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Sobre la filosofía del lenguaje ordinario

Sergio Aniorte Amat

Tutor: David Pérez Chico

Lenguaje, sujeto y sociedad

Universidad de Murcia. Facultad de Filosofía

Curso 2022-2023
La pregunta con la que podemos comenzar es la siguiente: ¿cómo se determina el significado
de una expresión compleja del lenguaje natural?. Los llamados filósofos del lenguaje
ordinario, motivados por la incapacidad del positivismo lógico y las posturas puramente
literalistas del lenguaje, comenzaron a interesarse por todos aquellos fenómenos y aspectos
del lenguaje humano que se resistían a los intentos de carácter cientificista o lógico-formales
que pretendían explicar el lenguaje humano como si de un objeto de estudio científico más se
tratase. Pero, todo lo contrario, mostraron multitud de aspectos y fenómenos que en absoluto
podían responder a explicaciones cerradas y fijas. Así, la vista filosófica se puso no en las
expresiones en sí mismas, sino en el entero contexto situacional que envolvía dichos actos
comunicativos entre hablantes. Con esto lo que se pedía era regresar al ámbito más cotidiano
y humano de lo que podríamos llamar “mundo de la vida”, irreductible a todo intento
cientificista por explicarlo.

El enemigo principal venía de la mano del llamado “literalismo”, según el cual toda
expresión del lenguaje natural tendría una única interpretación correcta y completa, y además,
evaluable en términos de lógica clásica binaria (“booleana” se podría decir), completamente
independientemente del contexto. Y la postura que iniciaría, a su modo, la filosofía del
lenguaje ordinario vino a representarse bajo el rótulo del llamado “contextualismo”, el cual
sostiene la tesis ya mencionada de que toda interpretación de cualquier expresión compleja
implica necesariamente algún tipo de intervención del contexto.

Expresiones contaminadas de cierta vaguedad semántica, dobles sentidos, juegos metafóricos,


o los mismos chistes, serían lo característico de dichos contextos. Así, dichas expresiones
tendrían el rasgo distintivo de encontrarse esencialmente sometidos a completa variabilidad y
equivocidad, precisamente por la inexorable ligazón del sujeto al contexto mutable en el que
se desenvuelve. El contenido de verdad de ciertas expresiones complejas ya no dependería
única y exclusivamente de componentes sintácticos, léxicos y semánticos por sí solos. Se
hizo indispensable que los componentes puramente literales de tales expresiones fueran
“rellenados” o enriquecidos con elementos contextuales. La interpretación así cobraba un
papel fundamental y, con ésta, la esfera de la intencionalidad de los hablantes. Éstas iban a
ser algunas de las dimensiones lingüísticas más analizadas a partir de ahora.

Algunos autores han negado que se pretenda elaborar una teoría o sistema filosófico sobre los
fenómenos a explicar, y que no se busca la descripción de los mismos, -cosa más propia de

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las posturas cientificistas y positivistas del lenguaje-, como ya había atesorado Wittgenstein
en lo tocante al arte en Art as a cluster concept, en donde rechaza abiertamente la idea de
explicar el arte por medio de un sistema filosófico, sino que lo que se pretende más bien
ahora es de esclarecer una serie de realidades que son, antes que nada, “formas de vida
propias”. Ahora bien, esto podría dar lugar a cierta ambigüedad, en lo referente al papel tanto
de la filosofía que pretende explicar dichos fenómenos, como al papel de ciertas disciplinas
científicas que podrían ayudar con importantes aportaciones a tales objetivos, aunque sobre
esto dedicaré unas pocas palabras al final del presente texto.

Uno de los mayores “puntos de apoyo” metodológico del llamado contextualismo lo


encontramos en su apelación al concepto de “interpretación”, porque el hecho de hablar de
“significado” de una expresión ya parece que encierra uno como algo completamente
clausurado y fijado, como si éste se tratase de una propiedad intrínseca inmutable e
impermeable al contexto comunicativo que lo envuelve.

Así, se nos presentan dos modos principales de contextualismo: el contextualismo radical (no
extremo), el cual sostiene que las expresiones simples tienen algún tipo de información
interna, pero su estructura sintáctico-gramatical no sería la adecuada para efectuar la
interpretación. Este es el problema filosófico con el que se topó Tarski en su intento de
formular lo que pretendía ser una teoría de la verdad, sustentada en las llamadas “expresiones
tipo”, que corresponden a las expresiones simples. El problema es que este modelo terminaría
por ser demasiado abstracto y general, necesitado así del auxilio enriquecedor del contexto y
también, dicho sea de paso, de la problematización que supondría la puesta en escena de
expresiones complejas, que terminarían por hacer absolutamente inviable la aplicación de
simples modelos lógico-formales a los fenómenos a estudiar.

Para sortear dicha “concesión”, por mínima que sea, a la estructura sintáctico-gramatical de
una expresión, nos llega el segundo tipo de contextualismo, el llamado “contextualismo
extremo”, el cual sostiene que toda interpretación es una construcción que resulta en su
totalidad de la intervención contextual, sin ningún tipo de concesión a la estructura
sintáctico-gramatical de la expresión. Por ello, considera absolutamente innecesarios ciertos
significados léxicos convencionales e independientes del contexto, por irrisorios e incapaces
de dar cuenta de la vasta complejidad del contexto que está indirectamente interviniendo en el
contenido de verdad de la expresión.

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Desde estos presupuestos ya no tiene sentido apelar a la llamada “interpretación ascendente”,
que aún tomaba en cuenta los detalles internos a una expresión compleja. Por considerarlos
irrelevantes para la construcción, (que ahora es interpretativa y no meramente significativa),
lo que harían los hablantes sobre todo es buscar una interpretación lo suficientemente buena
que les permita avanzar en el curso de la interacción lingüística. Es así como se ha pegado un
giro radical y se ha terminado por invertir radicalmente el esquema. Ahora no es que el
contexto sea lo fundamental y ciertos componentes sintáctico-gramaticales puedan servir de
ayuda, como sostenía el contextualismo radical (no extremo), sino que ahora se rechazan
frontalmente dichos elementos literalistas de lenguaje, y se dice que lo único con lo que hay
que contar y servirse es con el contexto de los hablantes, por indeterminado y resbaladizo que
éste nos resulte.

Dentro del contextualismo extremo, el profesor E. García Ramírez ha propuesto los llamados
“principios heurísticos” dentro de lo que él ha venido a llamar como “semántica resolutiva”.
Dichos principios heurísticos vienen a ser estrategias lingüísticas rápidas para contextos de
comunicación en los que se dan ciertas complicaciones interpretativas que los hablantes
deben sortear o resolver. Tal propuesta se basaría en la toma de decisiones y en la idea de que
toda interpretación tiene lugar en un contexto altamente condicionado por grandes limitantes,
tanto cognitivas como prácticas. Así, el sujeto se ve envuelto en una situación comunicativa
en la que debe interpretar expresiones a tiempo real a gran velocidad y con recursos
cognitivos muy limitados. Estos principios heurísticos permiten resolver tareas complejas en
muy poco tiempo. Como bien señala el profesor E. García Ramírez: “Éstas aparecen muy
temprano en el proceso de interpretación y desde ese momento inicial juegan un papel
predominante, excluyendo toda posible influencia de los algoritmos sintácticos”.

Ilustrando todo esto con algunos ejemplos que hemos visto en nuestra asignatura,
imaginemos que me encuentro en un ascensor con más personas, una de ellas me está pisando
un pie, y yo le digo: “Me está usted pisando el pie”, lo que esta expresión pretende significar
no es una mera enunciación del hecho fáctico de que “una persona me está pisando el pie”,
sin más. Más bien lo que estoy haciendo es “lanzando” o sugiriendo una petición a dicha
persona para que, en efecto, ésta deje de pisarme el pie, porque se da por entendido que, por
lo normal, cuando alguien extraño me está pisando el pie sin ningún tipo de contexto o
motivo previo que le lleve a hacer tal cosa, lo más normal es que eso me moleste, ya sea

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porque me puede causar daño físico, ya sea porque me está ensuciando mi zapatilla, ya sea
por “x” razón que se pueda ajustar a dichos motivos.

Otro ejemplo parecido podría ser una situación en la que voy paseando con un amigo y, de
repente, imaginemos que exclamo: “Un león!”. Pues bien, se supone que con dicha expresión
no estoy enunciando el simple hecho fáctico (como en el ejemplo anterior del ascensor) de
que, en efecto, estoy viendo un león, sino que se trata más bien de una advertencia que lanzo
a mi amigo sobre un peligro se ha hecho presente en tal momento, sugiriendo con ello que
deberíamos huir rápido de dicho escenario.

El segundo sentido escondido de estos dos ejemplos lo expresa muy bien Austin cuando,
hablando sobre las emisiones realizativas, dice: “Cuando enunciamos, describimos o
informamos de algo, realizamos un acto similar al acto de ordenar o de advertir. No considera
que debamos darle al acto enunciativo una posición privilegiada”. En ambas situaciones no
estamos simplemente profiriendo un enunciado descriptivo sobre un hecho cualquiera del
mundo, sino que dicha enunciación esconde otro sentido, que no se agota en el mero suceso
del factum descrito, ya que escondería en un nivel más profundo de significado un cierto tipo
de acción a realizar por parte de los sujetos envueltos en dicho contexto. El lenguaje ya no se
reduce a sus componentes puramente literalistas, porque en ciertas situaciones comunicativas
estos esconden un cierto sentido en donde ciertos procesos cognitivos indeterminados de
interpretación subjetiva del hablante se ven absolutamente implicados en la comprensión de
la misma.

Todo esto parece estar apuntando a un cierto tipo de “fondo” o nivel más profundo en donde
intersubjetivamente se estaría también produciendo cierto significado del lenguaje, in fieri,
sobre la propia marcha intercomunicacional de los sujetos. Un nivel de lenguaje que no
encontrábamos en el nivel puramente literalista. Además de todo esto, se hace hincapié en la
idea de que debemos terminar con la separación tan rígida entre semántica y pragmática, ya
que se defiende un “tráfico” continuo entre lo semántico y lo pragmático, una suerte de
circularismo dialéctico que estaría marcando un circuito incesante entre ambas dimensiones.
Y esto se ha subrayado porque se ha tendido a criticar a la filosofía del lenguaje ordinario que
ésta reducía el lenguaje a su dimensión puramente pragmática, cuando no ha sido así. Lo que
se pone de manifiesto es simplemente la inexorable ligazón del sujeto a su contexto en
multitud de situaciones comunicativas.

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Así como el profesor E. García Ramírez ha marcado la distinción entre una dimensión
cognitiva y una dimensión práctica, reconociendo la mutua importancia de ambas, el filósofo
español Gustavo Bueno también cuenta con una distinción similar entre verdades
especulativas y verdades prácticas (o personales), que podrían corresponder respectivamente
a las del profesor E. García Ramírez. Además, señala G. Bueno que las verdades prácticas
podrían también hacerse llamar “verdades prolépticas”, al modo de prolepsis ejecutivas, en
donde dichas realidades deben ser llevadas a efecto por el propio sujeto que las profiere. Aquí
se ve muy bien la llamada performatividad de multitud de expresiones del lenguaje. La
anterior distinción podría hacerse corresponder, a su vez y en cierto modo, con la distinción
que marca Austin entre emisiones enunciativas y emisiones realizativas, respectivamente. En
efecto, las emisiones realizativas se corresponderían con las llamadas verdades prácticas que,
según en palabras de Austin, no caerían todavía bajo una definición bien precisa de verdad o
falsedad, precisamente por el carácter abierto y variable de su significado.

Sobre la cuestión de la intencionalidad, veo sumamente clarificadoras las siguientes palabras


de Austin sobre las emisiones realizativas, cuando dice: “Si bien yo no puedo tener la
seguridad de que lo que yo pueda decir le haga sentirse amenazado a alguien, es
indispensable que cuando emito mi proferencia, yo tenga la intención de amenazar. No es
completamente independiente mi intención, mi deseo, de los efectos causados en mi
interlocutor, pero tampoco hay una implicación lógica entre ambos”. Aquí se mostraría en
cierto grado el carácter performativo del lenguaje, es decir, en donde “decir algo” implica
“hacer ese algo”.

También Paul Grice ha hablado desde este sentido de intencionalidad, en donde diferencia
entre significado natural, “causal”, y un significado no natural, que es un significado
convencional pero sobre todo intencional. Así, la semántica de Grice parte del significado
intencional que debe ser reconocido y, sólo si ulteriormente se establece alguna suerte de
convencionalismo lingüístico, ese significado se transforma en un significado literal,
compartido intersubjetivamente por un cierto número de hablantes

Lo interesante de Grice es que establece todo un programa para saber detectar la


intencionalidad de un hablante, con el concepto de “implicatura conversacional”. Y es que se
da el hecho de que en multitud de expresiones no se da una implicación lógica necesaria entre

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las intenciones de alguien y el reconocimiento que el otro hace de ellas, pero el hecho
empírico y real es que ocurre. La implicatura, así, sería como una suerte de implicación más
compleja e indeterminada, en contraste con la implicación meramente lógica.

Así y después de todo, la cuestión no sería tanto dar la espalda a una supuesta actitud
cientificista (en abstracto), que solo se preocupa de las “verdades absolutas” alejándonos de
ese más complejo y rico mundo de la vida ordinario, que se manifiesta en nuestro día a día
más inmediato. No hay necesidad de plantear este falso dilema. La cuestión es creer en la
posibilidad de construir una filosofía del lenguaje ordinario orientada también a recoger las
mejores aportaciones que diversas ciencias tengan por ofrecer, y hacer esto sin caer en
contradicciones performativas internas, o pensar que nos estamos plegando a una filosofía de
carácter cientificista. Determinadas ciencias sociales han experimentado desarrollos muy
notables, como en los casos de la neurolingüística, la sociolingüística, la lingüística
matemática de Harris, o la misma psicología social.

No en vano se ha afirmado que el contextualismo extremo no haya encontrado su nicho en la


filosofía, sino en la propia psicolingüística. Y es que ya se han realizado fértiles seguimientos
de la evidencia empírica en torno al procesamiento en tiempo real que desempeñan hablantes
adultos frente a expresiones complejas, y que muestran la compatibilidad perfecta entre
dichas metodologías y prácticas científicas con las teorías filosóficas que se puedan hacer en
paralelo a éstas. Tal y como apunta la filosofía del lenguaje ordinario, se daría el hecho de la
existencia de un cierto tipo de “fondo” común, por llamarlo de alguna manera, en el cual
todos los seres humanos, incluso tratándose de hablantes de lengua distinta, estarían
compartiendo en todo encuentro comunicativo de lenguaje una serie de regularidades
convencionales y normatividades lingüísticas de las que, por inconsciente que pueda
parecernos, estarían haciendo un uso activo y completamente funcional para lograr
satisfactoriamente aquello para lo cual un intercambio comunicativo está pensado, a saber, el
correcto entendimiento entre las partes. Sobre este fondo, por indeterminado que resulte a
primera vista, seremos capaces de dar merecida cuenta, a efectos de una comprensión
categorial y detallada sobre el asunto, estoy seguro.

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