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Hacia una teología de la libertad económica

Enrique Fernández García

Aquellos libros que más a menudo han influido en los hombres —los escritos
polémicos de los teólogos y las especulaciones políticas de filósofos y hombres de
Estado— raramente poseen esa clase de mérito que asegura el renombre.
Lord Acton

En 2023, el ejercicio del papado por parte de Jorge Bergoglio cumplirá diez años.
No ha sido un tiempo de grandes transformaciones en la Iglesia católica, tal como
algunos suponían o, es más, deseaban con su llegada. En muchos casos, los
cambios se han limitado a lo estrictamente discursivo, procurando, eso sí, que se
adopten ciertas posturas de relevancia social. Recordemos desde su invitación a los
jóvenes para que se movilicen hasta las diversas intervenciones en donde ha
repudiado la riqueza y el mercado. Hace pocos meses, por ejemplo, atacó al
capitalismo, pues, según él, es un sistema que no ama a los pobres. Esas críticas
ponen en evidencia una sentida insatisfacción. No es el primero que lo hace. Ya en
la década de los 70, siglo XX, hubo teólogos que procuraron conciliar cristianismo
con socialismo. Con todo, el catolicismo tiene también otros caminos.
Entre 1526 y 1617, la historia del pensamiento registra un fenómeno para nada
menor. Me refiero a la Escuela de Salamanca, nombre con el cual se conoce a un
grupo de teólogos que reflexionaron sobre distintos temas, incluyendo cuestiones
políticas y económicas, defendiendo posiciones sensatas. Aunque suene raro para
los que se han acostumbrado a escuchar cómo, en síntesis, el demonio tiene cara de
rico, esa corriente planteaba una línea diferente. Basados en el ideario de santo
Tomás, propugnaban la propiedad, el libre comercio, los gastos moderados, entre
otras medidas razonables. Por fortuna, hace algunos años, en 1986, Alejandro A.
Chafuen, una meritoria voz del liberalismo de nuestros días, publicó un libro que
expuso estos aportes teóricos: Economía y ética. Raíces cristianas de la economía de libre
mercado. Jamás será inútil recordar la lucidez de esos pensadores.
Apelando a textos bíblicos y, además, al pensamiento lógico, aquellos teólogos
reivindicaron la propiedad privada. Luis de Molina, verbigracia, señalaba que las
tierras en común eran mal cultivadas y peor administradas. Porque lo que
pertenece a todos nunca recibe el mejor trato. Domingo de Soto, por su lado,
escribió en pro del derecho natural a donar o transferir las cosas que, legalmente,
uno posee. Las restricciones en este ámbito, por consiguiente, debían ser objeto de
cuestionamiento. Subrayo que, en el aludido movimiento intelectual, hubo hasta
reflexiones contra la propiedad pública de los recursos naturales. Por desgracia, en
América Latina, prevaleció la insensatez de que tales bienes, sin importar dónde se
encuentren, no tienen como dueño sino al Estado. Nada favorable ha traído consigo
esta política estatista-extractivista.
Como no querían la supresión del Estado, pensaron en el mejoramiento de las
actividades gubernamentales. En esta materia, Fernández de Navarrete asoció los
abusos cometidos por gobernantes con sus gastos excesivos, pues debían recurrir a
la violencia para rellenar las arcas que habían usado sin prudencia. Por cierto, sobre
las innecesarias erogaciones, se destacó entonces la exagerada carga de cortesanos,
mal que no ha perdido vigencia. En contra de lo que debería resultar elemental, la
burocracia es un problema que no parece tener fin. Es verdad que ya no hay
vasallos, pero sí tenemos gente dispuesta a ofrecer servidumbre por un puesto en el
casillero administrativo. Frente a ellos, invocar la dignidad o, como se hizo en el
escolasticismo tardío, lo importante que es tener una conducta ética no conmueve
para nada. Pese a esto, desde el medioevo hasta hoy, hacerlo sigue valiendo la
pena.

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