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Palabras de Bienvenida.
Oración inicial
Señor Jesús, manso y humilde.
Desde el polvo me sube y me domina esta sed de que todos me estimen, de que todos me quieran.
Mi corazón es soberbio. Dame la gracia de la humildad, mi Señor manso y humilde de corazón. No
puedo perdonar, el rencor me quema, las críticas me lastiman, los fracasos me hunden, las
rivalidades me asustan.
No sé de donde me vienen estos locos deseos de imponer mi voluntad, no ceder, sentirme más que
otros... Hago lo que no quiero. Ten piedad, Señor, y dame la gracia de la humildad.
Dame la gracia de perdonar de corazón, la gracia de aceptar la crítica y aceptar cuando me corrijan.
Dame la gracia, poder, con tranquilidad, criticarme a mi mismo.
La gracia de mantenerme sereno en los desprecios, olvidos e indiferencias de otros. Dame la gracia
de sentirme verdaderamente feliz, cuando no figuro, no resalto ante los demás, con lo que digo, con
lo que hago. Ayúdame, Señor, a pensar menos en mi y abrir espacios en mi corazón para que los
puedas ocupar Tu y mis hermanos.
En fin, mi Señor Jesucristo, dame la gracia de ir adquiriendo, poco a poco un corazón manso,
humilde, paciente y bueno. Cristo Jesús, manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al
tuyo. Amén.
Corte musical
Las enseñanzas de Jesús sobre la humildad son igualmente concisas y poderosas. Los cuatro
Evangelios, escritos con claridad y belleza excepcionales, nos llevan a aquellos días en los que el Hijo
de Dios caminaba entre los hombres. Su vida sublime demuestra una carencia total de orgullo, de
arrogancia y de vanidad. De igual modo, Sus palabras reflejan un reconocimiento constante de su
dependencia del Padre.
Corte musical
Su ejemplo de humildad
Desde el momento de Su nacimiento, el Salvador enseñó sobre la humildad mediante Sus hechos. El
Gran Creador de todas las cosas (véase Juan 1:3) condescendió a nacer en la más humilde de las
circunstancias. Comenzó Su vida terrenal en un refugio para animales en donde lo acostaron en un
pesebre, y Sus primeros visitantes fueron unos humildes pastores (véase Lucas 2:7–20).
Cuando Jesús empezó a realizar milagros en Galilea, Su fama se extendió por toda la región. Muchas
personas acudieron a Él, algunas deseando ser sanadas, otras movidas por la curiosidad. Con frecuencia
decía a los enfermos y afligidos: “Tu fe te ha salvado”, destacando el papel de la persona sanada más
que el del Sanador en el milagro de la curación 1. Cuando se le acercó un leproso diciendo: “…Si
quieres, puedes limpiarme” (Marcos 1:40), Jesús le curó y le dijo: “…no digas a nadie nada” (Marcos
1:44). Jesús repitió esta instrucción después de muchos de Sus milagros, lo que refleja el profundo
deseo que tenía de que Sus milagros se hicieran y recibieran con humildad y, principalmente, en
privado2.
El servicio es siempre una oportunidad para cultivar la humildad, algo que Jesús demostró cuando se
arrodilló y lavó los pies de los Apóstoles. “…¿Sabéis lo que os he hecho?”, les preguntó. “…ejemplo
os he dado [de que] …El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que le envió”
(Juan 13:12, 15–16).
Finalmente, en las horas de Su mayor sufrimiento, Jesús se sometió al Padre y, quizás en Su mayor acto
de humildad, permitió que se le colgase de la cruz. Sus últimas palabras en la vida terrenal ejemplifican
Sus enseñanzas sobre la humildad. Después de pronunciar las palabras: “Consumado es” (Juan 19:30),
declaró también que se había cumplido la voluntad de Su Padre (véase TJS, Mateo 27:54). Luego
inclinó la cabeza y entregó el espíritu.
Corte musical
«La humildad es la virtud que lleva a descubrir que las muestras de respeto por la persona –por su
honor, por su buena fe, por su intimidad–, no son convencionalismos exteriores, sino las primeras
manifestaciones de la caridad y la justicia» (San José María Escrivá).
3. No te demores en admitir tus errores:
Dicen que la frase más difícil de pronunciar en cualquier idioma es: «Me equivoqué». Quienes se
rehúsan a hacerlo por orgullo suelen volver a caer en los mismos errores (sólo el hombre cae dos veces
en la misma piedra) y, además, terminan marginándose de los demás.
«La humildad es una antorcha que presenta a la luz del día nuestras imperfecciones; no consiste, pues,
en palabras ni en obras, sino en el conocimiento de sí mismo, gracias al cual descubrimos en nuestro
ser un cúmulo de defectos que el orgullo nos ocultaba hasta el presente» (Santo Cura de Ars, Sermón
sobre el orgullo).
«Si vieres a alguno pecar públicamente, o cometer cosas graves, no te debes estimar por mejor: porque
no sabes cuánto podrás tú perseverar en el bien. Todos somos flacos; mas tú no tengas a alguno por
más flaco que a ti» (La Imitación de Cristo, I, 2, 4).
5. Admite tus limitaciones y necesidades:
Es parte de la naturaleza humana querer dar la impresión de ser fuerte y autosuficiente; eso
normalmente no hace más que dificultar las cosas. Si manifiestas humildad pidiendo ayuda a los demás
y aceptándola, sales ganando.
«Cuando se te presente la ocasión de prestar algún bajo y abyecto al prójimo, hazlo con alegría y con la
humildad con que lo harías si fueras el siervo de todos. De esta práctica sacarás tesoros inmensos de
virtud y de gracia» (León XIII, Práctica de la humildad, 32).
7. Reconócele a Dios el mérito de toda cualidad que tengas y de todo lo bueno que te ayude a
hacer:
Es importante abrir los ojos del alma y considerar que no se tiene nada nuestro de lo que debamos
gloriarnos. Lo único que realmente tenemos es pecado y debilidad. Los dones de la naturaleza y de
gracia que hay en nosotros, solamente merecen ser agradecidos a Dios, que nos lo ha dado cuando ha
pensado en nosotros al crearnos.
«Nadie confíe en sí mismo al hablar; nadie confíe en sus propias fuerzas al sufrir la prueba, ya que, si
hablamos con rectitud y prudencia, nuestra sabiduría proviene de Dios, y si sufrimos los males con
fortaleza, nuestra paciencia es también don suyo» (San Agustín, Sermón 276).
Palabras de Agradecimiento
Canto final