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Oficinistas del mundo, ¡únanse!

Por Felipe Coronel Solís

Aquello empezó como una pequeña herida a la que no se da importancia y que termina tratándose
de algo grave. Los días anteriores, Gaspar no prestó gran atención al asunto, dejando que la vida
siguiera su curso, sin intervenir de alguna manera, pero no lo abandonaba la acechanza de un peligro;
algo lo despertó angustiado esa mañana, atento a detalles en los que no reparaba, en completo estado
de alerta, presto a huir, a correr para no ser atrapado, el corazón descompasado, bombeándole a mil
y las sienes a punto de reventarle.
Haciendo lo que podía por controlarse, Gaspar se levantó de la cama y retirando un poco la cortina
de la ventana, se cercioró de lo que ocurría afuera. No vio signos de algo diferente, que lo alertase: la
avenida rodeada de árboles y jardines, lucía como otros días; miró con detenimiento a los vecinos
entrados en años, que caminaban en ropa deportiva para mantenerse en forma, completando su rutina
diaria de ejercicios; luego se detuvo en la obesa mujer que regaba sus plantas con una manguera
verde; y por último, reparó en el gato pajizo arriba de la marquesina, agazapado, en posición de
cazador diestro y al acecho de las palomas que invadían los techos. El único peligro existente en este
momento es para las palomas, pensó tranquilizándose un poco. Ahí parado aún, escuchó el encendido
de un automóvil y el ruido de su motor a ralentí, mientras era calentado por otro vecino que salía al
trabajo.
“Solo se trata de otro mal sueño, Nadie vendrá por mí”, se dijo para sus adentros. “¿Por qué tener
miedo a lo inexistente? ¿Por qué sufrir por aquello que aún no nos llega o que sólo imaginamos? Si
no te controlas, terminarás creyendo cualquier cosa como una pobre y simple alma ingenua. Incluso,
tendrás miedo hasta de tu sombra”, pensó mientras se vestía para salir a la oficina a cumplir otra
jornada más de trabajo, con la que completaba su semana.

- ¿Va a usar la fotocopiadora? -le preguntó el hombre de las gafas, que se sentaba en aquel lugar a
la vista de todos, al fondo de la oficina, a un lado de la puerta de la salida de emergencia. Gaspar
llevaba unos minutos parado frente al aparato de las copias, sin operar sus botones, con un grueso
de documentos en sus manos. Sus pensamientos suspicaces lo habían mantenido absorto, sin
moverse, como aquella estatua humana del parque en los domingos, que lo entretenía cuando salía
a husmear en la felicidad ajena de las familias del barrio. En realidad, se dio cuenta, que la pregunta
de aquel individuo no era si iba a utilizar la fotocopiadora, lo cual era totalmente evidente. Al verlo
inmóvil, sin reaccionar, aquel hombre lo apuraba y parecía decirle más bien: “¿Por qué no la usas por
fin? Nosotros sí tenemos verdadero trabajo y prisa. No estamos aquí para jugar a ser José el Soñador,
nos pagan por lo que hacemos y no por lo que pensamos. Hay que apurarnos”.
Gaspar pensaba leer estas ideas en la mirada del hombre detrás gafas. Fue entonces cuando se le
ocurrió por primera vez aquella sospecha. ¿Y si en verdad ese hombre estaba ahí para vigilar con
detalle cada uno de sus movimientos? Tal vez los directivos se habían percatado de su
comportamiento errático en las últimas semanas y preocupados por el efecto que pudiese tener en los
demás empleados, lo habían puesto a controlarlo y estar pendiente de sus pasos. El lugar cerca de la
salida de emergencia era el sitio ideal para observar los demás escritorios de ese piso. Con tal solo
mirar por encima de la pantalla de la computadora, el hombre furtivo tenía una vista perfecta de los
otros lugares.
Gaspar prefirió cederle su lugar en la impresora y volver a su escritorio sin decir nada, pero con la
certeza de haberlo descubierto

El papel de la oficina tenía algo oculto, incrustado, que podía estar controlado. Se dio cuenta que
por más que intentaba sacar sus dotes creativas a la hora de escribir memorandos y oficios, por más
que trataba de evitar a toda costa aquel estilo retorcido, acababa escribiendo las mismas formalidades,
los falsos “estimados” a clientes desconocidos y los “su seguro servidor”, acompañados de infinitos
“saludos cordiales” que nunca faltaban en aquellos escritos. Era como si en el papel en blanco, hubiese
pequeños surcos microscópicos en la superficie de sus fibras, que obligasen a cualquiera que los
usará a emplear aquellas formas. Viendo en el papel a detalle, acercándoselo a sus ojos con una lupa,
buscaba las pruebas de lo que pensaba, sin éxito. Nanotología de la más pura, pensó al no dar con
aquellas grietas secretas. Al intentar otros modos más libres de estilo, el papel se arruinaba y
terminaba en el bote de basura y alrededor de su silla, donde era común observar ese desperdicio de
hojas arruinadas, echas ovillo con sus manos y tiradas en el piso.
No ocurría así en los demás lugares de sus compañeros, los cuales no se cuestionaban al usar
aquellas formalidades guardadas en el papel, cumpliendo sin reparos las funciones ocultas con las
que había sido manufacturado. Seguramente, aquel derroche de recursos había llamado la atención
de sus superiores jerárquicos, empezando por el hombre que lo vigilaba. Era casi seguro que debían
hurgar, cuando ya no estaba en la oficina, hasta en la basura que generaba, tratando de indagar su
estado, ver su grado de afectación, buscando diligentemente en las continuas desviaciones cometidas
contra el impuesto sello corporativo. “Pero si uno tiene alma, estilo propio, una personalidad que
ningún corporativo podrá suprimirte”, se decía cada vez más convencido de los métodos con los que
intentaban silenciarlo, apagando incluso sus pensamientos propios y obligándolo a ser como la firma
se los había impuesto al contratarlos.

Una tarde en que los demás estaban absortos en sus trabajos y nadie reparaba en su persona,
Gaspar encontró aquel sobre anónimo debajo del teclado de su computadora. Estaba seguro de que
era observado disimuladamente, en particular por el hombre de las gafas, que fingía escribir en su
máquina, dominándolo todo con sus ojos desde su esquina.
Aquel panfleto anónimo debía ser un anzuelo. ¿Era una broma de alguno de sus compañeros? ¿O
se trataba de un grupo subversivo bien organizado que pretendía rendir frutos interviniendo desde
dentro y desde abajo las estructuras de poder? El panfleto invitaba a los oficinistas del mundo a unirse
y organizarse en una rebelión contra los corporativos, el capital y las sociedades anónimas. ¿Y si de
verdad existía aquella Sociedad Secreta de oficinistas rebeldes? ¿Y si ese era el modo de contactarlo
para formar parte de sus filas? Tal vez había llegado la hora de una revolución en todas las oficinas y
era necesario tomar un partido. No debían ser muchos los cruzados, si él estaba solo en ese piso, no
creía posible que hubiese más de uno en los otros, no reunirían el ejercito suficiente de hombres con
la corbata aflojada y los puños de los mangas enrollados para lograr cambiar el orden de las cosas. El
panfleto era una invitación, pero también podía significar un riesgo que lo hiciera exponerse a la vista
de sus compañeros. Regresó el escrito al sobre y doblándolo por la mitad, lo escondió en la bolsa de
su pantalón. Ahora más que nuca debía cuidarse de los enemigos y ser más cauteloso en cada
movimiento; él no sería quien pondría en peligro el movimiento, por lo que evitaría ser descubierto y
sometido por quien intentara controlarlo.
El colmo fue cuando en unos de sus recesos, mientras sorbía su café en la cocineta, descubrió la
cámara instalada. No supo ni cómo ni cuándo la pusieron. El ojo del gran angular se abría y cerraba
como un gran papado humano, mientras giraba suavemente emitiendo un ligero zumbido apenas
perceptible. Ahora como si ya no bastara la mirada atenta del hombre de las gafas, ¡se topaba con
esto! Estas cámaras de alta fidelidad no solo grababan imagen con nitidez, contaban también con un
micrófono que distinguía hasta los murmullos mas alejados. No, se dijo, esto ya es una invasión a
nuestras vidas. No tienen derecho a hacer esto. Tales medidas de control lo llevaron a pensar en la
esclavitud no solo física, también mental y psicológica a la que intentaban someterlos. Fue astuto y
decidió mientras era observado, ser como los demás trabajadores, camuflarse como otro siervo más
del corporativo, para no ser detectado. Iba a engañarlos, no se iba a dejar atrapar a la primera por
estos desgraciados.

Su hermana llegó preocupada y abrió la puerta de la casa de Gaspar a aquellos hombres, que
vinieron a llevárselo. Se encontraba en una esquina de su habitación en cuclillas, en posición fetal,
murmurando cosas extrañas. Los últimos meses, su hermano no había tomado sus medicamentos y
había colapsado. Gaspar fue tomado por los brazos y conducido -casi arrastrado- lentamente afuera
de la casa
Fue subido a la ambulancia, mientras las palomas parecían reírse del gato que no podía atraparlas.
Cuando era sujetado de manos y pies en la camilla, los paramédicos se dijeron algo entre ellos. Uno
de ellos le inyectó un calmante. Alzando un poco la cabeza desde la camilla donde iba recostado, vio
a su hermana volverse una diminuta figura, cada vez más lejana. Entonces escuchó con claridad la
voz de uno de aquellos hombres, que informaba a la base central a través del radio:
-Hombre controlado y fuera de operación, cambio, pero cerrando los ojos ya no escuchar la
respuesta al otro lado de la radio.

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