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3. E l «verum -factum » y e l d e s c u b r im ie n t o d e l a h is t o r ia
4. Vico s e m u e s t r a c o n t r a r io a l a h is t o r ia d e l o s f il ó s o f o s
Todos -Bacon con su crítica a los idola, Descartes con sus ideas claras
y distintas, Leibniz con su mathesis universalis, Spinoza con su exaltación
de la razón a la que había que someter pasiones y emociones- estaban de
acuerdo en aspirar a un ideal cognoscitivo que poseyese la simplicidad de
la matemática y el rigor de la lógica. En este contexto, ¿qué lugar se
reservaba al material documental de los pueblos primitivos, que iba acu
mulándose en aquella época? ¿No se trataría, quizá, de un conjunto de
informes fantasiosos y distorsionados, acerca de acontecimientos y perso
nas reales? ¿No es cierto que a menudo los historiadores se muestran en
contradicción entre sí? ¿No es cierto que inventan o a menudo configuran
episodios mediante noticias inexactas o inexistentes, o en cualquier caso
no documentadas? ¿Qué decir acerca de las exaltaciones o idealizaciones
de personajes y acontecimientos, a menudo incognoscibles, que los histo
riadores llevan a cabo por «amor a la patria», en demérito de la honradez
intelectual? Además, no parece conveniente el gastar energías en disquisi
ciones sobre hechos remotos que nada pueden enseñarnos. El pasado es
incognoscible en su objetividad histórica, demasiado remota para nos
otros, o si es cognoscible, no puede enseñarnos nada en nuestro presente,
regido e iluminado por una razón ya madura. Voltaire será quien exprese
con una ironía demoledora esta corriente de pensamiento. Para él, las
épocas que hay que recordar y desenterrar del olvido son las «edades
felices» en las que «los seres humanos llegaron a la plenitud de su talla y
crearon civilizaciones de las que pueden estar orgullosos: la época de
Alejandro, en la que incluye la época clásica de Atenas; la de Augusto,
que comprende la República y el Imperio en sus mejores momentos; la
Florencia del renacimiento, y la época de Luis xiv en Francia» (I. Berlin).
Esta corriente moralizante, por sí misma, distraía la atención de una
indagación histórica realizada de un modo científico. Además, la actitud
teórica general, de carácter predominantemente galileo-cartesiano, elimi
naba el saber histórico del terreno del saber científico. En efecto, «el
modelo científico (o “paradigma”) que dominaba en aquel tiempo, con su
sólida implicación según la cual lo cuantificable, o en cualquier caso, men
surable -aquello a lo que, por principio, podían aplicarse los métodos
matemáticos- era lo único real, reforzó poderosamente la antigua convic
ción de que para cada pregunta sólo había una respuesta verdadera, uni
versal, eterna, inmutable; éste era el caso, o así lo parecía, de la matemáti
ca, de la física, de la mecánica y de la astronomía, y pronto lo sería
también de la química, la botánica, la zoología y las demás ciencias de la
naturaleza; de aquí procedía el corolario según el cual el criterio más
plausible de verdad objetiva consistía en la demostración lógica, la medi
ción o, por lo menos, una aproximación a éstas» (I. Berlín).
Como es natural, en el marco de una actitud teórica de este tipo,
matematizante y cuantificadora, no había el más mínimo espacio para un
material esencialmente cualitativo, como es el histórico. «Descartes insi
núa que no desea impedir a los hombres este pasatiempo: pueden encon
trar bastante agradable dedicar el tiempo a ello; no es peor, sin duda, que
aprender un dialecto, por ejemplo, el suizo o el bajo bretón, pero esto no
constituye en absoluto una ocupación adecuada para quien se haya com
prometido seriamente a incrementar el saber. Malebranche consideró que
la historia no era más que chismografía, imitado en esto por otros cartesia
nos; incluso Leibniz, que elaboró una obra de historia bastante volumino
sa, brinda una idea muy convencional de la historia como medio para
satisfacer las curiosidades sobre el origen de las familias y de los Estados,
y como escuela de moralidad. A todos los pensadores les parecía obvia la
inferioridad de la historia en comparación con la matemática y la filosofía
basada en las ciencias matemáticas y naturales, y en los demás hallazgos
de la pura razón» (I. Berlin).
La desatención con que se trata la historia, por lo tanto, no es un
hecho marginal, sino la consecuencia de un planteamiento filosófico. La
historia no puede ser una ciencia. Todo lo más, es una escuela de moral,
en la que cuenta más la fuerza persuasiva de la enseñanza que la cientifici-
dad de lo que se afirme. La historia es moral, y la moral no es ciencia. En
tajante oposición a esta actitud, Vico sostiene que la historia no es ciencia,
pero puede y debe llegar a serlo, porque «este mundo civil ha sido hecho
sin duda por los hombres» y, por lo tanto, se lo puede someter a la
disciplina científica con mayor razón que a cualquier otro ámbito de lo
real. Esto será posible, empero, con la condición de que se abandonen los
arbitrarios supuestos de muchas reconstrucciones históricas y se elaboren
teóricamente los rigurosos aparatos conceptuales y metodológicos que
corresponden al mundo de la historia.
5. Vico s e m u e s t r a c o n t r a r io a l a h is t o r ia d e l o s h is t o r ia d o r e s
7. L a d is t in c ió n y l a u n i d a d e n t r e f il o s o f ía y f il o l o g ía
8. L a v e r d a d q u e l a f il o s o f ía p r o p o r c io n a a l a f il o l o g ía
9. L a c e r t e z a q u e l a f il o l o g ía o f r e c e a l a f il o s o f ía
11. L a s t r e s e d a d e s d e l a h is t o r ia
Vico divide la historia en tres épocas: edad de los dioses, edad de los
héroes y edad de los hombres. 1) La primera comienza con «hombres ne
cios, brutos insensatos y horribles», cuya naturaleza se caracteriza por el
predominio de los sentidos y carece de poder reflexivo. Los primitivos «sien
ten sin advertir», afirma Vico. Es la edad de los sentidos, la fase de creci
miento en la que «los objetos no nos afectan en cuanto tales, sino únicamen
te en la medida en que producen en nosotros una modificación agradable,
dolorosa, excitante o deprimente: es el momento de la subjetividad aún
fresca e inmediata, respecto a la cual el mundo existe e interesa sólo en tanto
que repercute sobre mí» (F. Amerio). A esta edad de los sentidos también
se la llama edad de los dioses porque, incapaces de reflexionar, los hombres
identificaban los fenómenos de la naturaleza con otras tantas divinidades. Es
la edad infantil, cuando «la naturaleza de la mente humana -afirma Vico-
hace que atribuya su naturaleza a la sensación, y su naturaleza era tal que los
hombres, simples fuerzas brutas, manifestaban sus violentísimas pasiones
con alaridos y gruñidos; se imaginaron que el cielo era un gran cuerpo
animado, que por eso llamaron Júpiter [...] que con el crepitar de los rayos y
el fragor de los truenos parecía decirles algo». Debido a esta visión de la
naturaleza, poblada de divinidades terribles y punitivas, «las primeras cos
tumbres estuvieron repletas de religión y de piedad». Así nació la teología
poética: «Los primeros hombres, que hablaban por señas, por su propia
naturaleza creyeron que los rayos y los truenos eran las señas de Júpiter [...],
que Júpiter mandaba con estas señas, y que dichas señas eran palabras
reales, y que la naturaleza era el lenguaje de Júpiter; los hombres creyeron
con carácter universal que la ciencia de esta lengua era la adivinación, a la
cual desde los griegos se la denominó “teología”, que quiere decir “ciencia
del habla de los dioses”.» Ésta constituye «la primera fábula divina, más
grande que todas las que se inventaron después, que consideraba a Júpiter
como rey y padre de los hombres y de los dioses».
En el marco de la teología poética, «los primeros gobiernos fueron
Edades de la historia
divinos, que los griegos llamaron “teocráticos”, en los cuales los hombres
creían que los dioses mandaban todas las cosas; fue la época de los orácu
los, que son la cosa más antigua que se lee acerca de la historia». Los
gobiernos teocráticos o las repúblicas monásticas -que se basaban en la
autoridad paterna como representante de la autoridad divina- crearon
una legislación o derecho también divino, en el sentido de que las leyes se
imponían en cuanto expresión de la voluntad de los dioses. En efecto, «los
padres de familia se quejaban ante los dioses de los males que les habían
sido hechos [...] y llamaban a los dioses como testigos de su propia razón».
Aquí conviene señalar que nos encontramos ante una imagen unifica-
dora de la teología poética, el régimen teocrático y el derecho divino. Se
trata de una unidad sociológico-metafísica, en el sentido de que cada
dimensión remite a las demás y todas ellas expresan el mismo estadio de
desarrollo. La naturaleza del primitivo se refleja en las creencias religiosas
y éstas, en la organización social. Ésta, a su vez, se refleja en la naturaleza
misma de los hombres primitivos, que ya no está completamente desenfre
nada, sino en proceso de verse controlada y contenida.
Al referirse al mundo meramente sensitivo de los primitivos, Vico -en
abierta polémica con los jactanciosos sabios de su época- quiere echar por
tierra «la opinión que defiende la insuperable sabiduría de los antiguos,
que tanto se deseaba descubrir desde Platón hasta Bácon de Verulam, De
sapientia veterum, la cual fue una sabiduría vulgar de legisladores que
fundaron el género humano y no una sabiduría oculta, de supremos o
escogidos filósofos». Invitándonos a no dejar a un lado este período de la
historia humana y destacando los esfuerzos que han hecho falta para
investigarlo, Vico agrega que nos está «naturalmente vedado poder entrar
dentro de la vasta imaginación de aquellos primeros hombres, cuyas men
tes no eran nada abstractas, nada sutiles, nada espirituales, porque todas
ellas se hallaban inmersas en los sentidos, todas estaban embotadas por las
pasiones, todas se encontraban enterradas en los cuerpos; por lo que [...]
difícilmente se podría entender, y en absoluto se puede imaginar, cómo
pensaban los primeros hombres que fundaron la humanidad pagana».
2) A la edad de los dioses le sigue la edad de los héroes, caracterizada
por el predominio de la fantasía sobre la reflexión racional. Los primeros
agrupamientos, formados para autoprotegerse de los agresores errantes,
pronto se ven subyugados por la auctoritas de los paires o jefes de tribu.
Estas tribus se amplían al acoger en ellas a cuantos piden asilo y defensa,
porque carecen de medios de protección. Son los primeros esclavos que,
ensanchando los primeros y reducidos grupos, dan lugar a las formas
primitivas de vida estable. Para regular la vida interna y prepararse ante
eventuales enfrentamientos con tribus rivales, se elabora el derecho heroi
co, basado en la fuerza, «precedida por la religión, que es la única que
concede obligatoriedad a la fuerza». Se trata de una estructura social
fundada sobre la autoridad, indiscutida e indiscutible, porque es manifes
tación de la voluntad de los dioses.
La edad de los héroes es la época de las grandes enemistades entre los
pueblos primitivos, los cuales -al alcanzar una determinada cohesión
interna- encauzaban hacia el exterior todo su potencial destructivo. Se
trata del mundo heroico, poético y religioso a la vez, cantado por Home
ro, que sirve de compendio a un poder anónimo y colectivo, penetrado
por un ideal masculino y guerrero. ¿Puede considerarse acaso la Ilíada de
Homero como un documento de una mente refinada desde el punto de
vista filosófico, cosa que algunos pretendían, elaborado para «domesticar
la ferocidad del vulgo»? Vico se opone a tal interpretación en nombre del
criterio de unidad de una época histórica y de sus obras. La coherencia
interna de los episodios, los elementos fantásticos e imaginarios, el gusto
por la ferocidad, la fascinación ante la sangre y, por lo tanto, «las costum
bres rudas, salvajes, feroces, crueles, inestables [...] no pueden darse más
que en hombres que son como niños por la debilidad de sus mentes, como
mujeres por la robustez de su fantasía, como jóvenes violentísimos por el
hervir de sus pasiones; por lo cual habrá que negarle a Homero cualquier
sabiduría oculta».
Si algún pasaje aislado de su contexto quizá lleve a pensar de otra
forma, el conjunto de la obra nos da a entender que la edad de los héroes
-en la que se apunta la conciencia racional, pero aún no está desarrollada-
hay que considerarla a la luz de un único principio interpretativo, por el
cual los elementos constituyentes de esa edad aparecen en su unidad y
coherencia, sin anticipaciones injustificadas, que serían errores de anacro
nismo conceptual. Si es cierto que entiende una obra sólo aquel que está
en condiciones de describir el tipo de sociedad que se expresa en ella,
debemos decir entonces que la Ilíada nos remite a una edad poética,
heroica, guerrera, en la que «los juegos y los placeres son fatigosos, como
una lucha o una carrera [...], dan pie al peligro [...], por lo que las fuerzas
y el ánimo quedan sobrecogidos, y la vida se ve maltratada; no se encuen
tran en absoluto el lujo y las comodidades; las repúblicas son muy fuertes,
aristocráticas por naturaleza, en la que todos los honores civiles se otorgan
a unos cuantos padres nobles».
3) A las edades de los dioses y de los héroes les sucede la edad de los
hombres o de la «razón manifestada por completo». Exige un pasaje pro
longado y laborioso, que se caracteriza por luchas internas en cada una de
las ciudades y poblaciones, provocadas por aquellos -esclavos y siervos-
que comienzan a rebelarse y a aspirar a concesiones en la institución
matrimonial y los ritos de sepultura. El reconocimiento de tales derechos
lleva a formas escritas de legislación y, por lo tanto, a la prosa. «Con el
paso de los años, a medida que las mentes humanas iban desarrollándose,
los pueblos acabaron por desengañarse de la vanidad de tal heroísmo y
comprendieron que poseían la misma naturaleza humana que los nobles;
por ello, quisieron integrarse también ellos en los órdenes civiles de las
ciudades.» De aquí provienen las épicas luchas entre agathoi y kakoi en
Grecia, y entre patricios y plebeyos en Roma, gracias a las cuales y junto
con ellas se desarrollaron la disputa, la retórica y la filosofía.
Con respecto a los primeros estadios de la historia humana, Vico trazó
la imagen de lo prerracional. Ahora comienza a penetrar en el sofisticado
mundo de la lógica y, por lo tanto, de la razón filosófica. De la metafísica
fantástica se pasa a la metafísica razonada; desde la vaga percepción de los
ideales de justicia y de verdad, a su elaboración explícita. La polis griega y
la filosofía de Platón representan un compendio de este laborioso período,
en el que se resume esta magnífica fase por la que atraviesa la razón
humana.
En esta edád los hombres llegan finalmente a la conciencia crítica de
aquella sabiduría que se había vislumbrado y percibido con vaguedad
durante la edad precedente. Los hombres primitivos habían inspirado su
conducta en ideales de los que no poseían una conciencia crítica, pero
ahora dichos ideales se convierten en objeto de reflexiones explícitas.
Durante esta edad la historia se fundamenta en una «naturaleza humana
inteligente y, por lo tanto, modesta, benigna y razonable, que reconoce
como leyes a la conciencia, la razón y el deber». También el derecho se
vuelve «humano, dictado por la razón humana del todo manifiesta»; los
«gobiernos son humanos, en los cuales, debido a la igualdad de esa natu
raleza inteligente, todos quedan igualados por las leyes, todos han nacido
libres en sus ciudades, que también son libres y populares, donde todos o
la mayoría son fuerzas justas de la ciudad, y mediante estas fuerzas justas
son los señores de la libertad popular; o en las monarquías, donde los
monarcas igualan a todos los súbditos con sus leyes, y teniendo sólo ellos
en sus manos toda la fuerza de las armas, sólo se distinguen en su naturale
za civil».
En resumen, se trata de una transmutación general, no en el sentido de
que desaparezcan las dimensiones típicas de las edades precedentes, sino
en el sentido de que su contenido de verdad se halla mejor ordenado y
asumido de manera racional. Se trata de un enriquecimiento y una inte
gración, no de un rechazo. La metafísica natural de los primitivos se
convierte ahora en metafísica razonada, con repercusiones obvias sobre
las instituciones sociales, religiosas y civiles.
12. L e n g u a je , p o e s í a y m it o
13. La P r o v id e n c ia y e l s e n t id o d e l a h is t o r ia
Vico afirma con claridad que la historia no sólo es obra del hombre,
sino también obra de Dios: «Porque, sin embargo, los hombres hicieron
este mundo de naciones [...]; pero este mundo surgió sin duda de una
mente a menudo diferente, a veces completamente contraria y siempre
superior a aquellos fines particulares que se habían propuesto los hom
bres.» La historia, por lo tanto, tiene dos clases de artífices: los hombres y
Dios. ¿Qué relación hay entre ellos? Ciertamente, no puede tratarse de
una relación que se exprese a través de una intervención con carácter
necesario de la Providencia, ya sea desde fuera o desde dentro. En ambos
casos se caería en aquel fatalismo que Vico rechazaba, y se negaría que los
hombres -reducidos a instrumentos ejecutivos- fuesen los protagonistas
efectivos de la historia. Por lo tanto es preciso excluir tanto el determinis-
mo histórico -que identifica la Providencia con la racionalidad intrínseca a
la historia- como un providencialismo milagroso que, desde fuera, recon-
duzca los acontecimientos hacia una meta externa a la historia.
Para comprender la relación en cuestión, hay que señalar antes que
nada que Vico entiende por «Providencia» el artífice de aquel designio
ideal o «historia ideal eterna, sobre la cual transcurren en el tiempo las
historias de todas las naciones, en sus surgimientos, progresos, estados,
decadencias y fines». Se trata, en pocas palabras, de aquella idea eterna o
conjunto de ideales -justicia, bondad, sacralidad de la vida y del mundo,
etc.- hacia el cual los hombres han orientado su conducta desde un princi
pio. ¿Por qué menciona Vico un proyecto de esta clase y, por lo tanto, la
presencia activa de la Providencia? Los primeros hombres, aunque esta
ban dominados por violentas pasiones y por una notable fantasía, hicieron
nacer la «gran ciudad del género humano»; aun siendo «brutos», fueron
transformándose paulatinamente en más humanos. ¿Cómo explicar todo
esto sin presuponer que en los hombres se hallan, latentes pero operati
vos, los gérmenes de dicho mundo ideal? Si se excluye al hado, que no da
razón de la libertad, y se excluye al azar, que no explica el orden, es
preciso admitir que una mente divina es el artífice de este proyecto. «Si el
hombre primitivo fuese de veras un bruto y no lo fuese sólo en apariencia,
es decir, si no tuviese un sentimiento latente del fin providencial, jamás
hubiesen comenzado a formarse (como no se forman en los animales)
aquellas creencias sociales normativas, junto con las instituciones vincula
das con ellas, y la historia no hubiese nacido» (V Mathieu).
Desde sus orígenes los hombres advirtieron la presencia de este pro
yecto ideal, que va esclareciéndose a medida que avanzan los siglos. La
edad de los dioses y, luego, la edad de los héroes, expresan este sentimien
to espontáneo del actuar providencial. Se trata de un sentir que «participa
ya de la verdad: si no, no se habría transformado en un saber consciente»
(V Mathieu). Vico calificó los dos primeros estadios como esencialmente
poéticos. La actividad poética se presta mucho para aclarar las modalida
des en que los hombres participan en dicho mundo ideal. En efecto, «en la
poesía existe al mismo tiempo un aspecto de proyecto técnico y un aspecto
inspirado, que no se dividen el campo: el poeta lo hace todo con arte y al
mismo tiempo, si es un auténtico poeta, lo hace todo por inspiración. Por
eso, esta situación es la interpretación más adecuada de la relación entre
los hombres y la Providencia. Según ella, toda la historia es hecha por los
hombres y toda es hecha por la Providencia, sin que pueda hablarse de dos
acciones que se combinan (como tampoco se combinan en el arte, como si
fuesen “dos cosas”, la técnica y la inspiración)» (V Mathieu).
La Providencia actúa en los hombres a través de un proyecto ideal, que
no es obra de los hombres o fruto de la historia. Nunca puede resultar
entendido por completo, porque está en los hombres pero no fue creado
por éstos, está en la historia pero no es obra de la historia. Los ideales de
justicia, bondad y verdad en la historia se llevan a cabo o se conculcan,
son anhelados o traicionados, pero no están a merced de los hombres y
mucho menos a merced de la historia. Aunque viva bajo su influjo, el
hombre no se convierte en su amo, porque poseen al hombre pero no son
poseídos por él. Éste es el vehículo de comunicación entre los hombres y
Dios, el puente entre la eternidad y el tiempo, entre lo trascendente y lo
histórico. Galileo había hablado de un Dios geómetra, pero Vico habla de
un Dios providente, porque el lazo entre el hombre y Dios no se instaura a
nivel matemático -la matemática es obra del hombre, y sería presuntuoso
considerar que revela la estructura de lo real- sino a nivel de los ideales
supremos, y la conjunción se produce en la historia, que es donde se
concreta esta dependencia y se revela el parentesco con la divinidad.
Es lícito deducir, por tanto, que el sentido de la historia está en la
historia y, al mismo tiempo, fuera de la historia, como proyecto ideal que
sirve de fermento en el seno del tiempo, sin reducirse únicamente a éste.
Por esto Vico considera la historia como una especie de «teología civil y
razonada de la providencia divina». Puesto que el hombre tiene primero
un presentimiento vago y luego una conciencia más lúcida, puede decirse
que los efectos de las acciones siempre van más allá de las intenciones
explícitas de los hombres. El hombre hace más de lo que sabe y a menudo
no sabe lo que hace. El hombre es consciente de la vertiente técnica de sus
acciones, pero no siempre lo es de su vertiente ideal. La teoría de la
Providencia, además de teoría del sentido de la historia, también es una
teoría acerca de la limitación propia del hombre y de su conciencia.