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Somos una familia rara. En este país donde las cosas se hacen por
obligación o fanfarronería, nos gustan las ocupaciones libres porque sí.
Tenemos un defecto: nos falta originalidad. Casi todo lo que decidimos
hacer está inspirado –digamos francamente, copiado- de modelos célebres.
Si alguna novedad aportamos es siempre inevitable: nuestros gestos, un
olor diferente, un paso más desbocado.
Somos muchos y vivimos en la calle Humbolt.
Así pues, hacemos cosas. Todos cosas diferentes. Nuestra familia es una
familia numerosa, e incluso a veces viene algún vecino o pariente lejano.
Yo suelo deslizarme durante tres horas por la barandilla sólo por el gusto
de pensar lo brillante que está quedando, mientras que el abuelo se dedica a
lloriquear como un bebé. En cambio, mi tía, la que tiene miedo a las
cucarachas, suele vestirse toda de negro con un mantón como oscura es la
noche. Mi padre, sin embargo, piensa que la mejor manera de hacer cosas
es echar la siesta, así que allí se tumba, en el sofá más viejo de la casa, y
nos acompaña con sus ronquidos.
Todos somos diferentes y nos gusta hacer nuestras cosas.
La tía Milagros tiene por costumbre destejer todos los jerseys que nos ha
ido haciendo a lo largo del año a diferencia del tío José que continúa como
siempre rellenando botellas de cristal con palitos mondadientes,
construyendo dentro catedrales de diversos estilos. Pero nadie se lo pasa
tan bien como uno de nuestros vecinos, el Fabio, que une con hilitos de
cobre las patas de las mesas de casa.
Cada uno a lo suyo. Mientras que la tía Angustias sopla la flauta riéndose
como loca, mi tío, el que se quedó sin piernas, bosteza de puro
aburrimiento, y mi hermano limpia la alfombra con Mistol, a diferencia de
uno de mis sobrinos, que va derramando el chocolate recién hecho por el
pasillo principal.
Todos tenemos algo que hacer. Sólo mi madre, que es una cabezona, se
niega a hacer nada, y se pasa los días negándose decididamente a hacer
nada, pero nada.