Está en la página 1de 4

La música del nacionalismo y la crisis de la fraternidad

Planteo del problema


La revolución burguesa genera una promesa, sintetizada en el grito de guerra de la
Francia de 1789, libertad, igualdad, fraternidad. La nueva sociedad ofrecería al mundo todo
aquello que negaba el orden feudal: una sociedad de personas libres de toda sujeción
personal, que se relacionarían entre sí como iguales y se tratarían como hermanos. Derechos
civiles, democracia, igualdad ante la ley, la paz entre naciones, son algunas de las grandes
ilusiones que inauguran la nueva época. Un mundo abierto, donde el libre comercio
garantizaría el desarrollo general, es también un mundo donde el protagonista es el
ciudadano. La “patria” de la Marsellesa, es la humanidad. No hay lugar aquí para el
nacionalismo, la revolución “francesa” es universal.
La nueva sociedad, sin embargo, no responde a las promesas hechas. El capitalismo,
en lugar de igualdad, promueve la diferenciación en clases; en vez de libertad real, libertad de
comercio; en donde debería estar la fraternidad, hay guerra, entre fracciones burguesas y
entre clases. Esta realidad, por debajo de la superficie formal, va a impulsar nuevas
ideologías, para justificar la no correspondencia entre discurso y realidad. Una de ellas es el
nacionalismo. El nacionalismo reduce el universalismo a una realidad más acotada: los libres,
iguales y fraternos son aquellos que tienen la característica de “pertenecer” a un Estado y a
una nación. Esto produce una primera ruptura del universalismo: nosotros vs ellos.
Sin embargo, dentro de esas “universalidades acotadas” que son las naciones, surgen
nuevas rupturas, ligadas a la fractura de clases. Ahora, los iguales no son tan iguales. De allí,
ese “nosotros” que es la nación se ve obligado a definirse dentro de un “nosotros” más
acotado. La nación no es solo la diferencia entre “nosotros” y “ellos”, sino que hay algunos
“nosotros” más verdadero, más representativo que otros. La disputa se vuelve interna y el
nacionalismo se vuelve un campo de lucha entre diferentes versiones de ese nosotros. Se
desarrollan así variantes de nacionalismo más “inclusivos” o menos.
Eventualmente, de alguno de esos nosotros surge un nuevo internacionalismo, un
nuevo universalismo, ahora apoyado en otra clase social, tal cual se evidencia en la
emergencia del socialismo y las expresiones culturales que lo acompañan. La historia del
nacionalismo es, entonces, la de una experiencia cultural multifacética marcada por la
evolución de la sociedad capitalista y la lucha de clases. La música, como un componente
más del campo cultural, no solo no puede evitar ser impactada por este movimiento general,
sino que participa activamente de su dinámica. La historia del nacionalismo musical lo refleja
cabalmente.

La nación universal
La revolución “francesa” no fue vivida como “francesa”. Fue vivida como universal.
Su principal documento no es la “constitución de los franceses” sino la Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano. En guerra con el mundo feudal, atacada por todas las
fronteras, la revolución se piensa (y es recibida en todas partes por los opositores a ese
mundo feudal) como un acto general de liberación. Como dice Eric Hobsbawn:
“De todas las revoluciones contemporáneas, la francesa fue la única ecuménica. Sus ejércitos
se pusieron en marcha para revolucionar al mundo, y sus ideas lo lograron. (…) La influencia
indirecta de la Revolución francesa es universal, pues proporcionó el patrón para todos los
movimientos revolucionarios subsiguientes, y sus lecciones (…) fueron incorporadas en el
moderno socialismo y comunismo.”1
Ese internacionalismo universalista transformó a la Marsellesa en un himno mundial.
De hecho, fue el himno de la clase obrera y el movimiento socialista hasta que la
Internacional vino a reemplazarlo. La “patrie” es la patria del ciudadano, del luchador contra
la opresión en general, los “franceses” son los que luchan contra la tiranía:

Marchemos, hijos de la Patria,


¡ha llegado el día de gloria!
Contra nosotros, de la tiranía,
El sangriento estandarte se alza. (bis)

¿Oís en los campos el bramido


de aquellos feroces soldados?
¡Vienen hasta vuestros mismos brazos
a degollar a vuestros hijos y esposas!

¡A las armas, ciudadanos!


¡Formad vuestros batallones!
¡Marchemos, marchemos!
¡Que la sangre de los impuros riegue nuestros campos!

¿Qué pretende esa horda de esclavos,


de traidores, de reyes conjurados?
¿Para quién esas viles cadenas,
esos grilletes de hace tiempo preparados? (bis)

Para nosotros, franceses, ¡ah, qué ultraje!


¡Qué emociones debe suscitar!
¡A nosotros osan intentar
reducirnos a la antigua servidumbre!

Por eso, la lucha entre la clase dominante, los señores feudales, y la clase emergente,
la burguesía, asume la forma de combate entre tiranía y libertad, los tiranos vs la humanidad:
“En un sentido amplio, puede decirse que, virtualmente, cualquier persona de talento,
educación e ilustración simpatizaba con la revolución, en todo caso hasta el advenimiento de
la dictadura jacobina, y con frecuencia hasta mucho después. (¿No revocó Beethoven la
dedicatoria en la Sinfonía Heroica a Napoleón cuando éste se proclamó emperador?) La lista
de genios o talentos europeos que en un principio simpatizaron con la revolución, sólo puede
compararse con la parecida y casi universal simpatía por la República española en los años
treinta.”2

El nacionalismo
1
Hobsbawn, Eric: Las revoluciones burguesas, Labor, Barcelona, 1984, p. 106.
2
Ibid., p. 147.
El nacionalismo se va desarrollando en cada país de una manera diferente según una
cantidad de factores. Allí donde la construcción de la nación continuaba las líneas de la lucha
de la revolución francesa, una burguesía emergente contra fuerzas feudales en un contexto de
debilidad de la clase obrera, esa batalla asumía una forma popular. Es el caso del
Risorgimento italiano. Allí donde a una escasa cohesión cultural se suma la expansión de una
clase obrera poderosa, el nacionalismo asumirá formas místicas y autoritarias, como en
Alemania.
En efecto, Italia tiene una historia común a la que acudir y no tiene un proletariado fuerte,
como Alemania. La ópera verdiana puede convocar a todo el mundo porque no teme a la
movilización de las masas. En cambio, en Alemania, para la época en la que se desarrolla el
nacionalismo, que es la época de Wagner, el proletariado tiene un desarrollo muy grande. El
nacionalismo alemán toma un cariz oscuro y represivo, que hurga en un pasado lejano, en una
mitología que le dé un sentido a la nación y su unidad. En todos estos procesos, sobre todo el
último, vemos como la fraternidad, que es planteada en la revolución francesa como
universal, deja de serlo, a raíz de la necesidad de cada burguesía de enfrentarse con las otras
por el reparto del mercado mundial. El nacionalismo es la expresión de este enfrentamiento y
la fraternidad se acota solo a quienes pertenecen a una misma nación.
En el caso de otros países, en particular, los llamados “periféricos”, como el argentino
o el brasileño, se produce una puja por el contenido del nacionalismo, entre uno burgués, que
precisa crear e inculcar una identidad nacional a una clase obrera inmigrante, y otro, que
surgiría luego, como un programa que pretende otorgar a la clase obrera un rol central, en una
alianza de clases, para completar una independencia nacional que ha quedado incompleta.
Aquí el nacionalismo es un contenido en disputa, en la disputa contra otras experiencias
nacionales y en disputa entre clases sociales. Mucho más fuertemente que en los casos
anteriores, la búsqueda de la “diferencia específica”, es decir, aquello que caracteriza “lo
argentino” (o “lo brasileño” o “lo mexicano”).
Se puede señalar, por último, que los límites del nacionalismo como ideología gestan
un nuevo internacionalismo, ahora construido en una nueva oposición de clases, entre
burguesía y proletariado. Ahora la tierra es “la patria de la humanidad”, la fraternidad vuelve,
como en aquellos ideales de la revolución francesa, a ser universal pero esta vez de la mano
de la clase obrera.
El problema de la nación italiana es el de una continuidad simbólico cultural que
necesitaba de la unificación política territorial. La nación italiana se concibe como renacer del
Imperio romano, sobre la base de la continuidad de la cultura latina. Es una expresión
ideológica: entre Italia moderna y el Imperio romano no hay nada en común. Su vínculo es
puramente simbólico. Socialmente se trata de dos sociedades completamente distintas,
separadas, a mil años de distancia, por otra, el feudalismo. La emergencia de la burguesía
italiana supone su consolidación por medio de la creación de un Estado que unifique el
territorio y cree la nación.
Los orígenes más lejanos de este proceso se hunden en la invasión napoleónica, que
generó mucho resentimiento en el territorio del que iba a surgir Italia. Ese sentimiento se
extendió y consolidó con la posterior ocupación austríaca. Recordemos que el Imperio
Austro-Húngaro era, en ese momento, el bastión de la reacción monárquica-feudal, junto con
Rusia. Se repite aquí la oposición capitalismo-feudalismo, al que se suma la oposición
nacional-extranjero.
Recordemos que el proceso de unificación italiana tiene su asiento en la disputa entre
diversos proto-estados el Reino Lombardo-Véneto (bajo control austríaco); los Estados
Pontificios (uno de los principales escollos a superar); y el Reino de Piamonte-Cerdeña (el
núcleo burgués de la unificación). Las tareas son, entonces, expulsar a los austríacos, someter
al papado y sumar al Reino de las Dos Sicilias, un estado independiente dominado por la
rama española de los borbones.
La expulsión de los austríacos se produce con la guerra independentista de 1848, que,
aunque fracasó, sirvió para forjar una alianza con Francia que sería clave en la expulsión
definitiva de los austríacos. En dicha alianza jugaría un papel central un personaje, Camilo
Benso conde de Cavour, que sería crucial para esta historia. Luego, varias insurrecciones
populares fracasadas ayudan, sin embargo, al reino de Piamonte a ir estableciendo una
situación propicia, y, sobre todo, a darle una ideología potente, sobre todo a partir de la
intervención de Giuseppe Mazzini, el padre intelectual de la unidad italiana. Mazzini es el
fundador de una organización, la Joven Italia, de la cual saldrán muchos elementos
nacionalistas populares, como Garibaldi, que actuará más adelante en el Mezzogiorno.
Precisamente aquí, en el sur de Italia es donde la construcción nacional asume la forma de
epopeya, en tanto un héroe popular, como Garibaldi, invade el territorio con sus Camisas
rojas, sumando el apoyo campesino a cambio de promesas de reforma agraria. Conquistado el
territorio por Garibaldi, acuerda entregarlos a Víctor Manuel II que, plebiscito mediante, se
transforma en el primer rey de Italia unificada, en 1861. A partir de allí, solo quedaba
trasladar la capital a Roma, lo que implicaba solucionar la cuestión del papado, defendido por
Napoleón III. Su caída en la guerra franco-prusiana eliminó el obstáculo, produciéndose la
anexión de los territorios pontificios en 1871.
La unificación italiana, entonces, tiene condimentos de epopeya popular, con muchos
episodios dignos de la literatura épica y heroica. Tiene también sus héroes populares y
personajes de gran carisma, verdaderas leyendas que entroncan con la lucha por la
independencia y la libertad, como Giusseppe Garibaldi. Está todo dado para que la música
refleje y estimule, reciba y se convierta en vector, de los sentimientos nacionalistas.

También podría gustarte