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Mario Oporto

De Moreno
a Perón

Pensamiento
argentino de la
unidad
latinoamericana

Planeta
PRIMERA PARTE

INDEPENDENCIA Y UNIDAD
LATINOAMERICANA EN EL SIGLO XIX
1

DESDE DÓNDE MIRAMOS


NUESTRA HISTORIA

Cuando se dan a conocer los hechos de la Historia, lo que tam- bién


se está enseñando es qué visión de la realidad histórica se tiene. Así
se construyen el imaginario y la identidad colectivos. En nuestro
caso, por ejemplo, España fue vinculada al atraso o a la restauración,
e Inglaterra, al progreso. Son tensiones que generaron antinomias y
guerras de sentido: civilización o barba- rie, democracia o
autoritarismo, industrialismo o proyecto agro-ganadero exportador o
agro minero exportador. Son tensiones constantes, a la vez históricas
y actuales. De modo que habría que~ mirar a América Latina desde
un punto de vista que nos revele la lucha que han tenido los pueblos
por su soberanía, una lucha que se enfrenta a los proyectos
oligárquicos vinculados al modelo agro minero exportador que hizo
que en el continente crecieran algunas regiones mientras otras se
sumergían en el atraso.
Aquí aparece la cuestión cultural que vincula la discusión
entre modernidad o atraso que, a su vez, interroga acerca de si
los sectores que se vinculan con el mercado mundial son los que
deben llevar realmente la civilización a los lugares atrasa- dos o
«bárbaros». Se trataría de una reactualización del tópico
«civilización o barbarie», presentado desde una perspectiva eco-
nómica. Es decir,Jía vieja disputa política que inmortalizó Sar-
miento, traducida a la teoría económica conocida vulgarmente
como «teoría del derrame», cuya realidad sería la de que los

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imperios vengan aquí, nos hagan crecer y nos modernicen, sin
que exista ninguna posibilidad de resistencia o reserva respecto
de sus fórmulas^
Estas experiencias políticas están relacionadas directamente
con la interpretación de la modernidad. Podríamos mirar la mo-
dernidad desde la visión de los pueblos dependientes, desde el
punto de vista de lo que en algún momento de la historiografía
latinoamericana se llamó «visión de los vencidos». De lo contra-
rio, veríamos solamente la evolución o el desarrollo histórico a
partir de la óptica de los pueblos triunfantes.
La modernidad tiene, por supuesto, dos caras: la del progre- so
y la del atraso.;La combinación de ambas forma su realidad. No es
que los sectores que han quedado en el atraso se hayan negado a
modernizarse o a civilizarse. Es bueno recordar que la modernidad,
nacida a fines del siglo xix, en la época de la creación de los
estados nacionales y del imperialismo moderno, se hizo a costa de
la destrucción de las culturas autóctonas lati- noamericanas y de la
sustracción de las riquezas de Africa y Asia.
Africa, Asia, América Latina —esa otra cara de la moderni-
dad— fueron sometidas a la servidumbre y la esclavitud, y
sirvie- ron como modelos de desarrollo basados en la
destrucción de su materia prima o en la explotación de su mano
de obra. Como sostiene Alcira Argumedo, la constitución de la
historia como historia universal a partir del siglo xvi y el ingreso
desgarrante de las sociedades americanas a la modernidad
conformarían a lo largo de los tres primeros siglos un mapa
sociocultural con características inéditas en la historia humana.
Aquí se presenta una cuestión clave del imperialismo: el
bienestar de los obreros en los países desarrollados, algo que
produce nuevas miradas frente a lo que parecía la inevitable
explosión social que Europa iba a vivir, según la visión de Marx,
como producto del desarrollo capitalista. Podría decirse que,
aparte de exportar bienes, productos, capitales e ideología, los
países desarrollados exportaron también las Contradicciones

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inherentes a sus sistemas de producción. Europa tuvo guerras
nacionales intercapitalistas que dieron por tierra con la idea de la
unidad del proletariado, y muchos de los obreros que partici-
paron de las revueltas sociales europeas defendieron, por otro
lado, las políticas coloniales (por ejemplo, la de Francia en Ar-
gelia) . De modo que en Europa hubo revolucionarios naciona-
listas y, en tanto nacionalistas, pro imperialistas. En este marco
de análisis, deberíamos mirar la historia de América Latina al
revés: si en los libros de historia española Cancha Rayada es un
triunfo y Ayacucho una derrota, para nosotros es exactamente lo
contrario.
Podríamos decir que el pensamiento liberal democrático ha
dado las mejores páginas sobre libertad y democracia del pensa-
miento universal y, además, ha generado modelos muy imitados
como la Constitución de los Estados Unidos, la Declaración de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano, las luchas por la
libertad y la igualdad que libró Europa —fundamentalmente a
través de Francia— y por la libertad económica y contra el
monopolio y el absolutismo que se libraron en Inglaterra. Pero es
un hecho que muchos de los países que hoy siguen siendo
garantes de la libertad y de la democracia —y del modelo capi-
talista liberal—, que fueron los bastiones del antitotalitarismo,
del antifascismo y del antinazismo, y que aportaron, por otra
parte, la inteligencia y la sensibilidad de sus grandes pensadores,
también representan la esclavitud y el racismo que, en el caso de
Estados Unidos, duró varias generaciones. Lo mismo podemos
referir de Francia, que junto a Inglaterra signó la historia de
Indochina, Indonesia y África.
Como contrapartida, es muy curioso que todo intento na-
cional y popular acaecido en América Latina haya sido tildado
de fascismo. Es un error conceptual que se ha vuelto lugar co-
mún. El fascismo es producto de un estado militarizado, racista,
expansionista, hijo del capitalismo y del liberalismo, y no del
nacionalismo defensivo de los países dependientes.

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Debemos recordar que el fascismo, el nazismo y el franquismo
son europeos y que la discriminación racial es europea y nor-
teamericana. A medida que la pobreza de los continentes no
centrales —o mal llamados periféricos— sea cada vez mayor, va a
seguir generándose uno de los fenómenos mundiales más impor-
tantes de la discriminación actual: el causado por la inmigración.
En este sentido, habría que ver las migraciones como un
movimiento de pobreza que va a acentuar el racismo, el pre-
juicio y el nacionalismo defensivo de los países desarrollados
que, en este caso, no va a ser un nacionalismo democrático sino
excluyeme. Las migraciones son hoy uno de los temas más
destacados de la agenda mundial, y producen una paradoja: la
ideología que pregona en el mundo la libre circulación de
capitales, mercaderías, patentes y bienes no permite la libre
circulación de personas.
Y hay, además, otra paradoja. Uno de los principales ar-
gumentos que el mundo «occidental y cristiano» le opuso al
mundo «totalitario, ateo y marxista» era el de la libertad. La
libertad suprema era la libertad de circulación. De modo que,
mientras en el «mundo libre» las personas circulaban sin trabas,
no podían hacerlo detrás de la cortina de hierro. Pero cuando se
deshizo el muro de Berlín, tampoco podían hacerlo; y no porque
no los dejaban salir, sino porque del lado occidental no les
permitían entrar: los expulsaban y les ponían restriccio- nes que
les impedían circular libremente. Para profundizar la paradoja,
podemos decir que no hubo nada más europeo que el marxismo
y nada más oriental que el cristianismo, pero se intercambiaron
los modelos.
Una inquietud que siempre aparece cuando hablamos de
estas cosas está dada por nuestra curiosidad acerca de cómo se
escribió la Historia, cómo se construye esa escritura y cómo
construye la Historia la categoría de Nación en nuestros países.
En general, las corrientes historiográficas en la Argentina se
clasifican de manera amplia: la de los liberales, los revisionistas,

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los marxistas. Podríamos agregar también a los historiadores
formados en las ciencias sociales. Todos ellos, al abordar la His-
toria, parten de una definición de Nación y, en segundo lugar, de
una toma de posición sobre cuándo comenzó la Nación. Hay
quienes sostienen que la Nación comenzó antes de la llegada de
los españoles. Otros dicen que la Nación es hispana, y que por lo
tanto nació con la llegada de los españoles; o que nació antes de
la llegada de los españoles pero no en América, sino en Es-
paña, y que ahí hay que buscar las raíces nacionales. Y no faltan
aquellos que identifican Nación con la Independencia y por lo
tanto la sitúan en 1810 o en 1816; si es que no afirman —otros
más— que la Nación nace como estado nacional burgués a fines
del siglo xix. Y cabe resaltar que, de cada idea de nación, surge
un concepto diferente de unidad.

Una pregunta que circuló siempre es: ¿quién es el sujeto de la


Historia? ¿Es el individuo o es la sociedad? Este es un interro-
gante de tipo social que ha estado presente a lo largo de toda la
historia argentina, del mismo modo que el tema de lo nacional se
ha hecho visible al pensar la historia latinoamericana en su
conjunto.
Sobre esta discusión, podemos pensar algunas cuestiones.
Por ejemplo, que si el pueblo es el sujeto de la Historia, lo es
construyéndose dentro del campo popular, desde el pluralismo, y
apuntando a los problemas nacionales y continentales. Es una
posición contraria a la idea de que la historia es el producto de la
acción de algunos ciudadanos virtuosos que realizan pactos
democráticos para lograr el bienestar general.
Como el pasado sirve para interpretar el presente —y a veces
también el presente sirve para comprender el pasado—, deberíamos
comenzar haciendo hincapié en la lectura de los documentos y
proclamas de Mariano Moreno: Disertación ju - rídica: sobre el
servicio personal de los indios en general y sobre el

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particular de yanaconas y mitaxios, que enfoca la servidumbre
indígena, y lo social y lo nacional como asuntos comunes. Nos
encontramos así con la discusión de los países de América La-
tina acerca de si lo prioritario es la lucha de clases o la inde-
pendencia nacional. De ahí surge otra cuestión importante: ¿la
independencia nacional debe correr por cuenta de una sola clase
o de muchas?
Alcira Argumedo afirma que en el modelo clásico marxista de
la lucha de clases —en el Manifiesto Comunista Marx dice que la
historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases, y habla
de amos y esclavos, señores y siervos—, aun en esa lucha de
clases, lo que hay es lucha entre sociedades. Porque el esclavo era
un esclavo prisionero de guerra —nadie esclavizaba a los propios
miembros de la comunidad—, mientras que los señores feudales
nacen como producto de las invasiones bárbaras y del
enfrentamiento entre sociedades. Eso que puede ser una inte-
resante discusión académica se transforma en discusión política
cuando uno plantea cuáles son los sectores que pueden cons- truir
la nación independiente, y cuáles sus prioridades.
Es un asunto vinculado a identificar el motor del desarrollo
histórico lo que ha generado una discusión permanente a lo largo
de la historia del pensamiento político. Y es el eje de este
planteo: la articulación entre lo nacional y lo social como expli-
cación de la historia y como plan de futuro. Porque cuando lee-
mos a Moreno, a Alberdi o a Manuel Ugarte, detrás de cualquier
construcción intelectual o académica que pueda ir surgiendo, el
debate se centra en si vamos a organizar la comunidad tomando
como sujeto histórico al individuo o al pueblo y en si, sea quien
fuere ese sujeto, los intereses del individuo están por encima de
los intereses del conjunto, o a la inversa.
El problema que hay que resolver es cómo encontramos un
equilibrio —una de las constantes del pensamiento de Perón—
entre los intereses individuales y los intereses de la comunidad.
La frase tan difundida —«nadie se realiza en una comunidad

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que no se realiza»— expresa con claridad que el bienestar de
una sociedad no es la suma de los éxitos individuales. Perón lo
sabía y se enfrentaba, en ese sentido, al pensamiento liberal. Por
eso la articulación entre lo nacional y lo social, y la discusión
filosófica sobre el papel del hombre en la historia —y del hom-
bre como construcción colectiva en la historia— es algo sobre lo
que se debe volver.
No deberíamos creer que solo se puede hacer política des- de
el pragmatismo, sin un modelo teórico en el cual nutrirse y al
cual sostener como ideal. Sabemos que en ciertos sectores del
movimiento nacional argentino muchas veces se elogió el
pragmatismo a partir de la desconfianza o el desprecio por el
debate teórico, como si se tratara de cuestiones meramente in-
telectuales. Aunque parezca increíble, eso fue sostenido por
algunos miembros del movimiento que fue fundado por uno de
los mayores teóricos de las ciencias políticas de la Argentina:
Juan Domingo Perón. Pocos teóricos de la política escribieron
tanto como él, quien, al introducir conceptos, teorías y catego-
rías de pensamiento, hizo un considerable aporte a las ciencias
políticas.
Es oportuno que sepamos qué discusión recorre hoy por
dentro el movimiento nacional. Deberíamos descubrir cuál es la
contradicción que ofrece nuestra actualidad, porque tal vez hoy
esa tensión no esté dada entre democracia o autoritarismo, o
entre personalismo y antipersonalismo. Las discusiones del
presente son otras. Uno de los temas destacados de esas tensio-
nes internas consiste en saber si el peronismo dejará de ser un
movimiento nacional para ser un partido del régimen. Recorde-
mos que el menemismo, entre otras cosas, quiso transformar al
justicialismo en el «Partido Republicano», digamos tatcheriano,
ya que intentó hacer del Partido Justicialista el partido de la
derecha argentina. Por lo tanto, allí no existía la tensión entre
autoritarismo y democracia, sino entre partido conservador y
movimiento social de liberación.
En este sentido, los peronistas debemos ser honrados al pen-
sar la Historia, porque en general todos los peronistas coincidi-
mos en sostener que entre 1945 y 1955 hubo un buen gobierno.
Sin embargo, si nos detenemos a formular los argumentos de esa
afirmación, tal vez comiencen a surgir las diferencias, que
siempre son bienvenidas si son útiles para plantear de manera
actualizada cuáles son los objetivos de un movimiento popular
que puede dar pasos cualitativos hacia el progreso social de la
Argentina.
Todos los debates revelan básicamente cómo pensamos y
cómo, desde ese punto de vista particular, observamos el pen-
samiento de los demás. Desde esta perspectiva, es que debemos
analizar a Moreno, Castelli, López Jordán, Yrigoyen o Manuel
Ugarte, y tratar de entender cuáles fueron las matrices de pen-
samiento anteriores que hicieron posibles sus ideas.
Una de las inquietudes que nos va a reunir siempre alrede-
dor de las ideas de unidad en América Latina —o del fracaso de
las ideas de unidad en América Latina— es la que nos lleva a
preguntarnos qué ha pasado y qué pasa con las ideologías que
nacen en Europa cuando cruzan el océano y se desarrollan en
este continente. Hay que volver a recordar cómo fue este debate
a lo largo del proceso político argentino que, entre 1810 y 1820,
determina el recorrido que va desde la Junta al Directorio. Lo
que se discutió en ese período, después de resolver el dilema
entre república o monarquía, fue si la república iba a ser unita-
ria o federal y cómo se organizaría este país y este Estado.
La década del veinte es una década unitaria. No toda, pero sí
en gran parte. Es el momento del proyecto rivadaviano. Lue- go,
y hasta mediados de siglo, se desarrolla el proyecto federal
rosista; un proyecto singular, porque es federal pero también es
bonaerense y, además, porque representa un sector socialmente
dinámico pero conservador. Luego, como sabemos, a partir de la
Constitución de 1853, empieza una estabilidad institucional que
se extenderá hasta 1930.

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Siempre se ha discutido acerca de cuánto hay de nacional en
el pensamiento de algunos intelectuales argentinos que no
asumieron posturas políticas explícitamente nacionales. Habría
que rescatar cuáles son esas corrientes de pensamiento, en apa-
riencia liberales, que también de un tnodo incidental han pro-
ducido lo que llamamos «pensamiento nacional», y profundizar,
por ejemplo, sobre el aparato ideológico del rosismo, porque
también los caudillos tenían contradicciones.
A veces se tiende a simplificar la Historia y trazar líneas de
sentido a partir de determinadas asociaciones. Entonces apare-
ce, por ejemplo, la línea San Martín-Rosas-Perón, o Mayo-Ca-
seros. Pero debemos tener claro que estas líneas solo cumplen
una función ordenadora y que, cuando uno profundiza en ellas, el
orden sólo es aparente, funcional. Por ejemplo, podemos tomar
como línea ordenadora el bloque de los caudillos, pero hay que
profundizar en ella y revisar cuáles eran sus dudas, sus
enfrentamientos, sus visiones del país. Y, en este caso, también
deberíamos tener en cuenta la tensión primaria entre el interior y
los intereses de Buenos Aires, algo que seguramente condicio-
na las contradicciones secundarías del caudillismo.
Reconstruir la identidad argentina implica leer, desde otro
punto de vista y desde otro ángulo, a aquellos autores que fue-
ron considerados «antinacionales». No para sostener por co-
modidad que todos los proceres o todos los pensadores valen lo
mismo, sino para buscar en otras corrientes de pensamiento
hechos positivos. Pero hay que aclarar que, si bien el trabajo cul-
tural de los pensadores nacionales y del revisionismo histórico,
político y sociológico tuvo como objeto desmontar el aparato
cultural de la oligarquía y establecer una resignificación frontal
de sus héroes históricos, también intentó desmontar —como
parte de ese aparato cultural de la oligarquía— el papel de
algunos sectores de la izquierda.
Se escribieron libros muy contundentes contra el papel de la
izquierda, en los que se ofrecen también nuevos y variados

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conceptos: la izquierda «cipaya», la izquierda «liberal», la iz-
quierda «portuaria», la izquierda «mitrista», la izquierda «anti-
nacional». Casi todas las obras importantes de esa época —las de
Jauretche, Hernández Arregui, Jorge Abelardo Ramos y Ro-
dolfo Puiggrós— persiguen el objetivo de desmontar el papel que
tuvo la izquierda. Ese hecho, totalmente necesario para la época,
tal vez nos impidió después releer y rescatar a algunos hombres
que, desde el marxismo, el troskismo, el anarquismo y la lectura
de Gramsci, hicieron aportes muy interesantes al pensamiento
argentino. Y lo mismo ocurre con el nacionalismo: muchas veces
se considera en un mismo bloque al nacionalismo más
aristocrático, menos democrático o más reaccionario, y a un
nacionalismo representado por autores que también han hecho
aportes sobre América Latina.
El pensamiento argentino sobre América Latina es un dis-
curso del que hay que restituir y actualizar su tradición perdida.
No está de ninguna manera ausente, pero lo encontramos dis-
perso, desconectado entre sus partes vitales, y algo debilitado a
pesar del poder de los textos y los actos políticos que lo han
constituido. Se trata de un trabajo de arqueología y revisionis-
mo, pero sobre todo de un ejercicio de memoria histórica acer-
ca de cómo se imaginó, y aún se imagina, la unión cultural y
política del continente.

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2

LOS NOMBRES
DE LA UNIDAD

Es un hecho comprobado por varias generaciones que los ame-


ricanos no anglosajones, o mejor dicho los americanos «pobres,
dependientes y periféricos», nos llamamos a nosotros mismos
«latinoamericanos». Por lo tanto, hoy sería un error político
cambiar de nombre y de concepto. Decir América Latina, de- cir
Latinoamérica —por más que uno rescata en el nombre histórico
también intereses imperiales— es un hecho asumido. Hemos
elegido el uso popular; y América Latina, Latinoaméri- ca,
siempre tiene aires de la América periférica, de la América
rebelde, de la América antiimperialista, de la América popular.
Entre los nombres vinculados a la unidad está el de «Indoa-
mérica», que se refiere más a la tradición originaria de esta
América indígena, enfrentada a lo que podría considerarse la
invasión española del siglo xvi. También aparecen frecuente-
mente los nombres de «Provincias Unidas del Río de La Plata» y
«Provincias Unidas del Sud». Y en el imaginario de los pue-
blos y de los dirigentes de 1810 existía la percepción del «ser
americano», una idea previa a la construcción de los estados
nacionales.
Al lado de estos nombres también aparecen otros, por ejem-
plo, los de «Federación» y «Confederación». Es muy interesante
rastrear en el pensamiento argentino cómo el federalismo está
unido frecuentemente a la idea de unidad. América del Sud o

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Sudamérica o Estados Unidos de la América del Sur se muestran
como contra cara de aquella unidad que sí lograron en el norte
los americanos anglosajones después, fundamentalmente, de la
Guerra de Secesión. «Unión Sudamericana», «Unión Ame-
ricana» e «Iberoamérica» son otros nombres interesantes, que
hacen a la unidad de dos espacios como son la América portu-
guesa y la América española, que forman Iberia o la península
ibérica en Europa.
Algunos pensadores, como el uruguayo Methol Ferré, plan-
tean desde la unidad iberoamericana que, desde 1580 hasta 1640,
momento clave de la colonización y de las estructuras ins-
titucionales-coloniales, España y Portugal fueron un solo reino y
que, por lo tanto, la unión iberoamericana constituía una uni- dad
natural. Aparece Hispanoamérica, para quienes creen que la
unidad debe darse no como unión con la América portuguesa
sino separado de ella, con los países hispanoparlantes, con la
antigua América española, y hasta sosteniendo una posición de
enfrentamiento con la América portuguesa. Más tarde, los con-
ceptos de «continentalismo», «Tercer Mundo», «no alineados» o
«Mercosur» también generan en el imaginario colectivo y en la
práctica política la idea de unidad.
Pero tal vez la palabra más romántica, el concepto más
criollo y más tradicional, herencia de los libertadores, sea el de
«Patria Grande». Si miramos los documentos básicos de la
conformación de la nacionalidad argentina —Mayo, el Acta de
la Independencia, el Himno Nacional—, en todos aparece la idea
que va desde las Provincias Unidas del Río de La Plata a las
Provincias Unidas del Sur. Ambas podrían identificarse con el
antiguo Virreinato del Río de La Plata o con la unidad de
Sudamérica, hasta llegar a una categoría mayor que es la de los
Estados Unidos de América Latina, desde el Río Grande mexi-
cano hacia abajo. Esa es la idea que recorre permanentemente
todo el continente, y este es el tema que deseamos restituir en el
campo de una discusión actual.

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Algunos han elegido otros nombres, como panamericanis-
mo. Si profundizamos en su concepto, podríamos decir que en
América Latina no ingresa el Canadá francés, que es América y
es latino. El nombre impuesto es el de «América Latina y el
Caribe», porque sí ingresan en el imaginario latinoamericano
países angloparlantes pero pobres, como por ejemplo Jamaica.
Entonces, la designación «América Latina» fue adoptada arbi-
trariamente, aunque el uso frecuente y masivo del nombre la ha
impuesto de manera casi definitiva.
La unidad de hoy no es la que pensaron los revolucionarios
de Mayo, ni los federales del siglo xix, ni los románticos de en-
tre siglos, y probablemente no sea igual a la que tenían como
proyecto los movimientos nacionales posteriores a la Segunda
Guerra Mundial que se dieron en América Latina. Perón decía,
pensando siempre en ese triángulo formado por Chile, Bra- sil y
Argentina, como núcleo de adhesiones posteriores, que «Ni
Argentina, ni Brasil, ni Chile aisladas pueden soñar con la
unidad económica indispensable para enfrentar un destino de
grandeza. Unidas forman, sin embargo, la más formidable uni-
dad a caballo sobre los dos océanos de la civilización moderna».
No hay unidad si no hay independencia nacional y no hay
independencia nacional si no hay justicia social, entendida desde
la liberación de la servidumbre en el siglo xix hasta la cuestión
obrera en el siglo xx. En este marco, en el siglo xxi, el Mercosur
no puede quedar limitado a un mercado común solo vinculado al
intercambio comercial. Además, se necesita construir cierta
pluralidad: hay que analizar todo de nuevo, in- cluir distintas
corrientes de pensamiento, reanudar debates y desechar
prejuicios.
De modo que, por un lado, están los supuestos contenidos de
una unidad imaginada con falsa inocencia, esa unidad en la que
todos pertenecemos a pueblos hermanos y, por el otro, aparece la
idea de la unidad fría, basada en la conveniencia y en el extraño
mandato de que debemos ser solo un mercado

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común. Sin embargo, es mejor pensar en la idea de unidad vin-
culada a un programa que históricamente estuvo relacionado a la
cuestión social y a la modernización. En esa dirección debe- mos
repensar y redefinir un ideario para la unidad de nuestro
continente.

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INDEPENDENCIA
Y UNIDAD

Cuando hablamos de unidad y de autonomía, uno de los temas


que deberíamos revisar es la relación que sostuvimos —y soste-
nemos— con España. ¿Fue la independencia una ruptura con
España o acaso una revolución española en América? Ese es un
tema clave para quienes hablan de hispanidad o para quienes
piensan que la revolución es netamente antiespañola. Las ideas
de ruptura o continuidad con España son puntos clave para
pensar una vez más estas cuestiones.
Hay una línea histórica que sostuvo que la gesta por la in-
dependencia o la Revolución de Mayo fue jacobina —es decir
francesa— pero, a su vez, librecambista —y por lo tanto ingle-
sa—. Y hasta se ha establecido algún tipo de vínculo con los
movimientos ocurridos en Estados Unidos. Pero otra línea, que
se enfrenta a la anterior, plantea que los revolucionarios ameri-
canos eran simplemente revolucionarios españoles en América y
que su liberalismo era mucho más español que inglés o fran- cés.
Este aspecto abre uno de los grandes debates: ¿hispanismo o
antihispanismo? ¿España como continuidad o la España deni-
grada, como antítesis de la Revolución de Mayo? ¿La
Revolución de Mayo fue una ruptura antiespañola o significó la
continuidad de la tradición de España en suelo americano?
Estos interrogantes nos llevan a profundizar aún más y a
intentar visualizar dónde nace la Nación. Por eso, debemos re-

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trotraérnos a las raíces españolas de la Colonia o a las raíces es-
pañolas de la constitución de la Nación española, que construyó
un gran imperio, como en general se inclinó a pensar el nacio-
nalismo católico en la Argentina. ¿Es que la Nación realmente
nace en mayo de 1810 o al conformarse los estados nacionales,
burgueses y capitalistas dependientes de fines del siglo xix? ¿La
Nación es una categoría cultural, económico-social o formal?
Las preguntas se multiplican al llegar a este punto, porque
España forma parte de un gran debate dentro del pensamiento
nacional que establece discusiones en el nacionalismo más de-
mocrático, el nacionalismo más popular, el nacionalismo más
conservador y también el marxismo con visión nacional, y aquel
otro marxismo de visión europeísta.
Luego debemos pensar en nuestra relación con Inglaterra, de
manera que las preguntas continúan. ¿La Revolución de Mayo
fue un producto del pensamiento inglés o de una cons- piración
inglesa? ¿San Martín era en verdad un agente inglés? Estas
cuestiones sirven para entender no solo la unidad, sino también
el descuartizamiento y la balcanización de América Latina.

Pero surge una pregunta que es clave para reflexionar sobre


1810: ¿Inglaterra es la contradicción principal o simplemente
una contradicción secundaria? Para ser más específico: ¿hacía
bien Mariano Moreno al decir, en su Plan de Operaciones, que
ha- bía que acercarse a Inglaterra porque era el enemigo de
nuestro enemigo, aun sabiendo que había que tener cuidado y
distancia sobre lo que Inglaterra representaba en ese momento?
¿O esa es una respuesta conservadora que nos remite
nuevamente a la tradición española? Estas relaciones —con
España e Ingla- terra— van a ir dándole una forma precisa a
América Latina. Recordemos en este sentido que José Gervasio
Artigas sintetiza esta cuestión: pelea contra los españoles, contra
los ingleses y contra Buenos Aires sin incurrir, según su criterio,
en ninguna contradicción.

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Como otro factor de disidencia, tenemos la relación con
Brasil. Las distintas posiciones frente al Mercosur actualizan hoy
este tema. Para algunos es imposible la sociedad con Brasil, por-
que es nuestro rival histórico. Sin embargo, el Mercosur forma
parte de esta tradición que busca la unidad y un desarrollo con-
tinental independiente. Alberto Methol Ferré, que ha pensado
mucho en este tema, ha dicho que Brasil solo no puede generar
la unidad de América del Sur, excepto que lo haga al modo de
un imperio, es decir al modo de un extraño. Pero Argentina sola
tampoco, con lo que la mejor alternativa de la unidad era una
alianza entre ambos.
Si discutimos las relaciones con España e Inglaterra, también
deberíamos discutir la relación con Brasil que, por supuesto, hoy
no es la misma que nos vinculó en el siglo xix. Han pasa- do
muchas cosas en estos últimos doscientos años. Y así como hay
que formularse preguntas respecto de España e Inglaterra,
también las hay para Brasil: ¿es una manifestación de subimpe-
rialismo en el continente? ¿Ha sido un instrumento histórico de
Inglaterra a través de Portugal? ¿Es todavía el país que se
desentendió del Tratado de Alcagovas y de la bula del Papa? ¿Es
el mismo que avanzó sobre el Paraguay? ¿Tenía razón Mariano
Moreno cuando decía que había que mandar agentes a Río
Grande do Sul para que los gaúchos se alzaran contra la monar-
quía portuguesa y formaran parte de las Provincias Unidas del
Río de La Plata?

Otro problema que puede verse a lo largo del pensamiento del


siglo xix y que hace a los temas del presente es el de la cuestión
social y la cuestión nacional. No hay cuestión nacional sin cues-
tión social, y no se resuelven los temas sociales si no se resuelve
la independencia del continente, que no es solo producto de las
relaciones de clase internas, sino también de las relaciones entre
países explotados y el imperialismo.

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Toda posibilidad de desarrollo autónomo de América Latina
depende de cómo se resuelve la cuestión del nacionalismo, y de
diferenciar entre ser nacionalista en un país desarrollado e
imperial y ser nacionalista en un país dependiente. Ser nacio-
nalista en Estados Unidos es estar a favor de la política inter-
vencionista y ser nacionalista en América Latina es defender el
principio más importante de la soberanía: la autodeterminación
de los pueblos.

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4
FEDERALISMO
Y UNIDAD

La discusión entre federalismo y unitarismo en la Argentina es


la discusión entre Buenos Aires y el interior y, en el fondo, la
discusión de la relación de esta tierra con el resto de América
Latina.
Del planteo de Artigas, que sostuvo la unidad desde un fede-
ralismo democrático y popular, surgen dos preguntas asociadas.
La primera es si se podía luchar por la unidad americana sin ser
federal, y la segunda interroga si ya en la era pos-revolucionaria,
en medio de las guerras civiles, se podía mantener la unidad sin
tener un gobierno fuerte. Esa era la gran disyuntiva para los
principales decisores políticos de la primera mitad del siglo
xix. Los que tuvieron pensamiento estratégico como San Mar-
tín, o como Belgrano, plantearon la independencia y la unidad a
partir de cualquier forma de gobierno, es decir la que fuese más
apta.
Hay una combinación permanente entre el pensamiento de
unidad sudamericana y la resolución de problemas concretos en
el curso de la construcción de la Nación. Por eso es tan impor-
tante la discusión acerca de cómo fue construida históricamente
la idea de Nación. No solamente la discusión que nos acercaría a
la construcción conceptual de la palabra nación, sino aquella otra
que nos recuerde dónde se ubican las distintas corrientes de la
historia respecto del nacimiento de la Nación. Como tema de
actualidad, esto nos lleva a pensar cómo unir municipalismo,

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federalismo y continentalismo, y a preguntarnos si el problema
del municipalismo no está vinculado estrechamente a la discu-
sión del federalismo en la Argentina, y si, a la vez, la discusión
del federalismo no está ligada a la unidad continental.
Aquí deberíamos separar municipalismo de vecinalismo, ver
el municipalismo como parte de un proyecto general, federal,
amplio; y el vecinalismo como el aislamiento de lo local frente a
la problemática nacional y continental. Es importante discutir
esta cuestión por dos motivos. El primero, histórico, está ligado
a la revolución de la independencia, que es originaria de todo
nuestro pensamiento posterior y tiene como base los cabildos y
los movimientos locales con proyección americana en un mo-
mento en el que no estaba muy claro cuáles iban a ser los límites
de la Nación.
El otro motivo, más actual, tiene que ver con el modelo de
los años noventa del siglo xx que, como sabemos, enfrentó las
categorías globalización y localismo —y sus realidades—. Se
tra- tó de un paradigma muy claro, que consistía en diluir la
identi- dad nacional en la globalización. El mayor éxito que
podía tener ese modelo era el que se espera de una semicolonia
próspera o semipróspera, como ocurre siempre en las
semicolonias o en las colonias de acuerdo con cuál es la región
que pueda in- sertarse en las necesidades del mercado mundial.
Ese modelo de la globalización sin identidad nacional anunciaba
el fin de la historia y de las ideologías, pero la contraparte de eso
era el encierro localista, la identidad vecinal, que podía ser un
lugar de resistencia o complementación. En el medio quedaba el
va- cío de la Nación y la desaparición de los proyectos
nacionales y continentales.
Existe la posibilidad de otro camino que incluye el desarro-
llo local en un planteo federal y el planteo federal en un marco
continental. Es un recorrido sugerido desde la tradición de un
pensamiento pluralista, nacional y popular, que defiende un
pluralismo antisectario que, en estos doscientos años de vida

38
independiente, ha sido tan intenso que no podía —y no pudo—
agotarse en un sector o en una clase. Esa tradición de pensa-
miento nacional implica la concreción de un amplio frente que
pueda llevar adelante políticas que representen los intereses de
más de una clase y de más de un sector. Se trata de una tradición
que incluye varios modos de pensamiento y distintos caminos de
construcción política, tratando de responder cómo puede
construirse el pluralismo en un frente nacional, popular y so-
cial, y recordando y analizando cómo se intentó encontrar a lo
largo de la historia ciertos puntos de construcción conjunta que
pudieran contrarrestar otra tradición nacional: la de la ruptura
permanente.
No es casualidad que el sueño de la unidad americana haya
estado siempre presente en los sectores populares, federales,
industrialistas, aquellos que quieren un desarrollo autónomo y
creen en la soberanía popular. En cambio, los sectores vincula-
dos a los intereses minoritarios siempre soñaron con una uni-
dad de mercado, es decir una unidad parcializada que beneficie
solo a los productos que ese mercado ambiciona. Entonces fue-
ron secesionistas, unitarios o dictatoriales con el fin de imponer
un modelo que beneficiara a una minoría. Pero estos sectores no
fueron separatistas solo en relación a América Latina, sino
incluso a costa del resquebrajamiento de la nacionalidad sur-
gida luego de la guerra de Independencia. Ese separatismo, que
en la historia argentina tuvo su momento culminante en la
autoexclusión de Buenos Aires de la Confederación Argentina,
estuvo también vigente, por ejemplo, en los deseos de escisión
de los Estados ricos de Bolivia.
En virtud de estos asuntos, se debería abordar en profundi-
dad la construcción del capitalismo en América Latina, sobre el
que han girado siempre las discusiones del campo nacional y
popular. Todavía hoy nos preguntamos si España trajo a Améri-
ca feudalismo o capitalismo. Es una discusión política, no una
discusión académica. Muchos autores que han observado este

39
fenómeno no dudan en afirmar que la construcción de la uni-
dad y el desarrollo autónomo están vinculados a la disposición
del capitalismo en América Latina, y que por lo tanto el traspaso
en la segunda mitad del siglo xix hacia un capitalismo depen-
diente desmembró la unidad, frustró el desarrollo autónomo,
valoró el monocultivo y potenció algunas regiones en desmedro
de otras, elementos constitutivos de lo que llamamos el desarro-
llo desigual y combinado.

40
5
REVOLUCIÓN, GUERRA
Y UNIDAD

A modo de repaso, y casi como recuerdo escolar, podemos decir


que en los inicios de la Revolución de Mayo se da el debate entre
morenismo y saavedrismo, durante los años que van de la Prime- ra
Junta al colegiado más amplio de la Junta Grande. Se trata de una
estructura que se va a ir concentrando en el transcurso de la década,
primero en un Triunvirato y después en un Directorio, de manera
tal que se va cerrando hacia un mandato unipersonal debi- do a que
la idea de monarquía también estaba vinculada al orden.
Aquí surgen algunos interrogantes acerca del valor que se le
ha dado al orden en la guerra de Independencia. En Revolución y
guerra, Tulio Halperín Donghi plantea que ambos son procesos
simultáneos. Se debe admitir que la idea edulcorada de la Revo-
lución de Mayo donde todos eran educados y el pueblo quería
saber «de qué se trata» —un cliché aprendido incluso en los pri-
meros niveles escolares—, forma parte de una mitología que no
le hace honor a la Historia. La Argentina nació violentamente, y
las guerras se prolongaron como guerras por la emancipación y
como guerras civiles o interestatales hasta casi finales del siglo
xix. Paralelamente, hubo intentos de organización. Durante la
década del diez —de la Primerajunta al Directorio— hubo dos
asambleas que intentaron organizar el territorio: la Asamblea del
año 1813 y el Congreso de 1816, que dicta la independencia y
sanciona una constitución en 1819, que luego se frustró.

41
En 1824 se organizó otro congreso, que dictó una constitu-
ción frustrada en 1826. Estas tres instancias respondieron a un
claro intento de organización que se dio entre 1821 y 1829, un
período que a modo de síntesis máxima podemos considerar
dentro del proyecto unitario, rivadaviano o antiamericano. Co-
incide con el momento en que se realiza la campaña libertadora
y de emancipación. Luego tenemos, hasta los años cincuenta del
siglo xix, el proyecto federal. Primero con Dorrego, frustrado
rápidamente —Dorrego era bonaerense, nacional, americano,
federal, popular, y democrático: su destino era el fusilamien-
to—; y después con el rosismo.
A partir de la caída de Rosas y de la constitución de 1853 —
y fundamentalmente a partir de Pavón—, surge la hegemo- nía
mitrista, que produjo contradicciones con sus aliados del interior
como Sarmiento, Avellaneda y Roca. El mitrismo no pensaba en
la unidad latinoamericana, más bien pensaba en la República del
Plata, o sea en separar la provincia de Buenos Aires del resto del
país.
La organización nacional no debería ser pensada solamente
como una forma de gobierno. También habría que pensarla en
relación a la propiedad de la tierra, las rentas de la aduana y la
conformación del federalismo, porque el federalismo —aún
hoy— es una discusión política pero también una discusión de
rentas, y coparticipación.
¿Qué se discute en las guerras civiles? Se discute si la sobe-
ranía reside en las provincias o en el Estado nacional —si es el
Estado nacional el que otorga soberanía a las provincias o son
las provincias las que le otorgan soberanía al Estado nacional—;
y también se discute a quiénes pertenece la renta aduanera. En la
provincia de Buenos Aires, que en aquel momento incluía a la
ciudad, se generan contradicciones entre los ganaderos y los
sectores mercantiles, dueños del puerto.
No es la única tensión de este proceso. También se vive la
tensión entre independencia, organización nacional, anarquía

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y guerra, y se discute qué subordinar y a qué darle mayor im-
portancia en la agenda política de la época: si a la unidad o al
orden, dado que la anarquía los puede llevar al enfrentamiento e
incluso a dar un espectáculo de debilidad frente al extranjero.
Como fondo de estos movimientos, pueden verse los intentos
de reconquista o los nuevos intentos imperiales. Desde la Santa
Alianza, que se conforma en 1815 para recuperar las colonias
luego de restaurarse la monarquía tras la derrota de Napoleón en
Europa, hasta la Doctrina Monroe por la que Estados Unidos
intenta transformar el Caribe en un Mediterráneo americano.
Otro tema importante es la guerra. Se deben referir aquí
asuntos cruciales de la historia de la época como las primeras
campañas militares de emancipación, la guerra de la indepen-
dencia y la guerra de liberación nacional americana. Una vez
constituida, lo que hace la Primerajunta es mandar tres expedi-
ciones: una a la Banda Oriental, otra al Paraguay y una tercera al
Alto Perú. Es un mapa que sigue la estructura del Virreinato.
Había una estrategia de unidad en Belgrano, Castelli y Mo-
reno pero, tras sus respectivas muertes, sus ideas comenzarían a
frustrarse con los primeros desmembramientos. En este punto
debemos analizar el nacimiento del Uruguay, que es el produc-
to de la guerra con Brasil. Es la idea de Ponsomby: «hay que
crear un algodón entre los dos cristales, una cuña entre Brasil y
Argentina». Es decir, transformar lo que era la Banda Oriental
en la República Oriental del Uruguay y transformarlo a Artigas,
derrotado en el año veinte, en caudillo de la independencia de un
país que ya no era el suyo. Cuando Uruguay se independiza,
Artigas formula una de sus grandes frases: «Me he quedado sin
patria, porque mi nación no tiene a mi provincia, y mi provincia
se ha transformado en una nación».
Luego podemos fechar la independencia del Alto Perú, otro
siniestro destino de los libertadores. Observemos que Bolívar,
quien decía «mi patria es toda la extensión de América» —afo-
rismo bolivariano si los hay—, muere diciendo: «luchar por la

43
unidad en América es como arar en el mar». Y termina dándole
su nombre a un país, Bolivia, que es modelo del desmembra-
miento de América Latina.
Y también fue relevante la guerra con el Brasil a fines de la
década del veinte y la guerra de Rosas contra la Confederación
Peruano-boliviana del Mariscal Santa Cruz, a fines de la década
del treinta. Luego llega la independencia del Paraguay en 1842.
Toda esa época, que dura setenta años —de 1810 a 1880—, es la
de las guerras por la independencia.
Si hacemos un análisis más complejo, se puede decir que hay
una guerra de emancipación nacional y una guerra civil en el
interior de una guerra de emancipación nacional. La guerra de
emancipación nacional de resistencia se hizo no solo contra el
enemigo principal que era España, sino también contra las
potencias imperiales que deseaban aprovecharse del derrum- be
español, como Inglaterra y Francia. Hay una guerra contra
España en el continente, y hay una resistencia contra Inglate- rra
y contra Francia. No olvidemos que Francia invade México e
impone un emperador: Maximiliano. En cuanto a la guerra del
Paraguay, es una contienda civil puesta en términos de un
enfrentamiento entre estados. A lo que debemos sumar la cam-
paña al desierto en el caso de la Argentina, que también es una
guerra civil y de ocupación, definida por David Viñas como «el
perfeccionamiento natural» o la etapa superior de la conquista
española de América.
En el norte de América Latina, otros conflictos la enfrentan
contra Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Una secuencia que
termina en 1898, cuando Cuba, el último bastión del imperio es-
pañol, cae en manos de los Estados Unidos. Son años en el que
se inscriben tres acontecimientos políticos muy significativos: la
entrevista en Guayaquil entre San Martín y Bolívar, en 1822;
Ayacucho, que es el fin de la guerra de emancipación contra
España, en 1824, y el Congreso de Panamá en 1826, inspirado en
Monteagudo y denostado por Rivadavia.

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6

LA UNIDAD LATINOAMERICANA

EN EL SIGLO XIX

Hay autores que podemos considerar centrales para compren-


der el período que va desde la Revolución de Mayo hasta el final
de la guerra por la emancipación. El siglo xix argentino se
caracteriza, entre otras cuestiones, por una construcción basada
en la paciencia. Recordemos que desde la Revolución de Mayo
hasta la Declaración de la Independencia pasaron seis años. Para
dictar una constitución se tardó cuarenta y tres años. Para diseñar
la primera ley electoral —que excluía a las mujeres— se demoró
ciento dos; y ciento seis para que un presidente se consagrara
como el primer resultado de esa ley electoral. Y re- cién después
de ciento cuarenta y dos años pudieron votar las mujeres.

A partir de la obra de Tubo Halperín Donghi, y de la ne-


cesidad de construir una nación en el desierto, nos podemos
plantear una hipótesis: los revolucionarios de mayo heredaron un
Estado, pero no heredaron una Nación, por lo tanto hubo que
construir la Nación desde el Estado. El Estado virreinal —en
crisis— ya existía y la estructura virreinal también, de manera que
el gran tema era construir una nueva nacionalidad con las rupturas
y las continuidades del caso. El siglo xix es el de la cons- trucción
de la Nación y la organización del Estado, y también el de la
discusión entre monarquía o república; y ya resuelto el tema en
favor de la república, entre república unitaria o federal.

45
En la segunda mitad del siglo xix, la tensión principal
descansa en la «balcanización». Es el final de las guerras de la
independencia, que empiezan a transformarse en guerras
interestatales entre los nuevos estados en los que deviene la
América española. Se produce el triunfo de los separatismos de
las oligarquías exportadoras y, por lo tanto, el fin del ciclo de los
unificadores de América.
Por supuesto, el término «balcanización» alude a un concep-
to histórico, que se vincula a la fragmentación de los Balcanes, y
que se utiliza como categoría para definir en forma sucinta las
fragmentaciones nacionales en cualquier espacio geográfico. Por
lo tanto, la balcanización de América Latina puede ser vista
como una derrota o un fracaso después de haber obtenido la
independencia porque, al finalizar la guerra de independen- cia,
el resultado que se alcanza es que aquella América Latina unida,
que soñaron los libertadores o, más humildemente, las cuatro
estructuras estatales de los cuatro grandes virreinatos se
convierten en un conjunto de países que tienen más relación con
Europa o con Estados Unidos que entre ellos mismos.
Recordemos: Simón Bolívar muere en 1830. Muere pesimis-
ta, escéptico, derrotado. Ha fracasado la unidad del congreso de
Panamá. Es decir que Bolívar, en 1830, siente que se hace
realidad su comentario pesimista acerca de que lograr la unidad
del continente era tan difícil como arar en el mar. San Martín
muere en Francia en 1850, después de treinta años de exilio; y lo
mismo ocurre con Artigas, que muere en Paraguay. Francisco
Morazán, hondureño, otro líder de la unidad latinoamericana,
muere fusilado en Guatemala en 1842. Sucre, el gran mariscal de
Ayacucho, es asesinado, mientras el mariscal Santa Cruz ve
cómo fracasa su idea de organizar una confederación peruano-
boliviana.
Tal como sostiene Abelardo Ramos en Historia de la Nación
Latinoamericana, se trata de un proceso que va del Congreso de
Panamá al Canal de Panamá. Se parte de Panamá, en 1826,

46
como congreso unificador, para llegar a la creación de Pana- má
como nación soberana —presionada por Estados Unidos y
arrebatada a Colombia—, donde se va a construir el canal que
Estados Unidos controló hasta hace muy pocos años.
Los planes de la unificación cambian de sentido y de mate-
ria. Ya no es una idea de los ejércitos americanos liberadores,
sino una realidad que ocurre en el campo de la diplomacia o en
el de la literatura, al tiempo que se van reafirmando los estados
nacionales. Un período que coincide con el triunfo de Mitre en
Pavón, la guerra de la Triple Alianza —y la destrucción del
Paraguay— y la Guerra de Secesión de Estados Unidos. Son
acontecimientos contemporáneos, que tuvieron lugar en una
etapa histórica en la cual comienza a cerrarse el ciclo de las na-
cionalidades, a tal punto que podríamos decir que el siglo xix se
inicia con la independencia de los Estados Unidos y se cierra con
la unidad de Alemania o de Italia.
Con la segunda revolución industrial, a partir de 1850, em-
pieza a aparecer una nueva relación entre centro y periferia, o
entre países poderosos y países semicoloniales, que han lo-
grado su independencia política formal pero les ha quedado
pendiente su independencia económica. Distintos autores que
trabajaron sobre la historia económica de América Latina han
planteado una serie de conceptos sobre este tema. Ciro F.S. Car-
dozo y Héctor Pérez Brignoli han caracterizado a este proceso
como una transición hacia el capitalismo dependiente, mientras
que otros lo han considerado como el resultado de una época de
reformas liberales y de la formación de los estados naciona- les.
Por supuesto, también surgen conceptos menos técnicos y más
literarios. Comienza la era de la «chilenidad», de la «perua-
nidad» y de la «argentinidad», y de los sistemas educativos que
reafirman tanto la nacionalidad como a sus héroes nacionales,
desvinculándolos de los héroes de otras naciones con los que,
paradójicamente, lucharon juntos por la independencia. Hay una
relectura nacional de la historia que enfrenta entre sí a

47
los libertadores de América, estableciendo fronteras de com-
petencia y rivalidad allí donde pocos años antes se postulaba la
unidad.
El imperialismo ya no solo se manifiesta a través de una
potencia colonialista que toma territorios, ahora ha mutado y se
presenta como una red de capitales financieros que invier- ten
sus recursos en la periferia para obtener no solo lo que no tienen,
sino aquello que tienen pero no les alcanza. Entonces aparece el
rescate de las economías templadas, el surgimiento del trigo y la
carne con posibilidades de exportación, el proceso de congelado,
la revolución de los transportes y, por lo tanto, lo que Lenin supo
sintetizar tan bien: el imperialismo como fase superior del
capitalismo.
Por lo tanto, las contradicciones que se predecían para los
países más desarrollados de Europa se trasladan a la periferia
como una contradicción principal que ya no es entre clases den-
tro de un mismo país, sino entre países desarrollados y países
que no han logrado su desarrollo autónomo. La balcanización o
la fragmentación de América Latina —o el fracaso de la uni-
dad—vienen acompañadas por el dominio de la oligarquía y la
burguesía comercial. Dadas las circunstancias, se puede soste-
ner que estas sociedades —la argentina, la peruana, la chilena o
la venezolana, porque en todas ellas había tanto desarrollo como
atraso— reproducían en su interior las diferencias que en el
mundo tenían los países desarrollados con los que no lo eran.
Desde un punto de vista cultural es el paradigma de civi- lización
y barbarie; la llamada civilización ha llegado a aquellas zonas
que se han podido desarrollar porque se conectaron con el
mundo, mientras que la supuesta barbarie sobrevive en las
economías tradicionales que no se han vinculado al mercado
internacional ni a la división internacional del trabajo.
Aclaremos que la antinomia sarmientina de civilización o
barbarie es por supuesto cuestionable. En su Manual de zonceras
argentinas, Jauretche la considera «la zoncera madre». Es una

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buena calificación, porque si planteamos este tema desde el
punto de vista económico, social y de las relaciones interna-
cionales, no se están generando sociedades duales en donde las
partes civilizadas del Perú, de Chile o de la Argentina va- yan
incorporando la modernidad o la civilización a la barbarie.
Ocurre todo lo contrario: se desarrollan sociedades desiguales,
de desarrollo combinado y siempre vinculadas a los intereses
imperiales.
En ese esquema, los cereales y la carne en la Argentina y en
el Uruguay representan lo que representa el café en Brasil, el
cobre en Chile, el estaño en Bolivia, el cacao en Ecuador, el café
en Colombia, la minería en México, las frutas tropicales en
Centro América o el petróleo en Venezuela. Y además es una
modernidad que tiene otras contradicciones. Por ejemplo, la
esclavitud en Estados Unidos se prolonga por todo el siglo xix,
mientras que la discriminación racial incluye el siglo xx. Las
cla- ses sociales dominantes ingresan a la modernización, y el
resto pareciera entregado a una voluntad de atraso cuando lo que
ocurre, en realidad, es que no puede ingresar a la modernidad
porque la misma lógica de la modernidad se lo impide. En este
contexto, se da el nuevo fracaso de la unidad de América Latina.
En el Río de la Plata, el imperialismo inglés se va a prolongar
durante mucho tiempo, casi hasta la Segunda Guerra Mundial. Pero
en el Caribe y en México, la aparición de Estados Unidos es un
tema definitorio: la idea de la Doctrina Monroe acerca del Caribe
como more nostrum de los norteamericanos. De modo que va a
haber un antiimperialismo inglés y un antiimperialismo
norteamericano; y la misma tensión que nosotros vimos en la
independencia entre España e Inglaterra vamos a verla ahora en la
rivalidad entre Estados Unidos e Inglaterra.
Los datos sobre Estados Unidos son conocidos. Recordemos
simplemente que le arrebató el 50% del territorio a México. Se
siente el heredero natural de España en el Caribe, y este proceso
de sustitución del imperio español por el imperialismo norte-

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americano en Centro América y en las Antillas va a cerrarse con
el siglo xix, a través de la guerra contra España y la firma del
Tratado de París, el 10 de diciembre de 1898, por el qué Cuba se
independiza del imperio español y Filipinas, Guam y Puerto
Rico fueron cedidos a Estados Unidos.
El nuevo imperialismo va a generar un nuevo antiimperialis-
mo latinoamericano. Pero lo más interesante es que en Europa
también se está dando una discusión profunda que busca la
constitución de un Estado democrático y socialmente igualita-
rio. Vemos que la Revolución Francesa termina, en 1815, con la
restauración monárquica y conservadora, y que en 1830 hay una
revolución liberal que influye en el proceso del liberalismo
latinoamericano. Pero en 1848, el año del Manifiesto Comunista,
aparecen otras contradicciones en el capitalismo europeo. Es lo
que Marx llamó lucha de clases entre burguesía y proleta- riado.
En este sentido, es bueno señalar que Marx, Engels y su obra el
Manifiesto Comunista son contemporáneos a Rosas y a San
Martín. Todo ese proceso del año cuarenta y ocho se va a
prolongar en la Comuna de París, en los setenta, mediante luchas
sociales profundas cuya visión traerán a la Argentina los
inmigrantes europeos.
Es el momento en el que comienza a manifestarse el impe-
rialismo como fase superior del capitalismo. Aparece el impe-
rialismo territorial de Estados Unidos en el Caribe y en Centro
América, nacen las grandes empresas internacionales, se ori-
ginan guerras interestatales de las antiguas Provincias Unidas,
finalizan las guerras coloniales y crece la rivalidad interimperia-
lista entre Estados Unidos e Inglaterra. Estos procesos desem-
bocan, por causas muy distintas, en la Primera Guerra Mundial
de 1914, y en el nacimiento de nuevas ideas en América Latina.

ó«

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