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Pero los casos más duros suelen darse dentro de una misma sociedad. En el Perú, por
ejemplo, suele ser el caso de quienes hablan dentro de una norma estándar, asociada con
una mejor educación formal, dentro de estratos socioeconómicos altos, donde no
abundan (aunque existan), por ejemplo, las inflexiones, los giros y los colores
adquiridos de lenguas andinas: suele ser el caso que esos hablantes tengan la idea de que
el español que ellos hablan es más propio, más perfecto o más correcto que el hablado
por quienes se mueven dentro de variantes andinas, que su castellano es, en resumen,
superior al de los otros.
La sombra o la vibración del quechua debajo del español de un peruano suele ser objeto
de desprecio o, por lo menos, de minusvaloración, de parte de quienes hablan un
español más lejano de esa influencia. Una “r” sibilante, la pronunciación de la “e”
cuando esperamos una “i”, etc.: hay montones de rasgos fonéticos que muchos
hablantes (muchos hablantes limeños, por ejemplo) perciben no sólo como sonidos
distintos, sino como rasgos descalificadores de clase y raciales.
“Hablar como serrano”, en el Perú, puede resultar tan ignominioso como tener la piel
cobriza o llevar un apellido quechua. Quienes hacen esa operación mental para juzgar a
los otros, no sólo están haciendo algo análogo a un juicio racista: están dando un paso
dentro del terreno del racismo; quienes creen que los peruanos andinos deberían
“mejorar” su español para hablar como ellos, están deseando algo tan arbitrario y
absurdo como quien creyera que un negro o un mulato o un indígena necesitan tener la
piel más blanca para estar a la altura de uno.
Dije que el lenguaje no sólo era terreno sino además instrumento de discriminación. Eso
se debe a que usamos el lenguaje para jerarquizarnos: la norma más ligada con las
clases altas se convierte en un rasero para medir a los demás; una mejor ortografía, una
sintaxis más estándar. Usamos todo eso como una forma de capital y estamos dispuestos
a hacer notar a los demás cuando su capital nos parece menor.
La infame y recordada primera plana de Correo en la que Aldo Mariátegui
descalificaba a una congresista andina, cuyo español era su segunda lengua, por los
defectos de su ortografía, es el ejemplo que más rápidamente nos viene a la mente: la
idea era simple: si esa es su manera de hablar, entonces es una ignorante y está
descalificada para el cargo; no me puede representar porque yo soy superior; de allí a
señalar la superioridad de toda una parte de la población sobre otra el paso es mínimo.
¿Por qué digo que son formas de descalificación? Porque el mensaje que
indefectiblemente habita bajo la superficie de esas alegaciones es la idea de que, si tú y
yo estamos teniendo una discusión, pero tú no eres capaz siquiera de expresarte de la
manera que yo juzgo correcta (o sea, de la manera en que yo me expreso), entonces tú
no eres digno de que yo siga discutiendo contigo.
Incluso si, en la práctica, la situación se produce entre dos individuos de una misma
clase social y una misma extracción étnica, esos seudo-diálogos suelen tener como
propósito dejar en claro cuál de los dos combatientes captura la punta de la montaña,
incluso si la montaña está siendo construida recién a la medida en que la conversación
se produce. Y cuando no, cuando los interlocutores en efecto vienen de sectores
distintos de la sociedad, entonces la llamada de atención sobre el habla ajena es una
manera de recordarle al otro que su sitio está debajo del sitio de uno.
2.- ¿Es bueno o malo el desarrollo del dialecto andino del castellano?
3.- ¿Es verdad que los incas tenían una mejor política idiomática que los españoles?