas son iluminaciones subjetivas que Dios vierte en la mente
de una criatura para revelarle Sus misterios. Tales son las visiones de los profetas, de San
Pablo, de Santa Brígida y de muchos otros santos.

 
Las visiones suelen tener lugar en un estado de éxtasis: consisten en ciertos espectáculos
misteriosos, que se presentan a los ojos del alma y que no siempre deben ser tomados al pie
de la letra.

A menudo son figuras, imágenes simbólicas, que representan de manera proporcional a


nuestra inteligencia, cosas puramente espirituales, de las que el lenguaje ordinario no puede
dar cuenta.

Las apariciones son a menudo, fenómenos objetivos que tienen un objeto real y externo.
Tales fueron las apariciones de Moisés y Elías en el Tabor, la de Samuel evocada por la
Pitonisa de Endor, la del ángel Rafael a Tobías, la de muchos otros ángeles; finalmente,
tales son las apariciones de las almas del Purgatorio.

Que los espíritus de los difuntos a veces se aparecen a los vivos es un hecho que no se
puede negar. ¿No lo señala claramente el Evangelio? Cuando Jesús resucitado se apareció
por primera vez a sus discípulos mientras estos estaban reunidos, ellos creyeron ver un
espíritu.

El Salvador, lejos de decir que los espíritus no se aparecen, les habla de la siguiente
manera: "¿Por qué estáis preocupados y por qué surgen estos pensamientos en vuestros
corazones? Mirad mis manos y mis pies, soy Yo; tocad y mirad, porque un espíritu no tiene
ni carne ni huesos, como veis que yo tengo. Lucas XXIV, 37 y sig.

Las apariciones de las almas que están en el Purgatorio tienen lugar frecuentemente. Se
suceden en gran número en la vida de los santos y a veces incluso ocurren a los fieles
comunes.

Hemos recogido y presentado al lector aquellas apariciones que parecen las más adecuadas
para su instrucción o edificación.

 
Sin embargo, nos preguntarán, ¿son todos estos hechos históricamente ciertos? -Hemos
escogido los más comprobados. Si algún lector encuentra alguno que a su juicio no aguanta
el rigor de la crítica, puede no admitirlo.

Pero para no caer en una severidad excesiva que raye en la incredulidad, conviene anotar
que, en general, las apariciones de las almas se producen y no logran ser puestas en duda
aunque ocurran frecuentemente.
PRIMERA PARTE

PURGATORIO, MISTERIO DE LA JUSTICIA

Capítulo 1 - El Purgatorio en el plan divino


El Purgatorio ocupa un lugar importantísimo en nuestra santa religión: conforma una
de las partes principales de la obra de Jesucristo y juega un papel esencial en la
Economía de la Salvación del hombre.

Recordemos que la Santa Iglesia de Dios, considerada en su totalidad, consta de tres


partes: la Iglesia Militante, la Iglesia Triunfante y la Iglesia Sufriente o Purgante.

Esta triple Iglesia constituye el cuerpo místico de Jesucristo y las almas del
Purgatorio no son menos importantes que los fieles en la Tierra y los elegidos en el
Cielo.

La Iglesia en el Evangelio se llama ordinariamente el Reino de los Cielos, y el


Purgatorio, así como lo son el Cielo y la Iglesia terrenal, es una provincia de este
vasto Reino.

Las tres Iglesias hermanas tienen una relación incesante, una comunicación continua
entre ellas, que se llama la Comunión de los Santos.

Estas relaciones no tienen otro propósito que llevar a las almas a la Gloria, la meta
final a la que todos los elegidos aspiran.

 
Las tres Iglesias se ayudan mutuamente para poblar el Cielo, que es la Ciudad
Permanente, la gloriosa Jerusalén.

Consideremos el papel que nosotros, miembros de la Iglesia Militante en la Tierra,


tenemos con las almas del Purgatorio: consiste en ayudarlas en sus sufrimientos.

Dios ha puesto en nuestras manos las llaves de sus misteriosas prisiones: estas son la
oración por los difuntos, la devoción por las almas del Purgatorio.
PRIMERA PARTE

Capítulo 2 - Oración por los difuntos. - Temor y confianza.


La oración por los difuntos, los sacrificios, los sufragios por los difuntos forman
parte del culto cristiano, y la devoción a las almas del Purgatorio es una devoción
que el Espíritu Santo derrama con caridad en los corazones de los fieles.

Rezar por los difuntos  es un pensamiento santo y saludable, para que sean liberados
de sus pecados (2 Macabeos 12:46).

Para ser perfecta, la devoción a los difuntos debe estar animada a la vez por un
espíritu de temor y de confianza. Por un lado, la Santidad y la Justicia de Dios nos
inspiran un sano temor; por el otro, Su infinita Misericordia nos proporciona una
confianza ilimitada.

Dios es la santidad misma,  más que la luz provenir del sol, y ninguna sombra de
pecado puede permanecer ante Su Rostro.

Tus ojos son puros, dice el profeta, y no pueden soportar la vista de la iniquidad.
(Habacuc 1:13)

Por lo tanto, cuando la iniquidad se genera en las criaturas, la Santidad de Dios


requiere una expiación por tal iniquidad.

Y cuando esta expiación se hace con toda justicia, es terrible. Por eso la Escritura
también dice: Su nombre es santo y terrible (Salmo 110), como si dijese: Su Justicia
es terrible porque Su Santidad es infinita.
 

La Justicia de Dios es terrible y castiga con extremo rigor las faltas más leves.

La razón de ello es que estas faltas, aunque nos parezcan leves, no lo son de ninguna
manera a los ojos de Dios.

El más mínimo pecado le desagrada infinitamente, y por la infinita Santidad que es


ofendida, la más pequeña transgresión toma enormes proporciones, exigiendo una
enorme expiación.

Esto es lo que explica la terrible severidad del castigo de la otra vida y lo que debe
infundirnos un santo temor.

El miedo al Purgatorio es un miedo saludable: tiene el efecto de animarnos no solo


con una compasión amorosa por las almas que sufren, sino también con el celo
vigilante por nosotros mismos.

Pensad en el fuego del Purgatorio, y trataréis de evitar las más pequeñas faltas;
pensad en el fuego del Purgatorio, y practicaréis la penitencia, para satisfacer la
Justicia Divina en este mundo y no en el otro.

Pero tengamos cuidado con el miedo excesivo y no perdamos la confianza.

No olvidemos la Misericordia de Dios, que no es menos infinita que Su Justicia. Tu


Misericordia, oh Señor, sobrepasa la altura de los cielos, dice el profeta (Salmo
107); y en otro lugar de la Escritura: El Señor está lleno de misericordia y
clemencia, es paciente y pródigo en misericordia (Salmo 144).

 
Esta inefable Misericordia debe calmar nuestros excesivos temores y llenarnos de
santa confianza, según estas palabras: In te Domine speravi, non confundar in
aeternum, “he puesto mi confianza en ti, oh Dios mío, nunca seré confundido”
(Salmo 70).

Si nos anima este doble sentimiento, si nuestra confianza en la Misericordia de Dios


es igual a nuestro temor a Su Justicia, tendremos el verdadero espíritu de la
devoción a los difuntos.

Ahora, este doble sentimiento se conjuga de forma natural en el dogma del


Purgatorio; un dogma que contiene el doble misterio de la Justicia y de la
Misericordia: la Justicia que castiga, la Misericordia que perdona.

Es desde esta doble perspectiva que consideraremos el Purgatorio e ilustraremos su


doctrina.
PRIMERA PARTE

Capítulo 3 - La palabra Purgatorio - La doctrina católica -


Concilio de Trento - Preguntas controvertidas.
El  PURGATORIO es a veces considerado como un lugar o como un estado
intermedio entre el Infierno y el Cielo.

Esta es propiamente la situación de las almas que, en el momento de la muerte, están


en estado de gracia, pero que no han expiado completamente sus faltas, ni alcanzado
el grado de pureza necesario para gozar de la visión de Dios.

El Purgatorio es, por lo tanto, un estado transitorio, que termina cuando alcanzamos
la vida bienaventurada (en el Cielo).

Ya no se trata de una prueba a través de la cual podemos ganar méritos o perderlos,


sino de un estado de satisfacción (de culpas) y de expiación.

El alma ha llegado al final de su vida mortal: esta vida fue un tiempo de prueba, un
tiempo de ganar méritos para el alma y de obtener misericordia de parte de Dios.

Una vez transcurrido este tiempo, de Dios no podemos esperar sino Su Justicia. El
alma por su parte no puede ni ganar méritos ni perderlos; queda fijada en el estado
en que la muerte la encontró.

 
Y como se encontraba en el estado de gracia santificante, dicha alma está segura de
que ya no se le privará de este estado feliz y de que llegará a disfrutar de la posesión
inmutable de Dios.

Sin embargo, como se le imputan ciertas deudas que ameritan castigos temporales,
tal alma debe satisfacer la Justicia Divina sometiéndose a dichos castigos en todo su
rigor.

Tal es el significado de la palabra Purgatorio y de la situación de las almas que allí


se encuentran.

dogmas
Ahora bien, la Iglesia propone a este respecto dos verdades claramente definidas
como DOGMAS DE FE:

la primera, que hay un Purgatorio;

la segunda, que las almas que están en el Purgatorio pueden ser ayudadas mediante
los sufragios de los fieles y especialmente por el Santo Sacrificio de la Misa.

doctores
Aparte de estos dos puntos dogmáticos, hay varias PREGUNTAS
DOCTRINALES que la Iglesia no ha decidido y que han sido más o menos resueltas
de manera clara por los Doctores de la Iglesia.

Dichas preguntas se refieren a:

1. el lugar del Purgatorio;

2. la naturaleza de las penas;


3. el número y la situación de las almas del Purgatorio;

4. la certeza que dichas almas tienen acerca de su bienaventuranza;

5. la duración de sus castigos;

6. la intervención de los vivos en su favor y la aplicación de los sufragios de la


Iglesia.
PRIMERA PARTE

Capítulo 4 - Lugar del Purgatorio. - Doctrina de los teólogos.


— Catecismo del Concilio de Trento. - Santo Tomás.

Aunque la fe no nos dice nada preciso sobre el LUGAR del Purgatorio, la opinión
más común, la que más se ajusta al lenguaje de la Escritura y que es más
generalmente aceptada entre los teólogos, la sitúa en las entrañas de la Tierra, no
lejos del Infierno de los réprobos.

Los teólogos son casi unánimes, dice San Roberto Belarmino (Del purgat. lib. 2.
cap. 6), en enseñar que el Purgatorio, al menos el lugar ordinario de expiación, está
situado en el seno de la Tierra, y que las almas del Purgatorio y las de los réprobos
están en los mismos espacios subterráneos, en esas regiones profundas que la
Escritura llama Infierno.

Cuando decimos en el Credo de los Apóstoles que Jesucristo después de Su Muerte


descendió a los Infiernos, "la palabra Infierno" (dice el catecismo del Concilio de
Trento) (1) se refiere a los lugares ocultos en donde se encuentran las almas que aún
no han obtenido la beatitud eterna.

Pero estos lugares son de muchos tipos. Uno de ellos se trata de una negra y oscura
prisión, donde las almas de los réprobos son continuamente atormentadas junto a los
espíritus inmundos, por un fuego que nunca se apaga. Este lugar, que es el Infierno
propiamente dicho, todavía se llama Gehena y Abismo.

El Catecismo del Concilio de Trento también enseña que, "Hay otro Infierno, donde
está el fuego del Purgatorio. Allí las almas de los justos sufren por un tiempo, para
ser completamente purificadas, antes de que se les abra la entrada a la patria
celestial; porque nada profano puede entrar en ella”.
 

“Un tercer Infierno fue aquel en el que las almas de los santos fueron recibidas antes
de la venida de Jesucristo, y en el que disfrutaron de un tranquilo descanso, libres de
dolor, confortadas y sostenidas por la esperanza de su redención.

Estas son las almas santas que esperaban a Jesucristo en el seno de Abraham, y que
fueron liberadas cuando Jesucristo descendió a los Infiernos.

El Salvador entonces derramó repentinamente una luz brillante entre ellas,


llenándolas de infinito gozo y haciéndolos disfrutar de la soberana dicha que se halla
en la visión de Dios.

Así se cumplió la promesa de Jesús al ladrón: Hoy mismo estarás conmigo en el


Paraíso”. (Catec. Rom. Cap. 6. §1)

“Una idea muy probable (dice Santo Tomás de Aquino), y que además responde a
las palabras de los santos y a revelaciones privadas, es que habría un doble lugar
para la expiación del Purgatorio.

El primero estaría destinado para la generalidad de las almas, y está situado abajo,
cerca del Infierno; el segundo sería para los casos particulares, y es de allí de donde
saldrían tantas apariciones”.

El santo doctor admite por tanto, al igual que muchos otros, que a veces la Justicia
Divina asigna un lugar especial a la purificación de ciertas almas, y hasta les permite
aparecerse, ya sea para instruir a los vivos, ya sea para que los muertos obtengan los
sufragios que necesitan, o bien por otras razones dignas de la Sabiduría y de la
Misericordia de Dios”. (Supl. Parte 3, últ. pregunta)

 
Este es el esquema general de la doctrina sobre el lugar del Purgatorio.

Como no estamos haciendo un tratado que se preste a controversia, no añadimos


pruebas o refutaciones: estas se pueden leer de autores como Suárez y Belarmino.
Solo señalaremos que la opinión acerca del submundo subterráneo no tiene nada que
temer con respecto a la ciencia moderna.

La ciencia puramente natural es incompetente en cuestiones que, como ésta,


pertenecen al orden sobrenatural. Sabemos por experiencia que los espíritus pueden
ser encontrados en un lugar ocupado por cuerpos, como si tales cuerpos no
existiesen.

Sea como sea el interior de la Tierra, ya sea que esté completamente en llamas,
como dicen comúnmente los geólogos, o que se encuentre en cualquier otro estado,
nada impide que sirva de morada a los espíritus, incluso a espíritus revestidos de un
cuerpo resucitado.

El Apóstol san Pablo nos enseña que el aire está lleno de una multitud de espíritus
de las Tinieblas: "Tenemos que luchar",  dice, "contra los poderes de las Tinieblas,
contra los espíritus malignos que están en el aire”. (Efesios 6:12)

Por otro lado, sabemos que los buenos ángeles que nos protegen no son menos
numerosos en este mundo. Ahora, si los ángeles y otros espíritus pueden habitar
nuestra atmósfera sin que el mundo físico sufra la más mínima modificación, ¿cómo
es que las almas de los muertos no podrían morar en el seno de la Tierra?
Capítulo 5 - Lugar del Purgatorio - Revelaciones de los Santos.
- Santa Teresa. — San Luis Beltrán. - Santa Magdalena de
Pazzi
Santa Teresa tenía una gran caridad por las almas del Purgatorio y las ayudaba lo
más que le era posible, gracias a sus oraciones y buenas obras.

Para recompensarla, Dios le mostraba con frecuencia las almas que ella había
ayudado a liberar; las veía en el momento de su salida de la expiación y de su
entrada en el Cielo. A propósito, tales almas salían normalmente del seno de la
tierra.

Ella escribía: "Se me anunció que un religioso, que había sido provincial de esta
provincia y que ahora lo era de otra, había muerto. Yo había tenido tratos con él y
me había prestado buenos servicios.

Esta noticia me causó una gran perturbación. Aunque era un hombre de muchas
virtudes, temí por la salvación de su alma, porque había sido superior durante veinte
años, y todavía temo mucho por los que están a cargo de almas.

Me fui muy triste a un oratorio; allí supliqué a Nuestro Señor que aplicara a este
religioso el poco bien que yo había hecho en mi vida, y que compensara el resto con
Sus infinitos Méritos, para sacar dicha alma del Purgatorio.

"Mientras pedía esta gracia con todo el fervor que podía reunir, vi a mi derecha esta
alma elevarse de las profundidades de la Tierra y ascender al Cielo en un
desplazamiento feliz. (Vida de Santa Teresa escrita por ella misma, capítulo 38.
Fiesta, 15 octubre).

Aunque este Padre era muy entrado en años, me pareció como un hombre que aún
no tenía treinta años, y con un rostro que resplandecía de luz.
 

Esta visión tan corta en su duración me dejó llena de alegría y sin ninguna duda
sobre la veracidad de lo que había visto.

Como yo estaba muy lejos del lugar donde este siervo de Dios había terminado sus
días, no vine a saber sino tiempo después las peculiaridades de su edificante muerte:
todos los que la presenciaron no pudieron dejar de admirarse por el conocimiento
que guardó hasta último momento, por las lágrimas que derramó y los sentimientos
de humildad con los cuales entregó su alma a Dios”.

"Una monja de mi comunidad, una gran servidora de Dios, había muerto no hacía
dos días. Celebraban el Oficio de los Dinfuntos por ella en el coro; una hermana
decía una estrofa y yo estaba de pie para decir el verso: a mitad de la estrofa vi el
alma de esta religiosa salir, tal cual como la que acabo de mencionar, de las
profundidades de la Tierra e ir al Cielo.

Esta visión fue puramente intelectual, mientras que la anterior se me había


presentado en imágenes. Pero ambas dejaron en mi alma la misma certeza”.

"En ese mismo monasterio, a la edad de dieciocho o veinte años, acababa de morir
otra monja, un verdadero modelo de fervor, regularidad y virtud. Su vida no había
sido más que un entramado de enfermedades y sufrimientos, soportados
pacientemente.

No tenía ninguna duda de que después de haber vivido así, no tenía más mérito que
el de estar exenta del Purgatorio. Sin embargo, mientras estaba en el oficio fúnebre,
antes de que enterraran su cuerpo, unas cuatro horas después de su muerte, vi así
mismo su alma salir de la Tierra y ascender al Cielo”. Esto es lo que escribe Santa
Teresa. (Vida de Santa Teresa escrita por ella misma, capítulo 38).

 
Un hecho similar se registra en la vida de San Luis Beltrán, de la Orden de Santo
Domingo. Esta vida escrita por el P. Antist, un religioso de la misma orden, que
había vivido con el santo, se inserta en el Acta Sanctorum, bajo el 10 de octubre:

“En el año 1557, cuando San Luis Beltrán residía en el convento de Valencia, la
peste estalló en esa ciudad. La terrible plaga multiplicó sus golpes, amenazó a todos
los habitantes y todos temieron por sus vidas.

Un religioso de la comunidad, el P. Clemente Benet, queriendo prepararse


fervientemente para la muerte, hizo al santo una confesión general de toda su vida; y
al terminar le dijo: "Padre, si a Dios le place llamarme ahora, vendré a darle a
conocer a usted mi estado en la próxima vida".

En efecto, poco tiempo después murió, y la noche siguiente se le apareció al santo.


Le dijo que estaba detenido en el Purgatorio por unas faltas menores que todavía
tenía que expiar, y le rogó que lo encomendara a la comunidad.

El santo comunicó inmediatamente esta petición al Padre prior, quien se apresuró a


encomendar el alma del difunto a las oraciones y a las Santas Misas de todos los
hermanos reunidos en el capítulo.

Seis días después, un hombre del pueblo, que no sabía nada de lo que había pasado
en el convento, habiendo venido a confesarse con el Padre Luis, le dijo que se le
había aparecido el alma del Padre Clemente.

Contó que había visto la tierra abrirse y el alma del Padre fallecido salir de ella
gloriosa. Se parecía, añadió, a una estrella resplandeciente y que se elevaba por los
aires hacia el Cielo”.

 
Leemos en la vida de Santa Magdalena de Pazzi  (25 de mayo), escrita por su
confesor, el Padre Cepari de la Compañía de Jesús, que esta sierva de Dios fue
testigo de la liberación de un alma en las siguientes circunstancias:

Una de sus hermanas religiosas había muerto hacía algún tiempo. Un día, mientras
la santa rezaba ante el Santísimo Sacramento, vio salir de la tierra el alma de esta
hermana, aún cautiva en las prisiones del Purgatorio. Estaba envuelta en un manto
de llamas, bajo el cual una deslumbrante túnica blanca la protegía de los ardores
extremos del fuego.

Esta alma permaneció durante una hora completa al pie del altar, adorando, en un
anonadamiento indescriptible, al Dios escondido bajo las especies eucarísticas.

Esta Hora de Adoración, que Magdalena la vio hacer, fue la última de sus
penitencias; cuando la Hora hubo concluido, dicha alma se levantó y emprendió su
vuelo hacia el Cielo.  
Capítulo 6 - Lugar del Purgatorio. - Santa Francisca
Romana. - Santa Magdalena de Pazzi
Le agradó a Dios hacer ver en espíritu a algunas almas privilegiadas las tristes
moradas del Purgatorio, las cuales debían luego revelar estos dolorosos misterios
para la edificación de todos los fieles.

De ellas hizo parte la ilustre Santa Francisca Romana, fundadora de las Hermanas


Oblatas, quien murió en 1440 en Roma, donde sus virtudes y sus milagros brillaron
con más fuerza.

Dios le prodigó grandes conocimientos acerca del estado de las almas en la otra
vida.

Ella vio el Infierno y sus horribles suplicios; también vio el interior del Purgatorio, y
el misterioso orden, casi diría, la jerarquía de las expiaciones que reina en esta parte
de la Iglesia de Jesucristo.

Para obedecer a sus superiores, que creían que debían imponerle esta obligación, ella
dio a conocer todo lo que Dios le había manifestado; y sus visiones, escritas bajo su
dictado por el venerable canónigo Matteotti, su director espiritual, tienen toda la
autenticidad que se puede pedir en esta materia.

La Sierva de Dios declaró que después de haber experimentado con un miedo


indescriptible la visión del Infierno, ella salió de ese abismo y fue conducida por su
guía celestial, el Arcángel Rafael, a las regiones del Purgatorio.

Allí no reinaba ni el horror del desorden, ni la desesperación, ni las tinieblas eternas;


la Divina Esperanza esparcía su luz, y le fue dicho que este lugar de purificación
también se llamaba Morada de la Esperanza.
 

Allí vio almas que sufrían cruelmente, pero también ángeles que las visitaban y las
ayudaban en sus sufrimientos.

El Purgatorio, dice, está dividido en tres partes distintas, que son como las tres
grandes provincias de este reino de dolor. Están situadas una encima de la otra y
ocupadas por almas de diferentes categorías.

Estas almas están más profundamente enterradas, en la medida en que están más
manchadas y más alejadas de su liberación.

La región inferior está repleta de un fuego muy ardiente, pero no es tan terrible
como el del Infierno: es un vasto mar ardiente con inmensas llamas.

Innumerables almas están sumergidas en ella: corresponden a las que fueron


culpables de pecados mortales, que confesaron debidamente, pero que no fueron
suficientemente expiados durante la vida.

La Sierva de Dios aprendió entonces que por cada pecado mortal perdonado queda
una sentencia de siete años de Purgatorio. - Este lapso de tiempo no puede tomarse
como una medida fija ya que los pecados mortales difieren en su gravedad; debe ser
tomado más bien como una pena promedio.

Aunque las almas están envueltas en las mismas llamas, sus sufrimientos no son los
mismos; difieren según el número y la calidad de sus pecados anteriores.

En este Purgatorio inferior la santa distinguía entre los laicos y las personas
consagradas a Dios. Los laicos eran aquellos que, después de una vida de pecado,
habían hecho una conversión sincera; las personas consagradas a Dios eran aquellas
que no habían vivido de acuerdo con la santidad de su estado: estaban en la parte
más profunda.

En ese mismo momento, vio descender allí el alma de un sacerdote que conocía,
pero cuyo nombre se abstuvo de revelar. Ella notó que su cabeza estaba envuelta en
un velo que cubría una mancha, la mancha de la sensualidad.

Aunque había llevado una vida edificante, este sacerdote no siempre había
mantenido una estricta templanza y había buscado demasiada satisfacción en el
comer.

La santa fue entonces llevada al Purgatorio intermedio, destinado a las almas que
merecían un castigo menos riguroso. Había allí tres lugares distintos: uno se parecía
a un gran cuarto frío, donde reinaba un frío indescriptible; el segundo, por el
contrario, era como una inmensa caldera llena de aceite y brea hirvientes; el tercero
era como un estanque de metal líquido, que se parecía al oro o la plata fundidos.

El Purgatorio superior, que la santa no describe, es la morada de las almas que,


habiendo sido purificadas por las penas de los sentidos, ya no sufren más que el
dolor de la congoja, y se acercan al momento feliz de su liberación.

Tal es en esencia la visión de Santa Francisca sobre el Purgatorio.

Aquí está ahora la visión de Santa Magdalena de Pazzi, monja carmelita de


Florencia, según lo reportado sobre su vida por el Padre Cepari.

Es una imagen detallada del Purgatorio, mientras que la visión anterior solo daba un
boceto.

 
Algún tiempo antes de su santa muerte, ocurrida en 1607, la Sierva de Dios
Magdalena de Pazzi, encontrándose por la tarde con varias monjas en el jardín del
convento, quedó extasiada y vio abrirse el Purgatorio ante ella.

Al mismo tiempo, como más tarde lo hizo saber, una voz la invitó a visitar todas las
prisiones de la Justicia Divina, para ver de cerca cuán dignas de piedad son las
pobres almas que viven allí.

En ese momento le oímos decir: "Sí, entraré allí". Aceptó hacer este doloroso viaje.

De hecho, comenzó a caminar por el jardín, que es muy grande, durante dos horas
completas, deteniéndose de vez en cuando.

Cada vez que interrumpía su caminata, analizaba cuidadosamente las penas que se le
mostraban. Entonces se la veía retorcer sus manos en señal de compasión: su cara se
ponía pálida, su cuerpo se doblaba bajo el peso del dolor en presencia del
espectáculo que tenía ante sus ojos.

Empezó a gritar con una voz lastimera: "¡Piedad, Dios mío, piedad! Desciende, oh
Preciosa Sangre y libera a estas almas de su prisión. Pobres almas, ustedes están
sufriendo tan cruelmente y sin embargo están felices y contentas. Las mazmorras de
los mártires, comparadas con esto, eran jardines encantadores. Sin embargo, hay
otras más abajo. ¡Qué feliz me consideraría si no me hicieran ir más abajo!”

Sin embargo, ella bajó más, porque la vimos continuar su camino. Pero cuando dio
unos pasos, se detuvo horrorizada y con un gran suspiro gritó: "¡Qué!, ¡hay también
religiosos en estos tristes lugares! ¡Dios mío, qué atormentados están! ¡Oh, Señor!

Ella no comprendía sus sufrimientos, pero el horror que sentía al contemplarlos la


hacía suspirar a cada paso.
 

De allí pasó a lugares menos sombríos: eran las mazmorras de las almas sencillas y
de los niños, cuya ignorancia y carencia de razón mitigaban en gran medida sus
faltas. Igualmente, sus tormentos le parecieron mucho más tolerables que los de los
demás.

No había nada más que hielo y fuego. Notó que estas almas tenían sus ángeles
guardianes cerca de ellas, los cuales las fortalecían enormemente gracias a su
presencia; pero también vio demonios, cuya horrible apariencia agravaban su
sufrimiento.

Después de dar unos pasos, vio almas mucho más infelices, y se le oyó gritar: "¡Oh,
qué horrible es este lugar! ¡Está lleno de horribles demonios y de incomprensibles
tormentos!

Entonces, ¿quiénes son, Dios mío, las tristes víctimas tan cruelmente torturadas?
¡Ay! Son atravesadas con espadas afiladas y cortadas en pedazos. (Se le respondió
que estas eran las almas cuya conducta había sido manchada por la hipocresía).

Al avanzar un poco, vio una gran multitud de almas pisoteadas y como aplastadas
bajo una prensa; y comprendió que eran almas que durante sus vidas habían estado
sujetas a la impaciencia y la desobediencia.

Al contemplarlas, su mirada, sus suspiros, su actitud expresaban compasión y


miedo.

Un momento después, pareció más consternada y lanzó un grito de terror: era el


calabozo de las mentiras que acababa de abrirse ante sus ojos.

 
Después de mirarlo atentamente, dijo en voz alta: "Los mentirosos son colocados en
un lugar cercano al Infierno, y sus penas son muy grandes. Se les vierte plomo
fundido en sus bocas; los veo ardiendo y temblando de frío al mismo tiempo”.

Llegó luego a la prisión de las almas que habían pecado por debilidad, y la oyeron
gritar: "¡Ay! Pensé que ustedes estaban con las que pecaron por ignorancia; pero me
equivoqué, ustedes están ardiendo en un fuego más candente”.

Más adelante, vio a las almas que estaban demasiado apegadas a los bienes de este
mundo y que pecaron por codicia. “¡Qué ceguera, dijo, buscar tanto una fortuna
perecedera!

Aquellas que una vez fueron insaciables en la consecución de riquezas están aquí
saciadas con tormentos; se licúan como el metal en el horno”.

De allí pasó al lugar donde se encierran las almas que una vez se mancharon con el
vicio de la impureza; las vio en un calabozo tan sucio y asqueroso que hizo que su
corazón se sintiera asqueado. Rápidamente apartó los ojos de esta repugnante vista.

Cuando vio a los ambiciosos y a los soberbios, dijo: “Estos son los que querían
destacarse más que los demás: ahora están condenados a vivir en esta espantosa
oscuridad”.

Entonces se le hizo ver las almas que habían sido ingratas con Dios. Eran objeto de
un tormento indecible y parecían como si se hubiesen ahogado en un lago de plomo
fundido, por haber secado la fuente de la piedad merced a su ingratitud.

Finalmente, se le mostraron, en una última mazmorra, las almas que no tenían vicios
muy destacados, pero que, al no cuidarse lo suficiente, habían cometido toda clase
de faltas leves.
 

Notó que estas almas participaban del castigo asociado con todos los vicios, pero en
un menor grado; esto era debido a que las faltas cometidas, como no habían sido
recurrentes, las hacían menos culpables en comparación con aquellas que habían
sido hábitos.

Después de esta última estación, la santa salió del jardín, rezando a Dios para que no
la volviese a hacer testigo de un espectáculo tan desgarrador: ya no sentía las fuerzas
para soportarlo.

Sin embargo, su éxtasis aún perduraba, y conversando con Jesús, le dijo:


“Enséñame, Señor, ¿cuál fue tu propósito al mostrarme estas terribles prisiones de
las que yo sabía tan poco y entendía aún menos?… Ah, lo veo ahora: querías
hacerme conocer Tu Infinita Santidad y hacerme odiar aún más los pecados más
pequeños, los cuales son tan abominables a tus ojos”.
Capítulo 7 - Lugar del Purgatorio. - Santa Liduvina de
Schiedam
Una tercera visión sobre el interior del Purgatorio es la de Santa Liduvina de
Schiedam (14 de abril), quien murió el 11 de abril de 1433, y cuya historia, escrita
por un sacerdote contemporáneo suyo, es de la más perfecta autenticidad.

Esta admirable virgen, un verdadero prodigio de la paciencia cristiana, fue presa de


todos los dolores asociados con las enfermedades más crueles, durante el período de
treinta y ocho años.

Sus dolores le impedían dormir; pasaba largas noches en oración, y luego, a menudo
transportada en espíritu, era conducida por su ángel de la guarda a las misteriosas
regiones del Purgatorio.

Allí vio moradas, prisiones, varios tipos de mazmorras, cada uno más triste que el
otro; se encontró con almas que conocía y se le mostraron sus diversos castigos.

Uno podría preguntarse cuál era la naturaleza de estos viajes en éxtasis... y es difícil
de explicar; pero uno puede concluir merced a otras circunstancias, que dichos
viajes eran más reales de lo que uno podría creer.

La santa enferma hizo viajes similares y peregrinaciones a los lugares santos de


Palestina, a las iglesias de Roma y a los monasterios de los alrededores.

Ella trajo de vuelta el conocimiento más preciso acerca de estos lugares.

 
Un día un monje del monasterio de Santa Isabel, se puso a hablar con ella acerca de
las celdas, del capítulo, del refectorio de su comunidad; entonces ella le hizo una
descripción exacta y detallada de toda su casa, como si hubiera pasado allí toda su
vida.

Cuando el religioso le manifestó su sorpresa, ella le dijo: “Sepa, Padre, que he


estado en su monasterio, he visitado todas las celdas, he visto los ángeles de la
guarda de todos los que allí viven”.

Aquí está uno de los viajes de nuestra Santa al Purgatorio.

Un desafortunado pecador, que había estado en los caminos torcidos del mundo, se
convirtió finalmente, y gracias a las oraciones de Santa Liduvina y a sus urgentes
exhortaciones, hizo una sincera confesión de todos sus desórdenes, recibió la
absolución, pero no tuvo tiempo de hacer mucha penitencia porque murió de la peste
poco tiempo después.

La santa ofreció mucha oración y sufrimientos por su alma; y algún tiempo después,
habiendo sido guiada por su ángel al Purgatorio, deseaba saber si él seguía allí y cuál
era su situación.

Él está allí, dijo su guía celestial, y está sufriendo mucho. ¿Estarías dispuesta a
soportar alguna pena para disminuir la suya?

“Sin duda”, respondió ella; “estoy dispuesta a hacer cualquier cosa para ayudarlo”.

Inmediatamente el ángel la condujo a un lugar de tortura espantosa: “¿Es este el


Infierno, hermano mío?”, preguntó horrorizada la santa muchacha.

 
“No, hermana -respondió el ángel-, pero esta parte del Purgatorio es contigua al
Infierno”.

Mirando para todos los lados, vio algo así como una enorme prisión rodeada de
muros de altura prodigiosa, cuya oscuridad y piedras monstruosas le producían
espanto.

Al acercarse a este siniestro recinto, escuchó un ruido confuso de voces que emitían
lamentos, gritos de furia, cadenas, instrumentos de tortura, golpes violentos que los
verdugos descargaban sobre sus víctimas.

Era un ruido tal que todo el estruendo que se produce en el mundo, en las tormentas
y en las guerras no tenía punto de comparación.

Liduvina le preguntó a su buen ángel: “¿Qué es este horrible lugar?”

“Es el Infierno”, respondió. “¿Quieres que te lo enseñe?”

“No, por favor”, dijo ella, congelada de espanto, “el ruido que estoy escuchando es
tan terrible que no puedo soportarlo más. ¿Cómo podría entonces soportar ver tales
horrores?”

Continuando su misterioso viaje, vio a un ángel que denotaba tristeza, sentado en el


borde de un pozo.

“¿Quién es este ángel?”, le preguntó a su guía.

 
“Es”, respondió, “el ángel guardián del pecador cuyo destino os interesa. Su alma
está en ese pozo donde está haciendo un purgatorio especial”.

Ante estas palabras, Liduvina lanzó una mirada expresiva a su ángel, deseando ver
el alma que le era querida, y trabajar para sacarla de esa espantosa mazmorra.

Su ángel, que comprendió lo que quería, levantó la tapa de dicho pozo merced a un
acto de su poder; entonces, un torbellino de llamas escapó de él, junto con gritos
quejumbrosos.

“¿Reconoces esa voz?”, dijo el ángel.

“¡Ay! Sí”, respondió la sierva de Dios.

“¿Deseas ver esta alma?”, añadió.

Ella respondió afirmativamente y él llamó al alma por su nombre. Inmediatamente


nuestra virgen vio aparecer en la apertura del pozo, un espíritu envuelto en fuego,
como si fuese un metal incandescente, que le dijo con una voz mal articulada: “¡Oh
Liduvina, sierva de Dios, quien me dará el poder de contemplar el rostro del
Altísimo!”

La visión de esta alma en el más terrible tormento de fuego produjo en nuestra santa
tal convulsión, que su cinturón, nuevo y muy resistente, que llevaba alrededor de su
cuerpo, se partió en dos; y no pudiendo soportar más esta visión, volvió
repentinamente de su éxtasis.

 
 Los presentes a su alrededor, al notar su terror, le preguntaron qué le pasaba. -
“¡Ay!” -respondió ella-, “¡qué espantosas son las prisiones del Purgatorio! Es para
ayudar a las almas que acepto ir allí. Si no fuese por tal motivo, aunque me dieran en
posesión todo el mundo yo no querría soportar el horror de un espectáculo tan
espantoso”.

Unos días más tarde, el mismo ángel que ella había visto tan triste, se le apareció
con un rostro alegre: le dijo que el alma de su protegido había salido del pozo y
había pasado al Purgatorio ordinario.

Este alivio parcial no fue suficiente para el espíritu caritativo de Liduvina: continuó
rezando por el pobre sufriente y aplicándole los méritos de su sufrimiento, hasta que
por fin vio las puertas del Cielo abrirse ante él.
Capítulo 8 - Lugar del Purgatorio. - San Gregorio Magno. - El
diácono Pascasio y el sacerdote de Centumcelle. - El Beato
Esteban, el franciscano y el religioso en su puesto. - Théophile
Renaud y la mujer enferma de Dôle.
Según Santo Tomás y otros doctores, como hemos visto anteriormente, en casos
particulares la Justicia Divina asigna un lugar especial en la Tierra para la
purificación de ciertas almas.

Este sentir es confirmado por varios hechos, entre los cuales mencionaremos
primero los dos reportados por San Gregorio Magno en sus Diálogos (IV, 40). 

"Cuando era joven y todavía un laico", escribe el Santo Papa, "escuché de los
ancianos bien informados, la historia de cómo el diácono Pascasio se apareció a
Germán, Obispo de Capua.

Pascasio, un diácono de esta sede apostólica, de la que aún poseemos los excelentes
libros sobre el Espíritu Santo, era un hombre de eminente santidad, dedicado a las
obras de caridad, celoso del alivio de los pobres y muy despreocupado de sí mismo.

Cuando surgió una disputa sobre una elección papal, Pascasio se separó de los
obispos y se puso del lado de aquel al quien el episcopado no había aprobado.

Murió al poco tiempo, poseyendo una reputación de santidad que Dios confirmó con
un milagro: una curación fulminante tuvo lugar el día de su funeral, con el simple
toque de su dalmática.

Tiempo después, Germán, obispo de Capua, fue enviado por los médicos a los baños
de San Ángel, en los Abruzos. ¡Cuál no sería su estupor al encontrar al mismo
diácono Pascasio allí, empleado en los últimos oficios de los baños!
 

Yo expío aquí, le dijo la aparición, por el mal que he hecho al ponerme del lado del
partido incorrecto. Te lo ruego, reza por mí al Señor, porque sabrás que has sido
escuchado tan pronto como dejes de verme aquí”.

"Germán comenzó a rezar por el difunto, y después de unos días, habiendo


regresado, buscó en vano a Pascasio, quien había desaparecido.

Después de esta vida solo tuvo que sufrir un castigo temporal, añade San Gregorio,
porque había pecado por ignorancia y no por malicia”.

El mismo Santo Papa habla entonces de un sacerdote de Centumcelle, ahora


Civita-Vecchia, que también fue a las aguas termales.

Un hombre se presentó para servirle en los últimos oficios domésticos, y durante


varios días lo cuidó con extremo comedimiento y afán.

El buen sacerdote, pensando que debía recompensar tanto servicio, vino al día
siguiente con dos panes bendecidos, y después del servicio ordinario, se los ofreció
al comedido sirviente.

Este último, con aspecto triste, le respondió: "¿Por qué Padre, por qué me presenta
este pan? No puedo comerlo. Yo, a quien veis, antaño fui el amo y después de mi
muerte, para expiar mis faltas, fui enviado de vuelta aquí en el estado en que me
veis. Si queréis hacerme el bien, ¡os lo pido por favor, ofreced el Pan Eucarístico por
mí”.

Con estas palabras desapareció de repente, y el que se creía que era un hombre,
mostró con tal forma de desaparecer, que era tan solo un espíritu.

 
Durante una semana entera el sacerdote se dedicó a hacer penitencia, y cada día
ofreció la Hostia Saludable en favor del difunto; luego, habiendo regresado a los
mismos baños, no lo encontró ya más y concluyó que había sido liberado.

Parece que la Justicia Divina a veces condena a las almas a sufrir su castigo en el
mismo lugar donde cometieron sus faltas.

Leemos en las crónicas de los Frailes Menores (Lib. 4, capítulo 30), que el Beato
Esteban, religioso de este instituto, tenía una singular devoción al Santísimo
Sacramento, que le hacía pasar parte de sus noches en adoración.

En una de estas ocasiones, estando solo en la capilla en medio de la oscuridad, rota


solo por el brillo de una pequeña lámpara, vio de repente en un puesto a un religioso,
en profundo recogimiento y con la cabeza cubierta por su capucha.

Esteban se acerca a él y le pregunta si tiene permiso para salir de su celda a esta


hora. - “Soy un religioso fallecido", responde. “Es aquí donde debo llevar a cabo mi
purgatorio, de acuerdo con una decisión de la Justicia de Dios, porque es aquí donde
he pecado por haber tenido tibieza y negligencia en el Oficio Divino. El Señor me
permite daros a conocer mi estado, para que me ayudéis con vuestras oraciones”.

Movido por estas palabras, el Beato Esteban se arrodilló inmediatamente para recitar
el De profundis y otras oraciones; y notó que mientras rezaba, el rostro del difunto
expresaba alegría.

Muchas veces, en las noches siguientes, la aparición se presentó de la misma


manera, cada vez más feliz a medida que se acercaba su liberación.

 
Finalmente, después de una última oración del Beato Esteban, dicha alma se levantó
de su puesto, se veía radiante, y mostrando  gratitud hacia su libertador, desapareció
en la claridad de la Gloria.

El siguiente hecho tiene algo tan maravilloso que dudaríamos en reproducirlo, dice
el canónigo Postel, si no se hubiese registrado en muchas obras, según el Padre
Théophile Raynaud, teólogo y distinguido estudioso polémico del siglo XVII
(Heteroclita spiritualia, parte. 2, sección). El Padre lo reporta como un
acontecimiento sucedido en su tiempo y casi delante de sus ojos.

El Padre Louvet añade que el vicario general del palacio arzobispal de Besançon,
después de examinar todos los detalles, había reconocido la veracidad del hecho.

En el año 1629, en Dôle in Franche-Comté, (Francia), Huguette Roy, una mujer


de pobre salud, se encontraba en cama por una neumonía que la hacía temer por su
vida.

El médico, pensando que tenía que desangrarla, tuvo la torpeza de cortar la arteria de
su brazo izquierdo, lo que la redujo inmediatamente a una incapacidad extrema.

Al día siguiente, al amanecer, ella vio entrar en su habitación a una joven, toda
vestida de blanco, con una apariencia bastante modesta.

La joven le preguntó si aceptaba sus servicios y ser atendida por ella.

La paciente, contenta con este ofrecimiento, respondió que nada sería más agradable
para ella; e inmediatamente la desconocida encendió el fuego, se acercó a Huguette,
la volvió a poner delicadamente en su cama; luego continuó vigilándola y
sirviéndola como lo haría la más devota enfermera.
 

¡Maravilloso! El contacto de las manos de la extraña fue tan beneficioso, que la


mujer moribunda se sintió muy aliviada y pronto se sintió completamente curada.

Luego la enferma quiso saber quién era esta amable desconocida, y la llamó para
preguntarle, pero esta se alejó diciendo que volvería por la noche.

Sin embargo, el asombro y la curiosidad fueron extremos, cuando la gente se enteró


de esta repentina curación, y lo único que se comentaba en el pueblo de Dôle era
este misterioso acontecimiento.

Cuando la desconocida regresó por la noche, le dijo a Huguette Roy, sin ningún
intento de ocultarse: "Sabed, mi querida sobrina, que soy vuestra tía, Leonarde
Collin.

Fallecí hace diecisiete años, dejándoos heredera de mi pequeña propiedad. Gracias a


la Divina Bondad, estoy salvada, y es la Santísima Virgen María, por quien tenía
gran devoción, quien me obtuvo este gozo. Sin ella, estaba perdida. Cuando la
muerte vino a golpearme repentinamente, estaba en pecado mortal; pero la Virgen
misericordiosa me obtuvo en ese momento una moción de perfecta contrición, y así
me salvó de la Condenación Eterna.

Desde entonces he estado en el Purgatorio, y el Señor me permite venir y completar


mi expiación sirviéndoos durante cuarenta días. Al cabo de ese tiempo, seré liberada
de mis sufrimientos, si vos, por vuestra parte, tenéis la caridad de hacer por mí tres
peregrinaciones a tres santuarios de la Santísima Virgen”.

Huguette, asombrada, sin saber qué pensar de estas palabras, sin poder creer en la
realidad de esta aparición, y temiendo alguna trampa del maligno, consultó a su
confesor, el Padre Antoine Rolland, jesuita.
 

Este la instó a amenazar a la desconocida con los exorcismos de la Iglesia.

Tal amenaza no preocupó a la joven. Esta dijo tranquilamente que no temía a las
oraciones de la Iglesia: "Tienen poder", añadió, "solo contra los demonios y los
condenados, no contra las almas predestinadas y en gracia con Dios, como lo soy yo.

Huguette no se convenció: "¿Cómo podéis ser mi tía Leonarde?”, le dijo a la joven.

Ella era anciana y achacada, desagradable y caprichosa; mientras que usted es joven,
gentil y considerada.

Ah, sobrina mía -respondió la aparición-, mi verdadero cuerpo está en la tumba,


donde permanecerá hasta la Resurrección; el que me veis es otro cuerpo,
milagrosamente formado a partir del aire, para que pueda hablaros, serviros y
obtener vuestro auxilio.

En cuanto a mi carácter difícil y malgeniado, diecisiete años de terribles


sufrimientos me han enseñado paciencia y dulzura. Sabed además, que en el
Purgatorio uno es confirmado en la Gracia, marcado con el Sello de los Elegidos y,
por ello mismo, hecho libre de todos los vicios”.

Después de tales explicaciones la incredulidad ya no era posible. Huguette, a la vez


maravillada y agradecida, recibió felizmente los servicios que se le prestaron durante
los cuarenta días señalados.

Solo ella podía ver y oír a la difunta, quien venía a ciertas horas y luego desaparecía.
Tan pronto como sus fuerzas se lo permitieron, realizó piadosamente las
peregrinaciones que se le habían encomendado.
 

Al final de los cuarenta días, las apariciones cesaron. Leonarde se apareció por
última vez para anunciar su liberación: estaba en ese momento en un estado de
Gloria incomparable, brillando como una estrella y llevando en su rostro la
expresión de la más perfecta felicidad.

Ella, a su vez, le manifestó su gratitud a su sobrina, prometió rezar por ella y por
toda su familia, y la instó a recordar siempre, en medio de las penas de la vida, el
objetivo supremo de nuestra existencia, que es el de la salvación de nuestras
almas.
Capítulo 9 - Los castigos del Purgatorio, su naturaleza, su
severidad. - Doctrina de los teólogos. - San Roberto Belarmino.
- San Francisco de Sales. - Temor y confianza
Hay en el Purgatorio, como en el Infierno, un doble castigo, el dolor de la
condenación y el dolor de los sentidos.

El dolor de la condenación o de daño (damnum) consiste en ser privado, por un


tiempo, de la vista de Dios quien es el Bien Supremo, el Objeto Beatífico para el
cual nuestras almas están hechas, como nuestros ojos para la luz.

Es una sed moral con la cual el alma está atormentada.

El dolor de los SENTIDOS, o el dolor sensible, es similar al que experimentamos en


nuestra carne.

La naturaleza de este dolor no es de fe; pero es el sentir común de los Doctores de la


Iglesia que tal dolor consiste en el fuego y en otros tipos de sufrimiento.

El fuego del Purgatorio es de la misma naturaleza, dicen los padres, que el del
Infierno del que habla el maligno: “Quia crucior in hac flamma, sufro, dice,
cruelmente en esa llama”.

En cuanto a la SEVERIDAD de estos castigos, al ser infligidos por la justicia más


equitativa, son proporcionales a la naturaleza, gravedad y número de las faltas.

Cada uno recibe según sus actos, cada uno debe pagar las deudas que tiene ante
Dios.
 

Por otra parte, estas deudas son muy desiguales. Algunas, acumuladas durante una
larga vida, ascienden a los diez mil talentos del Evangelio, es decir, millones y miles
de millones; mientras que otras se reducen a unos pocos óbolos, es decir un pequeño
remanente de lo que no ha sido expiado en la tierra.

De ello se deduce que las almas sufren castigos muy diferentes, que hay
innumerables grados en la expiación del Purgatorio y que algunas son
incomparablemente más severas que otras.

Sin embargo, hablando en general, los Doctores están de acuerdo en que estos
castigos son muy severos.

Es el mismo fuego, dice San Gregorio, que atormenta a los condenados y purifica a
los elegidos (Coment. Salmo 37).

Casi todos los teólogos, dice SAN ROBERTO BELARMINO, enseñan que los
réprobos y las almas del Purgatorio sufren la acción del mismo fuego (Del Purgat. 1.
2. Cap. 6).

El mismo Belarmino escribe que debe darse por sentado que no hay proporción
entre los sufrimientos de esta vida y los del Purgatorio (De gemitu columbae, lib. 2.
cap. 9).

SAN AGUSTÍN lo manifiesta claramente en su comentario al Salmo 31: "Señor,"


dice, "no me castigues en tu furia, ni me rechaces con aquellos a quienes dices: Ve
al fuego eterno; pero tampoco me castigues en tu ira; más bien purifícame tanto en
esta vida, de tal forma que no necesite ser purificado por el fuego en la otra.

 
Sí, temo este fuego que se ha encendido para aquellos que se salvarán, es verdad,
pero que se salvarán solo pasando de antemano por el fuego (1 Cor. 3:15).

Se salvarán, sin duda, después de la prueba de fuego; pero esta prueba será terrible,
este tormento será más insoportable que cualquier otra cosa en este mundo.

Esto es lo que dice San Agustín, y lo que San Gregorio, el Venerable Beda, San
Anselmo y San Bernardo dijeron después de él.

SANTO TOMÁS va más allá y sostiene que el menor castigo del Purgatorio supera
todos los castigos de esta vida, sean cuales sean.

El dolor, dijo el Beato Pierre Lefèvre, es más profundo y mucho más íntimo cuando
penetra directamente al alma y al espíritu, que cuando llega solo a través del cuerpo.

El cuerpo mortal y los sentidos en sí mismos absorben y desvían parte del dolor
físico o incluso moral.

El autor del libro La Imitación de Cristo expresa esta doctrina en una frase práctica y
llamativa. Hablando en general de los castigos de la otra vida, dice: "Allí, una hora
de tormento será más terrible que aquí cien años de la más severa penitencia"
(Imitac. I, cap. 24.).

Para probar esta doctrina, añade Belarmino, es un hecho constante que todas las
almas sufren la pena de daño en el Purgatorio. Este castigo sobrepasa todo
sufrimiento sensible.

 
Pero para hablar solo del dolor de los sentidos, sabemos lo terrible que es el fuego,
por débil que sea, que encendemos en nuestras casas, y el gran dolor que la más
mínima quemadura nos causa; sin embargo, es mucho más terrible este fuego que no
se nutre ni de madera ni de aceite, y que nada lo puede apagar.

Encendido por el aliento de Dios para ser el instrumento de Su Justicia, ataca a las
almas y las atormenta con una actividad incomparable.

Lo que acabamos de decir y lo que aún tenemos que decir es muy apropiado para
inspirar en nosotros el saludable temor que nos recomienda Jesucristo.

Pero para que algunos lectores, olvidando la confianza cristiana que debe moderar
nuestros temores, no den paso al miedo excesivo, comparemos la doctrina anterior
con la de otro Doctor de la Iglesia, SAN FRANCISCO DE SALES, quien presenta
los castigos del Purgatorio moderados por los consuelos que los acompañan.

Podemos -dijo este santo y amable director de almas- sacar más consuelo que miedo
del pensamiento del Purgatorio.

La mayoría de los que temen tanto al Purgatorio, piensan más en sus propios
intereses que en los intereses de la Gloria de Dios; esto se debe a que solo
consideran las penas de ese lugar, sin considerar al mismo tiempo la felicidad y la
paz que Dios da allí a las almas.

Es cierto que los tormentos son tan grandes que los dolores más extremos de esta
vida no se pueden comparar con ellos; pero también las satisfacciones interiores son
tales que no hay prosperidad o contento en la tierra que pueda igualarlas.

 
"Las almas están en continua unión con Dios. Allí están perfectamente sujetas a Su
Voluntad; o, para decirlo mejor, sus voluntades están tan transformadas en la
Voluntad de Dios que solo pueden querer lo que Dios quiere.

De este modo, si el Paraíso estuviera abierto para ellas, preferirían precipitarse en el


Infierno antes que aparecer ante Dios con las manchas que todavía notan en ellas.
Allí se purifican a sí mismas, voluntaria y amorosamente, porque tal es el Divino
Placer.

Quieren estar allí de la manera que le agrada a Dios, y por el tiempo que a Él le
plazca.

"Son impecables, y no pueden ser impacientes ni cometer la más mínima


imperfección. Aman a Dios más que a sí mismas y más que a cualquier otra cosa: lo
aman con un amor completo, puro y desinteresado.

Son consoladas por los ángeles. Están seguras de su salvación y llenas de una
esperanza que no cae en la confusión en medio de la espera.

Su muy amargo dolor se halla en medio de una paz muy profunda. Si es una especie
de “infierno” en lo que respecta al sufrimiento, es un “paraíso” en lo que respecta a
la dulzura que se extiende en sus corazones por la caridad: una caridad más fuerte
que la muerte y más poderosa que el Infierno; una caridad cuyas lámparas son todas
de fuego y llamas. (Cantic. VIII.)

“Estado feliz, prosigue el santo Obispo, estado feliz, más deseable que temible, ya
que estas llamas son llamas de amor y caridad.” (Esprit de saint François de Sales, p.
16, cap. 9)

 
Estas son las enseñanzas de los Doctores de la Iglesia: se deduce que aunque las
penas del Purgatorio son severas, no carecen de consuelo.

El Buen Jesús, quien bebió Su Cáliz tan amargo sin endulzarlo, quiso endulzar el
nuestro.

Al imponernos Su Cruz en esta vida, Él derrama Su Unción sobre ella, y al purificar


las almas del Purgatorio como el oro en el horno, modera su ardor con consuelos
inefables.

No podemos perder de vista este elemento de consuelo, este lado luminoso, en los
cuadros a veces muy sombríos que tendremos que contemplar.
Capítulo 10 - Penas del Purgatorio - Dolor de la condenación
— Santa Catalina de Génova - Santa Teresa - Padre
Nieremberg
Después de haber escuchado a los teólogos y a los doctores de la Iglesia,
escucharemos a los doctores de otra clase: los SANTOS, quienes hablan de los
dolores de la otra vida y  cuentan lo que Dios les ha mostrado a través de
comunicaciones sobrenaturales.

SANTA CATALINA DE GÉNOVA, en su Tratado del Purgatorio (Capítulos II,


VIII), dice que "las almas experimentan un tormento tan extremo que no hay
palabras para describirlo, y no existe ningún entendimiento que pueda concebirlo, a
menos que Dios lo diera a conocer por una gracia especial.

“Ninguna palabra", añade, "podría expresarlo, ninguna mente podría formarse una
idea de lo que es el Purgatorio. En cuanto a la magnitud del castigo, es igual al
Infierno.”

SANTA TERESA, en el Castillo del Alma (Sexta morada, capítulo XI), hablando
del dolor de la condenación, se expresa de la siguiente manera: "El dolor de la
condenación o la privación de la vista de Dios sobrepasa todo lo que se puede
imaginar como más doloroso: porque las almas, empujadas hacia Dios, como hacia
el centro de todas sus aspiraciones, son continuamente repelidas por Su Justicia.

Imaginen un náufrago que, después de luchar durante mucho tiempo contra las olas,
llega a la orilla, pero que sin embargo es constantemente empujado de vuelta al mar
por una mano irresistible: ¡qué angustia tan dolorosa! Sin embargo aquella de las
almas del Purgatorio lo es mil veces más”.

El PADRE NIEREMBER de la Compañía de Jesús, quien murió en olor de santidad


en Madrid en 1658, relata (De pulchritudine Dei, libro 1, cap. 11) un hecho que
ocurrió en Tréveris y que, según el Padre Rossignoli (Merveilles du Purgatoire,
69),fue reconocido como del todo veraz por el Vicario General de aquella diócesis.

El día de Todos los Santos, una joven de rara piedad vio aparecer ante ella a una
conocida suya que había muerto hacía poco.

La aparición iba vestida de blanco, con un velo del mismo color en la cabeza y
sosteniendo un largo Rosario en la mano, signo de la tierna devoción que siempre
había profesado por la Reina del Cielo.

Imploró la caridad de su piadosa amiga, diciéndole que había prometido mandar


celebrar tres Misas en el altar de la Santísima Virgen, y que como no había podido
cumplir la promesa, esta deuda se sumaba a su sufrimiento. Así que le rogó a su
amiga que la cumpliera en su lugar.

La joven accedió de buena gana en llevar a cabo la obra caridad que se le había
pedido; luego de que las tres Misas fueron celebradas, la difunta se le apareció de
nuevo, mostrándole su alegría y gratitud.

Incluso continuó apareciéndosele todos los noviembres, casi siempre en la iglesia.

Su amiga la vio en adoración ante el Santísimo Sacramento, abismada en un respeto


indescriptible; al no poder ver todavía a Dios cara a cara, parecía querer
compensarlo contemplándolo al menos bajo las especies eucarísticas.

Durante el Divino Sacrificio de la Misa, en el momento de la Elevación, su rostro


irradiaba de tal manera que era como si un serafín hubiese descendido del cielo; la
joven estaba admirada y declaró que nunca había visto algo tan hermoso.

 
Sin embargo, los días pasaron, y a pesar de las Misas y oraciones ofrecidas por ella,
esta santa alma permaneció en el exilio, lejos de los Tabernáculos Eternos.

El 3 de diciembre, fiesta de San Francisco Javier, su protectora tenía que comulgar


en la iglesia de los Padres Jesuitas. Entonces la aparición la acompañó a la Santa
Misa y luego estuvo a su lado durante todo el tiempo de su acción de gracias, como
para participar en la felicidad de la Santa Comunión y también para disfrutar de la
presencia de Jesucristo.

El 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción, la aparición volvió de nuevo,


pero estaba tan brillante que la joven no pudo mirarla. Se acercaba de manera
palpable el final de su expiación.

Finalmente, el 10 de diciembre, durante la Santa Misa, apareció con un brillo aún


más deslumbrante: después de inclinarse con profunda reverencia ante el altar,
agradeció a la piadosa joven sus oraciones y subió al cielo en compañía de su ángel
de la guarda.

Algún tiempo antes esta santa alma había hecho saber que solo sufría el dolor de la
condenación, o de la privación de Dios; y agregó que esta privación le causaba un
tormento insoportable.

Esta revelación justifica las palabras de San Crisóstomo en su cuadragésima séptima


homilía: "Imagínense -dijo- todos los tormentos del mundo; no encontraréis ninguno
que equivalga a ser privado de la Visión Beatífica de Dios".

En efecto, el dolor de la condenación, es, según todos los santos y todos los doctores
de la Iglesia, mucho más severo que el dolor de los sentidos.

 
Es cierto que en la vida actual no podemos entender esto, porque sabemos muy poco
sobre el bien soberano para el que fuimos creados. Pero en la otra vida, este bien
inefable aparece a las almas como el pan al hombre hambriento, como el agua viva
al que está muriendo de sed, como la salud al enfermo torturado por largos
sufrimientos; produce en ellas deseos ardientes que las atormentan sin poder ser
satisfechos.
Capítulo 11 - Dolor de los sentidos en el Purgatorio -
Tormento del fuego y tormento del frío - Los Venerables Bede
y Drithelme
Si no nos impresiona tanto el dolor de la condenación, es muy diferente en el caso
del dolor de los sentidos: el tormento del fuego o el tormento de un frío áspero e
intenso, asustan nuestra sensibilidad.

Por eso la Misericordia Divina, queriendo despertar en nuestras almas un santo


temor, apenas nos habla del dolor de la condenación; pero nos da sin cesar el fuego,
el frío y otros tormentos que constituyen el dolor de los sentidos.

Esto es lo que vemos en el Evangelio y en las revelaciones particulares, a través de


las cuales le complace a Dios manifestar de vez en cuando a sus siervos los
misterios de la otra vida.

Mencionemos algunas de estas revelaciones.

En primer lugar, esto es lo que dice el VENERABLE BEDA, según cuenta el


piadoso y docto Cardenal San Roberto Belarmino.

“Inglaterra ha sido testigo en estos días, escribe Beda, de un prodigio insigne,


comparable a los milagros de los primeros siglos de la Iglesia.

Para motivar a los vivos a temer a la muerte del alma, Dios permitió que un hombre,
después de dormir el sueño de la muerte, volviera a la vida corporal y revelara lo
que había visto en el otro mundo.

 
Los espantosos e inauditos detalles que contó, y su extraordinaria vida de penitencia,
la cual confirmaba sus palabras, causaron la mayor impresión en todo el país.

Resumiré los principales detalles de esta historia.

“Había un hombre en Northumberland llamado DRITHELM, que vivía una vida


muy cristiana con toda su familia. Cayó enfermo, y su enfermedad fue empeorando
día a día, de modo que al final se vio reducido al extremo; murió ante la gran
desolación de su esposa e hijos.

Estos pasaron la noche llorando junto a su cuerpo; pero al día siguiente, antes de
enterrarlo, lo vieron volver de repente a la vida, incorporarse y levantarse. Cuando
vieron esto, todos se asustaron y huyeron, excepto la esposa; ella permaneció
temblando al lado de su marido resucitado.

De inmediato él la tranquilizó y le dijo: "No temas, es Dios quien me devuelve a la


vida; quiere mostrar en mi persona a alguien que resucitó de la muerte".

Viviré en la Tierra un poco más de tiempo, pero mi nueva vida será muy diferente
de la que había llevado hasta ahora.

Luego se levantó, lleno de vigor, fue directamente a la capilla o a la iglesia local, y


se quedó allí rezando durante mucho tiempo.

Regresó a casa para despedirse de sus seres queridos.

Les dijo que quería vivir solo para prepararse para la muerte, y los instó a todos a
hacer lo mismo.
 

Luego, habiendo dividido sus bienes en tres partes, dio una a sus hijos, otra a su
esposa y reservó la tercera para entregarla como limosna.

Cuando había repartido todo a los pobres y había quedado en la extrema pobreza,
fue a llamar a la puerta de un monasterio y rogó al abad que lo recibiera como
religioso penitente, que sería el servidor de todos las demás.

“El abad le dio una celda apartada, en la cual vivió el resto de su vida.

Tres ejercicios le ocupaban todo su tiempo: la oración, los trabajos más duros y
penitencias extraordinarias.

Los ayunos más rigurosos eran poco para él; además, en invierno se le veía
sumergirse en agua helada y permanecer allí durante horas y horas en oración, hasta
haber recitado todos los salmos del Salterio de David.

“La vida mortificada de Drithelm, sus ojos siempre abatidos, los rasgos mismos de
su rostro, mostraban un alma abatida por el temor a los juicios de Dios. Guardaba un
silencio permanente, pero se le instó a contar, para la edificación de los demás, lo
que Dios le había mostrado después de su muerte.

Este es relato de su visión.

“Al salir de mi cuerpo, fui recibido por una figura benévola que me tomó bajo su
guía: tenía un rostro radiante y parecía estar rodeado de luz.

 
Llegamos a un amplio, profundo y extenso valle, que estaba cubierto de fuego en un
lado, y de nieve y hielo en el otro; de este lado brasas y torbellinos de llamas, del
otro el frío más intenso y ráfagas de viento helado.

Este misterioso valle estaba lleno de un sinnúmero de almas, las cuales, agitadas
como por una furiosa tormenta, se transportaban incesantemente de un lado para
otro.

Cuando no podían soportar los rigores del fuego, buscaban refrescarse en medio del
hielo y la nieve; pero al no encontrar allí sino un nuevo tormento, se lanzaban de
nuevo a las llamas.

“Miraba con asombro estas vicisitudes permanentes llenas de horribles tormentos;


hasta donde mi vista podía alcanzar, solo veía multitudes de almas, las cuales
siempre estaban sufriendo y nunca descansaban.

El solo aspecto de esas almas inspiraba miedo. Al principio creí ver el Infierno; pero
mi guía, quien iba adelante, se volvió hacia mí y me dijo: "No, este no es el Infierno
de los réprobos como usted cree".

“¿Sabe qué es este lugar?”, me preguntó. “No", respondí. "Sabed -continuó- que este
valle, donde se ve tanto fuego y hielo, es el lugar donde se castiga a las almas que
durante su vida fueron negligentes en confesarse y que aplazaron su conversión
hasta el final.

Gracias a una misericordia especial de Dios, antes de morir tuvieron la dicha de


arrepentirse sinceramente, confesar y odiar sus pecados.

Es por ello que no son reprobadas y entrarán en el Reino de los Cielos en el Gran
Día del Juicio.
 

Muchas de ellas incluso obtendrán su liberación antes de ese día, por el mérito de las
oraciones, las limosnas y los ayunos que los vivos hacen en su favor, y
especialmente por la virtud del Santo Sacrificio de las Misas, que se ofrecen por el
alivio de sus almas”.

Tal fue el relato de Drithelm.

Cuando se le preguntó por qué trataba su cuerpo tan duramente, por qué se sumergía
en el agua helada, respondió que había visto otros tormentos y frío mucho más
severos.

Ante la sorpresa de que pudiese someterse a tan extrañas flagelos, él decía: “He
visto penitencias aún más sorprendentes”.

Así que hasta el día en que Dios lo llamó a Su Presencia, nunca dejó de afligir su
cuerpo; y aunque estaba destrozado por la vejez, no aceptó ningún apaciguamiento a
sus flagelos.

“Este acontecimiento produjo una profunda conmoción en Inglaterra: muchos


pecadores, conmovidos por los relatos de Drithelm y por la austeridad de su vida, se
convirtieron sinceramente".

“Estos hechos, añade Belarmino, me parecen de una veracidad indiscutible, además


de que concuerdan con las palabras de la Escritura: Pasarán del frío de la nieve al
calor abrasador del fuego".

El Venerable Beda lo relata como un acontecimiento reciente y de pleno


conocimiento.
  

Además, fue seguido por la conversión de un gran número de pecadores, lo cual es


un signo de las obras de Dios, quien está acostumbrado a hacer maravillas para
producir fruto en las almas.
Capítulo 12 - Castigos del Purgatorio - San Roberto
Belarmino y Sta. Cristina la Admirable
El docto y piadoso CARDENAL BELARMINO relata entonces la historia de
SANTA CRISTINA LA ADMIRABLE, quien vivió en Bélgica a finales del siglo
XII y cuyo cuerpo se conserva hoy en día en Sint-Truiden, en la iglesia de los Padres
Redentoristas.

Él dice que la vida de esta ilustre virgen fue escrita por Tomás de Cantimpré, un
religioso de la Orden de Santo Domingo, digno escritor sobre la Fe y contemporáneo
de la santa. El Cardenal Jacques de Vitry, en el prefacio de la Vida de Santa María
de Ognies, habla de una multitud de mujeres santas y vírgenes ilustres; pero a la que
admira por encima de todas es a Santa Cristina, cuyas sorprendentes acciones
resume aquí.

Esta sierva de Dios, después de haber pasado los primeros años de su vida
exhibiendo humildad y paciencia, murió a la edad de treinta y dos años. Cuando
estaban a punto de enterrarla y su cuerpo ya estaba en la iglesia, acostada en un
ataúd abierto como era la costumbre en ese tiempo, se puso en pie, llena de vida,
dejando atónita a toda la ciudad de Sint-Truiden; todos fueron testigos de esta
maravilla.

El asombro fue aún mayor cuando escucharon de su boca lo que le había sucedido
después de su muerte. Escuchémosla contar su propia historia.

“Inmediatamente, dijo, cuando mi alma fue separada de mi cuerpo, esta fue recibida
por los ángeles, quienes la llevaron a un lugar muy oscuro, lleno de almas. Los
tormentos que sufrían allí me parecieron tan excesivos, que es imposible expresar el
rigor de los mismos.

Entre ellos, vi a mucha gente que conocía y me conmovió profundamente su triste


estado. Pregunté qué era ese lugar, porque pensé que era el Infierno. Mi guía me
respondió que era el Purgatorio, donde se castigaba a los pecadores que antes de
morir se habían arrepentido de sus pecados, pero que no habían dado a Dios una
satisfacción digna. - Desde allí fui llevada al Infierno, y allí también reconocí a
algunos desafortunados reprobados que había visto en el pasado”.

"Los ángeles me llevaron al Cielo, al Trono de la divina Majestad. El Señor me miró


favorablemente y me alegré mucho, porque creí que me había concedido la gracia de
la Morada Eterna con Él. Pero mi Padre Celestial, viendo lo que pasaba en mi
corazón, me dijo estas palabras: ‘Sin duda, mi querida hija, estarás aquí conmigo un
día.

Por el momento, sin embargo, os permito elegir, o bien estar conmigo de aquí en
adelante, o por el contrario volver de nuevo a la Tierra para cumplir una misión de
caridad y sufrimiento. Para liberar de las llamas del Purgatorio a las almas que te
han inspirado tanta compasión, sufrirás por ellas en la Tierra; soportarás tormentos
muy grandes sin llegar a morir.

Y no solo aliviarás a los muertos, sino que con el ejemplo que darás a los vivos y tu
vida llena de sufrimientos, llevarás a los pecadores a convertirse y a expiar sus
crímenes. Después de completar esta nueva vida, volverás aquí llena de méritos’”.

"Ante estas palabras y considerando las grandes ventajas que se me ofrecían por la
redención de las almas, respondí sin dudar que quería reanudar la vida; fui
resucitada en el mismo instante. Regresé a este mundo con el único propósito de
trabajar por el alivio de los difuntos y la conversión de los pecadores. Por lo tanto,
no os asombréis de las penitencias que me veréis hacer o de la vida que llevaré de
ahora en adelante: será tan extraordinaria como nunca antes se ha visto nada igual”.

El relato completo corresponde a la santa y esto es lo que a continuación el


historiador añade en los distintos capítulos de su vida. Cristina inmediatamente
comenzó a hacer las cosas para las cuales fue enviada por Dios.

 
Rechazó todo lo placentero de la vida, se redujo a la más extrema indigencia, vivió
sin calor de hogar ni morada, más miserable que los pájaros del cielo, los cuales
tienen un nido que los cobija. No contenta con estas privaciones, buscó todo lo que
pudiera hacerla sufrir y atormentarla. Se arrojó a los hornos de fuego y sufrió un
dolor tan terrible que, al no poder soportarlo por más tiempo, la hizo emitir gritos
espantosos.

Estuvo en el fuego durante mucho tiempo, y cuando salió de él, no parecía haber
ninguna marca de quemadura en su cuerpo. - En invierno, cuando el río Mosa estaba
helado, se sumergió en él, y permaneció en ese espantoso baño, no solo durante
horas y días, sino durante semanas enteras, rezando a Dios todo el tiempo e
implorando Su Misericordia.

- A veces, cuando rezaba en las aguas heladas, se dejaba llevar por la corriente hasta
un molino, cuya rueda se la llevaba y la hacía girar horriblemente, sin romper ni
dislocar ninguno de sus huesos. - - Otras veces, perseguida por perros que la
mordían y desgarraban, corría, se metía entre la espesura del bosque y las espinas,
hasta que quedaba completamente ensangrentada; sin embargo, cuando regresaba,
no se veía que tuviese alguna herida o cicatriz.

Estas son algunas de las admirables penitencias descritas por el historiador de Santa
Cristina. Este autor fue obispo, sufragáneo del arzobispo de Cambrai; y tenemos,
dice Belarmino, todos los motivos para creer en su testimonio, tanto porque está
avalado por otro autor muy serio, Jacques de Vitry, obispo y cardenal, como porque
relata lo que ocurrió en su época y en la misma provincia donde vivió.

Además, lo que esta admirable virgen sufría no estaba oculto: todos podían verla en
medio de las llamas, sin que se consumiera, y cubierta de heridas voluntarias, sin
que la más mínima marca apareciera al momento siguiente. Además, su maravillosa
vida duró cuarenta y dos años, luego de que fuese resucitada, y Dios dejó claro que
todo en ella fue hecho por virtud de Él mismo.

 
Las grandes conversiones que hizo durante su vida y los evidentes milagros que
realizó después de su muerte hicieron que se manifestara la mano de Dios y la
verdad de lo que, después de su resurrección, había revelado acerca de la otra vida.

De esta manera, concluye Belarmino, Dios quiso cerrar la boca a los libertinos que
profesan no creer en nada, y que tienen la temeridad de decir en tono de burla:
¿Quién ha regresado del otro mundo? ¿Quién ha visto alguna vez los tormentos del
Infierno y del Purgatorio? Estos son dos testigos fieles: dicen que los han visto y que
son terribles. ¿Qué podemos decir entonces, sino que los incrédulos no tienen
excusa? Pero los que creen, y a pesar de ello no hacen penitencia, son aún más
culpables.
Capítulo 13 - Penas del Purgatorio - Antonio Pereyra - La
Venerable Ángela Tholomei
A los dos hechos anteriores, añadamos un tercero, tomado de los anales de la
Compañía de Jesús. Estamos hablando del prodigio que ocurrió en la persona de
ANTONIO PEREYRA, hermano coadjutor de esta Sociedad, quien murió en olor de
santidad en el colegio de Évora en Portugal, el 1 de agosto de 1645.

Cuarenta y seis años antes, en 1599, cinco años después de haber entrado en el
noviciado, este hermano fue golpeado por una enfermedad mortal en la isla de San
Miguel, que hace parte de las Azores; y poco después de haber recibido los últimos
sacramentos, ante los ojos de toda la comunidad que presenciaba su agonía, pareció
entregar su alma y pronto se volvió tan frío como un cadáver.

La casi imperceptible aparición de un débil latido del corazón impidió su entierro


inmediato. Así que lo dejaron tres días enteros en su lecho de muerte, y ya en su
cuerpo había evidentes signos de descomposición. De repente, al cuarto día, abrió
los ojos, respiró y habló.

Luego tuvo que decirle obedientemente a su superior, el Padre Luis Pinheyro, todo
lo que había sucedido en él desde el último trance de su agonía; aquí está el resumen
del informe que escribió de su propia mano:

"En primer lugar vi -dijo- desde mi lecho de muerte a mi Padre San Ignacio,
acompañado de algunos de nuestros Padres del cielo, que venían a visitar a sus hijos
enfermos, buscando a los que parecían dignos de ser ofrecidos por él y sus
compañeros a Nuestro Señor. Cuando estaba cerca de mí, pensé por un momento
que me llevaría lejos, y mi corazón tembló de alegría; pero pronto me señaló lo que
tenía que corregir para poder obtener tan gran felicidad”.

Luego, sin embargo, por una misteriosa disposición de la Providencia, el alma del
Hermano Pereyra se separó momentáneamente de su cuerpo; inmediatamente esta
vio una horrible tropa de demonios corriendo hacia ella, lo cual la llenó de temor.
 

Sin embargo, al mismo tiempo su ángel de la guarda en compañía San Antonio de


Padua, su compatriota y patrón, descendiendo del cielo, pusieron a sus enemigos en
fuga y la invitaron a venir con ellos para vislumbrar y saborear por un momento,
algo de las alegrías y las penas de la Eternidad.

“Me llevaron -añadió- a un lugar de delicias, donde me mostraron una corona de


gloria incomparable, pero que aún no merecía; luego, al borde del abismo, vi a las
almas malditas caer en el Fuego Eterno tan rápidamente como granos de trigo
arrojados bajo una piedra de molino que giraba sin descanso; el abismo infernal era
como uno de esos hornos de cal, donde a veces la llama es como si se asfixiara bajo
el montón de material que se arroja en él, solo para levantarse de nuevo,
alimentándose de dicho material, con una violencia espantosa”.

Antonio Pereyra fue llevado desde allí ante la corte del Juez Soberano, donde fue
condenado al fuego del Purgatorio; él asevera que “nada, puede ayudarnos a
comprender lo que allí sufrimos, ni el estado de angustia al que nos vemos
sometidos por cuenta del deseo de gozar de Dios y Su bendita Presencia y del no
poder hacerlo todavía. 

Así mismo, cuando su alma se volvió a unir a su cuerpo por orden de Nuestro Señor,
ni las nuevas torturas de la enfermedad, que padeció durante seis meses completos,
teniendo que someterse diariamente al hierro encendido y su carne siendo
irremediablemente atacada por la corrupción de esta primera muerte, ni las
espantosas penitencias que nunca dejó de cumplir tanto como le permitía la
obediencia durante los cuarenta y seis años de su nueva vida, pudieron saciar su sed
de dolor y expiación.

Decía: “Nada de esto es comparable con todo lo que la Infinita Justicia y


Misericordia de Dios me han hecho ver y soportar”.

Finalmente, como sello auténtico de tantas maravillas, el Hermano Pereyra reveló en


detalle a su superior los secretos planes de la Providencia para la futura restauración
del reino de Portugal, todavía a más de medio siglo de que ocurriese. Sin embargo,
podemos afirmar con certeza que la garantía más intachable de todas estas
maravillas fue la sorprendente santidad a la que Antonio Pereyra se elevó de forma
sostenida.

  

Citamos un hecho similar que confirma en todos los aspectos lo que acabamos de
leer. Lo encontramos en la vida de la venerable Sierva de Dios, Ángela Tholomei,
una monja dominica. Fue resucitada de la muerte por su propio hermano; y dio
testimonio del rigor de los juicios de Dios en plena conformidad con los
anteriormente citados.

El Beato Jean-Baptiste Tholomei, cuyas raras virtudes y el don de los milagros lo


habían elevado a los altares, tenía una hermana, Ángela Tholomei; las virtudes
heroicas de esta última también eran reconocidas por la Iglesia. Ella cayó
gravemente enferma y su santo hermano pidió su curación a través de oraciones
incesantes. El Señor le respondió, como había respondido a las hermanas de Lázaro
en el pasado, que no sanaría a Ángela sino que iría más allá, que la levantaría para la
Gloria de Dios y el bien de las almas.

Ella murió, encomendándose a las oraciones de su santo hermano. Mientras su


cuerpo era llevado a la tumba, el Beato Jean-Baptiste, sin duda obedeciendo a una
moción del Espíritu Santo, se acercó al ataúd y, en el nombre de Nuestro Señor
Jesucristo, ordenó a su hermana que saliera. Inmediatamente ella despertó como de
un sueño profundo y volvió a la vida.

Esta santa alma demostraba estar impactada y hablaba de la severidad de los juicios
de Dios, además de hechos que hacen estremecer a cualquiera. Al mismo tiempo,
ella comenzó a llevar una vida que confirmaba la veracidad de sus palabras. Las
penitencias a las que se sometía eran espantosas: no contenta con las ordinarias
utilizadas por los santos, tales como ayunos, vigilias, cilicios, disciplinas
sangrientas, llegó a lanzarse a las llamas, y se revolcaba entre ellas hasta que su
carne se quemaba por completo. Su cuerpo martirizado se había convertido en un
objeto de lástima y de horror.

 
Se le culpó mucho, se le acusó de distorsionar excesivamente la verdadera
penitencia cristiana, y aun así continuó, respondiendo: "Si conocieras el rigor de los
juicios de Dios, no hablarías así. ¿Qué representan mis débiles penitencias en
comparación con los tormentos reservados en la otra vida por culpa de las
infidelidades que cometemos tan fácilmente en este mundo? ¿Qué representan?
¿Qué representan? Me gustaría hacer cien veces más”.

Como vemos, no se trata aquí de los castigos que los grandes pecadores tienen que
soportar en el Purgatorio (cuando por gracia alcanzan a convertirse antes de su
muerte) sino de los castigos que Dios inflige a una monja fervorosa por las faltas
más leves.
Capítulo 14 - Penas del Purgatorio - Aparición de Foligno - El
fraile dominico de Zamora
Los mismos rigores se revelan en una aparición más reciente, donde una monja, que
murió después de una vida ejemplar, expresó sus sufrimientos de tal forma que
asustó a todas las almas. El evento ocurrió el 16 de noviembre de 1859, en
FOLIGNO, cerca de Asís, Italia.

Causó un gran revuelo en la región y, además de las pruebas sensibles que dejó, una
investigación realizada en debida forma por la autoridad competente estableció la
veracidad indiscutible.

En el convento terciario franciscano de Foligno había una monja, llamada TERESA


GESTA, que había sido durante muchos años maestra de novicias y al mismo
tiempo encargada del pobre guardarropa de la comunidad. Nació en Bastia, Córcega,
en 1707 y entró en el monasterio en febrero de 1826.

La Hermana Teresa era un modelo de fervor y caridad; no hay que sorprenderse,


dijo el director, si Dios la glorificó con algún prodigio después de su muerte. Murió
repentinamente el 4 de noviembre de 1859, de un devastador ataque de apoplejía.

Doce días después, el 16 de noviembre, una hermana llamada Ana-Felicia, que la


sustituía en su oficio, subió al guardarropa y entró en él, cuando oyó unos gemidos
que parecían venir desde dentro de la habitación. Un poco asustada, se apresuró a
abrir la puerta: no había nadie.

Pero se oyeron nuevos gemidos, tanto que, a pesar de su coraje ordinario, se sintió
abrumada por el miedo. “¡Jesús! ¡María!" gritó, "¿Qué es esto?” - No había
terminado, cuando escuchó una voz quejumbrosa, acompañada de este doloroso
suspiro: "¡Oh, Dios mío, cómo sufro! ¡Oh! Dio, che peno tanto! - La asombrada
hermana reconoció inmediatamente la voz de la pobre hermana Teresa.

 
Entonces toda la habitación se llenó de un humo espeso y la sombra de la hermana
Teresa apareció, moviéndose hacia la puerta, deslizándose a lo largo de la pared. Y
cuando llegó a la puerta, gritó en voz alta: "Este es un testimonio de la Misericordia
de Dios".

Cuando dijo estas palabras, golpeó el panel más alto de la puerta, dejando sobre él la
huella de su mano derecha; esta quemó la madera como un hierro candente y luego
desapareció.

Sor Ana-Felicia quedó medio muerta de miedo. Toda alterada, empezó a gritar y a
pedir ayuda. Una de sus compañeras corrió, luego otra, luego toda la comunidad; se
precipitaron alrededor de ella, y todas se sorprendieron al sentir el olor a madera
quemada. Sor Ana-Felicia les contó lo que acaba de pasar y les mostró la terrible
huella en la puerta.

Reconocieron inmediatamente la mano de la hermana Teresa, la cual era


notoriamente pequeña. Aterrorizados, salieron corriendo hacia el coro, comenzaron
a rezar, pasaron la noche rezando y haciendo penitencia por la difunta, y al día
siguiente todas recibieron la comunión por ella.

La noticia se difundió y las distintas comunidades de la ciudad unieron sus oraciones


a las de las Hermanas Franciscanas. - Al día siguiente, 18 de noviembre, Sor Ana-
Felicia entró en su celda para acostarse, oyó que la llamaban por su nombre y
reconoció perfectamente la voz de Sor Teresa.

En ese mismo instante, un globo de luz brillante apareció delante de ella, iluminando
la celda como si fuese de día, y oyó a la hermana Teresa quien, con voz alegre y
triunfante, dijo estas palabras: “¡He muerto un viernes, el día de la Pasión; y he aquí
que un viernes voy a la Gloria! Sé fuerte para llevar la cruz, sé valiente para sufrir,
ama la pobreza”.

 
Luego, agregando con amor, “¡Adiós, adiós, adiós!”, se transformó en una nube
ligera, blanca y deslumbrante, voló al Cielo y desapareció.

En la investigación que comenzó el 23 de noviembre, en presencia de un gran


número de testigos, se abrió la tumba de la hermana Teresa y se encontró que la
huella quemada de la puerta era exactamente igual a la mano de la difunta. - La
puerta con la huella quemada, añade Monseñor de Ségur, se guarda en el convento
con veneración. La madre abadesa, quien fue testigo del hecho, se dignó
mostrármela ella misma.

Con el fin de garantizar la perfecta exactitud de estos detalles, reportados por


Monseñor de Ségur, escribí al obispado de Foligno. Me respondieron enviándome
un informe detallado, el cual estaba en perfecto acuerdo con el relato anterior y
acompañado de un facsímil de la huella milagrosa.

Este informe explicaba la causa de la terrible expiación sufrida por la hermana


Teresa. Después de haber dicho, “¡Ah! ¡Cuánto sufro! Dio, che peno tanto!”, ella
añadió que se debía a que en relación con su guardarropa, había fallado en algunos
puntos en la estricta pobreza prescrita por la norma. La Justicia Divina, en efecto,
castiga muy severamente las faltas más pequeñas.

Uno podría preguntarse aquí, por qué la difunta, al dejar la misteriosa huella en la
puerta, la llamó Testimonio de la Misericordia de Dios. Es porque al darnos tal
advertencia, Dios nos muestra una gran misericordia: nos insta a ayudar a las almas
y a cuidar también la nuestra.

Ya que hemos hablado de una huella quemada, informemos de un hecho similar, que
ocurrió en España y que fue muy famoso en ese país. Así lo cuenta Fernando de
Castilla en su Historia de Santo Domingo. Un religioso dominico vivía de manera
sagrada en su convento de ZAMORA, una ciudad del reino de León.

 
Era amigo de un fraile, quien como él era franciscano, un hombre de gran virtud. Un
día, cuando los dos hablaban de las cosas eternas, se prometieron que el primero que
muriera, si Dios lo permitía, se le aparecería al otro para darle un consejo saludable.
El fraile menor murió primero; y un día, cuando su amigo, el hijo de Santo
Domingo, estaba preparando el comedor, se le apareció.

Después de saludarlo con respeto y afecto, le dijo que era uno de los Elegidos; pero
que antes de poder gozar de la Felicidad Celestial, le quedaba mucho por sufrir
debido a una infinidad de pequeñas faltas de las que no se había arrepentido lo
suficiente durante su vida.

“Nada en la tierra -añadió- puede dar una idea de los tormentos que soporto, y Dios
me permite mostraros un efecto notable”. - Mientras decía estas palabras, extendió
su mano derecha sobre la mesa del refectorio, y la marca quedó en la madera
carbonizada, como si le hubieran aplicado un hierro candente.

Esta fue la lección de fervor que el difunto franciscano dio a su amigo vivo. No solo
le benefició a él, sino a todos los que vieron dicha marca de fuego, tan
profundamente representativa. Tal mesa se convirtió en un objeto de piedad, que la
gente venía a contemplar desde todas partes; “todavía la podemos contemplar en
Zamora”, dice el padre Rossignoli. Para protegerla se le cubrió con una lámina de
cobre. Fue conservada hasta el final del siglo pasado; desde entonces, las
revoluciones la hicieron desaparecer, como tantos otros objetos religiosos.
Capítulo 15 - Penas del Purgatorio - El hermano de Santa
Magdalena de Pazzi - Estanislao Chocosca - La Beata Catalina
de Racconiggi

SANTA MAGDALENA DE PAZZI, en su famosa visión en la que se le mostraron


las distintas prisiones del Purgatorio, vio el alma de su hermano, quien había muerto
después de llevar una vida muy cristiana.

Sin embargo, esta alma estaba retenida en el sufrimiento por causa de ciertas faltas
que no había expiado en la Tierra. “Estos son, dijo la santa, sufrimientos
intolerables, que sin embargo son soportados con alegría”.

¡Esto es lo que no quieren entender los que no tienen el valor de llevar su cruz aquí
en la Tierra!”  Desgarrada por el doloroso espectáculo que acababa de contemplar,
corrió hacia su priora y se arrodilló. “Oh Madre", gritó, "¡qué terribles son los
castigos en el Purgatorio!

Nunca los hubiera imaginado así, si el Señor no me los hubiera mostrado... Y sin
embargo no puedo llamar crueles tales castigos; son por el contrario provechosos, ya
que nos acercan a la inefable dicha del Paraíso”.

Para impresionar aún más nuestros sentidos, le agradó a Dios hacer sentir a algunas
personas santas un ligero toque de expiación: es como si fuese una gota de la copa
amarga que las almas tienen que beber o como una chispa del fuego que las devora.

El historiador Bzovius, en su Historia de Polonia, en el año 1590, relata un hecho


milagroso, que le sucedió al venerable ESTANISLAO CHOCOSCA, una de las
luces de la Orden de Santo Domingo en Polonia (Cf. Rossign. Merv. 67). Un día,
cuando este religioso, lleno de caridad hacia los difuntos, estaba recitando el Santo
Rosario, vio aparecer cerca de él un alma devorada por las llamas.

 
Mientras esta alma le rogaba que se apiadara de ella y que suavizara el dolor
intolerable que el fuego de la Justicia Divina le hacía soportar, el hombre santo le
preguntó si este fuego era más doloroso que el de la Tierra. - “Ah!" gritó esta alma,
"todos los fuegos de la Tierra comparados con el del Purgatorio son como un aliento
refrescante. Ignes alii levis aurae locum tenent, si cum ardore meo comparentur". -
Estanislao apenas podía creerlo. –

"Me gustaría, dijo, hacer la prueba. Si Dios quiere, para su alivio y para el bien de
mi alma, estoy dispuesto a soportar algunas de sus penas”. – “Desgraciadamente,
respondió el alma, no tenéis idea. Sabed que un hombre mortal no podría, sin morir
de inmediato, soportar tal tormento. Sin embargo, Dios os va a permitir que sientas
un poco de dolor: extiende tu mano”.

Chocosca extendió su mano, y el difunto dejó caer una gota de su sudor, o al menos
un líquido que se parecía a este. En ese momento el religioso, gritando con un grito
penetrante, cayó al suelo inconsciente, tan terrible fue su dolor.

Sus hermanos corrieron hacia él y se apresuraron a darle los cuidados que su


condición requería. Cuando volvió en sí, todavía lleno de terror, contó el terrible
acontecimiento que le había sucedido, y del que todos podían ver la prueba. “Si
conociéramos la severidad de los castigos divinos, nunca cometeríamos el menor
pecado, y nunca dejaríamos de hacer penitencia en esta vida, para no tener que
hacerlo en la siguiente”.

Estanislao cayó a cama a partir de ese momento; vivió un año más en medio de los
crueles dolores causados por el ardor de su herida; luego, exhortando a sus hermanos
por última vez a recordar los rigores de la Justicia Divina de los que había tenido tan
terrible experiencia, expiró en la Paz del Señor. - El historiador añade que este
ejemplo reavivó el fervor en todos los monasterios de esa provincia.

Leímos un hecho similar en la vida de la Beata CATALINA DE RACCONIGI (Cf.


Rossig Merv. 63). Un día, cuando estaba muy enferma, hasta el punto de necesitar la
asistencia de sus hermanas, pensó en las almas del Purgatorio y, para calmar el ardor
de sus llamas, ofreció a Dios el calor que la fiebre le hacía sentir.
 

En ese momento, al entrar en éxtasis, fue llevada en espíritu al lugar de expiación,


donde vio las llamas y brasas donde las almas se purifican padeciendo inmensos
dolores. Mientras contemplaba llena de compasión este lamentable espectáculo, oyó
una voz que le decía: "Catalina, para que puedas lograr más eficazmente la
liberación de estas almas, vas a experimentar sus tormentos de alguna manera y
convertirlo en una experiencia sensible”.

- Una chispa estalló y la golpeó en la mejilla izquierda. Las hermanas presentes


vieron muy bien esta chispa, y también vieron con terror el rostro de la enferma
hinchándose enseguida de manera prodigiosa. Permaneció durante varios días en
este estado y, tal como la Beata dijo a sus hermanas, los sufrimientos que esta
simple chispa le habían causado superaron con creces todo lo que había sufrido en el
transcurso de varias enfermedades muy dolorosas.

Hasta entonces Catalina había trabajado con caridad para aliviar las almas del
Purgatorio; pero desde ese momento redobló su fervor y austeridad para acelerar su
liberación, porque sabía por experiencia la gran necesidad que tienen de nuestra
ayuda.
Capítulo 16 - Penas del Purgatorio. - San Antonino, el religioso
enfermo. - El Padre Rossignoli, Quince minutos en el
Purgatorio. - La Hermana Angélica.
Algo que demuestra aún más lo riguroso del Purgatorio es el hecho de que el tiempo
más corto parece muy largo. Todo el mundo sabe que los días de alegría pasan
rápidamente y que parecen cortos, mientras que los momentos en que
experimentamos sufrimiento nos parecen muy largos.

¡Oh, qué lentas pasan las horas nocturnas para los pobres enfermos, las cuales
transcurren en medio del insomnio y del dolor! ¡Oh, cuán largo parecería un minuto
si tuviésemos que mantener nuestras manos dentro el fuego durante ese breve lapso!

Se puede decir que cuanto más intenso es el dolor que se sufre, el tiempo más breve
parece demasiado largo. Esta regla nos proporciona una nueva forma de apreciar los
castigos del Purgatorio.

Encontramos en los Anales de los Frailes Menores, en el año 1285, un hecho que
también fue reportado por SAN ANTONINO en su Summa, Parte IV, § 4: “Un
religioso que había estado sufriendo por mucho tiempo una dolorosa enfermedad, se
dejó vencer por el desánimo y le rogó a Dios que lo dejara morir para ser liberado de
sus males. No pensó que la prolongación de su enfermedad fuese en cambio una
Misericordia de Dios, quien quería evitarle un sufrimiento más severo en el
Purgatorio”.

“En respuesta a su oración, Dios instruyó a su ángel guardián para ofrecerle la


opción de morir inmediatamente y de someterse a tres días de Purgatorio, o de
soportar en cambio su enfermedad durante otro año e ir directamente al Cielo. El
enfermo, teniendo que elegir entre tres días de Purgatorio y un año de sufrimiento,
no se dio cuenta y eligió los tres días de Purgatorio. Fue así como  murió enseguida
y llegó derecho al Purgatorio.

 
Después de una hora en el Purgatorio, su ángel vino a visitarlo en medio de sus
sufrimientos. Cuando el pobre sufriente lo vio, se quejó de que aquel lo había dejado
demasiado tiempo padeciendo este suplicio. “Tú me prometiste que solo estaría allí
durante tres días”.

- “¿Cuánto tiempo, preguntó el ángel, crees que llevas sufriendo?” – “Al menos
varios años”, respondió. “Y acaso no tenía yo que sufrir más que tres días”. –
“Deberías saber, dijo el ángel, que solo has estado aquí una hora. Lo duro del dolor
te engaña acerca del tiempo, de modo que un instante te parece un día, y una hora
como si fueran años”.

- “¡Ay!”, dijo entonces gimiendo, “He sido muy ciego, muy insensato en la elección
que he hecho. Reza a Dios, mi buen ángel, para que me perdone y me permita volver
a la Tierra: estoy dispuesto a sufrir los más crueles dolores, no solo durante dos
años, sino durante el tiempo que le plazca. Prefiero diez años de terribles
enfermedades que una sola hora en esta estancia de angustia indescriptible”.

Las siguientes líneas están tomadas de un piadoso autor citado por el Padre
Rossignoli (Merv. 17). Dos religiosos de eminente virtud se apoyaron mutuamente
para llevar la vida más santa posible. Uno de ellos cayó enfermo y tuvo la visión de
que pronto moriría, que su alma se salvaría y que solo estaría en el Purgatorio hasta
la primera Misa que fuese celebrada por él.

- Lleno de alegría por esta noticia, se apresuró a contárselo a su amigo y le rogó que
no se demorara después de su muerte en celebrar la Misa que iba a abrirle las puertas
del Cielo.

Murió a la mañana siguiente, y su santo compañero, sin perder tiempo, fue a ofrecer
el Santo Sacrificio por él. Después de la Misa, mientras daba gracias y seguía
rezando por el difunto, este se le apareció radiante de gloria; pero en tono de
amistosa queja le preguntó, “¿por qué retrasaste tanto en celebrar la única Misa que
yo estaba necesitando?”

 
- “Mi bienaventurado hermano", respondió el religioso, "¿verdaderamente me
retrasé tanto? No te entiendo”. A lo cual su amigo le contestó: “¿Acaso no me
dejaste sufriendo más de un año antes de ofrecer la Misa por mí?” – El religioso
replicó: “La verdad, hermano, yo comencé a ofrecer el Santo Sacrificio
inmediatamente después de tu muerte: no pasó ni un cuarto de hora”.

"El Beato lo miró con emoción y gritó: "¡Qué terribles son entonces estos castigos
expiatorios, ya que me han hecho sentir como si unos pocos minutos fuesen un año!
Sirve a Dios, hermano mío, con estricta fidelidad para evitar tales castigos. Adiós,
voy volando al Cielo, donde pronto te reunirás conmigo”.

Este rigor de la Justicia Divina hacia las almas más fervientes se explica por la
infinita santidad de Dios que descubre manchas en lo que nos parece estar más puro.

Los anales de la Orden de San Francisco (Cf. Rossign. Merv. 36.) hablan de un
religioso al que por su eminente piedad lo habían apodado el Angélico.

Murió como santo en un convento de frailes menores en París; y uno de sus


hermanos de la Orden, doctor en teología, convencido de que después de una vida
tan perfecta él había ido directamente al Cielo y que no tenía necesidad de
oraciones, omitió celebrar por él las tres Misas obligatorias según lo instituido para
cada difunto.

- Transcurridos varios días, mientras caminaba meditabundo por un lugar solitario,


el difunto se presentó ante él rodeado de llamas y le dijo con una voz lastimera:
"Querido Maestro, le ruego que tenga piedad de mí. - “¿Qué, Hermano Angélico,
necesitas ayuda de mí?” – Este último respondió: “Estoy atrapado en el fuego del
Purgatorio y me he quedado esperando el fruto del Santo Sacrificio que ibas a
ofrecer tres veces por mí”.

- “Querido hermano, pensé que ya estabas en posesión de la Gloria. Después de una


vida ferviente y ejemplar como la tuya, no podía imaginar que aún tuvieses que
soportar algún dolor.” – El difunto contestó: “Desgraciadamente, nadie se imagina
lo severo que Dios juzga y castiga a su criatura. Su Infinita Santidad descubre en
nuestras mejores acciones, lados defectuosos, imperfecciones que le desagradan.
Nos hace rendir cuentas hasta del último céntimo”.
Capítulo 17 - Penas del Purgatorio. - La Beata Quinziani. —
El Emperador Mauricio
En la vida de la Beata STEFANA QUINZIANI (Cf. Rossign.  Merv. 42), monja
dominica, se menciona a una hermana, llamada Paula, que murió en el convento de
Mantua, después de una larga vida, santificada por las más excelentes virtudes.

El cuerpo fue llevado a la iglesia y colocado expuesto en el coro entre las monjas.
Durante la ceremonia, la Beata Quinziani se había arrodillado junto al ataúd,
encomendando a Dios la difunta, a quien había querido mucho. De repente, la
difunta, dejando caer el crucifijo que se le había colocado entre sus manos, extendió
el brazo izquierdo, y agarrándole la mano derecha a la Beata, la apretó con fuerza,
como lo haría un enfermo que, en medio de una ardiente fiebre, pidiese ayuda a un
amigo.

La sostuvo con fuerza durante un tiempo considerable, y luego retiró su brazo, el


cual cayó de nuevo, inanimado, dentro el ataúd. Las monjas, asombradas por este
prodigio, pidieron una explicación a la Beata. Ella respondió que cuando la difunta
le estrechó la mano, una voz con palabras no articuladas le habló desde el fondo de
su corazón, diciendo: "Ayúdame, hermana, ayúdame por los terribles tormentos que
estoy soportando.

¡Oh, si supieras la severidad del Juez que quiere nuestro amor y cuánta expiación
exigen las faltas más pequeñas, antes de admitirnos en el Gozo Eterno! ¡Si supieras
lo puro que necesitamos ser para poder ver el rostro de Dios! Reza, reza y haz
penitencia por mí, ya que yo no puedo hacerlo por mí misma”.

La Beata, conmovida por la oración de su amiga, hizo toda clase de penitencias y


obras de reparación, hasta que le llegó una nueva revelación: la hermana Paula había
sido finalmente liberada de sus tormentos y admitida en la Gloria Eterna.

La conclusión natural que surge de estas terribles manifestaciones de la Justicia


Divina es que debemos apresurarnos a reparar en esta vida. Ciertamente, un culpable
condenado a ser quemado vivo no rechazaría una sentencia más leve si se le diera la
opción.

Supongamos que alguien le dijese: “Puedes librarte de este terrible tormento,


siempre que durante tres días ayunes a pan y agua. ¿No se consideraría a quien
prefiriese el tormento del fuego a esta ligera penitencia como alguien que hubiese
perdido la cabeza?” Es que preferir el fuego del Purgatorio a la reparación en esta
vida es una extravagancia incomparablemente mayor.

El EMPERADOR MAURICIO lo entendió y fue más sabio. La historia registra


(Bérault, Histoire ecclés. año 602) que este príncipe, a pesar de sus buenas
cualidades que le habían hecho muy querido por San Gregorio Magno, cometió una
falta considerable al final de su reinado, y la expió con un arrepentimiento ejemplar.

Habiendo perdido una batalla contra el Kan, o rey de los Avares, se negó a pagar el
rescate de los prisioneros, aunque solo se exigía la sexta parte de un penique de oro
por cabeza, que era menos de veinte centavos de nuestra moneda.

Esta sórdida negativa enfureció tanto al bárbaro señor que inmediatamente mandó
matar a los doce mil soldados romanos. Entonces el emperador reconoció su culpa y
la sintió tan profundamente que envió dinero y velas a las principales iglesias y
monasterios, para que pudieran rezar al Señor para que lo castigara en esta vida y no
en la otra.

Sus oraciones fueron respondidas. En el año 602, habiendo querido obligar a sus
tropas a pasar el invierno más allá del Danubio, estas se amotinaron con furia,
expulsaron a su general Petrus, hermano de Mauricio, y proclamaron emperador a
un simple centurión, llamado Focas. La ciudad imperial siguió el ejemplo del
ejército. Mauricio se vio obligado a huir por la noche, después de abandonar todos
los emblemas de su poder, los cuales no hacían más que causarle espanto. Sin
embargo, no pudo pasar desapercibido.

 
Fue arrestado con su esposa, cinco de sus hijos y sus tres hijas, es decir, todos sus
hijos, excepto el hijo mayor, llamado Teodosio, a quien ya había coronado
Emperador, y que escapó del tirano. Mauricio y sus cinco hijos fueron
despiadadamente masacrados cerca de Calcedonia.

La carnicería comenzó con los jóvenes príncipes, quienes fueron asesinados ante los
ojos de este desventurado padre, sin que este dejara escapar una sola palabra de
queja. Pensando en las penas de la otra vida, se sintió feliz de poder sufrir en la vida
presente; y durante toda la matanza, solo salieron de su boca estas palabras del
salmo: "Tú eres justo, Señor, y tu juicio es justo" (Sal. 118).
Capítulo 18 - Penas del Purgatorio. - Santa Perpetua. - Santa
Gertrudis. — Santa Catalina de Génova. - El Hermano Juan
de Vía.
Como hemos dicho antes, el dolor de los sentidos tiene diferentes grados de
intensidad: es menos terrible para las almas que no tienen pecados graves para
expiar, o que, habiendo ya terminado esta expiación más rigurosa, se acercan a su
liberación. Muchas de estas almas ya no sufren sino del dolor de la condenación. Ya
empiezan entonces a brillar con los primeros rayos de Gloria y a degustar las
primicias de la beatitud.

Cuando SANTA PERPETUA (7 de marzo) vio a su hermano menor Dinócrates en


el Purgatorio, este niño no parecía estar sometido a crueles torturas. La ilustre mártir
escribió ella misma el relato de esta visión en su prisión de Cartago, donde había
sido encarcelada por su fe en Nuestro Señor Jesucristo, durante la persecución de
Septimio-Severo en el año 205.

El Purgatorio se le apareció en forma de un árido desierto, donde vio a su hermano


Dinócrates, quien había muerto a la edad de siete años. El niño tenía una úlcera en la
cara y, atormentado por la sed, buscaba en vano beber de las aguas de una fuente,
que estaba delante de él, pero cuyos bordes eran demasiado altos para que él pudiera
alcanzarlos.

La santa mártir comprendió que el alma de su hermano estaba en el lugar de la


expiación y que pedía la ayuda de sus oraciones. Así que rezó por él; y tres días
después, en una nueva visión, vio al mismo Dinócrates en medio de un jardín
encantador: su rostro era hermoso como el de un ángel, estaba vestido con una
túnica muy bella; los bordes de la fuente descendieron ante él, por lo cual sacó de
sus aguas vivas una copa de oro y logró saciar su sed tomando grandes sorbos.

- Entonces la santa supo que el alma de su hermano menor estaba por fin disfrutando
de las alegrías del Paraíso.

 
Leemos en las revelaciones de Santa Gertrudis (15 de noviembre. Revelationes
Gertrudianae ac Mechtildianae) que una joven monja de su monasterio, a la que
amaba singularmente por sus grandes virtudes, había muerto en medio de los más
bellos sentimientos de piedad.

Mientras encomendaba ardientemente esta querida alma a Dios, entró en éxtasis y


tuvo una visión. La difunta se le apareció ante el trono de Dios, rodeada de una
aureola brillante y cubierta con ricas prendas.

Pero ella se veía triste y preocupada: sus ojos miraban hacia abajo, como si estuviese
avergonzada de aparecer ante la presencia de Dios; era como si quisiese esconderse
y huir de Él. - Gertrudis, sorprendida, preguntó al Divino Esposo de las Vírgenes la
causa de esta tristeza y vergüenza en tan santa alma: "Dulcísimo Jesús", gritó, "¿por
qué en tu Infinita Bondad no invitas a tu novia a acercarse a ti y entrar en el Gozo de
su Señor?

¿Por qué la dejas de lado triste y temerosa?” Entonces Nuestro Señor, con una
sonrisa de Amor, llamó a esta alma santa para que se acercara; pero ella, cada vez
más preocupada, después de vacilar un poco, toda temblorosa, se inclinó
profundamente y se alejó.

Al ver esto, Santa Gertrudis, dirigiéndose directamente al alma, le dijo: "¿Por qué,
hija mía, te vas cuando el Señor te llama? Tú, que has suspirado toda tu vida por
Jesús, ahora que se ha acercado a ti, te estás alejando de Él”. “Ah, madre mía -
respondió aquella alma-, aún no soy digna de comparecer ante el Cordero
Inmaculado; me queda aún inmundicia que he contraído en la tierra.

Para acercarse al Sol de Justicia, hay que ser más puro que un rayo de luz: no tengo
todavía esa pureza perfecta que Él quiere contemplar en sus santos. Sabed que, si la
puerta del Cielo estuviese abierta para mí, no me atrevería a cruzar el umbral antes
de estar completamente purificada de las más pequeñas manchas; pienso que el Coro
de Vírgenes que sigue los pasos del Cordero, me repelería con horror”.

 
- “Y sin embargo”, respondió la santa abadesa, “¡te veo rodeada de luz y gloria!” -
“Lo que ves -respondió el alma- no es más que el fleco del vestido de la Gloria: para
ponerte este inefable Manto del Cielo, no puedes ya tener ni una sombra de
mancha”.

Esta visión nos muestra un alma muy cerca de la Gloria; pero al mismo tiempo
indica que esta alma se ilumina de manera muy diferente que la nuestra en presencia
de la Infinita Santidad de Dios. El conocimiento pleno de tal santidad la hace buscar,
como a un preciado bien, la reparación que necesita para ser digna de la Mirada del
Dios tres veces santo.

Esto, además, es lo que enseña expresamente SANTA CATALINA DE GÉNOVA.


Se sabe que esta santa recibió de Dios una luz muy especial sobre el estado de las
almas del Purgatorio: ella escribió un opúsculo, titulado “Tratado del Purgatorio,”
que goza de una autoridad similar a las obras de Santa Teresa. En el capítulo VIII de
dicho opúsculo, ella dice lo siguiente:

"El Señor es todo Misericordia: está ante nosotros con los brazos abiertos para
recibirnos en su gloria. Pero veo también que la Esencia Divina es de tal pureza que
el alma no puede sostener su mirada a menos que sea absolutamente inmaculada. Si
tal alma encontrara en sí misma el menor átomo de imperfección, en lugar de
quedarse con una mancha en presencia de la Infinita Majestad, se precipitaría a las
profundidades del Infierno.

- Al encontrar que el Purgatorio se encuentra dispuesto para limpiar las impurezas,


el alma se precipita en él; además, considera que es merced a una gran misericordia
que un lugar así le es dado, para lograr liberarse de aquello que le impide acceder a
la Felicidad Suprema”.

La Historia del Origen de la Orden Seráfica (Parte 4. n. 7. Cf. Merv. 83) menciona a
un santo religioso, llamado HERMANO JUAN DE VÍA, quien murió piadosamente
en un convento de las Islas Canarias. Su enfermero, el Hermano Ascensión, estaba
rezando en su celda y encomendando a Dios el alma del difunto, cuando de repente
vio ante él a un religioso de su orden, pero que parecía transfigurado: estaba todo
radiante y llenó la celda de una dulce claridad.

El fraile, que estaba bastante fuera de sí, no lo reconoció, pero tuvo la osadía de
preguntarle quién era y por qué lo visitaba. - La aparición respondió: "Soy el espíritu
del Hermano Juan de Vía: os doy gracias por las oraciones que eleváis al Cielo en
mi nombre y he venido a pediros un acto adicional de caridad.

Sabed que, gracias a la Misericordia Divina, estoy en el lugar de la Salvación, entre


los predestinados a la Gloria: la luz que me rodea es una prueba de ello. Sin
embargo, aún no soy digno de ver el Rostro del Señor, por una falta que debo expiar.
Durante mi vida mortal y por causa mía, he omitido varias veces recitar el Oficio de
los Difuntos, como estaba prescrito por la Regla. Te suplico, hermano mío, por el
amor que le tienes a Jesucristo, que logres que mi deuda con respecto a este asunto
sea saldada, para que yo pueda disfrutar de la Visión de mi Dios”.

El Hermano Ascensión corrió a hablar con el Padre Guardián. Le contó lo que le


había sucedido, y ambos se apresuraron a recitar los oficios solicitados. Entonces el
alma del Bienaventurado Hermano Juan de Vía fue vista de nuevo, pero esta vez
mucho más radiante: ya estaba gozando de la Felicidad Completa.
Capítulo 19 - Penas del Purgatorio. - Santa Magdalena de
Pazzi y su hermana Benedicta. - Santa Gertrudis. - La B.
Margarita-María y la Madre de Montoux
Leemos en la vida de SANTA MAGDALENA DE PAZZI, que una de sus hermanas
llamada María Benedicta, monja de eminente virtud, murió en sus brazos. Durante
su agonía, vio una multitud de ángeles, que la rodeaban con un aire de alegría,
esperando que entregara su alma para llevarla a la Jerusalén Celestial; y al expirar, la
santa los vio recibir esa alma bendita en forma de paloma - cuya cabeza era de oro -
y desaparecer con ella.

Tres horas más tarde, observando y rezando ante el santo cuerpo, Magdalena supo
que el alma de la difunta no estaba ni en el Paraíso ni en el Purgatorio, sino en un
lugar especial en el que, sin sufrir ningún dolor apreciable, ella estaba privada de la
Visión de Dios.

Al día siguiente, mientras se celebraba la Misa por el alma de María Benedicta, en el


Sanctus, Magdalena entró de nuevo en éxtasis, y Dios le mostró esa alma feliz en el
seno de la Gloria, a donde acababa de entrar.

Magdalena se tomó la libertad de preguntarle al Salvador Jesús por qué no había


admitido antes a esta amada alma en su Santa Presencia. Recibió la respuesta de que,
en su última enfermedad, la hermana Benedicta había sido demasiado sensible a la
aflicción que nos había causado, y que esto había interrumpido durante algún tiempo
su habitual unión con Dios y su perfecta conformidad con la Voluntad Divina.

Volviendo de nuevo a las revelaciones de SANTA GERTRUDIS, que hemos citado


anteriormente, encontramos otro rasgo que muestra cómo, al menos para algunas
almas, el sol de la Gloria es precedido por el amanecer y se eleva por etapas. Una
monja había muerto en la flor de la vida, en la presencia del Señor.

 
Ella se había destacado por una tierna devoción al Santísimo Sacramento. Después
de su muerte, Santa Gertrudis la vio toda resplandeciente, con claras luces
celestiales, arrodillada ante el Divino Maestro, cuyas Heridas Glorificadas parecían
focos de luz: cinco ardientes rayos de luz escapaban de ellas y llegaban a los cinco
sentidos de la difunta.

Sin embargo, se mantenía en la frente de la difunta como una especie de nube de


inefable tristeza. “Señor Jesús", gritó la santa, "¿cómo puedes iluminar a tu sierva de
tal forma y sin embargo ella no experimentar una alegría perfecta?”

- “Hasta este momento -respondió el Dulce Maestro-, esta hermana solo es digna de
contemplar mi Humanidad Glorificada y de gozar de la visión de mis Cinco Llagas,
como premio a su tierna devoción al Sacramento de la Eucaristía; pero, a menos que
haya muchas oraciones en su favor, ella no puede ser admitida aún a la Visión
Beatífica, debido a algunas leves faltas con respecto a la observancia de sus santas
reglas”.

Finalicemos lo que tenemos que decir acerca de la naturaleza del castigo con
algunos detalles que encontramos en la vida de Santa Margarita María de la
Visitación. Son sacadas en parte de las memorias de la Madre Greffier, la superiora
de su congregación quien, desafiando sabiamente las gracias extraordinarias
concedidas a la Hermana Margarita, solo empezó a reconocerlas como ciertas
después de mil comprobaciones.

- La Madre Filiberta Emanuela de Montoux, Superiora de Annecy, murió el 2 de


febrero de 1683, después de una vida que edificó a todo el Instituto. La Madre
Greffier la recomendó particularmente a las oraciones de la Hermana Margarita.

Después de algún tiempo, Sor Margarita dijo a su superiora que Nuestro Señor le
había hecho saber que el alma de la Madre Filiberta le era muy querida, debido a su
amor y fidelidad al servicio, y que le aguardaba una gran recompensa en el Cielo,
después de que terminara de purificarse en el Purgatorio.

 
La santa vio a la difunta en el lugar de reparación: Nuestro Señor se la mostró
sufriendo, pero a la vez recibiendo un gran alivio mediante los sufragios y buenas
obras que eran ofrecidos por ella todos los días, por parte de los miembros de la
Orden de la Visitación.

En la noche del Jueves al Viernes Santo, mientras Sor Margarita seguía rezando por
ella, vio a la Madre Filiberta como si estuviese situada debajo de la custodia que
contenía la Sagrada Hostia, en el lugar donde se asienta el Santísimo Sacramento:
allí ello participó de los merecimientos de la agonía del Señor en el Huerto de los
Olivos.

En el día de Pascua, que este año cayó el 18 de abril, la santa vio a la Madre como
comenzando a disfrutar del gozo, en anhelo y espera de la pronta visión y posesión
de Dios.

Finalmente, quince días después, el 2 de mayo, domingo del Buen Pastor, la santa la
vio desvanecerse suavemente en la Gloria, cantando melódicamente el Himno del
Amor Divino.

Así es como la propia Margarita da cuenta de esta última aparición en una carta
dirigida ese mismo día, 2 de mayo de 1623, a la Madre de Saumaise en Dijon:

"¡Viva Jesús! Mi alma está llena de una alegría tan grande que me resulta difícil
contenerla. Permítame, mi buena Madre, comunicárselo a su corazón, que es uno
con el mío dentro del de Nuestro Señor. Esta mañana, domingo del Buen Pastor, dos
de mis buenas y sufrientes amigas vinieron a mí al momento de despertarme, para
despedirse. Hoy fue el día en que el Soberano Pastor las recibió en su Redil Eterno,
junto con más de un millón de otras almas. 

“Ambas, en medio de esta multitud de almas, se marchaban con cantos de inefable


alegría. - Una era la bondadosa Madre Filiberta Emanuela de Monthoux; la otra, mi
hermana Juana Catalina Gâcon. Una de ellas repetía estas palabras: ‘El amor triunfa,
el amor disfruta, el amor en Dios se regocija’.

La otra decía: ‘Bienaventurados los difuntos que mueren en el Señor, y los religiosos
que viven y mueren en la exacta observancia de sus reglas.’ - Ambas almas quieren
que le diga en nombre de ellas, que la muerte puede separar a los amigos, pero no
desunirlos.

"¡Si supiera cuánta alegría ha invadido mi alma! Porque mientras les hablaba, las vi
desvanecerse poco a poco en la Gloria, como una persona que se sumerge en un
vasto océano. – Ellas le solicitan en agradecimiento a la Santísima Trinidad, un
Laudate y tres Gloria Patri. - Cuando les pedí que se acordaran de nosotras, me
dijeron, como sus últimas palabras, que la ingratitud nunca ha entrado en el Cielo”.
Capítulo 20 - Diversidad de penas. - El rey Sancho y la reina
Guda - Santa Lidvina y el alma atravesada. - Santa Margarita
y el lecho de fuego
Según las revelaciones de los santos, hay una gran diversidad en las penas infligidas
en el Purgatorio. Aunque el fuego es el tormento dominante, también existe el
tormento del frío, la tortura de los miembros y los tormentos aplicados a los diversos
sentidos del cuerpo humano.

  

Esta diversidad de castigos está ordenada por la Justicia Divina, y parece sobre todo
responder a la naturaleza de los pecados, que requieren cada uno su propio castigo,
según estas palabras: “Quia per quae peccat quis, per haec et torquetur, el hombre es
castigado por donde ha pecado” (Savia. XI, 17).

- Es conveniente que así sea también en el caso de los castigos, ya que la misma
diversidad existe para las recompensas. Cada uno recibe en el Cielo según sus obras,
y, como dice el venerable Beda, cada uno recibe su Corona, su Vestido de Gloria: un
vestido que para el mártir tiene el esplendor de la púrpura, y para el confesor el
brillo de una blancura deslumbrante.

El historiador Juan Vásquez (Cf. Merv. 8), en su Crónica acerca del año 940, reporta
cómo SANCHO, rey de León, se le apareció a la Reina Guda, y fue liberado del
Purgatorio por la piedad de esta princesa. Sancho había vivido como un excelente
cristiano y murió envenenado por uno de sus súbditos.

La reina Guda, su esposa, se preocupó de rezar y de que otros rezaran por el


descanso de su alma. No contenta con celebrar un gran número de Misas, se instaló
en el monasterio de Castilla, donde se había depositado el cuerpo de su marido, para
poder llorar y rezar sobre sus queridos restos.

Mientras rezaba un día sábado, a los pies de la Santísima Virgen para encomendarle
el alma de su marido, este se le apareció; en qué terrible estado se encontraba, ¡oh
Dios mío! Estaba cubierto con ropas de luto y llevaba por cinturón una doble hilera
de cadenas enrojecidas por el fuego. Después de agradecer a su piadosa viuda por
los sufragios que esta ofrecía, la instó a continuar con tal acto de caridad.

Le dijo: "Oh, Guda, si supieras por las que estoy pasando, harías mucho más actos
de piedad por mí. En atención a la Divina Misericordia, ayúdame, querida Guda,
ayúdame: ¡estas llamas me están devorando!”

La Reina redobló sus oraciones, ayunos y buenas obras: dio limosna a los pobres,
hizo que se celebraran Misas en todas partes y ofreció al monasterio un magnífico
adorno para los servicios del altar.

Después de cuarenta días el rey Sancho se le apareció de nuevo; había sido liberado
de su cinturón ardiente y de todas sus aflicciones; y en lugar de sus vestidos de luto
llevaba un manto blanco brillante, como el adorno sagrado que Guda había dado al
monasterio en su nombre.

"Heme aquí, querida Guda, gracias a ti estoy libre de mis sufrimientos. ¡Bendita seas
por siempre! Perseverad en vuestros santos ejercicios, meditad a menudo en la
dureza de las penas de la otra vida y en las alegrías del Paraíso, donde os estaré
esperando”. Con estas palabras desapareció, dejando a la piadosa Guda inundada de
consuelo.

Un día una mujer vino a buscar desesperada a SANTA LIDVINA, para decirle que
acababa de perder a su hermano. “Mi hermano -dijo- acaba de morir, y encomiendo
su pobre alma a vuestra caridad. Le suplico que ofrezca a Dios por ella algunas
oraciones y una parte del sufrimiento de su enfermedad”.

La santa enferma le prometió ello y, poco después, en uno de sus frecuentes éxtasis,
fue conducida por su Ángel de la Guarda a las prisiones subterráneas, donde vio con
extrema compasión los tormentos de las pobres almas sumergidas en las llamas. Una
de ellas le llamó especialmente la atención: la vio atravesada de lado a lado por
punzones de hierro.

Su Ángel le dijo que él era el hermano fallecido de la mujer que había venido a pedir
su ayuda para que orase por él. El Ángel añadió: “Si desea pedir algún favor de
misericordia para él, no le será negado”. – Ella respondió: “Pido entonces que sea
liberado de estos horribles hierros que lo atraviesan”.

Inmediatamente ella vio que aquella alma en pena quedaba libre de tales hierros y
era sacada de tal prisión especial, siendo conducida a la prisión destinada a las almas
que no han merecido sufrir ningún tormento particular.

Cuando la hermana del difunto regresó poco después a buscar a Santa Lidvina, ésta
le informó de la triste situación de su hermano y la instó a que lo ayudara ofreciendo
oraciones y limosnas en su nombre. La santa misma ofreció sus súplicas y
sufrimientos a Dios, hasta que aquella pobre alma fue finalmente liberada.

Leemos en la Vida de SANTA MARGARITA MARÍA, que un alma fue torturada


en un lecho de tormento, a causa de la pereza que demostró durante su vida; así
mismo, dicha alma tuvo que sufrir un tormento especial en su corazón a causa de los
malos sentimientos que abrigó, y en su lengua, como castigo por sus palabras poco
caritativas.

Además, tuvo que sufrir un terrible castigo de un tipo muy diferente, causado, no
por el fuego o el hierro, sino por el terrible espectáculo de la condenación. Así es
como la misma Beata relata este hecho en sus escritos:

"Vi en un sueño, dice, a una de nuestras hermanas que había muerto hacía algún
tiempo. Me dijo que estaba sufriendo mucho en el Purgatorio; pero que Dios
acababa de hacerle sentir un dolor que superaba todas sus penas, mostrándole a uno
de sus parientes cercanos que había sido arrojado al Infierno”.
 

"Me desperté al oír estas palabras, y sentí todo mi cuerpo como si estuviera
quebrado, de modo que apenas podía moverme. Como no hay que creer en los
sueños, no pensé mucho en éste; sin embargo, esta monja me obligó a hacerlo en
contra de mi deseo.

Desde ese momento no me dio descanso, y me decía incesantemente: <<Reza a Dios


por mí, ofrece tus sufrimientos, unidos a los de Jesucristo, para aliviar los míos, así
como todo lo que hagas hasta el primer viernes de mayo; en ese momento
comulgarás por mí>>.

Lo hice con el permiso de mi superiora. Pero la pena que me produjo esta alma
sufriente aumentó tanto que me abrumó y me hizo imposible obtener descanso.

Por obediencia, busqué reposar en mi lecho, pero sentía que la tenía cerca de mí.
Ella me dijo: <<Te sientes a gusto en tu cama, y sin embargo mira en la que yo estoy
acostada, y los sufrimientos intolerables que estoy padeciendo>>. Observé esa cama,
la cual aún me hace temblar cada vez que pienso en ella.

Tanto la parte superior como la inferior eran púas afiladas y encendidas, que
penetraban en la carne: ella me explicó que se debían a su pereza y negligencia en la
observancia de las reglas. – Añadió: <<Mi corazón se desgarra ante el dolor más
cruel, el cual se debe a mis pensamientos de murmuración y desaprobación en contra
de mis superioras.

- Mi lengua está roída por las alimañas, y me la arrancan continuamente por las
palabras que pronuncié en contra de la caridad y también por no haber sabido
guardar silencio. - ¡Cómo desearía que todas las almas consagradas a Dios pudieran
verme en estos horribles tormentos!

 
Si pudiera hacerles ver lo que les espera a aquellas que viven su vocación de forma
negligente, tendrían un ardor muy diferente hacia la observancia de las reglas y se
cuidarían de no caer en los errores que ahora me hacen sufrir tanto>>.

Estallé en lágrimas ante tal espectáculo. Sin embargo, aquella alma sufriente
prosiguió diciendo: <<Si hubiese un día de completo silencio, guardado por toda la
comunidad, lograría la sanación de mi boca; si hubiese otro, dedicado a la práctica
de la santa caridad, obtendría la cura de mi lengua; si hubiese un tercero, en donde
no hubiese ninguna murmuración o desaprobación contra la superiora, alcanzaría la
sanación de mi corazón desgarrado; pero nadie piensa en darme alivio>>.

Después de que hice la comunión que me pidió, ella me dijo que sus horribles
tormentos habían disminuido bastante, pero que seguiría en el Purgatorio durante
mucho más tiempo, por hallarse condenada a sufrir las penas destinadas  a las almas
tibias en el servicio a Dios”.

“En cuanto a mí, añade Santa Margarita María, desde ese momento me encontré
libre de mis sufrimientos, los cuales, según me había dicho aquella alma, no
disminuirían a menos que ella misma fuese aliviada de los mismos”.
Capítulo 21 - Diversidad de penas - El joven Blasio resucitado
por San Bernardino - La Venerable Francisca de Pamplona y
la pluma de fuego - San Corpreo  y el Rey Malaquías
El famoso BLASIO MASSEI, resucitado por San Bernardino de Siena (20 de
mayo), también fue testigo en el Purgatorio de una gran diversidad de penas. Este
milagro se expone ampliamente en el Acta Sanctorum, apéndice del 20 de mayo.

Poco después de la canonización de San Bernardino de Siena, un niño de once años


llamado Blasio Massei murió en Cascia en el Reino de Nápoles. Sus padres habían
inspirado en él la devoción que ellos mismos tenían por este nuevo santo; este
último supo recompensarlos por tal fervor.

Al día siguiente de su muerte y cuando estaba a punto de ser enterrado, Blasio se


despertó como de un sueño profundo; dijo que San Bernardino lo trajo de vuelta a la
vida para que contara las maravillas que él le había mostrado en el otro mundo.

Uno puede entender el asombro y la curiosidad que este evento produjo. Durante
todo un mes el joven Blasio se la pasó contando lo que había visto, y respondió a las
preguntas que le hicieron los visitantes.

Hablaba con una ingenuidad infantil, pero al mismo tiempo con una precisión en sus
palabras y un conocimiento de los detalles de la vida futura, lo cual estaba muy por
encima de su edad.

En el momento de su muerte, dijo que San Bernardino había venido ante él, lo había
tomado de la mano y le había dicho: “No tengas miedo, observa cuidadosamente
todo lo que te mostraré, para que lo recuerdes y lo cuentes después”.

Entonces, el santo llevó a su joven protegido de manera sucesiva a las regiones del
Infierno, el Purgatorio y el Limbo, y por último le mostró el Cielo.
 

En el Infierno Blasio vio horrores indecibles, y los diferentes tormentos con los que
los orgullosos, los avaros, los impúdicos y demás pecadores eran atormentados.
Entre dichos habitantes del Infierno reconoció a muchos que había visto en vida, e
incluso vio a dos que acababan de morir, Buccerelli y Frascha.

Este último había sido condenado por haber conseguido ganancias mal habidas. El
hijo de Frascha, impresionado por esta revelación que cayó como un rayo,
conociendo la verdad de los hechos, se apresuró a hacer una restitución completa;
pero no contento con este acto de justicia y no queriendo compartir un día el triste
destino de su padre, distribuyó el resto de su fortuna entre los pobres y se entregó a
la vida monástica.

Llevado de allí al Purgatorio, Blasio también vio espantosos suplicios, los cuales
eran diversos según los pecados de los que allí eran castigados. Reconoció a un gran
número de almas, y muchas de ellas le pidieron que informara a sus padres y
parientes de su dolorosa situación; incluso le señalaron los sufragios y las buenas
obras que cada una necesitaba.

- Cuando se le preguntaba sobre el estado de una persona fallecida, él respondía sin


dudarlo y daba los detalles más precisos. “Tu padre -dijo a uno de sus visitantes- ha
estado en el Purgatorio durante tanto tiempo; él te había encargado que distribuyeras
tal o cual suma de limosnas, y no lo hiciste”.

- “Tu hermano -dijo a otro- te había pedido que se celebraran tantas Misas y habías
aceptado; pero no has cumplido tu compromiso: todavía hay tantas Misas por
pagar”.

Blasio también habló del Cielo al que finalmente fue llevado; sin embargo habló de
él de manera muy parecida a la de San Pablo; este, habiendo sido llevado al tercer
Cielo, con su cuerpo o sin él, no lo sabía, había oído allí palabras misteriosas que
una boca mortal no podía repetir.
 

- Lo que impresionó a los ojos del niño fue sobre todo la inmensa multitud de
ángeles que rodeaban el trono de Dios, y la incomparable belleza de la Santísima
Virgen María, elevada por encima de todos los coros de ángeles.

La vida de la Venerable Madre FRANCISCA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO,


monja de Pamplona (Merv. 26), presenta varios hechos que demuestran cómo los
castigos son acordes a las faltas que deben ser expiadas.

Esta venerable sierva de Dios tenía la más íntima comunicación con las almas del
Purgatorio; incluso, llegaban en gran número a su celda y la llenaban; esperaban
humildemente su turno para que la madre las ayudara con sus oraciones.

A menudo, para mover su compasión en mayor grado, se le aparecían con los


instrumentos asociados con sus pecados, los cuales en la otra vida se habían
convertido en instrumentos de tortura. Un día vio a un hombre de vida religiosa,
rodeado de objetos valiosos, pinturas y sillones candentes.

Había acumulado este tipo de objetos en su celda, contrariando su voto de pobreza;


después de su muerte, tales objetos fueron su tormento. - Otras veces eran
sacerdotes, con sus ornamentos en llamas: la estola se había convertido en una
cadena ardiente y sus manos estaban cubiertas de horribles úlceras. De esta manera
eran castigados por haber celebrado irreverentemente los Sagrados Misterios.

Un día un notario se le apareció con todos los instrumentos de su profesión, los


cuales estaban en llamas y lo rodeaban, haciéndole sufrir horriblemente. Le dijo:
“He usado esta pluma, esta tinta y este papel para redactar hechos dolosos. También
me apasionaba el juego, y estas cartas ardientes, las cuales me veo obligado a tener
en la mano permanentemente, son objeto de mi castigo. Esta bolsa ardiente que
sostengo, contiene mis ganancias ilícitas y me obliga a expiarlas”.

 
De todo esto surge una gran y saludable enseñanza. Las creaturas son dadas al
hombre como medios para servir a Dios: debe hacer de ellas instrumentos de virtud
y de buenas obras; si abusa de ellas y las convierte en instrumentos de pecado, es
justo que dichas creaturas se vuelvan contra él y se conviertan en instrumentos de su
castigo.

La vida de SAN CORPREO, Obispo de Irlanda, encontrada en los Bolandistas bajo


el 6 de marzo, nos proporciona otro ejemplo del mismo tipo. Un día, cuando este
santo prelado estaba en oración después del Oficio Divino, vio una figura horrible de
pie ante él, con una cara pálida, un collar de fuego alrededor de su cuello y una
miserable capa rasgada sobre sus hombros.

- “¿Quién eres?" preguntó el santo, sin asustarse. - “Soy un alma que pasó a la otra
vida”, respondió. - “¿De dónde viene el triste estado en el que te veo?”, volvió a
preguntar el Obispo. - “De mis faltas, las cuales trajeron como consecuencia estos
castigos”, respondió el alma. Y añadió: “A pesar de la miseria a la que estoy ahora
reducido, soy Malaquías, quien otrora fuera rey de Irlanda. Pude hacer mucho bien
en tan alto cargo, y era mi deber; sin embargo no lo hice; por eso estoy siendo
castigado”.

- “¿No has hecho penitencia por tus faltas?”, preguntó el santo. – El alma respondió:
“No he hecho la suficiente, a causa de la culpable flaqueza de mi confesor, a quien
plegué a mis caprichos ofreciéndole un anillo de oro. Es por ello que ahora llevo este
collar de llamas alrededor de mi cuello”.

- “Me gustaría saber, dijo el Obispo, por qué está cubierto con estos harapos”. A lo
cual el alma replicó: “Este es otro castigo; no vestí a los desnudos, no ayudé a los
pobres mediante la caridad, el respeto y la liberalidad que mi dignidad de rey y mi
título de cristiano me ordenaban. Por eso me ves vestido como indigente y cubierto
con una prenda de ignominia”.

La historia nos cuenta que San Corpreo, habiéndose consagrado a rezar con todo su
Capítulo, obtuvo al cabo de seis meses un alivio de la sentencia y, un poco más
tarde, logró la liberación completa del alma del rey Malaquías.
Capítulo 22 - Duración del Purgatorio. - Sentir de los Doctores
de la Iglesia. - San Roberto Belarmino. - Los cálculos del
Padre de Munford.
La fe no nos da a conocer la duración exacta de las penas del Purgatorio: sabemos en
general que tal duración es establecida por la Justicia Divina y proporcional a cada
uno según la gravedad y el número de faltas que aún no han sido expiadas.

Dios puede, sin embargo, sin perjuicio de su Justicia, acortar la duración de tales
sentencias aumentando su intensidad; también la Iglesia Militante puede obtener la
remisión total o parcial de las penas, mediante el Santo Sacrificio de la Misa y los
demás sufragios ofrecidos por los difuntos.

Según el sentir común de los Doctores de la Iglesia, los castigos expiatorios son de
larga duración. “No cabe duda, dice SAN ROBERTO BELARMINO, (De gemitu,
libro II. c. 9), que las sentencias del Purgatorio no se limitan a diez o veinte años,
sino que pueden durar incluso siglos. Y si dichas sentencias no duraran más que diez
o veinte años, ¿nos parecería poco o nada tener que soportar durante diez o veinte
años penas extremadamente rigurosas, penas de dolor inconcebible, sin poder contar
con algún alivio?

Si a un hombre se le dijese que durante veinte años va a tener que soportar algún
dolor extremo en sus pies, en su cabeza, o en sus dientes, sin poder jamás conciliar
el sueño o contar con el más mínimo descanso, ¿no preferiría acaso morir cien veces
antes que vivir de esa manera? Y si se le diese en cambio la opción de llevar una
vida miserable, o de perder todas sus posesiones, ¿no estaría acaso dispuesto a
sacrificar su fortuna para librarse de tan terrible tormento?

Entonces, para librarnos de las llamas del Purgatorio, ¿vamos a rehusar aceptar los
esfuerzos que demande la expiación? ¿Vamos a tener miedo de emprender los
esfuerzos más dolorosos: vigilias, ayunos, limosnas, largas oraciones, y sobre todo
la contrición acompañada de gemidos y lágrimas?”

 
Estas palabras de San Roberto Belarmino resumen toda la doctrina de los teólogos y
los santos. El PADRE DE MUNFORD de la Compañía de Jesús, en su Tratado de la
Caridad hacia los Muertos, establece la duración del Purgatorio mediante un cálculo
de probabilidades, cuyos detalles presentamos enseguida.

Él parte del principio que, según lo dicho por el Espíritu Santo, los justos caen siete
veces en el día (Prov. 24:16.). Esto quiere decir que aquellos que se esfuerzan por
servir a Dios de manera perfecta, y a pesar de su buena voluntad, cometen aún una
multitud de faltas a los Ojos Infinitamente Puros de Dios.

Todo lo que tenemos que hacer es descender a nuestra conciencia, analizar ante Dios
nuestros pensamientos, palabras y acciones, para convencernos de este triste efecto
de la miseria humana. ¡Oh, qué fácil es ser irreverentes en la oración, preferir auto
compadecernos  a cumplir con nuestros deberes, pecar por vanidad, impaciencia,
sensualidad, pensamientos y palabras poco caritativas y falta de conformidad con la
voluntad de Dios!

El día es largo: ¿es acaso muy difícil para una persona virtuosa cometer, no diría
siete, sino veinte o treinta de esta clase de faltas o imperfecciones?

Partamos de una estimación moderada y supongamos que uno comete un promedio


de 10 faltas por día; al final de los 365 días del año acumularíamos una cantidad de
3.650 faltas.

Reduzcamos la cifra y para facilitar el cálculo digamos que cometemos 3.000 faltas
por año. Al cabo de diez años, serían 30.000; Y luego de 20 años, 60.000.

Supongamos que de estas 60.000 faltas hemos expiado la mitad de ellas, a través de
penitencia y buenas obras; entonces nos quedan aún 30.000 por reparar.

 
Continuemos con nuestra hipótesis: supongamos que morimos al cabo de estos
veinte años de vida virtuosa y que nos presentamos ante Dios con una deuda de
30.000 faltas, la cuales tenemos que pagar en el Purgatorio. ¿Cuánto tiempo nos
tomaría completar esta reparación?

Supongamos que en promedio cada falta requiere una hora de Purgatorio. Tal
suposición es muy conservadora a juzgar por las revelaciones de los santos; sin
embargo, asumamos una hora por cada falta; dicha reparación se convierte entonces
en un Purgatorio de 30.000 horas. Y estas 30.000 horas, ¿sabemos a cuánto tiempo
equivalen? A 3 años, 3 meses y 15 días.

De este modo, un buen cristiano, que cuida cada cosa de sí mismo, que evita todo
pecado mortal, que se dedica a la penitencia y a las buenas obras, se encuentra al
final de veinte años de vida, enfrentado a 3 años, 3 meses y 15 días de Purgatorio.

El cálculo anterior se basa en un supuesto muy benévolo. Ahora bien, si


aumentásemos la pena, en lugar de una hora podríamos fijar en un día el tiempo
necesario para la expiación de una falta… y si en lugar de tener únicamente pecados
veniales, llevásemos ante Dios una deuda por pagar consistente en pecados mortales,
más o menos numerosos, cometidos en el pasado… y si, como dice Santa Francisca
Romana, la expiación de un pecado mortal en relación con la culpa nos tomase en
promedio siete años, ¿quién no se daría cuenta de que esto representa una cantidad
de tiempo tremendamente grande y que tal reparación podría fácilmente prolongarse
por muchísimos años y aún siglos?

¡Años y siglos de tormento! ¡Oh! si uno pensara acerca de ello, con qué cuidado
evitaríamos las más pequeñas faltas, ¡con qué fervor practicaríamos la penitencia
para reparar en este mundo!
Capítulo 23 - Duración del Purgatorio. - Santa Lutgarda, Abad
de Citeaux y el Papa Inocencio III. - Juan de Lierre. - San
Vicente Ferrer

En la Vida de la SANTA LUTGARDA (16 de junio), escrita por su contemporáneo


Tomás de Cantimpré, se menciona a un religioso, por lo demás fervoroso, pero que
por un exceso de celo, fue condenado a cuarenta años en el Purgatorio.

Era un abad de la Orden Cisterciense llamado Simón, quien tenía por Lutgarda una
gran veneración; la santa por su parte seguía de buena gana sus consejos, y sus
conversaciones frecuentes con él, habían creado una especie de intimidad espiritual
entre ellos.

Pero el abad no fue tan amable con sus subordinados como lo fue con la santa. Fue
severo consigo mismo y también en su administración; llevó las exigencias de la
disciplina hasta el punto de la dureza, olvidando por completo la lección del Maestro
quien nos enseña a ser amables y humildes de corazón.

Habiendo muerto el abad, gracias a que la santa rezaba fervientemente por él y se


imponía penitencias por el alivio de su alma, este se le apareció un día y le confesó
que estaba condenado a cuarenta años en el Purgatorio.

Afortunadamente él tenía en Lutgarda una amiga generosa y poderosa. Ella le brindó


sus oraciones y sacrificios; entonces, habiendo la santa recibido de Dios la seguridad
de que el difunto sería liberado pronto, ella respondió: “No dejaré de llorar, Señor,
no dejaré de perturbar tu Misericordia, hasta que lo vea liberado de sus penas”. Ella
finalmente lo vio reaparecer lleno de gratitud, brillando de Gloria y en el culmen de
la Felicidad.  

Ya que acabamos de mencionar a Santa Lutgarda, ¿debiéramos hablar de la famosa


aparición del PAPA INOCENCIO III? Confieso que este hecho me sorprendió al
principio, y que me hubiese gustado pasarlo por alto y guardar silencio. Me
repugnaba pensar que un Papa, y este Papa en particular, hubiese sido condenado a
un largo y terrible purgatorio.

Es bien sabido que Inocencio III, quien presidió el famoso Concilio de Letrán en
1215, fue uno de los más grandes Pontífices que ocupara la Cátedra de San Pedro: su
piedad y su celo le hicieron realizar las cosas más grandes para la Iglesia de Dios y
la Santa Disciplina.

¿Cómo podemos entonces aceptar que un hombre así hubiese sido juzgado por el
Tribunal Supremo con tanta severidad?

¿Cómo podemos reconciliar esta revelación de Santa Lutgarda con la Misericordia


Divina?

Por ello, hubiese preferido considerarlo como un espejismo y buscar argumentos


para apoyar tal idea. Sin embargo he logrado comprobar que la verdad de la
aparición es admitida por los autores más serios y que nadie la rechaza.

Además, el historiador Tomás de Cantimpré es muy asertivo y al mismo tiempo muy


cauto: "Observe el lector, escribe él al final de su relato, que he conocido por boca
de la piadosa Lutgarda las faltas mismas, reveladas por el difunto, y que las suprimo
aquí tan solo por respeto a tan gran Papa".

Además, considerando el hecho mismo, ¿hay alguna razón válida para revocarlo en
caso de duda? ¿No sabemos acaso que Dios no hace acepción de personas,... que los
Papas se presentan ante el tribunal de Dios igual que el último de los fieles,… que
todos, grandes y pequeños, somos iguales ante Él y que cada uno recibe según sus
obras?

 
¿No sabemos acaso que los que gobiernan a los demás tienen una gran
responsabilidad y que deberán rendir cuentas con todo el rigor? “Judicium
durissimum his qui praesunt fiet, un juicio muy duro está reservado a los superiores”
(Sabid. 6:6); es el Espíritu Santo quien lo declara.

Ahora, Inocencio III reinó durante dieciocho años, en tiempos muy difíciles. Y,
añaden los Bolandistas, ¿no está escrito que los juicios de Dios son insondables y a
menudo muy diferentes de los juicios de los hombres? “Judicia tua abyssus multa -
Tus juicios son como un gran abismo” (Salmo 35).

Por consiguiente, la realidad de la aparición no puede ser puesta en duda a través de


razonamientos. Por ello no veo ningún motivo para suprimirla, ya que Dios solo
revela este tipo de misterios con el fin de que sean conocidos, para la edificación de
su Iglesia.

El Papa Inocencio III murió el 16 de julio de 1216. Ese mismo día se le apareció a
Santa Lutgarda en su monasterio de Aywières en Brabante. Ella, sorprendida al creer
ver un fantasma rodeado de llamas, le preguntó quién era y qué quería.

“Soy el Papa Inocencio”, respondió. - “¿Es posible que tú, nuestro Padre Común,
estés en tal estado?”, le preguntó la santa. - “Es verdad; estoy expiando tres faltas
que cometí y que casi causaron mi Condenación Eterna.

Gracias a la Santísima Virgen María, he obtenido el perdón por ellas, pero todavía
tengo que expiarlas. ¡Ay! Tal expiación es terrible y durará siglos, a menos que
vengas poderosamente en mi ayuda. En el nombre de la Santísima Virgen, quien me
obtuvo el favor de poder venir hasta ti, ayúdame", dijo él y desapareció.

Lutgarda anunció la muerte del Papa a sus hermanas, y junto con ellas se entregaron
a la oración y a hacer ejercicios de penitencia en favor del augusto y venerado
difunto, cuya muerte les fue anunciada unas semanas más tarde por otro conducto.
 

Añadamos a continuación un hecho más consolador que encontramos en la vida de


la misma santa. Un famoso predicador, llamado JUAN DE LIERRE, hombre de
gran piedad, era bien conocido por Santa Lutgarda.

Habían hecho un pacto, mediante el cual se prometían mutuamente que el que


muriese primero le haría una visita al otro, si Dios así lo permitiese. - Juan murió
primero. Habiendo emprendido el viaje hacia Roma para resolver ciertos asuntos de
interés para las religiosas, este sacerdote encontró la muerte en los Alpes.

Fiel a su promesa, se presentó a Lutgarda en el claustro de Aywières. Cuando la


santa lo vio, sin sospechar que estaba muerto, lo invitó según la regla a entrar en la
sala de visitas para hablar con él.

“Ya no soy de este mundo, le dijo, y vengo aquí solo para cumplir mi promesa”.
Ante estas palabras, Lutgarda cayó de rodillas y permaneció así durante algún
tiempo, completamente absorta.

Luego levantó su mirada y observó a su bienaventurado amigo: "¿Por qué, dijo ella,
estás vestido tan espléndidamente? ¿Qué significa esta triple vestimenta con la que
te veo adornado?” - “El hábito blanco -respondió- significa la inocencia virginal que
siempre he conservado; el hábito rojo señala las obras y los sufrimientos que me
consumieron antes de tiempo; el hábito azul que lo cubre todo, indica la perfección
de la vida espiritual”.

Habiendo dicho estas palabras, abandonó de repente a Lutgarda, quien quedó entre
el pesar de haber perdido a tan buen sacerdote y la alegría que sintió por la felicidad
de su amigo.

 
SAN VICENTE FERRER, el famoso taumaturgo de la Orden de Santo Domingo,
quien predicó con tanta fuerza la gran verdad del Juicio de Dios, tenía una hermana
que no se conmovía en lo absoluto con las palabras y ejemplos de su santo hermano.

Estaba llena del espíritu del mundo, deslumbrada por sus vanidades, embriagada con
sus placeres, y caminaba con grandes pasos hacia su Ruina Eterna.

Sin embargo, el santo rezó por su conversión, y su oración fue finalmente


respondida. La desafortunada pecadora cayó mortalmente enferma; y en el momento
de su muerte, volviendo en sí, se confesó con sincero arrepentimiento.

Pocos días después de su muerte, mientras su hermano celebraba el Santo Sacrificio


de la Misa en su nombre, ella se le apareció en medio de las llamas, presa de
tormentos intolerables.

“Desgraciadamente, hermano mío, dijo, estoy condenada a estos tormentos hasta el


día del Juicio Final. Pero puedes ayudarme. La virtud del Santo Sacrificio de la Misa
es tan poderosa que os pido ofrecer treinta Misas por mí; espero el mayor beneficio
de ellas”.

El santo se apresuró a acceder a esta petición; celebró las treinta Misas; al trigésimo
día, su hermana se le apareció rodeada de ángeles y ascendió al cielo (Bayle, Vida
de San Vicente Ferrer).

Gracias a la virtud del Santo Sacrificio de la Misa, una expiación de varios siglos se
redujo a treinta días.

Este hecho nos muestra, por una parte, el tiempo que un alma puede llegar a tardar
en reparar sus faltas, y, de otro lado, el poderosísimo efecto de la Santa Misa,
cuando Dios se digna aplicarla a un alma.
 

Pero tal aplicación, al igual que la de otros sufragios, no siempre tiene lugar, al
menos, no siempre con la misma plenitud.
Capítulo 24 - Duración del Purgatorio - La Hermana María
Dionisia y el Duelista - El Padre Schoofs y la Aparición de
Amberes
El siguiente ejemplo muestra no solo la larga duración de la expiación de ciertas
faltas, sino también la dificultad de plegar la Justicia Divina en favor de aquellos
que han cometido este tipo de faltas.

La historia de la Visitación de Santa María menciona entre las primeras monjas de


este instituto a la HERMANA MARÍA DIONISIA, quien era conocida en el mundo
como la señorita de Martignat. Tenía la más caritativa devoción por las almas del
Purgatorio y sentía una especial inclinación a encomendar a Dios a los difuntos que
habían tenido cargos importantes en el mundo, ya que conocía por experiencia los
peligros de tales cargos.

Por otra parte, un príncipe, cuyo nombre fue omitido, pero que se cree perteneció a
la Casa Real de Francia, había muerto en un duelo. Dios le permitió aparecerse a la
Hermana Dionisia para pedirle que lo ayudara en relación con la reparación de sus
faltas. Le dijo que no había sido condenado al Castigo Eterno, a pesar de su crimen,
aunque merecía serlo.

Gracias a un acto de contrición perfectamente hecho en el momento de su muerte,


logró salvarse; pero como castigo por su vida y por la muerte culposa, fue
condenado a los más duros castigos del Purgatorio, hasta llegado el Día del Juicio.

La caritativa hermana, profundamente conmovida por el estado de esta alma, se


ofreció generosamente como víctima expiatoria. Es imposible describir lo que ella
tuvo que sufrir durante muchos años como resultado de este acto heroico.

El pobre príncipe no le dio descanso y le hacía compartir sus tormentos. Al final ella
murió, pero antes de morir, le confió a su superiora que, por el precio de tantas
expiaciones, había obtenido para su protegido la remisión de algunas horas de
condena.

La superiora estaba asombrada por tal resultado, el cual le parecía completamente


desproporcionado con respecto a lo que la hermana había sufrido: "Ah, mi Madre,
respondió la Hermana María Dionisia; las horas del Purgatorio no se cuentan como
las de la Tierra; años enteros de tristeza, aburrimiento, pobreza o enfermedad en este
mundo no son nada comparados con una hora de sufrimiento en el Purgatorio.

Es ya bastante que la Misericordia Divina nos haya permitido ejercer cierta


influencia en Su Justicia. - Me conmueve menos el lamentable estado en que he
visto languidecer esta alma, que el admirable retorno de la Gracia que ha consumado
la obra de Su Salvación.

El acto por el cual el príncipe murió era digno del Infierno; un millón de otras almas
habrían encontrado su Condenación  Eterna en el mismo acto en el que este encontró
su Salvación. Él recuperó su conocimiento tan solo por un instante, el cual fue
tiempo suficiente para cooperar en ese precioso movimiento de la Gracia que le
permitió hacer un sincero acto de contrición. Este bendito momento me ha parecido
un exceso de la bondad, la dulzura y el amor infinito de Dios”.

Así se expresaba la santa Hermana Dionisia: admiraba a la vez la severidad de la


Justicia de Dios y Su Infinita Misericordia. Ambos, de hecho, irrumpen en este
ejemplo de manera sorprendente.

Sobre el tema de la larga duración del Purgatorio para ciertas almas, citamos aquí un
rasgo más reciente y cercano. El PADRE FELIPE SCHOOFS de la Compañía de
Jesús, quien murió en Lovaina en 1878, relató el siguiente hecho, que le ocurrió
cuando llegó a Amberes, en los primeros años de su ministerio allí. Acababa de
predicar una misión y, habiendo regresado al colegio de Nuestra Señora, situado en
aquel entonces en la calle Emperador, se le informó que lo estaban buscando en la
sala de visitas.

 
Cuando bajó inmediatamente, encontró a dos jóvenes en la plena flor de la vida, que
traían un niño pálido y enfermizo de nueve o diez años de edad. Le dijeron: "Padre
mío, este es un pobre niño que decidimos acoger y que merece nuestra protección,
porque es prudente y piadoso.

Le damos comida y educación; por más de un año ha sido un miembro más de


nuestra familia y se ha mantenido feliz y saludable. Sin embargo, en las últimas
semanas ha empezado a perder peso y a adelgazar como usted puede ver”.

- “¿Cuál es la causa de este cambio?”, preguntó el Padre - “Es el miedo”,


respondieron. “El niño se despierta todas las noches debido a unas apariciones. El
niño nos asegura que un hombre se le presenta ante sus ojos; él lo ve tan claramente
como nos está viendo a nosotros aquí, a plena luz del día. De ahí le provienen sus
temores y la constante agitación. Hemos venido, Padre, a pedirle que lo sane”.

- “Amigos míos, respondió el Padre Schoofs, el buen Dios tiene un remedio para
cada cosa. Comenzad, los dos, por hacer una buena confesión y una buena
comunión; rogad al Señor que os libre de todo mal, y no tengáis miedo.

En cuanto a ti, hijo mío -le dijo al pequeño-, reza bien, y luego duérmete tan
profundamente que nadie podrá despertarte”.

Después de esto los despidió, diciéndoles que regresaran si pasaba algo más.

Pasaron quince días y volvieron. “Padre, dijeron; hemos seguido sus


recomendaciones  y las apariciones continúan igual que antes. El niño todavía sigue
viendo aparecerse al mismo hombre”.

- El Padre Schoofs les respondió: "A partir de esta noche, monten guardia en la
puerta del cuarto donde duerme el niño. Tengan papel y tinta a la mano, para escribir
las respuestas que el hombre les dé. Cuando advirtáis su presencia, acercaos,
preguntad en el nombre de Dios quién es, la hora de su muerte, el lugar donde vivió
y la razón de su presencia”.

Al día siguiente, volvieron donde el Padre, llevando el papel con las respuestas que
habían obtenido. "Hemos visto, dijeron, al hombre que el niño estaba viendo". Y
prosiguieron: “Era un hombre viejo, al cual solo le apreciaba su busto y que llevaba
puesto un traje de los tiempos antiguos. Nos dijo su nombre y la casa en la que había
vivido en Amberes.

Había muerto en 1636 y trabajado como banquero en la misma casa donde se está
apareciendo, la cual durante su vida también incluía las casas que hoy son contiguas,
a la derecha y a la izquierda” (Digamos de paso que desde entonces se han
descubierto documentos en los archivos de la ciudad de Amberes, que confirman la
exactitud de estas indicaciones).

- Añadió que estaba en el Purgatorio, que habían rezado poco por él y rogó a los
habitantes de la casa que hicieran una comunión en su nombre; también pidió que se
hiciera una peregrinación a Nuestra Señora de las Fiebres, en Lovaina, y otra a
Nuestra Señora de la Capilla en Bruselas.

- “Haréis bien -dijo el Padre Schoofs- en realizar estas obras; y si el espíritu vuelve
de nuevo, antes de hacerle hablar, exigidle que recite el Padrenuestro, el Ave María
y el Credo”.

Ellos realizaron las obras indicadas con toda la piedad posible y en medido de lo
sucedido se produjeron conversiones. Cuando concluyeron lo solicitado, los jóvenes
volvieron y le dijeron al Padre Schoofs: "Padre, el hombre rezó y lo hizo con una fe
y una piedad indescriptibles.

Nunca hemos oído rezar a nadie de esa forma. ¡Qué respeto por el Padrenuestro!
¡Qué amor al momento de recitar el Ave María! ¡Qué firmeza en su Credo! Ahora
sabemos lo que es rezar. - Luego nos agradeció nuestras oraciones: se sintió muy
aliviado; incluso él nos dijo que hubiese podido ser liberado del todo si la tendera no
hubiese hecho una confesión sacrílega. - Esta última se puso pálida y confesó su
culpa; luego corrió a donde su confesor y se apresuró a enmendar la falta”.

“Desde ese día, añadió el Padre Schoofs al final de su relato, esta casa ya no tiene
problemas. La familia que vivió en ella prosperó rápidamente y hoy en día es rica.
Los dos hermanos siguen comportándose de manera ejemplar y su hermana se hizo
monja en un convento donde ahora es superiora”.

Todo esto nos lleva a creer que la prosperidad de esta familia le llegó a través del
difunto que ayudaron a liberar. Este último, luego de sus dos siglos de Purgatorio,
solo necesitaba un remanente de expiación y los pocos trabajos que había solicitado.
Una vez realizados dichos trabajos, el fallecido fue liberado del Purgatorio, y este
quiso mostrar su gratitud obteniendo las bendiciones de Dios para sus libertadores.
Capítulo 25 - Duración del Purgatorio - La Abadía de Latrobe
- Cien años de tormentos por retrasar los últimos sacramentos
El siguiente hecho fue reportado con prueba auténtica por el periódico Le Monde,
edición del 4 de abril de 1860. Tuvo lugar en los Estados Unidos, en una abadía
benedictina en el pueblo de Latrobe.

Una serie de apariciones habían tenido lugar allí durante 1859. La prensa americana
se había ocupado de ellas y había tratado estos graves asuntos con su acostumbrada
ligereza. Para detener esta especie de escándalo, el Padre Wimmer, superior de la
casa, dirigió la siguiente carta a los periódicos:

"He aquí la verdad: en nuestra abadía de San Vicente, cerca de LATROBE, el 10 de


septiembre de 1859, un novicio vio aparecer a un religioso benedictino vestido con
un traje de coro completo. Esta aparición se repitió todos los días, desde el 18 de
septiembre al 19 de noviembre, bien desde las once de la mañana hasta el mediodía,
o bien desde la medianoche hasta las dos de la mañana.

Tan solo el 19 de noviembre el novicio interrogó al espíritu en presencia de otro


miembro de la comunidad, y le preguntó cuál era el motivo de sus apariciones. –
Dicho espíritu respondió que llevaba setenta y siete años sufriendo por no haber
celebrado siete Misas obligatorias. Dijo también que ya se había presentado en
varias ocasiones a otros siete benedictinos, pero que no había sido escuchado; y que
se vería obligado a presentarse de nuevo después de once años, si él, el novicio, no
lo ayudaba.

- Entonces, lo que el espíritu pedía era que se celebraran estas siete Misas por él;
además, el novicio debía permanecer en retiro durante siete días, guardando un
profundo silencio; además, durante treinta y tres días, el novicio debía recitar el
salmo Miserere tres veces al día, descalzo y con los brazos en cruz”.

 
"Todas estas solicitudes fueron cumplidas entre el 20 de noviembre y el 25 de
diciembre: ese día, después de la celebración de la última Misa, el espíritu
desapareció”.

"Durante el período en que se estaban satisfaciendo sus requerimientos, el espíritu se


había manifestado varias veces, instando al novicio en los términos más apremiantes
a rezar por las almas del Purgatorio, pues dijo que estas sufren terriblemente y están
profundamente agradecidas con quienes las ayudan para ser liberadas.

- Añadió que, tristemente, de los cinco sacerdotes que ya habían muerto en nuestra
abadía, ninguno estaba todavía en el cielo y que todos ellos estaban sufriendo en el
Purgatorio. No estoy sacando ninguna conclusión, pero esto es cierto".

Este relato firmado por la mano del abad es un documento histórico irrefutable. - En
cuanto a la conclusión que el venerable prelado nos permite deducir a partir de estos
hechos, es por supuesto múltiple: que el ver sufrir a un religioso durante setenta y
siete años en el Purgatorio, nos debe bastar para aprender sobre la duración de las
expiaciones a las cuales nos vamos a ver enfrentados, tanto los sacerdotes y
religiosos como los simples fieles que vivimos en medio de la corrupción del
mundo.

Una causa demasiado frecuente de la larga duración del Purgatorio es que uno se
priva del maravilloso medio establecido por Jesucristo para acortarla, retrasando la
recepción de los últimos sacramentos cuando se está gravemente enfermo. Tales
sacramentos, destinados a preparar a las almas para dar el último paso, a purificarlas
de sus pecados residuales y para librarlas de tener que reparar en la otra vida,
requieren, para producir sus efectos, que el enfermo los reciba con las debidas
disposiciones.

Pero si no se reciben a tiempo y se deja que el enfermo debilite sus facultades, tales
disposiciones son defectuosas. En efecto, muy a menudo sucede que, como resultado
de estos retrasos imprudentes, el enfermo muere, totalmente privado de la ayuda que
le es tan necesaria. La consecuencia es que, en caso de que el difunto no sea objeto
de Condenación Eterna, desciende sin embargo a los más profundos abismos del
Purgatorio con todo el peso de sus deudas.

Michel Alix (Cf. Rossign. Merv. 86) habla de un clérigo que, en lugar de recibir con
prontitud los sacramentos de los enfermos y dar buen ejemplo a los fieles, fue
culpable de negligencia en ese sentido y fue castigado con cien años de purgatorio.

En efecto, al encontrarse gravemente enfermo y en peligro de muerte, este pobre


sacerdote debería haber caído en cuenta de su estado y pedido cuanto antes la ayuda
que la Iglesia reserva a sus hijos para la Hora Suprema.

No lo hizo, bien porque por una ilusión demasiado común entre los enfermos, no
quiso admitir la gravedad de su situación, bien porque estaba bajo la influencia de
ese prejuicio fatal que hace que tantos cristianos débiles teman la recepción de los
últimos sacramentos.

No los pidió, no pensó en recibirlos. Pero conocemos las sorpresas de la muerte: el


desafortunado hombre aplazó y retrasó tanto tiempo, que murió sin tener tiempo de
recibir ni el Viático ni la Extrema Unción.

- Por otra parte, Dios quiso hacer en esta ocasión una grave advertencia. El propio
difunto vino a revelar a un colega sacerdote que él estaba condenado a cien años de
purgatorio. “Así se me castiga por mi retraso en recibir la gracia de la Última
Purificación. Si hubiese recibido los sacramentos, como debería haberlo hecho,
hubiese escapado de la muerte por virtud de la Extrema Unción, y hubiese tenido
tiempo para hacer penitencia por la reparación de mis pecados".
Capítulo 26 - Duración del Purgatorio. - La venerable
Catalina Paluzzi y la Hermana Bernardina - Los Hermanos
Finetti y Rudolfini. - San Pedro Claver y las dos pobres
mujeres
Citamos algunos ejemplos más, los cuales complementarán nuestro conocimiento
acerca de la duración de la reparación en el Purgatorio. Veremos que la Justicia
Divina es relativamente severa con las almas llamadas a la perfección y que han
recibido muchas gracias.

Además, ¿no dice acaso Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio, que se le exigirá
mucho a aquel a quien se le ha dado mucho, y que se le exigirá más a aquel a quien
se le ha confiado más (Luc. 12:48)?

En la vida de la VENERABLE CATALINA PALUZZI leemos que una santa monja,


que murió en sus brazos, fue admitida a la Beatitud Eterna solo después de un año
entero de Purgatorio.

Catalina Paluzzi vivió una vida santa en la diócesis de Nerpi, Italia, donde fundó un
convento de monjas dominicas. Vivía con ella una monja llamada Bernardina, que
también era muy avanzada en su vida interior. Estas dos almas santas competían con
fervor y se ayudaban mutuamente a progresar cada vez más en la perfección a la que
Dios las llamaba.

El historiador de la Venerable las compara con dos carbones encendidos que


comunican su ardor entre sí; igualmente, con dos liras afinadas para resonar juntas y
hacer que se escuche un himno de amor perpetuo para la Gloria del Señor.

Bernardina murió. Una dolorosa enfermedad, que soportaba cristianamente, la llevó


a la tumba. Antes de morir, le dijo a Catalina que no la olvidaría cuando estuviese en
la presencia de Dios, y que si Dios le permitía, vendría de  nuevo a darle consejos
espirituales que contribuyesen a su santificación.
 

Catalina rezó mucho por el alma de su amiga, rogando al Señor que le permitiera
venir a visitarla.

Pasó un año entero, pero la fallecida no vino. Finalmente, en el aniversario de la


muerte de Bernardina, Catalina estaba en oración cuando vio un pozo del que salían
chorros de humo y llamas. Luego vio que del pozo salía una persona que al principio
estaba rodeada de tinieblas. Poco a poco la persona fue emergiendo del humo, se
iluminó, y por fin se mostró brillante hasta quedar con un extraordinario resplandor.

Fue entonces cuando Catalina reconoció en ese ser glorioso a la hermana


Bernardina, y corrió hacia ella: "¿Eres tú, dijo, mi querida hermana? Pero, ¿de dónde
vienes? ¿Qué significa este pozo, este humo ardiente? ¿Es solo hasta hoy que estás
completando tu Purgatorio?”

- “Bien lo dices, respondió el alma. Durante todo un año estuve retenida en el lugar
de expiación y tan solo hoy es que seré llevada a la Jerusalén Celestial. En cuanto a
tí, persevera en tus santos ejercicios, sigue siendo caritativa y misericordiosa, y así
obtendrás misericordia”. (Cf. Rossig. Merv. 100)

El siguiente hecho pertenece a la historia de la Compañía de Jesús. Dos escolásticos


o jóvenes religiosos de este instituto estudiaban en el Colegio Romano a finales del
siglo XVI, los HH. FINETTI Y RUDOLFINI. Ambos eran modelos de piedad y de
constancia.

Ambos recibieron un aviso del Cielo, que compartieron según la regla con su
director espiritual. Dios les había hecho saber acerca de sus muertes inminentes y de
la expiación que les quedaba por hacer en el Purgatorio: el uno debía permanecer allí
durante dos años y el otro durante cuatro.

Murieron en efecto, uno tras otro.


 

Sus hermanos inmediatamente hicieron las más fervientes oraciones y toda clase de
penitencias por sus almas. Sabían que si la santidad de Dios impone largas
expiaciones a sus elegidos, estas pueden ser acortadas y perdonadas enteramente
gracias a los sufragios de los vivos.

Si Dios es severo con los que han recibido mucho conocimiento y gracia, también es
muy indulgente con los pobres y sencillos, siempre que estos le sirvan con rectitud y
paciencia.

- SAN PEDRO CLAVER, de la Compañía de Jesús, apóstol de los negros en


Cartagena, conoció la duración que iba a tener el purgatorio de dos almas que habían
vivido pobres y humildes en la tierra: tal expiación iba a ser de tan solo unas pocas
horas. Esto es lo que leemos en la vida de este gran siervo de Dios (Vida de San
Pedro Claver por el padre Fleurian).

El santo había contratado a una virtuosa negra llamada Ángela para que cuidara a
otra, llamada Úrsula, en su casa. Esta última estaba completamente tullida y toda
cubierta de llagas.

Un día, cuando San Pedro Claver fue a visitarla, como lo hacía de vez en cuando,
para confesarla y llevarle unas cuantas provisiones, la caritativa anfitriona le dijo,
con una mirada afligida que Úrsula estaba a punto de expirar. “No, no - respondió el
padre, consolándola-, le quedan cuatro días de vida y no morirá sino hasta el
sábado”.

Cuando llegó el sábado, el santo dijo la Misa por ella y salió para ayudarla a
prepararse para la muerte. Después de estar un tiempo en oración, le dijo a la
anfitriona: "Tenga consolación; Dios ama a Úrsula; ella morirá hoy, pero solo estará
tres horas en el Purgatorio”.

 
Que tan solo recuerde, cuando esté con Dios, de rezar por mí y por la que ha sido su
madre hasta ahora. En efecto, Úrsula murió al mediodía y el cumplimiento de una
parte de la profecía sirvió bastante para creer en la otra parte.

Habiendo ido otro día para confesar a una pobre mujer enferma a la que estaba
acostumbrado a visitar, se enteró de que acababa de expirar. Los padres estaban
sumamente  afligidos, y también él lo estaba, ya que no había creído que ella fuese a
morir tan pronto, y se lamentaba de no haberla asistido en sus últimos momentos.

Inmediatamente comenzó a rezar delante del cuerpo, y de repente, poniéndose en


pie, dijo de manera serena: “Esta muerte es más digna de nuestra envidia que de
nuestras lágrimas, pues esta alma está condenada tan solo a veinticuatro horas de
purgatorio". Dediquémonos a acortar el tiempo de sus penas mediante el fervor de
nuestras oraciones.

Hasta aquí hablaremos acerca de la duración de las penas en el Purgatorio. Vemos


que se extienden por períodos de tiempo aterradores; incluso los más cortos, dada la
severidad de los castigos, son de todas maneras largos.

Por lo tanto busquemos acortárselos a los demás, suavizarlos de antemano en lo que


respecta a nosotros, o mejor aún, evitarlos por completo.

De hecho, los prevenimos eliminando las causas. ¿Cuáles son las causas? ¿Qué son
aquellas cosas que se expían en el Purgatorio?
Capítulo 27 - Causa de las penas – Lo que se expía en el
Purgatorio - La doctrina de Suárez. - Santa Catalina de
Génova
¿Por qué las almas, antes de que se les permita ver el rostro de Dios, deben sufrir de
esta manera? ¿Qué es lo que se expía, cuál es la materia de estas expiaciones? ¿Qué
debe purificar y consumir el fuego del Purgatorio en ellas? – “Son, contestan los
Doctores, las manchas que provienen de sus pecados”.

¿Pero qué se entiende aquí por “manchas”?

Según la mayoría de los teólogos, no es la culpa del pecado, sino la pena o el pago
por el castigo que proviene del pecado.

Para comprender esto, es necesario recordar que todo pecado produce un doble
efecto en el alma: se llaman la deuda (reatus) de la culpa y la deuda de la pena. Tal
efecto hace al pecador no solamente culpable sino también digno de castigo.

- Por otro lado, después de que la culpa es perdonada, normalmente queda la pena o
castigo por sufrir, en todo o en parte, y debe ser pagado en esta vida o en la
siguiente.

- Las almas del Purgatorio ya no tienen ninguna mancha de culpa: lo que tenían de
culpa venial en el momento de su muerte ha desaparecido a través del ardor de la
Caridad pura, con la que son inflamadas en la otra vida. Sin embargo, cargan toda la
deuda de las penas que no expiaron antes de la muerte.

Esta deuda proviene de todas las faltas cometidas durante la vida, especialmente los
pecados mortales, lo cuales fueron perdonados a través de una confesión sincera,
pero que fuimos descuidados al no expiarlos mediante dignos frutos de penitencia
externa.
 

Esta es la doctrina común que SUÁREZ resume así en su tratado sobre el


Sacramento de la Penitencia: "Concluimos, pues, que todos los pecados veniales con
los que muere un justo son perdonados en cuanto a la culpa en el momento en que el
alma se separa del cuerpo, en virtud de un acto de Amor de Dios y de una contrición
perfecta, que ella genera entonces sobre todas sus faltas pasadas.

En efecto, el alma en ese momento conoce perfectamente su estado y los pecados de


los que es culpable ante Dios; y es al mismo tiempo dueña de sus facultades para
actuar.

De otro lado, de parte de Dios, se le presta la ayuda más eficaz para actuar según la
medida de la Gracia Santificante que posee. De ello se deduce que, en esta perfecta
disposición, el alma actúa sin el más mínimo retraso, va directamente hacia Dios, y
se libera, por un acto de total y absoluto rechazo, de todos sus pecados veniales.

Este acto efectivo y universal es suficiente para borrarlos en cuanto a la culpa”.


(Tom. 19 de penitencia. Disputa. XI, sección 4)

Toda mancha de culpa ha desaparecido de esta manera; pero el castigo queda aún
por expiar en toda su severidad y por toda su duración, a menos que las almas sean
ayudadas por los vivos.

Ya no pueden obtener ninguna reducción del castigo por sí mismas, porque el


tiempo de los méritos propios ya pasó: ya no pueden merecer por sí mismas; solo
pueden sufrir y así pagarle a la terrible Justicia de Dios todo lo que le deben, “hasta
el último centavo: usque ad novissimum cuadrantem.” (Mat. 5:26).

Estas deudas de castigo son restos del pecado y una especie de mancha, que impiden
la Visión de Dios y se convierten en un obstáculo para la unión del alma con su Fin
Último.
 

SANTA CATALINA DE GÉNOVA escribe: "Puesto que la mancha o la culpa del


pecado no existen en las almas del Purgatorio, (2) no hay otro obstáculo para su
unión con Dios que los restos del pecado de los que deben purificarse.

Este obstáculo que sienten en su interior les causa el tormento de la condenación del
que acabo de hablar, y retrasa el momento en que el instinto, que las lleva hacia Dios
como su Bien Supremo, recibirá su plena satisfacción.

Ellas ven claramente lo que representa ante Dios el más mínimo impedimento
causado por los restos del pecado, y que es por causa de la necesidad de justicia que
tal impedimento retrasa la plena satisfacción de su instinto beatífico.

- De esta visión nace en ellas un fuego de extremo ardor, similar al del Infierno,
excepto en la culpa del pecado”. (Tratado del Purgatorio, cap. III)
Capítulo 28 - Materia de la expiación - Restos de los pecados
mortales -  El Barón Sturton - Pecados de lujuria
incompletamente expiados en la tierra - Santa Ludivina
Hemos dicho que el monto de la deuda del Purgatorio proviene de todos los pecados
no expiados en la Tierra, principalmente de los pecados mortales, perdonados solo
en lo que respecta a la culpa.

De otro lado, según lo concebimos, los hombres que pasan toda su vida manteniendo
el hábito del pecado mortal y que posponen hasta la muerte su conversión,
suponiendo que Dios les concederá esta gracia excepcional, tendrán que sufrir
espantosas expiaciones.

El ejemplo del BARÓN STURTON es aleccionador.

El Barón John Sturton, un noble inglés, era católico de corazón, aunque para
mantener sus cargos en la corte, asistía regularmente al servicio protestante. Incluso
escondió en su casa a un sacerdote católico, a costa de los mayores peligros,
prometiéndose a sí mismo aprovechar su ministerio para reconciliarse con Dios a la
hora de la muerte.

Sin embargo, el barón fue sorprendido por un accidente y, como sucede a menudo,
por un justo decreto de Dios, no tuvo tiempo de cumplir con su voto de conversión
tardía. A pesar de todo, la Misericordia Divina, tomando en cuenta lo que había
hecho por la Santa Iglesia perseguida, le había concedido la gracia de la contrición
perfecta, y por consiguiente la Salvación. Pero tuvo que pagar caro por su
negligencia culpable.

Pasaron muchos años; su viuda se volvió a casar, tuvo hijos, y es una de sus hijas,
Lady Arundel, quien cuenta este hecho como testigo ocular.

 
"Un día mi madre le pide al Padre Cornelio, un jesuita de gran mérito y quien más
tarde moriría como mártir de la fe católica (fue traicionado por un sirviente de la
familia Arundel y murió en Dorchester en 1594), que celebrara una Misa por el alma
de John Sturton, su primer marido.

El Padre aceptó la invitación y estando en el altar, entre la Consagración y el


Memento de los Muertos, se detuvo durante un largo rato como si estuviera absorto
en la oración.

Después de la Misa, en una exhortación dirigida a la congregación, compartió con


nosotros una visión que acababa de tener durante el Santo Sacrificio. Había visto un
enorme bosque extendiéndose ante él, pero estaba todo en llamas y formaba un
brasero.

En medio de él, el difunto Barón se debatía en desesperación, emitiendo gritos


lastimeros, llorando y culpándose por la vida pecaminosa que había llevado en el
mundo y en la corte.

Después de hacer un recuento detallado de sus faltas, el desafortunado hombre


terminó con las palabras que la Escritura pone en boca de Job: “¡Oh, vosotros mis
amigos, tened compasión de mí, tened compasión de mí! Porque la mano del Señor
me ha tocado” Luego de ello, desapareció.

Mientras el Padre Cornelio contaba estas cosas, lloraba mucho, y todos nosotros,
miembros de la familia que le escuchábamos, ochenta en total, llorábamos de la
misma manera; y de repente, mientras el Padre hablaba, vimos en la pared contra la
que se apoyaba el altar, como un reflejo de carbones encendidos”.

Esta es la historia de Lady Arundel, que puede ser leída en la Historia de Inglaterra
por Daniel (Cf. Rossign. Merv. 4).

 
SANTA LUDIVINA vio en el Purgatorio un alma que también sufría por causa de
pecados mortales incompletamente expiados en la Tierra. Veamos cómo este hecho
es reportado en la vida de la santa.

Un hombre que había sido esclavo del demonio de la lujuria finalmente tuvo la
gracia de  convertirse. Se confesó con gran contrición. Pero habiéndolo cogido la
muerte por sorpresa, no tuvo tiempo de reparar por sus muchos pecados mediante
una justa penitencia.

Ludivina, que conocía a este hombre, rezó mucho por él.

Doce años después de su muerte, aún seguía rezando cuando, en uno de sus éxtasis,
fue llevada por su ángel de la guarda al Purgatorio. Allí escuchó una voz lúgubre
que salía de un pozo profundo.

El ángel dijo: “Es el alma del hombre por el que has orado tan ferviente y
constantemente”.

Ella se sorprendió de que él siguiera en ese lugar tan bajo doce años después de su
muerte.

– El ángel, viendo que estaba profundamente afectada, le preguntó si quería sufrir


algo por la liberación de esa alma. - “Con todo mi corazón", respondió esta virgen
caritativa. – Entonces, a partir de ese momento sufrió nuevos dolores y terribles
tormentos, que parecían superar la fuerza humana.

Los soporto con valor, sostenida por una caridad más fuerte que la muerte; hasta que
Dios quiso retirárselos. En ese momento ella respiró como si hubiera sido devuelta a
la vida, y al mismo tiempo vio a esta alma por la que tanto había sufrido, salir del
abismo, blanca como la nieve, y emprender su vuelo hacia el Cielo.
Capítulo 29 - Materia de la expiación - Mundanalidad - Santa
Brígida: la joven, el soldado - La Beata María Villani y la
dama mundana
Las almas que se dejan deslumbrar por las vanidades del mundo, si tienen la gracia
de escapar de la Condenación Eterna, tendrán que de todas maneras sufrir terribles
expiaciones.

Abramos las Revelaciones de Santa Brígida, que gozan justamente de alta estima en
el seno de la Iglesia.

En el libro VI leemos que un día la santa fue transportada en espíritu al lugar del
Purgatorio, y que, entre muchos otros, vio a una señorita de alcurnia, que en otro
tiempo se había entregado al lujo y la mundanalidad.

Esta desafortunada alma le contó todo acerca de su vida y de su triste situación. Dijo
ella: “Afortunadamente,  antes de morir me confesé de manera conveniente y logré
así evitar el Infierno. Pero ¡cuánto sufro aquí para poder expiar la vida mundana que
mi desdichada madre no evitó que yo llevase!

“¡Ay!, agregó gimiendo, esta cabeza, que se complacía en llevar adornos y que
buscaba atraer las miradas, ahora es devorada por llamas por dentro y por fuera; y
estas llamas son tan ardientes que me parece que me muero continuamente.

Estos hombros y estos brazos que hacía que fuesen admirados, están siendo
cruelmente aprisionados por cadenas de hierro al rojo vivo. Estos pies, que había
entrenado para bailar, ahora están rodeados de víboras que los desgarran con sus
mordiscos y los manchan con su asquerosa baba.

Estos miembros que solía revestir con joyas, flores, adornos diversos, ahora están
sometidos a terribles torturas. ¡Ah, madre mía, madre mía -agregó esta alma-, cuán
culpable me has hecho!
 

Fuiste tú, quien con tu indulgencia fatal alentaste mi gusto por los adornos y los
gastos banales; fuiste tú quien me condujo a los espectáculos, a las fiestas, a los
bailes, a todos estas reuniones mundanas que son la ruina de las almas...

Si yo logré escaparme de la Condenación Eterna fue gracias a una misericordia muy


especial de Dios, quien tocó mi corazón con un sincero arrepentimiento. Hice una
buena confesión y así fui liberada del Infierno, pero tuve no obstante que verme
precipitada en los más horribles tormentos del Purgatorio”.

Ya hemos dicho que no debemos tomar literalmente lo que se dice de los miembros
atormentados, ya que el alma está separada de su cuerpo; pero Dios, compensando el
defecto de los órganos corporales, hace que esta alma experimente las sensaciones
que acaban de ser descritas.

El historiador de la santa nos relata que ella contó su visión a una prima de la
difunta, la cual también estaba entregada a los espejismos de la mundanalidad.

La prima quedó tan impresionada por la visión, que renunció al lujo y a las
diversiones peligrosas del mundo, y se dedicó a la penitencia en una Orden austera.

La misma Santa Brígida, en otro éxtasis, asistió al juicio de un soldado que acababa
de morir. Este había vivido en los vicios, demasiado habituales en su profesión, y
hubiese sido merecedor del Infierno.

Pero la Santísima Virgen, a quien él siempre había honrado, lo salvó de esta


desgracia y obtuvo para él la gracia de un sincero arrepentimiento.

Entonces la santa lo vio comparecer ante el Tribunal de Dios; fue condenado a un


largo purgatorio por los pecados de toda clase que había cometido.
 

El castigo de los ojos, dijo el Juez, será contemplar objetos espantosos; el de la


lengua, consistirá en ser traspasado con puntas afiladas y atormentado por la sed; el
del tacto, sumergirse en un océano de fuego.

La Santísima Virgen intervino nuevamente y logró algún alivio al rigor de esta


sentencia.

Citemos otro ejemplo de los castigos reservados a los mundanos en el Purgatorio,


cuando no están, como el rico malo del Evangelio, condenados al Infierno.

La Beata María Villani, monja dominica, tenía una devoción muy viva por las
almas, y muchas veces acudían a ella, ya sea para agradecerle o para pedirle
oraciones y buenas obras.

Un día, mientras oraba por ellas con gran fervor, fue transportada en espíritu al
Lugar de la Expiación. Entre las almas que allí sufrían, vio una más cruelmente
atormentada que las demás, en medio de horribles llamas que la envolvían por
completo.

Movida por la compasión, la sierva de Dios inquirió a esta alma. “He estado aquí,
respondió ella, durante mucho tiempo, castigada por mis vanidades y mi lujo
escandaloso.

Hasta este momento, no he obtenido el menor alivio. Cuando estaba en la Tierra,


ocupada con mi cuidado personal, placeres, fiestas y jolgorio mundano, pensaba
poco en mis deberes como cristiana y los cumplía solo por miedo.

En lo único que me preocupaba seriamente era en aumentar la fama y la fortuna de


mi familia. Sin embargo, mira cómo soy castigada por ellos; no se acuerdan de mí,
ni mis padres, ni mis hijos, ni mis amigos más íntimos del pasado; todos me han
olvidado.

María Villani le pidió a esta alma que le hiciera sentir algo de lo que estaba
sufriendo; y de inmediato sintió como si un dedo de fuego le tocara la frente, El
dolor que sintió fue de tal magnitud que la sacó de inmediato del éxtasis.

Pero la marca permaneció en su frente. Era tan profunda y dolorosa que dos meses
después todavía era visible, y la santa monja sufría cruelmente.

Ella soportó este dolor con espíritu de penitencia a favor de la difunta que se le había
manifestado, y después de algún tiempo, esta alma vino a anunciarle su liberación.
Capítulo 30 - Materia de la expiación - Los pecados de la
juventud - Santa Catalina de Suecia y la Princesa Gida
A menudo, los buenos cristianos no piensan lo suficiente en hacer penitencia por los
pecados de su juventud: tendrán que expiarlos algún día mediante las rigurosas
penitencias del Purgatorio.

Esto es lo que le sucedió a la princesa Gida, nuera de santa Brígida, como podemos
leer en los Hechos de los Santos, 24 de marzo, Vida de Santa Catalina.

Santa Brígida estaba en Roma con su hija, Santa Catalina, cuando vio aparecer ante
ella el espíritu de Guida, cuya muerte desconocía.

Al encontrarse un día en oración en la antigua basílica del Príncipe de los Apóstoles,


Catalina vio frente a ella a una mujer, vestida con un vestido blanco y un manto
negro.

Esta última vino a pedirle oración por una mujer fallecida; y añadió: “Es una de tus
compatriotas que necesita a alguien que se interese por su alma”.

“¿Cómo se llama?”, preguntó la santa. La mujer respondió: “Es la princesa Gida de


Suecia, esposa de su hermano Carlos”.

Catalina suplicó entonces a la extraña mujer que la acompañara a donde su madre,


Brígida, para contarle esta triste noticia. - “Mi encargo es darle el mensaje solo a
usted, dijo la desconocida, y no se me permite hacer otras visitas, porque debo irme
de inmediato. Además, no debe dudar de la veracidad del hecho: en unos días llegará
otro enviado de Suecia, trayendo la corona de oro de la princesa Gida. Ella se la dio
en herencia, para conseguir la ayuda de sus oraciones; concédale esta ayuda
caritativa ahora, porque la necesita con urgencia”.

Finalizadas estas palabras, se marchó. Catalina quiso seguirla, pero le fue imposible
encontrarla, a pesar de que su traje le permitía distinguirla fácilmente. Preguntó a los
que estaban rezando en la iglesia pero nadie había visto a la extraña mujer.

Impactada y sorprendida por este encuentro, se apresuró a regresar a donde su madre


y le contó lo sucedido. - Santa Brígida respondió con una sonrisa: “Es tu cuñada
Gida, quien se te apareció. Nuestro Señor se ha dignado dejarme saber todo por
revelación. La querida difunta murió en medio de consoladores sentimientos de
piedad. Ello le valió el favor de acudir a ti, para implorar oración. Ella todavía tiene
que expiar las muchas faltas de su juventud, así que hagamos ambas lo que esté en
nuestro poder para aliviar su pena. La corona de oro que te envía hace este encargo
más urgente para nosotras".

Unas semanas más tarde, un oficial de la corte del príncipe Carlos llegó a Roma,
trayendo la corona y lo que él creía eran las primeras noticias del fallecimiento de la
princesa Gida.

La corona era muy hermosa y fue vendida. El fruto de la venta se utilizó para la
celebración de Misas y realizar buenas obras por el alivio del castigo de la difunta.
Capítulo 31 - Materia de la expiación – Motivo de  escándalo -
Cuadro indecente - Padre Zucchi y la novicia
Quienes han tenido la desgracia de dar un mal ejemplo y de perder o de herir almas
por haber sido motivo de escándalo, deben cuidar en reparar todo en este mundo, si
no quieren sufrir una terrible expiación en el otro. No fue en vano que Jesucristo
clamó: ¡Ay del mundo por causa de sus escándalos! ¡Ay de aquel por quien viene el
escándalo!

Esto es lo que relata el Padre Rossignoli en sus Maravillas del Purgatorio.

Un pintor de gran talento y además de una vida ejemplar, había pintado hacía tiempo
un cuadro que no se ajustaba a las severas leyes de la modestia cristiana. Era uno de
esos lamentables cuadros que, con el pretexto de ser una obra de arte, se encuentran
de cuando en vez exhibidos en las casas de las mejores familias, y cuya observación
provoca la pérdida de tantas almas.

El verdadero arte es una inspiración del Cielo, que eleva el alma a Dios; el artista,
cuya obra se dirige solo a los sentidos, que presenta a los ojos solo las bellezas de
carne y hueso, no recibe inspiración sino del Espíritu Inmundo. Sus obras, en
apariencia brillantes, no son obras de arte, sino que están falsamente adornadas con
tal calificativo; son producciones infames, fruto  de una imaginación desenfrenada.

- El pintor del que hablamos había cedido en este punto y había llegado a dar mal
ejemplo. Pronto, sin embargo, había renunciado a este dañino género artístico y se
había obligado a hacer solo cuadros religiosos, o al menos perfectamente
irreprochables. Acababa incluso  de pintar un cuadro grande en un monasterio de
Carmelitas Descalzos, cuando fue afectado por una enfermedad fatal.

Sintiéndose agonizante, pidió al Padre Prior el favor de ser enterrado en la iglesia


del monasterio, y legó a la comunidad el producto de su obra, dejando el encargo de
celebrar Misas por su alma. Murió piadosamente; pasaron varios días, y un religioso,
que se había quedado en el coro después de los maitines, vio aparecer el alma del
artista en medio de las llamas, profiriendo dolorosos gemidos.
 

 - El religioso dijo: "¡Qué hermano mío!, ¿tienes tantas dificultades que soportar
después de una vida tan cristiana y de una muerte tan santa?” – El artista respondió:
“¡Pobre de mí!, se debe a un cuadro indecente que pinté en el pasado. Cuando me
presenté ante el Tribunal del Soberano Juez, una multitud de acusadores vino a
testificar en mi contra; declararon haber sido asaltados por malos pensamientos y
malos deseos por culpa de mi cuadro indecente, salido de mi pincel.

Por causa de tan malos pensamientos que yo había causado, algunos estaban en el
Purgatorio, otros en el Infierno. Exigieron venganza, diciendo que, habiendo sido yo
la causa de su Eterna Condena, merecía al menos el mismo castigo. - Entonces la
Santísima Virgen y los Santos a quienes había glorificado con mis cuadros, tomaron
mi defensa. Le manifestaron al Juez Supremo que aquel lamentable cuadro había
sido una obra realizada en mi juventud, de la que yo me había arrepentido y de la
cual había posteriormente hecho reparación merced a una multitud de cuadros
religiosos que habían sido fuente de edificación para las almas.

Ante estas razones de parte y parte, el Juez Soberano decidió que, debido a mi
arrepentimiento y a mis buenas obras, sería exento de la Condenación Eterna, pero a
la vez estaría condenado a sufrir en estas llamas, hasta que el maldito cuadro no
fuese quemado, para impedir que siguiese siendo un motivo de escándalo”.

Por lo tanto, la pobre alma le rogó al religioso carmelita que tomara las medidas
necesarias para destruir el cuadro. "Se lo ruego”, agregó, “vaya en mi nombre a
donde fulano de tal, dueño de dicho cuadro; cuéntele en qué condición me encuentro
por culpa de semejante cuadro que pinté cediendo a sus peticiones, y suplíquele que
haga el sacrificio de destruirlo.

Si se niega, ¡ay de él! Además, para demostrarle que todo esto es verdad, y para
castigarlo a él mismo por su falta, dígale que en breve término perderá a sus dos
hijos. Si se niega a obedecer las órdenes de Aquel que nos creó a los dos, la pagará
con su muerte prematura.

 
“El monje no tardó en hacer lo que le pedía el pobre artista y se dirigió al dueño del
cuadro. Este último, al enterarse de todo ello, agarró el lienzo y lo arrojó al fuego.
Sin embargo, según lo dicho por el difunto, perdió a sus dos hijos en menos de un
mes. El resto de sus días se dedicó a hacer penitencia por el mal que había cometido
al haber solicitado y guardado en su casa este cuadro indecente.

Si tales son las consecuencias por un cuadro impúdico, ¿cómo serán castigados los
escándalos desastrosos ocasionados por malos libros, periódicos malos, malas
escuelas y malas conversaciones? ¡ Voe mundo a scandalis! ¡Voe homini illi per
quem scandalum venit! ¡Ay del mundo por causa de sus escándalos! ¡Ay del hombre
por quien llega el escándalo!

El escandalizar causa estragos en las almas porque seduce la inocencia. ¡Ah! los
malditos seductores! Le darán a Dios una terrible cuenta por la sangre de sus
víctimas.

Esto es lo que leemos por cuenta del historiador Daniel Bartoli, de la Compañía de
Jesús, en Vida del Padre Nicolás Zucchi. El santo y celoso Padre Zucchi, fallecido
en Roma el 21 de mayo de 1670, había iniciado en los caminos de la perfección a
tres jóvenes, las cuales se consagraron a Dios para llevar vida conventual.

Una de ellas, antes de renunciar al mundo, había sido pretendida en matrimonio por
un joven señor. Luego de que ella ingresase al noviciado, este señor, en lugar de
respetar tan santa vocación, siguió dirigiendo cartas a quien quería llamar su novia,
invitándola a que abandonara, como él lo decía, “el triste servicio de Dios” y que se
dedicara en cambio a “las alegrías de la vida”.

El Padre, habiéndose encontrado con él un día en la calle, le suplicó que detuviera


esa persecución: "Le aseguro", agregó, "que pronto va a comparecer ante el Tribunal
de Dios, y ya es hora de que se prepare a través de una sincera penitencia”. En
efecto, quince días después, este joven murió, habiendo sido tomado por sorpresa
por una muerte súbita, la cual le dejó poco tiempo para poner en orden su
conciencia, lo que hacía temer por su Salvación.

 
Una noche, cuando las tres novicias estaban juntas, dedicadas a estudiar las cosas de
Dios, la más joven fue llamada a la sala de visitas. Allí encontró a un hombre,
envuelto en una gran capa, el cual caminaba con grandes pasos. - "Señor", dijo ella,
"¿quién es usted? y porque me mandó llamar?” - El extraño, sin contestarle, se
acerca y retira el misterioso manto que lo cubre.

La monja reconoce entonces al infortunado fallecido, y ve con terror que está


completamente rodeado por sogas de fuego, que le aprietan el cuello, las muñecas,
las rodillas y los tobillos. “¡Reza por mí!” gritó el hombre, y se marchó.

Esta milagrosa manifestación demostró que Dios se había compadecido de esa pobre
alma en el último instante; que no había sido condenada, pero que tuvo que pagar
por sus intentos de seducción con un horrible purgatorio.
Capítulo 32 - Materia de la expiación  - La vida de placer, la
búsqueda de bienestar - La venerable Francisca de Pamplona
y el hombre de mundo - Santa Isabel y la reina su madre
Hoy en día hay muchos cristianos que son totalmente ajenos a la Cruz y la
Mortificación de Jesucristo. Su vida cómoda y sensual no consiste más que en una
serie de placeres; tienen miedo de todo lo que representa sacrificio; si al caso,
observan las estrictas normas sobre el ayuno y la abstinencia prescritas por la
Iglesia.

Como no quieren someterse a ninguna penitencia en este mundo, que ojalá se


detengan a pensar en la que les será impuesta en el otro. Ciertamente en esta vida
mundana solo se acumulan deudas; estando ausente la penitencia, no se paga
ninguna y se llega a acumular tanta, que asusta a la imaginación.

La venerable sierva de Dios, Francisca de Pamplona, favorecida por varias visiones


acerca del Purgatorio, vio un día a un hombre de mundo, que aunque había sido
bastante buen cristiano, tenía que pasar cincuenta y nueve años en expiación, a causa
de su búsqueda de placer. - Otro tuvo que pasar treinta y cinco años en el Purgatorio
por la misma razón; y un tercero, que también había tenido pasión por el juego,
permaneció allí durante sesenta y cuatro años.

- ¡Ay!, estos cristianos descarriados dejaron que todas sus deudas permanecieran
vigentes ante Dios, y lo que hubiesen podido pagar fácilmente con unas pocas obras
de penitencia, lo tuvieron que expiar mediante años de suplicio en el Purgatorio.

Si Dios se muestra severo con los ricos y con aquellos que se dedican a la buena
vida en este mundo, no lo será menos con los príncipes, los magistrados, los padres
y, en general, con todos aquellos que tienen a su cargo las almas y la autoridad sobre
otros. Un juicio severo, dice Dios mismo, le espera a los superiores.

Laurent Surius relata cómo una reina ilustre dio testimonio de esta verdad después
de su muerte. En la Vida de Santa Isabel, duquesa de Turingia, se dice que esta
sierva de Dios perdió a su madre Gertrudis, reina de Hungría, alrededor del año
1220. Siendo una niña cristiana y santa, dio considerables limosnas, redobló sus
mortificaciones y sus oraciones y agotó todos los recursos de su caridad para el
alivio de esta alma tan preciada para ella. Sin embargo, Dios le hizo saber que no
estaba haciendo lo suficiente por el alma de su madre.

Una noche se le apareció la difunta, con el rostro triste y abatido: se arrodilló junto a
la cama y le dijo llorando: “Hija mía, ves a tu madre a tus pies, abrumada de dolor.
Vengo a rogarte que multipliques tus ofrendas, para que la Divina Misericordia me
libere de los espantosos tormentos que estoy soportando.

¡Oh! ¡Qué lástima hay que tener con aquellos que ejercen autoridad sobre otros!
Ahora estoy expiando las faltas que cometí mientras estaba ocupando el trono. Oh
hija mía, por la angustia que soporté para lograr traerte al mundo, por los cuidados y
las noches en vela que me costaron tu educación, te imploro que me liberes de mis
tormentos”.

- Isabel, profundamente conmovida, se levantó de inmediato, decidió someterse a


una sangrienta disciplina y suplicó en medio de lágrimas al Señor que se apiadara de
su madre Gertrudis. Declaró que no dejaría de orar hasta tanto no hubiese obtenido
su liberación. – Su suplica fue concedida, de lo cual pronto recibió la certeza de que
así sería.

Tengamos en cuenta que en el ejemplo anterior se trata de una reina. ¿Con cuánta
severidad serán tratados entonces los reyes, magistrados, aquellos superiores cuya
responsabilidad e influencia son mucho mayores?
Capítulo 33 - Materia de la expiación - Tibieza - San Bernardo
y los religiosos de Citeaux - La venerable madre Inés y la
hermana de Haut-Villars - El padre Seurin y la monja de
Loudun
Los buenos cristianos, sacerdotes, religiosos, que quieren servir a Dios con todo su
corazón, deben cuidarse del peligro de la tibieza y de la negligencia. Dios quiere ser
servido con fervor: los tibios y despreocupados despiertan Su repugnancia; llega al
extremo de amenazar con Su maldición a cualquiera que se ocupa descuidadamente
de las cosas santas.

Baste decir que castigará severamente en el Purgatorio cualquier negligencia en la


forma en que lo servimos. Entre los discípulos de San Bernardo que engalanaron con
su santidad el famoso valle de Claraval, hubo uno cuya negligencia contrastaba
tristemente con el fervor de sus hermanos. A pesar de su doble carácter de sacerdote
y religioso, se había entregado a una deplorable tibieza.

Le llegó el momento de morir y fue llamado a la presencia de Dios, sin haber dado
prueba alguna de enmienda. Mientras se cantaba la misa de su funeral, un religioso
de la comunidad, un anciano de virtud poco común, supo por una luz interior que el
alma del difunto, sin estar condenada, se encontraba en el estado más lamentable.

- La noche siguiente, el difunto se le apareció en persona, con un aspecto exterior


deplorable y profundamente apesadumbrado: "Ayer -le dijo- conociste mi infeliz
estado; ahora mira las torturas a las que estoy sometido, en castigo por mi culpable
tibieza".

- Luego condujo al anciano hasta el borde de un pozo, ancho y profundo,


completamente lleno de humo y de llamas: "Aquí está el lugar – añadió -donde los
ministros de la Justicia Divina tienen órdenes de atormentarme: no cesan de
arrojarme a este pozo; inmediatamente después me sacan de él, para luego volverme
a arrojar, sin concederme un momento de tregua ni descanso".

 
A la mañana siguiente, este religioso fue a ver a San Bernardo para contarle su
visión. El santo abad, quien había tenido una visión similar, vio en ella un aviso del
Cielo dirigido a su comunidad. Inmediatamente reunió al capítulo, y con lágrimas en
los ojos relató la doble visión, exhortando a sus religiosos a ayudar a su pobre
hermano fallecido ofreciendo sacrificios en su nombre, y a aprovechar este triste
ejemplo para conservar el fervor y evitar la más mínima negligencia en el servicio
de Dios.

El siguiente hecho es relatado por M. de Lantages, en la Vida de la venerable Madre


Inés de Langeac, monja dominica. Mientras esta sierva de Dios rezaba en el coro,
apareció de repente ante ella una monja a la que no conocía, miserablemente vestida
y con un rostro muy triste.

La miraba con asombro, preguntándose quién podría ser, cuando escuchó una voz
que le dijo claramente: Es la hermana de Haut-Villars. Era una monja del monasterio
de Puy, fallecida hacía más de diez años. La aparición no decía ni una palabra, pero
su triste aspecto demostraba la gran necesidad de ayuda que tenía.

La Madre Inés lo entendió perfectamente y desde ese día comenzó a hacer las más
fervientes oraciones por ella. La difunta no se contentó con esta primera visita:
siguió apareciéndose durante más de tres semanas, casi en todas partes y a todas
horas, especialmente después de la Comunión y la oración, demostrando sus
sufrimientos por la expresión dolorosa de su rostro.

Por consejo de su confesor y sin contarle a nadie acerca de la aparición, Inés le pidió
a su Priora que la comunidad hiciera oraciones extraordinarias por los difuntos que
ella tenía como intenciones. Como a pesar de tales oraciones la aparición seguía
regresando, ella temía mucho que fuese una ilusión.

Dios se dignó aliviarla de esta duda: le aclaró a su caritativa sierva por medio de la
voz de su ángel de la guarda, que la aparición era verdaderamente un alma del
Purgatorio, y que esta sufría así a causa de su tibieza en el servicio de Dios. - Desde
el momento en que escuchó estas palabras, cesaron las apariciones, y no se supo
cuánto tiempo más permaneció esta desdichada mujer en el Purgatorio.
 

Citemos otro ejemplo muy apto para estimular el fervor de los fieles piadosos. Una
monja santa, llamada María de la Encarnación, del monasterio de las Ursulinas de
Loudun se apareció poco tiempo después de su muerte a su superiora, una mujer de
inteligencia y mérito; esta última escribió los detalles al Padre Surin de la Compañía
de Jesús. Su carta se inserta en la correspondencia de este Padre.

"El seis de noviembre – escribió - entre las tres y las cuatro de la mañana, la Madre
de la Encarnación se me presentó con un rostro muy dulce, que parecía más
humillado que sufriente. Observé sin embargo que sufría mucho. Al principio,
cuando la vi cerca de mí, me asusté mucho; pero como no tenía nada de aterrador,
pronto me tranquilicé. Le pregunté en qué condición se encontraba y si podíamos
prestarle algún servicio”.

- Ella respondió: "Estoy satisfaciendo la Justicia Divina en el Purgatorio". "Le rogué


que me dijera qué la retenía allí. – Entonces ella, lanzando un profundo suspiro,
respondió: "Son varios descuidos en los ejercicios comunes; fueron ocasionados por
cierta debilidad que tuve al dejarme llevar por el ejemplo de las monjas imperfectas;
y por último, aunque no menos importante, el hábito que tenía de guardarme cosas
de las que no tenía permiso de disponer y usarlas de acuerdo con mis necesidades y
mis inclinaciones naturales.

Oh, si uno supiera -continuó la buena Madre- el daño que hacemos al alma al no
esforzarnos por alcanzar la perfección, y lo mucho que tendremos que expiar un día
por habernos dedicado a complacer nuestro gusto en contra de las luces de nuestra
conciencia; ¡tendríamos otro ardor si practicáramos la penitencia durante nuestra
vida!

¡Ah! Dios ve las cosas de manera diferente a nosotros, las juzga de manera
diferente".  Le pregunté de nuevo si podíamos serle de alguna utilidad para acortar
su sufrimiento. - Ella me respondió: “Deseo ver y poseer a Dios, pero me contento
con satisfacer Su Justicia, el tiempo que le plazca".

 
- Le rogué que me dijera si estaba sufriendo mucho. - "Mis dolores - respondió ella -
son incomprensibles para quien no los siente”. Mientras decía estas palabras, se
acercó a mi rostro, como para despedirse de mí; en ese momento me pareció como si
un carbón encendido me quemara, aunque su rostro no tocaba el mío; y mi brazo,
habiendo rozado un poco su manga, se quemó: sentí un dolor agudo.

Un mes después se apareció de nuevo a esta misma Superiora para anunciarle su


liberación.
Capítulo 34 - Materia de la expiación - Descuido de la Santa
Comunión - Luis de Blois - Santa Magdalena de Pazzi y los
difuntos en adoración

A la tibieza se suma el descuido con que nos preparamos para el Banquete


Eucarístico. Si la Iglesia no cesa de llamar a sus hijos a la Santa Mesa, si desea que
comulguen con frecuencia, siempre pretende que lo hagan con la piedad y el fervor
que exige tan Grande Misterio. Cualquier descuido voluntario en una acción tan
santa es una ofensa a la Santidad de Jesucristo, ofensa que deberá ser reparada por
una justa expiación.

El venerable Luis de Blois, en su Espejo Espiritual, habla de un gran siervo de Dios,


que aprendió por medios sobrenaturales la severidad con que se castigan este tipo de
faltas en la otra vida. Fue visitado por un alma del Purgatorio, que imploraba su
ayuda en nombre de la amistad que un día les había unido: estaba soportando, decía,
crueles tormentos por la negligencia con que se había preparado para recibir la Santa
Eucaristía durante los días de su peregrinación en este mundo.

Solo podía ser liberada por una comunión ferviente, que compensara su tibieza
pasada. - Su amigo se apresuró a satisfacerla; hizo una comunión con toda la pureza
de conciencia, con toda la fe, con toda la devoción posible; entonces vio cómo el
alma santa se le aparecía con un brillo de incomparable fulgor y subiendo al Cielo.

En el año 1589, en el monasterio de Santa María de los Ángeles en Florencia, murió


una monja muy estimada por sus hermanas.  La difunta se le apareció a Santa
Magdalena de Pazzi, para implorar su ayuda en relación con el riguroso purgatorio
al que estaba condenada. La santa estaba orando ante el altar del Santísimo
Sacramento, cuando vio a la difunta arrodillada en medio de la iglesia, en acto de
profunda adoración, y en un estado extraño.

La rodeaba un manto de llamas que parecía consumirla; pero tenía un vestido blanco
que cubría su cuerpo y que la protegía parcialmente de la acción del fuego.

 
Magdalena, asombrada, quiso saber el significado de esta aparición, y le fue dicho
que esta alma sufría así por su falta de devoción al Augusto Sacramento: a pesar de
las reglas y santas costumbres de su Orden, había comulgado muy poco y con
negligencia; por eso la Justicia Divina la había condenado a venir todos los días a
adorar la Sagrada Eucaristía y a sufrir el tormento del fuego a los pies de Jesucristo.

Sin embargo, como recompensa por su pureza virginal, representada por el vestido
blanco, el Divino Esposo le había mitigado en gran medida sus sufrimientos.

Esta fue la lección que el Señor le dio a su sierva. Se sintió profundamente


conmovida y trató de ayudar a la pobre alma mediante todos los sufragios que
estuvieron a su alcance. A menudo hacía el relato de esta aparición y la utilizaba
para exhortar a sus hijas espirituales a tener el mayor celo por la Santa Comunión.
Capítulo 35 - Materia de la expiación - Falta de respeto en la
oración - Madre Inés de Jesús y Sor Angélica - San Severino
de Colonia - Venerable Francisca de Pamplona y los
sacerdotes - Padre Streit S.J.
Debemos tratar las cosas santas con santidad. Cualquier irreverencia en los
ejercicios religiosos desagrada mucho al Señor.

Cuando la venerable Inés de Langeac, de la que hemos hablado anteriormente, era


priora de su convento, recomendaba a sus monjas respeto y fervor en su trato con
Dios.

Les recordaba esta palabra de la Escritura: ¡Maldito el que hiciere la obra de Dios de
manera indolente!

- Murió una hermana de la comunidad, llamada Angélica, y la piadosa superiora


estaba rezando junto a su tumba, cuando de repente vio ante ella a la hermana
difunta, con el hábito de monja; al mismo tiempo, sintió como si le acercaran una
llama ardiente a la cara.

Sor Angélica le agradeció que la hubiese estimulado al fervor y, en particular, que a


lo largo de su vida le hubiese repetido con frecuencia aquella misma palabra de los
Libros Sagrados: ¡Maldito el que hiciere la obra de Dios de manera indolente! –
Añadió: “Madre, continúe conduciendo a las hermanas al fervor: que le sirvan a
Dios con suprema diligencia y le amen con todo su corazón, con toda la fuerza de su
alma. Si uno pudiera comprender cuán rigurosos son los tormentos del Purgatorio,
no podríamos permitirnos ser negligentes en lo más mínimo".

La advertencia anterior se dirige especialmente a los sacerdotes, cuya relación con


Dios es continua y más sublime: que lo recuerden siempre y no lo olviden nunca, ya
sea que ofrezcan a Dios el incienso de la oración, o dispensen los Divinos Tesoros
de los Sacramentos, o celebren en el Altar los Misterios del Cuerpo y de la Sangre
de Jesucristo.
 

Así lo informa San Pedro Damián en su Carta XIV a Desiderio.

San Severino, arzobispo de Colonia edificó su iglesia con el ejemplo de todas las
virtudes: su vida apostólica, sus grandes obras para el crecimiento del reino de Dios
en las almas, le merecieron los honores de la canonización.

Sin embargo, tras su muerte, se presentó ante uno de los canónigos de su catedral
para pedirle oración. Este digno sacerdote no podía entender que un santo prelado,
tal como había conocido a Severino, necesitase oraciones en el Purgatorio: "Es
cierto -respondió el difunto-. Dios me concedió la gracia de servirle de todo corazón,
y de trabajar en Su Viña durante mucho tiempo; pero muchas veces le ofendí por el
modo excesivamente apresurado con que recitaba el Santo Oficio.

Los afanes y las preocupaciones de cada día me absorbían tanto que, cuando llegaba
la hora de la oración, cumplía con este gran deber sin el suficiente recogimiento, y a
veces a diferentes horas de las fijadas por la Iglesia. En este momento estoy
expiando estas infidelidades, y Dios me permite venir a pedirle sus oraciones”. Se
cuenta que Severino pasó seis meses en el Purgatorio por esta única falta.

La venerable Sor Francisca de Pamplona, anteriormente mencionada, vio una vez en


el Purgatorio a un pobre sacerdote que tenía los dedos carcomidos por horribles
úlceras. Fue castigado por hacer los signos de la Cruz en el altar con demasiada
ligereza y sin el fervor necesario.

- Dijo que los sacerdotes suelen permanecer en el Purgatorio más tiempo que los
laicos, y que la intensidad de sus tormentos es proporcional a su dignidad. Dios le
dio a conocer la suerte de varios sacerdotes difuntos: uno de ellos permaneció
cuarenta años en el sufrimiento por haber dejado morir a una persona sin los
Sacramentos, debido a su negligencia.

 
Otro permaneció allí cuarenta y cinco años por haber cumplido las sublimes
funciones de su ministerio con cierta ligereza; un obispo, cuya liberalidad le había
llevado a ser llamado “el limosnero”, permaneció allí cinco años por haber sido algo
ambicioso en su dignidad; otro, que no era tan caritativo, permaneció allí cuarenta
años por la misma causa.

Dios quiere que le sirvamos de todo corazón y que evitemos hasta las más pequeñas
imperfecciones, en la medida en que la fragilidad humana lo permita; pero el
cuidado de agradarle y el temor de desagradarle deben ir acompañados de una
humilde confianza en Su Misericordia.

Jesucristo nos recomendó que escuchemos a aquellos a quienes Él estableció en su


lugar para dirigir nuestras almas, como si lo estuviésemos escuchando a Él; así
mismo, que hagamos caso a la palabra del superior o del confesor, con entera
confianza. Un exceso de miedo de nuestra parte se convierte entonces en una ofensa
a Su Misericordia.

El 12 de noviembre de 1643, el padre Philippe Streit, de la Compañía de Jesús,


religioso de gran santidad, murió en el noviciado de Brünn, en Bohemia. Examinaba
diariamente su conciencia con el mayor cuidado, y por este medio adquirió una gran
pureza de alma.

Pocas horas después de su muerte, se presentó revestido de Gloria ante un Padre de


su Orden, el venerable Martin Strzeda. Le dijo: "Solo una falta me impidió subir
directamente al Cielo y me mantuvo en el Purgatorio durante ocho horas: no creí con
suficiente certeza en las palabras de mi superior. Este, en mi lecho de muerte, se
esforzaba por calmar mis últimas angustias de conciencia; hubiese debido confiar en
sus palabras como si hubiesen sido pronunciadas por la misma voz de Dios".
Capítulo 36 - Materia de la expiación y castigo -
Mortificación de los sentidos - Padre Francisco de Aix -
Mortificación de la lengua - Durand
Los cristianos que quieran evitar los rigores del Purgatorio deben amar la
mortificación proveniente de su Divino Maestro y evitar ser personas delicadas
cuando tienen un Jefe cuya Cabeza está coronada de espinas.

El 10 de febrero de 1656, en la provincia de Lyon de la Compañía de Jesús, murió el


padre Francisco de Aix. Él había llevado a un alto grado de perfección la práctica de
todas las virtudes religiosas. Lleno de una profunda veneración por la Santísima
Trinidad, su intención particular en todas sus oraciones y mortificaciones era honrar
este Augusto Misterio.

Su particular atracción le llevó a abrazar con preferencia aquellas obras por las que
otros mostraban menos inclinación. Visitaba a menudo el Santísimo Sacramento,
incluso de noche, y nunca volvía de la puerta a su habitación sin ir a rezar al pie del
Altar.

Sus penitencias, un tanto excesivas, hicieron que se le llamara “hombre de dolores”.


Respondió a alguien que le instó a moderarlas con las siguientes palabras: “El día
que hubiese transcurrido sin derramar unas gotas de mi sangre para ofrecérselas al
Señor, sería para mí más doloroso que la más severa mortificación. Ya que no puedo
esperar sufrir el martirio por amor a Jesucristo, quiero al menos tener alguna
participación en Sus Dolores.

Otro religioso, el Hermano Coadjutor de la misma Orden, no imitó el ejemplo del


Padre d'Aix. No le gustaba la mortificación, sino que buscaba satisfacer su apetito
por la comodidad y por todo lo que halagaba sus sentidos.

Cuando este Hermano murió, se le apareció a los pocos días al Padre d'Aix, con el
cuerpo cubierto de un horrible cilicio y sufriendo grandes tormentos, como castigo
por los pecados de sensualidad que había cometido en el curso de su vida. Le pidió
que lo ayudara con sus oraciones e inmediatamente desapareció. 

Otra falta de la que debemos cuidarnos, porque caemos fácilmente en ella, es la falta
de mortificación de la lengua. ¡Oh, qué fácil es pecar en lo que decimos! ¡Qué raro
es hablar durante mucho tiempo sin que no pronunciemos palabras contrarias a la
dulzura, la humildad, la sinceridad y la caridad cristiana!

Incluso las personas piadosas están frecuentemente expuestas  a caer en estas faltas.
Cuando han escapado a las demás artimañas del diablo, se dejan atrapar por este en
una última trampa, la maledicencia, dice San Jerónimo. Escuchemos lo que informa
Vincente de Beauvais.

Cuando el célebre Durand - quien en el siglo XI contribuyó a ilustrar la Orden de


San Benito - era todavía un simple religioso, se mostraba como un modelo de
regularidad y de fervor. Sin embargo tenía un defecto. La vivacidad de su mente lo
llevaba a hablar demasiado: era excesivamente aficionado a hacer burlas, a menudo
a expensas de la caridad.

Hugues, su abad, lo amonestaba al respecto, llegando a pronosticar que si no se


corregía, seguramente tendría que sufrir en el Purgatorio por estas burlas fuera de
lugar.

Durand no prestó suficiente importancia a estas advertencias, y siguió dedicado sin


mucho reparo a dejar su lengua suelta.

Tras su muerte, la predicción del abad Hugues se hizo realidad. Durand se presentó
ante un religioso amigo suyo, rogándole que le ayudara con sus oraciones, porque
estaba siendo cruelmente castigado por la intemperancia de su lengua.

 
Tras esta aparición, la comunidad se reunió y acordó guardar un estricto silencio
durante ocho días y realizar otras buenas obras para aliviar el alma del difunto. Estas
oraciones caritativas surtieron efecto: algún tiempo después, Durand volvió a
aparecer para anunciar su liberación.
Capítulo 37 - Materia de la expiación - La intemperancia de
la lengua - Las religiosas dominicas - Las hermanas
Gertrudis y Margarita - San Hugo de Cluni y el infractor del
silencio
En el capítulo anterior vimos cómo toda palabra sin consideración que
pronunciemos será expiada en el Purgatorio. El Padre Rossignoli habla de un
religioso dominico que sufrió los castigos de la Justicia Divina por una falta similar.

Este religioso, un predicador lleno de celo, una gloria de su Orden, se le apareció


después de su muerte a uno de sus hermanos en Colonia. Estaba vestido con
magníficos ornamentos y llevaba una corona de oro en la cabeza; pero su lengua
estaba siendo cruelmente atormentada.

Estos ornamentos habían sido la recompensa a su celo por las almas y a su perfecta
observancia de todos los puntos de su regla. Sin embargo, su lengua estaba siendo
atormentada porque no había sido lo suficientemente cuidadoso con sus palabras y
su hablar no siempre había sido digno de los sagrados labios de un sacerdote y de un
religioso.

El siguiente relato está tomado de Caesarius.

En un monasterio de la Orden de Citeaux, dice este autor, vivían dos jóvenes


monjas, llamadas Sor Gertrudis y Sor Margarita. La primera, aunque por lo demás
virtuosa, no vigilaba suficientemente su lengua y se permitía con frecuencia romper
el silencio prescrito, a veces incluso en el coro, antes y después del oficio.

En lugar de recogerse reverentemente en el lugar santo y de preparar su corazón para


la oración, se distraía dirigiendo palabras innecesarias a Sor Margarita, quien estaba
sentada a su lado.

 
Por ello, además de violar su regla y de faltar a la piedad, fue una fuente de
escándalo para su compañera. Murió siendo aún joven, y poco después de su muerte,
la hermana Margarita habiendo acudido al servicio, la vio venir y sentarse en el
puesto que había ocupado en vida.

Ante tal visión la hermana Margarita casi se desmaya. Cuando recuperó el sentido,
le contó a su Superiora lo que acababa de ver. La Superiora le dijo que no se
preocupara, pero que si la difunta volvía a aparecer, le preguntara en nombre del
Señor por qué había venido.

Efectivamente, al día siguiente, la hermana Gertrudis se presentó de la misma


manera y, según la orden de la priora, la hermana Margarita le dijo: "Mi querida
hermana Gertrudis, ¿de dónde vienes y qué quieres?"

- "He venido -dijo- a satisfacer la Justicia de Dios en el lugar donde he pecado. Es


aquí, en este lugar santo, consagrado a la oración, donde he ofendido a Dios con
palabras inútiles y contrarias al respeto religioso, con el mal ejemplo que he dado a
la comunidad y con el mal trato que os he dado a vosotros en particular.

Oh, si supieras -añadió- lo que estoy sufriendo, pues estoy totalmente consumida por
las llamas y mi lengua especialmente, está cruelmente atormentada por ellas".

La hermana Gertrudis desapareció luego de pedir oraciones.

Cuando San Hugo – quien sucedió a San Odilón en el año 1049 - gobernaba el
ferviente monasterio de Cluni, uno de sus monjes, quien no había sido muy fiel a la
regla del silencio, murió. Se presentó luego al santo abad para implorar la ayuda de
sus oraciones.

Tenía la boca llena de terribles úlceras como castigo, según él, por su palabrería. -
Hugo ordenó a toda su comunidad guardar siete días de silencio. Los pasaron en
recogimiento y oración. Entonces el difunto apareció de nuevo, liberado de sus
úlceras, con el rostro radiante y dando testimonio de su gratitud por la ayuda
caritativa que había recibido de sus hermanos.

Si este es el castigo por las simples palabras ociosas, ¿cuál será el castigo por las
palabras más pecaminosas?
Capítulo 38 - Materia de la expiación - Infracciones a la Justicia
- El Padre d'Espinoza y los pagos - Beata Margarita de Cortona
y los comerciantes asesinados

Una gran cantidad de revelaciones nos muestran que Dios castiga con implacable
rigor todos los pecados contrarios a la Justicia y a la Caridad.

Y en materia de Justicia, Él parece exigir que haya  reparación antes de que la pena
sea perdonada, al igual que en la Iglesia Militante sus ministros deben exigir la
restitución antes de perdonar el pecado.

Como dice el axioma: Sin restitución no hay remisión.

El Padre Rossignoli habla de un religioso de su comunidad, llamado Agustín


d’Espinoza, cuya santa vida fue un acto de continua devoción a las almas del
Purgatorio.

Cuenta que a este se le apareció un hombre rico que había fallecido. El difunto le
confesó que murió sin haber puesto suficientemente en regla sus asuntos. Pero
primero le preguntó si le conocía...

– El Padre le respondió: "Te administré el Sacramento de la Penitencia unos días


antes de tu muerte".

- "Debéis saber -añadió el difunto-, que he venido, por la especial gracia de Dios, a
suplicaros que aplaquéis Su Justicia y hagáis por mí lo que ya no puedo hacer por mí
mismo. Por favor, seguidme".

El Padre se dirige primero que todo a su superior y le da cuenta de lo que el difunto


le había solicitado; le pide además permiso para seguir a su extraño visitante.
 

Una vez el Padre obtuvo el permiso, salió y siguió al difunto quien, sin decir una
palabra, le condujo a uno de los puentes de la ciudad. Allí le rogó al Padre que
esperara un poco, se alejó y desapareció un momento; luego volvió con una bolsa de
dinero que le pidió al Padre que llevase consigo; luego, ambos entraron en la celda
del religioso.

Entonces el difunto le dio una nota escrita y mostrándole el dinero, le dijo: "Todo
esto, está a tu disposición. Ten la caridad de pagar a mis acreedores (cuyos nombres
están en esta nota) la cantidad que les debo.

Luego, por favor toma el dinero restante y utilízalo en hacer las buenas obras que tú
elijas para lograr el descanso de mi alma".

Luego de pronunciar estas palabras, desapareció. Enseguida el Padre se dispuso a


cumplir todas sus peticiones.

Apenas habían pasado ocho días cuando el difunto se le apareció de nuevo al Padre
d'Espinoza.

Esta vez le agradeció efusivamente al Padre, diciéndole: "Gracias a la caritativa


exactitud con la que pagasteis las deudas que tenía pendientes en la Tierra, y
también gracias a las Santas Misas que celebrasteis por mí, estoy liberado de todas
mis penas, y admitido en la Bienaventuranza Eterna".

Encontramos un ejemplo del mismo tipo en la Vida de la Beata Margarita de


Cortona.

Esta ilustre penitente se distinguió también por su caridad hacia los difuntos, los
cuales se le aparecían en gran número para implorar la ayuda de sus sufragios.
 

Un buen día dos viajeros se le aparecieron y le rogaron que les ayudara a reparar por
las injusticias que habían cometido.

Somos dos comerciantes - le dijeron - que fuimos asesinados por bandidos. No


pudimos confesarnos ni recibir la absolución por nuestros pecados, pero por la
Misericordia del Salvador y la clemencia de su Santa Madre, tuvimos tiempo de
hacer un acto de perfecta contrición y nos salvamos de la Condenación Eterna.

Pero nuestros tormentos son terribles en el Purgatorio, porque en el ejercicio de


nuestra profesión cometimos muchas injusticias. Mientras que no se reparen tales
injusticias, no tendremos ni descanso ni alivio. Por eso te rogamos, siervo de Dios,
que vayas a buscar a tales o cuales de nuestros parientes y herederos, para
advertirles que devuelvan cuanto antes todo el dinero que adquirimos
indebidamente.

Dieron a la Beata las instrucciones necesarias y desaparecieron.


Capítulo 39 - Materia de la expiación - Pecados contra la
Caridad – Beata Margarita María - Dos personas de la
nobleza sometidas a los castigos del Purgatorio - Varias almas
castigadas por falta de caridad
Ya hemos explicado que la Justicia Divina es especialmente rigurosa con los
pecados contrarios a la Caridad.

La Caridad es, en efecto, la virtud más querida por el Corazón del Divino Maestro, y
la recomendación a Sus Discípulos acerca de lo que los debe distinguir ante los
hombres es la siguiente: "La marca por la que se conocerá que sois mis verdaderos
discípulos es la caridad que tengáis unos con otros".

Por tanto, no es de extrañar que la dureza con el prójimo y cualquier otra falta de
caridad sea castigada severamente en la otra vida.

He aquí algunas pruebas de ello, extraídas de la Historia de la Beata Margarita


María.

“Supe de parte de la Hermana Margarita, dice la Madre Greffier en sus memorias,


que un día ella estaba rezando por dos personas de la nobleza que acababan de
morir. A ambas las vio en el Purgatorio: a una la vio condenada varios años a tales
castigos, a pesar de los solemnes rezos y del gran número de Misas celebradas por
ella.

Tales oraciones y sufragios fueron aplicados por la Justicia Divina a las almas de
algunos súbditos, quienes habían caido en la ruina por causa  de la falta de Caridad y
de Justicia de este noble.

Como a estas pobres almas no les había quedado nada para poder implorar a Dios
por ellas luego de su muerte, Dios las compensó, como acabamos de mencionar.
 

- La otra alma estuvo en el Purgatorio tantos días como los que había vivido en la
Tierra. Nuestro Señor hizo saber a Sor Margarita, que entre todas las obras buenas
que esta persona había hecho, se destacaba la especial caridad con la que había
soportado las faltas de su prójimo y disimulado los disgustos que le habían causado.

En otra ocasión Nuestro Señor le mostró a la Beata Margarita un sinnúmero de


almas en el Purgatorio que, por no haber mantenido en vida la unidad con sus
Superiores y tenido en cambio desavenencias con ellos, habían sido severamente
castigadas y privadas, después de la muerte, de la ayuda de la Santísima Virgen y de
los Santos, así como también de la visita de sus ángeles de la guarda.

Muchas de estas almas estaban destinadas a permanecer durante bastante tiempo en


medio de horribles llamas.

Algunas de ellas no tenían otra señal de su Destino Eterno que la de no odiar a Dios.

Otras que habían estado en vida religiosa, y que durante su vida habían tenido poca
unión y caridad con sus Hermanas, fueron privadas de los sufragios de estas últimas,
y no recibieron ninguna ayuda de ellas.

Añadamos otro extracto de las memorias de la Madre Greffier.

"Sucedió, mientras Sor Margarita rezaba por dos monjas difuntas, que sus almas le
fueron mostradas en las prisiones de la Divina Justicia. Sin embargo, una de ellas
sufrió dolores incomparablemente mayores que la otra.

Aquella se lamentaba mucho de sí misma, porque debido a sus faltas contrarias a la


Caridad y a la Santa Amistad que debe reinar en las comunidades religiosas, había
atraído, entre otros castigos, el no tener parte en los sufragios que la comunidad
ofrecía a Dios por ella.

Solo recibía alivio de las oraciones de tres o cuatro personas de la misma


comunidad, por las cuales había tenido menos inclinación y predilección durante su
vida.

Esta alma en pena también se lamentaba de la gran presteza que había tenido para
acceder a dispensas de la regla y de los ejercicios comunes. Por último, se lamentaba
del trabajo que se había tomado en proporcionar alivio y comodidad a su cuerpo en
esta Tierra.

- A su vez, informó a nuestra querida hermana que, como castigo por estos tres
defectos, había sufrido tres furiosos ataques del demonio durante su agonía; y que
cada vez, creyéndose perdida, había estado a punto de caer en la desesperación; pero
que la Santísima Virgen, a la que tuvo gran devoción durante su vida, la había
salvado de las garras del Enemigo igual número de veces".
Capítulo 40 - Materia de la expiación - La falta de caridad y de
respeto para con el prójimo - San Luis Beltrán y el muerto que
pidió perdón - El Padre Nieremberg - La Beata Margarita
María y las religiosas benedictinas

La verdadera caridad es sencilla y se humilla ante sus hermanos, respetándolos a


todos como si fueran superiores a ella. Sus palabras son siempre amables y llenas de
consideración hacia todos, no son amargas ni frías, ni huelen a desprecio, porque
brotan de un corazón dulce y humilde, como el de Jesús.

También evita cuidadosamente cualquier cosa que pueda perturbar la unión; y si


surge alguna disputa, hace todos los esfuerzos, todos los sacrificios, para lograr la
reconciliación, según esta palabra del Divino Maestro: Si presentas tu ofrenda en el
altar, y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, y ve
primero a reconciliarte con tu hermano; luego vendrás a presentar tu ofrenda.

Un religioso que había tenido una falta de caridad con San Luis Beltrán recibió un
terrible castigo luego de su muerte. Fue sumergido en el fuego del Purgatorio, al que
debía someterse hasta que la Justicia Divina fuese satisfecha; además, no podía ser
admitido en la Morada de los Elegidos hasta que no realizara un acto externo de
reparación, que sirviera de ejemplo a los vivos.

Así se relata el hecho en la Vida del Santo.

Cuando San Luis Beltrán, de la Orden de Santo Domingo, residía en el convento de


Valencia, había un joven religioso en la comunidad que daba demasiada importancia
a la ciencia humana.

Sin duda, las letras y la erudición tienen su precio, pero, como declara el Espíritu
Santo, ellas ceden ante el Temor de Dios y la Ciencia de los Santos: Non super
timentem Dominum.

 
Dicha Ciencia de los Santos, que la Sabiduría Eterna ha venido a enseñarnos,
consiste en la Humildad y la Caridad. Ahora bien, el joven religioso del que
hablamos, todavía no muy avanzado en esta ciencia divina, tuvo el atrevimiento de
reprocharle al Padre Luis su supuesta falta de conocimiento, y le dijo:

“¡Ya nos damos cuenta Padre, que usted no es muy culto!”

- Hermano mío -respondió el Santo con suave firmeza; Lucifer ha sido muy culto y
sin embargo no por ello es menos condenable.

El Hermano que había cometido esta falta no pensó en repararla. Sin embargo, no
era un mal religioso; algún tiempo después, habiendo caído enfermo, recibió con
buena disposición todos los Sacramentos y murió en la Paz del Señor.

Pasó un tiempo apreciable y mientras tanto San Luis fue nombrado Prior. Un día,
habiéndose quedado él en el coro después de los maitines, el difunto se le apareció
rodeado de llamas, e inclinándose humildemente ante San Luis, le dijo:

"Padre, perdóneme por las palabras hirientes que una vez le dije. Dios no me
permitirá ver Su Rostro hasta que usted me haya perdonado esta falta y haya
celebrado por mí el Santo Sacrificio de la Misa".

- El Santo le perdonó de buena gana y ofreció una Misa por él al día siguiente.

La noche siguiente, estando de nuevo en el coro, vio que el difunto se le apareció de


nuevo, pero esta vez glorioso y subiendo al Cielo.

El padre Eusebio Nieremberg, religioso de la Compañía de Jesús, autor del hermoso


libro Diferencia entre el Tiempo y la Eternidad, residía en el Colegio de Madrid y
allí murió en olor de santidad en 1658.
 

Este siervo de Dios, especialmente dedicado a las almas del Purgatorio, rezaba un
día con fervor en la iglesia del colegio por un Padre recientemente fallecido. El
difunto, quien había sido durante mucho tiempo profesor de Teología, había
demostrado ser un buen religioso a la vez que un erudito teólogo. También había
sido especialmente devoto de la Santísima Virgen. Sin embargo, un vicio se había
mezclado con sus virtudes: le faltaba caridad en sus palabras y hablaba con
frecuencia de las faltas del prójimo.

Un día, cuando el Padre Nieremberg estaba encomendando su alma a Dios, dicho


religioso se le apareció y le reveló su estado. Había sido entregado a severos
tormentos por haber faltado a la Caridad en su manera de hablar.

Su lengua, en particular, el instrumento de sus faltas, era atormentada por un fuego


ardiente. La Santísima Virgen, como premio a la tierna devoción que él le había
tenido, había conseguido que este pudiese venir a pedirle oraciones; al mismo
tiempo el Padre debía servir de ejemplo a sus hermanos, para enseñarles a vigilar
cuidadosamente todas sus palabras.

- El padre Nieremberg, habiendo rezado y hecho muchas penitencias por el difunto,


obtuvo finalmente su liberación.

El religioso mencionado en la Vida de la Beata Margarita, por el que esta sierva de


Dios sufrió tan terriblemente durante tres meses, también estaba siendo castigado,
entre otras faltas, por sus pecados contra la Caridad.

Así es como se produjo esta revelación.

Leemos en La Vida de la Beata Margarita María, que ella estaba una vez ante el
Santísimo Sacramento, cuando de repente se le apareció un hombre que estaba
completamente en llamas, y cuyo calor la penetró tan fuertemente que sintió como si
estuviese ardiendo con él.
 

El lamentable estado en el que vio a este difunto la hizo llorar. Se trataba de un


monje benedictino de la congregación de Cluni, con el que ella se había confesado
una vez y le había hecho un bien a su alma al ordenarle que comulgara. Como
recompensa por este servicio, Dios le había permitido acudir a ella para aliviar sus
penas.

El pobre difunto le pidió que durante tres meses, todos sus trabajos y sufrimientos le
fuesen aplicados como reparación por sus faltas. Ella se lo prometió, después de
pedirle permiso a su superiora.

- En ese momento, él le confiesa que la mayor causa de sus grandes padecimientos


era que había buscado sus propios intereses antes que la Gloria de Dios y el bien de
las almas, ya que había estado demasiado preocupado por su reputación.

La segunda causa había sido la falta de Caridad hacia sus hermanos.

La tercera había sido su afecto natural por las criaturas, al que había cedido por
debilidad, y de lo cual había dado prueba en conversaciones espirituales, lo cual,
como él mismo lo dice, le era muy desagradable a Dios.

Es difícil describir cuánto sufrió la Beata durante los tres meses siguientes. El
difunto no se apartó de ella: en el lado donde él estaba, ella se sentía arder, con un
dolor tan grande que la hacía llorar sin parar.

Su Superiora, movida por la compasión, le ordenó sobrellevar ciertas penitencias y


disciplinas cuyos dolores y sufrimientos le proporcionaban un gran alivio. Decía la
Beata que los tormentos que la Santidad de Dios le imprimían, eran insoportables.

 Esto fue una muestra de lo que tienen que soportar las almas.
Capítulo 41 - Materia de la expiación - Abuso de la Gracia -
Santa Magdalena de Pazzi y la monja difunta - La Beata
Margarita y las tres almas del Purgatorio

Hay otro desorden del alma que Dios castiga severamente en el Purgatorio: el abuso
de la Gracia.

Por esto se entiende la falta de correspondencia a la ayuda que Dios nos concede y a
las invitaciones que Él nos hace para practicar el bien, con el fin de santificar
nuestras almas.

Esta gracia que Dios nos presenta es un don precioso que no se puede echar por
tierra; es una semilla de salvación y de méritos que no se puede hacer estéril.

Cometemos esta falta cuando no respondemos generosamente a la Invitación Divina.

He recibido de Dios los medios para dar limosna: una voz interior me invita a
hacerlo; sin embargo, cierro mi corazón, o doy tanto solo de una forma avara: esto
es un abuso de la Gracia.

- Puedo ir a Misa, asistir al sermón, asistir a los Sacramentos: una voz interior me
invita a hacerlo; sin embargo, no quiero tomarme la molestia de hacerlo: es un abuso
de la Gracia.

- El religioso debe ser obediente, humilde, mortificado, entregado a sus deberes:


Dios se lo pide y le da la fuerza para hacerlo en virtud de su vocación. Sin embargo,
no se aplica a ello, no trabaja para superarse a sí mismo con el fin de cooperar con la
ayuda que Dios le ofrece: esto es un abuso de la Gracia.

 
Ahora bien, dicho pecado es rigurosamente castigado en el Purgatorio.

Santa Magdalena de Pazzi cuenta que una de sus hermanas de comunidad tuvo que
sufrir mucho después de la muerte por no haber respondido a la Gracia en tres
ocasiones.

En un Día de Guarda, dicha hermana sintió el deseo de hacer un pequeño trabajo:


era tan solo un trabajo menor, que no era necesario y que convenía posponerlo para
otro momento. La inspiración de la Gracia le dijo que se abstuviera de hacerlo, por
respeto a la Santidad del día; pero ella prefirió satisfacer su deseo natural de llevarlo
a cabo, so pretexto de que era muy liviano.

- En otra ocasión, a pesar de que se había dado cuenta de que un punto en la


observancia de la regla había sido olvidado, y de que si lo hacía saber a sus
superiores sería de beneficio para la comunidad, omitió hacerlo. Si bien, la
inspiración de la Gracia le dijo que realizara este acto de caridad, el respeto humano
se lo impidió.

- Un tercer defecto era el apego desordenado a su propia gente en el mundo. Como


esposa de Jesucristo, debía todos sus afectos a este Esposo Divino; sin embargo, ella
había dividido su corazón preocupándose demasiado por los miembros de su familia.
Aunque sentía que su conducta en este sentido era defectuosa, no obedeció a este
movimiento de la Gracia y no trabajó seriamente para corregirse.

Cuando esta hermana, que por lo demás era un muy buen ejemplo, murió,
Magdalena rezó por ella con su habitual fervor. Pasaron dieciséis días y de repente
la difunta se le apareció a la Santa, anunciándole su liberación.

Como Magdalena se asombró de que hubiese estado tanto tiempo en los tormentos
del Purgatorio, la hermana le informó que había tenido que expiar su abuso de la
Gracia en los tres casos mencionados anteriormente; y añadió que estas faltas la
habrían mantenido más tiempo en los tormentos del Purgatorio, si Dios no hubiese
tomado en cuenta aspectos favorables de su conducta: le había acortado las penas
por su fidelidad en el cumplimiento de la regla, su pureza de intención y la caridad
hacia sus hermanas.

Aquellos que han tenido más gracias en este mundo y más medios para saldar sus
deudas espirituales, serán tratados en el Purgatorio con menos indulgencia que los
que han tenido menos facilidad para reparar en vida.

La Beata Margarita María, al enterarse de la muerte de tres personas que habían


fallecido recientemente, dos monjas y una seglar, se puso inmediatamente a rezar
por el descanso de sus almas. Era el primer día del año.

Nuestro Señor, conmovido por su caridad y empleando una inefable familiaridad, se


dignó aparecérsele; y mostrándole las tres almas que sufrían en medio de aquellas
ardientes prisiones, donde además gemían, le dijo: "Hija mía, como regalo de Año
Nuevo, te concedo la liberación de una de estas tres almas, y te dejo elegir. ¿Cuál
quieres que libere?”

- ¿Quién soy yo, Señor –respondió ella-, para elegir la que merece tal preferencia?
Por favor, elige Tú mismo. Entonces Nuestro Señor liberó a la seglar, diciendo que
le daba menos pena ver sufrir a las religiosas, porque estas habían tenido más
medios para expiar sus pecados en vida.
SEGUNDA PARTE
EL PURGATORIO, MISTERIO DE MISERICORDIA

Capítulo 1 – Purgatorio - Temor y confianza - La Misericordia


de Dios - Santa Lidvina y el Sacerdote - El Venerable Padre
Claude de la Colombière
Venimos de estudiar (en la primera parte del libro) los rigores de la Justicia Divina
en la otra vida: son aterradores, y no es posible pensar en ellos sin asustarse. Este
fuego encendido por la Justicia Divina, estos castigos dolorosos, ante los cuales las
penitencias de los Santos y los sufrimientos de los Mártires son de poca importancia,
¿qué alma creyente podría contemplarlos sin temor?

Este temor es saludable y se ajusta al Espíritu de Jesucristo. El Divino Maestro


quiere que temamos no solo al Infierno, sino también al Purgatorio, una especie de
infierno atenuado.

Para inspirarnos este santo temor, Él nos muestra la Cárcel del Juez Supremo, de la
que no saldremos hasta que hayamos pagado hasta el último céntimo; igualmente
podemos aplicar al fuego del Purgatorio lo que Él dice del fuego de la Gehena: No
temáis a los que matan el cuerpo y no pueden hacer nada al alma, sino temed a quien
puede arrojar el cuerpo y el alma al Infierno.

Sin embargo, la intención del Salvador no es que experimentemos un temor


excesivo y estéril, ese temor que atormenta a las almas y las abate, ese temor oscuro
y sin confianza. No; Él quiere que nuestro temor esté equilibrado por una gran
confianza en Su Misericordia.

Quiere que temamos el mal para prevenirlo y evitarlo; quiere que el pensar en las
llamas vengadoras estimule nuestro fervor en servirlo, y nos conduzca a expiar
nuestras faltas en este mundo y no en el otro.

 
Es mejor extirpar nuestros vicios ahora y expiar nuestros pecados, dice el autor de la
Imitación, que posponer la expiación para el otro mundo.

- Además, si, a pesar de nuestro celo por hacer el bien y reparar en este mundo,
seguimos teniendo fundados temores de que nos va a tocar pasar por el Purgatorio,
debemos considerar esta eventualidad con una gran confianza en Dios, quien no deja
sin consuelo a las almas que purifica por medio de los sufrimientos.

Ahora bien, para dar a nuestro temor este carácter práctico y esta contraparte de
confianza, luego de haber contemplado el Purgatorio con sus dolores y rigores,
debemos ahora considerarlo desde otro punto de vista: el de la Misericordia de Dios,
la cual brilla no menos que su Justicia.

Aunque Dios reserva castigos terribles en la otra vida para las faltas más leves, no
las inflige sin un sentido de clemencia; y no hay nada mejor que el Purgatorio para
mostrar la admirable armonía de las perfecciones divinas, ya que allí la Justicia más
severa se ejerce al mismo tiempo que la Misericordia más inefable.

Si el Señor castiga a las almas que le son queridas, es por Su Amor, de acuerdo con
Sus Palabras: “Corrijo y reprendo a los que amo”. Con una mano Él nos golpea; con
la otra nos cura, nos ofrece Misericordia y Redención en abundancia: Quoniam apud
Dominum misericordia, et copiosa apud eum redemptio.

Esta Misericordia Infinita de nuestro Padre Celestial debe ser el fundamento


inquebrantable de nuestra confianza y, siguiendo el ejemplo de los santos, debemos
tenerla siempre ante nuestros ojos.

Los santos nunca la perdieron de vista; por eso, el temor al Purgatorio no les quitó la
Paz y la Alegría del Espíritu Santo.

 
Santa Lidvina, quien conoció tan bien el espantoso rigor de las penas expiatorias,
estaba animada por este espíritu de confianza y trataba de inspirarlo en los demás.

Un día recibió la visita de un sacerdote piadoso. Mientras estaba sentado junto al


lecho de la santa enferma con otras personas virtuosas, se inició una conversación
acerca de los dolores en la otra vida.

El sacerdote, al ver una mujer sosteniendo en sus manos un jarrón lleno de granos de
mostaza, aprovechó la ocasión para decir que temblaba al pensar en el Fuego del
Purgatorio; "sin embargo -añadió-, me gustaría estar allí tantos años como granitos
hay en ese jarrón; así, al menos, tendría la certeza de mi Salvación".

- “¿Qué está diciendo, Padre?, replicó la santa ¿Por qué tan poca confianza en la
Misericordia de Dios? Ah, si usted supiera lo que es el Purgatorio y cuán terribles
tormentos se soportan allí”.

- “Que el Purgatorio sea lo que Dios quiera –respondió el Padre-; yo me sostengo en


lo que dije”.

Este sacerdote murió algún tiempo después; y las mismas personas que habían
estado presentes en la conversación con Lidvina, al interrogar a la santa enferma
sobre el estado del alma de dicho sacerdote en la otra vida, ella respondió: "El
difunto está bien, a causa de su vida virtuosa; pero estaría mejor, si hubiese confiado
más en la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo y si hubiese abrigado un sentimiento
más suave acerca del Purgatorio".

¿En qué consistía la falta de confianza que la santa desaprobaba en este buen
sacerdote? En la creencia que él tenía de que es casi imposible salvarse y de que
difícilmente se puede entrar en el Cielo si no es después de incontables años de
tormento.

 
Esta idea es falsa y contraria a la confianza cristiana. El Salvador vino a traer la Paz
a los hombres de Buena Voluntad y a imponernos como condición de salvación un
yugo suave y una carga ligera.

- Por lo tanto, deja que tu voluntad sea buena y encontrarás la Paz, y verás cómo se
desvanecen las dificultades y los miedos. Buena Voluntad: todo radica allí. Sé de
buena voluntad, sométete a la Voluntad de Dios, coloca Su Santa Ley por encima de
todo; sirve al Señor con todo tu corazón, y Él te ayudará de tal forma que llegarás al
Paraíso con una facilidad asombrosa. Dirás: ¡nunca hubiese creído que era tan fácil
entrar en el Cielo!

- Lo repito: para obrar esta maravilla de la Misericordia en nosotros, Dios requiere


de nosotros un corazón recto, una Buena Voluntad.

La Buena Voluntad consiste propiamente en someter y conformar nuestra voluntad a


la de Dios, que es la regla de toda Buena Voluntad; y esta Buena Voluntad alcanza
su más alta perfección cuando abrazamos la Voluntad Divina como el Bien
Supremo, a pesar de que Ella nos imponga los mayores sacrificios, los más rigurosos
sufrimientos.

¡Qué cosa tan admirable! El alma así dispuesta parece perder el sentimiento de los
dolores. Es porque esta alma está animada por el Espíritu del Amor, y, como dice
San Agustín, cuando se ama, no se sufre, o si se sufre, se ama el sufrimiento: Aut si
laboratur, labor ipse amatur.

El Venerable Padre Claude de la Colombière, de la Compañía de Jesús, tenía un


corazón amoroso, una buena y perfecta voluntad. En su Retiro Espiritual expresaba
así sus sentimientos: "No hay que dejar de expiar mediante la penitencia, los
deslices cometidos en esta vida; pero hay que hacerlo sin ansiedad, porque lo peor
que puede suceder, cuando se tiene buena voluntad y se está sujeto a la obediencia,
es permanecer en el Purgatorio durante un largo período; y se puede decir en el buen
sentido de la palabra que ello no es un mal tan grande.

 
No temo al Purgatorio. En cuanto al Infierno, no quiero hablar de él, pues sería un
agravio a la Misericordia de Dios el que yo no temiese al Infierno, cuando lo hubiese
merecido más que todos los demonios.

Pero no tengo miedo al Purgatorio: desearía no haberlo merecido, porque tal


merecimiento no se alcanza sin haber desagradado a Dios; pero puesto que es un
hecho cumplido, estoy encantado de poder satisfacer Su Justicia de la manera más
rigurosa posible, incluso si me toca hacerlo hasta el Día del Juicio.

Sé que los tormentos allí son horribles; pero también sé que honran a Dios y que no
pueden alterar las almas; además sé que allí no volveremos a oponernos nunca a la
Voluntad de Dios, no incrementaremos más Su Rigor, amaremos incluso Su
Severidad, esperaremos pacientemente a que Ella quede satisfecha completamente.

Por ello he entregado de todo corazón todas mis satisfacciones a las almas del
Purgatorio, y he incluso cedido a otros todos los sufragios que se hagan por mí
después de mi muerte, para que sea Dios glorificado en el Paraíso por almas que
habrán merecido, más que yo, ser elevadas allí a una mayor Gloria".

Hasta aquí llega la Caridad, el amor a Dios y al prójimo, cuando este  ha tomado
posesión de un corazón: transforma, transfigura el sufrimiento hasta el punto de que
dicho sufrimiento pierde su amargura y se transforma en dulzura.

Cuando hayas llegado -dice el libro de la Imitación- a encontrar dulce la


tribulación y a degustarla por amor a Jesucristo, entonces considérate feliz,
porque habrás encontrado el Paraíso en la Tierra. (el resaltado es del Editor)

Tengamos, pues, mucho amor a Dios y mucha caridad, y temeremos poco el


Purgatorio: el Espíritu Santo dará testimonio en nuestros corazones de que, siendo
hijos de Dios, no debemos temer los castigos de nuestro Padre.
Capítulo 2 - El Purgatorio - La confianza - La Misericordia de
Dios con las almas – Él las consuela - Santa Catalina de
Génova - El hermano de Santa Magdalena de Pazzi
Es cierto que no todos han alcanzado este alto grado de Caridad; pero no hay nadie
que no pueda tener confianza en la Divina Misericordia.

Esta Misericordia es infinita y da Paz a todas las almas que la tienen bien presente y
confían en Ella.

- Ahora bien, la Misericordia de Dios se ejerce de tres maneras con respecto al


Purgatorio: 1) consolando las almas; 2) mitigando sus sufrimientos; 3) dándonos
antes de la muerte muchísimas formas de evitar el Purgatorio.

En primer lugar, Dios consuela a las almas del Purgatorio: las consuela por medio de
Él mismo, de la Santísima Virgen y de los santos ángeles. Consuela a las almas
llenándolas del más alto grado de Fe, Esperanza y Amor Divino, virtudes que
producen en ellas la conformidad con la Voluntad Divina, resignación y la más
perfecta paciencia.

“El Señor -escribe Santa Catalina de Génova- impregna a las almas del Purgatorio
de un movimiento tan atrayente hacia el Amor, que sería suficiente para aniquilarlas
si estas no fueran inmortales. Iluminadas e incendiadas por esta caridad pura, aman a
Dios y en la misma medida odian la menor mancha que a Él le desagrade y el menor
obstáculo que les impida unirse a Él.

De esta forma, si las almas pudiesen descubrir otro Purgatorio, más terrible que
aquel en el que se encuentran, tales almas se precipitarían en él, impulsadas
vivamente por la impetuosidad del Amor que existe entre Dios y ellas, con el fin de
liberarse más rápidamente de todo lo que las separa del Bien Soberano".

 
"Estas almas -dice además la santa- están íntimamente unidas a la Voluntad de Dios,
y tan completamente transformadas en Ella, que siempre están satisfechas con su
Santísima Ordenanza”.

- Las almas del Purgatorio ya no tienen voluntad propia; solo pueden querer lo que
Dios quiere. Así reciben con la más perfecta sumisión todo lo que Dios les da; y ni
el placer, ni el contento, ni el dolor, pueden hacer que se replieguen en sí mismas.

Santa Magdalena de Pazzi, tras la muerte de uno de sus hermanos, habiendo ido al
coro a rezar por él, vio su alma en medio de un sufrimiento excesivo. Movida por la
compasión, rompió a llorar y gritó con voz lastimera: "¡Hermano, miserable y
bienaventurado al mismo tiempo! ¡Oh, alma afligida y sin embargo contenta! Estas
penas son intolerables y sin embargo se soportan. ¡Cuánto más pueden entenderlo
quienes no tienen el valor de sobrellevar sus cruces aquí abajo!

Mientras estabas en este mundo, oh hermano mío, no querías escucharme, y ahora


anhelas que te escuche... ¡Oh, Dios Justo y Misericordioso! Proporciona alivio a este
hermano que te sirvió desde su infancia. Por Tu Bondad, te lo ruego, usa Tu gran
Misericordia con él. ¡Oh, Dios Justo! Si no tuvo siempre el cuidado de complacerte,
al menos nunca despreció a los que profesaban servirte fielmente..."

El día en que ella tuvo aquel famoso éxtasis durante el cual recorrió las distintas
Cárceles del Purgatorio, habiendo vuelto a ver el alma de su hermano, le dijo:
"¡Pobre alma, cómo sufres! Y sin embargo te alegras.

Estás ardiendo, y eres feliz; eso es porque sabes muy bien que estos sufrimientos
deben llevarte a una grandiosa e increíble Felicidad. ¡Qué feliz sería si no tuvieses
que sufrir nunca más! Quédate aquí, hermano mío, y completa tu purificación en
Paz”.
Capítulo 3 - Consolaciones de las almas - San Estanislao de
Cracovia y el resucitado Pedro Miles
Esta consolación en medio de los más amargos sufrimientos solo puede explicarse
por los divinos consuelos que el Espíritu Santo derrama en las almas del Purgatorio.

El Espíritu Divino, por medio de la Fe, la Esperanza y la Caridad, las coloca en la


misma disposición que un enfermo que se somete a un tratamiento muy doloroso,
pero cuyo efecto será devolverle la perfecta salud.

Este enfermo sufre, pero disfruta de tales sufrimientos saludables.

El Espíritu Consolador da a las almas un contentamiento similar.

Tenemos un ejemplo sorprendente de ello en Pedro Miles, quien fue resucitado por
San Estanislao de Cracovia, y que prefirió volver al Purgatorio en vez volver a vivir
en la Tierra.

El famoso milagro de esta resurrección ocurrió en 1070.

Así se informa en el Acta Sanctorum del 7 de mayo.

San Estanislao fue obispo de Cracovia cuando el duque Boleslao II gobernaba


Polonia. El santo no dejaba de recordarle a este gobernante sus deberes, los cuales
violaba escandalosamente delante de todo su pueblo.

Boleslao se irritaba con la santa libertad del prelado; y para vengarse, azuzó contra
él a los herederos de un tal Pedro Miles, quien había muerto tres años atrás tras
haber vendido un terreno a la Iglesia de Cracovia.
 

Los herederos acusaron al obispo de haber invadido estas tierras sin pagar al
propietario, a pesar de que Estanislao afirmara que había realizado el pago. Como
los testigos que debían apoyarlo fueron sobornados o intimidados, el prelado fue
declarado usurpador de bienes ajenos y condenado a devolver las tierras en litigio.

Entonces, viendo que la justicia humana no estaba actuando en derecho, Estanislao


elevó su súplica a Dios y recibió una repentina inspiración: pidió aplazar por tres
días el veredicto, prometiendo traer a Pedro Miles, el vendedor, quien daría él
mismo su testimonio. El aplazamiento le fue concedido tan solo por burlarse de él.

El santo ayunó, veló y rezó a Nuestro Señor para que defendiera su causa; al tercer
día, después de celebrar la Santa Misa, partió escoltado por sus clérigos y muchos
fieles, y llegó al lugar donde estaba enterrado Pedro. Por orden suya se abrió el
sepulcro, el cual solo contenía huesos; él los tocó con su báculo pastoral y, en
nombre de Aquel que es la Resurrección y la Vida, ordenó al difunto que se
levantara.

De repente, aquellos huesos se fortalecieron, se juntaron y se cubrieron de carne; y


ante los ojos atónitos de todo un pueblo, se vio al muerto caminar hacia el lugar del
tribunal, llevando de la mano al santo obispo.

Boleslao, con su corte y un considerable gentío, esperaban expectantes. "Aquí está


Pedro", dijo el santo a Boleslao. "Viene a dar testimonio ante ti, Príncipe. Pregúntale
y te responderá”.

Es imposible describir el asombro del Duque, de sus asesores y de toda la multitud.


El resucitado afirmó que su tierra había sido pagada; luego, dirigiéndose a sus
herederos, les reprochó justamente por haber acusado al piadoso prelado contra todo
derecho y justicia; luego les exhortó a hacer penitencia por tan grave pecado.

 
De este modo, la iniquidad, que creía tener ya el éxito asegurado, fue confundida.
Ahora viene la circunstancia que concierne a nuestro tema y que queremos poner de
manifiesto.

Deseando completar tan grande milagro para la gloria de Dios, Estanislao propuso al
difunto, si deseaba vivir unos años más, en caso de que lo obtuviera de Nuestro
Señor. - Pedro respondió que no lo deseaba. Se encontraba en el Purgatorio, pero
prefería volver allí de inmediato y sufrir las penas, antes que exponerse al peligro de
la condenación en esta vida terrenal.

Solo le rogó al santo que rezara a Dios para que sus sufrimientos se acortaran y
pudiera entrar pronto en la Morada de los Bienaventurados. - Después de esto,
acompañado por el obispo y una gran multitud, Pedro volvió a su tumba, se acostó
de nuevo, e inmediatamente su cuerpo se deshizo, sus huesos se desprendieron y
volvió a su estado anterior. - Hay razones para creer que el santo obtuvo
rápidamente la liberación de su alma.

Lo que es particularmente notable en este ejemplo y debe llamar nuestra atención, es


que un alma del Purgatorio, después de haber experimentado los más crueles
tormentos, prefiere ese doloroso estado a la vida en este mundo; y la razón que dicha
alma da para tal preferencia es que en esta vida mortal estamos expuestos al peligro
de perdernos e incurrir en la condenación eterna.
Capítulo 4 - Consuelos de las almas - Santa Catalina de Ricci y
el alma de un príncipe
Citemos otro ejemplo de los consuelos interiores y de la misteriosa alegría que
experimentan las almas en medio de los dolores más amargos: lo encontramos en la
vida de Santa Catalina de Ricci, monja de la Orden de Santo Domingo, fallecida en
el monasterio de Prato, el 2 de febrero de 1590.

Esta sierva de Dios dirigía su amor hacia las almas del Purgatorio, hasta el punto de
sufrir en su lugar, aquí en la tierra, lo que ellas tenían que padecer en la otra vida.
Entre otras, la santa liberó de las llamas expiatorias el alma de un príncipe, sufriendo
por él durante cuarenta días tormentos inauditos.

Este príncipe, a quien la historia no nombra, sin duda por el bien de su familia, había
llevado una vida mundana. La santa hizo muchas oraciones, ayunos y penitencias
para que Dios lo iluminara y no fuera reprobado.

Dios se dignó responderle y el pecador infeliz dio, antes de su muerte, pruebas claras
de una conversión sincera. Murió en medio de estos buenos sentimientos y fue al
Purgatorio.

Catalina lo supo por Revelación Divina en oración y se ofreció a reparar ante la


Justicia Divina por esta alma. El Señor accedió a este intercambio caritativo, recibió
el alma del príncipe en la Gloria e hizo que Catalina sufriera dolores bastante
extraños durante cuarenta días.

Se apoderó de ella una dolencia que, a juicio de los médicos, no era natural y que no
podían curar ni aliviar. He aquí, según los testigos, en qué consistía este mal. El
cuerpo de la santa estaba cubierto de vejigas, llenas de un humor visiblemente en
ebullición, como si fuese agua hirviendo.

 
Se producía un calor extremo, hasta el punto de que su celda se calentaba como un
horno y parecía estar en llamas: no se podía permanecer allí unos instantes sin tener
que salir a respirar.

Era evidente que la carne de la doliente estaba hirviendo y su lengua parecía una
placa de metal enrojecido. De vez en cuando cesaba la ebullición y su carne parecía
estar asada; pero pronto las vejigas volvían a aparecer e irradiaban el mismo calor.

Sin embargo, en medio de este calvario, la Santa no perdía ni la serenidad del rostro
ni la paz del alma; al contrario, parecía disfrutar de estos tormentos. A veces, los
dolores llegaban a tal grado que ella perdía el habla durante diez o doce minutos.

Cuando las monjas, sus hermanas, le decían que parecía encontrarse en medio del
fuego, ella simplemente respondía que sí, sin agregar nada más. Cuando le dijeron
que estaba llevando su celo demasiado lejos y que no debía pedirle a Dios un dolor
tan excesivo, ella decía: “Perdónenme madres si les replico. Jesús tiene tanto Amor
por las almas que todo lo que hacemos por su salvación le agrada infinitamente. Por
eso soporto con gusto el dolor que sea, tanto por la conversión de los pecadores
como por la liberación de las almas retenidas en el Purgatorio”.

Transcurridos los cuarenta días, Catalina volvió a su estado habitual. Los padres del
príncipe le preguntaron dónde estaba su alma: "No teman", respondió ella; "su alma
goza de la Gloria Eterna". Por esto se supo que era por esta alma por la que ella
había sufrido tanto.

Este rasgo nos enseña muchas cosas; sin embargo lo hemos citado para mostrar
cómo el mayor sufrimiento no es incompatible con la paz interior. Nuestra santa,
mientras sufría visiblemente los dolores del Purgatorio, disfrutaba de una paz
admirable y de una alegría sobrehumana.
Capítulo 5 - Consolaciones de las almas - La Santísima Virgen
- Revelaciones de Santa Brígida - Padre Jerónimo Carvalho -
B. Renier de Cîteaux
Las almas del Purgatorio también reciben grandes consuelos de la Santísima Virgen.
¿No es ella la Consoladora de los Afligidos? ¿Y qué aflicción puede compararse con
la de las pobres almas? ¿No es acaso la Madre de la Misericordia? ¿Y no es con
respecto a estas almas santas y sufrientes que ella debe mostrar toda la Misericordia
de su Corazón?

No es de extrañar que, en las Revelaciones de Santa Brígida, la Reina del Cielo se dé


a sí misma el hermoso nombre de Madre de las Almas del Purgatorio: "Yo soy – le
dice la Santísima Virgen a esta santa - la Madre de todos los que están en el lugar de
expiación; mis oraciones suavizan los castigos que se les infligen por sus faltas".

El 25 de octubre de 1604, en el colegio de la Compañía de Jesús de Coimbra, el


padre Jerónimo Carvalho, de 60 años, murió en olor de santidad. Este admirable y
humilde siervo de Dios estaba muy aprensivo con las penas del Purgatorio. Ni el
duro flagelo al que se sometía varias veces al día, por no hablar de la flagelación que
le inspiraba cada semana el recuerdo de la Pasión, ni las seis horas que dedicaba por
las noches y las mañanas a la meditación de las cosas santas, le parecían protegerle
de los castigos a merecer tras su muerte por sus supuestas infidelidades.

Pero un día la Reina del Cielo, a la que tenía una tierna devoción, se dignó consolar
a su siervo con la simple certeza de que ella era la Madre de la Misericordia para sus
queridos hijos del Purgatorio, así como para los que viven sobre la Tierra. - Más
tarde, en su intento de difundir tan consoladora doctrina y en el calor de su discurso,
el santo varón dejó escapar inadvertidamente las palabras: "Ella me lo dijo".

Se cuenta que otro gran siervo de María, el beato Renier de Cîteaux, temblaba al
pensar en sus pecados y en la terrible Justicia de Dios después de la muerte. En su
temor, habiéndose dirigido a su Gran Protectora, que se llama la Madre de la
Misericordia, quedó extasiado en el espíritu y vio a la Madre de Dios rogando a su
Hijo en su favor. "Hijo mío", dijo, "dale la Gracia del Purgatorio, ya que él se
arrepiente humildemente de sus pecados. - "Madre mía", respondió Jesucristo,
"pongo su causa en tus manos"; ello significaba: que se haga con tu devoto lo que tú
quieras. - El beato comprendió con inefable alegría que María le había conseguido la
exención del Purgatorio.
Capítulo 6 - Consolaciones del Purgatorio - La Santísima
Virgen María, Privilegio del Sábado - La Venerable Paule de
Santa Teresa - San Pedro Damián y el difunto Marozi
Es especialmente en ciertos días que la Reina del Cielo ejerce su Misericordia en el
Purgatorio. Estos días privilegiados son, en primer lugar, todos los sábados, y luego
las diversas fiestas de María, que se convierten así en días de fiesta en el Purgatorio.

Vemos en las revelaciones de los santos que los sábados, día especialmente
consagrado a la Santísima Virgen, la dulce Madre de las Misericordias desciende a
las mazmorras del Purgatorio para visitar y consolar a sus devotos servidores.

Luego, según la piadosa creencia de los fieles, libera a las almas que, habiendo
llevado el Santo Escapulario, tienen derecho al Privilegio de la Sabatina; después
prodiga la dulzura de sus consuelos a las demás almas que la han honrado
particularmente.

Esto es lo que vio al respecto la Venerable Hermana Paule de Santa Teresa, monja
dominica del monasterio de Santa Catalina en Nápoles.

Habiendo sido arrebatada en éxtasis un día sábado y transportada en espíritu al


Purgatorio, se sorprendió bastante al encontrarlo transformado como en un Paraíso
de Delicias, iluminado por una luz brillante, en lugar de la oscuridad habitual.
Mientras se preguntaba por el motivo de este cambio, vio a la Reina del Cielo,
rodeada de infinidad de ángeles, a los que ordenó liberar a las almas que le habían
sido especialmente devotas y conducirlas al Cielo.

Si esto sucede en los sábados corrientes, no cabe duda que también es el caso de las
fiestas dedicadas a la Madre de Dios. Entre todas estas fiestas, la de la Gloriosa
Asunción de María parece ser el Gran Día de la Liberación. San Pedro Damián nos
dice que cada año, en el día de la Asunción, la Santísima Virgen libera varios miles
de almas.

 
He aquí la visión milagrosa que el santo relata sobre este tema.

Es una costumbre piadosa -dice- entre la gente de Roma visitar las iglesias portando
una vela en la mano, la noche anterior a la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora.
Sucedió en aquella ocasión que una mujer piadosa, arrodillada en la basílica del Ara
Coeli, en el capitolio, vio a otra señora rezando delante ella. Dicha señora era su
madrina, quien había muerto varios meses atrás.

Sorprendida y sin poder creer lo que veían sus ojos, quiso aclarar este misterio y fue
a pararse cerca de la puerta de la iglesia. En cuanto la vio salir, la cogió de la mano y
la llevó aparte: "¿No eres tú –le dijo- mi madrina Marozi, quien me cargó en la pila
bautismal?” – “Sí, respondió de inmediato la aparición, yo soy”. -

“¿Cómo es que te encuentro entre los vivos, ya que moriste hace casi un año?” –
“Hasta el día de hoy he permanecido inmersa en un fuego espantoso, a causa de los
muchos pecados de vanidad que cometí en mi juventud. Pero en esta gran
solemnidad, la Reina del Cielo descendió en medio de las llamas del Purgatorio y
me liberó a mí y a un gran número de difuntos, para que pudiésemos entrar en el
Cielo el Día de su Asunción.

Este gran acto de clemencia lo ejerce cada año y, en la presente circunstancia, el


número de los que liberó es igual al de los habitantes de Roma".

Viendo que su ahijada permanecía aturdida y parecía dudar aún, la aparición añadió:
"Como prueba de la verdad de mis palabras, debes saber que tú misma morirás
dentro de un año, en la fiesta de la Asunción: si pasas de esa fecha, considera que
todo esto fue una ilusión".

San Pedro Damián concluye este relato diciendo que la joven pasó el año haciendo
buenas obras con el fin de prepararse para presentarse ante Dios. Al año siguiente,
en la víspera de la Asunción, cayó enferma y murió el mismo día de la fiesta, como
había sido predicho.
 

La Fiesta de la Asunción es pues el Gran Día de las Misericordias de María hacia las
almas: ella se complace en introducir a sus hijos en la Gloria Celestial, justo en el
aniversario del día en que ella misma entró en la misma Gloria.

Esta piadosa creencia, agrega el abate Louvet, se apoya en un gran número de


revelaciones particulares; por eso, en Roma, la iglesia de Santa María de Montorio,
que es el centro de la archicofradía de sufragios por los difuntos, está dedicada bajo
la advocación de la Asunción.
Capítulo 7 - Consolaciones del Purgatorio - Los Ángeles -
Santa Brígida - La Venerable Paule de Santa Teresa -
Hermano Pedro de Basto
Además de los consuelos que las almas reciben de la Santísima Virgen María, estas
también son ayudadas y consoladas por los santos ángeles, especialmente por sus
ángeles custodios. Los Doctores de la Iglesia enseñan que la misión tutelar del ángel
de la guarda no termina hasta que el alma que le fue asignada entre en el Paraíso.

Si, en el momento de la muerte, un alma en estado de gracia no es todavía digna de


ver el rostro del Altísimo, el ángel de la guarda la conduce al Lugar de la Expiación
y permanece allí con ella para proporcionarle toda la ayuda y el consuelo que esté a
su alcance.

Es -dice el padre Rossignoli- una opinión bastante común entre los santos doctores,
que el Señor, quien un día enviará a sus ángeles a reunir a todos sus elegidos, envía
de vez en cuando a los mismos ángeles al Purgatorio, con el fin de visitar a las almas
que sufren y consolarlas.

Sin duda, ninguna consolación podría ser más valiosa para ellas que tener la visión
de los habitantes de la Jerusalén Celestial, cuya admirable y eterna dicha ellas
compartirán un día. Las revelaciones de Santa Brígida están llenas de testimonios de
este tipo y la vida de muchos otros santos aporta también un gran número de iguales
testimonios.

La venerable hermana Paule de Santa Teresa, de la que hemos hablado


anteriormente, se dedicó maravillosamente a la Iglesia Purgante y fue recompensada
con visiones milagrosas.

Un día, mientras rezaba fervientemente por las benditas almas, fue transportada en
espíritu al Purgatorio, y allí vio una multitud de almas sumergidas en las llamas.
Cerca se encontraba el Salvador, de pie, escoltado por Sus ángeles; Él iba señalando
algunas de ellas para ir al Cielo, al que subían inmediatamente con una alegría
indescriptible.
 

Al ver esto, la sierva de Dios, dirigiéndose a su Divino Esposo, le dijo: "Oh Jesús,
¿por qué esta selección entre una multitud tan grande de almas? – Él se dignó
responder: "He liberado a aquellas que durante su vida realizaron grandes actos de
Caridad y de Misericordia, y que merecieron que Yo hiciese lo mismo con ellas, de
acuerdo con Mi Palabra: 'Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos
alcanzarán misericordia'”.

Encontramos en la vida del siervo de Dios, Pedro de Basto, un rasgo que muestra
cómo los santos ángeles, además de velar por nosotros en la tierra, se interesan por
el alivio de las almas del Purgatorio. - Y ya que hemos mencionado el nombre del
Hermano de Basto, no podemos resistirnos a dar a conocer a nuestros lectores a este
admirable religioso: su historia es tan interesante como edificante.

Pedro de Basto, Hermano Coadjutor de la Compañía de Jesús, al que su biógrafo


llama Alfonso Rodríguez de Malabar, murió en olor de santidad en Cochin el 1 de
marzo de 1645. Nació en Portugal de la ilustre familia de Machado, unida por sangre
a todo lo que la provincia de Entre-Douro-et-Minho tenía entonces como raza noble.

Los duques de Pastrano e Hixar estaban entre sus aliados; y el mundo ofrecía a su
corazón una carrera llena de las más seductoras esperanzas. Pero Dios se lo había
reservado y le había advertido de sus más maravillosos dones.

De pequeño, cuando Pedro Machado era llevado a la iglesia y rezaba con el fervor
de un ángel ante el Santísimo Sacramento, creía que todo el pueblo veía con los ojos
del cuerpo, como él lo hacía, legiones de espíritus celestiales en adoración cerca del
Altar y del Sagrario; y desde entonces, el Salvador, oculto bajo los Velos
Eucarísticos, se convirtió en el centro de todos sus afectos y de las innumerables
maravillas que llenaron su larga y santa vida.

Fue allí donde más tarde, como en un sol divino, descubrió sin velos el futuro y sus
detalles más imprevistos. Fue allí también donde Dios le mostró los misteriosos
símbolos de una escalera de oro que unía el Cielo con la Tierra, apoyada en el
Sagrado Tabernáculo; también le mostró el Lirio de la Pureza, hundiendo sus raíces
y extractando su vida de la flor del Trigo Divino de los Elegidos, y del vino que solo
hacen germinar las Vírgenes.

Cuando tenía unos diecisiete años, gracias a esta pureza de corazón y a esta fuerza,
de la que el Sacramento de la Eucaristía era para él fuente inagotable, Pedro hizo
voto de Castidad Perpetua a los pies de Nuestra Señora de la Victoria en Lisboa. Sin
embargo, aún no pensaba en abandonar el mundo, y pocos días después se embarcó
hacia las Indias, donde sirvió durante dos años.

Pero al final de este tiempo, a punto de perecer en un naufragio, en el que durante


cinco días completos fue juguete de las olas, sostenido y salvado por la Reina del
Cielo y su Divino Hijo quienes se le aparecieron, Pedro prometió dedicar todo lo
que le quedaba de vida a Su Servicio desde el estado religioso; y tan pronto como
regresó a Goa, con sólo diecinueve años de edad, fue a ofrecerse como coadjutor
temporal a los superiores de la Compañía de Jesús.

Por temor a que su nombre le reportara algún honor o alabanza por parte de los
hombres, tomó prestado el nombre de la humilde aldea donde había sido bautizado,
y se llamó únicamente Pedro de Basto.

Fue a él a quien, poco tiempo después, durante una de las pruebas del noviciado, le
ocurrió una historia que es famosa en los anales de la Compañía y que es muy
consoladora para todos los hijos de San Ignacio. El maestro de novicios del
Hermano Pedro le había enviado a él y a dos jóvenes compañeros en peregrinación a
la isla de Salsette, ordenándoles que no aceptaran la hospitalidad de los misioneros
en ningún sitio, sino que pidieran en los pueblos el pan de cada día y el refugio de
cada noche.

Un día, cansados luego de un largo viaje, se encontraron con una humilde familia,
conformada por un anciano, una mujer y un niño pequeño, quienes los acogieron
con incomparable caridad y se apresuraron a servirles una modesta comida. Pero
cuando llegó la hora de partir, después de haberles dado mil gracias y en el momento
en que Pedro de Basto pidió a sus anfitriones que les dijeran sus nombres, sin duda
con la intención de encomendarlos a Dios, ellos respondieron: "Somos, respondió la
madre, los tres fundadores de la Compañía de Jesús";  y en ese mismo instante los
tres desaparecieron.

Toda la vida religiosa de este santo varón, hasta su muerte, es decir, durante casi
cincuenta y seis años, fue un entramado de maravillas y gracias extraordinarias; pero
hay que añadir que las mereció y las compró, por así decirlo, al precio de las más
heroicas virtudes, trabajos y sacrificios.

Encargado alternativamente de la lencería, de la cocina o de la puerta, en los


colegios de Goa, Tutucurin, Coulao y Cochin, Pedro de Basto nunca buscó evitar el
trabajo más duro, ni reservarse un poco de ocio a costa de sus diversos oficios, para
disfrutar de las delicias de la oración.

Las enfermedades graves, cuya única causa fue el exceso de trabajo, eran, decía
riendo, sus más alegres distracciones. Además, abandonado, por así decirlo, a toda la
furia de los demonios, el siervo de Dios no disfrutaba casi de ningún descanso. Estos
espíritus de las tinieblas se le aparecían en las formas más horribles, y a menudo le
azotaban, especialmente a la hora en que cada noche acostumbraba a interrumpir su
sueño e ir a rezar ante el Santísimo Sacramento.

Un día, estando de viaje, sus compañeros huyeron ante el ruido de una formidable
tropa de hombres, caballos y elefantes, que parecía acercarse con furia; solo él
permaneció tranquilo; y cuando sus compañeros se mostraron sorprendidos de que él
no hubiese mostrado el menor signo de miedo, les dijo: "Si Dios no permite que los
demonios ejerzan su furia sobre nosotros, ¿qué debemos temer? Y si Él lo
permitiese,  ¿por qué debo intentar escapar de sus golpes?"

Solo tenía que invocar a la Reina del Cielo, para que ella apareciera de repente cerca
de él, y pusiera en fuga al asustado Infierno.

A menudo se sentía sacudido hasta el fondo de su alma, y solo encontraba calma y


victoria en la presencia de su refugio habitual, Jesús presente en la Santa Eucaristía.
 

Una vez, sintiéndose afligido por indignos ultrajes, los cuales le habían conmovido
más de lo habitual, fue a postrarse al pie del Altar y pidió con insistencia al Salvador
el don de la Paciencia. Entonces se le apareció Nuestro Señor, cubierto de heridas,
con una tira de púrpura sobre los hombros, una soga al cuello, una caña en la mano,
una corona de espinas en la cabeza, y dirigiéndose a Pedro de Basto, le dijo: "Pedro,
contempla, pues, lo que sufrió el Verdadero Hijo de Dios, para que enseñes a los
hombres a sufrir”.

Pero aún no hemos tocado el punto que queríamos tratar con respecto a esta santa
vida: me refiero a la devoción de Pedro de Basto por las almas del Purgatorio,
devoción admirablemente alentada y asistida por su ángel de la guarda. A pesar de
sus muchos trabajos, rezaba cada día el Santo Rosario por los que habían fallecido.
Un día, por olvido, se acostó sin haberlo recitado; pero apenas se durmió fue
despertado por su ángel de la guarda: "Hijo mío -dijo este espíritu celestial-, las
almas del Purgatorio esperan el efecto ordinario de tu Caridad”. Pedro se levantó de
inmediato para cumplir con este piadoso deber.
Capítulo 8 - Consolaciones del Purgatorio - Los ángeles - La
beata Emilia de Verceil - Los santos del Cielo
Si los santos ángeles se interesan por las almas del Purgatorio en general, es fácil
comprender que tendrán un celo especial por las que han sido encomendadas a ellos.

En el convento del que era priora la beata Emilia, monja dominica, en Verceil, era
un punto de la regla no beber nunca fuera de las comidas, a menos que la superiora
lo autorizara expresamente.

La beata tenía la práctica ordinaria de no conceder tal permiso; instaba a sus


hermanas a hacer de buena gana este pequeño sacrificio, en recuerdo de la ardiente
sed que el Salvador había experimentado en la Cruz por nuestra Salvación.

Y para animarlas aún más, les aconsejaba que confiaran esas pocas gotas de agua a
su ángel de la guarda, para que se las reservara en la otra vida, con el fin de aplacar
los ardores del Purgatorio.

El siguiente acontecimiento demostró lo agradable que era para Dios esta piadosa
práctica.

Una hermana, llamada Cecilia Avoyadra, vino un día a pedir permiso para
refrescarse, pues sentía mucha sed.  – “Hija mía -dijo la priora-, haz este ligero
sacrificio por Amor a Dios y pensando en el Purgatorio”. – “Madre, este sacrificio
no es tan fácil: me estoy muriendo de sed” -respondió la buena hermana; sin
embargo, aunque un poco afligida, obedeció el consejo de su superiora.

Este acto de obediencia y de mortificación fue precioso a los ojos de Dios, y la


hermana Cecilia fue bien recompensada. - Unas semanas más tarde ella murió y al
cabo de tres días apareció radiante de Gloria ante la Madre Emilia.

 
“Oh, Madre", dijo, "¡qué agradecida le estoy! Fui condenada a un largo Purgatorio
por haber amado demasiado a mi familia. Sin embargo, después de tres días, vi a mi
ángel de la guarda entrar en mi prisión, llevando en la mano el vaso de agua que
usted me había hecho ofrecer como sacrificio a mi Divino Esposo. El ángel derramó
esta agua sobre las llamas que me devoraban. Estas se apagaron inmediatamente y
fui liberada. Emprendo mi camino hacia al Cielo, donde mi gratitud no la olvidará”.

Así es como los ángeles de Dios ayudan y consuelan a las almas del Purgatorio.

- Cabe preguntarse aquí cómo pueden ayudar a dichas almas los santos y beatos ya
coronados en el Cielo. Es cierto, como dice el padre Rossignoli, y tal es la enseñanza
de los maestros de Teología, San Agustín y Santo Tomás, que los santos son muy
poderosos en este sentido por vía de súplica, o como se dice, por vía de obtención de
una gracia, pero no por vía de reparación.

En otras palabras, los santos del Cielo pueden rezar por las almas y obtener así de la
Misericordia Divina la reducción de sus penas; pero no pueden reparar por ellas, ni
saldar sus deudas ante la Justicia Divina: éste es un privilegio que Dios ha reservado
a su Iglesia Militante.
Capítulo 9 – Ayuda concedida a las almas - Sufragios - Obras
meritorias, que obtienen favores, y reparadoras - La
Misericordia de Dios - Santa Gertrudis - Judas Macabeo
Si el Señor consuela a las almas con tanta bondad, su Misericordia se revela con
mucho más brillo en el poder que concede a su Iglesia para acortar sus penas.

Deseando ejecutar con clemencia los severos juicios de Su Justicia, concede


reducciones y mitigaciones de la pena; pero lo hace de manera indirecta y mediante
la intervención de los vivos. A nosotros nos concede todo el poder para ayudar a
nuestros hermanos afligidos por medio del sufragio, es decir, por medio de la
obtención de favores y de la reparación.

La palabra sufragio en el lenguaje eclesiástico es sinónimo de oración; sin embargo,


cuando el Concilio de Trento define que las almas del Purgatorio son ayudadas por
los sufragios de los fieles, el significado de la palabra sufragio es más amplio:
incluye, en general, todo lo que podemos ofrecer a Dios en favor de los difuntos.
Ahora, podemos ofrecer de esta manera no solo las oraciones, sino todas nuestras
buenas obras, en la medida en que son dignas de obtención de favores y reparadoras.

Para entender estos términos, recordemos que cada una de nuestras buenas obras,
realizadas en estado de gracia, suele tener un triple valor a los ojos de Dios.

1° Una obra es meritoria, es decir, se suma a nuestros méritos, nos da derecho a un


nuevo grado de Gloria en el Cielo.

2. Es digna de obtención de favores; es decir, a la manera de una oración, tiene la


virtud de obtener alguna gracia de parte de Dios.

3. Es reparadora, es decir, a la manera de un valor pecuniario, es adecuada para


satisfacer la Justicia Divina, para pagar ante Dios nuestras deudas de pena temporal.
 

El mérito es inalienable, y sigue siendo propiedad de la persona que realiza la


acción. - Por el contrario, el valor de obtención de favores y de reparación puede
beneficiar a otros, en virtud de la Comunión de los Santos.

Habiendo comprendido estas nociones, planteemos esta pregunta práctica: ¿Cuáles


son los sufragios con los que, según la Doctrina de la Iglesia, podemos ayudar a las
almas del Purgatorio?

La respuesta es, oraciones, limosnas, ayunos y penitencias de cualquier tipo,


indulgencias y sobre todo el Santo Sacrificio de la Misa.

Todas estas obras, realizadas en estado de gracia, Jesucristo nos permite ofrecerlas a
la Divina Majestad para el alivio de nuestros hermanos del Purgatorio; y Dios las
aplica a estas almas según las reglas de su Justicia y su Misericordia.

Gracias a esta admirable disposición, no sin salvaguardar al mismo tiempo los


derechos de Su Justicia, nuestro Padre Celestial multiplica los efectos de su
Misericordia, la cual se ejerce, tanto hacia la Iglesia Purgante como hacia la Iglesia
Militante.

La ayuda misericordiosa que Él nos permite prestar a nuestros hermanos que sufren,
es de gran beneficio para nosotros. Es una obra que no solo es ventajosa para los
difuntos, sino también santa y saludable para los vivos: Sancta et salubris est
cogitatio pro de functis exorare.

Leemos en las Revelaciones de Santa Gertrudis que Dios se dignó mostrar a la santa,
el estado de una humilde monja de su comunidad, la cual había coronado una vida
ejemplar con una muerte muy piadosa. Gertrudis vio su alma, adornada con una
belleza inefable y querida por Jesús, quien la miraba con Amor.

 
Sin embargo, a causa de alguna leve negligencia que no había sido expiada, esta
alma no pudo entrar de inmediato a la Gloria, sino que se vio obligada a descender a
la oscura Morada del Sufrimiento. Apenas hubo desaparecido en estas
profundidades, la Santa la vio reaparecer y subir al Cielo, gracias a los sufragios de
la Iglesia: Ecclesioe precibus sursum Ferri.

Ya en la antigua Ley se hacían oraciones y se ofrecían sacrificios por los muertos.


La Escritura relata, alabándolo, el acto piadoso de Judas Macabeo luego su victoria
sobre Gorgias, el general del rey Antíoco.

Esta victoria costó la vida a un cierto número de soldados israelitas. Estos habían
cometido pecado al tomar del botín del enemigo, objetos consagrados a los ídolos, lo
cual estaba prohibido por la Ley. Entonces Judas, el líder del ejército de Israel,
ordenó hacer oraciones y sacrificios para la remisión de tal pecado y del alivio de
sus almas.

Aquí está el pasaje de la Escritura que registra estos hechos, II Macab. XII, 39.

"Después del sábado, Judas vino con los suyos a llevarse los cuerpos de los que
habían muerto, para enterrarlos, con la ayuda de sus familiares, en la tumba de sus
padres.

Encontraron bajo las túnicas de los que habían muerto en la batalla, objetos
consagrados a los ídolos, tomados de Jabnia, lo cual era prohibido por la Ley de los
Judíos.

Y todo el pueblo sabía claramente que esa era la causa de su muerte.

Por ello todos bendijeron el justo Juicio del Señor, el cual había descubierto lo que
ellos habían tratado de ocultar.

Y rogaron al Señor que olvidara el pecado cometido. Pero el valiente Judas instó al
pueblo a mantenerse libre de pecado, viendo lo que había sucedido por causa de los
pecados de aquellos que habían muerto.

Y después de hacer una colecta, envió doce mil dracmas de plata a Jerusalén, para
que ofrecieran un sacrificio por los pecados de los difuntos.
Tenía sentimientos buenos y religiosos respecto de la Resurrección.

(Porque si no hubiera tenido la esperanza de que los que habían muerto resucitarían
un día, habría considerado vano y superfluo rezar por ellos);

Porque creía que la gran misericordia está reservada para los que mueren en la
piedad.

Es, pues, un pensamiento santo y saludable orar por los muertos, para que sean
liberados de sus pecados".
Capítulo 10 - Ayuda concedida a las almas - La Santa Misa -
San Agustín y Santa Mónica
En la Nueva Ley tenemos el Sacrificio Divino de la Misa, del que los diversos
sacrificios de la Ley Mosaica no eran más que débiles figuras. El Hijo de Dios lo
instituyó, no solo como un digno homenaje rendido por la criatura a la Majestad
Divina, sino también como una propiciación por los pecados de los vivos y los
muertos, es decir, como un medio eficaz para aplacar la Justicia de Dios, irritada por
nuestros pecados.

La Santa Misa se ha celebrado por los difuntos desde el principio de la Iglesia.


"Celebramos el aniversario del Triunfo de los Mártires, escribió Tertuliano en el
siglo III, y siguiendo la tradición de nuestros Padres, ofrecemos el Sacrificio por los
difuntos en el aniversario de su fallecimiento”.

"No cabe duda -escribe San Agustín- de que las oraciones de la Iglesia, el saludable
Sacrificio de la Misa y las limosnas entregadas por los difuntos, alivian a las almas y
hacen que Dios las trate con más clemencia de la que merecen sus pecados. Esta es
la práctica universal de la Iglesia, que ella conserva como si la hubiese recibido de
sus Padres, es decir, de los santos Apóstoles.

Santa Mónica, la digna madre de San Agustín, solo pidió una cosa a su hijo al
momento de morir: que se acordara de ella ante el Altar del Señor. Y el santo
Doctor, al relatar este conmovedor momento en el libro de sus Confesiones, suplica
a todos sus lectores que se unan a él para encomendarla a Dios durante el Santo
Sacrificio.

Deseando volver a África, Santa Mónica vino con Agustín hasta Ostia para
embarcarse; pero ella cayó enferma y pronto sintió que su muerte estaba próxima.
Entonces le dijo a su hijo: “Aquí es donde vas a enterrar a tu madre. Lo único que os
pido es que os acordéis de mí ante el Altar del Señor, ut ad altare Domini
memineritis mei”.

 
“Que se me perdonen -añade San Agustín- las lágrimas que derramé en aquel
momento, pues no debería haber llorado por esta muerte, la cual no era más que la
entrada a la Verdadera Vida”.

“Sin embargo, considerando con los ojos de la Fe, la miseria de nuestra naturaleza
caída, podría derramar ante ti Señor, otras lágrimas que las de la carne, las que
fluyen al pensar en el peligro en que se encuentra toda alma que ha pecado como
Adán".

"Ciertamente, mi madre vivió de tal manera que glorificó Tu nombre por la


vivacidad de su fe y la pureza de su comportamiento; sin embargo, ¿me atrevería yo
a afirmar que no salió de sus labios ninguna palabra contraria a la santidad de tu
Ley? ¡Ay!, ¿en qué se convierte la vida más santa, si la examinas con el rigor de Tu
Justicia?”

"Por eso, oh Dios de mi corazón, de mi gloria y de mi vida, dejo de lado las buenas
acciones que hizo mi madre, para pedirte solo el perdón de sus pecados. Escúchame
por intercesión de las heridas sangrantes de Aquel que murió por nosotros en la
Cruz, y que ahora se sienta a Tu derecha y es nuestro Intercesor”.

"Sé que mi madre fue siempre misericordiosa, que perdonó de todo corazón las
ofensas, así como las deudas contraídas con ella; perdónale Señor sus deudas, si
durante los largos años de su vida las contrajo contigo”.

Perdónala, Señor, perdónala, y no entres en juicio con ella, porque Tus palabras son
verdaderas: has prometido misericordia a los misericordiosos.

"Tu misericordia, creo que ya se la concediste, oh Dios mío; sin embargo, acepta el
homenaje de mi oración. Recuerda que, cuando falleció, tu sierva no pensó en
pomposos funerales ni en preciosos perfumes para su cuerpo; no pidió un magnífico
sepulcro, ni que se la trasladara al que había construido en Tagaste, su tierra natal;
sino solo que la recordáramos en tu Altar, cuyos Misterios amaba”.
 

Tú sabes, Señor, que todos los días de su vida participó en estos Divinos Misterios,
que contienen la Santa Víctima cuya sangre borró la Maldición de nuestra
Condena”.

"Descanse, pues, en paz junto con mi padre, su esposo, al que le fue fiel durante los
días de su unión y en las penas de su viudez; con aquel del que se hizo humilde
servidora para ganarlo para ti, Señor, con su dulzura y paciencia”.

Y tú, oh Dios mío, inspira a tus siervos que son mis hermanos, inspira a todos los
que lean estas líneas, para que recuerden en tu Altar a Mónica, tu sierva, y a Patricio
su esposo. Por lo tanto, que todos los que aún viven en la luz engañosa de este
mundo, recuerden devotamente a mis padres, para que la última oración de mi
madre moribunda sea atendida, incluso más allá de sus deseos”.

Este hermoso pasaje de San Agustín nos muestra la convicción de este gran Doctor
respecto de los sufragios por los difuntos; y deja claro que el primero y más
poderoso de todos los sufragios es el Santo Sacrificio de la Misa.
Capítulo 11 - Ayuda a las almas - La Santa Misa - Jubileo de
León XIII, conmemoración solemne de los difuntos el último
domingo de septiembre
Hemos visto y seguimos viendo, el santo entusiasmo con el que la Iglesia ha querido
celebrar el Jubileo sacerdotal de su venerado Jefe, el Papa León XIII. Todos los
fieles del mundo acudieron a Roma, en persona o al menos de corazón, para
depositar su homenaje y sus ofrendas a los pies del Vicario de Jesucristo; toda la
Iglesia, en medio de sus largas pruebas, se llenó de alegría.

La Iglesia Triunfante en el Cielo se asoció a esta alegría con la canonización y


beatificación de un gran grupo de sus gloriosos miembros.

¿No era necesario que la Iglesia Purgante también participara? ¿Podrían nuestros
hermanos del Purgatorio ser olvidados? ¿No deberían estas almas, tan queridas por
el Corazón de Jesucristo, sentir también los dulces efectos de esta admirable fiesta?

Está claro que algo hubiese faltado en los santos regocijos de toda la Iglesia si la
Iglesia Purgante no hubiese participado.

León XIII lo entendió así. Siempre guiado por el Espíritu Santo cuando actúa como
Pastor Supremo, el Papa, en una Carta Encíclica del 1 de abril de 1888, decretó que
en todo el mundo haya una solemne Conmemoración de los Difuntos, el último
domingo de septiembre.

Después de haber recordado con qué admirable amor la Iglesia Militante hizo
estallar su alegría, y cómo la Iglesia Triunfante se unió a tal alegría, el Santo Padre
dijo: "Para que esta alegría común sea lo más completa posible, deseamos cumplir
de manera plena  el deber de nuestra Caridad Apostólica, extendiendo también la
plenitud de los Infinitos Tesoros Espirituales a aquellos amados hijos de la Iglesia
que, habiendo experimentado la Muerte de los Justos, han dejado esta vida de lucha
con el signo de la Fe, y se han convertido en Vástagos de la Vid Mística.

 
Aunque no les sea permitido entrar en la Paz Eterna hasta que hayan pagado hasta el
último céntimo de la deuda que contrajeron con la Justicia Divina, Nos sentimos
movidos a ello y también por los piadosos deseos de los católicos, a quienes
sabemos que nuestra resolución será de particular alegría, al igual que por lo atroz
de los dolores que padecen las almas de los difuntos.

Pero nos inspira sobre todo la costumbre de la Iglesia, que, en medio de las más
alegres solemnidades del año, no se olvida de hacer la santa y saludable
Conmemoración de los Difuntos, para que sean absueltos de sus culpas.

Por tanto, siendo cierto de acuerdo con la Doctrina Católica, que las almas del
Purgatorio son aliviadas por los sufragios de los fieles y especialmente por el
augusto Sacrificio del Altar, pensamos que no podemos darles ninguna prenda más
útil y deseable de Nuestro amor que multiplicando por todas partes la oblación pura
del Santísimo Sacrificio de nuestro Divino Mediador, para la expiación de sus
sufrimientos.

Por lo tanto, establecemos, con todas las dispensas y derogaciones necesarias, el


último domingo del mes de septiembre, como día de amplísima expiación, que será
celebrado por Nosotros y asimismo por cada uno de Nuestros Hermanos Patriarcas,
arzobispos y obispos y otros prelados que ejercen jurisdicción en una diócesis, cada
uno en su propia iglesia patriarcal, metropolitana o catedral, con una Misa especial
por los Difuntos, con la mayor solemnidad posible y según el rito indicado por el
Misal para la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos.

Aprobamos que esto se haga de la misma manera en las iglesias parroquiales y


colegiales, tanto del clero secular como del regular, y por todos los sacerdotes en
general, con tal de que no se omita el oficio propio de la Misa del día donde sea
necesario.

En cuanto a los fieles, les exhortamos encarecidamente a que, después de haber


hecho la Confesión Sacramental, se alimenten devotamente del Pan de los Ángeles,
como sufragio por las almas del Purgatorio.

 
Concedemos por Nuestra autoridad apostólica a estos fieles la indulgencia plenaria
por los difuntos, y el favor del Altar Privilegiado a todos aquellos que, como se ha
dicho anteriormente, celebren la Misa.

De este modo, las almas piadosas que están expiando el resto de sus faltas mediante
tan grandes dolores, recibirán un especial y oportunísimo alivio, gracias a la Sagrada
Hostia que la Iglesia universal, unida a su Cabeza Visible y animada por el mismo
espíritu de Caridad, ofrecerá a Dios para que las admita en la Morada del Consuelo,
la Luz y la Paz Eterna.

Mientras tanto, Venerables Hermanos, os impartimos afectuosamente en el Señor,


como prenda de los dones celestiales, la Bendición Apostólica a vosotros, a todo el
clero y al pueblo confiado a vuestro cuidado.

Dado en Roma, cerca de San Pedro, en la solemnidad de la Pascua del año 1888,
undécimo de Nuestro Pontificado”.

LEÓN XIII, PAPA


Capítulo 12 - Medios para ayudar a las almas - La Santa Misa
- Religioso de Cîteaux liberado por la Hostia Salvadora - Beato
Henri Suzo
No, de todo lo que se puede hacer en favor de las almas del Purgatorio, no hay nada
tan precioso como la inmolación del Divino Salvador en el Altar.

Además de que ésta es la Doctrina expresa de la Iglesia, manifestada en sus


concilios, muchos hechos milagrosos auténticos no dejan lugar a dudas al respecto.

Ya hemos hablado de un religioso de Claraval que fue liberado del Purgatorio por
las oraciones de San Bernardo y su comunidad. Este religioso, cuyo cumplimiento
de la regla había dejado que desear, se había presentado después de su muerte para
pedir a San Bernardo una ayuda extraordinaria. El santo Abad, con todos sus
fervientes seguidores, se apresuró a ofrecer oraciones, ayunos y Misas por el pobre
difunto.

Este último no tardó en ser liberado, y se le apareció lleno de gratitud a un anciano


de la comunidad que se había interesado especialmente por él. Cuando le preguntó
por el acto de expiación que más lo había beneficiado, en lugar de responder, cogió
al anciano de la mano y le llevó a la iglesia donde en ese momento se celebraba la
Misa: "¡Aquí -dijo señalando el Altar- está el gran poder liberador que rompió mis
cadenas, aquí está el Precio de mi Rescate: es la Hostia Salvadora que quita los
Pecados del Mundo!

He aquí otro hecho, relatado por el historiador Fernando de Castilla y citado por el
padre Rossignoli. En Colonia, entre los estudiantes de los cursos superiores de la
universidad, había dos frailes dominicos de distinguido talento, uno de los cuales era
el beato Enrique Suzo.

Los mismos estudios, el mismo estilo de vida y, sobre todo, el mismo gusto por la
santidad, les habían llevado a formar una íntima amistad, y compartían entre sí los
Favores que recibían del Cielo.
 

Cuando terminaron sus estudios, y vieron que estaban a punto de separarse y volver
a sus respectivos monasterios, acordaron y se prometieron mutuamente que el
primero de los dos en morir sería asistido por el otro durante todo un año con dos
Misas a la semana: los lunes, una Misa de Réquiem, según la costumbre, y los
viernes, la Misa de la Pasión, hasta donde las rúbricas lo permitiesen. Se pusieron de
acuerdo, se dieron el Beso de la Paz y abandonaron Colonia.

Durante varios años continuaron, cada uno por su cuenta, sirviendo a Dios con el
más edificante fervor. El hermano, cuyo nombre no se menciona, fue el primero en
ser llamado al Juicio Divino, y Suzo recibió la noticia con grandes sentimientos de
sumisión a la Voluntad Divina.

En cuanto al compromiso que había adquirido, el paso del tiempo le había hecho
olvidarlo. Rezó mucho por su amigo, se impuso nuevas penitencias y muchas obras
santas en su favor, pero no pensó en celebrar las Misas acordadas.

Una mañana, mientras meditaba en una capilla, vio de repente aparecer ante él a su
amigo difunto, quien, mirándolo con ternura, le reprochó haber sido infiel a la
palabra que había dado y aceptado, sobre la cual él tenía derecho de confiar con
seguridad.

- El Beato, sorprendido, se disculpó por su olvido, enumerando las oraciones y


mortificaciones que había hecho y seguía haciendo por su amigo, cuya Salvación era
tan preciosa para él como la suya propia.

“¿Es entonces, hermano mío -añadió-, que no te bastan tantas oraciones y buenas
obras que he ofrecido a Dios por ti?” – “Oh, no, no, hermano mío -dijo el alma
sufriente-, no, no me basta. Es la Sangre de Jesucristo la que se necesita para apagar
las llamas con las que me consumo; es el Augusto Sacrificio el que me redimirá de
estos espantosos tormentos. Te imploro, por tanto, que cumplas tu palabra y no me
niegues lo que me debes en justicia”.

 
El Beato se apresuró a responder a su desdichado amigo que pagaría cuanto antes y
que, para reparar su falta, celebraría y haría celebrar más misas de las que había
prometido.

De hecho, al día siguiente y a petición de Suzo, varios sacerdotes, se unieron a él


para subir al Altar por el difunto, y continuaron con este acto de caridad en los días
subsiguientes. Al cabo de un tiempo, el amigo de Suzo se le apareció de nuevo, pero
en un estado completamente diferente: tenía alegría en el rostro y le rodeaba una luz
muy pura.

“Subo al Cielo para contemplar a Aquel que tantas veces hemos adorado juntos bajo
los Velos Eucarísticos". Suzo se postró para agradecer al Dios de Toda Misericordia,
y comprendió más que nunca el inestimable valor del Augusto Sacrificio de nuestros
Altares.
Capítulo 13 - Alivio para las almas - La Santa Misa - Santa
Isabel y la Reina Constanza - San Nicolás de Tolentino y
Pellegrino de Osima
Leemos en la vida de Santa Isabel de Portugal, que tras la muerte de su hija
Constanza, conoció el triste estado de la difunta en el Purgatorio y el precio que
Dios exigía por su rescate.

La joven princesa, recién casada con el rey de Castilla, fue apartada del afecto de su
familia y de sus súbditos por una muerte inesperada. Isabel acababa de conocer esta
triste noticia, y se dirigía con su marido, el rey, a la ciudad de Santarem, cuando un
ermitaño, abandonando su lugar solitario, corrió detrás de la comitiva real, gritando
que tenía que hablar con la reina. Los guardias lo apartaron, pero la Santa, al notar
su insistencia, ordenó que le trajeran a este siervo de Dios.

En cuanto estuvo en su presencia, le contó que más de una vez, mientras rezaba en
su ermita, se le había aparecido la reina Constanza y le había instado a que hiciera
saber a su madre que ella sufría en el Purgatorio, que estaba condenada a un largo y
riguroso castigo, pero que sería liberada, si durante un año se celebraba por ella la
Santa Misa, todos los días.

- Los cortesanos, que habían escuchado este relato, se rieron a carcajadas y llamaron
al ermitaño visionario, intrigante y loco.

En cuanto a Isabel, se dirigió al rey y le preguntó qué pensaba de aquel relato...


"Creo -contestó el rey- que es prudente hacer lo que se te señala por esta vía
extraordinaria. Al fin y al cabo, hacer que se celebren Misas por nuestra querida
difunta es una labor muy paternal y cristiana". – Entonces, un santo sacerdote,
Fernando Méndez, recibió la encomienda de celebrarlas.

Al cabo del año, Constanza se le apareció a Santa Isabel, vestida de blanco y


radiante de Gloria. “Hoy, madre mía -le dijo-, me he liberado de las penas del
Purgatorio y me voy al Cielo”. - La santa, llena de consuelo y de alegría, se dirigió a
la iglesia para dar gracias al Señor. Allí encontró al Padre Méndez, quien le
confirmó que el día anterior había terminado de celebrar las trescientas sesenta y
cinco Misas que le habían sido solicitadas.

La reina se dio cuenta entonces de que Dios había cumplido la promesa que le había
hecho a través del piadoso ermitaño, y mostró su gratitud entregando abundantes
limosnas a los pobres.

<<Nos has librado de nuestros enemigos y has confundido a los que nos odiaban>>
(Salmo 43). Estas fueron las palabras dirigidas al ilustre San Nicolás de Tolentino
por las almas que él había ayudado a liberar, ofreciendo por ellas el Sacrificio de la
Misa.

- Una de las mayores virtudes de este admirable siervo de Dios, dice el padre
Rossignoli (Vida de San Nicolás de Tolentino, 10 de septiembre), fue su caridad y
devoción hacia la Iglesia Purgante. Por ella él ayunaba a menudo a punta de pan y
agua, se sometía a crueles disciplinas, se ponía una apretada cadena de hierro en la
espalda.

Cuando el Santuario se abrió ante él y quisieron conferirle el Sacerdocio, dudó


durante mucho tiempo antes de aceptar esta sublime dignidad; lo que finalmente le
hizo decir sí a la Gracia de imponer las manos sobre las Especies Eucarísticas, fue el
convencimiento de que celebrando todos los días el Santo Sacrificio, podría ayudar
más eficazmente a sus queridas almas del Purgatorio.

Por su parte, las almas a las que alivió con tantos sufragios, se le presentaron varias
veces para agradecerle o encomendarse a su caridad.

Vivía en Vallimanesé, cerca de Pisa, ocupado en sus ejercicios espirituales, cuando


un sábado por la noche vio en sueños a una pobre alma en pena, que le rogaba que, a
la mañana siguiente, celebrara la Santa Misa por ella y por otras almas que sufrían
terriblemente en el Purgatorio.

 
Nicolás se dio cuenta de que era una voz conocida, pero no pudo recordar quién era
la persona que le hablaba. Por ello le preguntó quién era. – “Soy, respondió la
aparición, tu difunto amigo, Pellegrino d'Osima. Por la Misericordia de Dios logré
evitar el Castigo Eterno, gracias a una penitencia sincera, pero no así el castigo
temporal por culpa de mis pecados. He venido en nombre de muchas almas, tan
desgraciadas como yo, para rogarte que mañana ofrezcas la Santa Misa por nosotros;
esperamos obtener nuestra liberación, o al menos un gran alivio”.

El santo le respondió con su habitual amabilidad: "¡Que el Señor se digne ayudarte


por los méritos de Su Preciosa Sangre! Pero esta Misa de Difuntos no puedo decirla
mañana; soy yo quien debe cantar en el coro de la Misa del convento”.

El difunto le dijo: “Te ruego por el amor de Dios que vengas a contemplar nuestros
sufrimientos y no me rechaces de nuevo; eres demasiado bueno para que nos dejes
en semejante angustia”.

Entonces al santo le pareció que era transportado al Purgatorio. Vio una inmensa
llanura, donde una gran multitud de almas de toda edad y condición era entregada a
diversas y espantosas torturas; con gestos y voces imploraban tristemente su ayuda.

“Esta -dijo Pellegrino- es la situación de quienes me han enviado a hablarte. Como


eres agradable a Dios, confiamos en que Dios no rechazará la oblación del Santo
Sacrificio hecha por ti, y que su Divina Misericordia nos liberará.

Ante este lamentable espectáculo, el santo no pudo contener las lágrimas.


Inmediatamente se puso a rezar por el alivio de tantos desgraciados; a la mañana
siguiente se dirigió a su Prior, le dio cuenta de su visión y de la petición de
Pellegrino de que celebrase la Santa Misa por ellas ese mismo día. El Prior,
compartiendo su emoción, le dispensó por ese día y por toda la semana de sus
obligaciones semanales, para que pudiese ofrecer el Santo Sacrificio por la intención
solicitada, y dedicarse enteramente al alivio de las pobres almas.

 
Contento con este permiso, Nicolás fue a la iglesia y celebró la Santa Misa por los
difuntos con extraordinaria devoción. Durante toda la semana continuó ofreciendo el
Santo Sacrificio con la misma intención, practicando además, día y noche,
oraciones, penas corporales y toda clase de buenas obras.

Al cabo de la semana, Pellegrino se le apareció de nuevo, pero ya no en estado de


sufrimiento; estaba vestido con una túnica blanca, y rodeado de un esplendor
celestial, en el que aparecía una multitud de almas bienaventuradas. Todas le dieron
las gracias y le llamaron su liberador;  luego se elevaron al Cielo, cantando el verso
del salmista: <<Salvasti nos de affligentibus nos, et odientes nos confudisti>>,
<<Nos has librado de nuestros enemigos y has confundido a los que nos odiaban>>
(Sal. 43).

Los enemigos de que aquí se habla son los pecados, y los demonios que son sus
instigadores.
Capítulo 14 - Alivio para las almas - Santa Misa - Padre
Gerardo - Las Treinta Misas de San Gregorio
He aquí algunos hechos sobrenaturales de distinta índole, pero que también ponen
de relieve la virtud de la Misa por los difuntos. Los encontramos en las memorias
del Padre Gerardo, misionero jesuita inglés y confesor de la Fe, durante las
persecuciones en Inglaterra en el siglo XVI.

Después de relatar cómo recibió la abjuración de un caballero protestante, casado


con una de sus primas, el padre Gerardo añade: "Esta conversión llevó a otra,
rodeada de circunstancias bastante extraordinarias. Mi nuevo converso fue a ver a
uno de sus amigos, que estaba enfermo y en peligro de muerte. Este último era un
hombre recto que se mantenía en la herejía, más por una falsa ilusión que por
cualquier otra razón. El visitante le instó a convertirse y a pensar en su alma; obtuvo
de él la promesa de confesarse.

Le instruyó en todo, le enseñó a avivar en su alma el dolor por sus pecados. El


amigo fue a buscar un sacerdote. Tuvo grandes dificultades para encontrar tan
siquiera uno, y mientras tanto el enfermo murió. - Antes de morir, el pobre
moribundo había preguntado a menudo si su amigo volvería con el “médico” que le
había prometido traer; así llamó al sacerdote católico que supuestamente había de
venir.

Lo que ocurrió a continuación pareció demostrar que Dios había aceptado la buena
voluntad del difunto. En las noches que siguieron a su muerte, su mujer, protestante
también, vio una luz que se movía a su alrededor en la habitación y que incluso
entró en su alcoba. Asustada, quiso que sus empleadas durmieran en la habitación,
pero estas no vieron nada, aunque la luz siguió apareciéndose a la señora de la casa.

La pobre señora mandó llamar al amigo de su marido, cuyo regreso había esperado
con tanta ilusión. Le contó lo que ocurría y le preguntó qué se podía hacer. Antes de
responder, el amigo consultó a un sacerdote católico. El sacerdote le dijo que la luz
era probablemente una señal sobrenatural para la esposa del difunto, mediante la
cual Dios la invitaba a volver a la verdadera Fe. La Señora quedó profundamente
impresionada por estas palabras, y abrió su corazón a la Gracia y se convirtió.
 

Una vez hecha católica, hizo celebrar la Misa en su habitación durante bastantes
días; sin embargo la luz siempre volvía. El sacerdote, luego de pedir discernimiento
a Dios, pensó que el difunto, salvado del Infierno gracias a su arrepentimiento y al
deseo de confesarse, estaba en el Purgatorio y necesitaba oración.

Aconsejó a la señora que hiciera celebrar Misas por él durante treinta días, según la
antigua costumbre católica inglesa. La buena viuda así lo hizo; y en la noche del
trigésimo día, en lugar de una luz, vio tres; dos parecían sostener a la otra. Las tres
luces entraron en la alcoba y luego subieron al Cielo para no volver jamás.

- Estas luces misteriosas parecen haber señalado las tres conversiones y la eficacia
del Sacrificio de la Misa para abrir la entrada de los difuntos al Cielo.

Las treinta misas celebradas durante treinta días consecutivos, no es solo una
costumbre inglesa, como la llama el padre Gerardo; también está muy extendida en
Italia y otros países de la cristiandad. Estas misas se llaman las Treinta Misas de San
Gregorio, porque la piadosa costumbre parece remontarse a este gran Papa.

Esto es lo que relata en sus Diálogos, Libro 4.

Un monje de su monasterio, llamado Justo, había recibido y conservado para sí tres


escudos de oro. Esta había sido una falta grave contra su voto de pobreza. El monje
fue descubierto y excomulgado. Este saludable castigo le hizo volver en sí, y algún
tiempo después murió profesando un verdadero arrepentimiento.

Sin embargo, San Gregorio, para inspirar en todos los hermanos un vivo horror al
delito de apropiamiento por parte de un religioso, no le levantó la excomunión. Justo
fue enterrado aparte, y los tres escudos de oro fueron arrojados a la fosa;  mientras
tanto los religiosos repetían todos juntos las palabras de San Pedro a Simón el Mago:
Pecunia tua tecum sit in perditionem, <<Que tu dinero perezca contigo>>.

 
Algún tiempo después, el santo abad, juzgando que tal pecado había sido
suficientemente reparado, se movió a compasión por el alma de Justo; mandó llamar
al ecónomo y le dijo con tristeza: “Desde el momento de su muerte, nuestro difunto
hermano ha sido torturado en las llamas del Purgatorio; debemos, por caridad,
esforzarnos en librarlo de ellas. Ve pues y desde hoy asegúrate que se ofrezca por él
el Santo Sacrificio durante treinta días: que no pase uno de ellos sin que <<la Hostia
de Propiciación sea inmolada por su liberación>>".

El ecónomo obedeció al pie de la letra. Las treinta misas se celebraron en el


transcurso de treinta días. Llegado el trigésimo día y terminada la trigésima misa, el
difunto se le apareció a un hermano llamado Copiosus, diciéndole: "Bendito sea
Dios, hermano; hoy mismo he sido liberado y admitido en la <<Sociedad de los
Santos>>".

A partir de entonces, se estableció la piadosa costumbre de celebrar treinta misas por


los difuntos.
Capítulo 15 - El alivio de las almas - La Santa Misa - Eugenia
de Ardoye - Lacordaire y el príncipe polaco
Nada está más en consonancia con el espíritu cristiano que el cuidado de ofrecer el
Santo Sacrificio para socorrer a los difuntos; y sería un gran mal que se enfriara el
celo de los fieles a este respecto. Dios también parece multiplicar los prodigios para
evitar que caigan en esta fatal flojera.

He aquí un hecho atestiguado por un respetable sacerdote de la diócesis de Brujas,


quien lo obtuvo de primera mano y que fue enteramente confirmado por un testigo
ocular. El 13 de octubre de 1849, la granjera Eugenie van de Kerchove, de 52 años,
esposa de Jean Wybo, muere en la ciudad de Ardoye, en Flandes.

Era una mujer piadosa y caritativa, que daba limosnas con una generosidad acorde
con su riqueza. Hasta el final de su vida tenía una gran devoción a la Santísima
Virgen y practicaba la abstinencia en su honor, los miércoles y sábados de cada
semana. Aunque su conducta no estaba exenta de ciertas faltas domésticas, era muy
edificante e incluso ejemplar.

Una criada llamada Barbe Vannecke, de 28 años, virtuosa y devota, quien había
asistido a su ama Eugenia en su última enfermedad, continuó sirviendo a su amo
Jean Wybo, viudo de Eugenia.

Unas tres semanas después de su muerte, la difunta se le apareció a esta criada en las
circunstancias que relataremos. Era plena noche: Barbe estaba profundamente
dormida cuando oyó que la llamaban por su nombre tres veces. Se despertó
sobresaltada y vio a su antigua ama, la granjera Wybo, con su ropa de trabajo,
enaguas y un corto abrigo matutino, sentada en el borde de su cama.

Sorprendentemente, aunque se sobresaltó, Barbe no se asustó y mantuvo la cordura.


La aparición le habló: "Barbe", dijo al principio, pronunciando simplemente su
nombre. - "¿Qué quieres, Eugenia?", respondió la criada. - "Toma -dijo el ama- el
pequeño rastrillo que muchas veces te he hecho poner en su sitio, y remueve el
montón de arena de la habitación que conoces. Encontrarás allí una suma de dinero:
úsala para que se celebren Misas, a razón de dos francos cada una, por mi intención,
ya que aún me encuentro en medio de tormentos".

- "Lo haré, Eugenia" -respondió Barbe, y en ese mismo instante la difunta


desapareció. La criada, aún conservando la calma, volvió a dormirse y descansó
tranquilamente hasta el día siguiente.

Cuando se despertó, Barbe pensó al principio que todo había sido el fruto de un
sueño; pero su mente estaba tan impactada, había estado tan despierta, había visto a
su antigua ama de forma tan clara y vívida, había oído de sus labios indicaciones tan
precisas, que no pudo evitar decir: "Esa no es la forma de soñar. Vi a mi ama en
persona, quien se mostró a mí y me habló; esto no es un sueño, sino una realidad".

- Entonces, ella va y coge el rastrillo señalado, escarba en la arena y pronto saca un


monedero, que contiene la suma de quinientos francos.

En estas extrañas y excepcionales circunstancias, la buena muchacha pensó que


debía pedir consejo a su párroco, y fue a contarle lo sucedido. El venerable abad R.,
a la sazón párroco de Ardoye, respondió que debían celebrarse las Misas solicitadas
por la difunta; pero, para disponer de la suma descubierta, se requería el
consentimiento del granjero Jean Wybo. Éste consintió de buen grado en que se
hiciera un uso tan sagrado del dinero, y las Misas se celebraron por la difunta, a
razón de dos francos por Misa.

Este detalle del valor de cada Misa debe ser resaltado, porque está en consonancia
con las costumbres piadosas de la difunta. El estipendio fijado por la diocesis era de
un franco y medio aproximadamente; pero la señora Wybo, por devoción al clero, y
sintiéndose en la obligación de contribuir al alivio de una multitud de pobres en
aquella época de escasez, daba dos francos por cada Misa que mandaba celebrar.

Dos meses después de la primera aparición, Barbe fue despertada de nuevo en medio
de la noche. Esta vez su habitación estaba bien iluminada, y su señora Eugenia,
hermosa y fresca como en sus mejores días, vestida con un vestido blanco
deslumbrante, estaba de pie ante ella y la miraba con una sonrisa amable: "Barbe", le
dijo con voz clara e inteligible, "Te doy las gracias. He sido liberada".

- Tras pronunciar estas palabras, desapareció, la habitación quedó a oscuras y la


buena criada, asombrada por lo que acababa de ver, se llenó de felicidad. Esta
aparición le causó una fuerte impresión en su mente, y hasta el día de hoy ha
conservado el recuerdo más consolador de la misma. De Barbe tenemos todos estos
detalles, por mediación del venerable abate L., quien era coadjutor en Ardoye
cuando ocurrieron estos hechos.

El célebre Padre Lacordaire, al comienzo de las conferencias sobre la Inmortalidad


del Alma, que dirigió unos años antes de su muerte a los alumnos de Sorèze, les
contó el siguiente hecho.

"El príncipe polaco de X...., incrédulo y materialista declarado, acababa de escribir


un libro en contra la Inmortalidad del Alma; incluso estaba a punto de imprimirlo,
cuando, paseando un día por su parque, una mujer, en medio de lágrimas, se arrojó a
sus pies, y le dijo con una voz marcada por un profundo dolor: 'Mi buen príncipe, mi
marido acaba de morir... ¡En este momento, su alma está quizás en el Purgatorio, en
medio del sufrimiento! ... Soy tan indigente que ni siquiera tengo la pequeña suma
necesaria para celebrar la Misa de Difuntos. ¡Que su bondad se digne ayudarme en
favor de mi pobre marido!

Aunque el caballero estaba convencido de que la mujer estaba siendo engañada por
su credulidad, no tuvo el valor de rechazarla. Le dio una moneda de oro, y la feliz
mujer corrió a la iglesia y pidió al sacerdote que ofreciera unas cuantas Misas por su
marido.

Cinco días más tarde, al atardecer, el príncipe, retraído y encerrado en su estudio,


estaba releyendo su manuscrito y retocando algunos detalles, cuando, al levantar la
vista, vio a un hombre vestido como los campesinos de la región, de pie, a dos pasos
de él. 'Príncipe -dijo el forastero-, he venido a daros las gracias. Soy el marido de esa
pobre mujer quien, hace unos días, os rogó que le dieses una limosna para poder
ofrecer el Sacrificio de la Misa por el descanso de mi alma. Vuestra caridad ha sido
agradable a Dios: es Él quien me ha permitido venir a daros las gracias'.

Con estas palabras, el campesino polaco desapareció como si hubiese sido una
sombra. - La emoción del Príncipe fue indecible y produjo este resultado: echó el
manuscrito al fuego y se entregó tan de lleno a la Verdad que su conversión fue
sorprendente; perseveró hasta la muerte".
Capítulo 16 - Alivio para las almas - Liturgia de la Iglesia -
Conmemoración de los difuntos - San Odilón
La Santa Iglesia tiene una liturgia especial para los difuntos: consta de Vísperas,
Maitines, Laudes y la Misa, comúnmente llamada de Réquiem.

Esta liturgia, tan conmovedora como sublime, a través del luto y las lágrimas, hace
brillar en los ojos de los fieles la luz consoladora de la Inmortalidad. Se celebra en
los funerales de los fallecidos, y especialmente en el solemne día de la
Conmemoración de los Difuntos.

La Santa Misa ocupa un lugar privilegiado y es como el Centro Divino con respecto
al cual las demás oraciones y ceremonias se relacionan.

Al día siguiente de la Fiesta de Todos los Santos, en la gran Solemnidad de los


Difuntos, todos los sacerdotes deben celebrar el Sacrificio por los fallecidos,
mientras que los fieles tienen el deber de asistir, e incluso ofrecer la Santa
Comunión, oraciones y limosnas, para aliviar a sus hermanos del Purgatorio.

Esta fiesta de los Difuntos no es muy antigua. Desde el principio, la Iglesia rezó por
sus hijos fallecidos: cantó salmos, rezó oraciones y ofreció la Santa Misa por el
descanso de sus almas.

Sin embargo, no vemos que haya habido una fiesta particular para encomendar a
Dios a todos los difuntos en general. No fue sino hasta el siglo X que la Iglesia,
siempre dirigida por el Espíritu Santo, instituyó la Conmemoración de todos los
Fieles Difuntos, para exhortar a los fieles vivos a cumplir con mayor cuidado y
fervor el gran deber de la oración por los difuntos, prescrito por la caridad cristiana.

La cuna de esta conmovedora solemnidad fue la abadía de Cluni.

 
San Odilón (1 de enero), abad de la abadía a finales del siglo X, edificó Francia con
su caridad hacia el prójimo. Extendió su compasión a los difuntos y nunca dejó de
rezar por las almas del Purgatorio. Fue esta tierna caridad la que lo inspiró a
establecer en su monasterio de Cluni, así como en todas sus dependencias, la fiesta
de la Conmemoración de los Difuntos.

Se cree, dice el historiador Bérault, que fue impulsado a llevarla a cabo por una
Revelación del Cielo, pues Dios se dignó mostrar de manera milagrosa lo agradable
que era para Él la devoción de Odilón. Así es como lo reportan los historiadores.

Mientras el santo Abad gobernaba su monasterio en Francia, un piadoso ermitaño


vivía en una pequeña isla de la costa de Sicilia. Un peregrino francés que regresaba
de Jerusalén fue arrojado a dicha isla por una tormenta. El ermitaño, al que el
peregrino fue a visitar, le preguntó si conocía la abadía de Cluni y al abad Odilón.
"Ciertamente", respondió el peregrino, "los conozco y me enorgullece conocerlos;
pero tú, ¿cómo los conoces? ¿Y por qué me haces esta pregunta?"

- "Oigo a menudo -contestó el ermitaño- que los malos espíritus se quejan de las
personas piadosas, que con sus oraciones y limosnas libran a las almas de las penas
que sufren en la otra vida; pero se quejan sobre todo de Odilón, abad de Cluni, y de
sus religiosos. Cuando hayáis llegado a vuestra patria, os ruego en nombre de Dios
que exhortéis a este santo Abad y a sus monjes a redoblar sus buenas obras en favor
de las pobres almas".

Finalmente, el peregrino se dirigió a la abadía de Cluni y cumplió con su encargo.


Como consecuencia, San Odilón ordenó que en todos los monasterios de su instituto
se hiciera cada año la Conmemoración de todos los Fieles Fallecidos, al día
siguiente de la Fiesta de Todos los Santos, rezando el día anterior las Vísperas por
los fallecidos y los Maitines al día siguiente, tocando todas las campanas y
celebrando una Misa solemne por los difuntos.

- Todavía se conserva el decreto que se redactó en Cluni en el año 998, tanto para
este monasterio como para todos los que dependen de él. Esta práctica piadosa
pronto se extendió a otras iglesias, y después de un tiempo se convirtió en la
observancia universal en todo el mundo católico.
Capítulo 17 - El alivio de las almas - Sacrificio de la Misa - El
hermano Juan del Alverne en el altar - Santa Magdalena de
Pazzi - San Malaquías y su hermana
Los anales de la Orden Seráfica nos hablan de un santo religioso llamado Juan del
Alverne. Amaba ardientemente a Nuestro Señor Jesucristo y abrazaba con el mismo
amor a las almas redimidas por Su Sangre, las cuales eran tan preciadas por su
Corazón. Las que sufrían en las prisiones del Purgatorio hicieron en gran medida
parte de sus oraciones, penitencias y sacrificios.

Un día Dios se dignó mostrarle los admirables y consoladores efectos del Divino
Sacrificio ofrecido el Día de los Difuntos en todos los altares. El Siervo de Dios
estaba celebrando la Misa de Difuntos en esta solemnidad, cuando, embelesado en el
espíritu, vio el Purgatorio abierto y las almas que salían de él, liberadas por virtud
del Sacrificio de Propiciación: parecían como innumerables chispas que escapaban
de un horno de fuego.

Los poderosos efectos de la Santa Misa podrían parecernos menos asombrosos si


recordamos que este sacrificio es exactamente el mismo que el Hijo de Dios ofreció
en la Cruz: es el mismo Sacerdote, dice el santo Concilio de Trento, es la misma
Víctima; sólo difiere la forma de inmolación; en la Cruz la inmolación fue cruenta
mientras que en nuestros altares es incruenta.

Ahora bien, siendo el Sacrificio de la Cruz de valor infinito, el del Altar es de igual
valor a los ojos de Dios. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la eficacia de este
Sacrificio Divino se aplica a los difuntos solo en parte y en un grado solo conocido
por la Justicia de Dios.

La Pasión de Jesucristo y Su Preciosa Sangre, derramada por nuestra Salvación, son


un océano inagotable de méritos y de reparación. Es por la virtud de esta Santa
Pasión que obtenemos todos los dones y misericordias del Señor.

 
Su mera conmemoración durante nuestra oración, cuando ofrecemos a Dios la
Sangre de su Único Hijo para implorar Su Misericordia… , tal oración, apoyada así
en la Pasión de Jesucristo, es de gran poder ante Dios.

Santa Magdalena de Pazzi había aprendido de Nuestro Señor a ofrecer la Sangre de


su Divino Hijo al Padre Eterno; era una simple conmemoración de la Pasión. Lo
hacía cincuenta veces al día; y en uno de sus éxtasis, el Salvador le mostró un gran
número de pecadores convertidos y de almas del Purgatorio liberadas por tal
práctica. Añade Nuestro Señor: "Cada vez que una criatura ofrece a mi Padre esta
Sangre por la que ha sido redimida, le está ofreciendo un don de valor infinito”.

- Si este es el valor de una ofrenda conmemorativa de la Pasión, ¿qué se puede decir


del Sacrificio de la Misa, que es la verdadera renovación de esa misma Pasión?

Muchos cristianos no son suficientemente conscientes de la grandeza de los


Misterios Divinos que se cumplen en nuestros Altares; la debilidad de su Fe, unida a
su falta de conocimiento, les impide apreciar el tesoro que poseen en el Sacrificio
Divino, y les hace mirarlo con una especie de indiferencia.

Por desgracia, más tarde verán con doloroso arrepentimiento lo equivocados que
estaban. La hermana de San Malaquías, arzobispo de Armagh en Irlanda, nos ofrece
un ejemplo sorprendente.

En su hermoso relato, Vida de San Malaquías (8 de noviembre), San Bernardo alaba


mucho la devoción de este prelado por las almas del Purgatorio. Mientras era
diácono, le gustaba asistir a los funerales de los pobres y a la Misa que se celebraba
por ellos; incluso acompañaba sus cuerpos al cementerio, con mayor celo, ya que
veía que estas personas desafortunadas solían estar demasiado abandonadas después
de su muerte.

Pero él tenía una hermana que, llena del espíritu del mundo, pensaba que su
hermano, al acercarse así a los pobres, se degradaba a sí mismo y a su familia con él.
Ella le reprochó esto y mostró con sus palabras que no comprendía ni lo que era la
Caridad Cristiana ni la Excelencia Divina del Sacrificio de la Misa.

- Sin embargo, Malaquías siguió ejerciendo su humilde Caridad, contentándose con


responderle a su hermana que ella había olvidado las Enseñanzas de Jesucristo y que
algún día se arrepentiría de sus imprudentes palabras.

El Cielo, sin embargo, no dejó impune la imprudencia de esta mujer: murió siendo
aún joven, y fue a dar cuenta al Juez Soberano de su vida poco cristiana.

Malaquías había tenido motivos para quejarse de ella; pero cuando murió, olvidó
todos los males que le había hecho; pensando solo en las necesidades de su alma,
ofreció el Santo Sacrificio y rezó mucho por ella.

Sin embargo, con el paso de los días, teniendo que rezar por muchos otros difuntos,
perdió de vista a su pobre hermana. Rossignoli añade: "Podemos creer que Dios
hubiese permitido este olvido como castigo por la insensibilidad que ella había
mostrado hacia los difuntos".

Sea como sea, ella se le apareció a su santo hermano en sueños. Malaquías la vio de
pie en medio del patio frente a la iglesia, triste, vestida de negro, pidiendo su
compasión y quejándose de que durante treinta días no le había aliviado sus
sufrimientos.

Se despertó sobresaltado y recordó que hacía treinta días que no celebraba la Misa
por su hermana. Al día siguiente comenzó a ofrecer de nuevo el Santo Sacrificio por
ella.

Entonces la difunta se le apareció en la puerta de la iglesia, sentada en el umbral y


gimiendo por no poder entrar. Por ello, él continuó con sus sufragios. Unos días
después la vio entrar en la iglesia y dirigirse al centro, pero a pesar de todos sus
esfuerzos, ella no pudo acercarse al altar. Por consiguiente, era necesario ayudarla
más, y el santo ofreció más Misas.

Por fin, unos días más tarde, él la vio cerca del Altar, vestida con magníficas ropas,
toda radiante de alegría y liberada de sus penas.

De ello se desprende -añade San Bernardo- cuán grande es la eficacia del Santo
Sacrificio para eliminar los pecados, para combatir los poderes enemigos y para
llevar al Cielo a las almas que han dejado la Tierra.
Capítulo 18 - Alivio de las almas - El Sacrificio de la Misa -
San Malaquías en Claraval - Sor Zenaida - El venerable José
Anchieta y la Misa de Réquiem
No debemos omitir aquí el relato de la gracia tan especial que le valió a San
Malaquías su gran Caridad hacia las almas del Purgatorio.

Un día que estaba con varias personas piadosas y les hablaba coloquialmente de
temas espirituales, les hizo la siguiente pregunta en relación con el paso de esta vida
mortal a la eterna: "Si cada uno de vosotros pudiese elegir, ¿en qué día y en qué
lugar desearíais morir?”

En respuesta, algunos indicaron una Fiesta, otros otra; algunos, este o aquel lugar.
Cuando le tocó al santo expresar su pensamiento, dijo que no desearía terminar su
vida terrenal en ningún lugar diferente al del monasterio de Claraval, regido por San
Bernardo, con el fin de poder disfrutar de inmediato de los sacrificios ofrecidos por
estos fervorosos religiosos; y en cuanto al momento, preferiría, dijo San Malaquías,
el día de la Fiesta de los Difuntos, con el fin de tener parte en todas las Misas, en
todas las oraciones, que se hacen en ese día por los difuntos en todo el mundo
católico.

Este deseo originado en su piedad se cumplió en todos los detalles. Él se dirigía a


Roma para encontrarse con el Papa Eugenio III, cuando, al llegar a Claraval, poco
antes del día de Todos los Santos, le sorprendió una grave enfermedad que le obligó
a detenerse en aquel piadoso monasterio. Pronto se dio cuenta de que el Señor le
había concedido sus deseos, y gritó con el profeta: <<Este es mi lugar de descanso
para siempre: aquí habitaré porque lo he elegido>> (Salmo 131).

En efecto, al día siguiente de la Fiesta de Todos los Santos, mientras toda la Iglesia
rezaba por los difuntos, San Malaquías devolvió su alma al Creador.

Conocimos, dice el Padre Postel, a una santa monja, Sor Zenaida P, quien afectada
durante varios años por una terrible enfermedad, pidió a Nuestro Señor la gracia de
morir el día de la Conmemoración de los Difuntos - por quienes ella siempre había
tenido una gran devoción.

Dios le concedió lo que deseaba. En la mañana del 2 de noviembre, después de dos


años de padecimientos, soportados con el más cristiano coraje, comenzó a cantar un
himno de Acción de Gracias y expiró suavemente unos momentos antes de la hora
en que comienza la celebración de la Misa en todas las iglesias.

Es sabido que en la Liturgia Católica hay una Misa especial por los Difuntos: se
celebra con ornamento negro y se llama Misa de Réquiem.

Cabe preguntarse si esta misa es más benéfica para las almas que las demás. - El
Sacrificio de la Misa, a pesar de la diversidad de sus ceremonias, es siempre el
mismo, el Sacrificio Infinitamente Santo del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Pero
como la Misa de Difuntos contiene oraciones especiales por las almas, también
obtiene para ellas una ayuda especial, al menos cuando las reglas litúrgicas permiten
al sacerdote celebrar de negro.

Esta opinión, basada en la institución y la práctica de la Iglesia, se ve confirmada


por un hecho que leemos en la vida del venerable Padre José Anchieta.

Este santo religioso de la Compañía de Jesús, llamado con razón el taumaturgo del
Brasil, tenía, como todos los santos, una gran caridad con las almas del Purgatorio.
Un día, durante la Octava de Navidad, en la que la Iglesia prohíbe las Misas de
Réquiem, el 27 de diciembre, fiesta de San Juan Evangelista, este hombre de Dios,
ante el gran asombro de todos, subió al altar vestido de negro y celebró una Misa de
Difuntos.

Su superior, el padre Nobréga, conociendo la santidad de Anchieta, no dudó de que


hubiese actuado por Inspiración Divina; sin embargo, para no dejar pasar por alto lo
irregular de esta conducta, le reprendió delante de todos sus hermanos.

 
Le dijo: "¿Padre, no sabe usted acaso que la Iglesia prohibe celebrar de negro en el
día de hoy? ¿Acaso olvidó las reglas litúrgicas?" - El buen Padre, humilde y
obediente, respondió con respetuosa sencillez que Dios le había dado a conocer la
muerte de un Padre de la Compañía.

Este Padre, que había sido compañero suyo en la Universidad de Coimbra, y que
entonces vivía en Italia, en el Colegio de la Santa Casa de Loreto, había muerto esa
misma noche. “Dios -añadió-, al darme la noticia, me hizo comprender que debía
ofrecer inmediatamente el Santo Sacrificio por él y hacer todo lo que estuviera a mi
alcance para aliviar esta alma”. - "Pero, replicó su superior, ¿sabe usted si la Santa
Misa celebrada, como usted lo hizo, le fue de provecho?" - "Sí, contestó con
humildad Anchieta. Inmediatamente después de la Conmemoración de los Muertos,
cuando dije estas palabras: << ¡A Dios Padre Todopoderoso, en la unidad del
Espíritu Santo, todo el honor y la gloria!>>, el Señor me hizo ver que aquella
querida alma, había sido liberada de toda pena y ascendía al Cielo, donde le
esperaba la Corona de Justicia".
Capítulo 19 - Alivio de las almas del Purgatorio a través del
Sacrificio de la Misa - Venerable Madre Inés y la Hermana
Serafina - Margarita de Austria - Archiduque Alberto - Padre
Mancinelli
Acabamos de hablar de la eficacia del Santo Sacrificio de la Misa para el alivio de
las almas. Es la Fe viva en este misterio consolador la que inflama la devoción de
los verdaderos fieles y suaviza la amargura de su dolor.

¿Les arrebata la muerte un padre, una madre, un amigo? Los verdaderos fieles
vuelven sus ojos húmedos hacia el Altar, el cual les ofrece el medio de testimoniar al
querido difunto su amor y su gratitud. De ahí las numerosas Misas que se celebran,
de ahí el piadoso afán por asistir al Sacrificio de Propiciación en nombre de los
difuntos.

La venerable Madre Inés de Langeac, monja dominica de la que ya hemos hablado,


asistía a la Santa Misa con la mayor devoción, e instaba a sus hermanas a tener el
mismo fervor. Solía decirles que este Sacrificio Divino es la acción más sagrada de
la religión, la Obra de Dios por excelencia; y les recordaba las palabras de los Libros
Sagrados: <<Maldito sea quien haga la obra de Dios de manera negligente>>.

Una hermana de la comunidad, llamada Sor Serafina, murió. Ella no había tenido
suficientemente en cuenta los saludables consejos de su superiora y fue condenada a
un duro Purgatorio.

La madre Inés se enteró de ello. Durante un arrebatamiento, se encontró en espíritu


en el Lugar de la Expiación; vio muchas almas en medio de las llamas y reconoció
entre ellas a la Hermana Serafina, quien con una voz lastimera le pidió ayuda.
Movida por la más profunda compasión, la caritativa Superiora hizo todo lo que
pudo durante ocho días: ayunó, comulgó y asistió a la Santa Misa por los queridos
difuntos.

 
Mientras rezaba con muchas lágrimas y gemidos, suplicando a la Divina
Misericordia por medio de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo que
sacara a su querida hija de las llamas y la admitiera en la Dicha de contemplar su
Rostro, oyó una voz que le decía: "Sigue rezando; aún no es hora de liberarla”.

La Madre Inés perseveró con confianza, y dos días más tarde, mientras asistía al
Divino Sacrificio, en el momento de la Elevación, vio el alma de la Hermana
Serafina subir al Cielo, en medio de una gran alegría. Este espectáculo consolador
fue la recompensa a su Caridad e inflamó con un nuevo ardor su devoción al Santo
Sacrificio de la Misa.

Las familias cristianas, en las que reina el espíritu de Fe, se imponen la obligación
de hacer celebrar un gran número de Misas por sus difuntos, según su condición y
fortuna. Trabajan incansablemente en santas prodigalidades, para multiplicar los
sufragios de la Iglesia y aliviar así a las almas.

Consta en la Vida de la Reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III, que en un


solo día, el de sus funerales, se celebraron en la ciudad de Madrid casi mil cien
misas por el descanso de su alma. Esta Princesa había pedido mil misas en su
testamento y el Rey hizo añadir cien más.

- Cuando el archiduque Alberto murió en Bruselas, su viuda, la piadosa Isabel, hizo


celebrar cuarenta mil misas por él; y durante todo un mes ella misma escuchó diez
Misas al día, con la mayor piedad (Padre Munford, Caridad hacia los Difuntos).

Uno de los modelos más perfectos de devoción por la Santa Misa, y de Caridad
hacia las almas del Purgatorio fue el Padre Julio Mancinelli, de la Compañía de
Jesús. Los sacrificios ofrecidos por este digno religioso, dice el Padre Rossignoli
(Maravilla 23), parecían tener una eficacia particular ante el Señor, para lograr el
alivio de los difuntos.

Las almas se le aparecían con frecuencia para pedir la gracia de una sola Misa.
 

César Costa, tío del Padre Mancinelli, era arzobispo de Capua. Un día se encontró
con su santo sobrino, quien estaba muy pobremente vestido, a pesar de los rigores
del frío. El arzobispo, con gran caridad, le dio una limosna a su sobrino para que
comprase un abrigo.

Algún tiempo después, el arzobispo murió. El Padre, habiendo salido a visitar a sus
enfermos, cubierto con su nuevo abrigo, vio a su tío difunto acercarse a él todo
rodeado de llamas, rogándole que le prestara su abrigo. El Padre se lo dio y el
difunto se envolvió en él; las llamas se apagaron de inmediato.

El Padre Mancinelli comprendió que esa alma sufría en el Purgatorio y que le pedía
que la aliviara de sus penas en recompensa por la Caridad que le había demostrado.
Entonces, retomando su manto, le prometió que rezaría por ella, con el mayor celo
posible, especialmente en el Altar del Señor.

Este hecho fue tan conocido y causó una impresión tan piadosa que, tras la muerte
del Padre, él fue pintado en un cuadro que aún se conserva en el colegio de
Macerata, su tierra natal. Muestra al Padre Julio Mancinelli en el Altar, vestido con
los ornamentos sacerdotales; está ligeramente elevado sobre el pie del Altar, para
significar el éxtasis con el que Dios le había favorecido.

De su boca salen chispas, imagen de sus oraciones ardientes y de su fervor durante


el Santo Sacrificio. Debajo del Altar, vemos el Purgatorio y las almas que reciben
allí las bendiciones de los sufragios.

Arriba, dos ángeles toman unos vasos preciosos y derraman una lluvia de oro, lo
cual señala las bendiciones, gracias y liberaciones concedidas a estas pobres almas
en virtud de los sacrificios del piadoso celebrante.

También está el manto, del que se ha hecho mención, y una inscripción en verso,
cuyo significado es este:<<Oh abrigo milagroso, dado para proteger contra los
rigores del frío, y que luego ha servido para calmar los ardores del fuego. Es así
como la Caridad calienta o refresca, según la naturaleza de los males que debe
aliviar>>.
Capítulo 20 - El alivio de las almas a través de la Santa Misa -
Santa Teresa y Bernardino de Mendoza - La multiplicidad de
Misas, la pomposidad de los funerales - Las ceremonias
sagradas de la Iglesia y las coronas profanas que cubren los
féretros
Concluyamos lo que tenemos que decir sobre la Santa Misa con el relato de Santa
Teresa, concerniente a Bernardino de Mendoza. Ella cuenta este hecho en su libro de
las Fundaciones, capítulo X.

El Día de los Difuntos, don Bernardino de Mendoza regaló a Santa Teresa una casa
y un hermoso jardín, situados en Valladolid, para que allí se fundase un convento en
honor a la Madre de Dios.

"Dos meses después -escribe la  santa-, este caballero cayó repentinamente enfermo
y perdió el habla, de modo que no podía confesarse, aunque mostraba con signos el
deseo de hacerlo y la profunda contrición que sentía por sus pecados.

Pronto murió, lejos de donde yo me encontraba en ese momento. Pero Nuestro


Señor me habló y me hizo saber que él se había salvado, aunque había corrido un
gran riesgo de no lograrlo. La Misericordia de Dios se había derramado sobre él,
merced a los donativos que había hecho para el convento en honor de la Santísima
Virgen; sin embargo, su alma no debía salir del Purgatorio antes de que fuese
celebrada la primera Misa en la nueva casa.

Sentí tan profundamente los sufrimientos de esta alma que, a pesar de mi fuerte
deseo por terminar lo antes posible la fundación de Toledo, me fui inmediatamente
para Valladolid.

Un día, mientras rezaba en Medina del Campo, Nuestro Señor me dijo que me
apresurara, pues el alma de Mendoza estaba sumida en los mayores tormentos.
Entonces, aunque no estaba preparada para ello, me puse inmediatamente en marcha
y llegué a Valladolid el día de San Lorenzo.
 

Inmediatamente llamé a los albañiles para que construyeran sin demora los muros
del recinto, pero como esto iba a tomarse mucho tiempo, pedí permiso al señor
obispo para construir una capilla provisional, para uso de las hermanas que me
habían acompañado.

Habiéndolo obtenido, hice celebrar allí la Misa, y en el momento de la Comunión, al


dejar mi lugar para acercarme a la Santa Mesa, vi a nuestro benefactor, quien, con
las manos juntas y el rostro resplandeciente, me agradeció lo que había hecho para
rescatarlo del Purgatorio.

Entonces lo vi ascender al Cielo, lleno de gloria. Me alegré aún más porque no me


había imaginado lograr un éxito semejante. En efecto, aunque Nuestro Señor me
había revelado que la liberación de esta alma se produciría inmediatamente después
de la primera Misa celebrada en la nueva casa, pensé que ello debía entenderse
como <<la primera Misa, cuando el Santísimo Sacramento ya pudiese ser guardado
en el Tabernáculo>>.

Esta hermosa escena nos muestra no solo la eficacia de la Santa Misa, sino también
la tierna bondad con la que Jesucristo se interesa por las almas e incluso solicita
nuestros sufragios en favor de ellas.

Siendo el Sacrificio Divino de tan grande valor, cabría preguntarse si un mayor


número de Misas proporciona más alivio a las almas que un número menor, pero
compensado esto último con espléndidos funerales y abundantes limosnas. - La
respuesta a esta pregunta puede deducirse del espíritu de la Iglesia, que es el Espíritu
de Jesucristo mismo y la expresión de Su Voluntad.

La Iglesia insta a los fieles a ofrecer oraciones, limosnas y demás buenas obras por
los difuntos, a que les sean aplicadas indulgencias, pero sobre todo a que les sea
celebrada la Santa Misa y que asistamos a ella.

 
A la vez que da un lugar especial al Divino Sacrificio, la Iglesia aprueba y emplea
las diversas clases de sufragios, según las circunstancias, la devoción y la condición
social del difunto o de sus herederos.

Es una costumbre católica, que los fieles han observado sagradamente desde los
primeros tiempos, celebrar por el difunto un servicio solemne y un funeral tan
espléndido como lo permitan sus posibilidades.

Los gastos que realizan de esta manera son una limosna a la Iglesia, limosna que
eleva muchísimo a los ojos de Dios el valor del Divino Sacrificio y también su valor
expiatorio en relación con el alma del difunto.

Sin embargo, es bueno moderar el gasto en los funerales, de tal manera que queden
todavía recursos suficientes para celebrar un número adecuado de Misas y para dar
limosna a los pobres.

No debemos olvidar el carácter cristiano de los funerales; veamos el servicio fúnebre


como un gran acto religioso y no como una expresión de vanidad mundana.

Hay que evitar los símbolos profanos de luto que no se ajustan a las tradiciones
cristianas, por ejemplo, las costosas coronas de flores con las que se hace acompañar
el féretro del difunto.

Se trata de una innovación justamente desaprobada por la Iglesia, a quien Jesucristo


confió el cuidado del Culto y de las ceremonias sagradas, sin excluir las fúnebres.

Las que la Iglesia emplea al momento de la muerte de sus hijos son venerables por
su antigüedad, llenas de significado y de consuelo para la fe. Todos los elementos
expuestos a los ojos de los fieles, la Cruz y el Agua Bendita, las velas y el incienso,
las lágrimas y las oraciones, respiran compasión por las almas, fe en la Divina
Misericordia y esperanza en la inmortalidad del alma.
 

¿Tiene todo ello algún parecido con las frías coronas de violetas? Estas no le dicen
nada al alma cristiana; representan a lo sumo un símbolo profano de la vida mortal -
un símbolo que contrasta con la imagen santa de la Cruz -  y que es ajeno a los ritos
sagrados de la Iglesia.
Capítulo 21 - Alivio para las almas – La oración - Hermano
Corrado d'Offida - El anzuelo de oro y el hilo de plata
Después del Santo Sacrificio de la Misa, tenemos un buen número de medios
secundarios para aliviar a las almas, los cuales son igualmente eficaces cuando se
utilizan con espíritu de fe y fervor.

En primer lugar está la oración, la oración en todas sus formas.

Los anales de la Orden Seráfica hablan con admiración del Hermano Corrado
d'Offida, uno de los primeros discípulos de San Francisco. Se distinguió por un
espíritu de oración y Caridad que contribuyó en gran medida a la edificación de sus
hermanos.

Entre ellos había uno, todavía joven, cuya conducta suelta y turbulenta perturbaba a
la santa comunidad; pero gracias a las oraciones y a las caritativas exhortaciones de
Corrado, se corrigió completamente y se convirtió en un modelo de
comportamiento.

Poco después de esta feliz conversión, él murió, y sus Hermanos ofrecieron los
sufragios ordinarios por su alma.

No habían pasado muchos días, cuando el hermano Corrado, estando en oración ante
el Altar, oyó una voz que le pedía la ayuda de sus oraciones. – “¿Quién eres tú?”,
dijo el siervo de Dios. – “Soy -respondió la voz- el alma del joven religioso al que le
ayudasteis de la mejor forma a recuperar el fervor”. – “¿Pero acaso no tuviste una
Muerte Santa? ¿Todavía tienes tanta necesidad de oración?" - "Mi muerte fue en
efecto  buena y me salvé de la Condenación Eterna; pero a causa de mis pecados
anteriores, los cuales no tuve tiempo de expiar, estoy sufriendo los castigos más
rigurosos, y os ruego que no me neguéis la ayuda de vuestras oraciones".

 
Inmediatamente el buen Hermano Corrado se inclinó ante el Sagrario y rezó un
Padre Nuestro seguido del Requiem aeternam. “Oh, mi buen Padre -exclamó la
aparición-, ¡qué refrescante es para mí vuestra oración! ¡Oh, cómo me alivia! Por
favor, continuad”.

- Corrado repitió con devoción las mismas oraciones. “Padre amado, dijo el alma,
¡os imploro, que la hagáis de nuevo! ¡Otra vez! ¡Siento tanto alivio cuando rezáis!”

- El caritativo religioso continuó sus oraciones con nuevo fervor, y repitió cien veces
la oración dominical.

Entonces, con una voz de indecible alegría, el difunto le dijo: "Os doy gracias de
parte de Dios, oh amado Padre: estoy completamente liberado; he aquí que voy al
Reino de los Cielos".

Podemos ver en el ejemplo anterior cuán efectivas son las oraciones más pequeñas,
las súplicas más cortas para aliviar los sufrimientos de las pobres almas.

Leí en alguna parte -dice el Padre Rossignoli- que un santo obispo, arrebatado en el
espíritu, vio a un niño que, con un anzuelo de oro y un hilo de plata, sacaba de un
pozo a una mujer que se ahogaba. - Después de su oración, mientras se dirigía a la
iglesia, vio a este mismo niño arrodillado, rezando sobre una tumba en el
cementerio.

“¿Qué haces ahí, amiguito?", le preguntó. "Rezo -respondió el niño- el Padre


Nuestro y el Ave María por el alma de mi madre, cuyo cuerpo yace en este lugar”.

- El prelado comprendió enseguida que Dios había querido mostrarle la eficacia de


la oración más sencilla; supo que el alma de esta madre acababa de ser liberada, que
el anzuelo de oro era el Padre Nuestro, y que el Ave María era el hilo de plata de
esta línea mística.
Capítulo 22 - Alivio de las almas – El Santo Rosario - Padre
Nieremberg – La Madre Francisca del Santísimo Sacramento
y el Santo Rosario
Sabemos que el Santo Rosario ocupa el primer lugar entre las oraciones que la
Iglesia recomienda a los fieles; esta excelente oración, fuente de tantas gracias para
los vivos, es también singularmente eficaz para el alivio de los difuntos.

Tenemos una prueba conmovedora de ello en La Vida del Padre Nieremberg, de


quien hemos hecho mención anteriormente. Para aliviar las almas del Purgatorio,
este caritativo siervo de Dios, se imponía frecuentes mortificaciones acompañadas
de oraciones y rezos. No dejó de rezar el Santo Rosario por ellas, todos los días, y de
ganar para ellas todas las indulgencias que le fuese posible. Esta fue la devoción a la
que invitó a los fieles en una obra especial que publicó sobre el tema.

El rosario que utilizaba estaba decorado con medallas piadosas, y enriquecido con
numerosas indulgencias. Un día lo perdió, y se lamentó mucho: no porque este santo
religioso - cuyo corazón ya no tenía ataduras en la Tierra - tuviese algún apego
material a este rosario, sino porque se veía impedido de proporcionar a sus queridas
almas la ayuda habitual.

Buscó por todas partes, hizo memoria para ver si podía encontrar su piadoso tesoro;
todo fue inútil, y cuando llegó la noche, se vio obligado a sustituir su oración con
indulgencias, por oraciones comunes.

Mientras rezaba a solas en su celda, oyó en el techo un ruido parecido al de su


rosario, ruido que le era muy familiar; y levantando los ojos, vio que su rosario,
sostenido por manos invisibles, descendía hacia él y caía a sus pies con todas las
medallas adheridas. - No dudó de que las manos invisibles que se lo habían traído
eran las de las almas aliviadas por este medio.

Imaginémonos con qué renovado fervor recitaba las cinco decenas acostumbradas, y
cuánto le animaba este hecho sobrenatural a perseverar en una práctica tan
visiblemente favorecida por el Cielo.
 

La venerable Madre Francisca del Santísimo Sacramento tenía también la piadosa


costumbre de rezar frecuentemente el Santo Rosario para aliviar a las almas; y Dios
se dignó mostrar a su sierva, por medio de sensibles favores, lo agradable que le
resultaba esta oración.

  

Francisca del Santísimo Sacramento (su vida escrita por el Padre Joachim. Ver
Rossignoli, Maravilla 26) tuvo desde su infancia la mayor devoción por las almas
purgantes, y perseveró en ella mientras vivió sobre la Tierra. Era todo corazón, toda
devoción hacia estas pobres y santas almas: para ayudarlas, rezaba todos los días el
Santo Rosario e invitaba a su capellán, terminando cada decena con el Requiescant
in pace. En los días de fiesta, cuando tenía más tiempo libre, agregaba a su oración
el Oficio de Difuntos.

A la oración añadía las penitencias. La mayor parte del año ayunaba a pan y agua,
hacía vigilias y otras prácticas de mortificación; tenía que soportar mucho trabajo y
fatiga, dolores y persecuciones: pero todos estos trabajos fueron en beneficio de las
almas; Francisca ofreció todo a Dios por el alivio de las almas.

No contenta con asistirlas ella misma, instaba a los demás a hacerlo en la medida de
sus posibilidades: si venían sacerdotes al monasterio, les instaba a celebrar la Misa;
si eran laicos, los conminaba a repartir muchas limosnas por los fieles difuntos.

Como premio a su caridad, Dios permitió que las almas la visitaran con frecuencia,
tanto para pedirle sus sufragios como para agradecérselos. Los testigos aseguraron
que en varias ocasiones ellas se hacían visibles y la esperaban en su puerta cuando
se dirigía al servicio de maitines, buscando poder encomendarse a ella; en otras
ocasiones entraban en su habitación para presentarle sus peticiones; se alineaban
alrededor de su cama hasta que ella despertaba.

Tales apariciones, a las que estaba acostumbrada, no le causaban ningún temor; y


para que ella no llegase a pensar que se trataba de un sueño o de una ilusión del
diablo, ellas le decían al entrar: "¡Salve, esclava de Dios, esposa del Señor! ¡Que
Jesús esté siempre contigo!” – Enseguida mostraban su veneración por una gran cruz
y por las reliquias de los santos, que su benefactora guardaba en su celda. - Si la
encontraban rezando con el rosario, añaden los mismos testigos, ellas se lo quitaban
de las manos y lo besaban con amor, como reconocimiento de que era instrumento
de su liberación.
Capítulo 23 - Alivio para las almas - Ayunos, penitencias y
mortificaciones, incluso leves - Un vaso de agua - Beata
Margarita
Después de la oración está el ayuno, es decir, no solo el ayuno propiamente dicho,
que consiste en la abstinencia de alimentos, sino también todas las obras de
penitencia de cualquier tipo.

Hay que notar que no se habla aquí solo de las grandes austeridades practicadas por
los santos, sino de todas las tribulaciones y molestias de la vida, así como de las
menores mortificaciones y de los más pequeños sacrificios que nos imponemos o
aceptamos de cara a Dios, y que ofrecemos a su Divina Misericordia por el alivio de
las almas.

Un vaso de agua que nos negamos cuando tenemos sed es una cosa muy pequeña y,
considerado este acto en sí mismo, apenas si podemos vislumbrar la eficacia que
tiene para suavizar los terribles sufrimientos del Purgatorio. Sin embargo, tal es la
Bondad Divina que Ella se digna aceptarlo como un sacrificio de gran valor.

"Permítanme citar un ejemplo casi personal sobre este tema, dice el abate Louvet.
Una de mis parientes fue monja en una comunidad, la cual edificaba no por el
heroísmo de las virtudes que brillan en los santos, sino gracias a una vida virtuosa y
sencilla, y a su permanente buena conducta.

Sucedió que ella perdió a una amiga que tenía en el mundo. En cuanto supo la
noticia de su muerte, se propuso encomendarla a Dios.

Cuando llegaba la noche y sentía sed, su primer instinto era refrescarse; su regla no
se lo impedía. Pero recordando a su difunta amiga, tuvo el buen propósito de negarse
a sí misma este pequeño alivio para su cuerpo; en lugar de beber el vaso de agua que
tenía en la mano, lo derramaba, rogando a Dios que se apiadara del alma de la
difunta”.

 
- Esto nos recuerda cómo el rey David, cuando él y su ejército se encontraban en un
lugar sin agua y estaban apurados por la sed, él se negó a beber el agua fresca que le
trajeron de la cisterna de Belén; en lugar de llevársela a los labios, la derramó como
una ofrenda al Señor. La Escritura cita este acto del rey como una acción agradable a
Dios.

- Ahora bien, la leve mortificación que nuestra monja se impuso privándose de este
vaso de agua, agradó tanto al Señor que permitió que la difunta lo manifestara
mediante una aparición. La noche siguiente se le apareció a la Hermana,
agradeciéndole efusivamente lo que había hecho por ella. Aquellas pocas gotas de
agua, que por mortificación la Hermana había sacrificado, se habían convertido en
un refrescante baño para atemperar el calor del Purgatorio.

Nótese que lo que aquí decimos no se limita únicamente a los actos de mortificación
fuera de lo común; debe extenderse también a aquellos actos de mortificación
obligatorios, es decir, a todas las incomodidades y molestias que debemos padecer
para cumplir con nuestras obligaciones, así como también, y de manera general, a
todas las buenas obras a las que estamos obligados por el deber cristiano, o por el
deber de nuestro estado particular.

Por ello, todo cristiano está obligado, en virtud de la ley de Dios, a abstenerse de
palabras lascivas, de palabras calumniosas, de palabras de murmuración.
Igualmente, todo religioso debe guardar el silencio, la Caridad, la obediencia
prescritos por su regla.

Ahora bien, estas observancias, aunque obligatorias, practicadas cristianamente, de


cara a Dios, en unión con las obras y los sufrimientos de Jesucristo, pueden
convertirse en sufragios y servir de ayuda a las almas.

En aquella famosa aparición, en la que la beata Margarita María vio a una monja
fallecida que sufría cruelmente por haber vivido en la tibieza espiritual, la pobre
alma, después de haber dado a conocer con detalle los tormentos que padecía,
añadió estas palabras: "¡Ay! Un día de riguroso silencio, observado por toda la
comunidad, curaría mi boca deteriorada; otro día, empleado en la práctica de la santa
Caridad, curaría mi lengua; un tercero, en donde no haya ninguna murmuración o
desaprobación de la superiora, curaría mi corazón desgarrado..."

Como vemos, esta alma no pedía obras más allá de lo ordinario, sino que tan solo le
fuesen aplicadas aquellas obras a las cuales estaban obligadas sus compañeras de
comunidad.
Capítulo 24 - El alivio de las almas - La Santa Comunión -
Santa Magdalena de Pazzi liberando a su hermano - La
Comunión general en la iglesia de Santa María in Trastévere
Si las buenas obras comunes y corrientes proporcionan tanta ayuda a las almas, ¿qué
no logrará la obra más santa que pueda realizar un cristiano? ¡Me refiero a la
Comunión Eucarística!

Cuando Santa Magdalena de Pazzi vio el alma de su hermano en medio de los


sufrimientos del Purgatorio, se compadeció, rompió a llorar y gritó con voz
lastimera: "¡Oh alma afligida, cuán terribles son tus penas! ¡Por qué no lo pueden
entender los que no tienen el valor de llevar sus cruces aquí en la Tierra! Mientras
estabas en el mundo, oh hermano mío, no querías escucharme, y ahora anhelas que
te escuche. Pobre víctima, ¿qué necesitas de mí?"

- Aquí se detuvo, y se le oyó contar hasta el número ciento siete; luego dijo en voz
alta que era el número de Comuniones que él le suplicaba. “Sí -respondió ella-,
puedo hacer fácilmente lo que me pides; pero ¡ay! ¡Cuánto tiempo tomará pagar esta
deuda! Oh, ¡con qué gusto iría al lugar donde estás, si Dios me lo permitiera, para
liberarte o evitar que otros bajen allí!"

La santa, sin omitir oraciones y otros sufragios, hizo con el mayor fervor las
Comuniones que su hermano le solicitó para lograr su liberación.

Dice el Padre Rossignoli: “Es una piadosa costumbre (Maravilla 45), establecida en
las iglesias de la Compañía de Jesús, hacer cada mes una Comunión general por el
alivio de las almas del Purgatorio. Dios se dignó mostrar con un prodigio lo
agradable que le resulta esta práctica.

En el año 1615, un día en que los Padres de la Compañía celebraban solemnemente


la Comunión general mensual en Roma, en la iglesia de Santa María in Trastévere,
una gran multitud de fieles acudió a ella.

 
Entre los que acudieron se encontraba un gran pecador que, aunque participaba en
las piadosas ceremonias religiosas, llevaba desde hacía tiempo una mala vida.

Este hombre, antes de entrar en la iglesia, vio salir a un pobre hombre de buena
apariencia que le pedía limosna por amor a Dios; al principio se la negó. Pero el
pobre hombre, según la costumbre de los mendigos, insistió hasta tres veces,
utilizando las más conmovedoras fórmulas de súplica.

Al final, cediendo de buena gana, nuestro pecador llamó al mendigo, sacó su cartera
y le dio una moneda.

Enseguida el pobre hombre, cambió sus palabras de súplica y dijo lo siguiente:


"Quédate con tu dinero. No tengo necesidad de tu generosidad. Pero tú, por el
contrario, estás muy necesitado de un cambio de vida. Debes saber que he venido
desde el Monte Gargano a la ceremonia que se celebra en esta iglesia, con el fin de
hacerte una advertencia para tu bien. Durante veinte años has llevado una vida
deplorable, provocando la ira de Dios, en lugar de haberla aplacado mediante un
arrepentimiento y confesión sinceras. Apresúrate a hacer penitencia, si quieres
escapar de los castigos de la Justicia Divina que están a punto de recaer sobre tu
cabeza".

El pecador quedó impactado por estas palabras. Un temor indescriptible se apoderó


de él al escuchar que quedaban al descubierto las iniquidades de su conciencia, las
cuales solo Dios podía conocer. Su conmoción fue aún mayor cuando vio a este
pobre hombre desaparecer ante sus ojos, como el humo que se disipa en el aire.

Abriendo su corazón a la Gracia, entró en la iglesia, se arrodilló, derramando un


torrente de lágrimas. Luego, con arrepentimiento sincero, se dirigió a un sacerdote
con el fin de confesar sus crímenes y pedir perdón.

Después de la confesión, dio cuenta al sacerdote del prodigio que le había sucedido,
pidiéndole que lo diera a conocer a todos, para el aumento de la devoción a los
difuntos. El hombre arrepentido no dudaba de que hubiese sido un alma recién
liberada la que le había obtenido esta gracia de la Conversión.

Cabe preguntarse quién fue el misterioso mendigo que se le apareció a este pecador
para convertirlo. Algunos han creído que no fue otro que el Arcángel San Miguel,
porque dijo que venía del monte Gargano.

Se sabe que esta montaña es famosa en toda Italia por una aparición del Arcángel
San Miguel, a raíz de la cual se erigió un magnífico santuario.

En todo caso, la conversión de este pecador a través de un milagro tal, y justo en el


momento en que se rezaban oraciones solemnes y se comulgaba por los difuntos,
demuestra cuán maravillosa es esta devoción y el gran valor que tiene a los ojos de
Dios.

Concluyamos, pues, con las palabras de San Buenaventura: "Que la Caridad os lleve
a comulgar, pues no hay nada más eficaz para el Eterno Descanso de los difuntos"
(De proepar. Maissae).
Capítulo 25 - Alivio de las almas - El Viacrucis - La Venerable
María de Antigna
Después de la Santa Comunión, hablemos del Viacrucis. Este santo ejercicio puede
ser considerado por sí solo y también con respecto a las indulgencias con las que ha
sido enriquecido.

Por sí solo, es una forma solemne y excelente de meditar la Pasión del Salvador; por
consiguiente es el ejercicio más saludable de nuestra Santa Religión.

En su sentido literal, el Viacrucis es el camino que el Hombre-Dios recorrió,


agobiado por el peso de su Cruz, desde el palacio de Pilatos, donde fue condenado a
muerte, hasta la cumbre del Calvario donde fue crucificado.

Después de la Ascensión de su Hijo, la Santísima Virgen María, sola o en compañía


de santas mujeres, recorrió con frecuencia este doloroso camino. Siguiendo su
ejemplo, los fieles de Palestina en un comienzo, y posteriormente muchos
peregrinos de las regiones más remotas, fueron a visitar estos lugares sagrados, que
habían sido rociados con el Sudor y la Sangre de Jesucristo.

Y la Iglesia, para alentar su piedad, les abrió el tesoro de sus Gracias Espirituales.

Pero como no todo el mundo podía viajar a Judea, la Santa Sede permitió que se
erigieran cruces y cuadros o bajorrelieves en otros lugares, en iglesias y capillas, que
representaran las conmovedoras escenas que habían tenido lugar en el verdadero
Camino del Calvario en Jerusalén.

Al permitir la erección de estas santas estaciones, los Pontífices romanos, que


comprendieron la excelencia y la eficacia de esta devoción, se dignaron también
enriquecerla con todas las Indulgencias que habían concedido a la visita efectiva de
los Santos Lugares.
 

En efecto, según los Breves y Constituciones de los Sumos Pontífices Inocencio XI,
Inocencio XII, Benedicto XIII, Clemente XII y Benedicto XIV, los que hacen el
Viacrucis con las debidas disposiciones, ganan todas las Indulgencias concedidas a
los fieles que visitan personalmente los Santos Lugares de Jerusalén, y estas
Indulgencias son aplicables a los difuntos.

Ahora bien, es verdad que muchas indulgencias, plenarias o parciales, han sido
concedidas a los que visitan los lugares santos de Jerusalén, como puede verse en el
Bullarium Terrae Sanctae.

De modo que, desde el punto de vista de las indulgencias, puede decirse que, de
todas las prácticas de piedad, el Viacrucis es la más rica.

Así, esta devoción, tanto por la excelencia de su objeto como por las Indulgencias
asociadas, constituye un sufragio del mayor valor para los difuntos.

Esto es lo que leemos sobre este tema en la vida de la Venerable María de Antigna
(Louvet, Le Purgatoire, p. 332). Hacía tiempo que tenía la santa costumbre de hacer
el Viacrucis todos los días para socorrer a los difuntos; pero después, por razones
más aparentes que sólidas, lo hizo con menos frecuencia, y luego lo abandonó por
completo.

Nuestro Señor, quien tenía grandes planes para esta piadosa virgen, y quien quiso
hacer de ella una Víctima de Amor para el consuelo de las pobres almas del
Purgatorio, se dignó darle una lección que debe servirnos a todos de enseñanza.

Una monja del mismo monasterio, recientemente fallecida, se presentó ante ella y se
quejó con tristeza: "Hermana -dijo-, ¿por qué ya no hace el Viacrucis por las almas
purgantes? Antes nos aliviaba cada día con este santo ejercicio; ¿por qué nos priva
de esta ayuda?"

 
Todavía estaba hablando esta alma, cuando el Salvador mismo se mostró a Su sierva
y le reprochó su descuido. "Sabes, hija mía -añadió-, que las estaciones del
Viacrucis son muy provechosas para las almas del Purgatorio y constituyen un
sufragio de gran importancia.

Por eso he permitido que esta alma, en su nombre y en el de todas las demás, te lo
reclame. Sabes también que por el hecho de que en el pasado habías practicado
debidamente esta saludable devoción, habías sido favorecida con una comunicación
habitual con los difuntos; es también por dicha razón que estas almas agradecidas no
cesan de rezar por tí y de defender tu causa ante el Tribunal de Mi Justicia.

Da a conocer este tesoro a tus Hermanas y diles que extraigan de él abundantes


gracias, tanto para ellas como para los difuntos".
Capítulo 26 - Alivio de las almas - Indulgencias - La beata
María de Quito y los montones de oro
Pasemos a las indulgencias aplicables a los difuntos.

Es aquí donde la Divina Misericordia se nos revela con una faceta de abundancia.

Sabemos que la Indulgencia es la remisión de las penas temporales debidas al


pecado, concedida por el poder de las Llaves de la Iglesia, por fuera del Sacramento
de la Penitencia.

En virtud del poder de las Llaves que recibió de Jesucristo, la Santa Iglesia puede
liberar a los fieles sometidos a su jurisdicción de cualquier obstáculo para su entrada
en la Gloria.

Ella ejerce este poder en el Sacramento de la Penitencia, donde los absuelve de sus
pecados.

También la ejerce fuera del Sacramento, para eliminar la deuda de la pena temporal
que permanece después de la absolución: en este segundo caso se denomina
Indulgencia.

La remisión de las penas a través de las indulgencias solo se concede a los fieles
vivos; pero la Iglesia puede, en virtud de la Comunión de los Santos, autorizar a sus
hijos aún vivos a ceder a sus hermanos difuntos la remisión que se les ha hecho: esta
es la indulgencia aplicable a las almas del Purgatorio.

Aplicar una indulgencia a los difuntos es ofrecerla a Dios en nombre de Su Santa


Iglesia, para que se digne concederla a las almas purgantes. Las satisfacciones
ofrecidas de este modo a la Justicia Divina en nombre de Jesucristo y de su Iglesia
son siempre aceptadas, y Dios las aplica o bien a un alma en particular a la que
queremos ayudar, o bien a ciertas almas a las que Él quiere favorecer, o bien a todas
en general.

Las Indulgencias son Plenarias o Parciales.

La Indulgencia Plenaria es la remisión, concedida a la persona que gana esta


indulgencia, de todas las penas temporales de las que es responsable ante Dios.

Supongamos que para saldar esta deuda sea necesario cumplir cien años de
penitencia canónica en la Tierra, o sufrir los castigos del Purgatorio durante un
período más prolongado; por el hecho de que la indulgencia plenaria está
perfectamente ganada, todos estos castigos son perdonados. De esta forma el alma
ya no presenta ante Dios ninguna mancha que le impida ver Su Rostro Divino.

La Indulgencia Parcial consiste en la remisión de un determinado número de días o


de años.

Estos días o años no representan en modo algunos días o años de sufrimiento en el


Purgatorio, sino que deben entenderse como días o años de penitencia pública y
canónica, consistente sobre todo en ayunos, como los que antiguamente se imponían
a los pecadores según la antigua disciplina de la Iglesia.

Así, una indulgencia de cuarenta días o de siete años es la remisión que uno
ameritaría ante Dios por cuarenta días o siete años de penitencia canónica.

¿Cuál es la proporción entre estos días de penitencia y la duración de la pena en el


Purgatorio? Este es un secreto que no ha querido Dios revelarnos.

 
Las indulgencias en la Iglesia son un verdadero tesoro espiritual, puestos a
disposición de los fieles: todos pueden sacar provecho de dicho tesoro para pagar
sus deudas y las de los demás.

Fue así que Dios se dignó mostrarle un día a la beata María de Quito (26 de mayo),
el tesoro que representan las indulgencias. Sumida en un éxtasis, vio en medio de
una inmensa plaza, una gran mesa repleta de montones de plata, oro, rubíes, perlas y
diamantes; al mismo tiempo oyó una voz que decía: "Estas riquezas son públicas.
Quien lo desee puede venir a recoger la cantidad que quiera”.

Dios le hizo saber a la beata que esto era una representación de las indulgencias
(Rossignoli, Maravilla 29).

Diríamos como el piadoso autor de Las Maravillas, ¿Acaso no somos culpables?…


¿Cómo es posible permanecer pobres y desvalidos en medio de tal abundancia, y
que no pensemos en socorrer a los demás?

¡Qué terrible! Las almas del Purgatorio están en extrema necesidad de ayuda; nos
suplican con lágrimas en medio de sus tormentos. ¡Tenemos en las indulgencias los
medios para saldar sus deudas, y no hacemos nada!

¿Acaso el acceder a este tesoro requiere esfuerzos dolorosos, ayunos, viajes,


privaciones insoportables para nuestra naturaleza humana?

“¡Y aunque así lo fuere, decía el elocuente Padre Segneri, tendríamos que decidirnos
a hacerlo”!.

¿No vemos acaso que los seres humanos, por amor a las riquezas o al arte,  son
capaces de exponerse a las llamas de un incendio… para salvar parte de su fortuna o
un cuadro valioso?

 
¿No deberíamos al menos hacer lo mismo para salvar de las llamas del Purgatorio a
las almas redimidas por la Sangre de Jesucristo?

Pero la Bondad Divina no pide nada que sea extremadamente doloroso. Solo exige
obras comunes y fáciles: un Santo Rosario, una oración, una Comunión, una visita a
un santuario, una limosna, la enseñanza del Catecismo a niños abandonados...

¡Descuidamos la fácil adquisición del Tesoro más Preciado, y no tenemos el celo


para aplicarlo a nuestros pobres hermanos que gimen en las llamas!
Capítulo 27 - Alivio de las almas - Indulgencias - Madre
Francisca de Pamplona y el Obispo Ribera - Santa Magdalena
de Pazzi - Santa Teresa
La venerable Madre Francisca del Santísimo Sacramento, monja de Pamplona, cuya
Caridad hacia las almas ya hemos dado a conocer, también tuvo el mayor celo para
ayudarlas mediante las indulgencias.

Un día, Dios le mostró las almas de tres prelados que anteriormente habían ocupado
la sede episcopal de Pamplona y que aún padecían los sufrimientos del Purgatorio.

La sierva de Dios comprendió que debía hacer todo lo posible para obtener su
liberación.

Como la Santa Sede había concedido entonces a España las llamadas Bulas de la
Cruzada, que permitían ganar la Indulgencia Plenaria bajo ciertas condiciones, pensó
que la mejor manera de ayudar a estas almas sería obtener para cada una de ellas la
gracia de la Indulgencia Plenaria.

Por ello, habló con su obispo, Cristóbal de Ribera; le hizo saber el triste estado de
los tres prelados y le pidió el favor de tres indulgencias asociadas con la cruzada.
Este, al saber que tres de sus predecesores seguían en el Purgatorio, se apresuró a
extender a la sierva de Dios, las bulas que conceden indulgencia.

Ella de inmediato cumplió con todas las condiciones exigidas y aplicó la Indulgencia
Plenaria a cada uno de los tres obispos.

La noche siguiente, los tres se aparecieron a la Madre Francisca liberados de todos


sus tormentos: le agradecieron su Caridad, y le pidieron que agradeciera también al
obispo Ribera por las indulgencias que finalmente les habían abierto las puertas del
Cielo (Vida de Francisca del Santo Sacramento, Maravilla 26).
 

El siguiente es el relato del Padre Cepari en la Vida de Santa Magdalena de Pazzi.

Una monja profesa, que había recibido durante su enfermedad los más solícitos
cuidados de parte de Magdalena, finalmente murió. Su cuerpo fue expuesto en la
iglesia según la costumbre y Magdalena se sintió inspirada a ir a contemplarla una
vez más.

Se dirigió a la puerta del cabildo desde donde podía verla; pero en cuanto llegó,
quedó en éxtasis y vio que el alma de la monja emprendía el vuelo hacia el Cielo.

Llevada por alegría ante este espectáculo, se le oyó decir: "¡Adiós, Hermana mía,
adiós, alma bendita! Como una paloma muy pura, estás volando hacia la Morada
Celestial y nos dejas en este lugar de miseria. ¡Oh, qué hermosa y gloriosa eres!
¿Quién puede explicar la Gloria con la que Dios ha coronado tus virtudes? ¡Qué
poco tiempo has pasado en las llamas purgantes! Tu cuerpo aún no ha sido devuelto
a la Tierra, ¡y he aquí que tu alma ya es recibida en el Palacio Sagrado! Ahora
conoces la verdad de aquellas palabras que te dije hace poco: "Todas las penas de
esta vida son poca cosa comparadas con los inmensos bienes que Dios guarda para
sus amigos".

- En esta misma visión, el Señor le hizo saber a Magdalena que esta alma solo había
permanecido quince horas en el Purgatorio, porque había sufrido mucho durante su
vida y había tenido cuidado de ganar las indulgencias que la Iglesia concede a sus
hijos en virtud de los méritos de Jesucristo.

Santa Teresa, en una de sus obras, habla de una monja que aprovechaba al máximo
las más pequeñas indulgencias concedidas por la Iglesia, y se esmeraba en ganar
todas las que podía. Su conducta no era más que ordinaria y su virtud era muy
común.

 
Murió y, para su gran sorpresa, la santa la vio ascender al Cielo casi inmediatamente
después de su muerte, lo que indica que no tuvo que pasar por el Purgatorio.

Como Teresa expresó a Nuestro Señor su asombro por este hecho, el Salvador le
dijo que era el fruto del esmero que la monja había tenido por ganar el mayor
número posible de indulgencias durante su vida: "Fue por este medio –añadió el
Señor- que ella pagó casi por completo sus deudas - a pesar de lo numerosas - antes
de morir, y que presentó una pureza muy grande ante el Tribunal de Dios”.
Capítulo 28 - Alivio de las almas - Indulgencias - Oraciones
que conceden indulgencias
Hay ciertas indulgencias que son fáciles de ganar y aplicables a los difuntos.

A continuación, el lector encontrará complacido las principales (véase Maurel, Le


chrétien éclairé sur les indulgences):

 1. La oración Oh mi buen y dulce Jesús... Indulgencia Plenaria para quien,


habiéndose confesado y comulgado, rece esta oración ante una imagen de Jesús
Crucificado y añada a ella alguna otra oración por las intenciones del Sumo
Pontífice.

 2. El Santo Rosario: Se conceden grandes indulgencias al rezo del Santo Rosario, si
se utiliza un rosario al que se le haya asociado una indulgencia, bien sea por parte de
Nuestro Santo Padre el Papa o por un sacerdote que haya recibido el poder para
hacerlo.

 3. El Viacrucis: Como hemos dicho anteriormente (capítulo XXV), varias


Indulgencias Plenarias y un gran número de Indulgencias Parciales están asociadas
al Viacrucis. Estas indulgencias no requieren Confesión y Comunión; basta con estar
en estado de gracia y tener un sincero arrepentimiento de todos los pecados. - En
cuanto al rezo del Viacrucis propiamente dicho, solo se requieren dos condiciones:
1) recorrer las catorce Estaciones, pasando de la una a la otra en la medida en que las
circunstancias lo permitan; 2) meditar al mismo tiempo la Pasión de Jesucristo. Los
que no saben seguir una reflexión meditada, pueden contentarse con pensar con el
corazón en algún evento de la Pasión, según sea su capacidad. Sin embargo, se les
insta, sin estar obligados a ello, a rezar un Padre Nuestro y un Ave María delante de
cada estación, y a hacer un acto de contrición por sus pecados (Decreto del 16 de
febrero de 1839).

 4. Los actos de Fe, Esperanza y Caridad: Indulgencia de siete años y siete


cuarentenas, cada vez que se reciten.
 

 5. Las letanías de la Santísima Virgen, 300 días cada vez que se recen.

6. La Señal de la Cruz: 50 días cada vez que se haga; y si es con agua bendita, 100
días cada vez que se haga.

7. Oraciones diversas: ¡Jesús mío, misericordia! 100 días cada vez que se rece. -
Jesús, Manso y Humilde de Corazón, haced mi corazón semejante al tuyo. 300 días,
cada vez que se rece, una vez al día. - Dulce corazón de María, sed  la salvación mía.
300 días, cada vez que se rece. - V Alabado sea Jesucristo. R Por los siglos de los
siglos. Amen. 50 días, cada vez que dos personas se saluden con estas palabras.

8. El Angelus Domini. Indulgencia de 100 días cada vez que se recite, ya sea por la
mañana, al mediodía o por la noche, con el corazón contrito, de rodillas, y al sonido
de la campana.
Capítulo 29 - Alivio de las almas – La limosna - Raban-Maur
y Edelard en el monasterio de Fulda
Nos queda por mencionar un último y muy poderoso medio para aliviar las almas: la
limosna.

El Doctor Angélico, Santo Tomás, prefiere el mérito de la limosna al ayuno y a la


oración, cuando se trata de expiar las faltas anteriores.

“La limosna, dice (In 4. dist. 15, q. 3), posee más completamente la virtud de la
reparación que la oración, y la oración la posee más completamente que el ayuno.

Por ello, grandes siervos de Dios y grandes santos la han elegido primeramente,
como medio de ayuda a los difuntos.

Entre ellos, podemos mencionar como uno de los más notables al santo abad Raban-
Maur (4 de febrero), primer abad de Fulda en el siglo IX y quien fuera luego
arzobispo de Maguncia.

El abad Trittemus, distinguido escritor de la Orden de San Benito, nos cuenta que
Raban hizo distribuir muchas limosnas como alivio por los difuntos. Había
establecido la norma de que cada vez que uno de los monjes muriese, su ración de
comida se repartiese entre los pobres durante treinta días, para que el alma del
difunto se viese aliviada merced a dicha limosna.

En el año 830, el monasterio de Fulda se vio afectado por una especie de epidemia,
la cual produjo la muerte de un gran número de monjes. Raban-Maur, lleno de celo
y caridad por aquellas almas, mandó llamar a Edeleard, el ecónomo del monasterio y
le recordó la regla de la limosna establecida por los difuntos.

 
“Cuida mucho -le dijo- de que nuestras constituciones sean fielmente observadas y
de que los pobres sean beneficiados durante todo un mes con los alimentos
destinados a los hermanos que acabamos de perder”.

Edelard adolecía de falta de obediencia y de Caridad. Con el pretexto de que tal


generosidad era excesiva y de que tenía que economizar los recursos del monasterio
– cuando la realidad era que él estaba dominado por una avaricia que llevaba
escondida – hizo caso omiso de hacer las reparticiones prescritas, o las hizo solo de
manera muy incompleta.

Pero la Justicia de Dios no permitió que esta infidelidad quedara impune.

No había terminado el mes cuando, una noche, después de que la comunidad se


había retirado, entró en la sala capitular con un farol en la mano. Cuál ha debido ser
su asombro cuando, a una hora en la que la sala debía estar vacía, la encontró llena
de un gran número de religiosos. Su asombro se convirtió en miedo cuando observó
más detenidamente y reconoció a sus hermanos recientemente fallecidos.

El terror se apoderó de él; un frío helado recorrió sus venas y quedó inmóvil, en su
sitio, como una estatua sin vida. Entonces uno de los difuntos le dirigió terribles
reproches: "¡Miserable! le dijo, ¿por qué no repartiste las limosnas que debían
aliviar las almas de tus Hermanos difuntos? ¿Por qué nos has privado de esta ayuda
para poder apaciguar los tormentos del Purgatorio? Recibe ahora el castigo de tu
avaricia: te espera otro más terrible, cuando dentro de tres días te tocará el turno de
comparecer ante Dios”.

Al oír estas palabras, Edelard cayó como fulminado por un rayo y permaneció
inmóvil hasta pasada la medianoche, momento en el cual la comunidad se dirigía al
coro. Lo encontraron medio muerto, en el mismo estado en que se encontraba el
impío Heliodoro, después de haber sido azotado por los ángeles en el templo de
Jerusalén (II Macab. III).

 
Lo llevaron a la enfermería y le brindaron cuidados que le devolvieron un poco la
salud. En cuanto pudo hablar, en presencia del abad y de todos sus Hermanos, relató
con lágrimas el terrible suceso, del que su triste estado era testigo visible.

Luego de añadir que iba a morir dentro de tres días, pidió que se le administraran los
Últimos Sacramentos, exhibiendo el más humilde arrepentimiento. Los recibió muy
sinceramente y tres días después murió entre las oraciones de sus Hermanos.

Inmediatamente, se cantó la Misa de Difuntos y se repartió su ración entre los


pobres como alivio por los difuntos.

Sin embargo, el castigo no había terminado. Edelard se presentó ante su abad Raban,
pálido y desfigurado. Raban, movido por la compasión, le preguntó qué se podía
hacer por él. “Ah! replicó el alma desdichada; a pesar de las oraciones de nuestra
santa comunidad, no puedo obtener mi perdón antes de la liberación de todos los
hermanos a quienes, con mi avaricia, les impedí obtener los sufragios que les eran
debidos. Lo que ha sido dado a los pobres por cuenta de mi ración solo ha sido en
beneficio de ellos, según lo ordenado por la Justicia Divina.

Por eso te ruego, oh venerable y misericordioso Padre, que aumentes la limosna.


Espero que gracias a este poderoso medio, la Divina Clemencia se digne liberarnos a
todos, a ellos primero, y después a mí que soy el menos digno de Misericordia.

Entonces, Raban-Maur redobló las limosnas. Apenas había pasado un mes, cuando
Edelard se le apareció de nuevo, pero esta vez vestido de blanco, rodeado de
brillantes rayos, con la alegría reflejada en su rostro. Dio a su piadoso abad y a todo
el monasterio el más conmovedor agradecimiento por la Caridad que le habían
demostrado (Vida de Raban Maur; Rossignoli, Maravilla 2).

¡Qué lecciones se pueden extraer de esta historia! En primer lugar, se ilustra


vivamente la virtud de la limosna por los difuntos.

 
Además vemos cómo Dios castiga, incluso en esta vida, a los que, por avaricia, no
temen privar a los difuntos de sus sufragios. No hablo aquí de los herederos que son
culpables de descuidar el pago de las ofrendas piadosas que el difunto les había
confiado, negligencia que constituye una injusticia sacrílega. Me refiero a los hijos o
a los padres, quienes, por mezquinos motivos de interés propio, hacen celebrar el
menor número posible de Misas y distribuyen la menor cantidad posible de
limosnas, sin compadecerse del alma de su difunto, a la que dejan gemir en medio
de los espantosos tormentos del Purgatorio.

Se trata de una tremenda ingratitud, de una dureza de corazón absolutamente


contraria a la caridad cristiana, y que tendrá su castigo, quizá comenzando en esta
vida.
Capítulo 30 - Alivio de las almas – La limosna, misericordia
cristiana - San Francisco de Sales y la viuda de Padua
La limosna cristiana, esa misericordia que tanto recomienda Jesucristo en el
Evangelio, incluye no solo la ayuda corporal al necesitado, sino también todo el bien
que hacemos al prójimo trabajando por su salvación, soportando sus faltas,
perdonando sus ofensas.

Todas estas obras de Caridad pueden ofrecerse a Dios por los difuntos y contienen
una gran virtud expiatoria.

San Francisco de Sales cuenta que en Padua, donde estudió parte de su tiempo, había
una costumbre detestable.

Los jóvenes se divertían recorriendo por la noche las calles de la ciudad, armados
con arcabuces, y gritando a los que encontraban a su paso: ¿Quién va allí? – Los
transeúntes tenían que responderles o de lo contrario recibían disparos. Muchas
personas resultaron heridas o muertas de esta manera.

Una noche, un estudiante de colegio que no respondió a la pregunta, recibió un


disparo en la cabeza y cayó muerto. El autor de este disparo, presa del terror, huyó y
se refugió en la casa de una viuda bonachona a la que conocía y cuyo hijo era su
compañero de estudios. Le confesó con lágrimas en los ojos que acababa de matar a
un desconocido y le rogó que le diera protección en su casa.

Movida por la compasión, y sin sospechar que tenía ante sí al asesino de su hijo, la
señora encerró al fugitivo en un armario, donde los agentes de la ley no pudieran
descubrirlo.

No había transcurrido media hora, cuando se oyó un ruido tumultuoso en la puerta:


trajeron un cadáver y lo pusieron ante los ojos de la viuda. ¡Ay! Era su hijo, que
acababa de ser asesinado y cuyo asesino estaba escondido en su casa.
 

La pobre madre afligida lloró desconsoladamente, y habiendo ido hasta el escondite


del asesino le dijo: "Desgraciado, ¿qué te había hecho mi hijo para lo hubieses
asesinado tan cruelmente?” - El culpable, al enterarse de que había matado a su
amigo, empezó a gritar, a arrancarse el cabello, a retorcerse los brazos con
desesperación. Entonces, arrojándose de rodillas, pidió perdón a su protectora y le
rogó que lo entregara en manos del magistrado para que pudiese expiar tan horrible
crimen.

Sin embargo, esta madre desolada no olvidó en ese momento que era cristiana: el
ejemplo de Jesucristo, perdonando a sus verdugos, la inspiró a un acto heroico.

Ella le contestó que, siempre que él le pidiese perdón a Dios y cambiase de vida, le
dejaría marchar y se opondría a cualquier procedimiento judicial contra él.

Este perdón agradó tanto a Dios que quiso dar a la generosa madre un testimonio
sorprendente de Su Complacencia: permitió que el alma de su hijo se le apareciera
llena de gloria, afirmándole que iba a gozar de la Dicha Eterna: "Dios me ha
mostrado Su Misericordia, madre mía -añadió esta alma bendita-, porque tú has
mostrado misericordia con mi asesino. En consideración al perdón que le habéis
concedido, he sido liberado del Purgatorio, donde, sin la ayuda que me habéis
prestado, hubiese estado detenido durante mucho tiempo”.
Capítulo 31 - Alivio de las almas - El Acto Heroico de Caridad
hacia los difuntos - Padre Munford - Denis el cartujo y Santa
Gertrudis
Hasta ahora hemos hablado de los distintos tipos de obras buenas que podemos
ofrecer a Dios como sufragios por los difuntos. Nos queda por dar a conocer un acto
que contiene todas las obras y los medios adecuados para aliviar a las almas: es el
voto heroico, o como otros lo llaman, el Acto Heroico de Caridad hacia las almas
del Purgatorio.

Este acto consiste en ceder a las almas todas nuestras expiaciones, es decir, el valor
reparador de todas las obras de nuestra vida y de todos los sufragios que nos sean
concedidos después de nuestra muerte, sin conservar ninguno de ellos para sí o para
saldar nuestras propias deudas. Los ponemos en manos de la Santísima Virgen para
que los distribuya, según su voluntad, entre las almas que ella quiera liberar de las
penas del Purgatorio.

Es una donación total, en favor de las almas, de todo lo que uno pueda darles: se
ofrece a Dios por ellas todo el bien que uno haga en todos los aspectos,
pensamientos, palabras, obras, todo el mal que uno sufra meritoriamente en el
transcurso de la vida, sin excluir nada de lo que razonablemente pudiésemos
ofrecerles, y añadiendo además los sufragios que uno mismo fuese a recibir después
de la muerte.

Hay que tener en cuenta que el objeto de esta santa donación es el valor reparador de
las obras (véase más atrás, cap. IX), y no el mérito al que corresponde el grado de
Gloria en el Cielo, pues el mérito es estrictamente personal e intransferible.

Fórmula del Acto Heroico: "Oh Santa y Adorable Trinidad, deseando cooperar en la
liberación de las almas del Purgatorio y testimoniar mi devoción a la Santísima
Virgen María, cedo y renuncio, en beneficio de estas almas sufrientes, a la parte
reparadora de todas mis obras y a todos los sufragios que me fuesen concedidos
después de mi muerte, abandonándolos en las manos de la Santísima Virgen, para
que ella los aplique, según su voluntad, a las almas de los fieles difuntos que quiera
liberar de sus penas. Que Tú, oh Dios, aceptes y bendigas la ofrenda que te hago en
este momento. Que así sea”.

Los Papas Benedicto XIII, Pío VI y Pío IX, aprobaron este Acto Heroico y lo
enriquecieron con indulgencias y privilegios, de los cuales los siguientes son los
principales 1. Los sacerdotes que hayan hecho esta ofrenda podrán disfrutar del
Altar personal privilegiado todos los días del año. 2. Los simples fieles pueden
obtener la Indulgencia Plenaria, aplicable solo a las almas del Purgatorio, cada vez
que reciban la Sagrada Comunión, siempre que visiten una iglesia u oratorio público
y recen allí según la intención de Su Santidad. 3. Podrán aplicar a los difuntos todas
las indulgencias que no les sean aplicables en virtud de las concesiones, y que le
hayan sido concedidas hasta la fecha o que le sean concedidas en el futuro (Pío IX,
Decreto 30 de septiembre de 1852).

Aconsejo a todo verdadero cristiano -dice el Padre Munford (Caridad para con los
Difuntos)- que ceda, con santo desinterés, a las almas de los difuntos todo el fruto de
las buenas obras de que pueda disponer. No creo que pueda hacer mejor uso de ellas,
ya que así las hace más meritorias y eficaces, tanto para obtener las gracias de Dios,
como para expiar los pecados propios, acortar su propio Purgatorio e incluso lograr
ser  eximido del mismo.

Estas palabras resumen las preciadas ventajas del Acto Heroico; y para disipar
cualquier temor de inconveniencia que pudiese surgir en la mente, añadiremos tres
hechos más:

- 1° Este Acto nos deja la plena libertad de orar por aquellas almas que son más
importantes para nosotros. La aplicación de estas plegarias queda subordinada a las
disposiciones de la adorable Voluntad de Dios, la cual es siempre infinitamente
perfecta e infinitamente amorosa.

- 2° El Acto no obliga bajo pena de pecado y es siempre revocable. Se puede hacer


sin pronunciar ninguna fórmula; basta con desearlo y hacerlo de corazón. Sin
embargo, es útil recitar la fórmula de ofrenda de vez en cuando, para estimular
nuestro celo por aliviar a las almas mediante la práctica de la oración, la penitencia y
las buenas obras.
 

- 3° El Acto Heroico no nos expone en absoluto a la desafortunada consecuencia de


tener que sufrir nosotros mismos un Purgatorio más largo; por el contrario, nos
permite contar con mayor confianza en la Misericordia de Dios respecto de nosotros
mismos, como lo demuestra el ejemplo de Santa Gertrudis.

El venerable Denis el Cartujo (12 de marzo) relata que la Virgen Santa Gertrudis
había hecho una donación completa de todas sus obras reparadoras en favor de los
difuntos, sin reservar nada para ella, ni siquiera para reparar sus propias deudas ante
Dios.

Estando próxima a su muerte, y por una parte considerando con gran dolor, como lo
hacen los santos, el gran número de sus pecados, y por la otra, recordando que todas
sus obras reparadoras habían servido para expiar los pecados de los demás y no los
suyos propios, comenzó a afligirse con el temor de que, habiéndolo dado todo a los
demás y no habiendo reservado nada para sí misma, su alma, al dejar el cuerpo,
fuese a estar condenada a horribles penas.

En medio de tales preocupaciones, Nuestro Señor se le apareció y la consoló


diciéndole: "Ten por seguro, hija mía, que tu Caridad hacia los difuntos no te traerá
ninguna pena. Sabed que la generosa cesión que habéis hecho a las almas de todas
vuestras obras Me ha sido especialmente grata; y para daros un testimonio de ello,
os declaro que todas las penas que hubieses tenido que sufrir en la otra vida os son
ahora borradas. Además, para recompensaros por vuestra Caridad tan generosa,
elevaré el precio y el mérito de vuestras obras para daros en el Cielo una
sobreabundancia de Gloria".
Capítulo 32 - El alivio de las almas - ¿Qué almas deben ser
objeto de nuestra Caridad? Todos los fieles difuntos - San
Andrés Avellino - Los pecadores que mueren sin los
sacramentos - San Francisco de Sales
Hemos visto los recursos y los muchos medios que la Divina Misericordia ha puesto
en nuestras manos para aliviar a las almas del Purgatorio; pero ¿qué almas están en
este lugar de expiación y a cuáles debemos prestar ayuda? ¿Por cuáles almas
debemos rezar y ofrecer nuestros sufragios a Dios?

A esta pregunta respondemos que debemos rezar por las almas de todos los fieles
difuntos, omnium fidelium defunctorum, según lo que expresa la Iglesia.

Aunque la piedad filial nos impone deberes particulares hacia nuestros padres y
parientes, la caridad cristiana nos manda rezar por todos los fieles difuntos en
general, porque todos son nuestros hermanos en Jesucristo, todos son nuestros
prójimos, a los que debemos amar como a nosotros mismos.

Por “fieles difuntos”  la Iglesia entiende todas las almas que están actualmente en el
Purgatorio, es decir, las que no están en el Infierno, pero que no son todavía dignas
de ser admitidas en la Gloria del Paraíso.

¿Pero cuáles son esas almas? ¿Podemos conocerlas? - Dios se ha reservado este
conocimiento para Sí Mismo, y a menos que se complazca en revelárnoslo, somos
completamente ignorantes del destino de las almas en la otra vida.

Rara vez Él da a conocer que un alma está en el Purgatorio o en la Gloria del Cielo;
y aún más raro es que revele que un alma fue reprobada.

Por cuenta de tal incertidumbre debemos rezar en general por todos los difuntos,
como lo hace la Iglesia, sin perjuicio de aquellas almas a las que queremos ayudar
más particularmente.
 

Evidentemente, podríamos limitar nuestra intención a los difuntos que aún están
necesitados, si Dios nos concediera, como a San Andrés Avellino, el privilegio de
conocer el estado de las almas en la otra vida.

Cuando este santo religioso de la Orden Teatina, siguiendo su piadosa costumbre,


rezaba con angelical fervor por los difuntos, sentía a veces una especie de
resistencia, un sentimiento de insuperable repulsión; otras veces, por el contrario,
sentía un gran consuelo, una particular atracción.

Pronto comprendió lo que significaban estos diferentes sentimientos: el primero


indicaba que su oración era en vano, que el alma a la que quería ayudar era indigna
de misericordia y estaba condenada al Fuego Eterno; el otro indicaba que su oración
era eficaz para aliviar el alma en el Purgatorio.

De la misma manera, cuando quería ofrecer el Santo Sacrificio por algún difunto, si
al salir de la sacristía sentía como si una mano irresistible lo retuviese, comprendía
que esa alma estaba en el Infierno; y si por el contrario, se sentía inundado de
alegría, luz y devoción, estaba seguro de poder contribuir a la liberación de tal alma.

Este santo caritativo rezaba, pues, con el mayor ardor por los difuntos que sabía que
sufrían, y no cesaba en sus sufragios hasta que tales almas acudían a darle las gracias
y le daban la certeza de que habían sido liberadas (Vida del santo).

Para los que no tenemos estas luces sobrenaturales, debemos rezar por todos los
difuntos, incluso por los mayores pecadores, así como también por los cristianos
más virtuosos.

San Agustín conocía las grandes virtudes de su madre, Santa Mónica; sin embargo,
no contento con ofrecer sus sufragios a Dios por ella, pedía a todos sus lectores que
no dejaran de encomendarla a Dios.

 
En cuanto a los grandes pecadores que mueren sin haberse reconciliado
externamente con Dios, no podemos excluirlos de nuestros sufragios, porque no
tenemos certeza de su impenitencia interior.

La Fe nos enseña que todo hombre que muere en pecado mortal incurre en la
condenación; pero ¿quiénes son los que realmente mueren en este triste estado? Solo
Dios, quien se ha reservado el Juicio Supremo de los vivos y de los muertos, sabe
quiénes son.

En cuanto a nosotros, solo podemos sacar con base en las circunstancias externas
una conclusión conjetural. Ya que esta puede ser engañosa, debemos abstenernos de
formularla.

Sin embargo, hay que admitir que hay muchas razones para temer por los que
mueren sin haberse preparado para la muerte. Así mismo, toda esperanza parece
desvanecerse para los que rechazan los sacramentos. Estos abandonan la vida
portando los signos externos de la reprobación.

Sin embargo, el juicio debe dejarse a Dios, según estas palabras: Dei judicium est,
“El juicio es de Dios” (Deut. 1, 17).

- Cabría mayor esperanza para aquellos que no han sido abiertamente hostiles a la
religión, que han sido bondadosos con los pobres, que han conservado alguna
práctica de piedad cristiana o que al menos han aprobado y favorecido la piedad;
cabría mayor esperanza para tales personas, digo yo, cuando sucede que, luego de
haber vivido de esta forma, mueren repentinamente, sin haber tenido el tiempo de
recibir los sacramentos de la Iglesia.

San Francisco de Sales quería que no desesperáramos y que mantuviésemos la


esperanza en la conversión de los pecadores hasta su último suspiro; incluso después
de la muerte, nos prohibía juzgar mal a los que habían llevado una mala vida.

 
Él decía que, salvo los pecadores cuya condenación está manifiesta en las Escrituras,
nadie debe ser condenado, sino que se debe respetar el Secreto de Dios. - Su
argumento principal para ello era que, como la primera gracia no se daba por el
mérito, la última, que es la Perseverancia Final o la Buena Muerte, tampoco se daba
por el mérito.

Por eso quería que guardásemos esperanzas con respecto al difunto, a pesar de que
hubiese tenido  una muerte lamentable; porque solo podemos hacer conjeturas
basadas en lo externo, con respecto a lo cual hasta el más diestro puede equivocarse
(Espíritu de San Francisco de Sales, parte 3).
Capítulo 33 - Alivio para las almas - ¿Por quiénes debemos
rezar? Los grandes pecadores - El Padre de Ravignan y el
general Exelmans - La viuda de luto y el Venerable Cura de
Ars - Sor Catalina de San Agustín y la pecadora que murió en
una cueva
El Padre de Ravignan, ilustre y santo predicador de la Compañía de Jesús, también
guardaba mucha esperanza con los pecadores sorprendidos por la muerte, cuando
estos no habían abrigado en su corazón el odio por las cosas de Dios.

Solía hablar de los misterios del momento supremo de la muerte, y su sentir parece
haber sido que un gran número de tales pecadores se convierten en sus últimos
momentos de vida y se reconcilian con Dios, sin que ello se pueda apreciar
exteriormente.

En algunas muertes hay misterios de Misericordia y golpes de gracia, donde el ojo


humano solo alcanza a ver golpes de Justicia.

A la luz de un último relámpago, Dios a veces se revela a las almas cuya mayor
desgracia fue el haberlo ignorado; el último suspiro, comprendido por Aquel que
escudriña los corazones, puede ser un gemido que reclama el perdón, es decir, un
acto de perfecta contrición.

- El general Exelmans, pariente del buen Padre, murió inesperadamente  por cuenta
de un accidente de caballo. Él desgraciadamente no practicaba la Fe. Había
prometido confesarse un día, pero no llegó a hacerlo.

El Padre de Ravignan, quien había rezado y hecho rezar por él durante mucho
tiempo, se sintió consternado cuando se enteró de su fallecimiento. Ese mismo día,
una persona acostumbrada a recibir comunicaciones del Cielo, creyó escuchar una
voz interior que le decía: "¿Quién conoce entonces el alcance de Mi Misericordia?
¿Conocemos la profundidad del mar y qué cantidad de agua hay en él? Se perdonará
mucho a ciertas almas que han ignorado mucho".
 

El historiador del que hemos tomado este relato, el Padre de Ponlevoy, añade lo
siguiente: "Los cristianos, sometidos a la ley de la Esperanza, no menos que a la de
la Fe y del Amor, debemos elevarnos sin cesar, desde el fondo de nuestras penas,
hacia el pensamiento de la Bondad Infinita del Salvador.

Ningún límite, ninguna imposible, se interpone aquí abajo entre la Gracia y el alma,
mientras quede un soplo de vida. Por tanto, debemos guardar siempre la Esperanza y
dirigir al Señor peticiones humildes y perseverantes. Es imposible afirmar en qué
medida serán concedidas.

Grandes santos y doctores han llegado a hablar de la poderosa eficacia de las


oraciones por las almas de seres queridos, independientemente de cuál haya sido su
final. Un día conoceremos estas maravillas inefables de la Divina Misericordia. No
debemos dejar de implorarlas con profunda confianza.

He aquí un relato aparecido en el Pequeño Mensajero del Corazón de María, de


noviembre de 1880. Un religioso, predicando un retiro a las Damas de Nancy, había
recordado en una conferencia que nunca hay que desfallecer en nuestro empeño de
buscar la salvación de un alma, y que a veces los actos menos importantes a los ojos
de los hombres son recompensados por el Señor a la hora de la muerte.

- Cuando salía de la iglesia, una señora que guardaba el luto se le acercó y le dijo:
"Padre, usted acaba de recomendarnos Confianza y Esperanza: lo que me ha
ocurrido justifica plenamente sus palabras. Tuve un marido que siempre fue bueno,
afectuoso e irreprochable, pero que se había mantenido al margen de toda práctica
religiosa. Mis oraciones, mis palabras, que a menudo eran temerarias, no habían
obtenido ningún resultado.

Durante el mes de mayo que precedió a su muerte, yo había levantado, como era mi
costumbre, un pequeño altar a la Santísima Virgen en mi apartamento, y lo adornaba
con flores, renovadas de vez en cuando. Mi marido solía pasar los domingos en el
campo, y cada vez que volvía me traía un ramo de flores que él mismo había
recogido. Yo utilizaba estas flores para decorar mi altar. ¿Se habrá dado cuenta de
mi oratorio? ¿Lo hacía solo para complacerme? ¿O fue motivado por un sentimiento
de piedad hacia la Santísima Virgen? No lo sé, pero ningún domingo dejó de
traerme flores.

En los primeros días del mes siguiente, la muerte le sorprendió de repente, sin tener
tiempo de recibir asistencia espiritual. Yo estaba inconsolable, sobre todo porque
veía cómo se habían desvanecido todas mis esperanzas de que él hubiese vuelto a
Dios.

Como consecuencia de mi dolor, mi salud pronto se vio profundamente deteriorada,


y mi familia me obligó a marcharme al sur. De paso por Lyon, quise ver al Cura de
Ars. Le escribí para pedirle una audiencia y encomendar a mi marido en sus
oraciones. No le di más detalles.

Cuando llegué a Ars, apenas había entrado en el apartamento del venerable cura, él
mismo se dirigió a mí con estas sorprendentes palabras: "Señora, usted se encuentra
muy abatida; pero ¿fue que ya olvidó los ramos de flores que su esposo le traía todos
los domingo de mayo?

- Es imposible expresar mi asombro cuando oí al Padre Vianney recordar una


circunstancia de la que yo no había hablado con nadie, y que solo podía conocer él
por revelación.

Y añadió: "Dios se apiadó de quien en vida había honrado a su Santísima Madre. En


el momento de la muerte, su esposo logró arrepentirse; su alma está en el Purgatorio.
Nuestras oraciones y buenas obras lo sacarán de allí”.

Leemos en la vida de una santa monja, sor Catalina de San Agustín (San Alfonso,
Paráfrasis de la Salve Regina), que en el lugar donde vivía había una mujer llamada
María, que había llevado una juventud desordenada, y que, cuando llegó a la vejez,
se obstinó tanto en su maldad que los habitantes del país, no pudiendo soportarla, la
expulsaron de manera vergonzosa.
 

María no encontró más refugio que una cueva en el bosque. Allí murió al cabo de
unos meses, sin asistencia ni sacramentos. Su cuerpo fue enterrado en un campo,
como si hubiese sido un objeto inmundo.

Sor Catalina, que tenía la costumbre de encomendar a Dios las almas de todos
aquellos de cuya muerte tenía noticia, no pensó en rezar por esta mujer, juzgando
como todos los demás que seguramente estaba condenada.

Cuatro meses después, la sierva de Dios oyó una voz que le decía: "Hermana
Catalina, ¡qué desgracia la mía! Usted encomienda a Dios las almas de todos los
difuntos, y ¡solamente de la mía no tiene piedad!" "¿Quién es usted?", respondió la
hermana. –“Me llamo María. Soy aquella pobre mujer que murió en la gruta" -
"¡Cómo! María, ¿usted salvó su alma?" "Sí, la salvé gracias a la Misericordia
Divina. A punto de morir, espantada por el recuerdo de mis crímenes y viéndome
abandonada, clamé a la Santísima Virgen. Ella tuvo la bondad de escucharme y
obtuvo para mí una perfecta contrición, acompañada del deseo de confesarme si
podía. Así entré en la Gracia de Dios, y escapé del Infierno; pero tuve que descender
al Purgatorio, donde sufro cruelmente. Mi tiempo allí se acortaría y pronto estaría
fuera de él, si se ofreciesen algunas Misas por mí. Por favor, hágalas celebrar mi
buena Hermana, y prometo rezar siempre a Jesús y a María por usted".

Sor Catalina se apresuró a hacer celebrar estas Misas. A los pocos días se le apareció
el alma de María, brillando como una estrella, subiendo al Cielo y agradeciéndole su
Caridad.
Capítulo 34 - Razones para ayudar a las almas - Lo sublime de
esta obra - San Francisco de Sales - Santo Tomás de Aquino -
Santa Brígida
Acabamos de repasar los medios y recursos que la Divina Misericordia pone en
nuestras manos para aliviar a nuestros hermanos del Purgatorio.

Estos medios son poderosos, estos recursos son ricos, prodigiosos; pero ¿hacemos
un uso abundante de ellos? Pudiendo ayudar a las pobres almas, ¿tenemos el celo de
hacerlo? ¿Somos tan ricos en Caridad, como Dios es rico en misericordia?

¡Ay! ¡Cuántos cristianos no hacen casi nada por los difuntos! Y los que no los
olvidan, los que tienen la suficiente caridad para ayudarlos con sus sufragios, ¡cómo
suelen hacerlo con poco celo y fervor!

Compara la ayuda que se presta a los enfermos, con la que se presta a las almas que
sufren: cuando un padre o una madre están aquejados de alguna enfermedad, cuando
un hijo o cualquier otra persona querida está en las garras del sufrimiento, ¡qué
cuidado, qué solicitud, cuánta devoción mostramos para ayudarlos!

Pero las almas, que no nos son menos queridas, y que gimen en el Purgatorio, no por
una cruel enfermedad, sino por los tormentos mil veces más crueles de la expiación,
¿es acaso con el mismo celo, con la misma devoción que nos esforzamos en
ayudarlas?

“No, dijo San Francisco de Sales. No recordamos lo suficiente a nuestros queridos


difuntos. Su recuerdo parece morir con el tañido de las campanas; y olvidamos que
la amistad que puede acabar, incluso por la muerte, nunca fue verdadera”.

¿De dónde viene este triste y culposo olvido? La causa principal es la carencia de
reflexión: Quia nullus est qui recogitat corde, porque nadie reflexiona en su corazón
(Jeremías XII, 11).
 

Perdemos de vista los grandes motivos que nos impulsan a ejercer la Caridad hacia
los difuntos.

Por lo tanto, para estimular nuestro celo, recordaremos estos motivos y trataremos
de explicarlos en toda su dimensión.

Se puede decir que todos los motivos se resumen en esta palabra del Espíritu Santo:
“Es un pensamiento y una obra santa y saludable orar por los difuntos, para que sean
liberados de sus pecados, es decir, de las penas temporales debidas a sus pecados”
(II Macab. XII, 46).

En primer lugar, es una obra santa y excelente en sí misma, agradable y meritoria a


los ojos de Dios. En segundo lugar, es una obra saludable, soberanamente ventajosa
para nuestra propia salvación, para nuestro bien en este mundo y en el otro.

“Una de las obras más santas, uno de los mejores ejercicios de piedad que se pueden
practicar en este mundo, dice San Agustín, es ofrecer sacrificios, limosnas y
oraciones por los difuntos” (Homilía 16, alias 50).

“El alivio que damos a los difuntos, dice San Jerónimo, nos hace obtener una
misericordia similar”.

Considerada en sí misma, la oración por los difuntos es una obra de Fe, de Caridad,
a menudo incluso de Justicia, con todas las circunstancias que elevan su valor.

¿Para qué sirven?

 
1° ¿A qué almas debemos ayudar? Son almas predestinadas, santas, muy queridas
por Dios y por Nuestro Señor Jesucristo, muy queridas por la Iglesia, su Madre, que
las encomienda incesantemente a nuestra Caridad; almas también muy queridas por
nosotros, que quizá estuvieron estrechamente unidas a nosotros en la tierra, y que
nos imploran con estas conmovedoras palabras: “Tened piedad de mí, tened piedad
de mí, sobre todo vosotros que sois mis amigos” (Job XIX, 21)

2° ¿Cuáles son las necesidades en las que se encuentran? ¡Ay! Estas necesidades son
extremas, y las almas que las sufren tienen tanto más derecho a nuestra ayuda cuanto
que son impotentes para ayudarse a sí mismas.

3° ¿Cuál es el bien que procuramos a las almas? Es el Bien Supremo, ya que las
ayudamos a alcanzar la posesión de la Beatitud Eterna.

"Asistir a las almas del Purgatorio, decía San Francisco de Sales, es llevar a cabo la
más excelente de las Obras de Misericordia, o más bien es practicar de la manera
más sublime, todas las Obras de Misericordia juntas: es visitar a los enfermos, es dar
de beber a los que tienen sed de la Visión de Dios, es alimentar a los hambrientos,
redimir a los prisioneros, vestir a los desnudos, procurar a los exiliados la
hospitalidad en la Jerusalén Celestial; es consolar a los afligidos, iluminar a los
ignorantes, hacer en fin todas las Obras de Misericordia en una sola".

- Esta doctrina concuerda con la de Santo Tomás, quien dice en su Summa: "Los
sufragios por los difuntos son más agradables a Dios que los sufragios por los vivos,
porque los primeros están en una necesidad más apremiante, no pudiendo ayudarse a
sí mismos, como si lo pueden hacer los que aún viven (Suppelem. q. 71. Art. 5)”.

Nuestro Señor considera que toda Obra de Misericordia que practicamos para con el
prójimo, la practicamos para con Él mismo: "Es a Mí a quien la hiciste, mihi
fecistis”. Esto es cierto, especialmente en relación con la Misericordia practicada
para con las almas.

 
A Santa Brígida le fue revelado que quien libera un alma del Purgatorio tiene el
mismo mérito que si hubiese liberado al mismo Nuestro Señor Jesucristo de Su
cautiverio.
Capítulo 35 - Razones para ayudar a las almas – Lo sublime
de esta obra - Controversia entre el hermano Benito y el
hermano Bertrand
Cuando elevamos a tan alto nivel el mérito de la oración por los difuntos, no
pretendemos en modo alguno concluir que todas las demás obras deban dejarse a un
lado. Todas las obras buenas deben realizarse en su momento y lugar, según las
circunstancias; nuestro único objetivo es dar una idea justa de la misericordia por los
difuntos y hacer amar su práctica.

Además, las obras de misericordia espirituales, que buscan salvar las almas, son
todas igualmente excelentes; y solo en ciertos aspectos la asistencia a los difuntos
puede colocarse por encima de las obras derivadas del celo por la conversión de los
pecadores vivos.

Consta en las Crónicas de los Frailes Predicadores (Cf. Rossign. Maravilla 1), que
surgió una viva controversia entre dos religiosos de esa Orden, el Hermano Benito y
el Hermano Bertrand, acerca del tema de los sufragios por los difuntos.

Aquí está la situación. El Hermano Bertrand celebraba a menudo la Santa Misa por
los pecadores, y hacía continuas oraciones por su conversión, combinadas con
rigurosas penitencias; pero rara vez se le veía celebrar de negro por los difuntos.

El hermano Benito, quien tenía una gran devoción por las almas del Purgatorio,
habiendo notado su conducta, le preguntó por qué lo hacía. “Porque las almas del
Purgatorio tienen asegurada su salvación –respondió el otro-, mientras que los
pecadores están continuamente expuestos a caer en el Infierno. ¿Qué estado más
triste que el de un alma en pecado mortal? Está en enemistad con Dios y atrapado en
las cadenas del demonio, suspendido sobre el abismo del Infierno por el frágil hilo
de la vida, el cual puede romperse en cualquier momento.

El pecador camina por el camino de la perdición: si sigue avanzando, caerá en el


Abismo Eterno. Por lo tanto, es necesario acudir en su ayuda, para preservarlo de
esta suprema desgracia, buscando su conversión. Además, ¿no fue para salvar a los
pecadores que el Hijo de Dios vino a la tierra y murió en la Cruz?

San Dionisio también asegura que lo más divino entre las cosas divinas es trabajar
con Dios para salvar a los pecadores.

- En cuanto a las almas del Purgatorio, ya no es necesario trabajar por su salvación,


puesto que su Salvación Eterna está asegurada. Sufren, es cierto; están sometidas a
grandes tormentos, pero no tienen nada que temer en relación con el Infierno y,
además, sus sufrimientos cesarán. Las deudas que han contraído se pagan día tras
día, y pronto gozarán de la Luz Eterna. Mientras tanto, los pecadores están
continuamente amenazados con la condenación, la desgracia suprema, la más
espantosa que puede sobrevenir a una criatura humana”.

 - “Todo lo que acabas de decir es cierto -respondió el hermano Benito-, pero ¿no
hay que hacer otra consideración? Si los pecadores son esclavos de Satanás, es
porque quieren serlo; sus cadenas son voluntarias, depende de ellos mismos el
romperlas. Mientras tanto, las pobres almas del Purgatorio solo pueden gemir e
implorar la ayuda de los vivos.

Es imposible que rompan los grilletes que los mantienen encadenados en las llamas
expiatorias. - Suponed que os encontráis con dos pobres que os piden limosna: uno
de ellos está tullido y lisiado en todos sus miembros, absolutamente incapaz de hacer
nada para ganarse la vida; el otro, por el contrario, aunque está en grandes apuros, es
joven y vigoroso. Ambos piden tu caridad: ¿a cuál de ellos crees que debes dar la
mejor parte de tu limosna?"

- "Al que no puede trabajar", respondió el hermano Bertrand.

- "Pues bien, Padre -continuó Benito-, las almas del Purgatorio están en esta
situación: ya no pueden hacer nada para evitar su estado. El tiempo de la oración, la
confesión y las buenas obras ya pasó para ellas; solo nosotros podemos aliviarlas.
 

Es cierto, por otra parte, que sufren por sus faltas pasadas, pero estas faltas las lloran
y las detestan; están en Gracia de Dios y son amigas de Dios, mientras que los
pecadores son rebeldes y  enemigos del Señor.

Ciertamente debemos rezar por su conversión, pero sin perjuicio de lo que debemos
hacer por las almas que sufren, almas tan queridas por el Corazón de Jesús.
Compadezcámonos de los pecadores, pero no olvidemos que tienen a su disposición
todos los medios de salvación: pueden y deben evitar el peligro de condenación que
les amenaza.

¿No os parece que las almas que sufren están más necesitadas y merecen la mejor
parte de nuestra caridad?"

A pesar de la fuerza de estas razones, el hermano Bertrand persistió en su idea


inicial y reiteró que la obra capital era salvar a los pecadores. Entonces, Dios
permitió que la noche siguiente un alma del Purgatorio le hiciera experimentar
durante algún tiempo los dolores que ella misma estaba padeciendo; eran tan
terribles que parecía imposible soportarlos.

Entonces, como dice Isaías, el tormento le dio entendimiento: Vexatio intellectum


dabit (Isaías XXVIII, 19), y comprendió que debía hacer más por las almas que
sufren.

A la mañana siguiente, con compasión en su corazón y lágrimas en sus ojos, subió al


Altar Santo llevando el ornamento negro y ofreció el sacrificio por los difuntos.
Capítulo 36 - Razones para ayudar a las almas - Lazos íntimos
que nos unen a ellas - La piedad filial - Cimón de Atenas, y su
padre en la cárcel - San Juan de Dios salvando del incendio a
los enfermos
Si nosotros debemos ayudar a las almas debido a que se encuentran en extrema
necesidad, ¿cuánto más urgente se hace este motivo cuando consideramos que
dichas almas están unidas a nosotros por los lazos más sagrados, por los lazos de la
sangre, por la Sangre Divina de Nuestro Señor Jesucristo y por la sangre humana de
la que descendemos según la carne?

Sí. Hay almas en el Purgatorio que están unidas a nosotros por el más estrecho
vínculo. Es un padre, es una madre que gimen atormentados y me tienden los
brazos. ¿Qué no haríamos por nuestro padre, por nuestra madre, si estuvieran
languideciendo en una dura prisión?

Un antiguo ateniense, el célebre Cimón, sufrió el dolor de ver a su padre encarcelado


por acreedores despiadados a los que no había podido pagar. Para colmo, Cimón no
pudo encontrar los recursos para liberarlo y el anciano murió encadenado.

Apesadumbrado, inconsolable, Cimón corrió a la prisión y pidió que al menos le


entregaran el cuerpo de su padre para enterrarlo. Tal petición le fue negada con el
pretexto de que, al no haber pagado sus deudas, no podía ser liberado. “Dejen que
primero entierre a mi padre -exclamó Cimón- y luego vendré a ocupar su lugar en la
prisión”.

Admiramos este rasgo de piedad filial; pero ¿no deberíamos imitarlo también
nosotros? ¿No tenemos acaso un padre y una madre en la cárcel del Purgatorio? ¿No
deberíamos liberarlos, a costa de cualquier sacrificio?

En mejor situación que Cimón, nosotros estamos en condiciones de pagar las deudas
de nuestros seres queridos. No tendremos que ocupar su lugar; por el contrario,
liberarlos del cautiverio del Purgatorio es buscar por anticipado nuestra propia
liberación.

Admiramos por otro lado, la caridad de San Juan de Dios (8 de marzo), quien se
enfrentó a la furia de las llamas para salvar a los desprotegidos enfermos en medio
de un incendio.

Este gran siervo de Dios murió en Granada en el año 1550, arrodillado ante una
imagen de Jesús crucificado, a la que abrazó y siguió estrechando entre sus brazos
después de haber entregado su alma a Dios.

San Juan de Dios había nacido de padres muy pobres y se vio forzado a cuidar
rebaños de animales para sobrevivir. Él era por el contrario rico en fe y confianza en
Dios. Su felicidad estaba en la oración y en la escucha de la Palabra de Dios: éste
fue el principio de la santidad a la que pronto se elevó.

Un sermón del venerable Padre Juan de Ávila, apóstol de Andalucía, le conmovió


tanto que resolvió dedicar toda su vida al servicio de los pobres y de los enfermos.
Sin más recursos que su caridad y su confianza en Dios, consiguió comprar una casa
donde acogió a inválidos abandonados, alimentándolos y cuidando de sus cuerpos y
almas. Este asilo pronto se amplió y se convirtió en el Hospital Real de Granada, un
vasto establecimiento lleno de multitud de ancianos y enfermos de todo tipo.

Un día, se produjo un incendio en dicho hospital y muchos pacientes estuvieron a


punto de sufrir una muerte espantosa. Las llamas los rodearon por completo e
impidieron que otros se acercaran para salvarlos. Gritaban, clamaban al Cielo y a la
Tierra para que los ayudaran.

Juan se dio cuenta de lo que estaba sucediendo; su caridad se iluminó; se precipitó


en medio del incendio, penetró a través de las llamas y del humo hasta llegar a los
lechos de los enfermos;  cargó sobre sus hombros a todos estos desdichados y los
llevó a salvo, uno tras otro.
 

Obligado a cruzar varias veces esta inmensa hoguera, corriendo y batallando en


medio del fuego durante la media hora que duró el rescate, el santo no sufrió la más
mínima herida: las llamas respetaron su cuerpo, sus ropas y hasta el más pequeño
cabello de su cabeza. Dios quiso mostrar con un milagro lo agradable que le
resultaba la caridad de su siervo.

Y nosotros nos preguntamos: ¿Acaso los que salvan, no los cuerpos, sino las almas,
de las llamas del Purgatorio, hacen una obra menos agradable al Señor? ¿La
necesidad, los gritos y los gemidos de dichas almas son menos conmovedores para
un corazón lleno de fe? ¿Es acaso más difícil asistirlas? ¿Es necesario arrojarse a las
llamas para ayudarlas?

Ciertamente, tenemos a nuestro alcance los medios más fáciles para ayudarlas, y
Dios no nos pide que nos impongamos penas extremas. Sin embargo, la caridad de
las almas fervientes puede llevarlas a realizar los mayores sacrificios, incluso hasta
compartir los dolores de sus hermanos del Purgatorio.
Capítulo 37 - Razones para ayudar a las almas - Qué fácil es
ayudarlas - El ejemplo de los santos y de todos los cristianos
fervorosos - La sierva de Dios María Villani - La quemadura
en la frente
Ya hemos visto cómo Santa Catalina de Ricci y muchos otros, sufrieron
heroicamente en lugar de las almas del Purgatorio. Añadamos algunos ejemplos más
de tan admirable caridad.

La Sierva de Dios María Villani, de la Orden de Santo Domingo, cuya vida fue
escrita por el Padre Marchi (Cf. Rossig. Maravilla 41), se aplicó noche y día a
practicar obras de expiación en favor de los difuntos. Un día, la víspera de la
Epifanía, hizo largas oraciones por ellos, rogando al Señor que suavizara sus
sufrimientos por los méritos de los sufrimientos de Jesucristo, ofreciéndole los
crueles Padecimientos del Salvador, Su Flagelación, Su Corona de Espinas, las
sogas con las que Lo ataron, Sus Clavos y Su Cruz, en una palabra, todos Sus
Dolores, todos los detalles y todos los instrumentos de la Pasión.

La noche siguiente, el Cielo se complació en mostrarle lo agradable que era para


Dios esta santa práctica.

Mientras rezaba, entró en éxtasis y vio una larga procesión de personas vestidas de
blanco cuyo brillo era deslumbrante; llevaban en sus manos las diversas insignias de
la Pasión y estaban haciendo su entrada en la Gloria. La Sierva de Dios supo en ese
momento que éstas eran las almas liberadas por su ferviente oración y por los
méritos de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.

Otro día, el de la Conmemoración de los Difuntos, le habían ordenado trabajar en un


manuscrito y, por lo tanto, pasar todo el día escribiendo. Este trabajo, impuesto por
la obediencia, aparecía como una pesada carga para su piedad: sentía una notoria
repugnancia hacia dicho trabajo ya que ella hubiese querido, en cambio, dedicar
todo el día a la oración, a la penitencia y a otros ejercicios de devoción para el alivio
de las almas del Purgatorio.

 
Ella olvidó en ese momento que la obediencia debía prevalecer sobre todo los
demás, como está escrito: Melior est obedientia quam victimoe, la obediencia es
mejor que las más preciosas ofrendas y sacrificios (1 Reg. XV, 22).

El Señor, viendo su gran caridad por las almas, se dignó aparecérsele para instruirla
y consolarla. “Obedece, hija mía -le dijo-, haz el trabajo que la obediencia te impone
y ofrécelo por las almas: cada línea que escribas hoy con este espíritu de obediencia
y caridad, procurará la liberación de un alma”.

- Es entonces comprensible que la Sierva de Dios se haya dedicado todo el día a


trabajar con el mayor ardor, y haya escrito el mayor número posible de líneas,
haciéndolas supremamente agradables a Dios.

Su caridad hacia las almas no se limitó a las oraciones y los ayunos, sino que ella
misma quiso soportar algunos de sus sufrimientos. Mientras rezaba un día con esta
intención, fue arrebatada en espíritu y conducida al Purgatorio. Allí, entre la
multitud de almas sufrientes, vio una más cruelmente atormentada que las demás y
que le inspiró la mayor compasión.

“¿Por qué -le preguntó- tienes que sufrir esos dolores tan atroces? ¿No recibes
ningún alivio?” “Llevo mucho tiempo en este lugar -respondió- soportando atroces
tormentos como castigo por mis pasadas vanidades y mi escandaloso lujo. Hasta
ahora no he obtenido el más mínimo alivio, porque el Señor ha permitido que me
olviden mis padres, mis hijos, toda mi familia y hasta mis amigos: ninguno reza por
mí.

Cuando estaba en la Tierra, entregada a la inmodestia, a la pompa mundana, a las


fiestas y a los placeres, solo tenía un vago y estéril recuerdo de Dios y de mis
deberes. Las únicas preocupaciones serias de mi vida eran aumentar la fama y la
riqueza perecedera de mi familia. Estoy siendo bien castigada por ello, como lo
podéis ver, ya que nadie se acuerda de mí".

 
Estas palabras causaron una dolorosa impresión en María Villani. Le rogó a esta
alma que le hiciera sentir algo de lo que estaba sufriendo. En ese mismo momento le
pareció que un dedo de fuego le tocaba la frente, y el dolor que sintió fue tan fuerte,
tan agudo, que la hizo volver de su éxtasis.

La marca quedó tan profundamente impresa en su frente que aún podía verse dos
meses después, y le causaba un dolor insoportable. La sierva de Dios ofreció este
dolor, junto con sus oraciones y otras obras, por el alma que le había hablado. Dicha
alma se le apareció al cabo de dos meses, y le dijo que había sido liberada gracias a
su intercesión y que iba a subir al Cielo. A partir de ese instante, la quemadura de su
frente desapareció para siempre.
Capítulo 38 - Razones para ayudar a las almas – El ejemplo de
personas santas - Padre Santiago Laynez - Padre Fabricio-
Padre Nieremberg, víctima de su propia caridad
Quien olvida a su amigo después de que la muerte lo haya hecho desaparecer de su
vista, no ha sido un verdadero amigo.

El Padre Laynez, segundo general de la Compañía de Jesús, no dejaba de repetir esta


frase a los hijos de San Ignacio: quería que se preocuparan por las almas después de
la muerte, de la misma manera que se preocuparon cuando estaban aún en esta vida.

Juntando el ejemplo a los consejos piadosos, Laynez aplicaba a las almas del
Purgatorio una buena parte de sus oraciones, de sus sacrificios y de los méritos que
atesoraba ante Dios por su trabajo en pro de la conversión de los pecadores.

Los Padres de la Compañía fueron fieles a estas lecciones de caridad. En todo


momento mostraron un celo particular por esta devoción, como se puede ver en el
libro titulado Héroes y Víctimas de la Caridad en la Compañía de Jesús. Transcribiré
aquí una sola página.

En Munster, Westfalia, hacia mediados del siglo XVII, se desató una enfermedad
contagiosa que cobraba cada día innumerables víctimas. El miedo paralizó la caridad
de muchos, y pocas personas estaban dispuestas a dedicarse a las desafortunadas
víctimas de la peste.

Entonces el Padre Juan Fabricio, animado por el espíritu de Laynez y de Ignacio, se


lanzó a ejercer una gran dedicación hacia los demás. Dejando a un lado todas las
preocupaciones personales, empleaba sus días en visitar a los enfermos, en
proporcionarles remedios, en prepararles para una muerte cristiana: los confesaba,
les administraba los demás sacramentos, los enterraba con sus propias manos y
luego celebraba la Santa Misa por sus almas.

 
Además, durante toda su vida, este siervo de Dios tuvo la mayor devoción por los
difuntos. Entre sus ejercicios de piedad más apreciados y recomendados por él,
estaba el de celebrar la Misa de Difuntos, siempre que las reglas litúrgicas lo
permitiesen.

Sus consejos tuvieron el suficiente efecto, logrando animar a los Padres de Munster
a dedicar un día al mes a los difuntos: en ese momento, extendían los ornamentos
negros en toda la iglesia y rezaban solemnemente por los difuntos.

Dios se dignó, como hace a menudo, recompensar al padre Fabricio y estimular su


celo con varias apariciones de almas. Algunas le rogaban que acelerara su
liberación, otras le agradecían la ayuda que les había prestado, y otras más le decían
que por fin había llegado para ellas el bendito momento del Triunfo.

Su mayor acto de caridad fue el que realizó al momento de su muerte. Con una
generosidad verdaderamente admirable, sacrificó todos los sufragios, oraciones,
misas, indulgencias y mortificaciones que la Compañía aplica a sus miembros
difuntos: pidió a Dios que le privara de tales beneficios, con el fin de cederlos a las
almas sufrientes que fuesen más agradables a Su Divina Majestad.

Ya hemos hablado del Padre Juan Eusebio Nieremberg, jesuita español, también
famoso por las obras de piedad que publicó y por sus brillantes virtudes.

Su devoción por las almas no se conformaba con frecuentes sacrificios y oraciones,


sino que le llevaba a sufrir por ellas con una generosidad que llegaba hasta el
heroísmo.

En la corte de Madrid, entre sus penitentes, había una dama de alcurnia, que, bajo su
sabia dirección, había alcanzado una elevada virtud en medio del mundo; pero la
atormentaba un excesivo temor a la muerte, pensando en el Purgatorio que le seguía.

 
Ella cayó gravemente enferma. Entonces, sus temores aumentaron hasta el punto de
perder casi por completo sus sentimientos cristianos. El santo confesor empleó todo
su celo, pero no consiguió calmarla, y ni siquiera logró que recibiese los Últimos
Sacramentos.

Para colmo de males, ella perdió repentinamente el conocimiento y pronto se halló


al borde de la muerte. El Padre, con justa preocupación ante el peligro en que se
encontraba esta alma, se retiró a una capilla cercana, cerca de la habitación de la
moribunda. Allí ofreció con gran fervor el Santo Sacrificio, para lograr que la
enferma pudiese volver en sí y recibiese los sacramentos de la Iglesia con total
libertad de espíritu.

Al mismo tiempo, movido por una caridad verdaderamente heroica, se ofreció como
víctima a la Justicia Divina, para sufrir él mismo en esta vida, las penas reservadas a
esta pobre alma en la otra.

Su oración fue agradable a Dios. Apenas terminada la Misa, la enferma volvió en sí


y se encontró completamente cambiada: su disposición era tan buena que ella misma
pidió los sacramentos y los recibió con el más edificante fervor.

Habiéndole dicho su confesor que ya no tenía que temer el Purgatorio, expiró con
una sonrisa en los labios y en la más perfecta tranquilidad.

También, desde esa misma hora, el Padre Nieremberg se vio abrumado por toda
clase de dolores en su cuerpo y en su alma: durante los dieciséis años que le restaban
de vida, su existencia no fue más que un martirio y un riguroso Purgatorio.

Ningún remedio natural podía aliviar sus dolores: su única mitigación era el
recuerdo de la santa causa por la que los soportaba.

 
Por fin la muerte vino a poner fin a sus prodigiosos sufrimientos y a la vez, como se
cree con fundamento, a abrirle las puertas del Paraíso. Pues está escrito:
<<Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia>>.
Capítulo 39 - Motivos e incentivos para la devoción hacia las
almas - Ejemplos de generosidad - San Pedro Damián y su
padre - La joven anamita - El portero del seminario y la
propagación de la Fe
No faltan ejemplos de generosa caridad hacia los difuntos, y siempre es útil
recordarlos.

No podemos omitir la hermosa y conmovedora obra de San Pedro Damián (23 de


febrero), obispo de Ostia, cardenal y doctor de la Santa Iglesia, un ejemplo que no
nos cansamos de escuchar.

Cuando aún era muy joven, Pedro Damián tuvo la desgracia de perder a su madre.
Poco después su padre volvió a casarse y Pedro cayó en manos de una madrastra.
Aunque él le demostró un gran afecto, la mujer no supo amar a este tierno niño. Lo
trató con una extrema dureza y terminó por deshacerse de Pedro, colocándolo al
servicio de su hermano mayor. Este lo empleó para cuidar cerdos.

Su padre, quien debiera haberlo protegido, lo abandonó a su desafortunado destino.


Pero el niño miró al Cielo y vio a otro Padre, en el que puso toda su confianza.
Aceptó todo lo que le sucedía como proviniendo de Sus Manos Divinas; se resignó
de buen grado a la dura situación que tenía que sobrellevar: "Dios –dijo Pedro- tiene
Su Mirada puesta en todo, y son miradas de Misericordia: no tenemos más que
abandonarnos a Él; Él hará que todo sirva para nuestro bien”.

Pedro no se equivocaba. Fue en esta dolorosa prueba donde el futuro cardenal de la


Santa Iglesia - el que iba a asombrar a su siglo por la amplitud de sus luces, y a
edificar al mundo por el brillo de sus virtudes - aprendió sobre la santidad.

Apenas cubierto de harapos, la historia cuenta que no siempre tenía lo suficiente


para saciar su hambre; pero oraba a Dios y se contentaba.

 
Mientras tanto, su padre murió. El joven santo, olvidando la dureza que había
experimentado de parte de su progenitor, lo lloró como un buen hijo y no dejó de
rezar a Dios por su alma.

Un día, encontró en el camino un escudo, que la Providencia parecía haber puesto


allí para él: era toda una fortuna para el pobre niño. Pero en lugar de utilizarlo para
aliviar su propia miseria, su primer pensamiento fue llevarlo a un sacerdote,
pidiéndole que celebrara la Misa por el alma de su padre.

La Santa Iglesia encontró este rasgo tan bello, que lo insertó a todo lo largo del
Oficio que se lee en su fiesta.

“Permítanme, dice el misionero Abad Louvet, añadir aquí un recuerdo personal.

Cuando predicaba la Fe en Cochinchina, una pobre niña anamita, recién bautizada,


perdió a su madre. A los catorce años se encontró con la responsabilidad de proveer
con sus escasos ingresos, cinco tiên al día, equivalentes a unos ocho céntimos
franceses, su alimentación y la de sus dos hermanos pequeños.

¡Qué sorpresa fue verla llegar al final de la semana, trayéndome lo que había ganado
durante dos días, para que yo pudiese ofrecer la Misa por su madre! ¡Estos pobres
pequeños habían ayunado durante parte de la semana para proporcionar a su difunta
madre esta humilde reparación!

¡Oh, santa limosna para los pobres y los huérfanos! Si mi corazón se sintió tan
profundamente conmovido por lo hecho por esta niña, ¡cómo debe haber tocado el
Corazón del Padre celestial y atraído Sus Bendiciones sobre esta madre y sus hijos!”

Esta es la generosidad de los pobres. ¡Qué ejemplo y reproche para tantos ricos,
pródigos en lujos y placeres, pero tan tacaños cuando se trata de limosnas y Misas en
favor de sus difuntos!
 

Aunque la limosna debe darse principalmente para ofrecer el Santo Sacrificio por las
almas de los miembros de la propia familia o por el alma propia, es aconsejable
destinar parte de ella al socorro de los pobres o para buenas obras, como las escuelas
católicas, la propagación de la Fe y otras más, según lo exijan las circunstancias.
Todas estas ofrendas son santas, conformes al espíritu de la Iglesia, y muy eficaces
para el alivio de las almas del Purgatorio.

El Abad Louvet, al que hemos citado anteriormente, informa de otro rasgo que
merece ser mencionado aquí.

Se trata de un hombre de pobre condición que hizo un donativo para la propagación


de la Fe, pero en circunstancias que hicieron este acto particularmente valioso en
relación con las necesidades futuras de su alma en el Purgatorio.

Este es un humilde portero de seminario que había amasado durante su larga vida,
céntimo a céntimo, la suma de ochocientos francos. Al no tener familia, había
pensado destinar este dinero para que se ofreciesen Misas después de su muerte.

Sin embargo, veamos lo que logra la caridad en un corazón que arde con sus santas
llamas.

Un joven sacerdote se preparaba para dejar el seminario y entrar en las Misiones


Extranjeras. El pobre anciano, al oír esta noticia, se animó a entregarle su pequeño
tesoro para que lo utilizase en la hermosa obra de la Propagación de la Fe.

Entonces, llevó aparte al seminarista y le dijo: "Querido señor, le ruego que acepte
esta pequeña limosna para ayudarle en la labor de difusión del Evangelio. Lo había
reservado para que se celebraran Misas después de mi muerte; pero prefiero
permanecer un poco más en el Purgatorio, y que el nombre del buen Dios sea
glorificado.

 
- El seminarista lloró de la emoción. No quería aceptar la ofrenda tan generosa de
este pobre hombre, pero éste insistió tanto, que habría sido cruel el rechazarla.

Unos meses después, este buen anciano murió. No se ha conocido ninguna


revelación que nos indique lo que le ocurrió en el otro mundo. Pero, ¿es acaso
necesaria? ¿No conocemos suficientemente el Corazón de Jesús, que es
infinitamente pródigo en generosidad? ¿No comprendemos que un hombre lo
suficientemente generoso como para entregarse a las llamas del Purgatorio, con el
fin de dar a conocer a Jesucristo a las naciones infieles, habrá hallado abundante
Misericordia en presencia del Juez Soberano?
Capítulo 40 - Razones para ayudar a las almas - Obligación no
solo de caridad sino también de justicia - Legados piadosos -
El Padre Rossignoli y la propiedad devastada - Tomás de
Cantimpré y el soldado de Carlomagno
Acabamos de considerar la devoción a las almas como una obra de caridad.

Como hemos dicho, la oración por los difuntos es una obra santa porque es un
ejercicio sublime, de la más sublime de las virtudes, la Caridad.

La caridad hacia los muertos no es meramente facultativa y como si fuese


simplemente aconsejable. Es por el contrario un precepto, no inferior a la limosna
que debemos dar a los pobres.

Así como hay una obligación general de caridad en relación con las limosnas
corporales, así también, y con mayor razón, estamos obligados por la Ley General
de la Caridad a asistir a nuestros hermanos que sufren en el Purgatorio.

A esta obligación de caridad viene a añadirse a menudo una obligación de estricta


justicia.

Cuando un moribundo expresa su última voluntad en materia de obras piadosas, ya


sea de forma oral o por disposición testamentaria, cuando encarga a sus herederos
que celebren tantas Misas, que repartan tantas limosnas para cualquier obra buena,
los herederos están obligados en estricta justicia, desde el momento en que reciben
la herencia, a cumplir con todos los encargos y a pagar sin demora los legados
piadosos establecidos por el difunto.

Este deber de justicia es tanto más sagrado cuanto que los legados piadosos no
suelen ser más que restituciones disfrazadas.

 
Pero, ¿qué nos muestra la experiencia cotidiana? ¿Es con celo, con cuidado
religioso, que uno se apresura a cumplir con todos los encargos piadosos que
conciernen al alma del difunto?

¡Ay! Lo contrario es en efecto lo que ocurre todos los días ante nuestros ojos: una
familia, que acaba de entrar en posesión de una fortuna a veces considerable,
malbaratará los pocos sufragios que el desafortunado difunto se había reservado. Y,
si las sutilezas del derecho civil se prestan a ello, no se avergonzarán en hacer anular
un testamento, con el pretexto de que han apelado al recurso de captación, para
liberarse de la obligación de cumplir con los legados piadosos.

No en vano el autor de la Imitación nos advierte de que hagamos obras expiatorias


durante nuestra vida, y de que no dependamos demasiado de nuestros herederos, los
cuales con demasiada frecuencia descuidan el pago de los piadosos legados que
habíamos dispuesto para el alivio de nuestra pobre alma.

¡Que las familias sepan que esto es una injusticia sacrílega combinada con una
crueldad abominable! Robar a un pobre, dice el Cuarto Concilio de Cartago, es ser
su asesino: Egentium necatores.

¿Qué se puede decir entonces de los que roban a los difuntos, privándolos
injustamente de sus sufragios y dejándolos sin ayuda en medio de los terribles
tormentos del Purgatorio?

Además, los culpables de este infame robo suelen ser castigados por Dios en esta
vida, y de forma muy severa. A veces uno se sorprende al ver cómo una fortuna
considerable se desvanece en manos de herederos codiciosos; una especie de
maldición parece cernirse sobre ciertas herencias.

En el Día del Juicio, cuando se descubra todo lo que está oculto, se verá que la causa
de estas ruinas ha sido a menudo la avaricia y la injusticia de los herederos, los
cuales no pagaron los legados piadosos que estaban prescritos en los testamentos.
 

Sucedió en Milán, dice el Padre Rossignoli (Maravilla 20), que una magnífica
propiedad, no lejos de la ciudad, fue completamente arrasada por el granizo,
mientras que los campos vecinos permanecieron completamente intactos. Este
fenómeno suscitó atención y asombro: se recordaba la plaga de Egipto, aquel
granizo que asoló los campos de los egipcios y respetó la tierra de Gessen, habitada
por los hijos de Israel.

Una plaga similar se vio aquí: este extraño granizo no podría haberse confinado tan
exactamente dentro de los límites de una sola propiedad, sin haber obedecido a una
voluntad superior.

Nadie supo explicar este misterio, hasta que la aparición de un alma del Purgatorio
hizo saber que había sido un castigo infligido a los hijos ingratos y culpables, los
cuales no habían cumplido la última voluntad de su padre en relación con las obras
piadosas.

Es sabido que en todos los países y en todas las regiones, se habla de casas
encantadas, convertidas en inhabitables, con gran perjuicio para sus propietarios: sin
embargo, cuando vamos al fondo de las cosas, generalmente encontramos un alma
olvidada por sus parientes, y que exige el pago de los sufragios que le corresponden.

No lo creamos y pensemos que se trata simplemente de la imaginación, de una


ilusión o incluso de un engaño.  Sin embargo, siempre quedarán suficientes hechos,
perfectamente probados, que les  enseñarán a los herederos sin corazón la forma
como Dios castiga tales procederes injustos y sacrílegos, incluso en esta vida.

Las siguientes líneas, tomada de Tomás de Cantimpré (Rossignoli, Maravilla 15),


muestran claramente cuán culpables son, a los ojos de Dios, los herederos injustos
que traicionan la última voluntad del difunto.

 
Durante las guerras de Carlomagno, un valiente soldado había servido durante
muchos años en puestos importantes y de honor. Su vida había sido la de un
cristiano: contento con su paga, se abstuvo de todo acto de violencia, y el tumulto en
los campamentos no le impidió cumplir con ninguno de sus deberes esenciales. Sin
embargo, había cometido una serie de pequeñas faltas, comunes a la gente de su
profesión.

Habiendo llegado a una edad muy avanzada, cayó enfermo; y viendo que la muerte
se acercaba, llamó a su lecho a un sobrino huérfano - el cual había tomado como
hijo – para expresarle sus últimos deseos.

“Hijo mío, le dijo, sabes que no tengo riquezas que legarte. Solo tengo mis armas y
mi caballo. Mis armas serán para ti. En cuanto al caballo, cuando yo haya entregado
mi alma a Dios, lo venderás y dividirás el producto de la venta entre los sacerdotes y
los pobres; los primeros, para que ofrezcan el Divino Sacrificio por mí, y los
segundos, para que me ayuden con sus oraciones”.

El sobrino lloró y prometió cumplir estrictamente y sin demora, lo que su tío y


benefactor le había encargado. El anciano murió poco tiempo después. Entonces, el
heredero tomó las armas y se llevó el caballo. Era un animal muy hermoso y de gran
valor.

Pero, en lugar de venderlo de inmediato, según el último deseo del difunto, empezó
a utilizarlo para hacer algunos viajes cortos. Como estaba sintiéndose muy
confortable con él, no quiso venderlo en el corto plazo.

Entonces, pospuso su venta, con el doble pretexto de que no había prisa por cumplir
la promesa hecha, y de que podía esperar a que se presentara una buena oportunidad
para lograr un mejor precio.

Retrasando así la venta de día en día, de semana en semana, de mes en mes, terminó
por acallar los llamados de su conciencia, y olvidó la sagrada obligación que tenía
de cumplir con lo dispuesto en beneficio del alma de su benefactor.
 

Habían transcurrido seis meses, cuando una mañana se le apareció el difunto y le


dirigió los más severos reproches. "Infeliz, le dijo, te olvidaste del alma de tu tío.
Violaste la sagrada promesa que hiciste en mi lecho de muerte. ¿Dónde están las
Santas Misas que debías ofrecer, dónde están las limosnas que debías repartir a los
pobres como expiación por mi alma? Por tu negligencia culposa, he sufrido
tormentos indecibles en el Purgatorio.

Finalmente Dios se apiadó de mí y ¡hoy mismo entro en la Dicha de los Santos!

Pero tú, por el Justo Juicio de Dios, morirás dentro de unos días, y sufrirás en mi
lugar los castigos que me hubiese tocado padecer aún, si Dios no hubiese sido
indulgente conmigo. Sufrirás todo el tiempo que Dios me ha concedido como
Gracia; después, comenzarás las expiaciones debidas a tus propias faltas”.

Unos días después, el sobrino cayó gravemente enfermo. Inmediatamente llamó a un


sacerdote, contó la visión que había tenido y se confesó con muchas lágrimas.
“Moriré pronto, dijo, y acepto la muerte a manos de Dios como un castigo que tengo
bien merecido”.

- En efecto, expiró en medio de sentimientos de humilde arrepentimiento. Este era


solo el menor de los castigos que se le habían anunciado como pena por la injusticia
cometida. Uno se estremece al pensar en el segundo castigo que habría de sufrir en
la otra vida.
Capítulo 41- Razones de justicia - San Bernardino de Siena y
la viuda infiel - Restituciones encubiertas – La no ejecución de
la última voluntad
San Bernardino de Siena cuenta que dos cónyuges que no tenían hijos, hicieron un
acuerdo para el caso en que uno de los dos muriese: el sobreviviente debía repartir
los bienes dejados por el difunto como limosnas por el descanso de su alma.

El marido murió primero y su viuda no cumplió la promesa hecha.

La madre de esta viuda aún vivía. El difunto se le apareció, pidiéndole que fuera a
ver a su hija para instarla en el nombre de Dios a cumplir lo prometido. “Si se
demora -añadió- en distribuir en limosnas la suma que destiné para los pobres,
dígale de parte de Dios que dentro de treinta días morirá de forma súbita".

- Cuando la impía viuda escuchó esta grave advertencia, se atrevió a calificarla de


fantasía, y persistió en su sacrílega infidelidad.

Pasaron treinta días y la desdichada mujer, habiendo subido a una habitación


superior, cayó desde una ventana y se mató al instante.

Las injusticias hacia los difuntos, de las que estamos hablando, y las maniobras
fraudulentas con las que se elude la ejecución de los legados piadosos, son pecados
graves, crímenes que merecen el Infierno. A menos que uno haga una confesión
sincera y al mismo tiempo se produzca la debida restitución, no es en el Purgatorio
sino en el Infierno donde sufriremos el castigo.

¡Ay! Sí, es sobre todo en la otra vida donde la Justicia Divina castigará como se
merecen, a los culpables poseedores de los bienes de los difuntos.

 
<<Un juicio sin misericordia, dice el Espíritu Santo, le espera a quien no ha tenido
misericordia>> (Santiago II, 13).

Siendo ésta, Palabra de Dios, ¿cuán riguroso será el juicio de aquel cuya abominable
avaricia ha dejado durante meses, años o quizás siglos, el alma de un pariente o de
un benefactor en medio de los espantosos tormentos del Purgatorio?

Este delito, como hemos dicho anteriormente, es tanto más grave cuanto que en
muchos casos los sufragios que el difunto había pedido por su alma no son en
realidad, más que restituciones encubiertas. Esto es lo que las familias ignoran con
demasiada frecuencia.

Es muy fácil hablar de la apropiación a través del recurso de captación o de la


avaricia clerical. Se desconoce un testamento arguyendo estos sutiles pretextos. Sin
embargo, muy a menudo, tal vez la mayoría de las veces, los legados piadosos se
trataban en realidad de restituciones necesarias. El sacerdote solo era el
intermediario en este acto imperativo, obligado a guardar el más absoluto secreto en
virtud de su ministerio sacramental.

Expliquemos esto más claramente. Un moribundo ha cometido injusticias a lo largo


de su vida: esto sucede con más frecuencia de lo que se cree, incluso en personas
aparentemente muy honestas a los ojos del mundo. Al momento de ir a comparecer
ante Dios, este pecador se confiesa: quiere reparar como es debido por todos los
males que ha cometido contra su prójimo; pero le falta tiempo para repararlos él
mismo y no quiere revelar este triste secreto a sus hijos. ¿Qué hace entonces?
Encubre su restitución bajo el velo de un legado piadoso.

Pero si este legado no se paga y por consiguiente no se repara la injusticia, ¿qué le


pasará al alma del difunto? ¿Será retenida en el Purgatorio indefinidamente? No
conocemos todas las leyes de la Justicia Divina, pero numerosas apariciones
testifican en el siguiente sentido: ellas declaran que dichas almas no pueden ser
admitidas en la Morada Celestial mientras la Justicia no haya sido resarcida
completamente.

 
- Por otra parte, ¿no son acaso estas almas culpables de haber aplazado hasta su
muerte una restitución a la que estaban obligadas desde hace tiempo? Y si ahora sus
herederos se desentienden de hacer tal restitución en su nombre, ¿no es ello una
consecuencia deplorable de su propio pecado, de sus retrasos culposos?

Es culpa de dichas almas que en sus familias queden bienes mal habidos, y tales
bienes no dejan de clamar hasta que no se haga la restitución correspondiente. Res
clamat domino, la propiedad ajena clama a su legítimo dueño, clama contra su
injusto poseedor.

De otro lado, si por culpa del mal proceder de los herederos, la restitución no se
hiciere nunca, es evidente que el alma del difunto no podría permanecer para
siempre en el Purgatorio. Sin embargo,  en este caso, un largo retraso en su entrada
en el Cielo parecería ser el justo castigo por la injusticia que hubiese podido ser
saldada mucho tiempo antes y que aún subsiste - a pesar de que de tal injusticia esta
alma desgraciada ya se hubiese arrepentido.

Meditemos en estas graves consecuencias, en caso de que dejemos pasar días,


semanas, meses o incluso años, antes de saldar una deuda tan sagrada.

¡Ay! ¡Qué débil es nuestra fe! Si una mascota, un perrito por ejemplo, cayese en el
fuego, ¿tardarías en sacarlo? Y sin embargo, tus padres, tus bienhechores, las
personas que te fueron más queridas, se están retorciendo en las llamas del
Purgatorio y no sientes que debes apresurarte a socorrerlas. ¡Te demoras, lo
pospones, dejas pasar días que son tan largos y tan dolorosos para las almas, sin
tomarte la molestia de realizar las obras que deben aliviarlas!
Capítulo 42 – Razones de justicia - lágrimas estériles - Tomás
de Cantimpré y su abuela - Beata Margarita de Cortona
Acabamos de hablar de la obligación de justicia que recae sobre los herederos con
respecto a cumplir fielmente con los legados piadosos.

Hay otro deber de estricta justicia que concierne a los hijos: están obligados a rezar
por sus padres fallecidos.

Recíprocamente, los padres están obligados por ley natural a no olvidar ante Dios a
los hijos que les han precedido en la Eternidad.

Por desgracia, hay padres inconsolables ante la muerte de un hijo o una hija amados,
y que, en lugar de oraciones, solo les brindan lágrimas estériles.

Escuchen lo que cuenta Tomás de Cantimpré sobre este tema (Rossignoli, Maravilla
68): el hecho había ocurrido en su propia familia.

La abuela de Tomás había perdido un hijo en quien ella había depositado sus
esperanzas. Día y noche lo lloraba y no recibía ningún consuelo. En el exceso de su
tristeza, olvidó el gran deber del amor cristiano, y no pensó en rezar por esta querida
alma.

Y así, en medio de las llamas del Purgatorio, su hijo, el desdichado objeto de la


ternura estéril, se encontraba afligido al no recibir ningún alivio de sus sufrimientos.

Por fin, Dios se apiadó de él.

 
Un día, en el punto más grande de su dolor, esta mujer recibió una visión milagrosa.
Vio en medio de un hermoso camino una procesión de jóvenes, gráciles como
ángeles, que avanzaban llenos de alegría hacia una magnífica ciudad. Comprendió
que eran almas del Purgatorio que entraban en el Cielo.

Miró con entusiasmo para ver si entre la procesión descubría a su querido hijo. Pero,
¡ay! El niño no estaba allí. Sin embargo, ella lo vio venir, muy atrás de todos los
demás, triste, adolorido, cansado y con la ropa empapada de agua.

“Oh, querido objeto de mis penas, le gritó ella, ¿por qué te quedas detrás de este
brillante cortejo? Me gustaría verte a la cabeza de tus compañeros”.

-“Oh, madre mía -respondió el hijo con voz triste-, eres tú; son las lágrimas que
derramas sobre mí, las que empapan y manchan mis vestidos, las que retrasan mi
entrada en la Gloria.

Deja, pues, de entregarte a una pena ciega y estéril. Abre tu corazón a sentimientos
más cristianos.

Si es verdad que me amas, alíviame en mis sufrimientos: aplícame alguna


indulgencia, haz oraciones y ofrece limosnas por mí, obtén para mí los frutos del
Santo Sacrificio.

Así me mostrarás tu amor; así me liberarás de la prisión en la que estoy gimiendo, y


me abrirás el camino hacia la Vida Eterna, la cual es mucho más deseable que la
vida terrenal que me diste un día.

Entonces, la visión desapareció. Esta madre había sido recordada de lo que deben
ser los verdaderos sentimientos cristianos. En lugar de entregarse a un dolor
desmesurado, ella se aplicó a las buenas obras que debían aliviar el alma de su hijo.

 
La gran causa del olvido, la indiferencia, la negligencia culposa y la injusticia hacia
los muertos es la falta de Fe.

Por eso vemos a los verdaderos cristianos, animados por el espíritu de Fe, hacer los
más nobles sacrificios por las almas de sus difuntos.

Dichos cristianos miran hacia el lugar de la expiación, consideran los rigores de la


Justicia Divina, escuchan la voz de los difuntos que imploran su misericordia y por
ello solo piensan en ayudarlos. Consideran que el primero y más sagrado de todos
sus deberes es proporcionar a sus parientes y amigos difuntos toda la ayuda posible,
según los medios de su estado.

Bienaventurados estos cristianos: muestran su fe con obras; son misericordiosos y


por ello obtendrán Misericordia.

La beata Margarita de Cortona había sido una gran pecadora, pero habiéndose
convertido de forma sincera, borró sus desórdenes pasados con grandes penitencias
y obras de misericordia.

Su caridad hacia las almas no tenía límites. Sacrificaba todo: tiempo, descanso,
satisfacciones, con el fin de obtener de Dios su liberación.

Ella había comprendido que la piedad hacia los difuntos tiene como primer objeto
los padres. Siendo que su padre y su madre habían fallecido, nunca dejó de ofrecer
por ellos sus oraciones, sus mortificaciones, sus vigilias, sus sufrimientos, sus
Comuniones y las Misas a las que tuvo la gracia de asistir.

Entonces, para recompensar su piedad filial, Dios le hizo saber que gracias a todos
sus sufragios, ella había logrado acortar los largos sufrimientos que sus padres
hubiesen tenido que soportar en el Purgatorio, y que había obtenido para ellos su
completa liberación y la entrada en el Paraíso.
Capítulo 43 - Razones de Justicia - Oración por los familiares
fallecidos - Santa Catalina de Siena y su padre Jacomo
Santa Catalina de Siena (30 de abril) nos dio un ejemplo similar. Así lo relata su
historiador, el beato Raimundo de Capua.

"La sierva de Dios, escribe, tenía un celo ardiente por la salvación de las almas.
Primero contaré lo que hizo por su padre, Jacomo, del que ya hemos hablado.

Este hombre magnífico había reconocido la santidad de su hija y se había llenado de


una respetuosa ternura por ella. Recomendaba a todos en la casa que nunca la
contrariaran y que la dejaran practicar sus buenas obras como quisiera.

El afecto que unía a padre e hija aumentaba cada día. Catalina rezaba
incesantemente por la salvación de su padre. Jacomo se alegraba de las virtudes de
su hija y esperaba obtener gracia ante Dios a través de sus méritos.

La vida de Jacomo se acercaba a su fin. Él cayó en cama gravemente enfermo. En


cuanto su hija lo vio en ese estado, recurrió, como era su costumbre, a la oración, y
pidió a su Esposo Celestial que sanara a quien ella tanto amaba.

La respuesta que recibió fue que Jacomo estaba a las puertas de morir y que era
preferible para él que no viviese más. Catalina fue entonces a ver a su padre y
encontró su espíritu tan perfectamente dispuesto a dejar este mundo, sin
remordimientos, que agradeció a Dios con todo su corazón.

Pero su afecto filial no estaba satisfecho. Comenzó a rezar de nuevo para obtener de
Dios, Fuente de toda Gracia, no solo que perdonara a su padre todas las faltas, sino
que también, a la hora de su muerte, lo condujese al Cielo, sin hacerlo pasar por las
llamas del Purgatorio.

 
La respuesta en este caso fue que la Justicia no podía perder sus derechos y que el
alma de su padre debía estar perfectamente pura antes de poder disfrutar de los
esplendores de la Gloria.

“Tu padre -dijo Nuestro Señor- vivió una buena vida en el estado de casado, hizo
muchas cosas que me agradaron y le estoy especialmente agradecido por su
conducta hacia ti; pero Mi Justicia exige que su alma pase por el Fuego, para
purificarse de las impurezas que alcanzo a contraer en este mundo”.

- "¡Oh, mi Adorable Salvador -respondió Catalina-, cómo puedo soportar la idea de


ver a mi padre atormentado en tan crueles llamas, al ser que me alimentó, que me
crió con tanto cuidado, que fue tan bueno conmigo durante toda su vida! Ruego a
vuestra Infinita Bondad que no permitáis que su alma abandone su cuerpo hasta
tanto no esté de alguna manera completamente purificada, de tal forma que no
necesite pasar por el Fuego del Purgatorio”.

Admirablemente, Dios cedió a la oración y al deseo de su criatura.

Las fuerzas de Jacomo se habían extinguido, pero su alma no podía salir de su


cuerpo mientras persistiese el conflicto entre Nuestro Señor, quien alegaba Su
Justicia, y Catalina, quien invocaba Su Misericordia.

Finalmente, Catalina dijo: "Si no puedo obtener esta gracia sin satisfacer Vuestra
Justicia, que ésta se ejerza sobre mí; estoy dispuesta a sufrir por mi padre todas las
penas que Vuestra Bondad quiera enviarme".

- Nuestro Señor consintió. “Estoy dispuesto -le dijo- por tu amor a mí, a aceptar tu
propuesta. Eximiré el alma de tu padre de toda expiación; pero te haré sufrir,
mientras vivas, el castigo que estaba previsto para él”.

 
- Catalina, llena de alegría, exclamó: "¡Gracias por Vuestra Palabra, Señor, y que se
haga Vuestra Voluntad!".

La santa volvió inmediatamente al lecho de su padre, quien entraba en agonía; lo


llenó de fuerzas y alegría, dándole, de parte de Dios mismo, la seguridad de su
Salvación Eterna, y no se apartó de él hasta que hubo expirado.

En el mismo momento en que el alma de su padre se separaba de su cuerpo, Catalina


fue presa de violentos dolores en los costados. Estos la acompañaron hasta la
muerte, sin permitirle nunca un momento de respiro.

Ella misma -añade el beato Raimundo- me lo aseguraba a menudo. Y todos los que
se acercaban a ella veían claramente la prueba que estaba padeciendo. No obstante,
su paciencia fue mayor que su enfermedad.

Todo lo que acabo de decir lo supe por Catalina, cuando, aquejada de sus dolores, yo
le preguntada la causa de los mismos.

- Debo añadir que, mientras su padre agonizaba, se le oyó exclamar, con un rostro
alegre y una sonrisa en los labios: "¡Bendito sea Dios! Padre, me gustaría ser como
tú”.

- Mientras se celebraba su funeral y todo el mundo lloraba, Catalina mostraba una


verdadera alegría. Consoló a su madre y a todos los demás como si la muerte
hubiese sido ajena a ella. Había visto a esta alma amada salir triunfante de la prisión
de su cuerpo y precipitarse sin obstáculos hacia la Luz Eterna. Esta visión la había
inundado de consuelo, porque poco antes, ella misma había disfrutado las delicias de
la Luz Celestial.

Admiremos aquí la sabiduría de la Providencia. Ella hubiese podido ciertamente


purificar el alma de Jacomo de otra manera, y hacerla entrar inmediatamente en la
Gloria - como el alma del Buen Ladrón, quien hizo profesión de fe a Nuestro Señor
en la Cruz. Sin embargo, Ella quiso que fuese a través de los sufrimientos de
Catalina quien así se lo pidió. Y esto no fue para probarla, sino para aumentar sus
méritos y su corona.

Era necesario que esta santa hija, que tanto amaba el alma de su padre, obtuviese
alguna recompensa de su amor filial, y como había preferido la salvación de dicha
alma a la de su propio cuerpo, los sufrimientos de su cuerpo se convirtieron en
beneficio para su alma.

Siempre hablaba, pues, de sus dulces y queridos sufrimientos; y tenía razón, ya que
estos sufrimientos aumentaban la dulzura de la gracia en esta vida, y las delicias de
la Gloria en la otra.

- Me confió que, mucho después de su muerte, el alma de su padre Jacomo seguía


visitándola para agradecerle por la Felicidad que le había proporcionado. Le
revelaba muchas cosas ocultas, le advertía de las trampas del demonio y la
preservaba de todo peligro”.
Capítulo 44 - Motivos estimulantes para la devoción a los
difuntos - Ventajas personales - Ideas saludables - San Juan de
Dios - Dar limosna por nuestro bien - Santa Brígida - Beato
Pedro Lefevre
Acabamos de ver cuán santa y meritoria es ante Dios la caridad hacia los difuntos:
Sancta cogitatio. Nos resta por considerar cuán saludable es a la vez esta devoción
para nosotros mismos: Salubris cogitatio.

Si la excelencia de la obra es en sí misma un motivo más que poderoso para


dedicarnos a ella, las valiosísimas ventajas que encontramos en ella no son un
estímulo menor.

Consisten, por una parte, en las gracias que recibimos a cambio de nuestro buen
obrar, y por la otra, en el fervor cristiano que nos inspira esta buena obra.

<<Bienaventurados, dice Nuestro Señor, los que son misericordiosos, porque ellos
alcanzarán Misericordia (Mateo V, 7)>>.

<<Bienaventurado el hombre, dice el Espíritu Santo, que se acuerda del necesitado y


del pobre; el Señor lo librará en el día malo>> (Salmo 40).

<<En verdad os digo que cuantas veces hubieseis tenido misericordia con el más
pequeño de mis hermanos, conmigo la habéis tenido (Mateo XXV, 40)>>.

<<Que el Señor sea misericordioso contigo, como lo fuiste con los que murieron>>
(Rut 1:8).

Estas diversas expresiones de la Palabra de Dios se entienden, en su sentido más


elevado, como caridad hacia los difuntos.
 

Todo lo que ofrezcamos a Dios por caridad hacia los difuntos, dice San Ambrosio en
su libro de los Oficios, se transforma en mérito para nosotros, y lo encontraremos
centuplicado después de la muerte: Omne quod defunctis impenditur, in nostrum
tandem meritum commutatur, et illud post mortem centuplum recipimus duplicatum.

Podemos decir que el sentimiento de la Iglesia, de sus Doctores y de sus Santos se


puede resumir en esta sola frase: Lo que haces por los difuntos, lo haces de la
manera más excelente por ti mismo.

La razón es que esta Obra de Misericordia te será devuelta al ciento por uno el día
en que tú mismo estés en necesidad de Misericordia.

Aquí podemos aplicar las famosas palabras de San Juan de Dios, cuando pedía a los
habitantes de Granada que dieran limosna por su propio bien.

Para atender las necesidades de los enfermos a los que socorría en su hospital, este
santo caritativo recorría las calles de Granada gritando: “Dad limosna, hermanos
míos, dad limosna por vuestro bien”.

A la gente le sorprendía esta nueva fórmula, porque estaban acostumbrados a


escuchar: Dad limosna por amor a Dios.

“¿Por qué, se le preguntaba al santo, pides limosna por nuestro bien?" Él respondía,
“Porque es el gran medio para que redimas tus pecados, según lo dicho por el
Profeta, <<Redime tus pecados con la limosna, y tus iniquidades con la misericordia
hacia los pobres>> (Daniel IV, 24)>>. Al dar limosna actúas en tu propio interés, ya
que con ello te salvarás de los más terribles castigos que tus pecados hayan
merecido".

 
¿No deberíamos entonces concluir que todo esto es igualmente cierto con respecto a
los sufragios que damos a las pobres almas del Purgatorio? Ayudarlas a ellas es
preservarnos de las terribles expiaciones, de las que no podríamos escapar de otro
modo.

Por eso, podemos gritar con San Juan de Dios: <<Denle su limosna a las almas
como sufragio, socórranlas por su bien>>.

Hemos dicho que la caridad hacia los difuntos se recibe de vuelta, es recompensada
con toda clase de gracias. La fuente de dichas gracias es la gratitud de las almas, y
también la de Nuestro Señor, quien considera que todo el bien que hacemos a las
almas se lo hacemos a Él mismo.

Santa Brígida atestigua en sus revelaciones, y su testimonio es citado por Benedicto


XIII (Serm. 4. n. 12), que desde las profundidades de las ardientes cavernas del
Purgatorio oyó una voz que pronunciaba estas palabras:<<¡Bendito sea, premiado
sea, quien nos alivie en estos dolores! >> Y en otra ocasión: <<Oh, Señor Dios, has
uso de Tu Omnipotencia para recompensar el ciento por uno a los que nos ayudan
con sus sufragios, y que hacen resplandecer un fulgor de tu Luz Divina en nuestros
ojos>>.

En otra visión, la misma santa oyó la voz de un ángel que decía: << ¡Bendito sea en
la Tierra quien con sus oraciones y buenas obras socorre a las pobres almas que
sufren!>>

El beato Pedro Lefevre, de la Compañía de Jesús, tan conocido por su piedad hacia
los santos ángeles, tenía también una singular devoción por las almas del Purgatorio.

- “Estas almas –decía- tienen entrañas de caridad, siempre abiertas sobre los que aún
caminan por las sendas peligrosas de la vida; están llenas de gratitud por los que las
socorren. Pueden ayudarnos con sus oraciones y ofrecer sus tormentos a Dios por
nosotros. Es una acción excelente invocar a las almas del Purgatorio, para obtener
del Señor, por su intercesión, un verdadero conocimiento y un profundo sentimiento
de contrición por los propios pecados, el fervor en las buenas obras, el cuidado de
acumular dignos frutos de penitencia, y en general el amor por todas las virtudes,
cuya carencia las ha hecho a ellas sufrir tan terrible castigo" (Memorial del Beato
Lefevre. Ver Mensajero del Sagrado Corazón, noviembre de 1873). 
Capítulo 45 - Ventajas de la devoción a las almas - Gratitud de
las almas - Santa Margarita de Cortona - San Felipe Neri - El
cardenal Baronio y la moribunda
¿Es la gratitud de las almas muy difícil de entender? Si hubieses liberado a un
cautivo de la más dura esclavitud, ¿no estaría él agradecido por tal bendición?

Cuando el emperador Carlos V capturó la ciudad de Túnez, liberó a veinte mil


esclavos cristianos que habían sido reducidos a las más terribles condiciones antes
de su victoria. Llenos de gratitud por su benefactor, lo rodearon, lo bendijeron y le
cantaron alabanzas.

Si devolvieses la salud a un enfermo desesperado, o la fortuna a un pobre que ha


caído en la pobreza, ¿no recibirías su gratitud y sus bendiciones?

Se entiende entonces que las almas santas y buenas no se comporten de manera


diferente con sus benefactores, almas cuyo cautiverio, sufrimiento y necesidad eran
mucho más apremiantes y difíciles que cualquier cautiverio, cualquier indigencia,
cualquier enfermedad terrenal.

En efecto, estas almas redimidas vienen de manera especial al encuentro de sus


benefactores en el momento de su muerte, para protegerlos, acompañarlos e
introducirlos en el Descanso Eterno.

Ya hemos hablado de Santa Margarita de Cortona y de su devoción por los difuntos.

La historia cuenta que al morir, ella vio venir a una multitud de almas que había
ayudado a liberar y le hacían cortejo para llevarla al Cielo.

 
Dios reveló este favor concedido a Margarita por medio de una persona santa de la
ciudad de Castello. Esta sierva de Dios, arrebatada en el espíritu en el momento  en
que Margarita abandonaba la vida terrenal, vio esa alma bienaventurada en medio de
un cortejo celestial. Cuando volvió en sí, dio a conocer a sus amigos lo que el Señor
le había dado a contemplar.

San Felipe Neri, fundador de la Congregación del Oratorio, tenía una muy tierna
devoción por las almas del Purgatorio, y su atracción lo llevaba a rezar
especialmente por aquellas cuya conciencia él había guiado. Se sentía más obligado
con estas, porque la Providencia se las había confiado a su celo.

Él sentía que su caridad lo obligaba a seguirlas hasta que alcanzaran su completa


purificación y su entrada en la Gloria.  Él admitió que muchos de sus hijos
espirituales se le aparecieron después de su muerte para pedirle sus oraciones o para
agradecerle las que él había hecho en su favor. También aseguró que a través de
ellas, había recibido más de una gracia.

Después de su muerte, un padre franciscano de gran piedad estaba rezando en la


capilla donde se habían depositado sus venerados restos, cuando el santo se le
apareció, rodeado de Gloria, en medio de un brillante cortejo.  El religioso, llevado
por el aire de amabilidad y familiaridad con que le miraba el santo, se animó a
preguntarle qué era esa corte de bienaventurados que lo rodeaba.

El Santo respondió que eran las almas de aquellos a quienes él había sido útil
durante su vida mortal, y a las que había ayudado a liberar del Purgatorio con sus
sufragios. Añadió que dichas almas habían venido a su encuentro al momento de
dejar este mundo, para introducirlo a su turno en la Jerusalén Celestial.

No hay duda, dice el piadoso Padre Rossignoli, que después de su entrada en la


Gloria, los primeros favores que las benditas almas piden a la Divina Misericordia
son para quienes les han abierto la puerta del Paraíso. Dichas almas no dejarán de
rezar por sus benefactores, siempre que los vean en alguna necesidad o peligro.

 
En tiempos de desgracia, enfermedad o accidentes de todo tipo, ellas serán sus
protectores.  Su celo crecerá cuando se trate de los intereses de las almas de sus
bienhechores. Les ayudarán poderosamente a vencer las tentaciones, a practicar las
buenas obras, a morir cristianamente y a escapar de las penas del Purgatorio.

El cardenal Baronio, cuya autoridad histórica es bien conocida, habla de una persona
que era muy caritativa con las almas, y que estando en su lecho de muerte, afrontó
una gran angustia.  El espíritu de las tinieblas le sugería en ese momento oscuros
temores y le velaba de su mente la dulce luz de las Divinas Misericordias; se
esforzaba por sumirla en la desesperación. De pronto, el Cielo pareció abrirse ante
sus ojos y miles de defensores descendieron hacia ella, volando en su ayuda,
reavivándole su confianza y prometiéndole la victoria.

Reconfortada por esta inesperada ayuda, preguntó a sus defensores quiénes eran:
"Somos -respondieron- las almas que vuestros sufragios han sacado del Purgatorio;
hemos venido a ayudaros y pronto os conduciremos al Paraíso”.

Ante estas palabras consoladoras, la enferma se sintió transformada y llena de la más


dulce confianza.  Poco después murió tranquilamente, con la serenidad en su rostro
y la alegría en el corazón.
Capítulo 46 - Ventajas – Gratitud de las almas - Regreso de un
sacerdote exiliado - Favores temporales - El Padre Munford y
el impresor William Freyssen
Para comprender la gratitud de las almas, debemos tener una noción más clara del
beneficio que reciben de sus benefactores.

Deberíamos entender lo que es entrar en el Cielo. ¿Quién nos podrá describir, dice el
abad Louvet, las alegrías de esta Hora Bendita? Imaginemos la felicidad de un
exiliado que regresa por fin a su patria.

En la época del terror, un pobre sacerdote de la Vendée había estado entre los
famosos ahogados de Carrier. Habiendo escapado milagrosamente de la muerte,
tuvo que huir del país para salvar su vida. Cuando se restableció la paz en la Iglesia
y en Francia, se apresuró a volver a su querida parroquia.

Aquel día el pueblo estaba de fiesta, todos los feligreses habían acudido a recibir a
su párroco y Padre. Las campanas repicaban alegremente en el viejo campanario y la
iglesia estaba engalanada como en el día de las grandes solemnidades.

El anciano avanzó sonriente en medio de sus hijos espirituales; pero cuando las
puertas del lugar santo se abrieron ante él, cuando vio de nuevo aquel Altar que
tanto había alegrado los días de su juventud, su corazón se rompió dentro de su
pecho. Estaba demasiado débil para soportar tanta alegría.

Con voz temblorosa entonó el Te Deum, pero fue el Nunc dimittis de su vida
sacerdotal, Cayó moribundo a los pies del Altar. El exiliado no había tenido fuerzas
suficientes para soportar las alegrías del regreso.

Si así son las alegrías que se experimentan al retornar a la patria terrenal luego del
exilio, ¡cómo no serán las alegrías al entrar en el Cielo, la verdadera Patria de
nuestras almas!  ¿Y cómo podríamos entonces sorprendernos ante la gratitud de las
benditas almas, una vez que las hemos ayudado a entrar en la Patria Celestial?

El Padre Santiago Munford, de la Compañía de Jesús, nacido en Inglaterra en 1605,


y quien combatió durante cuarenta años por la causa de la Iglesia en ese país -
entregado a la herejía - había escrito una notable obra acerca del Purgatorio. En
Colonia, encargó su impresión a William Freyssen, un conocido editor católico.

Este libro se difundió ampliamente, hizo un gran bien a las almas, y el editor
Freyssen fue uno de los que más se benefició del mismo.

Esto es lo que Freyssen escribió al Padre Munford en 1649.

“Le escribo Padre, para informarle de la doble y milagrosa curación de mi hijo y de


mi esposa.  Durante los días de fiesta en los que mi tienda estaba cerrada, me puse a
leer el libro que usted me encomendó imprimir, <<Sobre la misericordia que se debe
tener para con las almas del Purgatorio>>.

Todavía estaba inmerso en mi lectura, cuando me informaron que mi pequeño hijo,


de cuatro años, estaba sufriendo los primeros síntomas de una grave enfermedad. 
Dicha enfermedad se agravó rápidamente, los médicos no daban esperanzas y ya se
estaba pensando en hacer los preparativos para su funeral.

Se me ocurrió que podría salvarlo haciendo un voto en favor de las almas del
Purgatorio. Entonces me fui para la iglesia temprano en la mañana y rogué
fervientemente a Dios que se apiadara de mí, comprometiéndome a distribuir
gratuitamente cien ejemplares de su libro entre los clérigos y religiosos, con el fin de
recordarles el celo que deben tener hacia los miembros de la Iglesia Purgante, junto
con las mejores prácticas para cumplir con este deber.

 
Confieso que estaba lleno de esperanza. Cuando volví a casa encontré al niño en
mejores condiciones.  Ya pedía comida, aunque llevaba varios días sin poder tragar
una sola gota de líquido.

Al día siguiente su recuperación era completa. Se levantó, salió a pasear y comió tan
bien como si nunca hubiese estado enfermo.

Lleno de gratitud, yo no tenía nada más urgente que hacer que cumplir con mi
promesa: me dirigí al Colegio de la Compañía y pedí a vuestros Padres que
aceptaran mis cien ejemplares; que se quedaran con los que quisieran y que
distribuyeran los demás a las comunidades y eclesiásticos que conocieran, para que
las almas purgantes, mis benefactoras, se vieran aliviadas con nuevos sufragios.

Tres semanas después me ocurrió otra calamidad, no menos grave.  Mi mujer, de


camino a casa, se vio repentinamente atacada por un temblor tan violento en todos
sus miembros, que la tiró al suelo y le quitó toda sensibilidad.

Pronto perdió el apetito e incluso el habla.  En vano se utilizaron todos los remedios;
la enfermedad tan solo empeoró y toda esperanza parecía perdida. Su confesor, al
verla en ese estado, me dio palabras de consuelo y paternalmente me exhortó a
resignarme a la Voluntad de Dios.

En lo que a mí respecta, después de la experiencia que había tenido en cuanto a la


protección de las benditas almas del Purgatorio, me negué a perder la esperanza. 
Entonces, volví a la misma iglesia. Postrado ante el Altar del Santísimo Sacramento,
renové mis súplicas con el mayor fervor posible: <<Dios mío, exclamé; Tu
Misericordia no tiene medida. En nombre de esta Bondad Infinita, no permitas que
la curación de mi hijo se pague con la muerte de mi esposa>>.

Entonces me comprometí a distribuir doscientos ejemplares de su libro, con el fin de


obtener para las almas purgantes numerosos sufragios. Al mismo tiempo, rogué a las
almas que habían sido liberadas anteriormente que unieran sus oraciones a las que
aún permanecían en el Purgatorio.
 

Después de orar de esta manera y de regreso a casa, vi a mis sirvientes correr a mi


encuentro. Habían venido a decirme que mi querida esposa había experimentado una
notable mejoría: la fiebre delirante había cesado y había recupero su habla.  Corrí a
ver con mis propios ojos. Todo era cierto. Le ofrecí a ella algo de comida y la tomó
con apetito.  Al poco tiempo, estaba tan recuperada que vino a la iglesia conmigo
para dar gracias al Dios de Toda Misericordia.

Su Reverencia puede dar plena fe de este relato. Yo le ruego que me ayude a


agradecer a Nuestro Señor por este doble milagro".
Capítulo 47 - Ventajas - Favores temporales - El abad Postel y
la doncella de París
El abad Postel, traductor del Padre Rossignoli, relata la siguiente historia. Dice que
ocurrió en París hacia 1827; la consignó en el libro “Las Maravillas del Purgatorio”,
bajo el número 51.

Una pobre empleada doméstica, educada cristianamente en su pueblo, había


adoptado la santa práctica de hacer decir, con sus modestos ahorros, una Misa
mensual por las almas del Purgatorio.

Llevada por sus patrones a la capital, no faltaba nunca a dicha Misa, convirtiendo en
norma el asistir ella misma al Divino Sacrificio, uniendo sus oraciones a las del
sacerdote, especialmente en favor del alma cuya expiación necesitase algo más para
completar su purificación.  Esta era su petición acostumbrada.

Pronto Dios la puso a prueba a través de una larga enfermedad, que no solo la hizo
sufrir cruelmente, sino que le hizo perder su trabajo y agotar sus últimos recursos.

El día que pudo salir del hospicio, solo le quedaban veinte céntimos.

Después de rezar al Cielo una oración de confianza, se puso a buscar un trabajo. Le


habían hablado de una oficina de empleo en el otro extremo de la ciudad, y se dirigía
allá cuando la iglesia de San Eustaquio se interpuso en su camino.

Al ver a un sacerdote en el Altar se acordó de que ese mes había faltado a su Misa
acostumbrada por los difuntos y que ese día era precisamente la fecha en que desde
hacía años ella se había dado ese consuelo.

Pero, ¿cómo hacerlo? Si renunciaba a su último franco, no le quedaría ni siquiera


para saciar su hambre. Fue una lucha entre su devoción y la prudencia humana.
 

La devoción se impuso.  "Al fin y al cabo, se dijo, el buen Dios verá que esto es para
Él, ¡y no me abandonará!"

Entró en la sacristía, entregó su ofrenda para una Misa y luego asistió a la Misa con
su habitual fervor.

Una vez terminada, continuó su camino, llena de una comprensible ansiedad.  Sin
nada en absoluto, ¿qué podía hacer si le faltase trabajo?  Mientras le daba vueltas a
este pensamiento, un joven pálido, de esbelta figura, de porte distinguido, se acercó
a ella y le preguntó: "¿Busca usted un trabajo? " - "Sí, señor".- "Bueno, vaya a tal
calle, a tal número, a casa de la señora... Creo que le va a convenir y estará bien
allí".

Una vez dichas estas palabras, desapareció entre la multitud de transeúntes, sin
esperar el agradecimiento que la pobre muchacha le dirigió.

Le señalaron la calle, reconoció el número y subió al apartamento.  Una criada salió,


con un paquete bajo el brazo y murmurando palabras de queja y enfado.  - "¿Está la
señora?", preguntó la recién llegada.  - "Tal vez sí, tal vez no", respondió la que
salía; y prosiguió: "¿Qué me importa? La señora misma abrirá si le conviene. No
tengo por qué involucrarme más. Adiós”.  Y bajó las escaleras.

Nuestra pobre muchacha toca el timbre temblando y una suave voz le dice que
entre.  Se encuentra ante una anciana, de aspecto venerable, que la anima a que le
diga qué se le ofrece.  - "Señora, dice la doncella, esta mañana escuché que usted
necesita una empleada y he venido a ofrecerme. Me aseguraron que usted me
acogería con amabilidad”.

- “Pero, mi querida niña, lo que estás diciendo es de lo más extraño.  Esta mañana no
necesitaba a nadie; hace apenas media hora despedí a una criada insolente y no hay
nadie en el mundo, aparte de ella y yo, que lo supiésemos.  ¿Quién te envió
entonces?”

- “Fue un caballero, señora, un joven caballero que me encontré en la calle, quien


me detuvo por esta circunstancia. Bendije a Dios por la posibilidad que se me
presentaba, ya que hoy mismo debo encontrar trabajo: no me queda ni un céntimo".

La anciana no podía entender quién había sido esa persona. Estaba haciendo
conjeturas cuando la muchacha, al levantar la vista sobre un mueble del salón, vio
un retrato.  “Aquí está señora, dijo enseguida; no busque más. Esta es exactamente
la figura del joven que me habló. Vengo de su parte”.

Al oír estas palabras, la señora exclama con fuerza y parece estar a punto de
desmayarse. Le pide a la joven que le vuelva a contar toda la historia, la de la
devoción a las almas del Purgatorio, la de la Misa matutina, la del encuentro con el
caballero. Entonces, se echa al cuello de la pobre niña, la abraza efusivamente y le
dice: "¡No serás mi empleada, serás mi hija a partir de este momento!  Él es mi hijo,
mi único hijo, a quien encontraste. Mi hijo murió hace dos años y gracias a ti él ha
sido liberado del Purgatorio; no me cabe la menor duda; y Dios permitió que él te
enviara aquí.

Bendita seas pues; oremos juntas por todos los que sufren antes de entrar en la
Eternidad Bienaventurada".
Capítulo 48 - Ventajas - Beneficios temporales - La napolitana
y la nota misteriosa
Para demostrar que las almas del Purgatorio muestran su gratitud incluso mediante
beneficios temporales, el padre Rossignoli relata un hecho ocurrido en Nápoles, que
tiene cierta analogía con el que acabamos de leer.

Si no todos pueden ofrecer a Dios la rica limosna de Judas Macabeo - quien envió a
Jerusalén doce mil dracmas de plata para que fuesen ofrecidos sacrificios y
oraciones por los difuntos - son muy pocos los que no pueden dar al menos el
ofrecimiento de la viuda pobre del Evangelio, alabado por Nuestro Señor mismo.

Ella solo dio dos óbolos, pero, dijo Jesús: “Esos dos óbolos valen más que todo el
oro de los ricos, porque en su pobreza ella dio lo que necesitaba para vivir”.

Este conmovedor ejemplo fue seguido por una humilde mujer napolitana, que
pasaba las mayores dificultades para sostener a su familia. Los recursos de la casa se
limitaban al salario diario de su marido, quien traía el fruto de su trabajo cada tarde.

Por desgracia, llegó el día en que este pobre padre de familia fue encarcelado por
cuenta de deudas, de modo que toda la subsistencia de la familia había quedado en
manos de la desdichada madre.

A ella no le quedaba más que su confianza en Dios. Rezó con fe a la Divina


Providencia para que acudiera en su ayuda, y especialmente para que liberara a su
marido, quien padecía en la cárcel sin más delito que su indigencia.

Acudió a un rico y benévolo señor, le explicó su triste situación y le rogó con


lágrimas que la ayudara.

 
Dios permitió que solo recibiera una pequeña limosna, un pug, una moneda local
que valía poco menos que cincuenta céntimos.

Desolada, entró en una iglesia para suplicar al Dios de los Necesitados que la
socorriera en su angustia, ya que no tenía otro apoyo en la Tierra.

Estaba inmersa en su oración y en sus lágrimas, cuando, por una inspiración, sin
duda de su ángel de la guarda, le vino la idea de invocar su situación ante las almas
del Purgatorio; ella había escuchado que estas padecían muchos sufrimientos y que
profesaban gratitud hacia los que las socorrían.

Llena de confianza, entró en la sacristía, ofreció su pequeña moneda y pidió una


Misa de difuntos. Un buen sacerdote que se encontraba allí, se apresuró en
complacerla y subió al Altar. Entonces, la pobre mujer, postrada en el piso, asistió al
Santo Sacrificio y ofreció sus oraciones por los difuntos.

Se marchó consolada, como si le hubieran asegurado que Dios había respondido a su


oración.

Caminando por las abarrotadas calles de Nápoles, se le acercó un venerable anciano,


que le preguntó de dónde venía y para dónde iba.  La desafortunada mujer explicó su
angustia y el uso que había hecho de la modesta limosna que le habían dado.  El
anciano se mostró muy conmovido por su miseria, le dirigió palabras de ánimo y le
entregó una nota sellada con órdenes de que la llevara en su nombre a un caballero
que él había designado; después se marchó.

La mujer no tenía más prisa que llevar la nota al caballero designado.  Este último,
al abrir el papel, se sintió agitado y a punto de desmayarse: reconoció la letra de su
padre, quien había fallecido tiempo atrás.

 
"¿Y de dónde viene esta carta?”, preguntó el caballero. “Señor -respondió la mujer-,
proviene de un anciano caritativo que se me acercó en la calle.  Le conté mi angustia
y me dijo que acudiera a usted en su nombre para entregarle esta nota; después se
marchó. En cuanto a los rasgos de su cara, eran muy parecidos a los de la foto que
usted tiene encima de la puerta”.

Cada vez más impresionado por lo sucedido, el caballero tomó la nota y la leyó en
voz alta: "Hijo mío, tu padre acaba de salir del Purgatorio, gracias a una Misa que la
portadora de esta carta hizo celebrar esta mañana. Ella está muy necesitada y te la
recomiendo”.

- El caballero, leyó y releyó esas líneas, escritas por una mano tan querida para él,
por un padre que ahora se encontraba entre los Elegidos.

Lágrimas de felicidad inundaron su rostro y volviéndose a la mujer, le dijo: "Pobre


madre, con una pequeña limosna usted ha asegurado la Dicha Eterna de quien me
dio la vida.  Quiero, a mi vez, asegurar su felicidad temporal.  Me ocuparé de todas
las necesidades suyas y de su familia".

¡Qué alegría para este caballero, qué alegría para esta mujer!  Hubiera sido difícil
decir quién experimentaba mayor felicidad.

Lo que es más importante y más fácil de entender aquí, es el aprendizaje que se


desprende de esta historia: nos enseña que incluso la más mínima caridad hacia los
miembros de la Iglesia Purgante, es preciosa ante Dios, y nos atrae milagros de
Misericordia.
Capítulo 49 - Ventajas - Beneficios temporales y espirituales -
Cristóbal Sandoval en Lovaina - El abogado que renunció al
mundo - El hermano Lacci y el doctor Verdiano
Mencionemos un hecho más, tanto más digno de ser incluido aquí porque un gran
Papa, Clemente VIII, vio en él el Dedo de Dios y recomendó que fuese publicado
para la edificación de la Iglesia.

Varios autores, dice el Padre Rossignoli, han hecho recuento del prodigioso auxilio
que Cristóbal Sandoval, arzobispo de Sevilla, recibió de las almas del Purgatorio.

Cuando era todavía un niño, solía distribuir como limosna por las almas, parte del
dinero que le daban para satisfacer sus gustos.

Su piedad no hizo más que aumentar con los años: dio todo lo que pudo para las
almas, hasta el punto de privarse de mil cosas que hubieran sido útiles o necesarias.

Cuando asistía a la Universidad de Lovaina, sucedió en un momento dado que las


cartas que esperaba de España se retrasaron muchísimo, por lo cual llegó a
encontrarse tan falto de dinero que no tenía ni con qué comer.

En esa situación, un día un mendigo le pidió una limosna en nombre de las almas del
Purgatorio. Y, como nunca le había sucedido, tuvo el dolor de negársela.

Apesadumbrado por lo que había hecho, entró en una iglesia: "Si no puedo dar
limosna para mis pobres almas -se dijo así mismo-, quiero al menos ayudarlas
rezando por ellas.

Tan pronto terminó su oración, al salir de la iglesia, se le acercó un apuesto joven


con atuendo de viajero, quien lo saludó con respetuosa benevolencia.
 

Cristóbal sintió temor, como si estuviese en presencia de un espíritu con forma


humana.

Sin embargo, pronto fue tranquilizado por su amable interlocutor, quien le habló con
la mayor cortesía acerca del marqués de Dania, su padre, de sus parientes y de sus
amigos, tal y como si fuese un español recién llegado de la Península.

Finalmente, el joven le pidió que lo acompañara al hotel, donde podrían cenar juntos
y hablar más cómodamente. Sandoval, quien no había comido en todo el día, aceptó
de buen grado tan amable oferta.  Así pues, se sentaron a cenar y siguieron
conversando muy amistosamente.

Luego de la comida, el forastero le dio a Sandoval una suma de dinero, la cual le


pidió que la aceptara y utilizara en lo que quisiese, añadiendo que, a su discreción, él
le pediría al marqués, su padre, que se la devolviese en España.

Luego, con el pretexto de tener que encargarse de unos asuntos, se marchó y


Cristóbal no lo volvió a ver. A pesar de todas las averiguaciones que hizo acerca de
este desconocido, no pudo obtener información alguna: nadie, ni en Lovaina ni en
España, lo había visto, y nadie conocía a un joven de tales características.

En cuanto al dinero, la suma era exactamente la que el piadoso Cristóbal necesitaba


para pagar sus deudas atrasadas; y este dinero nunca fue reclamado a su familia.

Por ello, él quedó convencido que el Cielo había obrado un milagro en su favor, y
había enviado en su ayuda a una de las almas a las que él mismo había ayudado con
sus oraciones y limosnas.

Tal certeza fue confirmada por el Papa Clemente VIII, a quien le contó la historia
cuando fue a Roma a recibir las bulas como obispo.
 

Este Pontífice, impresionado por las circunstancias particulares del acontecimiento


reseñado, instó al nuevo obispo a darlo a conocer para la edificación de los fieles;
vio en ello un favor del Cielo, que demuestra cuán valiosa es a los Ojos de Dios la
Caridad hacia los difuntos.

Tal es la gratitud de las almas santas que han dejado este mundo, que la demuestran
incluso en relación con los servicios que les fueron prestados mientras estaban en la
Tierra.

Consta en los Anales de los Frailes Predicadores que entre los que acudieron a pedir
el hábito de Santo Domingo en 1241, había un abogado que había dejado su
profesión por circunstancias extraordinarias.

Se había hecho amigo de un joven muy piadoso, al que asistió caritativamente en la


enfermedad de la que finalmente falleció. Tras la muerte de su amigo, no se olvidó
de rezar algunas oraciones por su alma, aunque no era muy piadoso. Sin embargo,
esto fue suficiente para que el difunto obtuviera para él el mayor de los beneficios, el
de su conversión y vocación religiosa.

Veamos cómo sucedió. Unos treinta días después de su muerte, el difunto se le


apareció al abogado y le rogó que le ayudara porque se encontraba en el Purgatorio.

"¿Son rigurosos sus castigos?", preguntó el abogado.  – “Ay, respondió el difunto; si


toda la Tierra, con sus bosques y montañas, estuviese en llamas, no sería una brasa
ardiente como en la que estoy”.

El abogado fue presa del miedo, su fe revivió, y pensando en su propia alma, le


preguntó: "¿En qué estado me encuentro a los ojos de Dios?” – “En mal estado -
respondió el difunto- y en una profesión peligrosa”.

 
"¿Qué debo hacer? ¿Qué consejo me da?", volvió a preguntar el abogado. Esta es la
respuesta que recibió: "Deje el mundo perverso en el que está inmerso, y preocúpese
solo por la salvación de su alma".

El abogado siguió este consejo, dio todos sus bienes a los pobres y tomó el hábito de
Santo Domingo.

Veamos esta otra historia. Después de su muerte, un santo religioso de la Compañía


de Jesús agradeció los servicios del médico Verdiano, quien lo había atendido en su
última enfermedad.

El fraile coadjutor Francisco La, fallecido en el colegio de Nápoles en 1098, era un


hombre de Dios, lleno de caridad, paciencia y tierna devoción hacia la Santísima
Virgen. Algún tiempo después de la muerte de Francisco, el doctor Verdiano entró
en la iglesia del Colegio a primera hora de la mañana, para escuchar la Misa antes de
comenzar sus visitas.

Era el día en que se celebraban las exequias del rey Felipe II, quien había muerto
hacía cuatro meses.  Cuando salía de la iglesia y se santiguaba con agua bendita, se
le acercó un religioso y le preguntó por qué se había preparado el catafalco y qué
servicio se iba a celebrar.

"Son las exequias del rey Felipe II", respondió Verdiano. Este a su vez, asombrado
de que un religioso hiciera semejante pregunta a un desconocido, y sin poder
distinguir los rasgos de su interlocutor en aquel lugar poco iluminado, preguntó
quién era.

“Soy -contestó- el hermano Francisco Lacci; usted me brindó sus cuidados durante
mi enfermedad”.  - El médico lo miró atentamente y reconoció perfectamente los
rasgos de Lacci. Estupefacto y preso de la emoción, le dijo: "¡Pero si usted falleció a
causa de esa enfermedad!
¿Está usted sufriendo en el Purgatorio y por eso ha venido a solicitar sufragios?".  El
hermano respondió: "Bendito sea el Señor, ya no tengo dolor ni tristeza; ya no
necesito sufragios. Estoy disfrutando de las alegrías del Paraíso”.

"Y el rey Felipe II, ¿está ya en el cielo también?", preguntó Verdiano. “Sí, respondió
el difunto. Está en el Cielo pero situado por debajo de mí, así como él estaba por
encima de mí en la Tierra. En cuanto a usted, doctor -añadió Lacci-, ¿dónde piensa
hacer su primera visita hoy?”

Habiendo respondido Verdiano que iba a ver al patricio di Maio, quien estaba muy
enfermo, Lacci le advirtió que tuviera cuidado con un grave peligro que le
amenazaba en la puerta de esa casa.  De hecho, el médico encontró en ese lugar una
gran piedra, colocada de tal forma que al tropezarla hubiese podido tener una caída
fatal.

Este auxilio temporal parece haber sido dispuesto por la Providencia para
demostrarle a Verdiano que no había sido víctima de una ilusión.
Capítulo 50 - Ventajas - Las almas oran por nosotros - Suárez
- Santa Brígida - Santa Catalina de Bolonia - El Venerable
Vianney
Acabamos de hablar de la gratitud de las almas. A veces la manifiestan de forma
muy visible, como lo hemos visto. Sin embargo, más a menudo la expresan de forma
invisible mediante sus oraciones.

Las almas oran por nosotros, no solamente después de su liberación, cuando ya están
con Dios en el Cielo, sino también estando aún en su lugar de destierro y en medio
de sus sufrimientos.

Aunque no pueden rezar por ellas mismas, obtienen grandes gracias para nosotros
mediante sus súplicas.

Esta es la enseñanza expresa de dos ilustres teólogos, Belarmino y Suárez.

Dice Suárez: “Estas almas son santas y queridas por Dios. La caridad las lleva a
amarnos; ellas saben, al menos de manera general, a qué peligros estamos expuestos
y qué necesidad tenemos de la Ayuda Divina.  ¿Por qué entonces no habrían de rezar
por sus benefactores?”

¿Por qué no? Se podría responder diciendo: porque ellas no los conocen.  En su
oscura morada y en medio de sus tormentos, ¿cómo saben ellas quiénes son los que
las ayudan con sus sufragios?

Sin embargo, a tal objeción se puede responder en primer lugar, que las almas
sienten al menos el alivio que reciben y la ayuda que se les brinda. Aunque ellas no
supiesen de dónde proviene tal alivio, el hecho de que lo sientan es de por sí
suficiente para que invoquen las bendiciones del Cielo sobre sus benefactores, sean
quienes sean, ya que Dios los conoce.
 

Ahora, ¿se puede en realidad afirmar que las almas del Purgatorio no saben de quién
proviene el alivio a sus sufrimientos?  Su desconocimiento al respecto no está en
absoluto demostrado, y hay fuertes razones para afirmar que no existe tal
desconocimiento.  ¿Acaso sus ángeles de la guarda, que permanecen al lado de cada
una de ellas, para brindarles todos los consuelos que están a su alcance, las privarían
de tan consolador conocimiento?

En segundo lugar, ¿no es acaso este conocimiento conforme al dogma de la


Comunión de los Santos? El intercambio que existe entre nosotros y la Iglesia
Purgante, ¿no será tanto más perfecto cuanto más recíproco sea y cuanto más
conozcan las almas a sus bienhechores?

Esta doctrina está confirmada por una serie de revelaciones privadas y en la práctica,
por varios santos personajes.

Ya hemos relatado cómo Santa Brígida, en uno de sus éxtasis, oyó a varias de estas
almas exclamar en voz alta: "Señor, Dios todopoderoso, otorga el ciento por uno a
quienes nos asisten con sus oraciones y que te ofrecen sus buenas obras para que
podamos gozar de la Luz de Tu Divinidad".

Por otra parte, leemos en la vida de Santa Catalina de Bolonia que ella tenía una
tierna devoción por las almas del Purgatorio, que rezaba por ellas a menudo y con
gran fervor, que se encomendaba a ellas con gran confianza en sus necesidades
espirituales y que exhortaba a otros a hacerlo, diciéndoles: "Cuando quiero obtener
alguna Gracia de parte de nuestro Padre del Cielo, recurro a las almas que están aún
retenidas en el Purgatorio. Les ruego que presenten en su nombre mi petición ante la
Divina Majestad, y yo siento que me es concedida por su intercesión".

Un santo sacerdote de nuestro tiempo, cuya causa de beatificación ya se inició en


Roma, el venerable Vianney, cura de Ars, dijo a un eclesiástico que le consultó:
"Oh, si supiéramos cuán grande es el poder de las benditas almas del Purgatorio
sobre el Corazón de Dios, y si conociéramos bien todas las gracias que podemos
obtener por su intercesión, ellas no estarían tan olvidadas.  Debemos rezar por ellas,
para que ellas a su turno recen por nosotros".

Esto último que afirma el venerable Vianney, nos señala la verdadera forma de
recurrir a las almas del Purgatorio: hay que ayudarlas, para obtener a cambio sus
oraciones y los efectos de su gratitud. Debemos rezar por ellas, para que ellas a su
turno recen por nosotros.

No se trata entonces de invocarlas como invocamos a los santos que están


disfrutando del Paraíso. Ese no es el espíritu de la Iglesia; esta reza sobre todo por
los difuntos y los ayuda mediante sus sufragios.

Sin embargo,  no es de ninguna manera contrario al espíritu de la Iglesia ni a la


piedad cristiana, brindar auxilio a las almas con la intención de obtener a cambio,
merced a sus oraciones, los favores que deseamos.

Por lo tanto, es loable y piadoso ofrecer una Misa por los difuntos cuando tenemos
necesidad de una gracia particular.

Si las oraciones de las almas son tan poderosas cuando aún se encuentran sufriendo
en el Purgatorio, es fácil concebir que lo serán aún más cuando, habiendo alcanzado
plena purificación, dichas almas estén ante el Trono de Dios.
Capítulo 51 - Ventajas - Reconocimiento del Divino Esposo de
las Almas - La Venerable Arcángela Panigarola y su padre
Gotardo
Si las almas son agradecidas con sus benefactores, Nuestro Señor Jesucristo, quien
ama estas almas, quien recibe como hecho a Él Mismo todo el bien que se les hace, 
recompensa aún lo más mínimo, frecuentemente en esta vida y ciertamente en la
otra.  Él premia a los que muestran misericordia y castiga a los que se olvidan de
mostrarla a las almas que sufren.

Veamos primero un ejemplo de castigo.

La venerable Arcángela Panigarola, monja dominica, priora del monasterio de Santa


Marta en Milán, tenía un extraordinario celo por el alivio de las almas del
Purgatorio.

Rezaba y hacía rezar por todos sus conocidos, e incluso por los desconocidos, cuya
muerte le fuese anunciada.

Su padre, Gotardo, al que quería mucho, era uno de esos cristianos mundanos que no
se preocupaban en rezar por los difuntos. Este falleció, y Arcángela, desolada,
comprendiendo que debía a este querido difunto menos lágrimas que oraciones,
resolvió encomendarlo a Dios mediante sufragios especiales.

Pero, sorprendentemente, esta resolución casi no se llevó a efecto: esta hija, tan
piadosa y tan devota de su padre, hizo poco por su alma. Dios permitió que, a pesar
de sus santos propósitos, perdiese constantemente de vista a su padre para ocuparse
de otros.

Por fin, un acontecimiento inesperado vino a explicar este extraño olvido y a


despertar la devoción de la monja por su padre.
 

En el Día de la Conmemoración de los Difuntos, se había encerrado en su celda,


dedicándose únicamente a ejercicios de piedad y penitencia por las almas.  De
repente se le apareció su ángel de la guarda, la tomó de la mano y la condujo en
espíritu al Purgatorio.

Allí, entre las almas que vio, reconoció la de su padre, sumergida en un estanque de
agua helada.  En cuanto Gotardo vio a su hija, se levantó hacia ella y le reprochó con
un gemido, que le hubiese abandonado en sus sufrimientos, mientras que ella no
había dejado de tener caridad para con los demás, no había cesado de aliviar y
liberar a las almas de desconocidos.

Arcángela guardó silencio ante estos reproches, que ella reconoció como merecidos.
Pronto, derramando un torrente de lágrimas, respondió entre sollozos: "Haré, oh mi
amado padre, todo lo que me pidas. Que el Señor conceda que mis súplicas te
liberen lo antes posible”.

Ella no podía salir de su asombro, ni entender cómo había olvidado así a un padre
querido. Su ángel, tras traerla de vuelta, le dijo que este olvido había sido el
resultado de una disposición de la Justicia Divina.  “Dios lo permitió -dijo- como
castigo por el poco celo por Dios, por su alma y por las almas de los demás, que tu
padre tuvo durante su vida.

Lo viste atormentado y congelado en un lago de hielo: este fue el castigo por su


tibieza en el servicio de Dios y su indiferencia por la salvación de las almas.  Es
cierto que tu padre no tenía malas costumbres, pero no mostraba ninguna inclinación
por el bien, por las obras piadosas y caritativas a las que la Iglesia exhorta a los
fieles.

Por eso Dios permitió que fuese olvidado, incluso por ti, ya que habrías
ayudado muchísimo a reducir su castigo”.

 
La Justicia Divina suele infligir este castigo a los que carecen de fervor y Caridad:
permite que sean tratados de la misma forma como lo hicieron con Dios y con sus
hermanos. Esta es, además, la regla de Justicia que el Salvador establece en el
Evangelio: "La medida que uséis con los demás, será usada con vosotros".
Capítulo 52 - Ventajas - La caridad hacia las almas, premiada
por Jesucristo - Santa Catalina de Siena y Palmerina - Santa
Magdalena de Pazzi y su madre
El Señor está más inclinado a recompensar que a castigar; y si inflige el castigo del
olvido a los que olvidan a las almas tan queridas por Su Corazón, se mostrará
magníficamente agradecido con los que las asisten, en la persona de sus sufridas
esposas.

Él les dirá en el Día de la Recompensa: "Venid, benditos de mi Padre, poseed el


Reino preparado para vosotros. Has mostrado misericordia con tus hermanos
necesitados y sufrientes; y en verdad te digo que todo el bien que has hecho al más
pequeño de ellos, lo has hecho Conmigo”.

Jesús suele recompensar a las almas compasivas y caritativas con diversos favores
en esta vida.

Santa Catalina de Siena había convertido con su caridad a una pecadora llamada
Palmerina, quien murió y fue al Purgatorio. La santa trabajó incansablemente hasta
que logró su liberación. Como recompensa, el Salvador permitió que esta alma
bendita se le apareciera, o más bien, Él mismo quiso mostrársela a su sierva como
una magnífica conquista de su Caridad.

He aquí, según el beato Raimundo, los detalles de este hecho.

A mediados del siglo XIV, cuando santa Catalina de Siena edificaba su ciudad natal
con toda clase de Obras de Misericordia, una mujer llamada Palmerina, después de
haber sido objeto de su más tierna caridad, concibió una secreta aversión hacia su
benefactora, la cual pronto degeneró en un odio implacable.

No queriendo verla ni escucharla, la ingrata Palmerina se ensañó con la sierva de


Dios y no dejó de buscar hacerle daño a través de las más atroces calumnias.
 

Catalina hizo todo lo posible por ablandar su corazón, pero fue en vano. Entonces,
viendo que su bondad, humildad y amabilidad no hacían más que exacerbar la furia
de esta infeliz mujer, rogó a Dios que fuera Él quien ablandase su endurecido
corazón.

Dios respondió a su oración permitiendo que Palmerina sufriese una enfermedad


mortal. Pero este castigo no fue suficiente para que la mujer volviese en sí. Por el
contrario, a cambio de los más tiernos cuidados de la santa, la enferma la maltrató y
la apartó de su presencia.

Sin embargo, su fin se acercaba y se llamó a un sacerdote para que le administrara


los sacramentos. La enferma no pudo recibirlos por el odio que albergaba y que se
negaba a deponer.

Al oír esta triste noticia, Catalina vio que la desdichada mujer tenía ya un pie en el
Infierno. Se echó a llorar inconsolablemente y derramó muchas lágrimas.  Durante
tres días y tres noches no dejó de rogar a Dios por ella, uniendo el ayuno a la
oración.  "¿Qué es esto Señor? -dijo-, ¿permitirás que esta alma perezca por mi
culpa? Te ruego que me concedas su conversión y su salvación. Castiga su pecado
en mí, que soy la causa. No es ella, soy yo quien debe ser golpeada. Señor, no me
niegues la Gracia que te pido. No dejaré de suplicarte hasta que la haya obtenido. En
nombre de Tu Bondad, de Tu Misericordia, te ruego, Misericordioso Salvador, que
no permitas que el alma de mi Hermana abandone su cuerpo antes de que haya
vuelto a estar en Gracia contigo”.

Añade el biógrafo de Catalina, que fue tan poderosa su oración, que impidió que la
enferma muriese en ese momento.  La agonía duró tres días y tres noches, ante el
gran asombro de los presentes.

Catalina continuó intercediendo todo este tiempo, y finalmente obtuvo la victoria. 


Dios no resistió más a la oración de Catalina y realizó un milagro de Misericordia.

 
Un Rayo Celestial penetró en el corazón de la moribunda, le hizo ver sus faltas y la
tocó con el arrepentimiento. La santa, a quien Dios se lo hizo saber, corrió
inmediatamente hacia ella. En cuanto la enferma la vio, le dio todas las muestras
posibles de amistad y respeto; confesó su falta en voz alta, recibió piadosamente los
Sacramentos y murió en Gracia del Señor.

A pesar de esta sincera conversión, era de temerse que una pecadora que acababa de
escapar del Infierno tuviese que pasar por un duro Purgatorio.  La caritativa Catalina
siguió haciendo todo lo posible para acelerar la entrada de Palmerina en la Gloria.

Esa caridad no podía quedar sin recompensa.

“Nuestro Señor, escribe el Beato Raimundo, mostró a su sierva que esta alma se
había salvado.  Aparecía tan brillante que la misma sierva de Dios me dijo que no
había palabras para describir su belleza".

A pesar de que aún no gozaba de la Gloria de la Visión Beatífica, tenía el resplandor


que proviene de la Creación y de la Gracia del Bautismo.

Nuestro Señor le dijo a Catalina: "Aquí está, hija mía, esta alma perdida que me has
hecho rescatar".  Y añadió: "¿No te parece hermosa y preciosa?  ¿Quién no querría
soportar todo tipo de dolor para ganar una criatura tan perfecta e introducirla en la
Vida Eterna? Si Yo, que soy la Belleza Suprema, de la que fluye toda belleza, me
cautivé tanto por la belleza de las almas, que bajé a la Tierra y derramé Mi Sangre
para redimirlas, cuánto más debéis trabajar los unos por los otros para que no se
pierdan criaturas tan admirables. Si te he mostrado esta alma, es para que cada vez
tengas más ardor en todo lo que concierne a la salvación de las almas”.

Santa Magdalena de Pazzi, tan llena de devoción por los difuntos, agotó todos los
recursos de la caridad cristiana en favor de su madre cuando ésta falleció.

 
Quince días después de su muerte, Jesús, deseando consolar a su sierva, le mostró el
alma de su amada difunta. Magdalena la vio en el Paraíso, cubierta de un esplendor
deslumbrante y rodeada de santos que estaban pendientes de ella.

Entonces escuchó a su madre darle tres consejos, que nunca se apartaron de su


mente:

“Cuida, hija mía -le dijo-, de abajarte todo lo que más puedas en la santa humildad,
de observar religiosamente la obediencia y de llevar a cabo con prudencia todo lo
que ella te indique”.

Dicho esto, Magdalena vio que su bien amada madre se apartaba de su vista,
mientras ella se quedaba inundada de los más dulces consuelos.
Capítulo 53 - Ventajas - La caridad con los difuntos
recompensada - Santo Tomás de Aquino, su hermana y el
Hermano Román - El arcipreste Ponzoni y don Alfonso
Sánchez - La beata Margarita y la Madre Greffier
El Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, quien era igualmente devoto de las
almas, fue recompensado con varias apariciones, que se conocen por el testimonio
incuestionable del propio ilustre Doctor.

Ofrecía especialmente sus oraciones y sacrificios a Dios, por los difuntos que había
conocido o que eran sus parientes.

Cuando era profesor de Teología en la Universidad de París, perdió una hermana,


quien murió en el monasterio de Santa María de Capua, del que era abadesa.

Tan pronto el santo se enteró de su fallecimiento, encomendó fervientemente su


alma a Dios. Pocos días después dicha alma se le apareció, rogándole que se
apiadara de ella, que continuara y redoblara sus sufragios porque estaba sufriendo
cruelmente en las llamas del Purgatorio.

Tomás se apresuró a ofrecer a Dios todas las expiaciones que estaban a su alcance, y
además le solicitó a varios de sus amigos que ayudaran con sufragios caritativos. Así
obtuvo la liberación de su hermana, quien vino a comunicárselo ella misma.

Estando en Roma, a donde había sido enviado poco después por sus superiores, el
alma de su hermana se le apareció, pero esta vez exhibiendo todo el esplendor del
Triunfo y la Alegría. Le dijo que sus oraciones por ella habían sido escuchadas, que
había sido liberada de todo sufrimiento y que iba a descansar en el Seno de Dios por
toda la Eternidad.

 
Acostumbrado a los hechos sobrenaturales, el santo no temió preguntarle al alma de
su hermana qué había sucedido con sus dos hermanos, Arnulfo y Landolfo, también
fallecidos desde hacía tiempo.

“Arnulfo está en el cielo -respondió ella - y goza de un alto grado de Gloria por
haber defendido a la Iglesia y al Soberano Pontífice contra las impías agresiones del
emperador Federico.  En cuanto a Landolfo, sigue en el Purgatorio, donde sufre
mucho y necesita ayuda.  En cuanto a ti, mi querido hermano -añadió-, te espera un
magnífico lugar en el Paraíso como recompensa por todo lo que has hecho por la
Iglesia; apresúrate en dar los últimos toques a las diversas obras que has
emprendido, pues pronto te unirás a nosotros”.

La historia registra que el santo Doctor no vivió mucho tiempo después.

En otra ocasión, el mismo santo, mientras rezaba en la iglesia de Santo Domingo en


Nápoles, vio acercarse al Hermano Román, quien le había sucedido en la cátedra de
Teología en París.

El Santo pensó al principio que el Hermano acababa de llegar de París, pues no sabía
que estaba muerto. Por ello se levantó, fue a su encuentro y lo saludó, preguntándole
por su salud y por el motivo de su viaje.

“Ya no hago parte de este mundo -dijo el religioso sonriendo-, y por la Misericordia
de Dios ya estoy en posesión del Bien Soberano. He venido por orden Suya para
animaros en vuestro trabajo”.

"¿Me encuentro en estado de gracia?", preguntó inmediatamente Tomás.  – “Sí,


Hermano mío, y tus obras son muy agradables a Dios”.

"Y tú, ¿tuviste que pasar por el Purgatorio?”  - "Sí, durante quince días, por varias
infidelidades que no había expiado suficientemente en vida".
 

Tomás, siempre pendiente de saber más acerca de temas teológicos, quiso


aprovechar la ocasión para aclarar el misterio de la Visión Beatífica. Sin embargo, el
Hermano solo le respondió con este versículo del Salmo 47: Sicut audivimus, bic
vidimus in civitate Dei nostri; <<Lo que habíamos aprendido por la fe, lo hemos
visto con nuestros ojos en la Ciudad de nuestro Dios>>.

Dichas estas palabras, la aparición se desvaneció, dejando al angélico Doctor con un


ardiente deseo por los Bienes Eternos.

Más recientemente, en el siglo XVI, un favor del mismo tipo, quizás más
impresionante, fue concedido a una persona con un gran celo por las almas del
Purgatorio; se trata del venerable Gracián Ponzoni, arcipreste de Arona, amigo
personal de San Carlos Borromeo.

El venerable Ponzoni se interesó toda su vida por el alivio de las almas. Durante la
famosa peste que cobró tantas víctimas en la diócesis de Milán, Ponzoni, no
contento con multiplicarse para administrar los Sacramentos a los contagiados por la
enfermedad, no dudó en convertirse en sepulturero. Él mismo enterraba los
cadáveres, pues el miedo había paralizado a las gentes y nadie se atrevía a asumir
esta dura tarea.

Sobre todo, había asistido en el momento de la muerte, con gran celo apostólico y
caridad, a un gran número de habitantes de Arona, y los había enterrado
debidamente en el cementerio próximo a su iglesia de Santa María.

Un día, después del servicio de las Vísperas, al pasar por dicho cementerio,
acompañado por don Alfonso Sánchez, entonces gobernador de Arona, se detuvo de
repente, impresionado por una visión extraordinaria.  Temiendo ser víctima de una
alucinación, se dirigió a don Alfonso y le preguntó: "Señor, ¿está usted viendo el
mismo espectáculo que tengo ante mis ojos?"

 
"Sí", dijo el gobernador, quien se había detenido por causa de la misma visión. "Veo
una procesión de difuntos que salen de sus tumbas hacia la Iglesia; y confieso que
antes de que me lo preguntara ya me había percatado y apenas podía creer lo que
veían mis ojos.

Habiendo confirmado que la visión era real, el arcipreste añadió: "Probablemente se


trate de las recientes víctimas de la peste, quienes nos hacen saber que necesitan de
nuestras oraciones”.

Inmediatamente hizo sonar las campanas y convocó a los feligreses para el día
siguiente, a un servicio solemne por los difuntos.

Aquí estamos ante dos personas cuyo elevado espíritu, las hace estar en guardia
contra los engaños de falsas visiones, y que sin embargo quedan impactadas con lo
que están viendo. Deciden aceptarla como verdadera luego de haber constatado que
ambas están observando el mismo fenómeno.

Por lo tanto, aquí no cabe la menor duda de que no se trata de una alucinación, y
toda persona seria debe admitir la realidad de un hecho sobrenatural avalado por esa
calidad de testigos.

Tampoco hay forma de cuestionar con argumentos razonables las apariciones


respaldadas por el testimonio de un santo como Tomás de Aquino, y que fueron
citadas anteriormente.

Añadamos que también debemos cuidarnos de rechazar con ligereza otros hechos de
la misma índole, siempre que estén atestiguados por personas de reconocida santidad
y que sean dignas de fe.

 
Se requiere prudencia, pero una prudencia cristiana, alejada tanto de una credulidad
ciega, como de ese espíritu en extremo incrédulo que Jesucristo reprochó a uno de
sus apóstoles:  Noli esse incredulus, sed fidelis, no seas incrédulo, sino creyente.

Monseñor Languet, obispo de Soissons, hace la misma observación sobre una


circunstancia que él relata en su libro, Vida de la beata Margarita Alacoque.

Dice: "La señorita Billet, esposa del médico de la Casa, es decir, del convento de
Paray donde residía la beata, había muerto. El alma de la difunta se le apareció a la
sierva de Dios para pedirle oración. Al mismo tiempo le pidió que advirtiese a su
marido acerca de dos asuntos secretos, que concernían a la Justicia y a su Salvación.

La Hermana Margarita informó a la Madre Greffier, su superiora, sobre la visión


que había tenido. La superiora se rió de la visión y de quien se la había comunicado.
Le impuso a Margarita que guardara silencio y le prohibió decir o hacer nada acerca
de lo que se le había pedido.

La humilde monja obedeció con sencillez, y con la misma sencillez, informó a la


Madre Greffier de una segunda petición que le había hecho la difunta unos días
después, y que la superiora volvió a desestimar.

Pero a la noche siguiente, la superiora misma fue perturbada por un ruido tan
horrible que se había escuchado en su habitación, que pensó que moriría de miedo. 
Pidió ayuda a las Hermanas y esta llegó justo en el momento en que se iba a
desmayar.

Cuando volvió en sí, se reprochó de su incredulidad y le transmitió al médico el


mensaje que su difunta esposa le había enviado a través de la Hermana Margarita.

El médico reconoció que las advertencias habían venido de Dios, y las aprovechó.
En cuanto a la Madre Greffier, aprendió de la experiencia vivida que si la
desconfianza suele ser el camino más prudente, no hay tampoco que llevarla al
extremo, sobre todo cuando puede estar en juego la Gloria de Dios y el bien del
prójimo.
Capítulo 54 - Ventajas - Pensamiento saludable - Expiación en
esta vida antes que en la otra - San Agustín y San Luis Beltrán
- Hermano Lorenzo - Padre Michel de la Fontaine
Además de las ventajas que acabamos de considerar, la caridad hacia los difuntos es
especialmente benéfica para quienes la practican, porque les inspira fervor en el
servicio de Dios y también los pensamientos más santos.

Pensar en el Purgatorio es pensar en las penas de la otra vida. Es recordar que todo
pecado requiere expiación, ya sea en esta vida o en la otra.

Ahora bien, ¿quién no entiende que es mejor expiar los pecados aquí, ya que los
castigos futuros son muy terribles?

Una voz parece salir del Purgatorio y citarnos esta frase del libro La Imitación de
Cristo: <<Es mejor erradicar nuestros vicios ahora y expiar nuestros pecados aquí,
que aplazar su expiación en la otra vida>>.

Recordamos también esta otra cita que se lee en el mismo capítulo: <<Allí, una hora
de tormento, será más terrible que cien años de la más amarga y rigurosa penitencia
aquí>>.

Entonces, penetrados por un temor saludable, sufrimos de buen grado las penas de la
vida presente, y le decimos a Dios junto con San Agustín y San Luis Beltrán:
Domine, hic ure, hic seca, hic non parcas, ut in œternum parcas: <<Señor, aplica el
hierro y el fuego aquí abajo, no me disminuyas el sufrimiento en esta vida, para que
me lo disminuyas en la otra>> .

El cristiano, lleno de estos pensamientos, considera las tribulaciones de la vida


presente, y en particular los sufrimientos - a veces muy dolorosos como los de la
enfermedad - como un purgatorio en la Tierra, el cual puede llegar a eximirle del
Purgatorio después de la muerte.
 

El 6 de enero de 1676, el siervo de Dios, Gaspar Lorenzo, hermano coadjutor de la


Compañía de Jesús y conserje de la casa profesa de este Instituto, murió en Lisboa a
la edad de setenta y nueve años.  Estaba lleno de caridad con los pobres y con las
almas del Purgatorio; se dedicaba desinteresadamente al servicio de los
desafortunados. Les enseñaba maravillosamente a bendecir a Dios por la miseria que
les iba a ganar el Cielo.

Él mismo estaba tan penetrado por la felicidad de sufrir por Nuestro Señor, que se
crucificaba casi sin medida y aumentaba sus sacrificios en la víspera de los días de
Comunión.

A los setenta y ocho años, no aceptaba suavizar los ayunos y las abstinencias
prescritos por la Iglesia, y no dejaba pasar un día sin flagelarse al menos dos veces.
Incluso en su última enfermedad, el Hermano enfermero comprobó que la misma
proximidad de la muerte no le hacía abandonar su cilicio; ¡tanto deseaba morir en la
Cruz!

Tan solo el dolor de su agonía, la cual fue cruel, debiera haberle sustituido la más
dura de las penitencias. Ante la pregunta de si sufría mucho, él respondía con aire
radiante: "Estoy haciendo mi Purgatorio antes de partir hacia el Cielo".

El Hermano Lorenzo había nacido el día de la Epifanía y Nuestro Señor le había


revelado que ese hermoso día debía ser también el de su muerte.  Incluso, él señaló
la hora de su muerte la noche anterior. Cuando el enfermero le visitó hacia el
amanecer, le dijo con una sonrisa burlona: "¿No es hoy Hermano, cuando piensas ir
a disfrutar de la presencia de Dios?”  - “Sí -respondió-, tan pronto como haya
recibido el Cuerpo de mi Salvador por última vez”.

En efecto, el Hermano Lorenzo recibió la Sagrada Comunión, y apenas comenzó su


acción de gracias, expiró sin esfuerzo ni agonía.

 
Por ello, hay muchas razones para creer que él habló con un conocimiento
sobrenatural de la Verdad cuando dijo: "Estoy haciendo mi Purgatorio antes de dejar
este mundo".

Otro siervo de Dios recibió de la Santísima Virgen la seguridad de que los


sufrimientos terrenales le sustituirían su permanencia en el Purgatorio.  Hablo del
Padre Michel de la Fontaine, quien durmió el Sueño de los Justos el 11 de febrero de
1606 en Valencia, España.

Fue uno de los primeros misioneros que trabajó por la Salvación de las Almas en los
pueblos del Perú. Su mayor cuidado al instruir a los nuevos conversos era inspirarles
un soberano horror al pecado y conducirlos a la devoción de la Madre de Dios,
hablándoles de las Virtudes de la Virgen Santísima y enseñándoles a rezar el Santo
Rosario.

Por su parte, la  Santísima Virgen María no le negó sus favores.

Un día en que, agotado por la fatiga, estaba tendido sobre el suelo polvoriento, sin
fuerzas para levantarse, recibió la visita de Aquella a quien la Iglesia llama con
razón, la Consoladora de los Afligidos.  Ella revivió su valor diciéndole:
<<Confianza, hijo mío. Tus trabajos sustituirán tu permanencia en el Purgatorio.
Soporta tus penas santamente y al final de esta vida, tu alma será recibida en la
Morada de los Bienaventurados>>.

Esta visión fue para el Padre de la Fontaine, durante el resto de su vida y


especialmente en el momento de su muerte, una abundante fuente de consuelo.

En reconocimiento a este favor, practicaba cada semana alguna penitencia


extraordinaria. En el momento de su expiración, un religioso de eminente virtud vio
su alma ascender al Cielo, en compañía de la Santísima Virgen, el Príncipe de los
Apóstoles, San Juan Evangelista y San Ignacio, fundador de la Compañía de Jesús.
Capítulo 55 - Ventajas - Enseñanzas saludables - Santa María
de los Ángeles - San Pedro Claver y el negro enfermo - El
negro y el Rosario
Además de los santos pensamientos inspirados por la devoción a las almas, a veces
ellas mismas contribuyen directamente al bien espiritual de sus benefactores.

En la vida de la beata María de los Ángeles, de la Orden del Carmelo, se dice que
apenas se podría creer lo frecuentes que eran las apariciones de almas del
Purgatorio, las cuales venían a implorar su ayuda, para luego regresar a agradecerle
por su liberación.

A menudo hablaban con la beata, le daban consejos útiles para ella o para sus
Hermanas, e incluso le revelaban asuntos de la otra vida.

El miércoles de la Octava de la Asunción, escribió ella: "Mientras hacía la oración


de la tarde, se me apareció una de nuestras buenas Hermanas; estaba vestida de
blanco, rodeada de Gloria y Esplendor, y tan hermosa que no encuentro nada aquí
abajo con qué compararla”.

“Sin embargo, temiendo ser víctima de alguna falsa visión proveniente del diablo,
me hice la Señal de la Cruz, pero ella me sonrió y desapareció poco después. Le pedí
entonces a Nuestro Señor que no me dejase ser engañada por el diablo”.

“A la noche siguiente, la Hermana se me apareció de nuevo, me llamó por mi


nombre y me dijo: <<He venido de parte Dios para hacerte saber que ya disfruto de
los Bienes Eternos; dile a nuestra Madre Priora, que no es designio de Dios que ella
sepa lo que le va a suceder; dile también que ponga su confianza en San José y en
las almas del Purgatorio>>.  Dicho esto, desapareció”.

Por otra parte, San Pedro Claver, el Apóstol de los Negros de Cartagena de Indias,
fue ayudado por las almas del Purgatorio en la labor de su apostolado.
 

No abandonaba las almas de sus queridos negros luego de su muerte. Hacía


penitencia, oración, Misas; les aplicaba indulgencias.

"Les aplicaba -dice el Padre Fleurian, historiador de su vida- todo lo que dependía
de él”.

Además, ocurría a menudo que estas almas afligidas, seguras del beneficio que
recibían de parte Dios por medio de su intercesión, venían a pedirle la ayuda de sus
oraciones. “La delicadeza y la incredulidad de nuestro siglo - añade el mismo autor -
no me impedirán relatar algunos acontecimientos.  Podrán parecer dignos de burla
por parte de las personas incrédulas. Pero,  ¿acaso no basta con reconocer que Dios
es el dueño de las situaciones, y que tales acontecimientos están completamente
avalados, de tal forma que puedan tener cabida en la historia escrita para lectores
cristianos?”

Un negro enfermo, al que el santo había llevado a su habitación y acostado en la


cama, tras oír fuertes quejidos en mitad de la noche, se asustó y corrió hacia el Padre
Claver. Este estaba arrodillado en oración. "Padre -le dijo el enfermo-, ¿qué es ese
ruido enorme que me asusta y me impide dormir?”  El santo le respondió: "Vuelve a
acostarte, hijo mío, y duerme sin miedo”.

Luego, tras ayudarle a volver a la cama y colocarle la manta sobre la cabeza, abrió la
puerta de la habitación, dijo unas palabras y, de repente, cesaron los quejidos.

Otros negros estaban ocupados trabajando en una casa alejada del pueblo, y uno de
ellos fue a cortar leña a una montaña cercana. Al acercarse al bosque, oyó que
alguien lo llamaba desde un árbol.  Levantó la vista hacia el lugar de donde procedía
la voz y, al no ver a nadie, quiso huir para reunirse con sus compañeros. Pero fue
interceptado en un estrecho corredor, por un espectro espantoso que comenzó a
propinarle grandes golpes con un látigo de hierro al rojo vivo. El fantasma le decía:
"¿Por qué no tienes tu Rosario?  Llévalo puesto desde ahora y recítalo por las almas
del Purgatorio".
 

Luego, la aparición le ordenó que pidiera a la dueña de casa, cuatro escudos que ella
le debía, y que se los diese al Padre Claver para ofrecer Misas por su alma. Dicho
esto, desapareció.

Entre tanto, al oír los golpes y los gritos del negro, sus compañeros corrieron hacia
él y lo encontraron más muerto que vivo, magullado por los golpes que había
recibido y sin poder pronunciar palabra. Lo llevaron de vuelta a la casa, donde la
dueña confesó que debía la suma en cuestión a un negro que había muerto poco
tiempo antes.

Informado el Padre Claver de lo sucedido, hizo decir las Misas que se pedían y le
dio un Rosario al negro. A partir de ese momento, este no dejó de llevarlo puesto y
de rezar el Santo Rosario.
Capítulo 56 - Ventajas - Enseñanzas saludables - Santa
Magdalena de Pazzi y Sor Benedicta - Padre Paul Hoffée - El
Venerable Padre de la Colombière - Luis Corbinelli
Santa Magdalena de Pazzi recibió las más bellas instrucciones acerca de las virtudes
religiosas, gracias a la aparición de una difunta.

En su convento había una Hermana llamada María Benedicta, que se distinguía por
su piedad, su obediencia y todas las demás virtudes que son el ornamento de las
almas santas.

Esta hermana era tan humilde, dice el Padre Cépari, y tenía tal desprecio por sí
misma, que, sin consultar el criterio de las superioras, realizaba extravagancias, con
el único fin de ganarse la reputación de una persona sin prudencia ni juicio.

A este respecto, ella había dicho que no podía evitar sentir celos de San Alexis,
quien había encontrado la manera de llevar una vida oculta y despreciable a los ojos
del mundo.

Era tan flexible y tan rápida para obedecer, que corría como una niña a la menor
señal de que era requerida por sus superioras. Y en las órdenes que estas le daban,
debían ser muy prudentes, no fuera que María Benedicta se sobrepasase en el
cumplimiento de sus deseos.

Finalmente, ella había logrado ejercer tal dominio sobre sus pasiones y sus apetitos
que sería difícil imaginar una mortificación más perfecta.

Esta buena Hermana murió casi de repente, tras solo unas pocas horas de
enfermedad.

 
Al día siguiente de su fallecimiento, un día sábado, cuando se celebraba la Santa
Misa por su alma, las monjas comenzaron a cantar el Sanctus. En ese momento,
Magdalena entró en éxtasis.

Durante tal arrebatamiento, Dios le hizo ver el alma de la Hermana en la Gloria,


bajo una forma corporal. Estaba adornada con una estrella de oro, la cual había
recibido como recompensa por su ardiente caridad. Todos sus dedos llevaban anillos
preciosos, como signo tanto de su fidelidad a las reglas de su comunidad, como del
cuidado con que había santificado sus acciones más ordinarias. Llevaba una corona
muy valiosa en su cabeza, como recompensa por su gran obediencia y sufrimiento
por Jesucristo.

En síntesis, ella superó en Gloria a una gran multitud de vírgenes y contempló a


Jesucristo con singular familiaridad, porque había amado en gran medida la
humillación, según aquella palabra del Salvador: <<El que se humilla será
exaltado>>.

Esta fue la sublime lección que la santa recibió como premio a su Caridad con los
difuntos.

Pensar en el Purgatorio nos impulsa a trabajar arduamente y a buscar no cometer la


más pequeña de las faltas, con el propósito de evitar las terribles expiaciones en la
otra vida.

El Padre Paul Hoffée, quien murió santamente en Ingolstadt en 1608, utilizaba este
estímulo consigo mismo y con los demás.  Nunca perdía de vista el Purgatorio y
tampoco dejaba de aliviar a las almas,  las cuales se le aparecían con frecuencia para
pedir su ayuda.

Como fue durante mucho tiempo superior de sus Hermanos de comunidad, a


menudo los exhortaba, por una parte a que se santificaran primero ellos con el fin de
poder santificar mejor a los demás, y por la otra a no descuidar en lo más mínimo la
observancia de las reglas.
 

Luego, añadía con gran sencillez: "Me temo que si no cumplen con esto, vendrán a
mí un día, como muchos otros, a pedirme oración para salir del Purgatorio”.

En sus últimos instantes en esta Tierra, no hizo más que hablar con Nuestro Señor,
su Santa Madre y los santos.

Recibió un gran consuelo con la visita de un alma muy santa, quien lo había
precedido dos o tres días en su llegada al Cielo, y lo invitaba a venir a gozar por fin
de la Visión de Dios y de Su Amor Eterno.

Cuando decimos que pensar en el Purgatorio nos hace emplear los medios para
evitarlo, suponemos evidentemente que tenemos que temer caer en él.

Pero, ¿es justificado sentir dicho temor?

Si reflexionamos por una parte acerca de la santidad necesaria para entrar en el Cielo
y por la otra sobre la debilidad humana, fuente de tantas manchas sobre nuestra
alma, comprenderemos fácilmente que dicho temor está más que bien fundado.

Además, ¿no demuestran los hechos que hemos leído anteriormente que las almas
más santas muy a menudo tienen que sufrir alguna expiación en la otra vida?

El Venerable Padre Claudio de la Colombière murió santamente en Paray el 15 de


febrero de 1682, tal y como lo había predicho la Beata Margarita María.

En cuanto expiró, una muchacha devota vino a anunciar su muerte a la Hermana


Margarita.  La santa monja, sin conmoverse y sin expresar su pesar, se limitó a decir
a esta persona: "Ve y reza a Dios por él, y procura que en todas partes se rece por el
descanso de su alma".

El Padre murió a las cinco de la mañana. El mismo día, por la tarde, ella escribió una
nota a la misma persona en estos términos: "Deja de afligirte; en cambio invócale. 
No temas nada.  Él se encuentra con mayor poder que nunca para ayudarte”.

Estos dos consejos nos hacen suponer que ella había sido advertida
sobrenaturalmente del fallecimiento de este santo varón y de su estado en la otra
vida.

La paz y la tranquilidad de la hermana Margarita ante la muerte de un director que le


había sido de tanta ayuda, fue otra especie de milagro. La bendita mujer no amaba
nada que no fuese en Dios y para Dios. Dios lo era todo para ella, y consumió en
ella, por el Fuego de Su Amor, toda clase de apego.

La superiora misma se sorprendió de su tranquilidad ante la muerte del santo


misionero. Más aún, estaba perpleja de que no le hubiese pedido permiso a ella para
realizar alguna penitencia extraordinaria por el descanso del alma del difunto, tal y
como acostumbraba a hacerlo cuando se producía el fallecimiento de conocidos o
por aquellos que creía que debía tener una especial preocupación.

La Madre Superiora le preguntó a la Sierva de Dios la razón de aquello, y ella se


limitó a responder: "Él no lo necesita.  Está en condiciones de rogar a Dios por
nosotros ya que está bien situado en el Cielo, por la Bondad y la Misericordia del
Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo”.

“Solo -añadió-, para reparar alguna pequeña falta que le había quedado pendiente en
el ejercicio del Amor Divino, su alma se vio privada de ver a Dios desde el
momento en que dejó su cuerpo, hasta el instante en que fue depositado en la
tumba”.

 
Añadiremos otro ejemplo, el del famoso Padre Corbinelli.  Este personaje santo no
estuvo exento del Purgatorio.  Es cierto que no se detuvo allí, pero necesitó pasar
por él antes de ser admitido en la Presencia de Dios.

Luis Corbinelli, de la Compañía de Jesús, murió en olor de santidad en la casa


profesa de Roma en 1591, casi al mismo tiempo que San Luis Gonzaga.  La trágica
muerte de Enrique II, rey de Francia, lo hizo desilusionarse del mundo y decidirse a
dedicar su vida por completo a Dios.

En 1559 se celebraban en París grandes festejos por el matrimonio de la princesa


Isabel, hija de Enrique II.  Entre tantos festejos, se había organizado un torneo en el
que participaba la flor de la nobleza y la élite de la caballería francesa. El rey
apareció en medio de una espléndida corte.

Entre los espectadores, llegados del extranjero, se encontraba el joven Luis


Corbinelli, quien había venido desde Florencia, su tierra natal, para asistir a estas
fastuosas celebraciones. Corbinelli contemplaba con admiración la gloria del
monarca francés, en el apogeo de su grandeza y prosperidad, cuando de pronto lo
vio caer repentinamente, herido mortalmente por un jinete descuidado. La lanza mal
dirigida de Montgomery había atravesado el cuerpo del rey, quien expiró bañado en
sangre. En un abrir y cerrar de ojos toda esta gloria se desvaneció, y la
magnificencia real se cubrió con un sudario.

Tal acontecimiento causó una impactante y saludable impresión en Corbinelli: al


darse cuenta de la vanidad de la grandeza humana, renunció al mundo y abrazó la
vida religiosa en el seno de la Compañía de Jesús.

Su vida fue la de un santo y su fallecimiento llenó de alegría a quienes fueron


testigos de ella.  Su deceso se produjo unos días antes que el de San Luis Gonzaga,
quien se hallaba enfermo en el Colegio Romano. El joven santo anunció al cardenal
Belarmino que el alma del Padre Corbinelli había entrado en la Gloria. El cardenal
le preguntó si su alma no había pasado por el Purgatorio. La respuesta fue: "Pasó por
él, pero sin detenerse”.
Capítulo 57 - Ventajas – Estimulantes del fervor - Tomar
precauciones - Probabilidad de ir al Purgatorio - Formas de
evitarlo - Uso de estas formas - Santa Catalina de Génova
Si hay religiosos santos  que tienen que pasar por el Purgatorio, aunque sin detenerse
en él, ¿no tendríamos nosotros que temer pasar por él, e incluso detenernos allí
durante un lapso corto o largo?

¿Podemos quedarnos dormidos en una falsa seguridad, la cual sería por lo menos
imprudente?

Nuestra Fe y nuestra conciencia nos indican suficientemente que el miedo en este


caso está bien fundado.

Iré más allá querido lector, y diré que, meditándolo un poco, tú mismo admitirás que
es muy probable, diríamos casi seguro, que irás al Purgatorio.

¿No es cierto que cuando dejes la vida, tu alma entrará en una de las tres moradas
que la Fe nos señala: el Infierno, el Cielo, el Purgatorio?

¿Irás al Infierno? No es probable, porque tú aborreces el pecado mortal y por nada


del mundo querrías cometerlo o mantenerlo en tu conciencia luego de haberlo
cometido.

¿Irás directamente al Cielo? Inmediatamente respondes que te sientes indigno de tal


gracia.

Queda pues, el Purgatorio, y debes admitir que es muy probable - casi seguro - que
entres en la Morada de la Expiación.

 
Al exponerte esta grave realidad, no pienses, querido lector, que queremos asustarte
o quitarte la esperanza de entrar en el Cielo, sin tener que pasar tiempo en el
Purgatorio.

Por el contrario, esta esperanza debe permanecer en el fondo de nuestro corazón; es


conforme al Espíritu de Jesucristo, quien no desea en absoluto que sus discípulos
necesiten expiar sus faltas en la otra vida.

Incluso, Él instituyó los Sacramentos y estableció todo tipo de medios para


ayudarnos a reparar plenamente nuestras faltas en este mundo. Pero estos medios se
utilizan muy poco, y es primeramente un temor benéfico el que estimula a las almas
a utilizarlos.

Ahora bien, ¿cuáles son los medios que tenemos a nuestro alcance para evitar, o al
menos acortar y suavizar anticipadamente, el rigor de nuestro Purgatorio?

Efectivamente, son los ejercicios de piedad y las obras los que mejor nos ayudarán a
reparar en este mundo y a hallar Misericordia ante Dios.

¿Cuáles son estos? Son los siguientes:

 La devoción a la Santísima Virgen María y la fidelidad en el uso de su


escapulario.
 La caridad hacia los vivos y difuntos.
 La mortificación y la obediencia.
 La recepción piadosa de los Sacramentos, especialmente cuando estemos más
próximos a la muerte.
 La confianza en la Divina Misericordia.
 Finalmente, la santa aceptación de la muerte en unión con la muerte de Jesucristo
en la Cruz.
 

Tales medios son suficientemente poderosos para preservarnos del Purgatorio.

¡Pero hay que utilizarlos!

Ahora bien, para usarlos con seriedad y perseverancia, es necesaria una condición:
“Hacer la más firme resolución de reparar en este mundo y no en el otro”.

Dicha resolución debe basarse en la Fe, la cual nos muestra cuán liviana es la
reparación en esta vida y cuán terrible es en el Purgatorio.

“Apresúrate, dice Jesucristo, a reconciliarte con tu adversario mientras vas de


camino con él, no sea que tu adversario te entregue al Juez, y el Juez al alguacil, y
seas enviado a la cárcel. En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que hayas
pagado el último centavo”.

Reconciliarse con el adversario en el camino significa, en boca del Salvador,


apaciguar la Justicia Divina y satisfacerla durante el viaje de la vida, antes de llegar
al término inmóvil, a esa eternidad donde toda penitencia es imposible y donde
habrá que sufrir los rigores de la Justicia.

¿No es sabio este consejo del Salvador?

¿Podemos arriesgarnos, sin pecar de locos, a llevar ante el Tribunal de Dios una
enorme deuda, la cual hubiese podido saldarse  fácilmente mediante unas cuantas
obras de penitencia, en vez de tener que pagarla con años de tormento?

Santa Catalina de Génova dice: "Quien se purifica de sus faltas en la vida presente,
satisface una deuda de mil ducados, mediante el pago de un céntimo. Mientras que
el que se espera a pagar cuando está en los días de la otra vida, se resigna a dar mil
ducados por lo que hubiese podido pagar con un céntimo, en el momento oportuno”.

Es necesario por tanto, comenzar con la resolución firme y efectiva de reparar las
faltas en este mundo: ¡Esta es la piedra fundamental!

Una vez establecida esta base, nos dedicaremos juiciosamente a aplicar los medios
mencionados anteriormente.
Capítulo 58 - Formas de evitar el Purgatorio - Gran devoción
a la Santísima Virgen - Padre Jerónimo Carvalho - Santa
Brígida - El Escapulario del Carmelo
Un siervo de Dios resumió estos medios de evitar el Purgatorio y los redujo a dos.
Dijo que purificamos nuestras almas por el agua y por el fuego. Con esto quiso
decir: por el agua de las lágrimas y la penitencia, y por el fuego de la caridad y las
buenas obras.

En efecto, todo puede reducirse a estos dos ejercicios, y esta teoría está de acuerdo
con la Escritura, donde vemos que las almas son lavadas de sus impurezas, y
purificadas como el oro en el crisol.

Pero como no debemos quedarnos solo a nivel de teorías sino aprovechar lo que
muestra la práctica, sigamos el método que hemos indicado, y que es practicado con
éxito por los santos y los fieles fervientes.

En primer lugar, para obtener una gran pureza de alma y, en consecuencia, no temer
tanto al Purgatorio, debemos tener una gran devoción a la Santísima Virgen María.

Nuestra Bondadosa Madre ayudará de tal manera a sus queridos hijos a preparar sus
almas, y a aliviar su Purgatorio, que estos pueden descansar con la mayor confianza.

Ella misma no quiere que se inquieten por ello, ni que se debatan en medio de
temores excesivos, como se dignó hacérselo saber a su siervo Jerónimo Carvalho,
del que hablamos anteriormente: "Ten la seguridad, hijo mío -le dijo-, de que soy la
Madre de la Misericordia para mis queridos hijos del Purgatorio, así como también
para los que viven en la Tierra”.

En el libro, "Las Revelaciones de Santa Brígida", leemos algo parecido: "Yo soy -
dijo la Santísima Virgen a esta santa- la Madre de todos los que están en el Lugar de
Expiación; mis oraciones suavizan los castigos que se les infligen por sus faltas”.
 

Los que llevan el Escapulario santamente tienen un derecho especial a la protección


de María.  La devoción del Santo Escapulario consiste, no en una forma de oración,
como lo es el Santo Rosario, sino en la práctica piadosa de llevar una especie de
prenda, la cual es como el uniforme de los siervos de la Reina del Cielo.

El Escapulario de Nuestra Señora del Carmen del que estamos hablando aquí, se
remonta al siglo XIII, y fue promovido por primera vez por el Beato Simón Stock,
quinto general de la Orden Carmelita.

Este famoso siervo de María Santísima, nacido en el condado de Kent en Inglaterra


en el año 1180, se retiró de joven a un bosque solitario para vivir en oración y
penitencia.

Eligió como morada el hueco de un árbol, donde fijó un crucifijo y una imagen de la
Santísima Virgen, a la que honraba como su Madre, y a la que nunca dejó de invocar
con el más tierno amor.

Durante doce años le había rogado que le hiciera saber qué podía hacer que fuera
más agradable para ella y para su Divino Hijo. Entonces la Reina del Cielo le dijo
que entrara en la Orden del Carmelo, la cual estaba especialmente dedicada a su
culto.

Simón obedeció y, bajo la protección de María, se convirtió en un religioso


ejemplar, ornamento de la Orden Carmelita, de la que fue elegido superior general
en 1245.

Un día, el 16 de julio de 1251, se le apareció la Santísima Virgen, rodeada de una


multitud de espíritus celestiales, y su rostro irradiaba alegría.  Ella le entregó un
escapulario marrón, diciendo: "Recibe, mi querido hijo, este escapulario de tu
Orden. Es el signo de la cofradía en mi nombre y la marca del privilegio que he
obtenido para ti y para los cofrades del Carmelo.  Quien muera piadosamente
vestido con este hábito, será preservado del Fuego Eterno. Es un signo de salvación,
una protección en los peligros, la prenda de una paz y una protección especiales
hasta el fin de los siglos”.

El feliz anciano publicó por todas partes la Gracia que había obtenido, mostrando el
escapulario, curando a los enfermos y realizando otros milagros, como prueba de la
maravillosa visión con que había sido bendecido.

Inmediatamente Eduardo I, rey de Inglaterra, San Luis IX, rey de Francia, y


siguiendo su ejemplo, casi todos los soberanos de Europa, así como un gran número
de sus súbditos, tomaron el santo hábito.

Este fue el comienzo de la famosa Cofradía del Escapulario, la cual fue pronto
ratificada canónicamente por la Santa Sede.

Además, no contenta con conceder este primer privilegio, la Santísima Virgen María
hizo otra promesa en beneficio de los devotos del Escapulario. Les aseguró una
pronta liberación de las penas del Purgatorio.

Unos cincuenta años después de la muerte del Beato Simón, el ilustre Pontífice Juan
XXII, mientras rezaba de madrugada, vio aparecer a la Madre de Dios, rodeada de
luz y vistiendo el hábito carmelita.

Entre otras cosas, le dijo: "Si entre los religiosos o cofrades del Carmelo hay alguno
cuyas faltas le lleven al Purgatorio, descenderé a ellos como una tierna Madre. El
sábado después de su muerte, liberaré de sus penas a los que estén en el Purgatorio,
y los conduciré a la Santa Montaña de la Vida Eterna”.

Es en estos términos que el Pontífice habla de María en la famosa Bula del 3 de


marzo de 1322, comúnmente llamada "Bula Sabatina".

 
El Papa termina la bula con estas palabras: "Por tanto, acepto esta santa indulgencia,
la ratifico y la confirmo en la Tierra, como Jesucristo la ha concedido gratuitamente
en el Cielo por los méritos de la Santísima Virgen”.

Este privilegio fue confirmado posteriormente por un gran número de bulas y


decretos de los Sumos Pontífices.

Así es entonces la devoción del Santo Escapulario. Está ratificada por la práctica de
almas piadosas en toda la cristiandad, por el testimonio de veintidós Papas, por los
escritos de un sinnúmero de eruditos escritores y por los milagros multiplicados
desde hace 600 años.

“De tal manera -dice el ilustre Benedicto XIV- que quien se atreviese a cuestionar la
solidez de la Devoción al Escapulario o a negar sus privilegios, sería un orgulloso
despreciador de la religión”.
Capítulo 59 - Formas de evitar el Purgatorio - Privilegios
asociados al Santo Escapulario - El Venerable Pedro de la
Colombière - Hospital de Tolón - La Sabatina - Santa Teresa -
Una Señora de Otranto
De lo visto anteriormente, se desprende que la Santísima Virgen ha otorgado dos
grandes privilegios al Santo Escapulario. Por otra parte, los Sumos Pontífices han
añadido las más beneficiosas indulgencias.  No diremos nada aquí sobre las
indulgencias, pero creemos útil dar a conocer los dos preciosos privilegios
conocidos: uno bajo el nombre de Preservación y el otro bajo el nombre de
Liberación o Sabatina.

El primer privilegio es la exención de las penas del Infierno: In hoc moriens


œternum non patietur incendium, quien muere con esta prenda no sufrirá el fuego
del Infierno.

Es evidente que los que mueren en pecado mortal, incluso con el escapulario puesto,
no estarían exentos de la condenación. Y este no es el sentido de la promesa de la
Santísima Virgen María.

Nuestra Bondadosa Madre prometió disponer las cosas misericordiosamente de


modo que los que mueran revestidos de este Santo Hábito, tengan la gracia de
confesarse dignamente y arrepentirse de sus faltas; o en caso de que los sorprenda
una muerte repentina, tengan el tiempo y la voluntad de hacer un acto de perfecta
contrición.

Se podría escribir un volumen acerca de los hechos milagrosos que atestiguan el


cumplimiento de esta promesa. Contentémonos sin embargo, con citar uno o dos de
ellos.

El Venerable Padre Claudio de la Colombière cuenta que una joven, que al principio
era piadosa y llevaba el Santo Escapulario, tuvo la desgracia de desviarse del buen
camino. Por culpa de lecturas nada sanas y de frecuentar compañías peligrosas, se
dejó arrastrar a conductas desenfrenadas  y estuvo a punto de caer en desgracia.  En
lugar de acudir a Dios y a la Santísima Virgen, quien es el Refugio de los Pecadores,
se entregó a una profunda desesperación.

El demonio no tardó en sugerirle un terrible “remedio” para sus problemas, el del


suicidio. Según el engaño, “este remedio la apartaría de sus miserias temporales”,
cuando en realidad la iría a sumir en los Tormentos Eternos.

Haciéndole caso al enemigo, ella corrió hacia el río y, teniendo aún el Escapulario
puesto, se lanzó al agua. Sorprendentemente, nadó en lugar de hundirse y no
encontró la muerte que buscaba. Un pescador que la vio, quiso apresurarse a salvarla
pero la desafortunada mujer se percató.

Entonces, se quitó el Escapulario, lo arrojó lejos e inmediatamente se hundió. El


pescador no pudo salvarla. Sin embargo, encontró el Escapulario y descubrió que
este Santo Hábito había impedido que la pecadora hubiese muerto en el primer
intento de suicidio.

En el hospital de Tolón había un oficial muy impío que se negaba a ver al sacerdote.
Estaba a punto de morir y cayó en una especie de letargo. Aprovecharon este estado
para colocarle un escapulario.  El moribundo pronto volvió en sí y dijo con furia:
"¿Por qué me han puesto fuego, un fuego que me quema?  Quítenmelo, quítenmelo".

El Santo Hábito fue entonces retirado y el moribundo volvió a caer en el mismo


letargo.  Invocaron a la Santísima Virgen y trataron una vez más de revestir al
desafortunado pecador con el Santo Hábito.  Este volvió de nuevo en sí, se dió
cuenta de que tenía puesto el Santo Escapulario, lo arrancó con rabia y, tras arrojarlo
blasfemando, expiró.

El segundo privilegio, el de la Sabatina o Liberación, consiste en ser liberado del


Purgatorio por la Santísima Virgen, el primer sábado después de la muerte.  Para
gozar de este privilegio, deben cumplirse ciertas condiciones, a saber:
 

1- Mantener la castidad propia de su estado. 

2- Rezar el pequeño Oficio de la Virgen.

Los que recitan el Oficio canónico satisfacen así la condición. Por otro lado, los que
no saben leer, en lugar del Oficio deben observar los ayunos prescritos por la Iglesia
y abstenerse de comer con prodigalidad los días miércoles, viernes y sábado.

3- En caso de necesidad, la obligación del Oficio, la abstinencia y el ayuno, pueden


ser conmutados por otras obras piadosas, con el visto bueno de aquellos que tienen
la autoridad para otorgarlo.

Este es el privilegio de la Liberación y las condiciones para poder disfrutarlo.

Si recordamos lo dicho anteriormente acerca de los rigores del Purgatorio y su


duración, nos daremos cuenta de que este privilegio es supremamente valioso y las
condiciones muy fáciles de cumplir.

Sabemos que se han planteado dudas acerca de la autenticidad de la Bula Sabatina.


Sin embargo, además de la piadosa práctica de los fieles y de que la tradición se ha
mantenido constante, el gran Papa Benedicto XIV, cuya eminente ciencia y
moderación doctrinal son bien conocidas, se pronunció favorablemente.

Así mismo, los Anales de los Carmelitas recopilan un gran número de hechos
milagrosos que confirman la promesa hecha por la Reina del Cielo.

 
La ilustre Santa Teresa, en una de sus obras, dice que vio un alma liberada el sábado
siguiente a su partida, gracias a que había observado fielmente durante su vida, las
condiciones de la Sabatina.

En Otranto, ciudad del reino de Nápoles, una dama de la alta sociedad experimentó
la más profunda alegría, gracias a la predicación de un Padre carmelita, gran
promotor de la devoción a la Santísima Virgen María.

Él aseguraba a sus oyentes que todo cristiano que vistiese devotamente el


Escapulario y observase las prácticas prescritas se encontraría con la Divina Madre
al final de su vida, y que la Gran Consoladora de los Afligidos vendría el sábado
siguiente para liberarlo de todo sufrimiento y llevarlo con ella a la Morada de la
Gloria.

Sorprendida por tan preciosas ventajas, esta señora se colocó de inmediato el Hábito
de la Santísima Virgen, con la firme decisión de observar fielmente las reglas de la
Cofradía.

Su piedad aumentó enormemente: rezaba a Nuestra Señora día y noche, poniendo


toda su confianza en ella y rindiéndole toda clase de homenajes.

Entre los favores que le pidió a la Virgen, le imploró que muriese en sábado, con el
fin de ser liberada inmediatamente del Purgatorio.

¡Este favor le fue concedido! Unos años más tarde, tras caer enferma y a pesar de
que los médicos le aseguraban lo contrario, ella declaró que su enfermedad era grave
y que la llevaría a la muerte. “Bendigo a Dios – decía -, con la esperanza de
reunirme pronto con Él”.

En efecto, su enfermedad progresó hasta el punto de que los médicos la juzgaron


próxima a morir. Estos declararon unánimemente que moriría antes de finalizar el
día; era un miércoles.  Sin embargo, ella les dijo: “Vuelven a estar equivocados.
Viviré tres días más. Mi muerte será el día sábado”.

El acontecimiento sucedió tal cual. Considerando los días de sufrimiento que le


quedaban como un tesoro inestimable, ella los aprovechó para purificarse y
aumentar sus méritos.

¡El sábado, entregó su alma al Creador!

Su hija, quien era también muy piadosa, se hallaba inconsolable. Mientras rezaba en
su oratorio por el alma de su querida madre y derramaba copiosas lágrimas, un gran
siervo de Dios, quien era favorecido por comunicaciones sobrenaturales, se acercó a
ella y le dijo: "Dejad de llorar hija mía, o mejor, que vuestra tristeza se convierta en
alegría.  He venido a aseguraros en nombre de Dios que hoy sábado, gracias al
privilegio concedido a los cofrades del Santo Escapulario, vuestra madre ha subido
al Cielo y ha sido admitida entre los Elegidos. Por ello, consolaos y bendecid a la
Augusta Virgen María, Madre de las Misericordias”.
Capítulo 60 - Formas de evitar el purgatorio - Caridad y
Misericordia - El profeta Daniel y el rey de Babilonia - San
Pedro Damián y Juan Patrizzi
Acabamos de ver el primer medio para evitar el Purgatorio: una tierna devoción a
María.

La segunda vía consiste en la Caridad y las Obras de Misericordia en todas sus


formas.

- Se le perdonan muchos pecados -dice el Salvador hablando de María Magdalena-


porque ha amado mucho.

- Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos  obtendrán Misericordia.

- No juzgues, y no serás juzgado; no condenes, y no serás condenado; perdona, y


serás perdonado.

- Si perdonáis a los hombres sus ofensas, vuestro Padre celestial os perdonará


también vuestros pecados.

- Dad a todo el que os pida; dad, y se os dará; porque la misma medida que usasteis
para con los demás se usará con vosotros.

- Haz amigos con las riquezas de la iniquidad, para que cuando dejes este mundo te
reciban en los Tabernáculos Eternos.

- Y el Espíritu Santo dice por boca del Rey Profeta: Dichoso el que se ocupa del
pobre y del necesitado; en el día malo el Señor lo librará.
 

Todas estos pasajes de la Escritura indican claramente que la Caridad, la


Misericordia, la Benevolencia, ya sea hacia los pobres, los pecadores, los enemigos
y los que nos hacen daño, o hacia los difuntos tan necesitados, harán que
encontremos Misericordia ante el Tribunal del Juez Soberano.

Los ricos de este mundo tienen mucho que temer: "Ay de vosotros, ricos -dice el
Hijo de Dios-, porque tenéis vuestro consuelo.  Ay de vosotros, que estáis saciados,
porque tendréis hambre.  Ay de los que ahora ríen, porque gemirán y llorarán.

Estas palabras de Dios deberían ciertamente hacer temblar a las personas que creen
haber logrado la felicidad en este mundo.

Sin embargo, si lo desean, dichas personas tienen en su propia riqueza un gran


recurso de salvación: pueden redimir sus pecados y sus terribles deudas haciendo
generosas limosnas.

“Que mi consejo os sea agradable, oh rey, dice Daniel al orgulloso Nabucodonosor;


redimid  vuestros pecados con la limosna, y vuestras iniquidades con la misericordia
hacia los pobres”.

“Porque la limosna -dijo Tobías a su hijo- libra de todo pecado y de la muerte, y no


deja que el alma entre en las tinieblas. La limosna será una gran confianza ante el
Dios Altísimo para todos los que la dan”.

El Salvador confirma todo esto, y va casi más allá, cuando les dice a los fariseos:
“Sin embargo, dad limosna de lo que tenéis, y todo será limpio para vosotros”.

¡Qué locura es pues, la de los ricos que tienen en sus manos un medio tan fácil de
asegurar su futuro y no piensan en utilizarlo!  ¡Qué locura es no hacer buen uso de
una fortuna de la que deben dar cuenta a Dios!
 

¡Qué insensatez es ir a arder en el Infierno o en el Purgatorio, con tal de dejar una


fortuna a unos herederos codiciosos e ingratos, que quizá no ofrecerán por el difunto
ni una oración, ni una lágrima, ni siquiera un recuerdo!

Están mejor encaminados aquellos cristianos que comprenden que ante Dios, solo
son dispensadores de los bienes que han recibido de Él, aquellos que solo piensan en
disponer de dichos bienes según los designios de Jesucristo - a quien tendrán que dar
cuenta-, aquellos que en últimas los utilizan para ganar amigos, defensores y
protectores en la Eternidad.

Esto es lo que relata San Pedro Damián en uno de sus opúsculos.

Un señor romano llamado Juan Patrizzi acababa de morir.  Su vida, aunque cristiana,
había sido como la de la mayoría de los ricos, muy diferente a la del Divino
Maestro, la cual fue pobre, sufriente, coronada de espinas. Pero, afortunadamente,
había mostrado una gran caridad con los necesitados, despojándose a veces de sus
ropas para cubrirlos.

Pocos días después de la muerte de Juan, un santo sacerdote, mientras oraba, fue
arrebatado en el espíritu y transportado a la Basílica de Santa Cecilia, una de las más
famosas de Roma. Allí vio a un grupo de vírgenes celestiales, Santa Cecilia, Santa
Inés, Santa Águeda y varias más, que se reunían en torno a un magnífico trono en el
que estaba sentada la Reina del Cielo rodeada de una numerosa corte de ángeles y
beatas.

En ese momento apareció una pobre mujercita, vestida con una túnica raída, pero
con una piel muy valiosa sobre los hombros.  Se puso humildemente a los pies de la
Reina Celestial, juntando las manos, con los ojos llenos de lágrimas, y dijo con un
suspiro: "Madre de las Misericordias, en nombre de tu Inefable Bondad, te ruego
que te apiades del infortunado Juan Patrizzi, quien acaba de morir y sufre
cruelmente en el Purgatorio.

 
Tres veces repitió la misma oración, cada vez con mayor fervor, pero sin recibir
respuesta alguna. Finalmente, alzando de nuevo la voz, añadió: "Sabes muy bien, oh
Reina Misericordiosa, que soy aquella mendiga que, a la puerta de tu gran basílica,
pidió limosna en pleno invierno, sin más ropa que un miserable harapo. ¡Oh, cómo
estaba temblando de frío!  Fue entonces cuando Juan, al oírme implorando en tu
nombre, se quitó esta preciosa piel de sus hombros y me la entregó para que yo me
cubriese.  Oh Santísima Madre, ¿no merece esta gran caridad hecha en tu nombre,
alguna indulgencia?"

Ante esta conmovedora petición, la Reina del Cielo lanzó una mirada cariñosa a la
suplicante.  “El hombre por el que rezas -respondió ella- está condenado por mucho
tiempo a duros sufrimientos a causa de sus muchos pecados.  Pero como tenía dos
virtudes especiales, la misericordia hacia los pobres y la devoción a mis altares,
quiero mostrarme condescendiente en su favor”.

Ante estas palabras, toda la Santa Asamblea expresó su alegría y gratitud a la Madre
de la Misericordia.

Entonces, Patrizzi fue traído. Estaba pálido, desfigurado y cargado de cadenas que le
desgarraban sus miembros.  La Virgen lo miró por un momento con tierna
compasión, y luego ordenó que le quitaran las cadenas y le dieran las Vestiduras de
Gloria, para que pudiese unirse a los santos y beatos que rodeaban su trono.

Esta orden se cumplió inmediatamente, y todo desapareció.

El santo sacerdote que había gozado de esta visión, a partir de ese momento, no dejó
de predicar la clemencia de la Santísima Virgen hacia las pobres almas sufrientes,
especialmente las que habían tenido gran devoción a su culto y gran caridad hacia
los pobres.
Capítulo 61 - Formas de evitar el Purgatorio - La Caridad - La
beata Margarita y las almas que sufren - La novicia y su padre
- Un alma que había sufrido sin quejarse
Entre las revelaciones que el Salvador hizo a la Beata Margarita María sobre el
Purgatorio, hay una que da a conocer los castigos particularmente severos, infligidos
por la falta de Caridad.

“Un día -dice Monseñor Languet- Nuestro Señor mostró a su Sierva un número de
almas sufrientes que estaban privadas de la ayuda de la Santísima Virgen, de los
Santos, e incluso de la visita de sus ángeles custodios: era -dijo el Divino Maestro-
el castigo por su falta de unión con sus superiores y por ciertos malentendidos”.

Muchas de estas almas estaban destinadas a permanecer durante bastante tiempo en


medio de horribles llamas.

La Beata reconoció también a muchas almas que habían vivido en órdenes religiosas
y que por su falta de unión y caridad hacia sus Hermanos, se vieron privadas de sus
sufragios y no recibieron ninguna ayuda de parte de ellos.

Si es cierto que el Señor castiga severamente a las almas que han olvidado la
Caridad, Él será inefablemente misericordioso con las que han practicado esta virtud
de Su Sacratísimo Corazón.

“Sobre todo -nos dice por boca de su Apóstol San Pedro-, tened caridad perseverante
los unos con los otros, porque la Caridad cubre la multitud de pecados”.

Escuchemos de nuevo a Monseñor Languet en la “Vida de la Beata Margarita


María”: "Es la Madre Greffier quien, en la memoria que escribió sobre la Beata
después de su muerte, atestigua el siguiente hecho.  No puedo omitirlo por las
circunstancias particulares que confirmaron la verdad de la revelación hecha a la
sierva de Dios.
 

El padre de una de las novicias había fallecido recientemente. Su alma fue


recomendada a las oraciones de la comunidad.  La caridad de la Hermana Margarita,
entonces maestra de novicias, la animó a rezar más particularmente por dicha alma”.

La novicia regresó unos días después a encomendar el alma de su padre a las


oraciones de la Hermana.  “Hija mía –le respondió su santa maestra-, descansa
tranquila. Tu padre se encuentra en un estado tal que puede orar por nosotras sin
necesitar de nuestras oraciones”.

Y añadió: "Pregúntale a tu madre qué acción generosa hizo su marido antes de


morir. Tal acción hizo que el Juicio de Dios le fuera favorable”.

La acción de la que hablaba la sierva de Dios era desconocida para la novicia. Nadie
en Paray conocía las circunstancias de una muerte que había ocurrido lejos de ese
pueblo.  La novicia no vio a su madre sino hasta bastante tiempo después, el día de
su Profesión.

Ese día le preguntó a su madre cuál había sido el acto de generosidad cristiana que
su padre había realizado antes de morir. Su madre le respondió: "Cuando le trajeron
el santo Viático, el carnicero del pueblo se unió a los que acompañaban al Santísimo
Sacramento, y se hizo en un rincón de la habitación.  Tu padre lo vio, lo llamó por
su nombre, le dijo que se acercara, y estrechando su mano amistosamente, con una
humildad poco común entre las personas adineradas, le pidió perdón por unas duras
palabras que le había dicho tiempo atrás. Tu padre quiso que todos fueran testigos
del acto de reparación que había hecho con el carnicero”.

La Hermana Margarita se había enterado tan solo a través de Dios de lo que había
sucedido en aquella ocasión, y la novicia pudo confirmar a través de su madre, la
consoladora verdad acerca del feliz estado de su padre.

 
Añadamos que a través esta revelación, Dios ha querido mostrarnos una vez más que
la Caridad compensa la multitud de pecados y nos hará obtener indulgencia en el
Día de la Justicia.

La Beata Margarita recibió otra comunicación del Divino Maestro acerca de la


Caridad. Le mostró el alma de una difunta cuya expiación debía ser poco severa; y le
dijo que, entre todas las obras buenas que esta persona había hecho, había tenido
especial consideración por ciertas humillaciones que había sufrido en el mundo,
porque las había padecido con espíritu de Caridad, no solo sin quejarse, sino incluso
sin hablar de ellas.

El Divino Maestro añadió que, como recompensa, Él había sido suave y favorable
con ella en su Juicio.
Capítulo 62 - Formas de evitar el Purgatorio - Mortificación
cristiana - San Juan Berchmans - La beata Emilia de Yerceil y
la monja aburrida en el coro
El tercer modo de reparar las faltas en este mundo, es la práctica de la mortificación
cristiana y la obediencia religiosa.

El Apóstol dice: "Llevamos siempre en nuestros cuerpos la mortificación de Jesús,


para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestros cuerpos”.

Esta mortificación de Jesús, que el cristiano debe llevar consigo es, en un sentido
amplio, la participación que debe aceptar en los sufrimientos de su Divino Maestro;
sufrir en unión con Él las penas que encontramos en la vida o que uno puede
imponerse voluntariamente.

La primera y mayor mortificación es la que va unida a nuestros deberes diarios, al


dolor que debemos afrontar, al esfuerzo que debemos realizar para cumplir con
todos los deberes de nuestro estado, y para soportar las molestias de cada día.

Cuando San Juan Berchmans decía que su principal mortificación era la vida común,
no decía otra cosa, porque para él la vida común resumía todos los deberes de su
estado.

Además, el que santifica los deberes y sufrimientos de cada día, y que así practica la
mortificación fundamental, pronto irá más allá y se impondrá privaciones y
sufrimientos voluntarios, con el fin de reducir los sufrimientos en la otra vida.

Las mortificaciones más pequeñas, los sacrificios más ligeros, especialmente cuando
se hacen por obediencia, tienen un gran valor para Dios.

 
La beata Emilia, monja dominica, priora del monasterio de Santa Margarita de
Verceil, inspiró entre sus monjas el espíritu de la obediencia perfecta con vistas a
reducir el Purgatorio.

Uno de los puntos de la regla prohibía beber agua fuera de las comidas, a menos que
la superiora lo permitiera expresamente.

Ahora bien, la superiora, sabiendo como hemos visto anteriormente, lo valioso que
es a los ojos de Dios el sacrificio de un vaso de agua, volvió práctica ordinaria el
negar tal permiso; esto con el fin de proporcionar a sus Hermanas los beneficios de
una mortificación sencilla.

Sin embargo, tuvo cuidado de suavizar esta negativa diciéndoles que ofrecieran su
sed a Jesús, quien había sido atormentado por tan cruel sed en la Cruz. También les
aconsejó que sufriesen este ligero castigo con vistas al Purgatorio, para lograr ser
menos atormentadas por los ardores de las llamas expiatorias.

Había una Hermana en su comunidad llamada María Isabel, que era demasiado
disipada, aficionada a la conversación y a otras distracciones externas.  En
consecuencia, tenía poco gusto por la oración, era negligente en el Oficio y cumplía
de mala gana este importantísimo deber. No mostraba ningún agrado por participar
en el coro y salía de primeras tan pronto terminaba el Oficio.

Un día, cuando salía a toda prisa y pasaba por delante del cubículo de la priora, esta
última la detuvo y le dijo: "¿A dónde vas con tanta prisa, mi buena Hermana y quién
te insta a salir antes que todas las demás?”

La Hermana, sorprendida, guardó al principio un respetuoso silencio; luego confesó


con humildad que se aburría en el Oficio y que le parecía muy largo.

 
"Pero si te cuesta tanto cantar las alabanzas de Dios, cómodamente sentada en
compañía de tus Hermanas, ¿cómo te las arreglarás en el Purgatorio cuando estés en
medio de las llamas?  Para evitarte este terrible suplicio, mi querida hija, te ordeno
que en el futuro solo abandones tu lugar de últimas”.

La Hermana se sometió con humildad, como una verdadera hija de la obediencia.

Y fue bien recompensada. El fastidio que había sentido hasta entonces por las cosas
de Dios la abandonó por completo y dio paso a una dulce devoción.

Además, tal como Dios se lo hizo saber a la beata Emilia, habiendo muerto la
Hermana algún tiempo después, ella obtuvo una gran disminución de las penas que
le esperaban en la otra vida: Dios le contó como un número menor de horas de
Purgatorio, las horas que había pasado orando en espíritu de obediencia.
Capítulo 63 - Formas de evitar el Purgatorio - Los
Sacramentos - Recibirlos con prontitud - El efecto medicinal
de la Extremaunción - San Alfonso María de Ligorio
Hemos indicado como cuarto medio de reparación de nuestras faltas en este mundo,
el uso de los Sacramentos, y especialmente la recepción santa y cristiana de los
Últimos Sacramentos cuando se acerca la muerte.

El Divino Maestro nos advierte en el Evangelio que nos preparemos en la mejor


forma para la muerte, con el fin de que sea preciosa a Sus Ojos y sea la digna
coronación de una vida cristiana.

Su Amor por nosotros le hace desear ardientemente que dejemos este mundo
plenamente purificados, libres de toda deuda con la Justicia Divina, y que al
comparecer ante Dios seamos encontrados dignos de ser admitidos entre los
Elegidos, sin necesidad de pasar por el Purgatorio.

Para ello, Él suele conceder los sufrimientos de una enfermedad antes de morir y ha
instituido los Sacramentos para ayudarnos a santificar dichos sufrimientos, y para
que nos dispongamos de manera perfecta para comparecer ante Su Faz.

Hay tres Sacramentos que se reciben en tiempos de enfermedad:

- la Confesión, que puede hacerse tan pronto como se desee;

- el Santo Viático;

- la Extremaunción, la cual puede recibirse en cuanto haya peligro de muerte.

Esta circunstancia de peligro de muerte debe entenderse de forma amplia y en el


sentido de una valoración moral: no es necesario que exista un peligro inminente de
muerte, ni que se pierda toda esperanza de recuperar la salud. Ni siquiera es
necesario que el peligro de muerte sea confirmado; basta con que se asuma
prudentemente como una posibilidad, aunque no haya más enfermedad que la vejez.
 

Los efectos de los Sacramentos, cuando se reciben adecuadamente, satisfacen todas


las necesidades y legítimos deseos de los enfermos.

Estos remedios divinos purifican el alma de sus pecados y aumentan su tesoro en


cuanto a la Gracia Santificante. Fortalecen al enfermo y le ayudan a soportar sus
males con paciencia, a triunfar sobre los asaltos del demonio en el Momento
Supremo y a hacer un generoso sacrificio de su vida a Dios.

Por otra parte, además de los efectos que producen en el alma, los Sacramentos
ejercen la más saludable influencia sobre el cuerpo. La Extremaunción alivia
especialmente al enfermo y suaviza sus dolores. Incluso le devuelve la salud, si Dios
lo juzga conveniente para su salvación.

Los Sacramentos son pues, una ayuda inmensa para los fieles, un beneficio
inestimable.

No es de extrañar por tanto, que el enemigo de las almas haga todo lo posible por
privarlas de un bien tan grande.  Como no puede quitarle los Sacramentos a la
Iglesia, intenta quitárselos a los enfermos, haciendo que no los reciban, o que los
reciban tarde y pierdan todas sus ventajas.

¡Ay, cuántas almas caen en esta trampa! ¡Cuántas almas, por no haber recibido
oportunamente los Sacramentos, caen en el Infierno, o al menos en el abismo más
profundo del Purgatorio!

Para evitar esta desgracia, el primer cuidado del cristiano, en caso de enfermedad,
debe ser pedir la administración de los sacramentos y recibirlos lo antes posible.

Decimos que los sacramentos deben recibirse prontamente, mientras que el enfermo
aún tiene el uso de sus facultades. Estas son las razones que apoyan tal afán:
 

1. Recibiendo los sacramentos prontamente, el enfermo que aún tiene fuerzas


suficientes para prepararse bien para ellos, recogerá todos los frutos.

2. El enfermo necesita que estos Rescates Divinos le sean administrados lo más


pronto posible, para ayudarlo a soportar los dolores, vencer las tentaciones y
santificar el precioso tiempo de la enfermedad.

3. Solo recibiendo los Santos Óleos a tiempo, el enfermo puede sentir los beneficios
con miras a su sanación corporal.

Sobre este último punto, es necesario señalar un hecho fundamental: el remedio


sacramental de la Santa Unción produce su efecto sobre la enfermedad, a la manera
de los remedios médicos. Como una exquisita medicina, asiste a la naturaleza
siempre y cuando el enfermo tenga cierto vigor. En ese sentido, la Extremaunción
no puede ejercer su virtud medicinal cuando la naturaleza está demasiado debilitada
y la vida casi extinguida. Por lo tanto, muchos enfermos sucumben, debido a que se
demoraron hasta el final para recibir dicho sacramento. De igual manera,  no es raro
ver cómo se curan los enfermos que se han apresurado a solicitarlo.

San Alfonso habla de un enfermo que recibió la Extremaunción demasiado tarde, y


que poco después murió.

Ahora bien, cuenta el santo Doctor que Dios le hizo saber por medio de una
revelación, que si dicho enfermo hubiese recibido este sacramento antes, habría
recuperado la salud.

No obstante, los efectos más preciosos de los Últimos Sacramentos son los que se
producen sobre el alma: la purifican de las manchas del pecado y eliminan, o al
menos disminuyen, las deudas que implican penas temporales en el Purgatorio; la
fortalecen con el fin de soportar los sufrimientos de manera santa; la llenan de
confianza en Dios y la ayudan a aceptar la muerte de la Mano de Dios, en unión con
la de Jesucristo.
Capítulo 64 - Formas de evitar el Purgatorio - La confianza en
Dios - San Francisco de Sales - San Felipe Neri y Sor
Escolástica
El quinto modo de obtener indulgencia ante el Tribunal de Dios es poseer una gran
confianza en su Misericordia.

“He puesto mi confianza en ti, Señor, dice el Profeta, y no seré avergonzado”.

Ciertamente, Aquel que dijo al Buen Ladrón, "Hoy estarás conmigo en el Paraíso”,
merece que Le tengamos una confianza ilimitada.

San Francisco de Sales confesó que, considerando solo su miseria, únicamente


merecía el Infierno; pero lleno de humilde confianza en la Misericordia de Dios y
apoyado en los Méritos de Jesucristo, esperaba firmemente compartir un día la
Felicidad de los Elegidos.

San Francisco de Sales dijo además: “¿Y qué haría Nuestro Señor con la Vida
Eterna que nos ofrece, si no la diera a las pobres, pequeñas y enclenques criaturas
como nosotros, que solo queremos aguardar en su Soberana Bondad?  ¡Viva Dios! 
Abrigo esta firme confianza en mi corazón: que viviremos para siempre con Dios.
Un día estaremos todos juntos en el Cielo. Hay que armarse de valor, pronto iremos
allá arriba”.

Dijo también: “Debemos morir en medio de dos sentimientos: uno, la humilde


confesión de que solo merecemos el Infierno; el otro, la plena confianza de que
Dios, en Su Misericordia, nos dará su Paraíso".

Un día se encontró con un hombre que pertenecía a la nobleza y que temía


excesivamente los Juicios de Dios. Le dijo: "Quien tiene un verdadero deseo de
servir a Nuestro Señor y de huir del pecado, no debe atormentarse en absoluto con el
pensamiento de la Muerte y del Juicio. Si tenemos que temer a ambos, no debe ser
con ese miedo que deprime y debilita el alma, sino con un miedo mezclado con
confianza, y por lo tanto suave.  Depositad vuestra esperanza en Dios”.

"El que espera en Dios, no será avergonzado”.

Leemos en la vida de San Felipe Neri que, habiendo ido un día al monasterio de
Santa Marta en Roma, una de las monjas, llamada Escolástica, quiso hablarle en
privado.

Esta Hermana llevaba mucho tiempo atormentada por un pensamiento de


desesperación que no se había atrevido a revelar a nadie. Pero llena de confianza en
las palabras sabias del Santo, decidió abrirle su corazón.  Cuando estuvo cerca de él,
antes de que ella hubiese pronunciado palabra, el hombre de Dios le dijo con una
sonrisa: "No está nada bien, hija mía, que te creas destinada a las Llamas Eternas: ¡el
Paraíso es tuyo!”

"No puedo creerlo, Padre", respondió ella con un profundo suspiro.

"¿No lo crees?  Ahí reside tu error. Vas a darte cuenta. Dime, Escolástica, ¿por
quién murió Jesucristo?”

"Murió por los pecadores”.

"Y ahora dime, ¿eres una santa?”

“Ay, respondió ella llorando; soy una gran pecadora”.

 
"Entonces Jesucristo murió por ti y seguramente lo hizo para abrirte el Cielo. Por lo
tanto, está muy claro que el Cielo es tuyo, ya que, en cuanto a tus pecados, yo sé que
los odias; no tengo ninguna duda”.

La buena monja, conmovida por estas palabras, comenzó a respirar con tranquilidad.
La luz volvió a su alma, la tentación se disipó, y desde ese momento, esta dulce
palabra, "El Paraíso es tuyo", nunca dejó de llenarla de confianza y alegría.
Capítulo 65 - Formas de evitar el Purgatorio - Santa
aceptación de la muerte - Padre Aquitano - San Alfonso María
de Ligorio - La venerable Francisca de Pamplona y la
moribunda que no estaba resignada.  El Padre Vicente
Caraffa y el condenado a muerte - Sor María de San José y la
Madre Isabel - San Juan de la Cruz - Las dulzuras de la
muerte de los santos
La sexta forma de evitar el Purgatorio es la aceptación humilde y sumisa de la
muerte como expiación por nuestros pecados.

Es el acto generoso de hacer sacrificio de la propia vida a Dios, en unión con el


sacrificio de Jesucristo en la Cruz.

¿Necesitamos un ejemplo de esta santa entrega de la vida en manos del Creador?

El 2 de diciembre de 1638, el Padre Jorge Aquitano, de la Compañía de Jesús, murió


en Brisach, en la orilla derecha del Rin.  En dos ocasiones se dedicó al servicio de
las víctimas de la peste.  Sucedió que en dos períodos diferentes la peste hizo
estragos, con tal furia que apenas podía uno acercarse a los enfermos sin verse
afectado por el contagio.

Todos huyeron y dejaron a los moribundos a su miserable suerte. Pero el Padre


Aquitano, poniendo su vida en las Manos de Dios, se hizo servidor y apóstol de los
enfermos: se dedicó por completo a aliviarlos y a administrarles los Sacramentos.

Dios lo preservó durante el primer período. Pero cuando la plaga volvió con fuerza,
y el hombre de Dios acudió en ayuda de los enfermos por segunda vez, el Señor
aceptó su sacrificio.

 
En el momento en que yacía en su lecho de muerte, como víctima de su Caridad, le
preguntaron si estaba dispuesto a hacer la ofrenda de su vida a Nuestro Señor.

 “Oh, respondió lleno de alegría; si tuviese millones que ofrecerle, Él sabe con qué
corazón se las daría”.

Comprendemos que tal acto de entrega es de un grandísimo merito a los ojos de


Dios. ¿No se parece entonces al acto de Caridad Suprema que realizan los mártires,
muriendo por Jesucristo, y que tal como el Bautismo, borra todos los pecados y las
deudas?

“Nadie -dice el Salvador- puede mostrar mayor amor que dando la vida por sus
amigos”.

Para que este acto, preciosísimo en el caso de la enfermedad, produzca efectos de


Vida Eterna, es útil y por no decirlo necesario, que el enfermo conozca su estado y
sepa que su fin se acerca.

Por lo tanto, es un gran perjuicio para él cuando, por un errado concepto de


delicadeza, se le mantiene bajo una falsa ilusión.

San Alfonso dice en la Práctica del Confesor: "Debemos tener el cuidado en hacer
que el paciente sea consciente de la gravedad de su condición.

Si el enfermo se engaña a sí mismo y en lugar de ponerse en la Manos de Dios


piensa solo en curarse, aunque reciba todos los Sacramentos, se hace un daño
deplorable”.

 
Leemos en la Vida de la Venerable Madre Francisca del Santísimo Sacramento,
monja de Pamplona, que un alma había sido condenada a un largo Purgatorio por no
haberse sometido a la Divina Voluntad en su lecho de muerte.

Era una persona joven, llena de piedad. Pero cuando la gélida mano de la muerte
quiso arrancar su juventud en flor, ella experimentó la más fuerte resistencia de su
naturaleza, y no tuvo el valor de entregarse en las Manos siempre Bondadosas de
nuestro Padre Celestial: no quería morir aún...

Sin embargo, murió. Y la venerable Madre Francisca, tan frecuentemente visitada


por las almas de los difuntos, sabía que esta alma debía expiar su falta de sumisión a
los designios de su Creador, a través de prolongados sufrimientos.

La vida del Padre Caraffa nos ofrece un ejemplo más consolador.

El Padre Vicente Caraffa, general de la Compañía de Jesús, fue llamado a preparar


para la muerte a un joven noble que había sido condenado a la pena capital y quien
se creía condenado a muerte injustamente.

Hay que reconocerlo: morir en la flor de la vida, cuando uno es rico, feliz y el futuro
le sonríe, es muy duro. Por otro lado, un criminal, presa de los remordimientos de su
conciencia, podría resignarse y aceptar el castigo para expiar su crimen; ¡pero un
inocente!

Por lo tanto, el Padre tenía una difícil tarea que cumplir. Sin embargo, ayudado por
la Gracia, supo encauzar muy bien al desdichado. Le habló con una gran unción,
acerca de las faltas de su vida pasada y de la necesidad de repararlas ante la Justicia
Divina. Le hizo comprender de tal manera cómo Dios permitía este castigo temporal
para su beneficio, que el condenado domó su naturaleza rebelde y cambió por
completo los sentimientos de su corazón.

 
El joven reo, considerando su ejecución como una expiación que obtendría el perdón
de Dios, subió al cadalso, no solo con resignación, sino con una alegría
completamente cristiana.

Hasta el último instante, incluso bajo el hacha del verdugo, estuvo bendiciendo a
Dios e implorando Su Misericordia, para la mayor edificación de la gente que asistía
a su muerte.

Mientras su cabeza caía, el Padre Caraffa vio su alma elevarse triunfante al Cielo.
Inmediatamente se dirigió a la madre del condenado y, para consolarla, le contó lo
que había visto. Estaba tan exultante que, al volver a su celda, no dejaba de
exclamar: "¡Oh, el bendito, oh, el bendito!

La familia quería hacer celebrar un gran número de Misas por el descanso de su


alma. Sin embargo, el Padre les dijo: "Es superfluo. Más bien debemos dar gracias a
Dios y alegrarnos, pues os digo que esta alma ni siquiera tuvo que pasar por el
Purgatorio”.

Otro día, mientras estaba ocupado en algún trabajo, el Padre se detuvo de repente,
cambió su rostro y miró hacia el cielo como si estuviese viendo un espectáculo
maravilloso; entonces se le oyó exclamar: "¡Oh, el feliz destino! ¡Oh, el feliz
destino!

Entonces, el compañero que tenía cerca, le pidió la explicación de estas palabras:


"¡Oh! Padre”, respondió. “Es el alma del joven decapitado que la acabo ver en la
Gloria. ¡Oh! qué provechosa para su alma fue la resignación que experimentó!"

Sor María de San José, una de las cuatro primeras carmelitas que abrazaron la
Reforma de Santa Teresa, fue una religiosa de gran virtud. Se acercaba el final de su
carrera, y Nuestro Señor, deseando que su Santa Esposa fuese recibida
triunfantemente en el Cielo justo después de su último aliento, completó la
purificación y el embellecimiento de su alma a través de los sufrimientos que
marcaron el final de su vida.
 

Durante los últimos cuatro días de su vida en la Tierra, perdió el habla y el uso de
sus sentidos; estaba experimentando una dolorosa agonía; las monjas estaban
desconsoladas al verla en ese estado.

La Madre Isabel de Santo Domingo, priora del convento, se acercó a la enferma y le


sugirió que hiciese muchos actos de renuncia y abandono en las Manos de Dios.

Sor María de San José la escuchó e hizo tales actos interiormente, pero sin poder dar
ninguna señal externa.

La Hermana murió en medio de estas santas disposiciones. El mismo día de su


muerte, mientras la Madre Isabel escuchaba la Misa y rezaba por el descanso de su
alma, Nuestro Señor le mostró a su Fiel Esposa coronada de Gloria y le dijo: "Ella
hace parte de las almas que siguen al Cordero".

María de San José, por su parte, agradeció a la Madre Isabel todo el bien que le
había hecho en la hora de la muerte. Añadió que los actos de renuncia que le había
sugerido, le habían valido una gran Gloria en el Paraíso y la habían eximido de las
penas del Purgatorio.

¡Qué felicidad es el dejar esta vida miserable, para entrar en la Vida Verdadera y
Bienaventurada!

Todos nosotros podemos alcanzar esta felicidad, empleando los medios que
Jesucristo en su Infinita Misericordia nos proporciona, con el fin de reparar las faltas
en este mundo y de preparar perfectamente nuestras almas para comparecer ante Su
Presencia.

El alma así preparada se llena en su última hora de la más dulce confianza: degusta
como un anticipo del Cielo; experimenta lo que San Juan de la Cruz escribió acerca
de la muerte de un santo en su libro, Llama de Amor Viva: "El perfecto Amor de
Dios hace agradable la muerte, y permite encontrar en ella las mayores dulzuras.  El
alma que ama, se inunda de un torrente de deleite cuando ve acercarse el momento
en que gozará de la plena posesión de su Amado.  A punto de liberarse de la prisión
del cuerpo que se deshace, le parece que ya contempla la Gloria Celestial, y que
todo lo que hay en ella se transforma en Amor".

FIN DEL LIBRO


IMPRIMATUR

 Malinas (Bélgica), 15 de abril de 1888


† Pierre Lambert,
 Arzobispo de Malinas

APROBACIONES

Ego Josephus Van Reeth, Praepositus Provincialis Societatis Jesu in Belgio,


potestate ad hoc mihi facta ab Admodum Reverendo Patre Antonio Anderledy,
ejusdem Societatis Praeposito Generali, facultatem concedo, ut opus cui titulus Le
Dogme du purgatoire, illustré par des faits et des révé-lations particulières, a Patre
F.X. Schouppe S. J. con-scriptum, et a deputatis censoribus rite recognitum atque
approbatum, typis mandetur.
In quorum fidem has litteras manu mea subscriptas et sigillo meo munitas dedi.

Brugis, die 14 aprilis 1888.

DECLARACIÓN DEL AUTOR

De conformidad con el decreto Sanctissimum del Santo Padre Urbano VIII, del 15


de marzo de 1525, declaramos que si bien es cierto en este libro hemos citado 
hechos que presentamos como sobrenaturales, nuestra opinión se debe circunscribir
únicamente al contexto personal y privado; la valoración de esta clase de hechos
pertenece a la autoridad suprema de la Iglesia.

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