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La nación universal
La revolución “francesa” no fue vivida como “francesa”. Fue vivida como universal.
Su principal documento no es la “constitución de los franceses” sino la Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano. En guerra con el mundo feudal, atacada por todas las
fronteras, la revolución se piensa (y es recibida en todas partes por los opositores a ese
mundo feudal) como un acto general de liberación. Como dice Eric Hobsbawn:
“De todas las revoluciones contemporáneas, la francesa fue la única ecuménica. Sus ejércitos
se pusieron en marcha para revolucionar al mundo, y sus ideas lo lograron. (…) La influencia
indirecta de la Revolución francesa es universal, pues proporcionó el patrón para todos los
movimientos revolucionarios subsiguientes, y sus lecciones (…) fueron incorporadas en el
moderno socialismo y comunismo.”1
Ese internacionalismo universalista transformó a la Marsellesa en un himno mundial.
De hecho, fue el himno de la clase obrera y el movimiento socialista hasta que la
Internacional vino a reemplazarlo. La “patrie” es la patria del ciudadano, del luchador contra
la opresión en general, los “franceses” son los que luchan contra la tiranía:
Por eso, la lucha entre la clase dominante, los señores feudales, y la clase emergente,
la burguesía, asume la forma de combate entre tiranía y libertad, los tiranos vs la humanidad:
“En un sentido amplio, puede decirse que, virtualmente, cualquier persona de talento,
educación e ilustración simpatizaba con la revolución, en todo caso hasta el advenimiento de
la dictadura jacobina, y con frecuencia hasta mucho después. (¿No revocó Beethoven la
dedicatoria en la Sinfonía Heroica a Napoleón cuando éste se proclamó emperador?) La lista
de genios o talentos europeos que en un principio simpatizaron con la revolución, sólo puede
compararse con la parecida y casi universal simpatía por la República española en los años
treinta.”2
El nacionalismo
1
Hobsbawn, Eric: Las revoluciones burguesas, Labor, Barcelona, 1984, p. 106.
2
Ibid., p. 147.
El nacionalismo se va desarrollando en cada país de una manera diferente según una
cantidad de factores. Allí donde la construcción de la nación continuaba las líneas de la lucha
de la revolución francesa, una burguesía emergente contra fuerzas feudales en un contexto de
debilidad de la clase obrera, esa batalla asumía una forma popular. Es el caso del
Risorgimento italiano. Allí donde a una escasa cohesión cultural se suma la expansión de una
clase obrera poderosa, el nacionalismo asumirá formas místicas y autoritarias, como en
Alemania.
En efecto, Italia tiene una historia común a la que acudir y no tiene un proletariado fuerte,
como Alemania. La ópera verdiana puede convocar a todo el mundo porque no teme a la
movilización de las masas. En cambio, en Alemania, para la época en la que se desarrolla el
nacionalismo, que es la época de Wagner, el proletariado tiene un desarrollo muy grande. El
nacionalismo alemán toma un cariz oscuro y represivo, que hurga en un pasado lejano, en una
mitología que le dé un sentido a la nación y su unidad. En todos estos procesos, sobre todo el
último, vemos como la fraternidad, que es planteada en la revolución francesa como
universal, deja de serlo, a raíz de la necesidad de cada burguesía de enfrentarse con las otras
por el reparto del mercado mundial. El nacionalismo es la expresión de este enfrentamiento y
la fraternidad se acota solo a quienes pertenecen a una misma nación.
En el caso de otros países, en particular, los llamados “periféricos”, como el argentino
o el brasileño, se produce una puja por el contenido del nacionalismo, entre uno burgués, que
precisa crear e inculcar una identidad nacional a una clase obrera inmigrante, y otro, que
surgiría luego, como un programa que pretende otorgar a la clase obrera un rol central, en una
alianza de clases, para completar una independencia nacional que ha quedado incompleta.
Aquí el nacionalismo es un contenido en disputa, en la disputa contra otras experiencias
nacionales y en disputa entre clases sociales. Mucho más fuertemente que en los casos
anteriores, la búsqueda de la “diferencia específica”, es decir, aquello que caracteriza “lo
argentino” (o “lo brasileño” o “lo mexicano”).
Se puede señalar, por último, que los límites del nacionalismo como ideología gestan
un nuevo internacionalismo, ahora construido en una nueva oposición de clases, entre
burguesía y proletariado. Ahora la tierra es “la patria de la humanidad”, la fraternidad vuelve,
como en aquellos ideales de la revolución francesa, a ser universal pero esta vez de la mano
de la clase obrera.
El problema de la nación italiana es el de una continuidad simbólico cultural que
necesitaba de la unificación política territorial. La nación italiana se concibe como renacer del
Imperio romano, sobre la base de la continuidad de la cultura latina. Es una expresión
ideológica: entre Italia moderna y el Imperio romano no hay nada en común. Su vínculo es
puramente simbólico. Socialmente se trata de dos sociedades completamente distintas,
separadas, a mil años de distancia, por otra, el feudalismo. La emergencia de la burguesía
italiana supone su consolidación por medio de la creación de un Estado que unifique el
territorio y cree la nación.
Los orígenes más lejanos de este proceso se hunden en la invasión napoleónica, que
generó mucho resentimiento en el territorio del que iba a surgir Italia. Ese sentimiento se
extendió y consolidó con la posterior ocupación austríaca. Recordemos que el Imperio
Austro-Húngaro era, en ese momento, el bastión de la reacción monárquica-feudal, junto con
Rusia. Se repite aquí la oposición capitalismo-feudalismo, al que se suma la oposición
nacional-extranjero.
Recordemos que el proceso de unificación italiana tiene su asiento en la disputa entre
diversos proto-estados el Reino Lombardo-Véneto (bajo control austríaco); los Estados
Pontificios (uno de los principales escollos a superar); y el Reino de Piamonte-Cerdeña (el
núcleo burgués de la unificación). Las tareas son, entonces, expulsar a los austríacos, someter
al papado y sumar al Reino de las Dos Sicilias, un estado independiente dominado por la
rama española de los borbones.
La expulsión de los austríacos se produce con la guerra independentista de 1848, que,
aunque fracasó, sirvió para forjar una alianza con Francia que sería clave en la expulsión
definitiva de los austríacos. En dicha alianza jugaría un papel central un personaje, Camilo
Benso conde de Cavour, que sería crucial para esta historia. Luego, varias insurrecciones
populares fracasadas ayudan, sin embargo, al reino de Piamonte a ir estableciendo una
situación propicia, y, sobre todo, a darle una ideología potente, sobre todo a partir de la
intervención de Giuseppe Mazzini, el padre intelectual de la unidad italiana. Mazzini es el
fundador de una organización, la Joven Italia, de la cual saldrán muchos elementos
nacionalistas populares, como Garibaldi, que actuará más adelante en el Mezzogiorno.
Precisamente aquí, en el sur de Italia es donde la construcción nacional asume la forma de
epopeya, en tanto un héroe popular, como Garibaldi, invade el territorio con sus Camisas
rojas, sumando el apoyo campesino a cambio de promesas de reforma agraria. Conquistado el
territorio por Garibaldi, acuerda entregarlos a Víctor Manuel II que, plebiscito mediante, se
transforma en el primer rey de Italia unificada, en 1861. A partir de allí, solo quedaba
trasladar la capital a Roma, lo que implicaba solucionar la cuestión del papado, defendido por
Napoleón III. Su caída en la guerra franco-prusiana eliminó el obstáculo, produciéndose la
anexión de los territorios pontificios en 1871.
La unificación italiana, entonces, tiene condimentos de epopeya popular, con muchos
episodios dignos de la literatura épica y heroica. Tiene también sus héroes populares y
personajes de gran carisma, verdaderas leyendas que entroncan con la lucha por la
independencia y la libertad, como Giusseppe Garibaldi. Está todo dado para que la música
refleje y estimule, reciba y se convierta en vector, de los sentimientos nacionalistas.