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Twitter: @juanalvaromont
Se nace con dolor. Aferrado al vientre de su madre, un pequeño de manos trémulas y piel
de pergamino, se niega a explorar un mundo incierto. En un segundo, su campo vital se
multiplica exponencialmente y con un ligero guantazo su respiración lo invita a la vida.
Para el bebé su ambiente carece de sentido. Ni el sonido palpitante del quirófano, ni las
luces que crepitan en lo alto, ni los rostros ufanos de sus progenitores. Nada en su
entorno resulta conocido para el nuevo ser. Tan solo el susurro musical de la mujer que lo
procreó apacigua el ímpetu naciente. Su llanto es el preludio de sollozos de júbilo que
razonablemente brotan de los padres, quienes unieron sus semillas de amor para llamarlo
al nacimiento. Así surgimos a la nueva existencia. Con lágrimas de chiquillo, se adornan
las sonrisas de amor en los felices rostros de su familia.
Por los caminos inciertos trasegamos tomados de la mano de Dios. Su bendición nos guía
en vagos amaneceres cuando solo la esperanza brilla como faro en el destino humano. Se
aprende de los equívocos y entendemos que nuestros triunfos se encuentran en la
cumbre de una pirámide de errores, o, como lo diría Winston Churchill “El éxito consiste
en ir de fracaso a fracaso sin perder el entusiasmo”.
El sendero a la hombría es cuesta arriba. Es mucho más que virilidad. Representa astucia,
coraje, valentía, seguridad, fuerza y determinación para imprimir nuestro propio sello en
un hado que, en ocasiones, parece designio de la Divina Providencia. Las inocentes
lágrimas del infante de ayer se convierten en un rio fangoso de emociones donde todo
tiene cabida. Emilio Mira y López los sintetiza en “Los cuatro gigantes del alma” como el
miedo, la ira, el amor y el deber. Para hacerse hombre requerimos blandir una espada
contra estos monstruos que con fuerza crujen a nuestro alrededor. Confrontamos el
miedo con coraje, la ira con mansedumbre, el amor con el odio y el deber con el placer.
De esta amalgama y de otras tantas que moran en las profundidades del espíritu, surge
una personalidad, un individuo que fue moldeado por el barro de los hechos y que puede
declarar, como José Ortega y Gasset en su libro Meditaciones del Quijote: “Yo soy yo y mi
circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.