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ALFAGUARA

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Una nutria preguntona
Jill Tomlinson
Traducción de César Palma

Ilustraciones de Joanne Cole

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TÍTULO ORIGINAL:
THE OTTER WHO WANTED TO KNOW

1979, THE ESTATE OF JILL TOMLINSON


1979, METHUEN CHILDREN'S BOOKS LTD.
ILUSTRACIÓN DE LA CUBIERTA:
1981, METHUEN CHILDRN'S BOOKS LTD.

DE ESTA EDICIÓN:

ALFAGUARA

1985, EDICIONES ALFAGUARA, S. A.


1990, ALTEA, TAURUS, ALFAGUARA, S. A.

JUAN BRAVO, 38
28006 MADRID
TELÉFONO 578 31 59

LS.B.N.: 84-204-4060-4
DEPÓSITO LEGAL: M. 28.612-1990

PRIMERA EDICIÓN: AGOSTO 1985


PRIMERA REIMPRESIÓN: ABRIL 1986
SEGUNDA REIMPRESIÓN: SEPTIEMBRE 1990

Todos los derechos reservados.


Esta publicación no puede ser
reproducida, ni en todo ni en parte,
ni registrada en, o transmitida por,
un sistema de recuperación
de información, en ninguna forma
ni por ningún medio, sea mecánico,
fotoquímico, electrónico, magnético,
electroóptico, por fotocopia,
o cualquier otro, sin el permiso previo
por escrito de la editorial
LA MAQUETA DE LA COLECCION
Y EL DISEÑO DE LA CUBIERTA
ESTUVIERON A CARGO DE
ENRIC SATUE Q
Para Janne o para Jakob,
según y conforme.

Y para Stoffi y Peter,


de todas formas.
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INDICE

1. Preguntas, a y más pre-


A E

2. Jugando a «hacer el muerto». 21

A A

Hh Pat conoce a Geronte ... ... ... 38

5. Hombres al rescate ... ... ... 47

6. Natación ... ... CIC AÓS 54

T. ¿Nuevamente Juntos ... «o... 02

2 Viaje por el cielo. 250... «e 07

9. De regreso en el mar ... ... ... 74

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Una nutria preguntona
1
Preguntas, preguntas
y más preguntas

E era el nombre de una pequeña


nutria marina que se revolcaba en el mar
para lavar su piel; y así continuó hasta que
por fin, después de un último enjuague, se
recostó de espaldas, alzó las patas y el extre-
mo de su ancha cola, dispuesta a descansar
flotando sobre el agua.
Bobby era otra nutria marina que veía
a Pat por primera vez. Notó que, a pesar de
su tamaño, ella parecía saber desenvolverse
por su cuenta. Y fue a su encuentro.
—Hola —dijo—. ¿Qué es lo que es-
tás haciendo?
—Nada —dijo Pat, sin molestarse
siquiera en abrir los ojos, ya que ella, senci-
llamente, no tenía ninguna necesidad de ha-
blar con nutrias desconocidas.
Bobby chapoteó a su alrededor, y se
recostó, como Pat, sobre el agua.
—Perfecto —dijo—. Porque como
tampoco yo tengo nada que hacer, no hare-
mos nada juntos.
14

—El mar es bastante grande —dijo


Pat—. Hay suficiente espacio para ambos.
—Sí, sí que es grande —dijo Bobby.
Pero era evidente que a él no lo podían des-
pedir tan fácilmente—. ¿Sabes que se llama
Pacífico?
—No, no lo sabía —dijo Pat, mos-
trándose por fin interesada—. ¿Y por qué?
—Eso tendrás que preguntárselo a
Geronte —dijo Bobby—. El lo sabe todo.
—No conozco a Geronte —dijo Pat.
—Por supuesto que no —dijo Bob-
by—. Porque hasta ahora no has sido más
que un bebé obligado a permanecer siempre
cerca de su madre. Geronte es uno de los
ancianos que vive en la zona en la que están
15

todos los varones. Y gracias a que mi madre


ha tenido hace poco una nueva cría, yo estoy
con ellos la mayor parte del tiempo. Real-
mente prefiero estar con Geronte, porque co-
noce un montón de cuentos.
—No me digas. ¿De verdad que con-
testa a todo? —preguntó Pat—. Mi madre
dice que hago demasiadas preguntas, y ade-
más ella raramente me responde.
—Bueno, házmelas a mí —dijo Bob-
by—, y si puedo, te responderé, si no, se lo
preguntaré a Geronte. —Pero Bobby no sabía
en qué lío se estaba metiendo, ya que Pat
sencillamente no paraba nunca de hacer pre-
guntas.
—Es que todavía desconozco muchas
cosas —dijo Pat—, y quiero saber. Para co-
menzar dime cómo te llamas.
—Me llamo Bobby —dijo—, y sé
que tú te llamas Pat. Pero mira, se aproxima
mi madre. Ella se llama Carrie.
Una nutria de gran tamaño, llevando
sobre el pecho una nutria bebé, se acercó a
ellos.
—Hola —le dijo Bobby—. Te pre-
sento a mi nuevo amigo. Se llama Pat, y lo
que quiere es saber.
—¿Y qué es lo que quiere saber?
—preguntó Carrie.
—Absolutamente todo —dijo Bobby.
—Bueno, si por ahora se conforma
con saber dónde se encuentra su madre —di-
jo sonriente Carrie—, puedo informarla que
16

está en la ciénaga de aquel lado, durmiendo


entre la maleza.
Carrie deslizó su brillante cuerpo a
través del agua, yendo al encuentro de las
madres nutrias en la ciénaga.
—¿Qué es lo que se llama maleza?
—preguntó Pat—. Sé que nos envolvemos
en ella durante la noche para no flotar a la
deriva. ¿Pero qué es exactamente?
—Eso sí que lo sé —dijo Bobby—.
Son en realidad algas marinas, un tipo muy
largo y resistente de algas marinas.
—¿Y eso de qué está hecho? —pre-
guntó Pat. Sin ambargo, antes de que Bobby
pudiera contestar, añadió—: Tengo ham-
bre. —Su madre decía que siempre estaba
haciendo preguntas o comiendo.
—También yo tengo hambre —dijo
Bobby—. ¿Te gustaría acompañarme a bus-
car comida? Conozco un lugar espléndido.
17

—Tengo siempre que advertir a mi


madre adonde voy —-dijo Pat—. Vamos a
decírselo, y luego podremos salir juntos
a bucear.
Y fueron hacia la ciénaga, llevados
por el impulso de sus robustas patas.
—Puedo adivinarlo —dijo la madre
de Pat en cuanto los vio llegar—. Queréis ir
por comida. Está bien Pat, te doy permiso.
Yo estoy cansada, y si vas en compañía de
Bobby me quedo tranquila.
Y partieron. Bordeando algunas rocas
llegaron a una ensenada de poca profundi-
dad. Allí se sumergieron, y al rato Pat ya
había encontrado algunos erizos y pepinos
de mar. Vio luego que Bobby martilleaba una
roca con un guijarro. ¿Qué podía estar ha-
ciendo? Mas siendo imposible preguntárselo
bajo el agua, salió a la superficie. Mientras
lo esperaba, sacó el guijarro que siempre lle-
vaba debajo del brazo, lo puso sobre sí, y
comenzó a estrellar contra el canto un erizo
que quería romper. Entonces Bobby emergió,
y le dio alcance.
—¿Qué es lo que has encontrado?
—preguntó Pat.
—Algo especial para ti —contestó—.
Mira, son ostras.
Bobby se acomodó encima del pecho
un guijarro grande, y sobre él empezó a dar
golpes con mucha fuerza. Pat, recostada de
espaldas, entre tanto comía las presas que
había esparcido sobre su vientre, y logró co-
18

mérselas todas antes de que Bobby terminara


de abrir la ostra.
—Prueba esto —dijo Bobby.
Era deliciosa. Pat nunca había pro-
bado una antes. La sostuvo entre sus patas
y lamió hasta no dejar nada dentro. Después
se revolcó en el agua, con el fin de asegurarse
que su piel quedara limpia, al tiempo que
Bobby comía la otra ostra que había abierto.
Al terminar, él también se revolcó en
el mar, y cuando acabó se acercó a Pat para
flotar a su lado.
—Puedo arreglármelas con los meji-
llones —dijo Pat—, pero no me creo capaz
de abrir esas ostras.
—_Quizás no queden muchas por abrir
dentro de poco —dijo Bobby.
—¿Y por qué no deberían quedar?
—preguntó Pat.
—-Porque somos demasiados —dijo
Bobby—. Esa es la razón por la que cada vez
resulta más difícil encontrar comida.
—Nadie más parece conocer este lu-
gar —dijo Pat—. Vayamos por algunas más,
y esta vez veré si puedo abrir una yo sola.
Bucearon entre las rocas, reconocien-
do con sus patas el terreno y mirando en los
alrededores. Por fin, cada uno encontró una
ostra. Tuvieron que salir a la superficie para
respirar de nuevo.
Bobby entregó su guijarro a Pat.
—El que tienes es ya demasiado pe-
queño para ti —dijo—, mientras que yo
a
19

necesito uno mayor porque he crecido. Así


que iré al fondo a buscar otro.
Al marcharse Bobby, Pat comenzó a
golpear la ostra contra su nuevo guijarro,
porque no quería esperar a que Bobby la
abriera en su lugar. Y aunque el trabajo era
difícil, cuando Bobby salió a la superficie ya
había conseguido romperla. Pronto estuvie-
ron comiendo juntos. Después se revolcaron
en el agua, como siempre hacían para lavar
sus abrigos, y al terminar estaban otra vez
flotando de espaldas sobre el agua. -

—¿Por qué? —preguntó Pat—. ¿Por


qué tenemos que hacer esto cada vez que co-
memos? La piel es una tremenda incomodi-
dad, ¿no lo crees?
—Te equivocas —dijo Bobby—. ¡Nos
mantiene calientes y nos ayuda a flotar, con-
servando seco nuestro pellejo gracias al aire
que contiene. Pero debe estar siempre limpia,
20

porque si se ensuciara pasaríamos frío, y ade-


más nos hundiríamos.
—Oh —exclamó Pat. Por primera
vez no tenía ninguna pregunta que hacer,
debido al cansancio que sentía por tanto bu-
cear y romper ostras.
Pronto se hallaron al lado de sus ma-
dres, las cuales reposaban envueltas con man-
tas de algas, mantas muy grandes en el caso
de aquellas que cargaban alguna cría, para
así evitar que el bebé pudiera caer. Bobby y
Pat se echaron boca arriba y se cubrieron
los ojos con las patas, tal y como se les había
enseñado. Pat se preguntaba por el motivo
de esa costumbre.
—Quiero saber... —dijo, pero ya no
alcanzó a decir nada más, porque al instante
se durmió.
IC

2
Jugando a «hacer el muerto»

A la mañana siguiente Pat fue des-


pertada por la voz de Bobby, quien le decía:
«Vamos, despierta, que te traigo el desayu-
no», dicho lo cual le puso un cangrejo sobre
el vientre.
—Aaaay —exclamó Pat—. El desayu-
no éste se me ha enredado entre los bigotes.
Bobby utilizó un guijarro para matar
al cangrejo, liberando así los rígidos bigotes
de Pat de las garras que los atenazaban.
—Yo en tu lugar me comería eso de
un tirón —dijo—. Está riquísimo.
Pat le hizo caso, descubriendo que
aquello era, en efecto, muy sabroso.
. —¿Traes algo más? —le preguntó
cuando finalizó de comer.
Pero Bobby no contestó. O piabi el
cielo.
—No me gusta la pinta que tiene
—dijo—. Esas son nubes de tormenta, y el
mar comienza a ponerse agitado. Será mejor
que vayamos hacia alta mar.
—¿Por qué? —preguntó Pat.
22

—Porque de lo contrario las olas nos


empujarían contra las rocas.
—Pues yo no veo ninguna ola —dijo
Pat—. Voy a volver al sitio que descubrimos
ayer. Me apetece otra ostra.
—No, no lo hagas —dijo Bobby—.
En ese lugar precisamente nacerán las olas.

Pero su advertencia fue inútil, porque


Pat, sin prestarle atención, estaba ya de re-
greso en la ensenada, buscando ostras bajo
el agua. Encontró una, mas al emerger no
pudo entretenerse en abrirla, impedida por
las olas que reventaban contra las rocas. Y
cerca estuvo, incluso, de ser arrojada contra
un borde cortante.
23

Intentó luego nadar hacia el fondo,


pero las olas no le permitían avanzar. Enton-
ces, cuando luchaba por acercar su resbala-
dizo cuerpo hasta una roca, apareció Bobby.
—Vamos —le dijo—. Sujétate a mi
espalda y patalea tan rápido como puedas.
Y cierra los ojos cuando atravesemos las olas.
Has sido una imprudente. Te advertí que de-
bíamos alejarnos de aquí porque las olas son
siempre más peligrosas cerca de las rocas.
Cuando estaban ya a una buena dis-
tancia de la zona rocosa, Bobby dijo:
—Ahora suéltate y abre los ojos, pero
sin dejar de patalear. Has hecho una tonte-
ría. Jamás debes acercarte a las rocas durante
una tormenta.
E
—Pero es que yo quería una ostra.
Ay, la he perdido...
—Bueno, era preferible que se perdie-
ra una ostra antes que una pequeña nutria
marina tan boba. Porque es que tú no sabes
hacer preguntas, y lo que es peor todavía,
nunca atiendes a las respuestas que se te dan.
Sospecho que es muy poco lo que conoces
sobre el mar. Por ejemplo, ¿sabes algo de las
ballenas?
—No —dijo Pat.
—Y en cambio deberías —dijo Bob-
by—. Se comen a las nutrias, o al menos eso
lo hacen las que son asesinas. Pero es muy
fácil librarse de ellas porque jamás comen
lo que creen muerto. Así que para evitarlas
uno no tiene nada más que hacerse el muerto.
Cuando veas que una gran aleta se te acerca,
ovíllate y quédate quieta. De ese modo la ba-
llena pensará que estás muerta, y te dejará
en paz. Venga, practiquemos antes de llegar
a zonas más profundas, donde quizás nos to-
pemos con ballenas asesinas. Yo haré las ve-
ces de una de ellas, persiguiéndote por un
rato con una pata fuera como si se tratase
de una aleta. ¿Preparada? ¡Vamos!
Pat, nadando de espaldas, se alejó
rápidamente. Al rato, vio emerger la pata de
Bobby. Entonces se sumergió, buceó en zig-
zag, y una vez fuera enroscó su cuerpo, y así
se mantuvo, quieta, muy, pero que muy quie-
ta. Se sorprendió bastante cuando sintió que
alguien la zarandeaba.
25

—Pat — llamó ese alguien, que resul-


tó ser su madre—. Vamos, que tenemos que
alejarnos de la costa. ¡Pat! ¿Pero me puedes
explicar qué es lo que estás haciendo?
—Vete —dijo Pat—. ¿No ves que es-
toy muerta?
—Las nutrias muertas no hablan
—dijo Bobby, que acababa de alcanzarlas—.
Sólo le estaba dando una lección sobre las
ballenas asesinas. -
—Una muy buena lección por lo que
se ve —dijo la madre de Pat—. Nunca antes
la había visto callada por tanto tiempo. Pero
ahora hay que despabilarla para poder ir ha-
cia alta mar.
—-Pat —dijo Bobby.
Pat abrió un ojo.
—-¿Sigo muerta? —preguntó.
—NO0, ya no, y todavía seguimos lejos
del fondo. ¡Ey, aquí está mamá!
Carrie, con el bebé sobre el pecho, se
aproximó adonde estaban. En seguida, todos
juntos emprendieron la marcha.
—¿Y cómo haremos para alimentar-
nos aquí? —preguntó Pat, cuando ya se ha-
llaban lejos de la costa rocosa—. El mar es
muy profundo. Nunca podremos llegar hasta
abajo.
—-Cogeremos peces y quizás algunos
pulpos —dijo su madre—. Bobby, llévate
contigo a Pat y ved si podéis encontrar algo
para comer.
Y se sumergieron. Cada uno encontró
26

un pescado, que comieron al salir a la super-


ficie.
—¿Qué hay después? —preguntó
Pat—. Todavía tengo hambre.
— Iremos un poco más abajo —dijo
Bobby—, y trataremos de encontrar calama-
res O pulpos.
—¿Qué cosa es un pulpo? —pregun-
tó Pat. á
—Un animal con un montón de pa-
tas que se retuercen —dijo Bobby—. Te lo
mostraré.
Poco después cada cual había cogido
un pequeño pulpo.
21

—Ay, me hace cosquillas en el pecho


—dijo Pat—. Se mueve demasiado.
Bobby le enseñó cómo hacer para ma-
tarlo con el guijarro, y luego ambos se entre-
garon a comer con apetito.
—Mmmm —dijo Pat—. Está rico.
Esto de estar en alta mar me encanta.
Nadaron de regreso al lugar donde se
encontraban sus madres, quienes se balan-
ceaban en medio de los tumbos de la tem-
pestad. Bobby extendió sus brazos hacia Ca-
rrie.
—Dame a mi hermanita —dijo—,
para que vosotras podáis ir por comida.
Pat vio cómo Carrie entregaba a Bob-
by la cría, la cual con sus cortas patas se aga-
rraba al pecho de su hermano.
—Será mejor que te quedes a mi lado
—dijo Bobby—, porque la tormenta es tan
fuerte que se me podría resbalar de las ma-
nos. Si ello ocurriera tu ayuda me serviría.
Y Pat no se apartó de allí.
Las dos nutrias mamás fueron a pes-
car, y cuando comieron lo suficiente se recos-
taron de espaldas con la mirada puesta en sus
dos niñeras. Al cabo notaron que estaban
discutiendo.
Pat, pataleando con todas sus fuerzas,
fue hasta donde se encontraba su madre.
—Bobby no me deja cargar a la nena
—dijo—. ¿Es que no puedo?
—-Claro que puedes, pero no con esta
tormenta —dijo su madre—. Espera a que
28

el mar se apacigije cuando pase la borrasca.


Oh, cielo, oye cómo la pequeña reclama su
comida. —La cría lloraba con fuerza, por
lo que Carrie fue hacia ella y la tomó de los
brazos de Bobby. Poco después, la cría bebía
la leche que le daba su madre.
—No hay que asombrarse de que pese
una tonelada —dijo Bobby.
Luego se dirigió a Pat.
— Vamos —le dijo—, que es la hora
de la cena.
—-¿Y qué es lo que tenemos de cena?
—preguntó Pat.
—-Pescado —dijo Bobby.
Y cada uno cogió dos peces, que co-
mieron antes de emprender todos juntos el
camino de regreso a la ciénaga. Hasta que
por fin pasó la tormenta. Ese día, de todos
modos, había sido sumamente agotador, y
por ello Pat se sentía muy cansada, aunque
no lo bastante como para dejar de hacer pre-
guntas. )
—¿Qué es lo que origina las tormen-
tas? —preguntó adormecida.
Bobby intentó buscar una respuesta,
pero se dio cuenta de que Pat, con las patas
sobre los ojos, se había ido ya a dormir. Y él,
entonces, no hizo más que imitarla.
3
¡Tiburones!

Por la mañana al despertarse vieron


un mar cristalino y el despuntar del sol. Bob-
by volvió a presentarse con el desayuno para
Pat, y a ella volvió a encantarle. Pero cuando
terminó de comer y una vez que hubo lavado
su piel, dijo:
— Mañana no me traigas nada. Quie-
ro que me lleves contigo y que me enseñes
cómo se hace para arrancar las presas.
Bobby se rió.
—Bueno —dijo—. Supongo que tie-
nes que aprender a hacerlo. De acuerdo, te
enseñaré. Pero ahora nos recostaremos y char-
laremos un rato. Dime, ¿qué te gustaría pre-
guntarme?
—Quiero hacerte preguntas sobre los
tiburones.
—Pues no hay tiempo para eso. Va-
mos, deprisa. Ponte boca abajo y nada detrás
mío. No, mejor a mi lado.
—-¿Pero por qué?
—Ahórrate aliento y ve tan rápido
como puedas hacia la playa. Allí estaremos
30

a salvo. Hay tiburones a nuestras espaldas.


No mires, sólo muévete. ¡Pero rápido!
Como llevaban sus guijarros asidos
bajo el brazo, debían impulsarse con una sola
pata delantera y utilizar las traseras a modo
de aletas. Y aunque por ese motivo sus movi-

mientos resultaban bastante torpes, conse-


guían de todas formas avanzar con bastante
rapidez. Al fin, alcanzaron la orilla, y desde
allí pudieron ascender por la playa.
—Y ahora —dijo Bobby— date la
vuelta y mira a tu alrededor.
Pat se giró. Vio las aletas que sobre-
salían del mar y los coletazos que daban.
—Bueno, en realidad no era mi inten-
ción darte semejante lección sobre los tiburo-
nes. Ellos nadan más rápido que nosotros,
sólo que no pueden pisar tierra firme. De
modo que si alguna vez te topas con uno, lo
mejor que puedes hacer es escapar a toda
velocidad hacia la playa o protegerte en las
zonas rocosas.
31

—Pero nosotros tampoco podemos


quedarnos mucho tiempo en tierra —dijo
Pat—. Así nuestras pieles se maltratan.
—Bah, pronto se irán. Ahora están
de mal humor porque no han conseguido
cazarnos, pero cuando se les pase podremos
regresar a la ciénaga sin problemas.
Al rato, los tiburones comenzaron a
alejarse. Pat y Bobby se miraron. Tenían el
pelaje seco y erizado en mechones.
—Llevabas razón, Pat —dijo Bob-
by—. Nuestras pieles se dañan cuando per-
manecemos en tierra. Así que ahora nos con-
viene mojarnos bien antes de intentar el retor-
no a la ciénaga.
Y allí, al borde del mar, comenzaron
entonces a jugar entre unas olas apacibles y
no tempestuosas como las del día anterior.
Pat empujó a Bobby desde una roca,
y se lanzó al agua tras él. Y así estuvie-
ron, chapoteando y revolcándose, hasta que
sus pieles quedaron nuevamente lisas y bri-
llantes.
—¿ Ya estoy bastante limpia? —pre-
guntó Pat.
—Sí —dijo Bobby—, pero todavía
tienes algunas algas marinas enredadas en la
piel. Será mejor que te las arranques.
Pat obedeció.
—A ti también te quedan unas cuan-
tas —dijo—. Por la espalda.
Bobby se frotó la espalda contra una
roca.
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33

—¿Me las he quitado todas? —pre-


guntó.
—No —dijo Pat, y se acercó para
desprenderle una diminuta alga del cuerpo.
—Y ahora —dijo Bobby— quiero
asegurarme de que estás a prueba de agua.
Entonces la empujó contra las olas, y
ella logró salir a flote sin ningún problema.
—Perfecto. Y ahora haz lo mismo
conmigo —dijo Bobby. Y Pat se abalanzó
sobre él y lo empujó al agua, sin permitirle
luego salir a la superficie cada vez que lo
intentaba.
—Ya basta —masculló Bobby—.
¿Cómo quieres que respire si no haces más
que hundirme?
—Veamos si flotas bien —dijo Pat.
Bobby se recostó de espaldas, y gra-
cias al aire que contenía su piel pudo flotar
perfectamente.
—¿Por casualidad no es ya la hora de
la cena? —preguntó Pat—. Estoy hambrienta.
—-Sí, hemos estado muchas horas fue-
ra —dijo Bobby—. Pero al menos no nos
hemos dejado comer por esos tiburones.
En seguida estuvieron surcando veloz-
mente el mar, camino hacia la ciénaga.
Encontraron molesta y preocupada a
la madre de Pat.
—«¿Dónde habéis estado? —pregun-
tó—. Se supone que si os vais a marchar por
un rato debéis advertírmelo.
—No pudimos —dijo Pat—. Fuimos
34

perseguidos por unos tiburones. Aunque yo,


claro, supe en todo momento cómo compor-
tarme.
Mas a su madre no la podía engañar
con esa fanfarronería.
—Caramba —exclamó—. Gracias a
que Bobby estaba contigo.
$5

—Y ahora oídme, vosotros dos —dijo


Carrie—. Debéis estar hambrientos después
de semejante aventura, así que id a buscar
comida. Pero no volváis hasta la hora de ir
a dormir.
—¿Por qué? —preguntó Pat.
—Lo sabrás cuando regreses —dijo
Carrie—. Es una sorpresa.
Pat y Bobby se sumergieron en com-
pañía de otras nutrias, y en el fondo Pat lo-
gró encontrar un puñado de erizos. Pero en
el instante de salir a la superficie para res-
pirar y comer sus presas, alguien le arrebató
todo cuanto llevaba. Y llamó a Bobby.
—Ajá, ya sé de quién se trata —di-
jo—. La llamamos Bribona. Es una nutria
tan vaga que por no bucear roba a las que
son más pequeñas que ella. De todos modos,
no le conviene volver a intentarlo. Toma,
coge algunos de los míos.
——Creía que todas las nutrias se ayu-
daban entre ellas —musitó Pat, mientras mas-
ticaba.
—Pues no, me temo que también las
hay malas —dijo Bobby—, al igual que hay
peces malos del estilo de los- tiburones y
también hombres, como los que se dedican a
cazar nutrias. Supongo que sabes algo sobre
ellos.
—No —dijo Pat dubitativa. Ese día
parecía servir sólo para conocer las cosas
desagradables.
—Bueno, la verdad es que ahora ya
36

no ocurre tanto. Pero hubo una época en


que los hombres nos cazaban con palos para
obtener nuestra piel y poder abrigarse con
ella.
—¿Y por qué sienten frío? —pre-
guntó Pat.
—-Simplemente porque el hombre
nace desnudo, sin pelaje, o sea que no vale
para nada —dijo Bobby—. Y encima a los
pescadores no les gusta que nos acerquemos
a unos estupendos mariscos llamados abalo-
nes. Hasta puede ocurrir que nos disparen si
lo hacemos. Pero también hay hombres bue-
nos que se preocupan por las nutrias enfer-
mas, y que incluso nos ayudan a buscar nue-
vos hogares.
—¿Y para qué queremos nuevos ho-
gares? —preguntó Pat—. Explícamelo, que
quiero saberlo todo.
—Será mejor que volvamos con tu
madre. Es casi la hora de ir a dormir.
Y pronto descubrieron de qué sorpre-
sa se trataba. La madre de Pat, profunda-
mente dormida, sostenía en sus brazos un
crío arropado con algas. El bebé, con el
cuerpo cubierto de piel, tenía abiertos los
ojos.
—No despiertes a tu madre —dijo
Carrie—. Podrás hablar con ella por la ma-
ñana. Es un hermanito para ti, Pat.
Aquél había sido un día muy emo-
cionante, quizás demasiado emocionante;
aunque, eso sí, con un final feliz.
37

Pat, por una vez, no hizo ninguna pre-


gunta. Se fue directamente a dormir con las
patas sobre los ojos y una sonrisa dibujada en
su rostro.
CARA

4
Pat conoce a Geronte

A la mañana siguiente Pat y Bobby


desayunaron y conversaron un rato con la
madre de Pat. Después Carrie los llamó.
—-¿Podéis cuidar a la cría mientras yo
buceo un poco? —preguntó—. Creo que esta
vez Pat sí que puede cargarla, ya que todo
está muy quieto.
Como la hermanita de Bobby era un
bebé de peso considerable para el pequeño
tamaño de Pat, Carrie tuvo sumo cuidado en
colocarla sobre su regazo.
—Encárgate de ellos —dijo a Bobby
haciéndole un guiño. El entendió lo que que-
ría decir.
Entonces las madres se alejaron, y
Pat no tardó en comenzar con sus quejas.
—Pesa un montón, y además se re-
tuerce como un pulpo.
—¿Quieres que yo la cargue? —pre-
guntó Bobby.
—No, si la verdad es que es encan-
tadora —dijo Pat—. Pero no debo olvidar
39

que no me la puedo comer como si fuera un


pulpo, ¿verdad?
—Claro que no —dijo Bobby, horro-
rizado—. Preocúpate solamente por sostener-
la con cuidado. Puedes también cantarle o
hacer algo similar.

Pat comenzó a canturrear suavemente:


—Miiou, miiou.
La cría nunca había escuchado un rui-
do tan peculiar. Así que se sobresaltó, res-
baló y cayó al agua. Pero por fortuna podía
flotar. Bobby se echó a reír, y luego levantó
a la cría y la volvió a poner sobre Pat.
—Esto me gusta —dijo Pat—. Hace
que me sienta importante.
—Te comprendo —dijo Bobby—.
Siento lo mismo cuando tengo que cuidar de
nutrias pequeñas y bobaliconas que sólo sa-
ben hacer demasiadas preguntas.
Pat sacó la lengua, y no respondió de
40

otro modo porque con el bebé a cuestas le


resultaba imposible.
—Sé qué podemos hacer por ella
—dijo Bobby—. Como todavía no tiene nom-
bre, le podemos poner uno.
—Ya lo tengo —dijo Pat—. Chillo-
na; porque no hace más que gritar.
—Lo único que pasa es que quiere
un poco de leche —dijo Bobby—. Pero es-
pera, se me ocurre un buen nombre. Como
nos gustan los moluscos, podemos llamarla
Molly.
—Sí, Molly me gusta. ¿Pero qué es
un molusco?
—Es el modo correcto de llamar a los
mariscos —dijo Bobby—. Geronte me lo ha
enseñado.
A su regreso, Carrie se mostró conten-
ta cuando supo que la cría ya tenía un nom-
bre. Y Pat, una vez libre, fue a ver si podía
también cargar a su hermanito.
—No, aún es demasiado pequeño,
pero sí que puedes vigilarlo cuando yo me
marche —dijo su madre.
Mientras el bebé dormía, su madre
se apartó de él silenciosamente, y lo dejó flo-
tando envuelto con las algas. De igual modo,
al volver, lo tomó otra vez en brazos, de tal
forma que él nunca llegó a saber que había
estado ausente.
En ese momento Bobby pensó que lo
mejor que podía hacer era ir a reunirse con
los varones, sobre todo porque se suponía
a
41

que Geronte les hablaría de algo muy im-


portante.
—¿Me dejarán escuchar a mí tam-
bién? —preguntó Pat.
—Lo averiguaremos —dijo Bobby.
Cuando llegaron a la ciénaga ocupada
por los varones, Dud, otra pequeña nutria,
les salió al encuentro.
—¿Dónde está Geronte? —preguntó
Bobby—. Quiero que conozca a Pat.
—Llegará dentro de unos momentos,
porque tiene que hablarnos.
—Ya, ya lo sé. Oye, ¿le podrías pre-
guntar si Pat se puede quedar? Porque quiere
saberlo todo, y yo ya no puedo contestarle a
nada más.
Dud fue a consultar y al volver dijo:
——Podéis verlo ahora. Vamos.
En cuanto se vieron, Pat y Geronte
sintieron el uno por el otro una gran sim-
patía.
—Verás, Pat —dijo Geronte—, el
caso es que no es frecuente la presencia de
mujeres entre nosotros.
- —Pero es que yo no soy simplemente
una mujer —dijo Pat—. Soy también una nu-
tria que quiere saber.
—Y nos hace demasiadas preguntas
que no somos capaces de responder —dijo
Bobby—. Por favor, permítele quedarse.
—Está bien, está bien, que se quede
—dijo sonriendo Geronte—. Pero que se
acomode detrás de los demás.
42
Geronte dio comienzo a su charla.
—Hoy tengo que hablaros de algo im-
portante. Antes, sin embargo, debo decir algo
sobre nuestro pasado, sobre la historia de la
nutria marina.
Pat estaba ya impaciente por hacer su
primera pregunta.
—-Por favor Geronte, ¿me puedes de-
cir por qué nos llaman nutrias de mar?; por-
que, que yo sepa, a los hombres no los lla-
mamos Hombres de Tierra.
—Es que no somos la única clase de
nutrias que existe —dijo Geronte—. Hay por
43

ahí unos animalejos cuatro veces más peque-


ños que nosotros a los que llaman nutrias de
río por vivir sobre suelo firme y en los ríos.
Pero en realidad no se parecen demasiado a
nosotros, porque por ejemplo no tienen la
costumbre de comer pulpos.
Un murmullo de espanto surgió de la
zona donde se encontraban las nutrias jó-
venes.
—¿Y qué es lo que comen entonces?
—preguntó alguien.
44
—Sobre todo pescado, creo —dijo
Geronte—. Bueno, bueno, ¿dónde nos había-
mos quedado?. Ah, sí. Decía que solíamos
vivir por las costas de este gran océano, el
Pacífico, pero que en la actualidad solamente
quedan escasos grupos dispersos aquí y allá.
Ello ha ocurrido en primer lugar por culpa
de los hombres, ya que se dedicaban a cazat-
nos para conseguir nuestra piel.
—Ya te lo había dicho yo —susurró
Bobby.
—Sssshh —resoplaron las demás nu-
trias.
—Y aunque ahora ya no se les per-
mite cazarnos —continuó Geronte—, nos
quitan parte de nuestra mejor comida.
—Pero eso no es justo —dijo Dud—.
Estamos ya bastante escasos de comida.
—-Sí —dijo Geronte—. El verdadero
problema es que somos demasiados. Por esa
causa algunos de nosotros tendremos que mu-
darnos a lugares en los que abunde más el
alimento. Este, por ser el tiempo de los ven-
davales, no es el momento más adecuado para
hacerlo. Pero cuando llegue la primavera nos
desplazaremos a lo largo de la costa hacia
donde nuestros antepasados —o sea las nu-
trias que vivieron antes que nosotros—, acos-
tumbraban vivir. Es una zona más fría, y se-
guramente no habrá muchos hombres por los
alrededores. Allí tendremos suficiente comida
para todos.
—Todavía falta mucho para que lle-
45

gue la primavera —dijo lamentándose una


nutria—. Yo ahora ya paso hambre.
—-Sí —contestó Geronte—. De modo
que hasta que podamos irnos tendremos que
salir a buscar la comida más lejos. Adentra-
ros más en el mar, donde encontraréis peces
y calamares en lugar de mariscos. Dicho sea
de paso, ¿sabíais que en otros tiempos nos
llamaban Viejos Hombres del Mar por nues-
tros bigotes?
—¿Y eso cómo lo sabes? —preguntó
Pat, audazmente.
—-Pues porque me lo contó mi padre
y a él el suyo y así sucesivamente. Nosotros,
los de viejos tiempos, sabemos muchas cosas
gracias a que otros, también de viejos tiem-
pos, a su vez nos las contaron.
—¿Soy yo un Viejo Hombre del Mar?
—preguntó Pat.
—Bueno, la verdad es que tienes unos
bigotes magníficos —dijo Geronte, provo-
cando con su respuesta una risotada gene-
ral—. Bien, aquí termina mi parte. Ahora es
vuestro turno. Quiero que todos vosotros,
Jóvenes Hombres del Mar, vayáis donde
vuestras madres y amigos y que les contéis
todo lo que os he dicho, para que así sepan
que en primavera tendremos que abandonar
este lugar.
Todas las nutrias entonces comenza-
ron a saltar para demostrar su alegría, y por-
que ése era el único modo de poder aplaudir.
Terminada la reunión, Bobby y Pat regresa-
46

ron a la ciénaga. Allí, después de comer algo


y de lavarse, relataron a sus madres lo expli-
cado por Geronte.
—Tiene razón —dijo Carrie—. Se
está haciendo cada vez más difícil conseguir
comida, y es una buena idea la de partir en
primavera.
—Sólo que será difícil encontrar un
lugar deshabitado, porque es como si los
hombres estuviesen en todas partes —dijo
Bobby.
—Aún quedan sitios desiertos, apar-
tados de las ciudades —dijo la madre de
Pat—. Geronte seguramente los conoce.
—Me encanta Geronte —dijo Pat—.
Hay un montón de cosas que me gustaría
poder preguntarle.
— ¡Qué gran alivio para mí! —dijo
su madre.
—Geronte lo sabe todo —dijo Bob-
by—. Y ha dicho que podíamos ir a hablar
con él cuando lo deseáramos.
—Oh, estupendo —dijo Pat—. Pien-
so hacerle un montón de preguntas. Por ejem-
plo, ¿por qué...?
Y así se quedó dormida, pensando en
todas las cosas que quería saber.
IIA

5
Hombres al rescate

A la mañana siguiente Bobby despertó


a Pat ofreciéndole un erizo.
—Sé que es un desayuno muy ligero
—le dijo—, pero parece que ya no hay erizos
mayores.
—No te preocupes —dijo Pat—. Iré
contigo y encontraremos más en un instante.
Fueron hasta la pequeña ensenada y
allí encontraron más comida, sólo que esta
vez Bribona los siguió. Bobby, seguro de que
Bribona no desaprovecharía la oportunidad
de robar a una cazadora inexperta como Pat,
no se apartó de su lado. Y Pat, en efecto,
no tardó en gritar «¡Me los ha quitado!», así
que se lanzó en su persecución. Bobby y Bri-
bona eran del mismo tamaño, pero él le dio
una buena torta en la nariz y recuperó la
comida. Se la devolvió a Pat, y luego esperó
a que Bribona saliera a la superficie para res-
pirar.
—Lárgate de aquí, zopenca —dijo
Bobby—. Y elige a uno que sea de tu tamaño
48

la próxima vez que quieras robar. Pero de


Pat mantente alejada en el futuro.
Cuando Bribona desapareció bajo el
agua, Bobby volvió al lado de Pat.
—Creo que ya no te ocasionará más
problemas —le dijo.
—Muy bien —dijo Pat—. Pero mira,
Bribona no ha sido la única que nos ha se-
guido.
Bobby miró a su alrededor. Un nú-
mero considerable de nutrias había localizado
su paraje secreto.
—Tendremos que buscarnos otro si-
tio —dijo Bobby—. No te preocupes. Vamos,
regresemos a la ciénaga.
Cuando estuvieron de vuelta encon-
traron a Molly echada de espaldas en el agua
con la cabeza apoyada sobre el cuerpo de su
madre.
49

—Está aprendiendo a nadar —dijo la


tía Carrie. Y se apartó delicadamente, de-
jando que la cría flotara sola sobre el agua.
El nuevo hermanito de Pat, acurru-
cado en el cuerpo de su madre, dormía pro-
fundamente.
—Ya he desayunado —dijo ella—.
La tía Carrie me trajo algunos calamares
—luego se dirigió a Bobby—. Tu hermana
está creciendo —le dijo— y dentro de poco
podrá salir contigo de caza.
Pero ello no pudo cumplirse en las
próximas semanas, porque se hizo cada vez
más difícil conseguir algo de comida. Bobby
y Pat se sentían más hambrientos según pa-
saba el tiempo, y comenzaba a vérseles flacos
y descarnados. Se hallaban además algo suel-
tos y poco vigilados, ya que sus madres, tan
atareadas como estaban en buscar alimento
para los bebés, no podían ocuparse de ellos.
Así que tenían a diario largas conversaciones
con Geronte, porque quedaba aún mucho por
aprender, y porque hablando podían olvidar-
se del hambre que pasaban. Pat le hacía una
pregunta tras otra.
Hasta que un día se desató una tor-
menta. Pat y Bobby, estando algo apartados
de la ciénaga, fueron arrastrados por una
enorme ola hacia una playa. Y allí se queda-
ron, tendidos en la arena, cuando la marea
bajó.
—No te preocupes —dijo Bobby—.
Cuando suba la marea volveremos al agua.
50

Pat dormitó un rato, hasta que oyó


un rumor que viniendo desde la playa se
aproximaba hacia ellos y que luego cesó.
Alzó la mirada y enseguida lanzó un
grito. Dos seres extraños estaban ahí obser-
vándola. Se dio cuenta de que debían ser
hombres. Uno de ellos tenía el pelo blanco.
—No pasa nada —dijo Bobby—. No
creo que quieran hacernos daño, porque no
traen palos, sólo redes.
Los hombres bisbiseaban sonidos ex-
traños, de una forma que hizo sospechar a
Pat que estarían hablando. «Me pregunto por
51

qué no pueden hablar correctamente como lo


hacemos nosotros», pensó.
Pero, de improviso, las redes cayeron
a sus pies. Y antes de que lograran darse
cuenta de lo que ocurría, Pat y Bobby se vie-
ron metidos en redes separadas y llevados
por la playa cargados sobre los hombros de
los hombres.
Pat estaba asustada.
—¿Qué está pasando?, ¿dónde nos
llevan? —preguntaba a Bobby, pero él no
podía escucharla.
Bobby se sentía furioso. Y con rabia
intentaba, olvidando el hambre y el cansan-
cio, romper la red. Sólo que las redes no se
rompían como los mariscos, así que pronto
tuvo que desistir.
Después de recorrer un buen trecho
llegaron a unos edificios chatos. Pat y Bobby
no habían visto jamás algo parecido. Daban
la impresión de ser muy fríos y pobres.
Pero su sorpresa fue grande cuando
los llevaron a una habitación cálida en la que
fueron liberados de las redes e introducidos
en una bañera de agua caliente. Aquello era
maravilloso.
El hombre más joven entregó un pes-
cado a Bobby, quien inmediatamente se lo
dio de comer en la boca a Pat porque ella
estaba tan débil que era incapaz de comer
sin ayuda. El hombre rió y llamó a su com-
pañero para que viera lo que hacían. A Bob-
by le dieron luego otro pescado, pero como
52

el bocado llegó a su estómago en un santia-


mén, los hombres se sintieron en el acto ob-
servados por dos ojos como platos que pedían
más; y como entendieron muy bien el mensa-
je, entregaron dos pescados más a cada uno.
Al terminar de comer, las nutrias ma-
rinas se sentían apenas con fuerzas para la-
varse solas. En ese instante el hombre de pelo
blanco sacó a Pat del agua. Bobby trató de
impedirlo, pero ya era demasiado tarde. El
hombre la envolvió rápidamente en una toa-
lla, la secó con suavidad, y luego la depositó
sobre un cálido colchón. Al ver aquello,
Bobby permitió que el muchacho hiciera lo
mismo con él. Después se dirigió a Pat.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó.
—Sí —dijo ella—. Geronte tenía ra-
zÓn, ¿verdad?
—¿Sobre que hay hombres buenos y
malos? —dijo Bobby—. Sí, éstos deben ser
de los buenos. Me pregunto por qué saben
tanto sobre las nutrias.
Y añadió:
—Sabían que necesitábamos calor, y
que para no maltratar nuestra piel no debían
tocarnos con sus manos desnudas.
Bobby de pronto se sintió preocupa-
do. Pat no había hecho ni una sola pregunta
al menos en los dos últimos minutos, lo cual
era bastante extraño en ella. Pero no había
de qué preocuparse: ella ya estaba profun-
damente dormida, y Bobby al poco rato tam-
bién se durmió.
53

Cuando se despertaron, los alimenta-


ron y lavaron nuevamente, hasta dejar su
pelaje completamente limpio. A la hora de
acostarse les dieron otra vez un baño.
A la mañana siguiente, Pat y Bobby
recibieron más pescado, y todavía pidieron
más cuando los hombres creyeron que ya les
habían dado lo suficiente. Era tremendo el
ruido que hacían, y los hombres reían encan-
tados. Luego hablaron entre sí, y uno de ellos
abrió la puerta de la cabaña.
Bobby olfateó.
—-Conozco ese olor —dijo—. Vamos,
Pat.
—¿Es el mar? —preguntó Pat.
Siguieron a los hombres hacia el exte-
rior, donde había una gran alberca llena de
agua salada. Y poco después ambos estaban
ya en el agua, echados boca arriba.
Al atardecer los hombres fueron a ver
si era necesario volver a meterlos en la ca-
baña. Pero ellos seguían allí, recostados de
espaldas y con las patas sobre los ojos; bien
alimentados, felices y profundamente dor-
midos.
AE

6
Natación

Bobby y Pat se despertaron temprano


a la mañana siguiente.
—Estoy hambrienta —dijo Pat—.
¿Cuándo comemos?
—Tenemos sólo que esperar —dijo
Bobby—. Los hombres no se levantan tan
temprano como nosotros.
—Oh —exclamó Pat—. ¿Qué cosa
es eso que pasa volando? ¿Es algún tipo de
pájaro?
Bobby rió.
—Veo que sigues queriendo saber.
Geronte me habló de aquello. Es un avión.
—-¿Un qué?
—Un avión. O sea un pájaro hecho
por el hombre para transportar cosas y per-
sonas. Lleva un motor. Escucha.
Pat escuchó el rumor. No cabía duda
de que Bobby no se equivocaba.
—No mueve las alas —dijo.
—No, ni canta como un pájaro —dijo
Bobby en tono burlón—. Como tampoco
pone huevos. Es el motor lo que lo impulsa.
A
05

—Ajá —Jijo Pat, no muy convenci-


da. Porque en realidad no había entendido
nada; aunque eso, claro, no lo podía reco-
nocer.
En ese instante, el hombre de pelo
blanco avanzó hasta el borde de la alberca
llevando un cesto. Pero en lugar de echar
los peces al agua, sostuvo uno en el aire con
una mano. Bobby entonces pegó un salto y
lo cogió en el aire. Luego Pat trató de imi-
tarlo y por poco no le arranca la mano al
hombre. Ambos, Pat y el hombre, se mostra-
ron por ello muy preocupados, pero poco
tardaron Bobby y los hombres en echarse a
reír.
Después de hablar un rato entre ellos,
el muchacho se marchó. A su regreso apare-
ció vestido sólo con bañador, y así se acercó
temblando hasta el borde de la alberca.
Pat se mostraba preocupada por él.
—-Pero si está completamente desnu-
do —dijo—. Si es que no lleva nada encima
aparte de aquella cosa de color. Me parece
que se está helando.
—Te advertí que los hombres no te-
nían piel como nosotros —dijo Bobby—. Te
daría la impresión de que se hunde si se le
ocurriera meterse en el agua.
En ese preciso momento el muchacho
se zambulló. Y como era un excelente nada-
dor fue dando largas brazadas hasta el extre-
mo opuesto de la alberca, giró allí bajo el
agua, y luego regresó al punto de partida.
56

Bobby no se sentía nada impresio-


nado.
—Pues vaya modo de patalear y de
mover los brazos. Estoy seguro de que iría
más rápido si no desaprovechara sus energías
de semejante forma.
—-¿Por qué no tiene los pies palmea-
dos como nosotros? —preguntó Pat—. Le
serían útiles.
El hombre pasó entonces a nadar en
estilo braza.
—+Eso ya va mejor —dijo Pat—. ¿Pe-
ro no se le ve ridículo cuando saca la cabeza
del agua y abre la boca como si fuera un pes-
cado? Sí, eso es, lo llamaré Cara de Pescado.
—Y observa el modo como mueve
los pies —dijo Bobby—-. Debe ser porque no
los tiene palmeados. Como tampoco tiene una
cola grande que le sirva para impulsarse. No
hay nada que hacer, el hombre tiene una pin-
ta ridícula.
Justo en ese instante, Cara de Pescado
se echó boca arriba y se puso a flotar al lado
de ellos.
—Eso está bien —dijo Pat—. Me ale-
gra saber que no se hunde. ¿Sabes una cosa?
—No —dijo Bobby—. Ni tampoco
me interesa saberla.
— ¡Oh! —exclamó Pat—, ¡estos ch...
i...cos! Sólo quería decir que se me ocurre
que a Cara de Pescado le gustaría jugar.
¡Veamos!
Pat chapoteó a su alrededor para des-
a
4e
58

pués jalarlo hacia el fondo. Y bajo el agua


forcejearon un poco, hasta que Bobby los
obligó a salir pegándoles codazos.
—Ten cuidado —dijo a Pat—. Los
hombres no pueden estar tanto rato como
nosotros bajo el agua. Lo podrías ahogar.
Al hombre, en efecto, se le habían
subido los colores a la cara. Entonces Pat se
acercó a él rápidamente para comprobar si
estaba bien, sólo que Cara de Pescado enten-
dió que quería seguir jugando.
—AA-rr-wac —gritó—, aa-rr-wac.
Pat quedó sorprendida, y Bobby rió.
—A lo mejor resulta que Cara de Pes-
cado no es tan tonto como pensábamos, visto
que conoce nuestras palabras para decir «¡Al-
to!» y «¡Auxilio!». Veamos si lo podemos
convencer para que diga algo más.
Pero el hombre no demostró saber
más palabras de las nutrias marinas. Poco
después el hombre y las nutrias, juntos, se
recostaron de espaldas en silencio. Estando
así, el hombre estrechó por un rato una de
las patas delanteras de Pat. Y eso a ella le
gustó.
El hombre mayor los estaba obser-
vando, y de pronto tomó un mejillón y una
piedra del cesto y se los lanzó a Cara de
Pescado.
—Apuesto a que no sabe qué hacer
con ellos —dijo Pat. Pero el hombre sí que
sabía. Puso la piedra sobre su pecho y contra
ella empezó a estrellar el mejillón; pero lo

a
59

cierto es que no resultó ser un gran experto,


ya que antes de conseguir abrirlo se pegó a
sí mismo varios golpes. Al fin se lo alcanzó a
Pat, y luego salió del agua.
Pero Bobby dejó bien claro que él no
iba a permitir que lo excluyeran de ese modo.
—¿ Y qué hay de mí? —llamó. Y sólo
se calló después de que le dieron varios me-
jillones.
Más tarde vieron que Cara de Pes-
cado se marchaba con una red. Volvió car-
gando otra nutria. Pat, con ojos brillantes y
bigotes temblorosos, se irguió.
—¿Quién es? —preguntó—. ¿Se tra-
ta de algún conocido? ¿Será acaso Geronte?
Bobby y ella vieron entrar al hombre
en la abrigada cabaña.
—Voy a ver quién es —dijo Bobby—.
Tú quédate aquí hasta que lo averigije. —Na-
turalmente, Pat lo siguió.
Llamaron a la puerta dando porrazos
con las patas. Cabellera Blanca (porque tal
era el nombre que le habían dado) les abrió,
dibujando al verlos una mirada de asombro
en su rostro. Pero ellos se limitaron a pasarle
de costado, yendo directamente. al cuarto de
baño.
No era Geronte, sino Dud, la pequeña
nutria, que se encontraba aparentemente muy
enfermo. Había incluso rechazado el pescado
que le ofrecieron, cosa que en él no tenía
ningún precedente.
—Venga, Dud —dijo Bobby—.
60

Come, que son buenas personas; y ya verás


como pronto te curan.
—¿Estás seguro de que no quieren
engordarnos por nuestros abrigos? —pregun-
tó Dud.
—NOo, no lo creo. Y aunque no cabe
duda que Pat está engordando, no parece
que quieran su piel; y eso que a Cara de Pes-
cado en realidad no le vendría nada mal.
Dud tampoco se hizo mucho de ro-
gar. Comió el pescado, y al rato ya había sido
secado y recostado sobre el colchón. Pat y
Bobby permanecieron a su lado hasta que se
quedó dormido. Pero en eso notaron que los
hombres estaban lanzando mejillones a la
alberca, así que salieron a toda velocidad
para recibir su cena.
Y cuando ya, recostados de espaldas,
se disponían a dormir, Pat dijo a Bobby:
61

—Oye, sabes, me siento cambiada.


Durante todo el día he estado muy interesada
por hacer preguntas. ¿Qué crees que signi-
ficará?
—Significa que ya casi no puedes vi-
vir sin hacerlas, o que vivirás haciéndolas,
siempre que ahora me dejes ir a dormir. Bue-
nas noches.
EA

7
Nuevamente juntos

A la mañana siguiente Pat y Bobby


entraron para ver cómo se encontraba Dud.
Y estaba mejor, aunque confundido.
—No lo entiendo —dijo—. Porque
sigo hambriento, y sin embargo ya no me
cabe más comida. ¡No es justo!
—Yo la terminaré —dijo Pat, quien
siempre se las arreglaba para comer todo lo
que le daban.
—Detente, bárbara —dijo Bobby—.
Lo que pasa con Dud es que ha estado mu-
cho tiempo hambriento, y por eso ahora no
puede comer. Y si tú te comes su comida los
hombres pensarán que se encuentra mejor de
lo que realmente está.
En el instante en que Pat comenzaba
a dar una explicación, aparecieron los hom-
bres, y los ahuyentaron al exterior. Al rato,
ellos también salían llevando las redes.
En el fondo de la alberca Pat encon-
tró la piedra que habían utilizado para rom-
per los mejillones. La cogió y con ella em-
pezó a golpear una de las paredes de la

a
63

alberca, hasta que, sorprendida, vio cómo


se desprendía un trozo de cemento. Pero no se
detuvo, sino que siguió golpeando hasta que
logró hacer un agujero más bien grande.
Sólo entonces Bobby pudo darse cuen-
ta de lo que estaba haciendo.
—No hagas eso —le dijo—. Si agran-
das el hueco, lo único que conseguirás será
que salga el agua.
Ella no le creyó, sólo que en ese pre-
ciso momento los hombres regresaron. Cara
de Pescado se tambaleaba bajo el peso de
algo grande, y a su lado Cabellera Blanca se
reía a carcajadas. Ambos entraron luego en
la cabaña.
Bobby miró a Pat.
—Creo que es otra nutria marina
—dijo—, y además una grande.
—¿Es Geronte? —preguntó Pat—.
¡Oh, espero que sea Geronte!
Salieron de la alberca de un salto,
para después, caminando como patos, cruzar
por la puerta abierta de la cabaña. Mirán-
dolos, desde una bañera casi vacía, estaba
Geronte. A su costado, empapado y boqui-
abierto, se encontraba Cara de Pescado: por-
que había sucedido que Geronte no esperó
a ser depositado en el agua, sino que en cuan-
to la vio se lanzó directamente, salpicándola
prácticamente toda sobre el muchacho.
Bobby y Pat chillaron alborozados; y
Pat además, porque tanta era su alegría de
ver nuevamente a Geronte, de un salto entró
64

también en la bañera. Sólo que esta vez la


poca agua que quedaba fue a parar sobre
Cabellera Blanca; a quien la gracia, por cier-
to, no divirtió mucho.
—Oh, Geronte —chilló Pat—. Pen-
sábamos que estabas muerto.
—Deja ya de dar saltos sobre mi ba-
rriga, pequeñaja —dijo Geronte—, y dime
qué es lo que está ocurriendo aquí.
Y le contaron todo lo ocurrido con
ellos y con Dud. Cuando le ofrecieron pes-
cado, Geronte lo puso fuera de la bañera y
convenció a Dud de que se lo comiera.
—¿Y qué es lo que pasa luego?
—preguntó Geronte a Bobby.
—Uno de ellos te pone sobre sus ro-
dillas y te seca con una toalla —dijo Bobby,
riendo entre dientes—. Me pregunto si sus
rodillas son lo bastante fuertes.
Geronte lo miró fijamente, y luego se
arrastró cimbreando hacia donde se encon-
traba Cabellera Blanca, quien comenzó a se-
carlo en el suelo. Al fin, todas las nutrias se
estiraron juntas sobre el colchón.
—+Estos hombres pueden tener buenas
intenciones —dijo Geronte—, pero en cam-
bio no son muy inteligentes. Los he estado
observando cuando recogían mejillones de las
rocas, y la verdad es que eran lentos. Débil
como me encuentro, me hubiera bastado dar
unos cuantos golpes con una buena piedra
para doblar sus provisiones. Y cuando me
vino la sospecha de que a lo mejor estaban
65

aquí para llevarnos a lugares en los que abun-


de la comida, tuve que introducirme en la
red por mi cuenta, mientras ellos todavía dis-
cutían sobre el modo de atraparme. Lo cierto
es que se quedaron muy sorprendidos.
- —¿Qué crees que van a hacer con
nosotros? —musitó Dud, quien todavía se
sentía muy débil y asustado.
—No lo sé —dijo Geronte—. Pero
dudo que se tomen todas estas molestias tan
sólo para matarnos y aprovechar nuestras pie-
les. Bueno, ahora tú, Dud, vete a descansar,
en tanto que Bobby y Pat pueden salir con-
migo para mostrarme esa alberca de la que
han hablado.
Al salir descubrieron que los hombres
miraban enfadados el agujero de la alberca.
Pero Pat se metió en el agua haciéndose la
desentendida, como si el asunto no tuviera
nada que ver con ella.
Los hombres comenzaron entonces a
cortar troncos de madera. Geronte se acercó
para ver lo que hacían. Y fue como si los
hombres se pusieran nerviosos cuando lo tu-
vieron cerca, mirándolos con aquellos ojos
brillantes. Porque parecía que les quería de-
cir que lo estaban haciendo todo mal.
—¿Qué es lo que están haciendo?
—preguntó Pat más tarde, cuando las nutrias
estuvieron reunidas en la alberca.
—Creo que están construyendo jaulas
—dijo Geronte—. Seguramente nos llevarán
a otro sitio dentro de poco.
66

—Una de las jaulas es mayor que las


otras. Pero Geronte, ¿tú crees que podrá so-
portar tu peso? —preguntó Pat.
— Jovencita, eso me parece una inso-
lencia intolerable —contestó—. Y ahora re-
greso a la cabaña para hacerle compañía a
Dud durante la noche. Así que hasta mañana.
Me alegra veros nuevamente, a pesar de que
noto que habéis perdido los buenos modales.
Que durmáis bien.
8
Viaje por el cielo

Los días que siguieron fueron muy


excitantes para las nutrias, ya que era mucho
lo que había que ver. Los hombres, mientras
tanto, seguían ocupados en terminar las
jaulas.
A Dud, ya muy repuesto gracias a
que no le faltaba comida, se le permitió en-
trar en la alberca. Y allí, juntas, las cuatro
nutrias jugaban, haciendo piruetas y dando
volteretas y saltos en el agua. Y era tremen-
do el ruido que hacían cuando se les daba
de comer, debido al pam, pam, pam que pro-
vocaban con el golpeteo de los mariscos con-
tra sus guijarros. Y a veces, cuando nadie las
veía, las pequeñas se dedicaban a martillear
una de las paredes de la alberca. Como tam-
bién los hombres hacían pam, pam, pam al
clavetear las jaulas con sus martillos.
Un día llegó un camión grande. Los
dos hombres acercaron entonces las jaulas al
borde de la alberca. Lo cierto es que el as-
pecto de aquéllas no gustó nada ni a Bobby,
68

ni a Pat, ni a Dud. Geronte, en cambio, se


mostraba entusiasmado.
—Vamos —dijo—. Nos están espe-
rando. —Y cuando saltó de la alberca, los
demás lo siguieron.
Cabellera Blanca miró con sorpresa a
Geronte, y en el acto le abrió la cancela de
la jaula grande. Ciertamente, no esperaba
que resultara tan fácil. Geronte, anadeando,
entró directamente, tras lo cual le cerraron
la cancela. Un par de minutos más tarde,
Bobby, Pat y Dud también se hallaban en sus
respectivas jaulas, y después todas fueron
subidas al camión. En ese momento Cabellera
Blanca los saludó con una mirada triste, como
si lamentara su partida. Cara de Pescado, por
su lado, había acomodado un cajón con co-
mida, algunos bidones de agua y una rega-
dera en la parte trasera del vehículo. Luego
se instaló al lado del conductor, y entonces
partieron.
Después de un viaje no demasiado
largo, el camión fue descargado. De pronto,
un ruido muy fuerte retumbó en el aire, sin
duda el ruido más fuerte que Pat había es-
cuchado en su vida.
—¿Qué es eso, qué es eso? —dijo
gimiendo, muy asustada.
Bobby se sintió igualmente asustado,
sólo que no tardó en tranquilizarse.
—No hay de qué preocuparse —di-
jo—. Es uno de esos pájaros que viste el otro
día, de esos que construye el hombre. Lo
69

podrás ver si te asomas por los barrotes de


tu jaula.
En ese instante Geronte dijo:
—Creo que vamos a dar un paseo en
él. ¿No sería apasionante? Recordad que no
debéis sentir temor ante las nuevas expe-
riencias.
Geronte, como era de esperar, no se
equivocaba. Así, fueron subidos por una pa-
sarela hasta la puerta del avión, donde un
hombre vestido de uniforme sostenía un ex-
tremo de las jaulas, mientras que Cara de
Pescado sostenía el lado opuesto. La jaula
de Geronte ocasionó más problemas que to-
das las demás juntas, ya que la puerta del
avión era apenas lo suficientemente ancha
para que pasara. Geronte, cada vez que se
atascaban, dirigía una mirada severa al uni-
formado, con lo que consiguió que éste se
sintiera muy nervioso; y sólo cuando lograron
situar a Geronte en su puesto, el pobre hom-
bre pudo respirar aliviado.
La numerosa gente que esperaba para
subir al avión, observaba de cerca la opera-
ción. Pat volvió a asustarse cuando le tocó
su turno. Pero Cara de Pescado, tomándole
una pata y diciéndole algunas palabras, la
confortó, aunque ella no entendió lo que le
dijo.
Las jaulas de las tres nutrias peque-
ñas fueron colocadas en fila frente a la de
Geronte, de modo que todas pudieran hablar
con él. Y cuando los pasajeros, de camino
70

hacia sus asientos, se detenían para mirar con


curiosidad las jaulas, Geronte les devolvía la
mirada; ya que él, faltaría más, sentía tanto
interés por ellos como el que los hombres
pudieran sentir por él.
Pensando en las nutrias, se dejó que
en el interior del avión hubiera una tempe-
ratura fresca, si bien ésta resultaba demasia-
do fría para el gusto de los pasajeros. Pero
todos ellos, advertidos a tiempo, iban pre-
parados con gruesos abrigos. Minutos más
tarde llegó el piloto, y al cabo se encendieron
los motores y todos se ajustaron los cinturo-
nes de seguridad.
Pat volvió a asustarse cuando comen-
zaron a moverse. Entonces alargó una de sus
patas y la dejó caer sobre los pantalones de
Cara de Pescado. Para tranquilizarla, él la
a
71

miró con una sonrisa. En eso Bobby, desde


la jaula próxima, se dirigió a Pat.
—-Oh, esto es emocionante —dijo—.
Nos elevamos más y más hacia el cielo.
—Espero no quedarme sin barriga
—dijo Geronte—. Porque ahora siento como
si la estuviese dejando atrás. Debe ser por
eso por lo que los humanos se amarran con
cinturones de seguridad, para conservar las
barrigas en su sitio.
Por fin el avión se enderezó.
—Esto está bien —dijo Dud—. Nada
que ver con el balanceo del mar cuando hay
borrasca.
Y era cierto. Pat incluso comenzaba a
disfrutarlo. Porque Geronte había acertado:
aquello era emocionante. Así que ya estaba
otra vez haciendo preguntas. Que hacia qué
lugar se dirigían, que cuánto duraría el viaje,
y que cuándo les darían algo de comer.
Como también los pasajeros hacían
en ese momento preguntas a Cara de Pesca-
do. Tenía que explicarles todo sobre las nu-
trias. Geronte, mientras el muchacho habla-
ba, lo miraba como diciendo que le gustaría
poder responder en su lugar. Porque, después
de todo, era mucho más lo que él sabía sobre
las nutrias que lo que pudiera conocer Cara
de Pescado.
—-Comienzo a sentir hambre —dijo
Pat a Bobby—. ¿No deberíamos dar un toque
de atención a Cara de Pescado?
—No —dijo Dud—. Cuando haya
72
terminado de hablar nos dará de comer. Me
huelo que ha traído algo delicioso en ese
cajón que tiene a su lado.
Cara de Pescado debió adivinarlo,
porque empezó entonces a pasarles algunos
mejillones por entre los barrotes. Una niña
se acercó para ayudar. Le entregaron unos
pescados para que a su vez se los diera a las
nutrias, pero tuvo que impedírsele que las
acariciara. Ella misma dio después a cada nu-
tria un guijarro, y allí permaneció, mirándo-
las mientras rompían los mejillones. Y el rui-
73

do que hacían era francamente ensordecedor


dentro del reducido espacio de la cabina del
avión.
Todo el mundo en el avión escuchaba
y reía; y también comía, porque un rato an-
tes a los pasajeros les habían servido café
y pastas.
Pasado un rato, el ambiente se hizo
más cálido, por lo que el muchacho llenó una
regadera y roció el agua dentro de las jaulas.
Como antes, la niña quiso ayudar, pero lo
único que consiguió fue bañarse los zapatos,
lo cual no divirtió en absoluto a sus padres.
Más tarde, las nutrias volvieron a sen-
tir apetito. Era la hora de la comida, y así lo
recordaban con sus chillidos. El muchacho
tuvo que explicar la causa de todo aquel
barullo, y al conocerla los pasajeros no hicie-
ron más que unirse al coro.
«Miiou, miiou, miiou», llamaban. La
azafata entró corriendo, y luego rió cuando
se le dijo de qué se trataba.
Nutrias y pasajeros recibieron su al-
muerzo. Después apagaron las luces que
alumbraban las jaulas, por lo que las nutrias
pudieron entonces ir a dormir.
CCC

3
De regreso en el mar

Cuando el avión aterrizó, todas las


nutrias se despertaron. Pat, en un primer mo-
mento, se asustó, pero luego recordó lo dicho
por Geronte. Sí, aquello era algo nuevo y
excitante, y nada que debiera provocar mie-
do. Geronte la estuvo observando, y la notó
contenta.
Los pasajeros, ya en tierra, esperaban
para despedirse. Porque si el viaje había sido
frío, se trataba también del más interesante
que jamás habían realizado. De modo que las
voces de todos se unieron en un potente
«miiou» cuando las jaulas fueron cargadas
en un camión, lo que hizo que las demás per-
sonas que se encontraban en el aeropuerto los
considerasen locos.
El camión se detuvo al lado de un
barco. Las nutrias podían oler el mar, así
como sentir el batir del agua contra los cos-
tados de la nave. Había además allí otras
muchas jaulas, y a Pat le tocó como vecina
una pequeña nutria que se mostraba asus-
A
75

tada. Pat la confortó, repitiéndole lo que


antes le había dicho Geronte.
—Ay, muchas gracias —dijo la pe-
queña nutria—. Eres muy lista. ¿Cómo haces
para saber tantas cosas?
El barco zarpó, y pronto llegaron a
una isla en la que desembarcaron y abrieron
las jaulas. Geronte salió despacio de la suya
y se quedó mirando a su alrededor. Vio sola-
mente una cabaña y un número infinito de
pájaros. En el mar, muy cerca de la orilla,
había también una ciénaga. Sí, aquél parecía
ser un lugar ideal para las nutrias marinas.
De improviso, un grupo de nutrias jó-
venes pasó raudamente a su lado. Pero bastó
que Geronte tosiera y les dirigiera una firme
mirada para que todas se quedaran allí donde
estaban a la espera de que el resto de las nu-
trias fueran liberadas.
—Bien —dijo Geronte—. Ahora to-
dos debemos permanecer juntos hasta que
hayamos reconocido la zona. Y en tanto no
tengamos con nosotros otras nutrias mayores
cuya llegada espero para dentro de poco.
Bobby tendrá a su cargo los varones y Pat se
encargará de vigilar a las hembras. Ellos ya
saben qué es lo que deben hacer.
Pat estaba horrorizada. Jamás en su
vida había tenido que cuidar de nadie, y sí
en cambio otros de ella. Pat no había hecho
otra cosa que preguntar.
Bobby vio la expresión de su rostro,
y se rió:
76

—No te preocupes —le dijo—, Ge-


ronte y yo seguiremos cuidándote. Pero oye,
¿acaso no sabes qué es lo que tienes que ha-
cer? ¿No era para eso por lo que hacías pre-
guntas?
Y entonces todas nadaron hasta la
ciénaga vecina, donde pasaron un largo rato
jugando y busceando en busca de comida.
Tanto que Dud, que comió en exceso, llegó
a sentirse bastante mal.
—Que te sirva de lección —le dijo
Pat—. Porque eres simplemente un glotón.
Dud le clavó la mirada.
—¿Yo, un glotón yo? —dijo—. Pero
que lengua tan larga tienes; si tú, tú apenas
ayer...
Pat lo interrumpió.
—Ayer fue ayer —dijo airadamen-
te—. Entonces no era mucho lo que sabía.
Esa noche se sintieron muy cansados,
y Pat permanecía muy callada.
—¿Ocurre algo? —dijo Bobby—.
Llevas ya un buen rato sin preguntar. ¿Es
que no quieres saber nada más? Pues oye,
te advierto que aún no lo sabes todo.
—No —dijo Pat—. Es que estaba
pensando en nuestras madres y en los bebés.
¿Les volveremos a ver? Los extraño muchí-
simo.
Geronte alcanzó a oír lo que decían.
—PDebemos esperar un poco para ver
qué ocurre —dijo—. Pero me extrañaría que
pensaran sólo en traer nutrias jóvenes. De
N
R

e
78

modo que no debéis perder la esperanza.


Buenas noches.
A la mañana siguiente vieron que el
barco regresaba con nuevas jaulas, entre las
cuales había unas bastante grandes, mayores
incluso que la de Geronte. Cuando fueron
abiertas, salieron de ellas algunas madres con
sus crías.
Las nutrias pequeñas estaban todas
mirando. En eso, Pat descubrió a su madre
y también a Carrie, ambas con sus bebés.
Un emocionado alarido retumbó en el aire,
al tiempo que las nutrias que acababan de
llegar se lanzaban al mar.
Al fin todas se reunieron en la ciéna-
ga, y allí se entregaron a hablar y a jugar.
De pronto, Geronte, alzando la voz,
dijo:
—Mirad, se marcha el barco.
La nave en ese momento abandonaba
la isla haciendo un rodeo por la ciénaga. Cara
de Pescado estaba de pie en una de las ban-
das. |
—Se va —dijo Pat—. Vamos a des-
pedirnos.
Y giraron en torno al buque, chillan-
do y saltando. Pat, elevándose en el aire, al-
canzó a rozar la mano que Cara de Pescado
tenía extendida. A ambos se les notaba ale-
gres y a la vez tristes. Luego el barco dio la
vuelta, y poco a poco fue desapareciendo.
Esa noche Pat se acostó cerca de su
madre y de su hermanita. Contó todas sus
79

aventuras, y habló del modo como Cara de


Pescado los había cuidado. Le explicó tam-
bién a su madre que había estado a cargo
de las hembras pequeñas durante toda una
noche.
—Me alegro de haber querido saber
—dijo—, porque de otro modo no hubiera
sido capaz de cumplir mi misión.
Luego colocó sus patas sobre los ojos
y así se fue a dormir.
E
ESTE LIBRO
SE TERMINÓ DE IMPRIMIR
EN LOS TALLERES GRÁFICOS
DE ROGAR, S. A.
FUENLABRADA (MADRID)
EN EL MES DE SEPTIEMBRE DE 1990
JILL TOMLINSON
es una autora que siempre ha reflejado
en sus libros el interés que tiene por
los animales, humanizándolos para que
cualquiera que lea sus narraciones, pueda
proyectar sus vivencias, problemas,
recursos y relaciones:

Pat es una nutriade mar que quiere


saberlo todo y, de este modo, llegar a ser
algún día un personaje importante. Bobby,
su compañero de aventuras, trata de
responder a todas sus preguntas, pero
siempre termina por cansarse. Sólo los
acontecimientos que van surgiendo
después de una terrible tempestad, logran
que Pat empiece a sentar la cabeza.

TS
9"788420"44060

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