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Revelaciones (resumen)
El cine en Colombia ha sido un vehículo para la representación de imaginarios colectivos sobre
las causas, actores y víctimas del conflicto armado. Esta reproducción ha permitido vivir
momentáneamente, a la sociedad urbana y acomodada, la tragedia que otros coterráneos han
padecido durante décadas. El análisis de las narrativas construidas en distintos periodos del
conflicto interno colombiano, que en esta oportunidad van desde la violencia bipartidista
hasta los procesos de paz de los noventa, permite identificar tendencias sociopolíticas y
sensaciones históricas frente a la superación o degradación de este. La representación
cinematográfica ha variado desde la negación propia de las causas hasta la desesperanza por
un futuro desolador.
Palabras clave: Cine, Conflicto Armado, Narrativas, Violencia, Terror, Frente Nacional, La
Violencia, Insurgencia, Guerrillas, Narcotráfico, Películas, Horror, marginalidad.
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Alberto Santos Peñuela
Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
Spoilers
Cinema in Colombia has been a vehicle for the representation of collective imaginaries about
the causes, actors and victims of the armed conflict. This reproduction has allowed the urban
and affluent society to momentarily experience the tragedy that other countrymen have
suffered for decades. The analysis of the narratives set in different periods of Colombia’s
internal conflict, which in this case range from bipartisan violence to the peace processes of
the nineties, allows the identification of sociopolitical tendencies and historical sensations
regarding the overcoming or degradation of the conflict. The cinematographic representation
has varied from the denial of the causes to the despair of a bleak future.
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
Índice de contenidos
1. INTRODUCCIÓN: EL QUE NO HA VIVIDO EL CONFLICTO SE LO IMAGINA .......................... 7
2.1.1. La estética del horror y el cine de terror en el cine del conflicto en Colombia . 17
2.2.1. Flash back (tomas en blanco y negro). La violencia que no cesa, el conflicto que
se escala 25
3.1. La tragedia de La Violencia: no hay peor ciego que el que mira para otro lado ...... 32
3.1.2. Cine oficial y cine experimental: la violencia sigue siendo marginal como las
víctimas 35
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3.3.1.1. Cóndores no entierran todos los días: “es un buen muerto” ..................... 52
3.3.2.1. “A la gente no le gusta que le restrieguen las heridas (…) pero a todos les
gusta un chiste” .......................................................................................................... 61
3.4.1.1. Confesión a Laura: “ya está muerto, nada va a cambiar” ..................... 6867
4. CONCLUSIONES .............................................................................................................. 71
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Índice de imágenes
Fotograma 1. "Esta es mi vereda" (1959) (Fuente: FPFC) ………………………………………………………40
Foto 1 Comunas de Medellín en el año 2022 (Fotografía tomada por Alberto Santos) …………65
Índice de tablas
Tabla 1. "Periodos analizados de la violencia reciente en Colombia"……………………………………12
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Colombia ha vivido a lo largo de toda su historia numerosos conflictos que han degradado en
una violencia indiscriminada y masiva, la cual ha afectado principalmente a la población civil.
El interminable trascurrir de la violencia en el país ha tenido origen en tensiones sociopolíticas
que han sido objeto de estudio de distintos académicos, conocidos a partir de los años ochenta
como violentólogos (García, 2015). A raíz de sus estudios se han propuesto distintas
periodizaciones de la violencia, que han facilitado la comprensión de las coyunturas políticas
que marcaron las variaciones que ha tenido la guerra, la aparición de actores armados,
fenómenos sociales o la irrupción de economías ilegales que han servido como combustible
del conflicto.
El trabajo de los violentólogos derivó en un debate alrededor de las causas del conflicto,
discusión que posibilitó abordar no solo su origen sino también su persistencia. Lo anterior ha
permitido integrar a la explicación de los contextos de violencia sistemática factores como las
condiciones socioeconómicas, la presencia diferenciada del Estado y, por ende, los aspectos
relacionados con la marginalidad y la periferia, que se entienden como condiciones propicias
para la imposición de micropoderes ilegales.
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como la Colombia profunda, que se presenta incluso en los sectores más empobrecidos de las
capitales departamentales.
En Colombia, el cine ha recreado el conflicto reciente en su larga duración a través de (a) una
mirada histórica: retomando hechos del pasado a través de interpretaciones posteriores; y (b)
de una exposición inmediatista o de denuncia: documentando las situaciones que se viven en
el momento mismo de su ocurrencia. En este sentido, el cine ha reflejado no solo una realidad
sino también una forma de interpretarla en los distintos momentos de su historia, en una
relación permanente entre ese otro que padece -como un sujeto de investigación y
exposición- lo que los demás ignoran como un objeto de intervención: “El discurso en imagen
tiempo del cine permite no solamente una mirada histórica, sino una contemporaneidad que
somos en un presente. Su objeto/ sujeto (…), es la presencia de la alteridad” (Saldarriaga y
Londoño, 2017, p. 95).
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En ese sentido, el cine ha venido adquiriendo una importancia significativa como fuente para
la reconstrucción histórica mediante el registro de imágenes o reproducciones de la realidad
y como documento que visibiliza discursos, ideas colectivas, emergentes, o procesos
emancipadores o de transformación social:
En este trabajo no se propone un estudio histórico a través del cine sino una revisión de la
interpretación y reinterpretación que este ha hecho del conflicto en sus distintos momentos
históricos, entre el periodo de La Violencia (1946 - 1957) y hasta terminar la década de los
ochenta, como una forma de identificar la reproducción de narrativas subyacentes en el
ideario colectivo y otras disruptivas que se masifican a través de la pantalla grande.
En una guerra tan extensa como la colombiana, los discursos se han reproducido tanto como
la propia violencia y han reciclado algunos prejuicios y justificaciones alrededor de las víctimas
y los actores del conflicto. Dichas narrativas han alimentado ciclos de violencia basados en la
estigmatización, la exacerbación del odio y la construcción y deshumanización del enemigo,
pero también momentos de dialogo y desescalada que se soportaron en el reconocimiento
del otro y un discurso más conciliador.
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
Pero lo menos es cierto que la visión de formas de vida distintas tiene algunos efectos
comunes en todos los espectadores. Facilita quizá la comprensión de otros tipos y, sobre
todo, tiende a debilitar la solidez de la propia actitud, destruyendo la opinión ingenua de
que es la única posible (Siguan, 1954, p. 38).
Esa alteridad, la capacidad de ser otro por un momento, se refleja, en el caso del cine
colombiano, en ese receptor de la narrativa propuesta que produce su propia interpretación,
intervenida por la obra, y que a su vez influirá en la reproducción de un discurso, en este caso
en particular, sobre el conflicto:
Desde nuestra perspectiva, en el lugar del emisor del texto (y del discurso) aparece un
ente específico, vinculado con el término “autor”, que sólo podemos utilizar como una
etiqueta que sirve el objetivo básico de “entendernos” a través del lenguaje; nuestra
opción sólo le considera una simple firma como director que es el “alias” del equipo de
producción, como huella en el texto, siendo el verdadero autor el lector, en su proceso de
interpretación, al construir un nuevo espacio textual (Gómez y Marzal [sin fecha], p. 5).
Es así como este trabajo se propone revisar la producción cinematográfica realizada entre
1948 y 1990 desde una mirada crítica en el examen y deconstrucción de los elementos no
objetivos y subjetivos de las producciones seleccionadas, en relación con el conflicto armado
y su representación.
1.3. Objetivos
Objetivo general:
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Objetivos específicos:
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Esta periodización del conflicto será objeto de una explicación más extensa en el contexto y el
flashback; sin embargo, es pertinente agregar que esta clasificación temporal proviene de la
propuesta del informe ¡Basta ya! Memorias de Guerra y Dignidad, que plantea “cuatro
periodos en su evolución”: el primero va de 1958 a 1982 y es identificado como una transición
a la violencia subversiva; el segundo de 1982 a 1996, que se puede interpretar como un
escenario de proliferación de actores y degradación de la violencia; un tercero que abarca
desde 1996 hasta 2005, época del recrudecimiento del conflicto; y el último se ubica entre
2005 y 2012, etapa marcada como de reacomodamiento (GMH, 2013, p. 111).
Periodo Años
La Violencia 1946-1957
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La selección de las películas a usar en cada uno de los periodos descritos ha implicado una
serie de condiciones relacionadas con la representatividad y la pertinencia. Tal cual se describe
en las siguientes páginas, el análisis pretende abordar las distintas narrativas que representan
la forma en que se construyen los imaginarios sobre el conflicto armado interno colombiano,
así como aquellas propuestas interpretativas que emergen en medio de distintas coyunturas
sociopolíticas. En esta deconstrucción del filme no solo se tiene en cuenta el argumento y la
construcción de los personajes, sino también algunas puestas en escena de la violencia
asociadas a la imposición del terror como repertorio y conectadas justamente a una estética
y emocionalidad del horror.
Para lograr lo anterior se escogieron producciones emblemáticas de cada periodo que han
sido reconocidas por su impacto en el desarrollo del cine nacional, por su calidad o por
representar un hito en el tratamiento técnico o narrativo; muchas de ellas con un impacto
significativo en materia de audiencia y con criticas muy positivas en los años de estreno o
posteriores. Como se trata de valorar no solo las narrativas hegemónicas sino también
aquellos discursos emergentes frente al conflicto, también se consideraron producciones
independientes de menor incidencia en materia de taquillas, pero con una valoración histórica
importante.
Un segundo criterio de selección tuvo que ver con el abordaje directo del conflicto armado en
las producciones. No en todos los periodos se encontró esta característica, lo que implicó que
en algunos se propusieran inferencias desde algunas características que permitieron analizar
un contexto sobre el cual se justifican ciertas apuestas cinematográficas o narrativas que
aludían tácitamente a dinámicas propias relacionadas con el conflicto.
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Procesos de
Paz con las
Confesión a Laura Jaime Osorio Gómez 1991
guerrillas y
El Secuestro Gustavo Medina Tafur 1992
constitución
del 91 Nieve tropical Ciro Durán 1993
Fuente: Proimágenes Colombia, elaboración propia.
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El cine producido en Colombia ha sido un fenómeno creciente en las últimas décadas, pero de
acceso preferencial y exclusivo. Su público se ha concentrado en las grandes ciudades del país,
pues en la periferia este tipo de espectáculos aún no son frecuentes, a pesar de proyectos
alternativos que buscan llevar el espectáculo hasta aquellos lugares más apartados:
Las 1.061 salas de cine que hay en el país se reparten, más que todo, entre las grandes
urbes. Sin embargo, muchos colombianos no han tenido la oportunidad de ver películas
en la pantalla grande, especialmente las personas que viven en los barrios más pobres y
las comunidades que están en zonas rurales apartadas (Rodríguez, 2018, s.p.).
En contraste, el argumento del que se nutren las películas es, en gran parte, la historia de la
marginalidad: una representación de realidades tan lejanas al espectador urbano como la
misma ficción que las narra. Justamente, uno de los temas más recurrentes en la filmografía
colombiana es el conflicto armado, visto desde distintas perspectivas1.
1
Aunque se hace casi imposible cuantificar el número de películas hechas en Colombia sobre el conflicto, solo
basta pensar que en los últimos años algunas de las películas más populares han tratado este tema. Dentro de
las 40 películas colombianas que aparecen en primer lugar en la búsqueda de Google, 24 tratan temas
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
Si bien el conflicto ha afectado a toda la sociedad, su impacto ha sido mucho más fuerte en
las zonas rurales y en los lugares con menos presencia estatal y mayores niveles de
vulnerabilidad y pobreza: a donde el cine no llega o llega muy poco. Por ende, el cine sobre el
conflicto en Colombia ha interactuado en su mayoría con un público urbano, de clase media
(Izquierdo, 2020), que ha vivido el conflicto a través de las pantallas recreando realidades
cercanas y al tiempo distantes, en tanto se perciben como poco probables de vivir en sus
propias experiencias de vida. En este sentido, el cine como representación de la realidad
acerca al público al mundo de la guerra que, aunque reconocida, le sigue siendo extraña.
En efecto, una de las características del séptimo arte es la de ser un transmisor de realidades
lejanas, tanto en distancia como en tiempo. El sentido social del cine lo convierte en una
posibilidad para que el espectador no solo se informe sobre asuntos desconocidos sino que
“viva” distintas situaciones sin el riesgo de ser afectado por ellas: "una interpretación más
original, aunque menos conocida, del sentido social del cine ve su aportación positiva en que
permite hacer vivir a cada hombre el destino de los demás” (Siguan, 1954, p. 44).
De este modo, la sociedad urbana con acceso a ciertos privilegios ha vivido, en su mayoría, la
experiencia del conflicto a través de las pantallas y ha recreado no solo usos sociales alrededor
de la violencia sino juicios de valor sobre los actores del conflicto, sus causas y los eventos que
se desarrollan. Esta influencia en las ideas colectivas producto de la masificación, o no, de una
propuesta narrativa sobre la guerra constituye el principal objeto de análisis de este trabajo.
Volviendo a Siguan: “La película no solo exhibe unos comportamientos, sino que por su
desarrollo toma partido, tiene una intención que puede ser juzgada en términos morales o
religiosos” (1954, p. 39).
Ese tomar partido que implica una propuesta interpretativa o un discurso que se reproduce a
través de la imagen, el texto, el subtexto, el sonido, etc., también es un reflejo de una postura
ideológica, de unos imaginarios preexistentes o de otros emergentes, minoritarios y quizá
subrepticios. En todo caso, el cine allí funciona como un espejo de la sociedad que para Siguan
relacionados con la violencia, el conflicto y la marginalidad. De estas 24, 11 centran su argumento directamente
y de manera explícita en el conflicto armado: Soñar no Cuesta Nada (2006), Los Colores de la Montaña (2010),
Golpe de Estadio (1998), La Pasión de Gabriel (2008), Carta a una Sombra (2015), Camilo: El Cura Guerrillero
(1974), Alias María (2015), Estrella del Sur (2013), Canaguaro (1981), Silencio en el Paraíso (2011), Retratos en
un Mar de Mentiras (2010).
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(1954) refleja sus deseos (desde una mirada mercantilista), pero que desde esta perspectiva
va más allá y manifiesta su pathos. Ese espejo cinematográfico refleja cada aspecto de la
sociedad según el lugar donde esté colocado: “El director recorta la realidad a su antojo, como
sí señalara con el dedo aquél lugar de la imagen al que pretende que el espectador dirija su
mirada, y al mismo tiempo tapa o desecha el resto” (Furió, 2019, p. 22).
2.1.1. La estética del horror y el cine de terror en el cine del conflicto en Colombia
A partir del debate expuesto sobre la representación de la realidad en el cine, se puede decir
que este encarna el conflicto de manera parcial: enfocando algunas partes, sacando de cuadro
otras y desarrollando una narrativa alrededor de él que normalmente conlleva posturas y
juicios de valor explícitos o implícitos. De esta manera, no se puede hablar de una
reconstrucción del conflicto sino de las narrativas que se construyen sobre él en los distintos
momentos históricos (ver apartado: La transformación del discurso a través de los imaginarios
construidos).
El tema del conflicto armado en Colombia ha venido siendo usado en distintos momentos y
de manera recurrente, mientras que las formas de representarlo han variado desde la
denuncia hasta el efectismo del melodrama. El aumento de las producciones que lo tratan ha
sido proporcional al incremento de la cantidad de películas en este país, año tras año (Ruiz y
Rivera, 2010). Este auge ha propiciado que varios autores se acerquen al cine para entender
su impacto en el estudio del conflicto y como fuente histórica. Más allá del debate presentado
en los anteriores apartados, el cine se ha considerado como un elemento importante de
aproximación a la vileza y crueldad de la guerra y, por lo tanto, al sufrimiento y el dolor de las
víctimas:
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
La exposición de los peligros extremos, de la miseria, del dolor, del sufrimiento, de la muerte,
de una violencia que, por momentos, parece irracional ha llevado a algunos estudiosos del
tema a afirmar que el cine del conflicto en Colombia ha usado una estética del horror (Agudelo
Ramírez, 2017). El horror se define desde el estudio de la literatura, por ejemplo, como: “una
respuesta emocional donde el miedo estaba mezclado con la repugnancia” (Bordalejo 2007,
s.p.). En este sentido, el horror como emocionalidad funciona en la medida en que esa
crueldad, sevicia o excesivo dolor que padecen los protagonistas pueda producir una profunda
repulsión en el espectador.
A pesar de que el horror, como estética, también está asociado a lo oscuro y lo sobrenatural,
lo que no siempre funcionaría para describir las películas del conflicto, se podría afirmar que,
en cuanto a la emocionalidad del espectador, el cine del conflicto sí está cerca de lo que hoy
se conoce como horror/terror2, sobre todo si integramos el accionar de los actores del
conflicto a esa definición, en la medida en que estos han instrumentalizado el terror como
estrategia de guerra. Aquí el terror como modalidad de la violencia se entiende en términos
de las acciones que integran las condiciones de incertidumbre y sorpresa, y que se “traduce
[en] un estado de miedo exacerbado que acarrea a la vez, y de manera ambigua, sentimientos
2
En la modernidad, la discusión planteada entre el horror y el terror se ha diluido quedando el sentido del terror
como un genérico que las abarca (Bordalejo, 2007).
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que pueden ir más allá de la parálisis y el rechazo, dado que son susceptibles de generar actos
de venganza y rebeldía” (Lair 2003, p. 97).
Sublimar no es otra cosa que el deleite que produce una situación de dolor o peligro que no
genera ningún riesgo: “La representación artística de una terrible tormenta podría parecernos
sublime, pero no ocurriría lo mismo si nos encontráramos en medio de dicha tormenta y en
peligro inminente” (Bordalejo, 2007, s.p.). En efecto, esa sublimación del horror de la guerra
permite al espectador generar una catarsis momentánea de sus pasiones frente a lo visto. Sin
más, algunos escritos proponen que esa reacción produce un individuo consciente a partir de
la experimentación de una serie de emociones negativas frente al espejo que se le presenta
en la pantalla:
Un espectador crítico emerge, luego de examinar unos filmes que han terminado por
situarnos ante un espejo que enrostra nuestra propia vergüenza. Y esa cobardía que nos
aflige no es otra cosa que la tragedia de no poder negar nuestra responsabilidad
compartida (Agudelo Ramírez, 2017, p. 50).
Una evidencia de lo anterior es que mientras aquellas personas que no pueden sublimar la
guerra, porque están inmersas en el peligro y el terror que produce la violencia, ven con
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claridad que la salida a esa situación extrema es el dialogo, aquellas otras resguardadas por la
ficción insisten en la victoria del héroe que representa sus propios imaginarios de país. Pese a
que la postura frente a la resolución del conflicto ha pasado de una mayoritariamente bélica
a una de negociación y diálogo, esta dicotomía se ha representado de manera explícita en
épocas recientes. Por ejemplo, en 2016, el país urbano y centralizado votó en contra de los
acuerdos de paz, mientras que el país rural y periférico, principal afectado por la violencia,
votó a su favor (Misión de Observación Electoral, s.f.).
Al final, pareciera que la postura de Agudelo Ramírez es ingenua: pensar que el cine (o los
medios) ha producido mayor conciencia o una actitud más crítica. La sentencia se podría
simplificar en que el espectador se sumerge en ese sueño vergonzante de dos horas y salda
sus culpas; sin embargo, lo que se produce también es una narrativa alrededor del conflicto
que bien o mal se traduce en posiciones frente a lo que padecen los marginados:
(…) es absurdo identificar el mundo con las regiones de los países ricos donde la gente
goza del dudoso privilegio de ser espectadora, o de negarse a serlo, del dolor de otras
personas, al igual que es absurdo generalizar sobre la capacidad de respuesta ante los
sufrimientos de los demás a partir de la disposición de aquellos consumidores de noticias
que nada saben de primera mano sobre la guerra, la injusticia generalizada y el terror
(Sontag, 2003, p. 48).
Estas narrativas pueden reproducir odios profundos sobre un actor, exaltar el papel de un
verdugo o justificar un ataque o una victimización. La posibilidad de producir una
emocionalidad alrededor del conflicto puede influir en la deshumanización del otro al punto
de justificar la violencia (una que no se vive directamente). Ese catalizador emocional sustituye
en el espectador la pulsión justiciera que lleva a algunos protagonistas reales de la historia a
participar directamente del conflicto, reproduciendo los ciclos de venganza que promueven
su persistencia. Si bien esa parece ser una potencialidad de la imagen frecuente y repetida de
la televisión, como lo explicaba Sontag, también es una cualidad del cine en su efecto
hipnótico y catalizador (Siguan, 1954).
Volviendo al cine de terror, la tentación dicotómica, por ejemplo, de presentar una historia
con buenos y malos juega a favor de producir una narrativa en la cual el villano es casi un
monstruo. Una formula efectista de presentar la realidad como una cuestión entre el bien y el
mal y en donde el enemigo, además, es algo externo, diferente y encarna toda la maldad.
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Dicha idea se refuerza en las salas de cine en donde el peligro siempre está en la pantalla
(afuera) sin podernos dañar. Ese argumento para contar historias con potencial dramático es
usual en el cine del conflicto y ha apoyado o se ha soportado (en la medida de representación
y reflejo) en la narrativa oficial que promueve que la violencia irradia de otro ser irracional,
inhumano y salvaje. Silva Rodríguez lo expresa muy bien en su texto Esbozo sobre el conflicto
armado en el cine colombiano:
Pese a que hay diversas miradas, no es menos cierto que a la par de las intenciones de
denuncia hay relatos que con sus operaciones dramatúrgicas y discursivas terminan por
encuadrar el conflicto armado en narrativas del bien y el mal, en situaciones que no
permiten pensar ni sentir más allá de la inmediatez de la percepción del horror y de la
ofuscación que esto produce. Narrativas de este tipo terminan contribuyendo al consenso
ideológico de que algo como un mal viene de afuera, un afuera históricamente inexistente
(2017, p. 18).
Quizá el mayor horror de la guerra es que el monstruo no está afuera… cuando esto se logra
traducir en la narrativa, lo que se expone en el espectador es principalmente la repugnancia
por sí mismo.
De esta forma, el cine, desde sus orígenes, ha puesto de manifiesto su carácter de medio
de investigación y de registro de la realidad de lo que sucede. Los Lumière fueron quienes
comenzaron a filmar episodios de la realidad del momento con el objetivo de captar el
flujo de la vida cotidiana. Así, el primer género que aparece es el informativo, el
denominado “cine vistas” (SÁNCHEZ, 2002). Era un cine que permitía conocer mundos
que estaban lejos del alcance del público (Martins y Faria, 2019, p. 168).
Esa potencialidad del cine de llevar al mundo distintos acontecimientos lo ha puesto en medio
del debate de las distintas disciplinas que se han preguntado por la oportunidad de usarlo
como fuente y transmisión. En este sentido, la historia ha venido considerando al cine como
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una fuente de representación virtual del pasado “y como discurso explicativo histórico
autónomo del relato histórico” (Rueda Laffond y Chicharro Merayo, 2004, p. 428).
Pero no es solamente que el cine sirva como insumo para la reconstrucción de realidades
distantes (en espacio o tiempo), sino que a través de él las sociedades construyen juicios sobre
los acontecimientos, las culturas, las personas y los colectivos: “(…) si no viviéramos en un
mundo dominado por las imágenes, donde cada vez más la gente forma su idea del pasado a
través del cine y la televisión, ya sea mediante películas de ficción, docudramas, series o
documentales” (Rosenstone, 1997, p. 29).
En este sentido, la representación es mediada por la idea que se tiene del acontecimiento y
las condiciones propias de la producción. Esto podría ir de más a menos entre la ficción y el
documental, pero ni siquiera este último escapa al sesgo interpretativo de quien pone el foco,
ni a los artilugios cinematográficos que imponen el guion, el lente y la edición: “El documental
nunca es el reflejo directo de la realidad, es un trabajo en el que las imágenes —ya sean del
pasado o del presente— conforman un discurso narrativo con un significado determinado”
(Rueda Laffond y Chicharro Merayo, 2004, p. 35).
Ese sesgo interpretativo no aparece de la nada sino que corresponde con coyunturas propias,
movimientos sociales o ideológicos que a su vez promueven juicios de valor y moralismos
sobre los cuales se vuelve a interpretar el mundo. De hecho, esa interpretación es información
valiosa para comprender el contexto discursivo en distintos periodos, al tiempo que observar
las distintas interpretaciones sobre un hecho o una época permite evidenciar las dinámicas
del discurso que se construye a su alrededor.
El cine implica no solo una representación de la realidad sino también su deformación. Esa
deformación puede profundizar modelos de interpretación de la realidad o proponer nuevos.
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Precisamente, Sontag plantea un debate sobre el aturdimiento del público ante la capacidad
de sentir el dolor del otro o la naturalización de la violencia por la masificación de las imágenes
que se proyectan a diario sobre la crueldad y la sevicia. En él introduce un aspecto
fundamental en la discusión que tienen las interpretaciones propuestas desde el
cinematógrafo. Para ella, el problema no se marca simplemente en la reducción de la
reproducción de la misera humana, sino en el sentido mismo que tienen los medios de
comunicación al presentarla: “Lo que parece insensibilidad tiene su origen en que la televisión
está organizada para incitar y saciar una atención inestable por medio de un hartazgo de
imágenes. Su superabundancia mantiene la atención en la superficie, móvil, relativamente
indiferente al contenido” (Sontag, 2003, p. 46).
3
Para Siguan (1954), en el caso del cine, es casi imposible hablar de autoría principal: “el productor, el guionista,
el director, el cameraman, los técnicos de todas clases y los autores son coautores del resultado final, en
proporciones variables, pero siempre dependiendo más el resultado de la armonía del conjunto que de la
genialidad de uno de sus miembros” (p. 10).
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y El Espectador (1954) permite identificar que la capacidad masiva del cine es contraría a su
frecuencia en el individuo: el espectador de manera individual, que se introduce en una
especie de sueño hipnótico, constituye un público que se involucra más allá del texto o de la
mera estética propuesta.
En esa introspección que plantea Siguan, la alteridad que se genera es, para él, el vehículo
sobre el cual se soporta la capacidad del cine para generar compasión o lo que él llama
“misericordia”. Es a partir de allí que esa exposición permite que se procreen ideas colectivas,
formas de interpretar una realidad que no se ha vivido directamente. Lo que se ha dicho hasta
aquí es que esa reproducción interviene esa sociedad del privilegio y puede transformar los
imaginarios construidos. Como bien lo presenta Sontag, esa es una presunción inocente e
improbable: “Cientos de millones de espectadores de televisión no están en absoluto curtidos por lo
que ven en el televisor” (2003, p. 48).
Por ello es mucho más interesante tratar de dilucidar cómo esa propuesta narrativa del cine
en cada época traduce no solo un momento histórico que pretende ser fiel a la realidad, sino
un movimiento social y una manera de interpretar la realidad y los discursos emergentes que
se producen desde la marginalidad o en el contacto directo con ella.
El cine desde esa lógica “representa un rico nicho de datos cuyo nivel de contenido simbólico
es susceptible de análisis, así como de descripciones. Descripciones que, dicho sea de paso,
no son ajenas a inferencias o sujetas a consideraciones de validez” (Londoño et al., 2021, p.
19).
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Si bien existen distintas periodizaciones, la que se usa para este trabajo se basa en la
propuesta del Grupo de Memoria Histórica (GMH), que plantea 4 periodos:
2.2.1. Flash back (tomas en blanco y negro). La violencia que no cesa, el conflicto que
se escala
El conflicto armado interno en Colombia tiene raíces profundas que algunos autores
identifican desde la época de la colonia o el nacimiento de la república. Sin embargo, la
mayoría coincide en reconocer el origen de la violencia reciente en dos épocas especificas: La
Violencia (así con mayúscula) y el Frente Nacional.
La primera constituyó, entre 1946 y 1957, un cruel enfrentamiento entre los partidos
tradicionales: el Partido Liberal Colombiano y el Partido Conservador. Esta confrontación
ocasionó una compleja agitación social de la cual surgieron expresiones de resistencia que
albergaron nuevas modalidades de violencia (Sánchez et al., 1985). La complejidad de una
época de amplia convulsión produjo entre otras una enorme crisis humanitaria: “Según
Oquist, entre 1948 y 1966, 193.017 personas resultaron muertas producto de la violencia
partidista en Colombia. La mayor proporción tuvo lugar entre 1948 y 1953, los años de mayor
intensidad de violencia, según los estudiosos del tema” (GMH, 2013, p. 115). Durante este
periodo se produjeron expresiones de carácter insurgente que más tarde mutaron en los
grupos guerrilleros actuales, así como grupos de exterminio como Los Pájaros y Los Chulavitas,
antecedentes históricos de los grupos paramilitares (Sánchez et al., 1985).
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
En la segunda época, los partidos enfrentados pactaron intercalarse el poder como forma de
superar la confrontación violenta que habían sostenido por años. El gobierno bipartidista no
solo apuntó a impedir la amenaza de una nueva dictadura militar (vivida previamente con el
general Rojas Pinilla), sino que de “la mano de agencias del Gobierno estadounidense, durante
la coalición política (que duró dieciséis años) fueron puestas en práctica estrategias de
contención del comunismo que combinaron la represión militar a los grupos insurgentes con
el reformismo social” (GMH 2013, p. 115). Este pacto generó una ruptura democrática pues
limitó el acceso al poder de expresiones alternativas que se habían fortalecido en el contexto
político nacional. Eso a su vez permitió que las vías armadas tomaran mayor relevancia y los
proyectos subversivos se fortalecieran en torno a la exclusión política que se imponía.
A partir de allí inició el tránsito hacia un panorama democrático que en la práctica se consolidó
en las elecciones de 1978. Para ese momento ya hay un importante avance de la lucha
insurgente, que derivó en el endurecimiento de las medidas de seguridad que se reflejó en el
Estatuto de Seguridad Nacional impulsado por el presidente electo Julio Cesar Turbay Ayala.
Esa medida fue la materialización en Colombia de la política de intervención norteamericana
en Latinoamérica conocida como Doctrina de Seguridad Nacional. La propuesta estaba
enfocada en apagar “la llama comunista” y fortalecer la lucha de los gobiernos proamericanos
contra los grupos insurgentes cercanos a las ideas del bloque comunista. En ese marco se
decretó un estado de excepción que implicó una intensa política restrictiva de los derechos
ciudadanos y la persecución de sectores sociales y políticos que eran considerados afines a
estos grupos: “De esta manera, la politización anticomunista militar se plasmó en una norma
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
que amplió su influencia y autonomía y que permitió justificar las acciones represivas bajo el
argumento de mantener el orden social” (GMH 2013, p. 131).
La confrontación contra las guerrillas continuó a pesar de los intentos de dialogo que se
materializaron en el gobierno de Belisario Betancur (1982- 1986), que terminaron en rotundos
fracasos y en el exterminio de expresiones políticas legales, como la Unión Patriótica (CNMH,
2018). Para este momento, ya se conocían grupos paramilitares con incidencia regional que
funcionaban principalmente en el sur del Magdalena Medio, asociados a la actividad de los
batallones Bomboná y Bárbula, de la Brigada 14, ubicados en Puerto Berrío y Puerto Boyacá,
respectivamente. Los grupos paramilitares se constituyeron como una representación armada
de ganaderos de la región agrupados en la Asociación Campesina de Ganaderos y Agricultores
del Magdalena Medio (Acdegam), cuyos integrantes abogaban por defenderse de la guerrilla
ante la incapacidad del Estado (CNMH, 2019).
La narcotización del conflicto caracterizó el periodo siguiente. La aparición de los carteles del
narcotráfico, el acelerado incremento de los cultivos y la comercialización de los
estupefacientes produjeron una degradación de la guerra, pues se convirtieron no solo en su
combustible, sino en los aliados principales de los ejércitos guerrilleros y paramilitares que
fueron funcionales para que los llamados capos del narcotráfico pudieran garantizar la
operatividad del negocio (Palacios, 2012). Esta relación permitió que se establecieran alianzas
económico-militares entre los carteles y los actores del conflicto; grupos mixtos como Muerte
A Secuestradores (MAS) (Verdad Abierta, 2011); confrontaciones diversas entre todas las
fuerzas legales e ilegales; una reconfiguración del conflicto que terminó con la muerte de los
dos capos más importantes del narcotráfico, Gonzalo Rodríguez Gacha y Pablo Escobar; la
atomización del poder; y la progresiva consolidación de los grupos en confrontación como
dueños de gran parte de la cadena productiva de estupefacientes.
Mientras la violencia narcotraficante se extendía por todo el país con atentados en las grandes
ciudades, se avanzó en una negociación de paz entre el Gobierno de Virgilio Barco y las
guerrillas del M-19, EPL y Quintín Lame. Durante las negociaciones, se produjo una violencia
política impulsada por el Cartel de Medellín y los grupos paramilitares, en alianza con sectores
estatales, que se tradujo en la muerte de varios candidatos presidenciales, entre ellos: Luis
Carlos Galán Sarmiento, del Nuevo Liberalismo; Carlos Pizarro Leongómez, de la Alianza
Democrática M-19; y Bernardo Jaramillo Ossa, de la Unión Patriótica. Sin embargo, pese a
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
todas las dificultades, la negociación terminó con éxito dando como resultado la
desmovilización y reintegración a la vida civil de los combatientes de esos grupos, así como la
proclamación de la Constitución de 1991, que puso un punto alto en la garantía de los
derechos y en el reconocimiento de un Estado Social de Derecho en Colombia (GMH, 2013).
De nuevo, los vacíos de poder armado y la incapacidad del Estado de recuperar el control de
los territorios propiciaron un nuevo reacomodo de las fuerzas que quedaron activas. Las FARC,
el ELN y los grupos paramilitares avanzaron en el control de distintos sectores estratégicos de
la guerra y de la producción del clorhidrato de coca (Palacios, 2012). Los paramilitares, que ya
hacían presencia en otras regiones del país distintas al Magdalena Medio, avanzaron en la
consolidación de las rutas del narcotráfico y en la captura de las rentas dejadas por los
carteles. De hecho, su participación en el grupo Perseguidos por Pablo Escobar (Los Pepes),
creado para combatir el Cartel de Medellín y en especial a Pablo Escobar, le permitió al
paramilitarismo estrechar relaciones con agentes del Estado y sicarios del cartel de Cali que
también colaboraban allí: “En Córdoba y Urabá, Fidel Castaño, el triunfante jefe de la guerra
contra Pablo Escobar, organizada por el grupo de justicia privada —conocido como
Perseguidos por Pablo Escobar – Los Pepes— que combinó fuerzas legales e ilegales” (GMH
2013, p. 155) .
Este avance estratégico consolidó un proyecto de carácter expansivo que desde Córdoba, al
norte del país, logró aglutinar distintas expresiones locales y regionales que lo convirtieron en
el ejército paramilitar más grande y fuerte del país: Las Autodefensas Campesinas de Córdoba
y Urabá (ACCU). A través de esta estructura comandada por los hermanos Castaño, Carlos y
Vicente, se impulsó una confederación paramilitar que pretendía unificar misiones y
directrices para darle una proyección nacional al proyecto paramilitar. Es así como en 1997
nacen las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) (CNMH, 2021). A partir de este momento
4
Aunque los siguientes periodos no hacen parte del análisis propuesto, es importante reconocer las
continuidades de la violencia que han azotado al país en años recientes y abrir la posibilidad de una segunda
parte del análisis.
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
hubo una escalada de violencia paramilitar que llevó a esos grupos a ser los mayores
victimarios del conflicto armado colombiano:
Entre 1996 y el 2002 se produjo el mayor número de casos: 1.089 masacres con 6.569
víctimas, lo que equivale a un 55% de las masacres de todo el periodo examinado por el
GMH (1980-2012). Esta tendencia se asocia de manera directa con la expansión
paramilitar (…) la brecha entre masacres perpetradas por paramilitares y por guerrilleros
tendió a acrecentarse en ese lapso hasta alcanzar una relación de cinco a uno (GMH, 2013,
p. 51).
Durante los años de expansión paramilitar, entre 1998 y 2002, se avanzó en un proceso fallido
de negociación con las guerrillas de las FARC y el ELN. Con esta última no fue posible avanzar
debido a que los grupos paramilitares del sur de Bolívar impidieron que esa región fuera
despejada y utilizada como zona de concentración para las negociaciones (CNMH, 2021). Con
las FARC se acordó despejar una zona del oriente amazónico conocida como el Caguán,
ubicada en el departamento del Caquetá; no obstante, las negociaciones fracasaron y la mesa
de dialogo se levantó por una serie de incumplimientos de esa guerrilla:
En este panorama, los paramilitares intentaron acercarse al gobierno para lograr participar en
las mesas de negociación. Situación que se concretó con la llegada de Álvaro Uribe Vélez a la
presidencia, quien había sido gobernador de Antioquia y a quien se le ha vinculado con la
actuación de los grupos paramilitares (Verdad Abierta, 2013).
Uribe llegó a la presidencia con la promesa de mano dura a los grupos subversivos y con el
proyecto de desmovilizar a los grupos paramilitares. En efecto, su gobierno se caracterizó por
implementar una ofensiva militar contra las FARC y el ELN, logrando su repliegue y algunos
golpes importantes (El Tiempo, 2010), pero sin alcanzar una derrota definitiva. La política de
Seguridad Democrática, como bautizó a su programa de combate al terrorismo, sirvió como
fuente de violaciones a los derechos humanos cometidas por integrantes de la fuerza pública.
Los tristemente conocidos “falsos positivos” consistían en presentar a civiles vestidos de
guerrilleros como resultados de la acción legitima del Ejército contra la insurgencia. Hoy se
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han documentado 6.402 ejecuciones extrajudiciales cometidas bajo esta modalidad, hechos
recopilados por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), creada en el marco del acuerdo de
paz de La Habana (Duzán, 2021).
Desafortunadamente, la paz fue parcial y de nuevo hubo una reconfiguración del conflicto.
Emergieron nuevas estructuras degradadas del paramilitarismo conocidos como bandas
criminales, pero que responden a las formas de actuación paramilitar y que reproducen
discursos contrainsurgentes y anticomunistas. Esos grupos de han denominado por estudiosos
del fenómeno como Grupos Armados Ilegales Posdesmovilización (GAI) (CNMH, 2014).
Mientras este nuevo reacomodo se perfeccionaba, Uribe cambió la constitución y logró
reelegirse. El conflicto siguió escalando con una fuerza pública fortalecida por el Plan
Colombia, pero cada vez más deslegitimada; así mismo, las guerrillas continuaban
participando en la guerra y tratando de mostrar capacidad operativa.
El acuerdo y el posacuerdo con las FARC reafirmaron discusiones sobre las víctimas y otras de
carácter político, pues, contrario al proceso de paz con los paramilitares, sí se pactó una
reforma estructural y la participación en política de los ahora exguerrilleros. Sin embargo,
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
El inicio de la década del cuarenta implicó un renacer del cine colombiano después de superar
lo que se ha conocido como “la tragedia del sonido”, que supuso en décadas anteriores un
reto técnico para integrar el audio a las producciones y que bajó drásticamente las
posibilidades de realización («Historia del Cine Colombiano - Capítulo 4 - La Tragedia del
Sonido» 2012). En el primer lustro de los cuarenta aparecieron varias producciones que
representaron el despertar de una incipiente industria que rápidamente se va a ahogar en
medio de un contexto social de profunda violencia. Ese contexto de La Violencia va a generar
en primer lugar la desaparición de la pantalla grande del escenario sociocultural durante casi
10 años (al menos hasta el año 1954). Álvaro Concha, autor de varios volúmenes sobre la
historia del cine en Colombia, considera que el periodo 1948-1957 fue el más duro para el cine
en este país, producto en principio de una autocensura que se devela desde los noticieros de
la época que “a pesar de tener sonido, se quedaron mudos frente a la violencia” (2021, s.p.).
Ese silencio del cine nacional de mediados de los cuarenta hasta la primera mitad del
cincuenta fue el reflejo de una sociedad cada vez más citadina que comenzaba a marcar
grandes diferencias entre el país rural y el país urbano. Mientras en las ciudades se daban
visos importantes de modernización y avance, en el campo el conflicto bipartidista arreciaba
al punto de producir ríos de muertos (ver más adelante “El río de las tumbas”) y atroces
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modalidades de violencia como el corte corbata5, denominadas según la moda del trabajador
capitalino. Según Álvaro Concha (2021, p. 435): “Esa gran contradicción entre la vida urbana y
la rural determinó la historia de casi dos decenios en Colombia”.
En el momento preciso de máxima agitación social y clímax de La Violencia, entre los años
1948 y 1953, los gobiernos conservadores de la época encontraron una forma de invisibilizar
la masacre proponiendo una especie de veto a la información relacionada con la violencia e
impulsando entretenimientos masivos como elementos distractores: “para la población
urbana de aquel entonces, el fragor de la violencia estaba asordinado por la censura y el rugido
de las multitudes en los estadios del país” (Álvaro Concha, 2021, p. 441). Esta situación
también explicaría el declive del cine por aquellos años, quizá porque este tenía un elemento
crítico que no necesariamente era funcional a la propuesta oficial de negación y ocultamiento.
En principio el fútbol y luego el ciclismo fueron los espectáculos deportivos “estimulados”6 por
los gobiernos de Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez durante los peores años de La
Violencia. Este periodo de tiempo, entre 1949 y 1953, se conoció como El Dorado, y fue
momento en el que, al incipiente y todavía vapuleado futbol colombiano, llegaron figuras de
talla mundial, principalmente argentinas, proceso que produjo un boom de éxitos deportivos
y financieros, así como una fuente de distracción muy favorable al propósito de invisibilización
de la violencia: “En ese quinquenio macabro tuvo lugar la era esplendorosa del fútbol
profesional colombiano. Se le llamó El Dorado y fue el gran distractor que superó al cine en el
escalafón del entretenimiento durante aquellos años trágicos” (Álvaro Concha, 2021, p. 435).
Fue tal el impulso del fútbol en aquella época que las figuras de ese deporte eran verdaderas
estrellas de cine; así mismo, el contenido proyectado en la pantalla grande comenzó a llenarse
de argumentos relacionados con su vida o el desarrollo de ese deporte. Incluso, las finales o
clásicos del balompié nacional se llevaban a los cines más importantes de la capital. A lo
anterior se sumó el ciclismo, que a través de la Vuelta a Colombia pretendió “demostrar que
se podían recorrer en paz las carreteras del país mientras que en las profundidades de los
5
“Corte de corbata expr. pop. Consiste en hacer una incisión por debajo del maxilar inferior por donde se hace
pasar la lengua de la víctima, quedando sobre el cuello” (Espejo Olaya y Rozo Melo, 2012, p. 10).
6
Es la palabra que utiliza el profesor Álvaro Concha en su libro aludiendo que si bien no se puede afirmar que El
Dorado fue organizado por el gobierno, sería “candoroso pensar que ese boom no fue estimulado desde los
poderes estatales” (Álvaro Concha, 2021, p. 442)
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
campos y montañas se consumaban las masacres” (Álvaro Concha, 2021, p. 444). Este discurso
se repitió 51 años más tarde cuando la Seguridad Democrática puso el énfasis en la posibilidad
de recorrer de nuevo las carreteras colombianas.
El cine perdió en ese momento la batalla frente a espectáculos masivos sin contenido
argumental o crítico, lo que llevó a que en esencia no se produjera cine nacional durante aquel
periodo y menos un cine que reflejara la situación de violencia que se vivía en el país marginal.
También se alude a la penetración de una violencia urbana ocasional, pero indiscriminada que
produjo temor en las personas frente a la exposición pública, lo que habría afectado la
asistencia a los cines: “los rumores detrás de las puertas volvieron temerosa a una buena parte
de la ciudadanía que ya no se aventuraba a recorrer las calles en las horas tenebrosas para ir
al cine durante la semana” (Álvaro Concha, 2021, p. 456); argumento que parece poco
convincente si se sopesa la exposición de las personas en escenarios deportivos o incluso en
labores cotidianas.
Ese panem et circenses, que imbrica no una mala calidad, sino una superficialidad en el
contenido, marcó el silencio del celuloide frente a una época que por lejos contenía suficiente
drama, horror y hasta heroísmo (sobre todo en el sentido de las víctimas); de igual modo, selló
la ausencia, en tiempo presente, del registro de los sucesos y excesos, así como de la denuncia
de las complejas tramas que involucraban a unos y a otros en el direccionamiento de los
acontecimientos. Una crítica que se retomará en las cintas producidas en el periodo siguiente
junto a otras narrativas que se van constituyendo alrededor del conflicto y sus causas.
A pesar del silencio inmediato frente a la violencia, esta impulsó a mediano plazo un cambio
de perspectiva en el argumento cinematográfico. Por ejemplo, uno de los registros
cinematográficos más emblemáticos corresponde a los eventos del 9 de abril de 1948,
imágenes grabadas por camarógrafos extranjeros de los desmanes, saqueos y la violencia
generalizada producida por el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, líder político popular de
izquierda e integrante del Partido Liberal. Tales hechos fueron grabados7 y algunos
7
En el texto citado de Álvaro Concha se describen en detalle las grabaciones y los fragmentos que sirvieron en la
construcción del montaje del 9 de abril de 1948, que recoge apenas unos minutos del material completo que
sería de más de una hora de rodaje.
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conservados por fuera del país, lo que permitió su posterior restauración (Bibliotecas Públicas
de Medellín, 2020).
Sin embargo, durante el apogeo del futbol y los gobiernos conservadores de Ospina y Gómez,
ni ese material ni ningún otro sobre La Violencia se presentó públicamente en Colombia. En
1953 se dio el golpe militar al gobierno de Laureano Gómez, quien, debido a problemas de
salud, había delegado a Roberto Urdaneta como su sucesor. Con el gobierno militar la
dinámica del espectáculo cambió y el cine nacional pareció tener un nuevo despertar.
3.1.2. Cine oficial y cine experimental: la violencia sigue siendo marginal como las
víctimas
En 1954 se reactiva la industria del cine gracias al impulso dado por la dictadura militar de
Rojas Pinilla, quien gestionó la llegada de la televisión y con ella un cambio de perspectiva
hacia la pantalla chica, el entretenimiento masivo y la propaganda oficialista. Esta última
característica promovió la aparición de la modalidad de reportaje cinematográfico utilizado
por el establecimiento para resaltar la valía de las fuerzas regulares del Estado y que venía
presentándose desde los años finales de los gobiernos conservadores como en La fragata
“Almirante Padilla” regresa al puerto (1952), “que narra el regreso de la embarcación
“Almirante Padilla” al puerto de Cartagena para encargarse de la vigilancia del Caribe
colombiano, al terminar, en febrero de 1952, su misión en la Guerra de Corea”. Así mismo, el
reportaje cinematográfico se empleó para señalar el progreso tecnológico nacional, como en
La historia de un mensaje (1953), “producido por la Dirección de Información y Propaganda
del Estado (Dinape), que narra la travesía de la distribución y curso de un mensaje a través de
los sistemas postales y las modernas estaciones receptoras de radiotelefonía del país” (Señal
Memoria, s.f.) .
Al tiempo que la llegada de la televisión permitió que el cine adquiriera relevancia como
fuente de imágenes para espacios noticiosos, se fue gestando en el país un movimiento
cultural de intelectuales que promovió la conservación, a partir de ese momento, de la historia
fílmica: “la Filmoteca Colombiana que luego se convertiría en la Cinemateca Colombiana”
(Bibliotecas Públicas de Medellín, 2020, s.p.).
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
Hay tres producciones que se realizaron en los últimos años de La Violencia que se consideran
hitos en la historia del cine colombiano por el desarrollo técnico y las apuestas narrativas
originales: La Langosta Azul (1954), La Gran Obsesión (1955) y La Frontera del Sueño (1957).
Sin embargo, estas producciones poco o nada reflejan el conflicto armado interno que se vivía
en gran parte del país; la apuesta narrativa de las dos últimas encaja perfectamente en la
urbanización del país, el centralismo y las vicisitudes de las clases medias y altas en un país
aún en combustión.
La Langosta Azul (1954) fue una producción de un grupo de artistas e intelectuales del Caribe
colombiano, entre ellos Álvaro Cepeda Samudio, Gabriel García Márquez y Enrique Grau,
grabada en blanco y negro en el corregimiento de La Playa en Barranquilla, capital del
departamento del Atlántico. Si bien se considera una película surrealista, esta contiene
elementos del neorrealismo italiano: muestra un pueblo abandonado, en el que se resalta la
ausencia de representantes de la institucionalidad estatal, la precariedad de la infraestructura
y las difíciles condiciones de vida de sus habitantes. Esta película, a diferencia de las otras
películas mencionadas, retrata la marginalidad de las zonas rurales, aun aquellas cercanas a
los centros urbanos, aunque la historia se centra en las peripecias de un extranjero que busca
una langosta radiactiva. La cinta fue preservada y restaurada por la Fundación Patrimonio
Fílmico Colombiano.
Por su parte, La Gran Obsesión (1955), primera película a color hecha en Colombia, retoma
formas costumbristas del cine previo, mientras relata ese tránsito del campo a la ciudad que
refleja una ola de migraciones a los centros urbanos producida no solo por la violencia sino
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por la falta de oportunidades. Las aspiraciones de una joven que escapa de su familia para
buscar una nueva vida en Cali, la capital del departamento del Valle del Cauca, son
acompañadas por elementos paranormales; sin embargo, a diferencia de la anterior, en esta
no hay una estética neorrealista de la miseria y la marginalidad. En La Gran Obsesión también
se evidencian problemáticas especificas frente al rol de la mujer en la sociedad y los peligros
que representa la delincuencia en la ciudad. De nuevo, el tema del conflicto armado no se
hace presente en la narrativa que aún se mantiene en el nivel de la violencia estructural y
cultural que alimenta la violencia directa.
Por último, La Frontera del Sueño (1957) también es un intento de cine surrealista con tintes
experimentales, que narra el drama de una familia que no puede conciliar el sueño después
de que el abuelo no pudiera cerrar los ojos al morir. En ella la estética es mucho más limpia,
muestra a la capital del país siendo transitada por un hombre en su vehículo, una familia con
recursos económicos importantes, algunas zonas de Flandes, un municipio del departamento
del Tolima a unas tres horas de Bogotá, donde la familia va a vacacionar. Así mismo, se exhibe
el Salto del Tequendama, una cascada natural ubicada en Soacha, que ha sido tristemente
conocida por ser un lugar en donde han ocurrido varios suicidios; de hecho, en la película, allí
la familia es tentada a lanzarse al vacío por un hombre misterioso. La película tiene una
ambientación sombría con accesorios como rostros desfigurados que adornan las paredes, el
personaje del hombre del sombrero (una especie de aparición) y la alusión a maldiciones que
la pueden ubicar cerca del terror. Pero, de nuevo, no hay ninguna referencia al conflicto y la
violencia.
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No obstante, esto permite ver ese contraste entre la periferia y los centros urbanos, la brecha
entre la forma en que se vivía el contexto social y político en unos y otros lugares, y el poco
interés de la intelectualidad del momento por utilizar al cine como un vehículo de
concientización o de visibilización de las atrocidades de la guerra.
En contraste con lo anterior, esta época de La Violencia va a ser una de las más recreadas en
el cine posterior, que va a problematizar las cuestiones de las brechas sociales y la poca
visibilización de los crímenes cometidos durante esta etapa.
En un contexto de enormes cambios políticos y con una violencia reciente que pareció entrar
en un valle, las producciones cinematográficas comenzaron a mirar hacia las condiciones que
permitieron que llegáramos como sociedad a esa enorme crisis humanitaria de la época de La
Violencia. Esto permitió abordar distintos enfoques explicativos que, además de describir la
guerra, proponían o amplificaban narrativas populares que explicaban sus causas y que
tomaban partido sobre los discursos justificadores de uno y otro bando. Es interesante
observar que ya en esta época se aborda la violencia estructural y cultural, en el sentido de lo
expuesto por Galtung (2016), como forma explicativa del conflicto que se representa de
manera explícita a través de las necesidades insatisfechas en sectores sociales presentados
como periféricos y excluidos.
Dicho abordaje permitió que la tendencia costumbrista del cine nacional, que se venía
reflejando desde los años cuarenta (Álvaro Concha, 2021), introdujera la violencia del conflicto
como tema central desde un enfoque más sociológico, pues, ya en ese momento de nuestra
historia, los usos y costumbres estaban atravesados por ríos de sangre imposibles de ignorar:
junto a las fiestas y la cotidianidad se posaba una larga lista de historias asociadas a la
venganza, la sevicia y la crueldad.
La primera exposición cinematográfica que para esa época trató de manera directa el tema
del conflicto, como una forma de explorar el pasado y como un ejercicio de memoria, fue Esta
fue mi vereda en 1959.
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Esta película dirigida por el connotado escritor Gonzalo Canal Ramírez es considerada el
primer documento cinematográfico que aborda el tema de la violencia bipartidista de manera
directa y explicita en el cine colombiano. Se trata de un cortometraje en blanco y negro a
modo de documental dramatizado, narrado por una voz en off en primera persona, que fue
producido en 1958 y estrenado en 1960. Con una clara influencia del neorrealismo italiano y
con la participación de actores naturales trata temas sobre la ruralidad colombiana de los años
cuarenta y cincuenta.
En este mismo sentido, la narrativa propuesta se acerca a aquella popular que estaba
arraigada en ciertos sectores sociales que veían en el respeto a unos valores tradicionales, a
la religión y a la autoridad una forma idónea de garantizar la convivencia y el progreso. Eso
implicaba ver con nostalgia un pasado considerado mejor y exaltar prácticas
heteropatriarcales y otras de evidente atraso o inequidad como patrones de comportamiento
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Además, el filme hace algunas referencias al Estado que insinúan un toque oficialista o
institucionalista. Según Zuluaga (2020, s.p.) “hay en el cortometraje trazas de compromisos
institucionales (en los créditos se agradece la cooperación de las Fuerzas Armadas, Ecopetrol
y el Banco Central Hipotecario)”, a lo que se suma la referencia a la educación primaria y el
impecable funcionamiento de la escuelita en donde el Estado está presente; o a la Caja de
Crédito Agrario, entidad financiera de carácter público estatal, “nuestra fuente de crédito”
(Esta fue mi vereda, 1958, min. 12:18).
Como bien se describe por los autores antes mencionados, esta película representa más un
imaginario sobre el pasado que una reconstrucción histórica. En esa lógica presenta la
violencia como un factor que irrumpió en esa percepción, casi como un fenómeno abstracto
e inexplicable.
Lo interesante es que muestra al campo como un lugar idílico donde la violencia política se
impone, de repente, como una plaga. En notas periodísticas de la época, según lo recopilado
por Álvaro Concha (2021), se describe a Esta es mi vereda como un testimonio en el que no
hay ningún ensayo argumental explicativo sobre las cusas de la violencia. En efecto y tal como
lo describe este autor, en la película aparece la violencia encarnada en “pistoleros no
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identificados” (2021, p. 666), que comienzan a matar indiscriminadamente, sin razón. No hay
noticia que permita saber quiénes son ni por qué llegaron, lo que no implica una contradicción
o inconsistencia, en tanto las víctimas no necesariamente conocen o saben quiénes son sus
victimarios. Sin embargo, al retratarse como un contraste con esa sociedad idílica anterior, la
violencia parece como la abstracción de un fenómeno que no se deriva de una coyuntura ni
de un contexto político conocido ni explicable, lo que contrasta con la realidad nacional de
entonces:
Esa tensión entre una realidad histórica y la representación utópica de una sociedad
armoniosa que se ve invadida por una violencia inexplicable produce narrativas en las que se
va deshumanizando la guerra en tanto aquellos que se involucran parecen encarnar el mal
casi como una aparición sobrenatural: los monstruos sobre los que la sociedad no tiene una
responsabilidad. El espíritu negacionista de las causas ha favorecido la prolongación de la
confrontación armada y los ciclos de venganza, así como el distanciamiento de un sector de la
sociedad que se ve ajeno a lo que sucede y desconoce la posibilidad de superar el conflicto
más allá de la eliminación del mal, en este caso, de todos los que usurparon el uso de la
violencia y la fuerza. Para Zuluaga “nuestra reflexión cinematográfica sobre la violencia
empezó pues con una negación” (2020, s.p.).
El río de las tumbas es una película de 1964 dirigida por el bogotano Julio Luzardo y grabada
en Villavieja, Huila, un municipio a orillas del río Magdalena. En ella se describe cómo un
caluroso pueblo, en donde no pasa nada, se ve importunado por la aparición de un muerto a
orillas del río y agitado por la realización de un reinado de belleza. Si bien en esta producción
también hay una irrupción abrupta de la violencia, a diferencia de Esta fue mi vereda hay un
reconocimiento de los factores que dan contexto a la misma y su aparición.
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
El argumento de la película constituye una crítica social y política que devela un pasado
reciente que afecta a los personajes y alerta sobre la inminencia de la violencia en lugares
donde hasta entonces no había llegado. Entre los aspectos relacionados con la construcción
de una narrativa sobre el conflicto destacan dos líneas que pueden ser leídas como subtextos
del hilo argumental principal: la primera hace referencia al impulso de los espectáculos
masivos acríticos como estrategia distractora de los gobiernos conservadores y la segunda a
los ciclos de violencia que alimentan y perpetúan el conflicto.
Otro rasgo principal de la cinta es que cada uno de los protagonistas caricaturiza distintos
sectores de la sociedad (juegan como estereotipos sobre los funcionarios públicos, los
políticos, la iglesia, las guerrillas y el mismo pueblo), que, al tiempo, develan imaginarios
popularizados acerca de las causas de la violencia. Esta construcción narrativa se encuentra
explícitamente en los diálogos y monólogos de los personajes, así como en la propuesta del
guion que se concreta en la pantalla.
Pan y circo
La cinta evidencia una crítica política representada en la locución latina Panem et circenses
(pan y circo), que muestra como el gobierno oculta las problemáticas sociales más profundas
a través del asistencialismo recreativo, en este caso a través del Reinado de la Pitahaya. Esa
capacidad de generar un entretenimiento aglutinador que permitiera tapar las atrocidades del
conflicto y otras violencias estructurales y culturales, se vivió con fuerza durante los últimos
años de La Violencia, en especial a través de la promoción del fútbol y el ciclismo en los
gobiernos conservadores de Ospina y Gómez (ver apartado 3.1.1.).
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miedo) que produce la violencia se va diluyendo en el interés que atrapa a toda la población
que espera con ansías el anunciado evento.
De este modo, la producción reafirma el sentido de una violencia que se asume distante y
ajena, que no produce de lleno una sensación de temor o una afectación directa generadora
de sufrimiento. Por el contrario, los muertos sin nombre traídos por el río contrastan con los
políticos de la capital, que llegan en el tren para aprovechar el escenario de las fiestas y son
recibidos por comitivas serviles y clientelistas.
Hay dos elementos que están presentes de manera implícita en la narrativa de esta
cinematografía: el ciclo de la violencia y el ciclo de la venganza. Es claro que una de las
cuestiones que aún se debaten en los círculos de estudio del conflicto en Colombia es cómo
la violencia en este país es continua y se retroalimenta: las guerras civiles de finales del siglo
XIX y de principios del XX pudieron influir en el periodo de La Violencia, así como este pudo
estar conectado con la violencia insurgente de la década del sesenta (López, 2015). Por otra
parte, ese ciclo histórico reflejado en la propuesta analítica del GMH, utilizada en este trabajo
para definir los periodos a estudiar, tiene un correlato en la reproducción de la violencia como
un elemento individual que en suma produce los ciclos históricos y es también una
comprensión de los ciclos como la reacción violenta ante una situación de injusticia y dolor
que cada vez se degrada más. Este discurso se ha usado mucho más en el sentido político
(Portafolio 2022), así como en comprensiones populares que asumen cierta idea karmática
que implica la justicia divina o justicias por mano propia cuando no opera la institución: el “ojo
por ojo” de la ley del Talión o el popular “el que a hierro mata, a hierro muere”.
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antiguos compañeros de Víctor Manuel están merodeando el pueblo y son los responsables
de los cadáveres que aparecen a orillas del río. La violencia los persigue no solo porque esta
se reproduce entre sus propias causas y consecuencias sino también porque individualmente
están destinados a padecerla.
Aquí es importante resaltar que las guerrillas liberales de los Llanos, mencionadas en la
película, de origen gaitanista, en 1953 acudieron al llamado a la amnistía ofrecida por el
General Rojas Pinilla, quien había iniciado un proceso de pacificación nacional fundamentado
en la recuperación militar del territorio en medio de la escalada violenta de los cincuenta
(«Discurso de general Gustavo Rojas Pinilla - Amnistía e indulto para las guerrillas liberales -
1954» 2015). Las guerrillas propusieron puntos sustanciales para la dejación de las armas,
relacionados principalmente con garantías para los combatientes y compromisos con la
educación y el campo; sin embargo, poco de esto fue cumplido por el Estado colombiano y
Guadalupe Salcedo, principal representante de esas guerrillas, fue asesinado poco después de
que el General fuera derrocado (Espinosa, 2020). Como va a ser habitual en la historia del
conflicto y la paz en Colombia, la solución política fue altamente incumplida por el Estado
colombiano y fue aceptada tan solo por una parte de los actores del conflicto, dejando viva
una facción de sectores oficialistas y conservadores y otra insurgente de carácter comunista
que va a recoger y prolongar la lucha armada.
En este contexto, la película describe eventos previos (la victimización de Rosa María y su
familia) y posteriores al proceso de negociación (su vida en Villavieja), así como reproduce una
narrativa que muestra a esas guerrillas como “bandoleros” sin ideología dispuestos a atacar a
la población civil. En el mismo sentido, muestra que la violencia se expande en el tiempo hacia
lugares donde no se había vivido con la misma intensidad, en una especie de ciclo exponencial;
al tiempo que exhibe el ciclo de venganza que persigue a aquellos que se involucraron
directamente con los grupos armados, representados en Víctor Manuel, quienes, a pesar de
querer escapar del conflicto, parecen cargar con un sino trágico. Al final, quien fuera victimario
se transforma en víctima en un ciclo casi interminable de injusticias y venganzas.
El río como lugar de entierro, la desaparición forzada y las victimas sin nombre.
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Uno de los detalles más llamativos de la construcción narrativa de esta película es el uso de
personajes no humanos determinantes en la historia y que definen una conceptualización del
conflicto que pone énfasis en lo territorial: el pueblo y el río. Mientras el pueblo, como
cualquier otro protagonista, va viviendo una transformación a lo largo del desarrollo, el río es
un protagonista silencioso que va a encargarse de traer las desgracias.
El trabajo en su conjunto deja ver múltiples ejemplos de estos sitios signados por la
violencia y percibidos por las poblaciones como “lugares de terror” que se han encontrado
en la geografía nacional donde se ha presentado el fenómeno [de la desaparición forzada]
(CNMH, 2020, p. 89).
El río grande de La Magdalena y sus principales afluentes, que recorren gran parte de la
geografía nacional en el centro y norte del país, han sufrido, como otros, los embates de una
violencia sistemática y generalizada que se ha invisibilizado a través de distintas estrategias
como la de desaparecer los cuerpos (CNMH, 2017). Esta ha producido un sin número de
“muertos sin dueños” o, mejor, de víctimas sin identificar que aún son buscadas por sus
familiares y dolientes.
El río de las tumbas expone muy bien esa problemática en un momento que se considera
anterior al registro de casos de desaparición forzada, tanto en regiones cercanas al río
Magdalena como en el resto del país. Según el CNMH (2016), existen escasos hechos
conocidos de desaparición forzada en la década del setenta; sin embargo, esta película
describe desde la ficción dos casos en un pueblo a orillas del Magdalena que encajan
perfectamente en la modalidad y que permiten deducir que para aquella época estos actos sí
ocurrían aunque no eran registrados. En el filme se observa que los muertos son totalmente
anónimos y no generan ni siquiera compasión, una consecuencia de la naturalización de la
violencia y la muerte producida por la deshumanización de la víctima:
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Uno de los debates principales de esta época convulsionada fue el cambio y la revolución
representados en las ideas liberales y en sectores comunistas que asomaban al contexto
político del país y del mundo, en el marco de la guerra fría. En este sentido, sectores
conservadores se oponían radicalmente a los vientos de cambio, basados en la defensa de los
principios cristianos y el respeto irrestricto a la autoridad. Al tiempo, se percibía un
descontento del pueblo con las clases políticas conservadoras que habían gobernado durante
varios años y que se percibían como élites desconectadas de la realidad de los territorios y de
las poblaciones marginadas. Esa burocracia estatal era aprovechada por el discurso alternativo
de cambio que proponía una nueva interpretación de los valores cristianos a partir del amor
al prójimo y la necesidad de renovar las instituciones de la nación.
Fue tal la convulsión social y política de aquella época que el cambio se produjo en 1953 a
través del golpe militar liderado por Rojas Pinilla, quien enumeró las causas de su actuación
de la siguiente manera: “la tremenda crisis política del país, la situación de orden público, el
desasosiego nacional y otros hechos de serias implicaciones morales” («Discurso Gustavo
Rojas Pinilla - Toma del mando presidencial - 1953» 2015, min. 0:09). A pesar de ello, la
situación política del país siguió navegando en medio de la incertidumbre y la poca
legitimidad, manteniendo una percepción de un Estado burocrático ineficiente y clientelista,
circunstancia que se va a incrementar con el pacto del Frente Nacional y que, pese a prometer
una mejora social, al final solo favoreció la inversión extranjera y sectores productivos, en
contraste con los pocos avances en materia de bienestar para las clases menos favorecidas8.
8
Para profundizar sobre el tema, ver Hartlyn (1993).
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Esta nueva frustración social abrió pasó a discursos populistas (representados de nuevo en el
General Rojas Pinilla), que de igual forma seguían siendo vistos con cierto recelo por distintos
sectores políticos (Palacios, 1971). La percepción general sobre los políticos impulsaba una
enorme apatía y a su vez facilitaba un Estado corrupto e inmóvil: “[El congreso] No fue el
escenario para los debates y las decisiones importantes en el campo económico, lo cual tuvo
una enorme importancia a la hora de examinar la relación entre el tipo de democracia
electoral y la baja calidad de la participación política; un electorado cada vez más urbano,
numeroso, educado y apático cuyas cifras de participación y abstención, no obstante los altos
y bajos, terminaron fortaleciendo el clientelismo y la captura de los recursos del Estado por
las maquinarias partidistas” (Castellanos, 2011, p. 95).
Tales debates se tratan de manera explícita en la película a través de varios personajes que
representan la política anquilosada de finales de la década de los cuarenta y otros que
aparecen como un cambio incipiente atravesado aún por la ineficiencia y el clientelismo.
Como lo expresaba su propio realizador: “todos los personajes son simbólicos, son más allá de
lo que son, el personaje del pueblo, y representaban lo que podía ser toda Colombia, y ese era
el mensaje que yo quería mostrar” (Luzardo, entrevistado en Fundación Patrimonio Fílmico
Colombiano, 2012b, min. 12:12).
En la cinta, los hombres del gobierno son representados en su totalidad por personajes
ineficientes, perezosos y corruptos. La imagen inicial del alcalde padeciendo una resaca y
siendo incapaz de responder oportunamente ante la aparición del primer cadáver se refuerza
a lo largo de la cinta por otros personajes que se ven superados por la situación extrema en la
que viven en aquel pueblo, el cual se sumerge cada vez más en el ambiente festivo que es
aprovechado para el populismo más caricaturesco. Los funcionarios provenientes de la capital
representan esa burocracia que no resuelve el problema y que termina siendo funcional a las
aspiraciones personales de los ineficientes delegados municipales del ejecutivo. El declive de
ese populismo desconectado, vacío y distante de la realidad de las comunidades es reflejado
en el fracaso del congresista en la plaza, en donde además se vale del “circo” para obtener
réditos electorales.
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En El río de las tumbas no hay un sentido del terror/horror propiamente dicho, más bien puede
definirse como una crítica a la normalización de una situación que podría ser terrorífica. En
efecto, es casi una contraposición al recurso de la anormalidad irrumpiendo en la realidad,
característico del cine de terror contemporáneo (Roas, 2016). El contraste está marcado en el
elemento que irrumpe la cotidianidad del pueblo: los muertos, así como en la fealdad y
“anormalidad” que representan el mendigo y el joven con discapacidad intelectual. Ambos
elementos han sido tradicionalmente usados en el cine fantástico y de terror (López y
Cogollos, 2014) en conexión con la repugnancia (ver apartado: “La estética del horror y el cine
de terror en el cine del conflicto en Colombia”), y en este caso representan la otredad y
algunos estereotipos de la vida en comunidades rurales.
Mientras los muertos son el factor externo e inesperado, personajes como el mendigo y “el
bobo del pueblo” se exponen a través de una estética de la fealdad y la anormalidad presentes
en la cotidianidad, y como testigos y víctimas de todo tipo de violencias. Su papel más que
estereotipado constituye una denuncia de la exclusión y la instrumentalización de los sectores
marginados por las instituciones del Estado en conexión con elementos del neorrealismo
italiano mezclados con la herencia costumbrista de la época.
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La última parte del Frente Nacional produjo su propia violencia. El discurso social cambió de
la visibilización de una violencia generalizada vivida en años anteriores (la violencia
bipartidista) al reconocimiento de una violencia estructural que venía acrecentando el
malestar y que conectaba con la frustración de un cambio irrealizado que sirvió para perpetuar
las inequidades y la corrupción. Esa conmoción social derivada de la continuidad de una
hegemonía bipartidista, que no resolvió nunca las exigencias de un país que más que azotado
por la violencia era cada vez más desigual, abrió la puerta al fortalecimiento de expresiones
alternativas con promesas de cambio real representadas en discursos comunistas o
socialdemócratas. Las guerrillas se fueron abriendo camino en medio de un Estado repartido
entre liberales y conservadores, y de un país dividido entre los excluidos y la élite.
En este sentido, en el primer quinquenio de los setenta, se desató en el cine nacional una
propuesta de cine independiente y documental con un carácter político y beligerante. Ese cine
de carácter independiente se encargó de mostrar la realidad de los marginados, ya no desde
la ficción, sino desde la propia vivencia del realizador y los procesos con las comunidades.
Películas como Chircales (1972), ¿Qué es la democracia? (1971) o Los Hijos del Subdesarrollo
(1975) construyeron alrededor del cine documental un discurso directo y explicito sobre la
necesidad de la transformación social y del mismo cine («Historia del Cine Colombiano -
Capítulo 9 - De la Ilusión al Desconcierto I (1970 - 1995)» 2012). Tal apuesta narrativa y estética
produjo una reflexión sobre el cine nacional que, a su vez, generó conciencia sobre esa
conexión entre la realidad social y el cine, poniendo de presente aspectos éticos frente al uso
de la imagen y la promoción de la misera colombiana vendida en el extranjero (Ospina y
Mayolo, 1977a y 1977b). A pesar de esto, gran parte de este cine tuvo una exposición menor,
casi de gueto, que produjo movimientos desde adentro, pero que no tuvo una incidencia
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masiva sino hasta muchos años después cuando se revisitó el material de entonces (Del
Castillo, 2022)9.
En cierto sentido esa autorreflexión del cine lo enfrentó a sus propios debates ético-estéticos
y le permitió reconocer la violencia como eje central de su identidad cinematográfica. Desde
allí se van a producir una serie de obras que abordan la violencia “como atractivo narrativo en
el cual se descontextualiza las causas sociales, políticas o emocionales de esa violencia
centrándose en la forma y ejecución de la misma” (Aristizabal, 2019, p. 39), en lo que se va a
catalogar como la violencia estetizada. Esa forma de abordaje, que ya tiene un antecedente,
aunque desde una narrativa distinta, en Esta es mi vereda, se va a reproducir en varias
películas de los años ochenta, que van a abordar la violencia del narcotráfico como un
elemento que se suma al degradado conflicto armado interno colombiano. Al tiempo que se
abordaba esa violencia emergente, se volvió sobre la violencia bipartidista con una naturaleza
revisionista, así como algunas otras excepciones trataron de manera tangencial problemas de
la violencia política más reciente.
9
Por esta razón, estas películas no son analizadas dentro de este trabajo, aunque por su importancia en la
transición se hace esta breve descripción y contexto de la transición hacia el periodo siguiente.
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
izquierda en el país. Ellos encontraron inspiración en libros acerca del conflicto que, por su
naturaleza literaria, permitieron un abordaje más completo y complejo de lo desarrollado en
el cine colombiano hasta ese momento.
-Gustavo Nieto Roa: En esa época el cine lo estaba haciendo gente que había ido al extranjero
a prepararse. Francisco Norden, él venia de Francia, de París, de estudiar en París; estaba otra,
que tu llamas Pisingaña, que era de… a ver si me acuerdo el nombre, bueno se me va ahorita,
venia de estudiar en Checoslovaquia, creo.
- GNR: Leopoldo Pinzón, correcto… estaba una gente como Luis Alfredo Sánchez que venía de
estudiar en Rusia, estaba también Jorge Triana que venía de estudiar también de
Checoslovaquia. O sea había un grupito de gente que veía el cine también como algo más
profundo que simplemente…
- GNR: Político, sí, y era un poco de izquierda o mucho, ¿no? Y eso también influyó en ese
momento y echó mano de lo que había, de lo que tenía en literatura como inspiración
(«Entrevista con Gustavo Nieto Roa» 2022).
Estos trabajos fueron una continuidad del cine propuesto por Dunav Kuzmanich, que en 1981
“abrió temporalmente las posibilidades de un cine colombiano nuevo por su contenido
histórico y revolucionario de aceptable factura visual para su momento” (Laurens, s.f., s.p.).
Este chileno exiliado en Colombia hacia parte de esa intelectualidad latinoamericana de
izquierda que planteó una mirada distinta a los conflictos hasta ese entonces retratados de
una manera al menos ambigua por el cine nacional. Por otra parte, Carlos Mayolo presentaba
su primer largometraje que para el año de 1983 sorprendía a la crítica con su estilo surrealista,
disruptivo y poco convencional (Semana, 1983). En esta producción, el director caleño
abordaba la transición temprana entre la violencia bipartidista y el auge de la violencia
insurgente.
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A continuación se abordan en detalle las producciones Cóndores no entierran todos los días
(1984), Canaguaro (1981) y Carne de tu carne (1983), en ese orden, dado que las tres
representan de manera complementaria la apertura de narrativas emergentes sobre la
violencia pasada y su conexión con la violencia posterior.
Cóndores no entierran todos los días es una película de 1984 dirigida por Francisco Norden.
Basada en el libro homónimo de Gustavo Álvarez Gardeazabal, la película relata el ascenso
criminal de un militante conservador en Tuluá, municipio del Valle del Cauca, hasta convertirse
en uno de los asesinos a sueldo más importantes de su partido durante los gobiernos de
Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez. Como se explicó en el capítulo anterior, estos
grupos fueron conocidos popularmente como Pájaros, nombre que guarda relación con el
alias del personaje principal de esta película, “El Condor”.
La película inicia con una introducción textual que enmarca los hechos a narrar, pero que
además ofrece de inicio una interpretación sobre el conflicto:
En Colombia, desde la segunda mitad del siglo XIX, los dos partidos políticos tradicionales,
el Liberal y el Conservador, se enfrentaron en una serie de guerras civiles que durante
cerca de cien años ensangrentaron el país. La última de estas fue conocida como “La
Violencia”. Se inició a raíz del asesinato del caudillo popular Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de
abril de 1948. Ese día comenzó una época tenebrosa que habría de durar una década y en
la cual cumplieron papel muy importante los asesinos a suelo, lo llamados “pájaros”, tales
cono León María Lozano, el más notorio de todos, ”El Cóndor” (Cóndores no entierran
todos los días, 1984).
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Podría decirse que la película es en principio una narrativa crítica sobre las narrativas que
conducen a la violencia. Nos presenta un personaje bombardeado a diario por discursos
políticos de odio (en la radio, el periódico, la misa) y radicalizado por la vivencia de los
crímenes de los liberales (la matanza de La Resolana) e incluso por la discriminación de
quienes hasta ese momento han ejercido el poder.
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lugares más apartados que vivieron una violencia más extendida; según uno de los personajes
principales, Doña Gertrudis: “En Bogotá no tienen ni idea de lo que está pasando aquí”. Por
otra parte, también hay una referencia sutil y en subtexto a los espectáculos masivos de
entretenimiento como telón de fondo de una violencia generalizada: entre los minutos 41 y
42, se comente un asesinato mientras de fondo suena la trasmisión radial de un partido de
fútbol y un chico arregla su bicicleta.
Al igual que en Cóndores, en esta película se aborda el periodo de la violencia desde un punto
de vista más contextual y enfocándose principalmente en una de las partes del conflicto.
Puede entenderse como un complemento narrativo de la anterior en la medida en que esta
producción aborda las actuaciones de las guerrillas liberales de los Llanos Orientales en los
momentos previos al acuerdo de paz con la dictadura militar de Rojas Pinilla. El largometraje
narra las acciones y el recorrido de un grupo subversivo, comandado por el guerrillero alias
“Canaguaro”, que emprende un viaje para recoger unas armas en la frontera con Venezuela,
armas que desde su perspectiva inclinarían la balanza de la guerra en su favor para ponerle
fin por la vía militar. En medio de la travesía se van intercalando recuerdos de la vida de los
guerrilleros y las razones que los llevaron a empuñar las armas, al tiempo que se van
enterando de la terminación de la guerra por la vía del diálogo, cuestión que se concreta al
llegar al destino y encontrarse con la noticia en boca de uno de los lideres del partido. Ante la
confirmación y el desconcierto, pues al parecer esas negociaciones no los tuvieron en cuenta,
varios deciden continuar en armas mientras que quienes las depusieron fueron
progresivamente asesinados.
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Esta película de 1981, dirigida por el cineasta chileno Dunav Kuzmanich, presenta la historia
de una “violencia soterrada” y desatada a partir del 9 de abril de 1948. En principio presenta
imágenes del caos producido durante los eventos posteriores al asesinato de Jorge Eliecer
Gaitán, imágenes en blanco y negro del horror de la violencia con una estética propia del cine
de ciencia ficción postapocalíptico. Su forma narrativa puede ser interpretada como una
forma de idealización de la lucha guerrillera de ese entonces, aspecto que se percibe en la
introducción que, de la misma forma que la producción de Norden, se presenta de forma
discursiva a través de un texto, con las imágenes del Bogotazo de fondo.
El caos político encuentra salida en una guerra anárquica en la que el pueblo lucha porque
se siente agredido, pisoteado, herido, aunque sin saber claramente qué es lo que busca,
qué es lo que quiere, hacia dónde va. Pero llegó el momento en que ese inmenso npumero
de muertos del pueblo colombiano empezó a dar sentido a la lucha, empezó a señalar un
camino, empezó a decir: ¡basta ya!. Y es así como en los llanos orientales se forma uno de
los frentes más importantes en esa cruenta lucha por encontrar el camino hacia el destino
del pueblo (Canaguaro, 1981).
Más allá de las justificaciones discursivas de la violencia, la película muestra por primera vez
la delgada línea que separa a la víctima del victimario en una guerra tan prolongada donde los
ciclos de venganza están amarrados al padecimiento de la violencia y la reproducción de esta
sobre el enemigo. Así mismo, permite humanizar al violento y comprender su accionar en
medio de un contexto de barbarie que lo lleva a asumir la violencia como única salida. En la
narrativa propuesta se van entrelazando las travesías de los protagonistas con su pasado,
introduciendo actores hasta ese entonces no tratados en el cine, como la policía chulavita o
los directores de los partidos que dirigían la guerra -sin necesidad de pelearla- desde sus
propias comodidades y conveniencias. Al tiempo se relata el horror y la crueldad de la guerra,
esta vez en manos de los enemigos de los llamados, despectivamente, “cachiporros” o
“chusmeros”, evidenciando niveles de sevicia y crueldad hasta ese momento no vistos en
pantalla. Uno de los elementos más llamativos es la violencia sexual en contra de las mujeres
o la capacidad de arrasar pueblos enteros bajo la orden de no dar cuartel: “que no quede
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nadie”. Este ultimo elemento asomaba en Esta fue mi vereda, aunque en esta ocasión tiene
un sentido político y una responsabilidad clara del gobierno conservador10.
En este caso, los chulavitas son vistos como un agente del mal en contra de las poblaciones
vulnerables que tuvieron que armarse para luchar por sus derechos y su vida. Una
representación del gobierno que atenta contra su propio pueblo: “pasaron los del gobierno y
se llevaron hasta la sal”. El protagonista de la historia sufrió el homicidio de su padre, la
violación de su madre y su hermana y la quema de su rancho; todo bajo la acusación de
revolucionarios, aunque la película evidencia que había un interés económico en sus tierras,
lo que sería la razón real del crimen cometido por la policía conservadora. En este sentido, la
cinta reafirma una narrativa asociada a los ciclos de venganza, aunque va a sumar una
característica no explorada hasta entonces y relacionada con la ideología revolucionaria.
Durante el metraje no se evidencian acciones reprochables del grupo, más allá de acciones de
combate y algunas traiciones lideradas por los señores de la guerra, personificados en los
hermanos Lesina, que no representan realmente la lucha de los campesinos. Esta
caracterización de las divisiones propias del país muestra a las claras la forma en que ciertas
elites usaron el conflicto para favorecer sus propios intereses, los cuales distaban mucho de
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Cabe decir que esos pueblos representados en pantalla, de no haber sido arrasados, parecen haber quedado
inmóviles en el tiempo.
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las aspiraciones sociales de los sectores campesinos y rurales. En este caso, la apuesta por una
victoria militar parecía no convenir del todo a una dirigencia política hacendada mientras que
la salida política garantizaba sus privilegios:
Esta dicotomía entre la salida negociada o la salida militar se representa en la tensión final
ante el discurso que ratifica la firma de una amnistía y la dejación de las armas: “la guerra ha
terminado y ha asumido el poder un gobierno militar”. Algunos de los integrantes del grupo
acatan la orden, mientras otros deciden continuar en la lucha, en lo que puede entenderse
como la explicación de la continuidad de una guerra. La comunicación nerviosa del emisario
permite identificar una característica propia de las negociaciones de paz en Colombia: los
llamados combatientes rasos no participan de las decisiones y no logran generar la suficiente
legitimidad en el proceso. Esto produce reacciones encontradas que pueden ir desde el simple
acatamiento de las ordenes de los superiores hasta la conformación de disidencias: ¿Quiénes
pactan la paz?.
El discurso de paz que traen los delegados de Bogotá al grupo de “Canaguaro” prometen
garantías y un retorno a la vida de antes. En palabras de “El Profe”, uno de los guerrilleros de
la cuadrilla de “Canaguaro”, frente a la propuesta de los doctores de volver a la vida de antes
responde de manera tajante: “¡no!” Casi una contestación atemporal a la insinuación presente
en Esta fue mi vereda: la añoranza del pasado mejor que para ellos no existió. El filme termina
mostrando como cada uno de los que decidió confiar en la paz fue asesinado, incluido el
propio Guadalupe Salcedo. Un destino trágico casi ineludible que esta vez encuentra razones
en la traición de propios y de un Estado sin palabra, circunstancias que se van a repetir en
próximos esfuerzos de paz, incluido el que se adelantó solo un par de años más tarde del
estreno de la película entre el gobierno de Belisario Betancur (1982-1986) y la guerrilla de las
FARC, negociación que terminó con el exterminio político de la Unión Patriótica:
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Tal revisionismo es acompañado por visiones sobre el conflicto que identifican su continuidad,
en el marco de la promesa de paz y transformación social que significó el golpe militar de Rojas
Pinilla. Precisamente, la ilusión de superar una época de sangre y atrocidades se fue diluyendo
en la inmovilidad del establecimiento político, el statu quo y la continuidad de una violencia
que cada vez alcanzaba más y más a las ciudades. Allí las condiciones propias de la época
marcaron la transición de una violencia bipartidista a una que respondió a acciones de
ejércitos irregulares e ideologías como el comunismo, lo cual abrió la posibilidad de explorar
nuevos imaginarios y narrativas en relación con la violencia y el conflicto (Correa-Lugos y
Paredes, 2016). El contexto nacional incluía la desazón de los sectores populares y el temor a
la pérdida de privilegios de las élites tradicionales conservadoras. Para 1983, año de estreno
de la surreal y enigmática Carne de tu carne de Carlos Mayolo, se había concretado el auge de
la violencia guerrillera y persistían los temores de las élites, que habían recuperado el poder
durante el Frente Nacional y habían radicalizado sus posturas a través de la implementación
de políticas de seguridad basadas en el enemigo interno y la lucha anticomunista.
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(…) esta mentalidad animista es una reacción de miedo al cambio, que encuentra su
reacción desmesurada en el terror frente a una modernidad que significa para algunos
sectores de la sociedad caleña en particular y nacional en general, un futuro incierto que
pone en peligro sus capitales cultuales, simbólicos, económicos y sociales (Correa-Lugos
y Paredes 2016, p. 5).
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Por último hay un pago en la trasgresión, algo muy común en el imaginario popular. Las muertes
que ha causado el padre de Andrés Alfonso son recogidas con la muerte de su heredero y la
joven Margaret. El humilde campesino siempre servil ante el señor hacendado y sus hijos,
termina tomando la justicia por sus propias manos y asesina a lo más preciado de la familia de
la élite. Esta toma de la justicia por la fuerza es una clara interpretación del alzamiento ante el
terror y la figura conocida y casi respetada de Andrés Alfonso y Margaret. No existe relato más
fantasioso que la misma realidad, en la película el tío comunista muere en el olvido, la familia
de élite termina con un profundo dolor y los campesinos son atemorizados mientras que el
mismo Mayolo (que hace el papel del mayordomo) resulta asesinado por la poseída y sexual
Margaret (Correa-Lugos y Paredes, 2016, p. 12).
Lo cierto es que desde esta deconstrucción sí parece haber una especie de profecía
autorrealizada por la historia ya conocida en la que devienen los acontecimientos de la
película. Una visión pesimista de hacía donde va la sociedad colombiana declara en la película
“algo malo va a pasar aquí”, lo que para la fecha de realización y estreno de la producción se
habría cumplido.
Si bien Colombia cargaba desde los cincuenta con el problema de los cultivos de marihuana,
especialmente en la costa norte, fue entre finales de los setenta y mediados de los ochenta
que el narcotráfico tuvo un importante crecimiento y se convirtió en un problema de violencia
asociado a las mafias que controlaban el negocio (Puente, 2008). Además, la incidencia del
narcotráfico en la sociedad colombiana se tradujo en un debate moral que implicó
directamente a la juventud y que se conviertió en un problema de salud pública cada vez más
grave debido al uso de sustancias psicoactivas más fuertes y perjudiciales.
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la bonanza marimbera hacia el auge del tráfico de cocaína. Tres películas que muestran muy
bien la variedad de formas narrativas y los alcances “premonitorios” del cine en este sentido
son: Colombia Connection (1979) de Gustavo Nieto Roa, Área Maldita (1980) de Jairo Pinilla y
Oro blanco, droga maldita (1985) de Ramiro Meléndez.
De allí también se desprende un cine que va a ser recurrente en la pantalla grande colombiana
y que se decanta por mostrar la violencia urbana, principalmente en Medellín, a través de las
historias propias de los jóvenes marginados y rodeados por las drogas y la criminalidad. Este
tipo de realización hecha con actores naturales va a aparecer durante este periodo y se va a
extender por varias décadas.
3.3.2.1. “A la gente no le gusta que le restrieguen las heridas (…) pero a todos les gusta
un chiste”11
Colombia Connection (1979) es una comedia que muestra cómo un agente norteamericano
con ayuda de detectives colombianos logra desarticular una organización criminal que va
mutando del cultivo de la marihuana a la producción y comercialización internacional de la
base de coca. A pesar de su tono cómico hay varios mensajes que se desprenden de las
situaciones vividas y de los diálogos que sostienen los personajes principales. Algunos de ellos
tienen un carácter crítico de la incidencia estadounidense y la lucha contra el narcotráfico: por
11
Apartes de la entrevista con Gustavo Nieto Roa (2022).
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un lado, muestran un gobierno colombiano débil, ignorante y servil; y por el otro, unos
funcionarios “gringos” que mientras promueven medidas drásticas para controlar la
producción en Colombia son consumidores asiduos en su país12.
Por otra parte, la película permite identificar patrones de despojo y trabajo forzado asociados
al funcionamiento de estructuras criminales transnacionales que afectan a comunidades
étnicas que, en este caso, son representadas en afrocolombianos que habitaban la isla donde
se establecieron las cocinas y cristalizaderos: “ellos los que nos robaron nuestras tierras”,
manifiesta uno de los personajes de reparto (Colombia Connection, 1979).
Eso, pues, yo en eso, yo he sido feminista también desde muy niño; y eso sí, yo ahí si me
tomo todo el crédito de que lo hice a propósito, porque creo que encontré de nuevo…
mira es una mujer biónica, etcétera, para que la gente no la tome tan directo porque en
ese momento decir todo eso iba [en] contra [de] la cultura en boga en ese… y lo curioso y
me alegra, Alberto, que tú lo traigas a cuento, porque en ese momento nadie lo captó,
nadie vio exactamente lo que tú me estás diciendo y esa película tiene ya cuarenta años
(«Entrevista con Gustavo Nieto Roa» 2022).
En la misma entrevista el director refiere como una casualidad premonitoria que la mujer que
encarna a la capa de la mafia es Virginia Vallejo, quien luego estuvo relacionada con el cartel
de Medellín, específicamente con Pablo Escobar:
Es que yo coloqué como protagonista a una mujer que luego terminó siendo protagonista
en la vida real de esa misma situación, entonces mucha gente inclusive me preguntó en
un momento: “oiga Gustavo, pero ¿es que usted sabia ya que Virginia Vallejo era la novia,
12
Esta idea de la oferta y la demanda es una cuestión que aún hoy sigue teniendo un lugar en el debate político
sobre la legalización de la droga y la efectividad de la lucha contra la oferta.
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era la amante de Pablo Escobar o algo así?”. Yo no tenía ni idea y Virginia todavía ni
conocía a Pablo Escobar, ¿no? Cuando hicimos esa película. Pero sí, resultó una película
premonitoria de lo que se iba a convertir en un súper, súper conflicto impresionante
(«Entrevista con Gustavo Nieto Roa» 2022).
En efecto, años más tarde, la actriz y modelo escribió un libro de memoria sobre su relación
con el capo del Cartel de Medellín, texto titulado Amando a Pablo, odiando a Escobar (2007).
Área maldita (1980) es una película de terror llena de simbolismos, que retrata cómo la
siembra de marihuana atrae a un grupo de mafiosos y a una maligna serpiente cascabel a un
pueblo que gracias a ambas situaciones se llena de muertos, violencia y terror. Desde una
mirada más conservadora, podría decirse que esta película atiende el problema de la droga y
su comercialización en términos mucho más moralistas e incluso religiosos. Es muy llamativo
el asocio con simbolismos cristianos que representan todo lo que gira alrededor de la
marihuana como un castigo divino, inclusive el uso de una serpiente que ataca principalmente
a las personas que están alrededor de la estructura criminal o que consumen13. Estas
narrativas muy populares veían el problema como uno propio de la juventud y que atentaba
contra los designios divinos. En la cinta se afirma que las drogas no solo ocasionan un gran
dolor de cabeza a la comunidad sino que despiertan “la ira del señor”. De hecho, la primera
víctima del narcotráfico no es el cura, a quien matan los propios mafiosos, sino una mujer
joven que consume antes de dormir y es atacada por la serpiente en la primera secuencia de
la película.
Más allá de esa visión sobre el problema, la película logra retratar asuntos que harán parte de
un imaginario sobre las mafias y que además rodearán el sentido de una violencia que se
degrada hacia intereses cada vez menos altruistas. En principio se muestra la vida opulenta de
los narcos y la zozobra de una violencia que los persigue. Dicha idea del destino inevitable,
esta vez vinculada a cuestiones sobrenaturales, se desarrollará en distintas propuestas
narrativas: la literatura, el cine de los noventa y los dos mil y las llamadas narconovelas (Mejía,
13
Aquí confluyen dos cuestiones: el temor del director Pinilla a las serpientes y su catolicismo (Fiesco, 2020).
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2010), donde los protagonistas son capos del narcotráfico que viven permanentemente el
contraste de la zozobra ante la inminencia de la muerte y la riqueza que les confiere un
enorme poder.
Esta película aborda también las implicaciones del accionar terrorista. Si bien no es de manera
explícita, sí se juega con el género y con la situación para representar que esta violencia
indiscriminada produce en el pueblo la sensación de inseguridad e indefensión, incluso dentro
de los hogares ya nadie se siente a salvo y todo produce miedo. Mientras la serpiente va
dejando víctimas por doquier, el grupo de criminales no solo asesina y tortura a personas del
pueblo, sino que viola a las mujeres. Aquí, de nuevo, las mujeres juegan un papel fundamental
dentro de la historia como víctimas de la violencia y como protagonistas determinantes en el
desenlace de las historias.
Finalmente, atado a la idea religiosa que encarna la maldición, se define desde el principio que
la única forma de deshacerla será a través de “un inocente”, que en este caso es representado
por un bebé que logra derrotar a la serpiente, al tiempo que la banda de marimberos es
desarticulada por los agentes del Estado. Este inocente es la representación de nuevas
generaciones llamadas a enderezar el rumbo de la sociedad y la nación.
En los ochenta no solo se veía la necesidad de abordar nuevos escenarios de negociación para
llegar a la paz con las guerrillas, sino que se enfrentaba un nuevo dilema frente a los grupos
narcotraficantes y su incidencia en la sociedad y los jóvenes. Los fracasos recientes en las
negociaciones de paz, los excesos del gobierno en su lucha contrainsurgente, los grupos
paramilitares y el incremento de deudas sociales históricas revelaba con fuerza un problema
mayor: la desesperanza. Esa sensación fue recogida y expuesta en distintas expresiones
culturales incluida la música: en Medellín, el punk fue uno de ellas (Restrepo, 2017).
Para la segunda parte de la década de los ochenta apareció la recordada e impactante Rodrigo
D, No Futuro (1988). La película de Víctor Gaviria, rodada entre 1986 y 1988, año de su estreno,
muestra la continuidad de la violencia del narcotráfico en una sociedad enferma que devela
un mundo marginal y violento en un contexto urbano. Casi que por primera vez se muestra
cómo ese conflicto se degradó entre sus causas estructurales y el acecho de nuevas violencias
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organizadas dentro de las ciudades colombianas (Villano, 2016); y cómo esto, a su vez, va
confirmando la premonición pesimista de anteriores años y asesinando la esperanza en una
nueva generación: en el filme se conjuga aquella nueva generación que debía acabar la
maldición y el pesimismo de un futuro cada vez peor.
En Medellín, ese discurso representó una oportunidad para un grupo de jóvenes que veían
con poco entusiasmo miradas más románticas del futuro y de la sociedad. Según Ramiro
Meneses, quien encarnó al protagonista y quien vivió aquella época en Medellín: “El amor no
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estaba funcionando. Lo único que se veía en Medellín era miseria, desesperanza, asesinatos;
solo se veían problemas” (El Tiempo, 2020, s.p.).
Aunque no hay una referencia explícita al conflicto, incluso, ninguna a la violencia asociada a
los carteles del narcotráfico, se puede establecer que es un intento por representar la
incidencia de esta en los sectores marginales y desde el punto de vista de sus habitantes. De
hecho, la narrativa se construye alrededor de esa idea de desesperanza y desasosiego que
impregna al espectador, incluso generando empatía con los personajes que desde otra
perspectiva habrían podido presentarse como monstruosos. La película que, dicho sea de
paso, se hizo con varios actores naturales, al final rinde homenaje a aquellos que
“sucumbieron sin cumplir los veinte años, a la absurda violencia de Medellín, para que sus
imágenes vivan por lo menos el término normal de una persona” (Rodrigo D. No futuro, 1988).
En medio de la desesperanza por el futuro, esta película permite una visión humanizada de la
delincuencia, que a su vez es víctima de un sistema que enfrenta a estas personas a un destino
trágico, casi inevitable; al mismo tiempo, abre la puerta para entender una violencia urbana
que es producto de una cadena de violencias no atendidas y que vuelve a poner en el debate
nacional esa delgada línea entre el victimario que también es víctima. La marginalidad, los
olvidados, vistos desde adentro, desde su propia perspectiva, al ritmo de los golpes de la
batería y de las letras del punk.
El final de la década marcó el fin del periodo de la guerra fría simbolizada por la caída del muro
de Berlín y posteriormente por la disolución de la Unión Soviética en 1991. Este hecho de
características globales tuvo su correlación con las dinámicas de los conflictos locales y
regionales que no solo se alimentaban de la confrontación ideológica, sino de los auspicios y
patrocinios de las potencias mundiales enfrentadas. En Colombia ese momento histórico va a
coincidir con la concreción de la búsqueda de un salida negociada al conflicto con algunas de
las guerrillas que para aquel entonces operaban en el país. Dicha iniciativa de solución pacífica
había sido derrotada en varias oportunidades no solo por la poca disposición de los grupos
armados a ceder sus posiciones, sino por “la radicalización y el endurecimiento del
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Conflicto armado y violencia a través del cine contemporáneo en Colombia, 1948-1993
anticomunismo durante la administración de Ronald Reagan, entre 1981 y 1989” (GMH, 2013,
p. 137).
Ante la desconfianza producida por los incumplimientos del Estado en las negociaciones de
los cincuenta (ver subcapítulos: “El Río de las Tumbas” y “Canaguaro”) y de mediados de los
ochenta, el proceso de paz de los noventa fue parcial. Las guerrillas del M19, Quintín Lame,
EPL y PRT entraron en la negociación, mientras que las FARC y el ELN continuaron en armas
(Fundación Paz y Reconciliación, 2019). Este proceso estuvo atravesado por una violencia
política muy intensa que costó la vida de varios candidatos a la presidencia de la República
como Bernardo Jaramillo Ossa de la Unión Patriótica, Carlos Pizarro Leongómez de la Alianza
Democrática M-19 y Luis Carlos Galán del Nuevo Liberalismo (El Tiempo, 2021). Al tiempo, el
gobierno inició un serie de intentos intercalados de negociación y ofensiva con los carteles del
narcotráfico, los cuales culminaron con políticas de sometimiento a la justicia y la creación de
grupos especiales legales e ilegales, como el Bloque de Búsqueda y Los Pepes, que operarían
en función de acabar con el Cartel de Medellín liderado por Pablo Escobar (GMH, 2013).
Este corto periodo definido para esta investigación, entre 1989 y 1993, se puede interpretar
como un transito entre una vieja guerra (en el contexto de la guerra fría) heredada desde el
conflicto bipartidista con tintes marcadamente ideológicos y otra que, una vez más, recicló la
violencia entre los grupos disidentes, aquellos que continuaron en la confrontación armada y
estructuras criminales emergentes de distinto orden. Dicha reconfiguración permitió que los
grupos armados organizados al margen de la ley combinaran discursos legitimadores,
estructuras orgánicas mafiosas y distintas formas de financiación y lucro, transformando la
violencia en el país no solo desde la naturaleza de los actores, sino desde el imaginario
colectivo en el cual tomó fuerza una percepción de deslegitimidad asociada a un creciente
discurso de guerra contra las drogas y la lucha antiterrorista.
De otro lado, la consolidación del proceso de paz permitió abrir una luz de esperanza a la
terminación definitiva del conflicto, y una parte de la juventud, principalmente en las
ciudades, logró cambios importantes a través de procesos como el de La Séptima Papeleta en
rechazo a la violencia y en favor de la apertura democrática. Sin embargo, la desesperanza en
sectores marginales siguió profundizándose en el marco de una violencia cada vez más
degradada. La misma que afectó en mayor proporción, precisamente, a la población joven
más vulnerable, ubicada en las zonas rurales y los barrios periféricos (Bonilla Mora, 2017).
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En esa línea, el cine también transita entre esa vieja guerra y la ratificación de aquel “algo
malo va a pasar aquí” de Mayolo (Carne de tu carne, 1983); en especial, confirmando el temor
al flagelo del narcotráfico representado en una maldición que, al menos hasta hoy, no ha
podido ser superada, así como en la desesperanza de una juventud marginada que no tiene
futuro. Al mismo tiempo, en este lapso se encuentra la transición entre las producciones
impulsadas a través de Focine y la internacionalización del cine del conflicto colombiano; así
mismo, la evolución de una narrativa local a una visión más globalizada de la paz que se va a
reflejar con mucha más fuerza en el periodo posterior al de este análisis.
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Hay otros elementos que acompañan la narrativa y que han sido ya expuestos en otros
momentos como los medios controlados por el gobierno, el discurso institucionalista, la
violencia indiscriminada, entre otros. El principal valor de esta narrativa es el enfoque en un
sector poblacional que se hace consciente de ciertas problemáticas sociales, aun desde su
propio privilegio; un aspecto que permite reconstruir una historia en donde toda la sociedad,
en mayor o menor medida, es responsable y al tiempo víctima. Elementos que en vísperas de
negociar la paz y reconstruir la Carta Magna adquirían especial fuerza en medio de sectores
que hasta ese momento habían sido indolentes frente a la violencia e indiferentes frente a las
desigualdades. Tanto en este momento coyuntural como en la película, el diálogo se convierte
en una herramienta para sanar.
Como pasó en otros periodos analizados, al tiempo que se pasa revista por aquella
emblemática violencia bipartidista, el cine comienza a explorar y a profundizar en las
narrativas sobre el conflicto y la violencia, incluso promoviendo temáticas que son explotadas
una y otra vez a partir de allí.
Para los años noventa, aparece en escena la alianza con productoras norteamericanas,
especialmente con algunas asociadas a Hollywood. Es así como la violencia interna, en especial
la relacionada con el narcotráfico, comienza a ser explotada en la lógica de promover
narrativas de la lucha internacional contra las drogas y atacar las formas de tráfico que venían
siendo usadas por los carteles, desde la construcción de imaginarios populares. Una de esas
formas era la utilización de personas para transportar la droga dentro de sus cuerpos: las mal
llamadas “mulas”, una temática recurrente en varias producciones cinematográficas con alto
impacto mediático y de taquilla como María, llena eres de gracia (2004). La película Tropical
Snow (1993) de Ciro Durán es una coproducción entre Colombia y Estados Unidos con la
participación de Paramount Pictures Coorporation. La cinta está protagonizada por Nick Corri,
Madeleine Stowe y David Carradine. Hablada casi en su totalidad en inglés y filmada
principalmente en Colombia, se considera la primera producción colombiana en abordar
directamente este tema. Según la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano (2006, p. 164),
“narra la historia de amor entre dos marginales” que buscan la forma de viajar a Estados
Unidos para encontrar un mejor futuro; en su camino aparece una especie de narcotraficante
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solitario que les ofrece la posibilidad de hacerlo mientras ganan dinero y transportan droga
en sus estómagos.
Por otra parte, la continuidad del conflicto armado y la violencia van a converger con
fenómenos de crimen transnacional organizado produciendo un escenario de proliferación de
grupos armados ilegales. En este contexto, que se va a desarrollar en gran parte de los noventa
y los dos mil, el cine va a comenzar a reflejar esa multiplicidad de actores y discursos
globalizados como el del terrorismo y otros emergentes como la violencia paraestatal. Algunas
producciones del periodo analizado abordan la problemática de la violencia guerrillera
persistente planteándose una mirada desde hacendados que estaban siendo víctimas de un
delito creciente y repudiado por la sociedad: el secuestro. Justamente, la película El Secuestro
(1992) de Gustavo Medina Tafur narra la historia de un hijo de un hacendado que es
secuestrado y su padre decide rescatarlo por sus propios medios y con la ayuda de un grupo
de jóvenes de la comunidad. Si bien este es un reflejo de la frustración de una paz total,
también representa el avance y la justificación de acciones por mano propia que actúan de
manera paralela a las fuerzas armadas del Estado: los paramilitares. En los años noventa estos
grupos van a multiplicarse por el territorio nacional y a constituirse en la fuerza armada ilegal
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más asesina, responsable de la mayor parte de los hechos victimizantes en el conflicto armado
interno colombiano (GMH, 2013).
Una vez más el ciclo de la violencia se repite: otros cóndores vuelan presagiando una nueva
tragedia, mientras las veredas dejan de ser para convertirse en pueblos fantasma, los ríos se
vuelven cementerios y la juventud queda atrapada entre la desesperanza y la violencia. El cine
continuará siendo una representación parcial de lo que para muchos es una vivencia eterna.
4. CONCLUSIONES
1. Objetivo general: Analizar el cine producido sobre el conflicto en Colombia durante
este primer momento que va desde La Violencia hasta los procesos de paz de los
noventa (en coherencia con el objetivo general propuesto para este trabajo) permite
concluir que este, en efecto, sí ha sido un vehículo para la representación del conflicto
en la sociedad colombiana, especialmente para aquella que no lo ha vivido de manera
directa. Si bien su impacto ha variado según los momentos propios de la industria, y
en consecuencia con los periodos planteados en la investigación, podemos afirmar
que, casi de manera inmediata, el cine apropió el argumento de la violencia para
asumir una postura crítica frente a la misma, cuestión que fue evolucionando a medida
que se iba distanciado temporalmente de su ocurrencia.
2. Periodización: A través del documento se logra proponer una periodización del
conflicto en consonancia con lo que se ha definido por la academia y con los momentos
propios de la producción cinematográfica. Esa periodización del conflicto articula no
solo los ciclos de violencia descritos a lo largo del documento sino también las
narrativas (asociadas a interpretaciones y emocionalidades) que los acompañan. Cada
una de las propuestas narrativas -que incluyen la estética y el argumento- ha derivado
en líneas de producción cinematográfica. Podrían identificarse varias, entre ellas a) la
que aborda temas de la violencia estructural que parte desde los documentales de la
década del sesenta pero que se consolida en la ficción con Rodrigo D, No Futuro (1988)
y que seguirá con otras películas de Víctor Gaviria; b) otra enfocada en los actores del
conflicto y sus historias de vida, que tiene como antecedente principal a Canagüaro
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(1981) y que se seguirá desarrollando con mucha fuerza en las siguientes décadas con
producciones como Soñar no cuesta nada (2006); c) otra relacionada con el terror y los
temas paranormales, de tono surrealista, que empezó con Carne de tu carne (1983) y
Área Maldita (1980), y que después tuvo otras producciones como El Páramo (2011);
d) el cine del conflicto enfocado en las víctimas, que tiene un viejo antecedente en Esta
fue mi Vereda (1959) y que continúa con varias producciones como la reciente Tantas
Almas (2019); e) el enfoque sarcástico y crítico de El Río de las Tumbas (1965) y Golpe
de Estadio (1998); y f) el cine sobre el narcotráfico con producciones como Colombia
Connection (1979) o Tropical Snow (1993), y que en los años posteriores tendrá un
importante apogeo creativo y mediático que incluirá series y telenovelas.
3. El análisis de las narrativas: En ese sentido la descripción del análisis de las
producciones realizadas durante cada periodo facilitó develar las ideas sobre el
conflicto: se transitó discursivamente de la ausencia a la negación, de la negación de
las causas a la sátira social, de la sátira a la revisión histórica, del revisionismo a la
advertencia del peligro, de la advertencia a la confirmación de la desesperanza y de la
desesperanza a la frustración. Al tiempo, ese tránsito representó una narrativa que
más allá de comprender las causas del conflicto o los móviles de la violencia, simbolizó
el sentir de distintas generaciones (reproducción de imaginarios individuales y
colectivos) y expuso, a través de protagonistas o antagonistas, una línea de actuación
de los actores del conflicto desde una mirada ajena que poco o nulo contacto tuvo con
ellos en la realidad. De igual manera, la estética del cine del conflicto influyó también
en su representación, principalmente en la presentación del horror/terror a partir de
la imagen cruda y el actor natural, experiencia que se reproduce desde Esta fue mi
vereda hasta Rodrigo D. No futuro como un legado del neorrealismo italiano. Una
forma de mostrar que degradó en la criticada “porno-miseria” que tuvo su
contranarrativa en producciones como Agarrando pueblo (1978) de Carlos Mayolo y
Luis Ospina. Dicha estética también se construyó alrededor de la simbología del cine
de terror conectado con el auge del surrealismo y el suspenso que se puede rastrear
desde las producciones de la primera mitad de los cincuenta hasta las películas de Jairo
Pinilla.
4. La evolución y el revisionismo: La construcción narrativa también implicó cierta
conciencia del contexto histórico y una emancipación discursiva frente a la influencia
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