Está en la página 1de 2

Danza sin caretas

César Azabache Caracciolo

Carmen Mac Evoy y Gustavo Montoya han insistido en un libro publicado hace poco en que al
XIX le faltó un encuentro entre Lima y el resto del país antes que el Perú se pretenda República.
Parafraseo ahora una columna reciente de Gabriel Ortiz de Zevallos: al Perú le faltó convertirse en
tejido, en trenza anudada para que la independencia sea fundación y la Constitución acuerdo y no
simple proclama.

Lanzamos nuestra última proclama en el 2000, asumiendo que éramos transición. Y esa proclama
se cayó en Bagua y en la Curva del Diablo; se cayó en Ilave cuando asesinaron al alcalde Robles; se
cayó cuando fueron descubiertas las mafias que atravesaban los gobiernos regionales en tiempos
de Humala y mostró sus débiles costuras con las confesiones de Odebrecht desde diciembre del
16.

Como dijo Mauricio Zavaleta a mediados del 21, comenzamos a ver el rostro de nuestra sociedad
sin acuerdos mínimos, en el 16, en la forma de ser de ese congreso embrutecido por ser mayoría, y
en el 19, en el suicidio colectivo que resultó ser haberlo cerrado. Lo vimos cara a cara en los pocos
días de Merino y lo vemos ahora, que nos estamos desangrando sin intermediación escénica
alguna.

Tendremos que estar de acuerdo al menos en que casi cincuenta muertes en dos meses impuestas a
balazos no conforman un evento analizable quirúrgicamente bajo el lente de un abogado de
escritorio sino una tragedia que expone la brutal ceguera en que estamos viviendo.

Indiferenciados. Hace tiempo perdimos de vista incluso las herramientas básicas que podrían al
menos hacer más sencillo reconocernos. Si Alberto Vergara y Carlos Melendez comparten algo es
esa intuición que les lleva a notar que “la informalidad” no es una construcción que describa a un
puñado de marginales que no logran insertarse en una economía sobrecargada de trámites
burocráticos. La construcción es enana porque pretende mirar como minúsculo algo que en
verdad representa la forma que hemos adquirido en estos años. La informalidad, en efecto nos
describe. Describe una forma de ser que no podemos reconocer como colectivo porque supone
precisamente la negación de cualquier colectivo imaginable. La todavía llamada informalidad no
supone “no haber llegado al sistema”. Supone no querer ser parte de sistema alguno, y sin
embargo, constituir uno completamente pervertido. Supone sobrevivir, defenderse por si,
expandirse territorialmente por la fuerza, cuando llega el momento de expandirse y entonces
poner rejas, o muros, o cercas y entonces golpear y gritar y defenderse atacando, no negociar.

Si se llega al momento en que se acumula fuerza, ella es su propia concepción transitoria, porque
quienes conforman cuadrillas de toma de terrenos, fuerzas de choque para enfrentar policías o
alianzas electorales no tiene más propósito común que salvar la consigna del día o del proceso. No
comparten un “nosotros” que sin embargo puede reconocerse en el formato de una marcha
espontánea alrededor de una plaza, en una vigilia frente al edificio de una autoridad o en un
solvente acompañar a nuestros muertos.

La complejidad de estar siendo de esta forma, decía, proviene también de la absoluta pobreza de
las herramientas que tenemos para mirarnos. Indiferenciados. Nos encantaría seguir creyendo que
la derecha está militarizada, la izquierda sobre radicalízada, la minería informal mercenarizada y
que todas estas capas pueden diferenciarse de una ciudadanía que protesta. Entonces podríamos
acusar a unos y otros de no diferenciarse y podríamos imaginar que la consigan consiste en
proveer a la ciudadanía, a las organizaciones sociales “buenas” de herramientas para diferenciarse
Página 1 de 2

de “los malos”. Imposible no notar como ese ejercicio reproduce el sesgo binario que nos tiene
aquí atrapados. Es exactamente lo mismo buscar nuevos “buenos” que nuevos “malos”. Todo
sesgo binario retroalimenta la espiral en que estamos atorados desde los años noventa.

Esperando “que la tortilla se vuelva” solo abrimos el espacio en que la tortilla se volverá de nuevo.
Ha dejado de tener todo sentido seguir imaginado que debajo de ciertas tupidas redes ácidas
irracionales y violentas hay una maraña de emprendedores y pueblos y colectivos y organizaciones
sociales y comunidades que sobreviven bucólicamente apoyándose, reconociéndose, siendo
solidarios y solidarias entre sí en espera que la niebla se disipe. Sin duda existen las ollas comunes,
las pequeñas cooperativas de productores de granos, de tejedoras y hacedoras de papel y de
jabones, los pequeños sindicatos y las escuelas y los comedores populares, los colectivos de barrios
y los clubes y los centros de cultura. Sin duda existen esos pequeños espacios en los que vivimos.

Pero somos nosotros mismos.

Los espacios colectivos que reclamamos como imprescindibles para formar identidades existen
dentro de ese ambiente que todavía reconocemos como informal. No es que nuestras fantasías
neo comunitarias basadas en los pequeños espacios de humanidad se hayan impregnado del mal.

Es que de muchas maneras la sociedad es un todo continuo. El profesional independiente no paga


impuestos; el artista alternativo tiene una familia que trafica con predios; el político militarista de
derecha sostiene una olla común y canta en el coro de una iglesia; el liberal detiene el auto sobre
una cebra; el izquierdista obtuso que sigue soñando ser un príncipe verde olivo aunque no crea en
la libre interrupción del embarazo ni en el matrimonio igualitario. Es que estamos entremezclados
dentro de nosotros mismos; Indiferenciados; indiferenciadas. Es que nuestro yo colectivo, ni
siquiera me refiero al público, forma parte de nuestro yo perverso, narcisista, enceguecido.

Limitarse a mirar cómo se muere puede ser también absolutamente violento.


Esto no puede ser más “tu o yo”; “ellos o nosotros”, “matar o morir”, “venceremos y entonces
ustedes serán derrotados”; “Dime dónde está tu bandera para quemarla”.

Las guerras no las acaba la Cruz Roja. Pero alguien tiene que intentar que ya no mueran más
personas. Rescatar a las que podamos rescatar. Ese puede ser un principio. Protegernos acaso sea
una consigna. Aceptar que somos, en plural y primera persona un enorme montón de gente
enceguecida que puede tener o no uniforme pero no llega a ser siquiera un colectivo y sin embargo
sangra: sangra de rabia, sangra de frustración, sangra como llora un ser violento que termina
rompiéndolo todo y también dispara, incendia y daña.

Si queremos ser un colectivo antes de intentar ser nación tendremos que inventar una manera de
negociar nuestra formación en un país que se volvió ilegal, que no quiere ser nacion, ni república
ni autocontrol ni futuro, sino apenas depredación y crudeza. Y notar que somos, nosotros mismos,
no una alteridad moral distinta a lo que vemos sólo porque no estamos disparando, sino que sólo
parte exactamente de lo mismo mientras nos limitamos a contemplarlo.

La teoría política que conocemos no se escribió para momentos como este. Se escribió para un
momento después, cuando toca reconciliarnos enterrando a nuestros muertos.

Pero ¿Seremos acaso capaces de reconciliarnos al menos en nuestros cementerios?

Página 2 de 2

También podría gustarte