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Carlos Fuentes

Luis Ángel Gámez Arangure


Act.14
Sec.19 Juan Rulfo
01]17]2023

3B

Antología
Obras de Carlos Fuentes

Prof. Pablo Octavio


Dedicatoria
Esta dedicatoria es para Carlos Fuentes
por a ver tenido el gran ingenio y valor
para poder entregarnos a nosotros los
lectores increíbles obras

Prologo
A continuación se les presentara una
pequeña parte de los mejores obras de
Carlos Fuentes bajo mi criterio
Indice

,La voluntad y la
fortuna .Gringo viejo
.Cambio de piel
.El espejo enterrado
.Aura
,La frontera de cristal
La voluntad y la fortuna
De noche, el mar y el cielo son uno solo
y hasta la tierra se confunde con la
oscura inmensidad que lo envuelve todo.
No hay resquicios. No hay cortes. No
hay separaciones. La noche es la mejor
representación de la infinitud del
universo. Nos hace creer que nada tiene
principio y nada, fin. Sobre todo si
(como sucede esta noche) no hay
estrellas.
Aparecen las primeras luces y la
separación se inicia. El océano se retira
a su propia geografía, un velo de agua
que oculta las montañas, los valles, los
cañones marinos. El fondo del mar es
una cámara de ecos que jamás llegan
hasta nosotros, y menos hasta mí, esta
madrugada.
Sé que el día va a derrotar esta
ilusión. Y si ya nunca más amaneciese,
¿entonces, qué? Entonces creeré que el
mar se ha robado mi figura.
El Pacífico es ahora un océano en
verdad calmado, blanco como un gran
tazón de leche. Es que las olas le han
avisado que la tierra se aproxima. Yo
trato de medir la distancia entre dos
olas. ¿O será el tiempo lo que las
separa? ¿No la distancia? Contestar esta
pregunta resolvería mi propio misterio.
El océano es imbebible, pero nos bebe.
Su suavidad es mil veces mayor que la
de la tierra. Pero sólo escuchamos el
eco, no la voz del mar. Si el mar gritase,
todos estaríamos sordos. Y si el mar se
detuviese, todos moriríamos. No hay
mar quieto. Su movimiento perpetuo le
da el oxígeno al mundo. Si el mar no se
mueve, nos ahogamos todos. No la
muerte por agua, sino por asfixia.
Amanece y la luz del día determina
el color del mar. El azul de las aguas no
es más que una dispersión de la luz. El
color azul significa que el astro solar ha
vencido la claridad de las aguas,
Gringo viejo
Ella se sienta sola y recuerda.
Vio una y otra vez los espectros de Arroyo y la mujer
con cara de luna y el gringo viejo,
cruzando frente a su ventana. No eran fantasmas.
Sencillamente, habían movilizado sus
propios pasados, con la esperanza de que ella haría lo
mismo reuniéndose con ellos.
Pero a ella le tomó largo tiempo hacerlo.
Primero tuvo que dejar de odiar a Tomás Arroyo por
enseñarle lo que pudo ser y luego
prohibirle que jamás fuese lo que ella pudo ser.
El siempre supo que ella regresaría a su casa.
Pero le permitió verse como sería si hubiera
permanecido; y esto es lo que ella nunca podría
ser.
Este odio tuvo que purgarse dentro de ella, y le tomó
muchos años hacerlo. El gringo viejo ya
no estaba allí para ayudarla. Tomás Arroyo ya no
estaba allí. Tom Brook. Pudo haberle dado
un hijo así nombrado. No tenía derecho a pensarlo. La
mujer de la cara de luna se lo había
llevado con ella a un destino sin nombre. Tomás
Arroyo había terminado.
Los únicos momentos que le quedaban eran aquellos
cuando ella cruzó la frontera y miró
hacia atrás y vio a los dos hombres, el soldado
Inocencio y el niño Pedrito, y detrás de ellos, lo
piensa ahora, vio al polvo organizarse en una especie
de cronología silenciosa que le impedía
recordar, ella fue a México y regresó a su tierra sin
memoria y México ya no estaba al alcance
de la mano. México había desaparecido para siempre,
pero cruzando el puente, del otro lado
del río, un polvo memorioso insistía en organizarse
sólo para ella y atravesar la frontera y
barrer sobre el mezquite y los trigales, los llanos y los
montes humeantes, los largos ríos
hondos y verdes que el gringo viejo había anhelado,
hasta llegar a su apartamento.

Cambio de piel
Hoy, al entrar, sólo vieron calles estrechas y sudas y
casas sin ventanas, de un piso,
idénticas entre sí, pintadas de amarillo y azul, con los
portones de madera astillada.
Sí, sí, ya sé, hay una que otra casa elegante, con
ventanas que dan a la calle, con esos
detalles que tanto les gustan a los mexicanos: las rejas
de hierro forjado, los toldos
salientes y las azoteas acanaladas. ¿Dónde estarían sus
moradores? Tú no los viste.
Él ve a cuatro macehuales que llegan a Tlaxcala sin
bastimento, con la respuesta
seca. Los caciques están enfermos y no pueden viajar a
presentar sus ofrendas al
Teúl. Los tlaxcaltecas fruncen el entrecejo y
murmuran al oído del conquistador: los
de Cholula se burlan del Señor Malinche. Los
tlaxcaltecas murmuran al oído de
Cortés: guárdate de Cholula y del poder de México. Le
ofrecen diez mil hombres de
guerra para ir a Cholula. El extremeño sonríe. Sólo
precisa mil. Va en son de paz.
Pero alrededor de ellos, en estas calles polvosas, sólo
pululaba una población
miserable: mujeres de rostros oscuros, envueltas en
rebozos, descalzas, embarazadas.
Los vientres enormes y los perros callejeros eran los
signos vivos de Cholula este
domingo 11 de abril de 1965. Los perros sueltos que
corrían en bandas, sin raza,
escuálidos, amarillos, negros, desorientados,
hambrientos, babeantes, que corrían por
todas las calles, rascándose, sin rumbo, hurgando en
las acequias que después de todo
ni desperdicios tenían: estos perros con ojos que
pertenecían a otros animales, estos
perros de mirada oblicua, mirada roja y amarilla, ojos
irritados y enfermos, estos
perros que renqueaban penosamente, con una pata
doblada y a veces con la pata
amputada, estos perros adormilados, infestados de
pulgas, con los hocicos blancos,
estos perros cruzados con coyotes, de pelambre raída,
con grandes manchas secas en
la piel: esta jauría miserable que acompañaba, sin
ningún propósito, el pulso lento de
este pobre pueblo, el viejo panteón del mundo
mexicano.
El espejo enterrado
EL 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón
desembarcó en una pequeña isla
del hemisferio occidental. La hazaña del navegante fue
un triunfo de la
hipótesis sobre los hechos: la evidencia indicaba que la
Tierra era plana; la
hipótesis, que era redonda. Colón apostó a la hipótesis:
puesto que la Tierra es
redonda, se puede llegar al Oriente navegando hacia el
Occidente. Pero se
equivocó en su geografía. Creyó que había llegado a
Asia. Su deseo era
alcanzar las fabulosas tierras de Cipango (Japón) y
Catay (China), reduciendo
la ruta europea alrededor de la costa de África, hasta el
extremo sur del Cabo
de Buena Esperanza y luego hacia el este hasta el
Océano Índico y las islas de
las especias.
No fue la primera ni la última desorientación
occidental. En estas islas,
que él llamó «las Indias», Colón estableció las
primeras poblaciones europeas
en el Nuevo Mundo. Construyó las primeras iglesias;
ahí se celebraron las
primeras misas cristianas. Pero el navegante encontró
un espacio donde la
inmensa riqueza asiática con que había soñado estaba
ausente. Colón tuvo que
inventar el descubrimiento de grandes riquezas en
bosques, perlas y oro, y
enviar esta información a España. De otra manera, su
protectora, la reina
Isabel, podría haber pensado que su inversión (y su fe)
en este marinero
genovés de imaginación febril había sido un error.
Pero Colón, más que oro, le ofreció a Europa una
visión de la Edad de
Oro restaurada: éstas eran las tierras de Utopía, el
tiempo feliz del hombre
natural. Colón había descubierto el paraíso terrenal y
el buen salvaje que lo
habitaba. ¿Por qué, entonces, se vio obligado a negar
inmediatamente su
propio descubrimiento, a atacar a los hombres a los
cuales acababa de
describir como «muy mansos y sin saber que sea mal
ni matar a otros ni
prender, y sin armas», darles caza, esclavizarles y aun
enviarlos a España
encadenados?
Al principio Colón dio un paso atrás hacia la Edad
Dorada. Pero muy
pronto, a través de sus propios actos, el paraíso
terrenal fue destruido
Aura
LEES ESE ANUNCIO: UNA OFERTA DE ESA
NATURALEZA no se hace todos
los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a
nadie mas. Distraído, dejas
que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de te
que has estado bebiendo en
este cafetín sucio y barato. tu releerás. Se solicita
historiador joven. Ordenado.
Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa.
Conocimiento perfecto, coloquial.
Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud,
conocimiento del francés,
preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres
mil pesos mensuales, comida
y recamara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Solo
falta tu nombre. Solo falta
que las letras mas negras y llamativas del aviso
informen: Felipe Montero. Se
solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona,
historiador cargado de
datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles
amarillentos, profesor auxiliar en
escuelas particulares, novecientos pesos mensuales.
Pero si leyeras eso,
sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815.
Acuda en persona. No hay
teléfono.
Recoges tu portafolio y dejas la propina. Piensas que
otro historiador joven, en
condiciones semejantes a las tuyas, ya ha leído ese
mismo aviso, tornado la
delantera, ocupado el puesto. Tratas de olvidar
mientras caminas a la esquina.
Esperas el autobús, enciendes un cigarrillo, repites en
silencio las fechas que
debes memorizar para que esos niños amodorrados te
respeten. Tienes que
prepararte. El autobús se acerca y tu estas observando
las puntas de tus zapatos
negros. Tienes que prepararte. Metes la mano en el
bolsillo, juegas con las
monedas de cobre, por fin escoges treinta centavos, los
aprietas con el puno y
alargas el brazo para tomar firmemente el barrote de
fierro del camión que nunca
se detiene, saltar, abrirte paso, pagar los treinta
centavos, acomodarte difícilmente
entre los pasajeros apretujados que viajan de pie,
apoyar tu mano derecha en el
pasamanos, apretar el portafolio contra el costado y
colocar distraídamente la
mano izquierda sobre la bolsa trasera del pantalón,
donde guardas los billetes
La frontera de cristal
"No hay absolutamente nada de interés para el
visitante en Campazas." La categórica afirmación de la
Guide Bleu arrancó una pequeña sonrisa a Michelina
Laborde, quebrando fugazmente la simetría perfecta de
su belleza facial -su "mascarita
mexicana", le dijo un admirador francés-, esos huesos
perfectos de las beldades de
México a las que el tiempo parece no afectar. Rostros
perfectos para la muerte, añadió el galán, y eso ya no
le gustó a Michelina.
Era una mujer joven de gustos sofisticados porque así
la educaron, así la heredaron y así la refinaron.
Pertenecía a una "vieja familia", pero cien años antes,
su educación no habría sido demasiado diferente. "Ha
cambiado el mundo, nosotros no",
decía siempre su abuela quien seguía siendo la
columna vertebral de la casa. Sólo
que antes había más poder detrás de las buenas
maneras. Había haciendas, tribunales de excepción y
bendiciones de la Iglesia. También había crinolinas.
Era más fácil disimular los defectos físicos que la
moda moderna revelaba. Unos blue jeans
acentúan las nalgas gruesas o las piernas flacas.
"Nuestras mujeres tienen la condición del tordo", le
oyó todavía decir a su abuelo (qepd): "Pata flaca, culo
gordo."
Se imaginaba con crinolina y se sentía más libre que
con pantalón vaquero. ¡Qué
bonito saberse imaginada, escondida, cruzando las
piernas sin que nadie lo notase,
atreviéndose, incluso, a no usar nada debajo de la
crinolina, recibir el aire fresco y
libre en esas nalgas tan mentadas, en los intersticios
mismos del pudor, sabiendo
que los hombres tenían que imaginarla! Odiaba la
moda top-less en las playas; era
enemiga personal del bikini y sólo a regañadientes se
ponía la minifalda.
Se ruborizó pensando todo esto cuando la azafata del
Gruman se acercó a susurrarle el próximo arribo del
avión particular al aeropuerto de Campazas. Ella trató
de distinguir una ciudad en medio del desierto, las
montañas calvas y el polvo inquieto. No vio nada. Su
mirada le fue secuestrada por un espejismo: el río
lejano y
más allá las cúpulas de oro, las torres de vidrio, los
cruces de las carreteras como
grandes alamares de piedra... Pero eso era del otro lado
de la frontera de cristal. Acá
abajo, la guía de turismo tenía razón: no había nada.
La recibió don Leonardo, su padrino. Él la había
invitado después de conocerla en
la capital, hacía apenas seis meses.
Carlos Fuentes La Frontera de Cristal
6
-Date una vuelta por mi tierra. Te va a gustar, ahijada.
Te mando mi avión privado.
A ella, para que es más que la verdad, le gustó su
padrino. Era un hombre de cincuenta años de edad,
veinticinco más que ella, robusto, patilludo, medio
calvo, pero
con un perfil perfecto, clásico, como de emperador
romano, y la sonrisa y la mirada
necesarias para acompañarlo. Sobre todo tenía los ojos
de ensoñación que le decían:
te he estado esperando mucho tiempo.
y esa fue mi antología sobre Carlos
Fuentes y sus obras.

Carlos Fuentes Macías fue un escritor mexicano.


Junto a Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y
Julio Cortázar, es uno de los exponentes centrales del
boom latinoamericano. Entre sus novelas destacan La
región más transparente, La muerte de Artemio Cruz y
Aura.

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