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REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS

Lengua, cosmovisión y mentalidad nacional


José Antonio Díaz Rojo
(Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Valencia, España)

Introducción

El objetivo de este trabajo es presentar una síntesis de las principales ideas sobre la relación entre
lengua y cosmovisión colectiva, así como aportar algunas reflexiones sobre las limitaciones de las
teorías que sustentan que una lengua contiene una visión del mundo la cual es reflejo de la cultura
y la mentalidad colectiva de un pueblo o comunidad lingüística. El principal desarrollo de esta tesis
se alcanza con la antropología lingüística norteamericana surgida en el siglo XX, cuyas ideas básicas
se sintetizan en las teorías del determinismo lingüístico y del relativismo lingüístico. El determinismo
lingüístico presenta dos versiones: la fuerte o extrema y la débil o moderada. La primera defiende la
idea de que la organización cognitiva está constreñida por las categorías lingüísticas, de forma que
la lengua actúa como filtro del pensamiento, determinando nuestra forma de pensar y percibir la
realidad; las estructuras lingüísticas son paralelas a las estructuras cognitivas extralingüísticas de
los hablantes; los conceptos que sobre la realidad se forman los hablantes estarían determinados
por la estructura de su lengua particular. Según la versión débil o moderada, la lengua influye en el
pensamiento, sin llegar a determinarlo; algunos autores señalan que la lengua moldearía el
entendimiento –especialmente el no reflexivo– de los hablantes. La primera versión apenas goza
hoy de cierta aceptación, mientras que la segunda es admitida por unos pocos autores.
El relativismo lingüístico sostiene que cada lengua contiene una peculiar concepción del mundo
(para algunos, la compartida por un pueblo, nación o comunidad), ya que sus categorías
gramaticales y léxicas reflejan una cosmovisión determinada. Dado que no existen delimitaciones
conceptuales a priori, cada lengua poseería sus propias y peculiares distinciones e imágenes
codificadas de la realidad, que no se encontrarían en otras lenguas. Existe, pues, una variación de
distinciones sin restricciones. Cada lengua es una categorización del mundo externo, ya que sus
unidades léxicas y categorías gramaticales recortan la realidad de forma particular por influencia de
la cultura, pero no se da una correlación o conexión causal entre lengua y cultura. No existen
límites a la diversidad estructural de las lenguas.
Actualmente, el determinismo más radical es una teoría con pocos seguidores, si bien existen
lingüistas antropológicos que en los últimos años han retomado las ideas clásicas deterministas,
como J. Lucy.[1] Dada la complejidad y diversidad interna de las sociedades y culturas del mundo
moderno, los planteamientos de la antropología lingüística clásica resultan insuficientes y limitadas,
pues parten del supuesto de que la cultura es un todo homogéneo, esencialista, colectivo e
integrador. Se precisa una renovación teórica y metodológica profunda que permita acceder a la
compleja diversidad cultural de las sociedades modernas. Para ello pueden ser de gran utilidad otras
disciplinas, como la sociología de la cultura, que considera la cultura como una realidad compleja y

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dinámica, con niveles y contextos diversos.


Además de los estudios propiamente lingüístico-antropológicos, existen trabajos de otras ciencias
sociales que incluyen comentarios y notas sobre la relación entre la lengua y la visión del mundo de
un pueblo o nación. Son una muestra del peso que aún poseen las ideas sobre la correlación entre
lengua y cultura en muchos autores. Como ejemplo, podemos citar un libro de divulgación
sociológica de Amando de Miguel, titulado Los españoles. Sociología de la vida cotidiana,[2] que
dedica varias páginas a analizar algunos aspectos de la mentalidad española a partir de datos
lingüísticos. Afirma el sociólogo metido a lingüista que

la vertiente hipócrita de la mentalidad que prevalece en España [...] se muestra también en el


lenguaje. Es curiosa la voz «desengaño», de difícil traducción a otros idiomas cercanos. Se
emplea para denominar las verdades que uno obtiene de las duras experiencias de la vida. Es
el mismo sentido negativo que se da a la palabra «desmentido» para indicar una declaración
oficial y solemne que trata de atajar un error de información o un rumor. En ambos casos la
verdad se presenta como una negación de la mentira. Una impresión como ésa se encuentra
metida en las entretelas de la conciencia española.

Es cierto que las palabras desengaño y desmentido significan etimológicamente ‘negación de la


mentira’, porque de hecho, en ambos casos, la idea que se desea expresar es precisamente ésa, el
hecho de negar una falsedad. En el primer caso, alguien está engañado bajo una apariencia falsa y
en un momento determinado descubre la mentira de la situación en que se halla. En el segundo,
alguien difunde una mentira, una calumnia o una información que no se desea que sea hecha
pública, lo que obliga al afectado a emitir un mensaje que aclare la verdad. Las dos palabras se han
creado con el prefijo negativo des- unido a palabras que denotan la idea de falsedad, -engaño y
-mentido (de mentir), utilizando un procedimiento morfológico que expresa la noción de negación de
la base. La verdad se presenta aquí como negación, precisamente porque es una verdad a la que se
llega tras descubrir una mentira y negarla. La idea que se desea expresar no es simplemente la de
‘verdad’, sino la de ‘negación de la mentira’, que es diferente, y las palabras desengaño y desmentido
reflejan perfectamente, por medio de sus componentes morfológicos, esa noción negativa. No se
trata de nombrar a la verdad en sí misma, para la que el español dispone de palabras como verdad,
veracidad, autenticidad, exactitud, etc., sino de expresar una negación de la mentira. Si poco
aceptable es pensar que desengaño y desmentido reflejan la visión de la verdad como negación
propia de los hispanohablantes, menos lícita es la idea mantenida por De Miguel de que estas dos
palabras son un reflejo de la hipocresía española.
Analiza el autor otro dato lingüístico del que extrae algunas conclusiones sobre la mentalidad
española. Es la existencia de las perífrasis verbales deber de + INFINITIVO, que expresa posibilidad,
y deber + INFINITIVO, que denota obligatoriedad. Para De Miguel, la similitud formal de ambas
construcciones y la confusión habitual entre las dos estructuras, que los hablantes suelen
intercambiar, reflejan una penuria lingüística que es muestra del escaso interés de los españoles por
distinguir dos conceptos muy diferentes, como son el de la moralidad (lo que debe ser) y la
posibilidad (lo que puede ser). Aduce De Miguel otro ejemplo en la misma línea de confusionismo
semántico. Es el uso polisémico del adverbio seguramente, que posee dos sentidos: probabilidad

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(‘quizás’, ‘acaso’) y certeza (‘sé con seguridad’). El autor va más lejos al afirmar:[3]

Esta mezcla desorganizativa de planos significa mucho. Indica que en la cultura española
domina una suerte de voluntarismo fatalista –si cabe la contradicción al hablar de tan
contradictorios elementos– por el que confunde el futuro deseable con el probable y a veces
con el necesario. Es lógico que una cultura así confíe tanto en la lotería, en los juegos de azar.
El español piensa: «El gordo de la lotería debe de ser un número terminado en 9». Espera una
probabilidad más o menos sentida y al tiempo un deseo porque, casualmente, el número que
juega termina en 9. No sólo un deseo, sino el reconocimiento de una necesidad. Se entiende
ahora que para mezclar todos esos sentimientos, le dé lo mismo decir «debe ser» que «debe
de ser». La confusión entre la realidad y el deseo es característica de una mente que desvaría,
precisamente la enfermedad que aquejaba a don Quijote y cada vez más a Sancho Panza. Por
eso son también nuestros héroes nacionales.

A menudo, como en el caso anterior, el empleo que se hace de la lengua para extraer datos sobre la
mentalidad colectiva es un tanto abusivo. Por ello, como señalamos arriba, con este trabajo
pretendemos aportar algunas ideas en torno a las limitaciones de esta correlación entre lengua y
cosmovisión. En primer lugar, señalaremos la diferencia entre los conceptos referidos a la variable
extralingüística y que suelen emplearse en los análisis sobre el tema, tales como cultura, ideología,
cosmovisión y mentalidad. A continuación, atenderemos al problema de la codificación lingüística de
la realidad, como proceso básico según el cual cada lengua es una forma de aprehender, clasificar y
ordenar el mundo externo. Revisaremos tres teorías básicas sobre la relación lengua-cultura: la
hipótesis de la relatividad lingüística, la teoría del foco cultural y la teoría de las palabras clave.
Repasaremos además otras posturas sobre la relación entre lengua y cultura defendidas por distintas
corrientes y escuelas. Por último, realizaremos algunas reflexiones sobre las limitaciones de las tesis
que defienden que una lengua contiene la visión del mundo de sus hablantes.

Cultura, ideología, cosmovisión y mentalidad

La cultura es el conjunto de creencias, actitudes, valores y pautas de comportamiento de una


comunidad humana, que son transmitidos por aprendizaje social. Las pautas de comportamiento
formarían el llamado ethos cultural, que está constituido por los esquemas de conducta. Las
creencias y conocimientos forman la cosmovisión o conjunto de esquemas de representación. La
ideología es el conjunto sistemático y coherente de creencias, compartidas por un grupo social, que
explica y controla la realidad social. Sus características, pues, son: a) se componen de creencias, es
decir, principios cognitivos básicos y axiomáticos; b) estas son sociales, esto es, son compartidas por
los miembros de un grupo social para defender sus intereses; c) explican y controlan los
pensamientos fácticos (lo verdadero y lo falso) y los juicios de valor o evaluaciones (lo bueno y lo
malo); d) versan sobre la existencia humana, la naturaleza del hombre y su relación con la
sociedad. La ideología es explícita, estructurada y sistemática, constituyendo un programa de acción
social. En ocasiones, debido a circunstancias históricas determinadas, como en contextos de contacto
intercultural, una cultura, un ethos cultural o una cosmovisión pueden ideologizarse.

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La cosmovisión es el conjunto de representaciones mentales compartidas por un grupo social que


pretende explicar la totalidad del universo, esto es, toda la realidad social y natural. En sus
contenidos, es más amplia que la ideología, pues sus proposiciones no solo abarcan la realidad social
del hombre, sino también el universo físico. La ideología regula y está en la base de la cosmovisión.
Por tanto, cultura es todo aquel contenido cognitivo y valorativo, independiente de que sea más o
menos compartido, mientras que la ideología y la cosmovisión son compartidas por grupos sociales
determinados en defensa de sus intereses. No obstante, generalmente, en la literatura
etnolingüística, la palabra cosmovisión se aplica al conjunto de creencias y valores de una
comunidad cultural, en un sentido muy próximo al de cultura.
Los grupos sociales son conjuntos de hombres vinculados entre sí por actividades, intereses y
fines comunes. Las comunidades culturales son colectividades humanas formadas por individuos que
comparten un conjunto de rasgos culturales. Dentro de una misma comunidad cultural, pueden
existir diversos grupos sociales que defienden ideologías y cosmovisiones distintas e, igualmente,
dentro de un mismo grupo social unido por una ideología o cosmovisión, puede haber individuos con
culturas diferentes. A su vez, comunidades culturales y grupos sociales con ideología o cosmovisión
propia coexisten dentro una misma sociedad. En el seno de esta, las ideologías, las culturas y las
cosmovisiones pueden ser hegemónicas o subordinadas, dependiendo del poder de las agrupaciones
humanas que las mantengan. Pueden asimismo entrar en un conflicto entre sí.
La mentalidad es el conjunto de representaciones mentales y actitudes colectivas que provienen
del rol del individuo. El rol es el conjunto de pautas de conducta normativamente asignadas a cada
actividad social. Así, por ejemplo, existe el rol de padre, de profesor, de esposo o de miembro de un
club social. Cada rol consistiría en unos patrones de comportamiento asignados por la sociedad que
se espera sean cumplidos por los individuos que ejercen cada actividad. Todos solemos ejercer más
de un actividad y, por tanto, desempeñamos normalmente más de un rol. La mentalidad vendría
condicionada por el rol o roles del individuo, especialmente por el rol ocupacional (oficio o
profesión). Por tanto, una determinada mentalidad estaría compartida por el conjunto de individuos
que ejercen un mismo rol. Junto a la sociología, la historia de las mentalidades, como disciplina
historiográfica, ha definido el concepto de mentalidad de diversas formas: a) identificándola con la
ideología; b) entendida como la cultura popular; c) como la superestructura de las ideas, es decir, el
conjunto de contenidos asimilados que constituyen el fondo sobre el que emergen las ideas y las
pautas de comportamiento; d) como las manifestaciones del comportamiento colectivo que
encuadran las ideologías; e) como imaginario colectivo. Se diferencia de la ideología en que esta es
un sistema racional y consciente de creencias, mientras que la mentalidad está formada por
representaciones menos reflexivas y más difusas.

La codificación lingüística de la realidad

Una lengua no es una fotografía perfecta de la realidad. Ninguna lengua puede representar fiel y
totalmente el mundo externo, que por su variedad y complejidad ontológica desborda las
limitaciones de las lenguas. La aprehensión de la estructura de la realidad por cada lengua implica
un proceso de reducción por el que se destacan y abstraen algunos rasgos de las cosas físicas y
espirituales, y se codifican en lexemas –y morfemas– que intentar reproducir y retratar

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parcialmente el mundo, desde determinados puntos de vista o perspectivas. Las innumerables cosas
y fenómenos existentes en la realidad se reducen a un número más limitado de lexemas y
morfemas. Es sabido que las cosas reales (llamadas en ocasiones realia, tomando la denominación
inglesa), que constituyen los referentes (res), son representados por las palabras (verba), pero no
de manera isomórfica, pues cada lengua los describe de manera peculiar, sin detrimento de que
existan patrones universales en la codificación lingüística del mundo, derivados de los aspectos más
objetivables de la misma realidad, de la propia naturaleza psíquica del ser humano o de rasgos
culturales comunes a toda la humanidad.
En todas las lenguas, pues, podemos descubrir matices inesperados y sorprendentes, pues cada
una de ellas encierra puntos de vista genuinos para trocear la realidad con un detallismo que en
ocasiones a los ajenos nos resulta extraño. Así, en náhuatl existen palabras para designar partes del
cuerpo de las que otras lenguas carecen; por ejemplo, dispone de un término genérico para designar
las fosas nasales, la abertura de la boca, el ano y el resto de los orificios corporales (tlecállot), que
significa literalmente ‘humero, chimenea’; posee palabras para nombrar los pelos de cuello
(cocotzontli), la cabeza comprendiendo la cara (tzontecomatl) y sin ella (cuaitl), la parte lateral y
acanalada de la quijada (camachala) y los pliegues flácidos a los lados de las comisuras de los labios
(tentzotzol), entre otros términos.

Las entidades de la realidad y su codificación lingüística


Es prácticamente imposible describir y clasificar los tipos de cosas existentes en el mundo que nos
rodea mediante unos principios neutrales y válidos para todas las culturas. En la cosmovisión
occidental, la realidad compleja y diversa que se sitúa ante el hombre y que cada lengua debe
representar para permitir la comunicación, está constituida por distintos elementos: entidades,
propiedades, estados, sucesos, condiciones y acciones. Realizaremos algunos comentarios sobre el
primer grupo y sus implicaciones en el problema de las relaciones entre lengua y cosmovisión.
Las entidades son los entes de naturaleza material considerados en tu totalidad y en sus partes,
es decir, los objetos naturales y artificiales, como las plantas, los animales, el fuego, las montañas,
el agua, los artefactos técnicos, etc. Son conocidas y aprehendidas por medio de la experiencia
directa, pues tienen un carácter referencial en el mundo real. Son clases de cosas constituidas por
un conjunto de propiedades o atributos. Según Givon,[4] se caracterizan por su estabilidad
temporal, frente a las acciones y sucesos, caracterizadas por la inestabilidad temporal, y las
cualidades, que se sitúan entre ambos extremos. Desde el punto de vista lingüístico, generalmente
se expresan mediante sustantivos. Pueden clasificarse en entidades individuales, de masa, de
agregados y colectivas.
Las entidades individuales aquellas que son simples, discontinuas, discretas y contables: árbol,
pájaro, manzana, hombre, coche, silla, chaqueta. Se contabilizan por medio de cantidades numéricas
(tres perros, dos hombres, cuatro caminos) o mediante sustantivos cuantificativos de grupo (racimo
de uvas, ristra de ajos, ramo de flores, banda de ladrones, equipo de médicos, montón de papeles,
puñado de avellanas, serie de películas). Las entidades de masa son entidades homogéneas y no
contables, que carecen de límites precisos: agua, arroz, leche. En nuestra lengua pueden, no
obstante, contabilizarse como cantidades no numéricas (mucha leche, poca agua); o como unidades
si se recogen en contenedores (un vaso de agua, una cucharada de azúcar), se dividen en porciones

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(una loncha de jamón, un terrón de azúcar, una pizca de sal, un grano de café, una mota de polvo,
un copo de nieve, una gota de agua) o se someten a cuantificación mediante sustantivos de medida
(dos kilos de garbanzos, un litro de vino). En español, los nombres que expresan la parte discontinua
son los llamados acotadores. Las entidades de agregados pueden estar constituidas por la suma de
elementos homogéneos (arena), o formadas por partes heterogéneas (cuerpo, que es la
combinación de cabeza, tronco y extremidades). Las entidades colectivas son conjuntos de entidades
individuales: ejército, piara, chiquillería, profesorado, rebaño, familia.
La adscripción de cada elemento de la realidad a uno de estos grupos depende de cada lengua, y
está determinada no solo por las propiedades inherentes de las cosas sino también por la percepción
de los hablantes y las convenciones culturales. Por ejemplo, en papago son nombres de masa los
sustantivos que designan el agua, la harina, la sal, el polvo, las nubes, la carne y el viento; son
nombres individuales los sustantivos empleados para referirse a aves como el águila, el cuervo y la
paloma, pero son nombres de agregados los sustantivos con que se denomina a la perdiz, al pollo o
al pichón. ¿Cómo explicar esta aparente incongruencia a nuestros ojos? Según M. Mathiot,[5] el
criterio de división es la forma de volar. También son nombres de agregados los sustantivos que
designan los conceptos de ‘gente’, ‘animal’ u ‘hormiga’, y que se conciben como la suma de
elementos diversos.
En ocasiones, en la misma realidad existen discontinuidades o cortes que son percibidos de forma
más nítida por los sujetos, ofreciendo objetos visibles que facilitan la fragmentación del mundo
externo y su codificación por medio del lenguaje. Estas discontinuidades son las llamadas líneas de
fractura por Luque Durán, que las considera como «guías para la vivisección del mundo».[6] Dichas
realidades más «objetivas» suelen dar origen a distinciones recurrentes en muchas lenguas, como la
oposición humano/no humano, masculino/femenino, joven/adulto, animado/no animado, etc. Para
Luque Durán,[7] los ámbitos de la realidad en que se dan este tipo de líneas de fractura –y
paralelamente distinciones léxicas o gramaticales en los respectivos campos semánticos de muchas
lenguas– son las partes del cuerpo, movimientos, emisión de sonidos, actividades vitales (comer,
dormir), vivienda, etc. Este autor enumera varias distinciones basadas en la oposición humano-
animal pertenecientes a lenguas distintas: en francés existe jambe (pierna) y pate (pata de un
animal), como en español, pero no así en inglés, que solo dispone de leg para ambas realidades. En
nuestra lengua se distingue patada (de una persona) y coz (de un animal), y entre manotazo y
zarpazo. En lakota se diferencia entre la cópula humana (onzehu) y animal (kiyuha). En alemán
existen dos verbos para la acción de comer, essen para humanos, y fresen para animales.
El hecho de que en una lengua se establezca una vinculación entre dos realidades por medio de
una conexión léxica refleja una asociación conceptual o cognitiva derivada de la experiencia o el
conocimiento del mundo. En azteca,[8] por ejemplo, la palabra con que se designan las
pertenencias, tlatqui, no viene del verbo que significa ‘poseer’, sino del verbo itqui ‘portar’, lo que
refleja una visión de las cosas que se tienen no como algo que se posee, sino como algo que se
transporta, hecho que está relacionado con el nomadismo del pueblo azteca.
En cada lengua, el inventario de elementos de la realidad vistos como entidades es diferente. En
inglés, español y otras lenguas indoeuropeas, la luz se concibe como una entidad expresada
mediante un sustantivo (luz, light, luce, Licht), derivado de la raíz indoeuropea *leuk- ‘esplendor’;
en cambio, en hopi se percibe como un suceso que acaece en la naturaleza, pues designa el hecho

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con un verbo que significa literalmente *‘(ello) lucea, (ello) brilla’. En las lenguas indoeuropeas, los
ciclos temporales se conciben como entidades contables y pluralizables (cuatro días, tres semanas,
dos años, cinco minutos), mientras que en otras, como el hopi, se conceptualizan como sucesos.
Dentro de una misma lengua, muchos elementos de la realidad que pertenecen a otras clases
distintas a las entidades, como los sucesos, las acciones o las cualidades, pueden ser vistos
lingüísticamente como entes mediante el proceso de sustantivación de adjetivos (lo bello), adverbios
(el antes y el después, el ahora) y verbos (el amar, el cantar, «el dulce despertar de dos pastores»,
según reza el verso de Garcilaso de la Vega). Asimismo, se pueden transcategorizar elementos
ontológicos que no pertenecen a la categoría de las entidades por medio de los mecanismos
lingüísticos de derivación morfológica (bello-belleza, padecer-padecimiento, abrir-abertura, romper-
ruptura, llover-lluvia).
Este proceso de transformar sucesos, cualidades y acciones en entidades recibe el nombre de
cosificación –o entificación, tomando el término del inglés–. Muchos autores han señalado que este
ontologismo es un rasgo constante en la civilización occidental, que en las lenguas indoeuropeas se
aprecia en la conversión de verbos en sustantivos o, como ya vimos, en la conceptualización como
cosas de los ciclos temporales (por ejemplo, una unidad temporal vista como un entidad contable y
alienable: dos días, al final de mis días, no tengo ni un minuto libre, te regalaré toda una tarde).
A. H. Bloom[9] analiza la nominalización lingüística como un proceso de cosificación, es decir, de
conversión de propiedades, condiciones y acciones en entidades o cosas. Mediante un estudio
comparativo entre el inglés y el chino, lengua en que la nominalización está ausente, considera que
este fenómeno lingüístico de transcategorización gramatical cumple una función cognitiva: la
descripción del mundo en términos de entes teóricos conceptualmente extraídos del modelo cultural
básico del hablante. Las propiedades, condiciones y sucesos adquieren un estatus ontológico
independiente de las cosas o personas que las poseen o de los agentes que las realizan. Según
Bloom, la nominalización (María es sincera ¾> sinceridad de María) crea unidades conceptuales que
facilitan la construcción y manipulación de marcos teóricos. Permite establecer relaciones de
subordinación entre conceptos, esto es, expresar un orden causal, temporal o lógico entre las
acciones y acontecimientos. Posibilita concebir los hechos no como descripciones de fenómenos del
mundo real observables e imaginables, sino como dominios específicos dentro de un discurso global.
Bloom cree que este rasgo de la nominalización propio de lenguas como el inglés –también aplicable
al español– está ligada a la tendencia occidental a la explicación causal de la realidad, que
constituye un patrón cognitivo básico de la cultura de Occidente.

Los clasificadores y su función cognitiva


El estudio de los clasificadores es uno de los aspectos que más ha preocupado a los investigadores
dada su función categorizadora de la realidad externa. Especialmente durante las tres últimas
décadas han sido numerosos los trabajos sobre el tema. Los clasificadores son morfemas que se
adjuntan a los sustantivos para precisar su significado. La elección del clasificador adjuntado
depende de los rasgos semánticos de los sustantivos. En las lenguas con clasificadores, los nombres
son a veces semánticamente vagos y requieren de una marca formal que precise su sentido. Así, por
ejemplo, en burmese, el nombre myi?‘río’ necesita de un clasificador para especificar el aspecto del
río al que el hablante se refiriere: tân para designar el ‘río como lugar físico’, y pa para designar el

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‘río como cosa sagrada’. Los estudiosos que han escogido esta categoría gramatical para analizar las
lenguas como visiones del mundo creen que el conjunto de nombres a los que se adjunta un mismo
clasificador forma una clase que será percibida como homogénea por los hablantes. Atribuyen a los
clasificadores, pues, una función cognitiva y categorizadora de la realidad y un reflejo de la
cosmovisión. Son frecuentes en lenguas de África, Asia, América y Oceanía, y apenas existen en las
lenguas indoeuropeas, y en ningún momento podemos considerar que las lenguas con clasificadores
son primitivas y que sus hablantes se rigen por un pensamiento primitivo.
Los criterios de clasificación empleados son las propiedades inherentes de las cosas denotadas,
como el material, la forma, la consistencia, el tamaño, la localización, la ordenación y la cantidad,
además de otros rasgos destacados por la experiencia cultural de los pueblos.[10] La oposición
animado-inanimado, como ya señalamos, responde a uno de los rasgos que pueden considerarse
como una de las llamadas líneas de fractura, de ahí que se encuentre en la mayoría de las lenguas
del mundo. Sin embargo, la categorización de los seres en animados e inanimados es peculiar de
cada lengua, y se realiza de acuerdo a patrones culturales, especialmente derivados del
pensamiento mítico y mágico, más que a determinantes universales de tipo biológico inherentes a
las cosas. Por ejemplo, las lenguas algonquinas distinguen dos morfemas: el afijo -a, que se adjunta
a palabras que denotan seres vivos y con capacidad de moverse por sí mismos, y el afijo -i,
empleado para el resto de los objetos. El maíz y el tabaco pertenecen el primer grupo.[11] En
yucateco, las vacas, caballos y perros se agrupan entre los seres animados, pero las hormigas están
incluidas en la categoría de inanimados. En las lenguas bantúes, la enfermedad, el fuego y la luna,
concebidas como fuerzas naturales, se agrupan en una clase especial de seres animados, junto a los
espíritus que gobiernan al hombre.[12] Según Luque Durán, no existe ninguna lengua en que el
color sea un criterio de clasificación de las cosas, y lo atribuye a la escasa utilidad de este rasgo para
categorizar la realidad, ya que el color varía a lo largo del día, y por la noche tiene escasa
importancia.
Siguiendo a K. Allan,[13] podemos distinguir los siguientes tipos de clasificadores:
a) numerales, que se adjunta para expresar cantidad, como en tailandés (-ma-sì-tua, literalmente
‘perro cuatro cuerpos’, es decir, ‘cuatro perros’);
b) concordantes, son afijos que generalmente se anteponen a los sustantivos y todos sus
modificadores y determinantes (en la lengua bantú tonga, en la frase dos hombres han llegado, se
adjunta el clasificador ba-, que denota pluralidad humana, en la palabra que expresa ‘dos’, ‘hombres’
y ‘llegar’ );
c) predicativos: son clasificadores que se adjuntan a verbos según determinadas características del
objeto participante en la acción; así, en navajo,[14] existe el verbo sí ‘estar’, ‘haber’ y el sustantivo
béésò ‘dinero’; dependiendo de la forma que presente el dinero, se adjuntará un clasificador al
verbo: si el objeto es redondo (moneda), se añade el clasificador ?a; si el objeto es colectivo (dinero
suelto), el clasificador nìl, y si el clasificador es flexible y plano (billetes), el morfema es Hsòòz;
d) intralocativos, que son prefijos nominales que se adjuntan a nombres según este denote objeto
en proceso de aparición, en proceso de desaparición, fuera del alcance de la vista y a la vista;
dentro de estos últimos, existen clasificadores para objetos en posición vertical, en localización
horizontal y de forma tridimensional;[15]
predicativos: morfemas que se añaden a los sustantivos según la forma y otras características

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naturales o convencionales de las cosas denotadas.

La inclusión de un nombre concreto en una categoría determinada está sujeta a ciertas vacilaciones,
que indican las variaciones culturales y cognitivas dentro de una misma comunidad lingüística. Por
otra parte, la vitalidad de los sistemas clasificatorios es variable, pues existen lenguas en que el
desgaste semántico de los clasificadores los convierte en puros morfemas desemantizados, como en
wolof.[16] En otras lenguas, como ha demostrado Comrie,[17] los clasificadores mantienen viva su
fuerza semántica, como en japonés, donde sigue funcionando el sistema aplicado a los neologismos.
Por ejemplo, la palabra béisbol se clasifica por la redondez de la pelota, y teléfono se sitúa entre las
cosas alargadas, por la forma del cable.
Uno de los tipos más frecuente es el de los clasificadores numerales, que son aquellos que
cumplen una función cuantificadora, como en yucateco. En esta lengua, al nombre, que expresa una
sustancia, una masa o una realidad genérica, se le antepone un clasificador que denota cantidad
para designar así cuerpos contables y específicos:[18]

clasificador sustantivo
há’as ‘banana’

‘banana como fruta’ ‘un-ts’íit ‘un-ts’íit há’as


‘una dimensión’

‘una banana concreta’ ‘un-wáal ‘un-wáal há’as


‘tres dimensiones’

El apache, estudiado por K. Basso,[19] dispone de un complejo sistema de clasificadores que agrupa
multitud de elementos de la realidad en trece clases, establecidas con arreglo a criterios como la
animacidad (animal/no animal), la inclusión o no en un contenedor, el estado (sólido, plástico y
líquido), el número (uno, dos y más de dos), la rigidez, la longitud y la portabilidad (posibilidad de
levantar y transportar el objeto). Así, por ejemplo, en la categoría -teeh se incluyen animales
ligeros, como el gato, el pavo, la trucha, los gusanos, y también los niños; la categoría -loos está
integrada por animales pesados, como la vaca, el toro, el caballo, la mula, y los humanos adultos.
En algunas lenguas, los clasificadores se emplean para jerarquizar a los seres y cosas, mediante la
agrupación de estas en clases superiores e inferiores. En thai,[20] por ejemplo, hay, entre otros, los
siguientes clasificadores: a) phrá?on, que se adjunta a los nombres que designan a Buda, a las
divinidades y a la realeza; b) rûup, para sacerdotes, monos e ídolos; c) naan, para mujeres; d)
chiak, para elefantes; e) tua, para otros animales. En las lenguas bantúes existen diversos
clasificadores para agrupar las cosas según la forma, la animacidad, el control y la consistencia física
de los objetos.[21] J. P. Denny y C. A. Creider, que han enumerado una larga lista de categorías,
han señalado que en las lenguas bantúes existen clasificadores diferentes para personas, para cosas

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extensas y largas (río, labio, flecha, pierna, día), para sustancias dispersas (arena, lluvia, bostezo),
para cosas no extensas, redondas o abultadas (mancha, mano, lágrima, sol), para sustancias
viscosas (leche, pus, tiempo frío y húmedo), para animales (serpiente, jefe, ciego, hechicero), etc.
Por lo que se refiere a las partes del cuerpo, por ejemplo, la rodilla, la nariz, el ombligo, el
estómago, las nalgas, la mejilla, el ojo y los dientes se agrupan bajo la categoría de cosas no
extensas y abultadas, mientras que los intestinos reciben el clasificador de las sustancias líquidas y
viscosas; el cuello y la ceja pertenecen a la categoría de las figuras no extensas y con contorno.
Estas clasificaciones han merecido la interpretación de algunos antropólogos, que ven en las
mismas una forma peculiar de categorizar el mundo y crear una cosmovisión, frente a quienes creen
que son clasificaciones convencionales, con una función estrictamente semántica, pero no cognitiva.
Denny y Creider[22] atribuyen al sistema clasificador de las lenguas bantúes la función de expresar
la cosmovisión de los pueblos que las hablan. Destacan, por ejemplo, que el hechicero, el jefe y las
personas ciegas pertenecen a la misma categoría que los animales salvajes. Para dichos autores,
esto refleja una visión del mundo peculiar. Los bantúes diferencian entre animales salvajes y
domésticos, y los distinguen porque sobre los primeros no se tiene el control. Este rasgo que
también poseen los hechiceros, jefes u ciegos sería, según Denny y Creider, el que los asimila a los
animales salvajes y hace que se agrupen bajo la misma categoría. Así mismo, Debra Spitulnik[23]
defendió la idea de que las lenguas bantúes tienen valores nocionales centrales de carácter cultural
basados en la experiencia que los hablantes tienen de las cosas denotadas por los sustantivos.
Aduce con relación al hecho anteriormente señalado, por ejemplo, que en la poesía laudatoria de los
bantúes, el jefe aparece como un león y que, en su mitología, los espíritus de los jefes viven en los
cuerpos de los leones.
Denny y Creider[24] sostienen que los sistemas clasificatorios son el resultado de la adaptación al
entorno a la que los pueblos se ven obligados. Las lenguas de las comunidades de cazadores-
recolectores que viven en campos abiertos suelen poseer categorías para designar las cosas vistas a
largas distancias. Por su parte, los pueblos que habitan zonas de bosques tienen lenguas con
categorías para referirse a los objetos alcanzados con la vista desde distancias cortas. Otros autores
han señalado que esta división lingüística no siempre se cumple, por lo que no parece que se pueda
sostener con fundamento.[25]
Luque Durán,[26] comparando las lenguas europeas y las lenguas mesoamericanas, señala que
las segundas son más ricas en morfemas obligatorios que denotan posición, consistencia,
disposición, orientación y forma de los objetos, a diferencia de las primeras, que carecen de ellos. El
tzeltal, por ejemplo, dispone de más de 250 morfemas para expresar estos conceptos. En esa
lengua, al referirse a un objeto situado en un lugar es preciso indicar su forma; así, en la frase «La
escudilla está sobre la mesa», para expresar la noción de estar se emplea el adjetivo predicativo
pachal, formada por la palabra equivalente a sentada seguida del clasificador que significa
‘contenedor ancho’; si, por el contrario, nos queremos referir a un pote, debemos emplear la forma
waxal, que significa literalmente ‘estar de pie un cilindro vertical’. Asimismo, el tzeltal posee una
gran abundancia de formas gramaticales para expresar el grado de curvatura de las cosas, que es
preciso indicar al referise a un objeto: chotol ‘de pie con el eje principal horizontal’, jukul ‘encogido’,
metzel ‘encorvado’, xotil ‘enrollado en forma de muelle largo’. Para Luque Durán, esta diferencia
lingüística se debe a que las lenguas mesoamericanas conceden más relevancia a la forma de las

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cosas, mientras en que las europeas se da más importancia a la función, y esto depende de la visión
del mundo de cada cultura. En las lenguas europeas es posible describir la forma, consistencia,
posición, tamaño, etc. de los objetos, pero no por medio de morfemas, esto es, codificadamente, sino
a través de perífrasis u otros recursos más analíticos. La diferencia, pues, entre unas lenguas y otras
radica en que las mesoamericanas han gramaticalizado los conceptos de forma, al contrario que las
lenguas de Europa. Este rasgo lingüístico parecería indicar que a los europeos nos interesa saber
para qué sirven las cosas, mientras que a los pueblos mesoamericanos les importa más cómo son y
cómo están hechas.
Algunos antropólogos y lingüistas, como J. Lucy, M. Imai y D. Gentner,[27] y los anteriormente
citados, han supuesto que hay notables diferencias en la forma de pensar entre los hablantes de una
lengua con clasificadores y que posee sustantivos que denotan sustancias, y quienes hablan lenguas
sin clasificadores y que tiene nombres para designar cuerpos y objetos. Según esto, las culturas
correspondientes a una y otra tipología lingüística poseen diferentes ontologías del mundo, como
defendía el filósofo W. Quine. A este respecto, y como ejemplo para argumentar sobre la
intraducibilidad de las lenguas, este pensador creía que la palabra inglesa rabbit ‘conejo’ no
equivalía a la palabra gavagai, aunque ambas designen un mismo referente. Los contenidos
semánticos difieren, pues mientras la primera significa un cuerpo discreto, la segunda expresa una
realidad no específica, es decir, denotaría la noción abstracta de «rabbitness» *‘conejidad’.
M. Imai y D. Gentner[28] han descubierto experimentalmente que en los adultos existe un
paralelismo entre la ontología de las cosas simples y la existencia o no de clasificadores en la
lengua. Parece que la visión como un material de una realidad como el agua, el arroz o el hielo se
da más entre hablantes de lenguas con clasificadores. Por otra parte, la concepción de estos
elementos como una forma está vinculada a lenguas sin clasificadores, en la que abundan los
sustantivos que suelen expresar cuerpos discretos. Junto a esto, los objetos complejos son vistos por
todos los hablantes como cosas bien delimitadas u determinadas por la forma, independientemente
de la lengua hablada por ellos. Por consiguiente, existen realidades, como las cosas complejas, cuya
ontología responde más bien a principios innatos (universalismo ontológico), mientras que otras,
como las cosas simples, son percibidas condicionadamente por la cultura y la visión del mundo
(relativismo ontológico). Sin embargo, los trabajos de N. Soja, S. Cary y E. Spelke demuestran que
entre niños hablantes de lenguas con clasificadores y de lenguas sin clasificadores no se aprecian
diferencias en la manera de concebir la realidad.[29]
Consiguientemente, no disponemos de pruebas concluyentes sobre la posible función cognitiva de
expresar una visión del mundo desempeñada por los clasificadores. Se sabe, como ya indicamos, que
las lenguas con clasificadores poseen sustantivos poco precisos semánticamente y que, por tanto,
necesitan de marcas flexivas que especifiquen el sentido de los nombres. Además, dado que la forma
es la propiedad de los cuerpos más relevante, buena parte de las clasificaciones lingüísticas se basan
en la forma de los objetos, como ha señalado Denny.[30] Por eso, no es tampoco casual que la
forma redondeada o tridimensional sea la no marcada. Todas estas consideraciones conducen a
pensar que los clasificadores cumplen más una función comunicativa que representativa. Lejos de
emplearse para describir el mundo, es decir, categorizar la realidad con fines cognitivos, dichas
marcas se usan más bien como recursos semánticos para comunicar dicha realidad. Afirma W. A.
Foley:[31]

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It must be emphasized that classification of nouns in a particular language through the use of
classifier morphemes is specifically linguistic and therefore used as a linguistic resource in
various types of speech acts. It does not reflect directly a classification of physical reality, but
only one for linguistic purposes. It is, as Becker [...] claims, a «linguistic image of nature», not
a mape of nature. Classifier semantics may appeal to perceptually salient features of the
typical referents of the nouns they classifies, [...], but this is not their primary function.
Rather, it is to provide sufficient descriptive information for the communicative purpose of
human speakers in ongoing social discurse.

Significados léxicos y conceptos


Así pues, los elementos de la realidad son codificados por cada lengua de forma peculiar, la cual
establece y distingue una serie de unidades que constituyen categorías conceptuales
(conceptualización) a las que se asigna un nombre (denominación), a través de una motivación –sea
fonética (onomatopeya), morfológica (derivación, composición, acronimia) o semántica (metáfora,
metonimia)–, derivada de un punto de vista a través del cual se privilegia un rasgo cuando se
observa y describe el hecho. Los elementos de la realidad forman un continuo, pero no una masa
totalmente amorfa que el lenguaje debe fragmentar arbitrariamente en unidades léxicas. La
conceptualización lingüística viene impuesta por dos elementos: la estructura inherente del mundo y
la perspectiva a través de la cual se lleva a cabo la fragmentación del mundo en unidades
conceptuales. Los conjuntos de propiedades de los objetos existen de forma intrínseca en el mundo
externo, pero los conceptos lingüísticos y no lingüísticos referidos a ellos son construidos social y
culturalmente. Cada lengua parcela la realidad de manera convencional, pero no arbitraria ni
totalmente autónoma del mundo externo. El mundo descrito por la lengua es un mundo percibido, y
no un mundo metafísico sin un sujeto cognosciente; pero, a la vez, la configuración de la realidad
existe independientemente del sujeto, ya que el objeto posee propiedades intrínsecas que nos son
impuestas en el conocimiento, aunque la selección de rasgos semánticos es convencional y está
guiada por un determinado paradigma cultural, constituido por pautas culturales y modelos
cognitivos. Cada paradigma clasifica el mundo de forma diferente, de forma que una palabra no es
una clase natural, sino una categoría mental y cultural, que adquiere su pleno significado en el seno
de un determinado modelo taxonómico.
La realidad ontológica (el mundo externo tal como es) existe con independencia de nuestra
mente, lengua y ciencia, pero no puede conocerse al margen de nuestro aparato sensorial y
conceptual y, por tanto, no puede aprehenderse sin la participación activa del sujeto. La única
realidad conocida es la realidad fenomenológica, es decir, el mundo externo tal como es percibido y
conceptualizado por nuestros sentidos y nuestro entendimiento. Por consiguiente, la realidad
ontológica preexiste a la observación, y la realidad fenomenológica es creada por el sujeto
observador. Los paradigmas culturales (esquemas conceptuales, teorías, modelos) dentro de los
cuales se crea un concepto desempeñan un papel fundamental en la formación de los mismos. Como
afirma H. Putnam, [32]«los objetos no existen independientemente de los esquemas conceptuales.
Nosotros cortamos el mundo en objetos cuando introducimos algún esquema o descripción». Así
pues, existe una realidad previa que no es totalmente amorfa, pero los objetos de conocimiento –y,

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por tanto, las palabras– son producto de la conceptualización, que depende del aparato o modelo
cultural utilizado para percibir y categorizar la realidad (relativismo conceptual). Dependiendo del
paradigma, teoría o modelo cognitivo, obtendremos una determinada visión de la realidad contenida
en los conceptos y lexemas (pluralismo fenomenológico).
No existe, pues, una relación biunívoca entre objeto previo a la conceptualización y concepto. Este
hecho se puede comprobar analizando la evolución semántica diacrónica de una palabra, cuyo
significado va cambiando a lo largo de la historia dependiendo del punto de vista del observador, es
decir, del paradigma en cuyo seno se haya reconceptualizado el término. La conceptualización es,
según estos principios, la extracción de aquellas propiedades ontológicas de un ser que son
pertinentes y relevantes al sistema de cognición con que se observa la realidad. Las propiedades
ontológicas preconceptualizadas existen realmente en las cosas, pero se convierten en rasgos
semánticos o semas solo en el marco de un modelo o sistema cognitivo. Las categorías lingüísticas,
al no ser independientes del resto de los sistemas conceptuales, están inmersas en los mecanismos
de percepción, procesamiento, reconocimiento y organización de la información de nuestra mente.
Esto supone que no es acertado separar el conocimiento lingüístico (significado) y el enciclopédico
(conceptos), como hace, por ejemplo, el estructuralismo.
Cada unidad léxica, pues, expresa una imagen, es decir, encierra una representación mental a
través de la cual se concibe un ser, una situación o una acción. Es una conceptualización lingüística
de un objeto, proceso o acción, es decir, la interpretación (en inglés, construal) que cada lengua
hace de una parcela de la realidad externa (referente). Por ejemplo, el contenido conceptual SENTIR
HAMBRE se expresa semánticamente con imágenes diferentes en español e inglés. En español, se
conceptualiza con la expresión tener hambre, mientras que en inglés con to be hungry:

a)En tener hambre, la sensación de hambre se concibe como un objeto poseído; es una
entificación del hambre (ontologismo); el hambre es una cosa: el español representa el
hambre-objeto.

b)En to be hungry, la misma sensación se concibe como un estado interior; el hambre es un


estado: el inglés representa el hambre-estado.

Son dos formas diferentes de conceptualizar lingüísticamente una misma realidad, pero que no
encierran en sí mismas dos cosmovisiones distintas del hambre. A pesar de que el español y el
inglés comuniquen la misma realidad con imágenes distintas, los hablantes de cada lengua no han
de poseer por ello necesariamente una visión diferente del hambre. Si esta difiere de un hablante a
otro en cada lengua, se debe a las creencias y valores sociales (conocimiento extralingüístico o
enciclopédico) que cada cual posee sobre el referente. Actualmente, y por influencia del inglés, en
nuestra lengua, en especial en el doblaje de películas y telefilmes americanos, se emplea el calco
estar hambriento con el sentido de ‘tener hambre’,[33] sin que por ello se produzca una modificación
de nuestra forma de concebir el apetito. Como ya hemos señalado, la conceptualización lingüística
(cuyo producto es el significado o contenido semántico) es distinta a la conceptualización no
lingüística (manifestada en el concepto extralingüístico o contenido enciclopédico). La primera es
una forma de concebir y expresar una realidad para comunicarla, mientras que la segunda es el
instrumento por el que construimos una visión de la realidad para representarla. Ambas formas de

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conceptualización no son autónomas, pues los modelos cognitivos idealizados, más o menos
compartidos por los hablantes y que pertenecen a la cultura extralingüística, influyen también en la
construcción de los significados puramente semánticos.
A. Gell sostiene:[34]

[...] culture consist of concepts, and concepts cannot be understood in terms of the associated
linguistic code [...] culture includes language, but consists of much more besides. Concepts are
prior to language in so far as they consist for the most part of network of exemplary instances
and practical routines connected with them –routines which include appropiate forms of
utterance, but also mental imaginery [...] Concepts do not come from language learning, but
the experience and practice, and they are not codified as dictionary entries, or as checklists of
features.

Esta opinión contrasta con la postura linguocentrista de la cultura, según la cual la lengua es la
esencia de la cultura, pues aquella contiene todas las creencias y conocimientos de un pueblo o
comunidad. Para sus defensores, nada hay fuera de la lengua, pues los significados lingüísticos
constituyen el imaginario colectivo del pueblo. Según ellos, lengua y cultura son indisolubles, y no
conciben la cultura descontextualizada de la lengua.[35]
En realidad, la lengua no acumula toda la cultura. Junto a los contenidos lingüísticos, los
individuos disponemos de un acervo cultural más amplio y situado fuera del léxico, derivado de
nuestra experiencia personal, de los saberes científicos adquiridos, del instinto, de la observación de
fenómenos, etc., que no están codificados en la lengua mediante lexemas o unidades fraseológicas.
Partiendo del ejemplo de Pustejovsky y Boguraev[36] sobre la relación entre conocimiento
lingüístico y conocimiento enciclopédico en palabras como cuchillo, hay que distinguir entre la
información que nos transmite empíricamente la lengua (el cuchillo sirve para cortar), y la que nos
transmite la experiencia cultural (puede servir para matar, apretar un tornillo, etc.).
Conviene, por tanto, distinguir ente concepto y significado. El concepto es una representación
mental de las clases de entidades (seres, cosas, sustancias, actos, estados, procesos), que se forma
independientemente de su función en la comunicación verbal, si bien puede estar influido por los
signos lingüísticos. Los conceptos varían individual y colectivamente, dependiendo de la cultura, la
clase social y la mentalidad. Por su parte, los significados léxicos son conceptos codificados en la
lengua, esto es, asociados a un significante y más estables cognitivamente que los conceptos
extralingüísticos, para permitir la comunicación. El concepto es el conocimiento enciclopédico y el
significado es el conocimiento lingüístico. Son dos tipos de construcción mental con funciones
distintas, puesto que el concepto cumple un fin puramente cognitivo o de representación, mientras
que el significado léxico o semántico desempeña primariamente una función comunicativa y está
subordinado a las necesidades de comunicación. Concepto y significado no son totalmente
independientes, ya que se influyen mutuamente.
El significado léxico es concebido por H. Putnam[37] como el estereotipo de una palabra, que se
compone del conjunto de características de los objetos que designa y que resultan «típicas» para los
miembros de una comunidad lingüística. Así, por ejemplo, el oro es típicamente amarillo, y el agua
típicamente inodora, transparente y sirve para beber. Son rasgos extraídos de la experiencia vital y

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del conocimiento precientífico y social del mundo externo, y que cumplen una función
primordialmente comunicativa. Putnam empleó el ejemplo de la palabra tigre, cuyo estereotipo
incluye rasgos como la crueldad y la ferocidad, que pertenecen a la valoración e imagen social
científica del animal, ausentes de su conocimiento científico. Los rasgos estereotípicos son aquellas
características de las cosas que son pertinentes socialmente para una comunidad, de ahí que posean
un valor normativo.
Para A. Wierzbicka,[38] el significado léxico es compartido por todos los hablantes y es extraído
empíricamente de nuestra experiencia y relación con los objetos. El conocimiento científico conduce
a otro tipo de saber, adquirido librescamente. En la palabra biclicleta, el rasgo ‘posee radios’ es un
rasgo lingüístico que pertenece al significado léxico, mientras que otros datos sobre la invención de
este medio de transporte, por ejemplo, formarían parte de su concepto enciclopédico. Los
conocimientos sobre el referente BICICLETA varían individualmente, pero el significado o concepto
lingüístico es socialmente más estable, y comprende aquellos rasgos compartidos o comunes a todos
los hablantes.
Por todo ello, es necesario tener en cuenta los siguientes principios:

1)La lengua (y particularmente el léxico) posee algunos componentes que son parte de la cultura,
pues las innovaciones léxicas son, entre otras cosas, producto de una opción cultural,
rigiéndose por las leyes de la cultura (acto creativo regulado por la voluntad del hablante en el
marco de unas creencias y valores compartidos).

2)La cultura posee algunos componentes que son parte de la lengua, ya que los significados
semánticos son contenidos compartidos socialmente que se codifican en las unidades léxicas
que permiten así la comunicación.

3)La lengua posee también componentes no culturales, constituida por el conjunto de reglas que
rigen las transformaciones sintácticas desde la estructura profunda a la estructura superficial,
la cual consta de un componente fonológico y un componente semántico (que es cultura).

4)La cultura asimismo posee una parte no lingüística, formada por los contenidos conceptuales no
codificados en la lengua.

5)Existe la cultura lingüística (formada y expresada por las lenguas) y la cultura extralingüística
(formada y expresada por otros sistemas conceptuales al margen de las lenguas).

6)Toda unidad léxica posee un contenido semántico o significado, que es diferente al concepto (no
lingüístico o de carácter enciclopédico) que de las cosas poseen los hablantes.

7) El significado y el concepto no son independientes, ya que, aunque forman parte de sistemas


cognitivos distintos, se influyen mutuamente.

El contenido semántico de una unidad léxica es lingüístico (se rige por las mismas leyes que el resto
de la gramática) y cultural (contiene información surgida en el marco de unas creencias y valores).
Esto nos conduce a plantear el problema del posible isomorfismo o heteromorfismo entre léxico y
cultura. Según los anteriores postulados, el léxico y la cultura son parcialmente isomórficos, pues
cada uno de ellos se rige por leyes propias, pero comparten una zona de intersección, que está
constituida por: a) los propios contenidos culturales codificados en la semántica de cada lengua,

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particularmente en el léxico, y b) la influencia de los contenidos extralingüísticos en los significados


semánticos y su evolución, y viceversa.

Hipótesis de la relatividad lingüística

La tesis de que la lengua refleja una cosmovisión de un pueblo o una mentalidad colectiva hunde
sus raíces en la filosofía romántica alemana de Herder, cuyas ideas influyen en Humboldt. Uno de
sus discípulos, F. Boas, lleva los postulados humboldtianos a Estados Unidos, que son asimilados por
E. Sapir y B. L. Whorf, que desarrollan la llamada hipótesis del relativismo lingüístico, ampliamente
difundida por la antropología norteamericana. En Europa, el idealismo de Vossler mantiene
posiciones similares, si bien el estructuralismo atempera las tesis relativistas. Otras corrientes
filosóficas, como el historicismo, son también un freno a los postulados extremos del
relativismo.

Antecedentes: J. G. Herder y Wilhelm von Humboldt


Los primeros escritos modernos que abordan el tema de forma explícita arrancan de la filosofía
romántica alemana, particularmente de J. G. Herder y, de forma especial, de W. von Humboldt,
cuyas ideas surgen al calor de la búsqueda del Zeitgeit o espíritu de la época. Este concepto ejerció
una enorme influencia en el nacimiento y desarrollo del nacionalismo político-lingüístico del siglo
XIX. Las implicaciones políticas, sociales e ideológicas de las teorías sobre la relación lengua-cultura
han marcado los debates científicos sobre el tema desde sus orígenes modernos. Esta vinculación de
las teorías relativistas sobre la lengua con movimientos políticos nacionalistas ha sido uno de los
motivos por el que dichas tesis lingüísticas son vistas con recelo por algunos estudiosos. No
obstante, aunque algunos relativistas hayan defendido ideas particularistas sobre las culturas
humanas, en ocasiones con implicaciones políticas y sociales negativas, hay que reconocer que el
relativismo lingüístico, en otros casos, es un esfuerzo científico de explicar la lengua, al margen de
ideologías políticas.
Herder creía que el lenguaje y el pensamiento mantenían una relación de mutua dependencia y
que cada lengua estaba diseñada por una irreductible individualidad espiritual. El filósofo alemán
defendía la estrecha vinculación de la lengua y el genio del pueblo o la nación. Negaba la existencia
de una lengua perfecta, universal y de pensamiento puro, y sostenía que la única lengua perfecta
era la propia de cada individuo. No obstante, y al igual que buena parte de los relativistas, creía en
la traducibilidad de las lenguas, si bien pensaba que en todo idioma había palabras que carecían de
equivalentes en los demás. Asimismo, defendía la existencia de una ciencia universal del espíritu
humano o una simbólica común a todos los hombres, sustrato de toda lengua, que era la
semiótica.
W. Von Humboldt[39] pensaba que cada lengua, configurada por el espíritu de la nación y las
circunstancias del mundo externo, constituye toda una imagen peculiar del mundo, en la medida en
que implica una completa y particular segmentación de la realidad. Para él, en una lengua está
contenida toda la visión del mundo de sus hablantes, pues cada idioma dispone de palabras para
todas las representaciones mentales creadas por los miembros de una nación. Los neohumboldtianos
han denominado imagen lingüística del mundo a esta concepción del universo contenida en cada

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lengua. Esta tesis dualista lengua-cultura, que considera que una lengua es el vehículo de una
cultura y defiende una relación intrínseca entre lengua y cosmovisión, ha sido recogida por algunos
lingüistas seguidores de Von Humboldt que intentaron formalizar la concepción de la lengua como
visión del mundo a través de estructuras semánticas. Entre estos, podemos citar a J. Trier y L.
Weisberger, que crearon la teoría del campo semántico. El segundo de ellos concebía la lengua como
una verbalización del mundo, es decir, una conversión del ser real en ser lingüístico. Postulaba una
identificación entre la lengua materna y el espíritu de cada pueblo, lo que conducía, en
consecuencia, a una defensa de la intraducibilidad de las lenguas.[40] Asimismo, el
neohumboldtianismo consideraba a la lengua como el fundamento de la comunidad étnica o cultural
y de la nación, lo que fue tomado por el nazismo como uno de sus principios ideológicos.
Este reduccionismo de la cultura a la lengua está también recogido en el pensamiento del filósofo
J. Dewey, quien concebía la cultura como condición y producto del lenguaje. Sostenía que «[...] el
lenguaje es el único[41] medio para conservar y transmitir a las generaciones ulteriores las
capacidades adquiridas, y las informaciones y los hábitos adquiridos [...]».[42] Creemos que es
cierto que la lengua es el sistema simbólico, cognitivo y comunicativo más importante, pero no el
único, ya que el hombre dispone también de otros códigos semióticos de representación y
comunicación extralingüísticos, como la pintura, la escultura, los lenguajes formales, los sistemas de
signos no lingüísticos, etc.
Pero junto a las anteriores opiniones relativistas sobre la individualidad de cada lengua y sobre el
hecho de que la misma está determinada por la nación y la cultura, Von Humboldt mantenía
también algunos postulados universalistas. Sostenía que todas las lenguas comparten propiedades
universales y son reflejo de una cierta gramática universal. No fue capaz, a pesar de ello, de
descubrir que algunas categorías lingüísticas pueden permanecer ocultas o implícitas (las llamados
por Whorf criptotipos) en una lengua, ya que creía que «[...] when a grammatical form possesses no
designation in a language, it is nevertheless still present as a guiding principle of the understanding
of those who speak the language».[43] Con esta afirmación, Von Humboldt adelantaba el
determinismo radical según el cual los conceptos no lexicalizados en una lengua no pueden ser
pensados ni concebidos por sus hablantes.

Hipótesis de Sapir-Whorf
Es la teoría más importante y elaborada sobre la relación entre lengua y cultura, y se desarrolló en
el seno de la antropología norteamericana durante la primera mitad del siglo XX, aunque ha ejercido
notable influencia en otros países. Surge no como problema filosófico, sino como necesidad teórica y
metodológica para describir las lenguas amerindias de Estados Unidos. En principio, a los
antropólogos norteamericanos les interesaba la lengua solo por su valor auxiliar para comunicarse
con los nativos, pero después pasó a convertirse en objeto de estudio en sí mismo como sistema
cultural, y de ese interés nació la teoría relativista clásica. En realidad, la llamada hipótesis de
Sapir-Whorf no fue formulada explícitamente como hipótesis y de forma conjunta por ambos
autores. Cada uno de ellos enunció sus postulados por separado, aunque las ideas de Whorf son
herederas de la obra de Sapir.
La síntesis de la teoría se halla en el principio de relatividad lingüística formulado por B. L. Whorf,
que lo enunció más como un axioma que como una hipótesis que verificar empíricamente, aunque

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con posterioridad haya sido sometida por otros autores a diversos estudios experimentales de tipo
psicolingüístico. Según este autor,

the «linguistic relativity principle» [...] means [...] that users of marked different grammars
are pointed by their toward different types of observations and differents evaluations of
externally similar acts of observation, and hence are not equivalent as observers but must
arrive at somewhat different views of the world.[44]

Como se ve, la formulación de esta teoría por Whorf pretendía establecer una influencia que va de
la lengua a los contenidos y procesos del pensamiento, mientras que el objetivo de este libro es
analizar la dirección contraria, esto es, la influencia de la cultura en la estructura –concretamente
léxica– de la lengua. Por ello, podría parecer que la hipótesis no es válida en nuestro caso. Sin
embargo, el enunciado whorfiano, al afirmar que los hablantes de cada lengua llegan a
cosmovisiones particulares, implica que una lengua ha de contener una peculiar visión del mundo
–o, más bien, fragmentos de varias cosmovisiones, como sostenemos nosotros– y que ha de reflejar,
por tanto, valores y creencias culturales. Así pues, el principio puede aplicarse tanto en una como en
otra dirección, y así se ha hecho en los estudios sobre el tema.
Sapir sostuvo la siguiente idea:

Language is a guide to social reality [...] Human beings do not live in the objetive world alone,
nor alone in the world of social activity as ordinarily understood, but are very much at the
mercy of the particular language wich has become the medium of expresion for their society
[...] the real word is to a large languages unconsciously built up on the the language habits of
the group. No two languages are ever sufficiently similar to be considered as representing the
same social reality. The words in wich different societies live are distinct worlds, not mereley
the same world with different labels attached.[45]

El relativismo sapiriano-whorfiano, pues, defiende la tesis de que las estructuras gramaticales y


léxicas de cada lengua expresan la realidad extralingüística de forma distinta y reflejan una
cosmovisión colectiva particular. Desde E. Sapir, como se verá, se enfatiza el carácter social de dicha
visión del mundo, sosteniendo que esta es compartida por toda la comunidad lingüística. Para el
relativismo clásico americano, por tanto, una lengua es reflejo de la cultura de un pueblo o de una
comunidad, además de ser expresión sistemática de los valores y creencias compartidas por toda
una sociedad. La lengua se convierte así en clave de acceso a la mentalidad de un pueblo.
El punto de partida del relativismo lingüístico americano se sitúa en Franz Boas, antropólogo
alemán discípulo de Von Humboldt y asentado en EE. UU., que desarrolló su labor científica durante
las primeras décadas del siglo XX. Para este autor, cada lengua es una particular clasificación de la
experiencia, reflejada tanto en su gramática como en su léxico.[46] Observó, por ejemplo, que en
inglés se clasifican los verbos de ingestión según el objeto ingerido (eat, drink, smoke), frente al
esquimal, que únicamente posee una raíz para cubrir los tres (am-). Por tanto, cada lengua
selecciona determinados aspectos de la realidad, de forma que en cada idioma se organiza un mismo
campo semántico con criterios selectivos diferentes. Boas adujo el famoso ejemplo de la abundancia

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de distinciones léxicas del campo nieve en la lengua de los esquimales como reflejo de las
necesidades e intereses vitales de pueblo esquimal, ejemplo que ha sido muy utilizado en la
literatura sobre el tema.[47] Defendió asimismo la idea del uso automático e inconsciente de la
lengua,[48] así como la existencia de elementos comunes a todas las lenguas (universalismo) y de
elementos específicos (particularismo).[49] Así pues, creía que las categorías de cada lengua
reflejan una diferente experiencia histórica, pero también la unidad psíquica del hombre. Mantenía
que la cultura influye en la lengua, pero no de manera determinista, sino libremente, sin poder
establecer una correlación entre ambas.[50]
E. Sapir, discípulo de Boas, continuó las investigaciones de su maestro con estudios empíricos.
Tomando la idea de que cada lengua contiene su propia clasificación de la experiencia, fue más lejos
al afirmar que además dicha clasificación lingüística constituye un sistema completo.[51] Asimismo
enfatizó el carácter social de la misma, la cual debe ser aceptada por la comunidad como una
identidad.[52] Defendió el carácter inconmensurable de las lenguas:

Inasmuch as language differ very widely in therir systematization of fundamental concepts,


they tend to be only loosely equivalent to each other as symbolic decives and are, as a matter
of fact, incommensurable in the sense in which two systems of points in a plane are, on the
whole, incommensurable to each other if they are plotted out with reference to differing
systems of coordinates.[53]

Sapir analizó la sencilla oración The farmer kills the duckling (El granjero mató al patito), donde
encontró 30 conceptos, y la comparó con otras frases tomadas del alemán, el chino, etc., lenguas en
las que se expresan otros conceptos diferentes. En esta frase distinguió entre conceptos concretos y
conceptos de relación. Entre los primeros incluyó los conceptos radicales (como el verbo to farm, el
sustantivo duck y el verbo to kill) y entre los conceptos derivativos (como el agentivo -er y el
diminutivo -ling). Los conceptos de relación son la referencia (mediante el artículo the, que define la
referencia del sujeto farmer y el objeto duckling), la modalidad (aseveración), relaciones personales
(subjetividad de farmer y objetividad de duckling), número (singular) y tiempo (presente).
Formuló su concepción de la lengua como una categorización sistemática de la realidad con las
siguientes palabras:

Language is not merely a more or less a systematic inventory of the various items of
experience which seem relevant to the individual [...] but is also a self-conteined, creative
symbolic organization, which not only refers to experience largerly acquired without its help
but actually defines experience for us by reason of its formal completeness [...] [Language]
categories [...] are, of course, derivative of experience at last analysis, but, once abstracted
form experience, they are systematically elaborated in language [...].[54]

Para el lingüista americano, por consiguiente, las lenguas son depósitos culturales. Sapir negó que
existiera una correlación entre cultura y lengua,[55] aunque subrayó la influencia de la cultura en
el vocabulario. Definió la cultura como el qué de lo que piensa una sociedad y la lengua como el
cómo del pensamiento, descartando que hubiera una relación causal entre ambas, es decir, entre el

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inventario de la experiencia (cultura) y la manera peculiar a través de la cual una sociedad expresa
dicha experiencia (lengua).[56]
Como hemos señalado, definía la lengua como una guía de la realidad social o una guía simbólica
de la cultura. Según Sapir, los hablantes de dos lenguas distintas no viven en un mismo mundo
objetivo que nos es dado previamente y que es etiquetado por cada lengua de distinta forma, sino
en dos mundos diferentes.[57] Pensaba que cada lengua es, pues, una forma peculiar de construir el
mundo, ya que percibe y organiza la realidad de forma específica y refleja particulares creencias
acerca de la naturaleza de los objetos. Para ejemplificar estos principios, Sapir comparó la forma de
expresar la idea de la caída de una piedra en inglés y en la lengua nootka, hablada por un pueblo
indio de Vancouver (Canadá). El inglés construye la noción con el sustantivo stone y el verbo to fall:
la piedra cae; la otra lengua carece de un verbo para designar el concepto de ‘caer’, pero dispone de
uno para expresar la noción de ‘pedrear’; así pues, debe recurrir a este verbo y al adverbio abajo, y
construir una oración que significa literalmente pedrea hacia abajo.
Similares postulados han sido desarrollados por J.-P.Vinay y J. Dabelnet en su estilística
comparada de las lenguas.[58] Señalan estos autores que, por ejemplo, existen diferencias en la
forma de expresar el movimiento en inglés y francés. En la primera lengua, la dirección de todo tipo
de movimiento se expresa con un mismo verbo (to go), al que se añade una preposición para
especificar la dirección (to go in ‘entrar’, to go out ‘salir’, to go up ‘subir’, to go down ‘bajar’); en
francés se lexicaliza cada dirección con unidades diferentes (entrer, sortir, ascendre, descendre). Sin
embargo, en inglés se lexicaliza el medio de transporte en el mismo verbo (to fly ‘ir en avión’),
mientras que en francés es preciso recurrir a una perífrasis formada por un verbo más el lexema
que indica el medio, traveser en avion. Esto quiere decir que el inglés incorpora la manera al verbo
de movimiento, mientras que el francés incorpora la dirección. Se trata, por tanto, de dos formas
diferentes de conceptualizar una misma realidad. A nuestro juicio, se trataría de maneras distintas
de conceptualizar el mundo externo desde el punto de vista del concepto como concepto semántico
(significado lingüístico o semema), y no del concepto entendido como concepto filosófico, metafísico
o lógico.
Con relación al problema de la traducibilidad de las lenguas o, en otras palabras, sobre la
posibilidad de expresar todos los contenidos en todas los idiomas, Sapir admitió que toda lengua
carece de determinadas palabras concretas para algunos conceptos, pero no por un defecto
intrínseco de las lenguas, sino porque sus hablantes no han sentido la necesidad de nombrar dichos
conceptos o no han mostrado interés por lexicalizarlos.[59] Como ejemplo, analizó el concepto de
causa en esquimal. Observó que dicha lengua carece de una palabra para dicha noción, pero
descubrió que el concepto de causación existe en el pensamiento de los esquimales. Podemos
descubrirlo en recursos morfológicos o sintácticos para expresar la idea de que algo provoca un
efecto, tales como la formación de palabras abstractas a partir de un verbo (hablar > habla) o la
construcción de oraciones como el fuego derritió el hielo. Esto nos conduce a afirmar que la
inexistencia de una palabra para designar un concepto en una lengua no implica que
necesariamente en la cultura de sus hablantes no sea relevante dicho concepto. Es grave además
deducir de ello supuestos rasgos psicológicos de un pueblo, como, por ejemplo, su imposibilidad
intelectual para concebir determinadas ideas.
B. L. Whorf, seguidor de Sapir e ingeniero químico y lingüista aficionado americano, es el autor

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más importante en el campo de la lingüística antropológica. Comparó la forma de expresar los


siguientes conceptos en la lengua hopi y en las lenguas occidentales (que llamó SAE, Standard
Average European): la pluralidad y la numeración, la cantidad física, los ciclos, el tiempo, y la
duración, la intensidad y la tendencia. Descubrió que las lenguas europeas emplean la estructura
NÚMERO CARDINAL + NOMBRE PLURAL para dos nociones diferentes: para los conjuntos de cosas
(diez manzanas, cincuenta hombres) y para los días (diez días), de forma que los días se perciben
metafóricamente como entidades. Frente a este uso analógico que implica la cosificación del tiempo,
en hopi la estructura NÚMERO CARDINAL + NOMBRE PLURAL solo se emplea para entidades que
forman grupos objetivos de cosas, pero no para conjuntos de elementos figurados; así, diez días se
dice hasta el décimo día. Asimismo, la concepción del tiempo como secuencia de unidades separables
en las lenguas europeas se refleja en el hecho de que conceptos como VERANO, MAÑANA y HORA
son sustantivos, de ahí que podamos emplear expresiones como llega el verano, odio el invierno,
muchos veranos, como si denotaran nombres objetivos y de los que se pueden expresar cantidades
físicas. La misma palabra tiempo es un nombre de masa cuantificable (decimos te daré un ratito de
mi tiempo, de la misma forma que empleamos un trocito de papel). En hopi, por el contrario, este
tipo de conceptos no pertenecen a la categoría de los nombres, pues para expresar la noción de
MAÑANA debemos emplear una expresión que dice literalmente mientras la fase matinal está
ocurriendo.
Estableció la distinción entre categorías explícitas (fenotipos) y categorías implícitas
(criptotipos),[60] y el concepto de estilos de habla (fashions of speaking). Para Whorf, en la
representación de la realidad de cada lengua subyace un estilo integrado semánticamente y
omnipresente estructuralmente. El fashion of speaking (estilo de habla) de cada idioma es un patrón
propio de representar la realidad que recorre todas las categorías morfológicas, léxicas y sintácticas
de la lengua de forma coherente y sistemática. Así, por ejemplo, el fenotipo de la entificación (la
concepción de realidades imaginarias como objetos físicos) es un rasgo del inglés que se manifiesta
en numerosas categorías gramaticales explícitas, como los morfemas de la formación del plural, la
cuantificación o la expresión del tiempo.[61] Esta sistematicidad de la presencia gramatical y léxica
de determinados rasgos culturales no creemos que sea total, por lo que debe ser bien matizada,
pues las irregularidades, las fosilizaciones, las asimetrías, las analogías y otros factores contribuyen
a la asistematicidad parcial de toda lengua.

Relativismo norteamericano poswhorfiano


Durante los años 50 y 60 la tesis del relativismo lingüístico es defendida en trabajos de D. D. Lee, M.
Mathiot y H. Hoijer. Estos lingüistas-antropólogos pretendían examinar el paralelismo entre lenguas
exóticas amerindias y rasgos extralingüísticos de las culturas asociadas a dichas lenguas. Lucy[62]
ha señalado que algunas aportaciones de estos autores tienen el defecto de que la variable tomada
por ellos como no lingüística es en realidad de naturaleza lingüística, lo que invalida parcialmente
sus conclusiones sobre las relaciones entre lengua y cultura.
Lee se propuso extraer datos etnológicos sobre el pueblo wintun, que habita en el norte de
California, a partir de rasgos estructurales y textuales de su lengua, pues consideraba que una
lengua contiene «in crystalized form the accumulated and accumulating experience, the
Weltanschauung of a people».[63] Centró su trabajo en el estudio del número gramatical de los

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nombres, del artículo definido, de los posesivos y de la nomenclatura del parentesco. Con ese
material lingüístico, llegó a la conclusión de que, para los wintun, la «reality –ultimate truth– exists
irrespectiva of man».[64] Según Lee, la realidad, tal como se expresa en la lengua wintun, es
ilimitada, indeferenciada y atemporal. Para afirmar esto se basa en el hecho de que los sustantivos
de la lengua wintun expresan sustancias genéricas y necesitan sufijos para referirse a realidades
concretas. Así, por ejemplo, la palabra nop designa genéricamente al ciervo y nopum se refiere a un
ciervo concreto.[65] Como veremos al analizar los clasificadores, este fenómeno es común a otras
muchas lenguas africanas, alejadas geográfica y culturalmente de los wintun.
Mathiot toma como dato lingüístico a la gramática y como dato cultural al léxico. Así pues, más
que relacionar la lengua y la cultura extralingüística, analizó los paralelismos entre significado
gramatical y significado léxico, ambos de naturaleza lingüística, como reflejo del significado
referencial, esto es, de la información sobre la visión del mundo contenida en la conducta
lingüística.[66] Mathiot distinguía entre contenido semántico y contenido cognitivo de la lengua.
Ambos son parte de la visión del mundo de un pueblo, aunque el primero solo sea perceptible a
través de la lengua, mientras que el segundo se expresa también a través de otros sistemas de
comunicación extralingüísticos. Por tanto, para esta autora, los contenidos semánticos, aunque no se
encuentren en otros sistemas, son también parte de la cosmovisión de un pueblo. Trabajó en la
lengua papago y trató de establecer una correlación entre la categoría de número gramatical de los
nombres y las clases de los sustantivos (de masa, individuales y mixtos).[67]
Hoijer[68] es quizás el autor más importante en este campo durante la posguerra mundial por
sus estudios sobre la lengua y cultura de los navajos. Defiende una concepción sistémica de la
cultura, al contrario que Whorf, y considera la lengua como una parte de la cultura, si bien piensa
que la cultura cambia más rápidamente que la lengua y que los cambios lingüísticos se deben
muchas veces a cambios culturales. Hoijer sostiene la idea de que «the fashions of speaking peculiar
to a people, like other aspects of their culture, are indicative of a view of life, a metaphysics [...]».
[69]Estableció una correlación entre el concepto de movimiento de los verbos del navajo, y la vida
nómada y los viajes de los héroes mitológicos del pueblo navajo. Entre otras pruebas, pensaba
Hoijer que el hecho de que los verbos de movimiento exijan que se les adjunte un morfema según la
forma del objeto que se mueve, es un reflejo de la importancia de la categoría cultural de
movimiento en la visión del mundo de los navajos. La noción de causa-efecto y de actividad no es
clara en su cosmovisión, ya que conciben las acciones no de forma abstracta, sino como movimiento
de los cuerpos, y perciben la posición como cese del movimiento. Según Hoijer, estos principios
reflejados en su lengua tienen correlato en costumbres del pueblo navajo, como su nomadismo, y
sus mitos y leyendas sobre dioses que se mueven constantemente, conforme al flujo dinámico del
cosmos.
Kluckhohn y Leighton[70] comparten la misma interpretación etnolingüística de los datos
gramaticales y léxicos. Afirman que este pueblo amerindio acepta e intenta controlar la naturaleza
sin aspirar a dominarla, y se adapta a ella como mejor puede, en la creencia de que su destino
depende más de las fuerzas naturales que de sus propias acciones. Young y Morgan[71] han
observado que el navajo, que concibe la acción como movimiento, apenas se fija en el agente de las
acciones, sino en la forma del objeto y la dirección del movimiento.

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Relativismo pragmático
D. Hymes[72] ha resaltado que las diferencias culturales entre las lenguas no se dan tanto en su
estructura como en su uso. En primer lugar, destaca el autor que la distinta función etnolingüística
que cada comunidad cultural atribuye a su lengua hace imposible que podamos comparar dos
estructuras gramaticales y léxicas otorgándoles un valor similar como instrumentos portadores de
una cosmovisión. Para Hymes, son los modelos de interacción comunicativa de cada lengua los que
realmente reflejan una cultura distinta. Esto supone negar el relativismo lingüístico whorfiano y
afirmar un relativismo comunicativo, que Hymes enuncia así:[73]

[...] people who enact different cultures do to some extent experience distinct communicative
systems, not merely the same natural communicative condition with different customs affixed.
Cultural values and beliefs are in part constitutive of linguistic reality.

Hymes abre una línea de investigación muy fructífera dedicada, desde la pragmática, al análisis del
discurso y la etnografía de la comunicación, a analizar más un relativismo funcional que el
relativismo formal clásico de Sapir-Whorf, hasta el punto de que este sufre un importante
descrédito. Para descubrir diferencias antropológicas, el autor desplaza el foco de interés desde la
morfosintaxis y el léxico a la pragmática, esto es, a los hábitos y prácticas discursivas. Cree que las
diferencias en los actos de habla entre las lenguas son las que reflejan las diferencias antropológicas
de las mismas. Este planteamiento es acertado, ya que los actos de habla, las estrategias
conversacionales (turnos de palabra, silencios), la expresión de la cortesía, las formas de deixis, las
implicaturas, sobreentendidos y presuposiciones, y otros fenómenos etnocomunicativos son
conductas antropológicas en sí mismas. Esto implica que, en realidad, los hábitos pragmalingüísticos
no son propios de una lengua, sino de una cultura. No pertenecen al sistema lingüístico, sino al
código cultural de una comunidad. Así como la estructura fonológica, morfológica, sintáctica y
semántica son intrínsecamente lingüísticos, el código pragmático de un grupo de hablantes es de
naturaleza cultural. Al estar ligada a la función comunicativa del lenguaje y formar parte de la
acción comunicativa, la expresión del agradecimiento, la condolencia, la solicitud de favores o la
cortesía propia de una comunidad de hablantes no pertenece a su lengua, sino a su cultura.
Así pues, cuando, por ejemplo, se dice que «en español» el agradecimiento se expresa de
determinada forma, mientras que «en inglés» se expresa de otra, se está haciendo un
planteamiento inadecuado del problema. En realidad, debería decirse que una «comunidad cultural»
–que no siempre coincide con una comunidad lingüística– expresa de determinada manera el
agradecimiento. Dentro del ámbito de la comunidad hispanohablante, no hay una homogeneidad
total en sus pautas de conducta relativas al agradecimiento –ni a ningún otro tipo de acto de habla–,
pues dichas pautas dependen de la educación, el nivel de instrucción, la posición social y de otros
factores de los hablantes, y son independientes de la lengua.
Por ejemplo, el comportamiento de prescindir del agradecimiento dentro del ámbito familiar no es
un rasgo propio de la lengua española, sino que es una característica antropológica de un conjunto
más o menos extenso de miembros de una determinada comunidad cultural. Los hábitos pragmáticos
propios de una cultura no deben confundirse con las fórmulas estereotipadas utilizadas en una
lengua para verbalizar dichos hábitos. Las expresiones muchas gracias, muchas gracias por

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anticipado, muy agradecido y otras son meras fórmulas verbales que sí son propias de una lengua,
pero el uso de las mismas –es decir, cómo y cuándo emplearlas– pertenece al código cultural de cada
comunidad cultural que habla dicha lengua. Por este hecho, no es raro que entre dos hablantes
nativos de un mismo idioma existan malentendidos derivados del hecho de que emplean códigos
culturales diferentes. Las diferentes maneras de emplear las distintas fórmulas de encabezamiento
de una carta (querido, estimado, mi querido, queridísimo), la forma de solicitar un favor o de hacer
una propuesta pueden dar lugar a malentendidos, a pesar de que se use la misma lengua. Cuando
esto ocurre entre dos hablantes –sean nativos o no-, es porque su gramática es la misma, pero su
pragmática es distinta, pues la segunda pertenece a su cultura particular, y la primera a su lengua
común. La pragmática –incluida la pragmática léxica– está compuesta de unas normas o pautas
sociales que son parcialmente autónomas de la lengua o del sistema lingüístico empleado. Por este
motivo, un hablante tiende a emplear su propio código cultural aunque utilice una lengua que no
sea la suya. La lengua y la cultura, por tanto, no son idénticas ni totalmente isomórficas.
A este respecto, C. Hernández Sacristán[74] ha analizado, desde el punto de vista de la
pragmática intercultural, los actos de habla, las formas de cortesía, los sobreentendidos e
implicaturas, la deixis, el discurso referido y los hábitos conversacionales, en un intento de elaborar
unos principios teóricos generales que expliquen el funcionamiento de los códigos pragmáticos como
códigos culturales. Según este autor, los actos de habla dependen del contenido expresado en el acto
(condolencia, felicitación, amenaza, agradecimiento, promesa, orden, valoración, etc.), de la función
desempeñada en el discurso, del tipo de situación interactiva y de la relación social entre los
interlocutores. En suma, y al igual que todos los elementos lingüísticos, el empleo del código
pragmático depende del registro (tema, canal, intención y usuarios).
Hernández Sacristán señala, por ejemplo, que el agradecimiento está excluido de las relaciones
familiares, «en determinados ámbitos culturales».[75] Es importante enfatizar este principio, es
decir, que una categoría pragmática es característica de un ámbito cultural, y no de una lengua.
Como ya señalamos, en efecto, en España es posible que sea frecuente que se prescinda de expresar
verbalmente el agradecimiento a un familiar, ya que se entiende que el acto de agradecer es una
deuda social, y esta no se considera propia de ser contraída entre parientes. Pero este hecho no
pertenece a la lengua española, sino a algunos ámbitos culturales, ya que hay familias españolas,
que, aun poseyendo el mismo código lingüístico –el español–, emplean otro código cultural y
pragmático. Aunque Hernández atribuye a las lenguas, y no a la cultura, los rasgos pragmáticos,
reconoce la extraordinaria variación de los mismos dependiendo de los distintos ámbitos culturales
en que se habla cada lengua. Así, por ejemplo, afirma que «las lenguas[76] pueden diferir no solo
en el grado con el que recurren a la expresión indirecta [...]»,[77] para más tarde señalar que, en el
caso de inglés, existe una gran variabilidad según los ámbitos culturales en que el inglés es lengua
nativa; de alguna forma, está reconociendo que dicha variación oculta el hecho de que no es a la
lengua el código al que pertenecen las categorías pragmáticas, sino más bien a la cultura.
Hernández señala como ámbitos distintas áreas geográficas, como Gran Bretaña, América, Sudáfrica
y Australia. Pero la variación no es solo diatópica, sino también diastrática y diafásica, puesto que
los códigos pragmáticos no solo son propios de zonas geográficas, sino también de individuos,
estratos sociales, grupos y subgrupos culturales, etc.
Por ello, no nos parece aceptable la opinión de A. Wierzbicka,[78] para quien el carácter más

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indirecto de los actos de habla supuestamente propios de la lengua inglesa estaría asociado al
respeto a la autonomía del otro y al principio de no interferencia en asuntos ajenos, propio de la
cultura anglosajona. En primer lugar, hay que tener en cuenta que el carácter indirecto puede
encubrir un mayor interés por inmiscuirse en la vida ajena; por ejemplo, una persona puede
intentar sonsacar una información íntima o privada mediante rodeos y preguntas indirectas.
Además, las generalizaciones sobre el carácter psicológico de un pueblo no son más que simples
estereotipos sociales. A pesar de ello, no ponemos en duda que los actos de habla y los códigos
pragmáticos se corresponden con intenciones sociales, con situaciones diversas de interacción social
y con valores culturales, pero siempre atribuibles a individuos y a discursos concretos, y no a
lenguas y cosmovisiones colectivas.
A este respecto, los análisis de Hernández Sacristán que relacionan principios antropológicos
(principio de autonomía, de ceremonialidad, de mostración pudorosa del ego, de solidaridad, etc.)
con actos de habla (indirectos, directos, etc.) son lícitos, siempre que se apliquen a códigos
culturales propios de comunidades culturales –y no a lenguas o sistemas lingüísticos–, puestos en
práctica en situaciones discursivas concretas. Desde el punto de vista teórico y metodológico, no
podemos asociar a priori, fuera del discurso y de manera biunívoca una determinada categoría
pragmática a un solo rasgo antropológico-funcional, pues la verdadera intención o función
sociocultural (distanciamiento, solidaridad, ocultación del yo, acomodación al oyente, encubrimiento
del poder, etc.) desempeñada por cada categoría pragmática depende de la situación comunicativa
concreta, como el propio Hernández sostiene.[79] No obstante, no negamos tampoco que en algún
caso pueda existir una correlación más perfecta entre código pragmático y código lingüístico,
especialmente en geolectos, sociolectos o etnolectos hablados por comunidades lingüísticas muy
cohesionadas culturalmente.
M. J. Cuenca,[80] en un estudio contrastivo español-catalán-inglés sobre el empleo de marcadores
reformuladores (es decir, esto es) y ejemplificadores (por ejemplo) en el discurso científico, señala
que existe una diferencia entre las tres lenguas que está relacionada con la cultura supuestamente
contenida en cada idioma. Para esta autora, existe una correspondencia entre la cultura orientada al
contenido, y la preferencia en el uso de la ejemplificación y las formas sintéticas (or, that is, i.e.)
propia del inglés, así como hay una correlación entre la cultura orientada a la forma y el mayor
empleo de reformuladores y formas analíticas (en otras palabras, formulado en otros términos, ello
quiere decir), típica de las lenguas románicas. De esta apreciación se desprendería que cada lengua
contiene una cultura, y que las estrategias discursivas son propias de cada lengua. Sin embargo,
conviene señalar que las estrategias pragmáticas son antropológicas, y pertenecen al código cultural
de los individuos o a los grupos de individuos, y no a su lengua. Por eso, cuando un científico
hispanohablante escribe en inglés, tenderá a emplear su propio código, y usará más la reformulación
que la ejemplificación –en el caso de que esta preferencia sea característica de todos los
hispanohablantes–, a no ser que adquiera la estrategia de la preferencia por la ejemplificación,
supuestamente propia de la toda cultura anglosajona. Por una parte, convendría estudiar si dichas
preferencias discursivas son comunes a unas comunidades culturales tan amplias; por otra, no deja
de ser arriesgado asociar una preferencia pragmática –el mayor empleo de la ejemplificación y de
formas sintéticas– con un rasgo de mentalidad o cosmovisión –la orientación epistemológica hacia el
contenido más que hacia la forma–. No deben confundirse unas fórmulas estereotipadas, como son

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los marcadores de reformulación y ejemplificación, que son elementos lingüísticos, con sus
diferentes usos para desempeñar determinadas funciones, hecho que pertenece a la pragmática, la
cual constituye un código cultural.
Una misma fórmula verbal o patrón morfosintáctico puede ser instrumento discursivo para
distintas estrategias pragmáticas. Como ya hemos señalado, el código de esquemas de conducta que
constituye la pragmática precisa de la gramática para materializarse lingüísticamente, pero las
categorías pragmáticas y las categorías gramaticales están situadas en dos planos diferentes,
aunque guarden una estrecha relación. La formulación lingüística de los actos de habla (plano de la
cultura) se realiza a través de las estructuras morfosintácticas y léxicas (plano de lengua). Los
significados ilocutivos (decir algo para influir en el hablante) de un acto de habla pueden realizarse
gramaticalmente por medio de fórmulas codificadas o bien construcciones verbales no codificadas.
Las fórmulas codificadas son esquemas lingüísticos estereotipados, que pueden expresar los
contenidos ilocutivos de forma explícita o directa (Ordena esa estantería), o bien de manera
implícita e indirecta (¿Puedes ordenar la estantería?). En el primer caso, la orden se hace
directamente, mientras que en el segundo se realiza indirectamente, a través de una pregunta que
mitiga el carácter imperativo de la orden. Las construcciones no codificadas son siempre sintagmas o
oraciones libres para cuya interpretación ilocutiva es necesaria siempre la inferencia. En las
fórmulas indirectas la inferencia no es precisa, pues su carácter convencional y estereotipado hace
que el hablante interprete el tipo de ilocución sin realizar ninguna operación inferencial. Por
ejemplo, para la expresión de la petición, en español existen una serie de fórmulas codificadas,
como:

– Te pido que limpies la casa. (directa)

– ¿Puedes limpiar la casa? (indirecta)

– ¿Puedes limpiar la casa, por favor? (indirecta)

– ¿Podrías limpiar la casa? (indirecta)

Junto a estas estructuras estereotipadas, existe la posibilidad de expresar la petición mediante un


enunciado que exija una inferencia:

– La casa del vecino está muy limpia, pero la nuestra...

– Esta casa necesita una buena limpieza.

La expresión codificada y no codificada no son categorías con límites precisos, pues en ocasiones
existen determinadas construcciones en vías de fijación estereotípica, situadas en medio de ambos
tipos. Así, en la expresión Esta casa habría que limpiarla, y no miro a nadie, el sintagma no miro a
nadie está codificado parcialmente en español.
La serie anterior de fórmulas fijadas en la fraseología de la lengua son esquemas morfosintácticos
y léxicos determinados por factores gramaticales, como el tipo de verbos (pedir), el tiempo verbal
(presente, imperativo, condicional), complementos (por favor), etc. Estos elementos pertenecen al
código gramatical de la lengua. Sin embargo, la preferencia de la fórmula adecuada dependiendo del
registro (tema, interlocutor, canal e intención), –es decir, saber cómo, cuándo y con quién usar cada
fórmula– es una estrategia que pertenece al código pragmático, que es de naturaleza cultural, ya

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que depende de las normas sociales de cortesía y educación de cada comunidad cultural. Por tanto,
la pragmática está constituida por reglas que regulan el uso de los actos de habla, mientras que la
gramática está formada por reglas morfosintácticas que rigen las construcciones de oraciones. Las
reglas de la pragmática son normas socioculturales que forman parte del ethos cultural, y las reglas
de la gramática con esquemas morfológicos, sintácticos y léxicos al margen del ethos cultural.
A pesar del interés que revisten las teorías de la pragmática cultural, las tesis alternativas de
Hymes y otros siguen sin resolver el problema de la relatividad, pues este tipo de conductas
verbales son conductas culturales en sí mismas. Estas ideas corroboran que el habla es un acto
construido culturalmente, pero con este planteamiento sigue en pie el problema de cómo analizar si
dichos patrones de comportamiento lingüístico reflejan cosmovisiones diferentes. Es cierto que las
tesis pragmaticistas de Hymes y de otros autores posteriores nos pueden descubrir, por ejemplo,
diferentes hábitos en la expresión verbal de pedir un favor o dar las gracias en cada lengua o
variedad. Pero lo único que estos conocimientos sobre el uso aportan al problema es añadir nuevos
datos a los que ya conocíamos sobre la estructura de la lengua, incrementando así el material
lingüístico que debe conectarse con las creencias y valores culturales.
Afirmar como hace Foley[81] que

[...] the way language is used in America courtrooms or Ilongot village disputes reflects
different beliefs about human nature and how truth and social harmony can be most
advantageously arrived at [...]

nos parece tan arriegado e impresionista como inferir que el orden de las palabras del bretón refleja
el gusto de sus hablantes por lo concreto, o que las palabras desengaño y desmentido son la
muestra de la hipocresía española. Estamos, por el contrario, de acuerdo con Foley en que

[...] these different linguistic practices reflect different trajectories of lived experience for their
speakers and consequently are emblematic and creative of wider cultural practices and beliefs
[...],[82]

pero atribuir esos patrones de conducta lingüística a creencias compartidas colectivamente por toda
una comunidad lingüística sigue siendo igual de arriesgado que conectar las estructuras léxicas y
gramaticales a cosmovisiones mantenidas por todo un pueblo. Somos conscientes de que los hábitos
lingüísticos en su condición de hábitos culturales están menos sujetos a la desmotivación que las
unidades gramaticales y léxicas. Asimismo, es cierto que los patrones de comportamiento reflejan
mejor que las palabras la visión cultural, pero no poseen una correspondencia perfecta con el
sistema de creencias y valores de la cultura. Los ritos sociales –y en ocasiones los modelos
discursivos no son otra cosa– son a veces meros actos repetitivos sin paralelismo con las creencias
vigentes. Las fórmulas estereotipadas del español para expresar la condolencia por una muerte, por
ejemplo, son unidades fraseológicas que han sufrido el mismo desgaste que otras unidades léxicas
no discursivas y que, consiguientemente, apenas reflejan una supuesta concepción colectiva de la
muerte o de las relaciones sociales que sea compartida por todos los hablantes del español. Como
ocurre con los elementos gramaticales y léxicos, nuevamente surge el problema de distinguir los

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tipos de elementos discursivos y pragmáticos que son lícitos de relacionar con las cosmovisiones y
mentalidades.
A pesar de todo, los trabajos de Hymes aportan una idea interesante en la tarea de descubrir
creencias y valores subyacentes a las unidades lingüísticas. Según este autor, los diferentes sectores
de la cultura no mantienen con la lengua una relación similar,[83] de forma que cada rasgo cultural
no tiene el mismo tipo de implicaciones en su manifestación lingüística. Así, un determinado
elemento cultural puede no reflejarse en una lengua o reflejarse de forma diferente a como se
manifiesta en otra, sin que de ese hecho pueda deducirse que sus hablantes tienen un modo de
pensar diferente. Además, la etnografía de la comunicación ha puesto de manifiesto que no en todas
las lenguas el significado de las unidades léxicas se construye de forma idéntica, posee el mismo
valor y cumple similar función en la comunicación.
El etnólogo Malinowski,[84] al estudiar la cultura de los trobiandos melanésicos, se ocupó de la
lengua como parte del comportamiento humano. Cree que la concepción del lenguaje como simple
espejo de la mente no explicaba cabalmente su naturaleza y funcionamiento, ya que, para él, el
lenguaje es, ante todo, una conducta. Para el antropólogo polaco-británico, el lenguaje es un
instrumento para la acción humana y una actividad social más que un medio de expresión del
pensamiento. Defiende que las expresiones lingüísticas surgen y se entienden solo dentro de un
contexto compartido, anticipando el concepto de contexto de situación de Firth y las teorías de
Holliday. Por consiguiente, sostiene que las palabras están íntimamente ligadas a la cultura de cada
comunidad, negando así su universalidad. Esto le llevó a postular la intraducibilidad de las lenguas,
dado que estas, según él, son reflejo de una cultura particular y, por tanto, de una manera peculiar
de ver el mundo y la realidad.
Esto nos lleva a considerar la tesis según la cual la visión del propio lenguaje mantenida por cada
cultura condicionaría la estructura de su lengua o su variante lingüística. Las pautas de codificación
léxica típicas de una lengua (lexicalización, significación, extensión semántica, etc.) es posible que
dependan también de la visión que de la propia lengua posean sus hablantes. Este hecho nos
situaría en una especie de relativismo metalingüístico que influye en el relativismo lingüístico. Según
A. Duranti,[85] los samoanos no conciben el lenguaje primariamente como un sistema de
representación de la realidad ya existente y definida, sino como acción. En samoano, la palabra uiga
significa tanto ‘significado’ como ‘acción’, lo que puede interpretarse como muestra de una visión
fenomenológica del lenguaje. Este pueblo atribuye a la lengua la función no de crear la realidad,
sino de hacerla posible.
El significado de las palabras no pretende captar la realidad externa, esto es, ser una imagen
mental del mundo, sino permitir la acción humana fruto de la relación entre el objeto y los
hablantes. Los significados, producto de la colaboración entre emisor y receptor, no forman un
sistema abstracto de contenidos, sino que son elementos constitutivos de la vida social. A nuestro
juicio, este modo de significación que Duranti considera característico de los samoanos y opuesto al
de las lenguas occidentales, no es exclusivo del samoano. La construcción contextual del significado
de las unidades lingüísticas es un hecho que también se da en nuestras lenguas. Las teorías sobre el
uso del lenguaje han puesto de manifiesto que el sentido es siempre sensible al contexto y la
situación, y es fruto de la interacción social. Constituye una representación mental que va más allá
del contenido semántico esencial y convencional almacenado en los diccionarios o en la memoria del

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hablante.
No obstante, las ideas de Duranti son una útil advertencia teórica y metodológica en los estudios
etnolingüísticos sobre la relación lengua-cultura. Su tesis de que hay lenguas que construyen el
significado como fruto de una colaboración entre los participantes frente a otras lenguas que no,
debe reinterpretarse considerando que más bien hay un tipo de significado «participativo» (llamado
contextual) y otro no contextual en las palabras de una misma lengua. Por tanto, los contenidos
culturales de las unidades léxicas no están totalmente predefinidos y son acontextualizados, sino
que se construyen en el discurso. Este planteamiento es importante en la medida en que evita el
riesgo de deducir que un contenido semántico no hallado en el sistema de la lengua no existe en la
cultura de sus hablantes, pues puede que esté presente implícitamente y se manifieste en el habla o
discurso. La construcción plena del significado es un proceso activo de negociación realizado
mediante recursos diversos, entre los que destacan los mecanismos metalingüísticos. Entre ellos, los
llamados por Lakoff[86] hedges son medios empleados por el hablante para delimitar el significado
de las palabras: estrictamente hablando, en sentido amplio, esto es, es decir, por antonomasia,
técnicamente hablando, desde el punto de vista x y otros. Asimismo, la introducción de definiciones
en el discurso es otro recurso directo de fijación del significado de una palabra.

Otras posturas sobre la relación entre lengua y cultura

En Europa, las distintas corrientes lingüísticas y filosóficas también abordaron la cuestión de la


relación entre lengua, cultura y mentalidad nacional. Repasaremos las ideas básicas del idealismo, el
estructuralismo y el historicismo, así como la teoría de las palabras clave.

Idealismo lingüístico
El alemán K. Vossler (1872-1949), padre del idealismo lingüístico, influido por el italiano Benedetto
Croce –que defendía los aspectos creativos del lenguaje, esto es, la concepción del lenguaje como
enérgeia– y por Von Humbdolt, concebía el lenguaje como una actividad espiritual del ser humano,
no cerrada ni autónoma. Frente a los neogramáticos de la época, que creían que las lenguas están
regidas por leyes mecanicistas y necesarias, Vossler pensaba que aquellas cambian de acuerdo a las
necesidades de la comunidad, atribuyendo al hablante el papel de artista creador. Cree que el
espíritu es, por tanto, la causa de los cambios lingüísticos, si bien niega que pueda establecerse una
relación de causalidad o paralelismo pleno entre lengua y mentalidad. En su libro Lengua y cultura
de Francia,[87] el romanista alemán pretende demostrar la interacción lengua-cultura, lo que le
lleva a establecer sorprendentes asociaciones entre rasgos lingüísticos y rasgos culturales, como la
que relaciona el artículo partitivo de la lengua francesa con el –para nosotros puramente supuesto–,
espíritu práctico, mercantil y calculador del pueblo francés, lo que le valió merecidas críticas por sus
excesos.
Así, su compatriota Gerhard Rolhfs[88] califica de «inseguros» y «fantásticos» los resultados de
sus investigaciones, aunque reconoce el carácter «fascinante»[89] de la síntesis vossleriana. Por
ejemplo, critica este lingüista el intento de Vossler de relacionar la aparición del artículo en francés
con el desarrollo del intelectualismo típico de la mentalidad francesa, hecho lingüístico al que Rolhfs

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sitúa antes de la aparición de las lenguas románicas, en plena época latina, al comienzo de nuestra
era, cuando aún no había surgido Francia como entidad política ni los franceses como pueblo. Para
este autor, muchos de los fenómenos lingüísticos que Vossler atribuye a causas culturales, se
pueden explicar por razones estrictamente lingüísticas, como son la influencia del sustrato, los
calcos, etc. Esta idea es muy importante en los análisis etnolingüísticos, para evitar atribuciones o
interpretaciones falsas o exageradas, como veremos.[90] En etnolingüística, se requiere, pues, un
buen conocimiento de lingüística «interna» (recursos morfológicos, técnicas y funciones sintácticas,
fenómenos semánticos, etc.), que debe ser muy tenida en cuenta.
A pesar de ello, Rolhfs es partidario de no desatender los factores espirituales y culturales, ya que
la lengua, y muy especialmente el vocabulario, es parte de la cultura y de la historia.[91] Esto es lo
que le lleva a explorar la relación entre lengua y cultura en un ensayo[92] en el que demuestra que
el desarrollo de la vida material y social influye en el vocabulario. Señala Rolhfs diferentes
préstamos léxicos germánicos en las lenguas románicas y viceversa, a través de la cuales es posible
conocer los ámbitos en los que los pueblos germánicos y latinos más se influyeron mutuamente. Así,
por ejemplo, la abundancia de germanismos medievales en francés indica la intensa huella que el
feudalismo franco dejó en el arte militar, la caza y la administración.[93] El lingüista alemán
considera «cuán fuerte estímulo puede recibir la historia de la cultura gracias a un estudio más
exacto de los cambios de significación».[94] Analiza, como muestra, las metáforas animales en las
lenguas románicas, es decir, la denominación de herramientas y utensilios del mundo rural con
nombres de animales o partes de estos (p. ej. napolitano vrigala ‘taladro grande’ y ‘órgano genital
del cerdo’).[95] Rohlfs defiende la «intercomunicación de lengua, cultura y folklore»,[96] pero
advierte de los peligros de las «especulaciones aventuradas o construcciones complicadas».[97]
En general, creemos que los principios teóricos y metodológicos vosslerianos poseen un indudable
valor e interés como herramienta de trabajo. Sin embargo, llevados a la práctica de la forma ilícita
en que, en ocasiones, lo hizo el lingüista alemán, pueden dar resultados, además de puramente
intuitivos e impresionistas, un tanto excesivos. De hecho, la influencia del idealismo ha sido grande
en varios lingüistas, algunos de ellos procedentes incluso del estructuralismo (Meillet, Baldinger,
Christmann), como veremos en el apartado siguiente. En la filología hispánica, ha sido Amado
Alonso el lingüista que ha seguido más de cerca al idealismo. Para este autor, la lengua es una
institución social e histórica que encierra una categorización del mundo, esto es, una peculiar
manera de agrupar las cosas y poner límites a la masa amorfa que es la realidad. Incluso defiende
conceptos humboldtianos, como el de forma interior. Considera, con clara influencia de Von
Humboldt y Vossler, que la lengua era expresión colectiva de las experiencias acumuladas
generación tras generación.[98]

Historicismo
Bajo este término se engloban diversas corrientes de pensamiento no totalmente homogéneas y
autores tan diferentes como Dilthey, Mannheim, Marx u Ortega, por citar algunos de sus más
destacados representantes. Se trata de una corriente filosófica y no propiamente lingüística, pero el
hecho de que sus puntos de vista guardan una estrecha relación con los postulados del relativismo
lingüístico y cultural, y de que el problema del significado cultural de la lengua no sea ajeno a
algunos de sus defensores, hace que lo incluyamos entre las teorías sobre dicha cuestión. Entre

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otros postulados, el historicismo defiende las siguientes tesis pertinentes para nuestro tema: 1) la
historia es evolución continua; 2) las creencias y valores carecen de validez universal, ya que son
contingentes y están condicionadas por el contexto histórico; 3) cada hecho histórico es irrepetible,
particular e individual.
Entre los filósofos historicistas que se preocuparon por la lengua como cultura, citaremos a Ortega
y Gasset, quien a lo largo de su extensa obra realizó, si bien de forma dispersa, comentarios y
análisis relativos al tema. Como es sabido, Ortega creó el concepto de razón histórica, distinta de la
razón pura y de la razón práctica, que concibió como la vivencia total de lo que el hombre ha pasado
y pasa, es decir, la «realidad radical». Para alcanzar la comprensión de la razón histórica, el filósofo
se propone, como una de las vías de acceso, desentrañar el significado de las palabras, pues, en el
fondo del mismo, late la historia y el entramado vital de los pueblos. Ortega afirma:
Diríase que no es cosa de monta el hecho cotidiano de modificar una palabra su sentido. Pero la
verdad es que los cambios, tan poco importantes en apariencia, proceden de cambios histórico-
sociales acontecidos en el país, a veces profundos y graves; en ellos transpira alguna grande
experiencia y aventura y vicisitud de la nación, son síntoma abreviado de un trozo de su vida; por
tanto, de las secretas ilusiones y las secretas angustias de la vida de un pueblo.[99]
Para Ortega, una palabra es, en suma, el sedimento de una experiencia colectiva. Es notable la
conexión que el filósofo establece entre los cambios semánticos y los cambios sociales, si bien no
llega a postular que una lengua en su conjunto refleje completa y sistemáticamente la cosmovisión
de todo un pueblo, como lo hizo Von Humboldt y otros de sus seguidores. Ortega atribuye cada
cambio lingüístico particular a un cambio social concreto, pero no defiende ningún tipo de causalidad
ni correlación perfecta. Por otro lado, parece que de la anterior cita está ajeno el concepto de
espíritu del pueblo o del genio nacional (Volkgeist), como entidad orgánica con vida propia, es decir,
el ser de la nación, tan grato a los filósofos románticos, que lo definieron como un ente autónomo y
regido por sus propias leyes.
Esta idea llevó a Ortega a considerar a las palabras como «algos humanos vivientes»,[100] de ahí
que afirmara que «cada palabra reclama [...] una biografía».[101] Es interesante esta propuesta de
realizar la historia de las palabras, que no de la lengua, para descubrir su evolución y, a través de la
misma, la evolución de la sociedad. Se trata de un estudio perfectamente lícito, como algunas
corrientes han demostrado, entre ellas la lexicología sociológica de Matoré o el programa de
investigación de ideas y palabras. Julián Marías, discípulo de Ortega, ha insistido en el estudio
histórico y etimológico sistemático de las palabras. Para el filósofo, esto nos descubrirá que «la
lengua [...] es un todo solidario, en cierto modo previo a todas sus formas particulares»,[102] que
Marías entiende como «un fenómeno básico de decir, que es, antes que otra cosa, un temple o
tesitura [...] una fisonomía propia de una lengua».[103] Ahora bien, alejado de toda concepción
humboldtiana y determinista y de la idea del genio de la lengua como reflejo del espíritu del pueblo,
el filósofo aclara que no se trata de una «constante» ni una «determinación natural».[104]
Considera asimismo que el estudio etimológico de las palabras del español permitiría conocer
distintas etapas de sociedad correspondiente, y, «sobre todo, marcar ciertos puntos de inflexión que
acaso signifiquen desviaciones de la trayectoria histórica, lo que podríamos llamar rectificaciones de
la pretensión colectiva de un pueblo».[105] Recuerda Marías que en el caso del español habría que
tener en cuenta que se trata de una lengua hablada por «pueblos diversos, con trayectorias hasta

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cierto punto paralelas, pero parcialmente divergentes».[106] Esta consideración es importante, pues
el hecho de que a una misma lengua le correspondan varios pueblos o comunidades culturales,
impide relacionar nuestra lengua con una solo mentalidad común. Siguiendo a su maestro, Marías
sostiene que «la lengua realmente colectiva y cotidiana no es azarosa, sino que siempre tiene su
razón –razón histórica–, conózcase o no. Un fenómeno lingüístico tiene siempre algún sentido
histórico, es la consecuencia de fuerzas sociales e históricas operantes [...]».[107] Marías está
proclamando la motivación sociocultural de toda palabra, aunque se trate de una palabra opaca, es
decir, que haya perdido la transparencia que permite desvelar la razón fonética, morfológica o
semántica con que se creó, siempre en unas coordenadas espaciotemporales concretas.
Añade el autor algunos ejemplos, como la sustitución de amar por querer, que deriva del latín
quaerere, que significa ‘buscar’, y el desplazamiento de amor por cariño, que deriva de cariñar
‘sentir nostalgia’. Se pregunta Marías si estos fenómenos lingüísticos no revelarán el hecho de que
«el hombre de nuestra lengua solo ama cuando carece del objeto amado, cuando lo echa de menos y
siente su nostalgia, cuando lo busca y lo quiere».[108] Si en los postulados teóricos el autor se
mostraba cauto con relación a la conexión lengua-mentalidad colectiva, en el ejemplo citado es
realmente aventurado. Este tipo de análisis es muy arriesgado, ya que los desplazamientos
semánticos señalados no permiten inferir una interpretación psicológica como la que lleva a cabo
Marías. Es cierto que los cambios léxicos señalados reflejan una concepción del amor basada en la
metáfora AMAR ES BUSCAR, pero de ahí a extraer la conclusión de que es el «hombre de nuestra
lengua» quien mantiene esa visión hay un gran paso que carece de fundamento. La ilicitud consiste
en atribuir un rasgo psicológico a un tipo de hombre inexistente, el supuesto individuo que habla el
español, como si existiera una única mentalidad colectiva y común a todos los hablantes del
castellano. El mismo Marías se contradice, puesto que anteriormente había advertido que son
diversos los pueblos que hablan español, con historias parcialmente divergentes.
Aceptamos que dicha metáfora implica una visión lingüística del mundo, pero, en principio, solo
atribuible al hablante que la creó en un contexto social y cultural determinado, y que podía
compartirla en mayor o menor medida con más hablantes contempóraneos. El grado de extensión
social de la creencia que subyace a la metáfora es un problema difícil de dilucidar, pero admitimos
que determinados tipos de palabras pueden ser reflejo de la cultura hegemónica o de los valores
imperantes de toda una sociedad. La total opacidad actual de la metáfora impide, además, que por
su simple uso, ya desgastado, podamos atribuir ese rasgo de carácter a los hablantes actuales. A
excepción de quienes conocen la etimología por sus conocimientos de la lingüística –que no de la
lengua–, el hablante medio no es consciente de dicha metáfora y, por tanto, nada puede decirnos
ésta acerca de su mentalidad.

Estructuralismo europeo
Ferdinand de Saussure, padre del estructuralismo lingüístico europeo, al sentar las bases de la
lingüística moderna, excluyó de su objeto de estudio las relaciones de la lengua con factores
externos a esta, como la cultura, la historia, la economía, la política, etc. Estableció que la estricta
ciencia del lenguaje –la lingüística interna– solo debía ocuparse de la lengua en sí misma. Asimismo,
sostuvo que de la relación de esta con otros aspectos situados fuera del sistema de la lengua, debía
dedicarse la lingüística externa. Si bien separó nítidamente ambas ramas del estudio del lenguaje, el

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ginebrino nunca negó la influencia de la cultura y la historia en la lengua, ni consideró a esta una
institución totalmente autónoma; tan solo consideró que la lingüística debía preocuparse
exclusivamente del estudio interno de la estructura de la lengua, para cuyo conocimiento no es
indispensable considerar las circunstancias históricas en que se ha desarrollado.[109] Para
Saussure, «[la historia de una lengua y la historia de una raza o una civilización] se mezclan y
mantienen relaciones recíprocas [...] Las costumbres de una nación tienen repercusión en su lengua
y, por otro lado, en gran medida es la lengua la que hace la nación».[110] Por tanto, conviene tener
presente que lo que el ginebrino consideraba autónomo no era la lengua, sino la lingüística, lo que a
menudo se olvida por algunos, llevándoles a afirmar erróneamente que el lingüista suizo negaba
que entre lengua y cultura existiera alguna relación.
Han sido varios los autores estructuralistas que, al contrario que el padre del estructuralismo, se
han ocupado de la relación lengua-cultura, influidos por el idealismo vossleriano. A. Meillet,
discípulo de Saussure, aunque se apartara de Vossler en algunas de sus afirmaciones más extremas
sobre la conexión entre la estructura del francés y la mentalidad francesa, compartía con el
idealismo alemán la idea de la influencia de la cultura en la lengua. Ch. Bally, defensor de la
interdependencia lengua-cultura, advierte, no obstante, del peligro de asociar rasgos lingüísticos a
supuestos rasgos de civilización; así, por ejemplo, cita el caso de inferir una presunta mentalidad
primitiva a partir del uso del verbo francés amer aplicado tanto a una persona como a un alimento,
significando tanto ‘amar’ como ‘gustar’.[111] Este tipo de inferencias son, en efecto, arriesgadas e
ilegítimas desde un punto de vista científico, pero hay que reconocer que una polisemia de ese tipo,
producto de una metáfora, es un indudable signo cultural. Al menos, refleja una forma de percibir
una realidad, pues es una muestra de un modo de conceptualizar el mundo. Pero estamos de
acuerdo en que deducir de una metáfora un rasgo psicológico –y más aplicado al inexistente carácter
psicológico colectivo de todo un pueblo– carece de todo fundamento científico.
Niega también este autor el paralelismo pleno entre lengua y civilización, al afirmar que «el
progreso lingüístico no sigue [...] la curva de la cultura».[112] Asimismo, sostiene que en un corte
sincrónico o estado de lengua concreto existen palabras heredadas de épocas anteriores, que
encierran sensaciones pretéritas, que nada tienen que ver con el presente, aunque el hablante así lo
crea. Afirma Bally: «[...] creemos que todo en el lenguaje ocurre como si nada hubiera cambiado, no
cambiara ni tuviera que cambiar. Además, todas las asociaciones sobre las cuales reposa nuestro
conocimiento de las palabras –como el de todos los fenómenos lingüísticos– están para nosotros en
un mismo plano y son coetáneos».[113] Para una justa comprensión de la relación lengua-cultura es
necesario no olvidar esta afirmación. Podemos aislar rasgos culturales (creencias y valores)
contenidos en palabras actuales que son, en realidad, rasgos que pertenecen a cosmovisiones
pasadas sin vigencia alguna, y atribuirles erróneamente el valor de muestra de la cultura actual.
Insistiendo en esta idea, Bally cree que en una lengua hay numerosos indicios de esas
supervivencias. Aunque alguno de sus ejemplos, como los aducidos sobre el género gramatical, son
muy discutibles,[114] otros son más acertados, como el caso de las expresiones que reflejan un
«viejo fondo de animismo, de magia, de supersticiones infantiles» (p. ej., el viento sopla, hace frío,
cae la noche).[115]
K. Baldinger,[116] en parte estructuralista, sostenía que entre lengua y cultura existe una
relación estrecha, pero no de tipo determinista, pues el hombre es siempre libre en sus actos.

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Advertía de los peligros de extraer conclusiones prematuras sobre la interdependencia entre ambos
aspectos. Baldinger, que pretende reivindicar al mejor Vossler, señala que el léxico es el campo de
estudio más apropiado, fecundo y seguro de la relación lengua-cultura. Analiza fenómenos como la
sustitución de clerec por savant, la evolución semántica de raison o los usos metafóricos de lumière.
Como prueba del resurgir del programa vossleriano –y específicamente del reconocimiento de la
influencia de la cultura sobre el léxico–, incluso entre los estructuralistas, podemos señalar las
opiniones de K. Togeby. Si bien defiende la idea de que la lengua es autónoma e independiente de
factores culturales, psicológicos y sociales, excluye de esta independencia al léxico, que considera
«reflejo de la situación social».[117] Asimismo, H. H. Christmann[118] ha intentado demostrar que
los principios vosslerianos no son tan ajenos a la lingüística moderna, recordando que el filólogo
alemán no defendió nunca la relación causal entre lengua y cultura, sino una interacción entre
ambas, lo que es admisible por la ciencia actual.
El propio E. Coseriu defiende que el lenguaje es parte de la cultura, que la lengua refleja la
cultura no lingüística –ya que manifiesta los saberes, ideas y creencias sobre lo conocido– y que la
competencia extralingüística –nuestro saber acerca de las cosas– influye en la lengua y es necesaria
para la plena comunicación, como complemento de la competencia lingüística –el saber hablar en
sentido estricto–.[119] Entre los conocimientos extralingüísticos que intervienen en el lenguaje, el
rumano señala el contexto cultural, «que abarca todo aquello que pertenece a la tradición cultural
de una comunidad, que puede ser muy limitada o tan amplia como la humanidad entera».[120] Es
importante esta dicotomía particularista-universalista, pues pone de manifiesto que muchos rasgos
lingüísticos –aunque en unas lenguas estén menos explícitos que en otras– son comunes a muchos
idiomas, por estar motivados por rasgos culturales también comunes a muchos o todos los
pueblos.[121] Para Coseriu, «las lenguas hablan de las mismas cosas, pero no dicen lo
mismo».[122] Esto quiere decir que designan las mismas realidades, pero expresan nociones
diferentes. Las lenguas pueden coincidir en la designación (relación signo-referente), pero difieren
en la significación (relación significante-significado).
Sostiene que la lengua es estructuración de la experiencia humana y, más concretamente, que las
lenguas son «[...] redes distintas de significados que organizan de manera diferente el mundo de la
experiencia. Dicho de otro modo, el lenguaje no es comprobación, sino imposición de límites dentro
de lo experimentado».[123] Asimismo, y muy cerca de la tradición boasiana-sapiriana, reconoce que
«a un distinto universo de experiencia corresponde un distinto universo lingüístico», –y cree que la
lingüística puede comprobar y explicar históricamente este hecho–, induciéndonos a pensar que «los
distintos universos lingüísticos reflejan distintas mentalidades». No obstante, y siguiendo a
Saussure, Coseriu niega que la lingüística precise de las mentalidades para sus objetivos, creyendo
que son más bien «las ciencias que se ocupan de la mentalidad las que deben acudir también a
datos lingüísticos».[124]
No son muchos los trabajos etnolingüísticos realizados por estructuralistas españoles. Entre ellos,
cabe citar a M. Casado Velarde, autor de una de las pocas síntesis de etnolingüística publicadas en
nuestro país.[125] Este lingüista sigue de cerca los postulados de Coseriu y considera que es
insostenible la tesis fuerte del relativismo lingüístico,[126] aunque defiende que el vocabulario, la
toponimia, las expresiones idiomáticas o las metáforas están íntimamente ligados a la cultura y la
ideología. Como muestra, Casado analiza la relación entre la mentalidad de la contracultura y su

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vocabulario.[127] Este tipo de análisis referidos al léxico de personas, movimientos o grupos


sociales determinados, es muy fructífero, en la medida en que la categorización semántica contenida
en su vocabulario es reflejo, aunque indirecto y parcial, de una mentalidad o visión del mundo
mantenida por un individuo o una comunidad más o menos homogénea y cohesionada. No así nos
parece tomar globalmente el léxico de una lengua y relacionarlo con una supuesta mentalidad
común a todos los hablantes, tomada también globalmente, estableciendo una relación biunívoca.
Esta mentalidad o cultura única de toda una comunidad lingüística es, para nosotros, inexistente en
lenguas habladas por comunidades culturales en algunos casos muy diferentes, como es el caso del
español.
Las tesis sobre la relación lengua-cultura desarrolladas por casi todos los autores citados en este
apartado son una síntesis del estructuralismo y el idealismo. En resumen, sus ideas básicas son: a)
la existencia de una relación asistemática y extrínseca entre lengua y cultura; b) el reconocimiento
de que una lengua, específicamente el léxico, refleja parcial e irregularmente rasgos culturales; c)
el rechazo de la idea que la lengua sea el vehículo perfecto del espíritu de la nación o de toda la
cosmovisión de un pueblo; d) el rechazo de que exista una correlación de tipo causal entre lengua y
cultura.
Esta idea de que la lengua es reflejo de una mentalidad y cosmovisión colectiva sigue fascinando a
muchos autores actuales. Por ejemplo, A. Wierzbicka,[128] partidaria de una postura relativista de
corte boasiano, intenta hacer compatible esta tesis con su semántica universalista. Sostiene que
algunos rasgos lingüísticos peculiares del inglés australiano reflejan el carácter del pueblo
australiano. No obstante, advierte que no todos los hechos lingüísticos son culturalmente
significativos. Como ejemplo pone el género gramatical, que no tiene ninguna relación con la
cosmovisión, a pesar de la tentación que representa extraer de él datos sobre la visión que los
hablantes puedan poseer del papel de los sexos en la sociedad. Para Wierzbicka, los hipocorísticos
típicamente australianos terminados en -z (Marz-Mary, Baz-Barry, Tez-Terry, Caz-Caroline), que se
usan solo para dirigirse afectivamente a otra persona, pero alejándose de la emotividad expresada
por los diminutivos estándar del inglés, reflejan la actitud cínica y poco sentimental de los
australianos.
En España –por citar otro ejemplo–, Ángel López,[129] basándose en los planteamientos
relativistas norteamericanos, ha analizado algunas lenguas amerindias como reflejo de la
cosmovisión de sus hablantes. Mantiene que «el español no concibe la colaboración entre personas:
existe el hablante yo, el oyente tú [...] Lo que no ocurre es yo pueda colaborar con tú, que ambos
formen una unidad superior enfrentada al mundo, tal vez porque lo propio de nuestra cultura
occidental es el individualismo y la egolatría [...]». Sin embargo, en guaraní –y también en quechua
y en aymara–, existe el pronombre yané, que integra yo y tú, como expresión de la «solidaridad
grupal».

Teoría de las palabras clave

La amplitud y organización del léxico perteneciente a la cultura material guarda una relación más
directa con los modos de vida y subsistencia de los pueblos. Sin embargo, en el léxico espiritual y
moral, las relaciones lengua-cultura son más complejas y no siempre tan directas. Existe un tipo de

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vocablos, que forman las llamadas palabras clave de una lengua, a través de las cuales algunos
lingüistas creen que podría conocerse la cultura espiritual y la mentalidad nacional de un pueblo. A.
Wierbizcka[130] ha seleccionado y analizado un conjunto de estas palabras en el inglés australiano
con objeto de descubrir los rasgos psicológicos más sobresalientes del «carácter», «ethos» o
«mística» nacional de Australia, como la misma autora denomina a esta supuesta mentalidad
colectiva del pueblo australiano, que ella considera que son algo más que simples estereotipos
falsos.
No hay un método objetivo para identificar este tipo de vocablos, pero, siguiendo a Wierzbicka,
existen algunas condiciones que debe cumplir una unidad léxica para ser considerada palabra clave:
1) es una palabra común, y no marginal; 2) posee un uso frecuente en un dominio específico
(emociones, juicios morales, etc.); 3) es núcleo de muchas unidades fraseológicas (colocaciones,
locuciones, proverbios, etc.); 4) posee capacidad derivativa y asociativa.
Wierzbicka ha escogido para su estudio una serie de verbos de lengua (actos de habla) cuyo
contenido semántico reflejaría el comportamiento verbal de los australianos, como parte de los
patrones de interacción social típicas de este pueblo. Los verbos son to chiack, to yarn, to shout, to
dob in y to whinge. El primero de ellos podría definirse como ‘atacar verbalmente a alguien con
quien se mantiene una relación de amistad con intención amable, lúdica y humorística,
generalmente entre hombres’. Para la autora, este comportamiento verbal del insulto amistoso
refleja algunos de los rasgos típicos de la mentalidad australiana, como son el igualitarismo, la
tendencia a ocultar en público los sentimientos y emociones, la solidaridad, la sociabilidad, el estilo
de diversión típico masculino y el gusto por los tacos y palabras malsonantes con fines lúdicos. La
acción de chiacking cumpliría la función de reforzamiento de los lazos de unión y compenetración
masculina. A menudo forma parte de las actividades de ocio, como beber con los amigos, y es una
conducta recíproca y colectiva, ligada a la mateship ‘un tipo de amistad’, que analizaremos
seguidamente.
Conviene hacer algunas precisiones a la opinión de Wierzbicka. El insulto amistoso o ritual no es
exclusivo ni genuino del pueblo australiano y reflejo de los altos valores morales y espirituales de
esta escogida nación, sino que es un comportamiento común a muchas culturas y subculturas, con
sus matices y peculiaridades. S. O. Murray[131] ha analizado el insulto ritual en algunas
subculturas estigmatizadas norteamericanas, como la de los jóvenes negros, los judíos y los
homosexuales. Partiendo de sus trabajos y de otros citados por él, podemos enumerar las
características de este tipo de conducta verbal: 1) falsedad patente, es decir, el sentido no literal del
insulto debe quedar bien captado y descifrado por el oyente; 2) encadenamiento de insultos
recíprocos, formando una especie de escalada ascendente en el grado de humor y exageración (ej.:
A dice: «Tú eres tonto»; B contesta: «Y tú idiota»; A responde. «Y tú maricón»); 3) estructura
rítmica, a menudo con rima (ej: «La cagaste, Burt Lancaster»); 4) exageración metafórica (ej.:
«Eres más tonto que Abundio, que asó la manteca en el dedo»); 5) función lúdica, 6) participantes
sin distancia social (rito realizado entre iguales). He aquí un ejemplo de insulto ritual:

– ¿Es un bigote, o te estás comiendo una rata?


– Pues tú eres tan feo que tu madre tuvo que darte de comer con un tirachinas.
– Hablando de madres: ¿es verdad que la tuya es tan gorda que tiene su propio código

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postal?
– ¿Sabes?: yo podría haber sido tu padre, pero el tipo que estaba a mi lado tenía el dinero
exacto.

El verbo to yarn, que también puede funcionar como sustantivo, significa ‘mantener habitualmente
charlas con un confidente, sobre un tema determinado y durante un largo periodo de tiempo’.
Aparece en construcciones como to have a yarn with someone y a beer and a yarn. Está ligado a los
mismos valores sociales que to chiak. El verbo to shout se define como ‘invitar a consumir bebida,
generalmente de forma recíproca’. Es un rito social generalmente masculino. Para Wierzbicka es un
índice de la camaradería y generosidad típica de los australianos, así como de su carácter no
competitivo e igualitario. Pocos pondrían en duda la existencia de esta costumbre entre buena parte
de los españoles y de personas de otras latitudes. Sobre los verbos to dob in ‘chivarse, delatar a
alguien ante un superior’ y to whinge ‘ser un llorón, quejarse para obtener un beneficio’, solo
podemos decir que poseen correspondencias exactas en nuestra lengua y en el inventario de
nuestros valores más extendidos. En español disponemos además de una palabra para designar al
agente de la acción: quejica.
Wierzbicka analiza también una palabra perteneciente al campo semántico de la amistad:
mateship, que considera específica y genuina del carácter australiano. Podría describirse como una
‘relación de amistad voluntariamente escogida entre hombres que comparten similares condiciones
de vida, experiencias y actividades, basada en la igualdad, la solidaridad, la ayuda mutua, la
camaradería y la lealtad’. No es una amistad estrecha ni íntima, sino una relación simétrica y
recíproca que surge ante el hecho de compartir actividades comunes, de ahí que no se diga *close
mates (amigos íntimos), sino good mates. La autora considera la mateship como un componente
básico del «ethos» australiano, caracterizado por el antiintelectualismo y el antisentimentalismo
cínico. Es un tipo de amistad fruto de las especiales circunstancias históricas y culturales del pueblo
australiano. La mateship es consecuencia de las condiciones de vida y la situación económica de los
primeros pobladores europeos de Australia, que solían vivir en comunidades de trabajadores
asalariados sometidos a duras condiciones de trabajo cooperativo, lo que exigía una relación de
lealtad y solidaridad, sin que se abrigara el sueño de establecerse por su cuenta al margen de la
colectividad, como es típico del individualismo norteamericano, según defiende Wierzbicka. La
palabra mate ‘amigo’ posee otros sentidos derivados de este significado central: ‘colega, compañero
de trabajo en un mismo centro laboral’ y ‘amigo surgido en el lugar de trabajo, generalmente bajo
duras condiciones de vida (milicia, mina, etc.), pero elegido libremente’.
El análisis de Wierzbicka puede ser parcialmente acertado. En sus orígenes, es posible que
existiera una conexión entre las palabras mateship y mate (‘amigo’) y las condiciones de vida de los
primeros pobladores europeos de Australia, las cuales exigían unas formas de amistad basadas en
los principios y valores recogidos en la palabra. Sin embargo, los cambios sociales y económicos del
país desde la época que sirvió para la difusión de las palabras hacen difícil seguir manteniendo
actualmente la correlación entre el vocablo y la mentalidad bajo la que apareció. Por otro lado, las
condiciones de vida y trabajo que describe la autora se dan en numerosas culturas, y no son ajenas
a las que sufren, por ejemplo, los presos, los mineros, los estudiantes de un internado o los soldados
de reemplazo que cumplen el servicio militar, con las debidas diferencias entre estas situaciones. Los

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valores morales que sustentan la relación de mateship son también social y culturalmente
relevantes para los citados grupos humanos, a pesar de carecer de una palabra lexicalizada, si bien
podemos referirnos a ella con sintagmas del tipo compañero de fatigas, por ejemplo.

Teoría del foco cultural

Para explicar la relación entre una lengua y la cultura supuestamente compartida por todos sus
hablantes, la antropología norteamericana desarrolló la teoría del foco cultural.[132] El concepto de
cultural focus fue creado por M. J. Herskovits. Según esta teoría, la presencia, grado y tipo de
estructuración de un campo semántico en una lengua depende de la importancia cultural que sus
hablantes concedan a la parcela temática de la realidad representada por dicho campo. Los intereses
culturales y preocupaciones vitales de la comunidad lingüística son los determinantes de la cantidad
y el tipo de distinciones semánticas que contenga cada campo. Así pues, la abundancia o escasez de
distinciones léxicas en una lengua son un reflejo de los intereses y necesidades culturales del pueblo
que la habla.
El ejemplo clásico es la abundancia de términos para los distintos tipos de nieve en la lengua de
los esquimales, como consecuencia de su necesidad de adaptación al entorno, observación hecha por
Boas a principios del siglo XX. Este ejemplo de la abundancia de palabras para la nieve es, según, G.
Pullum,[133] el «gran fraude del vocabulario esquimal», pues en dicha lengua tan solo se han
descubierto cuatro palabras pertenecientes a este campo semántico, y no las cantidades exageradas
que han ido señalando distintos lingüistas que citaban el ejemplo de Boas, inflando descaradamente
el número de términos, como descubriera Laura Martin.[134] En opinión de Moreno Cabrera, con
este ejemplo se ha creado uno de los mitos de la lingüística antropológica.[135]
En realidad, según el diccionario de S. A. Jacobson,[136] los esquimales disponen de más de
cuatro términos para la nieve, ya que distinguen conceptos como aniu (nieve en el suelo), kanevvluk
(nieve ligera), murvaneq (nieve suave y profunda), natquik (nieve en remolino), nevluk (nieve
pegajosa), qanis, quineq (nieve sobre el agua), nutaryuk (nieve fresca), etc. En la lengua esquimal
kangiryuarmiut la abundancia es aún mayor, y disponen de palabras para la ‘nieve caída’, ‘nieve
derritiéndose’, ‘nieve en polvo’, ‘nieve cayendo’, etc.[137] En otras lenguas, como en inupiat y yupik,
también hay abundancia de términos relativos a la nieve.
Es cierto que otras lenguas no disponen de tantos hipónimos de nieve como los esquimales, pero
analizadas más a fondo podemos descubrir que poseen expresiones referidas a la nieve. En español,
por ejemplo, no existen en efecto tantas palabras para referirse a distintos tipos de nieve, y solo
tenemos nieve en polvo, aguanieve o nevisco; pero distinguimos otros conceptos relativos a
pequeñas porciones de nieves que caen (celliscas), a formaciones de nieve (nevero, alud) y a
bloques de hielo (iceberg, glaciar); diferenciamos la nieve de otros fenómenos meteorológicos
similares, aunque percibidos y conceptualizados como distintos (granizo). Por otra parte, en lenguas
habladas por comunidades que habitan zonas cálidas existen escasas palabras para la nieve. En la
mayor parte de lenguas indígenas de Colombia, como en inga, paez, waunana, embera, sáliba,
uitoto, etc., no se dispone de una palabra para la nieve, y en siona existe un compuesto que
literalmente significa ‘el agua tiesa que cae’.[138] Todo esto nos lleva a pensar que existe una cierta
relación entre intereses materiales y organización léxica.

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No todas las lenguas, por tanto, poseen idéntico número de vocablos en un mismo campo. A
menudo se habla de riqueza o pobreza léxica de una lengua en una determinada área semántica, o
de que un idioma posee lagunas o vacíos léxicos. Afirmar que una lengua es pobre o rica según la
abundancia o escasez de distinciones léxicas, es lícito siempre que el hecho no se tome como índice
de desarrollo o primitivismo mental, o como reflejo de un mayor o menor refinamiento intelectual. A
lo sumo, como vemos, en algunos campos o ámbitos pueden interpretarse como indicio de los
intereses vitales, actividades económicas, estilos de vida y relación con el entorno de una
comunidad, pero nunca de superioridad intelectual, y mucho menos de predisposiciones innatas de
los pueblos. Todas las lenguas son ricas en algunos campos y pobres en otros, sin que esto signifique
ni superioridad ni inferioridad mental.
En navajo, por ejemplo, la palabra ‘ats’o:s se utiliza para todos los conductos corporales por donde
circula la sangre, mientras que en español distinguimos entre vena y arteria. En bukidnon, en el
campo semántico de mirar, existe un hiperónimo, aha, y numerosos hipónimos que distinguen la
dirección de la mirada (lingaha ‘mirar algo hacia arriba’), la dirección de la mirada y distancia del
objeto (pantew ‘mirar hacia abajo algo a distancia’/dungul ‘mirar hacia abajo a algo cercano’), la
dirección y el modo (ligu ‘mirar hacia atrás por encima del hombro’), la distancia y la duración de la
mirada (mehil ‘mirar a algo cercano durante mucho tiempo’), la intensidad de la mirada y el objeto
(bantey ‘mirar de pasada hacia donde se realiza una actividad’/ suri ‘mirar intensamente hacia
donde se ejecuta una actividad’).
Whorf defendía que la visión del mundo se reflejaba en la abundancia o escasez de cohipónimos,
mientras que Greenfield y Bruner[139] creen que es la carencia o presencia de un término
hiperónimo el dato culturalmente relevante que debe tomarse como índice de la cosmovisión de un
pueblo. Como han demostrado estos autores, la organización jerárquica no siempre es el único
modelo de estructuración del léxico. En wolof, por ejemplo, existe una gran abundancia de palabras
para designar distintos tipos de acciones de ver, dependiendo de la intensidad, la dificultad, el
objetivo o el modo de la visión, además de existir un verbo más genérico; los hablantes de wolof no
reconocen a este verbo como hiperónimo, sino que le otorgan más bien la condición de palabra
comodín que utilizan en casos en que no disponen de una palabra específica. Por tanto, los
cohipónimos no mantienen siempre una relación de oposición semántica pura, basada en la
presencia o ausencia de determinados rasgos distintivos, sino que algunos forman una categoría de
rasgos no definidos, aplicable a aquellas situaciones u objetos que no pueden incluirse en el resto de
las categorías más definidas.
Según estas tesis, la lengua se convierte así en espejo de la cultura de sus hablantes, de forma
que la misma nos informaría de los aspectos que una sociedad considera importantes o relevantes.
Para la teoría del foco cultural, si un concepto está lexicalizado en una lengua, se debe a que sus
hablantes han sentido la necesidad expresiva de codificarlo lingüísticamente como resultado de sus
intereses vitales. De la misma forma, el hecho de que en una lengua no esté lexicalizado un
concepto, sería síntoma de que este no es relevante culturalmente para sus hablantes. Esta teoría
implica, pues, un cierto determinismo en la relación entre relevancia cultural y lexicalización.

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Limitaciones de las teorías relativistas

Las tesis relativistas presentan una serie de elementos que conviene matizar, y que analizaremos en
los apartados siguientes:

1) comunidad cultural y comunidad lingüística


2) categorización semántica y categorización conceptual
3) especificidad cultural
4) principio de perspectividad
5) azar lingüístico
6) proceso de innovación y difusión de las palabras
7) fosilización lingüística
8) consciencia lingüística de los hablantes
9) lexicalización y relevancia cultural
10) correlación lengua-cultura
11) diversidad cultural y variación lingüística.

Comunidad cultural y comunidad lingüística


Conviene señalar que la cultura no es un hecho abstracto y supraindividual cuya totalidad de
elementos afecten por igual a todos los miembros de una comunidad. Por una parte, está formada
por un conjunto de rasgos alojados en individuos concretos, es decir, es interindividual; no está por
encima del sujeto o al margen de este, como si fuera una entidad independiente con vida autónoma
y regulada por leyes propias. Por otra parte, no todos los sujetos de una misma comunidad social o
geográfica comparten los mismos rasgos culturales; de hecho, son pocos –o quizás ninguno– los
rasgos compartidos por la totalidad de los individuos del grupo; así, lo habitual es que la cultura de
una comunidad sea más bien la unión de todos los rasgos de cada individuo (el llamado acervo
cultural), algunos de los cuales son comunes o muy extendidos (los que forman la llamada cultura
compartida) y otros no tanto. Es importante tener este hecho presente para comprender que los
rasgos culturales convencionalmente asignados a una cultura como típicos, no necesariamente son
siempre comunes a todos sus miembros.
De este hecho deriva el problema de delimitar la unidad social que comparte una misma cultura y,
por tanto, establecer el grupo humano determinado que se convertirá en el objeto de estudio en un
trabajo etnolingüístico. En la literatura sobre el tema, como objeto de estudio a menudo se emplean
agrupaciones humanas como el pueblo, la comunidad cultural o la sociedad. Estos términos son
vagos e imprecisos, porque, cuando hablamos de la cultura de un pueblo, ¿dónde fijamos los límites
geográficos o sociales de dicho pueblo? Cuando nos referimos a la cultura española en concreto, ¿a
qué nos estamos refiriendo? ¿Existe, como una unidad delimitable, la cultura española, la cultura
hispanoamericana o la cultura hispana? En el caso de la comunidad lingüística del español,[140] no
existe una homogeneidad cultural entre todos sus hablantes como para que puedan ser tomados
como una unidad cultural. Por tanto, debe prescindirse de considerar que existen unos valores y
creencias propios de una supuesta cultura compartida por todos los hablantes del español. Con esto
no negamos que quizás exista algún rasgo común a toda nuestra comunidad lingüística que pueda

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estar presente en algunas categorías lingüísticas; más bien rechazamos la idea de que, globalmente
considerada, la lengua española de hoy sea el reflejo o la cristalización de una cultura específica
(¿hispana, española?), tomada también en su totalidad.
Así pues, no siempre –y este es el caso del español–, existe una superposición perfecta entre
comunidad cultural y comunidad lingüística. Ni siquiera es posible fijar con precisión los límites de
una comunidad lingüística. No hay consenso entre los autores al definir este concepto.[141] Para J.
Lyons, estaría formada por el conjunto de personas que emplean una misma lengua o dialecto, pero
no aclara si solo como lengua materna, solo como lengua primera, también como lengua segunda o
indistintamente. Según C. Hockett, sería el conjunto de individuos que se comunican entre sí con
una misma lengua o dialecto, haciendo énfasis en el hecho de la intercomunicación, no solo en la
posesión de la lengua en sí. Quiere esto decir que si dos agrupaciones no se comunican, aunque
hablen la misma lengua, no formarían parte de la misma comunidad lingüística. Para J. Gumperz, es
un grupo social caracterizado por una interrelación regular y frecuente por medio unos signos
verbales comunes, distinguible de otros grupos semejantes. Según este autor, pues, el uso de una
sola lengua en el seno de una misma comunidad no es el rasgo definidor, pues en su interior puede
hablarse más de una lengua. W. Labov considera que la comunidad lingüística no viene determinada
ni por el uso de una misma lengua ni por la interrelación por medio de la misma, sino por el hecho
de compartir unas normas y unos modelos abstractos de variación comunes. Es el sentimiento o
conciencia del hablante de pertenecer a una comunidad el factor que determina su constitución.
En realidad, las definiciones anteriores no son contradictorias, sino que cada una de ellas se
refiere más bien a distintos tipos de comunidad lingüística, dependiendo de si los individuos están
unidos por el simple uso de una lengua, por la interacción por medio de la misma, por un
comportamiento común o por el sentimiento de autoidentificación. En el caso de español, las
situaciones son muy complejas y diversas, y podríamos encontrar comunidades de los cuatro tipos.
En Cataluña, por ejemplo, se hablan dos lenguas mayoritarias, el castellano y el catalán: ¿sus
hablantes forman una o dos comunidades lingüísticas? Para Gumperz, constituirían una sola
comunidad. En el caso de que formen dos, si aplicamos la definición de Lyons, ¿dónde se sitúan los
bilingües? Según Labov, serían los propios hablantes quienes delimitarían los grupos, al
autoidentificarían como miembros de una u otra comunidad según su sentimiento de pertenencia. Y
si tomamos la opinión de Hockett, ¿hasta qué punto españoles e hispanoamericanos formamos una
misma comunidad lingüística, si la interrelación es escasa y limitada a pocos hablantes? Dado
además que el español es hablado por millones de personas como lengua segunda, ¿incluimos a
estos en nuestra comunidad lingüística? ¿Y qué rango conceder a los hablantes de espanglis, por
ejemplo?[142]

Categorización semántica y categorización conceptual


E. Haugen[143] cree que diferentes culturas hablan de cosas diferentes y que sus lenguas emplean
distintas analogías en la expansión de su vocabulario, pero esto no implica que sus hablantes
difieran en su modo de pensar. Pretende este autor reinterpretar a Whorf, el cual, según Haugen,
solo trató de buscar determinadas tendencias que subyacían a hechos lingüísticos diversos
(pluralidad en nombres contables y no contables, temporalidad verbal, etc.). En realidad –mantiene
Haugen– lo que Whorf pretendió fue demostrar que un determinado estilo o modo de hablar se

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puede (y no necesariamente se debe) relacionar con un determinado modo de pensar.


A similares conclusiones llegan algunos trabajos realizados en el marco de la lingüística cognitiva.
J. R. Taylor[144] está de acuerdo en que cada lengua ofrece una interpretación diferente de las
cosas, la cual está mediatizada por los procesos cognitivos del hablante desde una perspectiva
cultural particular. Sin embargo, su trabajo y el resto de la literatura cognitivista abandona la idea
del relativismo sapiriano de que cada lengua contiene la cosmovisión de un pueblo, heredera de Von
Humboldt.
J. Bohnemeyer[145] ha analizado las diferencias de expresión lingüística del tiempo entre el
yucateco y el alemán. Señala este autor que en yucateco no existen los adverbios antes y después
–contrariamente a la opinión de A. Wierzbicka, que consideraba que ambos eran primitivos
semánticos universales–. En dicha lengua, la expresión de estos conceptos se realiza mediante
recursos pragmáticos, no léxicos ni morfológicos. Sin embargo, a pesar de estas diferencias
estructurales entre el yucateco y el alemán, Bohnemeyer ha comprobado experimentalmente que
los hablantes de ambas lenguas no difieren en su capacidad para identificar, categorizar y comunicar
estructuras temporales que exigen dichos conceptos.
Esto parece indicar que la categorización semántica del mundo contenida en cada lengua no
implica una categorización conceptual propia y diferente de la realidad. M. J. Cuenca y J.
Hilferty[146] señalan que la expresión inglesa car bomb (una bomba colocada en un coche) se
corresponde con el compuesto español coche bomba (un coche que lleva una bomba). Aunque cada
expresión supone una imagen distinta de una mismo referente (en primer caso, el núcleo es la
bomba y en el segundo es el coche), «eso no significa que los hispanohablantes y los anglohablantes
tengan diferentes “visiones del mundo” de este artefacto mortífero».
Según este punto de vista, cada lengua expresa el mundo semánticamente de forma distinta y
peculiar, de acuerdo a unos principios cognitivos innatos y siempre desde una perspectiva cultural,
pero esa representación lingüística de la realidad externa no se corresponde con una cosmovisión
determinada. La tipología lingüística ha puesto de manifiesto que cada lengua, para unas mismas
funciones (determinación, posesión, deixis, adscripción, participación), emplea técnicas lingüísticas
distintas. Entre estas están las técnicas estructurales –que se aplican en el plano sintáctico, como la
rección y la concordancia– y formales, que se dividen en verticales –que afectan al plano
paradigmático (suplencia léxica, afijación, modificación externa)– y horizontales –que afectan al
plano sintagmático (adposición, adjunción, repetición). El uso de una u otra técnica lingüística no
implica una visión diferente del mundo externo, sino tan solo un mecanismo formal distinto de
conceptualizarlo semánticamente y expresarlo morfosintácticamente, y no de conceptualizarlo
ideológicamente.
M. MacDonald[147] ha criticado la interpretación excesiva llevada a cabo por el nacionalismo
bretón de algunos rasgos de su lengua. De la anteposición del verbo en infinitivo en una oración
como Voy a la escuela, algunos infieren el carácter franco, directo y tendente a la concreción propio
de la psicología bretona. J. Fishman[148] ha matizado el relativismo lingüístico, sosteniendo que el
principio de la relatividad es una cuestión de grado. No se cumple sino hasta cierto punto y solo en
ciertos niveles de la lengua. Además, para este autor, la existencia de determinadas palabras en una
lengua y no en otras es un problema de codificabilidad, que obedece más a pautas lingüísticas
diferentes que a modos de pensar distintos. Diríamos que las diferencias estructurales entre los

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léxicos de las lenguas se deben más a razones pragmalingüísticas que cognitivas. Fishman advierte
de las limitaciones metodológicas del aparato analítico aplicado en la investigación del relativismo,
que es incapaz de valorar adecuadamente el grado de diferenciación conceptual existente entre las
estructuras de lenguas diferentes.
No ha podido demostrarse fehacientemente que la estructura semántica en su totalidad forme
parte de la cultura extralingüística, y, aunque ambas puedan mantener una relación de
dependencia, no hay pruebas de que exista una correlación perfecta y mucho menos una
identificación plena. A este respecto, J. O. Bright y W. Bright afirman:

We regard semantic structure as nonlinguistic insofar as it operate independently: thus one


may sort out the produce of a garden plot in terms of culturally-defined categories such «fruit»
and «vegetables», without any verbal behaviour being involved.[149]

Junto a esto, Fishman recuerda que muchos fenómenos lingüísticos (neologismos y desaparición de
palabras en sistemas de tratamiento, en nombres de colores, etc.), más que de una cosmovisión, son
producto de la planificación lingüística. A este argumento habría que aducir que toda planificación
lingüística encierra una ideología o visión del mundo y, que, por tanto, toda innovación léxica
promovida planificadamente refleja una cosmovisión, que incluso es más consciente, si cabe, que
una innovación espontánea, pues aquella es producto de una meditada reflexión y deliberada
imposición de un determinado modelo de lengua.

El léxico como reflejo de la especificidad cultural


La tesis del foco cultural no puede generalizarse a la totalidad de los aspectos de la realidad, pues
no todos ellos funcionan lingüísticamente igual. En líneas generales, en el mundo externo podemos
distinguir ente objetos naturales (plantas, animales, alimentos, artefactos, etc.) y conceptos sociales
(sentimientos, relaciones humanas, acciones morales, etc.). Entre los aspectos del primer grupo, los
modos de vida económica de un pueblo o el entorno natural en que éste habita generan mayor
riqueza léxica en los campos semánticos correspondientes, en la medida en que dichas realidades
condicionan de forma más directa sus vidas. Es obvio que en zonas donde apenas nieva, como
vimos, sus pobladores dispondrán de pocas palabras para nombrar distintos tipos de nieve, y donde
no se cultivan cereales, los hablantes apenas necesitarán términos para nombrar variantes de estas
plantas.
Por otra parte, la riqueza léxica no afecta por igual a todos los hablantes de una lengua, pues en
muchos casos, las palabras de un determinado campo semántico forman parte de un vocabulario de
especialidad (tecnolecto o ergolecto) y, por tanto, son solo conocidas por el reducido grupo de los
especialistas en la materia correspondiente. Así, la terminología del ganado vacuno es muy rica
entre los gallegos que viven de este sector, y un ciudadano medio aficionado al vino conocerá mejor
el léxico enológico y vitivinícola que un abstemio. La riqueza del léxico del vino en español no
refleja un interés colectivo por el producto, aunque sí es una muestra de que dicha bebida forma
parte de nuestra cultura, más o menos compartida, y de nuestra economía. Son abundantes en
español, al igual que en otras lenguas romances, los adjetivos para describir las diferentes

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cualidades de los vinos, tales como vivaz, untuoso, tierno, seco, redondo, pajizo, oloroso, maduro,
joven, generoso, fresco, elegante, equilibrado, evolucionado, carnoso, complejo, brillante, abierto,
abocado, ácido, alegre, amplio, aterciopelado, etc.
Lejos de nosotros, en la costa pacífica, en la lengua tlingit existen numerosas palabras para
designar la acción de pescar, y se distingue con términos específicos la acción de ‘pescar con acero’,
‘pescar con sedal’, ‘pescar con anzuelo’, etc.[150] En ocasiones, el tipo de vida y economía de un
pueblo produce una abundancia de palabras pertenecientes a campos semánticos generales, tales
como la acción de ver, de cortar, de nadar, etc. Por ejemplo, la riqueza de verbos para la natación en
tlingit está directamente relacionada con la importancia del mar en el medio de subsistencia de sus
hablantes, que disponen de términos específicos para ‘nadar un ser humano’, ‘nadar un pez grande’,
‘nadar un banco de peces’, ‘nadar un pájaro en la superficie’, ‘nadar un pájaro bajo el agua con la
cabeza fuera’, etc.[151]
Todos estos campos semánticos constituyen el léxico cultural específico de una comunidad, que
está formado por las palabras condicionadas culturalmente, es decir, aquellas que designan
costumbres, ritos, comidas, técnicas, artilugios, vestidos, vivienda, seres naturales, instituciones
sociales, leyes y normas típicas y específicas de un pueblo, que guardan estrecha relación con su
peculiar estilo de vida. Son lexemas que poseen una utilidad práctica para la vida de una
comunidad, y que no suelen tener correspondencia en otras lenguas, lo que dificulta su traducción.
En la cultura judía, existía la obligación de que un hombre se casara con la viuda de su hermano, y
recibía el nombre de levirato. Por ello, cuando los referentes que las designan se transmiten a otras
culturas, suele atraerse la palabra correspondiente, que se exporta a la lengua receptora en forma
de préstamo léxico.
Actualmente el inglés, con su primacía cultural, es fuente de un gran riqueza de términos que se
están incorporando al resto de los pueblos que están influidas por la cultura anglosajona,
especialmente procedente de EE.UU. Los anglicismos que penetran en español no solo son xenismos
(palabras que designan realidades culturales específicas y propias de un pueblo, que son de difícil
traducción), sino también palabras referidas a conceptos y objetos no peculiares de la cultura
norteamericana que nos han entrado a través del inglés. Entre los xenismos estadounidenses,
podemos señalar beatnik, jazz, béisbol, big band, blues, break-dance, brunch, cheer-leader, cow-boy,
cow-girl, cricket, crooner, cuáquero, punk, sheriff, etc. Anglicismos del segundo tipo son abstract,
aeróbic, airbag, antidoping, antibaby, baby-sitter, bacon, barman, bazooka, behaviorismo,
best-seller, bikini, bloc, bol, brainstorming, by-pass, casting, chequear, clip, cluster, cómic, container,
cover girl, derby, distrés, disc-jockey, disquete, doping, driblar, estrés, fair play, fanzine, fashion,
feeling, ferry, fitness, flash, floppy, freak, on-line, penalty, etc. Existen también los falsos
anglicismos, como esmóquin, footing, camping, catering y consulting, que en inglés no se emplean
como sustantivos, sino, en algunos casos, como gerundios de los verbos
correspondientes.
Pero si los modos de subsistencia y el entorno natural en que vive una comunidad cultural exigen
en cierto modo que sus hablantes dispongan de mayor riqueza de términos para referirse a ellos, no
ocurre necesariamente lo mismo con otros aspectos de la realidad, como son las emociones, las
relaciones humanas, la personalidad, etc. La relación entre la relevancia cultural y la lexicalización
es más difusa, compleja y no parece tan directa. Como señalaremos más adelante, en una cultura

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existen realidades relevantes socialmente que carecen de una palabra para designarlas, por los
motivos más diversos (eufemismo, falta de difusión, azar). Por ejemplo, en español no disponemos
de un término para designar la ‘acción de entrar en la casa de una chica y mantener relaciones
sexuales con ella sin el consentimiento de sus padres’, lo que no implica que dicha acción sea
irrelevante socialmente para los hablantes del español. Sin embargo, en carolino, lengua del
Pacífico, existe para este concepto la palabra tééfál.[152]
No obstante, si bien la existencia o inexistencia de términos pertenecientes a estos ámbitos
sociales y morales no es necesariamente un índice de las preocupaciones vitales de un pueblo, hay
que admitir que este tipo de palabras poseen una carga cultural, más o menos compartida por todos
los hablantes, pues el concepto que designan suele estar teñido de connotaciones en las que
intervienen los valores y actitudes sociales. Por ejemplo, palabras como compromiso, soltero o amor
poseen contenidos conceptuales que se organizan en forma de estereotipos marcados por la cultura
y la sociedad. Más que los significados denotativos, son los valores connotativos los que reflejan
especificidades culturales. Así, en España, hace unos años la palabra novio, -a se cargó de
connotaciones negativas, por lo que era evitada por muchos jóvenes que rechazan la institución del
noviazgo, por considerarla caduca y propia de la mentalidad tradicional y burguesa. La consideración
negativa de la soltería se reflejaba hasta hace poco tiempo con el despectivo solterón, y
especialmente con el femenino solterona, pero actualmente con la mayor aceptación social de la
vida en solitario, las personas solteras se llaman impares.

Principio de perspectividad
Whorf distinguió también entre categorías implícitas o criptotipos (covert categories o cryptotypes) y
categorías explícitas o fenotipos (over categories o phenotypes) Las categorías explícitas son aquellas
que poseen marcadores formales patentes, los cuales pueden ser morfemas (afijos, desinencias,
etc.), lexemas o estructuras sintácticas. Por ejemplo, el número en inglés es una categoría explícita
marcada por el sufijo -s. Los fenotipos son las clásicas categorías morfológicas. Las categorías
implícitas son aquellas que no están marcadas por un elemento morfemático, léxico o sintáctico
determinado, pero que pueden estar expresadas en una lengua por otros procedimientos libres. La
intransitividad en inglés es una categoría de este tipo, porque carece de una marca explícita, pero
no por ello ausente en la lengua, como se ve en aquellas oraciones (las intransitivas) que no pueden
convertirse en pasivas. Si bien Whorf empleó a menudo los términos phenotype y over categories,
por una parte, y covert categories y cryptotypes, por otra, como sinónimos, en algún pasaje de su
obra reservó phenotype y cryptotype para designar los significados gramaticales de las respectivas
categorías explícita e implícita. La importancia de esta distinción de categorías es fundamental, ya
que permite descubrir que determinados contenidos aparentemente ausentes en una lengua por
carecer de marca gramaticalizada o lexicalizada, están también expresados en ella, aunque por
procedimientos no marcados, por la simple combinación libre de palabras. Con esto se evitan
conclusiones falsas acerca de la relevancia o no de algunos contenidos en una lengua como reflejo
de los valores o creencias relevantes en la cultura de sus hablantes.
Whorf se preguntó también si las categorías implícitas de una lengua tendrían alguna conexión
con un determinado tipo de pensamiento, filosofía o metafísica implícita.[153] Sostenía que

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the manifestations of these class-distinctions in thinking and the character of the sometimes
rather deeply-hidden and seldom-appearing reactances suggests the phenomena associated
with the unconscious, subconscious, or foreconscious in psychology, though on a more
socialized and less purely personal plane, and may connect in a significant manner
therewith.[154]

Por tanto, para Whorf, no solo las categorías explícitas reflejarían la cultura, sino también las
implícitas pueden desempeñar un papel importante en la lengua como representación cultural. Como
señala J. A. Lucy, «[...] in Whorf’s view, overt morphology is doubley unreliable: it neither
accurately reflects the «objetive» nonlinguistic reality (in line with the arguments of Sapir), nor
adequately represents the full linguistic reality».[155]A pesar de ello, el lingüista americano, como
su maestro, seguía relacionando la lengua con una mentalidad «more socialized», con lo que
asignaba a la lengua el carácter de espejo fiel de una mentalidad compartida por toda una sociedad.
Moreno Cabrera ha enunciado así el principio de perspectividad: «Lo que en una lengua es
manifiesto puede estar encubierto en otra».[156] Por esta razón, un concepto puede estar
expresado en una lengua pero estar más encubierto que en otra, sin que ello signifique que es
menos relevante lingüísticamente y, a su vez, culturalmente.
H. M. Sohn y B. Berner[157] han descrito que la lengua ulithio posee diversos clasificadores para
expresar distintas facetas de una misma realidad. Al nombre yixi ‘pescado’, se le pueden adjuntar
diversos clasificadores que expresan una dimensión o aspecto del pescado, antepuestos al
pronombre yi ‘mi’:

xala-yi yixi ‘pescado que es pescado como comida


cocinado’
xocaa-yi yixi ‘pescado sin cocinar’ pescado crudo
xolo-yi yixi ‘pescado sacado del mar’ pescado como captura

Como se ve, en español se pueden expresar los mismos conceptos que en ulithio por medio de otras
técnicas. Las distintas facetas o aspectos del pescado pueden expresarse a través del uso de
determinantes adjetivales (crudo) o con la partícula como. Este es el mismo caso, por ejemplo, que
las expresiones cine como industria, cine como espectáculo, cine como lenguaje y cine como arte,
que expresan los distintos aspectos que presenta la actividad cinematográfica. Las palabras
industria, espectáculo, lenguaje y arte funcionarían como auténticos clasificadores, hasta el punto de
que, en ocasiones, llega a suprimirse la partícula como: cine industria o cine espectáculo. Esto
demuestra que los clasificadores no son tan ajenos en español como nos ha hecho creer la gramática
al no tratarlos como categoría explícita. Constituyen más bien un fenotipo que había permanecido
oculto en la tradición gramatical del español, heredera de la gramática clásica grecolatina. Moreno
Cabrera[158] ha señalado otro ejemplo de empleo de clasificadores en español: las construcciones
partitivas, del tipo loncha de jamón. Decimos pizca de sal, mechón de pelo, hoja de papel, gota de
agua y viruta de madera pero no *brizna de sal, *gota de carne y *viruta de agua.

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Las construcciones partitivas son aquellas que expresan parte o porción de un objeto. Esta
exigencia de que cada sustantivo se construya solo con determinadas palabras que indican porción
se debe a que sal, agua, pelo o papel pertenecen a clases de objetos diferentes y que, por tanto, solo
admiten un clasificador determinado. Una clase sería, por ejemplo, la de cosas planas (papel, parra),
que se une solo a hoja; otra sería la clase de los líquidos (agua, sangre, aceite), que se une solo a
gota. Moreno Cabrera niega rotundamente que el empleo de clasificadores sea síntoma de
primitivismo porque refleje una mayor atención a lo concreto, es decir, al entorno físico y natural,
frente al mayor desarrollo mental y lógico de los hablantes de lenguas que carecen de clasificadores,
que mostrarían, con su supuesta ausencia, una mayor tendencia a lo abstracto.

Azar lingüístico
No es fácil demostrar el determinismo en el funcionamiento de la lengua. En ésta interviene no solo
la relevancia cultural en el marco de la libertad del hablante, sino también el azar, como en todo
hecho social. Afirma Wandruszka:

En las formas de nuestras lenguas hay necesidad y azar [...] Pero la relación de lengua y
mundo, de lengua y espíritu, de lengua y sociedad, no es en modo alguno tan coactiva, tan
convincente. Las innumerables diferencias de formas y estructuras de una lengua a otra no
siempre corresponden a necesidades espirituales. En nuestras lenguas se da la necesidad
espiritual y el azar histórico. Nos resulta difícil considerar y aceptar que en nuestras lenguas
haya tanta casualidad histórica.[159]

Añade más adelante que debemos reconocer

[...] la peculiaridad, la singularidad de cada lengua humana, cada uno de esos sistemas
asistemáticos tan raros, tan caprichosos, con sus analogías y anomalías, sus polimorfismos y
polisemias, con sus redundancias y deficiencias, sus explicaciones e implicaciones [...][160]

Innovación y difusión léxicas


Coseriu[161] ha selañado que existen dos fases en el proceso de creación de palabras, en cada una
de las cuales opera un tipo distinto de necesidad lingüística: la innovación y la adopción. La
innovación corresponde el acto individual de acuñación de la palabra, que consiste en un fenómeno
de creación sistemática, es decir, de invención de formas de acuerdo con las posibilidades del
sistema. Es un hecho de habla o actuación, en que el hablante elige motivada y libremente, dentro
de una determinada estructura lingüística-cultural, un significante para un concepto, sin que exista
entre ambos ninguna identidad ni relación previa ni forzosa. En esta fase, es obvio que es necesaria
la concurrencia de una expresión y un contenido semántico, pero no existe ninguna necesidad de
vincular un significante concreto a un determinado concepto. En la innovación reside el carácter
naturalmente arbitrario y culturalmente motivado del signo.
La adopción es la fase posterior, en que se produce, mediante selección, una aceptación de una
innovación como modelo para ulteriores expresiones. Es una fase de carácter social, que supone la
incorporación al sistema de un signo, por consenso general. En esta fase radica el carácter

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convencional de la palabra. Una vez aceptado el vocablo por la comunidad, el nexo entre sus dos
componentes queda socialmente establecido, de forma que el hablante necesariamente debe asociar
los constituyentes elegidos.
La innovación es un acto individual por el que un hablante crea libre y conscientemente una
nueva palabra, y la adopción es la aceptación por el resto los hablantes del neologismo como
resultado de su difusión. En sentido estricto, la relevancia cultural de un referente existe para el
hablante que creó la innovación, mientras que para el resto de los hablantes no es necesario que así
sea, y si lo es, no forzosamente con la misma intensidad ni el mismo grado de consciencia. Cabría
suponer que si una palabra hace fortuna es porque toda la colectividad siente la misma necesidad
que su creador individual, pero esto no siempre es necesariamente así. Hay palabras creadas para
cumplir una necesidad de un individuo en un acto de habla concreto que se difunden por simple
contagio más o menos inconsciente. Además, toda palabra puede permanecer en la lengua, incluso
después de que los factores extralingüísticos que motivaron su creación hayan desaparecido. Es
sobradamente conocido que los cambios lingüísticos son más lentos que los cambios sociales y
culturales. Por ello, la existencia, abundancia o escasez de distinciones semánticas no es un indicio
de las preocupaciones vitales vigentes de un pueblo. Puede existir una relación entre organización
léxica de una lengua e intereses vitales de sus hablantes, pero no es causal, determinista y
sistemática, sino irregular y asimétrica.
Uno de los campos donde más visible es la relación entre lengua y cultura son las innovaciones
lingüísticas, detrás de muchas de las cuales podemos hallar transformaciones culturales. Los
actuales cambios sociales en los cánones de belleza se reflejan en la lengua. En una sociedad como
la nuestra –obsesionada por la imagen física–, la forma y las dimensiones del cuerpo, y
especialmente la obesidad, son objeto de la interdicción lingüística. Son abundantes las expresiones
eufemísticas o disfemísticas –dependiendo de la intención del hablante–, referidas al obeso:
ballenato, fuerte, hermoso, potente, lustroso, orondo, opulento; diminutivos como gordito, rellenito,
regordete; e insultos como cebón, botijo, gordinflón, gordinflas, cebado, amplio, jamona (este último
solo para las mujeres). La expresión estar gordo, y especialmente estar gorda, posee también
abundantes sinónimos: tener donde agarrarse, estar de buen año, tener unos kilos de más, estar
como una vaca, estar como una foca, estar como una ballena, estar como un tonel, estar como un
fudre, y otras comparaciones con animales u objetos pesados. Como se ve, la mujer se ve más
afectada por los eufemismos y disfemismos sobre la obesidad, dado que la sociedad le exige un
mayor cuidado corporal, aunque, en lógica compensación, también recibe mayor recompensa social
cuando está delgada. La delgadez también es objeto de interdicción. La persona delgada es llamada
escuálido, famélico, escuchimizado, esquelético, lamido, flacucho, seco, consumido.
El canon de belleza ha impuesto la delgadez extrema como signo de atractivo física, hasta
alcanzar una figura anoréxica.[162] Si antes se aceptaba cierto grado de carne que cubriera los
huesos y produjera un redondeamiento y morbidez de las formas (que nunca llevaba a calificar de
gorda), hoy se ha puesto de moda un modelo de belleza basada en la ausencia total de grasa y el
marcado de los huesos, que hace que se califique de gorda a las personas que antes se hubieran
ajustado al modelo de belleza ya superado. Así, algunos adjetivos anteriormente enumerados que
tenían un matiz positivo (orondo, rollizo, lustroso, fuerte, opulento) se han cargado de valores
peyorativos. Los adjetivos flamenca y flamencota (obsérvese el aumentativo meliorativo, como en

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morenaza, ojazos, cuerpazo) eran un piropo o halago hace unos años, pues aludían a una mujer
fuerte y de buenas carnes, con aspecto sanote. El adjetivo procedía de los cuadros y tablas de
pintura flamencos, que representaban a la Virgen gordita y con mejillas sonrosadas, como símbolo
de salud y belleza. Hoy día, esa calificación sería mal recibida por una mujer, que interpretaría que
se la está llamando simplemente gorda. Estar jamona o tener donde agarrar se aplicaban antes a
una mujer sexualmente atractiva, mientras que hoy es mejor que no se utilicen si no es para
ofender.
Asimismo, en los adjetivos parece existir una cierta gradación; se parte de rellenito, regordete,
gordito, entrado/entradito en carnes, tener unos kilos/kilitos de más, aplicado a personas
ligeramente gruesos, y que hoy van perdiendo el carácter atenuador y eufemístico que antes
poseían; se pasa a un segundo nivel, formado por estar de buen año, tener donde agarrarse, estar
de buen año, hasta llegar al último grado, en que nos encontramos con insultos hirientes: estar
como una vaca, estar como una ballena, estar como un ballenato, estar como un tonel, estar como
una foca, estar como un fudre, ser un gordo de mierda. Los adjetivos peyorativos para calificar a los
delgados (delgaducho, escuálido, famélico, lamido, seco, consumido) van perdiendo su carácter de
insulto y en algún caso adquieren un contenido parcialmente meliorativo, como seco, esquelético,
consumido. La inversión de las actitudes y los valores sociales van dejando su huella en el léxico, y
este es un caso claro de paralelismo entre lengua y sociedad. Es lógico que así sea, puesto que los
adjetivos calificativos, por su carácter valorativo, son muy sensibles a la evolución de las actitudes
sociales.
Hay matices que la lengua recoge perfectamente. Se distingue entre feo de cara y feo de cuerpo,
de forma que una persona puede tener un rostro poco agraciado, pero poseer un buen tipo o un
buen tipazo. De ella se dice que es como las gambas, de las que se aprovecha todo menos la cabeza.
Al contrario, puede haber guapitos de cara con cuerpos poco bellos. El canon del buen tipo,
especialmente femenino, está sometido a cambios constantes dependientes de factores estéticos y
sociales, y, de hecho, durante las últimas décadas ha sufrido una importante evolución. En los años
40, 50 y 60, el buen tipo de mujer se asociaba a una figura voluptuosa y exhuberante, con las
formas del pecho, las caderas y la cintura bien marcadas (las curvas, que a veces eran peligrosas) y
sin apreciarse los huesos. Sofía Loren, Rachel Welch o Liz Taylor eran el prototipo de mujer atractiva
y sensual. En los 70 este patrón estético empezó a dar a paso a un nuevo modelo de mujer delgada,
que actualmente ha llegado a ser escuálida, sin apenas formas ni pecho –aunque hoy el sujetador
Wonderbra, que eleva y aumenta el pecho, sigue estando de moda– y con los huesos visibles a
través de la carne. Esther Cañadas es el ideal de toda mujer que pretenda ajustarse al canon
vigente.
En el caso del hombre, hasta ahora no pesaba tanto la presión social de ser guapo y bello, e
incluso el refranero sentencia que El hombre y el oso, cuanto más feo más hermoso. Pero hoy es
cada vez mayor la importancia que la sociedad concede al físico masculino y el viejo refrán se ha
transformado en El hombre y el oso, cuanto más feo... peor para él. Se reconoce, pues, que una
persona puede ser fea pero a la vez atractiva (si tiene simpatía o encanto personal) o sexi (si
despierta el deseo sexual), pero cuando la fealdad es extrema y total, nos ensañamos con la pobre
víctima con expresiones insultantes e hirientes como engendro, feto mal parido o aborto, por medio
de metáforas embriológicas despectivas. Son términos que en el paso del lenguaje científico al

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popular sufren un fuerte proceso de connotación peyorativa, convirtiéndose en disfemismos.


El refranero, aunque coincide parcialmente con este discurso, es más comprensivo con los feos –y
especialmente con las feas– que el lenguaje actual. Las paremias están sufriendo un proceso de
envejecimiento paralelo a los cambios sociales y culturales que acarrean la modernidad y la
posmodernidad. A las feas se les niega la alegría (Ni moza fea ni cárcel que alegre sea) o el sexo
(Fealdad es castidad, no para la fea, sino para los demás), aunque se reconoce que pueden resultar
atractivas o aceptables si se las ve con ojos de interés material (Lo más feo, con interés hermoso es)
y que pueden llegar a casarse si gozan de buena fortuna económica (A la fea, el caudal del padre la
hermosea). Se llega incluso a creer que la fealdad va siempre acompañada de atractivo personal y
que la belleza absoluta no existe (No hay fea sin gracia ni guapa sin falta), lo que supone un
consuelo para las feas, por aquello de que La suerte de la fea, la guapa la desea. El refranero,
benevolente con las feas, las llega a preferir a las guapas, si poseen otros encantos (Fea con gracia,
mejor que guapa). Por tanto, la suerte de poseer riqueza material y gracia puede salvar a las poco
agraciadas físicamente del rechazo social y la soltería (quedarse para vestir santos), el mayor temor
de tantas mujeres en la sociedad tradicional.

Categorías conceptuales recurrentes


El establecimiento de conexiones entre datos lingüísticos y datos extralingüísticos es lícito y
razonable cuando se observa una relación entre determinadas regularidades lingüísticas prolongadas
diacrónicamente y las grandes categorías conceptuales constantes o recurrentes, especialmente
dentro de una determinada civilización. Un ejemplo es el concepto de cambio en la civilización
occidental y su reflejo lingüístico. En efecto, en nuestra civilización hay una tendencia a que el
cambio se entienda como movimiento o desplazamiento locativo, es decir, paso de un lugar a otro.
Por eso la palabra alteración procede del latín alter ‘otro’, en que subyace la idea de que cambiar es
pasar a ser otro. Igualmente, la visión del cambio como traslado en el espacio de un punto a otro se
refleja en la serie de palabras sinónimas o cuasisinónimas formada transformación, transposición,
transferencia, transmutación, transfiguración, trastocar, metamorfosis, formadas a partir del prefijo
latino trans- ‘al otro lado’, o su equivalente griego meta-, en el último caso.
Asimismo, otros sinónimos como mudar y mutabilidad proceden del latín mutare ‘cambiar de sitio,
mover’, que, a su vez, deriva del indoeuropeo *mei- ‘ídem’. Esta raíz es también étimo del latín meo
‘pasar de un lugar a otro’ (>esp. meato ‘conducto’) y permeable, así como del compuesto latino
trasmeo ‘atravesar, cruzar’, del que deriva trames ‘senda, vereda’. La riqueza conceptual de esta raíz
se aprecia también en su derivado griego ameba ‘animal microscópico de forma cambiante’, y en el
derivado latino migro ‘emigrar’. Toda esta serie de palabras y derivaciones etimológicas constituyen
una muestra de cierto carácter sistemático –aunque no total– de la organización conceptual de las
metáforas, ejemplificada en la analogía el cambio es movimiento de un lugar a otro.
Junto a esta concepción del cambio, éste es visto también como quiebro, giro, desvío, es decir,
como modificación de una trayectoria para dirigirse en otra dirección. La misma palabra cambiar se
remonta a la raíz indoeuropea *skamb-, que significa ‘doblar, encorvar’, étimo del cual provienen
también las palabras cambado ‘patizambo’, o los términos arquitectónicos cambija ‘semicírculo
proporcional a la luz del edificio en construcción’ y camón ‘armazón de bóveda’. El cambio se concibe

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como una ruptura de la línea recta, esto es, como la modificación de una determinada trayectoria.
Esta metáfora está presente en la etimología del vocablo variar, que procede de la raíz indoeuropea
*wer- ‘doblar’, de la que además derivan el gótico waúrms ‘culebra’; nuestros verter, vértigo, versar
‘dar vueltas’, aversión, pervertir, rebelarse o fruncir; el latín vergo ‘estar inclinado a’ (> español
convergencia, divergencia). Asimismo, en vocablos como vuelta, inversión o revolución está presente
el rasgo semántico de ‘volver, torcer’. Esta asociación del cambio con la línea curva constituye una
de las nociones fundamentales del pensamiento oriental. Como es sabido, en su filosofía, el tiempo
es cíclico y la esencia de la realidad y la vida es el cambio constante. Esta noción se desarrolla en el
concepto del eterno retorno. Cada cambio es un giro, de forma que los cambios constantes originan
giros constantes, hasta trazar un círculo.
Así pues, los datos lingüísticos recogidos en este apartado reflejan la doble concepción del cambio
como movimiento: a) movimiento rectilíneo o avance en el eje horizontal, es decir, paso de un punto
del espacio a otro; y b) movimiento curvilíneo o giro, esto es, como modificación de un rumbo. Esta
segunda imagen del movimiento inspiró a Heráclito su formulación del concepto de cambio en la
frase «Todo fluye». En estos usos del lenguaje médico se pone de manifiesto la presencia de algunos
principios básicos que quizá puedan forma parte de nuestra cosmovisión en la conceptualización y
representación lingüística de la realidad. El pensamiento científico está impregnado de las
ideologías, las mentalidades y del resto de las manifestaciones culturales y espirituales.
Otro ejemplo clásico es la visión del alma y la mente como un cuerpo, que es un recurso habitual
en nuestra lengua, al igual que en otros idiomas. En español son numerosas las expresiones tanto
cultas como populares en que sentimientos, afectos, sensaciones anímicas y facultades intelectuales
se describen por medio de metáforas físicas, materiales o corporales: heridas morales, nauseabundo,
romper el corazón, tragar ‘aceptar algo no deseado’, ceguera ‘incapacidad mental para percibir o
comprender algo’, corazón duro, alimento espiritual, dolor moral, bálsamo ‘algo que alivia una pena’,
diarrea mental ‘confusión’, sentimiento que devora, escocer ‘sentir dolor moral’, inspirar, estigma
‘deshonra, mancha moral’, tener tacto ‘tener diplomacia’, tener vista ‘ser perspicaz’, tener olfato ‘ser
perspicaz’, tener gusto ‘tener sensibilidad’, tener oído ‘tener predisposición para la música’, gimnasia
mental, levantar ampollas ‘causar indignación, enojo o enfado’, estar dolido, visceral ‘sentimiento
profundo’, purgar, irritación, denigración (del lat. denigrare ‘poner negro’), limpio de corazón,
amargura, dulzura, agrio, vigor, sinsabores.
Dado el carácter abstracto de los fenómenos espirituales y psíquicos, es normal que se acuda a
metáforas corporales para describirlos, conforme al principio general de concebir lo abstracto
(psiquismo) a través de lo concreto (materia). Sin embargo, no en todas las lenguas se eligen las
mismas metáforas corporales para expresar los mismos conceptos anímicos o mentales. Así pues, la
metáfora general o básica EL ALMA/LA MENTE ES CUERPO es común a muchas lenguas, lo que nos
hace pensar que se trata de un principio lingüístico-cultural universal, si bien se manifestará en
cada lengua con palabras y expresiones particulares que serán reflejo de creencias e ideas culturales
propias.
Para H. Kurath,[163] la razón de estas metáforas corporales para expresar sentimientos y
emociones radica en la naturaleza psicosomática de las mismas, es decir, en la indisolubilidad del
cuerpo y el alma y la mente. E. Sweetser[164] está de acuerdo en que la correlación entre nuestra
experiencia externa y nuestros estados cognitivos y emocionales internos puede contribuir al uso de

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la metáfora EL ALMA/LA MENTE ES CUERPO, si bien este paralelismo por sí solo no explica todos los
fenómenos de polisemia y cambio semántico. Este autor advierte que las metáforas son
unidireccionales, ya que van desde el dominio cuerpo al dominio mente, y no a la inversa.
Basándose en este hecho, Sweetser sostiene que, aunque puedan existir raíces psicosomáticas
reales, este paralelismo cuerpo-alma/mente es puramente figurado.
El paralelismo cuerpo-alma/mente manifestado en la lengua se fundamenta en dos principios: a)
un principio psicobiológico, es decir, un paralelismo psicosomático según el cual el cuerpo y el
alma/la mente están orgánicamente interrelacionados –como se ve en las enfermedades psíquicas
producidas por dolencias físicas y viceversa, o en las manifestaciones corporales de los sentimientos
(el rubor, por ejemplo)–; y b) un principio antropológico, esto es, una correlación semiótica de
rasgos físicos y rasgos morales codificada culturalmente. Por ejemplo, en el código cultural
occidental se ha establecido un sistema de equivalencias culturales en el que la verticalidad se
asocia a la elevación moral y la espiritualidad, la circularidad a la perfección, etc. El código cultural
predominante ha creado un conjunto de categorías cromáticas (claro-oscuro, blanco-negro),
topológicas (alto-bajo), geométricas (línea recta-línea curva), etc. que se proyectan sobre la relación
cuerpo-alma/mente. Por ejemplo, la cabeza adquiere un significado simbólico derivado no solo de la
realidad biológica y psíquica (la cabeza como órgano que aloja el cerebro, sede del pensamiento y la
razón), sino también de la convención cultural topológica de lo alto y lo bajo como posiciones de
dominio y subordinación respectivamente. El hígado, en la jerarquía de los órganos corporales
establecida por el cristianismo, ocupa un lugar degradante, por su posición inferior en el tronco del
cuerpo, en el vientre y junto a los genitales, convirtiéndose en sede de la voluptuosidad y la
concupiscencia.
La creencia de que los órganos corporales son sede de sentimientos o facultades da origen a una
simbología de las partes del cuerpo, que se manifiesta en la fraseología de cada lengua; así, por
ejemplo, en español tenemos varios símbolos: la boca como símbolo de la facultad del lenguaje
(callar la boca, cerrar la boca, de boca en boca, no decir esta boca es mía, poner en boca, quitar de la
boca, tapar la boca); la lengua como símbolo del habla (irse de la lengua, tener algo en la punta de
la lengua, tirar de la lengua, darle a la lengua, y palabras como deslenguado, lengüaraz o
lengüilargo; el brazo como símbolo de la fuerza (a brazo partido) y símbolo de la acogida fraterna
(con los brazos abiertos); la cabeza como símbolo de la inteligencia y el juicio (tener cabeza, cabeza
a pájaros, calentarse la cabeza, subirse a la cabeza, perder al cabeza, sentar cabeza, tener la cabeza
en su sitio); el ojo como símbolo de la perspicacia (tener ojo, abrir los ojos, estar con cien ojos, estar
con los ojos bien abiertos, andar con ojo, mucho ojo); el corazón como símbolo del amor (tener
corazón y palabras como corazonada, cordial, cordialidad, discordia).
Existen también algunos casos en que perduran en la lengua creencias o asociaciones perdidas;
así, la creencia de que el corazón es sede del entendimiento, como se aprecia en las palabras
concordia, discordante, acordar, acorde, acuerdo, discordia (derivadas del latín cor ‘corazón’), así
como la idea de que es órgano de la memoria, reflejado en acordarse y recordar. La palabra recordar
significa literalmente ‘volver a tener en el corazón’. Su origen está en la creencia de que el corazón
es el centro vital que asegura la circulación de la sangre, lo que le convierte en sede de funciones
intelectuales, no solo afectivas.
En otras lenguas se establecen otras asociaciones entre órganos corporales y funciones psíquicas y

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espirituales. Los murrinhpatha, pueblo de Australia, consideran que el estómago (marda) es la sede
de las emociones, lo que ha originado toda una serie de designaciones: mardabay (desilusionarse),
mardarde (conocer los pensamientos de otros), mardakat (estar enfadado), mardan (estar
satisfecho), mardangkardu (conocer los sentimientos de otro; literalmente ‘ver el estómago de
otro’).[165] El estómago (ich) es también sede de sentimientos en dholuo, lengua africana, que
dispone de palabras como ichwang (ira; literalmente ‘estómago ardiendo’) e ichkuar (maldad,
mezquindad; literalmente ‘estómago rojo’). Consideran que la generosidad, los malos deseos, los
sentimientos nobles y otros afectos salen del hígado (chuny), órgano de la sabiduría y de las
emociones intelectuales y éticas.[166] La relación entre al aire y el alma es común a muchas
culturas. En griego, la palabra neumo significa ‘aire’ y ‘alma’, al igual que en hindú, donde atman
‘alma’ procede de la palabra que designa la respiración.
También son frecuentes las metonimias en que se emplea el gesto por el sentimiento (designación
de un sentimiento, acción o actitud por el gesto que lo acompaña) o el órgano por la facultad (se
designa la facultad física o psíquica por medio del órgano corporal que se considera su sede). Entre
las primeras tenemos enseñar los dientes, frotarse las manos, cruzarse de brazos, con los brazos
abiertos, arrimar el hombro, encogerse de hombros, dejar las manos libres, echar una mano. En
yoruba,[167] sentirse avergonzado se expresa con la palabra tíju, que literalmente significa
‘cubrirse los ojos’; en japonés,[168] enfurruñarse se traduce por hoo o fukuramaseru ‘inflar los
carrillos’.
Son abundantes las hipérboles basadas en la exageración de fenómenos del cuerpo o de alguna de
sus partes para referirse a realidades abstractas; así, los estados o sensaciones físicas, como la risa
(desternillarse, morirse de risa, descojonarse), el hambre (tener el estómago en los pies), el llanto
(llorar a moco tendido); los sentimientos y estados o sensaciones psíquicas, tales como el miedo
(morirse de miedo, cagarse de miedo, ser algo espeluznante ‘que revuelve el pelo’, ponerse los pelos
de punta); las actitudes, como la insensatez (perder la cabeza), la rapidez o diligencia (perder el
culo), la adulación o el servilismo (lamer el culo), el interés o las atenciones hacia alguien (ser todo
oídos), la precaución (andar con cien ojos), el esfuerzo (dejar[se] la piel), la religiosidad excesiva
(mear agua bendita); y las acciones, como la verborrea (hablar por los codos).
En todos estos casos se aprecia el uso de lo concreto por lo abstracto, que constituye uno de los
mecanismos básicos para conceptualizar la realidad mental y espiritual. En las expresiones
anteriores podemos establecer una correlación entre realidades abstractas y realidades concretas:
jocosamente, la risa se asocia con la ruptura de las ternillas, la dislocación de testículos e incluso la
muerte; el hambre, con la caída del estómago; el llanto, con la secreciones mucosas; el miedo, con
los excrementos, el erizamiento del vello y la piel, y también con la muerte; la rapidez, con la
pérdida de las nalgas; el esfuerzo, con la pérdida de la piel; la precaución, con los ojos abiertos y
atentos; la verborrea, con el uso de los codos para el habla; y la religiosidad, con la micción de agua
bendita. Algunas de estas expresiones tienen una base real, pues describen de forma hiperbólica
sensaciones físicas, como el dolor muscular en la risa, la secreción de mocos en el llanto y la
defecación en estados de miedo.
El paralelismo cuerpo-alma/mente está muy presente en el refranero, que advierte del significado
espiritual o moral de los rasgos de la cara y del cuerpo. Los refranes en que se atribuye un valor
moral a la apariencia física se basan en la fisiognómica, o ciencia que trata de descubrir el carácter

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de una persona por medio de sus rasgos corporales. Es una disciplina muy antigua, cuyos primeros
testimonios los hallamos en los poemas homéricos, en que, por ejemplo, se describe a Tersites por
su cabeza puntiaguda, prototipo de las personas resentidas, frente a los bellos héroes. La literatura
clásica española está también plagada de descripciones similares, y la fisiognómica no solo está
presente en fuentes literarias, sino también científicas. En el Renacimiento, científicos como
Gianbattista della Porta y Juan Huarte de San Juan escribieron tratados en que establecían un
paralelismo canónico entre temperamentos y constituciones corporales. Asimismo, la fisiognómica
está en la base de la frenología, fundada por F. J. Gale (1758-1828), ciencia que trataba de conocer
las cualidades, facultades y defectos psíquicos de las personas mediante el análisis de las formas del
cerebro.
Existen refranes sobre la estatura (En cuerpo chico, mucha alma cabe; Hombre chico, vano y
presumido; Hombre chico, venenizo), la barba (Lampiño, cara de niño; Quijadas sin barba, no
merecen ser honradas), la obesidad (Hombre gordinflón, hombre bonachón), el estrabismo (Con
hombre bisojo, ándate con ojo), la boca (Boca ancha, corazón estrecho), el cabello (Cabello largo,
meollo corto), la cabeza (Cabeza grande, poco seso y mucho aire), la nariz (Hombre chato, hombre
traidor), y la cara (La cara es el espejo del alma; La carita, de santo, y los hechos de diablo).
Todos estos somatismos ponen nuevamente de manifiesto el valor del cuerpo en la
conceptualización de nuestras funciones intelectuales, sensaciones y sentimientos, ligados siempre a
la realidad física. Son un ejemplo claro de que el fundamento de las clasificaciones lingüísticas de la
realidad es doble: a) biológico (el mundo externo en sí, que es impuesto a la mente y a la
percepción humanas), y b) cultural (el conjunto de convenciones sociales construidas
culturalmente). Biología y cultura mantienen, pues, una relación dialéctica como fuerzas en la
construcción lingüística del mundo. A través de la lengua general, coloquial y vulgar es fácil apreciar
la visión que en nuestra cultura popular se tiene de la inseparable relación cuerpo-alma/mente. Al
margen de las doctrinas filosóficas y científicas, en el pensamiento expresado a través de la lengua
cristaliza la constatación de la experiencia del hombre medio de que entre el cuerpo y el alma hay
una íntima vinculación.

Fosilización lingüística
Afirma M. Wandruszka –al preguntarse si una lengua contiene una «cosmovisión caracterizada y
caracterizante»–,[169] que «cada lengua contiene formas y estructuras motivadas y otras sin
sentido,[170] que se han vaciado de sentido, puesto que el espíritu vivo ha cambiado y el cambio de
las formas y estructuras de la lengua no va al paso de la renovación del espíritu [...] Todas nuestras
lenguas están llenas de restos,[171] vivos en otro tiempo, de ideas muertas hace mucho tiempo».
Esta afirmación, aunque cierta en muchos casos, debe aplicarse con cautela en otras palabras y
expresiones, pues la pérdida de las creencias bajo las que estas se crearon es tan solo aparente, ya
que las ideas que subyacen en ellas se conservan en determinadas capas de la sociedad, y, en
ocasiones, gracias a las mismas expresiones que las contienen.
Este proceso de pérdida de vigencia de una idea y su mantenimiento inerte en determinadas
palabras o locuciones recibe el nombre de fosilización lingüística. Es producto de la desmotivación
semántica, que entendemos como la pérdida de la conexión que existe entre el significado de una
unidad léxica y el motivo por el que esta se creó. Se trata, por tanto, de una falta de

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correspondencia entre el sentido etimológico y el sentido convencional de una palabra o expresión.


Por ejemplo, átomo, etimológicamente ‘sin corte’, designó originariamente a la partícula mínima de
la materia y tomó su nombre de su condición de objeto indivisible. Una vez que los avances técnicos
y científicos lograron la división del átomo, la motivación se perdió, si bien el antiguo término siguió
designando al nuevo concepto. El átomo dejó de ser indivisible, pero continuó denominándose con
una palabra que significa ‘indivisible’. Este hecho es frecuente en la terminología científica, puesto
que la reconceptualización de las nociones de la ciencia que es producto de la continua renovación
de los conocimientos, no siempre va acompañada de un cambio de denominación. Son los casos de
cambio semasiológico sin cambio onomasiológico.
Sin embargo, es frecuente que algunos elementos o postulados de teorías ya superadas se
conserven vivos en palabras y locuciones. Este es el caso de buena parte de las expresiones con la
palabra sangre, creadas en el marco de la teoría humoral de la medicina antigua, la cual perdió su
vigencia científica durante los siglos XVI y XVII, aunque algunas de sus ideas se conservan en la
cultura popular. Las expresiones hervir la sangre, subirse la sangre a la cabeza y hacerse mala
sangre han permanecido en la lengua, a pesar de que el principio cultural que las creó no esté
vigente, al menos en el pensamiento científico. Son unidades fraseológicas que, tras perder total o
parcialmente su sentido originario y literal como consecuencia de los cambios sociales y culturales,
han perdurado en el repertorio lingüístico de la comunidad hablante.
La teoría humoral, base del pensamiento fisiológico y patológico del galenismo, sistema médico
vigente durante más de dos mil años en la cultura occidental, estaba basada en el concepto de
humor. Se entendía por dicho término un elemento secundario, fluido y no descomponible en
sustancias más simples, que resultaba de la combinación de los elementos primarios –aire, agua,
tierra y fuego–. En cada uno de los humores predominaba un elemento, y cada elemento era
portador de un par de cualidades (enantiosis). Las cualidades eran humedad, sequedad, frialdad y
calor. El humor sangre, en que predominaba el elemento aire, era caliente y húmedo. El término
humor sigue empleándose hoy con el sentido de ‘estado anímico’, y ‘comicidad’, y en expresiones
como tener sentido del humor o estar de buen humor.
Algunos autores clásicos de la medicina antigua grecolatina propugnaban que la sangre era la
fuente del calor corporal y vehículo de las pasiones. En la fisiología de la teoría hemocéntrica, la
sangre era el elemento calórico: humor caliente del que dependen la vida y la muerte; de ahí que
ésta no fuera sino la separación del elemento ígneo de la sangre. El fuego-calor de la sangre
determina la respiración, principal manifestación de la vida, por lo que su total enfriamiento
representa la suspensión del pensamiento y de todas las funciones vitales.
La doctrina hemocéntrica asignaba a la sangre una función orgánica y psíquica –vital, racional y
sensorial–. La vida psíquica del hombre dependía de la función de mezcla sanguínea. Según Platón,
el aumento de ritmo cardíaco que acompaña a la ira y al sentimiento de peligro tiene su causa en el
«fuego», en un aumento de temperatura que determina el «bullir» de la sangre en el corazón. Esta
idea hemocéntrica que vincula orgánicamente el calentamiento y bullición de la sangre con el
apasionamiento y la ira subyace en expresiones como hervirle a alguien la sangre, y otras
sinónimas. Con ellas se expresa el entusiasmo y la fogosidad, pero también la exasperación y la
cólera. Cuando un sujeto realiza una acción sin arrebato y serenamente, se dice que ha obrado a
sangre fría. De las personas calmosas, que no se alteran por nada, se dice que tienen sangre de

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horchata, aludiendo a la frescura e inalterabilidad de la bebida. La falta de irritabilidad se expresa


también con la locución no tener sangre en las venas, referido al hecho de carecer del calor
sanguíneo que produce la ira y el enfado.
En virtud de la ley del equilibrio térmico, el calentamiento iba acompañado de un proceso de
enfriamiento. Si la sangre era el principio del calor, el cerebro encarnaba un papel negativo: es el
polo opuesto al corazón, la privación de la sangre y la ausencia total de actividad perceptiva. Por
eso, frente a la función calórica de la sangre, el cerebro, órgano privado de sangre, cumplía una
función refrigerante. Era el órgano frío por naturaleza, encargado de temperar el calor y la
ebullición de la sangre y el corazón. Esta polaridad sangre-calor/cerebro-frío, en el contexto de la
filosofía aristotélica, representa la idea de medietas, del punto medio, como ideal ético y natural. La
lengua coloquial ha recogido también esta idea, cristalizándose en la expresión subírsele a alguien la
sangre a la cabeza, para designar el calentamiento del cerebro, órgano frío, por efecto del
ofuscamiento mental. En la patología galénica, la enfermedad es concebida como una alteración y
desequilibrio de los humores. Entre tales alteraciones, se encontraba la corrupción y putrefacción de
la sangre. Esta idea ha llegado hasta nuestros días, fijada en las expresiones pudrírsele a alguien la
sangre, revolvérsele a alguien la sangre y hacerse alguien mala sangre, para indicar la alteración del
estado anímico como consecuencia de la irritación o la preocupación. En suma, la concepción de la
sangre como fuente del calor corporal y origen de los movimientos anímicos del apasionamiento y la
ira ha quedado cristalizada en un conjunto de locuciones de nuestra lengua que son una muestra
significativa de la perdurabilidad de la tradición.
Junto a estas expresiones sobre los humores y la sangre, aún perduran otras basadas en el
naturalismo hipocrático, como cambiar de aires, asociada al ecologismo o ambientalismo hipocratista
que consideraba que el aire y el ambiente eran factores determinantes de la salud humana.
Asimismo, algunos refranes como Cura al enfermo el tiempo y lo achacan al ungüento encierran
también la concepción naturista de Hipócrates, que resumía en la expresión natura vix curatrix, es
decir, en su visión de la naturaleza como fuerza curadora. La idea galénica del catarro –y de otros
fenómenos fisiológicos como la digestión– concebida como cocción se encuentra en el refrán
Resfriado cocido, dalo por ido.
La perduración popular de la teoría humoral del galenismo en el lenguaje general se refleja
asimismo en otras palabras y expresiones. El mismo término griego humor ‘elemento secundario del
cuerpo que es sustrato material de las cualidades elementales’, se concerva actualmente con el
significado de ‘estado anímico’ y de ‘gracia, hilaridad’, así como las palabras que designaban los
temperamentos o tipos psicosomáticos: melancólico, bilioso, flemático, atrabiliario, colérico y
sanguíneo. La teoría humoral asignaba a determinados órganos la morada o asiento de cada uno de
los humores. Así, la bilis amarilla, que era el humor que predominaba en las personas de
temperamento bilioso o colérico, tenía su sede en el hígado, de ahí que a este órgano, como morada
de las pasiones, se le atribuyera la causa del talante airado o nervioso. Estas ideas hacen que, en
nuestra cultura, el hígado esté asociado a la cólera y la bilis a la animosidad, hecho relacionado con
el sabor amargo de la bilis. Estas ideas coinciden con el pensamiento árabe y chino. Para la cultura
china, el hígado es el generador de las fuerzas, del valor y las virtudes guerreras; en algunas
lenguas asiáticas, los conceptos de ‘hígado’ y ‘valor’ se designan con la misma palabra.
Las asociaciones basadas en la antigua doctrina humoral griega se reflejan en las siguientes

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expresiones actuales: tener hígados ‘poseer coraje, ánimo’, malos hígados ‘mala voluntad’, poner
algo a alguien del hígado ‘poner nervioso, irritado’, saltar la hiel ‘exaltarse por la envidia’. Al ser el
hígado la sede de la bilis amarilla y causa de la ira, la rabia que produce la envidia produciría la
secreción de la hiel, líquido viscoso fabricado por el hígado; así, tenemos, echar bilis ‘exaltarse por la
indignación o la ira’, ponerse verde de envidia, por el color entre verdoso y amarillento de la bilis,
sede de la envidia, el refrán Ante el hambriento no comas tu miel, para que no se salte la hiel, que
se refiere a la secreción de la hiel por el hígado ante el sentimiento de envidia, tragar bilis ‘aguantar
la rabia o la indignación’. En algunas zonas de Hispanoamérica son corrientes expresiones similares,
como hincharse el hígado, reventar el hígado, caer en la punta del hígado para expresar enfado o
disgusto.
En el lenguaje médico popular de algunas zonas del español, se emplean palabras o expresiones
como bilis, ataque de bilis, bilis derramada, derramamiento de bilis, regada de bilis o vesícula para
referirse a una enfermedad que se manifiesta por transtornos digestivos y el color amarillento de la
piel, y que está motivada por la secreción de bilis ante experiencias emotivas críticas, como la ira o
el coraje. El mecanismo de la enfermedad sería el calentamiento y la salida de la bilis del hígado y
su depósito en el estómago, lo que motivaría el malestar gástrico y la coloración de la piel.
Existen también expresiones referidas a la flema o pituita; este humor poseía su asiento en el
cerebro y su predominio en el organismo determinaba el carácter flemático, propio de las personas
tranquilas y sosegadas. De ahí procede la expresión flema británica, para referirnos a la
impasibilidad, al temperamento frío o la calma excesiva. También recibía el nombre de pituita.
Emparentado con este término, tenemos la palabra despepitado ‘sin pituita, nervioso’ y pitañoso,
antiguamente definido como ‘el que tiene los ojos blandos y corre el humor pituita por ellos’, y que
actualmente significa ‘legañoso, con los ojos tiernos’.
Las expresiones referidas a la bilis negra se basan en la creencia de que este humor es segregado
por el bazo y que era la causa de la melancolía. Con este término los griegos designaban el mismo
concepto que actualmente designa la palabra depresión. A esta bilis se le atribuía color negro por el
color del tejido esplénico que la segregaba. Es importante notar que en la medicina griega el origen
de este transtorno era orgánico, anticipándose parcialmente en varios siglos a la psiquiatría actual,
que atribuye la causa de la depresión a alteraciones bioquímicas del cerebro. La mencionada
asociación explica que la palabra inglesa spleen –derivada del griego esplén(io) ‘bazo’–, que pasó al
español esplín ‘depresión’, signifique tanto ‘bazo’ como ‘depresión’.
La desmotivación es un fenómeno que pone de manifiesto la falta de simetría total entre lengua y
cultura. Por ejemplo, la palabra actual colérico ‘persona irritable’ procede del griego cholé ‘bilis
amarilla’. El concepto original tomó su nombre del hecho de que a las personas con carácter irascible
la medicina les atribuía un predominio de la cholé o bilis amarilla en su organismo. La motivación del
término nos sitúa en el marco cognitivo de la teoría humoral, que no pertenece al pensamiento
científico actual, sino a la doctrina médica galénica, que perdió su plena vigencia en el siglo XVII.
Por tanto, la palabra colérico está motivada morfológicamente y es reflejo de una cosmovisión que
incluía la creencia de que el temperamento dependía del predominio de un humor, pero en absoluto
refleja la cultura o visión científica actual. Consiguientemente, se trata de un dato lingüístico que
refleja un dato científico-cultural, pero no vigente y, por lo tanto, poco revelador del pensamiento
biomédico actual, aunque pueda estar presente en las creencias populares de algunos hablantes.

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La pervivencia lingüística y cultural de ideas aisladas correspondientes a sistemas médicos o


científicos ya superados no debe entenderse como una simple fosilización de conceptos muertos,
pasivos y estáticos, sino como un producto de la circularidad derivada de la comunicación, la
vitalidad y el dinamismo de las ideas y creencias. Alejados de las metáforas geológicas que conciben
la cultura de forma estratificada y jerárquica, y que consideran dichas ideas o expresiones como
fósiles sin vida, creemos que no deben tomarse estas ideas pervivientes como simples estratos
inertes e culturalmente inferiores, sino como creencias mantenidas y renovadas que son fruto de la
circularidad dinámica de las ideas y los símbolos.
Esta pervivencia y vitalidad lingüístico-cultural de las ideas galénicas en la lengua general y
coloquial actual es una muestra de la relación entre las llamadas alta cultura y cultura popular. Esta
visión parte de los planteamientos de M. Bajtin sobre la circularidad de los elementos de la cultura
de élite y de la cultura popular en la Edad Moderna. Según este autor, la cultura erudita infiltra sus
productos en la cultura popular, y viceversa. Con condicionamientos ideológicos, políticos y sociales,
las distintas formas de cultura se influyen mutuamente y se difunden entre los distintos grupos
sociales.
Junto a las tesis bajtinianas, hemos de considerar también los postulados sobre las audiencias
activas propia de la sociología de la cultura mantenida por el movimiento de los cultural studies. Uno
de sus modelos teóricos es el modelo semiótico de encoding/decoding formulado por S. Hall.[172]
Según este sociólogo, la producción y la recepción de los mensajes constituyen dos momentos no
necesariamente simétricos del proceso de comunicación cultural. La descodificación no es una
operación pasiva, sino que constituye un proceso de asimilación desarrollado activamente en el
marco de los presupuestos culturales propios del receptor, que, influido por los condicionamientos
sociales que le rodean, optará por la asunción, la negociación o el rechazo del mensaje
emitido.

Consciencia lingüística de los hablantes


Toda unidad léxica posee una motivación (fonética, morfológica o semántica), a través de la cual se
pone en conexión lengua y cultura. Esta motivación es más o menos transparente en el momento de
la creación, pero con el paso del tiempo puede llegar a ser totalmente opaca para los hablantes. Las
metonimias y metáforas lexicalizadas (cabeza de alfiler), las onomatopeyas opacas (garganta), las
palabras cuya segmentación no es perceptible (hidalgo < hijo de algo) son formas semánticamente
desgastadas que han perdido su transparencia. Desde el punto de vista etnolingüístico, este
fenómeno de oscurecimiento de la motivación puede entenderse como la permanencia de una
unidad léxica que expresa o denota un contenido semántico relacionado en origen con un rasgo
cultural total o parcialmente desgastado. A los cambios culturales no sigue mecánica y causalmente
un cambio en la lengua, por lo que no es lícito inferir automáticamente datos culturales a partir de
datos lingüísticos.
Los hablantes emplean la lengua más o menos inconscientemente. Cuando una persona usa una
palabra, no es necesariamente consciente de su origen, su motivación y el significado cultural que
encierra como reflejo de valores sociales o creencias. La consciencia lingüística es la capacidad de
advertir y reconocer la motivación, la estructura y el funcionamiento de los hechos lingüísticos. Los

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estudios de M. Silverstein[173] han puesto de manifiesto que la consciencia lingüística se mide por
la capacidad metalingüística del hablante para descubrir y describir la lengua. Esta capacidad puede
ser metasemántica (explicaciones o glosas del significado de una palabra) o metapragmática
(explicaciones de cuándo y cómo debe emplearse una forma determinada, como, por ejemplo, un
tiempo verbal, un determinante, etc.). La consciencia no es homogénea en toda la lengua, sino que
cada elemento o aspecto será más o menos transparente dependiendo de sus propiedades
semióticas. Estas son:

1)Referencialidad. Los hablantes serán más conscientes de un elemento lingüístico cuanto mayor
sea su grado de referencialidad, es decir, de desempeñar la función referencial del
lenguaje.

2)Segmentabilidad. Los hablantes serán más conscientes de los elementos segmentables, esto es,
reconocibles como unidades discretas en la cadena hablada. Las marcas de tiempo y aspecto
(p. ej. morfema -aba de cantaba) son menos reconocibles que un adjetivo o determinante libre
que acompaña a un nombre.

3)Reconocibilidad fuera de contexto. Un elemento es más fácil de reconocer y describir cuanto su


uso más ligado esté a factores contextuales verificables independientemente. Los
demostrativos este, ese, aquel son más reconocibles en este sentido que el uso de tú y usted.

4)Deducibilidad descontextualizada. El hablante es más consciente de aquellas formas que pueden


describirse con más facilidad sin recurrir al contexto.

5)Transparencia metapragmática. Una forma es más reconocible cuanto más semejanza formal
exista entre la misma y su glosa o explicación metalingüística.

El nivel de consciencia y el grado de transparencia de la motivación están íntimamente ligados,


puesto que cuanto más desgastado semánticamente está un elemento lingüístico, más difícil es de
reconocer y describir metalingüísticamente. Por tanto, será arriesgado afirmar que una creencia o
valor descubierto en una palabra está compartido por todos los hablantes y es típico de su
cosmovisión si los hablantes no son conscientes de ello; mucho menos si además la palabra encierra
rasgos semánticos desgastados.
Conviene, pues, tener presente los siguientes hechos:

a)No toda categoría cultural está codificada léxicamente, es decir, conceptualizada


semánticamente y expresada mediante un significante.

b)No toda unidad léxica se corresponde con una categoría cultural sentida como relevante por
toda la comunidad lingüística.

Lexicalización y relevancia cultural


La lexicalización es el proceso por el que un concepto se codifica lingüísticamente en una unidad
léxica, la cual une un concepto o contenido semántico (significado) y una expresión verbal
(significante). En español y en lenguas tipológicamente afines, este proceso es una cuestión de
grado, pues comprende un continuo que va desde la lexicalización total a la lexicalización parcial:

a)lexicalización total o plena:

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– unidades léxicas sintéticas: palabras simples (cuerpo), derivadas (manosear) y


compuestas con fusión ortográfica (hidroterapia).

– unidades léxicas analíticas: compuestos sin fusión ortográfica (fibra muscular).

b)lexicalización parcial, media o semilexicalización, que se da en las unidades fraseológicas


(liberar insulina).

c)ausencia de lexicalización: combinaciones sintagmáticas libres, que pueden estar en vías de


lexicalización o fijación en forma de unidades fraseológicas

Según Whorf,[174] el hecho de que un concepto esté designado por una palabra simple o por una
palabra compuesta es índice del grado de integración cultural en un pueblo o comunidad. Se
considera que un término primario o simple corresponde a realidades muy arraigadas en una
cultura, mientras que los términos secundarios designarían conceptos menos integrados. Por
ejemplo, en la mayoría de las lenguas indoeuropeas, la palabra que designa la guerra es simple
(guerra, inglés war, alemán Krieg), dado que se trata de un concepto muy antiguo y muy arraigado
en la psicología de los pueblos europeos. En cambio, en diversas lenguas amerindias el concepto se
nombra con denominaciones compuestas. Los aztecas poseen la palabra yaoyotl, que es un
compuesto de yaotl ‘enemigo’. Para Luque Durán, esta diferencia entre indoeuropeos y aztecas se
debe a que los segundos son menos belicosos que los primeros.
Sin embargo, no podemos establecer una relación directa entre relevancia cultural y
lexicalización, pues se pueden dar las siguientes situaciones:

1. Lexicalización plena y relevancia cultural alta: en la sociedad española, el reconocimiento


social y administrativo de la existencia de parejas que conviven sin estar unidas legalmente, ha
hecho que sea precisa y necesaria la expresión pareja de hecho.

2. Lexicalización baja y relevancia cultural alta: en nuestra sociedad, y especialmente en el


pasado, el hecho de contraer matrimonio a causa de un embarazo, generalmente no deseado,
comporta especial relevancia social, pues supone romper ciertas normas y valores morales
tradicionales. Ese hecho relevante no se ha traducido en la existencia de un unidad léxica, sino en
expresiones débilmente lexicalizadas, como casarse embarazada o casarse en estado, y casarse de
penalti o casarse por el sindicato de las prisas en la lengua coloquial.

3. Lexicalización nula y relevancia cultural media o alta: existen conceptos culturales que carecen
de una unidad léxica que los expresen: los hijos sin padre se llaman huérfanos, pero las personas
sin hijos –la falta de descendencia es una situación amarga para muchas personas y, por tanto, muy
relevante en sus vidas– no poseen ningún nombre.

4. Lexicalización plena y ausencia de relevancia cultural: hay palabras cuyo referente posee
escasa importancia cultural o social para la totalidad de la comunidad hablante. En sí mismo, el
hecho de que exista una palabra en una lengua no revela que la cosa denotada sea necesariamente
importante en la cultura de sus hablantes. Debe considerarse su frecuencia de uso, el tipo de
usuarios que emplean la palabra y el contexto de uso. En español, por ejemplo, se han lexicalizado
varios conceptos relativos a la dificultad de pronunciar correctamente, tales como ‘hablar repitiendo
los sonidos’ (tartamudear), y sus hipónimos ‘tartamudear cambiando los sonidos’ (tartajear),

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‘tartamudear por vacilación’ (trastabillar) y ‘tartamudear por emoción o turbación’ (tartalear).[175]


¿Su simple existencia significa que para todos los hablantes actuales de nuestra lengua es
igualmente pertinente desde el punto de vista cultural distinguir y categorizar estas acciones? Si
seguimos la tesis del foco cultural, inferiríamos que en la mentalidad española es relevante
culturalmente distinguir esas acciones. ¿Realmente los hablantes medios del español sienten la
necesidad social y cultural de matizar hasta ese extremo si la pronunciación dificultosa se debe a la
emoción o la vacilación? ¿Es tan relevante para el hombre medio señalar ese tipo especial de
tartamudeo consistente en cambiar las letras?
Por tanto, ni todo contenido lexicalizado es relevante culturalmente, ni toda categoría relevante
culturalmente está codificada en la lengua. A. Ortony, G. L. Clore y Collins[176] llegan a similar
conclusión en su estudio sobre el léxico de las emociones: «La estructura de [este] no es isomórfica
con la estructura de las emociones mismas». Para estos autores, las palabras de una lengua reflejan
a veces nociones importantes, otras veces reflejan distinciones no tan importantes y en ocasiones
establecen distinciones sin importancia alguna. Wandruszka[177] reconoce la tentación de explicar
la «psicología nacional», la «psicología cultural» y la «psicología social» a partir de las distinciones
léxicas de una lengua. Sin embargo, es partidario de la prudencia, dados los límites de la causalidad
y la tensión entre estructura de las vivencias y estructura de la lengua. Según este autor, «las
estructuras instrumentales de nuestras lenguas reproducen las estructuras de nuestras vivencia, de
nuestro pensamiento, de forma extraña, imperfecta e imprevisible».[178] En su opinión,

las estructuras formales de nuestras lenguas no son una imagen fiel de nuestro pensamiento,
que tampoco son un sistema autónomo que lleva su fundamento en sí y que pueden aceptarse
las más extrañas irregularidades, ocasionadas por los más diversos azares históricos [...].[179]

Un ejemplo de esas irregularidades la ofrece el propio Wandruszka al analizar la falta de simetría


entre los pares ingleses sky-heaven y charity-love. Heaven era la única palabra, de origen
germánico, para designar al cielo. Con la entrada en inglés de la palabra danesa sky, se estableció
una distinción semántica entre ‘cielo sobrenatural’ (heaven) y ‘cielo natural’ (sky). Esta necesidad
de distinguir dos tipos de cielo no se sintió en el campo del amor. Tras la entrada de la palabra de
origen latino charity, no se estableció una distinción paralela ‘amor divino’-’amor humano’ con la
palabra germánica ya existente love. Wandruszka afirma que «[...] hay que constatar la
incoherencia de esta imagen del mundo propia de la lengua, que para el cielo cristiano emplea un
nombre propio, pero no para el amor celestial [...]».[180] Para este autor, el «carácter asistemático
y accidental del polimorfismo en nuestras lenguas» obedece al hecho de que están «condicionadas
históricamente de forma heterogénea».[181]
Existe además la idea de que la riqueza de una lengua depende de la abundancia de palabras y
que la pobreza léxica de un idioma es indicio de pobreza mental y cultural de sus hablantes. Según
esta opinión, actualmente el español está sufriendo un empobrecimiento léxico que es causa y
consecuencia del empobrecimiento intelectual de sus hablantes. En realidad, de las miles de
palabras que posee una lengua, cada hablante dispone de aquellas que conoce y le son útiles,
ignorando el resto. Es posible que el vocabulario de muchos jóvenes haya disminuido, pero el nivel
de disponibilidad léxica de un hablante no guarda correlación con su nivel de inteligencia ni con su

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capacidad discursiva, aunque obviamente sí con su nivel de conocimientos: cuantas más palabras se
conocen, más cosas se conocen. Dado, pues, que no todas las palabras son disponibles para todos los
hablantes de una misma lengua, no podemos considerar a todas las unidades léxicas por igual como
índice de los intereses y preocupaciones del pueblo, sin antes considerar su nivel de uso y extensión
social. Así, en una lengua podemos distinguir el acervo léxico y el léxico compartido. El primero es el
conjunto formado por la suma de todas las palabras empleados por toda la comunidad lingüística
(conjunto formado por la unión de palabras). El léxico compartido es el conjunto de palabras más
comunes a todos los hablantes (conjunto formado por la intersección de palabras). Cuanto mayor
sea una comunidad lingüística, mayor será su acervo léxico y menor su léxico compartido.
Algunos autores han puesto de manifiesto la importancia de la lexicalización, como E. H.
Lenneberg,[182] si bien no como reflejo del grado de relevancia cultural de una parcela de la
realidad (cultura —> lengua), sino desde el punto de vista de sus efectos sobre la cognición (lengua
—> pensamiento). Aunque reconoce que todo concepto puede ser expresado en cualquier lengua,
matiza que cada una lo expresará de forma diferente, y que precisamente esta manera peculiar de
formalizar los conceptos es lo realmente pertinente en los procesos cognitivos. Afirma Lenneberg
que «[...] the only pertinent linguistic data [...] is the how of communication and not the what. This
how I call the codification; the what I call the message».[183]Este autor llama codificabilidad
(codability) al grado de desarrollo expresivo que presenta un domino en una lengua, pero que, como
hemos señalado, no es analizado como índice del grado de importancia cultural de un área temática.
Además de las razones anteriormente expuestas sobre la falta de correspondencia entre
lexicalización y relevancia cultural, la tipología lingüística ha puesto de manifiesto algunos datos que
constituyen también argumentos a favor de esta ausencia de correlación entre lengua y cultura.
Basándose en Whorf y otros autores, la tipología nos ha enseñado que la lexicalización no es el
único procedimiento para codificar un concepto. Una de las técnicas lingüísticas por la que se
lexicaliza un contenido es, en efecto, la suplencia léxica (distinción boy/girl). Pero junto a esta,
existen otras técnicas, como la afijación (niño/niña) o la adjunción de complementos. Tal como ya
expusimos, según el principio de perspectividad enunciado por Moreno Cabrera, «lo que en una
lengua es manifiesto puede estar encubierto en otra».[184] Por esta razón, un concepto puede estar
expresado más explítamente en una lengua y estar más encubierto en otra, sin que ello implique
que sea menos relevante lingüística y culturalmente.
A pesar de mantener la idea de que una lengua no refleja la cosmovisión de un pueblo, es decir,
todos valores vigentes y compartidos por la totalidad de la comunidad lingüística, creemos que
determinados fenómenos lingüísticos pueden ser espejo de valores predominantes, y, a su vez,
grandes categorías conceptuales o cognitivas tienen una larga pervivencia en la lengua. En el primer
caso tendríamos a los neologismos, que suelen reflejar más fielmente las actitudes del momento en
que se crearon. Asimismo, los cambios de significación denotativa o connotativa que sufren algunos
campos semánticos muy sensibles a los valores sociales, como los adjetivos referidos a la gordura y
la delgadez, que se han visto afectados por el nuevo canon de belleza corporal, tal como ya
analizamos. Junto a esto, debemos señalar también que las categorías cognitivas constantes en una
cultura más o menos definida pueden estar subyacentes y vivas en el léxico; así, por ejemplo,
hemos señalado la noción del cambio y la analogía cuerpo-alma, que pueden tomarse como
categorías constantes del pensamiento occidental que se reflejan en numerosos fenómenos léxicos y

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gramaticales. No obstante, todas estas correspondencias nunca son totalmente sistemáticas, pues
encontramos irregularidades y asimetrías, fruto de la ausencia de determinismo y causalidad en los
hechos lingüísticos.

Correlación lengua-cultura
Whorf planteó la siguiente pregunta: «Are there traceable affinities between (a) cultural and
behavioral norms and (b) large-scale linguistic pattern?».[185]A pesar de ser considerado como un
relativista dogmático y extremo en algunos aspectos, el lingüista americano afirma:

I should be the last to pretend that there is anything so definite as «correlation» between
culture and language, and especially between ethnological rubrics such as ‘agricultural,
hungting’, etc. and linguistic ones like ‘inflected’, ‘synthetic’, or ‘isolating’.[186]

Como Boas y Sapir, Whorf rechazó la existencia de una correlación entre lengua y cultura, negando
que hubiera una relación predictiva entre rasgos concretos de una lengua y de una cultura, al igual
que entre una característica general o global de una y de otra. Defendió una «conexión indirecta»
de «afinidad» o de «coordinación» entre lengua y cultura, pero nunca una interacción necesaria y
causal. Pero Whorf se interrogó: «Which the first: the language patterns or the cultural norms?».
Partía para responder de la consideración de la lengua como una «sistema», no como un «conjunto
de normas», caracterizado, como toda compleja construcción sistémica, por la lentitud de sus
cambios. Frente a la lengua, situaba a la cultura extralingüística –considerada por Whorf como
menos sistémica, en contraposición con las ideas que ya empezaban a estar vigentes en su época
sobre el carácter sistemático de la cultura– a la que atribuía cambios más rápidos. La respuesta a la
pregunta anterior era, para Whorf, que «[...] the nature of language is the factor that limits free
plasticity and rigidifies channels of development in the mode autocratic way».[187]
H. Hoijer[188] ha intentado establecer el grado de correlación entre lengua y cultura de un
pueblo desde el punto de vista geolingüístico. Mediante el estudio de lenguas indígenas del suroeste
de EE. UU., ha comprobado que existen culturas similares con lenguas diferentes, y así como
culturas diferentes con lenguas semejantes, como es el caso de los hopi y los navajos. A nuestro
juicio, culturas semejantes pueden dar como resultado lenguas distintas y viceversa. El grado de
similaridad lingüística y cultural entre dos comunidades depende de razones genéticas y del tipo y
dirección de sus contactos, así como de la evolución cultural sufrida por dichas comunidades
lingüísticas.
El historicismo de Dilthey atempera algunos postulados del relativismo extremo, el cual establece
una relación causal o determinista entre lengua y cultura. Tomando la antinomia kantiana entre
voluntad y causalidad, Dilthey[189] consideraba que los hechos sociales no se explican por el mismo
tipo de causas externas que actúan en la naturaleza. Dadas las incoherencias, contradicciones y
multiplicidad de objetivos de las acciones humanas, estas deben obedecer a fuerzas no causales. Así,
hay que distinguir los fenómenos naturales, que se producen necesaria y regularmente por causas
eficientes, y los fenómenos sociales y culturales, acaecidos libre e irregularmente por motivos, esto
es, por intenciones o fines a los que el hombre dirige, con su libre albedrío –aunque en ocasiones
coaccionado–, su actuación. Estos motivos solo pueden ser conocidos subjetivamente, pues se hallan
en el interior del ser humano, como también señaló Dilthey al afirmar que «los hechos humanos nos

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son comprensibles desde el interior».[190]


Al igual que Whorf, casi todos los autores –excepto algunos, como Marr, que sostenía que la
lengua estaba determinada por la sociedad– coinciden en afirmar que no existe correlación entre
lengua y realidad extralingüística. Si consideramos el léxico y la cultura extralingüística como dos
variables, el primer elemento (L) es la variable dependiente y el segundo, la variable independiente
(C). En esta relación, no hay correlación bivariada (C —> L) ni correlación múltiple (C + otra
variable —> L) ni correlación parcial (C —> L, si concurre otra variable recurrente). Por tanto, debe
excluirse que la cultura (variable independiente) determine el léxico, esto es, que existe una
relación de causalidad entre cultura extralingüística y léxico. No hay pruebas de que la aparición de
un hecho cultural determine forzosamente un fenómeno lingüístico, estableciendo una relación de
causa-efecto. Este tipo de relación es:

si x, entonces y

En este caso, un fenómeno produce necesariamente un efecto siempre que aquel aparece,
estableciéndose, pues, una relación necesaria entre ambos. En la lengua, al contrario, un fenómeno
cultural no produce necesariamente un efecto en su estructura. Por ejemplo, hoy el paro laboral es
en España una realidad que ha provocado cambios en la sociedad y nuevos valores y actitudes hacia
los trabajadores y parados. Sin embargo, no se han creado palabras eufemísticas ni disfemísticas
referidas al paro y los desempleados, al menos en la lengua general. En el lenguaje técnico existe la
expresión temporalmente desocupado, que podría funcionar como eufemismo, pero que no ha
pasado a la lengua general. Desempleado o sin empleo son sinónimos con un valor similar a parado.
Esto demuestra la ausencia de causalidad o correlación entre lengua y cultura. Es el propio
hablante, quien haciendo uso de su libertad y voluntad, el que produce los cambios en la lengua,
condicionado por factores lingüísticos y extralingüísticos. Nunca está predeterminado o sometido
ciegamente a fuerzas externas que actúan como un motor situado fuera de él y sobre el que no hay
control.
La cultura extralingüística (creencias, valores, actitudes) influye en el léxico, pero no lo
determina. La aparición de un neologismo de forma, un desplazamiento semántico (el significado de
una palabra sufre un cambio en sus semas), una extensión semántica (una palabra adquiere un
nuevo significado que añade a los que ya posee) o la sustitución de una palabra por otra para
designar un mismo concepto son fenómenos en que la cultura extralingüística puede influir, pero
nunca sistemáticamente y muchas veces de forma paradójica. Existen algunos usos antisexistas
contradictorios que pretenden evitar el ocultamiento de la mujer: unos hablantes proponen emplear
el doble género (el médico-la médico/a), y otros aconsejan usar y promover la forma andrógina el
médico para referirse a ambos sexos, basándose en el caso de la víctima, por ejemplo.
Coseriu[191] afirma que la lengua no pertenece al orden causal, sino final, es decir, al tipo de
hechos que se determina por su función. Todo cambio lingüístico no se debe a una causa externa,
sino a una motivación dirigida a cumplir o satisfacer un fin. En la lengua, pues, no hay causas
activas ajenas a la misma, como en la naturaleza, sino condiciones, circunstancias o determinaciones
históricas por las que la lengua cambia, como señala Coseriu.[192] Este autor distingue dos tipos de
factores del cambio: los de primer grado, que son los factores «internos», es decir, relativos a la
«configuración del saber lingüístico» (divididos en sistemáticos y extrasistemáticos), y los de

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segundo grado, que son los factores «externos», sociales y culturales. Según Coseriu, estos últimos
factores

no determinan directamente la actividad lingüística: lo que ellos determinan es la


configuración del saber lingüístico, que, a su vez, es condición del hablar [...] Lo mismo cabe
decir de las «modificaciones en la estructura de las sociedad» invocadas, sobre todo por A.
Meillet, como razón última del cambio lingüístico. Las modificaciones en la estructura de la
sociedad no pueden reflejarse como tales en la estructura interna de la lengua, pues no se
trata de estructuras paralelas [...] Lo social es, sin duda, un importante factor indirecto en la
«evolución» lingüística [...][193]

Por tanto, un hecho cultural no puede ser una causa directa de un fenómeno lingüístico, sino una
condición o determinación histórica de segundo orden que interviene en la actividad lingüística
indirectamente, a través de lo que Coseriu denomina configuración del saber lingüístico. El lingüista
rumano entiende por este concepto el saber hablar, es decir, la dimensión de dynamis (actividad en
potencia) que posee una lengua –a la que añade la lengua como energéia (el hablar o actividad en
sí) y como érgon (lo hablado o producto realizado)–. En el saber hablar, por tanto, se distinguen tres
niveles: a) nivel universal (saber elocucional o saber hablar en general), b) nivel histórico (saber
idiomático o saber hablar una lengua concreta) y c) nivel individual (saber expresivo). La influencia
que la cultura extralingüística ejerce sobre el léxico, como ya señaló Coseriu, se produce de forma
directa en el saber hablar (actividad en potencia) y, a través de este, indirectamente en el hablar
(actividad en acto). Según Coseriu[194], los hechos lingüísticos siempre acontecen de forma libre y
producidos por el hablante, que está movido por fines concretos, aunque pueda estar influido, nunca
predeterminado ciegamente, por los conocimientos, las creencias y los valores propios de su cultura.
El lenguaje no está, pues, regido por la necesidad, sino por la libertad.

Diversidad cultural y variación lingüística


La idea de que una lengua es reflejo de una cosmovisión o mentalidad nacional se basa en un
concepto esencialista y colectivista de la cultura, la cual se concibe como un todo homogéneo y
uniforme. Sin embargo, en el seno de una misma comunidad lingüística existen distintas culturas y
subculturas, que dan origen a una diversidad que tiene su correlato más o menos perfecto en la
variación intralingüística, manifestada en los distintos geolectos, sociolectos, etnolectos, ergolectos,
tecnolectos y otras variedades de habla, así como en los diferentes registros o variantes estilísticas,
que están determinadas por el contexto, la intención, la distancia social de los participantes y el
campo temático de cada acto comunicativo. Estas subculturales o unidades culturales específicas
formadas por comunidades o grupos humanos cohesionados por algún factor social, son más
susceptibles de constituir agrupaciones cuyos rasgos lingüísticos propios o diferenciadores reflejen
rasgos culturales colectivos, comunes o compartidos.
Así, por ejemplo, en el lenguaje de los estudiantes españoles[195] podemos observar algunas
características lingüísticas que son un espejo de su mentalidad como estudiantes. Los motes o
apodos hirientes a los profesores (p. ej., el Hueso), las denominaciones peyorativas a las asignaturas

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(matracas para llamar a las matemáticas) y los verbos despectivos para denominar a la acción de
estudiar (chapar, quemar cejas, quemar neuronas, chupar flexo) son algunos rasgos que contienen
una visión del estudio determinada por la rebeldía ante una situación vivida como represión por la
disciplina escolar.
R. Morant y sus colaboradores han realizado diversos estudios etnolingüísticos centrados en
algunas variedades geográficas (Comunidad Valenciana, junto a M. Peñarroya;[196] en solitario,
habla del valle de Benasque[197]) y sociales (habla de los soldados, con Peñarroya;[198] habla de
las mujeres, en colaboración con Peñarroya y con J. Tornal[199]), así como dedicados a áreas
conceptuales de actualidad (junto a M. A. Verdejo, lenguaje sobre la anorexia;[200] y, en solitario,
lenguaje sobre el tabaco[201]). El hecho de que los soldados formen un grupo social bastante
cohesionado en su actitud hacia el servicio militar garantiza la validez de inferir una mentalidad a
partir de su lenguaje. Asimismo, discursos sobre aspectos sociales de actualidad –como la anorexia y
el tabaco–, construidos con un lenguaje sobre el que no pesa la desmotivación semántica, son
susceptibles de análisis encaminados a extraer datos sobre la mentalidad viva y dominante que
subyace a su lenguaje.
En su estudio sobre la relación entre la lengua y la cultura valenciana, Morant y Peñarroya han
analizado abundante material lingüístico (refranes, palabras, adivinanzas, dichos, cantares, nombres
propios, apodos, motes, apellidos, eslóganes, frases hechas, grafitis, insultos, bromas, fórmulas
mágicas, etc.) como muestra de la cultura de dicha comunidad autónoma. El corpus analizado es un
conjunto de manifestaciones lingüísticas que reflejan la cultura material y espiritual de un pueblo,
ordenado temáticamente conforme a las etapas del desarrollo evolutivo y a la realidad biológica y
social de la persona: nacimiento, infancia, noviazgo, casamiento, madurez, enfermedad, vejez y
muerte. Analizan para ello no solo el léxico, la fraseología y el discurso repetido, sino también
diversos géneros y fórmulas estereotipadas, tales como los textos lapidarios, las invitaciones y
felicitaciones de boda, la expresión del pésame, las esquelas y otros géneros. Su estudio pretende
ser un análisis etnográfíco-lingüístico de la conducta verbal de una comunidad territorial, sin
perseguir una caracterización global de la supuesta cosmovisión de los valencianos, lo que, a
nuestro juicio, confiere un mayor valor al estudio, ya que describe e interpreta sin excederse de los
límites razonables.
Asimismo, estos autores, junto con G. López, han analizado los rasgos lingüístico-culturales de la
variedad de habla de los soldados de reemplazo en España,[202] puesto que consideran que su
lenguaje refleja la mentalidad, la visión y la actitud social mantenida por los jóvenes hacia el
servicio militar obligatorio, a punto ya de desaparecer. Para Morant, Peñarroya y López, las dos ideas
que subyacen en este lenguaje son la obsesión por el tiempo que queda para terminar el servicio y
la actitud de rechazo hacia las obligaciones impuestas. A través del léxico, la fraseología y el
discurso repetido en que predomina la función emotiva y la connotación (palabras, pintadas,
acertijos, ripios y otros recursos verbales y no verbales), los soldados expresan su actitud contraria
al servicio militar. Así, se dan juegos verbales que indentifican realidades negativas de la mili con
títulos de películas (imaginaria = Solo ante el peligro; pelo = Lo que el viento se llevó) o parodias de
algunos textos, como el Padre Nuestro, que comienza: «Blanca[203] nuestra/ que estás en el aire,/
ven a nosotros tus dueños,/ hágase tu voluntad [...]». De acuerdo con J. Gómez Capuz y F.
Rodríguez,[204] en España, la rebeldía ante la reclusión y dureza de la disciplina militar se

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manifiesta mediante una serie de rasgos lingüísticos, tales como la manipulación ortográfica: paraka
(paracaidista), comandaka (comandante), baska, enkanta, etc.; y los despectivos: brigui (brigada),
sargi (sargento), lejía (legionario), follar (arrestrar), chupar guardias, pelar guardias, capador
(zapador), calimero (policia secreta).
Junto a la rebeldía de estudiantes y soldados de reemplazo, otras variedades de habla reflejan
más bien una conformidad con el mundo y una visión despreocupada, frívola y superficial de la vida.
Es el caso del lenguaje de los «pijos», conocida tribu urbana formada por jóvenes de clase alta. Los
rasgos de su habla reflejan una de las caras de su mentalidad, aquella derivada de su acomodada
situación económica, sin detrimento de que su visión del mundo contenga más caras o facetas
derivadas de otros factores sociales y culturales. Estos rasgos son el énfasis positivo (guay,
mogollón, súper, mazo, a tope, flipante, alucinante, superchachi, supermolón, que alucinas); los
apelativos cariñosos (chiqui, churri, my friend, peque, cari); los anglicismos lúdicos (fashion, qué
heavy, porfaplis, formado por redundancia a partir de por favor y el inglés please); los juramentos
humorísticos (te lo juro por Snoope, te lo juro por la cobertura de mi móvil, te lo juro por el caballito
de Ralph Lauren).[205] Muchos de estos rasgos lingüísticos han penetrado en la lengua general,
perdiendo parte de las connotaciones sociales que las asociaban a los «pijos».

Universalismo
Creemos que las teorías universalistas y las tesis relativistas que defienden la conmensurabilidad
–tratándose de lenguas, esta es equivalente a la traducibilidad– son perfectamente compatibles. A
nuestro juicio, los universales lingüísticos no han de explicarse exclusivamente por propiedades
innatas del organismo humano. La existencia de rasgos comunes a todas las lenguas se explica en
términos socioculturales de fines de la comunicación y de situaciones lingüísticas, además de por
rasgos psicológicos y biológicos propios de la condición humana. Por supuesto, el universalismo es
opuesto al relativismo exagerado que defiende una inconmensurabilidad lingüística total. Esta
implica que cada lengua representa una visión del mundo única e incompatible con las demás
cosmovisiones, sin que exista una base de comparación entre ellas y, por tanto, la posibilidad de
establecer equivalencias entre las mismas. Esta postura extrema, sostenida por Quine, no es
defendida por algunos de los relativistas más importantes, como Herder o Von Humboldt, padres del
relativismo lingüístico, o el propio Whorf, figura central de dicha doctrina.
Uno de los primeros proyectos de Whorf fue descubrir el fundamento primitivo que subyace a
todas las lenguas, mediante la búsqueda de un mundo de «noemas» formado por un conjunto de
relaciones estructuradas, múltiple pero dotado de una afinidad con la rica y sistemática organización
del lenguaje.[206] En su estudio sobre la composición en la lengua shawnee, quiso evitar el uso de
categorías gramaticales propias de las lenguas indoeuropeas, inadecuadas para la descripción de
lenguas de otras familias. Whorf empleó un metalenguaje descriptivo basado en la psicología de la
Gestalt. Para él, las categorías de fondo y figura eran independientes de cualquier lengua y podían
explicar el funcionamiento de todo idioma. Asimismo, creía en la existencia de similitudes
translingüísticas y pensaba que solo parcialmente la lengua representa una cultura única e
incompatible con las demás. Así, por ejemplo, para explicar las categorías cosmológicas de la cultura
hopi recurrió a conceptos occidentales presentes en inglés que guardan semejanza con la lengua
amerindia.

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Al igual que algunos filósofos románticos, Whorf defendió un relativismo con implicaciones éticas,
al considerar que la diversidad de las lenguas, como reflejo de la relatividad lingüística, es una
lección de hermandad que nos ha de permitir transcender los límites impuestos por la cultura
propia.[207] Esta idea es la que Fishman considera como un «tercer tipo» de whorfianismo, tras el
determinismo y el relativismo.[208] La inconmensurabilidad parcial –nunca total– de las lenguas no
es una consecuencia negativa del principio de relatividad, sino solo la constatación de un obstáculo
superable mediante el conocimiento de lenguas extranjeras, la traducción y la interlingüística. El
relativismo ha de ser, pues, no la negación del universalismo, sino el punto de partida de la
búsqueda de principios comunes y universales que permiten la comunicación y comprensión de
lenguas y culturas distintas. Los resultados aparentemente contradictorios de los distintos trabajos
sobre el problema de la relación lengua-cultura nos llevan a defender una síntesis de universalismo
y relativismo. Siguiendo la postura ecléctica de Kant, que intentó una síntesis entre racionalismo
platónico y empirismo, creemos que el conocimiento lingüístico no es reducible a principios innatos
(universalismo), pero tampoco es solo reflejo de la experiencia vital peculiar y propia de cada
cultura (relativismo).

Consideraciones finales

La lengua refleja la cultura, es decir, las creencias, los valores y las actitudes culturales propias de
mentalidades, visiones del mundo e ideologías diversas. Una lengua no contiene una sola
cosmovisión o cultura correspondiente a un único grupo o colectividad humana. Una lengua es el
sedimento histórico de la influencia que sobre la conceptualización semántica del mundo externo
ejerce la cosmovisión de las distintas generaciones y de los distintos grupos sociales y comunidades
culturales que hablan dicha lengua. El vocabulario puede ser reflejo, aunque indirecto y parcial, de
una mentalidad o visión del mundo mantenida por una comunidad más o menos homogénea y
cohesionada. No creemos que pueda tomarse globalmente el léxico de una lengua y relacionarlo con
una supuesta mentalidad común a todos los hablantes, considerada también globalmente,
estableciendo una relación biunívoca.
Esta mentalidad o cultura única de toda una comunidad lingüística es, para nosotros, inexistente
en lenguas habladas por comunidades culturales muy extensas geográficamente, heterogéneas y
diferentes, como es el caso del español. Existe la tentación de explicar la «psicología nacional», la
«psicología cultural» o la «psicología social» a partir de las distinciones léxicas de una lengua. El
hecho de que en la terminología del parentesco del español general o estándar no exista una
palabra para designar al tío político y sí exista para el padre político (suegro) –por escoger un campo
semántico muy utilizado en lingüística antropológica–, no implica que un labrador castellano, una
profesora chilena, un obrero argentino, un dependiente peruano, un pintor colombiano, una
ejecutiva mexicana, un funcionario uruguayo o un escritor dominicano compartan necesariamente
una misma visión de la familia y de las relaciones sociales.
No existe una correlación o conexión causal entre lengua y cultura. Entre ambas existe una
relación estrecha, pero no de tipo determinista, pues el hombre es siempre libre en sus actos. Los

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hechos lingüísticos siempre acontecen de forma libre y son producidos por el hablante, que está
movido por fines concretos, aunque pueda estar influido, nunca predeterminado ciegamente, por los
conocimientos, las creencias y los valores propios de su cultura. El lenguaje no está, pues, regido
por la necesidad, sino por la libertad y el azar.
La lengua es un sistema simbólico, cognitivo y comunicativo muy importante, pero no el único, ya
que el hombre dispone también de otros códigos semióticos de representación y comunicación
extralingüísticos, como la pintura, la escultura, los lenguajes formales, los sistemas de signos no
lingüísticos, etc. No estamos de acuerdo con un linguocentrismo extremo, para el que la lengua es la
esencia de la cultura y según el cual la cultura es inexistente descontextualizada lingüísticamente.
Muchos de los fenómenos lingüísticos que pueden atribuirse a causas culturales se pueden
explicar por razones estrictamente lingüísticas, como son la influencia del sustrato, los calcos, la
analogía gramatical, la deixis, la concordancia, etc. Así, los pronombres posesivos del español no
reflejan nuestra supuesta mentalidad posesiva de la naturaleza (el hombre como dueño y señor del
mundo). No expresan la idea de ‘propiedad’ sino que se trata de simples morfemas deícticos que
expresan la noción de ‘relativo a una persona’. El hecho de que podamos aplicar mi a nuestra esposa
(mi mujer) no significa que necesariamente todos los hablantes del español poseamos una visión de
la mujer como objeto de nuestra propiedad, sino simplemente estamos marcando la idea de ‘la
mujer relativa a mí’.
En un corte sincrónico o estado de lengua concreto existen palabras heredadas de épocas
anteriores, que encierran vivencias, creencias y valores pretéritos, que nada tienen que ver con el
presente. Podemos aislar rasgos culturales contenidos en palabras actuales que son, en realidad,
rasgos que pertenecen a cosmovisiones pasadas sin vigencia alguna, y atribuirles erróneamente el
valor de muestra de la cultura actual. Existen, pues, palabras y expresiones conservadas incluso
después de que las creencias culturales por las que se crearon han perdido vigencia.
Toda lengua carece de determinadas palabras concretas para algunos conceptos, pero no por un
defecto intrínseco de las lenguas, sino porque sus hablantes no han sentido la necesidad de nombrar
dichos conceptos, no han mostrado interés por lexicalizarlos o porque el azar no ha contribuido a
crear palabras para designar dichos conceptos. La inexistencia de una palabra para designar un
concepto en una lengua no implica que necesariamente en la cultura de sus hablantes no sea
relevante dicho concepto y mucho menos que sean incapaces de concebirlo.
La necesidad o relevancia cultural es solo un factor determinante más en la lexicalización o
establecimiento de categorías lingüísticas que designan referentes para la vida social y cultural de
una comunidad. Lo relevante etnolingüísticamente es el origen de cada distinción léxica, que
reflejaría la mentalidad del individuo que la creó, así como el proceso de difusión, que sería un signo
del contexto cultural y social. Para extraer algún dato etnolingüístico de la existencia de un campo
semántico, debemos analizar los valores culturales que subyacen a la creación de cada palabra. Así
como la innovación y difusión de una palabra reflejan hechos culturales más bien conscientes, su
conservación es un mero acto de imitación inconsciente sin significado etnolingüístico preciso. Por su
parte, la desaparición de una palabra o la pérdida de una distinción semántica, como nuevo hecho
de innovación léxica, vuelven a ser reflejo de valores culturales o sociales. Además debe tenerse en
cuenta el grado de conocimiento y la frecuencia de uso de las palabras del campo léxico. Aunque
estas se encuentren en el diccionario como vivas y estén disponibles para el hablante, si se usan con

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poca frecuencia, las distinciones semánticas puede que sean aún menos relevantes culturalmente.
La lengua no es un producto de las clases sociales que cambia de manera determinista e
inexorable con las transformaciones sociales y políticas. Las categorías lingüísticas no están
determinadas por las categorías ideológicas, gracias a una unidad dialéctica entre lengua y
pensamiento. No pueden aplicarse al funcionamiento del lenguaje las leyes históricas del
materialismo, según las cuales los cambios de las estructuras sociales y económicas producen
cambios en la estructura de las lenguas. Así pues, a cada período histórico o estadio (esclavismo,
feudalismo, capitalismo, socialismo) no le corresponde un tipo lingüístico distinto. Por tanto, dos
lenguas tipológicamente afines no corresponden a dos sociedades que se encuentran en el mismo
estadio de desarrollo social y están organizadas conforme a un similar modo de producción. La
lengua refleja las transformaciones sociales de la época, pero de manera muy compleja y a veces
paradójica.

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[18] Foley, W. A. (1997), p. 232
[19] Basso, K. (1990).
[20] ídem, p. 237
[21] Palmer, G. B. (2000), p. 158
[22] cit. por Palmer, G. B. (2000), pp. 162-174
[23] cit. por Palmer, G. B. (2000), p. 165
[24]ídem, pp. 177-178
[25]ídem, p. 178
[26] Luque Durán, J. de D. (2001), p. 556-558, p. 567
[27] cit. por Foley, W. A. (1997), p. 241
[28] cit. por Foley, W. A. (1997), pp. 243-244
[29]ídem, pp. 241-242
[30]ídem, p. 235
[31] Foley, W. A. (1997), p. 233
[32] Putnam, H. (1988), p. 52
[33] En español, estar hambriento significa ‘estar deseoso (de algo)’; por ejemplo: «Los hombres están
hambrientos de paz».
[34] Gell, A. (1996), p. 164
[35] Parkin, D. (1996)
[36] Pustejovsky J.; Boguraev, B. (1995)
[37] Putnam, H. (1975).
[38] Wierzbicka, A. (1985).
[39] Humboldt, W. von (1988)
[40] Weisgerber, L. (1962-71); cit. por Ebneter, T. (1982), p. 73
[41] Las cursivas son nuestras.
[42] Dewey, J. (1950), p. 72; cit. por Casado, M. (1988), p. 28-29
[43] cit. por Manchester, M. (1985), p. 77
[44] Whorf, B. L. (1956a), p. 221
[45] Sapir, E. (1949), p. 162
[46] Boas, F. (1966), p. 20
[47] ídem, p. 21-22
[48] ídem, p. 63-64 y p. 145
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[50]ídem, p. 63
[51] Sapir, E. (1949), p. 153
[52]ídem (1949), p. 12-13
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[58] Vinay, J.-P.; Darbelnet, P. (1958)
[59]ídem, pp. 507-509

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[60] Whorf. B. L. (1956a); Whorf, B. L. (1956b). V. más adelente el apartado dedicado al principio de
perspectiva.
[61] Whorf, B. L. (1956a), p. 134-159
[62] Lucy, J. (1992a), p. 70
[63] Lee, D. D. (1938), p. 89
[64]ídem (1959), p. 121
[65]ídem, p. 121-123
[66] Mathiot, M. (1979), p. 318
[67]ídem (1964)
[68] Hoijer, H. (1953), (1954), (1964a), (1964b).
[69]ídem (1953), p. 561
[70] Kluckhohn, C.; Leighton, D. (1962)
[71] Young, R. W.; Morgan, W. (1994)
[72] Hymes, D. (1966)
[73] ídem, p. 128
[74] Hernández Sacristán, C. (1999)
[75] ídem, p. 71
[76] La cursiva es nuestra
[77] Hernández Sacristán, C. (1999), p. 83
[78] Wierzbicka, A. (1991), p. 47 y ss.
[79] Hernández Sacristán, C. (1999), p. 79
[80] Cuenca, M. J. (2001)
[81] Foley, W. A. (1997), p. 259
[82]ídem
[83]ídem, pp. 122-123
[84] Malinowski, B. (1935); Malinowski, B. (1923)
[85] Duranti, A. (1992)
[86] Lakoff, G. (1972)
[87] Vossler, K. (1921)
[88] Rolhfs, G. (1979), p. 18
[89]ídem, p. 19
[90] Un ejemplo es la interpretación de los usos de los posesivos en español. De forma simplista y superficial, el
empleo de estos determinantes (p. ej., mi mujer, mi perro) a veces es explicado por una etnolingüística poco
rigurosa y atrevida como un reflejo de nuestras supuestas concepciones occidentales sobre la propiedad y la
posesión de las personas y las cosas; en realidad, a través de la sintaxis y la tipología sintáctica se explican
como simples usos deícticos, sin mayores implicaciones ideológicas o antropológicas. Los llamados posesivos son
deícticos que no expresan posesión, sino indican la idea de ‘relativo a la persona a la que nos referimos’. Así, mi
colegio no significa necesariamente ‘colegio de mi propiedad’, sino ‘colegio referido a mí’. El sentido deriva del
contexto, que, en este caso, podrá ser ‘colegio de mi propiedad’, si el enunciado lo construye el propietario, o
‘colegio donde estudio’, si la oración es emitida por un estudiante.
[91] Rolhfs, G. (1979), p. 24
[92] Rolhfs, G. (1979)
[93] ídem, p. 30
[94] ídem, p. 45
[95] ídem, p. 50
[96] ídem, p. 121
[97] ídem, p. 121
[98] A nuestro juicio, esta idea de la lengua como acumulación histórica de la experiencia colectiva debe ser
debidamente desarrollada, como haremos más adelante. Una lengua puede ser reflejo de la experiencia
colectiva, pero no de una sola colectividad, sino de la totalidad de colectividades que, sucediéndose a lo largo de
la historia, han hablado dicha lengua. Así pues, la concepción colectivista de la lengua como reflejo de la cultura
debe ser debidamente matizada.
[99] Ortega y Gasset. J. (1946), 193. Las cursivas son nuestras.
[100]ídem, pp. 12-13
[101]ídem, p. 388
[102] Marías, J. (1968), p. 151
[103] ídem
[104] ídem
[105] ídem
[106] ídem, p. 152
[107]ídem
[108]ídem, p. 153
[109] Saussure, F. de (1983), pp. 87-89
[110] Saussure, F. de (1995), pp. 48-49
[111] Bally, C. (1941), p. 76
[112]ídem
[113]ídem, p. 90
[114]ídem
[115] Bally, C. (1941), p. 184.

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[116] Baldinger, K. (1985), pp. 275-276


[117] cit. por Christmann, H. H. (1985), p. 93
[118] Christmann, H. H. (1985)
[119] Coseriu, E. (1981), p. 17
[120] Coseriu, E. (1982), p. 317
[121] Este reconocimiento de la existencia de cierto grado de universalismo cultural debe ser tenido muy cuenta
para evitar los excesos a los que el particularismo puede llevar. Muchas creencias o patrones de conducta, bien
por difusión cultural (aculturación), bien por génesis independiente, son comunes a muchas comunidades
culturales y son una muestra de la unidad psíquica de la especie humana. El descubrimiento de peculiaridades
etnolingüísticas de un idioma llevado al extremo es una tarea que puede conducir a la exaltación de la cultura
genuina de un pueblo como una creación única y pura, con los peligros que ello puede acarrear.
[122] Coseriu, E. (1978a), p. 193
[123] Coseriu, E. (1991), p. 39
[124] ídem, p. 109
[125] Casado Velarde, M. (1988)
[126]ídem, p. 55
[127]ídem, p. 101-110
[128] Wierzbicka, A. (1986)
[129] López García, A. (1993)
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[132] Herskovits, M. J. (1950); Hymes, D. (1964)
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[135] Moreno Cabrera, J. C. (2000), p. 186-87.
[136] Jacobson, S. A. (1984)
[137] Lowe, R.; Guillaume, F. G. (1983)
[138] González de Pérez, M. S.; Rodríguez de Montes, M. L. (2000).
[139] Greenfield, P. M.; Bruner, J. S. (1966).
[140] Entendemos aquí la comunidad lingüística como conjunto de hablantes que usan la misma lengua.
[141] Las definiciones señaladas a continuación están tomadas de Hudson, R. A. (1981), pp. 35-40.
[142] Estos interrogantes hacen más difícil la consideración del lengua española como reflejo de la cultura de un
pueblo. Es casi imposible delimitar la agrupación humana que forma su comunidad lingüística, dada la diversidad
de situaciones sociolingüísticas del español. No negamos que las lenguas habladas por colectividades más
reducidas y cohesionadas culturalmente –que constituyen un pueblo en sentido clásico– estén más cerca de
reflejar una sola cosmovisión.
[143] Haugen, E. (1977)
[144] Taylor, J. R.; MacLaury, R. E. (eds.) (1995)
[145] Bohnemeyer, J. (1998)
[146] Cuenca, M. J.; Hilferty, J. (1999), p. 81
[147] MacDonald, M. (1989)
[148] Fishman, J. (1960), (1980), (1982)
[149] Bright, J. O.; Bright, W. (1970), p. 76. Conviene tener presente que, en el trabajo citado, estos autores
toman a la gramática como variable lingüística y al léxico como variable cultural. Pero no por ello su afirmación
pierde total validez.
[150] Story, G. L.; Naish, C. M. (1973).
[151] Hohulin, E. L. (1986)
[152] Luque Durán, J. de D. (2001), p. 578
[153] Whorf, B L. (1956b), p. 5
[154] ídem
[155] Lucy J. A. (1992a), p. 31
[156] Moreno Cabrera, J. C. (1987), p. 122
[157] Sohn, H. M.; Berner, B. (1973), p. 270
[158] Moreno Cabrera, J. C. (2000), pp. 106-112
[159] Wandruszka, M. (1976), p. 12
[160] ídem, p. 14
[161] Coseriu (1978b)
[162] Las dietas estrictas e incontroladas para alcanzar la figura delgada que exige este canon de belleza han
provocado graves problemas de salud, como anorexia y bulimia, especialmente en mujeres jóvenes y
adolescentes. Ante la extensión del problema y su impacto social, el Parlamento español ha puesto en marcha
una comisión para estudiar el asunto, y tratar de evitar que las modelos de pasarela ofrezcan esa imagen de
extrema delgadez, y que los fabricantes de ropa cambien el tallaje de las prendas. Asimismo, los médicos
defienden que no existe el peso ideal aplicable a todas las personas, sino que cada individuo posee su propio
peso ideal, según su constitución física y sus hábitos.
[163] Kurath, H. (1921)
[164] Sweeter, E. (1990), p. 30
[165] Luque Durán, J. de D. (2001), p. 513
[166] ídem
[167] Johson, S. (1921), p. XIV

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[168] Luque Durán, J. de D. (2001), p. 76


[169] Wandruszka, M. (1976), p. 11
[170] En realidad, no existen palabras motivadas y no motivadas, pues todas las expresiones están motivadas,
sino palabras transparentes y no transparentes (que han perdido la transparencia de su motivación). A esta
pérdida es a lo que Wandruszka «[palabras] sin sentido».
[171] Las cursivas son nuestras.
[172] citado por Ariño, A. (2000), p. 190
[173] Silverstein, M. (1981)
[174] Luque Durán, J. de D. (2001), p. 93
[175] Jiménez Hurtado, C. (1997), p. 198
[176] Ortony, A.; Clore, G. L., Collins, A. (1996), p. 11
[177] Wandruszka, M. (1976), p. 143
[178] ídem, p. 174
[179] ídem, p. 267
[180] ídem, p. 57
[181]ídem, p. 111
[182] Lenneberg, E. H. (1953)
[183] ídem, p. 467
[184] Moreno Cabrera, J. C. (1987), p. 122
[185] Whorf, B. L. (1956a), p. 138
[186]ídem, pp. 138-139
[187]ídem, p. 156
[188] Hoijer, H. (1954)
[189] Dilthey, W. (1980)
[190]ídem, p. 83
[191] Coseriu, E. (1978b), pp. 29-30
[192]ídem, p. 114
[193]ídem, pp. 114-115
[194] Coseriu, E. (1978b)
[195] Morant, R. (2002)
[196] Morant, R.; Peñarroya, M. (1995)
[197] Morant, R. (1995)
[198] Morant, R.; Peñarroya, M.; López, G. (1997-98)
[199] Morant, R.; Peñarroya, M.; Tornal, J. (1997)
[200] Morant, R.; Verdejo, M. A. (en prensa)
[201] Morant, R. (en prensa)
[202] Morant, R.; Peñarroya, M.; López, G. (1997-98)
[203] La blanca es la cartilla militar, y alude al color de las tapas.
[204] Gómez Capuz, J; Rodríguez, F. (2002)
[205] Vigara Tauste, A. M. (2002)
[206] Whorf, B. L. (1956a)
[207] ídem
[208] Fishman, J. A. (1982)

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