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= $$, ar EL BARCO DE VAPOR José Luis Olaizola El hijo del quincallero EI hijo del quincallero José Luis Olaizola ediciones RIIBB) Joaquin Tirne 39-28044Madrid Coleccion dirigida por Marinella Terzi Primera edicién: marzo 1992 Segunda edi septiembre 1992 Tercera edicion: julio 1993 Cuarta edicién: enero 1995 Cubierta: Arturo Requejo © José Luis Olaizola, 1992 © Ediciones SM Joaquin Turina, 39 - 28044 Madrid Comercializa: CESMA, SA - Aguacate, 43 - 28044 Madrid ISBN: 84-348-3678-5 Depésito legal: M-688-1995 Fotocomposicién: Grafilia, SL Impreso en Espajfia/Printed in Spain f Imprenta SM - Joaquin Turina, 39 - 28044 Madrid No est4 permitida la reproduccién total o parcial de este libro, ni su tratamiento informatico, ni la transmisién de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electronico, mecanico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. PRIMERA PARTE LA HUIDA Mrwi. 99 ont © En la primavera del afio 1516, se present6 en la poblaci6n de Daimiel un quincallero de feo aspecto, al frente de su numerosa familia. Desde el primer momento anunci6 que estaba de paso, dispuesto a arreglar toda clase de cacharros de hierro o cobre. Y, a tal fin, mont6é una pequena fragua en un cobertizo abandonado. Los de Daimiel solian mirar con recelo a los que andaban de paso, pues tenian fama de no respetar lo ajeno. Pero aquel quincallero de- mostr6 conocer su oficio y no le falt6 trabajo; hasta las mozas le llevaron pendientes y collares para engarzar. Llamo la atencién de los paisanos que un hombre tan feo, con un ojo atravesado y una cicatriz surcandole la mejilla derecha, estuviera casado con una mujer tan guapa. Hasta que ad- virtieron que era sordomuda. Tardaron en en- terarse, pues la mujer se daba mana en sonreir 7 y hasta parecia que, por el movimiento de los labios, entendia lo que hablaban. Tenia cinco hijos, pero conservaba un aire ju- venil, el talle airoso y, pese a la miseria de vivir en descampado, presentaba un aspecto aseado. Con su familia se entendia por medio de signos y balbuceos, pero con los del pueblo preferia guardar silencio. El mayor de los hijos, Martin, tenia catorce anos y ayudaba a su padre en la quincalla. La siguiente, una chica de trece afios, no se sepa- raba de su madre y le servia de intérprete con las paisanas, al tiempo que la ayudaba en los trabajos de la casa. También hacian sillas de enea, para vender, y en esta ultima labor cola- boraban los otros hijos, un chico y dos herma- nas, que eran gemelas. Candido Martinez y su mujer, Laurea, labra- dores ricos, tomaron gran afici6n a aquella fa- milia. El quincallero les arreglaba los aperos de labranza y la madre les vendia sillas de enea. Laurea era muy dada a regatear el precio y dis- frutaba haciéndolo por sefias con la pobre sor- da, que lo que tenia de muda lo compensaba con la expresividad de sus ojos oscuros y la gra- cia que se daba en mover sus manos, encalle- cidas pero finas. Siempre se salfa Laurea con la suya en el trato para, a continuacién, hacer sentar a la mesa a la mujer y a sus hijos, dan- 8 doles en torreznos, migas, chorizo, leche y miel, diez veces lo que se habia ahorrado en el re- gateo. Por eso, cada vez que la madre iba a vender una silla a Laurea, los cinco hijos la acompa- haban felices, porque no habia mayor alegria para ellos que llenar la andorga. La obsesion les venia de los largos inviernos durante los que, paralizadas las labores del campo, las gentes po- bres se quedaban sin trabajo, y ellos los prime- ros. Era entonces cuando se dedicaban a pillar lo que se pusiera a mano, bien fueran gallinas, bien cereales, y de ahi les venia la mala fama a los quincalleros ambulantes. Laurea, todavia joven, suspiraba por tener hi- jos, que no llegaban, y se le iban los ojos tras Martin, el hijo mayor, que tenia un aire a su madre. Era espigado, el rostro palido aceitunado y el mirar profundo, El caso es que le propuso a su marido que lo tomase como criado, para cui- dar los rebafios de ovejas que tenjan por la par- te de las lagunas. Era costumbre de la época hacer tratos para adquirir criados, maxime si éstos no eran cris- tianos; y de los quincalleros no constaba que lo fueran. Como siempre andaban de un sitio para otro, no tenian parroquia fija, ni costumbre de asistir a la iglesia, y ése era otro de los motivos que los hacian sospechosos. —Pero son hijos de Dios, como nosotros 9) —advirtid Candido a su mujer cuando ésta se empeno en quedarse con el chico—. ¢Qué de- recho tenemos a separarlo de sus padres? Laurea le razoné que con ello estaria mucho mejor; con el tiempo, hasta podria tener tierras propias y asi ayudaria a sus padres. Aquella buena mujer, lo que tenia de caritativa, lo tenia también de enredadora, y logr6 convencer antes al quincallero que a su marido. Le convencié entregandole diez doblones de oro. Cuando se enter6 la sordomuda, se puso a llorar con tal desconsuelo que de nada sirvieron los razona- mientos de su marido. —Donde va a estar mejor Martin que con esta gente? —le repetia una y otra vez el quin- callero. Pero la mujer negaba con la cabeza y por se- has le decia que con ella estaria mejor. El hom- bre, irritado ante semejante terquedad, se em- borracho y le pego una paliza, a ver si asi en- traba en raz6n. Lo unico que consiguié fue que la sorda siguiera llorando mansamente, en si- lencio, y como no podia soportar verla asi, vol- vid a beber y la amenazo: —Una de dos, o te mato, 0 manana mismo nos largamos de aqui llevandonos al chico y el dinero. Esto lo decia porque nunca habia visto tanto dinero junto y no estaba dispuesto a devolverlo. 10 Es mas, con aquella cantidad habia decidido marcharse al norte, alli comprar algo de gana- do y dejar el misero oficio de quincallero ambu- lante. Pero la mujer nego con la cabeza e insistid, con su mudo pero expresivo lenguaje, en que no podian engafiar a los que tan bien se habian portado con ellos. —Esta bien —dijo furioso el hombre—. En- tonces no me queda mas remedio que matarte. Y aunque la pegaba como si fuera a matarla, procuraba no hacerle mucho dafo porque es- taba muy enamorado de ella, y no era extrafio que después de zurrarla la cubriera de besos. MIENTRAS TANTO, MARTIN, ignorante de los tratos que mediaban para separarle de su fa- milia, aprendia el trabajo de pastor que le en- sefiaba el sefior Candido. Se sentia feliz cuidando de tanta riqueza —el rebafio lo componian cerca de cien cabras—, y se admiraba de que su amo le dejase beber cuanta leche quisiera. Para colmo de fortuna, como pastoreaba por los pra- dos riberenos a las lagunas, pronto se dio tal mania con el sedal, que raro era el dia que no pescaba alguna trucha. 1) Como las lagunas distaban cinco leguas del pueblo, a su familia solo la veia los domingos, cuando asistia a la misa mayor. En esto ponian mucho empefio sus amos, pues ambos eran muy devotos. Cuando Martin se presentaba en Dai- miel cargado de pesca, quesos y leche, era re- cibido con gran alborozo por sus siempre ham- brientos hermanos. Pero le desconcertaba que su madre le acogiese con lagrimas en los ojos y le abrazase con tanta ternura. También se daba cuenta de que tenia algiin que otro moratén, pero eso no le extrafiaba tanto, pues suponia que los golpes formaban parte del amor entre las per- sonas mayores. PUDO MAS LA RESISTENCIA de la mujer que las palizas del marido, quien, furioso, cuando ya el verano estaba avanzado, le grité un dia: —jEsta bien, mujer, devolveré los dineros al senor Candido y nos llevaremos al chico! Pero ideja ya de llorar! Estaba dispuesto a hacerlo, cuando en Daimiel se tuvieron noticias de que andaba de camino la cuadrilla de la Santa Hermandad. Era la Santa Hermandad una milicia popular, creada por los Reyes Catdlicos, para limpiar los caminos de bandoleros y salteadores. Y la mas famosa de 12 | | : todas result6 ser la de Ciudad Real, por el em- peo que puso en su trabajo y la prisa que se daba en ajusticiar a los malhechores. Saberlo el quincallero y comenzar a levantar su campamento fue todo uno. A su mujer se li- mitd a decirle: —Estan al llegar los de la cuadrilla. Se lo dijo muy despacio, exagerando el mo- vimiento de los labios para que le entendiera. Y para que no quedaran dudas, se echo las manos al cuello e hizo ademan de ahorcarse. La mujer palidecid, baj6 la cabeza y se puso a empaquetar sus enseres. El marido le levanté la cabeza y, mirandola muy fijo, le explico: —Tendremos que llevarnos los doblones de oro. Los necesitaremos. A saber los meses que estaré sin poder trabajar. Mientras los cuadrille- ros anden por esta regién, tendremos que ocul- tarnos. Sdlo con dinero podremos conseguir co- mida. Eso significaba que se iban sin Martin, pero en esta ocasién la mujer se limit6 a dejar que co- rrieran las lagrimas, sin un sollozo y sin dejar de empaquetar. Se fueron de noche, sin despedirse de nadie, y cuanto tenian lo metieron en un carro, del que tiraba el quincallero. Cuando a la manana si- guiente se entero el senor Candido, enjaez6 una mula y fue tras ellos. Un pastor le dio noticias 13 del camino que habian tomado, y al mediodia los localiz6 en un encinar. —Tanto miedo tienes a la Santa Hermandad para huir de esta manera? —le espetdé al quin- callero—. ¢Es que piensas que te van a ahorcar por haber afanado alguna gallina? Y a continuacion le explic6 que el corregidor de Daimiel era cufado suyo, que él también tenja autoridad en el concejo, y que responde- ria ante los cuadrilleros de su buen comporta- miento. —Si es necesario, les diré que estas a mi ser- vicio y te dejaran tranquilo —concluy6, Hacia esto el sefior Candido porque se sentia mal a gusto quedandose con el hijo de aquella pobre gente. Como el quincallero callara, con- tinuod: —Es mas, puedes quedarte en mis tierras. Por malo que venga el invierno, no te faltara trabajo. El hombre se limitaba a negar con la cabeza y el labrador intent6 explicar por sefas, a la mu- jer, lo que estaba ofreciendo al marido. Pero ésta aparto los ojos de él, como si no quisiera enten- derle. —Es que acaso tienes algtin crimen de sangre por el que te persiguen? —insistié el buen hom- bre, extrafiado ante aquella confabulacién del silencio. 14 El quincallero volvié a negar con la cabeza y el senor Candido, perdida la paciencia, le grité: —jHabla de una vez, hombre de Dios, 0 yo mismo te denunciaré a la Santa Hermandad! Se apart el quincallero del carro ocupado por su familia y, como para no ser oido por sus hijos, le dijo en un tono de voz quedo: —Me persiguen por un robo que no tiene re- dencién. Si me cogen, sélo me espera la horca, y ya va para quince afios que andan tras de mi. —Pero ¢qué has podido robar, maldito, para que te persigan con tanta sana? —Una mujer. —Una mujer? —Si. La mia. —Y por una mujer piensas que te han de ahorcar? Dijo esto Ultimo el labrador casi con sorna, pues sabia que era costumbre, entre las gentes trashumantes, escaparse con la novia cuando los padres se oponian al matrimonio. Pero no por eso llegaba la sangre al rio y, cuanto menos, se metia la Santa Hermandad en tales asuntos. —Asi lo tiene dispuesto el conde de los Arcos —fue la respuesta del quincallero. —+El conde de los Arcos? —dijo el senior Can- dido, admirado de que el mas poderoso caballero de Ciudad Real tuviera algo que ver con aquella pobre familia. 15 —Catalina es hija suya —le aclar6 el hombre. Fue tal la sorpresa del labrador, que en el acto descabalg6 de la mula. Era un dia del mes de agosto, caluroso, con amagos de tormenta por el sur, y los dos hom- bres fueron a sentarse a la sombra de una co- puda encina. Mientras escuchaba el relato del quincallero, el senor Candido miraba, asombra- do, hacia el carro familiar. Catalina, la muda, peinaba a las dos gemelas con tanta gracia y esmero en sus movimientos, que el labrador no podia apartar los ojos de ella, después de cono- cer su linaje. Hija bastarda del conde de los Arcos, su ma- dre murié al poco de nacer ella, y el conde la mando criar a una apartada alqueria de sus in- mensas posesiones. Cuando la nina tenia un ano, quedo sorda de resultas de una escarlatina, y al conde le dio por pensar que era castigo del cielo por su pecado de juventud. La mantuvo en aquel apartado lugar, alejada del palacio con- dal, y tenia decidido meterla en un convento en cuanto cumpliera los dieciséis anos. —Entonces andaba yo por los veinte afios —le conté el quincallero al sehor Candido—, y no debja ser tan mal parecido como ahora, pues todavia no tenia esta cicatriz que tanto me afea. El ojo ya lo tenia torcido, pero como lo sabia, siempre me ponja del. buen lado para hablar con 16 — Catalina. Bueno —aclar6é el hombre—, hablar es un decir, porque sus guardeses no la podian tener mas abandonada. Le daban de comer y la vestian, pero en lo demas la tenian tal como un animal. Andaba ya, por entonces, con la quin- calla, y en aquel cortijo me pasé mas de un mes arreglando tejados. El unico entretenimiento de Catalina era el verme trabajar, y el mio mirarla a ella. Yo le hablaba, pensando que no me en- tendia, y le decia lo hermosa que era. Pero un dia me di cuenta de que reia con los ojos y que su cara cambiaba segun lo que dijera. Asi nos empezamos a entender y al poco nos enamora- mos. Yo pensaba que seria hija de los caseros, aunque me extrafiaba que no vistiera de labra- dora, sino con ropas de doncella acomodada. El caso es que les dije a los guardeses que me que- ria casar con ella, pensando que me la darian con gusto, pues nadie la querria siendo sorda y muda. Entonces fue cuando me dijeron que era hija del conde; pero ya era tarde. Estaba tan enamorado, que vivir sin Catalina seria para mi peor que el infierno. Aquella misma noche la robé, y no me arrepiento de ello. Aunque ma- fiana me ahorquen, nadie me podra quitar los buenos afios pasados. No podria haber encon- trado mejor esposa que Catalina; bien es cierto que a veces se pone orgullosa y terca, como hija de condes que es, pero conmigo de poco le vale. a7 Y al decir esto ultimo, mostré al labrador la vara con la que acostumbraba a medir las cos- tillas de su esposa. El seflor Candido, pese a lo dramatico del relato, no pudo menos de reirse y reprocho al quincallero: —Y piensas ti que es cristiano pegar a tu mujer con un palo? —Considere vuestra merced —se justificé el hombre— que no esté muy claro que los que andamos en la quincalla seamos cristianos, y nuestra ley dice que la mujer debe obedecer o cobrar. Catalina si es buena cristiana y, cuando nos fugamos, no par6é hasta conseguir que nos casara un cura. Aunque ibamos huidos, aca- bamos por encontrar en la serrania de Badajoz a un ermitafio, ordenado clérigo, que fue quien nos caso. Y asi llevamos quince afios. —Quince afos? —se asombré el labrador—. éY el conde no se ha olvidado todavia de su hija? —]l sefior conde es muy ignorante —dijo muy reflexivo aquel hombre que no sabia ni leer ni escribir—. La tiene tomada con que Catalina es hija del pecado y que yo soy el demonio y que la he cogido para llevarmela al infierno. Me tie- ne denunciado al Santo Oficio y al tribunal del Rey, y si me cogen unos iré a la hoguera, por hechicero, y si otros, a la horca, por raptar a una doncella. Pero con vida no he de salir. Y 18 sepa vuesa merced que la unica brujeria que he hecho ha sido convertir a una mujer que iba para lela en una buena madre. Al labrador no le extrano aquella explicacion, pues el conde de los Arcos, senor de horca y cu- chillo, pese a ser comendador de la Orden de Ca- latrava, era conocido, y temido, por su afici6n a horéscopos y nigromantes. Y cuando los augu- rios no eran favorables, lo pagaban sus siervos. —Pero ¢qué sera de mi mujer y de mis hijos si a mi me ahorcan? —continu6o el quincallero acongojado—. Puede que a Catalina, por llevar su sangre, la deje con vida y la encierre en un convento. Pero ¢y mis hijos? Si le da por pensar que llevan sangre del demonio en sus venas, tiemblo por ellos. Capaz es de entregarlos al ver- dugo. El sefior Candido se santigué con gran res- peto y dijo: —dQuiera Dios que no ocurra semejante cosa. Pero se qued6 meditabundo, pues la fama de supersticioso del conde de los Arcos no hacia presagiar nada bueno al respecto. —Tenia pensado —dijo el quincallero— abandonar estas tierras de una vez por todas y, con el dinero que me habéis dado, marcharme a las montafas de Asturias, y alli comprarme algo de ganado, que hay quien dice que de una vaca puede vivir una familia. 19 —Que Dios te acompane y no pierdas tiempo —le dijo el labrador levantandose—. Y mas de- prisa andaras si te llevas mi mula. A la sazon era la mula animal tan estimado que valia lo que cinco bueyes, y mas que tres siervos. El pobre hombre, aténito, no daba crédito a sus oidos, ya que no se conocia de ningtin quin- callero que hubiera tenido animal tan preciado, propio de obispos y de labradores ricos. Les ayud6 a enganchar la mula al carro, y cuando Catalina advirtid aquella generosidad, puesta de rodillas, bes6 las manos del labrador. Este la levanto del suelo, le correspondié con un beso en la frente y le dijo: —Que Dios te bendiga, mujer, y te dé muchos anos de vida para que sigas criando a tus hijos tan bien como hasta ahora —y dirigiéndose al quincallero, afiadi6—: En cuanto a Martin, hijo vuestro sigue siendo. Cuando lleguéis a Asturias y estéis establecidos, mandadme recado por al- gun quincallero ambulante y yo cuidaré de que vuelva con vos. Y para no alargar la despedida, él mismo arreé la mula. Seguin se iban, el quincallero, con lagrimas en los ojos, le dijo: —¢Cémo podré pagar esto a vuestra merced? —Prometiéndome que no pegards mas a tu esposa —fue la respuesta del labrador. 20

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