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Cuentos de los Herm anos Grimm

EDITORIAL DIG ITAL - IMPRENTA NAC IONAL


costa rica

Hansel y Gretel

Érase una vez un leñador muy pobre que tenía dos hijos: un niño llamado Hansel y una niña
llamada Gretel, y que había contraído nuevamente matrimonio después de que la madre de los
niños falleciera. El leñador quería mucho a sus hijos pero un día una terrible hambruna asoló la
región. Casi no tenían ya que comer y una noche la malvada esposa del leñador le dijo:
-No podremos sobrevivir los cuatro otro invierno. Deberemos tomar mañana a los niños y llevarlos
a la parte más profunda del bosque cuando salgamos a trabajar. Les daremos un pedazo de pan a
cada uno y luego los dejaremos allí para que ya no encuentren su camino de regreso a casa.
El leñador se negó a esta idea porque amaba a sus hijos y sabía que si los dejaba en el bosque
morirían de hambre o devorados por las fieras, pero su esposa le dijo:
-Tonto, ¿no te das cuenta que si no dejas a los niños en el bosque, entonces los cuatro moriremos
de hambre?
Y tanto insistió la malvada mujer, que finalmente convenció a su marido de abandonar a los niños
en el bosque. Afortunadamente los niños estaban aún despiertos y escucharon todo lo que planearon
sus padres.
-Gretel -dijo Hansel a su hermana- no te preocupes que ya tengo la solución.
A la mañana siguiente todo ocurrió como se había planeado. La mujer levantó a los pequeños muy
temprano, les dio un pedazo de pan a cada uno y los cuatro emprendieron la marcha hacia el bosque.
Lo que el leñador y su mujer no sabían era que durante la noche, Hansel había salido al jardín para
llenar sus bolsillos de guijarros blancos, y ahora, mientras caminaban, lenta y sigilosamente fue
dejando caer guijarro tras guijarro formando un camino que evitaría que se perdieran dentro del
bosque. Cuando llegaron a la parte más boscosa, encendieron un fuego, sentaron a los niños en un
árbol caído y les dijeron:
-Aguarden aquí hasta que terminemos de trabajar.

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costa rica

Por largas horas los niños esperaron hasta que se hizo de noche, ellos permanecieron juntos al
fuego, tranquilos porque oían a lo lejos un CLAP-CLAP, que supusieron sería el hacha de su
padre trabajando todavía. Pero ignoraban que su madrastra había atado una rama a un árbol para
que hiciera ese ruido al ser movida por el viento. Cuando la noche se hizo más oscura Gretel
decidió que era tiempo de volver, pero Hansel le dijo que debían esperar que saliera la luna y así
lo hicieron, cuando la luna iluminó los guijarros blancos dejados por Hansel fue como si hubiera
delante de ellos un camino de plata.
A la mañana siguiente los dos niños golpearon la puerta de su padre:
-¡Hemos llegado! -gritaron los niños, la madrastra estaba furiosa, pero el leñador se alegró
inmensamente, porque lamentaba mucho lo que había hecho.
Vivieron nuevamente los cuatro juntos un tiempo más, pero a los pocos días, una hambruna aún
más terrible que la anterior volvió a devastar la región. El leñador no quería separarse de sus hijos
pero una vez más su esposa lo convenció de que era la única solución. Los niños oyeron esto una
segunda vez, pero esta vez Hansel no pudo salir a recoger los guijarros porque su madrastra había
cerrado con llave la puerta para que los niños no se pudieran escapar.
-No importa -le dijo Hansel a Gretel- no te preocupes, que algo se me ocurrirá mañana.
Aún no había salido el sol cuando los cuatros dejaron la casa, Hansel fue dejando caer a lo largo del
camino, las miguitas del pan que le había dado antes de partir la malvada madrastra. Nuevamente
los dejaron junto al fuego, en lo profundo del bosque y esperaron mucho tiempo allí sentados,
cuando estaba oscureciendo quisieron volver a casa. ¡Oh!, que gran sorpresa se llevaron los niños
cuando comprobaron que todas las miguitas dejadas por Hansel se las habían comido las aves del
bosque y no quedaba ni una solita.
Solos, con mucha hambre y llenos de miedo, los dos niños se encontraron en un bosque espeso
y oscuro del que no podían hallar la salida. Vagaron durante muchas horas hasta que por fin,
encontraron un claro donde sus ojos descubrieron la maravilla más grande que jamás hubiesen
podido imaginar: ¡una casita hecha de dulces! Los techos eran de chocolate, las paredes de
mazapán, las ventanas de caramelo, las puertas de turrón, el camino de confites.
-¡Un verdadero manjar! -dijo Hansel quien corrió hacia la casita diciendo a su hermana-: ¡Ven
Gretel, yo comeré del techo y tu podrás comerte las ventanas!
Y así diciendo y corriendo, los niños se abalanzaron sobre la casa y comenzaron a devorarla sin
notar que, sigilosamente salía a su encuentro una malvada bruja que inmediatamente los llamó y
los invitó a seguir.
-Veo que querían comer mi casa -dijo la bruja-. Pues ahora ¡yo los voy a comer a ustedes! -y los
tomó prisioneros. Y así diciendo los examinó-: Tu, la niña -dijo mirando a Gretel- me servirás para
ayudarme mientras engordamos al otro que está muy flacucho y así no me lo puedo comer, pues
solo lamería los huesos.

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Y sin prestar atención a las lágrimas de los niños tomó a Hansel y lo metió en un diminuto cuarto
esperando el día en que estuviese lo suficientemente gordo para comérselo. Una noche, mientras la
bruja dormía los niños empezaron a crear un plan.
-Como la bruja es muy corta de vista -dijo Gretel- cuando ella te pida que le muestres uno de tus
dedos para sentir si ya estas rellenito, tú lo que vas a sacar por entre los barrotes de la jaula es
este huesito de pollo, de forma tal que la bruja sienta lo huesudo de tu mano y decida esperar un
tiempo más -y ambos estuvieron de acuerdo con la idea. Sin embargo, y como era de esperarse, esa
situación no podía durar por siempre, y un mal día la bruja vociferó:
-Ya estoy cansada de esperar que este niño engorde. Come y come todo el día y sigue flaco como
el día que llegó.
Entonces encendió un gigantesco horno y le gritó a Gretel:
-Métete dentro para ver si ya está caliente -pero la niña, que sabía que en realidad lo que la bruja
quería era atraparla dentro para comérsela también, le replicó:
-No sé como hacerlo.
-Quítate -gritó la bruja, moviendo los brazos de lado a lado y lanzando maldiciones a diestra y
siniestra-, estoy fastidiada -le dijo-: Si serás tonta. Es lo más fácil del mundo, te mostraré cómo
hacerlo.
Y se metió dentro del horno. Gretel, sin dudar un momento, cerró la pesada puerta y dejó allí
atrapada a la malvada bruja que, dando grandes gritos pedía que la sacaran de aquel gran horno,
fue así como ese día la bruja murió quemada en su propia trampa. Gretel corrió entonces junto a
su hermano y lo liberó de su prisión.
Entonces los niños vieron que en la casa de la bruja había grandes bolsas con montones de piedras
preciosas y perlas. Así que llenaron sus bolsillos lo más que pudieron y a toda prisa dejaron aquel
bosque encantado. Caminaron y caminaron sin descansar y finalmente dieron con la casa de su
padre quien al verlos llegar se llenó de júbilo porque desde que los había abandonado no había
pasado un solo día sin que lamentase su decisión. Los niños corrieron a abrazarlo y una vez que se
hubieron reencontrado, les contó que la malvada esposa había muerto y que nunca más volvería a
lastimarlos, los niños entonces recordaron y vaciaron sus bolsillos ante los incrédulos ojos de su
padre que nunca más debió padecer necesidad alguna.

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Pulgarcito
Charles Perrault
Érase una vez un leñador y una leñadora que tenían siete hijos, todos ellos varones. El mayor tenía diez
años y el menor, sólo siete. Puede ser sorprendente que el leñador haya tenido tantos hijos en tan poco
tiempo; pero es que a su esposa le cundía la tarea pues los hacía de dos en dos. Eran muy pobres y sus
siete hijos eran una pesada carga ya que ninguno podía aún ganarse la vida. Sufrían además porque el
menor era muy delicado y no hablaba palabra alguna, interpretando como estupidez lo que era un rasgo
de la bondad de su alma. Era muy pequeñito y cuando llegó al mundo no era más gordo que el pulgar,
por lo cual lo llamaron Pulgarcito.
Este pobre niño era en la casa el que pagaba los platos rotos y siempre le echaban la culpa de todo. Sin
embargo, era el más fino y el más agudo de sus hermanos y, si hablaba poco, en cambio escuchaba
mucho.
Sobrevino un año muy difícil, y fue tanta la hambruna, que esta pobre pareja resolvió deshacerse de sus
hijos. Una noche, estando los niños acostados, el leñador, sentado con su mujer junto al fuego, le dijo:
-Tú ves que ya no podemos alimentar a nuestros hijos; ya no me resigno a verlos morirse de hambre
ante mis ojos, y estoy resuelto a dejarlos perderse mañana en el bosque, lo que será bastante fácil pues
mientras estén entretenidos haciendo atados de astillas, sólo tendremos que huir sin que nos vean.
-¡Ay! -exclamó la leñadora- ¿serías capaz de dejar tú mismo perderse a tus hijos?
Por mucho que su marido le hiciera ver su gran pobreza, ella no podía permitirlo; era pobre, pero era su
madre. Sin embargo, al pensar en el dolor que sería para ella verlos morirse de hambre, consistió y fue a
acostarse llorando.
Pulgarcito oyó todo lo que dijeron pues, habiendo escuchado desde su cama que hablaban de asuntos
serios, se había levantado muy despacio y se deslizó debajo del taburete de su padre para oírlos sin ser
visto. Volvió a la cama y no durmió más, pensando en lo que tenía que hacer.
Se levantó de madrugada y fue hasta la orilla de un riachuelo donde se llenó los bolsillos con guijarros
blancos, y en seguida regresó a casa. Partieron todos, y Pulgarcito no dijo nada a sus hermanos de lo que
sabía. Fueron a un bosque muy tupido donde, a diez pasos de distancia, no se veían unos a otros. El
leñador se puso a cortar leña y sus niños a recoger astillas para hacer atados. El padre y la madre,
viéndolos preocupados de su trabajo, se alejaron de ellos sin hacerse notar y luego echaron a correr por
un pequeño sendero desviado.
Cuando los niños se vieron solos, se pusieron a bramar y a llorar a mares. Pulgarcito los dejaba gritar,
sabiendo muy bien por dónde volverían a casa; pues al caminar había dejado caer a lo largo del camino
los guijarros blancos que llevaba en los bolsillos. Entonces les dijo:
-No teman, hermanos; mi padre y mi madre nos dejaron aquí, pero yo los llevaré de vuelta a casa, no
tienen más que seguirme.

Lo siguieron y él los condujo a su morada por el mismo camino que habían hecho hacia el bosque. Al
principio no se atrevieron a entrar, pero se pusieron todos junto a la puerta para escuchar lo que
hablaban su padre y su madre.
En el momento en que el leñador y la leñadora llegaron a su casa, el señor de la aldea les envió diez
escudos que les estaba debiendo desde hacía tiempo y cuyo reembolso ellos ya no esperaban. Esto les
devolvió la vida ya que los infelices se morían de hambre. El leñador mandó en el acto a su mujer a la
carnicería. Como hacía tiempo que no comían, compró tres veces más carne de la que se necesitaba
para la cena de dos personas. Cuando estuvieron saciados, la leñadora dijo:
-¡Ay! ¿qué será de nuestros pobres hijos? Buena comida tendrían con lo que nos queda. Pero también,
Guillermo, fuiste tú el que quisiste perderlos. Bien decía yo que nos arrepentiríamos. ¿Qué estarán
haciendo en ese bosque? ¡Ay!: ¡Dios mío, quizás los lobos ya se los han comido! Eres harto inhumano de
haber perdido así a tus hijos.
El leñador se impacientó al fin, pues ella repitió más de veinte veces que se arrepentirían y que ella bien
lo había dicho. Él la amenazó con pegarle si no se callaba. No era que el leñador no estuviese hasta más
afligido que su mujer, sino que ella le machacaba la cabeza, y sentía lo mismo que muchos como él que
gustan de las mujeres que dicen bien, pero que consideran inoportunas a las que siempre bien lo decían.
La leñadora estaba deshecha en lágrimas.
-¡Ay! ¿dónde están ahora mis hijos, mis pobres hijos?
Una vez lo dijo tan fuerte que los niños, agolpados a la puerta, la oyeron y se pusieron a gritar todos
juntos:
-¡Aquí estamos, aquí estamos!
Ella corrió de prisa a abrirles la puerta y les dijo abrazándolos:
-¡Qué contenta estoy de volver a verlos, mis queridos niños! Están bien cansados y tienen hambre; y tú,
Pierrot, mira cómo estás de embarrado, ven para limpiarte.
Este Pierrot era su hijo mayor al que amaba más que a todos los demás, porque era un poco pelirrojo, y
ella era un poco colorina.
Se sentaron a la mesa y comieron con un apetito que deleitó al padre y la madre; contaban el susto que
habían tenido en el bosque y hablaban todos casi al mismo tiempo. Estas buenas gentes estaban felices
de ver nuevamente a sus hijos junto a ellos, y esta alegría duró tanto como duraron los diez escudos.
Cuando se gastó todo el dinero, recayeron en su preocupación anterior y nuevamente decidieron
perderlos; pero para no fracasar, los llevarían mucho más lejos que la primera vez.
No pudieron hablar de esto tan en secreto como para no ser oídos por Pulgarcito, quien decidió
arreglárselas igual que en la ocasión anterior; pero aunque se levantó de madrugada para ir a recoger
los guijarros, no pudo hacerlo pues encontró la puerta cerrada con doble llave. No sabía que hacer;
cuando la leñadora les dio a cada uno un pedazo de pan como desayuno, pensó que podría usar su pan
en vez de los guijarros, dejándolo caer a migajas a lo largo del camino que recorrerían; lo guardó, pues,
en el bolsillo.

El padre y la madre los llevaron al lugar más oscuro y tupido del bosque y junto con llegar, tomaron por
un sendero apartado y dejaron a los niños.
Pulgarcito no se afligió mucho porque creía que podría encontrar fácilmente el camino por medio de su
pan que había diseminado por todas partes donde había pasado; pero quedó muy sorprendido cuando
no pudo encontrar ni una sola miga; habían venido los pájaros y se lo habían comido todo.
Helos ahí, entonces, de lo más afligidos, pues mientras más caminaban más se extraviaban y se hundían
en el bosque. Vino la noche, y empezó a soplar un fuerte viento que les producía un susto terrible. Por
todos lados creían oír los aullidos de lobos que se acercaban a ellos para comérselos. Casi no se atrevían
a hablar ni a darse vuelta. Empezó a caer una lluvia tupida que los caló hasta los huesos; resbalaban a
cada paso y caían en el barro de donde se levantaban cubiertos de lodo, sin saber qué hacer con sus
manos.
Pulgarcito se trepó a la cima de un árbol para ver si descubría algo; girando la cabeza de un lado a otro,
divisó una lucecita como de un candil, pero que estaba lejos más allá del bosque. Bajó del árbol; y
cuando llegó al suelo, ya no vio nada más; esto lo desesperó. Sin embargo, después de caminar un rato
con sus hermanos hacia donde había visto la luz, volvió a divisarla al salir del bosque.
Llegaron a la casa donde estaba el candil no sin pasar muchos sustos, pues de tanto en tanto la perdían
de vista, lo que ocurría cada vez que atravesaban un bajo. Golpearon a la puerta y una buena mujer les
abrió. Les preguntó qué querían; Pulgarcito le dijo que eran unos pobres niños que se habían extraviado
en el bosque y pedían albergue por caridad. La mujer, viéndolos a todos tan lindos, se puso a llorar y les
dijo:
-¡Ay! mis pobres niños, ¿dónde han venido a caer? ¿Saben ustedes que esta es la casa de un ogro que se
come a los niños?
-¡Ay, señora! -respondió Pulgarcito que temblaba entero igual que sus hermanos-, ¿qué podemos
hacer? Los lobos del bosque nos comerán con toda seguridad esta noche si usted no quiere cobijarnos
en su casa. Siendo así, preferimos que sea el señor quien nos coma; quizás se compadecerá de nosotros,
si usted se lo ruega.
La mujer del ogro, que creyó poder esconderlos de su marido hasta la mañana siguiente, los dejó entrar
y los llevó a calentarse a la orilla de un buen fuego, pues había un cordero entero asándose al palo para
la cena del ogro.
Cuando empezaban a entrar en calor, oyeron tres o cuatro fuertes golpes en la puerta: era el ogro que
regresaba. En el acto la mujer hizo que los niños se ocultaran debajo de la cama y fue a abrir la puerta. El
ogro preguntó primero si la cena estaba lista, si habían sacado vino, y en seguida se sentó a la mesa. El
cordero estaba aún sangrando, pero por eso mismo lo encontró mejor. Olfateaba a derecha e izquierda,
diciendo que olía a carne fresca.
-Tiene que ser -le dijo su mujer- ese ternero que acabo de preparar lo que sientes.
-Huelo carne fresca, otra vez te lo digo -repuso el ogro mirando de reojo a su mujer- aquí hay algo que
no comprendo.

Al decir estas palabras, se levantó de la mesa y fue derecho a la cama.


-¡Ah -dijo él- así me quieres engañar, maldita mujer! ¡No sé por qué no te como a ti también! Suerte
para ti que eres una bestia vieja. Esta caza me viene muy a tiempo para festejar a tres ogros amigos que
deben venir en estos días.
Sacó a los niños de debajo de la cama, uno tras otro. Los pobres se arrodillaron pidiéndole misericordia;
pero estaban ante el más cruel de los ogros quien, lejos de sentir piedad, los devoraba ya con los ojos y
decía a su mujer que se convertirían en sabrosos bocados cuando ella les hiciera una buena salsa. Fue a
coger un enorme cuchillo y mientras se acercaba a los infelices niños, lo afilaba en una piedra que
llevaba en la mano izquierda. Ya había cogido a uno de ellos cuando su mujer le dijo:
-¿Qué queréis hacer a esta hora? ¿No tendréis tiempo mañana por la mañana?
-Cállate -repuso el ogro- así estarán más tiernos.
-Pero todavía tenéis tanta carne -replicó la mujer-; hay un ternero, dos corderos y la mitad de un puerco
-Tienes razón -dijo el ogro-; dales una buena cena para que no adelgacen, y llévalos a acostarse.
La buena mujer se puso contentísima, y les trajo una buena comida, pero ellos no podían tragar. de puro
susto. En cuanto al ogro, siguió bebiendo, encantado de tener algo tan bueno para festejar a sus amigos.
Bebió unos doce tragos más que de costumbre, que se le fueron un poco a la cabeza, obligándolo a ir a
acostarse.
El ogro tenía siete hijas muy chicas todavía. Estas pequeñas ogresas tenían todas un lindo colorido pues
se alimentaban de carne fresca, como su padre; pero tenían ojitos grises muy redondos, nariz ganchuda
y boca grande con unos afilados dientes muy separados uno de otro. Aún no eran malvadas del todo,
pero prometían bastante, pues ya mordían a los niños para chuparles la sangre.
Las habían acostado temprano, y estaban las siete en una gran cama, cada una con una corona de oro
en la cabeza. En el mismo cuarto había otra cama del mismo tamaño; ahí la mujer del ogro puso a
dormir a los siete muchachos, después de lo cual se fue a acostar al lado de su marido.
Pulgarcito, que había observado que las hijas del ogro llevaban coronas de oro en la cabeza y temiendo
que el ogro se arrepintiera de no haberlos degollado esa misma noche, se levantó en mitad de la noche
y tomando los gorros de sus hermanos y el suyo, fue despacito a colocarlos en las cabezas de las niñas,
después de haberles quitado sus coronas de oro, las que puso sobre la cabeza de sus hermanos y en la
suya a fin de que el ogro los tomase por sus hijas, y a sus hijas por los muchachos que quería degollar.
La cosa resultó tal como había pensado; pues el ogro, habiéndose despertado a medianoche, se
arrepintió de haber dejado para el día siguiente lo que pudo hacer la víspera. Salió, pues, bruscamente
de la cama, y cogiendo su enorme cuchillo:
-Vamos a ver -dijo- cómo están estos chiquillos; no lo dejemos para otra vez.
Subió entonces al cuarto de sus hijas y se acercó a la cama donde estaban los muchachos; todos
dormían menos Pulgarcito que tuvo mucho miedo cuando sintió la mano del ogro que le tanteaba la
cabeza, como había hecho con sus hermanos. El ogro, que sintió las coronas de oro:

-Verdaderamente -dijo- ¡buen trabajo habría hecho! Veo que anoche bebí demasiado.
Fue en seguida a la cama de las niñas donde, tocando los gorros de los muchachos:
-¡Ah! -exclamó- ¡aquí están nuestros mozuelos!, trabajemos con coraje.

Diciendo estas palabras, degolló sin trepidar a sus siete hijas. Muy satisfecho después de esta
expedición, volvió a acostarse junto a su mujer.

Apenas Pulgarcito oyó los ronquidos del ogro, despertó a sus hermanos y les dijo que se vistieran rápido
y lo siguieran. Bajaron muy despacio al jardín y saltaron por encima del muro. Corrieron durante toda la
noche, tiritando siempre y sin saber a dónde se dirigían.

El ogro, al despertar, dijo a su mujer:

-Anda arriba a preparar a esos chiquillos de ayer.

Muy sorprendida quedó la ogresa ante la bondad de su marido sin sospechar de qué manera entendía él
que los preparara; y creyendo que le ordenaba vestirlos, subió y cuál no sería su asombro al ver a sus
siete hijas degolladas y nadando en sangre. Empezó por desmayarse (que es lo primero que discurren
casi todas las mujeres en circunstancias parecidas). El ogro, temiendo que la mujer tardara demasiado
tiempo en realizar la tarea que le había encomendado, subió para ayudarla. Su asombro no fue menor
que el de su mujer cuando vio este horrible espectáculo.

-¡Ay! ¿qué hice? -exclamó-. ¡Me la pagarán estos desgraciados, y en el acto!

-Echó un tazón de agua en la nariz de su mujer, haciéndola volver en sí:

-Dame pronto mis botas de siete leguas -le dijo- para ir a agarrarlos.

Se puso en campaña, y después de haber recorrido lejos de uno a otro lado, tomó finalmente el camino
por donde iban los pobres muchachos que ya estaban a sólo cien pasos de la casa de sus padres. Vieron
al ogro ir de cerro en cerro, y atravesar ríos con tanta facilidad como si se tratara de arroyuelos.
Pulgarcito, que descubrió una roca hueca cerca de donde estaban, hizo entrar a sus hermanos y se
metió él también, sin perder de vista lo que hacía el ogro.

Éste, que estaba agotado de tanto caminar inútilmente (pues las botas de siete leguas son harto
cansadoras), quiso reposar y por casualidad fue a sentarse sobre la roca donde se habían escondido los
muchachos. Como no podía más de fatiga, se durmió después de reposar un rato, y se puso a roncar en
forma tan espantosa que los niños se asustaron igual que cuando sostenía el enorme cuchillo para
cortarles el pescuezo.
Pulgarcito sintió menos miedo, y les dijo a sus hermanos que huyeran de prisa a la casa mientras el ogro
dormía profundamente y que no se preocuparan por él. Le obedecieron y partieron raudos a casa.

Pulgarcito, acercándose al ogro, le sacó suavemente las botas y se las puso rápidamente. Las botas eran
bastante anchas y grandes; pero como eran mágicas, tenían el don de adaptarse al tamaño de quien las
calzara, de modo que se ajustaron a sus pies y a sus piernas como si hubiesen sido hechas a su medida.
Partió derecho a casa del ogro donde encontró a su mujer que lloraba junto a sus hijas degolladas.

-Su marido -le dijo Pulgarcito- está en grave peligro; ha sido capturado por una banda de ladrones que
han jurado matarlo si él no les da todo su oro y su dinero. En el momento en que lo tenían con el puñal
al cuello, me divisó y me pidió que viniera a advertirle del estado en que se encuentra, y a decirle que
me dé todo lo que tenga disponible en la casa sin guardar nada, porque de otro modo lo matarán sin
misericordia. Como el asunto apremia, quiso que me pusiera sus botas de siete leguas para cumplir con
su encargo, también para que usted no crea que estoy mintiendo.

La buena mujer, asustadísima, le dio en el acto todo lo que tenía: pues este ogro no dejaba de ser buen
marido, aun cuando se comiera a los niños. Pulgarcito, entonces, cargado con todas las riquezas del
ogro, volvió a la casa de su padre donde fue recibido con la mayor alegría.

Hay muchas personas que no están de acuerdo con esta última circunstancia, y sostienen que Pulgarcito
jamás cometió ese robo; que, por cierto, no tuvo ningún escrúpulo en quitarle las botas de siete leguas
al ogro porque éste las usaba solamente para perseguir a los niños. Estas personas aseguran saberlo de
buena fuente, hasta dicen que por haber estado comiendo y bebiendo en casa del leñador. Aseguran
que cuando Pulgarcito se calzó las botas del ogro, partió a la corte, donde sabía que estaban
preocupados por un ejército que se hallaba a doscientas leguas, y por el éxito de una batalla que se
había librado. Cuentan que fue a ver al rey y le dijo que si lo deseaba, él le traería noticias del ejército
esa misma tarde. El rey le prometió una gruesa cantidad de dinero si cumplía con este cometido.

Pulgarcito trajo las noticias esa misma tarde, y habiéndose dado a conocer por este primer encargo,
ganó todo lo que quiso; pues el rey le pagaba generosamente por transmitir sus órdenes al ejército;
además, una cantidad de damas le daban lo que él pidiera por traerles noticias de sus amantes, lo que le
proporcionaba sus mayores ganancias. Había algunas mujeres que le encargaban cartas para sus
maridos, pero le pagaban tan mal y representaba tan poca cosa, que ni se dignaba tomar en cuenta lo
que ganaba por ese lado.

Después de hacer durante algún tiempo el oficio de correo, y de haber amasado grandes bienes, regresó
donde su padre, donde la alegría de volver a verlo es imposible de describir. Estableció a su familia con
las mayores comodidades. Compró cargos recién creados para su padre y sus hermanos y así fue
colocándolos a todos, formando a la vez con habilidad su propia corte.

Moraleja
Nadie se lamenta de una larga descendencia
cuando todos los hijos tienen buena presencia,
son hermosos y bien desarrollados;
mas si alguno resulta enclenque o silencioso
de él se burlan, lo engañan y se ve despreciado.
A veces, sin embargo, será este mocoso
el que a la familia ha de colmar de agrados.
Pulgarcito
Jacob Karl Grimm y Wilhelm Grimm

Érase una vez un pobre campesino. Una noche se encontraba sentado, atizando el fuego, mientras que
su esposa hilaba sentada junto a él. Ambos se lamentaban de hallarse en un hogar sin niños.

-¡Qué triste es no tener hijos! -dijo él-. En esta casa siempre hay silencio, mientras que en los demás
hogares hay tanto bullicio y alegría...

-¡Es verdad! -contestó la mujer suspirando-. Si por lo menos tuviéramos uno, aunque fuese muy
pequeño y no mayor que el pulgar, seríamos felices y lo querríamos de todo corazón.

Y entonces sucedió que la mujer se indispuso y, después de siete meses, dio a luz a un niño
completamente normal en todo, si exceptuamos que no era más grande que un dedo pulgar.

-Es tal como lo habíamos deseado. Va a ser nuestro hijo querido.

Y debido a su tamaño lo llamaron Pulgarcito. No le escatimaron la comida, pero el niño no creció y se


quedó tal como era en el momento de nacer. Sin embargo, tenía una mirada inteligente y pronto dio
muestras de ser un niño listo y hábil, al que le salía bien cualquier cosa que se propusiera.

Un día, el campesino se aprestaba a ir al bosque a cortar leña y dijo para sí:

-Ojalá tuviera a alguien que me llevase el carro.

-¡Oh, padre! -exclamó Pulgarcito- ¡Ya te llevaré yo el carro! ¡Puedes confiar en mí! En el momento
oportuno lo tendrás en el bosque.

El hombre se echó a reír y dijo:

-¿Cómo podría ser eso? Eres demasiado pequeño para llevar de las bridas al caballo.

-¡Eso no importa, padre! Si mamá lo engancha, yo me pondré en la oreja del caballo y le iré diciendo al
oido por dónde ha de ir.

-¡Está bien! -contestó el padre-, probaremos una vez.

Cuando llegó la hora, la madre enganchó el carro y colocó a Pulgarcito en la oreja del caballo, donde el
pequeño se puso a gritarle por dónde tenía que ir, tan pronto con un "¡Heiii!", como con un "¡Arre!".
Todo fue tan bien como si un conductor de experiencia condujese el carro, encaminándose derecho
hacia el bosque.

Sucedió que, justo al doblar un recodo del camino, cuando el pequeño iba gritando "¡Arre! ¡Arre!" ,
acertaron a pasar por allí dos forasteros.

-¡Cómo es eso! -dijo uno- ¿Qué es lo que pasa? Ahí va un carro, y alguien va arreando al caballo; sin
embargo no se ve a nadie conduciéndolo.

-Todo es muy extraño -dijo el otro-. Vamos a seguir al carro para ver dónde se para.
Pero el carro se internó en pleno bosque y llegó justo al sitio donde estaba la leña cortada. Cuando
Pulgarcito vio a su padre, le gritó:

-¿Ves, padre? Ya he llegado con el carro. Bájame ahora del caballo.

El padre tomó las riendas con la mano izquierda y con la derecha sacó a su hijo de la oreja del caballo.
Pulgarcito se sentó feliz sobre una brizna de hierba. Cuando los dos forasteros lo vieron se quedaron tan
sorprendidos que no supieron qué decir. Ambos se escondieron, diciéndose el uno al otro:

-Oye, ese pequeñín bien podría hacer nuestra fortuna si lo exhibimos en la ciudad y cobramos por
enseñarlo. Vamos a comprarlo.

Se acercaron al campesino y le dijeron:

-Véndenos al pequeño; estará muy bien con nosotros.

-No -respondió el padre- es mi hijo querido y no lo vendería ni por todo el oro del mundo.

Pero al oír esta propuesta, Pulgarcito trepó por los pliegues de la ropa de su padre, se colocó sobre su
hombro y le susurró al oído:

-Padre, véndeme, que ya sabré yo cómo regresar a casa.

Entonces, el padre lo entregó a los dos hombres a cambio de una buena cantidad de dinero.

-¿Dónde quieres sentarte? -le preguntaron.

-¡Da igual ! Colocadme sobre el ala de un sombrero; ahí podré pasearme de un lado para otro,
disfrutando del paisaje, y no me caeré.

Cumplieron su deseo y, cuando Pulgarcito se hubo despedido de su padre, se pusieron todos en camino.
Viajaron hasta que anocheció y Pulgarcito dijo entonces:

-Bájadme un momento; tengo que hacer una necesidad.

-No, quédate ahí arriba -le contestó el que lo llevaba en su cabeza-. No me importa. Las aves también
me dejan caer a menudo algo encima.

-No -respondió Pulgarcito-, yo también sé lo que son las buenas maneras. Bajadme inmediatamente.

El hombre se quitó el sombrero y puso a Pulgarcito en un sembrado al borde del camino. Por un
momento dio saltitos entre los terrones de tierra y, de repente, se metió en una madriguera que había
localizado desde arriba.

-¡Buenas noches, señores, sigan sin mí! -les gritó con un tono de burla.

Los hombres se acercaron corriendo y rebuscaron con sus bastones en la madriguera del ratón, pero su
esfuerzo fue inútil. Pulgarcito se arrastró cada vez más abajo y, como la oscuridad no tardó en hacerse
total, se vieron obligados a regresar, burlados y con las manos vacías.

Cuando Pulgarcito advirtió que se habían marchado, salió de la madriguera.

-Es peligroso atravesar estos campos de noche -pensó-; sería muy fácil caerse y romperse un hueso.
Por fortuna tropezó con una concha vacía de caracol.

-¡Gracias a Dios! -exclamó- Ahí podré pasar la noche con tranquilidad.

Y se metió dentro del caparazón. Un momento después, cuando estaba a punto de dormirse, oyó pasar
a dos hombres; uno de ellos decía:

-¿Cómo haremos para robarle al cura rico todo su oro y su palta?

-¡Yo podría decírtelo! -se puso a gritar Pulgarcito.

-¿Qué fue eso? -dijo uno de los espantados ladrones-; he oído hablar a alguien.

Se quedaron quietos escuchando, y Pulgarcito insistió:

-Llévadme con vosotros y os ayudaré.

-¿Dónde estás?

-Buscad por la tierra y fijaos de dónde viene la voz -contestó.

Por fin los ladrones lo encontraron y lo alzaron hasta ellos.

-A ver, pequeñajo, ¿cómo vas a ayudarnos?

-¡Escuchad! Yo me deslizaré por las cañerías hasta la habitación del cura y os iré pasando todo cuanto
queráis.

-¡Está bien! Veremos qué sabes hacer.

Cuando llegaron a la casa del cura, Pulgarcito se introdujo en la habitación y se puso a gritar con todas
sus fuerzas.

-¿Quereis todo lo que hay aquí?

Los ladrones se estremecieron y le dijeron:

-Baja la voz para que nadie se despierte.

Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando:

-¿Qué queréis? ¿Queréis todo lo que hay aquí?

La cocinera, que dormía en la habitación de al lado, oyó estos gritos, se incorporó en su cama y se puso a
escuchar, pero los ladrones asustados se habían alejado un poco. Por fin recobraron el valor diciéndose:

-Ese pequeñajo quiere burlarse de nosotros.

Regresaron y le susurraron:

-Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa.

Entonces, Pulgarcito se puso a gritar de nuevo con todas sus fuerzas:

-Sí, quiero daros todo; sólo tenéis que meter las manos.
La cocinera, que ahora oyó todo claramente, saltó de su cama y se acercó corriendo a la puerta. Los
ladrones, atemorizados, huyeron como si los persiguiese el diablo, y la criada, que no veía nada, fue a
encender una vela. Cuando regresó, Pulgarcito, sin ser descubierto, se había escondido en el pajar. La
sirvienta, después de haber registrado todos los rincones y no encontrar nada, acabó por volver a su
cama y supuso que había soñado despierta.

Pulgarcito había trepado por la paja y en ella encontró un buen lugar para dormir. Quería descansar allí
hasta que se hiciese de día para volver luego con sus padres, pero aún habrían de ocurrirle otras muchas
cosas antes de poder regresar a su casa.

Como de costumbre, la criada se levantó antes de que despuntase el día para dar de comer a los
animales. Fue primero al pajar, y de allí tomó una brazada de heno, precisamente del lugar en donde
dormía Pulgarcito. Estaba tan profundamente dormido que no se dio cuenta de nada, y no despertó
hasta que estuvo en la boca de la vaca que se había tragado el heno.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó-. ¿Cómo he podido caer en este molino?

Pero pronto se dio cuenta de dónde se encontraba. No pudo hacer otra cosa sino evitar ser triturado por
los dientes de la vaca; mas no pudo evitar resbalar hasta el estómago.

-En esta habitación tan pequeña se han olvidado de hacer una ventana -se dijo-, y no entra el sol y
tampoco veo ninguna luz.

Este lugar no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente entraba más paja por la puerta, por lo
que el espacio iba reduciéndose cada vez más. Entonces, presa del pánico, gritó con todas sus fuerzas:

-¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje!

La moza estaba ordeñando a la vaca cuando oyó hablar sin ver a nadie, y reconoció que era la misma voz
que había escuchado por la noche. Se asustó tanto que cayó del taburete y derramó toda la leche.
Corrió entonces a toda velocidad hasta donde se encontraba su amo y le dijo:

-¡Ay, señor cura, la vaca ha hablado!

-¡Estás loca! -repuso el cura.

Y se dirigió al establo a ver lo que ocurría; pero, apenas cruzó el umbral, cuando Pulgarcito se puso a
gritar de nuevo:

-¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje!

Ante esto, el mismo cura también se asustó, suponiendo que era obra del diablo, y ordenó que se
matara a la vaca. Entonces la vaca fue descuartizada y el estómago, donde estaba encerrado Pulgarcito,
fue arrojado al estiercol. Nuestro amigo hizo ímprobos esfuerzos por salir de allí y, cuando ya por fin
empezaba a sacar la cabeza, le aconteció una nueva desgracia. Un lobo hambriento, que acertó a pasar
por el lugar, se tragó el estómago de un solo bocado. Pulgarcito no perdió los ánimos. «Quizá -pensó-
este lobo sea comprensivo». Y, desde el fondo de su panza, se puso a gritarle:

-¡Querido lobo, sé donde hallar un buena comida para ti!

-¿Adónde he de ir? -preguntó el lobo.


-En tal y tal casa. No tienes más que entrar por la trampilla de la cocina y encontrarás tortas, tocino y
longanizas, tanto como desees comer.

Y Pulgarcito le describió minuciosamente la casa de sus padres.

El lobo no necesitó que se lo dijeran dos veces. Por la noche entró por la trampilla de la cocina y, en la
despensa, comió de todo con inmenso placer. Cuando estuvo harto, quiso salir, pero había engordado
tanto que ya no cabía por el mismo sitio. Pulgarcito, que lo tenía todo previsto, comenzó a patalear y a
gritar dentro de la barriga del lobo.

-¿Te quieres estar quieto? -le dijo el lobo-. Vas a despertar a todo el mundo.

-¡Ni hablar! -contestó el pequeño-. ¿No has disfrutado bastante ya? Ahora yo también quiero
divertirme.

Y se puso de nuevo a gritar con todas sus fuerzas. Los chillidos despertaron finalmente a sus padres,
quienes corrieron hacia la despensa y miraron por una rendija. Cuando vieron al lobo, el hombre corrió a
buscar el hacha y la mujer la hoz.

-Quédate detrás de mí -dijo el hombre al entrar en la despensa-. Primero le daré un golpe con el hacha
y, si no ha muerto aún, le atizarás con la hoz y le abrirás las tripas.

Cuando Pulgarcito oyó la voz de su padre, gritó:

-¡Querido padre, estoy aquí; aquí, en la barriga del lobo!

-¡Gracias a Dios! -dijo el padre-. ¡Ya ha aparecido nuestro querido hijo!

Y le indicó a su mujer que no usara la hoz, para no herir a Pulgarcito. Luego, blandiendo el hacha, asestó
al lobo tal golpe en la cabeza que éste cayó muerto. Entonces fueron a buscar un cuchillo y unas tijeras,
le abrieron la barriga al lobo y sacaron al pequeño.

-¡Qué bien! -dijo el padre-. ¡No sabes lo preocupados que estábamos por ti!

-¡Sí, padre, he vivido mil aventuras. ¡Gracias a Dios que puedo respirar de nuevo aire freco!

-Pero, ¿dónde has estado?

-¡Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el estómago de una vaca y en la barriga de un


lobo. Ahora estoy por fin con vosotros.

-Y no te volveremos a vender ni por todo el oro del mundo.

Y abrazaron y besaron con mucho cariño a su querido Pulgarcito; le dieron de comer y de beber, lo
bañaron y le pusieron ropas nuevas, pues las que llevaba se habían estropeado en su accidentado viaje.

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