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Hormiguitas

José Manuel Sanz Lajara (República Dominicana, 1917-1963)

El coronel era un hombre metódico y era un hombre valiente. Se levantaba todos


los días a la misma hora, en el mismo momento que el sol aparecía sobre las
palmeras, tomaba el mismo vaso de agua, hacía las mismas genuflexiones, se
afeitaba, se bañaba, se vestía y procedía a realizar la misma minuciosa inspección
del cuartel y de la tropa. El coronel tenía la más brillante hoja de servicios y había
recibido todas las condecoraciones. El coronel, sin lugar a dudas, era un militar
excepcional.
El pueblo era limpio y ordenado, un grupito de casas a la orilla del mar, rodeado
de palmeras y de cocos. Las casitas eran casi todas blancas y dentro de ellas sus
habitantes eran casi todos negros. El cielo era azul las más de las veces, aunque
de tarde en tarde se ponía gris y aun bermejo. El mar era también azul, aunque
una mañana estuvo color chocolate, pero eso fue en un ciclón.
En el pueblo nadie era importante. En las afueras del pueblo, sin embargo, había
una casa verde con galería de zinc y ésa era la casa diferente, porque en ella vivía
la amante del coronel.
La amante del coronel era una mulata estupenda y muy hermosa, pero eso sólo lo
sabía el coronel, que era muy celoso y a nadie permitía hablar con ella. Su amor
era algo privado, lleno de besos y suspiros y promesas y aun de discusiones, pero
siempre privado y detrás de las puertas cerradas. La amante del coronel no podía
mezclarse con la gente del pueblo.
La gente del pueblo temía, pero respetaba al coronel. Todos reconocían en él a un
verdadero héroe, aunque, la verdad sea dicha, el coronel hablaba tan poco que su
verdadero carácter era un misterio. Y la gente dejó de preocuparse del carácter
del coronel, por si a él pudiese molestarle. Era muy importante llevarse bien con el
coronel.
En la carretera que saliendo del pueblo flirteaba con el mar y se perdía
perezosamente en el vientre de una montaña muy fea, vivía un idiota. El idiota era
un pobre hombre con cara de niño. No había hablado nunca y babeaba corno si
fueran a salirle los dientes, aunque los dientes le habían salido ya. No se peinaba
ni se afeitaba y había que vestirlo todos los días, porque si no el idiota era capaz
de salir desnudo y eso hubiera disgustado al coronel.
El idiota no hacía absolutamente nada de importancia. Todas las tardes le dejaban
sentarse a la vera del camino y allí tomaba tierra en las manos y la colocaba en
otro lugar o, con una ramita, trazaba surcos que a nadie interesaban.
Indudablemente, el idiota era el hombre menos importante del pueblo.
Cuando el coronel se trasladaba, todas las tardes, en su Chevrolet, desde el
cuartel adonde su amante, debía pasar siempre ante la casa del idiota, pero como
iba tan preocupado en que el pueblo estuviese limpio y sus habitantes no tramaran
una revolución, el coronel nunca reparó en el idiota.
Pero una vez, el Chevrolet se descompuso, tosió imperativamente y vino a parar
ante la casa del idiota. El coronel, de muy mal humor, hubo de descender y estaba
muy aburrido porque tenía ganas de besar los labios hinchados de su amante la
mulata.
-¿Cómo te llamas?-le preguntó al idiota-, pero el idiota, que no sabía hablar, se rió.
Era la primera vez que alguien se reía del coronel.
Una mujer muy desgreñada salió de la choza y le dijo al coronel, por cierto muy
respetuosamente:
-Señor coronel, perdone usted a mi nieto, porque el pobre es idiota de nacimiento.
-¡Ah! -exclamó el coronel-. ¿Y qué hace con esa ramita? ¿No ve usted que está
sentado encima de un hormiguero? Esas hormigas pican...
Efectivamente, el idiota estaba sentado sobre un hormiguero, pero, en contra de lo
que decía el coronel, el idiota parecía jugar con las hormigas. Además, si las
hormigas le picaban, ¿cómo podría quejarse el idiota si no sabía hablar?
-Señor coronel -dijo entonces la vieja-, él juega con las hormiguitas. Son sus
únicos juguetes.
El coronel se rascó la cabeza y le dio la espalda a la vieja. Indudablemente, el
coronel no había conocido a nadie que jugara con hormigas, y se puso a observar
al idiota con interés.
Había muchas filas de hormigas, muchísimas. Salían de la hierba, de los troncos
de las palmeras, de los montículos de arena. Eran verdaderos ejércitos -pensó el
coronel sorprendido-, que caminaban ordenadamente, trabajaban ordenadamente
y rodeaban al idiota por todos lados, también ordenadamente. El coronel nunca se
equivocaba y decidió que eran hormigas muy tontas las que perdían el tiempo
divirtiendo a un idiota.
Cuando el Chevrolet estuvo sin tos en el motor, el coronel se marchó donde su
amante y el idiota siguió jugando con las hormiguitas. La abuela del idiota respiró
tranquila, porque, verdaderamente, hubiese sido desagradable que el coronel se
molestara con su nieto y las hormigas.
El coronel siguió divisando al idiota desde su Chevrolet, todas las tardes, sin darle
mayor importancia. Durante una siesta, sin embargo, el coronel, que nunca tuvo
pesadillas, se levantó agitado porque había soñado con el idiota. Como era un
sueño muy raro en que el coronel se veía jugando con hormigas y el idiota
pasaba, atrevidamente, vestido de coronel en el Chevrolet, el coronel no durmió
más y comenzó a pasearse de un lado al otro, asustando, como es natural, a los
centinelas que no estaban acostumbrados a recibir órdenes a la hora de la siesta.
El coronel continuó sin dar importancia al asunto. Pero el sueño se repitió noches
más tarde y aun otras noches después. Y a la quinta o sexta vez, el coronel
decidió que esas pesadillas eran muy molestas y que había que tomar medidas. El
coronel se fue a ver al idiota.
-Aunque no sepas hablar, idiota, debes respetar las órdenes que llevo impartidas.
¡Señora! -dijo, llamando a la vieja-, es preciso que lave usted al idiota, que lo peine
y que no lo deje jugar con hormigas.
La vieja asintió con grandes reverencias y el coronel se hubiese marchado
satisfecho, si el idiota no se riera. El coronel pensó que castigar al idiota no era
digno de un oficial como él y siguió en su Chevrolet para casa de su amante la
mulata. Se hicieron el coronel y su amante el amor muchas veces, pero ella le dijo
al coronel que lo encontraba preocupado y que no era el mismo. El coronel se rió
de buena gana, porque eso era una tontería, como todas las cosas que dicen las
amantes en la cama.
Un día el coronel debió castigar a un soldado y lo mandó al calabozo. Cuando se
llevaban al preso, con la cara muy triste, el coronel dio otra orden y lo perdonó.
"Después de todo -se dijo-, la falta cometida no es grave".
Los soldados quedaron muy sorprendidos, porque era la primera vez que el
coronel se mostraba débil. Pero como los soldados no gustan de pensar, se fueron
a cumplir con sus obligaciones y olvidaron, muy pronto, que el coronel había
perdonado a uno de ellos.
Un día el coronel pensó en el idiota sin estar soñando y decidió que ya eso era
demasiado, y se fue a verlo inmediatamente.
Cuando preguntó a la vieja por él, supo que ahora el idiota, cumpliendo las
órdenes del coronel, jugaba con sus hormiguitas en la parte trasera de la casa, en
vez de hacerlo, como antes, en el frente.
-¿Me quiere usted decir -preguntó el coronel-que el idiota ha llevado las hormigas
para allá?
-No, no, señor coronel. Las hormiguitas se fueron detrás de él.
-¡Ah! -exclamó el coronel-. ¡Esto debo verlo!
Y efectivamente, el coronel pasó al patio trasero de la casa y vio al idiota, sentado
en el suelo, con su ramita, dirigiendo sus filas de hormigas.
-Increíble -dijo el coronel-, increíble.- Y se rascó la cabeza. Se la iba a rascar otra
vez,-cuando se le ocurrió que el orden de las hormigas del idiota era parecido al
que él tenía establecido en el pueblo. Y se sonrió el coronel. Y el idiota, con la
cabeza alzada, como una escoba rota, imitó la sonrisa del coronel. Y desde ese
día fueron amigos el coronel y el idiota.
Es difícil describir o explicar la amistad de un coronel con un idiota, pero así fue.
Todas las tardes, antes de llegar a la casa donde vivía su amante la mulata, el
coronel detenía su Chevrolet, esperaba que el sargento abriera la portezuela y
descendía frente a la casa del idiota. En seguida llegaba al patio y se paraba, muy
tranquilamente, a espaldas del idiota. Nadie supo nunca cuáles fueron los
pensamientos del coronel.
Allí pasaba por lo menos una hora. Le fascinaba contemplar a las hormiguitas en
sus correcorres, transportando insectos muertos o partes de insectos,,
construyendo diques, túneles, tocándose entre ellas las narices, o lo que fuera, y
aun haciéndose el amor en la vía pública. Sólo la omnipotente ramita del idiota
presidía toda aquella actividad. Y el coronel sé rascó tanto y tanto la cabeza que
comenzó a encalvecer. Llegó a tener casi un campo de fútbol en lo alto del cráneo.
Todos los negros de las casas blancas comenzaron a murmurar acerca de las
visitas del coronel al idiota. No, no era posible que un militar tan brillante se
complaciera en hormigas y en un tonto. Además, ¿cómo podía el coronel, tan
metódico, dejar a su amante la mulata por visitar al idiota?
Y con el murmurar de aquella gente, algunos comenzaron a aprovecharse. Los
soldados llegaban tarde al cuartel o andaban bebiendo ron en la playa, los
pescadores dejaron de pescar y un muchachón de cara chupada, como caramelo
abandonado, habló en voz baja de insubordinación.
-¡No es posible! -repetía en la plazuela o en las callejas-, este coronel es un tonto.
Un día llegó un telegrama para el coronel. Y el coronel se puso todo colorado
cuando lo leyó y tomó su Chevrolet, esta vez sin el chófer, y se fue a la capital. Lo
recibió el Ministro de la Guerra y le dijo:
-Señor coronel, esto es imperdonable. Un oficial como usted, orgullo mío,
desatiende sus obligaciones, descuida a la tropa y permite que le critiquen los
hombres mismos de quienes debe hacerse respetar -y golpeó, sobre su escritorio,
un montón de cartas sin firma-. ¡O se pone usted enérgico o lo rebajo a capital y lo
hago mi ayudante!
-Señor Ministro... -comenzó a decir el coronel.
-No quiero oírle. ¡Fusile a ese idiota y se acabó!
Como el coronel era un oficial muy obediente y no quería perder sus
condecoraciones, golpeó los talones, saludó marcialmente, dio media vuelta y se
marchó, dé regreso al pueblo.
-¡Tráiganme al idiota! -ordenó al sargento de guardia.
Y se lo trajeron, hasta con la ramita en la mano. Y dijo el coronel, sin que le
temblara la voz:
-Por causar desasosiego, por vagancia, porque en este pueblo debe reinar el
orden y nadie, ¡nadie, óiganme bien!, puede andar organizando a hormigas,
dispongo que se le fusile. Mañana a las siete de la mañana, ¡que lo ejecuten!
-El idiota, como no podía hablar se rió. Y los soldados, muy serios y obedientes,
se lo llevaron a un calabozo, donde el idiota pasó la noche sin poder dormir,
buscando en vano a sus hormiguitas.
En cuanto al coronel, no pegó los ojos esa noche y hasta llegó a decir algunas
palabras bastante feas, tan feas que no se pueden repetir, aun siendo palabras de
un coronel.
A las seis y media de la mañana sacaron al patio al idiota y le preguntaron cuál era
su último deseo. El idiota volvió a reír, por lo cual el sargento decidió que alguien
tan estúpido estaría muy bien fusilado.
A las seis y tres cuartos se formó el pelotón y colocaron al idiota frente a una
pared pintada de blanco. A las seis y cincuenta minutos bajó el coronel de sus
habitaciones, con la cara bastante arrugada, pero con los zapatos muy lustrados,
la chaqueta impecable y la gorra con su insignia reluciente, como una estrellita
inventada por algún poeta para un soneto romántico.
-¿Todo en orden? -preguntó el coronel.
-Todo en orden -repitió el sargento.
-Absolutamente todo -decidió completar el capitán, pues aspiraba a un ascenso.
-Veamos -dijo entonces el coronel. Y seguido del capitán y del sargento, se acercó
al idiota y se lo quedó mirando.
Aunque sabía muy bien que el idiota no podía hablar, como el coronel era un
hombre y un oficial muy metódico, le preguntó:
-¿Estás en paz con tu sentencia? ¿Tienes algo que decir antes de que te ejecute?
El idiota no respondió. El coronel le tomó por el pelo y le alzó la cabeza. Pareció
mentira, pero en los ojos del idiota había dos lágrimas grandes, tan grandes que le
cubrían las mejillas y le agrandaban la baba en la boca. El coronel no gustó de
aquellas lágrimas y con voz estentórea, como la que usaba cuando era teniente, le
dijo:
-¿Por qué lloras? Hay que morirse alguna vez. Hay que morirse como los
hombres, sin lágrimas, de pie.
Indudablemente, el coronel era un oficial sin tacha. El idiota, que seguía con la
cara alzada, donde se la dejaran las manos del coronel, entreabrió sus labios
húmedos y, para asombro del pelotón de fusilamiento del sargento, del capitán y
hasta del coronel, pronunció pesadamente las primeras palabras de su vida:
-Hormiguitas... Hormiguitas...
El coronel se quedó muy rígido y se quitó la gorra. Miró entonces al idiota con una
mirada mansa, como la de una ola que cae en la playa, y sacó su pistola.
-Está muy bien -se dijo el sargento-, va a ajusticiarlo él mismo, para ejemplo de la
tropa.
Pero no sucedió así. Exactamente a las siete de la mañana, el coronel se llevó la
pistola a la cabeza y se pegó un tiro. Un tiro seco y perfecto, como que fue
disparado por un gran oficial y un mejor tirador. Y el coronel cayó al suelo muerto,
de ojos abiertos y sorprendidos, pero infinitamente iluminados.
Al idiota se lo llevaron de nuevo al calabozo, sonreído por haber descubierto que
podía decir ' 'hormiguitas..."
Lo fusilarían más tarde. Ahora había que enterrar al coronel, porque no se podía
dejar en el suelo del patio del cuartel al cadáver de un oficial tan metódico y tan
brillante como fuera en vida el señor coronel.
LA ENEMIGA

VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN (REPÚBLICA DOMINICANA, 1924-2001)

         RECUERDO MUY BIEN el día en que papá trajo la primera muñeca en una
caja grande de cartón envuelta en papel de muchos colores y atada con una
cinta roja, aunque yo estaba entonces muy lejos de imaginar cuánto iba a
cambiar todo como consecuencia de esa llegada inesperada.
         Aquel mismo día comenzaban nuestras vacaciones y mi hermana
Esther y yo teníamos planeadas un montón de cosas para hacer en el
verano, como, por ejemplo, la construcción de un refugio en la rama más
gruesa de la mata de jobo, la cacería de mariposas, la organización de
nuestra colección de sellos y las prácticas de béisbol en el patio de la casa,
sin contar las idas al cine en las tardes  de domingo. Nuestro vecinito de
enfrente se había ido ya con su familia a pasar las vacaciones en la playa y
esto me dejaba a Esther para mí solo durante todo el verano.
         Esther cumplía seis años el día en que papá llegó a casa con el regalo.
Mi hermana estaba excitadísima mientras desataba nerviosamente la cinta y
rompía el envoltorio. Yo me asomé por encima de su hombro y observé
cómo iba surgiendo de los papeles arrugados aquel adefesio ridículo vestido
con un trajecito azul que le dejaba al aire una buena parte de las piernas y
los brazos de goma. La cabeza era de un material duro y blanco y en el
centro de la cara tenía una estúpida sonrisa petrificada que odié desde el
primer momento.
         Cuando Esther sacó la muñeca de la caja vi que sus ojos, provistos de
negras y gruesas pestañas que parecían humanas, se abrían o cerraban
según se la inclinara hacia atrás o hacia adelante y que aquella idiotez se
producía al mismo tiempo que un tenue vagido que parecía salir de su
vientre invisible.
         Mi hermana recibió su regalo con un entusiasmo exagerado. Brincó de
alegría al comprobar el contenido del paquete y cuando terminó de
desempacarlo tomó la muñeca en brazos y salió corriendo hacia el patio. Yo
no la seguí y pasé el resto del día deambulando por la casa sin hacer nada
en especial.
         Esther comió y cenó aquel día con la muñeca en el regazo y se fue con
ella a la cama sin acordarse de que habíamos convenido en clasificar esa
noche los sellos africanos que habíamos canjeado la víspera por los que
teníamos repetidos de América del Sur.
         Nada cambió durante los días siguientes. Esther se concentró en su
nuevo juguete en forma tan absorbente que apenas nos veíamos en las
horas de comida. Yo estaba realmente preocupado, y con razón, en vista de
las ilusiones que me había forjado de tenerla a mi disposición durante las
vacaciones. No podía construir el refugio sin su ayuda y me era imposible
ocuparme yo solo de la caza de mariposas y de la clasificación de los sellos,
aparte de que me aburría mortalmente tirar hacia arriba la pelota de béisbol y
apararla yo mismo.
         Al cuarto día de la llegada de la muñeca ya estaba convencido de que
tenía que hacer algo para retornar las cosas a la normalidad que su
presencia había interrumpido. Dos días después sabía exactamente qué.
Esa misma noche, cuando todos dormían en la casa, entre de puntillas en la
habitación de Esther y tomé la muñeca de su lado sin despertar a mi
hermana a pesar del triste vagido que produjo al moverla. Pasé sin hacer
ruido al cuarto donde papá guarda su caja de herramientas y cogí el cuchillo
de monte y el más pesado de los martillos y, todavía de puntillas, tomé una
toalla del cuarto de baño y me fui al fondo del patio, junto al pozo muerto que
ya nadie usa. Puse la toalla abierta sobre la yerba, coloqué en ella la muñeca
—que cerró los ojos como si presintiera el peligro— y de tres violentos
martillazos le pulvericé la cabeza.
         Luego desarticulé con el cuchillo las cuatro extremidades y, después de
sobreponerme al susto que me dio oír el vagido por última vez, descuarticé el
torso, los brazos y las piernas convirtiéndolos en un montón de piececitas
menudas. Entonces enrollé la toalla envolviendo los despojos y tiré el bulto
completo por el negro agujero del pozo. Tan pronto regresé a mi cama me
dormí profundamente por primera vez en mucho tiempo.
         Los tres días siguientes fueron de duelo para Esther.
         Lloraba sin consuelo y me rehuía continuamente. Pero a pesar de sus
lágrimas y de sus reclamos insistentes no pudo convencer a mis padres de
que le habían robado la muñeca mientras dormía y ellos persistieron en su
creencia de que la había dejado por descuido en el patio la noche anterior a
su desaparición. En esos días mi hermana me miraba con un atisbo de
desconfianza en los ojos pero nunca me acusó abiertamente de nada.
         Después las aguas volvieron a su nivel y Esther no mencionó más la
muñeca. El resto de las vacaciones fue transcurriendo plácidamente y ya a
mediados del verano habíamos terminado el refugio y allí pasábamos
muchas horas del día pegando nuestros sellos en el álbum y organizando la
colección de mariposas.
         Fue hacia fines del verano cuando llegó la segunda muñeca. Esta vez
fue mamá quien la trajo y no vino dentro de una caja de cartón, como la otra,
sino envuelta en una frazada color de rosa. Esther y yo presenciamos cómo
mamá la colocaba con mucho cuidado en su propia cama hablándole con
voz suave, como si ella pudiese oírla. En ese momento, mirando de reojo a
Esther, descubrí en su actitud un sospechoso interés por el nuevo juguete
que me ha convencido de que debo librarme también de este otro estorbo
antes de que me arruine el final de las vacaciones. A pesar de que adivino
esta vez una secreta complicidad entre mamá y Esther para proteger la
segunda muñeca, no me siento pesimista: ambas se duermen
profundamente por las noches, la caja de herramientas de papi está en el
mismo lugar y, después de todo, yo ya tengo experiencia en la solución del
problema.
El almohadón de plumas

Horacio Quiroga (Uruguay, 1879-1937)

SU LUNA DE miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro
de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo,
a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la
calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía
una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
         Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha
especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de
amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido
la contenía siempre.
         La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura
del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una
otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el
más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de
desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la
casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
         En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la
casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
         No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se
arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde
pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado.
De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia
rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente
todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego
los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello,
sin moverse ni decir una palabra.
         Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole
calma y descanso absolutos.
         —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—.
Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se
despierta como hoy, llámeme enseguida.
         Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de
marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos,
pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces
prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia
dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida.
Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La
alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su
mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en
su dirección.
         Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al
principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del
respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato
abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
         — ¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la
alfombra.
         Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
         — ¡Soy yo, Alicia, soy yo!
         Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de
largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas
la mano de su marido, acariciándola temblando.
         Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la
alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
         Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que
se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente
cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban,
pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y
siguieron al comedor.
         —Pst... —Se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso
serio... poco hay que hacer...
         — ¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre
la mesa.
         Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero
que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su
enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que
únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre
al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos
encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía
mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el
almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se
arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
         Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media
voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En
el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de
la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
         Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya,
miró un rato extrañada el almohadón.
         — ¡Señor! —Llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas
que parecen de sangre.
         Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la
funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían
manchitas oscuras.
         —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
         —Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
         La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a
aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le
erizaban.
         — ¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
         —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
         Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la
mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas
superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta,
llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas,
moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola
viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
         Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del
almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no
pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había
vaciado a Alicia.
         Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir
en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

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