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2014
Nadia Rosso
Pues yo quiero decir ahora: lo nuestro no es amor. Lo que ella y yo construimos no es amor.
Volveré un poco sobre mis pasos. Para empezar ¿qué es eso del amor? ¿en qué consiste ese
amor al que, aseguramos, también podemos acceder las personas no heterosexuales, ese
amor que, aseguramos, también practicamos como copia fiel al suyo?
Ah, claro: el amor romántico, monógamo y burgués que nos venden -y que, como todo,
consumimos gustosamente- en las películas, series, novelas, canciones y mitos: la pareja
heterosexual que se jura amor eterno, que se exige exclusividad, que se reproduce y se
vuelve un engrane funcional del sistema capitalista patriarcal y consumista. Porque hay que
decirlo, no consumimos sólo productos y servicios, consumimos también ideologías y
conceptos. Este concepto prefabricado del “amor” que tiene como uno de sus prerrequisitos
a la monogamia. Esa institución regulada por el Estado que coarta la libertad de nuestros
deseos, nuesros afectos, nuestros cuerpos, nuestra sexualidad. Que nos exige -sin jamás
preguntarnos si estamos de acuerdo, porque es implícita y normativa- dedicar nuestro
afecto, sexualidad, tiempo y hasta pensamientos, únicamente en una persona. Que legitima
la cosificación mediante la idea de posesión que conlleva celos y violencia.
Ahora bien, aunemos a todo esto el mito del amor romántico y lo que yo llamo el
emparejamiento compulsivo, que nos dice que debemos, necesitamos, nos urge
desesperadamente tener una pareja para ser felices. Que estar en una pareja monógama y
heterosexual es la única forma de vida legítima que podemos llevar, más aún, la única que
nos llevará a la realización personal y a la felicidad. De ahí derivan ideas como “nuestra
boda es el momento más feliz de nuestra vida”, o las constantes preguntas y preocupaciones
sobre cuándo nos casaremos, o ya viéndonos muy modernas, cuándo nos vamos a juntar o
al menos a tener un novio formal. La idea de la solterona amargada o el “ya cásate”, que
nos dice que el estar en pareja heterosexual no es sólo deseable, sino obligatorio, nos lleva a
un callejón sin salida: tenemos que hacer todo lo posible por conseguir a esa pareja, a ese
hombre ideal que, por lo demás, evidentemente no existe. Esta maquiavélica trampa la van
sembrando en nuestras cabezas desde niñas: con las historias de princesas y su príncipe
azul, la cocinita de juguete y el bebé de plástico al que cambiaremos los pañales, las
revistas para adolescentes que nos dan tips para que el chico de nuestros sueños nos haga
caso, las telenovelas del canal dos o de Argos -da igual-, las películas románticas de
hollywood cuya moraleja es que aunque se haya “equivocado” tenemos que regresar con él,
la tía que nos bombardea con preguntas de “¿pa cuándo?”, la presión social de nuestes
colegas y amigues, los créditos bancarios sólo para gente casada, nuestras leyes. Todo está
planeado en torno a esta pareja heterosexual y monógama.
Qué bonito es ese amor que nos venden ¿verdad?. Y que los hombres hablen por sí mismos,
pero yo creo para las mujeres no suena como una gran opción. Por eso muchas hemos
renunciado a la heterosexualidad obligatoria y todo lo que ésta conlleva. Por eso elegimos
ser lesbianas. Muchas hemos renunciado también al mandato de monogamia obligatoria,
que va muy de la mano con el de la heterosexualidad obligatoria. Ambas se complementan
y forman parte del mismo sistema diseñado para amarrarnos y controlarlos. Son la fórmula
perfecta para crear mujeres controladas, sumisas, que formen parte funcional del engranaje
capitalista que se alimenta del trabajo doméstico no remunerado de las mujeres en las
familias nucleares heterosexuales.
¿Es ese “amor” el que queremos convencerles de que también podemos practicar? ¿es ese
amor el que queremos emular para que nos acepten en su sistema? ¿es ese el que
necesitamos imitar para que nos respeten, para que reconozcan nuestros “derechos
humanos”? Pues yo digo: ¡no!