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Me llamo Nino

Spin off de Casi Como Hermanos


Frances Stone
@fstonewriter
stonewriter.wordpress.com
1º edición Junio 2019
© 2019, Frances Stone

Reservados todos los derechos.


No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema
informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio sin autorización
previa. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad
intelectual.
A Ken Baker
por darme una zanahoria
¡Índice!

Prólogo

0 Mi camino

1 Ohana significa «ni en tus sueños»

2 ¡Por el amor y la justicia!

3 Para siempre

4 Ahora que Venus está en Piscis

5 Señor desastre

6 No es obsesión

7 Podría ser tu padre

8 Me quiero bajar

9 Nemo está muy perdido

10 Gris ceniza

11 El sobrino de Schrödinger

12 Destrudo

13 El mundo es ***

14 ¿Por qué?

15 Zanahorias para el pescador

16 Ni una sola cosa

17 Alma gemela

?¿ Un sueño indecente
19 Si no juegas no es perder

20 Rompe

21 Hogares

22 Osito amoroso

23 Assemble!

24 Una imagen

25 Nuestra burbuja

26 Son para toda la vida

27 Like a virgin

28 As days go by

101 Hey!

30 Sin gato, el ratón es libre

31 Pardon moi

Epílogo
Prólogo

Se acomoda la hebilla del cinturón y pone el brazo en la ventanilla


del coche. Son las tres de la madrugada. Han salido de la comisaría a
eso de las diez tomando la carretera principal que recorre todo el
distrito y no han encontrado nada sospechoso, lo que convierte esta
noche en la más aburrida de la semana.
En el cielo ennegrecido no brilla una sola estrella, la
contaminación del centro y la iluminación amarillenta de las farolas
se adueña del paisaje en la zona céntrica de la ciudad. Chicos con
porros, conductores borrachos, peleas de bar... la rutina se ha forjado
sola y cada día es más parecido al anterior. Con veintiún años,
todavía no ha sacado una memoria que merezca la pena reseñar... y
ni siquiera tenía pensado vivir tanto.
Entran al aparcamiento de la gasolinera con la llovizna
repiqueteando en el capó y las ruedas apartando los charcos.
—¿Tú quieres algo? —le pregunta el copiloto, estirándose para
rebuscarse el bolsillo.
—Tráeme una LocaCola —pide él.
El coche baila cuando el hombre se baja y cierra. Lo ve darse un
respingo en la nariz caminando aprisa entre el rocío y desaparecer
por las puertas automáticas. Él hinca el codo en la ventanilla y se
apoya el puño en la sien. La radio emite un ruido en chispas que
vagamente le hace desviar la barbilla para ver. El sonido se
entrecorta.
Probablemente hablen desde un coche en marcha.
—Altercado doméstico en la avenida Gaselle con la veintitrés. —
No lo entendería si no estuviera acostumbrado. La dirección queda
lejos de aquí, pero enseguida otros compañeros del distrito contiguo
cogen el recado—: Unidad 22 recibido.
El aparato hace chiribitas antes de apagarse.
Sus ojos azules se achinan y se repasa el pelo con la mano. El reloj
del salpicadero cambia despacio, aburre y adormece solo de verlo;
pero no tiene sueño. Después de casi dos años en la brigada nocturna
se ha hecho a dormir por las mañanas y a estar alerta por las noches.
A priori, el pequeño jaleo metálico que irrumpe el silencio no le
llama la atención, porque es tal y como una lata de aluminio
vagabundeando por el suelo. Sin embargo, sin nada mejor que hacer
echa un vistazo por la ventanilla. Por eso su ceño se frunce.
Baja del coche. Cierra la puerta sin dejar de mirar al frente. Se
dirige a la oscuridad de uno de los muros del recinto, donde las
bolsas de basura saturan cada uno de los contenedores orgánicos y se
apilan alrededor porque ya no hay más sitio dentro. El gato, negro,
lánguido y curioso, se petrifica al verle. Al siguiente paso, su pupila
felina se afina y le maúlla antes de saltar y alejarse por la línea del
muro; le recela a pocos metros esperando a que se largue.
Cuando da dos pasos más, el policía distingue la figura que no
discernía de lejos; con una mano en el cinturón y las llaves
tintineando acorta la distancia en largas zancadas antes de
agacharse: es un niño. Hay un niño pequeño aquí.
Estira una mano para levantarle el pelo, pero la retira sin llegar a
tocarle cuando se da cuenta de que está herido. Tiene sangre en parte
de la cara, le gotea en el pijama que ya no es blanco y esconde la
cabeza en las rodillas.
No debe tener más de unos cuatro o cinco años. Echa un vistazo
fugaz a los alrededores. De madrugada, la gasolinera está desértica y
las bombillas del edificio quedan lejos y son escasas. Justo aquí,
donde debería alumbrar una farola, se alza un poste con la bombilla
reventada.
—¿Y tus padres?
No le responde. Sabe que está despierto porque está apretando el
puño, porque solloza, y porque sus pies sin zapatillas se deslizan
sobre la basura buscando retroceder, pero su espalda ya está
chocando con la pared. No puede huir más lejos.
—¿Dónde están tus padres?
El niño atrapado entre el muro y el desconocido esconde la cabeza
bajo los brazos. Está temblando, su cuerpo entero vibra
trastabillando los envases de plástico vacíos. Moratones en todas sus
fases le decoran la piel descolorida.
La radio en el cinto de su pectoral emite luz y sonido.
—Oye, no tienen LocaCola. ¿Te vale una Popsi?
Aprieta el aparato y ladea la barbilla.
—Voy al hospital, tengo un niño herido.
—¿Qué? Espera.
Pasa un brazo bajo las piernas del niño, lo sujeta contra su pecho.
Él no se queja, no se defiende, sus manos menudas buscan agarrarle
la camisa por aferrarse a alguna parte y su pijama de dibujos le
empapa el uniforme.
Su compañero sale sin nada en las manos y se las lleva a la cabeza
en cuanto los ve; tiene que ahogar un grito al acercarse y ver toda la
sangre que sale del niño, le chorrea un buen reguero desde el ojo
hasta la barbilla.
—¿Pero qué...?
—Conduce tú —le manda con su voz impasible y ronca, se agacha
para llegar a la manilla y termina de abrir con la rodilla y el pie—.
Dame la chaqueta de atrás.
—Joder, joder. —Se mete y cierra tan de golpe que el coche entero
se menea; arranca en menos de medio segundo sin dejar de
blasfemar, porque no le han preparado para esto. Están listos para
hacer redadas en clubes nocturnos, para requisar estupefacientes,
atender molestias vecinales, acudir a altercados domésticos...; no
para ver morir a un niño tan pequeño en primer plano y en estéreo
—. ¿Qué ha pasado?
—No lo sé.
Cubre al chico y lo acerca, con la otra mano agarra la radio y avisa
a la central y al hospital más cercano. Su voz imperturbable y
calculada cambia totalmente cuando se dirige al pequeño, porque
entonces se torna dulce, y cariñosa. Propia de felicitación de
cumpleaños no de un escenario como este.
—¿Me escuchas? Te vamos a llevar al hospital. —Ni le responde ni
hace señal de estar de acuerdo o en contra, simplemente se cierra
más sobre sí mismo. No para de temblar; parece a punto de
disolverse entre sus brazos.
—¿Se va a morir? —al conductor le tiembla la voz al echarle un
fugaz vistazo; pone la sirena y mira en todas direcciones, se salta los
semáforos en rojo.
Él ignora la pregunta. Tiene que elevar la voz para no ahogarse en
el estruendo.
—No puedes dormir. ¿Cómo te llamas?
Resurgiendo la nariz, el niño le mira.
—Папа...? —musita, al mismo decibelio inapreciable que el aleteo
de una mariposa, y él traga saliva, porque una daga se le ha clavado
en el pecho. No ha sido español, pero ha sonado muy similar. Un
«papá» sin tilde en, ¿ruso?, ¿ucraniano...?
El niño tiene un ojo cerrado, pero el otro está bien abierto, posado
tímidamente en un azul suyo. Es ámbar, de un castaño tan claro que
expuesto a la luz del interior del coche se vuelve de un amarillo
intenso. Cuando la apaga para que no le moleste, su rostro
manchado se cubre del rojo y el azul de la sirena intermitente.
—No soy tu padre —dice—. Me llamo Marc, y soy policía.
¡La vie est
belle!
Diez años después
0
Mi camino

El día está empañado y puede saborearse la humedad. Acaban de


dejar atrás el amanecer, pero todavía, los suaves tonos de rosa,
naranja y amarillo delinean el horizonte.
El aire no es puro, la contaminación no deja ver bien las estrellas
que quedan y el silencio es absoluto...
—Bloque tres despejado —informan por el auricular, un sonido
amortiguado que se cierra en un chisporroteo.
—¿Bloque uno?
—Bloque uno objetivos abatidos, las cinco plantas despejadas.
—¡Bloque dos...! —Se escuchan disparos—. ¡El rehén está en el
bloque dos, calculamos siete hombres armados!
—¡Ocho! —gritan por detrás.
—Bloque uno a bloque dos, bloque tres refuerzo al aparcamiento
—ordena una voz más nítida.
—¡Hay un túnel en la planta baja! ¡Escapan por el túnel! —no
dejan de disparar.
—¿Un túnel?
—¡Rehén recuperado, lo tenemos!
—¡Sacadlo!
—¡Tres objetivos abatidos, cinco escapan por el túnel, es posible
que sean más! —una explosión se come lo que sigue diciendo.
—¡Argg...!
—¡Un objetivo se ha inmolado! ¡Hombre herido!
—¡¡Munición perforante, tienen munición perforante!!
—¡F1 a F6, averiguad a dónde va ese puto túnel! —vocifera la voz
nítida.
Los ojos azules estudian con paciencia el escenario. Se afinan,
dejando las voces que le gritan al oído en un segundo plano.
El cielo está nublado, el cemento frío. Tumbado en la cornisa el
viento helado de la madrugada corta en su cuerpo. Marc lleva las
manos que sujetan su rifle francotirador protegidas por guantes
negros, como el resto de su uniforme.
No se mueve. Apenas respira. La única parte de su cuerpo que se
desplaza y con velocidad, son sus ojos, que corren por el terreno de
cemento, buscando.
Los operarios y los coches son puntas de alfiler a esta altura.
Por el rabillo del ojo intuye un movimiento, su pupila se posa en la
figura acompasada con el cañón del arma que baila despacio, con
elegancia, persiguiendo esa hormiga sin sombra. Pronto surge otra
más, del mismo hormiguero.
Cuatro más la siguen desde cerca; buscan huir del recinto.
—Aquí F3, la salida del túnel está en el depósito de agua —
informa tranquilo—. ¿Permiso para disparar?
—F1 a F6, disparen.
—Aquí F4, los míos son los de la camiseta roja y la azul —bromea
para sí el compañero al lado suya, sin pegar la boca al micrófono.
Marc sonríe tumbado a varios metros de él.
Adelanta a una de las figuras con la punta del cañón. La fina cruz
de la mira telescópica cuadra un pecho.
—Los prefiero vivos —les recuerda el oficial.
Lo sabe, por eso desciende un exiguo espacio. Cuando dispara un
estruendo quiebra la mañana y la imagen que ve cambia: la hormiga
se lleva una mano al muslo, se tropieza y deja de correr, queda
quieto. Se retuerce sin mucho más que poder hacer.
Marc desplaza atrás el cerrojo y el casquillo vacío y alargado salta
al suelo de la terraza, persigue a otra. Otra pierna, una rodilla.
Los fugitivos sobrantes se reparten entre los francotiradores
posicionados en el resto de bloques.
Caen, se revuelven y se arrastran; ninguno de los terroristas
alcanza los coches al otro lado de la verja del recinto para huir. Uno
de ellos explota. Escucha la explosión amortiguada desde aquí, como
el brick de zumo dejado en la carretera que revienta con una rueda.
Se esparce dejando una estela negra en varias direcciones, un cúmulo
de rojo y pólvora. De restos de ropa que caen despacio como plumas
volviendo al suelo.
—Plantas uno, dos y tres despejadas.
—¡Hay dos objetivos en la cuarta planta!
—¡Están subiendo!
—F3 y F4 —les advierten.
—¿Bajamos por las cuerdas? —cuestiona F4.
—Disparad, que no escape.
—Recibido —informan al unísono ya en pie, corren hasta la caseta
de la terraza, uno a cada lado de la puerta de subida. Los rifles se han
quedado montados en el suelo inclinados por su propio peso; son
pistolas de mano, más ligeras, lo que empuñan ahora.
—¿Explosivos?
—No lo sabemos.
—Mierda... —esputa su compañero, apuntando directamente a la
puerta—. No me quiero morir en mi primera operación. Sería
tristísimo.
—No te va a pasar nada —contesta Marc.
—¡Planta cuatro despejada!
—¡Objetivo abatido en la quinta planta, queda uno!
—¿Para qué coño sube? Va a morir de todas formas.
—¡Sigue subiendo, sexta planta, vamos detrás!
La puerta se abre de un golpe, al primer contacto visual, dan
muerte al intruso. Es directo, a la cabeza, el que le ha dado Marc en
la mano para quitarle el arma ha sido inútil, porque su compañero
no se ha pensado dos veces a dónde apuntar: lo ha matado con un
disparo limpio entre las cejas.
Y resopla satisfecho hasta que ve cómo los ojos azules, la única
parte que puede ver de Marc, le están mirando. Le dicen al novato,
sin usar la boca y algo desconcertados por su impasibilidad al acabar
con una vida humana, que ese no es el protocolo.
—¡Séptima planta, sale fuera!
No les da tiempo a contestar porque han calculado mal: le sigue
otro más, o el anterior era el sobrante de la ecuación.
La sorpresa del encontronazo es mutua, sus pistolas se levantan y
la Kalashnikova las imita al mismo tiempo. El terrorista se lleva de
Marc un tiro en la mano que le desvía el arma y otro en la rodilla que
le lleva al suelo.
El fuego del segundo GEO, que no debería haber perdido tiempo
en apuntar a la cabeza, llega tarde: los disparos del fusil soviético son
numerosos y dispersos, dejan marcada una senda de agujeros negros
en el cemento, uno rojo.
—¡Mierda...!
El sonido del terrorista al caer muerto es hueco, un plof que no
acapara ninguna mirada.
—¡Hombre herido!
Los ojos azules pestañean despacio. La mancha se le extiende por
el abdomen, pero sin comprender qué pasa ni el porqué de esa
expresión desencajada de F4, va a confirmar que está todo bien
cuando se le doblan las rodillas y se le clavan en el suelo.
No trascurren dos segundos hasta que el resto de los GEO entra, y
entonces son tres hombres, cuatro, media docena, los que ocupan la
azotea. Alguien pide asistencia médica por el interfono.
—¿F3 me escucha?
Cree que le levantan, no está seguro, lo que atrapa sus cinco
sentidos es el agujero de su estómago y un pitido. No puede hablar ni
tiene aire dentro, solo siente un punzón en la columna y una
quemazón en el abdomen que le hierve los intestinos.
Le sacan el casco, le desabrochan el cinto; eso le ayuda ligeramente
a la tarea de respirar.
—¿F3, me escucha?
Cree manifestar un sí o lo intenta. Sabe que no le ha llegado a la
médula porque puede moverse, porque su mano presiona el chaleco
antibalas agujereado que le impide llegar a taponar la herida. A cada
pestañeo su visión se engruma y vuelve borrosa, los traqueteos de los
compañeros que le cargan bajando las escaleras empeoran la
sensación de mareo, todo le da vueltas.
—¿Me estoy muriendo? —pregunta, con media sonrisa.
—No —zanja uno de los hombres que lo cargan. El otro, el
segundo, imita la sonrisa del moribundo.
—Tienes suerte —le dice—. ¡Me parece que te vuelves a casa!
1
Ohana significa
«ni en tus sueños»

—Buenas noches, Anthz —susurra, frotándole la nariz en un beso


esquimal—. ¿Has dormido bien?
A juzgar por la circunferencia de baba que ha dejado en la
almohada intuye que sí. Anthony suelta un ruido pobre, pero no
despega los ojos ni los labios cuando Kyle le pega un sonoro beso en
la mejilla que pretende espabilarle.
—Falta media hora para la cena —insiste.
No hay respuesta. Ni un mísero gruñido esta vez.
Solo el silencio... El pacífico, y absoluto, silencio...
—¡Venga, Anthz!
Aparta toda la colcha y las sábanas con tanto desgarbo que parece
un pirata buscando monedas de oro. Lo que encuentra son unos ojos
verdes enrojecidos y ojerosos que apenas se abren; le dejan un golpe
hueco en el corazón.
—Mi vida..., anoche llegaste muy tarde. Y el viernes, y el...
—Tuvimos que modificar un contrato —resume adormilado,
reconstruyéndose el refugio.
Ya. Siempre hay algún contrato que modificar. Arrodillado,
observa cómo su brazo es lentamente engullido por la marea blanca.
Anthony lo usa para acurrucarse y frotar la mejilla porque está
calentito. Ronronea a gusto en una clara intención de no mover un
músculo, y Kyle sonríe.
—Nos van a regañar —le advierte.
—Un poquito más. Es pronto todavía.
—Son las nueve y media y vienen a las diez.
—Luego siempre se retrasan.
Anthony tira de él, y poco a poco y porque Kyle se deja, consigue
cazar y llevarse a la cama al hombre más guapo, más fuerte y más
cubierto de vello —es como un osito, ni idea de cómo o cuándo le ha
crecido tanto pelo—, del mundo mundial. El bigote a lo Superman le
queda insospechadamente seductor.
Entre eso y el cuerpo ciclado parece un actor porno, pero.
Ya ha conseguido que desista y se están acariciando los labios
cuando la puerta se abre con brío; por el hueco asoma un flequillo
abierto de revista coreana y un jersey holgado de cuerpo y mangas,
todo de un rosa pasteloso. Un algodón de azúcar de metro cincuenta.
La impresión de Sailor Mercury comiéndose una burger se deforma
porque hincha el pecho y las aletas de la nariz.
—¡Si dura cuatro horas no es una siesta! —grita él y maúlla su
gato rubio. Intenta sonar autoritario, como debe ser un chico de
catorce regañando a sus padres perezosos en la treintena, pero su
timbre natural es extremadamente dulce y átono—. ¡Van a llegar ya
mismo, vestíos ya, jo!
—Ves —susurra Kyle sin mover mucho los labios, vaya a ser que
les detecte el tiranosaurio que sujeta la manilla—. Ya me han
regañado por tu culpa.
—Es culpa tuya por criarlo tan aplicado —murmura su marido,
aprovechando para garrapiñar segundos calentito.
—Es culpa tuya por sacarlo tan despierto.
Arf. Es inútil intentarlo. Nino se da la vuelta, baja la escalera del
dúplex con las cejas curvadas y deja a su gato Pelusa en el sofá. Por la
oreja sin auricular escucha el ding del horno, por la otra “First date”
de Frad. Los pasteles de tofu con portobello y espárragos ya están,
solo falta separarlos por platos. También el seitán en salsa de cebolla,
y las patatas. Atisba la cocina repasando una lista de tareas mental...
Todo listo. Recoge a toda prisa los utensilios y termina la
decoración del salón, aunque como todo estaba ya en su sitio lo único
que hace es menear algún que otro adorno del árbol.
No, no es Navidad. Los farolillos colgados del techo, las guirnaldas
alrededor del sofá y el gigantesco abeto plantado en mitad del salón
pueden confundir, pero es finales de febrero, Navidad acabó el mes
pasado. No obstante él no pudo estar en la ciudad, así que no contó, y
Nino está obligando a la familia a pretender que todavía hay nieve en
las aceras.
Bien. Pues ya está todo. Entonces le ha sobrado tiempo. Ahora
puede decidir entre pasear rodeando nervioso la mesita del salón,
terminar de plantar las flores en el Animal Crossing o revisarse por
decimonovena vez en el espejo.
Decide subir al baño a dudar entre ponerle nombre o lanzarle
maldiciones al grano con el ancho de Castilla que le ha salido. De
paso, como nota que le molesta un poco el ojo, se lo saca y lo deja en
el lavabo de mármol. Lo lava con el líquido especial y se lo recoloca
fijándose en que la pupila y el iris pintado queden al frente.
Al menos para cuando ha desistido de su aspecto Anthony ya ha
bajado; lo ve por la barandilla rondar la cena con peligrosa
curiosidad. También le ha aparecido una copa de vino en la mano,
aunque le tiene dicho que se espere a que lleguen los demás porque
le sube rápido y le sienta fatal.
Cuando Kyle baja trae puesta una sonrisa forzada y se peina la
nuca. Luce la corbata echa un gurruño alrededor del cuello.
—¿Cómo has hecho eso? —indaga Anthony. Él rehuye los ojos.
—No sé. Cuando lo he visto ya estaba así —murmura distraído.
Anthony deja la copa en la encimera mientras le viene el mismo
déjà vu de cada evento social. Le cuesta quitar el nudo.
—Oliver está en el hospital, su mujer se ha puesto de parto.
—¿Otro?
—Sí, ya tiene tres —se ríe Anthony—. Así que mañana iremos a
verle. Ah, y Noemí ha dicho que su libro sale esta semana. Vuelve de
Londres para firmar el mes que viene. Creo, que me ha dicho el mes
que viene... Si viniese Ryota de Japón estaríamos los cinco al
completo —sonríe—. ¿Te imaginas? Después de tanto tiempo.
—Hm.
Consigue deshacerle el nudo de la corbata y se la coloca bien en un
pispás. Kyle le da un beso en el moflete mientras él chasquea la
lengua con superioridad, pero solo de broma porque también esboza
una sonrisa.
—Culito bonito —susurra entonces Kyle, atrapándole el trasero
para acercarle. Él le devuelve una risita.
—Bigotito sexy. —Con la punta del índice le repasa el vello sobre
el labio. Están hablando un pelín alto, quizás.
—Esta noche te voy a meter un viaje...
—Métemelo... Métemelo, todo...
¡Ay, Dios! Nino se tapa los oídos. ¿¡Es que desde aquí no le ven!?
Pues otro trauma más.
Y pese a que la lista no es flaca también le parece bonito. Los
padres de la mitad de su clase están divorciados pero los suyos
parecen todavía recién casados.
Además, Nino es el primero que se pasa las noches buscando
películas antiguas llenas de romances imposibles y para toda la vida.
Le gustan mucho. La atracción irremediable, el deseo incontenible, la
pasión que explota con el más mísero roce..., el torturarse con el
recordatorio constante de que a sus catorce años todavía no ha dado
un beso...
Tocan el timbre y resuena en todo el piso. Era lo que estaba
esperando, pero el reflejo que le sale es quedarse pegado a la pared,
muy quieto, como una salamanquesa asustada.
Se lanza al espejo del baño con un dramatismo de Oscar.
—¿Nino? —se oye a Anthony.
—¡Voy yo! ¡Voy yo! —Se peina y despeina dejándoselo igual.
La abuela llamó avisando de que su avión de Fiji se retrasaba. Su
tía, que está sacándose un máster en Estados Unidos, llegó esta
mañana, pero es una lenta y siempre llega tarde. Lo más probable es
que sea su tío, que viene directamente desde la estación de autobúses
después de unos tortuosos tres meses fuera de la ciudad que a él le
han parecido un lustro.
Marc está muy ocupado con su trabajo. Desde hace años, desde
que entró en el GEO, el Grupo Especial de Operaciones de la policía
Nacional. Nadie le pregunta por su trabajo porque les obligan a
guardar mucho secretismo; solo ellos saben que pertenece a ese
cuerpo y para el resto de las personas es un policía corriente. Lo
único que Nino conoce del GEO, porque lo ha buscado en Internet,
es que participan en misiones contra el narcotráfico, secuestro de
rehenes o terrorismo, y que a papá no le gusta para nada porque es
muy peligroso. También se divide en varias escalas, como los agentes
que se encargan de explosivos, o los que están preparados para
actuar bajo el agua, o los que se especializan en disparar, como su tío.
Le dice a papá que es la menos peligrosa, que no se agobie.
Cuando le admitieron a las pruebas estuvo muy feliz, lo recuerda
aupándole en brazos y contándoselo como si por aquel entonces lo
entendiera, y a Anthony extremadamente preocupado. Luego
desapareció siete meses, “periodo de capacitación” lo llaman. Kyle lo
describió como un entrenamiento militar pero mucho más
complicado.
Echa de menos que trabaje simplemente en la comisaría local o en
la brigada nocturna. Al ser adoptado se pasaba por aquí sin falta cada
semana, dos veces, tres veces, o todas las que podía, pero poco a poco
fue estando menos disponible.
Sonríe al recordarlo, escondiendo a Lord Grain bajo un mechón.
Han quedado muy atrás las noches en las que permanecía hasta
tarde y le leía un cuento; los de fantasía con dragones eran sus
favoritos porque su tío entonaba con brío las partes tenebrosas y
fruncía el ceño en las jocosas, y le salía fatal. Quedaba muy raro en
sus facciones siempre tan serias, y masculinas... Nino llegó a estar
tan obsesionado con esas historias de príncipes y caballeros que su
tío le puso un apodo, y en contadas ocasiones todavía lo repite y
consigue que se le erice el vello de la nuca.
Cuando abre la puerta se anota un punto, porque ha acertado. Es
él. Y sigue siendo... exageradamente alto, da igual que Nino haya
crecido, todavía no le alcanza el pecho.
Trae el pelo negro y desaliñado, pero se lo ha rapado corto por los
lados, y por detrás, estilo militar. Lleva una camisa negra sin corbata,
la chaqueta tendida sobre el hombro con dejadez, y unos bombones
sin envolver en la mano. El contraste de sus ojos claros con el negro y
su postura regia transmiten una imagen arisca y un carácter
inapetente de hombre que ya ha vivido demasiado.
Pero al verle, Marc sube las cejas y sonríe de medio lado, y Nino
puede sentir cómo el vapor se condensa en sus mejillas.
—¿Rosa? —cuestiona la voz ronca.
Nino se recoge algunos mechones detrás de la oreja, pero de cortos
se le salen. Olvidaba que él todavía no se lo había visto.
—¿Te gusta...? —repiquetea con la punta del mocasín y le mira a
través de su flequillo teñido. La respuesta de Marc es sonreírle.
Y al moverse deja un rastro de aroma de menta mezclada con
cigarrillo, pero apenas ha cruzado la línea del parqué cuando Nino le
impacta en un abrazo.
Ya estaba tardando. Normalmente es un beso en la mejilla, solo
uno, pero esta vez han sido varios meses, así que se ha visto venir el
drama hollywoodiense.
Marc le despega los pies del suelo y anda con dificultad y como un
pato para pasar al menos de la puerta, porque Nino no se le despega.
Su sobrino siempre es muy cariñoso con todo el mundo. Ahora
mismo, por ejemplo, tiene la mejilla aplastada contra su pecho y
nulas intenciones de apartarse. Marc se ríe y le revuelve los
mechones rosas; en consecuencia Nino aguanta un jadeo, pero no se
mueve. ¿¡Qué hace Marc!? ¡Que se ha tirado horas alisándose el pelo!
¡Esto es un ultraje, una causa de guerra!
—¿Cómo va el cole? —Le separa del hombro.
—Bien... He sacado matrícula en casi todas...
Marc asiente mientras le cuenta, se mete la mano en el bolsillo y le
echa un vistazo al sobrino que no ve desde hace tiempo. No quiere
soltar eso de «Has crecido mucho», pero lo está pensando de verdad.
Además, ¿le han salido más pecas en la nariz? La sigue teniendo tan
mona como respingona, moteada de un marrón apagado que sin
embargo parece haberse multiplicado. También está igual su
balbuceo al hablar, tan suave y dirigido al suelo que es un poco
complicado escucharle, pero le entiende porque está acostumbrado.
No obstante frena completamente y sin querer su narración espesa
al llamarle eso.
—Te vas a tropezar, Princesito.
Nino se mira el pie, pero es su tío quien se agacha, quien le ata los
cordones en un bonito lazo. También le atenúa la respiración y le
hace olvidar lo que estaba explicando sobre exámenes y trabajos,
porque arrodillado por un segundo, Marc le dedica una fina sonrisa
protectora.
«¡Sí, sí quiero! ¡Sí quiero!».
Al ver a su hermano Anthony lo nombra y apretuja en un abrazo; a
Kyle lo saluda de lejos con la palma y es mutuo.
—Eres el primero en llegar. Annie ya está de camino pero mamá
viene un poco más tarde.
—¿Qué tal el viaje? —pregunta Kyle.
—Odio los autobúses. —Deja los bombones en la encimera y se
repasa el pelo. Enseguida Anthony los abre ganándose una mirada
afinada de Nino. Como no tenga hambre para la cena se va a enterar
—. Los asientos son minúsculos, no te caben las piernas; es ridículo
—se queja con desinterés.
Kyle le da la razón con énfasis, y comentario a comentario están a
punto de montar un sindicato. Les falta ir al parque, subirse en una
caja de fruta y sermonear al público.
Nino se sienta y les ve hablar, pero no está escuchando. La sonrisa
de Marc es fina y reluce una barbaridad. Sus botas negras son muy
poco navideñas, y se le intuyen los pectorales y los bíceps marcados
bajo la camisa... Se pone a rodar una bola de adorno con brillantes
que acaba de convertirse en una pieza de museo interesantísima de
admirar.
No es... Esto no es algo que haya planeado. No es racional, ni
premeditado; simplemente, es. Las nubes no huelen a nada, el sol
quema, la pizza con piña está buenísima.
Y él está perdidamente enamorado de su tío.

Cuando llega su abuela le estira las mejillas y le come a besos, luego


llega su tía y solloza de mentira porque ya casi la ha superado en
altura. Entonces pasan cosas. Le parece. Supone. No lo sabe;
desconecta y se va a un mundo donde Marc no está sentado justo en
la otra punta de la mesa. Aunque así es menos descarado espiarle de
reojo.
Treinta y dos y ni una sola cana. Nino imagina que puede colar las
manos por el espacio que deja su botón desabrochado, en el trocito
del vello que tiene entre las clavículas.
Marea los guisantes cuestionándose si los músculos de Marc, de
trabajar en la policía ayudando a las personas tan eficiente y tan
concienzudamente como hace él, serán tan firmes bajo la ropa como
lo gritan por fuera...
Tiene que apartar la vista cuando le ve desabrocharse los puños y
remangarse hasta el codo: su antebrazo no es tan grueso como el de
su padre, pero al flexionarlo para beber de su copa da la sensación de
que las mangas van a ceder.
—¡Esto está riquísimo! —aclama la abuela.
Nino regresa con los vivos, la ha escuchado perfectamente. Sus
dientes le sujetan el lateral del labio en un intento por esconder la
tímida sonrisa que le sale. Kyle le pone una mano en el hombro.
—Pues lo ha hecho tu nieto, todo esto. Él solito.
—No es para tanto —musita.
La tía Annie zarandea la mano. No abre la boca hasta que se zampa
el trozo enorme de tofu que se ha metido.
—Qué dices, ¿en serio?
—Se le da muy bien cocinar —presume su otro padre.
—No es difícil...
Da igual, no le escuchan. Exponen muy orgullosos la lista de
recetas veganas que su hijo ha cocinado últimamente, a juicio de
Nino con demasiado énfasis, no son pericias del Cid.
Claro. Anthony llega cansado de trabajar y no suele cocinar, y Kyle
achicharra la comida la mitad de las veces. «¿Que hay que esperar
quince minutazos a que se frían las patatas?» y planta una silla en la
cocina y saca una maquinita, y cuando vuelve a mirar todo ha ardido
en sus narices. Le pasa mucho.
Un rato de batallitas y polvorones después, Nino hace hueco a los
regalos en la mesita del salón. Los separa y ordena con júbilo.
—¿Adónde ha ido la abuela? —consulta en alto, a ver si ella
misma le escucha, aunque con su voz tan tibia sería complicado.
—Está en el baño —le responde Annie zampando bombones.
—¿Y el tito?
—¿Cuál es el mío? —Kyle ronda los regalos—. ¿Qué videojuego
es? —Nino le hace retroceder, lo desliza por el parqué sin inmutarle
ni rebajarle la ilusión—. ¿Es el Tekken nuevo?
—¡No los toques todavía! —protesta.
—Noo loos tooques, cariñoo...
Repasa la habitación, y su corazón se salta un latido cuando hace
contacto visual: Marc está recostado en la barandilla de la terraza, y
debe de haberse dado cuenta del pequeño brinco que ha pegado su
sobrino porque le sonríe al otro lado del cristal.
Cruza a la terraza jugueteando con las mangas largas. Los edificios
altos y luminosos quedan al fondo, se escucha el pitar de los coches
de abajo y a la brisa romperse en las esquinas de ladrillo.
—Estamos dándonos los regalos... —balbucea, y acto seguido
rueda los ojos sin que le vea. Le gustaría poder hablar con un tono de
voz decente. Audible como mínimo. Lástima que Marc lo vuelva
difícil y él acabe frustrado del hilillo que no es capaz de embravecer
por más que se aclare la garganta.
El humo gris fluye entre los labios de Marc, dibuja formas
abstractas en la noche.
Apaga el cigarrillo en el metal de la barandilla.
—Voy —asiente, dedicándole una sonrisa. Tiene colocados los
dedos a punto de lanzar la colilla apagada por la terraza, pero por
algún motivo se lo repiensa y sonríe todavía más. La coge en el puño
—. Esto no se puede reciclar —replica con los hombros sin que Nino
haya dicho nada.
Alguno de sus padres le habrá hablado sobre sus manías de
reciclar, porque a él no le ha atosigado nunca... ¡Bueno, pero no es
una manía, es lo que se debe hacer!
—Entonces deja de fumar ya —le regaña en un murmuro. Marc se
ríe de su cara de mohín.
—Vamos dentro, aquí hace frío.
Nino entra primero. Se tropieza con la división del cristal pero
disimula echando a correr en un trote; atrapa el regalo y prepara la
pose. Está metido en un papel verde de interrogaciones y focas con
elegantes sombreros de copa. La figura tiene muchos polígonos y le
ha costado envolverla, se ha arrugado en varias partes, pero lo ha
disimulado con moños rosas. Es un cactus de papel con flores.
Se espera a que Marc se haya quitado la chaqueta.
—Espero que te guste...
Le ve darle vueltas al objeto de incógnito a pesar de que es
perfectamente intuible, quitar una de las flores rosas y pegársela al
pecho a modo de medalla como si fuera parte de la sorpresa.
Regalarle a Marc está tirado.
—Me pregunto qué será —titubea de mentira mientras lo
desenvuelve. Los moños y el papel descienden con pereza al suelo
pero Marc lo recoge y deja sobre la mesita—. Vaya, un dinosaurio.
Otro dinosaurio. —Sonríe de medio lado; rápidamente se le extiende
a la hilera entera y hasta le brota una carcajada—. Qué bien, pues ya
tengo uno más.
Nino también sonríe, un montón. Sabía que le iba a gustar,
siempre se los regala y siempre le encantan. Marc le pellizca con dos
nudillos una mejilla, admirando la figura de plástico como un
diamante en bruto.
—Es un proyector... —Se lo quita a Marc para ponerlo en la mesa.
En el proceso roza una de sus manos grandes que se ha quedado fría
de estar fuera; y no sabe cómo consigue aparentar que no le ha
importado lo más mínimo dado que le ha recorrido un calor como si
hubiese metido los dedos en un enchufe.
Le puso pilas antes, así que cuando su padre deja libre la pared de
enfrente y se conecta el Bluetooth, el dinosaurio vomita el videoclip
de Mariah Caray.
—Con la tablet que te regaló la tita Annie también funciona...
—¿Otro dinosaurio? —se gira ella al escuchar su nombre. Recorre
los polígonos de la figura con el dedo—. ¡Otro dinosaurio!
—Me gustan mucho —aclara Marc con una sonrisa. Mientras
Annie se mea de risa—. ¿No lo sabías?
—El año que viene deberíamos regalarle todos dinosaurios a Marc.
—Él responde ladeando la barbilla—. O mejor, hacemos una colecta
y le compramos un superdinosaurio. Un dinosaurio gigante para su
casita. ¿Qué te parece, hermanito?
Con sutileza Nino le quita la copa a su tía porque teme que vaya a
derramarla por todas partes. Marc suelta suaves carcajadas que
enseñan los dientes pero apenas los despegan, Anthony estira las
oes; Nino no comprende qué les hace tanta gracia.
Entonces Marc jadea, y arruga las cejas, ha dejado de reírse. Pelusa
le pasa entre las piernas y le ronronea llenándole el pantalón negro
de pelos, pero él no le devuelve la caricia como suele hacer. Sus
manos están en el lateral de su abdomen.
—Marc, ¿estás bien? —pregunta Kyle. Los hermanos dejan de
reírse gradualmente cuando lo ven, pero no comprenden qué pasa.
Él inhala despacio y se sienta.
—Sí.
—¿Es la herida?
—Sí, pero estoy bien.
—¿Qué herida? —Nino se acerca preocupado pero no le
responden. Pelusa es el único que le está mirando y dura poco
porque ve más interesante lamerse la pata.
—¿Has estado haciendo esfuerzos?
—Déjame ver —ordena Anthony. Le va a levantar un trozo de
camisa pero él le frena con sutileza.
—Me ha dado un pinchazo y ya está, es normal.
—¿Qué herida? —repite Nino.
—Ninguna —le responde Marc.
Cuando la abuela vuelve del baño se dispersan con disimulo pero
al unísono, es instantáneo, magia. Plof. Nino se queda en medio y
solitario haciendo una mala imitación de Travolta.
—¿Qué es esa cosilla?
—Un proyector de dinosaurio, me lo ha regalado Nino.
—¡Uy, qué gracioso!
Pelusa se tira a los brazos de Ellen, y juntos curiosean el
dinosaurio de plástico charlando de forma amena.
Es como si nada hubiera pasado. Un villancico festivo campanea
de fondo, las luces led del árbol ambientan el salón de tonos alegres
por turnos, y los bombones que hay en la barra americana van
desapareciendo hasta que toca abrir la siguiente caja.


—Acompáñalo hasta arriba, por favor. —Anthony se cambia de
oreja el teléfono—. Sí, cariño, ya sé que lo sabes... Pero yo te lo
recuerdo. —Se masajea la sien. ¿Cuánto ha bebido esta noche? Ese
coito va a tener que posponerse.
Nino recoge servilletas y papel de regalo, va agrupando la basura
mientras le observa. Todos se han ido ya. Annie achispada con la
abuela en un taxi, y Kyle ha llevado a Marc en su monovolumen
porque Anthony se lo ha pedido.
Conque sea lo que sea la abuela tampoco lo sabe, si no Marc habría
ido con ellas.
Espera a que su padre cuelgue para preguntar.
—¿Qué le pasa al tito? —inquiere.
—A tu tío le dispararon hace unas semanas —suelta sin más.
Anthony sigue recogiendo. La bolsa de basura ya rebosa. Mete una
lata y se cae una pelota de papel arrugado. No la coge, gruñe y
expone una mano muy preocupado.
—Parece que fue bastante grave y le dieron una baja, pero
tampoco volverá después al GEO porque ya no puede hacer esas
operaciones peligrosas llenas de tiros, y saltos, y explosiones, y... —
farfulla cabreado, con la policía por admitirle en ese puesto, con el
mundo entero por tener pistolas, y con Marc por no meterse a
panadero. Seguidamente suspira con un profundo alivio—. Volverá a
la comisaría donde empezó, donde debe estar. Que ayude a los chicos
que pierdan el monedero, que requise cigarrillos..., que se esté por
aquí quietecito.
—¿Se quedará aquí? —repite Nino en un susurro.
Avista el sofá, el hueco donde su tío ha estado sentado. Después de
haber hecho esa mueca de dolor no recuerda que se haya levantado
más que para irse.
Terminan de adecentar el salón y guardar la comida de sobra y
Kyle aún no ha vuelto. Nino le da las buenas noches a su padre y va a
lavarse los dientes. En el espejo se ve las cejas apretadas, pero no las
puede destensar; también se le ha quedado un nudo en el pecho que
no se quiere ir.
Si esa bala hubiese ido un poco más arriba, o si la herida fuese un
poco más grave, puede que esta Navidad hubieran sido uno menos.
2
¡Por el amor y la justicia!

Gira la ruedecilla del ratón bajo la luz de la lamparita, sin ganas,


medio tirado en el escritorio de su habitación. Es de noche, todavía
invierno, y todavía no ha vuelto a ver a Marc desde que celebraron la
Navidad postiza hace una semana.
—Harrison Ford y Calista Flockhart, veintidós —dice Lara.
—Aaron y Sam Taylor, veinticuatro —dice él.
—Mary-Kate Olsen y Olivier Sarkozy, diecisiete. —En la miniatura
de Skype ve a su mejor amiga explotar un chicle—. Y no se nota casi,
tío.
Nino deshincha el moflete sobre la palma de su mano, pero se le
mueven los cascos y tiene que enderezarse otra vez.
—¿Por debajo de diecisiete años también vale? —pregunta Lara
—. Porque Amal y George Clooney se llevan dieciséis, y Hugh
Jackman y Deborra-Lee, trece.
—Lara —Pelusa reclama cariño desde su cojín sobre el escritorio
—. Déjalo, da igual, en serio...
—No da igual. ¡Te recuerdo que hasta hace nada estabas jurando y
perjurando que este año te confesarías de una vez por todas!
Además, mira, tío mira qué cantidad de famosos —Activa la pantalla
compartida y rueda el ratón por la página. Lara lo pasa todo tan
rápido que no puede distinguir las formas, solo ve pedazos de color
que supone son fotos en mitad de un mar de texto.
Le ha contado que Marc ha vuelto, y lo de su disparo..., y ella lleva
todos estos días intentando animarle. Por ahora no está
funcionando. Tampoco ayuda que Kyle, a petición de Anthony, le
haya estado haciendo llamadas y preguntas de celestina a la
maravillosa y recién divorciada madre de Lara. Parece ser que están
buscando con quién emparejarle y la lista de candidatos consta de
todos los profesores, compañeros de trabajo y gimnasio, o
simplemente conocidos, de sus padres.
No quiere ni imaginarse a Marc saliendo con una persona, si
encima tuviese que ver a la madre de Lara cuando va a su casa o a
uno de sus profesores derrochando corazones y felicidad por los
pasillos sabiendo que se debe a que pasa las noches con Marc... Le
recorre un escalofrío de penuria, se niega a imaginarlo.
La idea es de Anthony, cree que si se echa pareja se verá obligado a
quedarse para siempre en esta ciudad en ese trabajo campechano de
policía de barrio al que le han destinado. Aunque a Marc no parece
entusiasmarle el puesto, desde que ha sabido de su disparo Nino
también se inclina a que no vuelva.
—Si saliera contigo sería superfeliz, porque tú eres genial.
—Encontrará a alguien como él, ¿yo qué tengo? Soy del montón.
Del montón de abajo. Y además hoy me ha salido otro grano
enorme... —se toca la frente.
—¿Qué tonterías dices? ¡Si tú eres adorable! Si te viese bailar se
fijaría en ti enseguida.
—Nunca se va a fijar en mí... —Y si fuese la clase de adultos que se
fija en los niños, no le interesaría a Nino.
Pero él no es así. Él es perfecto. Es inteligente y le hace reír con sus
sarcasmos, se preocupa por él, se juega la vida cada día ayudando a
personas a las que ni siquiera conoce, da los mejores besos en el pelo
del mundo, tiene una sonrisa ladeada que devora el alma, es honesto,
es cariñoso, es...
Lara continúa recitando parejas de famosos que no conocen, de vez
en cuando le pasa una foto. La verdad, cuando son mayores no se
nota tanto, pero no sabe si es porque están operados.
Diecisiete años, dos meses y catorce días... Hace cálculos rápidos
en una hoja de libreta aunque los haya hecho ya medio millar de
veces, como si en algún momento fuese a salir otro resultado.
Si tengo 18 Marc tiene 35 √
Si tengo 23 Marc tiene 40 √
Está bien, no está mal. Seguro que sigue tan guapo como ahora.
¡Aunque no es que su aspecto le importe...!
Si tengo 38 Marc tiene 55 √
Si tengo 53 Marc tiene 70!!?

Atrapa su llavero de oveja rosa. Es su pelota antiestrés, le gusta


tenerlo siempre cerca. Lo acaricia y apretuja, le trastea los
minicuernos de fieltro. Es tan injusto. Aunque se muera ahora
mismo y se reencarne en otra persona de otra familia solucionaría un
problema, pero haría el otro más grande porque se llevarían todavía
más años.
Lara le chista.
—Mira, cincuenta añazos se llevan estos dos —alardea. Nino
curva las cejas, porque ella parece menor de edad y él parece no
enterarse de lo que está pasando.
—Nino —le llaman, pero no es a través de los cascos. Se destapa
para ver si se lo ha imaginado y pegan a la puerta—. Hijo.
Escucha a Lara soltar un graznido hacia dentro y acto seguido la
ve peinarse con apuro sus trenzas pelirrojas.
—Estoy en Skype, papá —le advierte nada más verle: lleva el
teléfono de casa y una camiseta de tirantes maltrecha candidata a
próximos trapos para el polvo.
—Es para ti. Hola, Lara —saluda con una sonrisa.
—¡Cariño, baja la bolsa! —se oye desde la cocina. Es Anthony.
Acabará de llegar y ha visto el intento de bizcocho de Kyle que ha
saturado la basura. Por lo menos le ha dado tiempo a rascar las
paredes del horno después de que explotase.
Kyle mira en dirección a la puerta, después a la pantalla.
—Pues nada, no invertimos —suelta tan pancho.
—Dios mío —suspira Nino tapándose la cara; y Lara estalla a reír.
Demasiado, en realidad. Parece que se vaya a hacer pis encima y ni
siquiera ha tenido gracia.
Contempla entre los dedos la miniatura de su amiga hasta que,
después de lo que se siente una eternidad de un cringe muy
poderoso, Kyle se va por donde había venido. Ella suspira
profundamente; se apoya la mano en la mejilla atisbando al infinito.
—Tiene músculos en sitios que no sabía que existían...
Nino sonríe, silencia el micro y los altavoces. Se pega el teléfono a
la oreja con un deje de desconfianza. ¿Quién le llama al fijo si tiene
móvil? ¿Y quién llama, a secas, si existe Skype y Whattza?
—¿Sí, dígame? Soy Nino —pregunta con pulcra educación.
—Hola Nino. —En un segundo se le para el corazón, en el
siguiente cree que se lo está imaginado. Hasta está apretando la
oveja contra su pecho—: Soy tu tío.
—H-hola —tartamudea como un preescolar.
—¿Estás ocupado?
Mira a su alrededor.
—No... ¿Por qué?
—¿Te vienes conmigo a una función de patinaje sobre hielo? Estoy
en la comisaría, me he pasado por aquí esta tarde; el lunes trajeron
una cartera extraviada y un compañero me ha dicho que tiene dos
entradas que van a caducar esta noche.
—¿...Esta noche? —repite, porque es lo último que ha oído, no
porque sepa qué está diciendo.
¿Qué ha dicho Marc? Empezaba con un «¿Te vienes conmigo?» y
luego ha seguido hablando, pero ni idea. Los mini Ninos de su cabeza
le pisotean el cerebro buscando el informe pero no han recogido más
datos.
No importa. Lo deja todo y se va corriendo al infinito si eso es lo
que le está pidiendo.
—Es a las nueve. Si no quieres no pasa nada; es que cuando me lo
ha dicho he pensado en ti, en que te gustan estas cosas.
—Sí, sí que quiero —le aflora la desesperación.
Marc ha pensado en él. Se recoge un mechón detrás de la oreja. El
corazón le late en las pestañas, da vueltas en círculos por la
habitación mientras habla.
—Y... ¿Y no te meterás en problemas? —Pelusa le sigue con la
mirada—. ¿Qué pasa si el señor que la ha perdido la reclama...?
Pregunta por cortesía, pero a la porra ese señor. ¡Él quiere ir con
Marc! Ya se está despidiendo de Lara y cerrando Skype.
—No hay problema porque la comisaría cierra ahora y mañana ya
están caducadas. Pásame con tu padre.
Baja la escalera como un terremoto en calcetines. Encuentra a sus
padres acurrucados en el sofá.
—¿Vemos Sharknado 32? —propone Kyle manejando Verflix.
—No sé, me apetece algo más romántico.
—Mmm... En Sharknado 27 salen parejas.
—Me apetece algo sin tiburones voladores —se corrige. Todavía
tiene puesto el traje, pero está desplomado sobre Kyle y no muestra
intención de levantarse para solucionarlo.
Le da el teléfono a Anthony y regresa volando a la habitación.
Veinte minutos y cuatro conjuntos más tarde, el timbre le pilla
haciéndose la plancha en el flequillo. Al bajar la escalera por vez
segunda ve a Anthony tirado en el sofá, ahora tapado con la manta.
Se ha quedado frito y ronca en un silbido de nariz; a Kyle le tocará
otra vez subirlo en brazos.
Marc está en la puerta. Lleva sus botas con arañazos, una bomber
vieja y el flequillo desordenado para atrás.
—Hola... —Sin pensarlo saluda también con la mano, aunque esté
a un metro. Porque sí, porque es tonto. De todas formas cuando llega
hasta él le deja un beso en la mejilla, como siempre.
—Vaya, qué elegante. ¿Debería cambiarme?
—No os va a dar tiempo —avisa Kyle mirándose el reloj—, ¿no
empieza a las nueve? Son menos veinte.
—Así estás bien —exclama Nino cruzando la puerta. No vaya a ser
que se cancele el plan. Camina hasta el ascensor a pasos veloces, y
Marc le sigue pero con calma y mirando hacia atrás.
—Lo traigo antes de las once —se excusa con su padre.
De camino al coche Marc le hace preguntas sobre el colegio que él
contesta con monosílabos y frases tan cortas, robóticas y mal
ordenadas que parecen sacadas del traductor... Hacía siglos que no
hacían algo juntos.
El coche de Marc es un Skoda Fabio, simple, blanco, y aunque no
es desagradable el interior huele a cigarrillo. Habrá conducido
mientras fumaba. A papá le dijo que lo estaba dejando, varias veces,
pero debe ser que recae. O que tira la evasiva para que se tranquilice
y luego pasa.
Le ve coger un chicle alargado de menta, también le ofrece uno
pero Nino menea la cabeza.
—Está aquí al lado, llegamos en nada.
Arranca y la radio se enciende sola. Está sonando el remix de Phats
& Small de “September”, y Marc no la está quitando así que supone
que le gusta. Le señala la guantera, y Nino saca dos entradas con el
dibujo impreso de una patinadora.
—Evgenia Medvedeva —murmura leyendo el nombre en un
perfecto ruso. Por detrás simplemente hay un código de barras.
—¿Alguna vez has ido a una cosa de estas?
Nino niega.
—Yo tampoco. —Le echa un vistazo rápido a su sobrino y sonríe.
Cambia de marcha y toma una salida. Están llegando al centro,
reconoce las tiendas con la persiana echada—. ¿No vas a pasar frío
solo con eso?
Se mira lo que lleva puesto. Tiene el jersey colocado a la
perfección, asoma el cuello y las mangas bien extendidas de una
camisa que... No ha traído chaqueta.
—Estoy bien —miente, y Marc le sonríe.
Espera que no haga mucho frío en el recinto. ¿Suele hacer frío en
un espectáculo de patinaje sobre hielo?
Aparcan frente a una entrada de cine como la de los años
cincuenta, pero no es que sea moderno y vintage, es que de verdad es
muy viejo el edificio. No sabía que esto podía tener tanto público
pero está lleno de coches. Caminando por el suelo de arena y gravilla
del aparcamiento y Nino ya empieza a reprocharse su memoria.
—¿Esto vale como regalo de “Navidad”? —bromea Marc—. Me ha
salido gratis y llega con retraso, pero como lo que cuenta es la
intención... —Tiene las manos en los bolsillos de la chaqueta y se
está mirando la bota que se le mancha de polvillo blanco—. No sé, yo
espero que te guste.
«¿Y esto, vale como una cita...?».
Como todavía no han abierto las puertas la gente se acumula en el
hall. Marc le pone las manos en los hombros y atrapa sus cinco
sentidos, su alma y su atención; y cuando le mira con esos ojos que le
asesinan las neuronas y le sonríe, su virginidad entera.
Se la iba a dar de todas formas.
—Sí que hay gente. —Está muy cerca, nota el acolchado de su
bomber—. ¿Crees que aquí tendrán de cenar?
—No sé...
—¿Tú has cenado?
—Sí... —Se aclara la voz con enfado. Yergue la espalda y se coge
los pulgares—. ¿Y cómo estás? —pregunta más confiado.
¡Increíble, ha conseguido hacerlo con una seguridad que ha
parecido innata! Se nota el brillo de la sonrisa. O a lo mejor es que
está muerto de la vergüenza y sus mejillas han comenzado a irradiar
calor.
Genial. Porque el resto de su cuerpo se está necrosando.
Marc le mira, y él clava la vista en las fascinantes puntas de sus
propios zapatos.
—D-de la herida, y... eso...
—Bien. Ya está bien —Ladea la barbilla—. Es tu padre el que lo ha
exagerado, no es para tanto. No tenéis que preocuparos.
—¿Es verdad que ya no vas a irte más? ¿Vas a quedarte...?
—Sí, estaré trabajando donde antes. Patrullando y haciendo
papeles en la comisaría.
Cree que va a ser imposible esconder su alegría, hasta que con
descuido Marc le despeina completamente y tiene que ahogar un
jadeo. ¿¡Pero, otra vez!? ¡Inaceptable! ¡Que arda Troya...!
—Por lo menos este año —añade entonces Marc—. Luego
supongo que volveré al —Se da un pequeño respingo en la nariz,
omitiendo decirlo en público, Nino ya entiende. Volverá al GEO. A
jugarse la vida. A recibir disparos.
—¿Por qué te metiste en eso...? —pregunta con humildad.
Parece que Marc no le oye:
—Si te gusta esto puedo preguntar qué más cosas han dejado en
objetos perdidos. Mira, sí que tienen comida aquí.
Marc le rodea la cintura, lo carga en vertical sin perturbarse con
sus zapatillas sin tocar el suelo, su sobrino es muy pequeño y no pesa
nada de nada. Lo lleva hasta la esquina donde se pone a estudiar la
tabla de perritos o hamburguesas que puede pedirse mientras le
despeina otra vez, por si no estaba ya lo suficientemente horrible.
Nino se ha quedado un poco descolocado del viaje sorpresa.
Se aclara la voz.
—Pero... ¿Eso no es robar...?
—Si nadie lo reclama en seis meses no. Es una especie de norma
—Mueve la mano en círculos—, no escrita, que tenemos allí. Si
quieres un iPear solo dímelo —Le guiña el ojo, y la temperatura de la
sala sube por lo menos diez grados.
Cinco minutos después están buscando sitio en las gradas. Con el
perrito caliente que se está comiendo, el cuerpo inclinado hacia
adelante y esos vaqueros desgastados, a Marc solo le falta la gorra
para convencerle de que está en un partido de beisbol.
El sonido de los aplausos le soterra los oídos cuando la patinadora
sale al escenario.
—¡Es Sailor Moon! —se le escapa. Marc mastica el perrito.
—¿Es famosa?
Dicen unas palabras en japonés y la chica empieza a deslizarse por
el hielo al compás de la música. Alza los brazos con destreza, gira
sobre sí misma de forma magistral y manda a volar la falda de
colegiala. ¡Ay, ay! ¡Debajo tiene la de guerrera Sailor!
Recorre el hielo de una punta a otra sin apenas mover los pies, y
cuando salta aterriza siempre con los brazos en alto, se parece mucho
a los ejercicios que hace él en clase de baile. Se agacha
sensualmente..., se estira los calcetines blancos y cambian de color...
¡No! ¡Lleva los calentadores rojos de Bunny...! Sus coletas largas
dibujan siluetas en el aire, le acompañan los movimientos.
Nino se hace consciente de que se está meneando exageradamente
en el asiento a la tercera o cuarta canción. Se pone recto de
inmediato, se tensa como un banderín.
—Me alegro de que te guste tanto —sonríe Marc. Le apretuja el
hombro con mimo y sigue mirando el espectáculo.
Nino pega los labios y mira al frente, esta vez quietecito. Tiene la
sensación de que cada vez que ve a Marc descrece un año, va hacia
atrás. Ahora mismo debe ser un niño de parvulario disfrutando de su
marioneta favorita por televisión.
Pero no es un niño. ¡No es tímido, ni reservado, ni callado ni nada
de eso, jolines...! Esto solo le pasa con Marc, porque no tiene ningún
problema en regañar a sus padres o en decirle a Kyle lo bobas que
son sus bromas, ni en pasarse una hora completa de Skype
contándole sus penurias a Lara sin parar. ¡Jopé! ¡Y de verdad que lo
intenta, pero la voz no le sale bien, se le dobla, se le rompe, se le
corta! «¿¡Por qué no puedes comportarte como un ser humano
normal y decente cuando estás con él...!?».
Marc le pone la chaqueta sobre los hombros, se le va el intento de
ofuscación consigo mismo, instantáneamente.
—Yo tengo calor —mitiga su tío, y le acerca. Le frota el brazo con
delicadeza y se lleva el frío en esa zona. Nino se sonroja al verse el
vello de los brazos en punta, y sonríe y asiente cabizbajo cuando
Marc le pregunta si está mejor así.
A partir de ahí ya no tiene ni idea de lo que sucede en la pista. No
existe más pedazo de realidad que estas dos sillas y su cuerpo
pequeño pegado al de Marc. Mantiene los puños cerrados sobre el
regazo mientras él se saca un chicle y lo desenvuelve con su única
mano libre.
—¿El teatro te gusta? —le pregunta su futuro novio y marido, el
padre de la manada de gatos que piensa tener—. Les puedo decir que
me avisen si llega alguna entrada.
No sabe, nunca ha ido a uno. Pero ¿a Marc le gusta?
Le mira de reojo con vergüenza, se lo piensa, y... hace acopio de
todo su valor para soltarle un beso en la mejilla. ¡No se están
saludando así que no puede usar esa excusa como hace siempre, pero
es que le han dado muchas ganas de hacerlo...!
—Gracias —musita. Marc sonríe.

A la salida, Nino esconde los mofletes en las solapas de la bomber


mientras Marc se mira el reloj de la muñeca. Va en manga corta, pero
no le ha dicho que tenga frío ni se la ha pedido de vuelta...
—Son casi las once. ¿Tienes sueño?
¿Sueño? ¿A las once? ¡Que no es un niño, que tiene catorce añazos!
La pregunta le pilla en mitad de un bostezo, pero sacude el rostro
para negar y de paso se despeja.
—No, estoy bien...
El bostezo siguiente se lo tapa con el puño de la bomber. Igual sí
que está un pelín cansado. Probablemente hubiese ido a dormir
después de media hora más de Skype con Lara o habría cogido la
Nintendo y terminado de pagar el proyecto de la fuente. Su tío le
abre la puerta, se sienta al volante y prende la radio. El coche se
sume en la tranquilidad con “Can't Help Falling in Love” de Elvis
Presley, y con los ojos cerrados Nino esboza una sonrisa. Marc y él
escuchan las mismas canciones.
Una señal más de que son almas gemelas.
—Te vas a quedar frito —le oye decir.
—No... —ladea la cabeza en el apoyo, pero no los abre.
Unos pitidos que nunca ha entendido cómo funcionan señalan la
hora en punto y sacan el repaso de las noticias de todo el día. La voz
calmada del locutor es armoniosa mientras habla de una feria de la
hortaliza que se celebra esta semana en el polígono. Parece ser que el
precio de las algarrobas se ha incrementado un veintitrés por ciento
este mes.
El suave ruido del motor y las ruedas crea un relajante ruido
blanco y constante. A estas horas de la noche nadie pita y nadie tiene
prisa, además Marc conduce con fluidez; no sabría diferenciar las
pausas en los semáforos.
La conjunción vuelve difícil levantar las pestañas...
Cuando lo consigue, está en los brazos de Marc.
La sorpresa se queda en sus pestañas que se abren y en sus labios
que omiten un jadeo. ¡Se ha teletransportado! Ahora sus brazos
delgados descansan en sus hombros anchos, su frente queda pegada
a su cuello caliente y su nariz cerca de su nuez. La acaricia sin querer
a cada paso y tiene la piel muy suave.
Huele a loción de afeitado, a menta. Y a tabaco.
Sin la menor complicación Marc se pasa su peso a un solo brazo
para alcanzar a tocar la puerta con la otra mano.
—¿Dónde te lo dejo?
—Si lo traes roto no te devolvemos la fianza —oye decir a Kyle.
—No está roto, se me ha descargado. —Pasa dentro. Trata de no
hacer ruido, toda la casa está en silencio y supone que Anthony
estará durmiendo—. Te lo pongo arriba —avisa, ojeando a ver qué
mesita va a adornar con este jarrón. Pelusa le abre paso por la
escalera como un guardaespaldas que les estaba esperando.
Nino deja los ojos cerrados mientras Marc le tumba, le saca los
zapatos uno a uno y le tapa con la sábana. Hacía estas cosas cuando
era niño, pero ahora pesa un montón más. Marc está realmente
fuerte... Se intuye a la perfección por su camisa pegada claro pero
nunca le ha visto el torso al descubierto... Cuando van en familia a la
playa o a la piscina ambos hacen lo mismo, quedarse en la toalla con
la parte de arriba puesta y cobijados por la sombrilla para que su piel
blanca no ciegue a los bañistas.
¡Anda! ¡Pero no debería haber cargado peso con la herida...!
Marc le tantea la espalda al gato en un par de caricias, se gana un
ronroneo y un rabo que se menea con aire sugerente. Sonríe con lo
poco que puede apreciar del cuarto de Nino a oscuras: ha venido un
tifón a sacar la ropa del armario, hay muchísima tirada por todas
partes y absolutamente todo es de un color pasteloso; por supuesto
predomina el rosa. Los peluches se acumulan como dunas y se han
esparcido por todas partes como polvo de arena. La colcha es de esa
serie de dibujos que tanto le gustaba de chico, la veía en la televisión
y sus padres le han pasado vídeos grabados a escondidas donde salía
imitando las transformaciones de las guerreras que... Levanta las
cejas cuando lee en la colcha el mismo nombre que mencionó en el
espectáculo: Sailor nosequé, está Pelusa encima.
Le da un beso en la frente a su sobrino y camina hacia la ristra de
luz que asoma del pasillo. Se detiene cuando Nino reclama su
nombre en un ínfimo susurro y le da las gracias por invitarle.
—Gracias a ti por venir conmigo —responde en el mismo tono
acaramelado, y se ríe.
Cierra la habitación, pero Nino los escucha en el pasillo.
—¿Cómo ha estado? —pregunta Kyle.
—Bien, creo que le ha gustado bastante.
—¿Por dónde está ese sitio? ¿Qué es, nuevo?
—No. Está al lado de donde estaba el antiguo ultramarinos. Donde
el Primork grande.
—¿Donde la tienda de segunda mano?
—Sí, pero eso lo quitaron. Ahora han puesto un MoonBucks.
Nino se da cuenta de que todavía lleva la chaqueta de Marc al
girarse y hacer sonar el poliéster con la sábana.
No querría espabilarle y Marc se la ha dejado, porque es así de
tonto. Así de entregado con él, como si estuviese hecho de cartas
apiladas y debiese protegerlo del más delicado soplo.
Debería maravillarse y rodar por las sábanas estallado en
felicidad..., pero más bien es un fastidio. Preferiría que le tratase
como a un adulto.
Escucha la puerta de casa y supone que ya estará llamando y
esperando al ascensor, o entrando ahora mismito, así que ya le
alcanzará por el patio del recinto... En un ratito.
Esconde la nariz en la tela..., y huele a Marc, es increíble lo mucho
que huele a Marc. No se apreciaba tanto en el coche como aquí, en
esta cápsula que se ha montado bajo las mantas. El aroma a menta
ya se ha disipado y el viento ha aireado levemente las partículas de
tabaco, por eso se aprecia su olor puro, tan predominante que se
engancha en cualquier prenda. A esto olerán las sábanas cuando
estén casados y vivan felices juntos...
¡Debe bajar, deprisa! Tiene que devolver la chaqueta, ¿a qué
esperan sus pies y brazos para moverse? Es de noche, todavía
invierno, y es Marc quien tiene que llegar a casa aún.
Qué mal. Encima sus pestañas secundan la huelga. No es a
propósito, es que el aroma de Marc le depura la razón y le deja aquí,
sumiéndose en uno con la almohada. Abrazado a ella vuelve al
espectáculo, con su brazo fuerte apretándole contra su cuerpo más
grande, y cálido, y protector, que le ha traído a casa.
No llega a intentar levantarse.
3
Para siempre

A día dos de marzo, Kyle se encuentra prendiendo fuego a las


alargadas velas de cera de abeja, una monería de cuya existencia se
ha enterado esta tarde. La iluminación está atenuada, suena un jazz
cadencioso, la mesa está lista. Con la casa bañada en un aroma de
miel y flores, sonríe orgulloso.
Así pues, se sienta en el sofá y con la tele busca distraerse en lo que
tarda su marido en llegar. Pone cualquier programa, deja el mismo
canal que estaba puesto al encenderla, en realidad no le presta
atención. Sentado echa un vistazo al panorama para verificar que
esté correcto pero no cree haberse olvidado nada. Fenómeno, porque
Anthony debe estar al caer.
Los anuncios le roban el tiempo. Ve uno detrás de otro con un
desinterés a cada cual más acérrimo. La cera dibuja gotas que se
escurren hasta la base del candelabro y, lentamente, la ternera se
enfría y tiene que levantarse para taparla con servilletas de tela.
—Lo que no se puede permitir es que unos padres, como se
autodenominan ellos, adopten como quien va a hacer la compra, ¡y
devuelvan el niño a la semana! —debaten por la tele—. No estamos
hablando de un hecho casual, no estamos hablando de un cinco, o
diez por ciento. ¡Es que la cifra no deja de crecer! Mi partido
propone que este acto deplorable debe considerarse un delito penal,
que debe constar en un expediente, porque esto va a seguir
sucediendo hasta que...
—Perdona, una cosita. ¿Estás comparando a los niños con
productos de un supermercado? Creo que sobra decir que mi
partido, durante su mandato, propuso una ley que ustedes no quisi...
—Disculpen. Sí. Sí, sí. Ahá. Me dicen que nos tenemos que ir un
minutito a publicidad. A la vuelta seguiremos con este debate de
actualidad: ¿debe reforzarse la ley de adopciones? ¿Está realmente
protegido el menor en todos los casos? ¿A dónde van los niños que
están huyendo de los centros de acogida? ¿Cuántos chicos y chicas
hay en este país, en esta provincia ahora mismo, llorando en un
rincón completamente desamparados sin un solo adulto que les
ayude para sacarles de su miseria absoluta? Que no te quite el sueño.
Con el nuevo colchón Airflex Natura 4.0 disfrutarás de un descanso
saludable. El innovador aspecto ergonómico de sus celdillas se
amolda a tu cuerpo y le permite un mejor...
Cambia de canal. Kyle ve sin ganas dos capítulos completos de
Simpsorama, un buen porrón de anuncios, y cuando terminan sigue
haciendo zapping porque empieza el tarot. La televisión marca la
una y cuarto y él ya se ha quitado las zapatillas de los pies que
descansa sobre la mesita.
Pelusa, Nino y su llavero de oveja, lo observan a través de los
barrotes. Lleva el pijama puesto, se lo puso después de ayudar a su
padre a cocinar, antes de darle las buenas noches y felicitarle por su
aniversario de bodas.
Kyle deja puesto el tarot porque ya no hay otra cosa, y se vacía los
pulmones en una exhalación que le desliza el mando de la barriga al
sofá. Un señor con pelo largo y gesto soberbio gira cartas y suelta
misticismos antes de que la televidente que ha llamado le explique su
problema: le afirma a la señora que, efectivamente, su marido está
con otra.
—No... Si a mi marido se lo llevó el Señor hace dos meses...
—Antes de irse le fue infiel con otra mujer.
Cuando escucha las llaves Kyle se reincorpora, pero ya
somnoliento y sin energía. Nino sube los escalones para que no le
vean.
—¿Kyle? —le llama Anthony al ver la luz encendida. Deja las
llaves en el bol—. ¿Estás todavía despierto?
Al avanzar por el pasillo y ver la mesa montada, se detiene.
—¿Qué es todo esto?
Nino ha apretado los párpados; se le ha encogido el pecho de
pronto. No quiere imaginarse qué cara habrá puesto Kyle.
Anthony se acaba dando cuenta solo.
—Oh...
—Hola. —Se le ha quedado la camisa arrugada de estar echado en
el sofá.
—Lo siento —musita.
—Últimamente llegas muy tarde —Su voz suena áspera por el
sueño.
—Es que he estado todo el día cerrando el asunto de la banca —
Deja el abrigo en la entrada—, y luego he tenido que revisar el
contrato de los alemanes... Han querido cambiar unos puntos
básicos del acuerdo, que...
—Todas las noches llegas tarde —le interrumpe despacio. Nino se
aclara los ojos—. Y cuando me despierto ya te has ido.
Anthony le franquea hacia la cocina.
—Ya te he dicho que me han surgido cosas.
—Sí, lo sé. —Asiente un par de veces, y se pone a recoger la mesa.
La carne ya está congelada, se habrá quedado hasta dura.
—No lo recojas —le frena apresurado. Deja el maletín en la
encimera y le quita el plato—. Solo hay que calentarlo en el micro.
—Yo no tengo hambre, solo estaba esperando a que vinieras.
Anthony le ve desenchufar la televisión, apagar la luz de la
lamparita y subir los escalones con languidez, prácticamente arrastra
las zapatillas de pelo, que es lo único de andar por casa que lleva
puesto.
—Espera. —Le agarra de la camisa y se la saca del pantalón sin
querer. Eso lo detiene; aunque ahora no sabe qué más decir.
En mitad de la escalera abre la boca, pero de sus labios no brota
más que un balbuceo que no llega a ser palabra. Él también está muy
cansado, tiene los ojos subrayados de ojeras.
—Ya nunca sé si esperarte para cenar —replica Kyle—, pero,
pensaba que hoy... Que por lo menos te acordarías.
—Ha habido un problema, pero, la semana que viene salimos a
cena... a-ah, no. La semana que viene no puedo... La siguiente me
parece que sí, estoy casi seguro. Solo tendría que mirarlo... Iremos a
donde tú quieras.
Ve a Kyle negar con la cabeza. Cuando se gira y ve sus ojos
marrones, retrocede un escalón, porque sus facciones son rectilíneas
y es muy raro ver esa expresión insustancial en él.
—Eso de ahí lo ha preparado Nino, yo básicamente he mirado, y...
molestado, mientras él lo hacía todo —expone sin timbre—. Yo lo
aguanto, Anthz, pero no sé qué contestarle cuando me dice que
prefiere esperarte antes de cenar o irse a dormir.
Anthony baja los escalones de espaldas, sus ojeras se acercan a sus
cejas cuando las aprieta.
—¿Y qué quieres que haga?
—Podrías avisar.
—Ya te he dicho que me han surgido cosas. —Coge aire de forma
errática—. Dos veces te lo he dicho. Con esta, tres.
—Solo tienes que mandar un mensaje. ¿Para qué tienes móvil?
—Para asuntos de la empresa. Y ni siquiera he tenido tiempo de
mirarlo.
—¿Ni siquiera has tenido tiempo de pensar cinco segundos en tu
familia?
Nino, agazapado, agacha la cabeza. Es muy raro verles pelear. Por
algo distinto a nimiedades, claro. La última vez que estuvieron
enfadados y dejaron de hablarse unos treinta segundos, fue un pique
relacionado con hacer trampa en un videojuego. Una tontería
bastante común en esta casa por las tardes...
Un momento. ¿Pero eso no fue hace ya meses...?
—No lo sé, se ha hecho de noche de repente, ¿vale?
Anthony mete el plato de comida en el microondas, y al darse la
vuelta tira por descuido un tenedor con el codo. El metal arma un
jaleo al tintinear. Él se apoya en la encimera. Se palpa el puente de la
nariz con los párpados bajados.
Kyle vuelve a la cocina.
—No tienes que trabajar tanto.
—Claro que tengo que trabajar tanto.
—No, claro que no.
—Sí... —repite y alarga la sílaba arisco.
—Es lo único que haces, trabajar.
—Tengo que traer dinero, sin dinero las personas se mueren de
hambre.
Kyle recoge el cubierto, lo deja en la pila.
—No vamos a morirnos de hambre, solo tienes que trabajar un
poco menos.
—¡No es tan fácil! —alza la voz desaforado, Kyle se sorprende y
Nino se asusta, ha sido muy repentino—. ¡Tú no estás allí, tú no
sabes cómo funcionan las cosas! Si falto, si me descuido o cometo un
error, ¡se acabó todo! Es..., es... ¿¡Por qué no lo entiendes!?
Como su agitación y sus gritos prosiguen y se sostienen, Kyle
contesta y de igual modo, porque si no, no le oiría. De repente están
hablando muy alto para la hora que es, están gritando.
Se van a quejar los vecinos.
—¿Qué se va a acabar, Anthz? ¡No se va a acabar el mundo porque
llegues a casa a la hora de la cena! —Hablan al mismo tiempo.
—¿¡Y tú que sabes!? —grazna irracional. ¿Qué le pasa, porqué
está chillando de esa manera?—. ¿¡Te crees que todo es fácil, te crees
que todo es libertad y que yo soy el que lo elige!?
—¡No se va a incendiar la empresa porque duermas ocho horas
seguidas!
El microondas pita pero Anthony lo sepulta. Habla de la empresa,
levanta todavía más la voz, entrecruza las palabras y repite algunas
frases una y otra vez. Kyle también grita, le llama a calmarse... a
voces. Evidentemente a la técnica le falta un pulido.
Nino aprieta inconscientemente la oveja y se tapa los oídos, y aun
así puede escucharlos.
¿Qué diantres está pasando?
—¡Tienes que relajarte! —se le superpone Kyle de pronto.
Tiene el efecto contrario, como si fuese la peor combinación
posible de palabras que hubiese podido decir:
—¿¡Que me relaje!? ¡Para ti todo es sencillo! ¿Tú te crees que
todos los trabajos son como el tuyo? —mueve las manos
furiosamente de un lado a otro sin control—. ¡Vas allí, te tiras siete
horas sin hacer nada y luego vuelves tranquilamente! ¡Pues para mí
es más complicado, hay gente que depende de mí, Kyle! ¿Sabes lo
que es un arbitraje financiero? ¿Sabes cómo funcionan las acciones?
¿¡Sabes cuántos socios se están llevando los Lovelace!?
Coge aire a pedazos y se hincha el pecho. Cuando lo suelta, Kyle ya
no sigue contestando y parece que Anthony se relaja una pizca, un
mínimo para no explotar. Por lo menos deja de gritar.
Se aclara la garganta áspera de todo el día.
—Un día estás aquí arriba y al siguiente aquí abajo —señaliza con
la mano y la recoge con vacilación. En un atisbo de aliento se le
esfuma el resto de la furia. Solo queda un tono débil, fatigado.
Cargado de desánimo—. Tú no lo puedes entender.
Kyle no ha dejado de mirarle, pero no responde al comentario.
Anthony menea una servilleta de tela sin pericia ni conciencia, está
concentrado en coger el aire que lanza en un jadeo. La arroja con
decaimiento para sujetarse la frente. Le duele la cabeza, la espalda,
los hombros, y el coxis al respirar.
—Crees que mi trabajo es de mentira —observa Kyle.
—No.
—Y que soy demasiado estúpido como para entenderlo.
—Yo no he dicho eso.
—Claro que sí, acabas de hacerlo.
—No quería decir eso —se reafirma con nervio.
—No querías decirlo pero lo piensas de todas formas.
Anthony niega al tiempo que se despega de la encimera, pero, a su
vez, Kyle se aleja un paso.
—Siento ser idiota y no poder ayudarte con esto, Anthz.
Conoce a Kyle más que así mismo, tal y como Kyle a él con
reciprocidad, por eso sabe bien que no era una pulla sino un
manifiesto de verdadera culpabilidad.
Inhala a trompicones.
Concentrados en las vetas del parqué, Anthony no habla y Kyle
tiene apretado el entrecejo. El doble acristalamiento y la altura del
carísimo dúplex que enamoró a Anthz y todavía están pagando hacen
que no se escuche el tráfico de la carretera ni un solo ladrido aislado.
Él abogaba por una casa sencilla. Un adosado o un piso común de
una planta, no necesitaban más.
Mierda, viviría en una única habitación o un trastero de dos metros
cuadrados si pudiera traer a su Anthz sonriente de hace años, el de
antes de que Ellen se jubilase. No quiere seguir así, que le duela el
pecho cada vez que ve sus dedos tan delgados y su piel sin lustre. Sus
preciosos ojos verdes llevan meses rodeados de venas rojas y un
blanco grisáceo.
Nino se acerca con sigilo, asoma por el hueco de la escalera. Ve a
sus padres uno frente al otro. No se están mirando. El reloj parece
reducir los tics para que no la tomen con él.
Hasta que, en un murmuro quebrado, habla Anthony.
—Lo siento mucho. —Sus ojos verdes le buscan y le encuentran
enseguida, como siempre. Evoca un gemido roto. Irregular, difícil de
oír—: Te echo de menos.
Entonces todo pasa muy deprisa.
Los hombros de Anthony se tornan temblorosos, da un fuerte
respingo. En el siguiente pestañeo Kyle le está abrazando.
—Lo siento mucho —gimotea Anthony, lo repite mientras se
aparta las lágrimas con la muñeca—. No he querido decir eso, ni
siquiera lo pienso, no sé por qué lo he dicho.
—No importa.
No puede verle llorar y seguir enfadado con él; sería más fácil dejar
de respirar. Además, ni siquiera es culpa suya.
—Sé que estoy insoportable, sé que... Estoy muy agobiado. Si
estuvieras allí... Kyle, todos esperan tanto de mí. Y yo no soy mamá,
yo no puedo aguantarlo, no soy como ella, ¡no sé cómo lo hacía ella!
—Prosigue el llanto, pero se vuelve ininteligible.
—Mi vida, tranquilo.
—Todo esto me queda grande, yo no... No puedo.
—Eres la persona más cabezona que conozco, puedes hacer eso y
más. Pero no todo seguido, ¿vale?, necesitas descansar.
—Kyle...
—No. No tienes que hacerlo todo tú solo, ¡que lo haga otro! Y si el
problema es de dinero podemos cambiar de casa. Puedo vender el
coche y comprarme uno más barato, en serio, ni siquiera me importa
todo este lujo. Aquí el gasto de comunidad es una burrada, pero yo
no necesito una piscina abierta todo el año ni un gimnasio privado a
dos pasos de mi puerta, ¡si eso es todo lo contrario al espíritu del
deporte, no tiene ningún sentido...! —Se mosquea solo, pero rápido,
vuelve al tema. Se aclara la voz y le acaricia una mejilla—. Oye...,
tengo un millón de juegos y consolas antiguas en el trastero, seguro
que si lo vendemos todo por eGuay no tenemos que trabajar nunca
más.
Anthony tira una carcajada inestable. Kyle está obsesionado con su
colección de videojuegos, los acumula esperando a ver cuándo le
sacan de trabajar, pero es un sinsentido porque no lleva la cuenta de
los que va comprando.
Se ríe y se seca las lágrimas. Es tan desastre como él.
—Mira, por mí como si dejas el trabajo —añade Kyle. Él no
responde, se está mirando los puños mojados de su camisa con una
sonrisa triste—. ¿Un tiempo, al menos?
—Estos contratos son muy importantes. Todos son muy
importantes, no puedo desaparecer sin más. —Tose un par de veces
a propósito y su voz se asienta—. Mamá me dejó la empresa a mí.
Tengo que asegurarme de que todo va bien. —Resopla, estira las
palabras—. Y últimamente, no va bien...
—¿Has hablado con ella?
—No. No puedo decirle nada. Pensaría que soy incapaz, o un vago,
o que...
—Ellen prendería fuego a la empresa si viera lo que te está
haciendo —protesta, no va a escuchar cómo se culpa de lo que no le
corresponde; no ha conseguido librarle de ese hábito ni a estas
alturas lo cree ya posible, pero no va a escucharlo.
Después, Kyle esboza lo que Anthony denomina una de sus
enormes, brillantes y torcidas sonrisas. Son anestesiantes.
—Yo mismo le prenderé fuego como no se te borren esas ojeras,
Anthz. Les voy a dar tres días a partir de ya.
Anthony se aprieta en el abrazo, esconde la cabeza bajo el cuello de
Kyle. Su nariz queda pegada a su piel caliente, y él le besa el cabello
castaño en cuanto lo tiene al alcance.
—Viviendo debajo de un puente te querría exactamente lo mismo,
sabes. —Anthony replica en un chistido—. ¿No me crees?
—Pero Kyle, si tú te casaste conmigo por mis millones.
—Ah, es verdad. —Gruñe por su error—. Bueno, pero ya me
quedo por las cosas que me haces en la cama.
Anthony le devuelve el gruñido, y Kyle se ríe suave.
—Kyle... —lo estira como un canto de ballena.
—Dime.
—Que siempre que tengo un problema tú haces que parezca una
tontería —suspira rendido—. Yo soy el idiota. No sé qué haría sin ti.
Sin apartarse, sus manos se buscan y entrelazan con parsimonia.
Sus alianzas emiten un minúsculo murmuro al quedar pegadas, y
Anthony jadea porque eso le recuerda la mesa montada y las velas
derretidas del candelabro. Se ha echado todo a perder.
Kyle lo ve repasar el estropicio.
—Nueve años ya —menciona—. Qué viejos somos.
—Viejo serás tú —suelta Anthony rápidamente, le falta tiempo.
Kyle se ríe y acto seguido le espachurra en el abrazo.
—No sabes cuánto te amo, Anthz.
—Nfo sfé cómfo mfe aguanftas. —¿Puede respirar ahí?
—Porque yo también soy idiota.
Los dos se balancean a los lados, los dos cierran los ojos. Kyle le
acaricia la cabeza bajo el pelo, el moflete de Anthony está aplastado
contra su pecho, es adorable... Anthz es su vida. Se encarga de
recordárselo siempre que puede.
Aunque ha usado tantas veces ese apelativo que espera que no se
haya acostumbrado a simplemente oírlo.
—He estado pensando —Anthony se aclara la voz cogiendo
espacio—, en unas minivacaciones.
Los ojos de Kyle se abren igual que sus oídos.
—Como el viernes que viene es fiesta y tú no das clase en el
instituto, creo que yo podría dejar las cosas listas, cambiar alguna
que otra fecha, y si quieres nos vamos de fin de semana a...
—¡Sí, sí quiero! ¡Voy a decírselo a Nino!
Nino entra corriendo en su cuarto, entorna la puerta y manda a
tomar viento varios peluches al zambullirse bajo la colcha.
No obstante nada pasa, nadie pisa las escaleras.
Anthony no le ha soltado la mano a su marido.
—Había pensado más en tú, y yo, y un hotel —murmura. Habla
tan bajito que tienen que acercarse. Su índice peina el bigote de Kyle
con flirteo y casi vergüenza—. Como hace ya unos meses que no...
Que no hemos hecho nada...
Tímidamente encoge un hombro.
—Oh... ¿Tres días enteros? —Inclina la barbilla al techo y suelta
unas pequeñas carcajadas. Así que Anthony ya lo había pensado
todo. Entonces sí que ha estado pensando en ellos.
Unen sus bocas, es un beso casto. Sin lengua, escueto y silencioso;
que derrocha un amor que no necesita alianzas de compromiso.
Anthony cierra los ojos y Kyle le besa la mejilla, el lateral de un ojo,
le decora la frente entera sin un solo ruido.
—Te haría el amor contra la encimera si no estuviese tan cansado
—susurra contra su sien.
—Pues menos mal —agradece Anthony al cielo—. Porque yo
también estoy un poco arrollado por la vida ahora mismo.
—¿Cenamos? Ya se habrá vuelto a enfriar.
Kyle ha intentado separarse sin éxito, Anthony no ha aflojado el
abrazo. Suena muy infantil cuando le exige:
—Quédate así un ratito más.
4
Ahora que Venus
está en Piscis

Es exageradamente temprano. Se supone que las vacaciones son para


descansar, no para estar despiertos a las siete de la mañana.
—¿Llevamos los billetes?
—Sí, los he metido en el bolsillo de tu bandolera.
Todavía medio dormido Anthony camina hasta la puerta de salida
del portal, pero se da la vuelta.
—¿Y los pasaportes?
—Sí, están ahí también.
—¿Y los...?
—Mi vida, está todo.
Kyle rueda dos maletas grandes hasta el taxi mientras Anthony,
parado en la acera, se asegura por cuarta vez de que los billetes no se
han volatilizado.
La línea del horizonte se dibuja de un blanco puro que se difumina
a un azul clarito hacia arriba. El sol es un cuarto de uña asomado
tímidamente entre dos montañas y las farolas de la calle todavía
están encendidas.
—Os quiero mucho —Nino les aprieta en un abrazo, primero a
uno, después al otro. Después al primero. Hasta que por fin se suben
al taxi y los ondea de puntillas.
Qué envidia. Un viaje, así, de gratis en mitad del curso... ¡Claro que
lo suyo es infinitamente mejor!
—¿Nos vamos? —pregunta Marc, y él asiente de inmediato.
Camina junto a él mordiéndose el interior de las mejillas porque si
no su sonrisa sería demasiado descarada. El ruidito de las ruedas
encallándose en cada pliegue del empedrado le recuerdan a los viajes
familiares en verano que ya se han quedado lejos. Pelusa los sigue
con las patas en el suelo, con una caminata que parece haberse
coordinado con su dueño en estos pocos años que se han vuelto
inseparables; Pelusa puede sacarse a pasear sin correa y ladra menos
que un perro.
No fue hace mucho que Nino regresó de clase de baile con un gato
entre los pies como el flautista de Hamelín. Fue muy rápido. Cuando
sus padres vieron que entre su pelaje asomaba un único ojo, Anthony
miró a Kyle con una sonrisa enigmática, y este extendió los brazos
abiertos exhalando con otra igual de brillante un «Pues ya somos
cuatro».
—Siento que os hayan dejado en tierra —se disculpa Marc.
Resopla de broma—. Conmigo, además. Estaréis fastidiados.
—¡No, para nada! Quiero decir —Se aclara la garganta—, me
gusta la playa, pero también... No me molesta estar contigo...
Marc mira el cielo completamente despejado.
No deberían tener problemas de retrasos con el vuelo.
—Hace buen tiempo —comenta en consecuencia.
—Gracias —contesta Nino.
Su tío tuerce una ceja y Nino con la vista puesta en sus pies se
lamenta por ser tan tonto. ¿Dar las gracias por el tiempo? O Marc ha
pensado que tienen que ir corriendo a hacerle pruebas para ver qué
le pasa o creerá que lo ha dicho con superioridad, como si él fuese un
Dios capaz de cambiar el clima a voluntad.
—Menudo tonto... —se regaña a sí mismo, y sumido en el lamento
no tiene tiempo de esquivar la rama de la palmera que se le mete en
la boca.
Pega un paso atrás. Marc se ríe de él por la nariz.
—Cuidado —le avisa con retraso.
Nino ha quedado inmóvil como una piedra. Le están sudando las
manos, esto va muy mal y acaba de empezar. ¿Se puede volver atrás
en el tiempo? Solamente necesitaría cinco segundos.
Por favor...
Suben al coche y se nota que es muy temprano, porque la carretera
está desierta. Las ruedas giran en silencio.
—Podemos alquilar una película, o hacer alguna cosa. No quiero
que te aburras por estar allí. En mi bloque no hay piscina ni gimnasio
como en el vuestro.
—¿Alquilar una película...?
—Sí, en el videoclub. Había uno por aquí —Va echando un vistazo
a los locales, al mismo tiempo busca aparcamiento. Ambos bloques
quedan cerca.
—¿Videoclub...?
—¿Qué pasa?
—Eso ya... ya no existe.
—¿Cómo que no? Por aquí hay uno, en esa esquin... —Señala con
el dedo pero ahí no hay ningún videoclub. Hay un Moonbucks.
Marc parece disgustado.
—Eso sería en tu época... —suelta Nino con una sonrisilla.
—¿En mi... época? —Se le va una carcajada triste. Nino debe verle
como un paseante del medievo, con harapos y una azada al hombro.
Le acaba de pegar una buena puñalada—. ¿Pero cómo de viejo te
crees que soy? —musita para sí.
Aparca en la calle y coge la maleta de Nino, que avanza con la
barbilla alta para ver el edificio.
Está como lo recordaba pero más estropeado: beige apagado,
dibujado con rectángulos bajo cada balcón dando la sensación de
profundidad como si tuviese terrazas de más de un tercio de metro
aplastado. ¿Cuánto gana un policía? No debe ser mucho.
Suben en un ascensor más pequeño que el montacargas de su
edificio, y hasta que Marc no abre la casa no puede ver nada, porque
en el descansillo no hay una sola ventana y la luz no va.
Supone que un hombre que come a solas no necesita más que una
buhardilla sin habitaciones. La cocina está separada por un muro, las
paredes son de ladrillo y el suelo de tablillas. La cama, enmarcada
por una enorme ventana, se eleva en un cuadrado de palets, y las
únicas puertas son las de la calle y el servicio.
Hay pocas cosas y están ordenadas, parece estar en venta. Lo único
que acumula Marc son libros, y..., bueno, y dinosaurios. Muchos.
Tiene una lámpara de dinosaurio, unos cojines con cara de
dinosaurio, dos ediciones coleccionistas de Jurassic Park en la
estantería, una manta con estampados doblada perfectamente sobre
el reposabrazos del sofá... Hasta en el manojo de llaves tiene un T-
Rex fosforito que sale de un huevo. Nino sabe que si se aprieta se
ilumina y gruñe porque se lo regaló él, como la suscripción a la
revista “Mi dinosaurio y yo” que le satura el revistero.
Se pregunta desde cuándo le gustarán tantísimo.
—Te he hecho un hueco en el armario. He comprado un colchón
inflable —Señala una caja de Amazing sin abrir, la factura todavía
está encima—. Tú, y Pelusa, dormís en la cama.
Nino minucia el piso mientras Marc se mira el reloj.
—Tengo que irme ya a trabajar, no me esperes para comer. No he
tenido tiempo de ir a comprar estos días —Saca del armario una
mochila negra—, así que te he dejado dinero encima de la nevera.
Pide lo que quieras. ¿Qué te gusta?
—La... La comida italiana...
—Pues pide comida italiana —propone agachado, le lanza una
sonrisa mientras se ata los cordones de una bota; le saca mil puntos
de habilidad y lo vuelve un manojo torpe de nervios que le rehuye la
mirada—. Tampoco tienes que quedarte aquí encerrado, te he puesto
unas llaves. La rosa oscuro es la del portal, la clara la de casa.
Desengancha su llavero de oveja de la mochila y las pone ahí.
—¿Tienes baile por la tarde? ¿Necesitas que te acerque?
—No, no hay clases extraescolares, es fiesta...
Cuando era pequeño el médico le recomendó que los deportes de
coordinación le vendrían bien para calcular las distancias, por eso de
tener solo un ojo, y él dijo que le gustaba bailar. Su sueño es ser
capaz de bailar delante de todo el curso sin morirse de la vergüenza o
dar un traspiés.
Se despiden brevemente y Nino se queda en el pequeño piso con
decepción. La cama es doble, y muy larga, se da cuenta porque
cuando se tumba en plancha le sobra un buen trecho por los pies.
Pelusa explora la buhardilla mientras él telefonea; se le ha olvidado
pedirle a Marc la clave del Wi-Fi.
Aunque no ve ningún router por ninguna parte... ¿Cómo se
entretiene Marc? ¿Solo con los libros? Ah, llega el del vecino.
De todas formas llama con el móvil:
—¡Hola, hola! ¿Estás ya ahí? —curiosea Lara.
—Sí —Sonríe balanceando las piernas al aire—. Se acaba de ir a
trabajar. Me ha dejado solo en su piso...
Ella se carcajea.
—¿Y qué vas a hacer?
—Nada. ¿Qué voy a hacer?
—Mirar en sus cajones, hacerte fotos con su ropa puesta, abrazarte
a su almohada llamando su nombre...
—¡Yo no hago esas cosas! —O sea, no puede negar que ha pensado
alguna..., pero no va a hacerlo. Ya no va a hacerlo. Lara se ríe un
montón—. No sé cuándo llega de trabajar, no me lo ha dicho —
sopesa triste.
—¿Y cual es el plan?
—¿Qué plan?
Lara mueve la cabeza a los lados, como si fuese tan evidente que es
una infamia explicarlo.
—Estás metido en su casa —obvia—, no vas a tener una
oportunidad mejor en... ¡Nunca!
Marc se ha ido, pero por si acaso alguien le escucha baja la voz.
—¿Quieres que me confiese? ¡No puedo hacer eso!
—Nooo, tonto. No necesitas confesarte, eso lo hará él cuando vea
lo increíblemente feliz que sería si estuviera contigo. Tienes que
seducirle. Usa tus armas de hombre.
—¿El qué? No sé si yo tengo de eso.
—Claro que sí. ¿Quieres que te eche las cartas? Venga. No, no,
primero voy a leerte el horóscopo. ¡No te muevas! —Se escucha el
frotar de la sábana contra el auricular, luego un sonido papeloso
como el de un periódico. Nino espera creando y alisando pliegues en
la colcha—. A ver, Tauro. «Esta semana pondrás punto final a un
periodo que te tenía preocupado. También aprenderás que no debes
inquietarte por lo que sucede a tu alrededor...» —Pausa dramática
—. «...porque muchas de estas son para tu bien, ¡particularmente en
el aspecto amoroso!» ¡Mira, ¿ves?! Tus padres se pelearon y tú te
agobiaste, peeero eso te ha llevado a casa de tu tío, ergo, te ha traído
algo bueno.
—¿Y a qué agobio voy a poner punto y final?
—No lo sé. ¿Al examen del lunes? Mmm... Claro pero el lunes es ya
la semana que viene... No sé. Esto tampoco es superpreciso, se puede
equivocar por unas horillas. ¿Te leo la parte del dinero? No, mira,
mejor te echo las cartas, a ver si va a llegar mi madre. Se supone que
estoy castigada por suspender Química, ¡me ha hecho madrugar para
hacer los deberes!
—No sé si quiero que me eches las cartas...
La última vez le salió nosequé figura al revés, y cuando Lara lo
miró en Internet significaba la muerte inminente y con mucho
sufrimiento. Le sorprendió que fuese tan específico, porque le
informó hasta del color del coche que le iba a atropellar, naranja.
Claro que eso fue hace dos años.
—Que sí, yo te las hecho —Las mezcla y desordena con el teléfono
en el hombro—. Escoge una carta.
—La del medio.
—¿La del medio-medio? Okey. —Nino rasca a su gato esperando.
Pelusa ha subido un papel mordisqueado a la cama, le ha dejado la
marca de sus colmillos en una esquina. Es una nómina.
Lo recoge y aparta a la mesita, pero lo cotillea por naturaleza.
—¿Dos mil? —susurra para sí. ¿Marc gana dos mil euros al mes y
no puede vivir en un sitio mejor? Tal vez Kyle podría darle clases de
cómo ahorrar... Además en el GEO cobraría más, ¿no?
Que se lo gasta, ¿en libros?
—Te ha salido El Carro pero al revés. Eso significa que es lo que te
diga pero al contrario. ¿Te lo leo? Venga te lo leo: «El conductor lleva
una armadura que le protege, en una postura de meditación y
observación. Es el encargado de medir las consecuencias antes de
empezar algo, pero una vez se decide nada lo detiene. Este Arcano...»
¡Mierda...! —cuchichea de golpe. Se la oye arrugar papeles, se
escucha de fondo la regañina de una mujer.
Lara cuelga.
Nino suspira y rueda como un tronco. Con la espalda pegada al
colchón, levanta y deja caer la almohada en su cara.
Le da igual todo el tema de la carta, pero Lara ha dicho algo con
razón: nunca va a tener una oportunidad mejor que esta. Está en
casa de Marc. En la cama de Marc.
—¿Y qfé se supfone que hafa? —farfulla con la tela en la boca.
El cascabel de Pelusa tintinea cuando se acurruca sobre su cara.


Abre la puerta. Cierra la puerta. Marc deja en el suelo la mochila con
el uniforme y pega un larguísimo jadeo de cansancio que le
comprime los pulmones.
—Hola...
—Joder —farfulla con la mano en el pecho. Por un segundo se ha
olvidado de que estos días no está solo. Le sigue con los ojos, y se
agacha cuando ve a Nino ponerse de puntillas para darle su beso en
la mejilla. Luego vuelve a marchar decidido a la cocina—. ¿Has
cenado?
—No, te estaba esperando... —responde con vergüenza, pero de
pronto le mira. Centellea con ilusión—. He hecho una cosa...
Marc se desabrocha el primer botón de la camisa, se quita el reloj y
se masajea el puente de la nariz con los ojos cerrados mientras. No
sabe qué quiere su sobrino, pero está muy cansado; solo quiere ir a
darse una ducha. Pelusa le saluda llenándole la pierna de pelitos
rubios.
—¿Qué cosa has...? Vaya.
No sabía que tenía un mantel, ni esas servilletas de tela, ni...
comida. Pero ahí está todo. Perfectamente colocado sobre la
minúscula encimera de la cocina, que no es ni una encimera, es un
murito cutre con el que algún lumbreras ha querido separar los
espacios para que la buhardilla se vea menos triste, sin éxito.
Nino porta un plato en cada mano, es carne con una salsa que no
sabe qué llevará pero cuando pasa por delante el aroma le acaricia las
papilas. No sabía que tenía tanta hambre hasta que se descubre
teniendo que tragar saliva.
—¿De dónde has sacado la comida? La nevera estaba vacía.
—De la tienda...
Si hubiese sido un tono menos apacible juraría que el dulce de su
sobrino acaba de vacilarle porque se jacta en una tenue risita.
—No tienes que hacer esto. Eres un invitado, no tienes que
encargarte de...
—¡Lo sé, lo sé! Lo he hecho porque quiero, me gusta cocinar y
tenía que hacerme la cena de todas formas... Solo he hecho el doble...
Marc sonríe persiguiéndole con los ojos. Es una nube de amor y
colorido, se está moviendo y le ve dibujar una estela de purpurina
con su pijama de ovejita con capucha incluida... Sube las cejas
cuando ve que hasta tiene un pompón ahí detrás.
En el sofá, Nino junta las rodillas para apoyarse el plato y Marc se
recuesta con las botas cruzadas sobre una pila de libros que
representa una mesita.
Al ver que Marc ojea la tele, Nino ahoga un jadeo dramático. Está
puesto Doraemon. ¡Tendría que haber cambiado de canal, se va a
pensar que es tonto...! Con mal disimulo le acerca el mando.
—No, pon lo que quieras —responde Marc al gesto.
—Me da igual, es tu casa...
—He visto cámaras por la comisaría, creo que eran de esta cadena.
Estaban haciendo un reportaje del índice de nosequé, que ha subido
o ha bajado. Hacían muchas preguntas y estaban todo el rato en
medio. Eran muy molestos —protesta.
Nino come despacio con la vista fija en la pantalla. ¿Marc va a salir
en la tele? Aunque sea en una cadena local lo van a ver un montón de
personas. Qué guay.
¿Saldrá hablando con profesionalidad explicando cosas
complicadas con un rótulo de su nombre abajo? Igual aparece
corriendo tras un ladrón, o atrapando a un sospechoso. Oh, ¿saldrá
con su uniforme de policía? Solo le ha visto así vestido en la foto de
graduación que le ha enseñado la abuela unas mil veces, y en otra del
periódico hace muchos años de un reportaje local...
«Y le queda superbien».
—Ahí estoy.
Nino curva las cejas.
—¿Dónde...?
—Detrás de Lenny. —Nino afina la vista. Deduce que Lenny es el
que está hablando, porque es el único policía que sale en el vídeo. Las
imágenes son de esta mañana, el cielo se ve azul.
Como parece que no le encuentra, Marc añade con fastidio:
—En el árbol.
Ahora sí. Sus labios rosados se separan. Marc está subido en una
escalera, en la esquina y muy al fondo, sale desenfocado.
—¿Estás...?
—Bajando a un gato de un árbol. —Come un trozo de lo que sea
esto que está rico; y gruñe—: Esos bichos son idiotas.
Pelusa lo mira como si le hubiese entendido pero luego baja la
cabeza porque Marc le acaricia entre las orejas.
El Marc del vídeo se acerca y se le ve mejor. Pasa al lado del tal
Lenny con el animal a cuestas, un arañazo en el moflete y una cara de
indiferencia tirando a asco monumental. Nino no quiere ofenderle,
por eso no se ríe. Lo está consiguiendo hasta que en una breve pausa
que hace el bueno de Lenny al hablar, desde detrás de la cámara se le
escucha claramente:
—No sé qué coño se creen que van a encontrar ahí arriba —
espeta. A Nino se le escapa una risueña carcajada. Queda rarísimo su
aspecto siniestro, tan alto y tan serio con una cría de gatito en su
brazo más ancho.
—¿Te hace gracia? No me hice policía para esto —bromea él.
Le cuenta de su día, que ha sido extremadamente aburrido, pero a
Nino parece interesarle una barbaridad saber a cuántos guiris le ha
dado direcciones o cuantos porros ha requisado hoy.
—Y tú, ¿qué has hecho en todo el día?
—P-pues... InstaFlash, Snoopchat, Whattza, Skype...
Marc asiente.
—He entendido una palabra de todo eso que has dicho.
—¿Whattza...? —pregunta con una sonrisa, pero Marc no tiene ni
idea de lo que es eso, le parece que su móvil no lo tiene.
—«P-pues...» —balbucea en respuesta, le está imitando; con una
vocecilla inocente que no le pega para nada. Las mejillas de Nino
entran en combustión.
Marc se jacta de su propia imitación y recoge los platos, pero
camino a la cocina Pelusa se cruza y lo esquiva por los pelos, pero se
le resbalan varias cosas que atrapa en el aire excepto una cucharita,
que pisa con la bota para que deje de rodar y tintinear.
Se rasca el ojo mirando fastidiado el hilo de yogur que ahora tiene
que limpiar. Qué rápido ha sido el karma.
A Nino se le escapa la risa por la nariz.
—Policía en cubierto... —murmura con voz boba. Enseguida se da
cuenta de que lo ha dicho en voz alta y en toda la minúscula
buhardilla se ha escuchado perfectamente; y Marc también se ríe,
con la boca cerrada, sutil. No porque le haya hecho gracia, porque le
han entrado cinco tipos distintos de dolor de cabeza al oírlo; es que
no se lo esperaba de Nino. Le gustaría saber qué pasa por esa
cabecita suya en los silencios que dedica al suelo y esos balbuceos.
Un rato después, con una camiseta y unos boxers de tela puestos
sobre otros boxers normales a modo de pantalón corto, su tío abre la
caja de cartón. Se pregunta qué se pondrá Marc usualmente si no
tiene un pijama. O puede que se haya puesto eso porque está Nino
delante, pero que normalmente no se ponga nada. Si llega cansado
de trabajar lo más normal sería que llegase, se quitase la ropa de la
calle, y punto, porque claro...
—Princesito, el dormitorio es tuyo —bromea servicial, señalando
la cama con la nariz mientras saca toda la parafernalia de la caja. El
colchón, el inflador, las... ¿instrucciones? ¿Hay que hacer algo más
que meter aire?
—Esta cama es grande, no tienes por qué dormir mal ahí...
Marc va inflando el colchón con el pie y sus ilusiones rebotan en él
y vuelan lejos.
—No quiero que estés incómodo.
—No estaría incómodo... Para eso son las camas dobles, para
dormir dos... —Se levanta para ayudarle a extender las sábanas, pero
sigue suplicando para sus adentros que acepte—. Trabajas mañana,
y esta cama grande es mejor que ese colchón...
Nada, no le sirve.
—Ni Pelusa ni yo te vamos a comer... —musita para sí,
enfurruñado. Marc le escucha y sonríe, pero nada más.
Con pena en el alma se enfunda en la cama. Era bastante
improbable, pero aun así tenía una habichuela de esperanza. Marc
apaga la luz y se dan las buenas noches. Y eso es todo.
Menuda tristeza. Para los tres días que va a estar aquí no quiere
pasarse un tercio durmiendo y otro sin verle.
Como la ventana va hasta el suelo, aplanado contra el colchón ve la
calle. El cielo está azul marino y la medialuna blanca. Ve los
cochecitos de juguete recorrer el asfalto.
Pelusa suelta pelos blancos y todo lo que tiene Marc es negro, pero
no le ha dicho que le moleste. Es muy bueno con él, le consiente todo
a su sobrino. ¿Qué podría hacer para que deje de verle como tal?
Ambos levantan la cabeza al escuchar el disimulado silbido.
—¿Qué es eso...? —musita Nino. Es algo así como aire
comprimido saliendo lenta y sinuosamente de alguna parte.
Ahoga una sorpresa hacia dentro, se lleva todo el oxígeno
circundante cuando ve la bola rubia contonearse con el rabo
levantado hacia aquí. En la parte baja del colchón hinchable recién
comprado hay ahora dos pares de cuatro marcas tan pequeñas que se
disimularán cuando haya terminado de vaciarse.
—¡Pelusa...! —le regaña en voz baja cuando el gato se sube al lado
suya. Hasta se da la vuelta para que se le propinen sus
correspondientes mimos en la panza.
Marc enciende la luz y comprueba los daños. Nino le sigue con la
mirada, lo ve de espaldas rebuscar en un armario de la cocina. Se
agobia imaginándose lo mucho que le va a regañar o lo decepcionado
que va a estar con él, pero cuando le ve la cara se le esfuma la idea:
Marc está riéndose de verle tan agobiado.
Es verdad. Nunca se ha enfadado con él.
—No te preocupes, le pongo cinta aislante. —Levanta el círculo
para que lo vea antes de agacharse.
—Habrá querido subirse contigo, y ha puesto las patitas... Lo
siento mucho, Pelusa es muy bueno...
—No pasa nada, sigue durmiendo —le excusa cortésmente. Pero
no es verdad, sí que pasa. Después de cortar cinco tiras en horizontal
y cuatro en vertical, deja de respirar para seguir escuchando el
mismo silbido silencioso, imperturbable; la cama ya ha perdido un
tercio. Alguno de los agujeros entre los pliegues para enganchar las
sábanas son complicados de alcanzar.
—Aquí hay sitio... —le recuerda tímidamente. Marc le mira.
Parece que por primera vez lo está considerando...
Y, no. Sigue esmerándose en salvar el colchón viscoelástico Plus
Premium de doscientos euros que acaba de comprar.
Pasa un rato largo, los ojos azules cada vez más afinados desafían
el dichoso plástico mientras lo maldice para sus adentros.
Hasta que resopla. El flequillo le sobrevuela la frente.
—¿No sería raro?
—¿Raro? —Se ríe nervioso—. ¿Raro por qué...?
—Porque eres mi sobrino.
—Por eso... —Ya que es un fastidio que sirva para algo.
—Pues. —Hincha el pecho, lo vacía como si tan solo esa acción le
pinchase el cuerpo—. Sí —cede. Lo repite ligeramente más
convencido. Incluso da la sensación de disculparse por insinuar algo
extraño; es Nino, por favor—. Mañana veré cómo arreglar esto.
El collar de Pelusa tintinea cuando le deja sitio y el colchón se
hunde al recibir su peso. Marc agarra la sábana, se recuesta de lado y
cierra los ojos. No tiene más. Nino apaga la luz sin creérselo.
Le está dando la espalda, pero está ahí. Tan cerca que si estira la
mano podría tocarle, tan cerca que puede ver perfectamente las
suaves líneas que forjan los músculos marcados de su brazo
izquierdo y su espalda ancha metida en la camiseta del pijama. La luz
azul que se cuela por la ventana le enmarca como un perfecto cuadro
monocromo.
—Buenas noches —le desea su voz masculina.
—Buenescanses —responde Nino. Se corrige con apuro—. Q-que
descanses, y buenas noches..., eso...
5
Señor desastre

Cuando abre las pestañas está solo con Pelusa en la gigantesca cama.
Marc está agachado a un lado, metiéndose los pantalones con la
camisa echada al hombro. Se está riendo de su pelo rosa despeinado
y las marcas de las telas en sus mejillas rojas.
—¿Por qué te despiertas tan pronto? —le sonríe su tío.
Le contestaría si no estuviese usando toda su concentración en no
mirarle ese bulto que estira exageradamente hacia abajo en mitad de
sus boxers. Desaparece cuando se sube el pantalón y se lo abrocha,
pero ya le ha dejado aturdido. Aún con el vaquero oscuro puesto se
nota que hay una hinchazón que carga hacia la derecha... Y no parece
que esté duro siquiera, es decir...
¿Cómo demonios será cuando...?
—¿Princesito? —reitera porque no le contesta. Hace que le
recorra un escalofrío, porque Marc no lo pronuncia siquiera como un
apelativo cariñoso, sino como un verdadero caballero pidiendo un
momento de atención de su soberano.
—Ah... Siempre me levanto por esta hora...
Marc se yergue, tiene el pelo mojado y se masajea el lumbago con
el puño cerrado. Cuando se quita la camisa del hombro Nino coge
aire y no es por sus abdominales ni por su parche blanco que cubre el
disparo: un tatuaje recorre el espacio entre sus omóplatos, es
pequeño, una sola letra en cursiva con trazos largos, con dos
diminutas alas y un halo: «B». La tinta y sus músculos marcados se
esconden cuando se coloca bien el cuello y se abrocha.
—Creía que los policías no pueden llevar tatuajes...
—No en zonas visibles. —Abre la nevera. Quería probar suerte
pero Nino debió comprar ayer lo justo para la cena, porque podría
haber salido una mosca de dentro pero no hay ni eso.
Ah, sí. Hay un medio limón en la puerta. ¿De cuándo es esto?
Como suele almorzar o cenar rápido en algunos de los bares de la
zona no acostumbra a hacer la compra. Su sobrino le señala una
cesta sobre la encimera, parece ser que ayer compró algunas
naranjas para el desayuno, solo hay que exprimirlas. Le saca el
aparato de una balda y Marc lo toma preguntándose si esto suyo o lo
ha traído Nino. Está nuevo.
—¿Trabajas los sábados...? —pregunta Nino preocupado, pero es
retórico, está viendo su mochila ya preparada junto a la puerta.
Entonces se le acerca muy dispuesto, y Marc lo ve llegar y se
agacha para que de puntillas le deje su beso de saludo en la mejilla.
«¿Para las mañanas también se aplica?», si no se han despedido, solo
estaban durmiendo. Marc sonríe exprimiendo naranjas.
—Papá también tiene un tatuaje parecido... —Se toca el pecho
sobre el pijama—. Por aquí, por el pectoral... Pone «Anthony», es así
curvado, hacia arriba —recrea una curva con nerviosismo.
—Vaya.
—F-fue un regalo por su cumple el año pasado, y él se emocionó
tanto cuando lo vio que se puso a llorar...
—Típico de Kyle y típico de Anthony. —Hace dos zumos, se bebe
el suyo de un único trago y va a ponerse los zapatos.
Nino se levanta de un brinco, pisa las zapatillas sin metérselas por
el talón y le saca brillo a la madera arrastrando los pies por el
dormitorio, o el salón, o la cocina. Es que todo es un mismo espacio
comprimido en uno, no sabe cómo llamarlo.
—Es... Es romántico, ¿no? Significa que le quiere tanto que quiere
llevarlo por siempre a todas partes... —Intenta que Marc le hable del
suyo, pero lo está haciendo fatal—. Es... es eso, ¿no?
—Sí, es un detalle. —Se ata las botas y se levanta—. Me voy a
trabajar, tienes dinero para almorzar encima de la nevera. Vengo
para cenar.
—E-entonces yo voy a salir esta tarde..., pero antes de las nueve
vengo... ¿Quieres ver una película esta noche...?
Marc sonríe viéndole balbucear.
—Claro, escoge la que quieras.
—¡Espera! —Marc se frena con la mochila en la mano y el pomo
en la otra. Nino desaparece un instante bajo la encimera, surge con
una bolsa de papel—. Te he hecho magdalenas... Se ven algo sosas
porque no me llegaba el dinero para comprar colorantes, ni virutas,
ni envoltorios un poco más bonitos...
Marc toma la bolsa despacio. Sus cejas negras dibujan dos
interrogantes preguntándose cuándo las ha hecho, cómo las ha
hecho.
Nino lo ve en su expresión, le contesta antes:
—Las hice ayer mientras se hacía la salsa, se tarda muy poco. Las
dejé metidas en el horno...
—¿Horno? —pasa por su lado. Se agacha escudriñando cada
puerta de la cocina—. ¿Tengo horno?


—¡Qué bonitooo! —chilla Lara—. ¡Preparándole magdalenitas
como si estuvierais casados! Pero ten cuidado eh, que si cocinas
siempre tú se acostumbrará y cuando viváis juntos no hará nada.
¿Casados? ¿Vivir juntos? ¿¡Qué dice!?
—Solo vi que no había nada y preparé algo... —desmiente,
cogiendo de la estantería del súper una lata de comida para Pelusa
calidad Supreme, como premio por pinchar el colchón.
Lara sale de la tienda comiéndose unos panchitos, ondeando con
brío su melena; se baja el short que se le sube todo el rato.
—Tu gato tiene algo raro —Crunch, crunch.
Nino sonríe guardándose la bolsa del súper en la mochila. Lara
siempre dice eso, le acaba de contar lo que pasó anoche y ha vuelto a
la carga con su teoría. Está obsesionada con que Pelusa es una
reencarnación de alguien que le quería mucho, el espíritu de una
monja que ahora le protege, o algo por el estilo; cada día se le ocurre
un ente nuevo.
—Creo que puede ver el futuro —comenta con aire indiferente—.
Al principio creía que tenía dentro un fantasma, porque siento una
presencia cuando voy a tu casa, sabes; pero ya lo entiendo, no es que
haya nada de más, es que él tiene poderes. Y como es tan poderoso
emite vibraciones y yo las percibo.
—Pues menos mal que es bueno, si fuese un maloso mis padres no
me dejarían tenerlo —bromea comiéndose un panchito.
Lara saca la lengua en un graznido de cansancio, se cambia de
mano la bolsa con libros de esoterismo.
—Tenía que haberlos comprado después —se queja. Nino se
ofrece a sujetarle uno, se lo pega al pecho con los dos brazos. Es
verdad que pesa un quintal, y ha comprado tres porque estaban
rebajados en la librería. Cada finde se compra mínimo uno. «Es
cultura» suele decir, le salen floripondios de la lengua.
El local donde paran a merendar es pequeño, humilde y de barrio.
No es muy conocido, pero aquí tienen los helados de fruta más ricos
del mundo. Lo sabe porque solía venir de pequeño, está a medio
camino entre el orfanato y la comisaría de Marc.
—Nino, ¿quieres compartir un maxibatido de triple chocolate con
donut? Es que yo estoy a dieta.
—¿Qué van a pedir?
—Han desaparecido otros dos, de doce y catorce.
Lara, encaramada a la barra, fulmina con una sonrisa al chico
joven que les atiende. El murmullo colectivo, el ruido de las
cucharillas, la cafetera; se solapan en un batiburrillo del que no sacas
nada en claro si no prestas atención. Por eso Nino no se habría
percatado si no lo reconociera: ha escuchado la voz de Marc.
Efectivamente lo ve. En pie frente a un taburete y detrás un diván
entretejido de chapón que trata sin éxito aplacar el ruido. No está
solo, sentada frente a él hay una chica. La melena rubia le cae en
cascada y se le curva en un flequillo ondulado. Viste unas exageradas
las lentes de sol mientras bebe de una pajita con muchos rizos
innecesarios. Está muy cerca de Marc. O más bien es Marc quien está
muy cerca de ella.
Pensaba que era una niña hasta que escucha su voz de adulta.
—... puesto de cocineros...
—Nino —Lara le busca con la mano sin mirarle, tiene los ojos
clavados en el muchacho—, ¿tú que quieres?
—Yo un... —Mira atrás de hito en hito—. Lo mismo que tú.
—...relajarte...
—...cada día que pasa... más...
No es consciente de que se está alejando. Marc lleva puesto el
uniforme, y todavía está en horario de servicio. Su gesto
deliberadamente inexpresivo y sus hombros abiertos con esas gafas
de sol oscuras inspiran un respeto que sin la placa y a las doce de la
noche en un callejón se transformaría en terror absoluto.
—No sé —resopla ella, y le da un largo sorbo al batido, desciende
un trecho—. Ah, pásate luego, Dab quiere verte.
Marc sacude la cabeza, cansado, o afligido.
—¿Has terminado ya? —la apremia mirándole la copa vacía, se
masajea la sien—. Tengo que volver al trabajo. Y preferiría que no te
pasearas por aquí, puede ser peligroso. Ya voy yo a tu piso, pásame la
dirección del nuevo por mensaje.
—¡Qué frío eres! ¡Con lo que te había echado yo de menos...! —
dramatiza de mentira. Marc hace una mueca disgustada con el labio.
Seguramente Bé estaría aburrida y sin nada mejor que hacer.
Ella se levanta de un salto. No susurra cuando suelta una risa
aterciopelada e irregular, sin mirarle y caminando hacia la salida:
—¡Me han dicho que has cambiado de puesto, que ahora te
dedicas a bajar gatitos de los árboles!
Marc gruñe, y ella se ríe todavía más exagerada con lo que sea que
él farfulla, Nino no lo oye bien... afina los ojos en la mujer, intenta
leerle los labios.
—Pues cuando acabe todo esto yo me iré a México. Así que cuando
vengas pregunta por... Plátano amarillo —decide ahora mismo
abriendo la puerta del bar. Está llevándose el vaso de cristal, eh, lo
está robando.
—Sí, porque como te acortes más el nombre va a acabar siendo un
suspiro, Bé.
Se cierra la puerta, y Nino ya no escucha nada más. Solo los ve: en
la salida van a separarse sin más, sin tocarse, pero él le recoge tres
dedos en el último momento que la frenan. Mira a los lados de la
callejuela vacía y parece decir algo que a ella la incomoda porque
rueda los ojos y asiente, y mueve deprisa los labios. «Te veo luego»
cree que ha podido leer. O «Te amo mucho». O «Soy perfecta y
preciosa no como tu sobrino que está ahí dentro y solo es un niño
chico». Cada uno se marcha en una dirección.
Nino no entiende nada de nada, pero su cara se ha quedado pálida
y tiene que menearla para que no vengan a darle sepultura. La ha
llamado Bé, que se escribe literalmente “B”, de «Yo soy la que está
entre sus omoplatos en su espalda ancha», eso sí que lo ha oído. Lo
ha oído claramente. Lo sigue oyendo ahora mismo.
—Toma guapi. —Lara se acomoda en una mesa, luego se echa
encima con el moflete pegado mirando lejos—. ¿Qué te parece el
chico de la barra? Me ha dado su número, se llama Steve.
—Parece simpático —responde robótico. Ya no ve a esos dos pero
no le hace falta, los está dibujando en la cabeza y más pegados que
charlando como estaban ahí fuera.
—Tiene dos años más que nosotros —levanta las cejas con
superioridad con el dato, ondeando su melena con la mano, tensando
la espalda y sacando pecho—. ¿Está mirando? —cuchichea.
—No... ahora sí.
—¿A qué es superguapo? —se ríe tontamente en voz baja.
Nino se siente muy mal.
Se suponía que este bar, pequeño y acogedor, era su sitio. Aquí le
traía Marc siempre cuando le sacaba del orfanato para dar una vuelta
porque está cerca. Se sentaban en los taburetes y cada día pedían un
helado nuevo. Han probado cada nombre de la carta y muchas veces
el de turrón con caramelo. Hoy esa chica estaba donde se sentaba el
Nino de los cuatro a los siete años, antes de ser adoptado, e
intermitentemente y muy de vez en cuando hasta los diez; luego ya
nada. Hoy estaba ella.
No es como si... No es como si el asiento o este local fuesen de su
propiedad, claro, es solo que... No lo sabe. Simplemente sabe que,
ahora mismo, se siente horriblemente mal.
Lara está hablando de algo, muy rápido y con mucha ilusión, de
vez en cuando echa un vistazo coqueto al chico, que está ocupado
trabajando. Luego saca su móvil, le enseña varias capturas de un
maillot con incrustaciones que está pensando en comprarse para las
clases de baile.
—He visto un pantalón superparecido al que lleva Lisa en el
videoclip de Whistle, pero vale veinte eurazos, sigue siendo
megacaro. Mi madre me da cinco euros a la semana, es un mes
entero de paga —trastabilla las pestañas al poner los ojos en blanco.
—Oye Lara..., no me encuentro bien.
—¿Qué te pasa? —curva las cejas, es verdad que tiene mala cara
—. ¿Te duele la cabeza? ¿La barriga?
—Sí, no sé, un poco todo... Me quiero echar un rato.
Lara se levanta con él preocupada, le cuela un brazo bajo el suyo y
andan pegados. Nino se ve obligado a añadir algo.
—Además, es que Marc mencionó que hoy podíamos ver una
película —Lenta e inexorable, su cara entera se tiñe—, por eso
también quiero tener tiempo de prepararle algo rico de cenar.
Lara se ríe entendiéndolo ahora mejor.
—¿Cuándo vas a lanzarte? Eres un lento, al final te lo van a robar...
—le chincha recostándose en sus hombros mientras andan. No ve la
expresión de dolor de Nino porque él la maneja para dibujar una
sonrisa delgada justo a tiempo—. Es broma, tienes mogollón de
tiempo. Todavía es sábado, tienes el domingo así que no te preocupes
amor —trata de animarle, a su manera.
Se despiden en la parada con un abrazo apretado y dos sonrisas,
una más visible que la otra. Lara dice que vuelve dentro con «ese
chico mono», y Nino saca los auriculares y se sienta sin expresión ni
sentimiento en el asiento individual del bus.
Hincha los pulmones lentamente. La verdad es que llegar a casa,
de Marc, solo, se ve una idea aún peor que quedarse con su amiga...
Pero no tenía ganas de quedarse ahí disimulando que no se ha puesto
triste ni de hablar de ello. Además, es cierto que quiere prepararle de
cenar y para eso tiene que ir al súper...
La música le dura poco, la canción se corta a la mitad.
Tiene una llamada entrante.
—Hola Nino, soy tu tío. Lo siento mucho. —Empezamos mal.
Nino se teme la caída del Imperio Romano. Y efectivamente eso es lo
que pasó—. Me ha surgido un asunto y llegaré tarde hoy, ¿te importa
si dejamos lo de la película para mañana domingo?
—No, claro...
—Y cena tú, no sé a qué hora voy a llegar. Puedes escoger dos
películas para mañana y pedimos comida italiana, ¿te parece?
—Vale... Te quiero... —Escucha a Marc reír por la nariz.
—Y yo a ti, no te acuestes tarde.
Marc cuelga.
Nino mira fijamente el cartel frente a su asiento.
Sale un perro, con una mujer y un niño, y el perro lleva una correa
roja y larga; hay letras alrededor. No se fija en los detalles,
simplemente está ahí, en la trayectoria de su ojo muy abierto... El
año tiene trescientos sesenta y cinco días. Eso son cincuenta y dos
fines de semana.
A amante por semana, multiplicado por el número de años desde
que habrá empezado Marc a tener sexo, que va a estipular fueron los
diecisiete, o los dieciséis... Desengancha el llavero de oveja de la
mochila y lo convierte en un fidget spinner mientras piensa... Bien.
Pues haciendo cálculos con la precisión milimétrica de la NASA le
sale que Marc ha tenido sexo como mínimo, con ochocientas treinta
y dos personas hasta el día de hoy. Teniendo en cuenta claro que solo
se acuesta con una persona a la vez, y tampoco está contando los
años bisiestos.
Le crece un ardor por la garganta y le duele la barriga.
«Es normal, es un adulto, es su vida». Puede que hubiese ido a
tener sexo con esa chica al piso si no estuviese su sobrino molestando
por allí este fin de semana, puede que sea su novia.
¿Y qué? Evidentemente a Marc no debería serle problema
conseguir pretendientes si es lo que quiere, es muy guapo, y esa chica
era perfecta y su pelo largo parecía de anuncio de champú; por
supuesto harían buena pareja. E incluso si esa mujer no es su novia,
obviamente sí que habrá tenido sexo con otras personas. Todo el
rato, además, porque es guapo y está soltero. Una persona por fin de
semana como mínimo... No.
¡No, mentira! ¿Pero qué diantres está pensando?
Marc no es de esos. No es de los que salen y buscan ligues de una
noche, no es de los que tienen sexo porque sí con cualquiera; él es
reservado, y tranquilo. Sencillo y cariñoso; nunca lo ha oído debatir
el tema por más que Anthony insista en emparejarle antes de la
cuarentena. Los findes los pasará descansando de tirarse trabajando
en comisaria toda la semana, o leerá un libro del aluvión que
acumula en casa.
Pero... No puede obviar que también es un hombre. Es un humano,
un ser vivo que habita el mundo y se mueve. Que necesita comida, y
oxígeno para respirar, y... tendrá que hacer sus... erh... en algún
momento tendrá que aliviarse, vamos, supone Nino. Entonces, si no
sale con nadie ni frecuenta otras camas, ¿lo hace él solo? ¿O no lo
hace nunca? Es decir no es como si fuese algo obligatorio, pero en
algún momento lo habrá hecho, en algún momento tiene que
hacerlo. ¿No?
Es incapaz de imaginárselo. Quiere, pero se le colorean las mejillas
y se revuelve sonrojado en el asiento ante la idea de encontrarse con
él después y mirarle a la cara...
Lo intenta de todas formas: puede que por las noches, las que su
sobrino no está, llegue tan cansado a su buhardilla que se limite a
colgar su bomber, desabrocharse la camisa, y descender lo suficiente
el pantalón. O puede que lo haga antes de irse a trabajar, por las
mañanas justo antes de pasar por la ducha para así eliminar las
pruebas, porque él es ordenado, y pulcro.
Seguro que si jadea mientras se ocupa de sí mismo gruñe y aprieta
los dientes varonil, con el pecho y el vello al descubierto, con sus
abdominales moldeados de ser policía. Marc es tan masculino pero al
mismo tiempo tan educado y servicial... Sus manos son muy grandes,
como todo su cuerpo, así que ahí abajo también debe serlo, además,
según lo que ha podido intuir está mañana...
¡Ah! ¿Pero en qué diablos está pensando ahora?
Vuelve al presente y escoge otra canción más movida que se le lleve
los pensamientos.
Si Marc supiera lo que piensa de él sus cejas negras se levantarían
y sus ojos azules saldrían a relucir por completo. Luego,
probablemente, los bajaría con un simple «Oh», porque ese es el
máximo drama que le ha visto evidenciar, pero por fin dejaría de
verle como un amish o un muñeco rematado entre las piernas.
Precisamente eso es lo que debería hacer. Meterse en su visión con
unas cejas fruncidas y exhibir su cuerpo de casi hombre, no de niño;
y su mente y carácter de persona, no de sobrino.
¿Pero cómo?
Atisba el encuadre de la calle, el cristal sucio del autobús. Acaba
sacando aire por la nariz al sonreír. Es un catastrofista, Lara se lo
dice mucho y tiene razón, pero esa mujer de hace un momento no
tiene por qué ser su novia. Se mordisquea el labio por el medio en
una pretensión de convencerse a sí mismo.
Será una amiga.


La noche es gélida y la luna está eclipsada, la contaminación
lumínica se ha extendido ya hasta los alrededores de la ciudad. Marc
comprueba el reloj de su muñeca y se cerciora definitivamente de
que hoy no podrá tener lugar esa sesión de cine con Nino, porque
este sitio está en el quinto pino y todavía tardará en volver al coche.
Se masajea el entrecejo cansado del trabajo en comisaría. No es que
no le encante pasar tiempo con su sobrino, que es una bola de
algodón suave, es que Anthony y Kyle no han escogido el mejor
momento para meterle en casa.
Espera que esté cenando sin él. No sabe cuánto va a retrasarse.
Pega dos veces, la puerta llena de rayajos con el marco picoteado se
abre enseguida.
—¡Dios mío, no me mates...! —exagera la rubia. Lo único que lleva
puesto son unas braguitas muy finas de encaje y una bata abierta tan
transparente que debe abrigar menos que un film de cocina, mal
sujeta por dos pezones en punta.
—¿No había pisos más lejos, o si te pasabas ya era otra provincia?
—sonríe de medio lado, entra quitándose la bomber.
Bé se va al sofá, sus piernas se recogen de lado y se recuesta en un
nido de cojines. En la televisión echan Hora de Aventuras, y ella lo ve
con indiferencia dándole tragos a la cerveza.
Marc la sigue echando un vistazo al piso de esta semana. Es una
pena que alguien haya puesto tanto esfuerzo en darle un aire
moderno y acogedor al pequeño espacio, porque los exteriores
desconchados y carcomidos del edificio presagian lo que debería
estar señalizado como un evidente peligro de derrumbamiento.
—¿Has comprado eso? —le pregunta ella, sin mirar.
Él saca una caja de condones de su bolsillo. La extiende desde el
respaldo sofá, pero Bé la ojea sin llegar a cogerla.
—Guay, ¡gracias! —aspea la mano para que la deje por ahí.
—De nada, pero a la próxima ve tú —gruñe.
—¡Si te pillaba de camino!
Cuando dejó las drogas, Bernadett se volvió más estable y
descubrió cosas nuevas, como las plataformas de streaming, que los
supermercados te traen la compra a casa, y que solo necesita poner
ojitos para mangonear —con cariño— a Marc. Ahora su hábitat
natural es el sofá rodeada de cervezas. También aprendió a aparcar
sin tumbar las farolas.
—Caerme por el fin del mundo me pillaba de camino, esto está a
tomar por culo —farfulla tirándola a la mesa, y se sienta al lado de
ella—. ¿Dab está de camarero o tiene otro concierto?
Ella asiente en dos veces. La cerveza la deja en el suelo rozando
con otras tres, y se estiraza sobre Marc como un felino. Su poco
pecho se difumina en los laterales y desaparece, tumbada le mira
mientras le delinea la mandíbula rasposa.
—Estará tocando ahora porque no me coge el teléfono. Oye, el otro
día se quejaba de que le dejó tirado la moto. Para su próximo
cumpleaños le puedes regalar una en vez de tantos vales para clases
de arte... No las necesita, ¡ya va por ahí soltando frases raras!
Marc le aparta un pedazo de la bata, le recorre el abdomen con la
palma en una caricia suave. La línea horizontal de una cicatriz que ya
no tiene relieve compite con la aspereza de otra reciente que la
atraviesa en trasversal, irregular, más fina, de arañazos de cuchillo u
otro objeto punzante... Lo raro es que tenga sólo dos o tres con la de
encargos que le dan y lo acelerada que va por la vida.
Berna cierra los ojos concentrándose en el tacto de la caricia que le
escala por la barriga. La piel de Bé es nívea, casi tanto como la suya, y
su vello rubio sobresale con disimulo por la fina tira de la ropa
interior.
—Podrías comprársela tú —dice Marc—. Tú ganas más que yo.
—«Ti ginis mis qui yi» —le devuelve sin esfuerzo, y se da la vuelta
pegando el moflete al reposabrazos. Sus pechos se aprietan el uno
contra el otro y aumentan su escaso volumen.
Marc apoya la cabeza en el respaldo. El suelo debe ser térmico y la
calefacción estar puesta a tope, porque en la calle se le han congelado
los dedos pero ahora está pasando calor.
—¡Matemático...!
Los dibujos exclaman de fondo y el sofá es cómodo. Entre eso, lo
cansado que está de fijar la vista en la pantalla de la comisaría y las
horas que son, le sería fácil quedarse dormido.
Con Berna todo es siempre fácil. Su forma de ver la vida también
es tétrica y simple como la suya. Si quieres algo lo coges antes de
morirte, porque cualquier día adiós sin hasta luego y los dos tienen la
sensación de que ese día ya llega con retraso.
Con Bé, tampoco tiene que mentir, ya que es la única que sabe que
ha matado fuera del GEO y bromea con ello; por ejemplo fingiendo
que se asusta al verle cuando ella es la sicaria. Las bromitas suelen
variar entre eso y un exagerado «¡Mierda, un poli!» que habrá
escuchado doscientas veces sólo en el último año.
Berna es para él una hermana mayor. Ella siempre ha sido el algo
que lo ha mantenido a salvo de zambullirse en la nada... Su relación
es tan cómoda que se olvida de que una vez tuvieron sexo. Más
parecido a un trámite que a una experiencia de amor o romance, con
pocos besos y cero corridas, pero perdió la virginidad con ella en una
litera del orfanato.
Pocos hombres hay en el mundo nocturno que Berna no se haya
beneficiado.
Le aparta un mechón rubio y uno de sus ojos azules de largas
pestañas lo atisba antes de volver a los dibujos.
—¿Si pido un bazooka me lo cuelas por la aduana?
—¿Para qué lo vas a usar? —pregunta Marc sin sorpresa. Ya está
acostumbrado.
—No sé, ya veré cuando lo tenga. Es que he encontrado un
vendedor en la Deepweb, pero en los comentarios dicen que a
muchos los han parado en las aduanas —Rueda los ojos fastidiada
con eso—. Tú eres poli, ¿si lo pido me lo puedes colar?
«¿A muchos? ¿No a todos?».
Bé sigue hablando y delirando, pero él se queda imaginando para
qué demonios quiere nadie un bazooka en su casa.
—Ah, que lo del vídeo ya está —dice cortándose a sí misma, tira
una risita larga que le mueve los hombros—. Casi se me pasa.
Y sólo se habrá acordado de decírselo porque en el capítulo que
están echando acaban de meter un VHS en una tele.
—Joder, Berna, eso dímelo esta mañana.
—He recortado un frame donde no se te ve la cara y eso son los
cuatro minutos, porque si lo borro se darían cuenta de que falta el
archivo. No van a juzgarte, podría ser cualquiera.
—¿De todas partes?
—Sí, del fichero y de la memoria externa donde meten la copia de
seguridad. De la cuenta en la nube de Bill y de Jota ya lo había
cambiado hace tiempo, eso fue megafácil y no lo revisan nunca.
—Gracias —agradece medio molesto. Le podía avisar según hace
las cosas, lleva agobiado con esto media vida y se lo dice como quien
avisa de que ha comprado pan. Se mira el reloj y frunce el ceño; pues
ahora falta que llegue Dab a ver para qué quiere verle—. No quiero
estar mucho tiempo aquí, Nino está en mi casa este fin de semana.
—¿Cómo le va a tu sobrino? —pregunta para darle el gusto. Marc
siempre acaba sacando el tema por activa o pasiva, siempre tiene
algo que contar de ese crío.
—Bien. Ha crecido —escueta. Bé asiente, pero sabe que hay más.
Su voz ronca y pausada no tarda—: Se ha puesto el pelo rosa y está
mayor, pero sigue costándole hablar. Lo hace siempre en voz baja.
No sé si es tímido o tiene algún problema, pero le hicieron pruebas
antes de entrar en el orfanato y no le vieron nada.
—Mm.
—Le he dicho que no hace falta que me espere ni me prepare nada
de cenar porque no sé cuándo voy a volver, pero creo que lo va a
hacer de todas formas. Ayer para la cena cocinó algo que estaba
bueno, no sé lo que era... Tofu, creo que dijo.
—¿Tofu?
—Es vegano ahora. Así que no será carne, ni queso, ni nada con
nata o leche. —Se rasca una ceja con discreción mientras piensa—.
Ni huevos tampoco si no son de “gallinas felices”, que no sé a qué se
refiere mi hermano pero dice que valen tres veces más que unos
normales.
No lo ven desde el sofá, lo oyen: una mochila que se deja en el
suelo y las cuerdas de una guitarra que rebotan, seguidas de un
larguísimo resoplido de cansancio. Dab entra al salón abriendo y
cerrando el puño. Que Bé le haya dado llaves es nuevo.
—Ey, Marc. —Le palmea la espalda. Lanza el casco de la moto que
acierta en el puf de la esquina y se estiraza en alto, suena adolorido y
gastado. Tiene las fuerzas para arrodillarse y al revés, asomado en el
reposabrazos, le deja a Bé un beso en la boca.
—Berna ha arreglado el vídeo —le informa Marc. Está bien, pero
la verdad, lleva años escuchando largas sobre la operación, llevan
años postergándolo—. No me creo que por fin vayamos a hacerlo.
¿El mes que viene?, no me lo creo. Seguro que a Gamell se le ocurre
algo para retrasarlo. Gamell es imbécil —esputa.
—Mmm —gruñe Bé. Gamell, el comisario que colabora con ellos,
es un remilgado asqueroso que la trata mal solo por “haber matado a
algunas personas”, pero en esto le daría la razón. Antes de cualquier
operación, a las que por cierto Marc está acostumbrado, está la
planificación y eso lleva tiempo. Tiene que saberlo de sobra. No
obstante con esta concreta Marc parece querer entrar pegando tiros y
luego ir a tomar unos kebabs o algo así.
—¿Para qué querías verme, Dab?
El pelirrojo se incorpora pero se queda de rodillas. Le mira,
pensando, a punto de hablar quizás, pero no empieza.
—He hablado con Ayo esta noche —libera acelerado. Marc arruga
el entrecejo enseguida, y su voz se torna autoritaria, tosca.
—¿De qué?
—De nada, de tonterías de allí. Estaba en El Podio.
Bé ha cerrado los ojos, Dab ha levantado la cabeza. Marc solo le
mira fijamente, esperando, porque sabe que sigue.
No tarda.
—Creo que se lo voy a decir —apura Dab.
—No.
—Ahora no, digo cuando vaya a ser la operación.
—No.
—Un par de horas antes, solo. Para que tenga tiempo.
—No —reitera, el mismo tono seco todas las veces. Dab se va
poniendo nervioso—. ¿Esto era de lo que querías hablar? —Mira a
Bé pidiendo reclamaciones pero ella se encoge de hombros. No
puede creer que haya venido hasta aquí por esto.
—Si te lo digo por teléfono me hubieses colgado. Ayo es como
nosotros, no merece que lo arresten.
—Claro que te habría colgado.
—¡Él no se va a chivar, no es un chivato!
Marc sacude la cabeza, sus brazos cruzados sobre el pecho y su
mirada fría hablan por él. También es que han hablado de esto
muchas veces, Bé ni se molesta en prestar atención.
—Es como nosotros —repite—. Hemos estado juntos muchos
años, ¿de verdad me estás diciendo que no te importa?
—No, Dab. Él es como ellos. Como todos ellos. Ahora es una
prolongación innecesaria de Jota —farfulla entre dientes. Se levanta
y se va para la cocina. Coge una cerveza cero. No va a seguir
hablando de esto por quincuagésima vez.
—No se va a chivar.
Marc menea la cabeza.
—Vamos a hablar con él, tú y yo. Que vaya con Jota no significa
que sea como él, ¿qué más opciones tiene? Tú sabes lo que pasa
cuando no se hace lo que La Familia...
—Dab —hablan a la vez, Dab no se calla y a él le da igual—, como
se echen a perder todos estos años de mierda, te juro por Dios que...
Bé resopla, intenta ver la tele pero no escucha nada, cada vez
discuten más alto. Marc habla despacio y Dab deprisa. ¿No se cansan
de hacer siempre lo mismo, del monotema?
Tararea la intro de un capítulo que está empezando.
—¡...solamente es avisarle para que le dé tiempo a escaparse, no
diré nada de vosotros te lo juro, no va a pasar nada...!
—...como pongas en peligro la operación, a mi familia o a alguno
nosotros, voy a ser yo quien te va a...
—...Hora de Aventuras llegó-ó...
—¡...somos amigos, no puedo creer que te hayas vuelto tan
capullo, es imposible que te de igual...!
—¿...que tienes ganas de morir? No tienes que ir a pedírselo a
gritos a La Familia, eso lo puedo hacer yo ahora...
—...coge a tus amigos, y vámonos...
—¡...dijiste que ibas a venir a visitarnos todas las semanas y te
piraste, volviste siete años después! ¡Pues claro que está cabreado
contigo, pero no es un capullo, solo...!
—...me importa tres putos cojones que...
En un batiburrillo de oraciones sus voces se entrecruzan y ninguno
escucha lo que dicen los demás. Dab va pasando de la petición a la
exigencia y a Marc se le nota cabreado, pero ya venía disgustado y
reventado de cansancio cuando ha cruzado la puerta. Bé se ha dado
cuenta porque se le ha olvidado afeitarse un par de mañanas, o no ha
tenido las ganas de hacerlo, y hace mil cuando le preguntó por qué
no se la dejaba afirmó con mucha seriedad que le desagrada verse
con barba.
—...lo pasaremos guay, Hora de Aven...
Se hace el silencio en cuanto suena un móvil. Es instantáneo, la
vibración los interrumpe a los tres al mismo tiempo.
Se quedan quietos, afinan el oído; es un timbre que suena hueco,
escondido entre una tela o un cojín, tal vez. Cada uno se estira en una
dirección buscando el suyo.
Marc se lo saca del pantalón, lo mira, no es, lo guarda. Se saca otro
móvil del bolsillo trasero.
—Es el mío —dice.
—¿Es Gamell?
—No, no es el prepago. —En la minúscula pantalla ve número y
nombre—. ¿Ha pasado algo? Te dije que no me esperases, Nino.
Hablando por teléfono aprovecha para quitarse de enmedio, se
despide con la mano y se va, Dab le ve irse con la queja en la boca,
pero Marc simplemente cierra la puerta y adiós.
Dab resopla fastidiado, laaargo y tendido.
Bé va a por otra cerveza. Está bebiendo cuando el pelirrojo se le
acerca despacio, le rodea la cintura y le planta un beso en la
coronilla. Se le tuerce la cabeza a un lado cuando Dab se encoge y le
reparte otros en la mejilla con mucho énfasis.
Ella tampoco protesta.
—¡Oh, mi princesa —clama al cielo con la mejilla en la cabeza
rubia—, tus labios carmesí me llevan y me apresan...! ¡Con tu busto
expuesto mi bestia clama libertad pues mi sangre se espesa...!
Sus manos grandes recorren la piel luminosa desde las caderas
para concentrarse en sus pechos, que se llevan un apretón.
—Tenemos que buscarle pareja a Marc —cavila Berna meneando
el líquido en círculos. Al mirar hacia arriba encuentra los ojos del
pelirrojo. Estira una mano, y le toca una mejilla donde Dab se frota
con gusto.
—¿Tío o tía?
—Lo que sea. Va a todas partes agobiado.
—No sé si querrá líos, yo no recuerdo que me haya hablado de
nadie en... No sé, en mogollón de tiempo.
La achucha entera antes de apartarse.
—Ni me lo imagino follando por follar —añade. Afina los ojos
cogiendo una camiseta tirada en el sofá. La ojea, la huele, y le da el
visto bueno—. Se folló a una en el Trébol hace mil, pero fue por
dinero. Ah, espera, y a su hermanastro también se lo tiró, creo.
Después de eso ni idea. Siempre se le han acercado muchas chicas,
pero él pasaba. Yo es que me lo imagino asexual.
—No. Es que sólo se le pone dura si hay amor.
—Pero es imposible estar tanto tiempo sin mojar... Voy a pegarme
una ducha, a ver si se me ocurre alguien.
Bé permanece encaramada a la encimera, pensando también
candidatos o candidatas. Encuentra el móvil que buscaba hace un
momento al lado del rollo de cocina, parpadeando en un punto azul
brillante. Perezosa se estira y abre las notificaciones.
Es White, otro trabajo.
«Síguelo» dice, «Con fotos».
Escupe la cerveza cuando se descarga la imagen.


«La policía continúa la búsqueda de los menores fugados de los
centros de tutela, por favor difunde esta imagen y ayuda a...».
«¡La feria gastronómica ya está en la ciudad!».
«[Última hora]: Desmantelada una red de tráfico de órganos que
operaba en el sótano de una funeraria local. Hallan entre los cuerpos
a una de las huérfanas desaparecidas hace tres años».
«steve no sabia q te buscaba hasta q te encontré te amo mi niño tu
y yo desde hoy pero ya x siempre <3».
Nino ya se ha metido en la cama, lleva un rato escuchando a
Sinatra y pasando el dedo por la timeline de Twitter sin realmente
leer nada; está muy preocupado. Acaban de dar las doce de la noche,
así que en teoría ya es domingo, y Marc todavía no ha llegado. Ha
preparado cena para dos, pero la suya a estas alturas se habrá
enfriado...
«¿Por qué trabaja tanto?».
La buhardilla está a oscuras, y de espaldas y ahuecado en la cama,
escucha el abrir de la cerradura y corta la canción; finge dormir como
si estuviese haciendo algo malo.
Marc entra y se saca las botas. Se nota que está intentando no
hacer ruido, porque cuando se tumba soltando un largo jadeo de
cansancio lo hace sosegado, pero el colchón viejo se hunde y cruje de
todas formas.
Nino se da la vuelta. Le observa con las manos planchadas bajo la
mejilla, y cara al techo y en un hito, Marc también le mira.
—¿Te he despertado? —habla bajo. Ve a Nino reptar para darle un
beso de saludo o de buenas noches, o de las dos cosas.
—No...
Marc asiente con gesto cansado, y cierra los ojos. Está tirado,
abandonado con descuido sobre el colchón traído por la marea. No
parece que vaya a quitarse la ropa de la calle.
De fondo se escuchan los coches circulando. Todavía no se
acostumbra a que las ventanas no tengan doble acristalamiento
como en casa. Antes pasó una ambulancia y se quedó petrificado
como un conejo; parecía que fuese a entrar y aparcar en el piso.
—¿Qué tal tu día...?
A Marc debe hacerle gracia el comentario, porque suelta un par de
carcajadas soñolientas.
—Bien.
No huele a perfume ni porta ningún aroma nuevo a mujer... y es
evidente que ha estado fumando.
—Papá dijo que habías dejado de fumar. Por la herida, y los
medicamentos...
—¿Te molesta el olor? Puedo dormir en el sofá.
—No —desmiente rápido, ¡que no se vaya!—. No me molesta.
Marc se desabrocha un botón y despega la espalda para buscar la
sábana.
—Papá llamó esta tarde... Dice que allí no hace nada de frío, y que
se pasan todo el día en el jacuzzi o en la piscina.
—Vaya.
—Pagaron el todo incluido, pero Kyle se quejaba de que no incluía
nada, y que sumando todos los precios del minibar se le iría el sueldo
de un mes como mínimo... Yo creo que estaba exagerando un poco...
—Ahá.
—El vuelo sale mañana, pero llegan por la noche o de
madrugada... Les he dicho que podría pasar esa noche aquí, que no
tienen que venir corriendo a recogerme, porque cuando tú vayas a
trabajar el lunes me puedes acercar a casa... ¿Puedo quedarme?
Ya no usa sílabas, Marc hace un ruido muy fino sin despegar los
labios que presume es una afirmación.
Nino deja de molestarle.
Tiene muchas ojeras. Más de lo habitual, incluso. Tumbado el
flequillo azabache le queda sobre la frente y a Nino le dan ganas de
estirar una mano para apartárselo detrás de la oreja. Menos mal que
mañana por fin es domingo y descansará.
Marc se acomoda de lado con los brazos cruzados. Nino contiene la
respiración aunque su tío tenga los párpados pegados, porque le ve
de cerca: su expresión relajada se le hace extraña, es inusual verle
con las cejas sin inclinar y falto de ese par de arrugas en el
entrecejo... Se da cuenta de que no acostumbra a mirarle a la cara, y
desde luego no a esta distancia, porque encuentra un lunar bajo el
ojo en el que no había reparado antes. Si no tiene los ojos cerrados
no se le ve...
Anonadado, le estudia y se imagina como un pueblerino queriendo
robarle una moneda de oro al dragón, como si fuese cuestión de
tiempo que ese brillante par de azules se claven en él cuestionándole
qué está haciendo.
Pero no está haciendo nada malo. ¿Verdad? No está haciendo nada
lunático, no le está tocando.
Solo le observa.
Se fija en sus labios que dejan escapar un silbido raso que no
consigue ser ronquido, en que la luz de la luna le esclarece solo
media faz porque su propia sombra le resguarda el resto, y en el
pequeño lunar que tiene encima del labio, bajo un fino bigote y una
barba sin afeitar que no tenía el viernes por la mañana.
¿Cuántas horas suele dormir? ¿Cuántas horas va a dormir hoy
antes de que salga el sol?
No lo hace aposta, le sale sin querer: su índice se estira en su
dirección, muy despacio, está temblequeando. Le recoge el flequillo
de la frente y su rostro perfecto queda todavía más visible.
Esto tampoco es cosa de Nino, es su cuerpo quien decide con libre
albedrío avanzar por el colchón con mesura. Los muelles chirrían
pero procura reducir al máximo la vibración, comprime el hueco
entre ellos engurruñando la sábana. Levanta el brazo de Marc..., se
cuela debajo..., apoya la cabeza en su bíceps...
Cuando Marc habla lo hace en un susurro extremadamente
calmado, pero él se queda de puntillas al acantilado de un infarto.
—¿Tienes frío? —pregunta ronco, tampoco abre los ojos.
—...sí, un poco —miente.
Entonces le late raro el corazón. Por un momento pensaba que iba
a hacer un «pum» gigantesco que iba a espabilar a Marc, porque su
brazo le ha rodeado la espalda, y sus labios han quedado casados a su
maraña rosa cuando le ha apretujado contra él.
Tiene que apoyar la mano en su pectoral para crear una oquedad y
no asfixiarse. Los latidos de Marc son relajados y uniformes, y siente
la brisa que sale de su nariz mecerle los mechones.
Sus torsos deben estar más o menos entre el largo de una hormiga
y la nada absoluta de unirse al otro.
—¿Qué has cenado? —susurra Marc con los ojos cerrados, como si
acabara de acordarse.
—Pasta, con tomate... y zumo de melocotón... —le contesta su
sobrino. Bien, quería asegurarse de que lo había hecho.
Marc sonríe. No sabe si es posible una conexión, pero es curioso
cómo a Nino le pierden los zumos y la mermelada de melocotón,
porque él también huele a eso. Pensaría que tiene que ver con su
champú, pero no, ya desde pequeño le pasaba igual, y cuando le da
un abrazo de saludo o despedida el aroma es fuerte. Como ahora, que
se ha pegado porque tiene frío.
Es muy agradable. Le recuerda a las tardes que pasaban juntos,
cuando iban de excursión en familia a alguna parte pero Nino se
cansaba de andar con sus piernecitas cortas y él acababa llevándole
en brazos. Y siempre se quedaba dormido. Anthony le metía en el
arnés del asiento y cerraba el coche con mucho cuidado; se tenían
que despedir en silencio.
Marc le deja un beso en el pelo, escueto, sin fuerzas, y Nino se
revuelve nervioso y se acurruca mejor.
Lo último que ve es el vello de Marc que desciende desde su nuez y
se pierde en una línea recta que corre a esconderse en las
profundidades. Los latidos pacíficos de su corazón le ayudan a
sumirse con Morfeo, y las últimas fuerzas las usa para rezar.
Pide por favor, para esta y para todas las noches, poder soñar con
Marc.
6
No es obsesión

—¿Nino? ¿Qué haces aquí? —le nombra alguien en alguna parte.


Levanta la barbilla al oírlo. El sol pega tan fuerte que solo puede
verle la cara al sujeto cuando su cabeza le tapa los rayos.
Se incorpora un poco, clava los codos en la toalla y la arena se
amolda a ellos. Marc lleva el uniforme puesto. Tiene el pulgar metido
en el pantalón y unas gafas de sol que no dejan ver sus ojos claros.
—Nino, ¿qué haces? —repite despacio. Sus cejas emulan la
expresión fría y reservada que lleva siempre, pero su voz ahora no es
dulce como cuando se refiere a él. Es firme, y autoritaria, como un
policía de verdad. Porque es un policía de verdad. Le está viendo las
esposas y la porra en el cinto.
Bocabajo, Nino apoya la barbilla en las manos y zarandea los pies
con desapego. La arena está calentita, y su cuerpo estaba calentito
hasta que él le ha tapado la luz.
—¿Me quieres echar crema...?
—Ponte la ropa ahora mismo —le solapa. Su temperamento
reservado, su boca es una línea recta. Nino le ve mirar en ambas
direcciones con sosiego antes de volver a él, y entonces Nino también
echa un vistazo. Supone que Marc no deja de mirar por si viene
alguien, porque a lo lejos ve puntos de colorines minúsculos y lejanos
que deben ser las sombrillas de otras personas; pero están solos en
esta zona. Un pequeño oasis rodeado de bruma blanca, es lo único
dibujado.
—Es una playa nudista, sería raro que sólo yo llevase ropa...
—No me hagas tener que repetírtelo.
—Y..., es injusto que solo tú estés vestido...
Marc se acuclilla delante suya, el sol le vuelve de golpe.
—¿Saben tus padres que estás aquí? ¿Has venido solo?
—No. Sí. —responde por orden con una sonrisa. Se da la vuelta, y
Marc hace una mueca rara. Puede ser porque los pezones se le han
quedado tiesos con el roce de la toalla. Usa las manos a modo de
visera—. ¿Me quieres acompañar tú...?
—Nino, estoy de servicio. Y tú no puedes estar aquí. Voy a tener
que llamar a tus padres.
Nino suelta una risita.
—Ya soy mayor de edad... —le recuerda, ¡cumplió ayer!
¿No se lo dejan claro sus volúmenes desarrollados, su visión
decidida y afinada que no tiembla al mirar, el vello castaño que se le
extiende por el cuerpo?
—Me da igual, vete.
—¿Pero, por qué...? No estoy haciendo daño a nadie.
—Te lo pueden hacer a ti.
—¿Y la solución es que yo me vaya? ¿Y mis derechos...? —
Remolonea sobre la toalla.
—Tus derechos te los voy a leer como no recojas tus cosas ahora
mismo.
—También podrías quedarte conmigo, y así me proteges...
—Nino —sepulta rígido, infranqueable. Le eriza el vello de los
brazos. Está tan serio..., su voz ronca retumba más grave que de
costumbre. ¿Por qué no se relaja? Que se tumbe con él en la toalla.
Marc se quita las gafas y sus ojos azules le apuñalan el alma.
—Estoy hablando en serio, levántate.
—¿Me obligas...?
Se mantienen la mirada en una lucha silenciosa. El gesto serio de
Marc no varía un ápice, la liviana sonrisa de Nino tampoco.
—Vale.
Se pone las gafas, le rodea y le coge bajo las axilas y de frente, Nino
opone resistencia pacífica dejando el peso lacio y cerrando los ojos.
Cuando los pezones rosas se rozan con su acolchado negro no puede
ni quiere evitarlo: gime muy cerca de su oreja.
—Nino, por Dios... —murmura Marc.
Le yergue en pie junto a él, pero sus manos no le abandonan las
costillas. Las tiene cálidas, y son muy grandes y un poco ásperas. Su
pecho procura con el contiguo una unión interrumpida por un
chaleco y una placa fría.
—Lo siento... —Se pone de puntillas, y como Marc no le separa,
susurra—: No sé qué hacer..., lo único que hago es pensar en ti, todo
el día... —deja un espacio entre sílabas... Su voz se vuelve suave en
un intento de sonar lasciva—. Y, por las noches, en lo mucho que
quiero que me lo hagas, Marc... Te quiero mucho...
—Se acabó.
De su cinto saca las esposas. Le gira, ajusta los dientes del metal en
las muñecas que le atrapa a la espalda, y le vuelve a girar.
Luego coge la toalla, la sacude y se la pone por encima
asegurándose de que no se le vea nada. Mete todas las prendas
esparcidas y un bote de crema en la mochila rosa de un pestañeo y se
la echa al hombro. En el otro hombro atrapa a Nino a cuestas.
—¡Ah!
Marc le sujeta las piernas pegadas, con el otro brazo la cadera
envuelta en la toalla. No le roza el trasero ni por error. Camina por el
paseo de madera hasta el coche de policía, y una vez allí lo devuelve
al suelo.
En este punto Nino recupera la cordura, más o menos. Mientras se
muerde el labio con nerviosismo y el pensamiento de que se ha
metido en un buen lío, ve a Marc agacharse en la ventanilla y
rebuscar algo dentro.
—Solo estaba bromeando... —Tintinea las esposas con angustia.
Son muy incómodas, las ha ajustado en un círculo diminuto y no las
puede despegar.
—No te muevas de ahí —ordena Marc. Voltea al otro lado del
coche, abre la puerta del conductor y saca algo que se guarda en el
bolsillo. Camina hasta Nino echando un vistazo al horizonte a través
de las gafas.
Le abre la puerta de atrás y le invita a entrar.
—No se lo vas a decir a mis padres, ¿no...? —Sus cejas claras están
curvadas con un par de miniarrugas en el ceño.
—Sube al coche.
—Por favor... —alarga la palabra como un niño. Su tono burlón y
divertido se ha perdido, ahora ya no le observa invitándole a que
mire su cuerpo de adulto, sino como un sobrino que pide la
absolución por enchufe.
—Sube.
Nino le mantiene la mirada a un par de cristales negros. Acaba
resignándose; agacha la cabeza para meterse en el coche.
Marc le cierra la puerta enseguida y Nino lo ve alejarse de la
ventanilla. Encogiendo las piernas se pasa las esposas de atrás hacia
adelante para estar más cómodo, e intenta abrirse un hueco o
menear las muñecas, que ya le empiezan a doler de intentar zafarse,
pero no afloja una sola hendidura.
Cuando Marc entra por la puerta contraria y se sienta atrás con él,
no entiende nada.
—Tienes que aprender que tus actos tienen consecuencias, Nino.
—Se quita las gafas, las deja en el hueco de la puerta y se pasa una
mano por el pelo.
Sus ojos azules siempre le impactan como una primera vez cuando
se posan en él. Su flequillo azabache va cayendo desordenado y le
forma cascadas a los lados de la frente, que está tensa.
Nino se atrapa el labio inferior, lo maltrata imaginándose la
reacción de sus padres después de esto. No parece que haya forma de
convencer a su tío para que lo deje pasar, con esa expresión rígida...
No obstante Marc balancea el rostro, y evoca un pequeño suspiro que
le descoloca al recostarse en el asiento.
—Y yo no puedo ir por ahí con esto.
Cuando lo ve, los párpados de Nino se repliegan al máximo.
La tela de su entrepierna se arruga y se estira concentrada en una
larga tira de tamaño considerable. Tiene las piernas abiertas,
separadas con soltura, y el mismo Marc se contempla el bulto con
aire descontento.
Nino no sabe qué decir. ¿Él lo ha hecho crecer...?
Marc se despega vagamente del reposacabezas para mirarle.
—Ven —dice solamente.
Tarda en reaccionar, por eso Marc suelta un gruñido de apremio.
Luego ya no lo repite con palabras o sonido; su ceja izquierda se
levanta y sus azules señalan fugazmente su regazo. No parece por la
labor de debatir otra solución.
Nino traga saliva, escéptico. No le importa haber muerto si esto es
el cielo, pero le cuesta darle órdenes a su cuerpo para que se mueva.
Con una lentitud dolorosa, pero antes de que Marc cambie de
opinión, se aprieta el labio y se desliza por el asiento de cuero. La
toalla queda atrás y ninguno de los dos la echa en falta.
—Así no, al revés —dicta Marc, pero lo posiciona él mismo.
Le coloca los brazos, le sujeta los muslos. Lo maneja a su antojo
para subírselo encima pero apuntando a la luna delantera, con Nino
dándole la espalda.
El bulto presiona las nalgas maleables, y cuando Marc aprieta a
Nino contra él para que deje caer todo su poco peso, las deja
separadas por un muro: el pantalón del uniforme es grueso imitando
el vaquero, y le está empujando como si no estuviera la tela entre
ellos y quisiera meterse ya dentro.
Escucha a Marc gruñir satisfecho y gime él también, porque le
palma las caderas, le palpa el estómago en una pausada caricia y
eleva su barbilla fina al techo para que apoye la cabeza en su hombro.
Queda arqueado sobre su pecho, pero el espacio no se vuelve raso
hasta que en un bufido incómodo Marc se despega el interfono del
velcro y lo tira a un lado.
Le arden las orejas, le está consumiendo el calor del coche.
Entonces Marc le acaricia los pezones con los pulgares, sutilmente,
sin ejercer presión; consigue que se estiren y apunten hacia arriba.
Le palpa cada parte deleitándolo como una gominola recién servida
en el plato y estudia meticuloso por dónde empezar a devorar.
—Marc —jadea él, curvando aún más su espalda, zarandeando sin
querer las caderas que buscan la fricción.
—No puedes ir por ahí haciendo lo que te venga en gana.
—Perdón...
—Tienes que entender que vivimos en sociedad. Que hay unas
normas que hay que respetar.
—Lo siento mucho.
—¿Sabes lo que es el respeto?
Nino jadea. Se pierde en sus caricias fluidas que derrochan
experiencia, pero con distendida mesura y cuidado, nunca se
aceleran. Marc suspira balanceando el rostro.
—¿Qué voy a hacer contigo? —reflexiona en voz alta.
—Soy... —Nino traga saliva, mira hacia atrás aunque no alcanza a
verle y se relame el labio antes de hablar—, ¿...malo...?
—Estás distrayendo a un oficial en su horario de trabajo. Eres casi
un delincuente —sonríe. La punta de su nariz le recorre el hombro
en una caricia.
Nino tiene la piel sedosa, y firme, como el fino pelaje de un
melocotón maduro y naranja que tira a rosa. Marc le marca la nuca
con un beso que puede oír.
—No tengo más remedio que darte una lección. —El aliento de los
labios pegados a su cuerpo le regala un escalofrío, antes de depositar
otro roce en un punto distinto.
Planta banderas en muchos puntos, coloniza su espalda con una
política tan dulce y sutil que resulta imperceptible. Deja cada poro
inclinado hacia él, cada porción de carne atenta por volverse la
afortunada del próximo toque.
Separa las rodillas y se lleva con ellas las piernas de Nino. Su
rosado miembro queda expuesto, pero no lo toca. Prefiere repasar
sus muslos. La dureza de sus manos le masajea la piel y la comprime
creando un pliegue cuando la recorre con presión, tranquilamente,
hacia muy adentro.
—¿Se puede saber en qué estabas pensando ahí fuera? —Inclina
las cejas, molesto de imaginarlo un minuto más tirado en la arena,
solo, expuesto a la vista de un dichoso cualquiera.
Le coge las caderas y las balancea con suavidad en un indecente
pero elegante frote. Nino puede sentirlo palpitar, su pantalón de
policía acaricia su carne expuesta.
—En ti —confiesa en un susurro—. Siempre en ti.
Le levanta un trecho para desabrocharse el pantalón. No se lo baja;
el grueso trozo de carne surge por la cremallera abierta, elevándose
al aire para golpear entre sus nalgas.
—Quédate así.
Nino mete los dedos entre la rejilla que separa los asientos
delanteros; los aprieta en un puño que no llega a cerrarse. El
azabache le sujeta con delicadeza la mandíbula. Le pone un dedo en
la boca, después otro.
No hacen falta palabras, no necesita una orden. Marc le arrastra
los dedos de una mano por la espalda con descuido mientras él rodea
y lubrica los otros.
Cuando le está cogiendo el truco Marc los aparta sin más; quedan
unidos por un hilo muy fino que se rompe rápido.
Los frota entre sus nalgas. Es un agujero muy pequeño, apenas un
punto de oscuridad lleno de pliegues. Baila con el pulgar haciendo
redondeles, y lo mete. Primero solo la punta con mesura y mimo;
enseguida lo hunde para ver a dónde puede llegar: lo mete hasta el
nudillo de una sola vez.
Y contempla maravillado cómo el cuerpo virgen y sensible
responde con ostentación cada uno de los más míseros roces.
—Marc... —jadea.
—Relájate.
Es una locura. Las ventanillas de atrás están tintadas pero las de
delante no, van a verles. El vapor de sus alientos empaña los cristales
y prende el ambiente.
—Ahora voy a ponerla dentro —Nino ejecuta una exclamación
silenciosa—. Voy a ponerla dentro, ¿estás de acuerdo, Nino?
Tan solo asiente.
Marc se rebusca en el bolsillo, y Nino escucha un ruido plástico
que no entiende hasta que lo ve caer: el envoltorio del condón va a
parar a una alfombrilla.
¿Eso es lo que ha cogido antes? ¿Había... Le ha traído al coche
pensando ya en hacer esto?
Sus nudillos palidecen aferrándose al metal y sus mejillas se
tornan de rojo cuando Marc le manda descender, muy despacio;
hasta empalarse.
Entonces suelta un par de suaves carcajadas.
—¿No era esto lo que querías desde el principio?
Le muerde cuello, y Nino se asusta. Pero no en un mal sentido. El
mordisqueo de sus incisivos le relaja el cuerpo y le entumece los
músculos como el más maravilloso de los venenos.
—Sí... —alcanza a responder.
Chasquea la lengua con derrota, pero con un punto de orgullo.
—Al final te has salido con la tuya —murmura cerca; su voz
endulzada le eriza a Nino el vello de la nuca, hace que sus yemas se
marquen en los rombos de la rejilla porque una chispa le recorre.
Inclina la barbilla al cielo, cierra los ojos, y el aliento le abandona
en un suspiro silencioso, enteramente en calma.
—Nino, ¿recuerdas aquel día en el restaurante, cuando fuiste a
coger la servilleta y nuestros dedos se rozaron? No fue tu
imaginación, Nino. Con ese toque quería decirte que te amaba más
que a mi vida. ¿El día en el parque hace un año, cuando te manchaste
de helado y yo te lo quité con el pulgar? Quería decirte que me moría
de ganas de hacerte el amor allí mismo mínimo tres veces, Nino. Y
cuando aparecí sin avisar por el dúplex, te vi con ese pijama adorable
con orejitas y te dije que estabas muy gracioso, en realidad estaba
pensado en cómo desnudarte contra la pared y entrar en ti.
Nino gime, completamente relajado y satisfecho, y Marc le abraza
con fuerza. Su voz extremadamente ronca y varonil se pronuncia en
su oído:
—Te amo, Nino —susurra.


Nino abre los párpados en una inhalación súbita que absorbe todo el
oxígeno del cuarto, la almohada se cae de la cama.
—Buenos días —le sonríe Marc—. ¿Eso era una pesadilla?
Lady Gaga está cantando en la radio “You and I”, y Marc le da la
vuelta a una tortita que hace un flip en el aire y se tiende en el borde
de la sartén pidiendo auxilio. Se gana una mirada de decepción del
azabache.
—No... No sé...
—Estabas haciendo ruiditos raros, no sabía si despertarte —
comenta sin más. Señala las tortitas—. ¿Cuántas quieres?
Deja de mirarle enseguida. Dios mío. Quería soñar con él pero no
así. Se aparta el flequillo regulándose los latidos y lo toca mojado,
¿ha sudado? Ay, Dios. Menos mal que Marc no puede leerle el
pensamiento, si supiera la clase de cosas que le pasan por la cabeza
no le estaría hablando con ese cariño fraternal. De hecho seguro que
dejaría hasta de hablarle. ¿Qué dice? Le echaría de su buhardilla, de
su bloque, de su vida entera y del país incluso. Eclosionaría la Tierra
y moriríamos todos, así que menos mal.
—¿Princesito?
Eso ha sonado raro. Lo ha dicho distinto a otras veces, con más
interrogantes, con menos sonrisa. Además le está mirando
atentamente, como si... ¿¡Seguro que no puede leerle el
pensamiento!? ¿¡No puede, verdad!?
Nino se levanta aturdido y mirándose los pies. La tortita de arriba
está tostada y las que están debajo deformes. No es nada escandaloso
comparado con lo que ha podido ver en casa.
Marc le planta un bote de chocolate y dos de mermelada, y se le
queda mirando, esperando. Se acaba de afeitar y tiene un montón de
ojeras. A través del delgado murito que separa la cocina y hace las
veces de barra americana, Marc le planta un beso en la frente y
sonríe, porque Nino está tan adormilado que no se ha acercado a
darle el suyo.
—A ver si te gustan.
Sus dedos y su mano grande se parecen una barbaridad a los del
sueño. Y su voz es igual de dulce pero robusta...
—Gracias —musita en un hilillo.
«Qué triste...». Se ha imaginado que tiene la mayoría de edad, un
cuerpo estupendo en el que Marc podría fijarse y que no es un bobo
que solo sabe musitar... Hasta en sueños recuerda que tal y como
están las cosas es rematadamente imposible que tenga interés en él.
¿Pero será Marc así? ¿Así de decidido, así de dulce, así de
cuidadoso y metódico en el sexo...? Porque puede que en la vida real
no tenga nada que ver con cómo se lo imagina él; puede que en la
intimidad sea rudo, quizás impulsivo y descortés. Tiene un cuerpo
trabajado y unas manos grandes para atraerle y levantarle el cuerpo
o las piernas a merced, podría hacer lo que le venga en gana con él y
su estatura.
Pero le sería raro verlo de esa forma. Por más caprichoso que se
vuelva sin ropa es imposible que le desaparezca por completo la
dulzura con la que cita el nombre de su sobrino.
—¿Qué quieres hacer hoy? —le pregunta Marc—. Sé que he
estado ocupado con el trabajo estos dos días, pero hoy no. Hoy
quiero pasar tiempo con mi sobrino. ¿Qué quieres hacer? —Sonríe
recogiendo la cocina mientras Nino piensa. Le ve masticar la tortita
sin levantar la vista del plato—. Me tienes a tu entera disposición —
añade levantando las cejas, esperando con las manos en la encimera
como un barman.
—Vamos de compras —decide—. Los domingos abre el centro
comercial del puerto...
—¿Quieres ver ropa?
—Sí, pero no para mí...
Marc proyecta falso dolor ante tal ultraje, y ve cómo Nino sonríe
con timidez con la pulla.
—¿Qué le pasa a mi ropa? —cuestiona divertido.


Marc da un parpadeo muy largo. Cuando abre los ojos, suspira.
Nunca había visto un pantalón vaquero rosa, sin embargo, ahí está.
El hombre del espejo lo tiene puesto. Él no entiende mucho de moda,
pero supone que va lo que se dice conjuntado, porque si con algún
color conjunta el rosa debe ser con más rosa; y su polo rosa es rosa.
Descorre la cortina.
—El otro está mejor —veredicta su asesor de imagen.
Marc echa un vistazo atrás, a las prendas que se apelotonan en el
taburete y a las que todavía cuelgan en su percha. No sabe a cuál se
refiere. Por lo menos a Nino se le ve muy animado. Está tan
concentrado en dictarle órdenes que parece que se ha olvidado de su
timidez. Entre su repentino autoritarismo y su ropa toda rosa podría
ser la imagen de una marca de cereales.
—¿Cuál?
—El amaranto.
Puede ser el pantalón colgado en la percha, puede ser el que está
en el suelo, o a lo mejor se refiere al que le queda por probar...
Cuando han entrado en esta tienda no parecía que hubiese tantas
prendas de este color, pero Nino no deja de duplicarlas como panes.
No le molesta llevar alguna prenda rosa, no es eso, es que, esta...
cosa con brillantina en los bajos, exclamaciones en los bolsillos y
velcros en las rodillas, es un poco demasiado. Se le va la vista al
parqué de la tienda, luego a las paredes blancas y las luces celestes y
brillantes, hasta que se le escapa lo que está pensando.
—No sé cuándo me voy a poner esto.
—Los polos te los tienes que probar con el pantalón magenta
alejandrita o el fondant de las tachuelas. ¡Ah, la camisa durazno con
hombreras no te la pongas todavía! Tengo que buscarle una corbata a
juego. —No tenía intención de lanzarse a por ella, no tiene de qué
preocuparse. Luego ya musita con el pulgar en el labio—: Celeste
pegaría con sus ojos...
—Creo que ya soy mayor para vestir así, Nino.
—Después te vas a poner la camisa de flecos rosa coral índico con
el pantalón vaquero salmón noruego bisoño, y a eso le añades la
corbata lichi carmesí espigado.
No recuerda cuántas palabras tienen los esquimales para la nieve
pero Nino tiene más para el color rosa. Lo único que ha sacado en
claro de esa frase es que ahora tiene hambre.
Se aclara la voz reclamando su atención para quejarse un
momento, pero su sobrino no le escucha, está buscando de entre
todas las telas que trae en el brazo la siguiente que va a probarse.
Acaba por tenderle un bonito polo. Este es azul, para variar.
—Póntelo con el cinturón lavanda y el cuello estilo club. También
he cogido unas bermudas semientalladas de tiro bajo, de pijama.
Tiene rinocerontes en aparador palisandro de pino y el fondo azúcar
turbinado.
«¿Qué cojones es un palisandro?». ¿Se está inventando los
nombres? ¿Nino le está vacilando? Está soltando una risita mientras
se revisa las prendas. Le está vacilando, eh. Pero... ¿Nino?
—¿Sabes qué? No es justo. Yo estoy aquí, probándome toda esta
ropa —Sigue la masacre de purpurina y felicidad esparcida por el
suelo—, y tú estás ahí aburrido.
Marc sale del cubículo. Nino no sabe si seguirle pero han dejado
aquí sus chaquetas, y por lo menos el tercer pantalón que se ha
probado, el caramelo con las florituras, se lo tiene que llevar.
No tarda en regresar. Pero Nino no lo comprende, porque todo lo
que trae es negro, nada de color.
—Salgo así vestido si me dejas que te compre esto y te lo pones
conmigo —sugiere Marc.
Es increíble que Nino haya heredado el gesto torcido de
desaprobación de la abuela. De todas formas, examina atentamente
la ropa que ha traído. ¿Su tío acaba de aceptar ponerse ese pantalón
que le aprieta exactamente donde le tiene que apretar?
Un rato más tarde Marc ya ha devuelto lo que no va a llevarse, y se
acerca a la cortina y le pregunta si le queda mucho mientras se mira
las pintas en el espejo de enfrente. Probablemente esta sea la
primera y la única ocasión que vista así.
Bueno, la última vez que gastó dinero en ropa fue hace dos años en
un pack de calcetines negros.
—¿Te queda mucho, princesito?
Tiene que esperar otro rato largo para ver ondear la cortina.
—Tito... —lo llama en un suspiro, sin abrir.
Medio minuto después y con pesadumbre, Nino descorre la
cortina. Lo primero que hace Marc es doblarse para reírse de él.
—¡Estoy raro! —protesta de inmediato.
—No, no. Me ha hecho gracia tu expresión. —Recostado en la
madera le echa un vistazo de arriba abajo que a Nino se le lleva la
respiración. Marc se está mordiendo la mitad del labio para no
reírse, y la luz intensa del probador hace que sus ojos se vean más
cristalinos todavía.
—Me siento raro —musita.
Unos pantalones desgastados que valen más caros que unos sin
roturas, una sudadera ancha con un grupo que no conoce pero tiene
muchas calaveras en el rótulo y unas botas con innecesarias hebillas
de metal alrededor; todo negro.
—Te falta un detalle.
Se mete en el probador con él. Desde su espalda le estira el pelo
hacia arriba, luego hacia atrás. No tiene agua ni gomina pero como
llevan en esta tienda bajo estos focos infernales media vida el sudor
lo mantiene en posición.
Terminado, le agarra los hombros y se encuentran la mirada en el
reflejo. Le aparta con delicadeza sus manos pequeñas para verle
entero.
—Perfecto.
No le queda duda, Marc está haciendo esto para fastidiarle.
Echando ascuas pero esforzándose por mantener el gesto
inexpresivo, Nino se da la vuelta porque no quiere verse más.
Marc se ríe a carcajadas cuando se da cuenta de que él se ha dado
cuenta, y lo aprieta en un abrazo de disculpa pero se sigue riendo de
él descaradamente.
—¿No te gusta? —le pica. Nino no conoce a ese “bloque de hielo”
del que se queja papá cuando le ve tratar seco o con seriedad a lo que
él considera un posible pretendiente; con él no lo es en absoluto. Su
Marc es dulce, es cariñoso, es divertido, es tonto por chincharle como
ahora—. Si hasta vamos a juego.
De reojo y por encima del hombro, Nino se busca. Es verdad, van
conjuntados. Marc es un polo de fresa pero su pelo es azabache, y él
es uno de esos adolescentes que salen en las fotos de tumblr, con la
piel pálida y la ropa oscura pero el pelo teñido. Ambos descordinan
también en sus zapatos: unas botas desgastadas y unas zapatillas
rosas que se iluminan si las activas.
Marc se aparta el sudor de la frente, se peina hacia atrás. Ha
pasado mucho tiempo desde el último día que se rió tanto.
Se muere de vergüenza cuando Marc saca su cartera para pagar:
lleva en el hueco del tarjetero una foto suya de cuando era pequeño, y
sale tirado encima de él con el pulgar en la boca. Marc también está
dormido en esa foto, con un brazo escurrido por el borde de la cama
sujetando pobremente un cuento con dibujos.
Recuerda cuando todos los fines de semana eran así y Marc le
aupaba con una mano en la espalda y otra en las piernas, y cómo le
abrazaba, apretujándolo contra él como si reclamase su custodia
para defenderle hasta de las polillas del ambiente.
Medio día después, tras recorrer todas y cada una de las tiendas
del edificio de cinco plantas, merendar un par de helados en el
BurgerKinki y pasar por el súper a comprar ingredientes para la
cena, Marc entra en su buhardilla cargado de bolsas.
—Y ahora hay que amasar —anuncia el raro espécimen de Nino
parlanchín. Del neceser de su maleta saca una hebilla que le encarta
a Marc. Luego, bajo la mirada confusa de su tío, desperdiga medio
bote de harina por la encimera y lo ensucia todo. Se pone a menear la
masa de un lado a otro—. Hay que hacerlo así para que no se quede
pegado por todas partes y sea complicado de quitar —explica con
profesionalidad.
En el reflejo del ventanón y porque la noche ya es oscura, Marc se
ve un clip de cerdito justo en la cima de la cabeza.
Nino, concentrado en el mazacote, pega un espasmo cuando habla
detrás de su oído:
—¿Lo puedo hacer yo? —Extiende sus manos alrededor, Nino
acaba atrapado en medio.
Retira las suyas..., pero se lleva una cantidad importante pegada, y
es Marc quien se encarga de recogerla. Entrelaza todos sus dedos a la
vez para llevarse la pegajosidad consigo al tirar hacia arriba, y él se
queda absorto en cómo le envuelve, cómo le acaricia por cada parte
sin olvidar un centímetro.
Su mano queda tan pequeña en comparación que es extraño. Todo
él está reducido, por eso no tiene que agacharse ni apartarse y Marc
sobresale sin dificultad sobre él, no le roza ni el último pelo de la
cabeza.
Esas manos moldean la pasta con facilidad, y Nino puede ver en
primera fila las venas de sus brazos anchos cambiar de forma al
aplicar presión. Da la sensación de hacerlo con suma delicadeza,
pero se amolda a sus dedos como plastilina y él acaba de intentarlo,
hace falta aplicar mucha fuerza para adiestrarla.
Es breve, pero le da tiempo a encaramarse a las nubes. Lo remata
cuando Marc le deja un beso en la coronilla.
—¿Está bien así? —pregunta con cariño. Nino es tan pequeño y
adorable que le dan ganas de mimarlo todo el tiempo. No le
importaría pasar más días como este.
—Ah... —Pestañea, le cuesta reubicarse—. Sí, nevera...
Al terminar, Nino recoge los pies y los frota en la orilla del sofá. Le
duelen los dedos de ponerse de puntillas para probarle corbatas a
Marc y los brazos de cargar bolsas de ropa.
—Ven. —Nino no asimila lo que está proponiendo hasta que le
hace una señal con los azules. Se está apuntando al regazo.
Incrédulo, se dobla a cámara lenta. Marc le coloca un cojín en la
cabeza y le descansa la mano en el hombro.
—¿Es un musical? —Nino niega.
Los personajes bailan, charlan, bailan; y vuelven a bailar. En
treinta minutos más de quince cuentan con efectos musicales.
—Si no cantan no es un musical... —se defiende.
Marc afina los ojos en esos adolescentes que se refrotan cada dos
por tres, ¿esto es apto para menores siquiera? Nino hace rato que ha
dejado de prestarle atención a la película, porque en algún momento
los dedos de Marc han empezado a moverse, muy suavemente, y muy
despacio. Dibujan trazos irregulares sobre la piel de su antebrazo, se
han colado bajo la manga. Las puntas se antojan ásperas, pero
dibujan caricias extremadamente sutiles y agradables. Podría
quedarse dormido así. No le importaría. Marc le acaricia a él y él le
rasca a Pelusa.
Levanta las pestañas adormilado cuando le habla, nota la vibración
de su voz con la oreja pegada al cojín sobre sus rodillas.
—¿De qué año es esta película?
—Ochenta y siete...
—Entonces ya estarán todos muertos. Mira a toda esa gente
mayor. Ese señor de ahí —Señala a un anciano con bastón en un
banco al fondo—, está muertísimo.
Nino se ríe por la nariz porque Marc lo dice muy serio. Luego se
pregunta cómo diantres será la fauna de su cabeza para que se le
ocurran esas cosas, y después, reflexionando que tiene razón, se pone
triste. Esos actores se ven bien metidos en sus papeles de ricos
felices, pero la mitad ya no estarán o serán abuelitos.
Se le ha destilado la risa, ahora aprieta las cejas apenado porque ya
no piensa en otra cosa. Los perritos viven unos quince años, así que
ese perrito que persigue la pelota ya no está, se fue hace tiempo.
De todas formas con la cabeza sobre las piernas de Marc, Dirty
Dancing en la tele y el estómago lleno de pizza, desecha seguir
pensando. Deja que su ojo siga los movimientos veloces de los
bailarines, y en un pestañeo se imagina en el cuerpo de ella, a Marc
en el de él. Los visualiza a ambos bailando entre la línea de lo que
debería o no ser inapropiado para espectadores por debajo de los
dieciocho, con la integridad de las extremidades enredadas hasta las
puntas y coordinadas al cero, surcando el espacio con suavidad y
acelerándose en otras partes, pero siempre en conjunción... Siempre
tan pegadas que entre ellas no quepa el aire.
Marc se exalta de repente, menea la cabeza con incomprensión.
Creía que se estaba enterando de qué iba la pesca y hasta le estaba
gustando la trama, pero sin venir a cuento la protagonista está
acostándose con el hombre que la ha enseñado a bailar como si
arrastrase el lastre de la pasión desde el primer minuto. Pensaba que
esto iba de baile.
—Ese hombre tendrá treinta. ¿No tenía ella diecisiete?
Nino le mira de reojo, Marc protesta a la televisión.
—Se está aprovechando de ella porque es una cría. ¿Cómo
normalizan esto? Están romantizando que los viejos persigan a las
menores que todavía no entienden cómo va la vida.
—¿Qué...? Es... es amor.
—Él le saca trece años como mínimo.
—Pero se quieren...
—Si un adulto se fija en una niña trece años menor que él algo
raro hay —sacude la cabeza—. ¿Qué ve la chica en el viejo?
«¿Viejo? ¿Marc se considera viejo?» Nino no sabe dónde meterse.
Esto se ha torcido muy deprisa. El actor de la película no es en
absoluto viejo, ni la chica es tan pequeña, la diferencia es irrisoria...
¡Es una estupidez, porque Marc es mayor que ese hombre y él es
menor que esa chica!
—Puede... Puede que le guste porque él es maduro, y le cuida, y le
hace sentir cosas que otras personas no pueden...
—No. Se está aprovechando de ella porque es inocente y no tiene
experiencia, vendiendo que es místico y sensible. Ten mucho cuidado
con esas personas, Nino —le advierte verdaderamente severo; Nino
es demasiado risueño, demasiado altruista y demasiado blandito
para el mundo real.
Hasta se le han torcido las cejas imaginando a su sobrino
engatusado por un payaso de esos.
Lo acerca apretándole el pecho con los ojos afinados en la tele.
Vale... Pues no es exactamente como Nino se esperaba que fuese la
noche. Ya no quiere seguir viendo la película. Ha dejado de ser una
de sus favoritas de golpe y porrazo. Ahora es tortuoso, se hace
infinito, y acaba por cerrar los ojos y simplemente concentrarse en
las caricias intermitentes de Marc; parece que las esté haciendo sin
darse cuenta.
Cuando termina, se dan las buenas noches y se meten juntos en la
cama; tapiados por una manta gordísima y separados por un grueso
muro, una almohada nueva que Marc le ha comprado “para que
duerma más cómodo”. Justo antes de apagar la luz su tío le dice, con
una radiante sonrisa entre los labios, que esto parece más una casa
con él y que se alegra mucho de haberle tenido por aquí.
Ahora Marc duerme bocarriba. Se ha dormido muy pronto. Su
pecho se está elevando y se contrae entre pausas, suelta algún que
otro ronquido que apenas perturba la oscuridad.
Enrollado en la manta como un caramelo, Nino le observa desde la
trinchera blanca. Las líneas rectas del despertador se proyectan en el
techo para recalcarle lo tarde que es y que ya debería estar dormido.
Sus padres estarán en el avión de vuelta, si no han llegado ya.
Puede que el taxi les esté dejando en casa en estos momentos. Y en
pocas horas Marc le dejará también a él en casa. Su tío le sonreirá,
seguro, y él intentará imitarlo pronunciando un «adiós» que a saber
cuándo vuelve a transformarse en un «hola».
Le da la espalda y echa la vista al ambiente azul de la noche. Si
fuese mayor o de un hogar distinto Marc no hubiese aceptado
compartir cama. Pero esa minúscula ventaja sale del problema
original, que no le ve como nada más. Son solo familia, en negrita y
al final de un par de libros largos.
¿Y por qué habría de hacerlo?
«Solo soy un niño chico» piensa. Un bebé incapaz de hablar como
una persona normal, es extremadamente torpe y cursi, y no sabe
hacer nada bien. Es flacucho, tiene granos horribles por todas partes,
y además... Sorbe la nariz y aprieta las pestañas.
Prefiere no seguir pensando. Hasta el frutero octogenario de la
calle de enfrente tiene más sex appeal y posibilidades con Marc.
—Tito... —susurra, tan ínfimo que ni él puede oírse.
Se aproxima y lo repite. Le pincha el moflete. Forma un bache,
pero Marc no protesta. Sus labios están cerrados y sus pestañas
desplegadas. Se le ve tan pacífico, con la frente relajada y las cejas sin
tensar, y su nariz acabada en punta, su mandíbula geométrica y una
barba que ya asoma porque le crece deprisa... Es como un rey
encantado en la eternidad del sueño.
Se incorpora, la sábana le resbala por el pijama. Posando cada
rodilla con puntilloso escrúpulo el colchón se hunde en dos
concavinaciones, posteriormente en cuatro, sumando sus muñecas.
Queda custodiando a Marc. Sus manos y dedos delgados
abanderan sobre sus hombros, sus piernas le escoltan las caderas sin
llegar a rozar. El flequillo rosa cae en picado. Justo encima suya.
Marc duerme, lo sabe porque el aire sale de su nariz en un
armonioso resoplido. Baja la cabeza, enzarza los dedos en la sábana,
consciente de que esto está mal, de que se le está yendo la cabeza; de
que lenta y progresivamente se le ha ido evaporando el juicio estos
escasos días: con cada sonrisa cincelada, con cada atisbo que esos
ojos azules le han regalado. Cocinando, acurrucados; abrazados por
las noches.
«¿Por qué no pueden ser todos los días así, toda la vida?». Marc es
tonto. Porque no se da cuenta de que con nadie sería más feliz que
con él. Y él también es tonto, porque no le sale la voz para decírselo.
Por eso nunca volverá a verle así, dormido, tumbado y compartiendo
colchón. Nunca más le verá con su pijama viejo, ni recién levantado y
despeinado una mañana. Nunca más le preparará tortitas para
desayunar ni le exprimirá zumo. Nunca jamás le besará con pasión y
nunca jamás harán el amor.
Bate las pestañas dos veces, luego las baja. Sus brazos soportan su
peso, su corazón fatigado, su razonamiento difuso. Sus caderas se
elevan y sus hombros se resaltan como un felino cuando hace la
flexión.
Puede llevarse este recuerdo.
En principio, no le está dando un beso. No los está moviendo. No
genera sonido; simplemente se queda así. Pegado a él en una
miserable caricia sin fricción que no puede considerarse afecto. Marc
los tiene fríos, como la punta de su nariz que le roza la mejilla, pero
él está saturado de un calor que le hace palpitar las pestañas y los
siente consumirse en el fuego, está tocando una llama.
Después, con la magnitud de una pluma recién desprendida, posa
sus labios en los de Marc.
Siente calor en todas y cada una de las partes del cuerpo, pero en
su mayoría se le concentra en la zona del pecho, entre las costillas, en
dificultarle el respirar y mantener el veto de silencio.
Se separa en un murmullo sin eco.
Está hecho. Acaba de dar su primer beso.
Jadea sin querer pero enseguida cierra la boca, se queda en una
ondulada sonrisa. Le ha dado a Marc su primer beso... En silencio
contempla su rostro; sigue dormido. ¿Tan cansado estaba? Debía
estarlo después de toda la semana trabajando como un esclavo, y aun
así ha querido hacer un montón de cosas en su día libre...
«Es tan dispuesto, se esfuerza tanto...».
Gira con extremado cuidado su barbilla masculina, con dos dedos,
y tres toques, son tres intentos. Deja expuesta la piel de su cuello. La
acaricia comprobando cómo debajo del gris que deja la barba su piel
es extremadamente lisa...
Al cruzar el ancho de sus hombros se desvía y encalla en el relieve
de su abdomen: a la vista queda una llamativa cicatriz circular, la del
disparo. La carne se hunde en ese punto y se vuelve rugosa; rellenada
aprisa con masilla.
Tragar saliva. Marc sigue sin despertar, de modo que se toma la
libertad de volver a alinear sus narices.
Se tuerce lo suficiente para no chocar...
Es un beso ínfimo, minúsculo, irrisorio, no debería perturbar el
mundo; baila sobre su boca moviendo la carne y crea un pequeño
sonido hueco al despegarla lentamente para volver a unirla un
instante después, y ya no puede parar de hacerlo.
Los labios de Marc son muy suaves, la piel se amolda y es blandita.
Siguen fríos, pero su aliento es cálido ahora, y sabe a la hierbabuena
del dentífrico.
Abre los ojos, y su corazón se reduce hasta desaparecer cuando ve
que él también los tiene abiertos.
Marc le mira. Le está mirando. No parpadea, y su ceño está
fruncido de una forma que no es capaz de asociar a ningún
sentimiento porque es la primera vez que la está viendo. Sus pupilas
están congeladas, como un vídeo con poco movimiento que se
camufla como fotografía. Dos puntos negros acorralados por dos
bloques de agua congelada. Dos océanos de hielo.
Despega los labios y estos crean un murmullo que resuena como
un derrumbamiento.
—Nino —No pestañea. No deja de mirarle. Sus ojos rebosan
preguntas—. ¿Qué estabas haciendo...?
Marc le agarra y aprieta los antebrazos al sentarse, con mucha
fuerza; le hace a él también doblar las rodillas. Quedan encarados el
uno al otro en mitad de una estepa difusa de escarcha blanca, porque
todo lo demás desaparece. La imagen es azul por la oscuridad de la
noche; corre un viento helado propio del pueblo más apartado al
norte de la esfera, y Nino siente que le fallan los pulmones y la
garganta.
—...Nada —exhala hueco.
7
Podría ser tu padre

El coche de policía aparca frente al orfanato, es un sonido familiar. El


niño se levanta de un salto de la litera y pisa con rapidez la madera
carcomida, esquivando algunos peluches. Todas las camas tienen
varios peluches. Eran todos suyos antes, pero los regala cuando ve
que algún compañero está triste, que pasa mucho; porque a él ya no
le hacen falta.
Por la ventana y con las pequeñas manos sobre la madera húmeda,
ve a su policía. Asomado a duras penas porque la repisa está muy alta
tiene que dar unos pasos de puntillas para seguirle, hasta que el
muro se lo tapa. Entonces corre hasta la del cuarto. Se asoma
tímidamente por el resquicio.
No lo ve pero lo escucha: las llaves, enganchadas en su cinto,
tintinean a cada paso.
Cuando llega al mostrador Marc da una palmada en la madera.
—Buenos días. —Echa un vistazo al pasillo. Los niños corretean
de un lado a otro—. ¿Sigue Nino por aquí?
El pelo canoso de la señora Petters asoma sobre el mostrador,
hasta que se levanta.
—Hola, Marc. Sí, sigue aquí.
—Vale, gracias.
Marc se da la vuelta, ¡viene en esta dirección! Nino se esconde tras
la puerta.
—Marc —le llama la mujer. Vuelve atrás con gesto atento.
La señorita Petters coge aire antes de hablar. Las arrugas se le
acumulan a los lados cuando frunce la boca. Parece frustrada, o
triste, o cansada. Como todos los días.
—He hablado con el doctor Hopper —dice—. Los dos creemos
que sus posibilidades de adopción aquí están muy por debajo del
resto de chicos. Hemos pensado en internarlo en el Centro de
Cualidades Especiales.
—Eso es ridículo —esputa enseguida. Luego hace una pequeña
pausa—. Ese orfanato está fuera de la ciudad.
—Sí, pero allí hay niños cómo él. Incluso, siendo todavía joven allí
destacará y lo adopt...
—¿Cómo él? —le interrumpe levantando una ceja. Se inclina
sobre el mostrador con una sonrisa ladeada—. ¿Qué le pasa a Nino?
—Marc, ya hemos hablado de esto.
—Es algo tímido —la corta de nuevo. Se rasca el pecho sobre el
uniforme y gira la cadera apuntando al cuarto—. Si le saca por aquí
cuando vengan visitas, lo van a adoptar enseguida.
—Marc, a los niños... —Un par de chicos corretea delante del
mostrador, desaparecen jugando con una pelota entre las manos, por
eso la mujer baja la voz—. Los niños adoptados son regresados entre
el dos y el quince por ciento de las veces; en este centro, ese
porcentaje está en el cincuenta y tres. Hacemos muchos exámenes a
los padres, y aun así nos llevamos decepciones. —Hace una pequeña
pausa, considerando lo siguiente que va a decir. O más bien, cómo lo
va a decir—. A Nino, con su condición especial, es complicado
encontrarle un hogar aquí. Pero en el Centro de Cualidades
Especiales, entre niños como él...
—¿Su condición? —repite Marc—. En un par de años ya podrá
ponerse la prótesis. —Atisba la puerta del cuarto, planteándose dejar
el tema y caminar hasta allí—. Ni siquiera se le notará si es lo que les
preocupa.
—No es solo el ojo, Marc.
—Él es muy listo. Aprende muy rápido. No tiene ningún problema
en la cabeza solo ha estado sin escolarizar, y ya ha aprendido a leer y
a escribir. Todavía le cuesta un poco pronunciar español, pero solo
porque es algo tímido y no practica. Los libros los lee sin problemas,
nos entiende sin problema.
Al fin y al cabo es normal que vaya retrasado respecto a la media,
cuando lo trajeron aquí sin rastro de sus padres, información sobre
su nombre o procedencia; también fue evidente que no había pisado
un colegio y, probablemente, tampoco la calle. Se mostró
desconcertado por la mayoría de cosas que un niño ya habría
asimilado. Un autobús, un tobogán, personas.
Al menos no todos tienen la oportunidad de escoger su propio
nombre.
—Ya no tiene ningún problema.
—Tienes que dejar de venir. ¿Por qué te importa tanto ese niño?
Hay muchos más huérfanos aquí, Marc. Ya hiciste tu trabajo, ya está
en nuestras manos. Ya puedes dejar de preocuparte.
—No necesita ir a ese centro, necesita una familia. Sáquelo por
aquí, que corra. —Señala el pasillo con descuido—. Que lo vean.
—Sabes que no funciona así. Y te repito que hay más niños, Marc.
Hacemos lo que creemos mejor para todos ellos y este no es el sitio
de Nino.
—No lleva aquí tanto tiempo. Enseguida lo adoptarán, es más listo
que los demás. Se pelearán por él.
La señora Petters lo deja más claro.
—Los adoptantes no quieren niños con defectos ni tener que lidiar
con unos padres maltratadores que quizás aparezcan un día.
Se queda callado, pero sus cejas se van flechando hasta el extremo
y su barbilla se inclina al suelo. La señora Petters también baja la
cabeza, para coger el teléfono que arranca a sonar.
—¿Sí, dígame?
Marc se lleva los dedos al puente de la nariz. En una pequeña
pausa, la mujer tapa el interfono y se refiere a él, porque no se mueve
del sitio aunque ya no hay nada más que hablar.
—Estará aquí hasta fin de mes —susurra—. El primero de febrero
será trasladado al Centro de Cualidades Especiales. Puedes venir a
verlo hasta entonces.
—Deja de llamarlo así no tiene superpoderes, sólo es un niño. Un
niño normal —añade después de una pausa.
La mujer se queda un rato en silencio, porque él le mantiene la
mirada sin pestañear o torcer el gesto.
—Y no va a pasar aquí otro cumpleaños —Señala el montón de
papeles detrás de la señora—. Yo lo adoptaré. Quiero adoptarlo.
—Un momento, por favor —se disculpa en el teléfono con tono
amable. Cuando se refiere a él es distinto—. Ya te he dicho que un
hombre soltero no tiene posibilidades. En el remoto caso de que
considerasen tu solicitud, todavía no tienes los veinticinco años para
adoptar a un infante. Y si llegan a concederte el permiso él ya estará
en el Centro de Cualidades Especiales y necesitarías el Certificado de
Idoneidad Especial, que no van a concederte siendo hombre soltero y
policía.
—Pues no lo metas allí. Me lo llevo yo ahora. Me falta menos de un
mes para cumplir y conmigo estará mejor que un solo día más aquí
metido.
—Tampoco puedes escoger al huérfano, no es una tienda.
—Lo sé, haré lo que hizo Ellen. —Se cambia el peso de pierna, su
tono cambia a uno más erudito cuando pone las manos en el
mostrador como si acabase de llegar. Expresa en voz alta lo que va a
rellenar en la casilla de Observaciones—. Me gustaría adoptar un
niño comprendido entre los siete años doscientos setenta días, y siete
años doscientos sesenta y ocho días. Por favor y gracias —calcula de
cabeza en un momento.
—Marc —repite tajante. Lo siguiente lo dice con una extrema
calma, un tono de profesora de Primaria repasando el temario al
niño más atrasado de la clase, un «¿cuánto es uno más uno?» que de
endulzado se vuelve soberbio—. No eres lo que Nino necesita.
Sus puños se aprietan sobre el mostrador.
—Allí tendrá la oportunidad de entrar en una familia de verdad, y
ser feliz, y lo que tú propones va contra las leyes. No necesito hacerte
una entrevista para ver que no estás preparado para ser padre, y de
pasarla tampoco tendrías tiempo con tu trabajo. Incluso si te
planteas dejar la policía para cuidar de él, ¿de verdad crees que es
una buena idea? —A partir de ahí cada palabra resuena con más
fuerza que su predecesora—. Marc. ¿De verdad crees que contigo
Nino estaría mejor? ¿De verdad quieres sacarle de un centro y
quitarle esa oportunidad de encontrar una buena familia como lo
fueron los Summer para ti? ¿De verdad vas a...?
No importa que ella esté cubriendo el aparato, la persona al otro
lado tiene que oírlo:
—¡A la mierda las leyes! —grita desmesuradamente apuntando la
puerta—. ¡Sabes que nadie lo adoptará, sabes que nadie irá allí!
¡Sabes que saldrá a los dieciocho igual que entró o se esfumará, como
todos los niños que pasan por este puto centro de mierda...!
Del miedo Nino da un traspiés y la puerta se cierra en un sonoro
chirrido que le lleva a taparse los oídos, como si así fuese a conseguir
que ellos tampoco lo escuchen. Marc y la señora Petters se han fijado
en él enseguida.
Nino se esconde detrás de la puerta, pero ya no tiene sentido
hacerlo; escucha la goma de sus botas cuando se acerca.
Marc abre despacio. Le suenan las llaves al clavar una rodilla en los
tablones desgastados, e inclina el cuerpo hasta que sus alturas se
vuelven exactamente la misma.
—Hola, Nino. —Esboza una sonrisa.
El chico se agarra la parte de abajo de la camiseta. No levanta la
cabeza del zapato de Marc.
—Hola... —musita.
—Te he traído una sorpresa.
Se acerca curioso mientras Marc se saca algo por dentro del
chaleco. Cuando se lo extiende lo toma, pero no sabe bien qué es
hasta que le da la vuelta. Entre la maraña de pelo rosa y suave asoma
la cabeza de tela de una oveja con las mejillas coloreadas. Le
sobresalen cuatro patas y dos pequeños cuernos.
—¿Recuerdas que me dijiste que tu color favorito es el rosa? —le
da un toque en la nariz, y el niño baja la cabeza y sonríe. Contesta
asintiendo efusivamente, pero no le mira, mira la oveja que le cabe
entre las manos—. ¿Te gusta el peluche? —Vuelve a asentir—. Tiene
un enganche, lo puedes poner encima de la cama.
Marc avista su litera desde aquí, modesta con una colcha gris y
sencilla; vacía. Los peluches que le ha ido regalando están ahora en
las otras camas, en la suya no queda ya ninguno.
Sonríe negando con la cabeza.
—Este no lo puedes regalar —sentencia con énfasis, pero Nino
parece reflexionar no muy convencido—. Es solo tuyo —agrega.
—¿Por qué...? —musita bajito, si es que de verdad ha preguntado,
el silencio del aire le ha solapado.
—Pues —¿Cómo que porqué? Pues porque no y punto.
A los otros niños no les ha importado dejarle sin un solo peluche
para pasar las noches en este cuarto roído que se cae a pedazos. Nino
no es como los demás. Tiene que volverse más fuerte, o más egoísta
si no quiere pasarlo mal cuando se cansen de los peluches, crezcan, y
empiecen a meterse con él por ser más pequeño en tamaño o más
dulce. ¿Cómo le explicas a un niño de siete que simplemente así es
como funciona el mundo?
Saca un permanente de su chaleco, le quita el peluche con
suavidad y escribe «Nino» en trazos fluidos sobre un cuerno.
—Porque le estoy tirando magia negra —le explica mientras lo
escribe—, y ya no va a ser un peluche normal. Ahora es un amuleto
que va a estar contigo para protegerte cuando yo no pueda venir. Así
que te lo quedas —ordena al devolvérselo. Nino lo admira ahora
como un artilugio santificado.
Marc le revuelve el pelo, y levantándose abre del todo la puerta.
—Vamos a por un helado.


Ya debe ser lunes de madrugada. Agachado en una esquina del baño
de Marc, con la espalda pegada a las baldosas frías y las rodillas
recogidas, Nino vigila la puerta. La sangre le bombea en las sienes
con tanta fuerza que jura estar metido en una pesadilla, porque no es
posible sentirse así de mal y difuso. Debe ser que está soñando, o que
está visualizando en la imaginación algo que teme mucho que llegue
a pasar porque su vida acabaría. Lo que no puede ser es que esto esté
pasando en la vida real.
Tampoco se atreve a abrir la puerta para comprobarlo: no sabe
cuánto tiempo lleva encerrado, pero la dificultad al respirar no ha
disminuido desde que ha venido corriendo a esconderse.
¿Es malo que el corazón te lata tan fuerte y descompasado?
Pegan dos suaves toques en la puerta. Nino afina los oídos, traga
saliva y fulmina la manilla invocando al Dios que se encargue de
estas cosas para que la mantenga recta.
—Nino —La voz de Marc es seca, y Nino jadea en un sollozo
porque eso le recuerda que esto es real—. Abre la puerta.
Niega aunque no pueda verle, y esconde la cabeza entre las
rodillas. Se queda intentando que sus jadeos no rebasen el umbral de
sonido que haga que se escuchen al otro lado.
—Nino. Por favor —le pide burocrático, como un mero trámite.
No le da entonación a la frase porque no tiene ni puñetera idea de
qué timbre debería poner en esta situación—. Abre la puerta.
—No —susurra para sí mismo, porque no está contestando, está
negando que esto esté pasando.
—Tenemos que hablar.
—No —repite en un hilo.
Marc, al otro lado con una mano en la cadera y otra en el puente de
la nariz, inhala en calma. Levanta la cabeza y se queda observando la
madera. El baño no tiene pestillo así que fácilmente podría entrar,
pero no quiere hacer eso.
—Nino. —Carraspea. Su voz suena un poco más relajada—. No
estoy enfadado. Entiendo que estás en una edad difícil, y —Titubea
sin saber qué pretende decir. Qué se puede decir. Esto no venía en el
manual—. Por favor, abre la puerta.
Solo le responde el tictac del reloj de la cocina y el cínico silencio
de la noche, a oscuras en mitad de la minúscula buhardilla.
—¿Puedo entrar yo?
—No —escucha de inmediato—. No entres...
Mira al gato, y el gato le mira a él, parado también frente a la
puerta como si esperasen para usar el baño.
—Vale. No entro. Escucha —Se rasca la nuca, se pone las manos
en las caderas...—. No tiene nada de malo ser gay —suelta.
Con las mejillas empapadas en lágrimas y el labio tembloroso Nino
levanta la cabeza.
«¿A qué viene eso...?».
—Eres pequeño y estás confuso. Entiendo que en el colegio puedas
sentirte presionado..., pero no puedes hacer esto. Eres un buen niño
y no pasa nada —Balancea las manos de un lado a otro. Le salen
palabras de la boca pero ni él sabe cuales está diciendo. No está
preparado para lidiar con los conflictos de un adolescente. Es un
adulto y no está ni para lidiar con los suyos—. Está bien que quieras
explorar tu... —Tose a propósito.
Nunca había escuchado a Marc cortar las frases a medias pero
ahora no para de hacerlo.
—...pero no tienes que tener prisa, y tampoco tiene que ser... No
tiene que ser con tu tío, Nino —susurra sin aliento. El roce suave de
la boca de su sobrino todavía está pegado a sus labios—. Yo podría
ser tu padre...
Se masajea la sien y esputa en un suspiro un «Joder» que ya no le
cabía dentro, y luego Nino pestañea, y ese es el único sonido en el
diminuto baño.
¿Pero qué demonios quiere decir Marc? ¿Se cree que Nino está
dudando de si le gustan los hombres...? Ni siquiera se lo había
planteado. ¿Le gustan los hombres? Le gusta Marc, que sigue
dispersando palabras para formar frases que no vienen mucho a
cuento. Lo de «eres pequeño» y «un buen niño» lo repite muchas
veces. Habla en círculos como un disco rayado.
Se levanta ayudándose del lavamanos. Se le han entumecido los
huesos, el mármol del baño estaba helado. Los sinsentidos de Marc
se cortan en cuanto ve cómo se abre la puerta.
Nino no le está mirando, su vista está anclada al suelo.
—Lo siento —murmura. Sus dedos se entrelazan entre sí porque
no sabe dónde ponerlos. Sus manos se recogen junto a su estómago.
Marc esboza una sonrisa muy fina.
—No llores. —Le pone la mano en el antebrazo y lo frota. Va a
apartarle las lágrimas con el pulgar de la otra, pero se detiene a
medio camino.
Cuando se lleva también la de su antebrazo, Nino jadea.
—Lo siento —Se le escapa un sorbido, y aprieta los ojos. Sus
hombros tiemblan y su nariz se sorbe cada poco, parece que le ha
vuelto el llanto.
Marc mira al suelo. Nino está llorando delante suya y quiere
abrazarle, pero es que eso ahora mismo no parece una buena idea.
—No se lo diré a tus padres, no llores.
Nino se seca con el antebrazo, pero no lo puede parar.
—Eres pequeño —empieza de nuevo, buscando comprender qué
ha pasado—. A veces creemos que queremos algo, y hacemos cosas
sin pensar, y...
No sigue, no tendría sentido repetir el inservible bucle de antes.
—Voy a dormir en el sofá. Vuelve a la cama.
—No... —Le detiene de la camiseta, queda estirada en su dirección
—. Yo duermo en el sofá...
—No. —Sonríe pobremente—. Vete a dormir, venga.
Marc coge solamente un cojín aunque se desbordan de la cama y
pasa delante de él para irse al sofá. Ya medio tumbado, se levanta
porque ha olvidado coger la única otra cosa que le hace falta, la
manta. Pasa por delante otra vez.
Cuando termina de acomodar el nicho y casi sacar la escuadra y el
cartabón para estudiar cómo caber en ese espacio de un metro, ve
que Nino no se ha movido.
—Mañana tienes clase —le recuerda—. Ve a dormir.
No se mueve. En lugar de eso, se sorbe porque las lágrimas
regresan a borbotones. Se cubre la cara con los brazos enteros.
Marc camina hasta él, aunque no sabe qué va a decir, por eso
cuando llega lo único hace es verle llorar pero más de cerca.
—Te he dicho que no pasa nada —Su voz es dulce, tuerce la cabeza
para buscar un escondrijo entre la barrera que ha levantado.
Duda, se lo piensa dos veces, pero le rodea la muñeca con suavidad
y lo descubre. A la vista quedan unos párpados apretados cubiertos
de lágrimas; por sus mejillas rosadas chorrean ríos mojados sobre los
secos.
Le agarra del hombro y lo acerca a su pecho. Lo sumerge en un
abrazo al que el menor se aferra con exasperación, y los dedos
delgados se enredan nerviosamente en la tela de su camiseta
mientras él le acaricia los mechones. Nota cómo Nino abre la boca y
toma una bocanada que se le atraganta sin parar de llorar.
—¡Lo siento...! —solloza; se sorbe con mucha fuerza para dejar de
hacerlo, pero entonces le da hipo.
El corazón de Marc late despacio y tranquilo, pero el suyo va a
explotar. Marc le está estrechando entre sus brazos, Pelusa se pasea
entre sus cuatro piernas buscando unirse a la estampa de cariño,
pero el nudo de su garganta es cada vez más y más grande; no se
siente bien, se siente horrible.
Marc no volverá a pellizcarle la mejilla, ni a besarle el pelo, ni a
rozarle siquiera sin querer después de esto. Pero Lara y sus cartas
tenían razón. Ya puede ponerle fin a algo que lleva rondándole la
cabeza desde hasta donde le alcanza la memoria; estar con Marc. Ya
puede confirmar lo que sabía de sobra, que nunca ha habido ninguna
posibilidad de estar con él.
Se ve atrapado en este abrazo de despedida.


Marc deja de pensar al oír el portazo del coche, aunque ni siquiera
estaba pensando en nada. Nino ya se ha bajado, se está peleando con
las cosas del maletero para sacar su maleta de ruedas. La arrastra
hasta el copiloto y se queda quieto fuera en lo que debería
pronunciar una despedida, pero no le sale nada.
Marc le mira sin hablar tampoco. Se ha tirado lo que lleva el día
así, en silencio, en otra parte. Ahora está distraído fijándose en sus
facciones. Nino tiene la misma exacta mirada, los mismos exactos
pómulos hinchados, el mismo tic de morderse el labio y hundirlo
pero solo por el centro formando una ondulación extraña, que
cuando tenía siete años y le soltó la mano al presentárselo a sus
padres.
Nino echa un vistazo atrás, hacia donde está su casa, y cuando
vuelve a mirarle Marc ve otra expresión que también le suena: la cara
de cachorro abandonado que puso cuando vio cómo él no se quedaba
en ese dúplex, la misma que ponía cada vez que le visitaba o le
recogía para tomar un helado juntos, pero luego volvía a
abandonarle.
¿Esto ha pasado por su culpa? ¿Habría sucedido con alguno de sus
padres? Porque, ¿por qué él y no Kyle, por ejemplo? ¿Es que ha
estado demasiado en su vida, pero también de una forma demasiado
intermitente...? No puede parar de darle vueltas a la cabeza. Debe
haberse quedado en el limbo entre lo que es o no familia y ahora
Nino está confundido. Y él también está confundido. Todo es confuso
e incómodo de repensar ahora mismo.
Inhala suave a trompicones. Y suspira.
—¿Lo llevas todo? —le pregunta con la mano en el volante,
inclinado para ver por la otra ventanilla—. Mira, allí está tu padre.
Kyle saluda de lejos, en la calle contigua junto al portal. Está
sacando el periódico del buzón en bata y pantuflas.
Nino da un paso atrás, sale del asfalto para pisar el césped. Pero
vuelve antes de que Marc haya quitado el freno.
—Tito... —Tiene la vista en los cordones de sus zapatos y se aferra
al asa de la maleta. Pelusa ya está tirando para casa, mira antes de
cruzar la calle por el paso de peatones—. ¿Sigue...? ¿Sigue en pie eso
de pasar tiempo con tu sobrino?
Marc coge aire para hablar, pero lo suelta todo sin decir nada.
Mira al frente, tantea el forrado de cuero...
—Sí —acaba por asentir. Le mira después de lo que a Nino le
parece una eternidad—. Sí, por supuesto.
—¡Hola! —Kyle rodea los hombros de su hijo con el brazo. Está
más bronceado que de costumbre. Con la mano ondea el aire a modo
de saludo y despedida, y Marc le imita antes de irse.
Conduce hasta el semáforo rojo y lo espera sin mirar, tamborilea el
volante con los dedos. Echa un vistazo al asiento del copiloto vacío,
donde estaba Nino..., luego al asiento de atrás...
—Mierda —se le escapa cuando no ve la mochila del uniforme.
Se lleva la mano a la boca, luego a la barbilla entera. ¿En qué
demonios pensaba Nino? Y él podría haberlo apartado antes, un par
de segundos como mínimo, pero no entendía qué estaba pasando o
qué le había despertado. Por eso ahora reproduce su tacto de seda y
su sabor dulce una y otra vez en bucle, y es... como él. Nino sabe
exactamente tal y como se ve.
Da la vuelta en la próxima rotonda para recoger la dichosa mochila
y se mete dos chicles de menta porque no sabe dónde ha puesto los
cigarrillos, le parece que también se le han olvidado.
Tiene que centrarse. Tiene cosas mucho más importantes en las
que pensar. En un mes podrá librarse de las pesadillas sobre
Alejandro y La Familia, eso es lo único importante ahora.
No sabe con qué cara va a ir al almuerzo del próximo domingo
familiar, sea cuando sea, pero a ver si para entonces a Nino ya se le
ha pasado esta tontería.
8
Me quiero bajar

Mocasines listos. Maletín listo. Dichosa corbata a la que nunca


llegará a acostumbrarse, lista.
Anthony se retoca el flequillo a un lado y se ajusta las mangas de la
camisa. Se echa colonia, guarda el cajón de los relojes, y en cuanto
cierra la puerta del armario el espejo le muestra a un Kyle
repantigado, sin camiseta y con un ronquido moribundo entre las
mantas.
El señor profesor, como le gusta llamarle en privado y a oscuras,
no tiene que trabajar hoy sábado. Así que puede quedarse
tranquilamente intentando derrumbar las paredes de la casa.
Sonríe, pensando en lo mucho que le gusta ver sus camisas al lado
de las de Kyle. Sus corbatas entremezcladas, su cepillo de dientes al
lado del otro..., y a él, todas las mañanas. Por muchos años que
lleven juntos verle ahí tirado bocarriba o bocabajo, con la boca medio
abierta como un tonto, siempre le saca una sonrisa.
Le da igual arrugarse la camisa o la corbata cuando se tira en
plancha encima suya. Kyle se despierta sobresaltado.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —No comprende la lluvia de besos que
le aterrizan por toda la cara.
—Buenos días —ronronea Anthony. Se pincha con su bigote
peludo al besarle, pero es el precio a pagar por verlo tan sexy.
Le acaricia el torso trabajado y lleno de pliegues, y pasa sus dedos
blancos y finos sobre el tostado natural de Kyle. Él se estiraza en un
rugido hacia adentro, con los ojos marrones entrecerrados por el
sueño y el pelo totalmente revuelto. Le frota la espalda a Anthony
mientras bosteza.
Y con una voz tan perezosa que no le queda nada sensual,
pregunta:
—¿Quieres triqui-triqui? —Y sonríe pancho.
Anthony se ríe muy fuerte, pero la respuesta no es la que Kyle
quiere: le da un beso a antes de levantarse y se planta en el espejo
reajustándose la ropa con sobriedad y esmero.
Kyle sigue con la mirada el movimiento de sus manos, que se
peinan los mechones castaños.
—Me voy a trabajar —anuncia su marido.
—Ya me había hecho ilusiones... —musita él—. Qué forma tan
bonita y tan triste de despertarse...
Se soba los ojos con el puño y se sienta ya que se ha espabilado. La
sábana se desliza por su abdomen y Anthony lo cotillea por el rabillo
del ojo.
A la vista queda una pequeña porción de su muslo, porque Kyle
tampoco lleva pantalón. Hace tiempo empezó a dormir exento,
porque con la calefacción nueva no hace falta ni la sábana, como
mucho a veces se deja el bóxer y sólo se tapan por si algún casual
entrase Nino.
Su bíceps se tensa cuando apoya un brazo para ver la hora, pero no
le da tiempo a saberla: sin previo aviso Anthony se le sienta a
horcajadas.
—Bueno pero date prisa —susurra con una sonrisa, tanteando con
la punta del índice los trazos con su nombre que adornan en el
pectoral de Kyle.
No le gustaban los tatuajes, pero cuando él se lo enseñó, aún
sabiendo que es un pelín egoísta, lo primero que pudo pensar es que
cada vez que se quite la camiseta en el gimnasio todos lo van a ver y
sabrán que tiene dueño..., así como Kyle es el suyo. Le deja un beso
lento en los labios, y con presteza acaba también por deslizar su
lengua dentro.
Kyle gruñe complacido apretándole las caderas. Le atrae de la
corbata y de un giro lo apresa bajo su cuerpo. Anthony se ríe
mientras Kyle le mordisquea el cuello, y sus alianzas se abrazan
cuando enredan los dedos sobre la almohada.
—Profe... —susurra Anthony, mordiéndose el labio como solo él
sabe hacer.
—¿Qué pasa, Summer? —Le muerde las clavículas apartando
telas, le besa la nuez, le empuja la entrepierna con la propia.
—Me da pereza correr... —fanfarronea—. Cuando corro yo me
canso, y tengo el pecho pequeño, por eso enseguida empiezo a
jadear... —Se lleva una mano al pectoral, se desabrocha la camisa y
su pezón asoma estratégicamente entre dos dedos. La caricia sutil
desciende a sus muslos desnudos cuando Kyle la saca el pantalón con
mimo—, además mis piernas son delgadas para el deporte...
—Ya veo. Pudiera ser, que se me ocurra alguna alternativa. Podría
aprobarte si hicieras... Otro tipo de ejercicio.
Sonríe tontamente, y Anthony también, hasta que echa la barbilla
atrás y suelta una risita.
—Te amo, Anthz —Los ojos marrones le escudriñan desde abajo,
le escalan el pecho entre besos—. ¿Lo sabías?
—Algo había oído.
Kyle coge el lubricante, y un condón porque sabe que, aunque a
Anthz le encanta sentirlo dentro, no tiene tiempo para limpiarse
después. La corbata se la dobla sobre el hombro, el bajo de la camisa
blanca se lo arremolina sobre el ombligo.
Le besa mientras entra, despacio, con cuidado; terminando en una
exhalación que les hace cerrar los ojos antes de mirarse.
—Cariño —le llama Anthony con voz tranquila, se lo recuerda en
un susurro—: Tengo que ir a trabajar.
Lo entiende al instante y perfectamente. Por eso lo último que hace
Kyle con calma es depositarle un beso en los labios.
Diligente, le agarra la cintura y la saca, le voltea bocabajo de golpe
y la vuelve a meter. Inicia un vaivén muy poco cargado de paciencia.
Escala con rapidez: más rudo, más profundo, porque le apresa la
cadera con una sola mano y aprieta carne contra carne.
Está poco rato dentro, pero también poco rato fuera.
Kyle jadea y Anthony gime, porque su aliento le calienta el hombro
entre besos y tiene que apretarse los dientes para contener la
electricidad. Con las manos en el colchón y el trasero bien expuesto,
intenta contenerse y cierra los ojos. La habitación entera se baña
rápidamente de choques húmedos empapados en lubricante.
Cuando está dentro de él ambos sienten que van a explotar de un
momento a otro, porque muy lejos quedó el adolescente que se teñía
de rojo y se disculpaba siete veces después de correrse: ahora Kyle
hace las cosas sin preguntar. Se entierra todo lo que las nalgas de
Anthony le permiten como si llevase siglos sin entrar, aunque lo
visite todas las noches. Suelen hacerlo rudo, rápido y sin cuidado;
Kyle le mira fijamente pero nunca le pide su permiso ni su opinión al
respecto, porque esa información ya no la necesita. Conoce de sobra
qué quiere su Anthz y qué le excita.
Por ejemplo, le excita que haga con él lo que le dé la gana.
Impacta con sus nalgas y le desplaza hacia adelante, Anthony tiene
que apoyar una mano para no chocar con el cabecero. Kyle está
yendo muy deprisa, y cuando se descuida también le rodea el lóbulo
de la oreja y las pulsaciones se le aceleran. Le cuesta mucho pensar o
hablar, y respirar, entre las embestidas.
—Ah... Ah... —El cabecero forrado golpea la pared en un sonoro
traqueteo—. Te amo..., Kyle...
Kyle aprieta los dientes con la vista clavada en las insuperables
nalgas de Anthony, se comprimen entre ellos y rebotan al entrar.
Vibran, se vuelven tersas; son perfectas. Su miembro está entrando y
saliendo de él de una forma tan instintiva que ya ni siquiera tiene
que controlarlo; su cuerpo se está moviendo solo como sus pulmones
tienen asimilada la tarea de respirar.
Y la imagen es tan deliciosa. Anthony gimiendo pero tratando de
acallarse desesperadamente para que su hijo no les oiga, como
cuando eran adolescentes, como esas noches que pasaban en casa de
Ellen rozándose las pieles con cariño en un silencio que les costaba
mucho respetar...
Gruñe de placer como un hombre primitivo.
Le abre las nalgas para tener mejores vistas mientras entra. La piel
alrededor del agujero se desplaza un pequeño camino siguiéndole el
movimiento, acompañándole a la salida y apartándose deprisa al
recibirle. Le encanta el cuerpo de Anthz y verlo desenvuelto bajo el
suyo. O encima, o a un lado, o en la posición que sea. Le encanta que
se suponga que Anthony duerme a la izquierda y él a la derecha, pero
que cada noche el límite se pierda y acaben entrelazados justo en el
centro. Y le encanta hacerle gritar y disfrutar tanto que termine de
perder la cabeza.
La nalga izquierda de Anthony palpita en un poderoso azote, pero
Kyle no le deja tiempo a que recupere la forma porque clava los
dedos y la amolda a su mano, así, se convierte en el único pedazo de
carne del castaño que no vibra en cada golpe. A Anthony le encanta
que haga estas cosas. A él se le hacía extraño al principio, ser tan
rudo... pero nota cómo él queda completamente relajado y sumiso
cuando lo hace; es como pulsar un interruptor.
Le agarra de la garganta con la presión justa para hacerle erguir, se
lo pega al torso para tener más al alcance su oreja.
—«¿Por qué ha llegado tarde, señor director?» —se mofa aun con
dificultad al respirar.
Anthony intenta quejarse pero no le sale, y él dibuja una amplia
sonrisa.
Hacerle el amor en la cama, en la encimera, en el sofá o en la
ducha..., le gusta empotrar a su Anthz todos los días y todas las veces
que pueda, es un hombre sencillo.
Se hunde en él tan profundo que bien podría fusionar sus cuerpos
y convertirlos en uno solo. Lo aprieta con fuerza en un abrazo, y así
como están, de rodillas, le agarra el pene a Anthz y lo zarandea
violentamente. Escucha cómo esa acción hace que se le escape todo
el aire, que su cuerpo más pequeño tiemble, y sus brazos delgados se
aferren a los bronceados por ser incapaces de mantener la postura y
el placer al mismo tiempo.
Es rápido. Puede sentirle estremecer mientras ve cómo mancha las
sábanas. Ve cómo el líquido caliente sale disparado a una almohada,
y se le escurre entre los dedos porque es acuoso. Él también gime,
entre dientes y justo en su oreja; su esencia se queda en el condón
esta vez.
Así, recuperan la respiración sin moverse.
Intentan no pensar en que otra vez habrá que cambiar la ropa de
cama. Por unos segundos, la hora y la fecha no importan. Solo
respiran. Juntos, y el uno detrás del otro.
Hasta que la dichosa alarma les recuerda sus responsabilidades.
Bip, bip, bip.
Anthony suelta un gruñido pero sigue intentando recuperarse, con
Kyle pegado a su espalda y todavía dentro de él... Bip, bip, bip. En un
suspiro acaba haciéndose con mucha pereza a un lado.
Le regala un beso en la mejilla a su marido, que se tumba
adormilado otra vez, y él da un traspiés con la alfombra antes de
adecentarse la ropa por tercera vez esta mañana. Se le ha quedado el
cuerpo entumecido y blando del orgasmo.
—Me voy a trabajar —enuncia con una vocecilla trémula.
Se la aclara enseguida con firme disposición.
—Mi vida... ¿sabes que hoy es sábado, verdad...? —pregunta
sacándose el condón.
—Sí, esta semana hay mucho lío. —Ahora tendrá que desayunar
de camino al trabajo, ya no le da tiempo aquí. Camina con prisa hasta
la puerta—. ¡Te amo!
Kyle espera a que baje algunos escalones, a escuchar la puerta de la
casa. Entonces, entristecido y con lentitud, se desliza hasta la mesita
y coge el móvil para revisar el correo pero no tiene ninguno nuevo.
Noah no le ha contestado todavía.
Es más pronto que de costumbre para ser fin de semana, pero
como se ha espabilado se levanta y se da una ducha. Engurruña las
sábanas sucias y las deja en el cuarto de la lavadora. Ya en el pasillo,
en chándal y camino a desayunar, se detiene. Porque escucha esa
canción... otra vez.
Su hijo ya debe estar despierto.

♪ Why does the sun go on shining?


Why does the sea rush to shore...? ♪

Abre la puerta de Nino. Le parecería raro que las cortinas estén


echadas y la persiana bajada si no hubiese sido así durante la última
semana.
—Hijo —le llama desde la puerta. No le ve debajo del nido que se
ha hecho. La música suena hueca bajo la sábana, y Nino la está
musitando con tono agudo y descoordinado; sin energía, sin
esperanza en este sinsentido que es respirar, y existir..., esperando
simplemente a que el mundo se pare un momento para bajarse...

♪ Don't they know, it's the end of the world?


Cause you don't love me, anymore... ♪

—Hijo... —Se sienta en la orilla, Nino gruñe pero no resurge, se


hace más bolita—. Sé que te importa mucho el personaje de ese
libro, pero es... es ficción.
Nino no dice nada. Eso es lo que le ha dicho a sus padres, que su
personaje favorito de uno de los muchos libros que acumula en las
estanterías ha acabado solito y no se lo merecía. Se dieron cuenta de
que estaba tristón el primer día..., y algo tenía que decir... Tampoco
sería la primera vez que le ha pasado.
Pausa “The End of The World” de Skeeter Davis rompiendo su
combo de escucharla 2455 veces esta última semana según su
historial, y se sienta en la cama mordiéndose los carrillos con
tristeza. Lara le ha hablado: «amor steve dice q tiene un amigo gay,
quedamos los cuatro???». Desliza el mensaje sin contestarle y sin
atisbo de energía. Sale otro enseguida «venga q asi te animas guapi,
se lo voy a decir!!!». Lo desliza también.
Kyle lo mira preocupado.
—¿Quieres que prepare tortitas?
Por favor no. No quiere tener que esperar horas a que se ventile el
olor a chamusquina de la casa. Menea la cabeza.
—Sé que te gustaba mucho ese personaje, pero hay muchos más, y
más libros. Mira, igual hacen un spin off. ¿Quieres ir a la librería? Y
te compro alguno nuevo, alguno de esos de, como era... Jane Austen
que te gustan tanto; para que te olvides de...
—Papá —le interrumpe con su vocecilla, no le mira—. Os mentí,
no es por un libro.
Parece que solo mencionarlo ya ha conseguido que le tiemble el
labio. Kyle le quita el flequillo de la cara.
—¿Es... un chico?
Nino se encoge de hombros acariciando a Pelusa.
—Oh. —Kyle le coge un hombro y lo menea un poco a modo de
ánimo, pero le sale malamente. No se esperaba esto. Nino es su niño,
su niño pequeño... ¿Ya ha llegado esa época de pensar en chicos...?
Pero si es una cosita chica todavía, ha llegado muy deprisa...
—Me odia —casi solloza Nino, se tapa la cara con las rodillas.
—Eso es imposible, ¿quién te va a odiar a ti?
—Me odia porque le besé sin permiso, y creo que le di asco.
—¿Asco? No, imposible.
Nino asiente.
—Se hizo el loco. Se pensó que yo estaba —Se sorbe y levanta una
mano—, no lo sé, probando si era gay, pero no es eso... Yo le quiero.
Le quiero mucho —apenas se le oye.
Kyle parece pensar, se está mirando las pantuflas.
—¿Y se lo dijiste? —Nino le mira sin comprender—. Que le
quieres, directamente, ¿se lo dijiste?
—No sé... No, directamente no...
¿Qué importa eso?
Su padre se rasca la nuca, coge aire.
—Pues, igual no te entendió —dice, y carraspea—. A veces
creemos que nos hemos confesado..., e igual no, porque —Tose,
curva las cejas raro—, porque es más difícil de lo que parece que la
otra persona te entienda, eh. Yo a tu padre no sé cuantas veces me
habré confesado. Diez, quince... Creo que más...
Pelusa y Nino le miran mientras balbucea haciendo cálculos.
—O unas veinte... No lo sé. ¿Más? Sí, igual más... —Vuelve a toser
—. Puede que ese chico no te entendiese bien si no se lo dijiste con
esas palabras, puede pasar; pasa. Mucho.
Nino se mira las manos. ¿Puede ser eso? ¿Puede ser que no le
entendió bien? No llegó a pronunciar las palabras exactas, de hecho
después de besarle no recuerda haber dicho algo más que un
repetitivo “Lo siento” detrás de otro. ¿Marc no le entendió bien?
—...y yo le miré fijamente, y abrí la boca y todo, pero cuando tu
padre me miró se rió de mí en toda mi cara y me dijo que tenía una
cosa verde en el diente, y yo me quise morir...
¡Igual es eso, que Marc no le entendió! Debió ser, porque no hay
forma de que el hombre de su vida, con quien está evidentemente
predestinado a estar, le haya rechazado. ¡Es que no le rechazó, es que
ni siquiera le entendió! ¡Claro! Solo tiene que explicarle que no
estaba probando nada y que no está confuso, que esto es amor
verdadero.
—...y le mandé una de esas imágenes cursis de Internet, a tu padre
le gustan mucho los memes de animales; salían dos iguanas
abrazadas con un fondo rosa y ponía algo así como «iguana be with
you» en comic sans. Era horrible. No sé porqué se la mandé —
revolotea una mano—, pero a él simplemente le hizo gracia, me puso
un «xd», sólo con una «d», sabes, ni siquiera...
Se confesará a Marc la próxima vez que lo vea, ya lo ha decidido.
Sí. ¡Sí! ¡Va a hacerlo, el próximo día sin falta! ¡Y entonces Marc le
dirá que él también, que tenía miedo de estar equivocándose pero
que en realidad le ama desde siempre, y serán pareja, y vivirán
felices! ¡Desde el próximo día!
—Bueno, hijo —Kyle le palmea la rodilla—. Hagas lo que hagas,
tú sabes que a tu padre y a mí nos lo puedes contar todo.
—Sí...
—Si ese chico no sabe ver lo maravilloso que eres, ¡pues ya llegará
otro menos idiota! —dice con una sonrisa—. Ya lo verás.
La de Nino surje más despacio, es más pequeña.
Kyle se levanta.
—Ah, mañana vamos a salir en familia al acuario —añade de
pasada, porque los eventos familiares siempre alegran a su hijo; pero
Nino se tensa—. Tu abuela ha vuelto de la Conchinchina y allí en
Estados Unidos ahora tienen vacaciones de primavera y también
vuelve tu tía, así que estaremos todos.
—Mañana —interioriza en un suspiro.
—Venga, baja en un rato que voy a prepararte tortitas para
desayunar —anuncia entornando la puerta con suavidad.
Nino esconde la cabeza en las rodillas.
—Pero mañana es muy pronto —musita.
9
Nemo está muy perdido

Ni idea de cómo lo ha conseguido, pero lo ha hecho. Esta mañana ha


salido de la cama. El maquillaje le ha devuelto las horas de sueño, y
como no tenía ganas de adecentarse el pelo —porque ¿para qué?—,
se ha enfundado un gorro y a la calle.
Sus padres le han contado todo a la abuela, cómo no. Ella le ha
pellizcado las mejillas y se ha reído con un «¡Con la de mozos
guapetones que hay en el mundo!» o algo por el estilo, estaba
ocupado mirándose los zapatos. Para entonces ninguno de sus tíos
había llegado, así que menos mal que Marc no lo ha oído.
—Hacía décadas que no pisaba este sitio —reflexiona ahora Ellen,
parada en una pecera.
—A mí ese pez me suena —señala Annie, bronceada de tomar el
sol en las playas californianas—. Me parece que yo vine de excursión
en Primaria. Pero lo han ampliado, ¿no? No lo recordaba tan
enorme. Y hay muchísimos más peces raros.
Sus padres caminan un paso más atrás. Sus manos se han
equivocado de bolsillo, están en el pantalón del otro. Kyle se detiene
delante de una pecera más pequeña. Hay un cartel que reza «¡TODO
lo que SIEMPRE quisiste saber de la ESTRELLA DE MAR!» con
muchos colorines y en relieve.
—Dios mío, por fin, ¡por fin voy a saber! ¡Después de tanto
tiempo! —exagera. Anthony se ríe.
Nino lleva un rato mirando un pulpo muy largo. Está pegado al
cristal y se le ven las ventosas a la perfección. «¿Será de la misma
especie que el pulpo a la gallega que papá se ha pedido para
almorzar...?».
—¡Oh, guau! ¿Qué diantres es eso? —exclama Annie corriendo a
un cristal. De lejos aparentaba ser una roca más del decorado, pero
cuando se ha movido ha visto que es en realidad un pez muy grande
y muy feo.
—Es un pez luna —lee Marc en el cartel.
Hay otra sala, un recatado arco de herradura da paso a un túnel en
la pared bajo unas letras brillantes «Océano Pacífico». Los demás
admiran absortos las peceras, pero Nino se adelanta curioso.
Las cristaleras del pasillo umbrío y azulado son un escaparate de
sushi que se divide en dos secciones. Al salir, el espacio se amplifica
en una gigantesca cúpula de niveles desmesurados que le saca un
suspiro de asombro. Todo está en la penumbra a excepción de las
peceras, que reflejan en el suelo un estampado con ondas y bañan el
ambiente de un espectro azul marino.
Peces exóticos, tiburones pacifistas, bancos enteros; todos nadan
entrelazándose o acompañándose en paralelo. Los grandes nadan
creando corrientes que los pequeños utilizan para fluir sin rumbo, se
superponen, se atraviesan sin conflicto. La arena está sembrada de
amebas y un puñado de algas saturadas de verde.
Se siente insignificante como una piedra pegada a la arena.
—Es como... —musita con inocencia, buscándole la semejanza.
—¿Como estar viendo un pedazo de mar? —le ayuda Marc.
Nino asiente. Se ha asustado un poco, no le ha visto entrar.
Tampoco le está viendo ahora, porque no le mira, solo intuye su
silueta. Le ha estado evadiendo durante toda la comida, y ha sido
complicado porque se han ido sentando y para cuando Marc ha
llegado el último solo quedaba la silla de al lado.
Aun así, a excepción de que no le ha revuelto el pelo o pinchado la
mejilla, su tío está actuando como normalmente lo haría. Su familia
ha conversado sobre la empresa, sobre la actualidad de noticias,
sobre las próximas elecciones que están cerca... y Nino se ha
entretenido en sacarle toda la miga a un pan y dejarlo lo más hueco
posible rebañando los bordes. Todo iba estupendamente hasta que
Marc le ha comentado, a él en exclusiva, con una de sus sonrisas de
medio lado y una voz reservada entre el tono animado de los demás,
que eso es lo que hacen los pajaritos.
Nino debe haber puesto una cara muy abstracta o muy colorada
porque entonces su tío no ha vuelto a referirse a él o entrar en su
espacio personal. Hasta ahora.
—¿Por qué no se pelean...?
La música relajada emboza el murmullo casual de la sala.
—Los peces agresivos están en otra parte —le explica Marc. Nino
se ha dado cuenta de que hoy su voz está rasgada, de que se está
dejando barba y de que huele a cigarrillo con mayor aprecio de lo que
comúnmente lo haría—, estos comen krill.
Tampoco Nino le ha dado su tradicional beso en la mejilla al
saludar. Ni ha recibido ninguno de Marc en la frente.
En la esquina superior, desde la zona descubierta que apenas se ve
con la masa de agua, se tira un buzo que toca el fondo. Anda de lado
y con dificultad por el suelo de gravilla y arena en mitad de la fauna
levantando polvo a su alrededor. Al detenerse se saca una red que
llevaba a la espalda.
—¿Qué está haciendo...? —A él le daría muchísimo miedo meterse
entre todos esos peces. Incluso si él no es “krill”.
—Está sacando el almuerzo de alguien.
Nino gira el cuello tan rápido que es un milagro que no se haga
daño. Mira a su tío horrorizado, y él sonríe con las manos en los
bolsillos de la chaqueta observando al señor bucear.
—Algún pez estará enfermo o será un control rutinario —le
desmiente.
Respira más aliviado. Aunque ahora se siente fatal por haber
comido aquí hace un momento. ¿Será verdad que sacan los peces de
estos mismos acuarios? ¿Es eso lo que hacen cuando se ponen
malitos? Es sospechoso que monten un restaurante de marisco
dentro del recinto del acuario. Sospechoso y productivo.
El tanque ya no le parece tan pacífico como antes. Ve en sus
redondos ojos blancos y negros un profundo vacío de ánimo.
Seguramente ni sepan ni les importe a dónde nadan, estos peces no
saben lo que hay fuera, pero aunque Marc lo haya dicho de broma si
alguien muy rico viene, señala uno y dice que se lo quiere comer, ¿lo
sacarán?
Marc le ve la expresión de angustia, le pone una mano en la nuca
para llamar su atención.
—Aquí viven más tiempo que en el océano.
El aroma a menta y cigarrillos de Marc se le mete por la nariz en
una furtiva caricia que no molesta, y su pulgar le tantea el vello de la
nuca mientras otean la pecera.
La luz marina queda bien en su rostro, sus ojos azules se oscurecen
siguiendo el nado lento de los peces y las sombras le acentúan los
rasgos de una expresión impasible. Si no fuese por las manos, la cara
y un trozo de cuello que le asoma por la camisa, podría camuflarse en
la oscuridad de la sala y darle un susto de muerte.
—Tito —le reclama con inseguridad—. Lo que... Lo que pasó en tu
piso —murmura, y se apaga sin saber cómo seguir. Quiere exponer
por qué lo hizo y explicarse bien, como le aconsejó papá; quiere
hablar de ello.
No oír lo que Marc le responde:
—Ya está olvidado —resuelve, y echa a andar. Atisba los peces con
indolencia y pereza. Entre que lleva la barriga llena del almuerzo,
este panorama tan somnífero en plena hora de la siesta, y que lleva
semanas si no meses durmiendo a cabezadas, le está entrando sueño.
Nino se ha quedado quieto donde estaban. Él no lo quiere olvidar.
No quiere volver a como estaba antes. El modo en que le besó fue
indebido y precipitado, pero estaría mintiendo al decir que se
arrepiente porque, sin querer, consiguió lo que había anhelado hacer
toda la vida: tener el coraje para expresar a Marc lo que siente por él.
Aunque solo lo hiciese a medias.
La luz de la pecera le alumbra las espaldas y le ensombrece el
rostro cuando aprieta los puños, levanta la barbilla y con la expresión
decidida coge aire.
—¿Y si yo no lo quiero olvidar? —vocea con su timbre átono, no le
hubiese escuchado un par de pasos más allá.
Marc se detiene. Tarda en reaccionar unos tediosos segundos hasta
que Nino lo ve mirar hacia aquí. Es complicado mantener la voz con
sus azules prestándoles toda su atención, pero lo intenta.
—¿Qué pasa... si sabía lo que hacía?
Su tío vuelve mucho más deprisa de lo que ha tardado en alejarse,
se asegura de que no les esté mirando nadie.
—¿Qué estás diciendo? —cuchichea.
Nino no es capaz de levantar la barbilla ahora, pero habla más
decidido de lo que Marc acostumbra a escucharle, definitivamente,
porque le permite apreciar su voz tibia y cándida en todo su
esplendor. Lástima que la use para soltar algo tan absurdo.
—¿Y si no estaba confuso? ¿...Y si sé lo que quiero?
Los ojos azules se expanden, sus cejas oscuras se levantan y su
boca dibuja una gruesa línea recta.
—Nino. —Está muy serio. Hace apego de todo el control que
encuentra en medio de este gigantesco sinsentido que acaba de llover
del cielo—. Sé que estás en una edad difícil...
—No, ¡no! —le corta. No quiere escuchar el discurso otra vez, ¡no
es eso! ¡No es nada de eso!—. No tiene nada que ver con eso...
—Soy... Soy tu tío —obvia, incrédulo. No puede entender lo que
está oyendo—. Te saco...
—Diecisiete años —se adelanta. Sí, lo sabe. Lo ha contado y
recontado un millar de veces, es imposible que no lo sepa o se olvide.
—Diecisiete años —repite, sorprendido porque sea consciente y
aun así esté diciendo esto. Diecisiete no es la molestia de un pequeño
bache en la carretera. Diecisiete es una persona como Nino y todavía
tres años más—. Y soy tu tío.
—Pero no de sangre...
—A mí no me vengas con esas —tuerce el rostro fastidiado.
Tienen que callarse porque el resto de la familia también entra en
esta sala.
—¡Dios mío! —exclama Ellen con la boca abierta. Está viendo una
lánguida y gordísima serpiente de agua pegada al cristal.
Anthony camina de una forma extraña, Kyle le está abrazando y
besando el cuello por detrás, parecen dos pingüinos.
—¡Pues mira esa, mamá! —señala Annie otra serpiente todavía
más gorda y fea.
—Oyoyoy... —musita en un escalofrío.
Marc los observa apurado. Agarra a Nino del antebrazo y se lo lleva
detrás de una gruesa columna de azulejos de piscina donde lo suelta.
En absoluto desconcierto, se frota una mano en la barbilla. Tantea el
vello rasposo mirando el póster explicativo de especies que asoma
detrás de Nino.
—¿Me odias...?
—No te odio, Nino.
Vale. Análisis de la situación. Esto tampoco es nada del otro
mundo, no será el primer adolescente que se fija en alguien mayor.
Es ridículo y absurdo que ese alguien mayor haya sido él, pero da
igual, Nino solo está confundido y es pasajero. Un simple
encaprichamiento que no tiene ni idea de dónde ha podido salir.
Habla en un tono dulce de profesor enseñando cómo funcionan las
multiplicaciones.
—A veces nos gustan unas cosas, y luego nos damos cuenta de que
en realidad no nos gustaban. De que solo queríamos la imagen
idealizada que teníamos de esa cosa en la cabeza.
—A mí no me pasa eso.
—Sí. Sí te pasa —refuta con los dientes pegados—. No sé por qué
te ha dado por esto en concreto, pero no puede ser. Eres un buen
chico, Nino, y muy listo. Sé que lo sabes perfectamente.
—Pero, ¿por qué...?
Esta es la última situación que se habría imaginado vivir. ¡Es un
hombre adulto, por amor de Dios, es su maldito tío! ¿Por qué tiene
que estar buscando cómo aclarar esto? Lo ha visto crecer, ha visto
cuando era un niño alegre y pequeñito zarandeando peluches
escaleras arriba y abajo, lo ha aupado en su rodilla. ¿Es que a Nino
no le da asco imaginarse con un viejo como él?
Le ha comprado estampitas de la mano en el quiosco.
—Siento mucho si te he confundido o te he hecho pensar en algún
momento que...
Nino lo interrumpe con prisa y apuro:
—Sé que soy tonto, que mi cuerpo es flacucho, que soy pálido, y
que tengo muchos granos, y también que soy tonto, y que no sé... —
Rehuye la mirada, disculpándose incluso por estar en medio
gastando oxígeno. No quiere que Marc se enfade o se sienta
incómodo en su presencia, no debería haber mencionado el tema.
Le pica la nariz, pestañea muchas veces.
—Tú eres perfecto —le calla Marc, pero no le está mirando. Tiene
la vista puesta en una de las peceras. Debe odiar esta situación. Nino
lo sabe. Si no fuese su sobrino le hubiese repelido como a un leproso
a la primera palabra, pero Marc es tan gentil que hasta le está
tomando en serio.
—¿Saldrías conmigo...?
Marc no dice nada, solamente se queda ahí. Su expresión tibia
imposibilita saber qué estará pensando.
Sentirá asco. Repulsión, probablemente.
—Si tuvieras mi edad, digo... —aclara sin mirarle.
Entonces Marc esboza una sonrisa, tan fina que apenas puede
verse que está ahí. Su tono se endulza por un momento.
—Claro.
—Mentiroso —murmura.
—No miento, Nino. —Le hace levantar el rostro con un índice bajo
su barbilla—. Eres listo. Dulce. Siempre quieres ayudar a los demás,
y preparas unas magdalenas que están muy ricas. Además, aunque es
lo de menos, también eres muy mono. —Está sonriendo, más o
menos, pero sus cejas negras están curvadas. Se le nota
extremadamente incómodo mientras le consuela—. Así que, no digas
tonterías.
Tiene que buscarle la mirada otra vez porque Nino se esconde
detrás de sus mechones rosas. Con el pulgar y la palma en su mejilla
suave, le pide que levante el rostro de nuevo, le acaricia para que no
se ponga a llorar tal y como presagian sus titubeos.
En cuanto Nino resurge Marc entiende que lo que acaba de decir le
ha entrado por un oído y le ha salido por el otro, porque su ojo
izquierdo brilla, reluce como un farolillo que irradia la habitación
entera. Lo único que puede hacer es observarlo como una luz de
advertencia que acompaña el estallido final.
—Estoy enamorado de ti —confiesa en apenas una exhalación
lenta—. Te amo...
Entonces se le escapa una tonta sonrisa que clama a voces lo
mucho que de verdad lo está, porque se olvida de su timidez
característica festejando haberlo exteriorizado en alto después de
tanto tiempo, directamente, a él, a su policía, que le está mirando...
¡y que acaba de calificarle como «muy mono»...!
Marc ha abierto mucho los ojos. Las pequeñas manos de Nino se le
posan en el pecho como en la escena apogeo de un romance en
blanco y negro, las puntas de sus zapatillas de cordones están
dobladas con desesperación tratando de encontrarle los ojos desde
abajo, y ya no deja de mirarle.
Es la primera vez que le mira con esta fijación. Sus labios
entreabiertos sueltan soplos con dificultad, sus mejillas han
enrosado y sus dedos delgados se arrastran temblando sobre la
camisa negra. Además su cuerpo menudo vibra, entero; como si el
corazón le latiese a mucha velocidad.
Está presenciando una confesión de patio de instituto y él es uno
de los protagonistas.
—¿Que me amas? —Le recorre un escalofrío al repetirlo. Después
se le escapa una carcajada agnóstica. A estas alturas, juraría haber
llegado a morir sin escuchar esas palabras. Definitivamente no de su
sobrino ni en este sentido tan acérrimo—. ¿Por qué?
—Pues por que... —empieza a explicar. Marc le frena severo con
un gesto de silencio, le agarra las muñecas para apartárselas de los
pectorales. Creía evidente que era sarcasmo.
—No puedes hacer eso, Nino. —Menea la cabeza pensando en
cómo explicar tantas obviedades dentro del escaso tiempo del que
dispone—. Empezando porque ni siquiera me conoces. No puede
quererse a quien no se conoce.
¡Nino está en desacuerdo! ¿Cómo que no le conoce? Le conoce a la
perfección.
Es Marc, su policía. El policía que le sonreía de medio lado desde el
lateral de la cama del hospital con una bolsa de chucherías y un
peluche nuevo todos los días. El policía que le visitaba en el orfanato
y le llevaba a tomar helados, que le presentó a sus padres y que le dio
una casa y una vida entera. Es el hombre bueno, y entregado, que
vive enterrado en el trabajo entre papeles y disparos para ayudar a
los demás aunque eso le desgaste y le llene de ojeras, aunque se
juegue la vida en ello.
Y conoce cada gesto suyo, cada sonrisa, cada forma de mirar y
comportarse. Es consciente de cuando algo le molesta pero no lo dice
porque se le inclina la ceja derecha y se le tensa el labio. Cuando se
ríe de mentira es evidente porque a los lados de sus ojos profundos
de océanos polares salen dos o tres arrugas escuchimizadas, pero
cuando ríe de verdad por su propio sarcasmo o el fastidio de otra
persona le salen un montón, y su sonrisa brilla como si le recorriese
la electricidad a cada diente. ¡Ve perfectamente que aunque se ofusca
y tira comentarios bordes nunca está enfadado, porque él nunca se
enfada, solo le gusta ver sonreír a los demás!
—Puedes conocer a un montón de personas. De tu edad.
—Que tengas diecisiete años más sólo significa que has tenido que
esperar diecisiete años a que yo naciese, pero ya estoy aquí —suelta
de carrerilla, es una de las frases que se ha estado tallando en piedra
por las noches—. Además este año cumplo los quince, en abril, en
nada; y en tres años más cumpliré los...
—Aunque cumplas veinte para mí seguirás siendo un crío sin
experiencia —le corta sin mirar.
Con el rostro desencajado por esa sobriedad, Nino ve cómo en un
amplio suspiro silencioso su tío cierra los ojos y se lleva dos dedos al
puente de la nariz.
Después, despacio, le pone las manos en los hombros. Le observa
pensativo, severo, distante. A punto de decir algo que no exterioriza
porque no tiene nada.
—Es por... —se adelanta Nino—. ¿Es por mi estatura? No puedo
decidir crecer más rápido, no puedo cambiarme la voz...
—No es eso.
—¿Es por el rosa...? ¿Es por los peluches de mi cuarto? —Se sorbe
hecho un tembloroso manojo—. No soy un niño pequeño...
A cada palabra, Marc baja más las pestañas hasta cerrarlas por
completo. A cada palabra, Nino vuelve más y más evidente lo obvio:
todavía es solo un crío.
—Si el amor no entiende de género, sexo, ni raza... ¿qué importa la
edad...?
La sonrisa de Marc es encantadora aun cargada de sarcasmo.
—¿Sabes quién estaría de acuerdo contigo? Los pederastas.
—No voy a ser un niño siempre...
—Pero yo siempre seré tu tío —repite bondadoso. Nino reprime
un sollozo que le hace temblar el cuerpo.
—Me da igual, a mí eso no me importa. Yo no quiero ser tu
sobrino, ni el hijo de tu hermano ¿por qué no puedes verme a mí por
quien soy? —jadea envolviéndose en lágrimas.
—Princesito...
—No, no soy eso, soy Nino —evade las lágrimas furioso con el
mote, furioso con lo que representa ese diminutivo. Súbitamente lo
detesta. Con los ojos errojecidos aprieta los puños—. Deja de
llamarme así, porque ya soy un adulto. ¡He crecido! ¡Y tengo nombre
propio! ¡Me llamo...! —Se le rompe la voz.
—Nino —pronuncia con ternura—. Moriré antes que tú.
—Eso no lo sabes —apenas se le entiende.
—Nos mirarán mal por la calle.
—Eso no me importa.
Uno omite un balbuceo, el otro un suspiro.
—Hay muchas cosas que todavía no has tenido tiempo de
empezar, Nino, cosas que todavía no has vivido. No puedo quitarte
esa libertad. ¿No lo entiendes?
—¿Y qué pasa si yo no quiero vivir esas cosas...? Tampoco voy a
vivir tener una mansión y dos yates.
Fenomenal. Así que de alguna forma que no tiene explicación
humanamente posible, Nino se ha obsesionado con él a unos niveles
que no sabe cómo apaciguar. Se le va a pasar, es evidente, pero
mientras tanto se pregunta qué debería hacer. ¿Ignorarlo cual
capricho, poner distancia entre ellos y sus visitas, o seguir hablando
con él hasta hacerle entrar en razón? Eso último no parece estar
dando frutos.
Nino lo llama con el corazón en la garganta, porque lleva un rato
sin decir nada.
—Te amo —reitera, por si sirve de algo.
Mierda, ¿acaso cree que va a abalanzarse encima suya o a dejar que
él lo haga? Tiene catorce, putos, años. No va a soltar esa estupidez de
que es muy maduro para su edad, porque no lo es. Nadie es maduro
con catorce años. Ni con dieciséis, ni con dieciocho, ni con veinte, ni
con... Por el amor de Dios es solo un niño, no tiene idea de lo que
está diciendo. ¿Qué enfermo habría imaginado que pudiese pasar
algo entre ellos? Es..., es...
Suspira cohibido. Sin ser cruel ni herir sus sentimientos, «¿cómo
cojones se arregla esto?».
—¡Ahí está la tienda de regalos! —exclama Annie bordeando la
columna, a Marc casi se le sale el corazón del pecho; y Nino
empequeñece cuando le aparta las manos de los hombros como si
fuese una estufa ardiendo.
—Esas tiendas son un timo. Te cobran veinte pavazos por un
peluche diminuto que puedes comprar en cualquier parte —se va
quejando Kyle, a quien se le ha quedado el pinchazo en el bolsillo de
su origen humilde. Además, que no le da la gana de gastarse ese
dinero en un peluche. Vamos, es que antes lo cose él mismo. ¿A
cuánto le puede salir el forro y el relleno? Si se ahorra veinte euros
ahora lo puede gastar en un videojuego luego.
—Venga, no seas tacaño. Yo te lo compro —le pica Anthony.
—No es eso, es que no me da la gana —se queja tosco haciendo un
mohín. Anthony le pasa una mano por su barbilla afeitada,
atrayéndolo para dejarle un sonoro beso.
Caminan pero ahora dándose mimos melindrosos, como dos
iguanas abrazadas. Hasta que a Anthony le suena el móvil.
Kyle le sigue con la mirada mientras se aparta para responder.
—Allí en Fiji los pececitos nadan libres en el océano —rememora
Ellen del brazo de Annie—. Si metes los piececillos en el agua se
acercan a saludarte y te pasan entre las piernas.
—Y luego te los comes para cenar —completa ella.
—¡Oye, y bien felices que viven hasta entonces! En libertad, no
como aquí, encerrados...
—¡Ya, claro!
Con los ojos expandidos y la pupila contraída, Marc mira a Nino de
nuevo. Él, apoyado en la columna con la mirada anclada al suelo,
relía los dedos en las mangas de su jersey ancho. Durante un breve
lapso ninguno habla o se mueve.
Hasta que sin emular palabra su tío se yergue y se aparta con los
demás, pensativo, o pesaroso; lo hace despacio. Se saca dos chicles
largos que masca a la vez mientras se aleja.
Nino jadea cuando lo ve ya lejos.
No se lo puede creer. ¿Realmente puede actuar con esa frialdad...?
¿De verdad puede y va a fingir que su confesión no ha ocurrido? A
cada paso que da Marc, sus esperanzas se quiebran y se rompen
hasta quedar reducidas a polvo.
No puede creer que ni siquiera se vaya a girar para verle; no puede
creer que su policía le esté dando la espalda.
A veinte metros, Marc siente una vibración en el bolsillo trasero.
Va a cogerlo, pero echa un vistazo a su alrededor y recuerda que
todos sus familiares están aquí, los tiene delante; así que no es su
móvil de diario. Es el prepago el que suena.
Rápidamente lo saca. Mira hacia delante, a Ellen y Annie que van
enganchadas del brazo comentando los bichos que se mueven, y a
Kyle que masajea los hombros de un estresado Anthony; y mira hacia
atrás, al Nino cabizbajo que se tapa con el antebrazo porque llora. Se
sobresalta al verle esforzándose por parar el llanto y fracasando
estrepitosamente.
Hace ademán de dar un paso atrás, de ir a por él a abrazarle, pero
cortado por la responsabilidad del mismo también se frena.
Mientras tanto el maldito móvil le vibra en la mano. La pantalla le
chiva que es Berna.
Más le vale que no sea una estupidez.
—Estoy en familia —susurra mientras camina a por Nino.
—Pues será mejor que te despidas de ellos. Nos vemos en tu piso,
en diez minutos. Mueve el culo.
Y cuelga.
Mais pas
en rose
Tres años más tarde
10
Gris ceniza

La noche es fría. Gris abajo y ceniza arriba. Pero no es solo el paisaje


de la ciudad, todo está descolorido y torcido. Los trozos de césped
aun arropados de agua deberían ser verdes, pero solo son de un gris
que tira a marrón. Lo mismo pasa con las flores, que no se puede
decir que sean rosa porque han perdido el color. Como los
escaparates de las tiendas, las caras de las personas, los coches, y los
ojos que antes jugaban a ser azules pero se han quedado tibios y
cansados.
Marc lee el periódico de esta semana en pie junto a su coche.

Los adoptantes lo tendrán más difícil

Se endurecen las pruebas para obtener el Certificado


de Idoneidad debido al alto número de
devoluciones. «Queremos asegurar el bienestar de
los niños» explica Theresa Petters, supervisora del
centro, que lleva treinta y cinco años dedicándose al
cuidado de los menores. «Valoramos todas las
aptitudes de los solicitantes, pero nunca podemos
garantizar verdaderamente el futuro, el asegurar que
ese niño y esos padres van a congeniar en el nuevo
entorno. Hacemos controles exhaustivos por supuesto,
ahora a diario en las primeras semanas —ha querido
recalcar—, pero cuando se produce la adopción lo
único que realmente tenemos en la mano es la
esperanza». No obstante, respecto a la creciente fuga
de los menores del mismo centro no ha querido hacer
declaraciones.
«Pierden la fe y se van, muy pocos vuelven —asevera
uno de los trabajadores, que prefiere mantener el
anonimato. Hemos tenido chicos que han sido
devueltos hasta diecisiete veces. Los niños no son
malditos juguetes de los que te puedas cansar, no
puedes quererlos un día y abandonarlos cuando veas
que ser padre es jodido. No sé cómo esa gente puede
dormir por las noches, deberían estar en la cárcel».

Debajo, en una imagen minimizada para aprovechar el espacio,


aparecen las fotografías de varios niños con el titular: «¿Lo ha
visto?». Marc extiende bien la esquina para verlos mejor, pero entre
la tinta gris y la mala calidad de impresión es complicado.
Se mira el reloj y deja el periódico gratuito en el stand donde lo
había encontrado, cruza la acera, y entra al recinto del instituto. De
una zancada sube dos escalones de hormigón. No pisa el césped,
sigue el caminito adoquinado pero cruza en diagonal la esquina
ahorrando un imprescindible medio milisegundo que podría haber
conservado comprando un vuelo más adelantado; pero los cabrones
tenían los precios por las nubes y no está precisamente durmiendo
sobre fajos de billetes después de tres años de excedencia en el
extranjero, se ha ventilado gran parte de lo que ahorró en el GEO.
Abre la puerta del edificio de actos culturales pretendiendo el
menor ruido posible, pero tampoco importaría, la música lo solapa
todo. “Kill This Love — BlackPink” pone en la gigantesca pantalla
que mezcla colores justo detrás de los bailarines.
El escenario alumbra poco esta zona lejana del pasillo y se revisa el
reloj como puede. Llega cuarenta y cinco minutos tarde. O cincuenta
y cinco, no recuerda bien lo que le dijo Anthony. Camina hacia
delante y busca un asiento sin éxito.
Las alumnas conforman un rombo, desde esta perspectiva sólo ve a
las tres chicas que lo encabezan. Se lucen moviendo el cuerpo entero
en cada paso y muy deprisa, con los brazos en alto, o las rodillas, o
pegan un giro perfectamente estudiado de muñeca o tobillo; mueven
mucho los pies. Llevan zapatos de tacón con plataforma y cordones,
joyas y pantalones cortos; se sincronizan y con un ímpetu exagerado
que le distrae las pupilas.
La música retumba en los altavoces y un foco de luz zigzagea fugaz
por todo el salón de actos. No ve asientos libres. ¿Ni uno?
Nunca había venido a un espectáculo de estos ni se le habría
pasado por la cabeza, pero ahora que lo tiene en las narices se le lleva
los ojos más de lo que un partido de fútbol lo haría. Es entretenido,
está curioso. Entonces el rombo gira sin que paren de bailar, y el
último bailarín, masculino pero vestido con la misma indumentaria:
tacón, short; avanza desde el fondo.
Es Nino quien encabeza el pequeño grupo mirando al frente. Su
pelo ahora de su rubio natural reluce con la luz de los focos.

♪ We all commit to love, that makes you cry


We're all making love, that kills you inside ♪

A Marc se le han levantado las cejas. Está distinto. Verlo en las


fotografías que le ha estado pasando Anthony no tiene punto de
comparación: su forma de moverse, su manera de mirar con elegante
desinterés sin realmente mirar nada, concentrado en el baile, en
moverse, en sí mismo... Esa es la diferencia, y se nota enseguida;
Nino derrocha seguridad en sí mismo.
No puede creer que sea el mismo chico tímido que no paraba de
balbucear los principios y arrastrar los finales de las frases. ¿Lo
seguirá haciendo? Desde luego era adorable.
Se acerca, inconsciente, unos pasos. Es evidente que tiene
diecisiete, que cumplirá los dieciocho este año; se le nota en la
barbilla que se le ha perfilado, en sus hombros que están más
abiertos, y los músculos de sus piernas y abdomen, dentro de su
delgadez, contorneados. No obstante su cintura sigue igual de fina y
sus piernas gráciles, se mueve con la misma ingrávida divinidad que
porta el cuerpo femenino. También es difícil de calcular con esos
zapatos altos y lo largas que parecen sus piernas en ese pantalón que
a Marc no le convence, pero juraría que está más alto. No mucho;
siempre ha tenido una complexión más menuda que un chico
convencional de su edad.
La canción cambia pero no dejan de bailar: “Swalla — Jason
Derulo” brota ahora en el panel. Es distinta a la anterior, esta es más
movida, se mueven de una forma más exagerad... Oh. Acaban de
tirarse, contra el suelo, están aplastados, levantando y bajando
exclusivamente la cadera y el trasero como si..., erh... como si
tuvieran sexo con él. Bueno. Marc se pasa una mano por el pelo. A
Nino se le ve feliz, así que...
Tenía muchas ganas de verle, pero el sentimiento más que alegría
le oscila entre la sorpresa y el orgullo; aturdimiento. De pronto se
han calmado todos los cataclismos que ha paseado por Ámsterdam.
Le envuelve un calor que no consigue un libro y una manta, un fuego
que no quema... Ver a Nino feliz es más que suficiente motivo para
haber soportado esos tres intrascendentes y monótonos años allí.
Plantaría una silla de playa en el Polo si Nino puede seguir
teniendo esta vida.
Busca asiento aunque sea más atrás. Debería haber venido a más
de sus actuaciones, pero a ver si puede encontrar una butaca libre
antes de que... Tarde. La música termina en un bonito rizo que se
difumina lentamente. Da paso a unas luces que se encienden por
filas, y familiares y amigos se levantan para aplaudir.
¿Ya está? ¿Ya se ha terminado...? Mierda, debería haber llegado a
tiempo para verle por lo menos este año.
Tampoco puede palmear las manos con el ramo en medio.
—¡Marc! —le chista Anthony de lejos. Lo ve hacer aspavientos
desde una de las primeras filas, al lado de Kyle. Por lo que sabe Ellen
y Annie están perdidas en una de esas islas paradisíacas a las que su
madre se ha vuelto adicta—. ¡Marc, has vuelto de Ámsterdam! ¿Qué
tal por allí? —vocea.
Como toda su familia, Anthony cree que ha estado trabajando,
destinado a esa Venecia de Alaska por asuntos del GEO; pero hay
poco que contar. Más que comprar comida y cigarrillos el tiempo lo
mataba leyendo en su diminuto piso alquilado.
El gentío se desmarca de sus asientos, y en cuanto los alcanza
Anthony le echa un vistazo de arriba abajo, suelta una risita al ver las
flores y le da un abrazo que le espachurra los costados.
—Madre mía, Marc... —Enseguida le pasa una mano por la cara,
como si hubiese regresado de la tumba y necesitase asegurarse de
que es tangible, porque por su aspecto pálido y oscuro casi parece
etéreo—. ¿Te estás dejando el pelo largo? ¿Y eso? ¿Y barba? Estás
más delgado...
Se entretiene en sacarle el pelo de la oreja para ver que le llega por
la altura de la mandíbula, y en tocarle la barba corta y rasposa de
mes y medio como si fuese la primera vez que ve pelo en la cara de
una persona.
—No sabíamos que venías —saludan Kyle y su bigote. Parece que
está más grande.
—He cogido unas vacaciones. —Gira la barbilla al escenario pero
Anthony le hace regresarla.
—Tienes la voz rasposa rasposa, ¿estás resfriado? —sopesa cual
perito—. ¿Y ya te están saliendo canas...? ¡Eso es del tabaco!
—Estoy bien —resuelve con la voz deteriorada, áspera, casi
afónica por los cigarrillos.
—Nino está allí —apunta Kyle. Los alumnos ya están bajando.
Marc echa un vistazo por encima del hombro. Es verdad, está
abrazándose y riéndose con las mejillas coloradas del esfuerzo junto
a las otras tres chicas. Se abraza con una pelirroja.
—Te ha echado mucho de menos —dice Anthony, pero no es nada
que no haya oído ya Marc. Tampoco debe ser en grandes cantidades
porque ni una vez lo ha escuchado de los labios rosas, Nino no ha
querido cogerle el teléfono ni una sola vez.
Nino se despide de Lara con la mano y andando hacia sus padres,
tiene que tener cuidado para no chocarse con un hombre que no se
aparta, y que..., ah.
Ahm.
Que es Marc.
Pero no lo parece. Está un poco menos..., un poco más... Para él, el
tiempo ha pasado doble o cuádruple. Por lo menos su estilo no ha
cambiado un ápice, todo lo que lleva es negro. Tan negro que el
contraste evidencia las briznas desordenadas de su pelo y barba que
ya no lo son tanto.
Parpadean sin decir nada.
Hasta que a Nino se le entrecierran los ojos.
Le bordea, ni siquiera le saluda.
—¿Nos vamos ya? Estoy cansado —le dice a sus padres.
Kyle hace una mueca con la boca, a Anthony se le entreabren los
labios. Marc, se da la vuelta y también se acerca al corrillo familiar,
confundido. Nino le está dando la espalda. Con esos zapatos todavía
queda por debajo de Anthony, así que en realidad rondará el metro
cincuenta y poco, y... ¿se ha hecho dos piercing en la oreja? No, tres.
—¿Has visto el ramo que te ha traído tu tío? —Anthony le redirige
los hombros para que se de la vuelta—. Rosas, como a los artistas.
Nino asiente vagamente. Son cinco, están bien abiertas, tienen un
forro rojo fuerte semitransparente y una cinta blanca con un lazo que
envuelve el cuerpo. Las ha visto, no está ciego.
Como no comenta nada al respecto es Kyle quien habla.
—¿Quieres irte? Pero si íbamos a cenar a La Redencione dela
Patata para celebrar tu función —pronuncia en un perfecto español
de estepa profunda—. Ya tenemos la reserva.
—No sé —se encoge de hombros desganado.
En las pocas palabras que pronuncia y de espaldas, Marc aprecia el
exacto tono dulce que recordaba, pero las sílabas le fluyen
ligeramente con más determinación.
—Venga va, vete a cambiarte. Y date prisa que yo sí que tengo
hambre —bromea Kyle.
Su padre le apremia pero él forja la expresión contraria a la que
había traído: dos puntos y un labio llano. Su tío hace un ademán
taciturno de apartarse para abrirle el paso, pero Nino lo bordea
diligente y sin mirarle, como a una silla más del recinto.
A Anthony se le ha quedado una cara de infinita pena, y Marc se
rasca la ceja sin nada que decir. Le había fastidiado que un simple
ramo de cinco flores costase veinte euros pero ahora se siente todavía
más estúpido, no sabe en qué mano ponérselo.
Camino al vestuario su sobrino se detiene porque le abordan otras
personas. Uno de los dos chicos con pinta de universitarios solo le
palmea el hombro y sigue hasta abrazar a otra chica pelirroja, pero el
segundo se queda plantado delante suya.
—Ese es Leonard, el novio de Nino —le comenta Anthony—. Lo
ha traído algún día a merendar a casa y es buen chico. Estudia
Medicina, le gusta hacer voluntariado en un comedor social y dice
que cuando se gradúe quiere prepararse las oposiciones para médico
y trabajar en un hospital público, o pasar un tiempo en África como
su madre, ayudando a niños que no reciben vacunas ni asistencia
médica.
Marc ve al, aparentemente sucesor de Jesucristo, sacar una
margarita pocha de las que había en los setos de fuera y mostrársela
a Nino con una sonrisa traviesa.
Su sobrino no se la coge, pero porque se le tira a los brazos.
El denominado novio, moreno y alto de aspecto galán, le
corresponde con una expresión un tanto socarrona, y seguidamente
Nino tuerce una pierna como una princesa en su cuento. Las
personas levantadas charlan y se mueven; a Marc le parece verle
mirar hacia aquí un instante antes de apartarle la cara.
Anthony le toca la barba y le somete a otro interrogatorio,
mientras, él cree intuir en la lejanía unos besos con lengua que un
señor en gabardina tapa sin querer.
11
El sobrino de Schrödinger

Esta mañana el sol tampoco brilla. El cielo se viste encapotado y el


ambiente gris. Las flores ya abiertas decoran sus pétalos con el agua
del rocío y se respira una humedad que cala las manos de frío aun
con los guantes enfundados. Ha amainado hace unos minutos. Los
setos verdes se han mojado y relucen entre las aceras salpicadas de
charcos, en un día pintado sin sombras que no enseña indicios de
mejorar.
Para todo lo demás el pronóstico es el mismo.
—Cielo, ahora que Marc se ha cogido vacaciones puede estar
contigo —está cuchicheando Anthony en el coche.
—Yo no se lo he pedido —contesta Nino desde el asiento de atrás.
Tiene los brazos cruzados bajo el pecho.
—Ha estado trabajando mucho estos años, le hace mucha ilusión
volver a verte ahora que tiene unos días libres.
—No se lo he pedido —repite en un murmuro. Tiene la vista en la
alfombrilla, Pelusa se ha amodorrado en su regazo—. Si le gusta
tanto trabajar puede seguir haciéndolo. ¿Por qué ha vuelto ahora, y
no antes, o después? O nunca.
—Nino —se mete Kyle, que también está alucinando—. Tu tío
tenía muchas ganas de verte, llamaba para preguntar por ti y saber
cómo te iba el colegio cada semana.
Es verdad, pero eso ya lo sabe de todas las veces que se negaba a
cogerle el teléfono. Se encoge de hombros con desgana.
Anthony y Kyle se miran entre sí.
Cuando Marc se fue, Nino se pasó un mes encerrado en casa sin
siquiera quedar con Lara. No quería hablar con nadie, no quería
cocinar, en su lugar consumía libros, bebía películas en un luto que
achacaron a su partida porque siempre le entristecía, pero
inexplicablemente esta vez amplificado. Entonces salió del cuarto,
sacó cosas, metió otras, lo pintó; lo transformó y se transformó él,
por fuera, como si al reformar la fachada el cambio fuese a calar.
Pero volvió a preparar bizcochos sin azúcar para el perro del vecino
que cumple el mismo día que Pelusa.
Por eso no entienden esta actitud. Creían que lloraría de alegría.
—Marc no se fue porque quiso, cielo, su trabajo le hace viajar y ha
estado ocupado ayudando a otras personas.
—Pues que vuelva a irse —se encoge de hombros y se ajusta las
manos en los brazos cruzados—. Que las siga ayudando, yo no se lo
quiero impedir.
—Hijo, sentimos que vayas a perderte esa escapada a la sierra,
pero a tus amigos puedes...
—Ya lo tenía todo preparado —refunfuña a su vez.
—...verlos todos los fines de semana, y a tu tío no sabes cuándo vas
a volver a verle.
—No quiero verle.
Marc tiene la vista puesta en un escaparate y camina despacio por
la acera. No se han dado cuenta de que tienen una ventanilla abierta,
y en esta vía silenciosa rondando la hora del almuerzo, escucha la
discusión claramente desde que ha bajado de su coche.
Nino les echa en cara que solo quieren dejarlo con Marc para irse a
un hotel, pero alega que ya es mayorcito y puede quedarse solo.
Luego, más alto, pide que le dejen con la abuela aceptando
dramáticamente que quieren «fastidiarle la vida social» sí o sí, pero
Anthony le responde, en el mismo tono que se está elevando
demasiado, que así puede recuperar tiempo con su tío.
—¡Yo no tengo nada que recuperar! ¡No se me ha perdido nada, se
le habrá perdido a él!
Marc camina cada vez más lento, repensándose ir hacia atrás. No
llega a acercarse del todo, levanta la mano y saluda de lejos para que
le vean por la luna de atrás. Kyle se baja del coche.
—Qué tal, cuñado. —Saca una mochila gris del maletero, sobria,
austera; se la da a Marc que se la echa al hombro.
—Aquí estamos.
—Nino sigue un poco cabezón pero no le eches mucha cuenta, se le
tiene que pasar. Está en esa edad.
Anthony le saluda por el retrovisor pero no se levanta. Desde aquí
se le ve la cara de agotado de trabajar. Para eso es la escapada
organizada con prisa y por eso Marc tampoco le ha puesto muchas
pegas a esta idea que ya a priori y solo con ver la expresión que puso
Nino pintaba mal.
—Tenía muchas ganas de verte —añade su padre por él.
La puerta de atrás se abre con un pie y se cierra de un portazo.
Nino camina hasta el coche blanco con los brazos cruzados y sin
mirarles, envuelto en una sudadera gris que le queda grande y deja
parte de su hombro al descubierto, y con unos leggins que le marcan
y aprietan las piernas.
Pelusa le sigue con el rabo en alto saltando los charcos.
—Está así porque se quedó triste cuando te fuiste —dice Kyle
cerrando el maletero—. No está enfadado de verdad, solo te ha
echado de menos. —Marc le da la razón hasta que se despiden, y ve
al matrimonio marcharse a otro intento de Kyle por despegar a
Anthony del trabajo.
Se encuentra a Nino “no enfadado” al lado de la puerta, con cara de
malas pulgas y aporreando con la punta de la zapatilla furiosamente
el suelo. Le queda discorde esa expresión en su cara fina. O puede ser
que no se la había visto antes.
Cuando pulsa el mando Pelusa y él se meten detrás.
—¿No me hacéis compañía aquí? Así más bien parezco un chófer
—bromea, y tiene que carraspear por forzarse a hablar en alto.
Nino no le contesta así que sintoniza un canal con música de los
noventa, pero no la pone demasiado alta para poder hablar.
—Si no te gusta pongo otra emisora. —Le mira por el retrovisor
central mientras conduce. Él ni se queja ni lo desmiente—. Esta
mañana he comprado ingredientes para cocinar. Y dulces de
Navidad, estaban de oferta.
«Estarán de oferta porque estamos en marzo, Marc».
—No tienes que cocinar tú —aclara—. Es por si quieres que
preparemos algo.
Le viene una tos seca que se aclara en un carraspeo bronco.
—He ordenado un poco la buhardilla, si ves que faltan dinosaurios
es que los he cambiado de sitio o los he guardado —suelta de pronto,
como si fuese una cuestión de cumbre mundial.
Cuando llegan a casa para la hora del almuerzo es más de lo
mismo, Nino saca un portátil de su maleta y se tumba en la cama.
—¿No tienes hambre? —Nino niega con la cabeza.
Escucha un sonido de sirena amortiguada que no comprende hasta
que Nino descuelga la llamada de Skype y se mete los auriculares. Su
voz más masculina pero todavía dulce y su risa aterciopelada florecen
de vez en cuando mirando la pantalla.
Se peina los mechones oscuros, pensativo.
—Voy a hacer pasta, ¿quieres?
—No, gracias —resuelve enseguida.
Marc lo escucha hablar de libros, después sobre una colecta de
alimentos, luego reírse recordando algo que hicieron la última
quedada... Parece que la persona al otro lado le cuenta muchas cosas
y muy graciosas.
Saca los cacharros mirándole de reojo. No sabe si va a escucharle
con los auriculares pero lo intenta de todas formas.
—Has cambiado de estilo —referencia su ropa. No lleva nada del
otro mundo, no obstante es Nino. Sin pizca de rosa—. Me gustaba tu
pelo rosa.
—A mí no.
—¿Qué? —levanta una ceja, confundido—. ¿Por qué?
—El rosa es un color infantil —resume despacio con primorosa
profesionalidad, con su vocecita.
—Ah, no sabía.
Marc no comprende cómo puede ser infantil o adulto un color.
¿Los colores pastel o cálidos son infantiles y los apagados o lúgubres
de adulto? Y no le ha visto en la mochila el llavero que le regaló, que
lo llevaba a todas partes..., y ha cambiado su funda del móvil
saturada de estrellas y cositas con purpurina a una sencilla y
transparente que deja a la vista una pera mordida.
Se rasca la nuca con dos dedos.
—A mí no me parece infantil... Te he traído algo de Ámsterdam
pero ahora no sé si te va a gustar —Sonríe con reparo, echando un
ojo a la bolsa apoyada contra el armario—. Yo creo que estabas muy
mono.
—¡Tengo diecisiete años no quiero ser mono! —salta.
—¿...Ese chico es amigo tuyo? —pesquisa para cambiar de tema,
por hablar de algo; pero es una pregunta bastante estúpida. Si está
hablando con él obviamente no va a ser un cobrador del frac. Como
le ignora, agrega por si no le ha oído—. ¿Del cole?
«¿Del... cole?».
—Voy al instituto, y Leonard es mi novio.
—Ah, tu novio. —No lo ve bien desde aquí ni se fijó en su cara el
día de la función, pero intuye el mismo pelo moreno y rizado del
chico al que le plantó un beso—. ¿Y cómo os conoc...?
—Es lo que pasa cuando te vas tres años, que te pierdes cosas.
Los azules se expanden; Nino ni siquiera ha vacilado al soltar ese
tono condescendiente. Saca un tenedor y lo coloca en fila con los
ingredientes, retardado. ¿Y el sobrino dulce que jugueteaba con los
dedos y acababa las frases con puntos suspensivos? Goza de su
mismo aspecto por fuera, crecido y vestido en otras tonalidades; pero
el aura ha mutado. Ahora es... incómodo.
Sus ojos se entrecierran con condena, porque le dan la razón. Debe
haberse perdido muchas cosas estos tres años; no se antoja con el
derecho a reclamar.
—¿Quieres salchichas y queso en la pasta?
Obtiene un encogimiento, pero de todas formas prepara
cantidades para dos personas. Encaja la pasta en el agua caliente y la
observa hundir hasta cubrirse; no escucha lo que dice el chico de la
pantalla, pero su sobrino ríe en tono endulzado cada poco y agita
reposado los pies al aire, rascándole a Pelusa.
Sus espaguetis también los come en la cama, porque al parecer se
puede ver la televisión en el ordenador. Él es más convencional y la
ve desde el sofá, o al menos la tiene encendida. Advierte a su sobrino
enrollar el tenedor embelesado en lo que sea que está viendo, se ha
puesto los auriculares, no escucha. Es como un cuadro. Enmarcado
por la ventana y su luz Nino es el protagonista de una instantánea
con filtro cristalino; pero como las esquinas de la cama y la colcha de
dinosaurios son las suyas, alrededor el ambiente a Marc se le antoja
frío y apagado.
Le ve sacar el cargador del portátil de la mochila, y cuando lo
enchufa estirazado y se reincorpora derriba la mesita entera.
No le culpa, solo son libros apilados.
—Yo los recojo —le disculpa.
Pero Nino los agrupa, los deja bien alineados; no recuerda la
escaleta anterior pero levanta un arcoíris de lomos. El de Fahrenheit
451 tiene la portada en relieve. Asimismo halla ediciones de páginas
amarillentas de Un mundo feliz y 1984, uno de Stephen King, tres de
Jane Austen con dobleces y redondeles de lápiz... Hay un batiburrillo
de géneros y ediciones.
—Puedes llevarte los que quieras, yo ya los he leído.
—No, gracias.
Lo deja tal como estaba con un plus de embellecido, con adhesivo y
aretes pasaría por mobiliario de diseño; y sigue comiendo. A Marc no
le da tiempo a sacar un tema de conversación que no reciba un
monosílabo antes de ver cómo Nino se acaba el plato, se levanta, se
retoca y alisa el pelo y se baña en una colonia fuerte de cítrico ácido.
La buhardilla queda ambientada en la esencia artificial y oculta el del
polvo que no ha tenido tiempo de limpiar.
—¿Qué es... eso que llevas? —consulta conociendo de antemano la
respuesta. Es una gargantilla roja con la tira de terciopelo y,
colgando en el centro, una anilla metálica de plata similar a la de las
correas de los perros.
—Un choker.
—Y lo... ¿y eso?
—Un piercing.
Preocupado, ve cómo su sobrino se arregla para quedar con sus
amigos, recién dejado atrás el invierno, con una sudadera que deja a
la vista su ombligo y una discreta estrella de imitación diamante. La
parte de arriba plateada hace juego con unas botas tipo montañero
que parecen de marca, y sus pantalones sueltos, blancos y de estilo
chándal, dejan perfectamente marcable su trasero redondeado de
practicar baile a poco que se mueve. Es aún peor cuando le suena el
móvil y apoya una rodilla en la cama medio a gatas para atraparlo, es
como si no llevara ropa interior.
—¿Tus padres te dejan salir así? —musita tan humilde que la
llamada se le superpone.
—¡Ya bajo, Leo, estoy saliendo! —expresa meloso y bien en alto
escogiendo una chaqueta. De su tío se despide con un sucinto
«¡Adiós!» y sin hora de regreso.
Con la mente en blanco, Marc ve a Pelusa beber de su cuenco.


Horas más tarde, Leonard le rodea la cintura. Es un poco pasional y,
aún sentado en el copiloto, hace a Nino tambalear; le estira el
cinturón de seguridad aparcados frente al bloque de Marc.
—No te vayas tan deprisa.
Con el rock de Black Holes de The Blue Stones, el parabrisas
encendido por una llovizna que repiquetea el todoterreno negro y el
tapizado forrado de cuero gris, Nino regresa la espalda al asiento.
Han pasado la tarde en el centro comercial. La luz ya se ha ido
cuando echa un vistazo por la luna delantera y revisa el cielo. No
tenía pensado volver tan tarde, pero después del cine todos querían
pasar por los recreativos, y ha tenido que insistirle mucho a Leo para
que le devolviera a casa antes de que ellos tres se vayan a cenar ahora
al McDaisy.
Lara y Jack se están dando el lote en los asientos de detrás.
—Mañana tenéis que madrugar para ir a la sierra...
—Dormiremos en el autobús.
Leo le echa un vistazo a su cara hoy esquiva. Le pone una mano en
el pantalón y repasa en una caricia firme hacia abajo la tela fina,
luego, juega a darle vueltas al piercing de su ombligo.
—Va a ser muy aburrido sin ti.
Nino evita comentar al respecto. Hasta hace un par de días, tenía
por seguro que el fin de semana en la nieve, entre amigos y hoteles
de madera y pinos significaba aprovechar bien por las noches la
habitación de treinta euros la jornada para... Bueno.
—Mi tío está esperándome arriba...
—Estás raro.
—¿...Yo?
—Sí —recalca recostándose en su asiento, echa la cabeza atrás; se
le levantan los picos de su chaqueta de cuero—. Has estado muy
callado hoy, y no has querido comprar ingredientes ni ver piercings
—Señala sus manos desnudas de bolsas.
Nino le mira a él, a Leo, con sus cejas marrones, su pelo rizado, y
su complexión deportiva de golpear en el béisbol por las tardes. Éste
menea la cabeza esperando una explicación al respecto.
—No le dije a qué hora volvía, y estará preocupado, así que...
—¿Qué te pasa con tu tío? —levanta algo de más la voz por lo que
desconcentra a los dos tortolitos de atrás—. «Tengo que volver
pronto», «mi tío está solo en el piso», «no puedo ir a la nieve con
vosotros porque me quedo con mi tío». Si tanto te agobia la situación
pasa de él y vente. Tienes diecisiete, tus padres no pueden obligarte a
estar ahí. ¿Y no has dicho antes que está siempre trabajando y pasa
de ti? ¿Qué más da entonces que te vengas?
—No pasa de mí, yo paso de él —contesta firme.
Y medita, si verdaderamente de haber insistido un poco más sus
padres habrían cedido a dejarle solo en casa.
—Nene, yo tengo tíos y primos que veo una vez al año. No te
martirices. Que sea familia no significa que tengas que llevarte bien.
—Lo que le pasa es que está enfurruñado porque de chico estaban
muy unidos en plan casa de la pradera y ahora el otro va a su bola —
interviene Jack a cuenta de nada.
Nino se tuerce el cuello para mirarlo, ¿cómo demonios tiene él esa
información? La respuesta está en la mueca culpable de Lara. ¡No
puede creer que se haya chivado! Aunque debería haberlo visto venir.
Con solo dos porros Lara ya se pone a hablar sin parar.
Que por cierto, ahora tendrá que ver cómo airearse el pelo y la
ropa. Aunque él no haya fumado ha estado cerca y está seguro de que
Marc como policía tiene que reconocer el aroma a marihuana a tres
kilómetros a la redonda. Por muy medicinal que Leo y Jack la
defiendan prefiere evitar preguntas.
—Lo siento —A Lara le tambalea la mano al intentar acariciarle
mejilla; el blanco de sus ojos está rojo y sin querer casi le mete un
dedo en la nariz. Nino se la aparta despacio y con un suspiro.
—No importa...
—¿Estabais muy unidos? —le busca Leo los ojos. Primero uno
luego el otro, queda mirando el falso como si fuese el verdadero.
Normalmente eso es lo que hace todo el mundo, se confunden;
excepto sus padres y Marc.
—No.
—¿Por qué no me habías contado que estás triste? Mierda, sabía
que te había notado raro.
—No es para tanto... —Abre la puerta de una vez.
—Yo quiero que me cuentes todo lo que te pasa. Te dije que me lo
contases todo. Nene —Le hace mirar al agarrarle la muñeca con
fuerza—. No te quiero ver así.
—No te tienes que preocupar...
—Sí, por supuesto que me preocupo.
Leo siempre es muy cariñoso. Por ejemplo, le roba besos y abrazos
que no se espera delante de todo el mundo, y por Whattza le
pregunta qué hace a cada momento y le pide fotos, porque dice que
no soporta pasar la entresemana entera sin él. También le insiste
mucho en que le cuente cada detalle de su día o de su vida, «quiero
saberlo todo de ti» suele decir, «Cuando me gusta alguien estoy al
ciento por ciento. ¿Tú no?», o «Eres la persona más especial que he
conocido» y acto seguido le da un beso.
Nino promete que sí, que lo próximo se lo contará..., y se inclina
para darse su usual pico de despedida. A Leo el roce le parece
insuficiente y lo retiene en uno con lengua. A él se le hace raro. Como
que todavía no llega a acostumbrarse a los besos franceses, a mover
la lengua... Es complicado. Y se agobia preguntándose hacia qué lado
debe ir o cuándo parar.
Al bajar se lleva una caricia en el trasero. Lara lo despide asomada
por la ventanilla como si partiera a la mañana siguiente al frente de
guerra.
Marc está sentado en el sofá con los brazos cruzados, la barbilla
ladeada, la cabeza gacha y los ojos cerrados cuando entra a la
buhardilla. Puede escucharle roncar con suavidad acorralado por una
tribu de papeles que se esparcen por toda la mesita, trepan por el
sofá y saturan los cojines.
Él tampoco le despierta. Todo eso tiene pinta de informe policial y
lo confirma en cuanto ve el sello con el escudo en las esquinas. Al
parecer, se ha molestado en volver a casa pronto para nada, porque,
cómo no, Marc ya está muy ocupado trabajando.
Aunque parece que él también ha salido. Ha tenido que salir para
traer la gigantesca caja de adornos de Navidad que ha brotado en
mitad de la buhardilla, antes no estaba.
—¡Dabg! —se despierta Marc en un repullo, con las manos a la
cabeza en un ademán de agacharse y protegerse las orejas; le mete
un buen susto y despierta a Pelusa en la cama.
Se incorpora con dilación y confundido, el corazón golpeándole
repetidamente el pecho. Ve a su sobrino a punto de beber agua en la
cocina pero detenido, observándole con sorpresa.
Tose arreglándose con una mano por el pelo, a posteriori la barba
lampiña, como si también hubiera podido deformarse.
—No te he oído entrar. —Guarda los documentos en una carpeta.
Lo hace más o menos tranquilo, pero queda en evidencia la prisa por
que Nino no lo vea—. Hay polvorones en esa cesta.
Nino deja su vaso sobre el microondas. Marc está obsesionado con
que haga las comidas religiosamente, es la base de su pirámide de
prioridades. Pero en todo caso sería la hora de cenar.
—He merendado fuera.
—También hay roscos —comenta cuadrando las hojas, se mira el
reloj de la muñeca en un acto esporádico de celeridad—. El súper
cierra en un par de horas, si quieres algo dímelo y bajo ahora.
¿No le ha escuchado?
—Ya he merendado.
—He comprado turrón, mazapán, almendras...
Marc está rarísimo.
No es su aspecto, y no es porque le haya dado por comprar
compulsivamente comida y adornos navideños en pleno marzo; es
que no para de zarandear manos y cuerpo entero enumerando lo que
ha traído. No pondría la mano en el fuego, pero es como si
estuviese... nervioso.
Intenta rememorar la última vez que ha visto a Marc nervioso pero
debió ser en otra vida porque no le viene un solo ejemplo.
—¿Decoramos el salón? —sugiere además, al punto del ruego.
Nino tantea los dulces pero no se decide por uno.
—La Navidad pasó hace tiempo...
—Yo me la perdí. ¿Me quieres ayudar?
Encoge los hombros.
—¿Te da igual? —levanta sus cejas negras—. Si siempre vienes a
ponerle sombrero de Papá Noel a mis dinosaurios. Te gusta llenar los
estantes de luz y adornos. —De entre todos los cachibaches escoge
una guirnalda. Abre los flecos aplastados—. Te pones tan triste
cuando hay que recoger que eso siempre me toca a mí.
—Me gustaba —recalca.
Marc o no le escucha, o simplemente lo pretende.
—Hoy no hace falta que te aupe para poner la estrella. Aunque
tampoco te habría hecho falta —se jacta del arbolito. Va sacando
esferas y serpientes centelleantes. Las esparce por el sofá, las lanza,
con tiento pero desatención; alguna de las pelotas de plástico rebota
al suelo y Pelusa se la pide. Le da zarpados con la pata, golpea el
adorno hueco y lo persigue con el plumero en alto. Él sigue
extrayendo brillantes del cartón sin fondo.
¿Pero cuánto dinero se ha dejado? Hay una cantidad considerable
de tonterías.
—¿Recuerdas cuando hicimos la casita de jengibre? Como
manualidad bien, pero sabía a periódico. —Tose un par de veces
raspado, se acuclilla a recoger la guirnalda que se le cae; y sigue.
Marc habla, y habla, entabla un monólogo. Que si Nino soltó un
gritito muy gracioso una vez que él se disfrazó de Papá Noel, que si
todavía conserva el osito de peluche gigante que le regaló hace unos
años, que si ponía una cara muy rara cuando comía los mazapanes
que antes odiaba pero ahora adora...
A Nino se le va frunciendo el ceño.
Que si era adorable dejándole agua a los camellos y vasos de leche
con galletas a los Reyes Magos, que si estaba muy mono el año que le
regalaron el traje de guerrera Sailor con la tiara y la varita, que si le
apetece preparar su tradicional tarta de queso con frambuesa...
—Deja de hablar como si todavía fuese un crío —le corta alzando
la voz.
Marc no termina lo que sea que estaba diciendo. Le ha sorprendido
su apóstrofe dominante, incluso con su voz suave que no da más de
sí.
Enseguida sonríe a modo de disculpa.
—No quería insinuar eso.
A diferencia de esta mañana Nino ahora sí que le está haciendo
caso; le fulmina con su ámbar. ¿Por qué?
Puede que se haya pasado un poco comprando en la tienda.
—Quiero que te sientas cómodo. —Exhala con un movimiento
lento—. Sé que no querías que te dejaran conmigo.
—No quería que te fueses —bisbisea con pesadumbre.
Marc desliga el adorno de su mano a la caja; se peina la ceja
mirando el parqué antes de verle otra vez. Tendría que haber puesto
de fondo uno de esos villancicos espantosos. Sería mejor que esta
tensión que se está chupando el oxígeno del cuarto.
—No quería estropearte el fin de semana.
Ve cómo su sobrino bordea el murito que delimita la cocina y sale
de ese metro cuadrado, pero no se equipa con sus auriculares ni se
tira en la cama a ver la tele; se le aproxima.
—¿Por qué has vuelto? —La buhardilla es minúscula y lo encara,
desde abajo, en pocos pasos. Así que Marc puede confirmarlo mejor:
Nino está... guapísimo, adorable con el pelo de su color natural y las
cejas fruncidas.
No sabría decir si este es ya su aspecto normal, dulce sin quererlo
porque no va a crecer más, o si no tiene nada que ver con su imagen
sino que así es como lo ve Marc. Para él Nino porta simultáneamente
dos estados: casi adulto y todavía niño.
Lo que vendría a ser el adolescente que le está dirigiendo esta
expresión furiosa.
—Quiero pasar tiempo con mi sobrino.
—Eso es lo que dijiste justo antes de irte.
Marc baja la cabeza.
—Incluso ahora estabas trabajando.
—No es trabajo —la levanta.
Nino afina los ojos. Sonríe melancólicamente.
—Si no es trabajo no es secreto policial.
—Pero es aburrido —le depone a la mano que se extiende a él.
No quiere apartar a Nino de mala manera, pero tampoco va a dejar
que revise estos papeles. Levanta la carpeta en alto para alejarla del
suelo. Le hubiese funcionado con un Nino de hace tres años y cinco
centímetros menos: de puntillas como un bailarín no, pero de un
salto roza la carpeta. Pese a que no la atrapa, consigue de manera
involuntaria flexionarla hacia atrás. Se resbalan las hojas en cascada.
—¡No mires! —brama Marc súbitamente, hace a Nino dar un paso
atrás, una contracción muscular automática que pregunta dónde está
la bomba. Marc arruga un par al aire y pisa las que caen bocabajo con
la bota sucia—. No lo mires —Se le quiebra la voz y tiene que toser.
Aunque quisiera verlas no podría; Nino ha quedado descolocado y
Marc se agacha tan rápido que no le deja sacar nada en claro. Le
parece ver que una de ellas es una foto, otra una tabla con números
decimales. No está seguro. Ha quedado aturdido porque es la
primera vez que Marc le grita. Además, ha rozado su mano al saltar y
estaba tremendamente fría.
Le ve engurruñarlas y guardarlas de mala manera, así la carpeta no
cierra.
Nino cruza los brazos en el estómago, se protege de la acidez...
Destartalado. Un coche que se ha quedado fuera en una lluvia de
barro. Se sorprendió el día de la función pero se negaba a
exteriorizarlo: Marc está... desvencijado. Esos músculos que
profesaba de trabajar en el GEO se han ido aplanando, siguen
meridianamente en su lugar por su estructura genética, y las ojeras le
han comido espacio. Al todo se le añade que, ahora que está
agachado, le ve más canas de las que parecía desde abajo; sin olvidar
que tiene la exacta edad de sus padres.
«¿Qué le ha pasado en estos tres años que ha estado fuera...?».
Le da igual.
Le da igual porque no es culpa suya. Y puesto que él a este hombre
ya no lo conoce, tampoco es asunto suyo. ¿Se supone que debe actuar
como sus padres, fingir que el tiempo se ha congelado mientras él se
iba y volvía? No es un perro de un videojuego. No ha estado
esperándole con el rabo en alto.
Y no es el comodín de cariño para el tío solitario.
—Lo único que te importa es tu trabajo —espeta en voz alta.
Marc deja de ordenar apresuradamente los documentos.
—Estás aquí de paso, y cuando terminen tus vacaciones te irás
otra vez, como haces siempre. No sé si te han obligado a cogértelas, o
si te has aburrido o te has sentido solo y te has acordado de que
existo, pero yo no te importo. No has aparecido por tres de mis
cumpleaños ni en verano ni los diciembres. ¿Y ahora qué? ¿Has
venido porque quieres pasar tiempo conmigo? Pues lo siento, pero
soy yo el que ya no quiere verte, porque si vas a —Le brota un
pequeño gallo sin embargo sin perder ritmo pone los ojos en blanco
molesto con su propio cuerpo y le esquiva la mirada, se clava en el
ropero—. Si vas a irte otra vez por mí puedes hacerlo ya.
Marc abre la boca; pestañea varias veces sin sacar palabras.
—Además —Encoge Nino los hombros. Habla dejando espacios,
porque pronunciarlo ocurre tan efímero que es un insulto al Nino
que los ha visto pasar con eterna pesadez—: Han pasado tres años.
Ni siquiera te conozco ya. Es que no sé quién eres; para mí solo eres
un desconocido. Supongo que tú siempre lo has sabido, me lo dijiste
en el acuario, pero yo me he dado cuenta ahora que ya no me
importas.
Marc late con aturdimiento. No hace nada más, eso: late, respira,
su cuerpo lo hace por sí mismo. Definitivamente se ha perdido
mucho en su escapada imprevista; el sobrino tímido que no
terminaba una frase sin balbucear se ha evaporado, no es el
adolescente que le mira ahora con desinterés. Con desdén.
—No me fui porque quise —susurra Marc, no obstante el rechazo
no se debilita un ápice.
Asiente muy pronto; se desajusta el cuello de la camisa porque se
ha ceñido solo y le aprieta la nuez.
—Siento que... —comienza, pero no sigue; otro pensamiento se le
cruza la cabeza a peligrosa velocidad: las fotos que le ha estado
mandando Anthony por carta divergen de la realidad, el Nino del
papel exponía sonrisas enormes que le recogían los carrillos. Y no es
que éste sea un Nino distinto, es que está él delante. Ha sido llegar él
y destruirle esa felicidad.
Aprieta los dedos en la carpeta engordada de papeles. Pega una
bocanada impuesta que le mete el aire a trompicones.
—Siento que te haya tocado yo de tío, princesito —sonríe amargo
con las cejas levantadas, pero está mintiendo porque la frase está
rebajada. Habría de ser un «Menos mal que te encontré unos padres
de verdad» que no pronuncia porque no tiene mérito. Si no hubiesen
sido Anthony y Kyle hubiesen sido otros... se habrían matado por él.
Con un movimiento lento y torpe, Marc descuelga su bomber de
siempre y abrocha la cremallera hasta arriba. Coge las llaves del
coche antes de salir y cerrar la puerta con cuidado.
La buhardilla queda sumida en el silencio.
La serpiente plateada de flecos que trasteaba Marc se ha quedado
entre estar y no en la caja, y Nino la ayuda a meterse dentro. Recoge
el resto de adornos tirados por el sofá y cierra detrás las solapas del
cartón.
Pelusa, que parece haberse enterado de cada palabra que ha salido
de los labios de su humano, le juzga desde el sofá.
—¡Yo no esperaba que se fuera! —se defiende.
Porque, ya ha oscurecido, y hace frío suficiente como para
resfriarse. ¿Para qué se va? Además es su buhardilla, su casa, no
tenía que marcharse. Tenía que... tenía que devolverle las palabras.
Tenía que darle una explicación de porqué Annie estudiando en
Estados Unidos y la abuela perdida en Oceanía venían sin falta cada
cumpleaños, pero su silla al otro lado de la mesa era un hueco vacío.
¡Tenía que pedirle una disculpa, no fluir como un ente hasta la
puerta y cerrarla sin perturbar la celulosa de la madera!
Le palpita muy deprisa el corazón. En la garganta, no en el pecho.
Entrelaza los diez dedos en un puño conjunto que se lleva a la boca,
muerde las uñas de los pulgares obtuso. ¿Adónde habrá ido?
¿Abriga lo suficiente esa bomber vieja que pasea por medio
mundo? ¿A qué hora de la noche o la madrugada piensa volver
exactamente? ¿Le espera para cenar o él cenará fuera?
Con paso dubitativo y una mano temblorosa por la tensión, va a la
cocina a revisar qué puede hacer para cenar. Enseguida verifica que
efectivamente Marc pasó por el súper esta mañana. La luz de la
nevera queda medio tapada por bandejas apiladas de comida. Hay
sobre todo champiñones, pero en general una variedad considerable
de hortalizas. En un bol pequeño hay cerezas rojo escarlata y justo
debajo una barriada de fruta, y queso vegano, y membrillo, y zumo...
Es como si hubiese estirado el brazo por una balda y hubiese traído
todos los productos de la tienda.
Meneando bandejas le vibra el iPear en el bolsillo.
En la pantalla ve a sus dos padres, unos diez años más jóvenes, con
unas montañas de fondo y unas mochilas gigantescas en el suelo de
lo que debe ser la cumbre; Kyle abraza a un Anthony despeinado y
colorado que parece a punto de desmayarse.
Cuando papá vea que la tiene de perfil le va a liar la del pulpo.
—Hola, hijo. ¿Cómo va el fin de semana?
—Bien —miente, erguido tanteando una manzana. Pelusa se
estiraza con el rabo en alto y se refrota en el estampado de T-Rex de
un cojín. Ah, ya no hay papeles a la vista. Ni... tampoco ve la carpeta.
Frunce el ceño y deja quieta la manzana.
Evidentemente.
Marc se ha llevado la maldita carpeta para trabajar en otra parte.
—Tu padre y yo ya hemos vuelto, estamos en el taxi a casa ahora
mismo y... Estoy —se corrige. Cuchichea algo que no se escucha bien
y luego sigue; pero Nino no sabe si se entrecorta la llamada o es su
padre el que lo está haciendo—. Anthz está... Ha habido un
problema con la empresa, y ha tenido que...
—¿Puedes venir a recogerme?
Hay un silencio. Nino pestañea intentando que no se le doble la
voz a la próxima palabra.
—¿No quieres pasar la noche allí?
—Marc tiene trabajo, y yo no quiero molestarle más.
—¿Trabajo? —No les dijo nada, y se supone que está de
vacaciones. Ya se imagina la regañina que le echaría Anthony si
supiera que está usando sus vacaciones para trabaj... Se tantea la
nuca consciente de la incongruencia que significaría eso.
—Sí. Está muy ocupado —insiste con los párpados entrecerrados
—. Y todavía puedo ir mañana a la sierra con Lara, Leo y Jack.
—Pues, no sé hijo... ¿Estás seguro? No sabes cuándo se va a ir.
Nino encoge un hombro. ¿Importa? Se irá de todas formas, así le
dolerá menos.
¿Qué quieren que haga si no? ¿Que le vuelva a llamar “tito” y se
sonroje cuando esté cerca? Él ya no es ese. ¿Es un cambio muy
brusco? Será lo que tiene que te deje de importar lo que piense de ti
una persona a la que le dices que la amas y acto seguido desaparece.
Porque Marc se fue porque quiso. Marc estaba herido, y según
Internet una herida en el abdomen tarda meses si no años en curar
correctamente, es inviable que le readmitiesen tan pronto en el grupo
de operaciones especiales. Por no decir lo curioso que resulta que le
surgiera el trabajo justo después de su confesión y que ni siquiera se
despidiera. E incluso, dándole el remoto beneficio de la duda y por
un casual de verdad tuvo que irse por trabajo, ¿cuales son las
opciones?
¿Se largó por su culpa, o se largó a pesar de él?
Se sorbe la nariz con fuerza.
Desde luego cuando vuelva a irse no piensa llorar.
—¿Me pasas a tu tío?
—No está. —Intuye en los segundos de espacio un Kyle
confundido—. Está trabajando, por eso. Ha estado trabajando en el
sofá y ahora se ha ido, no sé a dónde.
Kyle parece pensar. No está en la mejor de las condiciones para ser
objetivo. Acaba de perder la oportunidad de pasar unos días con su
Anthz encerrados en un hotel sin más preocupaciones que aliviarle el
estrés cuando ha sonado su maldito móvil del trabajo para
arrancárselo de los brazos.
Siempre es igual. El trabajo, el trabajo, el trabajo.
—Pues. Bueno..., pero avísale, ¿vale? Llámalo tú ahora. Mi taxi
está ya por el instituto, así que estaré allí en cinco minutos. De todas
maneras piénsatelo en lo que yo llego que no sabes cuándo va a
volver tu tío cuando se vaya.
—Sí. —Con el teléfono en la oreja recoge lo que ha llegado a sacar
de la mochila, básicamente la plancha y un par de jerséis que al final
no se ha puesto. Pelusa le ve cerrar la cremallera con las orejas en
alto.
Reuniendo sus pertenencias se topa con la bolsa que le ha traído
Marc de Ámsterdam, la observa de lejos con desapego. Acaba por
asomarse mientras su padre le pide que se lo repiense, que solo son
un par de días con Marc. Parece un jersey de Sailor Moon. Asoman
los principios de las mangas que son de color Barbie y el resto es rosa
chicle.
Se frota la manga de su sudadera gris en los ojos y se lleva un par
de gotas de agua. El jersey lo deja ahí.
Si Marc hubiese estado aquí habría sabido que detesta el rosa.
12
Destrudo

—Venga, porfavooor.
—Te he dicho que no —zanja un Marc en los veinticinco.
—¿Por qué? No va a pasar nada —se ríe Dab, pero enseguida se
enfada con un dramatismo exagerado—. Venga tío. En serio.
Marc sonríe abiertamente. Le gusta ver cómo no ha cambiado una
pizca. Se despegó a los dieciocho de él, de Ayo, de Berna y de todo ese
submundo sin volver a pisar ni el Trébol ni La Familia, sin dirigirles
la palabra y sin explicarles por qué.
Pero aquí está Dab. Lo tiene sonriéndole delante como si no
hubiesen pasado siete malditos años en medio.
—¿Es que no confías en mí?
—¿Para qué la quieres?
—Para usarla. ¿Para qué la voy a querer?
Marc gruñe.
—Va, que nunca he cogido una. Quiero sujetarla, tocarla, ver cómo
son de cerca. No se va a enterar nadie. ¿Te has convertido en uno de
esos polis rectos y estirados que ni siquiera le prestan la pipa a un
colega? ¿Ya no somos amigos? Pues si no me la prestas no cuentes
conmigo para la operación —le chantajea, y se acomoda con sobria y
definitiva superioridad.
Marc sabe que miente. Hace un momento cuando le ha contado su
propuesta de cerrar La Familia con ayuda del GEO ha expresado las
mismas caras de confusión extrema, recelo de supervivencia y
disimulada ilusión, por ese orden, antes de aceptar como Bernadett
hizo ayer.
Dab afina la vista en mitad del calor.
—¿Por qué ahora? —pregunta el pelirrojo abandonando el tono de
mofa. Pega un trago a la cerveza.
—No es ahora, es desde siempre.
—Ya, pero ¿por qué intentas cerrarla ahora y no hace dos años, o
hace diez? Y con el GEO igual, ¿por qué no te metiste desde el
principio, qué te dio ganas de intentar que te maten? —se burla.
Él intenta echarse atrás el flequillo azabache, por costumbre, no
recuerda que lo ha perdido. Es una de las normas que rigen al cuerpo
élite de la policía: nada de pelos largos. En su lugar, expulsa el
aliento en un soplo. No se esperaba esta clase de preguntas; aunque
supone que después de haber pasado de él tanto tiempo le debe al
menos la entrevista.
—Tengo un... sobrino, se llama Nino —comenta con reticencia, ve
por el rabillo del ojo la sonrisa burlona de Dab gritándole que se ha
vuelto un blandengue—. Entré en el GEO por él. No quiero que
crezca en el mundo que vemos nosotros.
Apoya su cerveza “sin” en la mesita de rejilla blanca oxidada que
alguien ha abandonado aquí, como estas sillas de jardín carcomidas
por el solano. Le explica cómo lo encontró, cómo lo adoptaron, cómo
hincha las mejillas cuando no entiende algo pero le da vergüenza
preguntar y simplemente se te queda mirando desde abajo
esperando angustiado a que le leas el pensamiento. Con el tobillo en
la rodilla, Marc echa un vistazo a su compañero sonriente medio
segundo, le explica que habla dos idiomas, que le gusta el color rosa,
el helado de fruta, que quiere un gato; antes de negar con la cabeza y
sonreír también, admira el paisaje castellano de litronas y bolsas de
plástico.
Hace calor en este descampado de arena y malas hiervas, pero la
pancarta de publicidad gigantesca les protege los ojos.
—Venga va, déjame la pistola.
—Que no —se carcajea.
—Mira, solo le voy a dar a la botella de allí, y te la devuelvo. ¿La
ves? —vuelve a la carga con todas—. Está sola, no hay nadie cerca,
no hay nada al lado. No va a pasar nada.
—Ya, ya te he visto cómo la has colocado antes —se carcajea
silencioso—. Y no. No puedo usarla para cualquier cosa.
—¡Joder, venga ya! Pues solo cogerla —Marc le analiza con
suspicacia, Dab suplica con los ojos. Cuando ve que no lo consigue,
su tono cambia completamente y se vuelve desinteresado—. Sabes
que voy a estar dando por culo toda la tarde. Qué digo, toda la vida.
Aunque te vayas por ahí de misiones aquí estaré esperándote cuando
vuelvas —se ríe con ganas. Ambos saben que es capaz.
Marc sonríe mirando la boca de la botella, coge aire y levanta la
ceja. Parece mentira que tengan la misma edad.
—Pooorfaaa...
—Solo tocar —ordena chequeando que tenga el seguro puesto.
—Claro. —La coge con ansia viva, como un lingote de diez kilos.
Toquetea el cañón, el cargador, que retira y vuelve a meter; la tantea
en la mano calculando el peso del metal—. Oye, pesa un montón.
Pensaba que iba a ser, no sé tío, de plástico ligero. ¿No se te cansa el
brazo al disparar? ¿Esto para qué es?
—El seguro —dice—. Eso no lo vayas a tocar —se apresura en
añadir. Dab pone los ojos en blanco.
—Te crees que soy tonto —masculla.
¡Pum! Resuena en todo el descampado, hace eco con los edificios
cercanos y los pájaros huyen en bandada, los dos se han encogido y
Marc se ha tapado la cabeza.
—¡Me cago en tus muertos Dab! —Se la quita enseguida.
—¡Hostia, qué susto! ¿Estás bien? —grita exageradamente, le
pitan los oídos—. Menos mal que no te ha dado porque estaba
apuntando para... allá. Ehm. ¿La oreja la traías así ya de antes?


Han pasado tres horas desde que ha dejado a Nino solo en la
buhardilla. Pega la cabeza al reposo del asiento, exhala cohibido y
cierra la carpeta. Menos mal que Nino no ha llegado a ver las fotos.
Lo único que le faltaría para la medalla a peor tío de la última década
es traumatizarlo intentando averiguar dónde encajan los pedazos de
carne que ha visto para conformar a lo que antes era una persona.
Lanza la carpeta en el copiloto después de haber estado revisando
los papeles por vez decimotercera.
A la vista queda en rotulador grueso el nombre del expediente,
«Daniel Andrea Burgos», antes de que apague la luz del techo y se
suma con la oscuridad. En los alrededores del cementerio las farolas
son escasas y el césped mal cuidado le da un aspecto fantasmagórico
a la escena que ve por la ventanilla bajada.
No estaba preparado para esto. Ha sido él quien ha llamado al
servicio central esta tarde mientras esperaba el regreso de Nino y
quien ha exigido el informe por fax inmediatamente al conocer la
noticia; pero no estaba preparado.
Tira el cigarrillo apurado al asfalto, saca otro y lo ve de lejos: una
cuadrilla de tumbas de cemento apiladas en una pared larga y sosa
de ladrillo. Ladrillos, muerto, ladrillos, muerto, ladrillos.
No sabe cuál es la de Dab; no se ven desde aquí los letreros. Podría
no ser ninguna y lleva haciendo el ridículo todo el tiempo que lleva
parado como un idiota intentando entender algo, pero no baja del
coche porque no sabe si es seguro, si La Familia estaría esperando a
que él viniese aquí.
Porque la única conclusión a la que ha llegado es que el párrafo del
expediente que relata un accidente de moto hace once meses, es
mentira.
Para empezar la moto de las fotografías no es la vieja Suzuki de
Dab que le daba problemas, es el modelo de Ducati que siempre
alardeaba que iba a comprar; una Ducati que parecía nueva antes de
ser aplastada por el guardarraíl y despedazada en varios trozos en la
caída. El cuerpo es el suyo. La cara, el pelo, los ojos son los suyos. Sí.
Pero no se ha encontrado pintura ni se mencionan golpes de otro
vehículo en los restos, en el análisis de sustancias no se aprecia
alcohol ni drogas, y la puta carretera era recta.
¡La línea que resume una cabezada involuntaria a las tantas de la
madrugada es un insulto a la inteligencia, no se quedó dormido!
¿Pero qué pasó que le hizo desviarse?
Además. Está seguro de que, que al llegar de Ámsterdam su
buhardilla estuviese patas arriba con los cajones partidos, los
dinosaurios por el suelo y los cojines abiertos, tampoco es
coincidencia: no ha sido un robo, han inspeccionado su piso y han
sido ellos.
Se frota los ojos con el brazo para desentumecerse y airear el
humo, y tira el cigarrillo viejo para sacar uno nuevo sin dejar de
menear la rodilla de manera inconsciente, cada vez más deprisa.
Cuando hace tres años Berna apareció por su piso con un billete de
avión y poca explicación se largó porque cualquier médico le
diagnosticaría un evidente trastorno mental pero suele saber lo que
hace.
¿Pero por qué no se fue también Dab, que ni siquiera tenía aquí
una familia que le retuviese o preocupase?
Mira el reloj, acaban de dar la una de la mañana, y conduce.
Se concentra en el color de los semáforos, en la música de la radio,
en el reloj del salpicadero para que se ralentice por la vergüenza. Se
concentra en no pensar, en repensar sin querer, en visualizar algunas
partes de las fotografías de lo que quedó de quien era su mejor
amigo.
Deja el coche mal aparcado sobre la acera, tampoco cree que en
este barrio residencial de adosados haya mucho tránsito de
madrugada. Cruza el asfalto enganchándose la placa en el pecho y la
pistola que guardaba en la guantera ahora en el cinto. La casa de
Gamell es la tercera.
Le ha estado dando largas tres años por teléfono, a ver cómo se las
apaña ahora que está aquí. Aporrea la mosquitera de la puerta, la
bombilla bulbosa del porche está encendida, pero al segundo aporreo
se enciende también la del interior de la casa.
Gamell está en bata de cuadros y vaso en mano cuando abre las
dos puertas. O la sorpresa es insuficiente o el señor está curtido, el
whisky de su copa no fluctúa cuando su índice hinchado se limita a
señalarle el interior de la casa con la tranquilidad de quien se sabe
esperando.
—¿Dónde está Bernadett? —pregunta Marc con los pies fuera.
La televisión se escucha desde la entrada y la luz del salón está
encendida, no obstante no pasan por él al entrar. Gamell le guía por
la casa hasta la habitación del fondo, la lámpara de su escritorio de
nogal enfoca unos papeles pero su propietario la apaga al sentarse en
el butacón.
—Así que ya han terminado sus años de excedencia. ¿Whisky?
—Bernadett cambió de número y no tengo cómo encontrarla.
Marc coge sitio en el borde de otra butaca, con las piernas
separadas y el gesto inexpresivo. Todo en la estancia huele a madera
vieja o a polvo, probablemente se deba a la gigantesca estantería
repleta de libretos e informes que se come la pared donde deberían
estar las ventanas.
La primera vez que estuvo aquí había más personas. Gamell, bajo
la premisa de haber recibido la placa de dedicación al servicio
policial; celebró una especie de fiesta con póker, alcohol y política a
la que acudió como hombre trofeo del comisario por su puntería en
las misiones. Ese día ha quedado enmarcado entre las demás
fotografías de la pared.
—Yo no puedo acercarme al Podio después de tanto tiempo, pero
cualquier agente encubierto podría hacerlo.
Gamell maneja unos papeles, los va recogiendo. Seguidamente
coloca un bolígrafo en su sitio, y entonces saca de un fichero una
carpeta con absoluta parsimonia.
—Bernadett no escapó —la defiende Marc, porque puede ver el
juicio de Gamell en su desinterés, porque se atreve a decir que le
conoce un mínimo como para saber que busca deshacerse rápido de
él—. Tuvo que huir. He vuelto de Ámsterdam porque me dejó un
mensaje de voz.
Se saca el móvil, lo coloca entre ambos para pulsar la tecla.
—«Puedes volver cuando te dé la gana pero yo no voy a seguir con
esto y quiero que me dejes en paz» —sentencia con desgana el eco de
la rubia. Y fin de la cinta. No hay nada más. Tres segundos de
grabación.
Las cejas del hombre se levantan en un suspiro largo.
—Bernadett está en peligro —obvia Marc. Le duele la garganta
por el tabaco.
—Siento lo de su compañero.
—No ha sido un accidente.
Gamell saca un papel que le acerca bajo un bolígrafo. Los desliza a
ambos por la mesa, y pega un trago al alcohol. Marc lo analiza con la
vista, de lejos.
—No voy a cogerme una baja —resuelve con celeridad—. Lo que
tenemos que hacer es movilizar ahora mismo la operación —menea
las manos entre las piernas con la explicación—. Daniel y Bernadett
sacaron todos los nombres, las viviendas de los altos cargos, sus
relaciones. Está todo. Estábamos listos hace tres años y estamos
listos ahora.
—Me alegro de que esté de vuelta, pero la operación se canceló
porque la señorita Bernadett desapareció, y sigue desaparecida.
—Bernadett no ha contado nada si es lo que tanto le preocupa.
Está de nuestra parte y tenemos que protegerla, no tratarla como a
una criminal.
—Un fallo o un fugitivo significaría exponer innecesariamente a
los hombres. Empezando por usted, le recuerdo. Y su familia.
—He pasado tres años en el culo del mundo por mi familia
esperando ese mensaje. No supimos qué pasó entonces pero sí lo
sabemos ahora. Bernadett tuvo que cortar comunicaciones para no
acabar como Daniel porque de alguna forma supieron lo que
estábamos haciendo.
—¿No habrían ido entonces a por usted?
—Bernadett me sacó del país antes de que confirmaran las
sospechas, revolvieron mi piso pero no encontraron nada y estoy
seguro de que ella contribuyó a que cambiasen de opinión.
—¿No vendrían entonces ahora?
—Bernadett no me habría avisado de que podía volver si creyese
que es peligroso. Por eso me ha dejado ese mensaje ahora.
—Confía usted mucho en alguien que le triplica los asesinatos a los
mejores tiradores de nuestro cuerpo.
—La conozco.
—Summer... —exhala pacífico inclinándose hacia delante con
gesto complaciente, fraternal. El tono aderezado que le dirigirías a
quien sabes trastornado... No le toma en serio.
Marc se adelanta:
—Berna no es ninguna desertora y Dab no ha tenido ningún
accidente —repite más despacio, quizás así le entienda.
La hoja vuelve a él.
—Sólo, mientras Bernadett aparece —sugiere Gamell. Aunque no
es una proposición. Es una orden de un superior.
Marc mira la hoja sin tocarla, luego le mira a él. Afina los ojos
azules y apagados, y el ambiente se densa durante un silencio que se
prolonga sin prisa.
El desinterés del comisario le cala los pulmones aflorando una
sospecha que arrastra desde hace tiempo, y que ahora, en este
despacho, puede confirmar con aplomo.
A quien tiene delante es al superior al que no le tiembla un
músculo al retrasar, y obviar, a todos esos niños.
Durante un día. Y otro día. Y otro día, tras otro.
Los modales se le sustituyen por una impotencia sutil que le
consume con rapidez.
—La operación nunca se va a realizar —asevera inexpresivo.
Es consecuente, no obstante pausado: Gamell se recuesta con los
dedos entrelazados sobre su estómago esférico.
—La operación se realizará en cuanto sea preciso hacerlo.
—¿Cuándo será eso?
—Mientras tanto puede descansar. —Señala con descuido su
aspecto demacrado, su voz, su cara en general. Es objetivo y no
necesita más explicación, es evidente que necesita un reposo y con
urgencia—. Puede seguir de vacaciones.
—¿Seguir de...? —se le escapa con los ojos abiertos.
¿Qué ha dicho? ¿Qué cojones acaba de decir?
¡No ha estado de vacaciones! ¡No recuerda unas solas vacaciones!
Incluso las semanas que pasaba en familia hace años nunca se ha
despegado del móvil o sacado este tumulto del pecho.
¿Cómo cojones podría cogerse vacaciones sabiendo que cada día a
un niño más como su sobrino Nino, como su mejor amigo Dab o
como su hermana Berna, se les arranca la posibilidad de tener una
familia?
¿¡Quién podría hacer eso!?
Aprieta los puños sobre las rodillas.
El clic metálico del bolígrafo es audible en un silencio que se crece
y estira como un chicle pegajoso. Gamell lo prepara para él.
—Sé que está frustrado, Summer, pero así es cómo funciona.
Usted ya lo sabe.
Aparta el whisky en la mesa y clava los codos para seguir hablando.
El azabache no le mira, su fijación reside en el papel que con tanta
insistencia requiere su firma.
—En las operaciones de desmantelamiento es crucial la discreción
y eso ralentiza el proceso —prosigue despacio—, es preferible
retrasarlo a perder estos años o a uno de nuestros hombres Tampoco
es la única operación que estamos llevando a cabo y los dispositivos
son limitados. La semana pasada, desarticulamos una red de trata
con treinta y nueve mujeres nigerianas obligadas a ejercer la
prostitución. Siete implicados. Nos llevó seis meses.
Ya.
Ya sabe todo eso, no ha estado en el GEO cultivando flores pero
esto es distinto. Esto lleva ya demasiado tiempo.
—Nueve años jugándonos la vida —le recuerda entre los
mechones, largos, despeinados, necesitan un recorte.
—Comprendo su actitud.
—Hasta que Dab ha muerto —levanta la barbilla—. No somos
peones de ajedrez, somos personas.
—Cada hombre es indispensable —le secunda. Pero es mentira.
Marc sabe que miente, que su preocupación es una carcasa y que por
dentro las palabras que se esfuerza en reforzar no llevan sentimiento:
¿acaso no era Dab indispensable?
¿No lo es Berna, a la que ni siquiera buscan?
A Gamell no le importa. Para él Berna es una criminal, y puede que
sí, que haya matado a unas pocas personas, no lo va a negar; pero
Berna no ha sido siempre una asesina.
La mitad de los niños que ahora pululan confusos por el orfanato
crecerán hasta convertirse en una Bernadett, en un Jota, o en un
donante involuntario de órganos como a estas alturas está casi
seguro fue Ekon. Mientras Gamell, que solo tiene que mover un dedo
para dar la orden, se queda aquí vigilando sin mancharse saboreando
su whisky de importación, los niños a los que tienen que salvar
sustituyen al ellos que deberán exterminar mañana.
Hay espacio para un silencio. Tenso, manido, opulento. Cuando
Gamell se pronuncia, lo hace con amabilidad.
—Lleva años centrado en las operaciones, haciendo horas extra,
preocupado por este proyecto. Relájese. Pase un tiempo con su
familia. Y olvídese de regresar al grupo de especialidad por ahora. En
su estado sería más estorbo que utilidad.
—Los niños valen menos que el dinero —murmura Marc
apuntando al suelo—. Los niños huérfanos..., ¿a quién le importan
unos huérfanos?
Gamell le estudia mientras habla solo.
—Puede que para escribir un libro, ¿pero qué más? Es un asunto
manido..., nada como salir en los periódicos estrechándole la mano
al alcalde por abrir un puto circuito para que los niños aprendan las
señales de tráfico y a conducir coches de ruedines con cinco años.
Levanta los párpados para posarle los azules con desgana.
Está seguro de que Gamell sabe a qué evento y foto del periódico
referencia. Debe tenerlo por aquí. Es posible que colgado junto al
resto de recortes, condecoraciones y memeces.
—Los actos triviales tranquilizan al ciudadano —se justifica con
voz cautelosa, porque le ha enjuiciado mal: Summer está totalmente
inestable. Puede pretender que no está entendiendo sus
insinuaciones si no sigue por ese camino, si no sigue hablando.
Pero Marc sigue hablando.
—¿Por qué insiste tanto en quitarme de enmedio?
Las facciones de Marc se ensombrecen cuando ladea la barbilla con
pereza, o son sus ojeras oscuras y su barba, que vuelven grises
algunas partes de su cara.
El cansancio mental, las madrugadas sin dormir, la soledad, el
tema que lleva sepultándole la cabeza desde que puede hacer
memoria, y la indiferencia del resto del mundo que no comprende o
no quiere mirar; se suma y converge deprisa.
No tiene sentido seguir actuando con respeto.
¡No tiene ni nunca ha tenido sentido, pero lo ve ahora!
«¡Menudo imbécil has sido!».
—Dígame cuánto —sus labios se han cincelado en piedra.
—Esas insinuaciones le pueden costar el puesto.
—No lo estoy insinuando.
—Entonces debería retractarse.
—¿Vais a matarme a mí como habéis matado a Dab?
A la mierda los formalismos, lo acaba de decidir ahora que sabe
que va a morir de todas formas.
¿Será cuando salga de esta bonita casa adosada?
¿Será estando ya en su coche, o antes de llegar a la buhardilla?
¿Por qué cojones no lo han hecho ya?
—¿Eso es lo que hizo Dab, darse cuenta de que debajo del
uniforme sois la misma basura?
Gamell descuelga el teléfono.
Le ignora.
Le está ignorando.
Marc escucharía las pocas palabras que dirige al interlocutor si no
estallase a gritar por encima.
—¿¡Por qué no me habéis matado a mí ya!? —golpea la mesa con
las manos al levantarse—. ¿¡A qué coño estáis esperando!?
No hay reacción por la otra parte, aunque él no deja de gritar.
—¡¡Venid a por mí de una puta vez!! ¿¡Os divierte más esto, os
divierte más ver cómo me vuelvo loco!?
A Gamell no parece perturbarle en lo más mínimo su pataleta.
Por eso Marc barre la mesa. Se lleva ese miserable papel y el
montón de la esquina, la grapadora, los bolígrafos, el teléfono, el
ordenador entero que revienta en el suelo.
—¡Summer! —Él también golpea la mesa al levantarse y la
madera vibra. Su expresión meridianamente afable ya no está y
nadie juraría que alguna vez ha estado—. ¿¡Qué coño le pasa!?
—¿¡Qué habéis hecho con Berna, dónde está!? ¿¡Está muerta!?
—¡Está suspendido de empleo y sueldo! —vocifera grave.
—¡Mis cojones! ¡Deje de hablarme de usted mientras me trata
como a un gilipollas! —grazna volviéndola a golpear.
¿¡Cómo no se ha dado cuenta antes!? Todos esos retrasos en la
operación, todas esas excusas...
—¡Entregue su placa y su pistola! —Increíble, grita todavía más
que Marc aunque apenas gesticula. Su voz seca y notablemente grave
solapa sin problema la ronca de Marc, que habla deprisa con las
ojeras en contrarelieve compungiendo una equis gris.
—¡No os importan una mierda esos niños! ¡Berna también está
muerta, ¿verdad?!
Gamell está con ellos desde el principio. Es él quien ha matado a
Dab y quien ha puesto en peligro a Berna. Es él quien ha dado la
orden de eliminar a Dab cuando ya estaban demasiado cerca.
Ha tirado todos estos asquerosos años de su vida a la basura.
—¡Summer! —grita mientras Marc se acerca bordeando la mesa,
mas él no se mueve un pelo; vocaliza a la perfección y con pausas
vociferando como una estatua—. ¡Este es el último aviso!
Súbitamente se detiene de modo que no le alcanza las solapas de la
camisa. La pelea no llega a producirse porque Marc se ha detenido a
sí mismo al percatarse:
«El teléfono».
Se aleja un paso.
¿A quién ha llamado Gamell?
Están en el Podio, están en la policía... Están por todas partes. Una
sola llamada de Gamell puede desembocar en múltiples finales. ¿Es
eso lo que ha emprendido? ¿Es la muerte de sus seres queridos lo
que ha originado en esta noche? Podrían borrar su mundo en
minutos. Nino, Anthony, Annie, Ellen, el payaso de Kyle.
En tan solo cinco minutos.
Marc endurece el rostro. Lo mira a él, al comisario condecorado
bien nutrido de años en el servicio. Trata de descifrar su cara, sus
manos, su complexión completa; después los objetos que ha
esparcido sin proyecto al suelo. La pantalla del ordenador y los
cristales rotos, las hojas y los clips que se han mezclado y revuelto en
un amasijo, las fotos de los que deben ser su exmujer y sus hijos.
Se lleva una mano a la cabeza, que siente a punto de explotar. Los
dedos se le esconden en los mechones y los aprieta.
No tarda en erguirla con brusquedad.
—Déjelos en paz —implora en apatía y articulación grave—. No
haré nada. No les hagáis daño.
Se despega la placa del bolsillo y la pistola del cinturón. Se limita a
mantenerle la mirada extinta de pasaje a su superior, a quien se le
han hinchado las venas de cuello y manos de su propio vocerío.
—Matadme a mí pero no les hagáis daño —apela.
Gamell mantiene los ojos azules, que ya no proyectan hostilidad:
silenciosos y con el gesto seco, tan solo piden. Un ruego coronado
por un par de cejas negras que de tensas descordinan.
—Lo pasaré por alto por sus años de servicio —proclama sin
posibilidad de recurso, no obstante se antoja incluso cándido
abandonado el grito. Se pasa una mano por la frente, analizando el
destrozo—. Considérese de vacaciones indefinidas.
Lo único que puede hacer Marc, es inclinar el cuerpo en señal de
obediencia.
Abandona el domicilio a zancadas largas. La puerta mosquitera
choca en la madera a su paso y cruza la carretera sin parpadeos;
entra en el coche de un portazo metálico que estruenda en el barrio
mudo.
Del final de la calle no tarda en aparecer un coche de policía sin
sirena pero deslumbrante. El azul y el rojo revolotean en la noche
desierta cuando aparcan en la acera de enfrente. Marc los sigue con
la vista entre su flequillo revuelto con las manos aferradas al volante
sin llegar a arrancar.
Efectivamente se dirigen a la casa del comisario. Los habrá
llamado Gamell, por él, para echarle, pero ya no hace falta. Los
muchachos, jóvenes en contraste con la figura redonda que abre la
rejilla y la opaca que observa desde la lejanía, atienden al comisario
con discreción preguntándole cómo proceder. Este niega con la
cabeza, hace un gesto de aspaviento cansado que les manda a paseo
con sutileza y en un par de frases los despacha. Cierra sus puertas del
mismo modo que un anciano cascarrabias pretende dispensarse de
más necedades por esta noche.
Respira aliviado, y la humedad nocturna le refresca el aliento, de
sus labios escapa una figura abstracta, el frío apegándose a sus
riñones. Al menos puede relajarse ya que esa llamada no iba dirigida
a La Familia.
Los policías se van antes que él. Igual que la luz se manifestó con
ellos la oscuridad retorna a su partida. Persiste el amarillento de la
farola sobre el capó de su coche.
—Joder —murmura.
Ha salido con las manos vacías. Está en el paro. Conoce el
procedimiento, un oficial se pasará por la buhardilla la semana que
viene para retirar también su uniforme de policía.
Parece bastante definitivo.
Tantea el cuero de imitación del volante frío. Tras un momento,
cuadra los hombros. De sus ojos desaparece toda bruma de sumisión,
porque se llenan de una frustración desquiciada. Así que a Berna le
van a dar por culo como a todos los niños, y todavía tiene que
agradecer que no vayan a presentarse con pistolas en su casa o en las
de su familia.
Es muy sencillo: matar a Dab ha sido un aviso para él y para Bé.
Dab era el miembro más prescindible. Sin familiares, sin aptitudes
útiles para La Familia. Un simple camarero y eventualmente
cantante.
Palidece los nudillos al aferrarse al plástico.
—Joder —masculla con los dientes pegados—. Joder. Joder,
joder, ¡joder! —golpea el volante. Trataba de paliar lo que ha hecho,
lleva toda la vida intentando arreglarse, compensar su existencia,
pero no ha hecho nada más que lamentarse, latir por mecánica
caminar por inercia y conseguir asesinar a Dab.
En el retrovisor central asoma el reflejo de un hombre adulto al
que ve de lejos sin interés, y que parecería más joven si se afeitase. Si
le echase más horas al sueño para borrar las ojeras también, a lo
mejor, ayudaría. O podría probar dejar a su garganta reposar del
tabaco unas semanas. Debería. La buena noticia es que las facciones
heredadas de su padre ya comienzan a esclarecer, porque las canas
que le están saliendo en un mechón del flequillo azabache y en la
barbilla lo distinguen: su padre no vivió tanto y él todavía sigue vivo.
«¿Le importaría dejar de estarlo?».
Pestañea despacio, y el hombre del espejo le mira. Está pensando
lo mismo que él.
Lo mismo que él repiensa siete veces cada día.
«¿Lo notaría alguien?».
Conduce hasta su buhardilla por rutina, por repetición, porque no
tiene un lugar más al que ir a ver pasar la vida; hasta que recuerda
que tiene a Nino allí este fin de semana. Lo había olvidado por
completo.
Se reacomoda en el asiento, se echa otro fugaz vistazo de aprecio
que acaba en desprecio y se huele la camiseta con displicencia.
Apesta a tabaco.
Va a tener que darse una ducha antes de tumbarse. A estas horas
Nino estará acostado, no habrá notado su ausencia este último par.
Se mete en el ascensor y se deshace en un suspiro que dura la
mitad del trayecto. Se pasa una mano por la cara pareciendo intentar
esconder las ojeras, la rojez de los ojos o mejorar como sea su
aspecto.
El piso está a oscuras, pero la luna vuelve marino el negro. Escucha
el tráfico reducido de la madrugada como ambientación de fondo.
Cada dos coches que pasan pegados les trasporta a un maldito piso
justo en el centro de Nueva York.
Cuelga el abrigo confirmando que Nino tiene que estar durmiendo
ya porque no ve la luz de su móvil bajo la colcha, y decide que se
disculpará con él mañana. No quiere que piense que ha pasado estos
años porque no le importe.
Se soba los párpados sepultados de ojeras, deja las llaves en el bol
de fruta, y cuando se da cuenta de que ese no es su sitio las recoge y
dubita un momento largo dónde ponerlas, como un intruso que no lo
recuerda; hasta que simplemente las deja en la encimera, al lado de
un papel que no estaba antes.
Lo desdobla y lee con la luz que llega de la ventana para no
molestar, y...

Nos hemos ido a nuestra casa


Pelusa y Nino

Lo deja donde estaba para atisbar la cama. Las sábanas están


desordenadas y el edredón hinchado, pero no lo suficiente como para
albergar a alguien debajo, es verdad. Además el collar del gato
tampoco ha tintineado ni ha venido a saludar cuando ha entrado.
Se sienta en el borde del colchón, se tapa la cara con las palmas de
unas manos que se deslizan desde sus ojos a sus mejillas, acaban en
los volúmenes de una barba que le crece deprisa.
—Vale —exhala.
La cuestión es que ni siquiera se ha puesto triste.
Saca su cajetilla de la bómber y se fuma un cigarrillo en lo que su
pierna trastabillea el parqué viejo. Lo termina deprisa y el segundo lo
sujeta con el labio; sus manos se ocupan en repasarse las líneas de la
palma a la otra. Tiene que pensar qué va a hacer ahora que ha
quedado desenganchado de la que ha sido su razón de ser de estos
últimos años.
Debería buscar un trabajo y seguir su vida por otro camino tan
distinto a este que no le obligue a recordarlo.
Ese sería un buen primer paso.
Siempre ha tenido en la cabeza la idea de hacer Económicas, como
hicieron Ellen, Anthony y Annie en su momento; y trabajar en Please
ayudando a sus hermanos. Y en un tiempo, cuando se hubiese
asentado como adulto en un piso de por lo menos dos habitaciones,
también podría aceptar una de esas citas que Anthony le vende con
insistencia. Puede que incluso, de aquí a cinco años, acabe casado
como él con Kyle. Con alguien a quien amar y que le ame de vuelta
sin arrastrar la ambición por desenvocar su vida en una tarea
trascendental...
Suena bien. Sí, eh, suena muy bien. Inflar una burbuja y meter
dentro a unas pocas personas a las que cuidar y en las que centrarse
sin más preocupaciones que pagar, cada seis meses y con la
simplicidad de un mero trámite, como el IVA, como el recibo del
agua o de la luz, la mitad de su sueldo a una cuenta bancaria en
Malta para que no vengan un día a matarlos a todos.
Pero..., ¿es la vida que quiere? Pestañea, despacio, y sus azules
quedan entrecerrados esquivando el humo que condensa el cuarto.
No se siente capaz de pertenecer ya al cúmulo de personas que viven
tranquilas y felices centradas en sus retoños, en su pareja o en
ascender en un pequeño trabajo agradable.
¿Cómo va a enseñarle las flores a un hijo, mientras se pregunta
dentro de qué cuerpos estarán ahora los trozos de Ekon? ¿Cómo va a
vivir callado, sin saber si Berna sigue viva o está muerta? Dejando ir
a otros Marc, otros Dab, otros Nino.
¿Comprenden las personas de a pie que no necesitan trasponer
media Tierra para encontrar un putero o pederasta?
Estadísticamente, eso lo tienen en una de cada cuatro puertas. Ah,
pero es que ellos no han visto de cerca cómo un individuo se estalla a
sí mismo por una convicción religiosa. No han visto lo que le hace un
ser humano a otro ser humano cuando no tiene nada que perder, o
cuando lo que está en ganancia es dinero. Matar a una persona hoy
día no es más complicado que pisar una hormiga...; lo era, pero
inventamos las pistolas.
A juicio de Marc el mundo está loco. Y los que pueden vivir en él
sin estigma también. Necesita entender si esa felicidad de los libres
emana de comprender pero desoir o hay otro secreto; necesita saber
si es posible aplicar esa desinhibición para él y cómo se consigue
exactamente deshacer el borrón enmarañado de tinta en el que se ha
convertido.
Cierra los ojos. La furia del coche ha terminado de desprenderse.
Ya solo queda un frío que le cala los dedos, y la calidez en el pecho
que le proporcionan los cigarrillos. Las porciones de oxígeno
escondidas entre el humo le entran en los pulmones porque fluyen
hacia arriba y se topan con él sin consentimiento.
Da una calada suave y larga, y la mano le tiembla tanto que el
tercer cigarrillo que desenfunda se le cae al suelo ya prendido; rueda
hasta apagarse solo y la marca del quemado al precipitarse no se nota
en las tablillas ya ennegrecidas de antes. Así ve junto a la cama,
medio escondido bajo una pata, el cuenco de Pelusa vacío de líquido
pero con todavía dos crucecitas de comida.
Nino habrá hecho la maleta tan aprisa que no se ha fijado porque
esto no es suyo, lo ha traído él de su casa. Lo mira de reojo con
resquemor, con reproche, con disculpa. Un elemento que reluce en
amarillo fosforescente como una pieza interactiva en un plano gris.
¿Es un triste que no ha sabido aprovechar los problemas para
hacerse más fuerte? Pero no te hacen fuerte. Lo que pasa en la vida
real es que los problemas se te acumulan en traumas, y cuando viene
cualquier miserable soplo la marabunta regresa de golpe y te
derrumba; hasta que llega un punto en el que ya no te levantas
porque lo bueno que puedas encontrar en la vida no compensa el
peso y el esfuerzo de sujetar lo que ya acumulas. Y tampoco ve de
dónde podría haber sacado las fuerzas. Le falta la zanahoria.
Acaba medio cigarrillo en una calada sin manos que dura el
enfundarse la bomber y volver a salir; baja hasta el coche.
No quiere otro trabajo. Era bueno en la policía, era buen tirador.
Calcular la trayectoria de la bala según las distancias, el viento, los
ángulos; son matemáticas. Y se le daba genial ser GEO porque le
importaba muy poco morir. Pero ese Marc joven que aprendió a
saltar medio metro en vertical, a correr tres mil metros en doce
minutos y a nadar cincuenta en cincuenta y seis porque tenía un
objetivo no es este. Ya es «más estorbo que utilidad», tal como dice
Gamell. Le pasa lo mismo en todas partes, que ya no sirve, que sólo
estorba.
En la gasolinera compra dos botellas de whisky escocés, tres
cartones de cigarrillos y dos cuadrillas de cervezas; rompe la
promesa que le hizo a su hermano esta noche.
De todas formas, la va a pasar solo.
13
El mundo es ***

—¡Es la última vez que te lo digo, págame la pensión o voy al juez!


Me importa una mierda que estés ocupado, tienes una hija, ¿o ya se
te ha olvidado? ¿Te buscas a otra y te olvidas de tu hija? ¡Llevas tres
meses sin venir a verla!
Lara, en su cuarto, sube tres puntos el volumen de sus auriculares.
Mañana madruga para ir a la sierra con Jack pero su madre ha
escogido esta noche para llamar a su padre y recordarle la sentencia
de divorcio, y la pensión de la que suele olvidarse.
Como da por imposible dormir hasta que acaben de hablar,
desbloquea el móvil. Tiene mensajes nuevos.

♥ Larita ♥
sábado

Lara, le he gritado a Marc hace un rato...


11:03pm ¿Estás dormida...?

q ha pasado guapi?? 11:44pm

No lo sé. Le he visto trabajando, luego se ha puesto a hablarme como a un bebé,


y cuando me he dado cuenta le acababa de soltar algunas cosas feas...
11:44pm Pero ha sido culpa suya
:(
con la ilu q te hacía verle 11:45pm
Sí, hace tres años
11:46pm Ya no siento nada

oseaq meterle la lengua hasta la garganta a Leo en la función cn tu tío delante


no tiene nada q ver cn darle celos 11:54pm

? 11:56pm
No sé de qué me estás hablando
11:57pm Me voy a dormir que es tarde adiós

—¿Quieres que suba contigo, hijo? —pregunta Kyle en su


monovolumen.
—No..., lo siento mucho —se tantea las mangas mirando el reloj
antes de bajar. Ha sacado de la cama a su padre hace diez minutos,
exactamente a las tres de la madrugada, para devolverle al mismo
punto en el que le ha recogido en taxi hace unas horas.
Intentó dormir, pero acabó corriendo a medianoche a contarle que
le gritó a Marc y que quería disculparse, con tanta angustia y tanto
sollozo que Kyle le ha propuesto continuar su plan de pasar aquí el
fin de semana.
—No pasa nada, no tenía sueño. ¿Llevas las llaves? —Sonríe
cuando su hijo se lo enseña: el mullido llavero de oveja, el mismo que
su portador juró era «Ñoño, cursi, y más propio de un chico de
parvulario que de mí, que ya soy todo un adulto». Lo había
desterrado a coger polvo en un cajón, pero ahí lo lleva.
—Te quiero —se despide Nino con apuro. Su padre se lo devuelve,
pero manifiesta clara intención de no mover el coche hasta verle
entrar en el portal; y solo entonces se va.
Nino aspea los brazos para encender la luz del descansillo aunque
por más que los avienta no salta, y en el claustrofóbico metro
cuadrado del ascensor el silencio es sepulcral. La luz fría del techo
vuelve su cara más blanca, sus ojeras más largas, y su par de
gigantescos granos más visibles. «Estoy horrible...».
Viéndolo detenidamente no tiene la menor idea de lo que está
haciendo. La casa es de Marc, no puede entrar y salir cuando le dé la
gana y menos después de haberle gritado de esa manera, igual el que
ahora no quiere verle es él... Afianza el llavero con mayor fortaleza y
guarda la esperanza de que todavía no haya regresado de adonde
quiera que fuese tras discutir, de modo que pueda arrugar la nota y
disimular que esta fuga no ha tenido lugar. Aunque tendría que
explicar la desaparición de Pelusa, que se ha quedado durmiendo en
el dúplex.
Peina su flequillo rubio en el espejo y estira el bajo de su sudadera
gris.
Trastea a oscuras la llave contra la cerradura dejando al azar el
acierto, y empuja con modestia la puerta. La ventana es extensa y no
hay persiana sino un filtro marino que faculta intuir el mobiliario,
pero al contraluz lo único que encuentra son sombras negras.
Además, no tarda en darse cuenta de que hay una nube espesa de
tabaco, porque se le mete sin inspirar en los pulmones y huele
innegablemente fuerte.
Es tan candente que puede saborearla en las papilas y en el ojo...
Es su casa, así que puede convertirla en el tipo de sauna que quiera,
pero, uf. Al menos le sirve para confirmar que sí ha vuelto.
—¿Marc? —le sale un susurro que procura no importunar, sin
saber si quiere despertarle o no. ¿Debería simplemente tumbarse con
él en la cama? Porque no hay otra, y el sofá sería incómodo.
Deja la mochila en la entrada y encoge los hombros en una mueca
cuando hace que una botella de vidrio que no había visto se tambalee
peligrosamente. Suspira aliviado cuando el peso del líquido de
dentro la hace mantenerse en pie, y se da cuenta de que al lado hay
otra igual pero vacía y tumbada; dos botellas cuadradas en dos bolsas
de plástico de la gasolinera.
Otea la colcha mullida mientras cierra con cuidado y echa la llave.
Espera que Marc no se enfade por entrar a hurtadillas mientras
duerme como un violador o un chorizo. ¿Se quita los zapatos, se
tumba y aquí no ha pasado nada? Cree que va a hacer eso... Aunque
Marc se llevará un buen susto si se despierta.
—Soy Nino... ¡Ay! —le brota con timbre humilde al caer. Iba
mirando la cama y no comprende con qué ha tropezado.
Mientras una cerveza vacía rueda hasta esconderse bajo el
armario, Nino recoge la rodilla y siente una sustancia caliente calarle
la tela del vaquero. Al apoyar las palmas de las manos le pasa igual,
que una de ellas chapotea en un líquido que se ha derramado por el
parqué viejo.
Su ojo se va acostumbrando a la falta de luz de manera paulatina
pero no consigue adivinarlo, ¿es cerveza? No comprende cómo ha
dejado Marc este charco aquí y se ha ido a dormir, porque se va a
calar y estropear la madera ya de per sé carcomida. Lo que pegaría en
esta buhardilla humilde es un par de alfombras calentitas y una riada
de cojines con flecos; eso la mutaría de siniestra a acogedora en un
pispás.
De gatas, por encima del hombro lanza una mirada felina al
causante de su tropiezo. Pero le dura poco, porque no ha sido un
objeto. La punta de su zapatilla debe haber topado con la pierna de
Marc, porque está en el suelo, mal recostado en la pared junto al
baño.
Lo que está tocando podría ser su sangre, porque le está saliendo
del brazo.
—¿...Marc? —murmura.
Se observa las manos, y el líquido se le antoja espesura, porque no
se le despega. Lo siente denso y definitivamente demasiado cálido
como para pasar por cerveza.
De rodillas y sin pestañear, de entre las olas que se le acrecientan
en la cabeza le habla una voz, que como acto reflejo le lleva a frotar
las palmas en los muslos del vaquero para limpiarse. La sangre
queda extendida en dos gruesas estelas irregulares, pero sigue
impregnada en sus palmas que ya no destacan en la oscuridad
marina porque ya no son blancas.
Tan embrollado que su cuerpo se ha vuelto torpe, gatea sobre la
combinación de cerveza y sangre apoyando la palma en un trozo de
cristal. Hay cristales por el suelo, docenas de pedazos. El más
prodigioso ha sido teñido de rojo en la punta y de él cuelga una
etiqueta de cerveza de alta graduación.
Le toca la mejilla con los dedos impregnándole una mancha. Está
caliente todavía, arde incluso. Al buscar su frente con el reverso
aprecia lo que un termómetro le confirmaría no es fiebre, sino el
efecto fortuito del alcohol; por eso puede verle restos de color en las
mejillas. No obstante es inútil tratar de hallarlo en otra parte de su
cuerpo porque el blanco de su piel se ha empalidecido.
Pestañea en la misma posición sin moverse.
¿Cuánto tiempo ha estado fuera? ¿Tres horas, cuatro?
Esto es imposible.
Es imposible, no le ha dado tiempo a... a esto. No le ha dado
tiempo a querer hacer esto.
¿O es por la nota que le ha dejado...?
¿¡Pero por qué demonios lo ha hecho!?
—Marc —susurra sin aliento, no puede afirmar si le ha nombrado
o se le ha quedado dentro. Le tiemblan los dedos. Marc tiene los ojos
cerrados con serenidad, no encuentra una línea arrugada en su
entrecejo. Incluso la postura de su complexión, pegado a la pared con
las piernas ligeramente separadas, la bomber remangada a un brazo
y la barbilla izada, es pacífica. La sangre le abandona por la herida
que nace en su muñeca y trepa hasta el la unión del codo en una línea
irregular. Son más de diez centímetros y el rojo fluye lento y sinuoso.
En calma.
Nino gime en un chillido.
Sabe que debería hacer algo y muy deprisa, pero no reacciona más
que acelerando la respiración que se le vuelve errática. No sabe cómo
mover las manos, se ha olvidado de cómo caminar, y hablar y pensar.
Consigue atinar una bocanada y lo único que le colma los órganos es
el ácido abrasivo del alcohol y el hollín.
—Ayuda —pide recuperando algo de voz. Sus manos acuden a
parar la hemorragia—. ¡Ayuda, alguien! —grita estrangulado.
Trata de regresar a ese cursillo que dieron los paramédicos el día
que vino la ambulancia al instituto, pero fue muy pobre y la mayoría
de alumnos no se callaba; la información encriptada rueda como un
fichero tan borrosa que no consigue leer nada.
Desde el suelo busca algo que pudiera serle útil para parar la
hemorragia, pero se le juntan las lágrimas y el corazón le late tan
deprisa que no le deja pensar. Lo que hace es apretar, inconsciente,
con mayor fuerza su brazo helado. Como si al mantener la carne
unida unos minutos las plaquetas pudieran ensamblarla con su
pegamento.
Su policía no se puede morir sin más.
—¡Marc...! —gime en un sollozo. La charla de la ambulancia le
viene en flashes, tan rápido como recuerda uno de los pasos lo aplica:
eleva en alto su brazo y con la gravedad en contra la sangre parece
fluir con mayor parsimonia. De su puño mal cerrado cae un papel
que flota hasta las tablillas. Es difícil reconocerlo entre los pliegues,
las partes rojas y la oscuridad, pero ya la ha visto antes. Es la foto que
tenía en su cartera doblada en el hueco de los billetes, con los bordes
desgastados de llevarla tanto tiempo en el bolsillo.
—¡Por favor!
Debería levantar más la voz, pero se le quiebra a cada sílaba. Lo
intenta al máximo, lo está intentando de verdad. ¡Lo intenta!
—¡Que venga alguien...! —Repite las mismas palabras con cada
vez más voz, más aire, más desesperación—. ¡Socorro! ¡Ayuda, por
favor!
Mientras grita, recuerda otra indicación de los paramédicos.
Arranca la manga de su sudadera gris, que deshace las costuras
con mayor simplicidad de lo que anunciaba el precio. La aprieta
cubriendo la parte central del corte; pero la tela no es lo suficiente
rígida. Se empapa deprisa y apenas cumple su función porque se
estira en lugar de mantener la presión.
La desata para ser él quién la mantenga tensada, se posiciona de
rodillas en el regazo de Marc estirando los extremos hacia fuera. La
manga da de sí, él la estira más, le da otra vuelta.
—¡Socorro...! —¡No sabe qué más hacer! ¡No puede recordar los
pasos que hay que seguir, no recuerda cómo gritar correctamente, lo
hace a trompicones y bocanadas—. ¡¡Socorro!!
Su iPear emite una vibración atenta.
—¿Necesitas ayuda? —le pregunta Sivi en su bolsillo trasero.
Aprieta el ceño pegado el brinco y hace ademán de cogerlo, pero
rápidamente sus manos regresan a tapar la herida que no quiere
dejar sola.
—¡Marcar! ¡Cero, seis, uno!
—Marcando.
—No te mueras... —Marc no abre los ojos mientras da tono. Nino
no sabe si tiene pulso, no sabe comprobarlo y no quiere hacerlo. Sus
mejillas siguen algo rojas, e incluso aunque se deba al alcohol eso
significa que todavía no está... ¿No?
Eso es suficiente para Nino, significa que esto todavía puede
arreglarse. Pega la frente a la suya, y cerrando también los ojos besa
sus labios fríos.
—Te quiero mucho Marc —susurra contra ellos—. Te quiero
mucho, no te mueras...
—Buenas noches, ¿cuál es su emergencia?
14
¿Por qué?

¿Qué es ese intermitente y constante pitido tan molesto? Escucha


voces a su alrededor, pero no puede distinguir si se dirigen a él o
hablan entre sí. Todas suenan huecas en su cabeza. Son los restos de
un eco que va encendiéndose desde el fondo.
Lo indescifrable se vuelve cada vez más comprensible.
—Él ya no lo va a hacer más —Ese es Anthony, puede estar seguro
—. No sé porqué... No sé porqué lo ha hecho.
—Que no se toque el vendaje —dice una mujer al irse.
Marc aprieta los párpados, después los separa. Queda cegado por
el blanco intenso de un fluorescente.
Es un pelo rubio lo que entrevén sus pestañas, es un olor a
melocotón lo que le acaricia las mejillas y la nariz, y es una opresión
cálida, y agradable, lo que le está empujando el pecho y todo el
lateral desde la pierna al hombro, que debe tener relleno de
hormigas; Nino está tumbado encima suya, dormido.
Le arde el brazo y la cabeza, tiene ganas de vomitar pero
comprende que no podría, porque también siente su estómago ya
vacío del alcohol: se le ha extendido para entumecerle cada músculo.
Huele a plástico de hospital, le martillea el cerebro y siente náuseas.
Si esto es el infierno no se está tan mal. Si es el cielo ha sido
claramente estafado.
—Marc —Nota el calor de unos dedos que atrapan los suyos
congelados. Encuentra unos ojos verdes, con el blanco y la piel de las
cuencas enrojecida—. Hola, Marc... ¿Cómo estás?
Despega los labios secos, pero con la garganta raspada y la lengua
de trapo los repega sin éxito.
—Estás en el hospital. Son las siete de la tarde.
Los azules siguen los cables hasta la máquina, y allí se cierran sin
nada más que mirar o decir.
—Kyle ha ido a la cafetería, enseguida viene. —Se aleja, vuelve con
un móvil que se acerca a la oreja, explicando con ese gesto que sirve
para llamar y no para partir cocos como podría dar a confusión—.
¿Quieres que le pida que suba algo? Abajo tienen bocadillos, zumos.
Supongo que tendrás hambre. ¿Quieres un zumo?
Necesitaría agua, un barril entero. Y le pica el codo bajo la tirita de
esparadrapo que le sujeta el tubo del suero.
—¿Quieres agua? —salta Anthony de inmediato. La consigue muy
rápido o el pestañeo de Marc dura demasiado.
Acaba por acostumbrarse a la luz fría aunque no aprecia
sensibilidad en su antebrazo, lo lleva envuelto desde el hueso
abultado de la muñeca hasta el codo. Tan apretado que de arriba
sobresale un pliegue con una palidez de alabastro.
—Marc —grazna Anthony, afónico de pronto—, si te pasa algo
solo tienes que contárnoslo.
Y acto seguido rompe a llorar. Anthony está llorando.
Marc ladea la barbilla en la dirección contraria.
De la puerta abierta asoma un Kyle con dos cafés y dos bocadillos
en su envoltorio de plástico, se encuentra a Marc despierto con la
vista clavada en las máquinas, a Nino todavía durmiendo en su pecho
y a Anthony con la cara tapada con las dos manos.
Se acerca despacio, y como no sabe qué decir y nadie habla, él
tampoco. Marc puede sentir sus dos pares de ojos estudiándole con
minucia y pesadumbre. La pena que le derrochan es audible y le cala
en forma de hielo entre las lagunas de lo que ha pasado.
Con el llanto de su padre el algodón durmiente acaba por
espabilarse. Le lleva un rato ubicarse, y no comprende a los adultos
que vallan un muro alrededor de la cama con cara larga y las cejas al
revés, hasta que despega el moflete grabado con las marcas de las
sábanas y le mira a él.
Marc no le está mirando, pero tiene los ojos abiertos. Sus ojos, de
un gris confuso, o de un azul mal apagado, hermosos pero muertos,
están abiertos.
Están abiertos.
—¿¡En qué narices estabas pensando!? —chilla, se desgarra las
cuerdas contra su pecho. Marc cierra los ojos y él cierra dos puños
que le arrugan la camiseta—. ¡Eres idiota! ¿¡Por qué lo has hecho!?
¿¡Has pensado en nosotros!? ¡Egoísta! ¿¡Qué es lo que te pasa!? —Le
golpea el torso entre gritos y sus puños le sacuden la tela—. ¡¡Eres
un egoísta!!
Anthony se cubre mejor la cara, es Kyle quien acude a rodearle a su
hijo la cintura para apartarlo antes de que siga chillando
exactamente lo que no debería mencionarse en esta situación.
—¡Egoísta! ¡¡Eres un egoísta y un cobarde...!! —ahoga la voz en el
pecho de Kyle, que lo abraza intentando calmarle.
—¿Quieres comer? —propone Anthony cogiendo los bocadillos,
pretende que su hijo no está gritando—. Este es de pollo con
lechuga, y este... creo que tiene varios tipos de queso, y cebolla...
Recita la lista completa de ingredientes que viene por detrás, y
Marc nuevamente cierra los ojos; así que para.
—Te han dado el alta esta mañana —resume, en su lugar.
Le deja uno sobre el estómago.
—Y vas a venir a casa con nosotros. —Kyle, abrazando a un Nino
que le da la espalda a su tío, asiente en acuerdo—. Luego pasamos
por tu piso. Te vas a instalar en el cuarto bajo la escalera. Ahora
tenemos papeles y un escritorio, pero cuando lo saquemos todo va a
caber una cama. Hace las veces de despacho pero no lo uso.
Marc no le mira mientras habla, no mira a nadie.
—Así que traemos tu tele, tus... —Resopla fastidiado por haber
llorado—. Tus libros o lo que sea, y te vienes a casa. Venga.
Levántate ya y..., y nos vamos a casa, ¿vale? Venga.
—¿No vas al trabajo? —susurra Kyle, acunando a Nino.
—Mañana. He llamado a Carol para que atrase las citas a mañana.
Nos quedamos hoy en casa ayudando a Marc a recuperarse de su
accidente.
«Accidente».
—Vale —Kyle le acaricia la nuca, pero Anthony bordea diligente la
cama y coge una sudadera naranja fosforito de la butaca.
—Nos dan la posibilidad de que hables con un psiquiatra.
¿Quieres? —Es una petición emponzoñada. Esos ojos brillosos y esa
expresión triste lo vuelven una obligación en toda regla.
—Nino y yo podemos ir a recoger sus cosas mientras.
—Somier y colchón no hacen falta porque tenemos unos en el
trastero; los que tenía Nino antes de que le comprásemos los nuevos
—le comenta en privado a su marido.
Nino no protesta cuando Kyle se lo lleva. Tan solo mira atrás
sorbiéndose la nariz, pero como Marc tiene la cara girada no alcanza
a vérsela.
—No sabía que te habían expulsado de la policía —añade Anthony
cuando se han ido—. Entiendo que te haya afectado, pero Marc, yo
me alegro mucho. Cuando quieras puedes venir a la empresa
conmigo. Cuando hayas descansado lo que necesites, quiero decir.
Annie está a punto de terminar el doctorado, estaríamos los tres.
En silencio le aparta un mechón, y el reverso de sus dedos se
desliza por la frente pálida sin pretenderlo.
Marc abre los ojos con la caricia involuntaria, y cae en la
barbaridad de tiempo que ha pasado desde la última vez que
Anthony hizo eso.


—Diría, que siente culpabilidad por haber sobrevivido al incidente
de sus padres.
La voz gutural del hombre mayor le rebota hasta en los pulmones.
Ya es oficialmente de noche, porque empieza a ver las estrellas por la
ventana.
—Por lo que usted me cuenta, su actitud se ha basado en vivir
desde entonces sin molestar a nadie, sin insultar a los que ya no
están, como su madre —le explica el psiquiatra a Anthony, como si
Marc no estuviera tumbado al lado en una silla extraña sin brazos.
Ha entrecerrado los ojos apuntando al techo hace un rato, buscando
abstraerse, simplemente esperando a que acabe esto.
Si la intención es ayudar no comprende qué utilidad puede tener
rememorarle las miserias de su existencia; pero aparenta
indiferencia con maestría.
—Es común en las personas que han perdido a alguien.
—Pero fue hace muchos años —musita Anthony.
El hombre asiente.
—Su despido podría haber sido un recordatorio, o según usted me
cuenta, el cómo lo único en lo que se ha centrado por ahora es en
trabajar, podría haber sido dejar de sentirse útil lo que le ha llevado
al pensamiento de atentar contra su vida. También es algo muy
común en expolicías y bomberos retirados —añade meneando una
pluma, firmando una prescripción médica.
En cuanto a Marc no hay emoción. Se plantea si debería pedir
perdón por ser tan común y aun así no haber visto esos evidentes
hoyos en los que caen tantísimos estúpidos comunes como él.
—Yo pensaba que estaba bien...
—No se culpe. Verá, cuando alguien sufre depresión no ve más allá
del problema, magnifica los pequeños conflictos del día a día y se
vuelve incapaz de ver las cosas buenas que nosotros sí vemos; que
experimente cambios bruscos de humor o comportamientos
impulsivos como el de anoche es normal. No tiene por qué significar
que de verdad quisiera hacerlo. ¿Le suele notar con baja autoestima
o transmite la sensación de sentirse estorbo?
Marc aprieta los párpados pero no comenta. Esto es absurdo. Está
perfectamente. Se cruza de brazos pero tiene que deshacer la presión
cuando le escuecen los puntos.
—No. Es que, no lo sé... Nos alegramos mucho siempre que viene,
y baja autoestima no veo por qué, si nunca ha tenido problema con
gustarle a las mujeres y en el trabajo le ascendieron rápido y le iba
muy bien. Vaya, yo pensaba que le iba muy bien... —se va apagando.
—¿Suele beber a menudo?
—No. No, que yo sepa ya no.
—¿Ha tenido problemas con el alcohol anteriormente?
—Pues...
El hombre lo ve dudar. Mira por encima de sus gafas al agregar:
—¿Cuando bebe acostumbra a volverse impulsivo? ¿Violento?
—No —se exalta—. Nunca.
—Es normal buscar paliativos a los problemas —mira a Marc—.
Para unas personas pueden ser el alcohol o los cigarrillos, para otros
la música o el deporte, el sexo, bailar, o llorar y desahogarse. Todos
forjamos una costumbre sin darnos cuenta; pero lo ideal es buscar
un paliativo que no empeore el problema.
Marc se quiere ir de aquí.
Al estipular que no va a conseguir hacerle hablar hoy, traslada el
castigo a próximamente y le regala una receta de pastillas que
deberían atontarle para que no intente suicidarse hasta entonces.
El recorrido a casa es de lo más incómodo. Anthony se mira las
manos buscando algo que decir, pero le resulta complicado
encontrarlo; hacen una parada en la farmacia y le abre la puerta del
coche para bajar como a un discapacitado. No hablan por la calle, no
hablan en el establecimiento, y Anthony repite la acción con la
puerta otra vez al bajar en el aparcamiento del dúplex.
—Marc... ¿Recuerdas cuando fuimos a Terramítica? —le pregunta
en el ascensor—. Kyle, Annie y Nino querían subirse en todo y
nosotros y mamá hacíamos cola. Ahí fue donde Annie entendió que
atiborrarse a batidos y luego subir en cacharros que giran y dan botes
no es buena idea, y cuando Kyle se mareó le afectó tanto que ya no
paró de lamentarse porque se estaba haciendo viejo. ¿Te acuerdas?
—Le husmea los ojos, pero Marc se mira la venda. Estaba allí, no
hace falta que le repita las vacaciones enteras—. Pero como Nino
seguía queriendo subirse tú le acompañaste el resto de la tard...
—¿Y qué? —le interrumpe antes de que la voz trémula de Anthony
se transforme en llanto. Éste le tiende agua para ver si le alivia esa
garganta quemada, y endeble cuela la mano con la suya.
—Que no sé qué te ha pasado, Marc. Pero no puedes dejar que los
malos recuerdos se coman los buenos. Te queremos. No te olvides de
que tienes una familia —sonríe un poco, acariciándole la mejilla con
el pulgar—. Yo he echado mucho de menos a mi hermano mayor.
Marc no puede hacer más que soltar aire por la nariz, cansado. Se
pregunta si él viviría en este elegante bloque de pisos; se pregunta si
hubiese escogido un trabajo más sencillo y menos peligroso como el
de Kyle; y se pregunta cómo serían los días si Anthony le hubiese
escogido a él.
¿Habría intentado suicidarse? ¿Estaría casado ahora? ¿Sería
padre? Le cuesta mucho imaginarlo.
Menos mal que Kyle se interpuso, habría sido una carga como lo es
ahora: el hermano con problemas, el hijo descarriado, el pobre tito
mal de la cabeza que quiere matarse y ahora tiene que tomarse unas
pastillas, racionadas y bajo supervisión.
Los ojos verdes rebosan pena y le absorben la libertad, y entiende
enseguida que no va libre sino preso. Pasará un tiempo hasta que
pueda salir sin escolta o ducharse con el pestillo.
En el dúplex, encuentran comida encima de la mesa. Unos
aguacates han sido encerrados en una cúpula sobre una tumba de
verduras y patatas. En el respaldo del sofá que ahora está cubierto de
una manta de pelo blanca hay guirnaldas verdes, rojas y plateadas.
Un árbol decora una esquina del salón, con los adornos colocados
para dejar el mismo exacto espacio entre cada uno.
Anthony entra con una sonrisa, él lo hace más despacio. También
han traído sus dinosaurios y llevan sombrerito.
Nino aparece con el móvil y un jersey de Sailor Moon recién traído
de Ámsterdam al que se le ha olvidado sacarle la etiqueta.
Debe estar muy metido en lo que teclea porque hasta que no le
separan dos metros no intuye la silueta alargada. Alza la cabeza de
sopetón. A dos metros, Marc, en mitad del salón, le está mirando. Un
ciervo vislumbrando los faros de un coche.
—Hola... —Pelusa también saluda, ronroneándole en la pierna.
Un villancico se abre paso pero con disimulo y Nino se agarra el
brazo. Se escudriña las puntas de los calcetines.
Kyle baja y rodea a Anthony, ambos esperan su reacción.
Pero Marc no opina nada al respecto.
—Es un poco pronto, no tenemos que cenar todavía si no tienes
hambre. No me daba tiempo a preparar nada especial así que he
cortado varias cosas y las he juntado... P-pero, si no te gusta o te
apetece algo más hay filetes en la nevera...
Él no quiere que Marc se vaya.
Pues claro que no quiere que se vaya. Marc tiene que saber que no
estaba hablando en serio, que simplemente estaba enfadado y dijo
bobadas, que solo estaba triste y asustado y tenía miedo de no saber
afrontar otra despedida otros a saber cuántos años...
Seguro que lo sabe; tiene que saberlo.
Cuando levanta la cabeza le retumba el corazón. Marc tiene los
ojos húmedos, las cejas curvadas, y no deja de mirar la mesa repleta
de comida. Además a su gesto siempre serio y cansado se le ha
sumado un complemento: un par de círculos rojos y difuminados,
descoloridos alrededor del párpado.
Durante un excesivo minuto ninguno de los dos pestañea. Su tío no
está llorando, se limita a estudiar la decoración con minucia y
sepultura. A Nino le viene de golpe. No lo puede controlar, le sale
solo, le pica la nariz y se esfuerza por no sorberla cuando avanza un
paso inseguro... El espacio restante lo recorre en un pestañeo, se le
tira en un abrazo que Marc acoge con torpeza.
—¡Siento mucho haberte gritado! —arma un escándalo. Se refugia
en sus brazos, se le aferra a la sudadera—. ¡No pensaba esas cosas,
yo no quiero que te vayas! ¡Y no eres egoísta, yo soy el egoísta, lo
siento mucho!
Anthony y Kyle les miran pero no intervienen.
—¡No sabía que estabas triste, y aunque lo hubiera sabido no tenía
derecho a hablarte así! ¡He sido un idiota, lo siento mucho...!
Nino frota la nariz por su pecho mientras traga saliva. Cuando
resurge se sorprende un poco, porque en el último abrazo, ese
horrible de despedida cuando le besó sin su consentimiento, no le
pasaba del pecho. Ahora sus ojos quedan ligeramente más cerca.
—Ya no vas a irte —dicta tembloroso—. No quiero que te vayas
otra vez. Por favor, por favor no te vayas más...
Los segundos pasan, y la reacción de Marc es nula. Un realista
muñeco de hueso y carne. Por eso Nino busca a sus padres, que le
devuelven unos hombros que se elevan pidiéndole tiempo.
Esconde la cabeza en su pecho en una negación débil.
—¡Te he echado mucho de menos...! —gime.
Durante la cena, Marc no habla. Se sienta a la mesa esperando a
que Nino le sirva y se termina todo lo que le pone delante. Los únicos
que charlan son Kyle y Anthony, que comentan de manera extensa
cualquier tema nimio bordeando mencionar lo que ha pasado. La
televisión suaviza las pausas incómodas.
Luego le enseñan la que será su habitación. La cama aún individual
ha entrado por los pelos, y la ropa que han traído de su buhardilla ha
sido colocada junto a algunos dinosaurios en un par de baldas que
Kyle ha atornillado esta tarde. Con eso, una lamparita verde de
aspecto acogedor, un gigantesco póster de Jurassic Pack que adorna
la pared donde debería haber una ventana, y unos pocos peluches,
Nino le ha arreglado un zulo muy mono.
Marc entra en el pequeño espacio. Echa el mismo vistazo inexacto
y desinteresado de la primera vez que apareció por casa de Ellen, y se
sienta.


Llevó solo un par de horas más hasta que sus padres acordaron
descansar del día de prisas y hospital, pero él no tiene sueño.
En el salón a oscuras y tumbado con los párpados levantados está
Nino, enrollado en una manta de lana y flecos. Vigilando. No se trata
de que desconfíe, es que no quiere que Marc intente suicidarse una
segunda vez.
Sube las rodillas, se cubre hasta los mofletes porque por la noche y
sin calefacción en el salón hace frío. Pelusa le calienta la barriga
hecho un ovillo bajo la misma manta, y ronronea en un gutural con
las caricias que recibe entre las orejas.
Tiene miedo. Los hilos que sujetan la vida le parecen ahora muy
finos. Ha comprendido de golpe y porrazo que él no es un espectador
en el banquillo, que el mundo de verdad gira y se mueve, acorde a un
millón de decisiones fútiles donde también entran las suyas...
Baja las pestañas dolido. Ayer y hoy parecen el mismo día estirado
demasiadas horas, le gustaría parar de pensar.
De madrugada, en el silencio absoluto del salón se sobresalta al
oírlo: los muelles de su vieja cama se doblan, de golpe; va
acompañado de una inhalación súbita y una tos intermitente. La
puerta bajo la escalera no está cerrada del todo porque sin ventanas
se convertiría en un sarcófago, pero sin luz tampoco ve a su faraón.
Sólo lo escucha: la cama, la cremallera de una mochila, la tos, otra
cremallera. Nino se levanta envuelto en la manta blanca.
Marc absorbe un jadeo al ver a su espíritu de las Navidades
pasadas.
—¿Has tenido una pesadilla?
Su tío ha quedado quieto. Parecía rebuscar y con bastante prisa en
las pertenencias que han traído de su piso, pero ahora únicamente le
mira con los ojos expandidos. También suda. Le brilla la frente y su
pelo se ha revuelto, varios mechones pegado.
Marc se los aparta y el fantasma ya no está. Espera, preguntándose
si lo ha imaginado. Hasta que Nino regresa.
—¿Quieres esto? —Se ajusta la manta que se le resbala de los
hombros.
Como no le coge los cigarrillos, Nino se los deja sobre la cama.
—Papá dijo que los dejáramos y tiró los que había en tu piso al
contenedor, pero cuando paramos a repostar me ofrecí para correr al
mostrador, para “ahorrar tiempo”, y compré unos nuevos. Le señalé
al señor mayor por el cristal que era para mi padre y me los dio.
Espero que no lo despidan...
Él la coge. Observa los colores vivos, el azul celeste y el plástico que
envuelve la marca que suele fumar, American Spirit.
¿Nino se ha saltado la legalidad para traerle esto?
¿Nino?
¿Con su dinero?
¿Por qué motivo?
—Sé que los tomas cuando estás nervioso...
Marc suelta la cajetilla en el colchón. Es un acto tan lánguido que
más bien el elemento parece haberse escurrido de sus dedos, pero ha
sido él quién la ha dejado caer.
—¿No la quieres? —Ve a Marc negar con el rostro entre las manos
—. ¿Y quieres que te traiga un vaso de agua? Chicles no tengo, pero
mañana puedo comprarlos.
Cree escuchar a su tío soltar un gemido ahogado, y a su vez, tratar
de coger aire. Lo hace dentro del espacio que le dejan sus manos; la
punta de sus dedos pliega su pelo negro y lo dobla en todas
direcciones.
—Marc...
Él niega sin pronunciarse, sin hacer más que menear la cabeza: le
pide a Nino que se vaya, que le deje solo, que no vea esto, y suelta un
estremecimiento cuando siente un tacto cálido y dulce en la barbilla
marcarse a fuego en su piel fría.
Encuentra al descubrirse la sonrisa de Nino, que en un intento de
ser reconfortante surge despacio y fina pero brilla asoleada; se ha
arrodillado delante suya.
Sus dos hoyuelos se marcan como pequeños puntos a rotulador, su
único ojo de verdad le contempla atento, y su carita preciosa le mira
preocupada. En lo que tarda en darse cuenta de que no le va a
contestar, a Nino le sale su tic de recogerse el pelo, y Marc jura que
desde aquí puede apreciar el olor dulce a melocotón que desprende
con el más escueto movimiento. Es tan notorio y agradable que solo
puede preguntarse si los demás también se dan cuenta.
—Te quiero mucho. También papá, y la abuela, y todos.
Tímidamente se tantea las mangas. Le cuesta mantener los ojos
azules que le miran entre los mechones mojados, porque le dejan
alfileres en el pecho.
Nunca habría creído ver a su policía en este estado. No ve su
energía, su sarcasmo ni sus bromas o su sonrisa de medio lado; como
si nunca hubiesen estado ahí. Nunca había visto a este Marc débil
porque siempre ha sido él quien le ha protegido.
—¿Necesitas algo?
Ve a Marc boquear dos veces formando las palabras que quiere
decir. Al final, tan solo es un murmuro lo que fluye calmo entre sus
labios, como vapor, como un prosaico grito de auxilio.
—¿...Me... abrazas?
A Nino se le quiebra el corazón.
Se levanta, le rodea y se pega su cabeza al torso para resguardarle.
Así siente su cuerpo más grande vacilar, retumbar en espasmos que
buscan contener las lágrimas, hasta que sus brazos fuertes también le
rodean con un aplomo que en un primer momento le hace tambalear,
tiene que apoyarse en sus hombros anchos pero encogidos para
mantenerse.
No le escucha llorar pero se mueve de forma extraña, pegado a su
cuerpo. A Nino también le empieza a picar el ojo y la nariz, porque es
una persona horrible. Entiende que el monólogo de Marc, la comida
de su nevera y los adornos de Navidad que compró ayer no eran para
pedirle perdón; le estaba pidiendo ayuda.
«Soy una persona horrible».
Sin embargo es Marc quien musita:
—Lo siento —Voz trémula y raspada, masculina pero suplicante,
una manifestación de saberse estorbo acompañada por la petición de
aun así no quedar solo—. Siento haberme ido, yo no quería irme.
—No estoy enfadado, no tienes que pedirme perdón...
—Lo siento.
—Puedo quedarme aquí hasta que te duermas.
El azabache lo encara dudoso, y la poca luz a la que ya se ha
acostumbrado permite a Nino apreciar dos puntos de diamante azul
de aspecto cóncavo cubiertos por el líquido. La respuesta al
ofrecimiento es Marc pasándole los brazos bajo los costados, le toma
la palabra porque se lo lleva consigo a la cama.
Lo tumba, lo acomoda. Nino contempla en silencio los ojos azules
que no le miran porque completan una tarea: Marc recoge la manta
engurruñada a los pies de la cama con torpeza, como un hombre
torpe, para tensarla y cubrirle a él. Comprueba que no le falte tela
por detrás, la arremete en la rendija entre el colchón y la pared,
después, él también se tumba. Busca para sí un refugio bajo la manta
no obstante un palmo más abajo, queda escondido.
No le importa respirar cuando con mesura, todavía cuestionándose
si de verdad tiene el derecho de hacerlo, hunde el rostro en el pecho
de Nino en un abrazo asiendo la tela de su espalda.
Pelusa decide pronto hacerse un ovillo en la parte de la almohada
que Marc no va a usar, mientras Nino mueve las yemas de los diez
dedos en su nuca. Arriba, abajo. Despacio y a destiempo.
—¿Te gusta? Kyle se lo hace a papá cuando llega muy cansado y
así se duerme más rápido.
Siente a Marc coger aire y temblar, pero cada vez con menos fuerza
en un intento de pausa. Su voz la ahoga el grosor de la manta y el
restringido espacio que le dejan sus cuatro brazos:
—Lo siento.
—No hay que disculparse por ponerse triste, todos nos ponemos
tristes... —asevera preguntándose si ese sería el término correcto
para describirlo—. Cuando yo me pongo triste bajo al súper y
compro un bote de helado de fruta. Luego busco videos de gatitos
monos, y los veo tumbado en la cama. ¿Quieres hacerlo conmigo?
Marc frota su frente en un frágil asentimiento.
Estaba triste. Se ha cortado las venas porque estaba, triste.
Se sorbe la nariz y suelta el aire despacio entre los labios. Le gusta.
Estar triste parece algo fácil de arreglar. Un cíclico cambio a las
ruedas del coche, inevitable, casual. Fastidioso pero sencillo.
Poco a poco pero en una estadística que no decae empieza a
entumecerse. De una buena forma, distinta a la de anoche.
—Para ti compraremos de menta, pero también puedes coger del
mío. Claro que puedes pedir otro sabor, no te obligo —Se humedece
los labios—. Te pedías menta cuando me recogías del orfanato.
Menta con trocitos de chocolate. No sé si te sigue gustando.
Si pudiera arrancarse su tiempo de vida y dárselo a Nino eso es
exactamente lo que haría.
—O podemos prepararlo en casa. Compré una máquina de hacer
helado por Internet pero apenas la he usado.
Dice que los sabores de la marca que a él le gustan, porque no
emplean leche proveniente de animales, son pocos y más caros.
Apenas tienen de fresa, de menta, de fruta. Dice que los de turrón
vienen con trozos de varios tipos de chocolate y los de fresa traen
frambuesas y bien grandes.
Marc le aprieta con mayor fuerza; y a partir de ahí a Nino le cuesta
un pelín respirar. Tras acostumbrarse unos segundos prosigue el
recital sobre productos de crema helada sin leche de vaca.
De repente, el azabache se siente demasiado amodorrado y dichoso
como para acordarse de la soledad que pasó del norte, de los días sin
mirar el reloj, de los libros que devoró con la mente en otra parte
acechando de lejos el móvil. Nino tiene razón. Se ha pasado la vida
preparándose para trabajar, trabajando, o volviendo de trabajar. Ha
estado descuidando partes de su vida que él también quería cuidar
bajo la premisa de ordenarlos en una escala, pero ni siquiera ha
metido los filtros bien: lo que él prefiere no es tumbarse en la azotea
de un edificio con una sniper, tener por nombre un número ni vivir
en una casa que le queda grande.
Lo que él quiere es esto.
Quiere tocarle el pelo a Nino, rodearle los costados, asentir
escuchándole cuando le cueste expresarse o cuando no pare de
hacerlo; abrazarle, auparle, recibir sus besos de buenos días y de
buenas noches en la mejilla. Le ha visto crecer de golpe en
Ámsterdam con cada foto a la luz de la lamparita que tenía junto a la
ventana y bajo el cielo encapotado, escudriñando cada detalle e
intentando no olvidar cómo se sentían sus abrazos y a qué olía su
pelo.
Quiere seguir llorando pero de pronto el sentimiento ya no es
tristeza, porque aún con el daño que le ha hecho desapareciendo tres
años sin contestar a su confesión, Nino ya le ha perdonado.
Su princesito ha venido a cuidarle.
A él, que no es nadie.
—Sé que la vida a veces puede ser un poco fea... Pero también
tiene muchas cosas bonitas —los labios rosas dibujan cada sílaba
con infinita paciencia, hasta que Marc los siente en el pelo dejándole
un beso. Las palmas de sus manos fluyen desde su nuca a sus
hombros con mimo—. Si tú quieres yo te las enseño —musita.
Y Marc entiende que ya ha empezado.
Está sujetando entre los brazos la más bonita de todas ellas.
15
Zanahorias para
el pescador

Aprieta los ojos que nota secos, como su boca, como su cerebro que
todavía arrastra las secuelas de una señora resaca. No recordaba este
destrozo en el sistema cuando se emborrachaba de adolescente... Ah,
ya. Empieza la mañana con un hermoso recordatorio de su
imparable lanzadera a la decrepitud.
Nino está con él. Debe haber pasado la noche aquí, pero han
intercambiado posiciones: es su cabecita la que le descansa ahora en
el hombro, sus dedos se han posado sobre su pecho.
Marc respira, con suavidad de manera inapreciable y sin haberlo
planeado, y con la nariz tan cerca de su coronilla su aroma dulce
actúa como una feromona que se lleva el cansancio y le relaja. Le
acaricia el marcado hueso de la cadera por encima del pijama y le
baja el jersey que se le ha subido un poco. Es curioso. Porque el
mundo parece romperse y divergir en dos; el afortunado que posee a
Nino y el oscuro sinsentido del que no.
Está repasándole la barbilla con el pulgar cuando Pelusa empuja la
puerta y pega un salto a la cama. Le pisotea el estómago a Marc con
sus cuatro adorables puñales, esconde la cabeza bajo su mentón y se
restriega ronroneando en busca de caricias.
Su cola peluda ondea sugerente y le hace cosquillas en la nariz a su
humano: Nino se despierta desubicado por el plumero rubio.
Cuando se da cuenta de que ha pasado la noche aquí se sienta con
tanta brusquedad que Pelusa le pone el ojo encima, pero sin dejar de
frotarse con Marc.
—Buenos días —busca los ojos azules y estos le esquivan.
Se estira las mangas de su jersey de Sailor Moon.
—No sé qué hora es, como aquí no hay ventanas... ¿Quieres un
LocoCao? Yo hoy no voy al instituto.
Con la idea en mente de prender un cigarrillo, para ser capaz de
aguantar las miradas de pena que le van a tirar hoy, porque ya está
viendo la primera, Marc también se sienta.
Y ahí se queda. No llega a cogerlo.
—Voy a prepararte un LocoCao —planea Nino con una gigantesca
sonrisa que ignora esa venda irradiando fosforescente—. ¿Cupcakes
quieres?
Pelusa sigue a su humano, y detrás Marc se sienta a la encimera.
Ve a Nino acuclillarse en pantuflas para servirle el pienso a su gato.
El jersey que le compró le queda muy grande ya que trajo una XL
porque así es cómo le gusta la ropa. Antes, al menos.
—No, más no —responde Nino al maullido insatisfecho de Pelusa.
Pero no convence al gato, le vuelve a maullar—. Pues porque te dijo
la doctora que estás gordito.
«Ha dicho que no va al instituto. ¿Por qué no va al instituto?».
Nino le deja una pastilla al lado de la leche que sustituye un café
incompatible con los medicamentos, y poco después Anthony baja
vestido de traje. No desayuna con ellos, pero le regaña:
—No lo llevas puesto —Saca de un cajón una bolsa de farmacia.
Le deja unos parches de nicotina que Marc observa un segundo y con
reticencia—. Acuérdate de echarte el aceite de cicatrices. Y, estaba
pensando en crearte un perfil en una web de citas.
Ahora sí, consigue que Marc le mire. Pero... no se subiría con él a
una furgoneta ni cargada de chucherías.
—¿Por qué pones esa cara? —rellena un termo—. Te peinamos
con la raya en medio y te sacamos una foto con buena luz, que se te
vean los ojos. O cogemos la del calendario donde saliste, el de la
policía para ayudar a ese país en nosedónde. ¿Sabes cual digo?
Nino se yergue como un conejillo.
—No sé —responde Marc, sus ojos entrecerrados con deje como
ayer; su voz apaleada por las ruedas de un tráiler, como ayer.
Anthony gruñe, le acerca la nicotina sin sutileza.
—Aunque igual es mejor que pongamos una en la que salgas con
ropa —Se masajea la sien avistando el reloj, por eso no ve cómo Nino
se tuerce pegando la oreja—. Así no creen que vas a un aquí te pillo
aquí te mato; y son de hace años, se va a notar.
—¿Que calendario? —musita Nino sin atreverse a elevar la voz, su
ojo se mueve deprisa del uno al otro—. Un calendario de esos...
¿benéficos...? ¿Qué calendario?
—No quiero, Anthony.
—Rellenas un cuestionario y te busca alguien con los mismitos
gustos que tú, básicamente te encuentran a tu alma gemela. Carol
conoció a Jerry así y se casan en verano.
No consigue venderle la moto. Así que maquina una mirada de
«Madre mía ya te digo yo a ti que sí» y se va a trabajar.
Nino trata de imaginar un futuro con su tío en pareja, casado.
¿Transformaría alguien esa línea recta en una sonrisa? ¿Borraría esta
aura de borracho trasnochado de pub recostado en la barra?


En el baño, Marc le dice adiós a la mitad de su pelo.
Nino le devuelve diez años de golpe, y él cierra los ojos con el
sonido envolvente de la maquinilla que le recorta los laterales. Le
mantiene la parte de arriba, como un militar con flequillo. Se relaja
con las caricias inconscientes de Nino al girarle la barbilla con
esmero cuando le hace falta, y en sus dedos gráciles que bailan por su
nuca apartando los restos.
—¿Te lo dejo más corto por aquí o así está bien?
—Sí.
Nino titubea.
—¿Lo quieres a lo Kortajarena o más como RM en Idol?
—Sí.
—Bien...
Nino le peina hacia atrás como siempre se lo pone él, pero le
acompaña en la tarea un tumulto en el pecho: sin barba le destacan
las ojeras. Directamente de un rojo drogadicto en rehabilitación.
De la barba también se despide.
—¿Esa es mi maquinilla? —sonríe Kyle asomado en el resquicio.
Es sólo Nino quien se tuerce para mirarle—. Oye Marc, tengo que
comentarte una cosa. Es un tema de tu piso, sobre la luz, el gas..., el
agua... —Alarga las sílabas con la intención de aburrirlas.
—Voy a por la plancha.
Marc se levanta, y Kyle cierra detrás de Nino.
Su expresión de padre simpático se la ha llevado su hijo al salir.
—¿Has vuelto a beber? —pregunta con su natural voz grave, pero
endurecida con premeditación—. Había botellas en tu piso.
No se sorprende. Por supuesto Anthony le contó que intentó
abusar de él a los dieciocho. Lo que se pregunta es cuando. Desde
hace cuántos eventos familiares intercambiando opinión de algún
tema político entre cuñados.
Comprende que debe haber hecho un esfuerzo colosal para no
correr a matarle en cuanto lo supo. Debe estar haciendo un esfuerzo
sobrehumano ahora mismo al recordarlo.
—Solo esa noche —contesta con carencia de semblante.
—Oye... —Rasca su nuca frenando el enfado—. No quiero ser un
capullo, pero es mi familia. Nino va a faltar a clase para pasar el día
contigo; Anthz y yo no estamos de acuerdo, pero trabaja, y supongo
que tú preferirás pasar el día con él que conmigo. Además a Nino le
hace mucha ilusión, ya ha sacado entradas para un museo, y dice que
quiere llevarte de compras porque todo lo que tienes es negro...
¿Puedo dejarte a solas con él? —pregunta más seco.
Pero es una pregunta extraña. Ha sido una amenaza, de eso está
seguro, pero llevaba interrogaciones a los lados.
—Quiero darte un voto de confianza por Anthz, porque fue hace
años y porque ahora estás pasándolo mal y tal; pero mientras quieras
seguir viendo a Nino no puedes acercarte a una botella.
Y... se encoge de hombros en mitad de un silencio incómodo que
Marc no se ve por la labor de amortiguar. Acaba por resignarse de
discutir. La verdad es que Marc en este estado, tibio y casi etéreo, no
trasmite mucho peligro.
—Cuando yo estoy agobiado voy al gimnasio. Si quieres vamos
juntos. —Pero... nada. El silencio. Referencia el parche de nicotina
que le asoma por el cuello de la camisa—. Siento lo de los cigarrillos,
eso es cosa de Anthz.
Cuando aparece Nino, los ojos azules siguen su línea de visión
extremadamente preocupada: Marc esconde su brazo vendado bajo
el otro.


En la cocina Nino le pone al corriente de estos últimos años.
Dice que él no ha cambiado mucho —parece ser que no se ha
percatado de cómo su cuerpo se ha erguido... que ni siquiera la
fuerza con la que pronuncia las sílabas es la misma—. Ha seguido
practicando baile, Lara sigue siendo su mejor amiga, y el año que
viene va a estudiar Restauración.
—No existe la carrera aquí, pero sí una formación profesional. La
nota está alta pero me dará la media.
—Restauración —procesa.
—¿Crees que es una tontería? La abuela todavía no sabe que no
voy a ir a la universidad, no sé cómo decírselo después de que sus
hijos hayan estudiado Económicas —pronuncia como si pesara tres
toneladas de hierro sólido.
—Yo tampoco he ido a la universidad.
—Pero tú eres diferente.
—¿Un caso perdido?
—¡No...!
Marc acaba por dejar de mirar y se masajea la sien. Se siente fuera
de lugar. Siente que es el único que se ha dado cuenta pero que
pronto lo harán todos los demás.
—¿Quieres un cupcake? —escucha. Nino se lo pone al lado sin
respuesta, pero Marc no lo coge. Lo que hace es levantarse; con su
paso indolente y su altura exagerada se le pone a la espalda.
—Quiero ayudarte —se ofrece con voz rasposa. Le costará
semanas si no meses recuperarla del tabaco.
—No hace falta, solo es mezclar. —Abre la balda de arriba, y de
puntillas tantea un cuenco de metal; sin esfuerzo Marc lo alcanza y
baja para él. Le roza los dedos en el proceso—. Tienes la mano
helada... ¿Tienes frío? ¿Quieres que te baje una bata de papá?
—No quiero una bata de tu padre.
—Bueno, ¡es que las mías no sé si te van a entrar! —esboza una
sonrisa, pero como Marc no, la deshace y se siente tonto.
Nunca se le había ocurrido que Marc fuese un humano más..., ni
que tuviese partes débiles que no son perfectas; pero ahora su cuerpo
entero transmite un aire de dejadez que dista del tito que recuerda,
porque ya no necesita estar atento para protegerle. Es como si el
propio Marc fuese consciente de que ha quedado obsoleto cuando
Nino se ha hecho mayor.
Del sofá, éste trae una manta que le lanza a los hombros como una
carpa esperando acertar por allí arriba.
—¿Crees en el paraíso...? —pregunta Nino.
—No.
—En el orfanato nos obligaban a rezar. Pero yo creo que no tiene
sentido pedirle a niños sin padres que crean en un Dios benevolente
y todopoderoso. No tiene ni sentido que haya personas en el cielo
sabiendo que existe un infierno; si pueden estar allí aun sabiendo
que hay personas abajo sufriendo, ¿cómo van a ser buenos? —
comenta de pasada, por llenar el silencio.
A Marc le cuesta asociar su voz dulce y su aspecto pequeño con su
discurso maduro y razonado.
Le rodea en un abrazo. Los pelos rubios le rozan la mejilla
agachado a medias.
—¿Y si esa persona no puede hacer nada? —pregunta ronco.
—¿Qué persona...? —repite distraído por el gesto.
—La que se ha salvado, la que ha ido al cielo.
—Algo podrá hacer —refuta con suavidad—. Bajar a hacerles
compañía, o intentar ayudar de alguna forma, no sé...
—¿Eso es lo que haces tú?
—¿El qué?
—Eres un ángel.
«¿¡A-a qué viene eso...!?».
—¿Y tú qué eres, un demonio...? —protesta con las mejillas rojas
correspondiendo el abrazo. Marc tira una casi carcajada que sin la
vibración de su pecho se podría haber adjudicado a otro elemento.
«Un demonio no. Un pescador en una barquechuela».
Aparentemente inconsciente Marc inicia un vals discreto y le pega
la frente al pelo. Fastidiado, Nino cae en que ya para siempre tendrá
que observar sus ojos azules desde este tedioso ángulo infantil.
También es que Marc es demasiado alto. Se pregunta si es tan
molesto para Marc que las cosas estén quince centímetros más abajo
de lo que deberían como le pasa a él al revés.
—¿Qué quieres hacer hoy...?
Marc suelta un pequeño gruñido indescifrable.
Así que Nino desiste de alejarse. De todas formas le gusta esta
posición. Este hueco que Marc le hace entre sus brazos, caliente y
mullido como un refugio portátil sin tiempo. Siente su respiración
cálida en la nuca despertándole un cosquilleo agradable, y siente sus
brazos acercarle todavía más en un apretón cuidadoso, con el coraje
risueño de un niño que no quiere soltar su peluche.
—Me gustaba mucho tu pelo rosa —susurra en confesión—. No
entiendo por qué ya no te gusta el rosa.
—No es que no me guste, es que es infantil...
—No es infantil.
Marc le toca entre el cuello y el omoplato una mancha morada y
roja que le ha brotado. Asoma sólo porque este jersey le queda
grande, aunque Nino no puede verse el chupetón a sí mismo.
—¿Tus padres saben que te has hecho un piercing?
—Me lo hice cuando papá fue a tatuarse... Se ha hecho un corazón.
Realista, no de dibujos, con mi nombre en el lado contrario al de
papá como si las palabras fuesen alas que salen del corazón. La
estrellita es de Swarovski y me la regaló la abuela...
—Mm.
—¿Por qué? ¿No te gusta? —Se mira el ombligo.
—El problema no es el piercing —responde vagamente,
adomercido. Tampoco el problema es que lo exhiba. Son los
enfermos que pudiera atraer por el camino con el cuerpo pequeño
que ostenta.
—¿No me queda bien...?
Nino deshace el abrazo, demandando a Marc levantar la frente,
con unos ojos entrecerrados con cansancio y unas mejillas
nacaradas. Las enmarca con sus manos.
—¿Qué hacías por Ámsterdam...?
—Leer —resume con punto y final. Apaga los ojos al recordar la
mentira que justificó su partida, y agrega—. Trabajar.
«¿De verdad trabajabas?». En el GEO no. No con barba, no con el
pelo largo, no con esta complexión que ha perdido músculo.
Nino no es tonto.
—¿Por qué no nos dijiste que estabas mal...? —le reprocha en su
lugar, aunque conoce la respuesta: no quería sentirse estorbo.
Desde luego superdotado Marc no es.
Estático, en silencio, Nino observa esos ojos cerrarse sin fuerzas
esquivando la pregunta; imitan la expresión de la noche que lo
encontró con un hilo de vida.
Cuando los entreabre, Marc se encuentra a Nino absurdamente
preocupado. Peor es cuando se pone de puntillas y aun así no le llega
la mejilla, él mismo tiene que agacharse. Sus labios le impregnan en
frío la marca de la culpabilidad.
Así que erguido atrapa su muñeca, y cerrando los ojos le besa el
reverso de la palma al ángel rubio de las cejas curvadas. Y con ese
gesto innecesario, fútil, cargado de un amor en cúspide por el mero
deseo de proteger, el pecho de Nino palpita anunciando algo que
nunca había sido extinto.
Se sienta en la encimera acortando sus alturas, tira de su camiseta
negra, y le acerca. No quiere ver a Marc llorar nunca más. Quiere que
sonría, que sea feliz, y quiere decirle que el paso de los años no ha
cambiado sus sentimientos. Que si no tiene razones para seguir vivo
fácilmente él puede recordarle una.
Le deja en la mejilla tan solo una caricia sin humedad ni presión,
tan solo condenada mesura. Sus miradas quedan enlazadas.
—No te vayas —le ordena entre sus pestañas largas—. ¿Me lo
prometes? Que ya no te irás, que te quedarás aquí.
—Te lo prometo.
Nino asiente con el labio mordido, le tiemblan los hombros antes
de romper a llorar con reservas. Marc se alarma enseguida; le llama
mientras él se tapa la cara.
—No sabía si estabas muerto —solloza en medio grito.
Marc lo atrae hacia sí, hasta el borde, lo sujeta contra su cuerpo.
—Estabas frío —gime él sin descubrirse—. Estabas blanco.
—Estoy aquí.
—¿Fue por mi culpa? —llora.
—No. —Le acaricia la mejilla, y Nino abre los ojos abruptamente
como si temiese descuidarse cinco minutos y ya no encontrarle.
—¿Por qué lo has hecho? ¿No eres feliz...?
Es difícil de explicar a una persona alegre por qué uno habría de
intentar matarse.
Que puede desearse sin desencadenante exagerado, sin meteorito
devastador, que se puede optar a ello sin prisa ni estruendo. La
ausencia, el nado en el tedio y el mortificante sinsentido que
impregna cada acción cuando esta carece de motivo, es lo que le
drenó la fuerza hasta el punto de extinguirle las ganas de seguir. Es
lo que un padre gritaría a su hijo como vagancia y el psiquiatra del
hospital diagnosticó como trastorno depresivo.
Pero a Nino, con su mirada amable y sus manos tiernas, no sabría
explicárselo. No quiere cederle su visión triste de la vida.
—Se me han juntado varias cosas. Pero... Pero cuando estoy
contigo siempre lo soy.
Nino le alterna besos en las mejillas, la sien, la frente. Unos besos
que sin propósito derrochan el amor que se profesan ambas partes:
el que los lanza con quebranto y el que los acepta sin rechistar.
Medio agachado Marc deja la mano en su brazo pequeño, en su
espalda, un instante después en su cadera huesuda. No sabe dónde
ponerla.
Hasta que Nino coge aire y lo suelta; le deja ir avergonzado.
—Perdona...
—No me molestan —le excusa Marc veloz, casi con ahogue. Y
como para recalcarse le devuelve uno en el pómulo.
Nino se aclara la voz y aparta con disculpa a Marc. Estos numeritos
no deben de ayudar para nada a que se ponga mejor...
Pega un minisalto para bajarse de la encimera, pero... a pesar de
que sus pies consiguen pegarse al suelo por gravedad e inercia, él
desconecta súbitamente a medio camino, con una expresión de
horror y un jadeo que se le ahoga en la garganta.
Ha sentido un pinchazo agudo. De pronto escuece, y bastante,
siente una quemazón de gasolina ondeando fuego en... un punto muy
específico que juega al escondite.
Por cómo las cejas de Nino se han curvado y ya no se destensan,
Marc se da cuenta de que hay algún problema.
—¿Qué te duele?
—Nada —se esfuerza por sonreír y caminar correctamente hasta
uno de los armaritos. Punta talón, punta talón. ¿Era así?
Marc le descoloca cuando se le acerca, porque lo hace calmado
pero a pequeñas zancadas. Le coge del codo con suavidad y se lo
acerca al pecho.
—¿Te duele? —se ha inclinado con ademán protector—. ¿Te
duele si caminas?
No responde. Nino minucia sus zapatos con ojos atentos; porque
Marc no puede haberse dado cuenta. Es imposible.
A su vez, como cavilando no le responde, Marc sube los hombros
cogiendo aire y suma dos y dos: juzga, según este nuevo aspecto de
Nino que reclama el carnet de la adultez, con el espectáculo de besos
que se dio el otro día con ese chico, su novio.
—¿Te duele... detrás? —especifica incómodo, viendo en sus puños
tensos una confirmación inmediata.
—No.
—Nino.
—Por favor no se lo digas a mis padres.
En un tono raro y con su voz ronca..., Marc dicta que van a ir al
ambulatorio ahora mismo, y le pregunta si puede caminar.
Mientras a Nino una sensación de frío le cala todo el cuerpo a
excepción del trasero, que palpita profundo de fuera a dentro
envuelto en lava, Marc no le regaña. Ni comenta. Ni le mira.
Igual había otras formas, pero ¿no quería que le viese como un
adulto? Bien, conseguido. Luego lo celebra.
Le explica con una vocecilla que pueden coger su coche para ir, un
Mini recién salido del concesionario que sus padres le han comprado
para el verano, para cuando tenga el carnet de conducir. El viaje del
ascensor es tedioso y sin una palabra; en cambio en el aparcamiento
escucha hablar a Marc:
—Payaso —masculla—. Una margarita tiesa...
Nino sube al coche cuando le abre la puerta del pasajero, y le ve
mascullar de nuevo cruzando por delante; parece bastante
enfadado... sin embargo al sentarse no lleva expresión.
Abrocha su cinturón ojeando que Nino no se haya roto. Lo
encuentra mordisqueándose el dedo, pero enseguida deja de hacerlo
y finge una posición firme. Así, sus labios carnosos cogen aire con
sigilo y sus pestañas largas baten dos veces antes de perderse en el
parking que le enseña la ventanilla.
Todo él refleja culpabilidad y nerviosismo, pero «Esto no es culpa
suya», piensa Marc. Es culpa de ese payaso de su novio.
También le ve frotarse los muslos que expone con ese short que se
ha puesto. No sabe si tiene frío; podría, de verle el vello en punta,
pero lleva la piel enteramente lisa y depilada. Sus manos delgadas se
reajustan una media sobre la rodilla y luego van a cerrarse en dos
puños sobre estas, quietas, como un buen alumno modelo.
«Ha crecido... bien».
Conduce intentando no mirarle. Se toca el peinado nuevo en cada
semáforo y le echa vistazos fugaces a Nino, nerviosos, como si se
sorprendiera de encontrarle ahí cada vez que gira el cuello.
Aparcan, piden número. Nino va rígido como el cemento. Ayuda
que, sea por pena o compasión, Marc disimule la situación
removiendo la cuerdecilla de la persiana en la sala de espera.
Gracias a Dios no entra en la consulta.
La médico le hace recostarse en una camilla, le manda bajarse los
pantalones, y Nino escucha los trozos de su dignidad al romperse en
el suelo. Le dice que el dolor se debe a una microfisura externa en el
perineo. Que no es notable, tampoco peligroso: «La mitad de las
fisuras se curan solas, pero de no vigilarlas pueden no llegar a
cicatrizar correctamente nunca». Le manda tomar fibra, beber
líquidos y no hacer esfuerzos, lo que incluye saltarse las clases de
baile unas semanas, y le firma una receta.
Al salir ve a Marc levantarse de las sillitas de plástico. Le tiende el
papel y se tapa la cara en el escaparate de la farmacia mientras es
Marc quien compra la crema.
Se abrocha el cinturón de vuelta en el coche después de la media
hora más larga de su vida cobijando la bolsita con la medicina.
Pues se ha quedado una mañana maravillosa.
—¿No traías una chaqueta? —pregunta Marc, echando un vistazo
al asiento de atrás. Eso le obliga a regresar al presente—. La llevabas
cuando hemos bajado.
—Ah... —Se desabrocha pero no llega a abrir.
—Voy yo.
Nino le ve cruzar el paso de peatones, desaparecer por las puertas
automáticas del ambulatorio... Esconde la cabeza entre las piernas
como un avestruz y le da un pinchazo ahí atrás.
—Muy bien, Nino... —se recrimina a sí mismo.
Marc, por su parte, inspecciona los asientos de la sala de espera.
Va a pegar en la consulta cuando abren desde dentro.
—Ya la iba a dejar en recepción —comenta la mujer al dársela.
—Gracias —le devuelve. Ahora, solo faltaría que la suelte.
La ve afinar la vista sin fiarse un pelo. ¿Qué pasa?
—Se lo he dicho a tu pareja y te lo digo a ti también: no puede
hacer movimientos bruscos y eso incluye no mantener relaciones
sexuales —le advierte con la complicidad de la autoridad que
procede a retirarle las esposas al preso—. Tenéis que esperar dos
semanas como mínimo, pero cuantas más mejor.
Pues... No necesitaba esa información. Pero bien. Vale.
La señora expone una palma y separa los labios... ¿Hay más?
—En las próximas prácticas usad lubricante, siempre, y
abundante. Esa parte del cuerpo no está pensada para dilatarse y
podría haber sido mucho peor, y la fisura podría reabrirse una y otra
vez si no se trata.
Marc no sabe muy bien qué decir. Parece ser que no hay más
enfermos que atender y a esta mujer le apetece darle un cursillo en
pie sobre los diferentes tipos de lubricante del mercado. Acaba de
enterarse de que hay tantos. Que si acuoso, que si de silicona, que
cuidado con los de base aceitosa que rompen el preservativo...
Retiene la información casi sin querer apartando los «tú y tu
pareja» y los «tu chico» directamente a la papelera, pero con una
parsimonia que le sorprende y le inquieta; se le acumulan esos
apelativos peculiares en la cabeza. ¿Es que a esta mujer no le parece
rara su abismal diferencia de edad?
¿No te escupe en la cara y te chirría en cuanto los ves juntos?
Sale del edificio confundido, abofeteado por un seminario sobre la
propiedad horizontal pero sin boli gratis.
De lejos ve a Nino cabizbajo en el coche.
¿...No es extraño, repulsivo imaginarse a un viejo como él con un
chico que salta a la vista es mucho más joven? No solo eso: mientras
él es todo tristeza y un aura sombría, Nino es adorable. Sus mejillas
mullidas, su carita de querubín...
Podría ser su padre. Jesús, ¡es su tío...!
Es que incluso tachando el enlace político o la edad, son como un
amanecer despejado y una insufrible noche en el Polo Sur. Se da por
descontado que su rostro puro y ovalado, su talle delgado y grácil, y
su piel de una finura reconfortante son... “hermosos” sería
demasiado pobre para describirlo...
«Y está su voz que es dulce y melodiosa, y su forma de
comportarse. Siempre suave como si no quisiera molestar con su
presencia a la más mínima forma de vida cuando es él quien ilumina,
y calienta, y le da sentido a todo lo que nos rodea; cuando es él quien
me aparta el insomnio, quien me sumerge en un océano de paz y me
embriaga cada sentido con cada gesto, cuando es él qu...»
—¿Marc? —asoma Nino por la ventanilla.
«¿Qué hace ahí parado?». Lo van a atropellar. Además se ha
puesto en muy mal sitio; estaba cruzando fuera del paso de peatones,
pero se ha parado porque sí. Es como si estuviese esperando el
semáforo pero en mitad de la calle.
Se espabila cuando un amable señor le pita y le grita varias cosas;
como adulaciones pero sin la cortesía y con un «¡Capullo!» al final de
cada frase.
Marc llega aturdido, se sienta, y no arranca.
—¿Q-quieres... ir a ver tiendas? —propone Nino, a ver si aleja lo
máximo posible esta visita fingiendo que no ha pasado.
—¿Puedes...?
—Puedo andar —le corta rápido—. Es solo si hago movimientos
bruscos. Me gustaría comprarte algo de ropa porque todo lo que
tienes es muy oscuro y un poco triste...
Mira su ropa. Es cierto, de las varias prendas que le ha prestado su
cuñado ha escogido inconscientemente las más oscuras del montón.
No recuerda ver a Kyle con estos tonos apagados, sin embargo en él
los siente naturales. Negro y negro, sobre su blanco pálido. Como si
no hubiese otra opción posible para él.
—Sí. Vamos. —Pinta una suave sonrisa.
16
Ni una sola cosa

A media mañana, Kyle bloquea el monovolumen con el mando a


distancia y escucha el pitido de espaldas. Cruza fuera del paso de
peatones; pero no pasa nada, si viene un coche atropellará primero a
la señora con la barra de pan que está haciendo lo mismo dos metros
más allá.
La empresa de Anthony es un edificio rojo por fuera, lacado, con
dos gigantescos setos de plástico pero bien aparentados que
enmarcan una puerta automática que de tanto transcurso siempre
está abierta. Las paredes de imitación cristal se intercalan con
ventanas en un rectángulo alargado que apunta al cielo, y los coches
pitan todo el rato en la rotonda que está mal hecha. La zona de
oficinas de la ciudad; los letreros resaltan en las fachadas.
Esperando el siguiente semáforo porque aquí ya los coches vuelan
a toda velocidad, le suena el móvil.
—Hola, Anthz —Echa un vistazo a ver si hay un hueco entre
coches. Cuarenta segundos pone que le falta al color verde. La gente
se acumula en la acera, esperando.
—¿Me echas de menos?
—Todos los días y a todas horas. ¿Qué tal por el trabajo?
—Agobiado, como siempre... Tengo una reunión en diez minutos.
—Escucha un envase plástico, un mordisco a lo que pondría la mano
en el fuego es una barrita de KittyCat—. ¿Cómo has visto a Marc esta
mañana?
—No muy hablador, pero tampoco soy su mejor amigo.
—He llamado ahora mismo a la casa pero no me cogen.
—Nino me ha mandado un mensaje antes, iban al centro
comercial y almuerzan fuera.
—Ya se veía que estaba mal en la función. Tendría que haberlo
visto venir pero ni siquiera le pregunté, tendría que haber insistido
mucho más y haberle preguntado...
—Mi vida..., no es culpa tuya. Y Nino está con él, así que en un
pispás estará bien.
—Los antidepresivos no funcionan hasta que los llevas tomando
un mes. Un mes entero. Nino no se puede perder clase un mes. Y
Marc no va a aguantar encerrado en el dúplex un mes, es un cabezón
y enseguida querrá irse. ¿Le puedes buscar una cita?
—¿Para cuando?
—Hoy mismo. O mañana. Cuanto antes mejor.
—Pues, podría llamar y preguntar por ahí, pero estamos a lunes,
va a ser difícil. ¿Y no es demasiado pronto? Quiero decir, hace nada
estábamos en el hospital...
—No importa que sea solo para follar, lo que quiero es que vuelva
al mundo real ahora que se ha quedado sin trabajo; que no se quede
en casa pensando y repensando lo que le ha puesto triste. —Kyle
pasa un segundo en shock hasta que el propio Anthony cae en la
cuenta—. O sea, para que tenga coito bonito y tal.
Debe estar realmente agobiado para tener esos deslices.
—Ni siquiera entiendo cómo ha estado tanto tiempo sin salir con
nadie; por lo menos nadie que hayamos sabido. Sé que no lo parece
pero Marc es muy cariñoso, de abrazos todo el rato, y besos, y
mimos; pero se ha cerrado y no entiendo por qué motivo.
Kyle prefiere no recordar debido a qué lo conoce tan bien en ese
aspecto.
—Y estoy pensando en llamar a mamá y a Annie. Sé que es algo
que debería hacer Marc, pero... ¿O no? No sé si debería decidir yo
por él en su estado. Aunque no sé cuál es “su estado”, yo no sabía...
Yo no sabía que estaba mal, Kyle —murmura.
—Va a estar bien, Anthz.
—Quiero intentar hacer un hueco para mañana, o pasado, o algún
día de esta semana para llevármelo a un spa o algo así, pero no sé si
puedo... Citas va a empezar a tener sí o sí —dictamina como si el
mismo Marc estuviera ya delante cabeceando.
—Creo que alguien mencionó una fiesta de profesores, o del
gimnasio —se frota la frente, como una lámpara—. No me acuerdo,
lo tengo que mirar. Y puedo cogerme asuntos propios y me quedo
con él para que Nino vaya a clase; no te preocupes.
—No quiero que crea que el trabajo me importa más que él...
—No cree eso. Voy a preguntar por el grupo del gimnasio si
alguien quiere quedar —Se rasca la nuca.
Por fin verde. Kyle cruza deprisa.
Anthony resopla fuerte, estresado. Necesitaría un descanso.
—Cariño, estaba pensando —se aclara la voz—, que igual podrías
acercarte un momento a la empresa. Cinco minutos rápidos, para
unos mimos...
Kyle se ríe.
—¿Pero no has dicho que tienes una reunión?
—Sí, pero yo creo que te da... tiempo.
Kyle cruza la puerta giratoria con el móvil en la oreja.
—Vamos hoy pronto a cenar y ya veremos por la noche —
fanfarronea.
—Arh... ¿Y ahora qué haces?
—Estoy —Tras un bordillo gris con inscripción asoma la cabeza de
la recepcionista. “Lovelace S.L” resalta en relieve cada letra
barnizada en dorado—. Acabo de salir del instituto, voy a casa a
comer.
—...Vale.
—¿Quieres que te lleve algo? O, no sé, si quieres almorzamos
juntos. Puedo estar allí en media hora, comemos en algún sitio cerca.
Media hora o tres cuartos, me... Me he dejado una cosa en el
instituto, así que igual tardo algo más.
—No. —Hace una pausa larga—. Hoy voy a estar ocupado, tengo
un millón de reuniones. Y ya he comido aquí, la mujer de Sarah ha
montado un negocio de catering y lleva unas semanas trayendo
comida.
—Ah, bueno. —Kyle escucha unos toques en una puerta, y la voz
de Carol, la secretaria que coge el teléfono cuando Anthony pierde el
suyo entre los papeles; le recuerda la hora—. ¿La reunión?
—Sí.
Kyle sonríe melancólico. Se detiene a un lado de la escalera.
—Te amo —dice.
—Y yo..., Kyle. Mucho. Te amo mucho.
—Hasta la cena, Anthz —sonríe resignado.
Anthony queda mirando la pantalla. «Osito amoroso» acaba de
colgar. Y tiene una foto de perfil que no le gusta para nada.
A su vez, Kyle guarda el móvil antes de coger aire e inclinar las
cejas. La secretaria lo reconoce, no es la primera vez que viene.
Pero hoy sabe que todo lo que diga es mentira:
—Se lo he dicho, no está aquí, y tampoco puede verle sin cita
previa... ¡No, no! ¡Señor no puede hacer eso! —se yergue, revolotea
por detrás nerviosa—. ¡Señor! ¡Por favor, no puede entrar ahí...!
—Anda. Me parece que la última vez que nos vimos te ordené que
te murieras —sonríe el director al intruso—. ¡Qué falta de respeto
presentarte aquí para que vea cómo no lo has cumplido!
—Noah... ¿Has leído mis correos? —se acerca despacio, él está
sentado pero se levanta. Su altura sigue por debajo de la media,
como estaba se quedó. Será su aspecto pequeño, su pelo cuidado o el
frío de los países del norte que le mantiene el cutis terso, pero parece
que el trascurrir de los años en él tiene otra velocidad; ahora sería un
universitario recién doctorado.
—Theresa dice que llevas molestado por aquí una buena
temporada. —Le hace un gesto a ella, que se retira cerrando la
puerta.
—¿Los has leído...?
—Claro que no. Tienes lo que tarde mi dedo en llegar a este botón.
—Lo aproxima a la alarma de seguridad. Con una ceja rubia
arqueada y las pestañas entrecerradas con apatía, se percata del
anillo dorado que adorna uno de los gruesos y bronceados dedos de
Kyle.
«Monogamia...»
Bregh.
—Deja de quitarle clientes a Please, por favor.
—¿Cómo dices? —No le estaba prestando atención.
—Que ellos no te han hecho nada, ninguna de las personas que
trabajan allí, por favor, deja de...
Noah le mira estupefacto.
—¿Es en serio?
Kyle observa confundido sus dientes brillantes que se enfocan al
cielo y su risa aterciopelada que adorna el despecho entero en un
instante.
—¿Que qué? —jadea explotado en la risa. Kyle no sabe muy bien
cómo reaccionar, y a Noah le lleva un rato apaciguarse un mínimo—.
O sea, ¿has venido a pedirme que cierre mi empresa?
—No, que la cierres no, que dejes de robarle clientes a...
—¿¡Robar!? ¡Pfff!
—¿Qué...? Tienes multinacionales por todas partes, ¿por qué
necesitas también esta ciudad pequeña, este país? No te hace falta
más dinero, no habría tanta diferencia, solo...
—¡Por favor, Kyle! ¿Crees que esto tiene que ver contigo? ¿Sabes
acaso cómo funciona la empresa de tu amorcito? ¿O esta? ¿O
cualquier negocio del mundo? ¿Sabes lo que es la oferta y la
demanda? Ay, por favor —Se enjuga las lágrimas de la risa, esto
tiene que tener una cámara oculta por alguna parte. Tiene razón, esta
ciudad no representa una gran parte de sus fortunas, es más fastidio
y lavado de cara que rentable, no obstante—: ¿Sabes al menos lo que
es el capitalismo? Tiene que ser una broma, no me puedo creer que
lleves meses molestando por esto.
Se despega del escritorio y lo bordea, pero no llega a sentarse en el
butacón. Ha parado de reírse pero se le ha quedado una sonrisa
incrédula que dirige a la calle a través de la cristalera.
—Noah —le cita apurado—. Siento lo que pasó, no te merecías
eso, pero mi familia no tiene nada que ver.
—Mira, Kyle, ni siquiera recordaba que existías. Ha sido divertido
pero ya te puedes ir.
—Espera —exclama antes de que presione el botón de su
asistente; le ha costado muchísimo poder verle, nunca está en la
ciudad. Noah le mira con desinterés. Sus ojos verdes le reclaman lo
que sea, pero rapidito. Kyle los mira alternando, tiene los labios
separados pero no sabe qué decir. No tiene nada que ofrecer—. No
necesitas más clientes —repite, como conclusión.
—Si tu amor no sabe mantener sus socios será mejor que se
esfuerce un poco más.
Es terror lo que se forma en los ojos marrones.
¿Esforzarse más, Anthz?
¿...Más? Si ya trabaja de lunes a sábado mañana y tarde, si los
domingos que se presuponen días para relajarse en familia los pasa
en la cama, descansando sin fuerzas para poco más que abrazarse o
dormir, si no comprende siquiera cómo su cuerpo delgado se mueve
y se mantiene en pie. ¡Si ahora que su hermano ha intentado
suicidarse está más agobiado, más nervioso, y seguro que acabará
haciendo todavía más horas extra para compensarse!
—Si no es capaz de hacerlo puede que esto no sea lo suyo.
Los coches circulan hasta el semáforo en rojo, se ve bien desde la
cristalera. Los setos cuidados adornan el paseo de la calle y los
árboles más altos tienen pequeñas mandarinas a las que todavía le
falta unas semanas para madurar y recoger. Noah lo vislumbra todo
desde aquí. Este es de sus despachos más pequeños pero tiene
buenas vistas. Más variado, al menos, que los rascacielos que no
dejan ver el sol.
Se da la vuelta y, ¿Kyle todavía no se ha ido? Tiene una reunión a
en punto y quería descansar un rato, ahora como mucho podrá
comerse una barrita de chocolate y con prisa.
Pulsa el interfono.
—Theresa, tráeme un Twix. Y enséñale a este señor la puerta.
La mujer entra diligente con la barrita en la mano.
—Disculpe —Se le aproxima—, le importaría acompañarm...
—Noah —su voz grave se tuerce. No le importa que esté la puerta
abierta ni su asistente delante cuando suplica—. Fue culpa mía, lo
siento, pero no tienes por qué dejar a esas personas sin empleo, no
tienes por qué hacerles la vida imposible.
—No voy a negar que me encanta enterarme de que te perjudica
esto, pero me haces parecer el villano de una mala película, Kyle. Si
hay algún tipo que merezca la pena en Please que se venga y yo
mismo lo contrataré. Si no es así, haz el favor y diles de mi parte que
se busquen otro oficio simplón acorde con su persona o un país con
la bandera roja.
Kyle se revuelve nervioso.
—Te pido perdón, Noah, de verdad lo siento —se disculpa de
nuevo, porque no sabe qué más podría hacer.
¿Ofrecerle dinero? Con su sueldo de profesor debe ganar al año lo
que Noah en un mes o semana. Lleva años esperando poder hablar,
días al azar presentándose aquí y molestando a esta pobre chica para
tener cinco minutos a solas sin éxito. Pero hoy está en la ciudad. Va a
pasar tres días completos antes de volverse a sus negocios de verdad
y dejar esta ciudad pequeña.
—Señor, por favor. Si no le importa...
Ignora a la chica que le pide educadamente y con apuro que deje
de intentar que la despidan.
—¿Estás saliendo con alguien? —pregunta con seriedad—.
¿Sabes... sabes qué es tener alguien a quien quieres y ver cómo se le
va la energía a lo largo de la semana? ¿Sabes qué es ver cómo la
persona que más te importa en esta vida llega siempre a casa con la
cena ya fría? ¿Y cómo es ver a tu hijo en una de sus funciones tú solo
y con un asiento vacío al lado esperando que llegue a tiempo para no
perderse al menos los últimos cinco minutos? ¿Sabes lo que es...?
Noah ha abierto los ojos incrédulo.
—No, no lo sé. No tengo esos problemas —corta de raíz—.
Tampoco soy una ONG, y ya te he dicho que esto no tiene que ver
contigo. Ni me acuerdo de las cosas que pasaron hace... ¿diecisiete
años, más, menos? Ya no somos adolescentes, Kyle —le explica,
incluso con verdadera pena.
—Vale. No es cosa tuya. Lo entiendo, no es cosa de nadie, pero tú
puedes cambiarlo. Seguro que puedes hacerlo.
—¿A cambio de qué y por qué?
Le está echando demasiados segundos de vida a esto.
—Ayudar a los demás.
—¿El qué?
—Como un favor. Te lo devolveré.
—¿Ahora soy un Corleone?
Kyle revisa el suelo de parqué pensando algo mejor.
—Hazlo por mí entonces —es una especie de pregunta—. Por
cuando te invitaba a almorzar, y el día del barco, y las tardes jugando
a la Pley cuando no parabas de reírte. ¿Por el día en la feria cuando
te quité de encima a ese capullo? No lo sé, Noah, por lo que sea.
Noah suspira. Le ha gustado verle.
No habría podido echar la vista atrás con tanta satisfacción si no
estuviese viendo a un Kyle alto y corpulento como todo un adulto,
balbuceando una súplica en bucle. Este es el chico que le enseñó que
se podía usar el corazón y se lo rompió después sin mucho apuro; no
esperaba volverlo a ver. No obstante en cierto modo es agradable. Le
gusta esta sensación de poder. Mantener la presencia en alguien a
quien apenas recordaba.
Quizás por eso sigue perdiendo el tiempo, pero debería llamar a
seguridad ya.
—No soy yo quien embauca con magia negra a los socios, Kyle, son
ellos los que vienen.
—Pero tú puedes hacer algo, seguro.
—Me halagas pero no soy un Dios, lo siento.
—Noah...
Ahora lo estudia, al Kyle mayor, al casado que reluce un anillo
dorado en el dedo e hinca apresuradamente las rodillas en el bonito
suelo de su despacho para humillarse un poco más.
Y bien. ¿Le ha compensado a Kyle ese amor profundo y para toda
la vida que predicaba existía, la vergüenza de venir a arrodillarse y
suplicar por ayuda? ¿Tiene constancia su amorcito de que ha venido
a hacerle una visita a la competencia hoy? Debe haber acudido a
escondidas, Summer no le hubiese permitido aparecer por aquí si
tiene como mínimo dos dedos de frente, porque ahora que conoce lo
mal que está Please sabe que va en buen camino y solo necesita
presionar un poco más para quitarse una, insignificante pero al fin y
al cabo, parte de la competencia. Debería darle las gracias por la
información.
En su lugar se le bajan los párpados con desinterés.
—No creas que soy un rencoroso. Simplemente me das igual.
Kyle le sigue lanzando una mirada de angustia. ¿De verdad esta era
su estrategia, venir a implorar apelando a su condición de ser
humano? Podría haber traído algo que ofrecer. ¡Como mínimo por la
ofensa de malgastar su tiempo! Aunque no sabe qué demonios
podría tener él que le interesara, el paso de los años le ha borrado la
“sed de venganza”, es él quien pide un intercambio.
—Puedo presentarte a alguien —se le ocurre a Kyle.
—Kyle —suspira.
—Tengo compañeros en el gimnasio que...
—Eres tú el que necesita aferrarse a las personas.
—¿Y qué es lo que quieres?
Noah atisba las esquinas del techo a estas alturas aburrido.
—No sé. ¿Qué estás dispuesto a hacer?
—¿Qué quieres? —le ofrece un cheque sin cifras.
Consigue que Noah arquee las cejas, porque empieza a cuestionar
la implicación de Kyle; se pregunta cuales son los límites que no le
está escuchando levantar. ¿Un asesinato? ¿Un sextape? ¿Acaso sabe
lo que implica un lo que sea?
Todo se desgasta y todo muere, pide un sacrificio que va a
lamentar cuando haya terminado esa relación, y la siguiente, y la
siguiente, por un sentimiento fruto de la invención de las películas; a
lo que se aferran los inseguros y las personas con poca autoestima.
¿Cómo puede seguir siendo tan inmaduro? No existe un sentimiento
que sea incondicional ni merezca esta condena que le ruega.
El amor es más volátil que el dinero.
No obstante... Repasa su lengua en su labio dibujando una sonrisa
felina. Puesto que se empeña en implorar con tanta insistencia...
¿Qué podría ofrecerle la persona que le rompió el corazón?
—¿Sea lo que sea?
—¿Qué quieres, Noah?
—Quítate la camisa.
La seguridad pasmosa de Kyle se diluye como el polvo. Es Noah
quien se acerca y empieza a desabrochar.
A Kyle le lleva un par de pestañeos reaccionar y apartarse de sus
dedos ágiles. Se abrocha con prisa los cuatro botones que le ha dado
tiempo a deshacer en cuestión de segundos.
Los ojos de Noah se expanden al ver las trazas de los tatuajes; le
hacen asquearse. Responde con desprecio.
—Lárgate y deja de hacerme perder el tiempo.
—Sabes que estoy casado. Sabes que he venido aquí por él, me
estás viendo el anillo... me estás viendo suplicarte por él.
—Pues eso, acuéstate conmigo por él.
—No tiene gracia.
—No me estoy riendo... Solo tengo curiosidad por cómo funciona
eso a lo que llamas amor —dice moviendo el dedo, la mano entera,
espantando el carbón que constituye el sustantivo—. ¿Sortea el
acostarse con otros?
—No voy a acostarme contigo. ¿Por qué quieres que me acueste
contigo?
—Curiosidad. Profesas algo que es infinito, incondicional, mágico
y llovido del cielo; pero en cuanto alguien le pone o le pusiera la
mano encima a tu amado...
—Anthz me quiere a mí y yo solo le quiero a él. Él nunca me
traicionaría y yo tampoco voy a hacerlo.
—Traición... Sois objetos pues. Lo que firmáis en la boda es un
contrato de propiedad. ¿Y acaso con solo ponerme un dedo encima
ya lo estás rompiendo? No veo ese sentimiento incondicional y la
felicidad por ninguna parte.
—No es un contrato, es una promesa libre. Y no la rompo por
tocarte, la rompo por hacer algo sin que lo sepa él.
—¿Como venir hasta aquí?
Kyle titubea. Noah entrecierra los ojos con deje en un soplo.
—Así que hay una escala. Follarme supongo que toca el diez...
Entonces ve y pregúntale. Dile lo que vas a hacer.
—Yo estoy hablando en serio. No sé por qué no me estás tomando
en serio —levanta la voz.
—¿Que no te estoy tomando en serio? Te he dedicado ya casi dos
minutos de mi tiempo. Además, ¿no lo has hecho ya antes? Follarme
mientras amas locamente a otro; no es nuevo para ti, no tiene que
serte difícil —expone con sorna, pero liviano, sin interés real.
Kyle no se toma la molestia de contestar la pulla.
—Pídeme otra cosa —pide en su lugar.
—No tienes nada más que ofrecer.
—¡Joder, Noah! ¡No me puedo creer que así es como vayas a
vengarte de lo que pasó cuando eramos unos críos!
—Eres tú quien ha venido —responde sin despeinarse. ¿A quién le
grita Kyle? ¿A la sociedad por regirse mediante el dinero o al mundo
por girar?
—¡Porque estoy desesperado! ¡Pídeme otra cosa! Pídeme
cualquier otra cosa, te diré que sí, pero no voy a acostarme contigo.
—Vale. Consígueme la lista de clientes y la lista de socios de
Please. Quiero teléfonos, quiero direcciones, quiero cantidades. No
es que me hagan falta pero acelerará el proceso; te puedo garantizar
que cerrará en unos tres, cuatro meses a lo sumo.
—¿Cerrar Please?
—¿No quieres que deje de vivir en el trabajo? Para ti tiene que ser
muy fácil. Puedes pasearte por su oficina y puedes hurgar en su
maletín en casa; sacarás las contraseñas en medio día y en unos
meses tendrás a tu marido las veinticuatro horas en el sofá de tu
casa, todo para ti.
Ya no protesta, ya no reprocha ni pide otra carta, sabe que no la
tendrá. Venir aquí ha sido una idea horrible como la que más, pero
no tenía nada mejor entre manos, su buena intención no sirve para
frenar el desgaste de Anthony y él mismo no parece darse cuenta de
lo mucho que han cambiado sus hábitos. Ya no comparten noches en
el sofá entre piscolabis y vino probando el videojuego nuevo que ha
salido; ya no van al cine escogiendo a propósito la película más mala
de superheroes que hayan puesto en cartelera; ya no hacen el amor
como antes. No con tantos besos. No con tanto mimo, no con pasión.
Sus escenas de cama se limitan ahora a reducirse en el tiempo lo
máximo posible, a exprimirse el uno al otro alcanzando el clímax que
prolifera el amodorramiento y enlazarse en un abrazo que más que
aferre por necesidad del otro consiste en buscar la mayor comodidad
y más horas de sueño. Como no, con el objetivo de estar bien
descansado al día siguiente... para ir a trabajar.
—Se ha esforzado mucho por Please —murmura en voz baja, para
sí mismo. Y, precisamente por ello sabe, que sin empresa recuperaría
a su Anthz.
A su adolescente nervioso y sentimental, pero con temas nimios de
los que sí puede ocuparse: consolarle de una película con final triste,
encontrar casa a la camada de gatitos de una compañera suya que no
encuentra adopción, librarle de la pereza de tender la ropa de la
lavadora...
¿O sería trasladar el Anthz triste y rebosado de ansiedad al paro
con el plus de la culpabilidad por haber dejado caer la empresa en la
que tanto se esforzó su madre?
—Estoy aquí hasta fin de mes, Kyle. No vuelvas a hacerme perder
un solo segundo de mi tiempo si ni siquiera sabes lo que estás
dispuesto a ofrecer —zanja, antes de llamar a seguridad.
17
Alma gemela

—¿Anthz? —pregunta desde el sofá al escuchar la puerta. Pero no es


su marido, lo intuye sin levantarse por el trasteo de las bolsas y
porque el cielo acaba de oscurecerse hace sólo cinco minutos.
—Somos nosotros —avisa Nino desde la entrada, alegre y saltarín,
se ha teñido el pelo de rosa, la sensación de frescor de la peluquería,
la sonrisa grande. Detrás va Marc con cuatro bolsas a rebosar en
cada mano—. Hemos ido de compras.
La gorra que lleva Marc, los vaqueros y la camisa, todo de un «azul
hielo perenne canadiense» o en castellano de un azul tan apagado
que es blanco, los ha escogido Nino.
—¿Qué habéis compr...? ¡Coño, Gandalf!
La luz de la entradita a su espalda completa el cuadro de
reaparición bíblica, es cierto. A Nino le tiemblan los hombros en una
carcajada risueña, puede que se haya pasado con el cambio de
imagen; ¡es que Marc no se ha quejado! Ha estado muy callado hoy,
así que los silencios los ha llenado Nino contándole cosas del
instituto, recetas o bailes; espera no haber sido pesado.
Marc observa la risita de Nino sin comprender.
—¿Qué es un Gandalf? —Su voz seria, su rostro inexpresivo.
Kyle va a explicárselo cuando suena el teléfono de casa. Nino sube
a ponerse el pijama, y Marc inunda su cama de bolsas, ya no cabe él
aquí dentro. La llamada es de Anthony, parece ser, para excusarse
porque va a llegar más tarde esta noche.
—No te preocupes. De verdad, no pasa nada —le disculpa Kyle
con la voz estrecha—. Sí, yo se lo digo a ellos. ¿Por qué estás llorando
mi vida...? Pues claro que te quiero. ¿Por qué me preguntas eso...? —
cuestiona bajo, con cariño, con lástima.
Marc va al baño a ponerse el pijama, y cuando vuelve Nino ya le
espera en la cama, con la luz insuficiente de la televisión y un filtro
cortesía de la modesta lamparita verde. Se ha vuelto a poner el jersey
de Sailor Moon a modo de pijama. Y..., ¿de verdad no tiene nada más
largo que ese pantalón corto?
—¿No tienes frío? —se instala en la cama con él.
—No —responde distraído manejando Verflix. Da igual. Parpadea
y su tío ya lo ha envuelto entre las sábanas y la colcha como una
cebolla. Libera un brazo resurgiendo el mando como a Excalibur de
las aguas.
Marc se acomoda detrás, le abraza los costados, y Nino recoge las
piernas incómodo en cuanto la ve: se aprecia a la perfección la
cicatriz de su brazo libre de venda. Gruesa como el ancho de un dedo,
irregular, y todavía muy rosa.
Desatento le pregunta a Marc qué película quiere ver.
—Pon la que tú quieras.
—¿Romántica? —sugiere ya pulsando un tráiler, lo tenía
preparado. Marc ha abierto la boca pero no le da tiempo a usarla.
Nino engurruña la almohada doblada entre las rodillas de Marc, le
asesta varios golpes de kárate que la amoldan, se tumba.
—A ver si te gusta esta. —Por el tono se intuye que eso también
importa poco.
Marc le guarda un mechón tras la oreja. No piensa que sea egoísta,
es que cree que a todo el mundo le parecen bonitas las cosas bonitas.
Y es un orgullo escucharle vivaz después de años preso en la timidez,
no le importa acatar lo que Nino quiera.
—El tráiler dura tres minutos. Así que lo voy a poner más rápido, a
velocidad doble. Va de una chica con cáncer que vive en un pueblo
pero le quitan la casa y se va a trabajar a la ciudad para cuidar a un
hombre que ha tenido un accidente y se ha quedado parapléjico y
quiere la eutanasia pero no se la conceden.
—Muy bien.
En la línea del dramatismo que le gusta a Nino, un aspecto de él
que no ha cambiado, por fin. De pequeño se pasaba el santo día
viendo Piecito con esos colorines, pastos verdes, el rollo de la
amistad y la felicidad casi absoluta..., y la escena tediosa y larguísima
de la muerte de la madre. En cuanto terminaba la cinta insistía con
que la pusiera otra vez desde el principio.
—No estás mirando —le regaña con la mirada triste.
Es verdad, analiza el bol de palomitas que han comprado: una
circunferencia verde con la cabeza de un dino, patas y cola repartidos
por los bordes. Como si el bicho estuviese estirado al máximo y
sufriendo eternamente.
—Estoy mirando.
Está en VOSE. Él tiene un accidente, ella llega a la ciudad, él es un
borde con ella. Borde. Borde. Momento de ligera conexión. Los
personajes corretean de un lado a otro rapidísimo, quizás debería
reproducirlo más despacio... también es gracioso, porque parecen
pitufos. Se quieren, pero él se va a morir. Se muere. Y aparece el
frame con los nombres de los actores.
Nino y Marc asimilan la información.
La película... debe ser la versión extendida del tráiler, si es que
tiene alguna escena extra.
—Se me ha hecho corta —exhala Marc cortando el silencio.
Hace ademán de apagar la tele y dormir, pero Nino le frena
apoyando su pierna alargada en la pared, soltando una risita. Lleva
unos calcetines con bordado de melocotones y unas piernas que de
suaves transmiten sensación sin requerir roce.
Marc vuelve a sentarse sin expresión como un buen chico.
—Voy a poner otro tráiler. Este.
Pelusa empuja la puerta con la nariz y les acompaña. Nino le
repasa el antebrazo a Marc derrochando gracilidad pero con la vista
en Verflix. Sigue la línea casi recta de la cicatriz en contrarelieve..., y
acto seguido se estira y coge el aceite de una balda.
Con una cantidad que se le desborda, le sujeta el brazo a su tío y se
lo aplica. Está fría pero no se queja. Los dedos la repasan con sutileza
queriendo ser un borrador que la haga desaparecer.
—Nino, no hace falta. Tengo muchas más, es una pérdida de
tiempo intentar taparlas.
—¿Qué más tienes? —inquiere dispuesto.
Ve a Marc titubear, pero qué cara de estupefacción se le queda
cuando efectivamente se coge el cuello de la camiseta y la saca. Trata
de aparentar desinterés en cómo se derrama aceite en la mano y en
cómo redondea la cicatriz de su pectoral. Su escaso vello negro queda
peinado en círculo, en zigzag el de su abdomen.
Se le nota más delgado. No queda en relieve un paquete de seis
ladrillos de obra, pero continúan visibles las líneas que dividen sus
músculos, y el volumen curvo de sus brazos que Nino ya sabe
mullidos y estables de tantos abrazos. Le llaman siseante al tacto, al
apriete.
Debe haberse vuelto loco desnudándose aquí. ¿O es él quien saca
lascivia de un acto simple? En la playa los hombres no llevan nada
arriba, y no implosionaría el universo de hacerlo una mujer... ¿Qué le
pasa? Él ya no pretende nada con Marc...
No quiere que se vaya.
—¿Cómo te la hiciste...?
—Un borracho cuando era barman.
«¿Marc ha trabajado de barman?».
—Y lo de... ¿el disparo?
—Munición perforante de rifle, traspasa los chalecos. Es ilegal en
Europa pero los rusos la proveen —aclara como si cualquiera fuera
un entendido, y su naturalidad consigue que Nino se alegre todavía
más de que le hayan expulsado. Piensa inflarlo a dulces para que no
le readmitan nunca jamás.
—¿Pasaste miedo?
—Pasé directamente a la aceptación —sonríe pragmático.
Aclarar que el disparo fue un alivio que le duró hasta que abrió los
ojos en la cama del hospital es un pensamiento que prefiere enterrar
atrás.
—¿Y la oreja?
—Un amigo. La televisión me la regaló él como disculpa.
Señala el plasma, y Nino se da cuenta de lo poco que le conoce. Le
gustaría pasar la noche escuchándole hablar, rascando la
información de su voz ronca y pausada, de sus palabras escasas y su
tono gentil que parece no querer cansar con sus penurias.
Después de haber mencionado a su amigo Marc se ha quedado
triste. Lo ve en sus ojos almendrados que rara vez se muestran del
todo, y en su barbilla y mentón que han decaído a la manta.
Nino se muerde un carillo.
Se arrodilla.
—¿Y las de la espalda? —Con una suavidad que palia asimilar el
hurto le quita el bote. Lo aplica en sus hombros y desciende por su
espalda ancha—. ¿Todas son de la policía?
—No, esas no. —Va a pasarse la mano por el pelo, pero recuerda
la pringue a tiempo para que nadie venga a anudarle un jersey al
pecho—. Esas son de mi padre.
No le ve la expresión de horror a Nino.
—¿El abuelo era...?
—El padre de tu padre no, el mío.
Bien.
O sale alguno o derrumban una pared, porque entre ellos dos, el
gato y el interrogante gigante que llueve del cielo, ya no caben. Nino
le masajea sin alma, mecánico. Marc le mira de reojo. Le atisba
varias veces antes de afinar los ojos en una sonrisa de lado.
—¿Sabes que soy adoptado?
Estudia las marcas al destaparlas de sus manos. Parecen de
cinturón, pero también hay más pequeñas de cigarrillo. Las ve con la
luz de la pantalla, los trazos proyectan sombras.
Entonces... ¿también él tiene pesadillas con los recuerdos? Se
retuerce los dedos. La táctica de Nino ha sido ignorarlas por la
mañana y reproducir la tranquilidad de Sinatra durante las
madrugadas de insomnio, durante toda su vida perfecta de niño
mimado sin derecho a reclamar, pero... ¿Marc también las tendrá?
—Y Annie.
—¿Qué? —pregunta distraído.
—Que Annie también es adoptada.
Que le deje tiempo entre bombazos, que ya no le da para más.
—Pero si la abuela y Annie son iguales —murmura.
—Las dos son muy cabezonas, sí.
Un momento, por favor. ¿Todos en la familia, todas las personas
de esta casa, saben y lo han sabido siempre menos él? Marc ríe, con
su risa lenta y grácil, gutural, cándida; Nino sonríe.
—Ni Anthony ni tu abuela quieren oír mencionar las palabras
adopción u orfanato... No les vayas a decir que te lo he dicho yo.
Ha sonado hasta angustiado al final.
—¿Y... el tatuaje? —Repasa la caligrafía con detalle y
mansedumbre. La tinta corona las heridas de su espalda. Flota entre
sus alas esponjosas con aire centinela—. ¿Es de alguien a quien
quisiste mucho...?
—Bella. Mi madre —pronuncia más afable al recordar.
Nino inspira y enmudece deslizándose por los trazos; hasta que
Marc le mira por encima del hombro. Los azules brillan en su
dirección como dos diamantes de escarcha enmarcados por las
pequeñas olas que deja el tiempo.
Trata de imaginar su rostro tres lustros atrás. Cavila si entonces
tendría ya forjadas las ojeras, el desinterés por los peines, y esa
extraña neutralidad en sus cejas negras que siempre aparenta tirar al
enfado o la sospecha.
—Yo no recuerdo el nombre de mis padres —dice sin timbre.
Marc frunce el ceño, porque Nino nunca habla de ello. Visitó muchos
psicólogos durante su estancia en el orfanato, sin éxito—. Se
llamaban el uno al otro a voces y con otras palabras —agrega.
—¿Recuerdas algo de las personas que te hicieron daño? —se le ve
de repente dispuesto a buscarlas. Nino se toca el flequillo queriendo
retractarse de esta conversación.
—Creo que simplemente me tuvieron sin querer.
—La sangre que tenías no era tuya —insiste Marc, lo cita despacio
porque él ya lo sabe. No le encontraron un solo corte o herida más
que los moratones. Así como tampoco había perdido el ojo esa
noche; había nacido sin él.
Nino baja la cabeza.
—¿De quién era?
—No estoy seguro —musita incómodo.
Levanta la barbilla cuando los dedos de Marc le llaman a hacerlo, y
ve que su expresión ha cambiado. Ahora forja una mínima sonrisa
que aparca el tema.
Cree ver entre sus comisuras verdadera empatía y entendimiento
sin necesidad de narración.
¿Exactamente qué habrá vivido él? ¿Hasta cuando? ¿Cómo lo
vivió? ¿Con treinta y cinco años has podido ya olvidar lo que viviste
en tu primera década?
Quiere formularle a Marc tantas preguntas.
—¿Cuándo te adoptó la abuela...?
—Me faltaba un mes para cumplir los dieciocho.
Recuerda cómo en el orfanato los niños de su edad fluían como el
agua y sin avisar, no merecía la pena encontrar un mejor amigo.
Recuerda la desazón de ver siempre de puntillas en la misma ventana
a los demás marchar y preguntarse si algún día sería él o por el
contrario sus defectos eran demasiado grandes.
Que Marc haya llevado ese sentimiento encima diez años más que
él le endurece el estómago y le molesta en su propia carne.
Ambos callados, a Nino la vista se le va a sus labios rectos,
desciende a la zona de un casi inapreciable gris que delata un vello
borrado, y vuelve a la boca a la que le robó el primer beso. Los tiene
finos pero los recuerda mullidos, y ha estado comiendo palomitas.
¿Sabrán a eso, a sal y mantequilla?
Mordisquea su labio sin percatarse. No puede dejar de mirarlos, y
esos ojos azules tampoco... hasta que Marc lo atrae: lo abraza, de
lado, y besa su sien. Nino responde cerrando los ojos.
Los besos de Marc descienden, despacio, a su oreja. La bordea por
detrás a paso lento y tierno, y Nino exprime y almacena la sensación
como verdadero oro. Esto que le lleva hirviendo en el pecho toda la
vida no es una broma. Mucho menos un capricho.
¿Qué hay de perverso en cómo Marc le besa y cuida? ¿Qué hay de
infantil en él que ya conoce las oscuridades del mundo?
Marc se aparta y sus miradas vuelven a enlazarse. Nino no sabe
qué estará pensando. No sabe qué opinión tendrá de él. No han
hablado de su penosa confesión hace años.
Cuando los azules se van a la tele, Nino se guarda un mechón rosa
en la oreja.
—La médico del ambulatorio mencionó que no puedes mantener
relaciones en dos semanas. —Se mete la camiseta aunque no ha
tenido tiempo de absorber el aceite—. Así que, díselo a tu novio.
Nino boquea queriendo explicarse.
—Soy virgen —impone. Lo lanza, como un yunque al agua.
Y le mira de soslayo esperando alguna especie de aprobación.
—No me lo hizo Leonard, me lo hice... me lo hice yo, tengo una
cosa arriba, y a veces la uso... una noche papá llegó tarde y cerró
fuerte la puerta, y me asusté...
Marc contempla sin expresión su balbucir.
—Y-y... Solo tonteamos un poco, pero... pero no. No siento nada
más... Hemos hecho alguna cosa, yo a él, y él a mí una vez, pero que
eso no... En la cama no. B-bueno, una vez sí, pero eso que se hace en
la cama no...
—Ah... Bien —responde robótico donde Nino espera una
respuesta.
Cortando un silencio cargado de cringe Kyle asoma pegando dos
toques al marco.
—Anthz estará al caer, pero yo me voy arriba. He desenchufado el
salón y revisado la cocina. Enciende la luz al subir, hijo, te vayas a
caer —le dice a Nino, como si fuese tonto.
Los tres se dan las buenas noches entremezclado las voces.
Después, ven cómo se apagan las luces progresivamente, hasta que
resta la del televisor que Nino también acude a desenchufar. De
mientras Marc recoloca la colcha de su cama; como buenamente
puede, Pelusa no se quiere mover.
—¿Puedo dormir aquí? —pregunta Nino sin hacer contacto visual.
Su voz dulce, angelical; sabe aprovecharla—. Como cuando era
pequeño. Como cuando te quedabas frito conmigo después de leerme
un cuento y nadie te despertaba.
Obvia mencionar aquel lejano fin de semana y el incidente del
beso, claro está, no le apetece replicar la charla del acuario.
Marc sonríe con reservas.
—Has crecido desde entonces —plantea.
No es una negación rotunda, así que Nino se arroja, se estrella con
perspicacia y lo que él cree es disimulo para demostrar que hay sitio
de sobra. Noventa centímetros de espacioso bienestar, primeras
calidades, caben tres Pelusas más apilados en cada esquina.
—Aunque tengamos poco hueco no me puedo caer —expone en
alarde cultivado tocando las paredes sin esfuerzo, eso debe sumar
puntos. Marc menea la barbilla en desacuerdo—. Y si me robas sitio
te empujo y apretujo contra la pared y ya está.
—¿Me quieres robar mi zulo? —se le escapa una carcajada, y Nino
intenta aparentar que no le palpita el pecho cada vez que se ríe—.
¿No me habéis encajonado ya lo suficiente?
—Hay que compartir —pide como un cachorrito.
—¿Por qué no me emparedáis en un tabique directamente?
—Esta cama antes era mía, solo reclamo medio trozo.
—Ahora es mía, no te doy ningún trozo.
Es una honra que Nino haya desarrollado bien usar el chantaje
emocional, y encantador que crea que puede usarlo con él, que ha
sido policía, que ha visto la cara oculta de cada iceberg; por favor.
Nino ríe empujándole aunque ya tiene hueco de sobra, pero Marc
es mucho más grande que él así que como a un gigantesco muro de
hormigón no lo desplaza.
—Creo que eres un poco bajito para ser un abusón.
—¡No hago nada malo esto es mío! —protesta, parece que le ha
dado donde más le irrita. ¡No es su culpa ser bajito! Ve a Marc mover
los ojos a un lado, abrir la boca, cerrarla.
—Así empezó Hitler con Polonia —tira al final, bajo, como si lo
hubiera estado reprimiendo.
Nino jadea desconcertado.
—¡...Él era un fascista, yo quiero repartir igualitariamente las
riquezas y eso se llama comunismo!
—¿No fue exactamente eso lo que dijo Stalin?
—По справедливой причине...
—¿Que qué?
—Враг должен быть побежден!
—Me das miedo —miente; podría gritar en alemán que seguiría
pareciéndole adorable.
Deja de oponer resistencia pacífica y su sobrino consigue
desplazarle en un despiste, porque cae en la cuenta de que estas se
asemejan demasiado a las bromas de Dab. Y poco a poco y cansado
de hacer esfuerzo, Nino también va dejando de empujar porque no
encuentra pelea de vuelta.
—Tu padre me mandará a la tumba de un solo puñetazo.
Nino suelta una risita. Cree que es una broma.
—Ya mismo es mi cumple. ¿Es un regalo anticipado...?
Puede ser porque hace ojitos, puede ser porque a Marc también le
agrada la idea de pasar la noche envuelto en su aroma: se la juega.
Separa la sábana para Nino, al que le falta tiempo para meterse en el
campamento habiéndose salido con la suya. Pelusa entiende que esta
noche la pasan aquí y se cambia de sitio. Ha visto que todavía puede
obstaculizar mejor si se planta justo donde deberían ir las piernas de
su amo con la firmeza de un pedrusco; Nino encarama su rodilla
sobre la pierna de Marc, y su puño cerrado en su pecho.
Así mismo, una de las manos de Marc descansa en su propio
estómago, pero la otra, la que queda entre ellos, desciende hasta el
muslo de Nino y su pedazo sin tela. Su mano caliente atrae y rodea la
carne que se ha quedado fría.
—¿Estás cómodo? —Su voz es tan ronca y Nino está tan pegado a
su pecho que lo siente retumbar. Es agradable.
—Sí —juguetea con la manga. Se alza un momento para dejarle un
beso en la mejilla, y vuelve a su sitio—. Buenas noches.
Marc le baila los dedos por el muslo y también busca dormir.
Había echado de menos este pelo rosa y esta voz tierna. Le gusta
mucho su pelo de este color porque es evidente lo mucho que le gusta
a él llevarlo. De vuelta a casa, se ha parado en cada escaparate para
menearse el flequillo, aunque es una tontería que pierda tiempo de
esa forma porque él siempre está mono.
El segundo beso en la mejilla le pilla desprevenido. Cuando abre
los ojos Nino ya se ha vuelto a acurrucar, pero como los deja abiertos
ve cómo todavía hay un tercero, son lentos. No hay cuarto porque
Marc se torna hacia él y Nino tiene que bajar la rodilla al quedar cara
a cara.
Dura poco porque Nino pega la vuelta para no afrontarle. En
consecuencia como un paso de baile Marc le abraza. Su pecho firme
le calienta la espalda, sus caderas quedan separadas a propósito y su
mano grande vuelve al mismo sitio bajo la sábana: lo acaricia con el
pulgar queriendo liberarle del frío que se le ha adosado. Nino
retrocede para pegarse de modo que, sin querer, presiona entre las
nalgas la entrepierna de Marc.
Lo hace soltar un jadeo silencioso y apartarse con disimulo.
Pero Nino lo ha oído perfectamente. Lo ha oído y lo ha sentido,
deshinchado pero palpable... Vuelve a acercarse, interpreta el tonto
que no comprende el problema.
Esta vez el suspiro de Marc le abandona sigiloso por la nariz y no
rehuye. En su lugar, le besa la coronilla, y su mano va por libre
cuando emigra del exterior al interior de su muslo tersado, sedo, la
carne le acaricia a él.
Ejerce presión con los dedos uniéndolo con mayor exactitud a su
cuerpo y ahora es Nino quien deja ir un gemido hilado.
—¿Q-quieres que te creemos el perfil en la web de citas?
—¿...Ahora?
—¿P-por qué no? —Marc ve un fogonazo de luz que le obliga
cerrar los ojos. Leonard le ha dejado mensajes «¿Por qué no me
contestas? ¿Qué haces todo el día? ¿Eh? ¿Nino? Eo. ¿Nos vemos el
viernes o qué?». Los desplaza—. Esta web por ejemplo. S-solo tienes
que rellenar unas preguntas y subir una foto.
—Eso fue idea de Anthony —pestañea recuperando la visión.
—Pero creo que papá tiene razón. Si encontrases a alguien con
quien pasar la vida serías más feliz. Yo quiero que seas feliz —
susurra, medita en voz alta lo que es cierto.
—...Soy feliz contigo.
—Feliz como papá y Kyle.
Nino teclea en el silencio de ambos. Se escuchan los tap. Rellena
los datos que se sabe. Día, mes, año, signo del zodiaco, sabor favorito
de helado, hasta la descripción de adjetivos sobre cómo se describe a
sí mismo.
Recita algunas sílabas entre murmuros rellenando datos.
—¿Te interesa hombre o mujer?
—No me importa.
—¿Altura preferente?
Marc se muestra desconcertado. ¿La van a fabricar a medida?
—Me da igual.
—¿Raza?
—Me da igual.
—¿Con niños?
—Me da igual.
—No veo la opción de «Me agarro a un clavo ardiendo».
Parece que a Marc le gusta que se meta con él, porque lo aprieta
más fuerte y le da un beso en el pelo sin devolvérsela.
—Necesitas que te aporte: una tranquilidad total o una energía
estimulante —Agacha la cabeza y mueve los pies. Sigue hablando en
susurros, sin molestar a Pelusa que ronronea en sueños.
—Tranquilidad.
—¿En lo primero que te fijas en su...?
—Ojo. Ojos. Ojo si tiene uno, y ojos si tiene dos.
—Del uno al cinco, cómo de importante es: sentir que eres el
hombre de su vida, tener gestos de cariño en el día a día, compartir
vuestro pasado.
—Dos, cinco, cinco. ¿Cuántas preguntas son?
—Ochenta y siete.
Marc gruñe descontento. Nino hace una pausa al encontrarse con
la siguiente pregunta.
—¿Crees en las almas gemelas?
Creer en el destino, en lo inamovible, en esperar de brazos
cruzados un cristal idéntico a ti es de tontos... —piensa Nino—. En
la vida real, sólo te vuelve dependiente de esperar a alguien que no
existe apartando a los reales por diferentes.
Se sabe la teoría.
—No —responde Marc con sencillez.
Nino cierra los ojos. Nota su corazón en la espalda.
—¿Gatos o perros? —prosigue, en cambio ha perdido la ilusión.
Le invade la desgana—. Un libro, una canción, una película...
—Gatos, Jane Austen, Killing me Softly, y —Le cuesta un rato
pensar cintas, no ha visto muchas—; la que me regalaste de los
dinosaurios estaba bien.
—¿«La que te regalé de dinosaurios» está bien? —enfoca el póster
gigante de Jurassic Park con el móvil—. ¿Te encantan los
dinosaurios y no te acuerdas del nombre?
Marc le esquiva culpable.
—Nino, a mí no... A mí no me gustan los dinosaurios. —Nino se
ríe por la nariz—. Quiero decir, no es que me disgusten, son
graciosos, es que no me gustan... tanto —Se señala el pijama con la
cabeza de un dino, la lamparita verde, el bol vacío que han dejado en
una balda junto a otras figuritas, el póster—. Pero me gusta que me
los regales.
Ay Dios. Que no está bromeando.
—Pero si tienes un montón de cosas de dinosaurios. Tienes el piso
lleno, y siempre que te regalo algo te pones muy feliz. Por eso te
regalo dinosaurios por Navidad, por tu cumpleaños, por el amigo
invisible, porque sí, porque me apetece... Oh.
Marc sonríe.
—Pero papá me dijo que te gustaban —musita él avergonzado.
—Le preguntaste qué podía gustarme y te contestó que en casa de
Ellen tenía uno en la estantería. Pero estaba ahí cuando llegué.
Seguidamente, Nino se muerde los carrillos para esconder una
sonrisa traviesa, y es la imagen más adorable que Marc ha visto en la
vida: Nino aguantándose la risa cuando sabe que debería sentir
culpabilidad por saturarle la vida de bichos verdes. Se le dibuja a óleo
y a contraluz de un halo luminoso.
—Yo te quiero mucho —anuncia como para disculparse.
—Y yo a ti —devuelve en el mismo tono.
Le encanta su alegría, su voz dulce, y sus labios pequeños que
disparan besos que le pillan por sorpresa pero que espera con ganas.
Desparrama felicidad a su paso y le hace a él también ser un hombre
alegre, y feliz... ¿Cómo no va a quererlo?
—Vamos a dormir. —Le quita el móvil con cariño, lo bloquea.
Nino mueve los pies, frota los calcetines en los suyos, que le
corresponden la caricia con suavidad mientras Marc lo acurruca en
su pecho.
—Buenas noches...
Con Nino no es que la vida se vuelva soportable.
Es que le dan ganas de vivirla.
?¿
Un sueño indecente

—Marc... ¿Me ayudas?


Su tío está leyendo en el kindle, pero le mira cuando se sienta en el
estrecho sofá de su buhardilla.
—¿Qué necesitas? —Deja el aparato en la mesita. Nino desvía la
vista a la televisión, que está apagada. Se está mordiendo el labio y
no habla. Parece nervioso—. ¿Princesito? —sonríe.
—Si te pido una cosa... ¿Me dices que sí?
—¿Qué pasa?
—¿Me lo prometes?
—Sí, dime.
La expresión de Nino cambia completamente. Su timidez fingida
se evapora y deja paso a unos dientes que juguetean con un labio
carnoso que se va humedeciendo.
—Quítame la virginidad —le pide.
Marc suspira. Menea la cabeza despacio y exactamente dos veces,
en una negación pausada que apunta al suelo. Luego sus hombros se
elevan, y descienden.
—¿Eso era?
Nino asiente con la cabeza y con el cuerpo entero.
—Sé que la primera vez duele... Y he pensado que tú, que eres mi
tito y me quieres tanto, podrías ayudarme para que no me duela
cuando vaya a hacerlo...
El azabache chasquea la lengua.
Nino se saca un frasco de lubricante de la espalda. En la etiqueta
pone que es de melocotón.
—He comprado esto, y me he limpiado bien... Me preguntaste qué
quería por mi cumple, porque todavía no me has dado mi regalo de
los dieciocho..., pero ya sé qué quiero. Quiero esto. Y me lo has
prometido —añade muy rápido.
—Nino —Marc suspira. Acaba de darse cuenta de que su sobrino
no lleva pantalones, solo una camiseta muy larga, y además es de las
suyas negras. Le repasa la mejilla con el reverso de los dedos, y éste
se acerca de rodillas—. Si era esto lo que querías, solo tenías que
pedirlo desde el principio.
Nino sonríe un montón. Sus manos delgadas le enmarcan las
mejillas cuando le deja un beso dulce que le pinta una sonrisa de
medio lado a Marc.
—Gracias... —dice cargado de dulzura.
Marc enarca una ceja, pero pronto le responde besándole la punta
de la nariz.
Es extremadamente gentil cuando lo llama a recolocarse sin una
sola palabra. Con sus manos, le moldea la postura: Nino acaba
aferrado con manos y dientes a uno de los cojines de dinosaurios,
bocarriba. Con las rodillas plegadas, y la cadera sutilmente
levantada. Expuesto a Marc.
—Así que quieres que te abra este puntito —Le aparta el cojín con
una sonrisa, dejándolo sin escondite. Las manos de Nino quedan
cerradas en puños, recogidas con titubeo sobre su pecho.
Marc repasa el cúmulo de pliegues, estudiando el relieve. Se
asegura de aplicarse el lubricante antes de pulsarlo.
—¿Me va a doler? —musita Nino. Marc ya le ha arremolinado la
tela sobre los pezones. Su pecho es un campo níveo y rosado en
algunas partes. Se le aprecian las costillas y el hueso de la cadera.
Tiene una erección.
—No.
Nino asoma tímidamente entre las pestañas:
—Vale... —susurra—. Confío en Marc.
Le impacta el corazón como un meteorito.
Nino no comprende por qué, pero el pulso de Marc se vuelve
errático, incluso torpe.
Le ha apoyado la frente en las rodillas y ya no le está mirando.
—¿Confías en mí?
Le pasea el dedo por el exterior casi sin entereza, con más
curiosidad que fuerza. Empieza a introducirlo extremadamente
despacio, aunque parece tener pensado hacerlo todo de golpe porque
no deja de avanzar.
—¿Y si yo no confío en mí? Tengo miedo de no poder parar —Es
verdadera preocupación lo que denota su timbre. En cambio Nino no
la entiende.
—Es que yo no quiero que pares... —contesta.
Marc parece sorprenderse. Nino es siempre tan tranquilo, amable
y educado, un enamorado del romance; pero ahora mismo todo él
derrocha unas ganas de tenerle que le hace querer sacarse el
miembro de los pantalones para dárselo.
—Házmelo, Marc...
—¿Qué quieres que te haga? —considera con voz dulce.
—Lo que tú quieras...
—¿Lo que yo quiera? —ríe jovial—. Solo quiero lo que quieres tú,
princesito.
—Entonces hazme el amor...
Seguidamente jadea y se aferra al cojín, porque su tío avanza hasta
acariciarle las entrañas.
Marc ya no le aparta el escondite, tiene las manos ocupadas en
sujetarle las rodillas y en estar dentro de él. Ha echado mucho
líquido de modo que se desborda, una espesa línea cae hasta el sofá.
Nino gime suave. Hace calor, y huele a melocotón desde aquí.
Las cejas oscuras se doblan con lentitud.
—Me alegro de que me lo hayas pedido —dice. Su dígito es grueso
y firme; no toma un descanso hasta que choca los nudillos en sus
nalgas—. No hubiese querido que te hiciesen daño.
—No quiero hacerlo con nadie más, yo solo quiero hacerlo con
Marc... Y que Marc solo lo haga conmigo.
—¿Quieres reservarte para mí? —Su voz es dulce y aterciopelada
mientras le acaricia el muslo. Cuando su dedo le abandona vuelve
acompañado de otro más; los dos pegados obligan a la carne a
amoldarse a su alrededor—. Yo tampoco lo haré con nadie más. Pero
no hacía falta que te preocupases por eso, no pensaba hacerlo.
—¿De verdad...?
—De verdad —sonríe, y ladea la barbilla.
Por el rabillo del ojo Nino le ve sacar más lubricante. Se cubre bien
tres dedos y poco a poco le hace acogerlos. Entran enteros, otra vez
hasta los nudillos. Nino cierra los ojos al exhalar.
Trata de regular el oxígeno y la temperatura.
—Ah...
Cuando los abre contiene el aliento: Marc ya se ha quitado el
pantalón y los boxers.
Y con una mano en el respaldo del sofá se inclina sobre él y le
cobija con su cuerpo grande.
—Eres un ángel —Sus ojos azules le inspeccionan la geometría
entera, y a él las mejillas se le enrojecen con mayor ímpetu.
Separa los labios cuando Marc entra. Y aun así, les quema el
estómago y la ansiedad de no tenerse todavía lo suficiente cerca.
No podría saberse quién lo provoca, pero los toques se vuelven
fricción y sus voces suspiros en mitad del solemne silencio de la
buhardilla; sus manos se entrelazan en el brazo del sofá, junto al pelo
rosa.
Las embestidas son largas y rítmicas. Sus caderas no se separan
apenas, es más bien Nino quien ondea el cuerpo como una bandera,
quien serpentea con Marc dentro, quien le aprieta los talones en los
muslos buscando cobijarlo más adentro... Atonta a Marc.
Y parece desarmarle por completo al arrastrar las uñas por sus
hombros buscando dónde sostenerse; hace a su glande palpitar con
fuerza y presionarle buscando profundidad.
Nino rompe en un gemido al sentirlo tocar un punto muy
específico.
—¡Te amo! —confiesa obtuso, y Marc gruñe, se acelera, le escala
el cuello regalándole un centenar de besos y susurra en su oído. El
calor de su aliento le recorre la espina dorsal.
—Eres perfecto, Nino. Eres...
—Te amo, Marc...


A las tres de la madrugada Nino se despierta con el corazón a mil por
hora. Se frota las manos por la cara, una vez, dos veces, se asegura de
que ya está despierto. Marc duerme. Su pecho ancho sube y baja
pacíficamente, sus labios sueltan y cogen aire. Pelusa se le ha subido
encima, hecho un ovillo al pecho.
Al mismo tiempo, la puerta principal de casa se abre. Le sigue un
desplome de maletín junto al resoplido de un globo pinchado.
Kyle baja las escaleras.
—Bienvenido a casa, mi vida.
Suerte que se acerca porque Anthony no tiene fuerzas ni de seguir
respirando, no recuerda si ha venido en taxi o flotando en una nube.
Se saca la corbata, se quita dos botones y se deja caer.
—Hfola —farfulla contra su pecho caliente.
—¿Estás cansadito?
Kyle le acaricia la espalda. Le ayuda a quitarse el abrigo, y los
brazos de Anthony se le enganchan al pantalón del pijama sin fuerzas
para elevarse más o cerrar bien el puño.
—¿Qué es lo último que has comido? —Oscila la cadera para que
no se duerma, pero da la sensación de que lo amodorra más, como
una cuna.
—No sé. —Ha cerrado los ojos y no manifiesta intención de
despegarlos como mínimo en cinco horas—. Me voy a la cama.
Kyle le impide irse: se lo carga al pecho, no pesa nada. Él lo mete
en la cama, le saca los mocasines y baja. A la luz de la nevera le
prepara un sándwich de queso y pollo que le deja en la mesita.
A Anthony se le inflan los mofletes con los pedazos de pan que
muerde para tumbarse cuanto antes, pero mastica sin energía.
—Eres mi vida entera —susurra dejándole un beso en la frente;
Anthony cree musitar un «te amo» que no llega a su destino porque
apenas sale de puerto. Come con los ojos cerrados y él le ve comer.
No lleva el anillo donde él se lo puso en la boda, está en el dedo
corazón. Probablemente si no se le resbalaría.
Cuando se sienta en la cama Anthony repta, le busca el muslo
cálido y ahí apoya la cabeza aunque queda torcido.
Le recoge un mechón castaño y sigue el desliz de la punta de su
índice hasta su mejilla, viéndole respirar. Hasta que coge el ukelele
de la mesita y toca “Lucky one”, de Mich.
Las cuerdas de nailon vibran con delicadeza, de manera escasa
importunan el disimulo de la madrugada y la luna en un cielo oscuro
que ya ha empezado a abandonar el negro.
A Anthony le gusta esto. Cuando llega cansado, cuando tiene prisa
incluso por dormir porque no tiene tiempo, le pide que le toque una
de sus canciones, que le abrace o que le acaricie el pelo.
—Your big green eyes, stare straight back at mine...
Hoy ha llegado tan cansado que se le ha olvidado pedírselo. Debe
haber estado ajetreado en la empresa. Se esfuerza demasiado. Al
menos, nunca debería haber decidido eliminar los sábados.
—Your rosy cheeks, and the way you smile... —recita con su voz
grave, no obstante, tan taciturno que se vuelven susurros.
No sabe qué tipo de vida habría llevado sin él. Sin su Anthz. Pero
no sería tan feliz; de eso puede estar seguro. Si no se hubiese
confesado, si hubiesen dejado de ser amigos, o si de primeras no le
hubiera conocido, no podría haber sido más miserable sin siquiera
saberlo. Nino y él son su todo. Sin ellos solo sería un hombre más
perdido en la rutina de trabajar, comer, y jugar videojuegos.
—...without you I'm a train wreck...
Pero quiere que Anthony también sea feliz. Que vuelva a serlo,
como era antes.
Haría cualquier cosa para verle feliz.
—Your perfect hands, fits right, into mine...
Feliz, no así. El color rojo de sus mejillas ha ascendido a sus
párpados bajados, que se han amoratado bajo sus pestañas. Sus cejas
castañas están despeinadas, y sus labios finos, quemados de ser
maltratados por su estrés y ligeramente separados, dejan escapar, sin
querer, suaves briznas.
Kyle pega la cabeza a la pared. Cierra los ojos mientras sus dedos
callosos se mueven despacio, mientras Anthony respira y su pecho
pequeño sube al hincharse, gradualmente, cada vez más pausado;
puede sentirlo sobre él. Puede escuchar entre cada nota su
respiración en el dúplex insonorizado.
Odia esto. Y odia que esta escena se haya repetido tantas veces que
hasta sabe calcular que, según los segundos que deja entre pausas y a
juzgar por el hilillo de baba que ya empieza a salir de su boca
entreabierta, está próximo a dormirse encima suya en esa posición
incómoda que ha cogido; mañana le dolerá el cuerpo.
Frunce el ceño cuando se le cae la lágrima. Ama a Anthz más que a
su misma vida. Quiere devolverle el brillo a sus ojos verdes.
Quiere poder hacerle feliz otra vez.
—...I'm the lucky one.
Nino escucha la melodía desde el zulo. Con la mirada apunta al
techo, tiene la espalda pegada, los ojos abiertos, sin ver a Marc.
La habitación y la casa entera permanecen a oscuras pero su visión
ya ha esclarecido lo suficiente las paredes, el techo y el poster del
dinosaurio que coge forma abstracta entre las sombras; no puede
dormir.
—Marc —susurra en un soplo, pero como está dormido sabe que
no le escucha.
Se recuesta despacio.
Tío y sobrino. A estas alturas no haber abandonado la idea de
poder pasar la vida juntos, de algún día comprar una casa, casarse,
compartir besos en la boca o hacer el amor entre las sábanas como
sus padres; debe ser solo propio de un idiota.
19
Si no juegas no es perder
♦ ♦ Princesito ♦ ♦
ayer

[Mensaje predeterminado]: ¡Bienvenido a Whattza! ¡Si tienes dudas consulta


nuestro servicio técnico en la casilla [Ayuda] de tu [Perfil] 5:33pm

5:33pm Vale, gracias.


? 10:21pm
hoy, viernes

10:03am Nino.
10:03am ¿Cómo mando una foto?

Abajo a la derecha 10:03am


10:05am [Imagen]
¿Qué es? Solo veo blanco 10:05am

Pelusa se ha puesto en medio.


10:06am No era nada, sólo estaba probando.
Xd 10:06am
10:07am ¿Qué es “Xd”?

Significa que me ha hecho gracia 10:07am


Ah
10:07am :)
También se pueden mandar audios
Puedes probar mandándome uno... 10:08am

Tu padre quiere llevarme al gimnasio.


10:11am ¿Qué es lo contrario a “Xd”?

A viernes, Kyle usa uno de sus días de asuntos propios para que Nino
no pierda más clase. Marc ha insistido en que no necesita una niñera,
pero al parecer cuando intentas suicidarte se te revoca el derecho a
tomar decisiones.
—Y esta es para trabajar los cuádriceps. Pero tienes que tener
cuidado con esta parte de aquí de la máquina porque a veces...
Está hablando solo. Lleva media hora así. Habla una barbaridad
este hombre cuando le preguntas por un tipo específico de
entrenamiento o qué suplemento energético viene mejor con qué
parte del cuerpo quieres trabajar. Solo que Marc no ha preguntado.
No pasó las pruebas de policía levantando mariposas.
Anthony no le deja presentarse a entrevistas de trabajo aún, insiste
en que lo que debe hacer es buscar una pareja y deprisa, como un
pingüino en época de apareamiento.
Kyle sigue preguntándose y respondiéndose, haciendo evidente
que hizo bien sacándose el título de profesor.
—Claro —contesta Marc, a sea lo que sea.
—Normalmente esto se llena a la hora de la merienda, que es
cuando yo puedo venir. Ya sabes, vuelves del trabajo, almuerzas,
descansas un rato y vienes. Pero ahora que está todo el mundo en el
trabajo parece otro sitio, se está tranquilo.
—Sí, es genial estar en el paro.
—¿Por qué te echaron?
—Demasiado apuesto, distraía a los demás —responde pero para
sí mismo, plano. Kyle pretende que no le oye.
Por lo menos está recuperando el humor.
—Oye siento haberte amenazado..., pero me gustaría que más que
soportarnos cuando esté la familia delante, pudiésemos llevarnos
bien de verdad. A Anthz y a Nino les importas mucho, y sé que ellos a
ti también.
—Aunque sólo sea un violador borracho.
Ahora sí lo ha dicho en alto.
—Venga, ¿qué habrías hecho tú?
Marc balancea la barbilla. Conociéndose su propio historial...,
definitivamente, meterlo en casa no.
—Dejarte en la calle.
—Lo pensé pero Anthz no me habría dejado —sonríe a medias, y
Marc también. Quitando los convencionalismos de los eventos
familiares supone que si que tienen algo en común; se soportaban
por Anthony y ahora se soportan también por Nino.
—Gracias. Por dejar que me quede.
—No te veo como una mala persona. Y también sería más cómodo
si nos llevásemos bien de verdad.
Marc ve a Kyle rascarse la nuca en ese gesto que le sale cuando
piensa o duda. El hombre con la vida perfecta se ofrece a compartir
una parte de su perfección; le ofrece su simpatía.
Pero no es la primera vez. Cree vagamente recordar estrecharle la
mano en la puerta de un cine en algún momento antes de que se
acostase con Anthony mientras todavía salían, e intentar besarle
delante suya en la graduación cuanto todavía creía que estaban
juntos.
Afina los ojos recordando la adolescencia de golpe.
—Marc —le llama él, y le destensa el ceño pronto, porque ha
acartonado su nombre, alargado como el amigo que pide consejo y se
expone—. ¿Tú crees que vale cualquier cosa para hacer feliz a las
personas a las que quieres? Quiero decir, si no tienes más opció...
—Sí.
—No te lo has pensado —Sonríe caminando a ninguna parte, dos
pasos. Luego vuelve—. ¿...Y si hacerlo también le hace daño a la
persona a la que quieres hacer feliz?
—¿Le hace daño sólo si se entera o le hace daño de todas formas?
—inquiere con las facciones gélidas, el tono deliberante. Por dentro
se pregunta qué coño estará planeando Kyle, a qué viene esta
“pregunta casual” que sale de ninguna parte.
Éste acaba por reírse, de mentira pero con ganas.
—Déjalo, creo que no estamos pensando lo mismo.
—Me da igual lo que estés pensando.
Porque qué ejemplo le va a poner Kyle, ¿un asesinato? No.
Tonterías de hombre que ya lo tiene todo. Igual está preguntando
porque ha visto una película repantingado en su sofá con canapé de
su salón de más de dos metros cuadrados.
Kyle asiente pesaroso, reflexionando.
Hasta que suena su móvil, es un mensaje.
—Es Leo. El novio de Nino, creo que lo viste en la función.
Mientras Kyle escribe vibra otro móvil. Se asoma a ver la
adquisición de Marc, todavía con la pegatina de protección.
—¿Te has comprado un smartphone? —El fondo de gatitos en
tazas le desconcierta un poco.
—Me ha obligado Nino. Para que tenga el Watsá.
—Whattza.
—Lo que sea.


—Vaya, así que otra vez has soñado con él —pregunta Lara saliendo
del instituto—. ¿Y qué habéis estado haciendo toda la semana?
—Pues cosas muy normales... Cocinar, ver la tele, un día fuimos al
cine. Está más animado, hace alguna broma. Y yo me meto con él, y
él me abraza... Pero todo como sobrino y tío.
Y antes de que Lara comente lo evidente añade:
—Se me pasará. Como se me ha pasado antes.
Se suponía que hoy, como Kyle no ha venido a trabajar, la madre
de Lara le acercaba a casa; pero cambian los planes cuando un coche
negro pita desde la calle.
—¿Qué haces aquí...? —se abrocha despidiéndose de Lara por la
ventanilla.
—Como no me contestabas le he hablado a tu padre, y me ha
pedido de paso si podía recogerte yo del instituto. Nene ¿por qué no
me has contestado ayer, ni esta mañana?
Leo tiene el número de su padre desde la primera noche que
salieron. A Kyle se le dio bien hacer ese papel de padre alto, de
brazos como croasanes apoyado en el marco metiendo miedo al ver
cómo se llevan a su niño a una cita. Pero le duró poco la severidad.
En cuanto se enteró de que estudiaba medicina y de que comparten
el gusto por los deportes, pasó de recelarle a tratarle como si fueran a
casarse un día.
—Pensaba llamarte ahora al salir —dice Nino. Se exalta en cuanto
repara en dónde están—. ¿Por qué vamos al centro?
—Vamos a comer, luego pasamos por tu casa. No querrás ir con
esas pintas a la fiesta —echa un vistazo a su jersey rosa, a su
pantalón rosa, a su... Ostras, pensaba que era un reflejo del sol, pero
no, se ha teñido el pelo—. ¿Has tenido una función? ¿Por qué llevas
esas cursiladas?
—¿Qué le pasa a mi ropa...?
—No, que entre lo bajo que eres para ser un hombre y lo fina que
tienes las muñecas pareces una nena.
Nino frunce el ceño. Quiere decirle que si eso es lo que piensa se
guarde su opinión, pero le dura poco el enfado porque da paso a la
tristeza: en cuanto dejó de vestirlo las miradas furtivas y los
comentarios a las espaldas en el instituto y la calle desaparecieron, y
en cuanto ha vuelto a vestirlo, han regresado.
Juega con las mangas, después, como si se tratase de un cactus
puntiagudo, le da un tímido toque al llavero de oveja que cuelga de
su mochila, pero no llega a acariciarlo. Contrasta. Todo él, con este
coche. Con la chupa de cuero, el Metal que sale de la radio, su novio.
Un pegote rosa versus un agujero negro.
Se cruza los brazos incómodo con ello.
—Llévame a casa por favor, no puedo ir a comer ni a la fiesta.
—¿Qué dices? ¿Te has enfadado por lo que acabo de decir?
—No..., tengo que ir a casa de verdad.
Va frenando lentamente en un semáforo, y mientras Nino lo espera
con la vista al frente Leo le mira. Hasta que tuerce la boca.
—Vale, dime qué te pasa ahora.
A Nino le sorprende su tono brusco.
—No me pasa nada.
—Nino, te dije que me contases tus cosas.
—Le prometí a mi tío que iba a almorzar con él hoy nada más salir
del instituto —miente, descaradamente—. Da la vuelta ahí, por
favor.
—¿A tu tío? —Se pega al asiento—. ¿Pero no lo odiabas?
—No.
Leo no arranca aunque el semáforo ya está verde mientras Nino
cavila si debería justificarse. Ha sido muy amable al recogerle..., pero
debería haberle avisado. Se plantea por un momento aliviar su
desconfianza con algunas frases simples: «Intentó suicidarse. Está en
casa. Estoy preocupado por él».
Pero no quiere. No quiere contarle nada sobre Marc a Leo. La
debilidad que le ha enseñado estos días, la tristeza, la breve
conversación sobre cicatrices... son suyas. Pequeñas porciones de
Marc que Marc le ha concedido a él.
—¿Tu tío es el que apareció por la función al lado de tus padres?
—Sí.
—Ah. —Ni idea de por qué, pero Leo suelta unas carcajadas.
—¿Qué...?
—No, que está mayor. ¿Cuarenta y tantos, no? Perdona por
ponerme así, nene. Ya sabes que tuve una ex loca que me puso los
cuernos y a veces me pongo un poco paranoico.
—Tiene treinta y cinco —masculla Nino a su vez.
—¿Cómo? Pues, no sé, parece bastante mayor.
Se ha enfadado. Nino deja las cejas fruncidas el resto del trayecto
al dúplex. Pero cuando va a bajar, Leo le coge la muñeca.
—Perdona, sé que me pongo tonto a veces. Te lo compensaré esta
noche —se insinúa—. Ven a la fiesta, anda. Di que te quedas en casa
de Lara y te vienes a la mía. Es en el Trébol, lo vamos a pasar guay,
—¿Es ese sitio adónde fuimos... donde todos los camareros
parecen menores de edad ilegales?
—¿Menores por qué? Tú tienes casi dieciocho y pareces más
pequeño. —Nino gruñe en voz baja—. Quiero decir, que lo pareces,
no que lo seas. Por la estatura y todo eso.
—Da igual... —exhala—. Mis padres van a la barbacoa de la
madre de Lara así que sabrían que no estoy allí. No puedo ir.
La verdad es que nunca ha sentido esa llamada de correr a fiestas y
emborracharse que desprende el resto de su generación. Ha estado
en varias con Lara, a ella le encantan, pero Nino por su parte no
bebe, no fuma y se siente incómodo bailando con desconocidos. Por
eso las pasa buscando habitaciones vacías para practicar besos con
chicos, con Leo ahora que salen; pero hoy no le apetece.
—Ah, perfecto. Entonces vengo yo y lo hacemos aquí.
«¿Hacerlo?». Leo agrega como si le estuviera leyendo:
—Ya llevamos tres meses.
—No podemos, es que, mi tío no sale, así que no estoy solo...
—Joder con tu tío —esputa dándole vueltas al piercing de su labio
—. No le conozco y ya le he cogido asco.
—Tengo que subir...
—Adiós, nene —dice Leo, pero ya fastidiado.
Así que a la hora del almuerzo, Nino entra en el ascensor con la
mochila al hombro.
Se le han ido acumulando los deberes estos días pero los ha
adelantado en clase, durante los intercambios y en una hora libre que
han tenido porque ha faltado un profesor: su padre. Solo le falta
terminar un par de ejercicios que le llevarán diez minutos, y luego
podrá tumbarse a ver una peli con Marc. Hoy escogerá alguna sin
drama, sin romance, y sin perritos que se escapan y se pierden como
la que vieron anoche de un Retriever. No quiere molestar a Marc con
su moqueo y sus lágrimas de drama queen.
Escucha una voz en cuanto se abren las puertas.
—A ver si te veo mañana —ronronea Abel, su vecino de abajo, un
chico joven con una bandana de tenis en la frente y una camiseta de
tirantes fucsia. Está ondulando los dedos en dirección a Marc. En un
tono acaramelado que desconcierta a Nino.
Sale del ascensor caminando despacio.
¿Y por qué le toca el bíceps sudado a Marc?
—Ay, hola Nino, ¡te has vuelto a poner el pelo rosa! Me encanta, te
queda genial —canturrea feliz levantándole un mechón.
Nino no responde. Solo afina los ojos en él.
—Uy... —Abel se lleva la mano al pecho y entra al ascensor
bordeándole con cuidado; supone que le habrá pasado algo, o estará
con la mente en otra parte..., Nino es un amor—. ¡Hasta mañana!
—Adiós —le corresponde Marc con voz grave.
Cambia totalmente el timbre al dirigirse a Nino, se adulza.
—¿Qué tal la clase, princesito? —le sonríe desde el marco, pero el
soberano cruza por delante sin dirigirle una palabra. Marc se extraña
enseguida—. ¿Ha pasado algo?
—¡No sé! ¡Tú sabrás! —sube las escaleras a zancadas veloces.
Marc le sigue confundido.
—¿Te han hecho algo en el instituto? Nino —para la puerta antes
de que el impulso que le ha dado él la cierre—. Si alguien te ha
molestado por volver a teñirte...
—¿Qué haces en mi cuarto? —protesta, pero solo porque se ha
dado la vuelta y se ha pegado un susto. Un palmo más y literalmente
Marc se despeinaría con el marco de la puerta—. Sal...
El cuarto está muy cambiado, ahora es de un gris claro, los
muebles son blancos y la lámpara es de araña. Nino deja la mochila y
cruza los brazos esperando a que se vaya; hasta que ahoga una
exclamación. Recoge apresuradamente algo del suelo que a Marc no
le da tiempo a clasificar.
Luego, intenta empujar ese algo en el cajón de la mesita, pero es
más largo o está topando con otra cosa. Cuando lo saca para girarlo a
ver si de ancho cabe, otro objeto cilíndrico rueda y choca con el
extremo visible del cajón. Él jadea. Hace al vibrador rodar hacia atrás
y empuja el calendario a presión aunque se arrugue. Cree que Marc
no lo ha visto, no ha pasado de la puerta.
—¿Estás enfadado conmigo? —pregunta acercándose. Trata de
rememorar si ha hecho algo mal.
—¡N-no! ¡Vete! —El calendario se dobla, hace una pirueta y suelta
un plof en el suelo. Los contemplan en absoluto silencio.
Ya da igual recogerlo. Nino no puede fingir que es otra cosa porque
sale Marc en la portada. Apoyado con los brazos cruzados en el capó
de un coche patrulla con gorra, guantes, gafas y una pistola. Como si
fuese a salir a pegar tiros sin camiseta y en calzoncillos.
Marc se rasca la sien arrepintiéndose de ese bandazo. Tiene
veintiuno ahí, es de hace catorce años, la época en la que no sabía
qué hacer con su vida antes de encontrar a Nino y mucho antes de
preparar el acceso al GEO. Le dijeron que era para ayudar a no
recuerda qué organismo benéfico, Lenny le insistió, un par de
compañeros también iban a salir, y... en fin, cedió. Nadie le dijo que
le iban a poner en la portada.
Nino lo recoge deprisa, juega al lanzamiento de disco porque
Mordor queda lejos: lo empeña en el techo del armario en un
impulso y el Marc semidesnudo queda escondido. Ahí no podrá
seguir intentando destrozarle la vida a nadie.
—Lo encontré en Internet, papá me dijo que lo buscase —explica
después, con desinterés. Es evidente que miente—. Para ponerla de
foto en tu perfil de Meetic, y tal.
—Ah. —Se cruza de brazos, se frota uno—. Kyle va a pedir pizza.
—Vale. —Nino respira con fingida normalidad, con las mejillas
rojas; le laten las orejas—. Yo la quiero vegana.
—Vale.
—...Vale —repite, porque Marc no se va. No sabe qué más quiere.
¿¡Qué más quiere!?; él no le puede mirar a la cara. Acaba de
confirmarle que todavía siente algo, y ahora encima va a creer que se
masturba con su foto como un mono en celo. A lo mejor, si se queda
muy quieto, el problema no le ve y sigue de largo.
Luego de pasarse una mano por el pelo, Marc asiente.
—Vale —y sale del cuarto.


Nino comió con la cabeza gacha, y después, se recluyó en su
habitación a lamentarse. Frente a su puerta Marc se ha pasado
minutos acercando y retirando los nudillos. Hasta que le ha
preguntado, con duda en su propia proposición, si le apetecía hacer
algo juntos.
Ahora observa cómo Nino selecciona los ingredientes de los
armaritos de memoria, los despliega por la encimera y diestro
empieza a mezclar como si lo hubiese preparado con anterioridad
para un regimiento. Lo que más le gusta a Nino es decorar.
Los cupcakes por ejemplo, los espolvorea con azúcar, escoge para
cada uno un relleno distinto y selecciona una frutilla de color que
haga juego con la falda del bizcocho; esta tiene una mora.
Marc se come todo ese trabajo de un bocado y le rodea con los
brazos, le ve remover la mezcla apoyando la barbilla en su pelo rosa
en un gesto que ralentiza a Nino.
—Tú nunca las pruebas —comenta recogiéndole la manga.
—Sí las pruebo, ayer me comí una... —Inspira tranquilo por la
nariz recordándose no sacar ilusiones de este abrazo.
—Solo una, pero las preparas tú.
—Me gusta hacerlas para los demás.
—¿Si engordo me dejarás de querer? —coge otra.
—¿Qué dices...? Claro que no...
—Yo a ti tampoco.
Ve a Nino titubear, cambiar el peso de pierna antes de pedirle una.
Con las manos manchadas, abre la boca y es Marc quien le pela y tira
dentro la que acaba de coger, era para él.
Igual ha sido absurda la idea de Marc haciendo las maletas,
despidiéndose con dramatismo de él para siempre y pegando un
portazo al marcharse por haber visto el calendario...
Además, si tuviera sospechas de que sigue enamorado no sería tan
cariñoso con él, para no darle esperanzas... Arruga la nariz cuando ve
a su tío atrapar otra magdalena más.
—¿Quieres otra?
—Son pequeñas, me quedo con hambre.
—¿Pequeñas? Son como mi puño. Igual... el problema no son las
magdalenas —le revisa de soslayo. Marc enarca una ceja.
—¿Qué insinúas?
—¡Que desde que estás aquí te hinchas a comer! —suelta sin
miramiento. Marc luce dramáticamente ofendido: sube las cejas
medio centímetro.
Se mira el cuerpo. Es cierto que se ha estado relajando
recientemente. Toda la semana Nino ha cocinado con la excusa de
celebrar, regalar a los vecinos, o ambientar el salón en dulce. ¿No es
entonces culpa suya?
De todos modos no se le nota. Nino está jugando a chincharle.
—Estoy perfectamente.
—No sé... Como te despistes se te van a escapar todos los malos y
ya si que tendrás que trabajar en Please con papá.
La ceja de Marc asciende un considerable trecho. ¿Qué ha dicho
Nino?
—¿Que se me escaparían?
—Como sigas así, sí —asiente, y retrocede pegado a la encimera
con las manos manchadas de harina.
—Mmm.
Nino bordea la isla, y Marc le imita con sutileza. No hay mucho
espacio en la cocina, lo que hacen es rotar.
—¿Qué te pasa? Deja de seguirme —ríe Nino sin dejar de moverse
—. ¿Me vas a comer a mí también?
Marc abre los ojos más de lo usual. ¿De qué se mofa este algodón
de azúcar? ¿Este carácter de abusón tan “graciosín” era lo que
escondían antes sus sonrisitas dedicadas al suelo?
—Me gustabas más cuando no parabas de balbucear —miente.
—Me gustabas más cuando no eras tan viejo.
—Maduro.
—¡Maduro tú de qué! —estalla a carcajadas.
Qué poca disciplina.
El espacio restante Marc lo recorre de una zancada y en un
pestañeo, no le da margen de reacción: Nino sólo tiene tiempo para
darse la vuelta tratando de protegerse cuando le aprisiona con un
brazo y le despacha con el otro.
—¡No! —pide, exige, o suplica; no sabe. Solo piensa en liberarse lo
más rápido posible de las cosquillas. Es todavía más injusto cuando
Marc se yergue, porque le despega los pies del suelo.
—Mira lo que ha atrapado el expolicía gordito —sonríe
esquivando las manos de Nino, que le empujan los brazos hacia
abajo pero sin demasiado ímpetu, igual que sus zapatillas que se
zarandean pero sin golpearle.
—¡Ayuda! —gime entre risas. La sensación le escala rápido por la
espina dorsal y no sabe cómo repelerla.
—¿Resistencia a la exautoridad? Lo vas a complicar más...
Nino no pesa absolutamente nada, lleva dentro los mismos kilos
que una bolsa de patatas fritas.
Suena un ruido arriba, alguna madera, como la de un ropero o un
cajón en las habitaciones, y Marc frena paulatinamente.
Las zapatillas rosas tocan el suelo y él le libera los costados.
A Nino le falta tiempo para darse la vuelta y echarle los brazos a los
hombros, se está riendo. Marc abraza su cintura para ayudarle a
mantenerse sobre las puntas y así lo aprecia: hoy no se ha echado
colonia cítrica, huele a ese deje de melocotón suyo.
Cierra los ojos respirando despacio.
—¿Lo retiras? —pregunta suave.
—¡Lo retiro!
—Bien —susurra separándose.
Nino se hincha los pulmones y los vacía en un suspiro. Todavía
siente el cosquilleo por todo el torso. Está casi seguro de que se le ha
enrojecido la cara entera de la vergüenza...
—¡Eso no lo tires ahí! —grazna viendo a Marc recoger un plástico.
Se apresura y se lo quita—. E-es que, hay que reciclar, esa es la
papelera de orgánico y aquí tenemos otras tres con colorines, ¿ves...?
—Menudo chillido ha metido, se ha asustado hasta Nino de sí
mismo. Intenta explicarse más o menos—. En el Pacífico hay una
isla de basura que tiene millón y medio de kilómetros, el triple de la
superficie de España, y, claro...
Marc sonríe. Se disculpa y Nino sigue haciendo la mezcla.
—¿Cómo ha sido tu día de instituto?
—El examen de Económicas me ha salido bien... Aunque no sé de
qué me va a servir todo si ya sé a qué me voy a dedicar y no tiene
nada que ver. —Marc asiente aliviado. Entonces no se han metido
con él—. ¿Y el tuyo...?
—Tu padre habla mucho. Igual que ese vecino.
—¿Abel?
—Supongo.
—Está soltero ahora —le informa Nino, por inercia con la vista en
la mezcla blanca—. Lo ha dejado con su novio.
—Sí, lo sé.
Nino tiene que tragar saliva, se aparta para enjuagarse las manos y
se las seca en un trapo de espaldas. Quiere que Marc sea feliz, como
lo quiere papá, como lo querría cualquiera para el hombre que le
salvó la vida. Lo está haciendo todo mal si se pone celoso como un
niño estúpido por verle con alguien más.
—Le he dicho que soy hetero —añade Marc.
—¿Eres hetero? —pregunta pasmado.
Marc no le ve sentido a los clasificativos, solo quería que le dejase
en paz. No le sirvió, claramente.
—Se quejó de que todos los hombres somos heteros, y siguió
hablándome de su exnovio Nacho. —Ese nombre sí que se le ha
quedado, lo ha oído medio millón de veces.
—Ah. —Seguramente, lo que Abel habrá soltado es un «Todos los
tíos que estáis buenos sois heteros», porque es lo que le comenta a
Nino cuando charlan en el ascensor o el portal. A veces añade un «O
están blindados como tu padre» con tristeza.
Marc le hace girar, taimado y con cariño para verle la cara.
—Se me ha hecho larga la mañana. Me gustan más los días cuando
estás tú aquí.
—¿...Me has echado de menos? —pregunta cabizbajo, con una voz
más fina, con el flequillo desordenado sobre las cejas, con sus dientes
blancos mordisqueando su labio rosa. Su ojo asoma de hito en hito,
no se atreve a quedarse en los suyos de seguido, y las pecas de su
nariz son muchas y son muy monas. Es la personificación exacta de
un algodón de azúcar, sin pretenderlo.
Nino no le deja tiempo para contestar, cambia la expresión y se
palmea en el delantal terminando de secarse, le bordea.
—Voy a hacer la cobertura, ¿me coges la gelatina? Ahí arriba.
—¿Por aquí...? No la veo.
—Papá —ve a Kyle bajar la escalera con Pelusa amodorrado en el
brazo—. ¿Hay gelatina todavía?
—Pué que yo sepa hay una “y” griega y una “i” latina, no sé si la “g”
la habrán quitao'.
Nino vuelve los ojos del revés. Es culpa suya por preguntarle. Las
carcajadas campechanas de Kyle se atenúan cuando escucha las
llaves de casa.
—¡Ya estoy en casa! —vocifera Anthony a dos metros de Marc; se
asusta cuando lo ve tan cerca.
Kyle le da un beso en la boca.
—Cariño, Nino me ha preguntado si había gelatina, y yo le he
dicho... —le repite la broma con orgullo. Anthony suelta una
pequeña risa, le da otro pico y camina hasta la cocina a beber agua.
—A las nueve, que no se te olvide —regaña a Marc de primeras.
Marc se hace el loco mientras Kyle le ayuda con el abrigo.
—Todavía no sabes lo que significa el doble tic azul, ¿verdad?
Significa que sé que has leído mi mensaje.
Marc disimula. ¿Qué es eso del tic azul? ¿Y qué ser malévolo
inventaría tal cosa?
—Kyle le ha hablado a ella de ti, le ha enseñado fotos y dijo que le
parecías mono. Tú vas, os lo pasáis bien y el próximo día la invitas a
un café o a bailar. Tiene nuestra edad.
—No quiero salir con nadie.
—Marc —lo nombra autoritario, inexpugnable—. Tienes treinta y
cinco años. ¿Cuándo vas a sentar la cabeza?
Anthony ve a su hermano rodar los ojos... Recupera tacto al verle
la cicatriz.
—Te lo vas a pasar bien... Es lista, está divorciada, y dice Kyle que
tiene ese humor tuyo tan estúpido —Está casi seguro de que esas no
fueron las palabras de Kyle—. Es la profesora de baile de Nino,
puede que la vieras en la función, ¿te suena?
Nino levanta las pestañas.
—No sé, Anthony —contesta desganado.
Anthony sigue hablando. Le cuenta sobre la señorita Laurence y lo
maravillosa, fuerte e independiente que es. Que si estudió en no sabe
que país extranjero, que si le gusta nosequé cosa... Llega un punto en
el que Nino deja de escuchar, en su cabeza solo rebota una de las
frases que ha dicho: ella tiene su edad.
Además de una melena larga y pelirroja, un torso contorneado con
una cintura de avispa, una elasticidad exagerada, y el segundo par de
ojos más verdes que ha visto.
Ella tiene posibilidades.
—¿Seguro que quieres ir, mi vida? Llevas toda la semana
trabajando. ¿No prefieres descansar esta noche?
—Me apetece salir a beber y a bailar. Además —Baja el tono, pero
es tontería porque están al lado—. Si no vamos nosotros no irá Marc,
y quiero que deje de estar soltero. No puede pasarse aquí los días con
Nino, en algún momento tendrá que irse, y...
Contra todo pronóstico Marc cambia de idea espontáneamente y se
baja del taburete.
—Voy a ducharme —parte mientras le ponen de vuelta y media.
—¿A qué hora venís...? —escucha de espaldas.
—Volveremos tarde. Acuéstate antes, no nos esperes despierto.
Durante un segundo y por error, a Marc se le ocurre mirar hacia
atrás. Encuentra una expresión triste, confundida y nerviosa que
enseguida se le aparta.
Sigue andando.
Al salir del baño, Anthony le intercepta. No le deja ponerse ni sus
botas desgastadas ni sus vaqueros negros, sino un traje azul marino,
camisa blanca, zapato elegante. No se libra ni de la corbata, que con
estampados diminutos pasea pterodáctilos celestes.
Nino los escucha hablar desde el salón, viendo la tele con Pelusa en
el regazo y las pantuflas de andar por casa: Anthony le manda
muchas cosas y él protesta poco y luego ya nada.
—¿...Cómo estoy? —le pide opinión al bajar.
Comprende que Marc quiere ir a esa fiesta. Podría haber seguido
negándose, es un adulto, pero no lo ha hecho.
—Te queda muy bien —se esfuerza por sonreír.
—¡Adiós, hijo!
—Que Marc coja su coche —agrega Anthony. Coches distintos
para horarios de vuelta distintos. Para, quizá, días distintos.
Iba a llegar este momento; habrá muchos más. Pero está pasando
muy deprisa. Y Laurence es una total desconocida. ¿Por qué no
puede Nino acceder a un café con Marc para charlar, para gustarse,
bajo la posibilidad de acabar la cita en una cama?
Si le pidiese por favor que no vaya, que tenía pensado ver cierta
película o hacer equis cosa juntos, ¿Marc se quedaría?
Su cerebro trabaja a todo gas para articular una frase que le
mantenga a su lado esta noche.
—Que lo paséis bien —es la que encuentra.
Y vuelve a sonreír.
20
Rompe

La primera hora de la fiesta en el chalet, es... exactamente igual de


insustancial, incómoda y llena de convencionalismos sociales que la
segunda.
—Mira Anthz, prueba este jamón serrano.
—Noo, me apetece coomer sushi.
—Te dan antojos de sushi cada dos por tres. ¿No es eso lo que
habías pedido el martes cuando fui a verte a la oficina? Que tenías la
mesa llena de envases vacíos.
—Me gusta poorque está ricoo y noo engoorda.
—Mi vida si te pimplas siete cajas claro que engorda.
Marc ve cómo Kyle sujeta a su marido ya borracho por la cintura;
se supone que él no está bebiendo pero hace un momento lo ha visto
metiendo la mano por el bolsillo trasero de Anthony como si no
hubiera nadie más delante.
Cabecea, cansado de mantener conversaciones amenas con las
personas que su hermano le acerca: su espacio de movilidad está
reducido, si le avista demasiado aislado o demasiado serio, Anthony
le redirige haciendo alarde de su falta de sutileza hasta la mujer u
hombre soltero más cercano.
No tenía ni idea de que pensara así de él, dispuesto a meterle el
pene al primero que pase por el placer del sexo. Aunque supone que
en eso quedaron a los dieciocho...
Cierra los ojos y exhala aburrido.
—¡Hola, soy Lara! —chilla una chica pelirroja, le menea la mano
delante de la cara para que la vea. ¿De dónde ha salido?—. ¿Te leo la
mano?
Marc no comprende si se refiere a él. Y pensaba que solo había
adultos en esta fiesta. Además, ¿esta no es la amiga de Nino?
—Yo leo la mano, veo el futuro, siempre acierto —se vende, se
menea atrás el pelo con brío y se remanga: le agarra la mano con una
confianza para parar un aeropuerto—. ¿Qué línea te leo, la del
trabajo, la del dinero, la del amor...? A ver, la del amor, ¡por ejemplo!
Roza la palma de Marc, vagamente, sigue las líneas que recorren la
extensión.
—Uy... Me pone por aquí que vas a conocer al amor de tu vida ya
mismo. ¡No, espera! Me dice que ya lo has conocido.
Esta niña... ¿está ligando con él, o algo así?
—Anda, pero si dice que además lo tienes muy cerca... ¡Pero
supercerca eh! ¡Vaya! ¡Que lo tienes en casa y tú estás aquí
empanado que no te enteras de nada...! —le regaña gritando.
—Lara, sabes que no puedes bajar hoy —interviene una mujer que
viene a sustituir y echar a la adolescente.
Alta con un plus de tacón, pelo largo y rojo como las rosas de los
setos; son como dos gotas de agua con veinte años de margen.
Se desprende de la adolescente en un pispás, la manda a su
habitación.
—Encantada, me llamo Laurence. Tú eres Marc, ¿cierto? Tu
cuñado me ha hablado mucho de ti. Espero que estés disfrutando de
la... limonada —ríe gracilmente al verla, debe ser el único invitado
que no ha visto los malabares del chico de los cócteles.
Ha extendido una mano. Flota entre ambos esperando la contigua
hasta que Marc se la estrecha. Viene a ser mejor que esos
tradicionales dos incómodos besos en las mejillas.
—¡Vaya, estás helado! La próxima vez puedes traer un jersey, no
era necesaria tanta etiqueta.
—Estoy bien —conforma una sonrisa, por educación, y porque
Anthony le está mirando en la lejanía con los ojos afilados.
Laurence elige las palabras con mesura, escapan entre unos labios
ya de por sí voluminosos pintados de rojo y una porte digna de
representante de estado en gala benéfica.
—Kyle me comentó que has sido policía. Leí un artículo sobre ello,
¿es cierto que pasáis todas esas pruebas tan duras?
—Es... complicado.
—Debe serlo —ríe apretándole gentilmente el bíceps. No entiende
qué la pone tan contenta, si no hay músculo.
Marc bebe limonada con la vista a un lado.
—Pues —ella le pone una palma en el pecho que lo hace mirar.
Escala con gracilidad hasta la corbata y levanta sus cejas pelirrojas al
apreciar los dinosaurios pequeñitos. Da la casualidad que en ese
momento cambia el peso de tacón y curva ligeramente la cinturilla...,
y a Marc se le va la vista a su escote por un instante.
No porque le interesen, sino porque quedan de pronto enmedio.
Enmarcados en un vestido desaconsejado para el destemple
nocturno. ¿No se hiela?
—Nino estuvo estupendo en la actuación.
Podría asegurar que Kyle no le ha comentado su reciente intento
de suicidio ni las pastillas que tiene que tomarse porque no se habría
metido con su limonada.
—Mi pasión por el baile viene de mi abuela.
—¿De tu abuela?
—¡Sí! Ella fue una bailarina muy famosa. Empezó bailando en la
calle, pero acabó viajando y viviendo en el extranjero. Sus
actuaciones llenaban escenarios enteros en Ámsterdam.
Los azules miran de reojo a Anthony, que ya no le mira. Kyle lo
sujeta de la cintura mientras habla con compañeros de trabajo.
—Yo he estado en Ámsterdam.
—A mí me apasionan sus festivales, sus mercadillos y sus playas.
Estuve viviendo allí durante una temporada, pero luego me vine aquí
a dar clases en el instituto —sonríe pulcramente.
Para ser honesto, Marc no puede encontrarle un solo fallo. Es
elegante, desliza las palabras con soltura pero humildad, y sus ojos
de pestañas largas destilan una sinceridad innata: quiere sexo, y poco
más.
Se pregunta qué cualidades habrán exagerado Kyle o Anthony para
que esta señorita tenga interés en él.
—Tu sobrino tiene una buena expresión corporal, y un
movimiento elegante para el baile. Ha pegado un cambio radical de
aquí a hace un par de años. Si quisiera tendría a todas las chicas
detrás, porque tiene una cara muy bonita... Como su tío.
Apuesta que tenía pensado terminar el párrafo con esa frase desde
el principio.
Marc baja el vaso.
—Tiene una cara bonita —repite sin lustre—. Y es... muy bueno.
En Primaria, le dio un abrazo al payaso que se metía con él por vestir
de rosa, y... él dejó de molestarle. Es demasiado inocente —farfulla
lo último para sí. ¿Porque quién prepara bizcochos de cumpleaños al
perro del vecino?
Es como si Nino viviese en una realidad paralela donde las
maldades no existen, la gente borde y desagradable solo tiene frío en
los pies y los días de lluvia no son tristes porque llueven gominolas.
¿Qué demonios le pasa?
Laurence sonríe con elegancia.
—Eres un tito orgulloso, ¿eh? Un hombre que se preocupa por su
sobrino dice mucho de sí mismo.
Supone que lo está. También es fácil estar orgulloso de él, las
cualidades de Nino rebasarían un papel de intentar enumerarlas; no
lo sabe. Tampoco se las plantea porque sólo quiere que viva alegre y
viva libre. Es muy importante para él que Nino tenga todo lo que él
no tuvo y que llegue a los dieciocho feliz sin haber tenido que
preocuparse de dónde ir cuando le echasen del orfanato.
Los dedos de Laurence le escalan por el brazo, le repasan en una
caricia los vellos desordenados de la nuca. Seguidamente, lo observa
mientras bebe, en un silencio incómodo que a Marc le trae sin
cuidado.
Vacío, ella deja con tranquilidad el vaso en una mesa.
—¿Dónde está la tara? ¿Has estado en la cárcel? ¿Asesinato?
¿Robo de coches? ¿Antecedentes de violencia de género?
—¿Cómo?
—Eres demasiado guapo para estar soltero. ¿Cuál es tu tara?
Lo escudriña tratando de leerle.
No hace falta, le contesta él:
—Tengo treinta y cinco años, intenté suicidarme la semana pasada
y vivo en casa de mi hermano.
Laurence yergue la espalda y se echa atrás, aunque tampoco ha
levantado las pestañas demasiado. Parece lanzarle un interrogante a
Kyle, que no lo recoge porque no está atento.
—Bueno... ¡Pues no se puede decir que no seas sincero! —ríe en
alarde coqueto—. Yo estoy divorciada, ya has conocido a mi hija.
¿Por qué querías morirte? Si no es mucho preguntar.
—Me despidieron —resume.
—Oh. Así que también estás en paro... —De pronto se carcajea
más alto, pero más desinhibida—. Entonces ya no eres policía.
—Lo siento.
Mientras tanto, en el primer piso ondea una cortina.
—Siguen en el jardín —le dice Lara al teléfono, mordisqueando
una burger—. Creo que tu padre se ha pasado bebiendo, mi Kyle lo
está sujetando por la cintura. Dirás lo que quieras, he visto a tu
daddy de cerca y no está mal..., pero el mío es mucho mejor.
—¿Y Marc...?
—He bajado y estaba muerto del asco en el mismo sitio donde ha
estado toda la noche, y ahora habla con mi madre. Bueno, habla ella.
Pero no oigo nada. Oh. Dios. Mío —frena conmocionada.
Nino se despega de la cama de sopetón, Pelusa levanta la cabeza.
—¿Qué pasa? ¿Qué hacen?
—¡Al profesor de matemáticas se le ha movido el tupé, me meo! —
exclama tapándose la boca—. ¿En serio no se ha dado cuenta? Ay
Jesús, ¿tú sabías que era pelo falso? Que alguien se lo diga ¡pobre
hombre!
—Laraaa...
—Ay, que mi madre le está dando charla porque es guapo y tal
pero te estás preocupando por nada, a él se le ve aburrido. —Mastica
con la boca cerrada, pero como tiene el teléfono en el hombro se la
escucha una barbaridad—. ¿Qué vas a hacer con Leo?
—Pues... No lo sé.
—Ahora se está riendo.
—¿Tu madre?
—No, tu tío.
—¿Marc...? ¿De... algo que ha dicho tu madre?
—No lo sé cari, no lo escucho. —Nino está agobiado por una
tontería. Este hombre tiene menos predisposición a acabar en la
cama de otra persona esta noche que el profesor de matemáticas de
recuperar su dignidad—. Se ha mirado el zapato y cuando ha
levantado la cabeza estaba en plan «Ay, qué gracia eso que has dicho,
pero no me quiero reír», así como de medio lado, sabes.
—¿Pero mucho? ¿Ha sido un «Eres guapa, lista y graciosa y me
acabo de enamorar», o un «Agradezco que te esfuerces, pero no me
interesas lo más mínimo y me río por educación»?
—Mmm...
—O más bien un «Mi hermano está mirando, por favor finge que
nos divertimos para que me deje en paz...».
—Cielo... ¿Por qué no te declaras y ya está?
—Porque la última vez que lo hice se fue tres años...
—Pero si la excusa fue que eras pequeño ahora ya no la tiene. Ya
somos adultos —expone con convicción irrebatible la adolescente en
los diecisiete.
—Prefiero seguir como estamos. No necesito salir con él, no
necesito tener sexo, ni casarme con él, ni tener hijos...
—¡Bua! Hablas como si fueran trámites. Mis padres hicieron todo
eso y nunca se han querido; no es que lo necesites es que quieres
pasar más y más tiempo con esa persona y llega solo, ya está.
—Bueno pues yo no quiero más. Estoy bien así.
—Ains... Si todo el mundo pensase como tú ni tus padres estarían
juntos, y se les ve megafelices.
—Yo también soy muy feliz.
—Sí. Solito agobiado en casa preguntándome cada cinco segundos
si tu chico ya se ha acostado con alguien.
—¡Marc no se va a acostar con nadie!
—Ahora le ha puesto una mano en el pecho.
—¿¡M-Marc...!?
—Mi madre a tu tío, tonto, pero para arreglarle la corbata. Es la
segunda vez. —Bebe de su Popsi—. Solo eso, no tiene más.
—¿Me pasas una foto?
—¿Se pueden hacer fotos durante las llamadas?
—Sí, solo tienes que abrir la cámar...
—Anda. Ostras, me acabo de enterar. —Descorre la cortina.
Enfoca el jardín, a su madre sacando todas sus armas para llevarse al
azabache al huerto—. Te paso una foto para que te relajes y ya está,
eh, dejas de preguntarme y jugamos al Fornite. Que te conozco y si
no me vas a estar toda la noche pidie-eh... Oh...
—Pásamela al Whattza.
Lara no contesta. En su lugar, balbucea y musita algo para ella
misma, que no se descifra porque no lleva mensaje.
«¿Lara balbuceando...?».
Nino entra en pánico enseguida.
—¡Pásamela!
—¿Seguro...?
—¡Lara!
La barra de descarga es kilométrica y soporífera. Al aclararse la
imagen, su expresión angustiada se tercia. Se difumina.
La voz de Lara es comedida y cuidadosa cuando se pronuncia.
—Ha sido mi madre —musita— Por si te consuela.
Ya. Pero Marc también tiene los ojos cerrados, las cejas inclinadas
y los labios pegados a los de ella.
Si no estuviese viendo su pelo negro y la corbata de dinosaurios
apretada en la mano de su profesora para acercarle, juraría que es
cualquier otro.
—¿Estás bien, cielo...?
—¿Qué hacen ahora? —pregunta con voz doblada.
—Pues... No los veo, no sé si habrán... —Titubea reteniendo la
frase—...entrado en el dormitorio. Lo siento, Nino. Pero,
¡encontrarás a alguien más guapo y menos estúpido! Puedo
preguntarle a Jack si tiene algún otro amigo gay si Leo ya no te
gusta...
—Es un adulto, es su vida —murmura—. Me voy a dormir.
—Espera, oye, no estés triste. ¿Quieres que vaya a tu casa y...?
¿Oye? ¡Oye! ¿Me has colgado? —le protesta a la pantalla.
Nino no puede cerrar la imagen.
Es verdad, es Marc. El de la foto es Marc.
Tan conmocionado que no llora, ve cómo salta un mensaje que
cubre una porción de los rostros de los dos adultos: «Última
oportunidad, nene, me voy solito a la fiesta».
Es solamente un cursi.
Lo es. ¿Verdad?
Un cansino que no termina de perder la esperanza. Un niño, que
cree que la virginidad es una flor maravillosa que sólo se entrega con
amor y la reserva para su amado. Un estúpido, con temple en todos
los fonemas.
Teclea despacio y sin faltas. «Estoy solo en casa», dice.
«¿Quieres venir?».


Marc choca la espalda contra la puerta cuando Laurence le empuja,
abre los ojos y están en el dormitorio del primer piso. La música del
jardín suena lejos y hueca.
Confundido, todavía con la limonada en la mano, ve que Laurence
corre las cortinas.
Marc deja el vaso encima de la cómoda. Se pasa una mano por el
pelo... y cuando ella le agarra de la corbata la sigue y queda sentado
en la cama; tiene que inclinar la espalda atrás cuando se le sube a
horcajadas.
No le da tiempo, no le deja pensar: como un meteorito sus labios
pintados le impactan y prueba sabor a margarita y mojito de su
lengua fría.
Bien... Con una paciencia impropia del jovencito de pelo azabache
que se enredaba en camas ajenas en la veintena, el Marc treintañero
rodea los muslos prominentes de Laurence. La indecisión lo
acompaña cuando aprieta los dedos y recorre el hueso de su cadera
con el pulgar, por cercanía. Cierra los ojos concentrándose en este
beso.
Y para cuando los abre ve a Laurence desabrocharle el pantalón.
La ayuda a bajarlos despegándose por un momento de la cama y en
la misma tajada ve ir también sus boxers.
—Vaya —exhala seguida de una risita. Está blanda, está hacia
abajo, y en cambio todavía deja entrever un tamaño considerable.
Marc vuelve a cerrar los ojos con la ropa por las rodillas. ¿Por qué
no se ha excitado ya con los besos y las manos de esta mujer tan
simpática?
Desde aquí ve sus pechos voluminosos, sorteados de pecas,
escondidos y apretados por el sostén.
—Aah... —se aparta el flequillo negro con una mano, pega la
espalda al colchón cuando Laurence se la mete en la boca. No es lo
que tenía pensado, quiere detenerla... Mira hacia arriba sin
facultades o poder defenderse.
Lleva la mano a la melena pelirroja y le sujeta la cabeza, pero no
necesita hacer presión, es ella la experta. Es ella la que mueve los
labios, la que moja, la que saliva y la distribuye del glande a la base.
Le crece en la boca y muy deprisa.
Con la lengua en cabeza por delante de sus labios, Laurence hasta
encuentra la punta de sus testículos. Abarca entera la carne que no es
poca y enseguida la ha dejado dura. Después de medio minuto de
parecer querer engullirlo, el pene se ha endurecido y duplicado el
ancho y la altura.
Pero va por libre, su cabeza está lejos.
—Espera... —dice Marc con la voz entrecortada, sale con
delicadeza de su boca al echarse hacia atrás—. Espera... —se aparta
el pelo, se agacha para ayudarla a levantarse.
Los ojos verdes le miran preguntándole qué problema tiene, pero
como no encuentran ninguno y él no se aclara, se aburren: saca de la
mesita un cuadrado de plástico rojo.
Marc la ve abrirlo con los dientes.
—Lo siento, no tengo XL —Él se sienta, ella se le lanza a
horcajadas—. Puede que te apriete —susurra acelerada contra sus
labios.
Lo palpa por encima y el preservativo llega acompañado de un
restriegue de pechos en la cara porque se inclina para subirse el
vestido. Marc se esfuerza en concentrarse de una vez.
Pero prácticamente ni se inmuta cuando Laurence le hace entrar
en ella. En lugar de eso, cavila por qué está codiciando que llegue el
momento de poder volver a casa y estrechar a Nino entre sus brazos.
Mañana no despertará con su pelo rosa haciéndole cosquillas en la
nariz, y esta noche no dormirá abrazándole por detrás ni le
acompañará su melocotón dulce hasta el sueño.
Los dedos de Laurence le bailan por el hombro, le repasan en una
caricia los vellos desordenados de la nuca. Como Marc no se aparta,
lo entiende como una predisposición a continuar. Le abre la camisa y
Marc se hace consciente de lo que pasa.
—¡Oh....! —gime Laurence hundiéndose. Marc jadea atontado,
agarrándose a las sábanas. Las pliega entre los dedos cuando las
caderas femeninas empiezan a balancearse—. ¡Aaah...!
La realidad sucede más rápido que su balbuceo mental, pero tiene
que centrarse. Después de haber visto ese calendario de la policía
tiene sospechas de que Nino sigue pensando en él más allá de un
mero familiar. Así que pasa aquí una noche, y así Nino abandona esa
idea, tira ese calendario, y pueden seguir compartiendo sus mañanas,
sus tardes y sus noches de películas abrazados, sin más pretensión
que ver a Nino tener una vida feliz.
Es lo único que quiere. Poder conservar esos momentos con él.
—¡Aahm...!
—Ah... —Le duele el estómago.
Ella ha inclinado las facciones al cielo y no deja de gemir, y él se
está agobiando. Los pechos de la mujer se han apretado y escapado
de su vestido, los pezones estirados apuntan a los lados
desbordándose por su escote... Marc respira a trompicones, pestañea
rápido.
Le pone las manos en las caderas desnudas. Su sexo expuesto es
pelirrojo, no abundante pero difuminado hacia todas partes.
—Uh... —sonríe ella sin disminuir el ritmo, lo acrecienta y se
agazapa sobre él, la mano en el vello de sus pectorales, los dientes
mordiendo su labio escarlata—. Nada mal... tito... —ríe.
Marc jadea.
Los pechos de Laurence se liberan de la presión y ella le
desabotona la camisa lo justo para pegar piel con piel: los senos se
amoldan, se aplastan sobre él como dos ovillos de lana suaves y
tersos. La tira del vestido se le ha deslizado por el hombro, el bajo se
le ha enroscado sobre el ombligo, la camisa de Marc tiene una solapa
arrugada apuntando a cada sentido y sus pantalones se han
arremolinado en los tobillos dejando a la vista sus piernas cubiertas
de vello.
Laurence le abre la mandíbula con el pulgar: en cuanto tiene
espacio introduce su lengua. Encuentra a la otra algo más torpe y
más cortada; pero ella la guía en el baile.
La pelirroja le agarra la mano y la aprieta bajo la suya contra su
cintura desnuda, para que la sujete más fuerte, para que le clave los
dedos y la folle más rápido o más brusco, más... varonil, más
hombre, maldición, ¿por qué se mueve tan despacio? La otra se la
agarra a un pecho y como por inercia allí se queda.
Si tiene sexo con esta mujer... ¿se le pasará el sentimiento
irracional que le molesta en el pecho?
¿Lo paliaría, al menos, enterraría la peligrosidad con la que camina
por la cuerda entre disfrutar un casto beso de Nino en la mejilla y
desear que ese beso se lo deje en los labios?
Está anhelando llegar al dúplex y apoyar la cabeza en su pecho
pequeño... Estar quieto y callado mientras él le acaricia con su
dulzura y comprensión los pelos de la nuca, y le enseña un meme que
le ha hecho gracia para ver si él también se ríe.
Quiere abrazarle, porque tiene miedo ahora.
Miedo de preferir un simple abrazo de Nino a estar aquí.
—Ah... —no tiene que moverse, lo hace todo ella: salta como un
muelle y el pene endurecido es visible antes de esconderse. La vagina
está húmeda, chorrea, y cree que él también se está moviendo porque
escucha los impactos medio insonorizados con tanto grito.
No sabría describirlo porque nunca lo había tenido dentro... pero
este es un sentimiento que cada vez le requiere más, y más, y ahora le
exige. Más de escuchar su risa, más de ver cómo se guarda el mechón
que siempre se le sale, más de sus pasteles, de sus besos tiernos, de
sus cariñosos «Buenos días».
—¡...ah, Dios...! —le arrastra las uñas y ondula las caderas
golpeando el miembro. Grazna al darse a sí misma en el punto G.
Cuando se postra para besarle él la esquiva y el beso acaba en el
aire: torna posiciones y su pene sale como entró, embutido en un
plástico, duro; grueso.
Queda absorto de rodillas sujetando una de las piernas depiladas
de esta mujer que se acaba de quitar de encima.
—¿Qué pasa? —protesta ella—. Por detrás no.
—¿Te importa decirle a mi hermano que he tenido que
marcharme? —jadea sacándose el condón.
—¿...Cómo dices? ¡Eh, oye, ¿adónde vas?! ¡¡Eh!!
Sale abrochándose el pantalón, se plantea volver a por el cinturón
pero lo desecha sin frenar. Vuela por el jardín, tropieza con una
maceta de margaritas. Aprovecha que Anthony y Kyle están
distraídos montándose un trío con uno de los setos decorativos de
esta mujer para huir... Corriendo.
21
Hogares

Nino se tapa la cara bajo el chorro de agua.


La puerta del baño se abre, no lo ve con la mampara empañada
pero lo escucha. Cierra la alcachofa y se enrosca una toalla colgada
en el filo del cristal, se cubre hasta los muslos.
Para cuando Leo se ha sacado la camiseta él ya sale de la ducha; se
da de bruces con los pectorales definidos por el béisbol.
—¿Ya has terminado? Qué rápido, quería que nos duchásemos
juntos. —Le rodea la cintura, Nino tiene que agarrar la toalla para
que no se le mueva en el achuchón—. ¿No quieres?
—No..., es que...
—¿Estás nervioso? —se carcajea—. No pasa nada, he traído
lubricante y lo haré despacio. De fresa —agrega subiendo una ceja
con aire sugerente.
—Vale...
—¿Hm? ¿Pasa algo? —Le mira de reojo antes de entrar a la ducha.
Nino le señala qué gel puede usar con un dedo que convulsiona
discretamente—. No me digas que estás así por todo ese rollo de la
virginidad.
Nino responde con un rotundo «No» y una risita turbada.
Tiene que ser más maduro en esto. Poner los pies en la vida real,
aceptar que su primera vez va a diferir del resto por los pinchazos
que va a sentir, y poco más. Lo ha leído en los foros y se lo ha dicho
Leo con gesto tranquilo y una sonrisa de autoconfianza gigantesca,
que no tiene de qué preocuparse, que él ya le ha quitado la virginidad
a otros chicos antes y no es nada especial.
Se adelanta solo a la habitación. Ha colocado unas velas en el
aparador pero las apaga y empuja al cajón antes de que Leo entre y
las vea, de pronto se le han antojado demasiado cursis. En lo que su
novio universitario entra con la toalla a la cintura y el pelo salpicado,
Nino ya ha borrado de TuTubo una de sus listas de reproducción más
antiguas: Día especial. Fuera.
Sentado Nino le ve ojear el cuarto y sorprenderse con los peluches
que no había visto antes. Desde la última vez que Leo vino del
trastero se han mudado ositos, conejitos, y un millón de ovejas para
dormir a un tren, que se amontonan como bolas de papel incluso por
el suelo.
—¿Has traído eso...? —le llama Nino la atención.
Curvándose Leo le da un beso rápido en la boca.
—Condones, sí —Atrapa el móvil de Nino y lo suelta: rugido,
acelerado; pone un mix de rock que levanta el ánimo y echa a Pelusa,
que disgustado rasca la puerta.
Leo le abre al gato y cierra, vuelve, acelerado con el ritmo y una
crecida sonrisa. Nino se lo encuentra ya encaramado encima suya.
Un brazo en la cintura, la lengua en la boca, entrepierna contra
entrepierna..., le tumba en completo horizontal y apoya su brazo
musculado junto al pelo rosa.
El reloj de la mesita siempre ha hecho ruido pero sus manecillas
parecen hoy más audibles, como sus besos entre las guitarras.
—Tenía unas ganas increíbles de hacerlo contigo —susurra Leo.
Nino siente un calor que se le extiende por el cuerpo, mayor cuando
su novio se aprieta contra él y le hace hundir en el colchón.
Le muerde el cuello, y a Nino se le escapa un brinquito.
—Y yo contigo...
Leo succiona la piel sensible, entre los labios la absorbe y deja una
marca morada que repasa un segundo más tarde con la lengua, Nino
no se lo ve. Le siguen otras tres, salpicadas como el control de una
consola. Duelen un poco pero Nino no se queja.
—Me has hecho esperar un montón —protesta divertido—. Si no
fueses tú te habría dado por culo otro... Pero... me gustó eso que me
hiciste en el coche, donde el descampado —ronronea.
—Ah... —se pierde, porque Leo le muerde el cuello con más
fuerza, imita la presión en la clavícula, le deshace con lentitud la
toalla y deja expuestos un par de pezones muy rosas. Se han estirado
al salir de la ducha porque tienen frío.
—Me encanta que tu boca sea pequeña pero tus labios carnosos —
Muerde, uno a uno y como aviso, el superior seguido del inferior al
que estira—. Y cómo se sintieron sobre mi polla...
Nino gime y cierra los ojos. La barba rasa de Leo le pincha un poco
al descender por su barriga. Le desprende del todo la toalla, y sin
nada encima Nino aprieta más los párpados y recoge ligeramente los
pies descalzos en la colcha.
—Cómo juegas conmigo. No te pega nada toda esta mierda rosa —
ríe—. Tú no tienes nada de inocente, eres malo conmigo. Un día sin
avisar me haces una de las mejores mamadas de mi vida —desciende
por su abdomen soltando algunos besos—. Otro día me pides que
vayamos más despacio, que vamos muy deprisa. Y..., al siguiente me
besas con lengua en esa función delante de medio mundo. Y pasas de
mí. Y no contestas mis mensajes... ¿Y ahora me pides que venga
corriendo a follarte?
—Leo... —da la sensación de buscar disculparse, pero él lo acalla
escalando.
—Olvídalo —Le da un beso que incluye una punta de lengua, pero
no continúa porque se separa con mera curiosidad—. Buaf... Todavía
me parece increíble que te quepa toda —le repasa las comisuras que
Nino estira al abrir la boca. La unión de piel es tan fina que no
comprende cómo pudo no agrietarse o romperse con su polla dentro.
Erguido se vierte lubricante en la mano, en el condón una vez
puesto, y en el pelirrosa que pega un espasmo cuando le introduce el
primer dedo untado y frío. El segundo llega deprisa.
—Espera, espera...
—Estás más suelto de lo que pensaba. ¿De verdad eres virgen?
El ojo ámbar y el de cristal le lanzan un vistazo no planeado al
cajón de la mesita.
—Tengo un...
—¿Tienes un vibrador? —pregunta en una carcajada.
Tímidamente Nino caza la manta y se la relía en los puños sobre el
pecho, se tapa las partes que considera indecentes de su cuerpo:
hasta el cuello. Únicamente le asoma un hombro.
Leo está rotando los dedos dentro de él, y Nino le empuja sutil
pero el cuerpo grande y fuerte no se desplaza.
—Es... Se siente raro...
No es como cuando se lo hace a sí mismo, sus dedos delgados
nunca se exploran como están haciendo ahora los callosos del
deporte. Estos se mueven con más garbo, con menos paciencia.
—Dos ya entran bien, voy a meter el tercero.
—Espera, ¡arh...! —Eso sí ha dolido. No demasiado, pero sí un
pinchazo fuerte, una visita al médico para un análisis de sangre.
Pega las rodillas.
—Yo creo que entran bastante bien, me sobra sitio. ¿Usas mucho
el vibrador, no? —Nino jadea sintiéndole hurgar, le escala una
sensación de frío extraña que no sabe si es placer.
Es la primera vez que hace esto, que tiene la carne de otra persona
en ese punto, que siente por dentro el tacto de alguien más que se le
introduce como un agente extraño. ¿Es así como debe sentirse?
Están siguiendo los pasos: la casa vacía, la música, la luz suave..., es
la escena del quarterback del equipo con la animadora.
¿...Será culpa suya que no se está concentrando?
Leo saca los dedos. Los restriega en la toalla desechada antes, y ve
a su novio asegurarse bien el condón de rodillas. Lo había visto
antes, lo ha tenido en la boca, pero no sabría decir si embutido el
pene parece más grande o era de por sí de este tamaño.
—La voy a meter —anuncia embadurnándose en la fresa. Una
fresa extraña, artificial, mezclada con olor a plástico. Más que a la
fruta su olor imita el sabor de la pasta de dientes para niños.
La respiración de Nino se entrecorta, de forma leve pero él puede
oírse. Leo le toma la cadera con relativa facilidad porque la tiene
estrecha y su mano es grande. Con la otra le separa una rodilla y se la
pliega contra el pecho. Nino queda expuesto a su novio, con los
talones elevados y el miembro de punta rosa tibio y flácido sobre su
barriga pálida.
Él no va a usarla, así que supone que tampoco pasa nada.
¿Es... es normal, no?
—Igual te molesta al principio —le avisa al hacer fuerza.
Introduce el glande y los labios de Nino se abren abruptamente. Sí
que hace presión, bastante además. Siente cómo se dilata con
urgencia, se estira para acogerle deprisa porque no se detiene.
—Es normal si no te gusta la primera vez —escucha decir a su
novio, aunque no lo ve porque está ocupado en apretar con fuerza las
pestañas—. Si no te relajas, te duele.
Nino no saca palabras. Puede sentir cómo le está llenando poco a
poco, cómo cada segundo es más largo que el anterior, cómo el pene
de Leo ahora es más infinito que a simple vista.
Las uñas traspasan la tela y se hincan a sí mismas.
—Para...
—¿Te duele?
—Me molesta... —Las cejas claras curvadas en gesto triste, los
ojos entreabiertos descifrando un paradigma—. No sé si me gusta...
—Es que no te relajas —Le agarra la cadera, y sin salir le pone
bocabajo. Nino gime chirriado soltando un hilo de saliva que nadie
acude a limpiar—. Relájate más —le regaña.
Intenta sujetarse a algún punto pero las sábanas son finas y se
pierden entre sus dedos, se vuelve tal y como atrapar aire. Tampoco
puede destensar las rodillas porque Leo le está presionando la
espalda, como un animal montado en otro.
—Para, para... —susurra con angustia intentando apartarse, pero
es peor. Le duele también al salir.
—Ya está casi entera. Me quedo quieto un momento —acuerda,
porque ve al chico con los nudillos pálidos, la sien pegada al colchón
—. ¿Así te duele?
Menea la cabeza en una negación. Si está quieto no es dolor, no
miente; es tan solo extremadamente incómodo.
Coge aire a trompicones y enfadado consigo mismo intenta
relajarse de una buena vez. No comprende por qué esta forma de...,
esta experiencia es... No le ve el color cálido ni le late apresurado el
corazón. ¿Por qué es más bien una práctica médica lo que destila el
conjunto...?
Supone que así es como debe ser la primera vez.
—Ahora sí te noto más apretado —sonríe Leo aunque Nino no le
puede ver—. O sea, ¿que soy más grande que ese juguetito tuyo? —
comenta entre el recelo y la virtud.
Cuando se inclina para besarle su miembro también avanza, le
saca otro gemido breve y roto a Nino.
—¿Te duele mucho?
—...No.
—Que duela un poco es normal. Sobre todo si no te relajas.
Le duele, le duele un montón, y está aguantándose las ganas de
llorar. Aprieta los puños con tanta fuerza que siente cómo se clava las
uñas en los mismos huecos de su palma que han dejado antes. ¿Es
culpa suya por no relajarse?
No obstante no sabe cómo relajarse en esta situación. Sabía que la
primera vez iba a ser horrible, pero... Jadea, se tapa la cara con la
almohada entera, y se percata de lo cálidas que están sus mejillas
porque le reconforta su lado frío.
Leo le acaricia el interior de los muslos, asciende hasta sus caderas
pero Nino sin ver tira una mano atrás y le sujeta la muñeca, no le
deja ir más allá.
—Voy a sacarla —avisa Leo, y efectivamente empieza a retroceder.
Nino gime adorablemente, sin embargo a trozos. Leo gruñe
satisfecho con el ruidito—. Y ahora voy a meterla otra vez —susurra
entrando de vuelta.
Nino echa la barbilla abajo, separa los labios, cierra los ojos, y
gime: alto, cristalino, un maullido de gato en mitad de una noche
fría, con todo el pulmón sin pretenderlo, con las mejillas rojas, con la
saliva pegada entre ambos labios hinchados y con las manos cerradas
en puños.
No ha sido de placer. Es puro dolor lo que le ha recorrido. No
obstante a ojos externos, como los azules que han abierto la puerta a
tiempo, podría confundirse.
Leo se ha detenido sin salir. Observa al hombre exageradamente
alto que no suelta el pomo.
Adolorido, Nino consigue abrir los ojos y por encima del hombro
mirar a Leo. Por la línea de visión del moreno encuentra al azabache,
en su cuarto. En el marco de la puerta.
Se mantienen la mirada. Los ojos azules y el ámbar. Por choque,
por incógnita, porque el espíritu de Nino ha salido del recipiente y es
su cuerpo el que medio en gatas le observa sin vergüenza. Sin
sentimiento. Callados.
Pero la pausa es corta y Marc da marcha atrás como si nunca
hubiera abierto. No se le escucha ni el pisar por la escalera.
Tan pronto como Leo suspira aliviado Nino regresa en sí.
—Mierda qué susto me he llevado, pensaba que era tu padre. Tu
padre me manda al otro barrio con un soplido.
Nino intenta sentarse, le dan calambres en la columna y tiene que
hacerlo despacio. En la sábana han calado una triada de puntos
rojos.
—...Vete —suspira tan ínfimo que no se oye.
—¿Qué te pasa? —inquiere Leo viendo cómo le aparta sin dejar
que vuelva a tocarle los muslos—. Tu tío ya se ha ido.
—Vete...
—¿Cómo que me vaya?
Nino menea la cabeza.
Quería tener sexo con Leo. Con su novio, con la persona con la que
lleva tres largos meses y dejar de ser virgen: gritar, arañarle la
espalda a otro, sentir, correrse; imitar los videos de porno gay que
tiene en favoritos en su cuenta de Pornwho, volver tangibles las
fantasías que le cruzan la cabeza cuando se masturba por las noches
en esta misma cama, ser el chico joven desinhibido que siente mucho
y muy deprisa pero solo con el cuerpo porque tiene el corazón de
piedra. Había decidido quien quería ser y en teoría estaba de acuerdo
con todo esto al principio.
Pero Nino llora. A borbotones, en menos de dos segundos le
chorrea el agua por las mejillas, porque no debería haberlo siquiera
recordado en un momento como este pero una frase ha surgido de
golpe en su cerebro como piedra tallada:
«Aunque cumplas veinte para mí seguirás siendo un crío sin
experiencia».
—Joder... —exhala Leo, que se aparta del lloriqueo. Recoge sus
zapatos en silencio, se mete el pantalón mientras Nino llora cubierto
—. No he hecho nada que tú no quisieras hacer —le echa en cara sin
nervio, como una defensa legal.
No le oye, o no le importa. Nino sólo llora.
«¿Por qué no puede ser Marc el hombre que ocupe esta cama?».
—No vuelvo a salir con un crío —masculla Leo.
—¿Me querías sólo para esto? —inquiere Nino, pero no es un
reproche. Porque poco importa si él es un imbécil enamorado que no
se saca de la cabeza otro amor sin posibilidad de darse.
«Soy tan patético».
«Soy tan...».
—¿Qué tengo mal? —llora.
Leo se rasca la nuca.
—Eres majo, en serio. Pero eres muy... intenso, muy... —menea
una mano cogiendo la camisa—. Muy dramático, Nino. Eres un
dramas. Tú. Te da la bajona a cada puto gato abandonado que se nos
cruza, y te pones a soltar discursos de la compra venta de animales
nada más ves un pedazo de carne en un bar... Que si vamos a
participar a nosequé voluntariado, que si... Agobias. A veces eres
divertido, pero, agobias.
—¿...Agobio?
—Además es que, no te ofendas, pero creo que eres bipolar.
Porque con todas esas chapas de «esto es muy triste...» o «ha pasado
nosequé por allí por ese país de nosédonde», también tienes días que
te los pasas señalando perritos, y tonteriitas como si todo fuese
maravilloso... Eres dos personas distintas —dice señalando los
marcos de las paredes y todo el conjunto: blanco, negro, tonos de
gris, la montaña de peluches jodidamente rosas y brillantes. Son
plutonio gay en una esquina—. No sé.
Nino se cubre con los brazos, agacha la cabeza. No quiere estar
aquí, tiene mucho frío. Su propia habitación se está convirtiendo en
un desierto de hielo ahora mismo.
—Oye pero que, no llores..., no es para tanto —se le acerca pero
no llega a tocarle. No tarda en retroceder—. ¡Yo tampoco soy genial!
Vaya, nadie lo es. Pero... No es para ponerse a llorar.
—Estoy bien... —hila.
Leo le mira incómodo, ya vestido.
—Siento si creías que yo estaba enamorado o algo así..., pero
pensaba que con todo lo impulsivo que eras con los besos y las
mamadas ibas del mismo palo.
Se tapa más las orejas.
—Llevamos nada y menos, vaya... Es imposible que te hayas
enamorado de mí en tan pocos meses, si lo único que hemos hecho
ha sido liarnos y poco más.
Nino vuelve a negar. Si pudiese hablar, le gustaría explicar que no
está llorando por esta situación ni por él. Y si pudiese entenderse a sí
mismo, también podría explicarse por qué recuerda en este instante
que Marc solo ha sido dulce con él, que nunca le ha gritado de veras,
que no le echó en cara haberle besado mientras dormía en ningún
momento; porque Marc no se lo contó a sus padres, no se lo contó a
nadie... En lugar de eso apareció con flores en su función y después
con roscos y mantecados, y..., y con una nevera repleta, y con una
caja hasta arriba de adornos y guirnaldas en pleno marzo para que
decorase la buhardilla con él sabiendo lo mucho que le gusta la
Navidad...
¿Qué imagen tendrá ahora de él si le ha visto desnudo con Leo?
Solloza con las manos cubriéndole la cara entera.
Leo hace una mueca incómoda con la boca.
—Oye, mira... Yo me voy, ¿va?
Incluso cuando fantasea con Marc sin creer que nunca llegarán a
nada es feliz en su fantasía. Es maravillosamente feliz cuando él le
abraza, cuando le da un mísero beso en el pelo que para Marc no
debe significar nada, y cuando le frota el hombro con inmenso cariño
sintiendo todo su calor, sintiéndose querido. ¿Es un idiota por
añorar tanto esas fútiles muestras de cariño? ¿Por superponer el
imaginario a bajarse a la vida real con el resto de personas, como
Leo?
—Háblame si te aclaras, o... no me hables.
Leo se va, pero deja la escandalosa música puesta.
Nino se sorbe la nariz, coge aire por la boca. En cuanto escucha la
puerta de la casa se frota las muñecas en los ojos.
Quiere ver a Marc. Puede que si finge que no ha pasado nada, él
también disimule.
En el baño se echa agua y baja sin encender la luz. La del salón
ilumina en un aura amarilla, proyecta la sombra de los barrotes. Se
tiraría horas parado frente al zulo si la puerta no estuviese ya abierta:
aquí no está Marc.
Confundido, gira para ver el sofá donde encuentra a Pelusa, luego
la cocina, y echa un ojo al baño de aquí, que está vacío. Se replantea
volver al piso de arriba para revisarlo, ¿pero dónde va a estar? Ni en
su cuarto ni en el baño de arriba, y duda mucho que haya ido al
cuarto de sus padres.
¿Ha vuelto a irse?
«¿...A la fiesta de Laurence?».
Cuando la marabunta gris de su pensamiento se acalla, escucha la
lluvia. Un pic seguido de otro pic sobre la barandilla metálica de la
terraza. Caen muchos. Con el rock de arriba no se había dado cuenta
de que se está cayendo el cielo.
Desliza el cristal sin bajar el escalón al charco. Dos ríos salen por
las tuberías que evitan que se inunde el cubículo, pero la lluvia cae
tan deprisa que se ha encharcado en un centímetro de agua. Con
cuidado de no resbalar se moja las zapatillas para rescatar las
plantitas que usa para la cocina: las hojas del perejil se han hundido
en una laguna, la hierbabuena no va a sobrevivir como no corra a
escurrirla y el tomillo ha visto días mejores.
A lo lejos sobre el bordillo destaca entre el ambiente denso y
húmedo por su blanco brillante, aparcado en la acera el coche de
Marc. No se ha ido todavía, entonces. ¿O es otro? Analiza por un
momento cuántos miles, millares, billones de manchurrones blancos
como ese circularán por este país; pero ese está en el hueco donde lo
aparcaba su tío cuando venía a verle de chico. Lo recuerda bien
porque cuando avisaba de que iba a venir, él lo esperaba subido en
un taburete y lo veía caminar desde el coche.
Entre líneas verticales aparece una figura alargada.
—¡Marc! —se le escapa.
Con los calcetines calados corre por el dúplex y sale sin chaqueta,
apenas se acuerda de tirar de la puerta para que Pelusa no se fugue.
Maldice al ascensor no igualar la prisa a la que lleva él, y el patio lo
recorre también a zancadas veloces y en solitario: nadie en su sano
juicio sale a dar un paseo de madrugada y con la que está cayendo.
Sus padres no deberían quedarse mucho tiempo más en la fiesta.
—¡Marc! —lo llama abriendo el portal, se cierra solo y él sigue
arrastrando las zapatillas ya empapadas con prisa.
El coche de Leo se ha ido, no lo ve.
—¡Marc! —empieza a esprintar y se le sale una pantufla, tiene que
volver a por ella.
Qué torpe es. Menos mal que el azabache camina exageradamente
despacio: entre la lluvia, sin sombrilla tampoco, camina como si la
tempestad no le afectase con su porte recta y la expresión corporal
indescifrable. Saca la llave y los faros traseros del coche parpadean.
Nino corre más deprisa, pierde una zapatilla por el camino. ¡Marc
no puede volver a la fiesta con Laurence! ¡Y no puede tampoco
dejarlo solo después de la última vez! Todas las posibilidades que
esté buscando Marc con esa actitud de apartarse de en medio
desembocan en un mismo futuro: se aleja de él.
Es lo que debe ser, claro. Se les han concedido unas pocas semanas
en el limbo, pero Marc debe ponerse en orden y rehacer su vida y
Nino debe superarle de una vez y entrar en la formación profesional
con la mente abierta y despejada. Sus caminos son distintos, y lo más
lógico, lo más prosaico, lo más cuerdo, es dejar ir este sentimiento.
Porque «solo son cosas de críos». «Solo está obsesionado».
Porque solo es «un niño que... ¿No sabe lo que quiere?».
—¡...Tito!
Marc se detiene. Sujetando la manilla, la puerta entreabierta.
Ve cruzando la carretera en diagonal y veloz a Nino que hunde el
pie en un socavón del asfalto convertido en charco, de modo que la
rodilla de su pantalón pierde su blancura impecable. Pero Nino,
mirando sobre el horizonte al Marc desdibujado por la lluvia, no ve el
semáforo que está en rojo ni el deportivo naranja con poca
predisposición a frenar unos metros más allá.
El ruido del golpeteo del agua, la cascada que actúa de cortina
omnipresente, los latidos que le amortiguan la visión... El coche no lo
ve a él y Nino no ve al coche. Marc los ve a ambos.
Todo ocurre muy despacio. Las ruedas del coche giran levantando
los charcos, los pies pequeños los pisan corriendo, Marc voltea la
cadera sin pestañear.
—¡Nino! —vocifera echando a correr, su voz ronca es un rayo en la
tormenta.
La lluvia, el coche, el asfalto, la oscuridad, la humedad, la voz de
Marc; Nino gime al sentir el impacto contra el suelo.
El aterrizaje es arrastrado y araña brazos, rodillas, ropas, se van al
suelo los dos combinados en un regaliz empapado: Marc le ha
apartado a tiempo, le ha protegido la cabeza durante el salto y ha
intercambiado posiciones con el cuerpo pequeño, ha sido solo su
hombro el que ha recibido el golpe con el suelo.
Han caído tirados medio encima, medio fuera de la acera frente a
otro coche aparcado; el deportivo o no les ha visto o sencillamente no
ha frenado.
Nino abre los ojos sin comprender qué ha pasado. No es que haya
dolido, no es que se haya hecho daño, es que... Se ha
teletransportado. Y le cuesta mucho respirar. Marc lo retiene con la
fuerza de un alpinista a su última bombona de oxígeno, pero sus
huesos no están hechos de metal... necesita respirar...
Como apenas ha visto los focos del coche antes de pestañear, como
está sano y salvo en el suelo como un tropezón tonto, le viene por
sorpresa la reacción de Marc.
—¿¡Es que quieres morir!? —ladra exageradamente mientras le
zarandea de los hombros—. ¿¡Qué coño estabas haciendo!? ¿¡Eres
consciente de lo que podría haberte pasado? —Le agarra la muñeca y
lo pone en pie de un aventón—. ¿¡Tus padres no te han enseñado a
no correr hacia los coches!? ¿¡Joder qué coño te pasa!?
Del antebrazo tira de él hacía el portal, no le mira, le grita sin parar
y le hace dar un traspiés con el bordillo de entrada, pero le sujeta
para que no llegue a caerse y sigue el camino sin parar:
—¿¡Si no llego a escucharte qué pasa!? ¿¡A dónde mierda ibas con
la que está cayendo!? —Nino está descolocado, Marc grita muy alto
pero no le está mirando. ¿No estaba él también andando sin
sombrilla bajo la lluvia? Prácticamente le arroja dentro del ascensor
—. ¿¡Y dónde cojones está tu zapatilla!? —agrega a voces con la
misma importancia.
Nino se mira el pie en silencio, desconcertado.
—¡Joder, eres un inconsciente! —Sus cejas negras tienen ángulo
agudo. Sus pupilas tiemblan resguardadas en el azul—. ¿¡Sabes lo
cerca que has estado de quedarte ahí tirado!? ¿¡Por qué quieres que
te maten!? ¿¡Qué hago si te pasa algo!?
Respira con todo el cuerpo subiendo los hombros y los brazos.
Nino no sabe qué decir. No asimila todavía qué pasa, qué ha
pasado tan grave: estaba corriendo, luego estaba en el suelo, ahora
están en el ascensor.
Le tiemblan las rodillas pero no se ubica en su propio cuerpo.
—Lo siento... —dice el niño que ha pintado de tizas la pared pero
no termina de comprender su error.
—Joder...
Despacio, Marc lo abraza, con descontrolada fuerza al comprimirse
sus hombros estrechos al pecho.
El príncipe que ha abandonado la torre para exponerse al peligro
regresa castigado en el pecho de su caballero: para subir las escaleras
del dúplex le despega los pies del suelo sin aflojar, Nino le rodea con
las rodillas y deja que lo cargue hasta su cuarto.
Lo guardaría bajo llave si pudiera. En un baúl con cerradura, en un
cristal sin puertas.
—No vuelvas a hacer eso —ordena en su lugar, sin grito; parece
un consejo. Nino puede sentir sus corazones acelerados contra el
otro—. No vuelas a hacerlo, ¿vale? No lo hagas. Nino.
—No...
Suelta a Nino en la alfombra de su cuarto pero no se aparta. A
Pelusa le llama la atención el reguero de agua que están dejando por
toda la casa, pero como tampoco es asunto suyo pega un brinco a la
cama y se recuesta.
Marc se obliga a calmarse.
—Cámbiate. Para que no te resfríes.
La música que sale del móvil es ahora más relajada, las canciones
han ido pasando: The Reason, de Hoobastank cita la pantalla, suave
y entre la lluvia.
Marc se va ir, pero la mano de Nino se cuela con prisa en la suya y
no la suelta.
—¿Duermes conmigo...?
Marc le contesta asintiendo con lentitud.
En una esquina del cuarto con los ojos cerrados y castigado cara a
la pared, espera paciente a que Nino deseche la ropa embarrada por
un pijama nuevo. Cuando Marc avisa de que él también va al zulo a
coger ropa seca Nino le sigue como un patito, queda asomado a la
barandilla. Hasta que, muy pronto porque él tampoco quiere
apartarle la vista de encima, Marc vuelve con su pijama de
dinosaurios.
En la habitación se suman en un abrazo sin contacto visual.
Sus pieles se han quedado congeladas, y Marc busca calentarle
frotando el brazo de su pijama de estrellas rosas.
—Te vas a resfriar —susurra sin fuerzas ya que las ha gastado
todas el bombeo de su corazón. Todavía le puede dar un infarto.
Su cuerpo se ha movido solo para correr, si pestañea le vuelve la
imagen de su Nino a cuatro metros del morro del coche...
Nino le besa la barbilla, de puntillas aunque apenas llega.
—Tus padres vendrán más tarde, yo he venido solo. —Le toca el
cuello con el pulgar, y Nino se ve en el espejo del tocador: todas las
marcas que le ha dejado Leo al chupar son visibles. Se sube esa parte
de la camiseta pero Marc le aparta la mano, porque quiere seguir
acariciándolas. Les da un masaje que hace circular la sangre—. ¿Te
ha hecho algo? ¿Te duele...?
—Estábamos viendo una película —miente.
E intenta tapárselas otra vez.
Y otra vez Marc le aparta con cariño. Es consciente de todo lo que
le ha gritado. A él también le tiemblan las manos todavía con la
visión de Nino estando y ya no. Añade unos besos tiernos que le deja
en la intersección de los chupetones.
—¿Puedo verla contigo? —susurra en su cuello.
Cree oír musitar un «sí» quebrado.
Marc le ve meterse en la cama. Desplaza los ojos por los dibujos de
la colcha llena de gatitos. Blancos, a rayas, rosas; con dos puntos por
ojos y un tres doblado por boca sobre un tartán. Le acompaña. Sus
cuerpos fríos recuperan el calor en el mismo espacio cubierto; no se
atreven a separarse un solo milímetro.
Y lento y cuidadoso, Marc le besa con insistencia una mejilla. Las
calienta ambas con sus manos, aunque también siguen frías.
Ninguno menciona nada de esa tal película.
—¿Cómo ha ido la barbacoa...?
—...Normal.
—Lara me ha dicho que... parecía que, te aburrías.
—Sí. Te echaba mucho de menos.
A la escasa luz de la mesita Nino titubea. Pero esta vez ya no se
hace ilusiones: para Marc eso debe significar la preferencia de estar
en casa viendo una película a parado en una fiesta ruidosa...
—He soñado contigo —confiesa Nino de todas formas.
Marc le deja la mejilla para verle. Encuentra un ojo ámbar que
tiene luz propia. Un color claro, un amarillo suave que se mezcla con
el marrón en un torbellino irregular que toca la fina circunferencia
negra en varias partes, una estrella de infinitas puntas.
—¿Qué has soñado? —hablan en susurros.
—Nos casábamos. Tú de blanco, y yo de rosa. Me esperabas en el
altar, al lado de la abuela, y a mí me llevaba papá del brazo.
Regresa la vista al techo.
—¿Kyle te llevaba?
—Sí, y estaba llorando... Pero lloraba feliz. Había muchas personas
llorando..., yo también. Anthony lloraba un montón parecía que
fuese a morir.
—¿Yo estaba llorando?
—No lo sé... Te veía al final pero no llegué a alcanzarte. Me
desperté antes porque papá llegó de trabajar.
Tímidamente los dedos de Marc buscan los suyos. No llegan a
enlazarse, se superponen en zigzag sobre su pecho, de modo que al
cerrar se atrapan los nudillos en una caricia extraña y débil.
—Yo también he soñado contigo —dice Marc.
—¿Qué has soñado?
—Me pedías que te hiciera el amor. —Coge su mano e, irrisorio, le
deja un beso en los dedos.
A Nino, el desconcierto se le palia por otra cosa: miedo.
—¿Vas a irte tres años otra vez...? —Entiende que para Marc ese
sueño debe haber sido pesadilla, un despertar incómodo, una hebra
en el subconsciente que Nino le ha puesto con su torpeza evidente a
la hora de esconder lo que siente.
Cuando la realidad es que Marc, simplemente, no se entiende a sí
mismo.
Tímidamente sus manos se unen por completo. Se aferran a la otra
con miedo y quedan mirando a puntos distintos. Y cuando Nino
acaricia la suya con el pulgar, él cierra los ojos, porque su tacto es
cálido, suave, cargado de cariño.
Esto no puede ser normal. Esta paz que Nino le hace sentir... Su
paciencia, su cariño, sus ganas de luchar por él... que solo es un
borde solitario. Nino es lo que conoce por felicidad.
—No. No me voy.
Nino se le tumba encima con la nariz escondida en su cuello, como
un koala. Hace a Marc suspirar, derrochando la necesidad del buzo
que ha perdido el aire y lo encuentra a punto de haber perdido la
vida.
Llevaba tantos años sin besar a alguien como años llevaba sin tener
sexo, pero los labios de esa mujer de la fiesta se le han borrado de la
piel en el momento en que los han separado. Aquí, en la cama con
Nino, un simple abrazo supera esa sensación.
Sería deleznable equiparar cualquier contacto al de Nino, buscarle
parecido a cómo se siente en equilibrio entre la desesperación y la
paz completa compartiendo el mismo espacio, a cómo por un
momento en su interior alberga una galaxia entera de sensaciones
que creía muertas y extintas...
«Mierda, gracias a Dios que sigue vivo» gratifica el ateo.
—Dame tu móvil —le pide a Nino.
Parece plantearse preguntar por qué, pero estira la mano y lo coge
de la mesita. Como está encima de su tío ve la funda de su móvil pero
no qué teclea; hasta que éste se gira en lateral y le hace deslizarse de
vuelta al colchón. Le abraza desde atrás encajando las rodillas detrás
de las suyas más pequeñas, y pone delante el móvil.
Es un vídeo de gatitos de TuTubo. «Gatitos monos» se ve que ha
puesto Marc en el buscador. «Cats compilation #37» es el vídeo.
—¿Este lo has visto? —le retumba su voz a la espalda.
Nino titubea con las mangas anchas.
—No —miente. Porque muy triste quedaría decir que ya se ha
visto todos los de la web. Respira hondo tratando de controlar sus
pensamientos, pero aun así los saca—: Marc...
—Dime princesito —imita su tono débil.
—¿Crees que soy muy dramático...? P-por ejemplo, cuando vemos
una película y me da por llorar, o cuando... ¿O soy muy pesado con
mis cosas? Si no te interesa el kpop, mis quejas de reciclaje o el
veganismo, o que te hable de cocina, me lo puedes decir y yo dejo de
hablar y ya está...
—Me gusta verte llorar porque así puedo consolarte —contesta,
tan horrible como pueda sonar porque es cierto—. Y me gusta lo feliz
que te pones cuando hablas de algo que te gusta.
Le mantiene apretado contra él un rato largo sin que ninguno
emule una palabra. No sabe si Marc está prestando atención a los
gatitos haciendo monerías; él desde luego no.
—¿...y crees que soy afeminado?
—¿Eso es un defecto?
—No lo sé... —A Marc le incómoda la inseguridad de su voz.
Después de haberlo visto ya tan vivaz y parlanchín es como si diese
un largo paso atrás.
—Eres perfecto, Nino —le repite como ya le dijo una vez.
Nino frota sus calcetines en los de Marc.
Tan pronto termina el vídeo la web reproduce otro, pero Nino le
quita el sonido para, al mismo tiempo, enchufar unos auriculares y
escuchar de su música; escoge su carpeta de los clásicos. Se pone uno
y le da el otro a Marc.
Éste echa aire por la nariz al hacer una sonrisa.
—Si todavía fuese policía tendría que arrestarte.
—¿Qué? ¿Por qué...? —hablan entre susurros.
—Porque la has descargado.
—Pero... tú no me puedes arrestar. Ni ahora ni antes.
—¿Cómo que no?
—Yo sé que tú robabas cosas de los objetos perdidos.
—Yo no robo nada. Eso era una norma no escrita que teníamos en
la comisari...
—¿Y aparte de ti la conoce alguien más?
—Mm —gruñe y ya no replica. Ni silbando sería más evidente.
Nino se ríe con renovada ilusión. Estaba seguro de que eso era un
chanchullo desde el día del espectáculo sobre hielo, pero guardaba la
pulla para siglos venideros. Para cuando fuese capaz de soltárselas.
Para alejar la cuestión Marc le deja un beso detrás de la oreja y
Nino se encoge con una tímida sonrisa.
Marc sabe perfectamente que Nino todavía siente algo por él. Que
debería apartarse o, como mínimo, no meterse en su cama ni dejar
que se meta en la suya.
Sin embargo... aquí es donde quiere estar.
Él también quiere estar con Nino. Para recogerle cuando se haga
daño y aprenda que no todo es oro.
Para protegerlo del mundo y que pueda seguir viéndolo con ese
tono de rosa que solo él es capaz de describir.
22
Osito amoroso

—Él dice que estás gordito. Pero tú no estás gordito. No, no. Claro
que no. ¿Quién está gordito?
Pelusa tuerce la cabeza.
—Lo que pasa es que eres todo amor.
—Meow. —Se lame la pata y se la frota en la cabeza.
—Estás infladito de amor, eso es lo que pasa.
Marc está hablando solo. En un tono extraño y suave, le rasca a
Pelusa acunado entre sus brazos; y habla solo.
—A mí también me lo ha dicho. Tú no le hagas caso.
—Eh, Marc. Hm...
El domingo por la tarde, Kyle intercepta a Marc en el sofá. Estaba
esperando a que Nino se apartase un momento de su tío y aprovecha
ahora que está en el baño —se han pasado toda la mañana pegados
—, para poder sacar el tema.
—Laurence me ha dicho que no... funcionó. Que no funcionaste...
Bueno, que no... Ya sabes.
El gato se baja y Marc vuelve a su cara natural. Las cejas rectas, los
ojos entrecerrados con desinterés.
«¿Ha dicho que no se me levantó?».
Kyle se encoge de hombros jodidamente incómodo.
—Pero no te agobies, tendrá que ver con los cigarrillos, o la
nicotina, o... ¿Prefieres un hombre? Porque tengo un par de
compañeros que están solteros, y Abel, el tipo del gimnasio del otro
día, cortó con el novio hace unas semanas. No sé si te lo ha
mencionado él. Vive abajo en el tercero.
—Estoy bien así.
Kyle se lleva una mano a la nuca.
—Vale. Sí, vale. Es Anthz el que me pide que busque... Si no, me
regaña a mí —Bromea a medias—. Voy aquí al lado —avisa saliendo
de casa.
Pero no llega al gimnasio, a dos pasos de casa se detiene porque
tiene en el móvil mensajes nuevos. Son de Anthz, que esta mañana
después del desayuno ha volado a la oficina —para sorpresa de nadie
— porque Carol llamó: surgió un «asunto muy urgente que tratar».

• Ojitos verdes •
hoy

Cariño
Kyle 5:12pm
5:12pm dime mividaç

Necesito que vengas a la empresa


¿Estás ocupado? 5:12pm

IBAN a ir al gym
5:12pm pudo llegar en Albaricoque minutos

Date prisa por favor 5:13pm

5:13pm ( ͡° ͜ʖ ͡°)

Kyle tarda menos de albaricoque minutos en coger el coche, entrar


en la autovía, y saludar a la recepcionista con una sonrisa de oreja a
oreja. Hubiese tardado menos de no pararse a comprar unas barritas
de chocolate en el quiosco.
—Buenas —saluda a todo el mundo. Acostumbra a venir tanto que
conoce hasta a los becarios. Ha visto al majo de Hazel llegar de
prácticas cuando era un universitario tímido con el pelo largo y ahora
saluda de lejos al Responsable de Ventas con corbata.
Se encuentra a Carol en el pasillo, cargada de una pila considerable
de papeles y carpetas.
Pensaba que la empresa estaría vacía hoy, no comprende por qué
hay tanto personal.
—¿Te ayudo? —extiende las manos pero ella aparta el material.
—Shh, deja Kyle. Puedo yo sola. Vete a darle sexo a tu marido que
está muy agobiado hoy —suelta, en su lugar.
Pues... Kyle vuelve a mirar a los empleados y ahora todos le
rehuyen y se aguantan la risa.
¿Es que todos saben ya a lo que viene...?
Sonrojado entra sin llamar al despacho del director.
Anthony se da cuenta, porque gira la cadera para ver, pero vuelve a
darle la espalda con un dedo en señal de pedirle un momento. Tiene
el teléfono a la oreja, en pie frente a la cristalera.
—Claro —le concede. En lo que Anthony termina de hablar él
empieza a bajar las persianas que dan al pasillo—. Cada cinco
segundos me voy a quitar una cosa.
Lo primero en desaparecer es la camiseta del gimnasio que no ha
llegado a sudar. Tampoco se ha cambiado los pantalones cortos ni las
zapatillas de deporte. Cuando Anthony le pide que venga así, de
rapideo, lo último que puede hacer es perder un minuto, porque
entonces se le puede ir la oportunidad.
Deja la camiseta en la silla y los KittyCat en el escritorio apartando
una grapadora y papeles, haciendo sitio.
Le abraza por detrás y le besa el cuello mientras le espera. Anthony
parece sorprenderse al verle semidesnudo, pero tan solo se ríe, sus
mejillas se recogen porque Kyle le hace cosquillas con el aliento. Le
susurra que deje ya eso, que le haga caso.
—Cariño... ¿qué haces? —pregunta Anthony al colgar. Kyle le
aprieta a modo de reclamo.
—Estaba pensando que podría venir por aquí por las tardes en vez
de al gimnasio —ronronea en su oído donde deja un beso. Le resbala
los dedos hasta el primer botón y se propone desabrochar el
segundo, pero Anthony le frena, así que se va a otra parte.
Se ocupa de la hebilla de su cinturón.
—Esto también quema calorías...
—Kyle... —musita atontándose.
—Y así alivio al señor director, porque trabaja mucho, y a veces se
olvida de que tiene que relajarse... —Le atrapa el lóbulo.
Anthony consigue sacárselo de encima con mimo y un esfuerzo
sobrehumano, pero en cuanto se da la vuelta Kyle le planta un beso
que incluye un mordisco en el labio, y se lo agencia.
—Cómo me gusta empotrarte... Cómo me gustó todo lo que me
hiciste anoche... —gruñe con voz varonil, ruda; a Anthony se le
escapa una risotada porque no le pega nada el papel de duro.
—No te he llamado por esto —se lo despega del cuerpo como
velcro. A Kyle se le cae el alma entretanto él se arregla el cinturón.
—Yo quería hacerte cositas...
Anthony le pasa una mano por los pectorales calientes.
—Si tenemos más niños, ¿cómo lo vas a hacer? —pregunta al verle
los tatuajes: las alas a un lado y al otro ocupándole el pecho.
Kyle también se los mira.
—Pues por aquí, y... si tenemos otro por aquí —Dibuja con el dedo
pero hay poco sitio—. Como una equis así... Aunque los dos de abajo
quedarían algo doblados y más cortos. No sé si la ves.
—Sí, como el hada pesada del Zelda.
—No, a ver... Bueno también podría ponérmelos con otras dos alas
a la espalda.
—¿Y si tenemos cinco hijos? ¿O seis?
—¿...Seis niños quieres tener? —murmura.
Anthony hace una sonrisa, pero cuando hincha los pulmones y lo
suelta todo, se le ha ido. Se apoya en el escritorio.
Kyle se sienta en la silla de ejecutivo y observa los ojos verdes
desde abajo. Enseguida se le va la sonrisa a él también.
—¿Ha pasado algo? —empieza a preocuparse.
¿Ha sido esta vez algo importante de verdad?
Porque Anthony se ha puesto muy serio de repente. No cansado,
serio, sin expresión. Incluso se está olvidando de pestañear; tan solo
se mordisquea el labio mientras piensa.
—Mi vida ¿qué pasa?
—Quieren comprar la empresa.
Verdaderamente le pilla por sorpresa.
Anthony arrastra un grueso de papeles que hay en la mesa, los que
él ha apartado hace un minuto. Se los tiende a su marido que los coge
sin comprender qué pretende que haga con ellos.
Los logos de Please y Lovelace S.L. adornan juntos la cornisa de las
hojas, que no son pocas. La primera página es un bloque de texto,
igual que la segunda y la tercera. Arrastra los ojos tan aturrullado
que no digiere ninguna palabra.
El dedo fino de Anthony le ayuda a ubicarse.
—Esa es la cifra que nos quieren pagar.
Tiene que releerla varias veces. No sabe si las comas son puntos o
los puntos son comas, porque, es decir... Es un número muy largo.
—Seis con nueve... Siete millones —cita Anthony—. Es más de lo
que vale Please.
¿Cómo? Lo vuelve a releer con los ojos más abiertos.
—Si lo acepto, no tendríamos que trabajar nunca más. Ni yo, ni
Annie, ni tú —Hace una sonrisa muy rara de incredulidad que sube y
baja con su cuerpo entero...—. Ni, Marc, ni Nino... Ni todos los hijos
que quisiéramos tener.
—¿Es en serio?
—Acaban de ingresarnos un tercio, de señal —jadea con una
sonrisa, pero luego se separa del escritorio. Se aleja, peinándose.
Kyle le persigue con rapidez. Le rodea con un brazo la cintura y le
busca la cara pero Anthony insiste en esconderla. No sabe si está
extremadamente alegre o consternado, es una mezcla muy rara y le
tiembla el cuerpo entero con los espasmos.
—Y... ¿Y dónde está el problema, mi vida? ¿No quieres venderla?
Podrías dejar de estar agobiado, podrías dejar de estar cansado, y se
te borrarían las ojeras. —Le coge la barbilla con suavidad—.
Podríamos irnos de viaje y hacer lo que queramos. Podríamos invitar
a toda la familia a un viaje juntos. Hace muchísimo que no lo
hacemos. Anthz, mírame mi vida. Podríamos hacer lo que queramos
con ese dinero. ¿Dónde está el problema?
—La empresa no es mía. Es de mamá.
—¡Ella te la dejó a ti! ¿Eso es lo que te preocupa?
—Mamá ha estado construyendo esto toda su vida. ¿Cómo voy a
venderla nada más llegar?
—¿Nada más llegar? Llevas años partiéndote la espalda por todo
esto Anthz. Y, y joder, ¡Ellen será la primera en alegrarse! Si está
ahora viviendo la vida, ¿de verdad te crees que prefiere que sigas
aquí amargado como estuvo ella a que seáis felices tú y Annie?
—No lo sé, es que —se sorbe, y abre mucho la boca—. Es que la
he llamado veinte veces y ha descolgado una pero no era ella, era un
tipo que se llama Keilani. Me ha dicho nosequé de comer marisco y la
playa, ¡es que no le he entendido bien con el acento...! Y luego se
puso mamá, y me dijo que se va a casar, que ya viene para acá, que se
casa, que tiene fecha, en el castillo blanco que hay a las afueras que
se ha cancelado otra boda y lo aprovechan —se queja en una risa. Se
le están cayendo las lágrimas.
—¿Ellen se va a casar? —repite confundido. Anthony no deja de
llorar, y reír, y ambas opciones al mismo tiempo.
—La semana que viene. Me lo ha soltado de sopetón y luego me ha
colgado, no me ha dado tiempo a contarle nada de la empresa. Ni
siquiera sé si estoy soñando, Kyle... Tiene que haber una pega en
alguna parte y no sé si es que yo soy estúpido y no la estoy viendo.
Me he leído el contrato varias veces y es demasiado bueno, quieren
hasta entrevistar a los trabajadores que se presenten, es...
—¿...Y tú que quieres hacer?
—No lo sé. No lo sé Kyle, es que... Quiero hablar con mamá. Tengo
que hablar con mamá, no es mi decisión.
—Claro que lo es. —Anthony baja la cabeza.
Despacio, Kyle le roza una mejilla con cariño y le hace levantarla,
con delicadeza. Los ojos marrones le estudian, bien abiertos mientras
piensa.
—Y yo te apoyaré decidas lo que decidas —les susurran a los
verdes.
23
Assemble!

La gente sonríe, los pajaritos pian, las flores rocían su aroma...


—¿Y si es uno de esos cazafortunas que se aprovechan de señoras
mayores? —cuchichea Anthony en las sillitas blancas.
—Ellen no es tonta, Anthz.
—Tonta no, pero vive en un mundo yupi desde que se jubiló.
¿Cómo sé que no le ha dado algo tomando el sol? ¿Cómo sé que no
ha estado fumando una planta exótica de esas de por allí? Me parece
increíble que nos suelte ahora que tiene un novio desde hace tres
años. —Mira atrás, luego adelante.
Ellen hace su paseíllo nupcial del brazo de su hijo Marc.
No se la reconoce a primera vista porque está más morena que el
bronceado natural de Kyle, que a su lado se convierte en un
extranjero venido del norte. Su vestido largo y vaporoso, de encaje y
tela fina sin cola que arrastre, ondea en una abertura hasta el tobillo
enseñando sus pies descalzos sobre la alfombra de seda blanca. Sus
muñecas recubiertas de pulseras, su corona de flores en la cabeza...;
a pesar de las arrugas que se le confinan al sonreír ha rejuvenecido
de aquí a las últimas Navidades.
—Es que es increíble. ¿Y si no la llamo, qué pasa? ¿Que no me lo
cuenta? ¿No nos invita a la boda, a mí, a su hijo? Él es un
cazafortunas —farfulla muy preocupado.
Ellen sube al pequeño altar de madera bajo un arco de ramas,
flores y pequeñas luces de corazón, y Marc se sienta en las sillitas
blancas. Nino le acerca la mano y él se la acaricia con el pulgar en
silencio. El atardecer es naranja y rosado, ilumina con aura
mediterránea esta boda de tarde.
—You are beautiful —dice Keilani estirando las consonantes,
convirtiendo las oes en ues y las ues en oes.
Es un hombre mayor. Algo más joven que ella, pero
definitivamente maduro. Eso lo ven todos porque tiene el pelo
cano..., no obstante, se deberá a que en la zona abdominal le
sobresalen seis exagerados relieves, o porque tiene los brazos del
ancho de la cintura de Nino, que no te fijas en sus ojos rodeados de
arrugas.
—Estás guapísima mamá —sisea Annie en primera fila junto a
Malee, su novia traída de Estados Unidos.
El cura dice unas palabras. Anthony afina los ojos y Kyle le coge la
mano cuando tira eso de «¿Alguien tiene algo que objetar?» y deja
unos segundos larguísimos de silencio. Entonces tira una carcajada
cordial, que olea hacia la última fila. Han venido hasta unos primos
segundos que ni recordaba que existían.
—Yo os declaro marido y mujer.
Y así, llovido del cielo, los Summer son uno más.


El recinto del banquete es en campo abierto. Árboles, césped, las
mesas circulares visten tapetes con volantes y flores, de los setos
cuelgan guirnaldas de luces y lazos rosas. Justo en el centro del mapa
reina una enorme fuente de piedra blanca con ángeles de aspecto
aniñado lanzando agua por la boca, y al fondo, una carpa sin paredes
con suelos de mármol donde será el baile.
Difiere la mesa presidencial de lo común, en esta hay once
personas. Los padres de Ellen murieron hace mucho y Keilani no
tiene o no ha traído a los suyos, solo a una hija de otro antiguo
matrimonio que rondará la edad de Annie, y a un montón de colegas
que se distinguen entre los invitados por su color de piel y su extraña
presencia: todos han cogido camisas, adrede o sin querer, que
parecen a punto de explotar de sus músculos.
—Y fuimos a París, ¿te acuerdas de cuando fuimos a Paris, cariño?
—cuenta Ellen copa en mano con Keilani detrás, zampándose una
langosta—. Los museos preciosísimos, no te da tiempo a ver el
Louvre en un solo día. ¿Hijo mío no tienes calor?
—Estoy bien —dice Marc en chaleco negro y camisa blanca,
desabrochada por arriba para no cocerse como un pollo pero bien
abotonada en las mangas; cubriendo una herida.
—Mamá ¿pero en cuántos países has estado? —protesta su otro
hijo—. No me cuentas nada.
—Te llamo y Carol me dice que estás en reuniones todo el día. Me
lo coge mi niña, mi nieto, mi yerno; mis hijos nada, ¡no me quieren!
—le regaña a los dos de seguido.
—Significa flor en tailandés —le está explicando Malee a Nino, al
otro lado de la mesa—. Me lo pusieron porque así es como se
llamaba mi bisabuela, pero yo soy americana. —Y tiene algo de
acento estadounidense en su español aprendido de TuTubo. Sonríe y
se aparta la melena rizada—: ¿Y qué significa Nino?
Él enseña una tímida sonrisa hacia Marc, que le está guardando el
pelo detrás de la oreja con el puño en la mejilla y el codo en la mesa.
Esta semana Marc se ha vuelto muy cariñoso...
—No lo sé. Creo que no significa nada. —Marc levanta una ceja,
pero Nino no da más explicaciones porque baja la cabeza al escuchar
el ting: «Pasa una foto de mi Kyle en traje :(» le ha escrito Lara por
Whattza.
Lo guarda; le llega otro: «¿Se ha puesto corbata o pajarita?».
Lo guarda.
Ting. Ting. Ting.
—¿Te va el Kpop? —curiosea Malee viendo su fondo de pantalla.
—Sí, yo bailo.
—En Tailandia todo el mundo habla del Kpop. Es como el deporte
nacional —se ríe—. ¿Te sabes alguna de BlackPink?
—¡Todas! —responde animado—. ¿Tú también bailas?
—Ha trabajado de gogó en el Coachella, baila superbien —se mete
Annie apoyándose en ella—. Así es cómo me conquistó a mí.
Marc se ríe con los hombros.
—¿Qué pasa? —le susurra Nino.
—Que a Ellen no le ha salido uno derecho —sonríe bebiendo
cerveza sin alcohol.
—¿Y Milán? ¡Milán maravillosa!
—Mamá... —Anthony menea la servilleta pensando en cómo, en
cuándo hablar de la empresa. Sería más sencillo si esta fuera su
madre, pero se la han cambiado por otra. Tiene la misma cara, la
misma voz, usa sus diminutivos de vez en cuando; pero ¿dónde está
la verdadera y quién es esta adolescente tostada living la vida que la
ha suplantado?
Necesita que vuelva porque tiene que mencionarle el acuerdo antes
de que lo retiren, y cuando acabe la boda se va de viaje a su luna de
miel, y lo enlazará y enlazará, se perderá por Fiji o Hawai y
probablemente no asomará hasta Navidad. ¿Y cómo le dice a su
hermana que igual para cuando haya terminado de sacarse el
doctorado en Economía y Empresa puede colgarlo en la pared
porque no va a tener necesidad ni oficina donde usarlo?
Pega un silencioso suspiro y bebe vino. Kyle le rodea la cintura y
besa una mejilla.
—Uy, pero qué rico está esto —dice Martha.
—Fite, el churrimingándano ehte —farfulla el padre de Kyle
removiendo la comida con el tenedor.
—Papá no me seas de pueblo.
—Foé. ¿Pero ques lo qué?
Kyle titubea. Carga el peso a un lado, le susurra a Anthony.
—Mi vida, ¿la cosa verde esta qué es...?
—Gelee de bacalao y caviar con encurtido de espárragos a la sal de
Añana —recita lo que venía en la invitación.
—¿Y lo rosa que parece plastilina...?
—Empedrado de trigo con remolacha al cava.
Asiente estabilizándose.
—Comida, papá. Cómetelo.
—Ellen told me u are a policeman —dice la hija de Keilani, junto
a Marc—. Are u one of these who run with a gun shooting villains
and saving lives or... the party kind? —ronronea.
Nino lanza rayos láser pero no consigue apartar la mano
bronceada que repasa el brazo de su tío palpando músculo.
—The gay kind —responde Marc, y es ella quien la aparta.
—Damn it. Why are all the hot guys gay...?
Abriendo la boca Marc mira a Nino, pero acaba únicamente por
sonreír en una... disculpa extraña.
El cielo se ennegrece entre conversaciones.
La luna brilla inmensa, las estrellas son visibles en el campo, y
hace algo de frío. La atmósfera de la fiesta ha pasado de formal a
festiva y cada invitado la vive entre bailes lentos, bailes movidos.
Malee y Nino han insistido al dj hasta que ha puesto una de Kpop,
y la bailan juntos: a ratos como una profesional al lado de otro, a
ratos con risas cómplices en las pausas de hacer tonterías cogidos de
la mano.
Marc le ve reír, apoyado en una columna de la carpa con las manos
en los bolsillos. Es tan evidente cuánto le gusta a Nino bailar... Se
arrepiente muchísimo de no haber estado en la ciudad para ver cómo
mejoraba, cómo a través de la música su introversión remitía y la
parte dulce y alegre de su personalidad se hacía paso.
Su pelo rosa ha perdido el alisado y se echa atrás los mechones que
enseguida se le escapan con el siguiente paso. Los farolillos inciden
en sus mejillas coloradas y en su cuerpo esbelto.
Marc se fija en sus pies.
Nunca había reparado en lo pequeños que son sus pies.
Van acorde a su cuerpo, claro, pero comparándolos con los del
resto de la pista son ediciones limitadas. Ha sido verlos y ya no puede
parar de mirarlos. De dibujarlos en calcetines y de puntillas tratando
de alcanzar un ingrediente de las baldas de la cocina...
Le regalaría un taburete o una escalerita si no estuviese tan
gracioso pidiéndole las cosas «Por favor...» a él con su vocecita.
Desde aquí también tiene buena visión de cómo Kyle sujeta a
Anthony por la cintura; pasa un camarero con bandeja y el moreno
coge un canapé, el castaño otra copa de vino.
—¿Eres el hermano de Anthony, verdad? —le distrae alguien.
Se gira sin muchas ganas.
—Soy Marc —asiente.
—Yo soy Penélope, encantada. Tu hermano es mi jefe —Lo
deslumbra con una sonrisa de marfil—. Te he visto en los marcos de
fotos que tiene en su despacho... perdona, ¿de qué color son tus ojos?
—se inclina mirándole directamente—. Es que no sé si son grises o
azules, ¡son preciosos!
—No lo sé —sonríe con educación.
Penélope ríe a carcajadas, pero como Marc se limita a sonreír, ella
se arregla el pelo y cambia de tema.
Comenta lo ricos que están los aperitivos, y Marc le da la razón a
ratos mientras piensa. No puede soltarle que es gay a esta mujer si
Anthony le ha estado promocionando como un producto de la
teletienda...
—¡Ay, que me mato! —jadea Nino al tropezarse en la pista de
baile. Malee y él rien cogidos de la mano.
—¡Se te da genial!
—No sé... No como a ti —hace una sonrisa tímida por el halago, y
se siente orgulloso de estar parado delante de tantas personas
bailando. Ahora que lo piensa, ¡hace unos años era impensable!
—Porque yo llevo siglos haciendo esto, pero tú vas a ser mejor que
yo —le guiña Malee.
Nino se ríe con ganas, y la deja ir porque Annie la reclama para
bailar esta más lenta: In the Air Tonight, de Phil Collins. Deja a la
pareja y sale de la pista con las mejillas rojas de bailar y arreglándose
el pelo, camina hacia donde recuerda que estaba parado Marc. Va
esquivando a las personas que bailan pegadas.
—Anthony no para de repetir que estás soltero. Es una de las
pocas cosas que menciona ajeno al trabajo. A veces estamos en la
máquina de café y simplemente se acerca y lo suelta, ¡como quien
avisa de que hay un incendio o una reunión en cinco minutos!
Nino desacelera.
Está tonteando con él. Está tonteando con Marc.
Otra persona más para la lista...
—Vaya —responde Marc con desinterés a lo que dice ella,
apoyado en el poste con los ojos entrecerrados.
En cuanto ve a Nino viniendo hacia aquí se endereza.
—Soy trans —suelta. De pronto, sin conexión con lo que estaba
contando Penélope—. Me identifico como hombre y la testosterona
me da este aspecto, pero no tengo intención de realizarme la
faloplastia. De modo que si estás buscando otra cosa, entenderé que
te marches —expone con pausa y cierta cordialidad.
A partir de ese exacto momento ella balbucea descolocada.
—A-a ver... Yo tengo amigos gays, y lesbianas y tal, claro... Pero es
que eso, eso Anthony no lo había... No lo había comentado...
En silencio, Nino observa a los adultos. Penélope acaba por sonreír
al ver al chico tan cerca, y se aparta con la excusa de renovar la copa;
pero ya no vuelve.
—¿Te has cansado de bailar? —sonríe Marc.
¿Por qué acaba Marc de soltarle a esa mujer tan cándida esa
mentira tan gorda?
—¿Quieres sentarte? —insiste su tío.
«Puede que esa mujer no le parezca lo suficientemente guapa, o
haya dicho algo que lo ha molestado...». La habrá despachado
porque sabe que en menos de dos minutos se le acercará alguien
más.
—No —responde—. ¿Bailamos...?
Marc ríe jovial como si hubiera dicho una locura.
—Yo no sé bailar.
—No me refiero a como hemos bailado Malee y yo. Todo el mundo
sabe bailar un poco... ¿De verdad nunca has bailado?
—No.
—Yo te puedo enseñar —propone animado, ya cogiéndole las
manos, ya buscando la posición propia de un paso lento: un tipo de
baile muy sencillo para un novato. Cuadra la distancia entre sus pies
para no pisarse... y al erguir la barbilla se encuentra de frente un
chaleco negro.
La punta de la nariz de Marc está unos cuarenta centímetros más
arriba de la suya.
Sus hombros ni se acercan, por eso Marc ha tenido que doblar
ligeramente el torso para ponerle la mano en la cintura. Parece un
hombre a medias entre agacharse a recoger algo del suelo y quejarse
de que le duele el lumbago. Y él está a punto de despegar los talones
para agarrar bien el hombro donde debe poner la mano.
—Bien... Te voy a enseñar un paso muy fácil. Cuando yo mueva
este pie hacia adelante, tú tienes que mover este hacia atrás. ¿Lo
ves?, así. Y cuando yo mueva este mismo pie hacia allí, tú tienes que
seguirme. Es todo el rato igual... Adelante, izquierda, atrás, derecha.
Hacemos una caja con los pies.
—Vale.
La música que suena de fondo es lenta, concuerda con la lentitud
de sus pasos.
—Adelante, izquierda... —Guía con la vista fija en sus cuatro
mocasines—. Atrás, derecha. Ves, no es difícil.
—¿Esto es bailar? —cuestiona Marc sin dejar de hacerlo.
—Queda más bonito cuando no tengo que estar estirado y tú
doblado como un viejo...
—Es que tendrías que haber crecido más.
—¡O tú menos!
Resultaría más elegante si no tuviese que mantenerse de puntillas
como un cervatillo. Hacen el cuadrado, bastante bien, Nino aumenta
sutilmente la velocidad para acompasarse bien con la música cadente
y aun así no se pisan ni tropiezan.
También es que es muy sencillo.
—Y de vez en cuando, yo hago así —Da un giro y se aparta de él
sujetado a su mano, del mismo modo regresa y devuelve los pies a la
posición base—. Y también me puedes agarrar bien de la cintura y yo
me inclino, yo lo hago todo —dice.
Pero es Marc el que se parte la espalda sujetándole para que no se
vaya al suelo mientras Nino levanta una pata al aire, se dobla en
horizontal.
—¿Te gusta?
—No sé si me convence.
Nino se incorpora.
—Cuando sabes hacerlo bien es divertido porque se puede hacer
más deprisa. Y además, es... romántico —musita muy bajito.
De sorpresa Marc lo coge, directamente en el aire. Hace el
cuadrado él solo y descubre que así resulta más sencillo, es
sencillísimo manejar a Nino porque es pequeño y no pesa, es
increíblemente fácil hacerle girar, alejarlo y devolvérselo al pecho.
Lo empuja para allá, lo trae para acá, lo gira... Qué fácil.
Descolocado sin entender lo que está pasando Nino intenta no
marearse. A ratos sus pies directamente flotan.
—¡Esto no es bailar! —se queja entre meneos—. ¡Para! —se ríe
hasta que él desacelera—. Se te da fatal —le echa en cara. También
le entra la risa, porque Marc sonríe con falsa disculpa.
Nino queda pegado a él; simplemente se balancean despacio. Es lo
que están haciendo las demás parejas.
—Tengo libros en la buhardilla que pesan más que tú. Y pilas de
libros que miden...
—¡Cállate!
—A veces cuando te abrazo me da miedo estrujarte mucho porque
no sé si vas a...
—¡No me voy a romper! —ríe en su pecho.
Marc le está acariciando la espalda arriba y abajo hasta la cintura
cuando Nino se acomoda: se eleva en las puntas buscando darle un
abrazo, de modo que con el cambio de distancias la mano de Marc
haciendo su recorrido le acaricia el principio de una nalga.
—Ah, lo siento —se disculpa su tío con apuro. Vuelve a posar la
mano bien arriba entre sus hombros, y ahí se queda quieta. Nino
hace un mohín silencioso. «Marc es tonto...».
Kyle lleva un rato mirándoles de reojo.
—¿No te parece... raro que estén tan juntos siempre?
—¿Raroo? —Anthony gira para verlos amodorrados en un abrazo.
Nino de puntillas con el moflete en su pecho y los ojos cerrados,
Marc medio agachado con el moflete en su pelo—. Se quieren
muchoo, desde que Marc está aquí yoo loo veoo coomo un hermanoo
mayoor para Ninoo, le cuida... —concluye sonriendo.
Kyle no comenta lo que está pensando.
Pero ayudar lo que se dice ayudar, no ayuda que hable de
hermanos mayores.
—¿Y tienen que estar tan pegados?
—Noo seas antiguoo —le busca la barbilla y los ojos—. Le gusta
bailar... y mientras esté coon Marc, noo se le acerca nadie...
—No es normal.
—¡Hazme casoo a mí! —protesta buscándole el cuello; le deja un
mordisquito cerca de la nuez.
Marc y Nino vuelven a la zona de las mesas, aunque a esta hora
pocas personas permanecen sentadas. En el camino, Nino va
recordándose que debería alegrarse por Marc de encontrar a alguien
para compartir casa y vida, a medida que un resquemor le crece en el
pecho.
No se lo espera cuando sentado Marc le atrae de la cintura y con la
mirada le señaliza sus rodillas disponibles.
Nino se sienta en ellas de lado, y por la mala cara con la que se
acomoda Marc se preocupa.
—¿Te pasa algo, princesito? —Después de una breve pausa sin
respuesta, añade—: ¿Te duele lo de...?
—No, no. Solo es que estoy cansado de bailar.
Nino se entretiene en arreglarle las arrugas del cuello de la camisa.
Un minuto después, los gemelos de las mangas. Quiere que Marc sea
feliz, por supuestísimo. Pero... ¿por qué no puede ser con él? Se ríen
todo el tiempo cuando están juntos, se dan abrazos, se dan besos de
cariño. ¿De verdad tan grande sería el salto?
Le aparta los trozos de flequillo azabache que han venido a taparle
las cejas.
—¿Tan feo estoy? —bromea Marc al cabo de un rato.
—No. Siempre estás guapo —responde sin entender bien por qué
lo dice, sigue peinándole.
En un suspiro Marc pega la sien al hombro de Nino.
—¿Tú también estás cansado...? —musita éste.
—Un poco.
—La ceremonia ha sido bonita... —deja una manga bien doblada y
pasa a adecentar la siguiente—. El vestido de novia de la abuela era
muy elegante. Cuando yo me case quiero llevar un traje rosa pastel...
¿Y tú? Si algún día encuentras a esa persona especial y te casas...
¿Vestirías de negro?
—No lo sé. Creo que esas cosas no son para mí.
—¿Casarte...?
Marc encoge los hombros sin convicción.
En la pista acaban de poner “On the Floor” de Jennifer Lopez, y
Anthony, que a estas alturas es más vino que hombre, le restriega su
trasero sin miramientos a Kyle, que se aguanta como puede las ganas
de llevárselo corriendo a los setos para bajarse la hinchazón de la
entrepierna. Se nota de lejos la fuerza con la que le aferra las caderas
apretándolo contra sí, cómo le entierra la nariz en el cuello desde
atrás, le besa la mandíbula, se lleva un pedazo de la piel de su cuello
entre los dientes y lo suelta al jadear, mientras Anthony, con los
brazos elevados pero medio caídos sobre los hombros de su marido
no para de frotarse.
Entonces Kyle mira al cielo y tira un suspiro por el que se le escapa
el alma entera.
Anthony lo va a matar.
Por encima de su hombro pequeño Marc ve a Nino otear la pista.
No sabía que él tenía esos pensamientos de imaginar cómo será su
boda. La verdad, no cree que deba llevarle muchos años conseguirlo
si es lo que quiere, porque no le faltarán pretendientes... Nino tiene
algo que llama a desvivirse por él. Y sus padres se casaron a los
veintidós, así que si él sigue sus pasos podría estar presenciando una
boda así, como esta, relativamente pronto. Un día Nino hará a
alguien muy feliz.
«Dichoso sea con quién Nino escoja compartir sus días».
—Papá dice que Keilani es un cazafortunas.
—Sí, puede ser.
—Mm...
—Pero Ellen no es tonta.
—Pues justo después ha dicho eso, que está enamorada y se ha
vuelto tonta.
—Es normal hacer estupideces cuando se está enamorado.
Al mirarle Nino descubre que le está observando con atención.
—Pero... hay estupideces buenas —replica Nino—. Además, han
firmado la separación de bienes así que si lo que Keilani le saca ¡y no
estoy diciendo que sea un cazafortunas...!, son viajes a la playa; sólo
es como si la abuela estuviese pagando a alguien para que la
acompañe y le dé mimos por las noches. Lo que no entiendo es por
qué se casa. Supongo que le hacía ilusión... Se la ve muy feliz
bailando y no la he visto parar de reír hoy.
«Mimos por las noches...». Marc sonríe.
—Estupideces buenas —repite sin dejar de observarle.
Un camarero se les aproxima paseando una bandeja. Nino ve que
no hay agua así que niega con educación, se repasa la frente y se lleva
el sudor de haber estado bailando. Marc pregunta si alguna de las
cervezas es “sin” y esa es la que atrapa.
—¿Sabías que la cerveza “sin” también lleva una parte de alcohol?
—explica Nino cuando se ha ido el chico, mientras Marc empina la
boquilla—. La legislación permite que se marque con la etiqueta de
“sin” o “0,0” cuando lleva menos del 0,9%... Y las normales suelen
tener un 4% —agrega para que pueda comparar.
Marc recela con duda la botella.
—¿De verdad?
—¿Para qué te voy a mentir? —replica risueño.
—Para hacerte el listillo.
—¡No! —sonríe.
Pues aparentemente, se ha estado saltando la promesa que le hizo
a Anthony desde los primeros días. Mm... ¿Entonces no es que se
vuelva impulsivo bebiendo, es que simplemente es imbécil a ratos?
—Sabes, el agua sigue siendo más sana que la cerveza...
—¿Por eso tú bebes LocaCola?
—¡Yo soy joven!
—Ah, es verdad —Sonríe mirándose el zapato—. Yo soy un viejo.
No hace falta, pero Nino responde con un rotundo:
—Sí.
Marc levanta la cabeza.
—¿Sí?
—Sí.
—Mm —gruñe dándole un toque en la nariz con la suya. Nino se
ríe y menea los pies; Marc sin embargo queda en pausa por un
instante, parece arrepentirse—. Voy a por agua. ¿Quieres? —Nino
no le ha respondido cuando él le da un beso en la mejilla y se levanta
—. Te traigo agua.
Con su andar calmado cruza el césped hacia la mesa de bebidas.
Coge una copa nueva de las que están boca abajo y la llena de agua
mineral que se bebe él, y coge otra para llevar.
Mientras lo hace todo de espaldas, Nino también se percata de
cómo una mujer metida en una conversación de cuatro, lo espía por
encima del hombro. Entonces se disculpa con esas personas, y
camina hacia la mesa de bebidas arreglándose el pelo.
«¡Venga ya...!» ¡No sabe si eso de que todo el mundo liga en las
bodas será verdad, pero vaya si hay de los que lo intentan...!
No se lo piensa, de un salto Nino se levanta, corre por el césped
atravesándolo mucho más rápido que la mujer en tacones. Marc se
sorprende al darse la vuelta y encontrárselo de bruces, la cara de
Nino hace pof en su chaleco. También le quita la copa, se la bebe de
un golpe y la deja vacía; le agarra el brazo y lo rapta. Fuera de la
pista, lejos de las personas. Lo recela del gentío.
—¿Qué pasa?
—Quiero ver los setos...
—¿Los setos?
Pero si allí no hay nada, apenas llega la luz de la fiesta.
Acaban por detenerse en la oscuridad entre las plantas. Aún
escuchan la música con claridad pero opacada. El viento mece las
hojas verdes de los setos, perfilados en formas rectangulares, como
un laberinto sin pérdida.
—Perdona. No sé en qué estaba... Vamos a volver...
Es retenido en su intento de darse la vuelta, porque Marc no se
mueve.
—Yo quiero quedarme.
—¿Quieres fumar?
—No, ya no fumo —aunque preferiría que no lo mencione. No
tiene ni idea de cómo está consiguiendo mantener la mente alejada
del sabor del tabaco. Se rasca el cuello. Debe ser que los parches son
efectivos de verdad—. Estoy un poco agobiado de estar ahí. Hay
muchas personas —sonríe a modo de petición.
Deciden dar un paseo siguiendo la línea recta que forman los setos
hacia ninguna parte. Hacia más oscuridad. Si la luna no estuviera
hoy tan brillante no podrían ver nada, pero les guía una estela azul
claro y parece que los aspersores estaban activados hasta hace poco,
porque el suelo se nota un pelín mojado.
Nino se sujeta uno de sus propios brazos y sube los hombros.
—¿No te gustan las fiestas...?
—Prefiero ver películas en casa contigo —Es sincero.
—Podemos ver una cuando lleguemos.
—No creo. Las bodas de tarde suelen durar hasta las dos o las tres
de la noche. La de tus padres duró hasta las cinco.
«¿Cómo?» le coge la muñeca para ver la hora. Pues ya le está
entrando sueño y no han dado las doce.
—¿Y qué hacías? —Le cuesta imaginar a Marc bailando, nunca lo
ha visto hacerlo. Tampoco tenía antes móvil con el que distraerse en
Internet, ni bebe alcohol nunca, y a cada persona que se le ha
acercado la ha despachado sin el menor interés en entretenerse
coqueteando o teniendo sexo esporádico...
¿Qué demonios hace entonces en las fiestas, cómo pasa las horas
en un evento? Porque con esas preferencias... es fácil adivinar por
qué no le gustan.
—Fumaba —responde. En el día más feliz del matrimonio a él le
faltaron cajetillas. Se toca la frente, rememorándolo. La ceremonia
fue en un recinto cerrado, un segundo piso, y se pasó la noche
asomado al balcón con el cigarrillo en la boca.
El cigarrillo es siempre una buena excusa para desaparecer y para
no estar sonriendo.
Caminando en la oscuridad Nino tropieza y jadea porque
equilibrándose mal pisa otra piedra, resbala y se va de espaldas;
Marc intenta cogerle de la cintura y le faltan unos centímetros; la
consecuencia es él yéndose detrás al césped.
Una rodilla en el suelo, la otra estirada, la mano junto al pelo
rosa..., Marc ha dejado el espacio justo para no caer sobre Nino.
—¿A dónde vas tan deprisa? —ríe Marc.
Nino se encoge.
Y viéndole reírse supone que Marc debe tener calor, porque
conforme respira gotas de sudor brillan entre sus clavículas a través
del cuello abierto de su camisa.
Su mano, por libre, decide acariciarle la mejilla de una única y
suave pasada. Marc no la rechaza.
Tampoco cuando le dibuja el contorno de su nariz alargada,
simétrica y masculina. Sus ojos tan claros y tan de cerca parecen los
de un carnívoro de documental agazapado en la penumbra al que se
le ven los ojos justo antes de saltar a por su presa...; pero es su
policía.
Ya sabe que su aspecto no tiene nada que ver con lo que tiene
dentro. Nunca se siente más seguro que cuando está con Marc.
—A mí tampoco me gusta que seas tan alto —protesta con voz
pequeña—. Tengo que subirme a alguna parte si quiero saludarte
con un beso...
Le recorre las ojeras y repasa una de sus cejas pobladas en una
caricia que acaba apartando su flequillo azabache.
Antes no le conocía, es verdad. Tan solo tenía idealizada la figura
de su policía, el hombre valiente, el soldado, el protector, el Dios
defensor de los indefensos que no comete un solo error y camina
dibujando pedazos de hielo a los pies. Pero porque Marc no le había
mostrado más que el cariño con el que se cubre a un niño.
Tampoco el Nino de hoy es el niño del acuario.
Al darse cuenta de lo que está haciendo repliega los dedos.
—¿Volvemos...?
—Estoy bien aquí —susurra Marc que no ha dejado de mirarle.
Parece que mientras le observaba él hacía lo mismo y el tiempo ha
pasado de puntillas entre ellos.
Se distancian al escuchar una rama que se parte.
Justo al otro lado de los setos, se escuchan susurros.
—Anthz —jadea Kyle; van apartando y pisando hojas—. Pero que
nos van a ver...
—Aquí noo hay luz ni viene nadie —cuchichea el borracho.
Marc y Nino se petrifican cuando a través de una pequeña calva del
seto se ve al matrimonio: se refrotan contra el otro, caminan
torpemente hacia atrás, el cuerpo pequeño empuja al grande. No
parece que ellos se hayan dado cuenta de su presencia, las ramas
dificultan la visión aunque les separen dos escasos metros.
—Tampoco tenemos lubricante —susurra Kyle, entrecortado
entre los besos desesperados de su marido.
Besos apresurados y mojados que se escuchan bien en alto.
—Dame cooito. —Se oye un zip de cremallera.
—No sé cuántas copas te has pimplado esta anoche —se carcajea
Kyle—. Siempre te desmelenas... Por eso me casé contigo.
—¿Sí...? ¿Por eso?
—Es que te pones muy gracioso cuando estiras las palabras. Por
eso y porque tienes el culito más bonito del universo...
—Pues qué alivioo saber que cuando se me caiga y esté sobrioo ya
no te interesoo —gruñe en su boca.
Kyle se ríe, pero se le hila la voz porque parece que Anthony decide
buscar el lubricante que les falta en la entrepierna de Kyle: hinca las
rodillas. Le baja el pantalón elegante a los talones.
Le agarra la carne y la repasa desde la base con la lengua extendida
abarcando lo imposible, con los ojos verdes entreabiertos
sensualmente en los marrones sin un mísero titubeo.
Marc huye con Nino a tiempo. Cree, espera. Le tapa las orejas y le
empuja deprisa intentando no quedarse con los gemidos
descolocados de Kyle contra la planta...
Lo lleva más allá del laberinto, de la arboleda de melocotones,
comprueba que ya no se les oye al arribar a una laguna rodeada de
bancos y farolas apagadas. Sigue siendo parte del recinto de este
hotel tan caro, pero está en desuso esta noche.
Le destapa las orejas y en silencio comparten una mirada cómplice,
sin comentarios, rezando para ya no oírlos pero inconscientemente
afinando el oído...
Hasta que Nino empieza a reír.
Su risita es fina y vergonzosa, se tapa la cara, y Marc se carcajea
por la nariz. No cae en la cuenta de que ha visto a Anthony
desesperado por tener sexo con Kyle y no le ha importado en lo más
mínimo, porque Nino se descubre, y sin parar de reír enseña unos
dientes blancos y unas mejillas coloreadas de vergüenza ajena.
Se supera cada vez. Hoy cree que Nino con esta expresión es la
imagen más hermosa que ha visto.
—Qué mal —musita éste—. Como les pillen...
Nino le pega la cabeza al pecho en un abrazo, y Marc le frota la
espalda y se dobla para besarle a un lado del pelo.
—Aquí hace un poco de frío —agrega Nino—. ¿Dónde estamos?
Da un poquito de miedo sin luz...
—Parece una zona de picnic —Está viendo una barbacoa de
ladrillo—. ¿Quieres que te deje mi chaleco?
—No. Es en los brazos donde tengo frío.
Marc procede a frotárselo, pero Nino se aleja. Un poco, no
demasiado; parece que la oscuridad y las escenas cliché de miedo en
el bosque le frenan. Acaba por sentarse en el terreno inclinado.
Él le sigue, pies separados y manos apoyadas sobre las rodillas. En
cuanto ve a su sobrino temblar acorta el hueco y le abraza con una
mano.
Nino apoya la cabeza en su hombro.
—Me gusta tu olor... —musita.
—No me he echado nada.
—Ya lo sé, no es que huelas a algo, es... um. No importa...
Marc le ha entendido.
—Tú hueles a melocotón.
—¿Yo...? —Hace un intento de olerse el pelo pero con disimulo.
No aprecia nada, lo único que hay aquí es el olor de Marc. Olor a
Marc; lo reconocería de lejos.
—¿Y a qué dices que huelo?
—No sé... Antes un poco a cigarrillos, y a menta. Las dos cosas
combinadas. Pero debajo de eso seguías oliendo a ti, a lo que hueles
ahora. No sé cómo explicarlo... Olor a ti; no sé...
—No sé si me estás pidiendo que me duche más.
—¡No...!
—Como no me dices qué es.
—¡No sé decirlo, pero no es malo, de verdad...!
Marc se ríe tontamente, Nino parece agobiado:
—Hueles a peluches y besos en el pelo —suelta con apuro. Es
exactamente eso: Marc huele a abrazos, a cariño.
Sencillez, calor, hogar.
Éste le aprieta un poco más fuerte, y con el pulgar repasa la punta
de su nariz moteada y mona, y sus cejas entre rubias y rosas, teñidas
con ese poco pelo.
Nino se revuelve algo sonrojado.
—Penélope... no era fea.
—¿Quién?
—La mujer que se te ha acercado, la última... Que no era fea.
—Ah. No me he fijado.
—Aquí... hay muchos solteros.
—Sí.
—No quiero ser un estorbo, me puedo quedar en la mesa mientras
tú bailas con otras personas... No me importa...
—¿Por qué quieres emparejarme?
Ha sonado molesto. O al menos así es como Nino lo ha
interpretado, porque su tío se ha vuelto serio y con la vista fija en el
agua inerte.
Es normal, claro... debe estar harto de que toda la familia insista
con lo mismo. Entre el criar de los grillos Nino va a disculparse con
él, cuando Marc se adelanta:
—Nino, ese hombre... que te gustaba hace tres años... ¿No te sigue
gustando?
Nino coge aire sin hacer un solo ruido.
—No —contesta con los ojos bien abiertos en la oscuridad.
—Ah... —Le lleva un minuto hasta que exhala—: Bien.
El viento primaveral mece las hojas en mitad de un silencio. El
agua de la laguna no se mueve, y los grillos crían...
—No quería salir con alguien si eso te hacía daño —agrega.
Pero la expresión vacía que hace a continuación Nino se la ha
podido ver recientemente: llorando en el zulo intentando parar las
lágrimas. Y a la mañana siguiente aun depresivo esforzándose por
aparentar que todo estaba bien y conformar una sonrisa. Miserable,
claro. Como la que está tratando de hacer ahora.
«¿Por qué está Marc...?».
«¿Por qué, en primer lugar, le ha preguntado Marc...?».
No puede ser posible.
Con el corazón en la garganta Nino duda pero se le aproxima. Marc
lo observa sin rechazar el gesto cuando se le sienta a horcajadas: sus
manitas posándose en los hombros de su chaleco, sus rodillas
enmarcándole las piernas que ahora tiene que estirar.
Él responde dejando las manos en su cintura fina: la rodea y sus
pulgares casi pueden tocarse. Sus miradas no se apartan, sus cuatro
manos acarician inconscientemente una porción del otro cuerpo: con
un dedo, un par de dedos. Unas diminutas caricias.
Hace tres años las cosas eran como ahora. Él sigue siendo algo
tímido cuando está con Marc, un poco torpe, y muy bajito.
Pero hay un pequeño cambio.
Esta noche, y poco a poco desde que Marc estuvo ingresado en el
hospital por intentar suicidarse... Nino ha tenido tiempo de
comprender que si quiere conseguir algo, será él quién tenga que
sacarlo del fuego.
Nada de usar la imaginación.
Nada de besos a traición mientras duerme.
Nada de soñarlo.
La única forma de alcanzar un futuro con Marc es luchar por ello
en el presente, porque incluso su Marc, su policía, su héroe, tiene
miedo de lo que siente: Marc nunca haría nada que él no quisiera
hacer, que le perjudique o que le hiera.
Y si hay una remota posibilidad de que eso que sienta sea lo mismo
que siente él...
Será valiente por los dos para sacarla a la luz.
—¿Y si lo hiciera? —pregunta, tan bajito que sólo su policía podría
escucharle, con esa vocecita pequeña que no quiere molestar; ese
ojito ámbar que le pide—. Quererte. ¿Qué harías...?
Sus palabras reverberan en Marc como un cálido sol, dándole unas
esperanzas que no sabía que necesitaba.
Como no responde, Nino le acaricia la barbilla con los pulgares.
Pasa por su barba afeitada y observa su pelo revuelto, y sus ojeras
ahora más finas de las noches que han estado durmiendo juntos.
En lo que Marc contesta también le tantea el chaleco, con la mano
temblorosa y sin conseguir aparentar seguridad.
—No lo sé.
—¿Te irías? —Hablan entre susurros.
—No.
—¿Me odiarías?
—No.
Nino cierra los puños despacio intentando dejar de temblarlos.
—Pase lo que pase... ¿no te irás?
Marc cierra los ojos con dicha.
—Puedes hacer conmigo lo que quieras —es su respuesta. Nino
tiene su corazón y sus pensamientos desde que se levanta hasta que
se acuesta, sería una gigantesca mentira negarlo. Se los ha dado él
voluntariamente; porque por más que intente controlarse no hay
nada que esta vocecita pueda pedirle que él no vaya a darle. Así que,
sí, que su princesito haga lo que quiera.
Con los ojos cerrados siente cómo Nino se inclina sobre él: le tapa
la luna, y su respiración suave le golpea en los labios.
—¿Y qué quieres tú...? —Huele al helado de cereza que se han
tomado de postre.
—No lo sé.
Nino escala las manos de sus hombros anchos a su cuello,
cargando el peso en las rodillas al acercar sus rostros.
Y al acariciarse sus narices por error, Marc suspira por la boca.
—¿...No lo sabes o no puedes decirlo?
No le contesta, así que para asegurarse Nino roza su boca en lo que
no es un beso, sino una caricia entre respiraciones: Marc se tensa y
suelta un ínfimo y extraño gemido. Pero sus labios no llegan a
pegarse en ningún momento. Marc no se mueve, y Nino simplemente
los mantiene sobrevolando en un último replanteamiento.
—¿Tú me quieres...? —susurra en su boca.
—...Más que a nadie en este mundo —jura.
Traga saliva, y temblando, vibrante como su corazón que le va a
implosionar en las pestañas y en la garganta, Nino le pellizca los
labios en lo que, por irrisorio, no debería ser considerado un beso.
Pero Marc puede apreciar su sabor.
Los labios de Nino saben a paz.
Saben a gloria.
Saben a... vida.
Sin embargo es un cuasi beso pequeño, tan minúsculo que no
levanta escándalo: no se atreve a que escape, a pesar de que se lo ha
prometido, todavía tiene miedo.
Por eso Marc busca comprimirlo contra él. Quiere decirle que
nunca dejaría de proteger a la cosa más pura del universo con su vida
propia. Quiere decirle que él le protegerá del dolor que le provoquen
las injusticias del mundo, del peligro de amar a alguien que no le
ame, de la realidad que puede ser muy fría; o del aire, que sopla.
Es Nino quien hace pasar esto, es él quien manifiesta un reclamo,
¿no? Y ya sea por curiosidad, por lascivia, por entretenimiento... a
Marc no le importa dárselo. Cuando se canse de sus besos, de sus
abrazos y de su cariño lo dejará marchar. Incluso si lo que quiere su
sobrino es pretender que esto no ha pasado.
Nino escucha a su tío suspirar profundamente con el desasosiego
de haber necesitado hacerlo, y un segundo después, cuando sus
labios se despegan en un murmuro y va a preguntarle si le odia por
esto, la lengua cálida de Marc se le desliza en la boca.
Gime.
Aprieta las pestañas, y gime, confundido porque Marc lo atrae
entonces de la nuca, lo tumba en el césped cobijándolo bajo su
cuerpo y quedan unidos de verdad: boca con boca, torso con torso.
Tampoco quiere desperdiciar las mariposas de su estómago así que
no pregunta, trepa las manos hasta el pelo azabache y lo aprieta
contra sí perpetuando la unión que de manera exacta suplican ambas
partes.
Bruscamente se le olvida cómo respirar, porque le presta más
atención a que puede sentir el respirar de Marc, el bombeo acelerado
de un pecho contra el otro, la desesperación de sus bocas
separándose con prisa y el diminuto sonido hueco que se amplifica
en el apretado espacio justo antes de buscarse de vuelta.
No sabe si esto está pasando de verdad o se ha dormido cansado de
la fiesta, pero ahora mismo le da igual.
Ni siquiera le desconcentran los fuegos artificiales que a las doce
en punto estallan en el cielo, justo detrás de Marc. Les iluminan y
ensombrecen por turnos dando pie al baile de los novios.
Las pequeñas manos le retienen de las solapas del chaleco por si se
le cruzara la idea de distanciarse, pero sin mediar palabra Marc las
obedece y se queda entre ellas, le cruza los brazos detrás de la
espalda atándose a él en una manifestación de no tener la menor
intención de hacer eso.
Porque ahora, de Nino, saborea con los ojos cerrados un
sentimiento que de tanto esperar ya había creído solo posible en la
ficción o el ensueño. Por fin está en un lugar que le hace preguntarse
por qué ha tardado tanto en llegar.
—¿Te gusto? —susurra Marc sin acabar de creérselo—. ¿Te
gustan mis besos? ¿Te gustan mis abrazos? ¿...Te gusto?
—Te quiero —el gemido quebrado de Nino le eriza el vello de los
brazos y la nuca.
Se besan, se empujan más cerca. Sus ojos se quedan enganchados
en las pausas breves que necesitan sus pulmones y sus estómagos,
que queman porque no saben administrar un fuego que les hierve;
antes de volver a buscarse.
Nino comprende ahora que los besos de verdad funcionan solos
porque saborea la boca de Marc en el pecho y en el estómago, no en
las papilas, y porque no tiene que plantearse cuánto debe durar cada
uno: lo justo para no morir de asfixia.
Marc siente cómo con treinta y cinco años y sin más expectación
por la vida que verla fluir amortiguada se le concede por fin una
razón de ser: cuatro letras de neón que le empujan el pecho y ya no le
dejan pensar, no le dejan ignorarlo; no quiere volver al vacío de días
sin su Nino. Lo anhela como un perro anhela a su dueño, lo vela
como un soldado venera a su rey. Lo desea libre, vivaz y feliz. Pero lo
desea a su lado.
—No quiero que acabes con alguien que te haga daño —se le
ofrece rezumando desesperación—. Yo nunca dejaría que te hicieran
daño.
Nino responde esbozando una sonrisita, entre la vergüenza
extrema y el ensueño. Siente el cuerpo esponjoso, también el césped
es una nube, y el ambiente; le entumece...
—Me das la vida con cada beso en la mejilla, y con... tu risa... Y ni
siquiera te das cuenta, Nino... Me has salvado la vida —confiesa,
porque su corazón nunca ha latido de esta forma. Su corazón nunca
se había pegado a sus pulmones presionando para salir; hacia él.
Palpita hacia donde está él.
—Marc...
Se miran a los ojos antes de que Nino esconda la nariz en su cuello,
y Marc inspira despacio el aroma que se ha vuelto el oxígeno que
necesita para vivir.
—Nino... —susurra contra la piel de su sien.
—No es un capricho, no es una obsesión... No tiene nada de malo
que me haya enamorado de ti y no sé por qué no me lo has dicho
antes si sientes lo mismo... —murmura—, ¿crees que eres malo para
mí...? Eres un hombre dulce, un hombre bueno, cariñoso,
comprensivo, entregado, inteligente, divertido...
—No es por la edad, Nino, y no me importa que seas el hijo de mi
hermano. El problema soy yo. Es... lo que siempre he llevado dentro.
—¿...De qué tienes miedo? —pregunta acariciándole el mentón
con los dedos. Marc disfruta el gesto en un pestañeo largo.
—Me da miedo la imagen que te has formado de mí, con todos
esos adjetivos. Me da miedo no poder darte todo lo que esperas y que
un día te des cuenta de que soy un fraude y de que en realidad no
tengo nada y no soy nadie.
—Eso no es...
—Me da miedo que un día encuentres a alguien mejor que yo y
que de verdad te mereces y me abandones, y yo no sepa qué hacer
porque sé que estarás mejor con él.
—¿Con quién...?
—Con quien sea, Nino.
—Yo quiero estar contigo —refuta con voz suave.
—Y yo no entiendo por qué —jadea con una sonrisa agridulce.
No puede creer que su policía, su héroe, esté hablando en serio.
«¿Quién te ha hecho tanto daño...?» quiere preguntar. Quiere
preguntarle muchas cosas. Quiere saber de dónde sale esta poca
autoestima y explicarle que es una gigantesca absurdez.
En vez de hacer eso con las palabras, le desabrocha el chaleco.
—Quiero que sólo te des besos y hagas estas cosas conmigo...
Desabrocha también la camisa negra bajo la atenta mirada de los
ojos azules; mientras se pregunta cómo alguien tan cariñoso como él,
tan vulnerable detrás de la primera impresión que da su aspecto, ha
podido pasar tanto tiempo solo.
Marc necesita amor y eso es exactamente lo que él quiere darle.
Le rodea la cadera con las piernas, cruza los mocasines rosas en su
espalda. Nunca se le ha dado bien usar la voz pero espera que así lo
entienda.
—¿Princesito...? —le mira Marc con las telas abiertas y el pecho al
descubierto.
Molesta a Nino, que ya comprende que no usa ese diminutivo para
aniñarlo, no cree siquiera que lo emplee a propósito; es más bien
como si sintiera la necesidad de usar palabras suaves para referirse a
él o a su alrededor, como si fuese un ente divino pero el propio Marc
tan solo sucio o poca cosa.
—Te quiero —le espeta mirándole antes de pegar sus labios. De
forma inmediata Marc se relaja, deja caer el peso en los codos
apoyados sobre el césped y pega sus torsos—. Te quiero —gime
hundiendo los dedos en su pelo.
—Nino —jadea él contra sus labios. Se deja envolver en los brazos
que le dan calor cuando se creía condenado a vivir con frío. En las
manos que le tocan las mejillas, y el cuello, y el pelo.
Le doman el estado a calma. Le hacen sentirse tranquilo y, por fin,
con sentido. No se había dado cuenta de que se le estaba escurriendo
la vida entre los dedos.
No sabía que pasarse la vida sin nada que perder era la manera
más impecable de perderlo todo.
Les saca del ensoñamiento una voz grave.
—¡Hijo! ¿Dónde estás?
Es Kyle, seguido de Anthony que se tropieza con la rama de un
árbol y se tambalea al entrar al claro de la laguna. Detrás de él,
también gritando sus nombres aparece Annie. «Nino, Marc, ¿dónde
estáis?» clama preocupada, pero calla y expande los ojos en cuanto
los ve tirados en el césped. El uno sobre el otro, los torsos pegados,
las manos de Nino en el pelo de Marc y las de Marc en el cuerpo
pequeño de Nino.
Le sigue Malee, casi tropieza con ella. Un instante después
arremangándose el vestido llega Ellen con Keilani. Después Martha y
Emmanuel. La fiesta entera se traslada a la laguna.
Cuando Marc reacciona y se aparta es peor.
A la vista queda su torso al descubierto, y bajo el estallido de los
fuegos queda en evidencia una ristra de saliva que brilla en la boca de
Nino, tirado en el suelo con las piernas abiertas.
24
Una imagen

Parece ser que ajeno a sus besos el tiempo ha corrido más deprisa.
Han detenido el baile de los novios con su ausencia, y creían que el
recinto era más grande pero los invitados llegan de los árboles. Lo
que han hecho al correr antes es dar la vuelta en círculo.
—¡Te voy a matar! —vocifera Kyle.
—¡Papá...! —jadea levantándose para adecentarse el pelo,
limpiarse las marcas verdes del césped.
De rodillas Marc se abrocha como encarta la camisa, pero sólo
llega a recolocarse dos botones y fuera de sitio porque Kyle aparece a
medio metro y tiene que levantarse.
—¡Espera! —Nino se interpone mientras Marc se remete la
camisa por el pantalón.
Tienen los ojos muy abiertos, los dos, Marc y su padre. Uno con un
total desconcierto impropio de exagente policial y el otro con una
furia que no corresponde a los cariños fraternales y comprensivos
que Nino suele ver todos los días.
Kyle agarra del brazo a su hijo y lo avienta hacia atrás alejándolo
de Marc. Está a punto de caerse al suelo pero Annie lo recoge en un
abrazo. No es que su tía lo retenga, pero la confusión que ve en ella
es suficiente para que no intente liberarse.
Cuando se vuelve, su padre ya tiene el puño en el aire a punto de
alcanzar a Marc.
Él da unos pasos rápidos atrás y lo esquiva.
—¡Noo le hagas nada! —grita Anthony muy lejos, le cuesta ubicar
un pie delante de otro del alcohol y la imprensión.
Nino mira a sus padres por turnos.
¿A qué se refiere con que no le haga nada? ¿Qué es lo que va a
hacer Kyle? ¿Por qué va a hacerle algo?
Es otro exacto grito de Anthony repitiendo esa frase lo que le saca
el entumecimiento y le pone alerta. Esto va en serio. No hay nadie
que conozca a su padre mejor que su otro padre, y ahora mismo
Anthony grita temiendo por Marc.
—¡Papá! ¡Papá no le hagas nada!
Mientras tanto, Marc tiene la misma expresión de desconcierto
que él. Sólo camina hacia atrás con las palmas levantadas.
—¡He sido yo! ¡Yo le he besado! —Los invitados lo ven todo con la
copa en la mano, algunos dan pasos hacia atrás ligeramente
entendiendo la escena, otros nuevos llegan con los gritos...
Nino corre detrás de su padre. Se le agarra al brazo.
—¡He sido yo, he sido yo!
—¡Nino vete con tu padre! —brama Kyle.
Nino se asusta; no sabía que pudiese subir tanto la voz.
Le agarra más fuerte.
—¡Sólo ha sido un beso papá —o unos cuantos—, por favor, lo
puedo explicar...!
Marc deja de alejarse porque Nino forcejea, muy pobremente,
tratando de sujetar el bíceps de Kyle, se le resbalan las manos, y
entonces trata al menos de sujetarle la muñeca.
A su vez Kyle le está fusilando con la mirada: los ojos marrones
ensartados en los azules, sin pestañear siquiera. No le amenazan, le
gritan lo que le va a hacer dentro de un exacto segundo como no
empiece a correr en cuanto Nino se aparte.
—¡Déjale! ¡Papá...!
Las dos mujeres de la familia se alcanzan y comparten una mirada
preguntándose la una a la otra qué pasa. Anthony llega para rodear a
su hijo, se lo lleva al pecho en un abrazo que le cobija, un abrazo que
hace otras dos cosas al mismo tiempo: liberar a Kyle y quebrar a
Marc con una mirada.
La decepción de sus ojos verdes le cala el pecho.
—No hemos hecho nada —trata de explicarle a su hermano.
—Pederasta de mierda —masculla Kyle aproximándose a
zancadas largas.
Marc esquiva otro puño en una finta muy apurada que casi le lleva
al suelo. Los mechones húmedos de césped resbalan, las zonas
próximas a la laguna están mojadas y el terreno inclinado.
—No —murmura en respuesta—. No lo soy.
No sabe si Kyle le escucha, si le entiende, o si son las peticiones
desesperadas de Nino gritando que le deje en paz, que ha sido él
quien se le ha subido encima primero, lo que le aumenta la furia.
Ayudar, desde luego no están ayudando.
De otro intento Kyle lo agarra del chaleco y le salta los botones sin
llegar a engancharlo bien; Marc no deja de hacer fintas para
esquivarle. Un puño por encima del hombro, otro a la barriga del que
se libra al ponerse de lado, otro que va a acertarle pero le desvía con
la mano, como si todo fuera parte de un entrenamiento táctico.
—¡Deja de huir puto pederasta!
—No lo soy —repite ronco pareciendo buscar la aprobación.
Los músculos de Kyle son exagerados y su complexión es más
ancha, pero Marc ha estado en la policía, ¡en el GEO, el cuerpo élite!
¿Por qué no entra a la pelea y la termina?
¿Es que no sabe ninguna de esas técnicas que reducen al
adversario sin hacerle daño...? Por fuerza debe saberlas.
—Sabía que no tenía que dejarte con él —bisbisea Kyle y coge aire
antes de apretar más los puños—: ¡Eres un puto borracho y un
pederasta de mierda!
—No he bebido, espera —A un lado la laguna, al otro la verja, a un
lateral los árboles y justo enfrente un Kyle con los puños apretados y
las venas de los brazos marcadas que bien podría ser bombero y
partir puertas con un hacha—. Espera.
No puede hacer nada si está Nino delante.
No puede hacerle nada a Kyle porque piensa lo mismo que él.
—¡Yo le quiero, papá! —grita Nino, detrás como un eco—. He
sido yo quien ha empezado, ¡él no ha hecho nada, no me ha
presionado, no me ha dado pie a nada, he sido sólo yo! ¡Él no ha
intentado nada nunca, ni siquiera cuando hemos dormido juntos!
—¿...Habéis dormido juntos?
—Él me lo pidió —alega Marc intentando explicar que no le ha
embaucado con flauta ni ha dejado migas de pan.
—¿Y si te pide que te lo folles lo harás también?
Querría imponer un «No» sonoro, pero lo cierto es que no puede
jurarlo. Nunca había tenido tantas ganas de entregarse y tener entre
los brazos a una persona.
—¡Sé que es mayor pero no me importa! ¡No se está aprovechando
de mí porque él sólo me cuida, siempre me protege! —jadea
mientras Kyle levanta el puño—. ¡Le quiero! ¡Yo le quiero!
«¿Querer...?».
¡Marc le ha manipulado!
¡Marc es un pederasta!
—¿¡Qué le has hecho!? —le espeta de nuevo.
—No hemos hecho nada —se apresura Marc.
—¿¡No te he dado tiempo, no!?
El siguiente puño le roza la mejilla, y otro le golpea el brazo al
pararlo; puede esquivarlos porque son lentos: Kyle está
concentrándose en poner toda su fuerza en cada uno.
Y Marc sabe bien que si no fuese por quienes están entre el público
esos puñetazos serían más constantes.
Anthony ya no grita porque la confusión le puede, no sabe a qué
bando atenerse porque le faltan datos para comprender qué es lo que
ha pasado. De todas formas, sus ojos verdes le gritan pidiéndole a su
marido que no pegue a su hermano.
Kyle casi puede volver atrás y verle entre los alumnos del instituto.
También ve la escena de la noria, y recuerda cómo este indeseable
que intentó robarle al amor de su vida por el placer del sexo ahora
embauca a su hijo con el mismo propósito.
Lo engancha. De un puñetazo en la cara lo tira al suelo.
—¡¡Papá!! —Anthony lo retiene de la muñeca con la misma
expresión de horror.
—¡Niño, que lo vá a matá! —grita Emmanuel. Hace un ademán de
acercarse a separarlos, con su pelo escaso y cano y el tembleque en la
rodilla que le ha obligado a jubilarse prematuramente; pero su mujer
tira de él y no le deja. Keilani levanta una mano al pecho del hombre
para quitarle también la idea y mira a Ellen.
Ellen observa a sus hijos con los labios separados, sin usarlos.
Marc se lleva la mano a la cara aturdido. Kyle es exageradamente
más fuerte que cuando se pelearon la primera vez.
También se le sube en el estómago, no le da tiempo a apartarse.
Ya no hay por donde salir. Lo único que puede hacer es cubrirse
con los brazos.
Ojalá la madre de Marc también se llamase Martha.
—¡Papá...! ¡Tú no le conoces!
«¿Y él sí?».
—¿Te ha contado que se folló a tu padre? —pregunta con
desprecio, en voz neutra.
Nino guarda silencio. Y nota cómo Anthony afloja el agarre y hace
más o menos lo mismo que Ellen y Annie, que están lo
suficientemente cerca como para haberlo oído: llevarse las dos
manos a la boca.
—Cuando tu abuela lo adoptó —agrega con el puño cerrado en las
solapas de Marc—. Le faltó tiempo.
—No es lo mismo —susurra Marc.
—¿...es verdad? —inquiere Nino.
Consigue que Kyle le mire por encima del hombro un instante.
—Nino... —jadea Marc en el suelo. Le cuesta respirar con Kyle
encima, está dejando caer todo su peso.
—¿Qué le has hecho? —le espeta éste a Marc.
—Nada...
—¿Que intentaste violar a Anthz tampoco lo sabe, no? —pregunta
esta vez en un susurro, para que nadie más lo escuche.
El azabache no le contesta.
No puede, le falta el aire.
—No es como crees... No es como creéis —musita Nino entonces,
pero pareciendo debatirlo consigo mismo. Marc no le había contado
eso. Aunque, es algo extraño que no tiene un momento específico
para ser contado...: ¿mientras desayunan cereales?
Queda callado asimilando la información.
De lo general a lo personal, desde el punto de vista de los que
miran, Marc es un pervertido que buscaba concretamente a un niño
para traérselo a la soledad de la laguna. Que se ha aprovechado de su
ternura y amabilidad para volcar sus demonios, sus miedos y
reclamar su cariño y su cuerpo.
De lo personal a lo general, también sería peligroso inculcar que
cualquier adulto con la promesa de abrazar, de cuidar, de desear lo
mejor para un chico de diecisiete, no miente y porta amor verdadero.
No sabe cómo explicarle al mundo que no importa la distancia de
edad que se tengan dos personas; sino el cómo se traten.
Por eso cuando Kyle alza otro puño, el pelirrosa intentando
explicarse proclama a viva voz y con todas sus fuerzas:
—¡...Amo a Marc, lo amo, lo amo!
Y ese puño se frena.
Las palabras resuenan en la laguna como si hubiera agarrado un
micro. Se expanden en un eco entre la sorprendente acústica que
crean los árboles del recinto.
Los cuchicheos fortuitos se han apaciguado.
Nino ha conseguido parar ese puño, y también llevarse todas las
miradas de un único grito. Miradas entristecidas al niño manipulado,
miradas tiernas al amor platónico, miradas extremadamente
confundidas de sus familiares más cercanos.
A Marc se le ha erizado el vello de la nuca al escucharlo.
Abstraído, no ve el puñetazo de Kyle que lo deja inconsciente.


Los gritos retumban en la habitación blanca. La sala interior del
restaurante, esta noche en desuso, tiene cubierta cada mesa y silla de
telas blancas. Anthony se ha cruzado de brazos.
Sigue el paseo furioso de Kyle con ojos vacilantes.
—¿Me estás diciendo que me lo planteé? ¿En serio es eso lo que
me estás diciendo? —espeta Kyle.
—Yo solo digo...
—Es increíble. Es... Me cago en la puta, es increíble —farfulla con
las cejas apretadas. Le viene una arcada solo de imaginárselos
pegados en una cama.
—Kyle, por favor, relájate un segundo.
Éste le mira con completa estupefacción.
—¡Es nuestro hijo! ¡No entiendo cómo puede darte igual!
—No me da igual. Sé que como sus padres tenemos que cuidarle y
protegerle de las personas que quieran aprovecharse de él o hacerle
daño, pero Marc no es así. Marc nunca...
—¿Marc nunca qué? ¿Nunca se aprovecharía de un menor?
—Marc siempre le ha cuidado —replica, pero anclado al suelo.
Más que defenderle parece intentar asimilar cómo regresarle la
confianza él mismo—. Nino podría haberse enamorado de otro, pero
ha sido Marc, y a Marc ya le conocemos. Así que al menos sabemos
que no es una mala persona...
—Leonard. Leo es bueno para él. Saca buenas notas, está en el
equipo de beisbol, estudia medicina. Tú viste lo mismo que vi yo en
la función, ese beso; a Nino le gustaba. Y entonces apareció Marc y lo
jodió todo como hizo con nosotros.
—Es Nino quien ha decidido.
—Marc le ha comido la cabeza. Es un niño, era virgen, han tenido
sexo y le ha gustado y ahora cree que eso es amor.
—¿Cómo sabes que lo han hecho?
Kyle no le escucha.
—Le metemos unas semanas en casa y le ha faltado tiempo para ir
a por él. Debería estar en la cárcel que es donde debería haber estado
siempre.
—Kyle...
—¡Tú sabes lo que te hizo, Anthz! ¿Por qué lo defiendes?
—Porque eso fue hace muchos años.
—¡Me importa una mierda! ¡Acabas de ver que sigue siendo la
misma persona! ¿Cómo sabes que no beberá e intentará forzarle
como hizo contigo? ¿¡Cómo sabes que no lo ha hecho ya!?
—No lo sé, Kyle, no lo sé. —Camina hasta la cristalera. La luz de la
ambulancia brilla en mitad de la noche y sus puertas están
entreabiertas, sin embargo no puede ver su interior. Ellen, Keilani,
su hermana, forman un corrillo silencioso sin acercarse a ninguno de
los bandos. Cada rostro irradia más confusión y preocupación que el
anterior.
—Habla tú con él —le pide Kyle—. Dile a Nino lo que te hizo
Marc. Cuéntale cómo te engañó con el sexo y cómo quiso forzarte
aquella noche.
—Marc no me engañó.
—Sabía lo que yo sentía por ti y se lo calló para seguir teniendo
sexo contigo. Y tenía que saber que me querías también cuando
empecé a salir con Noah y tú empezaste a actuar extraño.
—No quiero seguir hablando de esto —decide de soslayo.
—¿Pero no ves que es exactamente lo mismo? —se levanta, con
los brazos extendidos camina hacia él igual de compungido—. ¿No
ves que está haciendo con nuestro hijo lo mismo que hizo contigo?
—Marc no es una mala persona, deja de hablar de él como si fuese
un asesino o un violador.
—Anthony.
—Estás hablando como si me hubiese forzado, como si yo fuese
estúpido y él me hubiese manipulado.
—Ser inocente no es ser estúpido, no estoy diciendo que lo fueses
ni que Nino lo sea, estoy diciendo que repite el patrón: los busca
inocentes y sin experiencia para utilizarlos como quiere.
Anthony rompe el abrazo, aspea las manos en un tic nervioso,
porque la inseguridad del pasado le regresa ahora: ¿es lo que dice
Kyle, que no estaba presente, cierto? ¿Es un recuerdo borroso y
trastocado de crío manipulado lo que le queda de aquellos efímeros
meses...?
«...No».
No, ¡no! Aunque nunca hubo otro que tuviera posibilidades de
tener su corazón como lo retenía Kyle, las noches con Marc no fueron
en absoluto un error a borrar.
¿No debería simplemente aliviarse como padre, de saber a su hijo
en el segundo mejor par de brazos que puede imaginar?
—Éramos los dos. Era siempre consensuado. Era yo quien lo
buscaba.
—Hasta el día que dejaste de hacerlo y casi te violó.
—Pero no lo hizo.
—Me dejas mucho más tranquilo.
La expresión de tristeza de Anthony contesta claramente.
—Incluso con esa noche —admite con los ojos cerrados—. A mí lo
que me ha quedado son los días en familia, su apoyo cuando yo no
me atrevía a ir detrás de ti, y todo el cariño. Él nunca me trató mal. Y
siempre ha cuidado de Nino, eso no podemos negarlo —delibera
para sí mismo, buscando forjarse una opinión en mitad de la
confusión—. Si a mí me cuidaba tan bien cuando solamente
pretendía sexo, y ahora dice que a Nino además lo quiere...
—¡Joder! ¿¡Por qué no vas y te lo tiras tú también!?
—¿¡A qué viene eso!? —parpadea dando paso a una expresión de
hastío.
—¡No lo sé! ¡No sé por qué lo defiendes tanto! ¡No sé porqué te
pones de su parte como si fuese yo el malo de la película!
—¡No estoy de parte de nadie, estoy intentando comprender qué
ha pasado!
Kyle levanta la voz como pocas veces Anthony ha atestiguado.
—¡¡Que tu hermano se ha follado a nuestro hijo, eso es lo que ha
pasado!! —acaba el grito con ansiedad, respirando erróneamente. Se
pregunta hasta qué punto lo ha tocado, dónde, cuántas veces, desde
cuándo.
Nino tiene un cuerpo menudo y estilizado y Marc una complexión
ingente, por eso el histerismo no consiste únicamente en que su hijo
todavía tenga la minoría de edad, nula experiencia en los devenires
de la vida o una inocencia que no le permite ver los intereses ajenos
que tiran de él; es que en cuanto a características físicas, es
imposible. El último pelo rosa de Nino alcanza tan solo los pectorales
de Marc, y su cintura estrecha apenas queda al nivel de la otra
cadera; sin mencionar lo finas que son sus muñecas y sus piernas por
más músculo que haya desarrollado bailando. Así que el pene erecto
de Marc debe llegarle por...
«No, no, no, no...». Tiene que apoyarse en la mesa.
La imagen nítida de ambos cuerpos ensamblados irrumpe su
discurso razonado. No le encuentra lógica a buscar palabras para
ordenar, pronunciarlas y explicarle a Anthz. ¿Por qué él no lo
entiende? A él le ha bastado un vistazo a cómo Marc rodaba las
manos sobre Nino con la necesidad de un viejo que toca terso en un
siglo junto a la laguna para entender el problema.
Recuerda, frustrado, verlos demasiado anexionados preparando
magdalenas en un gesto que antes veía paternal y ahora le inyecta los
ojos en sangre y le llama a malograr los puños.
Ojalá hubiese tenido tiempo para darle su merecido.
—Es un borracho y un pederasta —esputa débil como conclusión
—. No le gustaba Laurence, no le gustaba Abel, no le interesa
ninguna de las personas que se le han acercado hoy porque solo tiene
interés en los chicos menores de edad.
Con tristeza Anthony acepta los hechos que describe. No obstante,
aún le desentona esa imagen de corazón negro que masculla Kyle:
Marc no es así.
—No sabemos bien qué ha pasado, y solo ha bebido una vez.
—¿Cual estás contando la noche que casi te violó o la noche que
nuestro hijo lo encontró desangrándose en el suelo?
Anthony medita por un momento. Intercambian una mirada antes
de que se vea obligado a apartarla.
—Bebió porque ha pasado por cosas que tú y yo no podemos
entender, y aun así sólo ha roto su promesa una vez en casi veinte
años. Además desde que está en casa ha dejado también los
cigarrillos —contesta simplemente—. Tampoco le ha hecho nunca
nada malo a Nino, y no podemos negar el cariño que se tienen —
recalca nuevamente en un murmullo, y procede a enumerarle
bondades.
Kyle le observa levantar un dedo detrás de otro. Sus ojos marrones
brillan furiosos. ¿Anthony quiere tenderle una medalla a Marc por
estar sobrio o por no drogarse e ir disparando a civiles por las calles?
—¿Qué tiene que ver eso Anthz? —inquiere con fuerza,
haciéndose oír en la sala vacía—. Yo no tengo que dar un cursillo
para saber que aprovecharme de un niño que desde siempre me tiene
en un pedestal es una aberración.
Ahoga otro insulto, tragando en seco.
—Pero no lo has hecho Kyle, no has vivido nada de eso. No puedes
saber cómo piensa, cómo se siente, porqué ha dejado que esto pase.
—Kyle está pasmado. Observa alternamente el rostro furibundo de
Anthony al murmurar con la luz de la ambulancia donde sabe está su
hijo, cuidando de Marc—. Es una persona razonable. Estoy seguro
de que se ha planteado todo lo que estamos diciendo antes de darle
un beso a Nino. Tiene que haber una razón de peso para que haya
permitido esto. Tiene que quererle mucho.
Kyle hace ademán de pegar un puñetazo con la mano ya vendada
en la mesa, pero luego se lleva los dedos y un puño tembloroso que se
contiene al puente de la nariz, y espeta un joder grave. Anthony
permanece impasible, un rostro ecuánime en mitad de los insultos
masticados hacia la pared.
—Ha sido culpa mía que estaba en casa y no lo he visto venir. No
sabemos desde cuándo pasa esto. ¿Cuántas veces...? —Tiene que
sentarse en una silla. Se mete los dedos en el pelo.
En silencio, Anthony se acerca.
—...Yo sabía que quería estar contigo desde los diez —suelta.
Los ojos marrones le miran pero todavía turbios. Y precisamente
por ello, conociendo a su marido, Anthony se le sienta a horcajadas.
—Sabía que te quería y que no quería hacer otra cosa que estar
contigo —Sonríe a medias con voz dulce. El enfado de Kyle se rebaja
considerablemente.
No sabe qué responder a esta puñalada trapera.
—Eso no es justo.
—Te amo mucho. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida y
haría lo que fuese para seguir viviendo contigo cada día. Es solo que,
si Nino y Marc sienten eso..., no quiero ser yo quien se lo quite —
dice, habiendo encontrado por fin las palabras para expresarlo.
—Anthz.
—Si va mal confío en que Nino se de cuenta por sí solo. ¿No se
supone que tenemos que hacer eso? Apoyarlo, y estar para consolarlo
si se tropieza. Sé que es raro..., pero Marc no es una mala persona —
insiste, la mano en su mejilla, el pulgar acariciando el vello sobre su
labio—. Lo peor que puede pasar es que lo dejen y se ponga triste,
¿no? Pero Nino ya está triste.
Kyle niega con la cabeza. Eso no es ni de lejos lo peor que él se
imagina que puede pasar.
Entorna los ojos con una exhalación cuando Anthony se inclina y le
besa los labios. Sin palabras se observan y sus cuerpos se relajan
juntos producto de la mera química. Son incapaces de levantarse la
voz más de cinco minutos sin que les regurgite una parte del cuerpo
sabiéndose a contra natura.
—Diecisiete años se llevan.
—Eso es problema suyo. Y Nino dice que le quiere.
—Se le pasará.
—A nosotros no se nos pasó. —Ese par de ojos verdes apenas
emula un pestañeo. Es poca, pero le baña la luz naranja de la
ambulancia y aprecia una fina capa de agua cristalina.
Kyle pega una bocanada. Anthony se está aprovechando, con todas
las letras, de la complicidad que se tienen ellos para que deje el tema
correr; como hace él cuando Anthony le regaña porque ha comprado
demasiados videojuegos caros o soltado una palabrota. Pero este
tema es diferente.
—¿Tú sabes que es una locura, no? No estoy loco, dime que tú
también lo ves.
—Sí. Pero no dejo de pensar qué pasaría si fuese al revés, si tú
tuvieras diecisiete años más, o veinte, o yo. No dejo de pensar cómo
sería vivir sin ti y me cuesta respirar.
—No es lo mismo.
—¿Y cómo lo sabemos? A mí no me han parecido falsas sus
reacciones... Y Nino no ha tenido problemas de falta de cariño que le
hayan dejado una necesidad, también ha salido con otros chicos
antes y nosotros los hemos visto, así que Marc no era el único
candidato...
—¿Y qué?
—Que es por Marc.
—Sí, porque le ha manipulado.
—Es porque lo quiere —corrige—. Ahora mismo Marc es igual o
más vulnerable que Nino —le recuerda el intento de suicidio.
Kyle coge aire.
—No estás siendo justo.
—Solo espera a que hable con Marc.
—¿Qué vas a decirle?
—Quiero ver qué piensa él. No creo que no haya pensado en todo
esto. Tiene que haber una explicación.
—¿Y si te dice que le quiere, ya está? ¿Todos felices?
—No —Menea la cabeza—. No.
Después de un rato largo, Kyle suspira profundamente. Sigue igual
de cabreado, pero se esfuerza en controlarse por él.
—No va a salir bien —afirma.
—Y además... Voy a vender la empresa. —Kyle abre los ojos y la
boca. No demasiado, el enfado le frena la sorpresa.
—¿Por esto?
Anthony niega, y al mirar, tiene el ceño fruncido y los ojos verdes
le brillan con determinación.
—Porque no sabía que mi madre se iba a casar. Porque no sabía
que Annie tenía novia. Porque no sabía que mi hermano y mi hijo
estaban enamorados. —Le repasa la nariz con ternura.
—Anthz...
—Y porque te echaba de menos. Y echaba de menos que
hiciésemos el amor en cualquier parte —murmura en sus labios—.
Te he echado mucho de menos, Kyle...
Mientras tanto, dentro de la ambulancia aparcada a las afueras del
recinto, Marc se despierta.
Mareado, con un nido de abejas en la cabeza, se incorpora para
sentarse en la camilla y le atiende el paramédico. Le pregunta
cuántos dedos ve y qué es lo último que recuerda.
Nota un parche en el pómulo al hablar. Nino está sentado dentro
también. Le mira mientras contesta, pero Marc baja la cabeza y
alarga las sílabas, con incomodidad y vergüenza.
El interrogatorio es breve, no tiene nada, solo han sido un par de
golpes fuertes que le han levantado la piel de la mejilla, amoratado
un ojo y dejado dos puntos sobre una ceja.
Es algo pequeña, pero ya tiene una cicatriz más para la lista.
—Hola... —se acerca Nino. Se sienta con él. Tímidamente, sus
manos se unen sobre la tela papelosa de la camilla.
Marc intenta sonreír para tranquilizarle y siente pinchazos en la
mejilla entera.
—Te han tenido que dar puntos... —le informa su vocecita dulce
—. ¿Te duele mucho...?
—No —miente.
Las puertas del vehículo están abiertas, así que puede ver a su
hermano de brazos cruzados acercarse al paramédico que acaba de
interrogarle. Le dice que no hará falta pasar por el hospital, que se ha
quedado en un susto y ya está despierto.
También le pregunta si quieren un parte médico para presentar
cargos. Cargos contra Kyle.
—¿Le sigues queriendo? —escucha a Nino. Lo ve enredarse los
dedos cabizbajo—. A papá.
—No —le mira él.
—Pero... Lo quisiste.
—No tanto como Kyle.
Nino hace una pausa.
—Y, por lo que pasó con él... —especula—, es por lo que no
quieres salir con nadie... Para que no te hagan daño otra vez...
—No. Es porque no me fío de mí mismo.
Levanta la cabeza sin entender a qué se refiere Marc.
—No te merezco la pena, princesito —murmura éste. Piensa que
es culpa suya, que tendría que haberse apartado hace días. No sabe si
Nino querrá que siga siendo su tío; debería coger sus cosas y volver a
la buhardilla—...No me odies.
Nino le oye compadecerse y frunce el ceño.
Le coge la mano sobre la camilla; los dos las tienen frías.
—Si fueses un hombre que me trata con soberbia, si te
aprovechases de mí y mi inexperiencia para tener sexo... Si no
considerases mis sentimientos o mis gustos, o si me controlases,
chantajeases, y exhibieras como un trofeo... sería yo quien no querría
estar contigo. —Hace una pausa larga mirando sus manos unidas—:
Pero tú... lo único que haces es quererme.
Marc le contempla anonadado.
Su voz, sus labios, su manera de hablar y de mirarle con esta
magna seguridad... Nino es tan perfecto. Está tan orgulloso de él.
Está tan... enamorado de él.
Y todavía sigue sin comprender cómo ha pasado.
—Nos vamos a tu piso, no voy a casa con Kyle —dice su ángel.
Le choca que llame a su padre por su nombre y tan firme.
—Es como hubiese reaccionado cualquier padre.
—Te podía haber matado.
—No. Claro que no.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Vas a pelearte con tu padre por mí?
—No eres tú quien ha gritado que iba a matar a nadie y te ha
dejado inconsciente. —Señala el exterior aunque Anthony ya no está
ahí—. Papá me ha dicho que quiere hablar con nosotros, pero que no
tiene que ser hoy. Los abuelos, la tía Annie... no han dicho nada. Y yo
digo que me voy a vivir contigo —zanja con la magnitud de un rey.
Y se acerca, y le abraza.
Marc lo corresponde enseguida. Con unas manos que envuelven
sus hombros estrechos con solidez y un beso que le tiñe los cabellos
queriendo agradecerle la existencia. Le prometen que él le dará lo
que le haga feliz, y agradecen en silencio que, en este momento, lleve
toda la disposición que a él le falta.
Únicamente deshacen el enlace para crear otro: sus labios se
buscan sin prisa y se saborean con ternura. Marc cierra los ojos.
«Es como si sólo pudiese respirar de esta manera».
Nino gira el cuello cuando les habla el hombre de fuera, pero Marc
ha quedado prendado. Nino le ha atado una correa invisible, y los
ojos azules ya no pueden mirar más lejos.
Los paramédicos les hacen bajar, y Marc ve a su familia a lo lejos.
Se ha llevado la felicidad de Ellen y Keilani, que muy preocupados les
observan junto a la verja de entrada. Kyle está sentado en la acera, su
padre le está gritando que no puede ir por ahí como un animal
porque ya no están en el instituto. Invitados no hay. No sabe qué
hora es, no sabe si han parado la fiesta.
Anthony los ve irse pero no se acerca. Ve cómo, en pasarela
llevándose todos los ojos, Marc camina ligeramente más atrás de
Nino, va cabizbajo. Hasta que él cuela su mano pequeña en la otra
más grande y soportan esos ojos juntos.
Andan a paso calmo, como si no quisieran evidenciar la huida, y al
llegar al taxi Marc pega un pequeño apresure para abrirle la puerta,
como si hubiese estado a punto de cometer perjurio al olvidarlo. Sin
embargo desde dentro Nino se desliza al asiento contrario. Así, le
hace tener que entrar también por ahí, no dar la vuelta y exponerse
tres segundos más para alcanzar la otra puerta.
Anthony contempla, por primera vez sin la cabeza saturada con los
papeles del trabajo, cómo se cuidan en silencio.
Comprende la teoría puesta en la práctica: tan importante es que te
cuiden como tener a quien cuidar.


La buhardilla es un completo desastre. La cocina tiene platos y vasos
en el fregadero de las últimas comidas que se tomaron. La mancha
de sangre que caló junto a la puerta del baño sigue ahí, y todavía
huele a tabaco porque nadie ha aireado correctamente.
—¿...Tienes sueño? —pregunta Marc viéndole descalzarse, sacarse
el abrigo con tedio.
—Un poco...
Marc le ayuda en la tarea y lo deja en la percha.
—No tengo pijama —cae Nino haciéndose un hueco en las
sábanas. Adecenta las almohadas y las ahueca.
—Puedo dejarte una de mis camisetas, y unos boxers —medio
sonríe con apuro. A él le sentarán como un vestido y un short.
Marc va a cambiarse al baño. Cuando sale Nino está metido en la
cama con el lado sobrante al descubierto, esperándole.
Acude despacio como si estuviese presenciando un espejismo que
pudiera disolverse al intentar tocarlo, y en cuanto se ha tumbado,
Nino se encarama a su costado y le pega el moflete al pecho. No se ha
puesto boxers, lleva su ropa interior. Probablemente le quedaban
demasiado grandes.
—Mañana recogeré y limpiaré todo esto —se disculpa Marc
echando un vistazo. Se pregunta cómo podría borrar la marca de la
sangre en las maderas. En menudo vertedero ha traído a dormir a su
princesito—. Mañana domingo... buscaré un trabajo, y limpiaré todo
esto. ¿No te molesta el olor a tabaco?
Nino niega, y él le recorre el brazo con la punta de los dedos. Esta
camiseta queda discorde en él, con su carita fina, porque es muy
negra.
—Pelusa se va a extrañar cuando no me vea llegar.
Marc se lo aprieta al pecho. Lo recela como si Nino considerase
irse ya, tan pronto.
—Te quiero... —dice éste al notar el apriete.
Y un poco descolocado, Marc lo deja estar y no se lo pregunta.
Aunque no entienda nada. Entendería que haya venido con él por
miedo a que hiciese una estupidez o por pena; pero que haya tomado
la decisión de confiar en él, que se haya puesto de su parte aún yendo
en contra de lo que pueda pensar su familia, por... amor a él... es algo
que se escapa a su comprensión.
Nino le deja otro beso en los labios que lo relaja, y su mente olvida
en este mismo instante cómo ha sido vivir sin tenerlos.
—Me gustaría que pintáramos las paredes... —susurra Nino al
separarse.
—¿Las paredes? —repite mirándole los labios, a su ojito precioso,
que se cierra cuando él le acaricia la mejilla.
—De un verde clarito... Creo que con un color suave quedaría
bonito, lo haría todo un poco más luminoso y menos frío...
Marc dibuja una sonrisa delgada.
—Las pintamos —susurra también.
No saben qué va a pasar mañana.
No saben qué va a ser de ellos, qué va a hacer Kyle, qué está
pensando su familia, cómo les mirarán por las calles o cuántas veces
les reconocerán como tío y sobrino o hasta padre e hijo, porque no es
sólo que Nino cumpla una edad, es que su altura ya no dará más de sí
y deja sus diferencias más evidentes.
Se les satura el cerebro de problemas...; de modo que lo apagan.
Y apagado lo que vibra y retumba está más abajo y bombea rojo. Se
susurran, de un corazón a otro, que la necesidad que se profesan se
comparte.
Por ello se funden con mayor fuerza en un abrazo silencioso. Marc
le acaricia el hombro por encima de la camiseta y nuevamente es
Nino quien se acerca para besarle despacio. Un beso pequeño, suave
y dulce que no se escucha y apenas baila.
Le hace suspirar.
Marc le besa la nariz, Nino la mejilla, y sus narices quedan
acariciándose las puntas sobre la almohada en mitad del silencio
pacífico de la noche.
—Buenas noches —susurra Nino.
—Buenescanses —se confunde Marc.
25
Nuestra burbuja

El domingo es rosa. Rosa abajo y lila arriba. Pero no es solo el parque


infantil que ve desde la cristalera, es que todo está colorido y
haciendo rizos. Los trozos de césped con el rocío de los aspersores
relucen de verdes, las flores son oasis de arcoíris en cada esquina, y
sus ojos azules pasean descansados por las personas que llevan
sonrisas y un rebose de bolsas de ropa en cada mano.
La entrevista ha sido corta y sincera. A Marc no le ha bastado más
que exponer sus años de servicio en el cuerpo para que le señalasen
un uniforme de guardia de seguridad, y ahora y desde esta mañana,
trabaja en el Primork del centro comercial del puerto.
«Puedes empezar ahora mismo». Lleva un par de horas y ya ha
descubierto que es un trabajo apasionante vigilar las colonias.
El contrato apenas llega a los mil euros mensuales, pero en lo que
tarde en ascender o encontrar otro trabajo por lo menos este es
tranquilo. Aburrido, más bien..., y precisamente eso es lo que le ha
encantado a Nino al verlo en el periódico. Nada de tiros, nada de
pistolas, si entra aquí un terrorista tendrá que arreglárselas con estas
esposas que parecen del chino y una porra.
No obstante ya se le está haciendo un pelín repetitivo: sale una
señora muy mayor y muy agarrada a su bolso. Pita la alarma de robo,
parpadean las luces rojas de las vallas.
Marc se le acerca a paso lento con sus botas negras.
—Clarence. Es la tercera vez hoy —pretende voz grave.
No piensa cachearla de nuevo. Descruza un brazo para exponer la
palma abierta. Se ve que la anciana no se ha molestado en retirar la
gigantesca alarma pegada al frasco de perfume.
—Hijo, que hace años que mi marido no me toca —se excusa ella
—. Y para lo mal que ha envejecido casi mejor.
—Ya, ya. —No baja la mano.
—Además, ponen aquí a un muchacho tan apuesto...
Los ojos azules la observan un rato largo. Esperando, simplemente.
La ha estado mirando recorrer el establecimiento.
A regañadientes la ancianita se saca tres labiales y dos lápiz de ojos
del entreteto. El azabache coge aire y sube las cejas lamentándose
por tener que aguantar esto, pero cuando lo expulsa y sus cejas
vuelven al mismo sitio, está sonriendo.
—Y la crema que llevas en el bolsillo también.
Debería llevarla al cuartillo y cachearla, rellenar sus datos en una
ficha, avisar a la policía local y blablabáh, pero le da igual todo.
Seguro que no ha robado con mala intención, o sí, no le importa. Qué
más da, después de haber sujetado una sniper en una cornisa le trae
al cuidado que alguien se apropie un poco de maquillaje.
O puede que esté demasiado feliz como para que le importen estas
cosas. Se cruza de brazos y sigue vigilando la entrada de la tienda con
gesto sobrio, cuando por dentro porta una sonrisa.
Piensa en que Nino dijo que iba a cocinar algo rico para cenar esta
noche y se pregunta qué será. Piensa en que antes de llegar a casa
tiene que llevarle unas hojas para té que le ha pedido..., se lo imagina
tumbado en la cama estudiando bien el examen que tiene mañana a
segunda hora, y piensa en qué regalarle por su cumpleaños, que se
acerca. Aunque espera que para entonces haya recapacitado y vuelto
con sus padres.
Se le para el corazón y se yergue como un militar, pero no es que
venga su jefe; es que ha venido a verle el rey de Roma.
Con las mejillas rojas y su vocecilla Nino explica que ya sabe que
debería estudiar, que enseguida se va, que no le regañe... Le ha traído
un tupper para el almuerzo. Albóndigas veganas, arroz con forma de
corazón, y una fresa encima.
Su tío lo agarra con el mismo desatino con el que él se lo da.

Ya por la noche el cielo se ha nublado y Marc aparca en la calle. Se
ajusta la bomber y sale del coche con una bolsa de papel del
herbolario. Sube solo en el ascensor, camina solo por el pasillo a la
buhardilla, saca solo y a oscuras la llave... y nada más entrar en casa
le saluda un olor a azúcar, canela y manzana asada. El ambiente
algodonoso se le pega a la piel y cruzada la puerta nacarada del cielo
camina sobre las nubes hacia la luz.
Pone la bolsita en la encimera.
—Para el chef.
Subido en un baúl que hace las veces de banquito, Nino se limpia
las manos con un trapo, y no se lo piensa dos veces antes de pellizcar
la boca de Marc con la suya. Éste pega un brinco como si hubiese
olvidado que ahora pueden hacer esto.
Pero cierra los ojos disfrutando el tacto de seda de sus labios.
—Gracias —sonríe Nino pasteloso. Marc también sonríe, más
torpe, algo tímido. Le abraza con vacilación por detrás mientras él
tapa unos botes—. Estoy haciendo ensalada de pasta para la cena.
¿Te han gustado las albóndigas...?
—Me han gustado mucho —responde en su hombro medio
agachado. Cierra los ojos y le zarandea con sutileza en el abrazo,
escasamente y con cariño—. Huele muy bien —susurra en su pelo,
dejándole ahí un pequeño beso. Seguido de otro. Y otro... Le acaricia
los costados por encima de una camiseta negra que le queda enorme
y no lleva pantalones, no tiene aquí—. ¿Necesitas ropa? Mañana
tienes clase ¿necesitas que te compre algo?
—He comprado un par de cosas hoy al ir a verte... —Señala unas
bolsas en el sofá—. Pero, es que para estar por casa me gusta más
ponerme una de las tuyas... No sé si eso te molesta...
—No me molesta. Me gusta, verte con ellas...
Nino deja a fuego lento la salsa y se da la vuelta con una sonrisa
tímida. Exactamente igual que la de Marc.
—¿Cómo ha ido tu primer día...?
—Aburrido —susurra con las frentes pegadas, las pequeñas
palmas de Nino en el rostro.
—Pues me alegro.
—¿Han llamado tus padres? ¿Ha venido Kyle? ¿O Ellen; Annie?
—No. Por ahora nada, ningún mensaje... —contesta revisándolo.
Luego le enseña una imagen—. ¿Te gusta esta mesita de café para el
salón? Iría delante del sofá.
—Me gusta la mesita que tenemos.
—Eso no es una mesita, es un montón de libros apilados.
—Es una mesita —discute rozándole la nariz.
—He pensado que la pared de aquí podemos lijarla. Esta de la
cocina solamente; las demás de azul. Como el espacio es pequeño
podemos diferenciar la zona de esa forma, y este minitabique raro lo
quitamos... Así le damos al piso un estilo bohemio.
—Pensaba que querías pintarla de verde. ¿No lo dijiste ayer?
Verde clarito.
—Ya, pero ahora creo que le restará modernidad y volvería el
espacio más pequeño... El azul es el color del cielo, y he leído en un
blog de Internet que así se engaña al ojo y se le da amplitud a los
espacios.
—Ah, si le va a restar modernidad la pintamos de celeste —
bromea pero muy serio. Su expresión gélida hace a Nino reír suave. Y
su risa, es... Pasaría el día resbalando con cáscaras de plátano si así
escucha su risa angelical.
—Es que no sé por qué escogiste esta buhardilla tan pequeñita...
—Los pisos de esta zona están caros, pero yo quería uno que
estuviese cerca del orfanato.
—Oh. Uh...
O sea que... ¿Lo compró para ir a visitarle a él?
—También tenemos que mirar alfombras, he visto una tienda con
descuentos —recuerda Nino cambiando de web.
Marc pega la nariz a su cuello y ve de refilón las imágenes de los
muebles que el pulgar de Nino manda a volar deprisa. Tiene varias
cosas en una lista, «Casita» se llama.
—Esos cojines me gustan —susurra Marc contra su nuca.
—¿Estos...?
—Los celestes bruma de febrero en Francia.
Nino hincha ligeramente los mofletes.
—¿Es así como te los inventabas no? Solo añades especificaciones
o lugares.
—Pues tú creíste que hablaba en serio...
—Claro que me lo creí. Eras un mazapán blandito. Me podías
haber pedido doscientos euros para unos bolígrafos para el colegio y
yo te habría dado trescientos.
—¿Y ya no lo soy?
—No... Creo que ya te he calado. Sigues siendo muy mono, pero
según para qué cosas eres un... poquito mandón.
—¡Yo no soy mandón! —salta ofendidísimo. Marc le besa una
porción de su hombro al descubierto; lo atrae hacia sí un poco más
fuerte—. Mira, añado a la cesta los cojines feos que te han gustado.
No soy mandón...
Hace unas semanas no le importaba seguir vivo y ahora está
comprando cojines para su futura buhardilla de estilo bohemio.
—También podemos ver otras tiendas, he puesto esta porque tiene
la oferta.
En lo que la cierra y abre otra página Marc ve su fondo de pantalla.
Es una foto que Nino tomó hace días en el cine. Su sobrino aparece
sujetando el móvil con las dos manos, y él detrás con las suyas en los
bolsillos, ligeramente agachado para salir en la foto. Se ve feliz. Los
dos se ven muy felices, pero al que se le hace raro ver es al hombre
adulto.
«Así que esa es la expresión que hago cuando estoy con Nino».
—¿Me estás escuchando?
—Sí.
—Mentira...
Aun así Nino le da un beso en la mejilla, y Marc escala la vista
desde el baúl, sube a sus calcetines rosas con pompones de conejo,
luego por sus piernas blancas de rodillas enrojecidas... Las acaricia
hacia arriba en un masaje lento que a Nino lo aturde.
Y por un momento se le va completamente, porque también medio
agachado le muerde la nuca y le hace arquearse y gemir en voz baja.
Le deja la marca sutil de un mordisco y le impiden parar los
gemiditos que se le escapan a Nino.
Se le llevan la cabeza...
—Nino... —le escala el cuello en una hilera de besos, la garganta,
cuando éste la inclina hacia atrás. Nino tiene que agarrarse a sus
bíceps, aunque de todos modos Marc sujeta su barriga entera sólo
expandiendo los dedos de una mano..., y le huele la coronilla
suspirando aliviado de poder hacerlo.
No sabía que Marc era tan cariñoso..., pero anoche le abrazó tan
fuerte que hasta pasó calor. Le gusta mucho esto, tanto que ya se ha
acostumbrado. Le enamora que su olor varonil lo impregne todo, que
su cuerpo grande enseguida le solape en un abrazo y tener sus manos
en el cuerpo, susurrando de una piel a otra que ya ha vuelto a casa.
Marc se aparta. Disimulando y cogiendo aire. Nino cree escucharlo
disculparse en un murmuro.
«Pues vaya...». A él no le molestaba...
—Quiero un masaje —suelta Nino en un hilillo. Carraspea y lo
repite más alto—. Me dices que si necesito ropa, material o lo que
sea, te lo diga... ¿Me darías un masaje en la espalda? Me molesta un
poco el hombro —se inventa, por ejemplo—. Y he visto que tienes
aceite de coco en el baño...
—¿Con... aceite? —repite hacia el infinito.
—¿Quieres...?
—No... No puedo...
Nino juguetea los dedos en el trapo de cocina.
—¿Y... quieres que nos duchemos juntos...? Ya he terminado de
estudiar y no tengo deberes para mañana —Marc debe estar viendo
un fantasma o él tiene algo en la cara—. Tienes intacto el set de
bombas de baño que te regalé hace años, ¿quieres que...?
—...Sí.

Una llovizna cae en la repisa de la ventana y el viento silba entre los
resquicios del marco. Nino pasa las manos por el agua moviendo la
espuma blanca, zambullido hasta los hombros.
Marc abre la puerta del baño, entra y... se ha puesto un bañador.
¿Por qué se ha puesto bañador para meterse en la bañera?
Nino disimula su fastidio como puede.
Se aparta a un lado para dejarle sitio, y el nivel del agua se detiene
a punto de desbordarse. A Marc le sobresalen las rodillas. Nino se
recuesta en él y puede sentir cómo todo el cuerpo grande se tensa,
aunque sólo le está tocando con la espalda. Ni siquiera se le ven los
pezones con la espuma.
—La voy a tirar —avisa Nino. El agua se tiñe de varios tipos de
morado como una galaxia abstracta.
—Huele a lavanda.
—Sí, también lleva olor... —Le peina los vellos mojados de los
brazos, deteniéndose a hacer círculos en los lunares, a su vez, Marc
intenta no pensar en que está desnudo ni mirarle mucho.
—¿Mañana tienes clase de baile?
—No. Bueno sí pero no voy a ir.
—¿Es porque te sigue doliendo? ¿Necesitas que compre crema?
—Ya no me duele...
—Sigue echándotela aunque estés mejor. Apunta el nombre en la
lista de la cocina y la compro mañana.
—Vale... —No quiere hablar de esto. ¿Pueden cambiar de tema
por favor? Retraído juega con el agua.
Marc lo comprende, y le busca los labios para darle un beso que lo
zanje: se inclina y hace una ligera presión con el pulgar en la
mandíbula de Nino para que se gire...
—Ay... —se queja él apartándola. Se soba el moflete.
—¿Te he hecho daño?
No. ¿Cómo le va a hacer daño eso?
—Es que me duele un diente desde hace unos días.
—¿Quieres que te acompañe al dentista?
—No voy a ir al dentista —Odia el olor plástico, la luz que le
quema las retinas, los dentistas tontos que hacen mil preguntas
mientras saben que no puede contestar porque tiene la boca llena de
trastos...
—A ver, abre.
Se muestra reticente al principio, pero con un toque de cabeza
Marc lo alienta. ¿Esto le va a librar de ir al dentista? Separa los labios
tan poco que es imposible ver nada.
Marc sonríe en consecuencia, y Nino gruñe y la abre más.
—Te está saliendo una muela del juicio. —Se ve a la perfección:
hay un pedazo de carne rosa apretujada y medio diente asomando
entre los pliegues.
Echando un vistazo ve que la izquierda de abajo ya le ha salido y no
parece presentar ningún problema de espacio. Para comprobar las de
arriba necesitaría una luz mejor.
Nino se aparta en un gruñidito avergonzado. En su concepto de
romántico nunca ha entrado tener la boca abierta como un pelícano
bizco sin saber adónde mirar.
—¿Muela del juicio? —Traga la saliva acumulada—. Pero solo
tengo diecisiete. Bueno, casi dieciocho —le recuerda ojeándole de
soslayo.
—Pueden salir desde los catorce. O no salir.
—No lo sabía. —Le encanta su vocecita. Lo aturde.
Esta situación es extraña, pero es que nunca se había sentido tan
torpe y confuso así de bien... Su punto de gravedad ahora tiene el
pelo rosa, y prefiere los cojines con bordados, llorar con historias
muy tristes si tienen finales felices, y los labios fríos después de
haber comido helado posados en la sien con un beso.
Ahí le deja uno.
—Y puede que seas mayor —suelta también como si nada, estaba
pensando.
Nino no está seguro de haberlo oído bien; se lo dice el ojito que se
clava en los suyos.
—Para calcular una edad se miran los dientes, el crecimiento del
ojo, las medidas entre otras cosas. —Resume de la explicación que le
dieron a él hace años, pero con poco interés. Como un dato curioso
—. Pero siempre hay un pequeño margen de error, de meses. Y tú
has resultado ser de complexión pequeña.
—¿...Cómo?
—Que puede que seas mayor.
—Erh...
¿Por qué habla Marc como si no tuviese importancia?
¿Entonces... no es Tauro y Lara ha estado perdiendo el tiempo
leyéndole los horóscopos? ¿Su cumpleaños ya ha pasado? ¿Cuándo?
¿Quién estableció SU fecha de cumpleaños? ¿Estaría ya fuera del
instituto? ¿Va un curso retrasado? ¿A dónde vamos? ¿De dónde
venimos?
¡Esto lo cambia todo! ¡Si ya tiene dieciocho significa que no tienen
que esperar para...!
—Te pasaste años sin querer hablar, pero, ahora que eres mayor
¿recuerdas algún cumpleaños? Un número en la tarta, un calendario,
un año nuevo, alguien felicitándot...
—No celebrábamos cumpleaños —le corta distante. Le ha
cambiado la expresión. Sus ojos se han entrecerrado con deje en una
mirada que podría ser propia de Marc, pero no suya.
—Pero, ¿no recuerdas nad...?
—Claro que me acuerdo. Me acuerdo muy bien de sus caras,
aunque apenas me miraban. —Tuerce la barbilla mientras Marc le
frota los hombros con delicadeza—. Me acuerdo... de... poner la tele
con el sonido al máximo, para no oírlos cuando discutían, que era
siempre. No hacía otra cosa que ver la tele en un cuarto pequeño sin
ventanas... Nunca salí de esa casa. Yo creo que aprendí el idioma con
los programas que veía por la tele porque ellos no me lo enseñaron
nunca, y también limpiaba, y hacía lo que esa mujer me ordenaba
mientras ellos se drogaban.
Hace una pausa tan larga que Marc está a punto de hablar, pero
Nino sigue, casi tropezándose la lengua.
—Ella me decía que estaba defectuoso y que no me quería allí, que
ni siquiera sabía si era un chico o una chica; me gritaban que fuese
útil y como mínimo preparase la comida y me chillaban cuando no lo
hacía, pero es que casi nunca había comida en la nevera y yo no
puedo cocinar si no hay ingredientes ¿cómo voy a cocinar sin
ingredientes? No se puede, no es culpa mía. Ni siquiera sabía que la
comida salía de los supermercados porque nunca había pisado la
calle, ¿se suponía que tenía que comprarla yo? —jadea
defendiéndose—. Era muy pequeño, era un niño, yo no sabía ni
cómo se conseguía el dinero.
Va frunciendo el ceño.
—Cuando eso pasaba... me escondía en una baldosa del techo
suelta que había dentro del armario empotrado... Pero me
encontraban de todas formas.
—¿Dónde estaba ese piso? ¿Lo sabes?
Nino niega con la cabeza.
—Sólo lo recuerdo por dentro. Era blanco, todo estaba viejo, y
teníamos las ventanas cerradas y tapadas con telas, no sé por qué.
Pero por eso y como el piso era muy pequeño siempre olía mal.
—¿Recuerdas mirar por la ventana alguna vez? ¿Qué veías?
—Pues había...
Deja de hablar en cuanto se da cuenta. Marc está preguntando
para ubicarlo en un mapa, e ir allí. A por ellos si siguen vivos.
Pero esos días ya han quedado atrás.
Y no pensaba... hablar tanto de ellos.
El nivel del agua permanece estático en un silencio nebuloso. No
parece que vaya a seguir. Marc le da un improvisado masaje mientras
Nino peina la superficie. Las puntas de sus dedos recorren sin
demasiada presión los omóplatos, redondean el pliegue que forma el
hueso, mueven la articulación.
—¿Quieres seguir hablando?
Nino calla.
—Nino... —Marc le abraza los hombros que sobresalen por
encima del nivel del agua. Desciende por el contorno de sus brazos,
con los dedos, hasta que llega a sus manos. Cada una de las manos
grandes envuelve con ternura la pequeña que le corresponde—. Sí
quieres, todavía puedo intentar buscar...
—No —Se encoge incómodo—. No quiero saber nada... No
recuerdo mucho de lo que pasó la noche antes de que me
encontrases... —Se lleva una mano a la cabeza, como si por frotarla
el recuerdo fuese a volver, aunque no lo quiere—, pero mi vida es
esta. Empezó cuando tú me encontraste, y mis padres son Anthony y
Kyle —Lo da por zanjado con una tosquedad impropia.
Marc le abraza con mayor fuerza como disculpándose por sacar el
tema. Así que lo cambia.
—Le dije a uno de los encargados del centro médico que ibas a un
orfanato, y que a menos edad más posibilidades. Pero en cualquier
caso la diferencia sería sólo de unos meses —repite—. Es sólo una
curiosidad.
—Bueno... Pero..., yo quiero saber cuántos años tengo... —dibuja
una fina sonrisa.
—Apareciste sin nada. Tú solo; como si te hubieses caído y
aterrizado aquí con nosotros los mortales. —Marc se ríe con
suavidad. Usando la «e», con «jejes», como los tontos felices. Lleva
haciéndolo toda la semana.
Nino se medio tapa la cara con vergüenza, pero devuelve la mano
al agua. El tonto es Marc..., ¿por qué tiene que sonrojarse?
—También escogiste tu nombre. —Sí, eso Nino también lo
recuerda—. ¿Significa algo «Nino» en ruso?
—No... Se escribe Нино, y la sílaba Ни, que se lee «Ni», significa
«Ninguno», y la sílaba Но, que se lee «No», significa «Pero»...
aunque juntas no significan nada. —Sonríe cuando Marc menea la
cabeza buscando una explicación, pero Nino no la tiene. Supone que
simplemente le gustaba la fonética—. ¡Es que tú me preguntaste un
nombre y fue lo que se me ocurrió! ¡Era un niño! —protesta entre
risas.
—Así que si llegas a tener cerca un televisor te tengo que llamar
Sony. O Samsung. Te llamaría Sam.
—Déjame... —chista sonriendo.
—«Qué adorable su sobrino, ¿cómo se llama? LocaCola, gracias.
Ahora se la traigo».
—¡Eres tonto! —Las palmas de Nino le frotan la cara mientras
Marc se pone a citar todas las marcas del mercado para meterse con
él; Nino protesta más alto para no oírle pero no se calla.
Revuelven el agua y desbordan un poco peleándose de broma, los
vellos en los pectorales de Marc quedan pegados y los pezones de
Nino sobresalen de la espuma según el empujón que le da a su tío,
hasta que éste deja de chincharle porque se carcajea suave y ya no le
salen las palabras con la risa.
Nino se ha dado la vuelta, y de rodillas el agua queda bajo sus
pezones rosas. Marc los mira por inercia. La bonita aureola rosa, el
pequeño botón algo más rojo. No cae en la cuenta de lo que está
mirando hasta que tiene que levantar la barbilla porque Nino se
acerca para darle un beso; también se le sienta a horcajadas y le echa
las manos a la nuca.
Le aparta el flequillo rosa y mojado que se le pega en la frente. Deja
bien visible la prótesis y el ojo brillante, que a contraluz del
fluorescente del baño son castaño claro.
—Me gustaría... que hiciéramos el amor —musita Nino.
«Uh». Marc baila la mano en la superficie del agua.
—No quiero que el sexo te confunda —esquiva la proposición.
«¿Confundirme?» Si... ya le quiere. Si es él quien pide.
—Dices que ya he cumplido años... O sea que, si esto fuese por
ejemplo un libro no habría nada ilegal que ver por aquí.
—He dicho que podría ser —refuta con cierto desánimo.
Con la lucidez que da el sol en una mañana de verano, Nino capta
que no van a tener sexo ni a los dieciocho, ni a los treinta.
Marc le acaricia la espalda. Hacia arriba, hacia abajo. Crea
pequeñas olas de agua que golpean contra las paredes de la bañera.
El sonido del líquido al oscilar, el infinito gotear del grifo y los besos
castos que se aproxima a darle Nino, relajan y calientan la atmósfera
del pequeño baño.
—Nino —exhala dejándose besar. De sus labios Nino escala a su
oreja—. ¿...Dónde has estado toda mi vida?
—Aquí —susurra en su oído—. No me habrás visto antes porque
soy bajito. —Le atrapa el lóbulo y lo saborea.
A Marc se le escapa un varonil gruñido. A Nino se le marcan las
clavículas y palpando con las manos le nota el relieve de las costillas.
Incluso el de los huesos de sus caderas. Hay tantas partes que quiere
acariciar, y besar, que no sabe dónde centrarse.
Lo imagina sin querer: a Nino consiguiendo lo que quiere. Nino
agarrándose fuerte a sus hombros mientras gime y se siente tan bien
que no comprende qué le está haciendo. Nino desnudo con sus
pezones y sus rodillas rosas; con su miembro dentro...
—Es muy pronto, Nino —Gira la cara.
—Para mí no es pronto, llevo esperándote toda la vida. Y con los
besos, siento... que no es suficiente...
—Ya lo sé —susurra Marc decepcionado consigo mismo, porque él
piensa igual. Pero se supone que es el adulto que debe poner orden a
eso.
—Me voy a tatuar un montón de calaveras en el brazo...
Su tío esboza una sonrisa.
—Sí, para que dejes de verme como a un crío.
—No te veo como a un crío, Nino.
—Eso es lo que dices pero no lo que demuestras...
Con la cara entre sus pequeñas manos Marc se vuelve débil y cierra
los ojos; porque a decir verdad, él tampoco encuentra motivos
suficientes para controlarse. ¿Nino quiere esto, Nino quiere lo otro?
Puede pedirle lo que sea, él quiere dárselo...
Así, mientras lucha entre lo que quiere y lo que debe, Nino ve en
sus ojos azules el deseo de un lobo devolviéndole la mirada. Con la
misma sumisión y el desasosiego del perro adiestrado que espera
desesperadamente la orden para lanzarse a su amo.
Nino le ha atado una correa invisible.
Y juega con ella. Coge la mano de Marc apoyada en el borde de la
bañera y la desciende por su cadera enlazada con la propia.
La aprieta en su nalga.
—No... —suspira Marc mirándole a los ojos, pero tampoco aparta
la mano. Nino la sube y baja bordeando su trasero indicándole lo que
debe hacer. Cuando la aparta, su tío continúa solo la caricia, sigue el
ritmo.
Con la otra mano repite el proceso y así, atado a la fricción de una
cadena, Nino le echa las manos al cuello y lo besa. Un minuto
después... suma a la ecuación la fricción de sus caderas: frota su
erección bajo el agua contra el bañador de Marc.
Y Marc gruñe sonoramente apretándole las nalgas, pero todavía
controlándose la fuerza. Son muy suaves y tan maleables y pequeñas
que le caben perfectamente en cada mano. Son blanditas, botan si las
sube y deja caer, son dos bollitos de pan recién hecho.
«Mierda...».
—Nino...
—Si yo fuese otra persona... ¿no lo haríamos ya? ¿No lo
hubiesemos hecho anoche...?
—Tú no eres un cualquiera.
—Ni soy virgen. Y antes de Leo, usaba mi vibrador... —Habla
manteniéndose escondido en el cuello de Marc, con la cara roja, con
el corazón enajenado. Lo dice de todas formas—: Lo usaba pensando
en ti... Siempre...
Nino está apretando la correa.
La aprieta, y la aprieta, y Marc puede sentirse la sangre fluir a
borbotones. La erección empuja el cuerpo pequeño hacia arriba.
Y Nino danza sobre ella con el sonrojo hasta las orejas.
Porque quiere al lobo libre de hace años, no a este perro triste.
—¡Aah...! —gime con suavidad al sentirlo. Uno de los dedos de
Marc, hurgando dentro suyo.
—Ah... —exhala Marc al comprobar que es cierto. Está dilatado y
esto no se lo ha hecho su exnovio, en una sola vez no se consigue esta
abertura.
Nino le busca los labios. Se muere de vergüenza, pero también ha
quedado fascinado por el efecto que ejerce sobre Marc y viceversa.
Deja las manos temblorosas en sus hombros antes de moverse.
Sube y baja en ese dedo; saliendo.
Hundiéndose.
Abre la boca dibujando un ópalo, y Marc se escurre y deja caer la
cabeza atrás en el borde de la bañera, la barbilla al techo. ¿Su sobrino
siempre ha llevado este deseo sexual dentro? ¿Dónde ha aprendido a
ser tan malditamente sensual con tan poca cosa?
¿Y no llevan conviviendo ni un día completo y ya está permitiendo
que pase esto?
—Nino —murmura entre los pequeños besos que le deja en la
boca. Inmaculados, increíblemente leves para todo lo que consiguen
atontarle—. Joder...
Nino escucha suspiradas en un minuto más palabrotas de las que
ha escuchado por años en casa, pero es que Marc está fascinado por
cómo cualquier roce resulta una experiencia completamente nueva
cuando se ama y se sabe amado. Lo único que está dentro de él es la
punta de un dedo, y si Nino sigue frotándose y gimiendo va a
correrse sin haberla sacado del bañador.
Es el hombre más afortunado del mundo.
—Marc... —Le busca con torpeza. Marc le besa, le roba el aliento
cuando presiona sus labios uniéndolos en cada punto. La cintura de
Nino es tan estrecha que con una sola mano ya puede agarrarle y
apretar media.
No está moviendo el dedo, no hace absolutamente nada más que
responder como puede sus besos de adolescente inexperto. Ama
cómo tiembla de placer entre sus brazos, cómo se aferra a él...
Su carita inocente no compagina con el hambre de sus caderas
tentándole sin piedad, y no para de jadear y gemir... ¿estará bien?
—¿No te duele? —pregunta contra la piel de su nuez.
Nino responde con una negación, una preciosa sonrisa muy
perdida que le dura medio segundo y un mordisquito con los dientes
en su propio labio inferior. Marc cuestiona si acaba de hacer ese
gesto sin querer o a propósito.
Hasta que Nino termina.
Tiembla en un pequeño terremoto de baja escala, las paredes de su
agujero se contraen en convulsiones estrangulando su dedo, y le
clava las uñas en los hombros sin querer por agarrarse mientras su
semen sale. Se hinca los dientes en el labio, aprieta los ojos... Ya está.
Nino ha terminado.
Con esa mísera fricción.
Ven cómo sale a flote algo blanco entre ellos. Nino se aparta
despacio..., y lo ven fluir. Como bruma, como aire, mezclándose con
el agua. Se disimula con tanta espuma.
Marc se levanta de golpe rociando una cascada de agua desde el
bañador. Su pene duro va envasado al vacío en la tela empapada.
—Tengo que —Se queda un rato ahí. De pie. Pensando.
No termina la frase; sale de la bañera. Procurando darle la espalda
se envuelve con la toalla deprisa y mal y sale del baño chorreando el
suelo de madera.
—Um...
Colorado, Nino se zambulle hasta los mofletes.
A cada lado de la puerta, ambos están pensando lo mismo.
Claro que se dan cuenta de que esto es raro.
De que fugarse de casa para vivir enamorado con tu tío normal no
es. Esperan una llamada o visita de su familia como una bofetada de
angustia que asoma pero no llega, y cruzan los dedos para que
Anthony consiga tranquilizar a Kyle y que no venga aquí a pegar a
Marc y a llevarse a Nino.
Pero, si están a solas, deja de importar todo eso. Viven felices en
esta pequeña burbuja de felicidad que les ha aparecido en las narices.
Esta misma noche, Nino sale del baño y cenan juntos en el sofá
viendo una de Sandra Bullock. Marc pincha el argumento cutre de la
peli y Nino se ríe diciéndole que es un protestón. Conversando
descubren que muchos de sus libros preferidos coinciden, debaten
un rato de veganismo y buscan juntos recetas de cocina, y a la hora
de dormir comparten auriculares y se quedan dormidos escuchando
canciones.
A la mañana siguiente... Nino escucha a Marc tarareando “Boy
with Luv” de BTS en la ducha.
Y al salir de ella... Marc encuentra a Nino tanteando la muñeca tan
delgada que tiene en las esposas de su uniforme: dentro, fuera,
dentro, «¿en el cabecero se engancha bien...?».
Pero luego disimula.
Así que eso último no ha pasado.
26
Son para toda la vida

Una semana más tarde, están perdiendo un cuarto de hora entre


besos y abrazos en el portal.
—Nino, tienes que ir al instituto...
—Ya voy... —susurra contra sus labios, besándolo.
Ven el autobús parado en el semáforo de la esquina, las personas
en la parada ya empiezan a levantarse.
Marc le pasa una mano a la cintura y otra a la mejilla para besarle
con una pasión que le contradice, porque acaba de decirle que tiene
que irse, pero es que no le suelta.
—Te quiero —A Nino le quema el corazón. Dos veces, porque
Marc lo repite—. Te quiero mucho, Nino.
Se despiden y el pelirrosa corre a la parada, pero como si hubiera
olvidado algo vuelve sobre sus pasos; echa las manos a la nuca de
Marc atrayéndolo en otro beso. Y hasta que no escucha las puertas
del bus no se separa: baja la mano de su mentón al pecho de su
camisa, por su brazo hasta sus dedos, de los que se separa con
tristeza.
—Te quiero —le devuelve apurando el tiempo, mientras él le
ajusta el asa de la mochila y le aparta el flequillo. Todos los días Marc
insiste en llevarlo en su coche pero, por Kyle, prefiere aparecer solo
por la escuela.
Se marcha dejando a su policía en tierra con una sonrisa que él
mismo le ha esculpido desde que viven juntos. Ser amado por su
príncipe... no existe sentimiento más poderoso.


En el intercambio entre clases Nino camina del brazo de Lara.
—¿No te parece un poco fuerte haberte escapado de casa? Me
alegro mogollón de que seas feliz con tu daddy, parece majo en las
fotos que subes a InstaFlash, pero lleváis saliendo una semana.
—Sé que parece raro pero estoy muy feliz... Y él también está muy
feliz... Nunca había estado tan feliz, Lara... —contesta subido en una
nube. Le salen estrellas de la cabeza.
—¿Y cuando llegue tu cumple? ¿Vas a ver a tus padres? ¿O te lo
vas a pasar insistiendo hasta que tu daddy te deje montarle?
—¡Lara...! —jadea en voz baja, mira en todas direcciones
esperando que nadie lo haya oído.
—Bleh, ¡es lo que piensas tú aunque no lo digas! Peroo, que
deberías volver con tus padres.
Luego, Nino adopta una cara algo más seria. Porque cae en que
Kyle debe haberle pedido a Lara que intente convencerle de volver.
«Hm».
—No voy a volver hasta que mi padre se disculpe con Marc.
—¿En serio?
—Estoy esperando a que se disculpe —se reafirma sacando un
libro de su taquilla; espera que ella se lo diga a Kyle y le quede por fin
claro el mensaje.
—¿Y tu familia qué dice? O sea, no sé, tu abuela todavía estará
flipando... —Se ríe de repente a carcajadas, como si dejase de ser una
mandada de Kyle y volviese a ella—. Es que me parece tan fuerte que
hayas hecho eso. Es algo que haría yo pero tú eres el “aluumnoo
modeeeloo” —menea los dedos soltando magia.
Nino esboza una sonrisita.
—Con mi tía y mi abuela sigo hablando por teléfono..., es raro,
porque me preguntan del colegio, o por el trabajo de guardia de
Marc, pero no mencionan el tema en sí. Y mi padre vino ayer para
traerme ropa —Encoge los hombros—. Y un tupper de lentejas.
—¿Tu padre el adicto al trabajo? —pregunta para no confundirlos,
y cuestiona por qué en español no hay adjetivos para diferenciar dos
padres o madres del mismo sexo. Porque «papi» o «mami» suena
demasiado infantil, y que un hijo llame a sus padres por el nombre
de pila queda rarísimo; sería un fastidio si alguien tuviese que, no sé,
por ejemplo escribir un libro y hacer malabares para que se entienda
de quién **** está hablando el niño en cada momento.
—Sí, pero ha vendido la empresa.
—What.
—Y dijo ayer que quiere comprarnos un piso más grande a Marc y
a mí... pero yo no soy un niño mimado. Tenemos el sueldo de Marc y
en verano me buscaré un trabajo y me pagaré mis propios gastos;
incluso puedo trabajar mientras estudio la formación profesional. —
Empieza a planificar con solemnidad—: Por las mañanas iré a clase,
después de comer estudiaré, y por las tardes iré a...
—Hijo —escucha por el pasillo.
De inmediato cierra la taquilla. Agarra el brazo de Lara y echa a
caminar; en cambio pronto Kyle se interpone.
—No voy a volver —le dice mirando a los taquilleros, se lo dice
todos los días, porque todos los días su padre le persigue.
Kyle ha traído fruncido el ceño, y Lara se libera el brazo con
sutileza y se esfuma con un «Te espero en clase».
Comparten un silencio incómodo en mitad del pasillo dando de
qué hablar, llevan siendo los protagonistas de los murmuros toda la
semana; hasta que Kyle le extiende un papel.
—¿Qué es? —Lo coge pero no se fía un pelo; se fija y es un sobre.
Cuando lo abre está repleto de dinero. Demasiado dinero.
—Hijo, vuelve a casa.
—¿Aceptas mi relación con Marc?
Suena el timbre y los alumnos empiezan a recogerse en las clases.
Nino le mantiene la mirada mientras se vacía el pasillo; hasta que da
por sentado que el silencio de su padre responde por él.
Le pega el sobre al pecho sin cuidado y Kyle lo agarra a tiempo
para que no se caiga. Nino camina deprisa, pero él lo sigue.
—¿El dinero es un soborno para que vuelva?
—El dinero es por si no quieres volver —Suben unas escaleras.
—Marc ha encontrado trabajo.
—De eso nada. Usa ese dinero que te doy, no el suyo.
—¿Qué mas da...? —Anda deprisa buscando su clase.
—Yo soy tu padre y él es el hombre que te ha encerrado en su casa
y te ha puesto en contra mía.
«¿Encerrado?».
—Me he ido yo —Camina más rápido, Kyle también.
—No puedes vivir en casa de un tío si no tienes ingresos, te va a
pedir lo que le de la gana y va a usar la excusa del dinero. Hijo, joder
párate un momento; te puede pedir que limpies, te puede pedir que
folles con él, y ya te ha puesto en contra de tus padres para que no
tengas un duro para irte cuando tú decidas que no quieres hacer lo
que te pide.
Nino se ralentiza para mirarle con tristeza.
—Se nota que no lo conoces —dice a punto de cruzar el marco a
clase. Kyle lo agarra con fuerza del brazo y de un aparatoso paso
atrás le obliga a mirarlo.
—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a vivir con él para siempre? ¿Eh? ¿Vas a
perder entrar en Restauración por un impresentable que ni siquiera
te trae en coche? Los finales están a la vuelta de la esquina, necesitas
una media alta para que te den plaza y los profesores me han dicho
que has sacado un seis en el último exámen de matemáticas y un
cinco en el de geografía; Lara me ha dicho que ya no quedáis por las
tardes y Laurence me ha llamado para preguntarme por qué has
faltado a baile las tres últimas semanas. Ni tu padre ni yo sabíamos
que te estabas saltando las clases.
Nino baja la vista mientras sigue regañándole.
—Estás dejando tu vida a un lado por él y sólo lleváis una semana.
Una puta semana, Nino. Joder. Gracias a Dios que no puedes
quedarte embarazado.
Reaccionaría con un «¡No soy idiota!» si no le estuviese viendo la
cara: su padre no está enfadado con él. Es frustración. Es impotencia
con lo que sus ojos marrones le avasallan el pecho.
¡Nino también está mal con esta situación, claro...! Quiere a su
padre, le gustaría salir a almorzar los cuatro y charlar como una
familia con sus padres cogidos del brazo y él del brazo de Marc...;
pero Kyle está tratando a la persona a la que ama como alguien peor
que un violador en serie.
—Tú no le conoces —responde después de un rato—. Todos los
días, Marc me despierta con el desayuno en la cama y me da besos en
las mejillas. Soy yo quien le busca la boca. Él dice que quiere esperar
para hacer el amor porque no quiere que el sexo me confunda. —Eso
hace que Kyle apriete la dentadura. Y aun así Nino sigue—. Nos
hemos bañado juntos, y él se puso un bañador. También duermo con
él. En ropa interior y con una de sus camisas, porque yo se la pido.
Es un milagro. Que los puños de Kyle se deshagan sin estamparse
con nada; es un milagro. Simplemente estira los dedos al aire porque
sube de nivel: +3 de capacidad, +10 de estrategia. Acaba de optar por
comprimir esta furia para soltarla toda en el siguiente puñetazo que
le va a pegar a Marc en cuanto lo vea.
—Hemos hecho todas esas cosas, y no me ha hecho nada que yo
no quisiera.
—Es como Gandhi entonces. Incluyendo lo de dormir con
jovencitas desnudas —espeta.
Nino se le escapa.
—Mierda —Le ha salido solo el comentario—. ¡Nino!
—¡Voy a cumplir dieciocho y ya no vivo bajo tu techo! —grita
también, le da igual que le oigan, que le oiga todo el mundo.
—¡Soy tu padre, quiero lo mejor para ti y él sólo quiere follarte!
—¡Tú no tienes ni idea de nada!
—¿¡Y tú sí!? ¡Eres un crío todavía!
—¡Voy a cumplir dieciocho, deja de tratarme como a un estúpido!
—¡Te trataré como un adulto cuando dejes de comportarte como
un estúpido!
—¡Me da igual cómo me trates sólo quiero que me dejes en paz!
Kyle está a punto de gritarle de vuelta pero en el último momento
parece contener el aire; las palabras se le atascan en la cabeza porque
no son las que quiere decir.
Las cambia. Cambia el tono, cambia la mirada; cambia él.
—Hijo —Su voz estrangulada, su mirada al suelo—. ¿Qué es lo
que hemos hecho mal?
Su tono débil le golpea como la peor de las bofetadas. De un
porrazo se siente un delincuente al nivel del saqueo del Boston.
—Nada. —Baja los ojos—. Papá y tú me habéis enseñado que
querer a alguien se hace con el corazón... Y eso es lo que hago.
En silencio pero bajo la mirada de toda la clase, Nino se sienta en
su pupitre y saca un cuaderno. Mira al frente ignorando que su padre
sigue ahí. Kyle se ha quedado en la puerta.
Tiene que apartarse cuando la profesora llega y amablemente le
pide paso. «Sí, claro, perdón». La puerta se cierra para empezar la
clase. A través del cristal Kyle ve a Nino, temblando el labio en un
suspiro silencioso antes de agarrar un boli.


—Ya he llegado —avisa Kyle al entrar. Anthony está en el salón,
envuelto en una manta jugando a la consola. Desde que vendió la
empresa y hasta que sepa qué más hacer con su vida se dedica a esto
y a pasarse los días preocupado por su familia.
Pausa el juego cuando Kyle se sienta con él y le da un pico.
—¿Has hablado con Nino en el instituto?
—Sí.
—¿Cómo ha ido?
—Mal —exhala desabrochándose las mangas—. No puedo hablar
con él sin saltar.
Tolera su relación a duras penas y por Anthony, pero no piensa
seguir campante con su hijo en aquella casa. «Nino tiene que estar
aquí, con sus padres».
—Cariño si fuese cualquier otro y no Marc, yo mismo estaría
derrumbando la puerta de ese piso ahora —Le coge la mano y le besa
la mejilla con suavidad—. Fui a verles ayer por la tarde. Les llevé
lentejas. Y hacía mucho tiempo que no veía a Marc tan feliz. Se le
nota distinto..., se le ve en la mirada.
—No se ha jodido, si le ha tocado la lotería con Nino —masculla.
—También hablé un rato con Nino, pero sin mencionar ese tema,
sino del instituto, de las clases de baile...
—Está faltando.
—Sí, lo sé. Dice que no le apetece ir, que prefiere pasar los días con
Marc.
—Laurence me ha dicho que si falta a las dos próximas clases va a
tener que dejarle fuera en la función de fin de curso.
Juntos observan la televisión en pausa, juntos suspiran. Anthony le
busca en un abrazo risueño y se recuesta en él.
—Creo que ya sé qué voy a hacer con el dinero —dice—. Bueno,
con una parte. Quiero sacar billetes para toda la familia, para Bora
Bora, o Fiji, o algún sitio caluroso y rodeado de tiburones y playas
bonitas de esas; le pediré recomendaciones a mamá. Y, lo más
importante... voy a montar un restaurante familiar —anuncia con
una sonrisa preciosa que le saca a Kyle la suya.
Tiene los ojos verdes brillantes con una ilusión garrafal, ni siquiera
intenta plantearse que podría ser volver al agobio del que acaba se
salir. «Restaurante familiar...» asimila Kyle.
—Abrirlo ahora mismo no, me refiero más bien a dentro de un par
de años, cuando Nino haya terminado de estudiar la formación
profesional —aclara Anthony—. Marc tiene experiencia llevando
bandejas y preparando cócteles, yo como ya no tengo nada que hacer
podría ir a recoger los ingredientes al polígono, y también ocuparme
de cuadrar las cuentas. O Annie, si ella quiere hacerlo. Una empresa
familiar. ¿Qué te parece?
—¿Acabas de vender una y ya quieres montar otra?
—Bueno..., esta me ha salido bastante bien, sabes —se regocija
por las cifras que guarda ahora en el banco. Como no tienen
intención de matarse a comprar bolsos de Chanel o mansiones en la
playa, ni siquiera necesitarían montar ese restaurante, es más
vocación que necesidad.
Estuvieron deliberando y han decidido donar una parte al orfanato
del que salieron Nino, Annie y Marc, porque no comprenden cómo
puede haber tantos niños sin adoptar allí, ni cómo es posible que,
como dicen en las noticias, los devuelven cada vez más. Quizás con
ese dinero puedan contratar a más personal o montar una campaña a
favor de la adopción, o algo por el estilo.
Kyle lo achucha.
—Como quieras Anthz, pero me prometes que si te empiezas a
agobiar como con Please, la vendemos o contratamos a otras
personas que se encarguen de todo. ¿Vale? No te quiero perder otra
vez —Hace un mohín un tanto infantil, aunque la petición va en
serio.
—Vale —se ríe él—. ¿Tú estás seguro de que quieres seguir
trabajando en el instituto? Con lo que odias madrugar.
—Por ahora sí. Me gusta trabajar y ayudar a los chavales.
Como siempre, Anthony anima a Kyle a hacer lo que quiera,
aunque le mire como a un perro verde «¿Quién escoge tener que
levantarse a las siete de la mañana cuando puede escoger NO
levantarse a las sie-te de la mañana? Está loco».
—Quiero hacértelo —manifiesta Kyle con la mano en la barriga,
repantingado cómodamente en el sofá. Anthony le echa un vistazo
desde su pecho, y la mirada fatigada de su marido añade un «pero
espera cinco minutos, acabo de llegar de trabajar».
Es básicamente un cansancio mental, no físico.
—He comprado una cosa para el baño —se reincorpora Anthony
dirigiéndose a la cocina.
—¿Bombas de baño? —pregunta mientras se mentaliza para
levantarse—. En la sala de profesores se han tirado un rato
comentándolo, parece que están de moda.
—No, me refería a un vibrador —Se llena un vaso de agua antes de
explicar—. Es sumergible, y es hueco, es para los dos. Yo me lo
pongo y luego entras tú, y las vibraciones nos dan a ambos.
—¿Eso existe? —abre los ojos al techo fascinado con el siglo
veintiuno.
—Y también he pedido un columpio nuevo, pero viene
desmontado —Señala una caja de Amazing sobre la encimera.
—Voy.
Se acerca quitándose los botones superiores de la camisa, y
Anthony recuerda con una bonita sonrisa la de veces que el Kyle
universitario llegaba protestando de las prácticas porque no le
dejaban llevarlos sueltos.
Le ve coger la caja y un cuchillo para rajar la cinta, mientras,
Anthony va a preparar el baño.
No llega a subir la escalera porque con la palma ya en la barandilla
ve otra cosa que está en la entrada.
—¿Esto qué es? —Recoge del suelo unos papeles que no había
visto antes. Estaban detrás de la puerta, pegados a la pared, como si
al abrir la madera las hubiese desplazado contra el rodapié. No le
habría llamado la atención, pensaría que simplemente son catálogos
de publicidad, si no fuese porque en este edificio hay un portero que
controla que no la echen ni a los buzones.
—¿No trae instrucciones? —comenta Kyle vaciando la caja de
cartón entera.
Saca cuatro palos gruesos, una tela, unas cuerdas... Suponía que
sería como la que tenían antes, a la que se le rompió una cuerda de
tanta fricción con las anillas circulares que tienen clavadas del techo
—que para Nino son «Restos de una lámpara que teníamos
antes...»—, en cambio esta nueva parece más compleja. Trae más
accesorios, y las instrucciones son largas como las de un mueble...
Se da cuenta de que Anthony está en la entradita, de espaldas.
—¿Qué haces, mi vida? —Se dirige a él, Anthony se da la vuelta y
Kyle no termina de aproximarse. Sus ojos verdes están abiertos de
par en par cuando le mira—. ¿Qué pasa?
No necesita seguir preguntando porque lo ve, y entonces los ojos
marrones también se expanden, le sigue su boca y, debería ser
imposible, pero parece que su piel bronceada palidece de un
chasqueo.
—¿Qué es esto, Kyle...?
Él la ve al revés entre sus manos delgadas. Es una foto; en blanco y
negro como son las imágenes que graban las cámaras de seguridad.
Aparece él... y Noah.
No necesita seguir observándola porque ya se imagina qué es, él
estaba ahí.
Anthony se lleva una mano a la boca sin poder parar de mirarla. La
estudia aunque no quiere verla, no quiere que se le incruste esta
imagen en la cabeza tan profundo como lo está haciendo ahora
mismo, pero tampoco puede dejar de verla. Es real. La tiene en la
mano, y es real.
Y la posibilidad de que fuese un montaje ha muerto cuando Kyle
ha abierto los ojos tanto como él.
—Lo puedo explicar —es su defensa. Le sigue un balbuceo que ya
no lleva más palabras detrás.
Anthony mira a su marido pero es breve. Le bordea con urgencia
aunque no tiene pensado ir a ninguna parte, y con la boca abierta
coge trozos de aire que se le atragantan. El dúplex empieza a girar a
su alrededor.
Cara al cristal de la terraza musita subiéndose la mano a la cabeza,
luego volviendo a ponérsela en la boca, luego sujeta con las dos la
foto; es lo único que hace.
—Dios mío —musita a veces.
Kyle se acerca mientras él hace círculos entre el sofá y la tele.
—Anthz, yo soy tuyo... —es lo que se le ocurre decir.
Consigue su atención inmediatamente.
—No me lo puedo creer —manifiesta en alto. Lo repite más bajo y
un montón de veces—. No me lo puedo creer.
Pensaba en darse una ducha lenta con Kyle y meterse en la cama
juntos a darse cariños. ¿Qué está pasando? Ahora esa imagen de
relax se ha metido en un iceberg que nada lejos.
La sensación es tan súbita que las lágrimas deben haberse atorado
porque no salen.
—Tú siempre estabas cansado y triste..., y fui a verle. Tenía que
habértelo dicho, lo siento mucho mi vida. —Se acerca pero no le
alcanza.
—¿Haberme dicho qué? —ladra en un repullo—. ¿Haberme
avisado antes de engañarme? ¿¡Ibas a pedirme permiso!? Dios mío...
—No es lo que estás pensando —Trata de hablar deprisa al tiempo
que Anthony nombra al altísimo—. Nunca estabas en casa, y cuando
llegabas parecías un zombi o estabas ausente pensando en el trabajo.
Te echaba de menos, y Nino también, y no parabas de repetir la de
clientes que se iban. Sé que no soy muy listo, pero no quería verte así
Anthz —Le ejemplificaría lo pálida que tenía la piel si no hubiese
recuperado ligeramente el color en esta semana... Aunque lo esté
perdiendo ahora—. Fui a verle para pedirle que dejara en paz
vuestra empresa y no te lo conté porque no quería que te enfadases
conmigo...
Anthony le mira atónito. Se suelta los mechones que se estaba
estirando del flequillo y se le bajan desordenados de apretarlos.
—¿Qué tienen que ver los negocios con lo que pasó hace diecisiete
años? —pregunta con voz temblorosa—. ¿Qué tiene... qué tiene que
ver la empresa de mamá con que te hayas acostado con otro?
Kyle baja la vista al suelo.
—Kyle —le llama roto—. ¿Qué tiene que ver...? —exhala con los
ojos húmedos; a Kyle se le parte el corazón.
—Sabes que yo no haría el amor con cualquiera —responde con
vehemencia esquivando contestar la pregunta.
Anthony termina esa frase en su cabeza: «Pero Noah no es un
cualquiera».
—¿...Le sigues queriendo?
—¿Qué?
Repite la pregunta de otra manera pero muy despacio. Con la
formalidad de un robot programado.
—¿Te dejó él, y te conformaste conmigo?
—¿¡Qué!? Le dejé yo Anthz, y fue hace años, sólo estuve con él
porque tú estabas con Marc si no yo nunca habr...
Anthony se cubre la cara con las palmas y rompe a llorar.
Kyle jadea callándose.
—É-él no me importa lo más mínimo, a mí solo me importas tú.
—¿¡Y qué es esto!? —Se le quiebra la voz sosteniendo en alto la
foto—. ¡No hables como si no tuviera en la mano la prueba de que
has estado haciendo el amor con otro!
—No lo he hecho, Anthz, no lo he hecho.
—¡¡Pero que lo estoy viendo!! —chilla desechándola
furiosamente; pero como es papel, vuela.
Y solloza más alto.
—...Cuando follaba con Noah de críos me imaginaba que eras tú
—A él también se le están empezando a humedecer los ojos—. Eres
el único que me importa, tú, nunca ha habido nadie más que tú, mi
vida; te quiero, y sé lo que crees, pero...
—Yo te vi el día que fuiste a verle —cae de pronto. Kyle abre la
boca pero él grita más alto cuando se da cuenta de que, quizás, ese
sólo fuera uno de ellos.
Le grita que le vio por la ventana de su despacho, que le pregunto
qué hacía, y que él le mintió diciéndole que estaba en el instituto. Le
grita que, como un imbécil, creyó que se lo había imaginado porque
estaba cansado y porque su Kyle nunca jamás le haría eso.
—Anthz...
—¡¡No me puedo creer que me hayas...!! —Tiene que cortarse
porque le viene una arcada.
Se tapa la boca y corre a la cocina.
—La única vez que pasó es la que se ve en esa foto, te lo juro.
—¿¡Me acabas de decir que no y ahora lo admites!?
—¡No he...!
—¿¡Te crees que soy estúpido!? ¿¡Crees que...!?
—¡¡No lo he hecho, Anthz, no lo he hecho sólo me lo he follado, no
lo he hecho!!
Anthony se sujeta las manos en la encimera y se inclina en el
lavadero, porque un puño le sube por el esófago. La escena de la foto
se vuelve un vídeo: Kyle follándose a Noah, con el nombre de su hijo
grabado en un pectoral y el suyo en el otro.
La arcada le saca el aire pero nada más.
—¿He vendido la empresa de mi madre por un polvo...? —gime
sin levantar la cabeza al comprenderlo—. Por un polvo que mi
marido le ha echado a un niño rico.
Kyle omite responder.
—¿La foto es porque no le dejaste satisfecho o porque le dejaste
demasiado satisfecho y quiere quitarme de en medio?
—No...
—Me has mentido.
—Lo hice por nosotros...
—Qué altruista...
Kyle traga saliva.
—Anthz...
—Quiero que te vayas —manda con brusquedad, pero en un tono
ligeramente más suave.
Le mira por un momento con ojos maduros. Lúcidos.
Lo ha dicho completamente en serio.
—Mi vida. Escúchame, por favor...
No pueden creer que estén teniendo esta discusión. El enfado de
Anthony disminuye a cada segundo que pasa, se refleja en sus
párpados que primero se cierran, después se abren a medias sin vida.
No puede ver bien con las estúpidas lágrimas que lo acristalan todo.
Se separa de la encimera en cuanto lo decide.
—Si no te vas tú me voy yo. —Rodea a Kyle y sube a la habitación,
él le sigue.
Coge varias prendas y sube una maleta de viaje a la cama.
—Anthz... —Le sigue con los ojos viéndole pulular por el cuarto
recogiendo sus cosas. No sabe qué decirle para que se quede.
Tampoco tiene mucho tiempo para pensarlo, mal cerrada y revuelta
Anthony cierra la mochila y la baja de un trompicón de la cama.
Cuando va a salir se da cuenta de que Kyle está en medio.
—Me quiero ir —gime para que le deje salir del cuarto.
Kyle parpadea para quitarse el agua de los ojos. Como no le
funciona, tiene que frotárselas con el brazo.
—Yo te quiero —musita.
—...y yo a ti —llora de la misma forma. Se sorbe la nariz, y le mira
derramando en cada pestañeo otro hilo.
Sus ojos color miel le suplican que le escuche pero no hay nada
más que puedan decir. Entre sus botones desabrochados asoman
cubiertos de vello moreno unos pectorales rígidos. Ahí es donde Kyle
lo acoge y le estrecha llevándose sus preocupaciones de una tajada
cuando está triste o agotado.
Esta es la primera vez que está triste y no quiere sus abrazos.
A Kyle se le cae el alma a los pies cuando se cuela de lado entre él y
el marco para bajar la escalera. Se apresura a perseguirle.
—Has sido capaz de estar mirándome a la cara y hacerme el amor
sabiendo lo que habías hecho. He vendido la empresa que construyó
mi madre porque tú le has dado diversión a un niñato pijo, no ha
tenido nada que ver con el valor de Please —jadea mientras Kyle le
sigue al ascensor—. Y ahora todo el dinero que tenemos está sucio.
—Yo no sabía que iba a comprarla, solo quería que dejara de
presionarte...
—Cada vez que vaya al supermercado y compre un zumo o una
pila voy a tener esa fotografía en la cabeza —sigue hablando aunque
no le mira. Parece un diálogo consigo mismo tratando de asimilarlo
—. ¿Y tú pensabas vivir gastando ese dinero sin la más mínima
preocupación...? ¿Cómo podías siquiera...? ¿Cómo has podido
abrazarme y besarme después de hacerlo...?
—Podemos devolverlo. Recuperaremos la empresa, como si no
hubiera pasado nada. Hablaré con Noah y...
—¡¡No quiero que vuelvas a verle!! —chilla desmesuradamente.
Kyle le contempla boquiabierto de modo que un silencio gélido
invade el ascensor. Las cejas de Anthz se han inclinado en un ángulo
nuevo.
—No lo haré.
Anthony niega con la cabeza.
—No lo haré, te lo prometo.
—No te creo —Se encoge con una delgada sonrisa—. He perdido
la empresa y te he perdido a ti.
—No me has perdido. Siempre me has tenido y siempre me vas a
tener, por favor, no digas eso... —Le va a dar un beso en el moflete
que Anthony esquiva.
Se le viene el mundo encima.
Llevan casados desde los veintitrés, a los veintidós Kyle se arrodilló
para pedírselo. Eso son trece años con un anillo en el dedo. Y a pesar
de tanto tiempo no han disminuido ni se ha desgastado el cariño, ni
los besos en la mejilla antes de irse a trabajar o en la boca al volver.
Ama a Kyle con todo su corazón. Nunca ha tenido otra cosa en mente
que pasar con él el resto de la vida. Tampoco en todos estos años ha
conocido lo que son los celos, Kyle nunca le había dado motivos y ni
una sola vez se le ha pasado por la cabeza, ni durante una noche de
insomnio ni en un mínimo mal sueño, que esto pudiera pasar.
Pero ha pasado.
—Le pedí ayuda porque yo no sabía qué podía hacer y tú no me
escuchabas, eras como un zombi sólo te importaban los números y
las reuniones, estabas cada vez más pálido, cada vez más ido...
«¿Y si Kyle esconde algo más?».
—...sé que es horrible pero sólo me acosté con él porque la otra
opción que me daba era ayudar a cerrar tu empresa, y no quería ver
cómo te culpabas por el cierre toda la vida...
«¿Está negando que pasara algo más para retenerme aquí porque,
después, se ha arrepentido?».
Dios es que, no lo sabe.
—...fueron cinco minutos y estaba pensando en ti... Cinco minutos
para verte feliz todos los días..
No puede saberlo porque ya no le cree.
—...soy un gilipollas pero Anthz, tú no te veías. No eras tú, estabas
siempre irritable o durmiendo o llorando, y esta semana... No, esta
semana no, en cuanto te llegó el acuerdo; no he parado de verte
sonreír...
Sabe que ha estado llegando a casa tarde y sin ánimo, y que ha sido
más una carga que una compañía durante muchos años, y sabe que
Kyle es demasiado para él y podría tener a quien quisiera cuando
quisiera; pero no se esperaba esto.
—Necesito... pensar —susurra Anthony saliendo del ascensor.
«¿Pensar?» «¿Qué tiene que pensar...?».
—¿A dónde vas? —Le sigue por el rellano.
—A un hotel.
—¿Pero a cuál? ¿Hasta cuándo?
No le responde; se le traba una rueda de la maleta en un socavón y
la saca de un tirón sin mirar atrás.
—Anthz —le cala el pánico—. ¿Qué tienes que pensar? Anthz...
Le rodea, le suplica, le llora sin atreverse a tocarle porque no
soportaría que le empuje o que le grite que le quiere lejos más alto de
lo que se lo gritan sus pies huyendo deprisa.
Corre al lado suya por el patio del recinto y por la calle. Le ve
lanzar la maleta en el coche y caminar a la puerta del conductor.
Kyle se pone delante cerrándola con la espalda.
—Me voy yo —dice.
En cuanto las palabras salen de su boca Anthony levanta la
barbilla. Le mira desde abajo. Con sus ojos verdes llenos de agua.
—Tú no te puedes ir así —añade Kyle con voz convulsa. No puede
dejar que conduzca en este estado, con los ojos empañados y la
cabeza en otra cosa. Tendría un accidente antes de girar la esquina
—. No hace falta que te vayas, m-me voy yo, ¿vale...?
Durante el minuto que tarda en subirse a su monovolumen,
Anthony no se mueve. Tampoco lo hace cuando le ve arrancar el
coche, dar marcha atrás... Los ojos marrones le dedican una última
mirada a través de la luna delantera.
Se tapa la cara, antes de que Kyle se vaya a ni él sabe dónde.
27
Like a virgin

Una semana después.


—Feliz cumpleaños, mi Rey. —El codo en el colchón, el puño en la
sien. Marc lleva un rato despierto viéndolo dormir y le saluda en
cuanto le ve despegar los párpados.
Veintiuno de abril. A Nino le lleva exactamente dos segundos
ubicarse: abre los labios al máximo y se sienta de un espasmo.
—¡Es mi cumple! —brama. Y... ¿qué le acaba de llamar Marc?
El azabache se levanta y va hasta la cocina. Está vestido con ropa
de calle, y lleva las botas. No hay en su imagen una gran variedad
respecto a lo habitual salvo por un detalle: se ha puesto una camiseta
blanca que le obligó a comprar Nino hace poco. Atados a la cafetera
hay globos de cumpleaños con un «?¿» donde debería estar la cifra.
Marc le trae una bandeja repleta de comida. Incluye churros recién
comprados, zumo de naranja, pasteles...; y unos regalos. En un par
de viajes lo trae todo y él mismo ya no cabe en la cama.
Por eso en pie espera a que Nino escoja de los platos un croassant y
de los regalos el más pequeño, redondo y mullido; al abrirlo descubre
su mismo llavero de oveja, el de siempre, pero le explica que le ha
bordado su nombre con hilo porque ha visto que los trazos del
rotulador ya se habían borrado del fieltro.
Se disculpa como si le hubiese estafado —¡Se lo ha robado, lo ha
envuelto y se lo ha dado!—, pero es que ese era el más pequeño, un
detalle; tenía que coger los demás primero...
La risa suave de Nino surge melosa y se acrecienta; aparta algunos
regalos y le hace hueco a Marc.
Antes de que éste haya terminado de pegar el culo al colchón es
avasallado por un centenar de minibesos en la boca y la mejilla. El
gesto se repite a medida que sigue abriendo: clips de estrellas y
corazones que le hacen imaginar a Marc escogiéndolos
cuidadosamente en una tienda, un colgante de Swarovski con una
llave plateada que le hace fruncir el ceño preguntándose cuánto
dinero se ha gastado, y unos calcetines blancos muy simples, pero
con pequeñas alas en los tobillos.
«Se ha pasado un montón...».
Cuando se los pone y da un par de pasos y giros feliz y animado,
Marc imagina sus pies pequeños flotando por la madera.
—¿Te gustan?
—Me gusta todo... —Se le sienta en el regazo y le echa las manos a
la barbilla recién afeitada. Le besa en los labios; Marc sigue su rastro
con los ojos entrecerrados cuando Nino se separa para admirar su
colgante avergonzado.
Son demasiadas cosas, él ni siquiera quería nada...
Bueno. Una cosa sí.
Coge aire y menea los pies. Las alitas de tela oscilan como las alas
de un pájaro.
—¿Y... y eso...?
Marc sigue su línea de visión, pero va directa al suelo.
—¿El qué? ¿Querías otra cosa? ¿No te gustan los...?
—No, no... —Mira a Marc de hito en hito, se toca las uñas, que
brillan lacadas en un esmalte transparente—. Lo otro, lo que... —
Está a punto de preguntarle a qué hora toca el sexo cuando le llaman
al móvil.
Al parecer es su abuela, felicitándole por ser ya mayor de edad.
Ellen habla muchísimo y a él le encanta oírla, además se la nota
feliz, con el ruido del océano y las gaviotas de fondo, pero, justo iba a
pedirle algo importante a Marc...
Este se aparta haciéndole un gesto con la mano de que no pasa
nada, y se pone a ordenar la cocina que ha ensuciado al preparar el
desayuno continental.
Su abuela le pregunta cómo está, en qué piensa pasar su día, si
tiene pensado salir con sus amigos, si ya le han regalado alguna
cosilla, que qué tal le va con Marc, que cuándo vuelve a casa con sus
padres...
Después de una eternidad absoluta y en cuanto cuelga, llama
Annie. Su tía le repite las mismas preguntas que su abuela y Nino
contesta tímidamente, bajo la atenta mirada de Marc; con las
mismas expresiones de agradecimiento.
Nota a su tío preocupado en la cocina, pero sin intervenir ni hacer
comentarios.
Mientras se pone Malee un momento, Nino se pregunta si Marc y
él están pensando lo mismo: ¿y si Kyle o Anthony deciden hacerles
una visita luego?
La charla es larga, y al colgar ya ha pasado un rato tan extenso que
Nino ha perdido la poca disposición que tenía de atreverse a
preguntarle por el sexo.
Así que con una sonrisa vacilante, Marc vuelve a sentarse junto a él
y desayunan juntos.
—Echo de menos a Pelusa... —muerde Nino un pedazo de pan—.
Y, y a mis padres, claro.
—Podemos pasarnos luego por tu casa.
—No es mi casa ya...
Nota como Marc rehuye la mirada a la bandeja ahorrándose el
comentario. No puede vivir aquí por siempre.
—Hay más magdalenas en la cocina —comenta Marc al ver que ya
se las ha comido. Nino hace ademán de traerlas pero él le pausa—.
Yo las traigo mi Rey.
—No sé si... no sé si me gusta que me llames así —protesta con la
boca chica. Marc le mira de reojo desde la cocina.
—Pero ya eres mayor, ya no eres «princesito» —se ríe.
—Pero no es lo que significa es cómo lo dices tú...
Se dan un pico antes de seguir desayunando. Anthony y Kyle
parece que no llaman, pero cuando Nino revisa sus mensajes para
ver si es que ha sonado y no lo ha oído, encuentra de los dos.
De Anthony: «Feliz cumpleaños cariño, espero que tú y Marc lo
paséis bien en tu día especial. Yo no creo que pueda pasarme por la
buhardilla hoy... estoy un poco constipado. Por cierto ¿has hablado
con papá...? ¿O lo has visto?».
Y de Kyle: «Felicidades hijo. ¿Vas a ver a tu padre hoy? ¿Te ha
dicho algo?» que le chirría bastante. Qué preguntas tan extrañas.
Pero no responde, deja el móvil en silencio y vuelve toda su
atención a Marc, porque le besa. Lanzándose a él le invade los labios
con el coraje y la sorpresa de un asteroide a un despistado
dinosaurio.
—Hmfp... —Marc lo recibe como puede, tan efusivo de pronto. ¿A
qué viene este repentino apuro? ¿Qué ha leído de sus padres?
¿Han dicho que se pasan luego y le ha entrado la prisa?
Sin explicar ni pío Nino procede a desabrochar a Marc... Y él lo
frena con suavidad pero rápidamente.
—No quiero que vayas con prisa solo porque acabes de cumplir, no
tiene que ser hoy.
—No tengo ninguna prisa, no es prisa, es... Son ganas. Te tengo
muchas ganas —susurra prácticamente para sí mismo. ¿Es un
pesado, un pervertido...? Él sólo quiere vivir con Marc lo que su
pecho le empuja a experimentar. Toda las fantasías que reprimió en
la imaginación por imposibles y que desde la convivencia con el
hombre de sus sueños a cada minuto parecen inminentes.
Se muestra cabizbajo. Puede que esté siendo un pesado.
Como consuelo, los labios de Marc se le posan en la frente, aunque
acaban esquivando su pelo hasta un lunar de su mandíbula.
Nino es tan... tan inocente. No importa la edad que cumpla ni su
aspecto, es Nino, es como es.
Pero el movimiento de su cuello, de sus labios, sus suspiros...,
hacen de patrón a unos ojos que de pronto ya no son expertos: Marc
le ve guardarse un mechón en la oreja y graba la estela de cada dedo,
las sigue, hipnotizado.
En estos escasos días Nino le ha rebajado al adolescente que
anhela descubrir cómo funcionan sus cuerpos. Al virgen que fantasea
cómo se sentirán dos pieles enteramente unidas. Y si de apenas unos
besos su algodón de azúcar le ha reajustado el corazón y le ha
descubierto cómo se ha de latir..., ¿qué más le enseñará Nino cuando
esté dentro de él?
—Te quiero, Marc —dice. Él está concentrado en el pedazo de
camiseta que se le ha doblado: a la vista luce el piercing de estrella en
su ombligo tan bonito. Pequeño, hacia dentro, la última repuntada
de un ser perfecto—. Me he esperado a cumplir por ti, yo estoy
preparado hace mucho tiempo —susurra encogiendo sus hombros
con vergüenza.
—Yo... había pensado en prepararte el desayuno, salir a almorzar a
un sitio bonito, y, sólo si seguías queriendo, encender algunas velas
por la noche...
Nino contiene el aliento. ¿Marc quiere? ¿Y cuál es la excusa?
—Yo pensaba que íbamos a hacerlo durante todo el día —contesta
Nino, claramente sin pensar.
—¿Durante...? —repite pasmado.
La masa temblorosa se humedece los labios con nerviosismo.
—Te amo..., llevamos poco viviendo juntos pero noto cómo te
contienes y yo no quiero que te contengas. Yo quiero que me hagas
esas cosas que piensas cuando me acaricias las piernas y te escucho
bufar... —Le besa el mentón con un rápido impacto—. No creo que
haya nada malo en querer que me abraces, y me mimes, es sólo un
paso más... ¿Lo mismo pero un poco distinto...?
«¿Un poco distinto?» Nino no entiende lo mucho que le cuesta
controlarse para no parecer un pervertido, un acosador, dominarse y
no comerle a besos. Ojalá le hubiese conocido teniendo también
dieciocho. No le hubiera dejado ni respirar.
Sus sonrisas, aún cuando la de Marc es delgada porque está
replanteándose por millonésima vez qué coño está haciendo; se
pegan en un pequeño beso.
—¿No tienes muchas ganas...?
—Nino, me muero de ganas.
Nino se saca el calcetín. Nino se echa hacia atrás. Nino,
descendiendo con el pie, le desabrocha a Marc tres botones de la
camisa.
—Te quiero... —Libremente pasea su pie por el torso de Marc,
escala a sus pectorales. Posteriormente a su cuello en un masaje que
acaricia su vello corporal—. ¿Tú a mí no...?
Nino intentando ser sexy es el espectáculo más jodidamente
adorable que ha podido ver.
—Te quiero.
—¿Entonces...? —Su pie es interceptado a la altura del mentón.
Marc lo atrapa con suavidad para darle un beso en las puntas que
hace a Nino bajar la barbilla y suspirar.
—¿De verdad es lo que quieres?
—Sí...
—¿No crees que te arrepentirás?
—No. —Marc está haciendo preguntas muy extrañas.
¿Arrepentirse? Baja el pie y lo frota en su paquete.
La reacción de Marc es... permanecer estático. De rodillas,
respirando con normalidad y sin demandarle ni tirarse a poseerle.
—No me arrepentiré.
—Todavía no puedes saberlo.
—No lo haré. Lo sé.
«¿No le excito...?». Juega a pulsar y levantar sus testículos. Los
cambia de forma, arrastra la planta en el bulto del pantalón.
—He soñado toda mi vida esto.
—Y yo no quiero aprovecharme de ese sueño.
—Me pone triste que hables de ti así... Nada me haría más feliz
que hacer el amor contigo —confiesa sin atreverse a encararle—. Y,
tú mismo dijiste que podía hacer contigo lo que quisiera.
Marc lleva un rato reprimiendo la exhalación pero con esas
palabras la suelta. También separa las rodillas para que Nino pueda
frotarlo mejor.
No obstante permanece quieto. Como un buen chico que sabe lo
que no debe hacer. Con el espíritu mareado. Siguiendo cada uno de
los más disimulados movimientos de ese pie y delatando la pelea en
su fuero interno.
Nino lo aparta sobrecogido al verle la expresión: perdida, con el
pene cada vez más duro. Es mejor bailarín que actor, porque estaba
intentando ser sensual pero acaba de romper el personaje; ahora
varía entre el nerviosismo en cantidades industriales y la absoluta
felicidad.
—Pues voy a ducharme —da el asunto por zanjado. Aunque pegue
un traspiés al levantarse. Aunque sintiéndose observado por la
intensa mirada de Marc parezca más un borracho que un
enamorado. Aunque le tiemblen las manos.
Marc se levanta también. Le observa mientras él saca un albornoz
y una toalla del armario. Nino cree que su tío va a preguntarle qué
hace, qué se cree que va a pasar o directamente a quitarle las cosas
de las manos.
Para su sorpresa nada más lejos de la realidad.
—¿Quieres que te ayude?
—¿Hm? No...
¿Ayudarle a qué, a ducharse?
Qué tontería más gorda, no necesita ayuda para ducharse. ¿Cómo
le va a ayudar a...?
¡Ah!
—¡No! ¡Lo hago yo...! No es... No es la primera vez... —Dicho esto
envuelve su enema con la toalla al sacarlo del cajón. Su padre
Anthony lo trajo sin querer, escondido y envuelto en una de sus
camisetas del armario al traerle varias prendas.
—¿Seguro? —Le sigue Marc, de cerca hasta el baño—. No me
importa. —Nino se detiene en el marco, con el moflete en la madera
mirando el suelo y cubierto de pies a cabeza de un humillo de
vergüenza.
Su moflete aplastado hace al azabache sonreír.
—No, y no tardo... —Cierra la puerta extremadamente despacio y
sin dejar de mirarle por el hueco. Su novio, el hombre del pelo
revuelto, la mirada enamorada y los casi dos metros de alto, le sonríe
todo el tiempo.
Lo ha propuesto él insistiendo un montón pero Nino no asimila
esto. Esperaba que Marc le retuviese un pelín más, pero parece ser
que de verdad van a hacerlo... Dios mío dios mío dios mío.
—Yo voy a salir un momento —avisa Marc—. Enseguida vuelvo.
—Vale...
En cuanto encaja la puerta Nino se ve en el espejo.
Tiene la cara entera de un precioso color gamba pelada.


Pues ha acabado desviándose de la tarea principal: como su aspecto
era «horroroso» debía relavarse el pelo, secarlo, alisarlo, revisarse
cada poro del cuerpo esperando que los pelos que sacó con la
dolorosa depileidi hace nada no hayan resurgido; y ahora se pone un
par de clips para sujetarse el flequillo.
Han pasado más de cuarenta minutos cuando sale. Bello, limpio y
perfumado en una nube de vapor con el albornoz.
—¿...Marc? —murmura. Pero no porque no le esté viendo.
Con las cortinas echadas parece de noche, con un trozo de plástico
beige sobre la bombilla el aura se ha vuelto cálida, y hay pétalos
sobre las sábanas. Puede que los haya sacado del mismo lugar que
ese gigantesco ramo de rosas que le ha brotado entre los brazos.
—Son —Marc se aclara la voz y su sonrisa pide una disculpa—.
Quería que fueran dieciocho rosas de tu color, y he querido añadir
blancas porque me parecían pocas.
—Son muchas —Le tiemblan las manos que recoge en puños
sobre el pecho.
No sabe cómo agarrarlas. No sabe dónde ponerlas. No sabe nada
de nada; no se muere porque afortunadamente su corazón es menos
estúpido que él y late solo.
—No llores —Marc las deja sobre la cama para rodearle.
Nino mira las flores con recelo y en hitos como si le hubieran
pegado o dicho algo feo.
—¿Me he pasado? Quería hacer algo propio de las películas que te
gustan. Pero son de plástico, no son de verdad. Recuerdo oírte
mencionar que te parecía cruel, y que te da pena cuando se
estropean, así qu...
No le deja terminar, Nino cruza los dedos tras su nuca y de
puntillas se le lanza en un beso; Marc lo sujeta de las caderas.
—Marc... —gime entre choques. Le enzarza una pierna que Marc
recoge y levanta, le eleva para que pueda aferrarse a él con las dos.
Nino no pesa nada. No le dobla, no le supone, apenas lo nota, el
motivo de tambalearse hasta la cama es porque no ve nada con su
lluvia de besos.
Se engancha para sentarlo con el albornoz mal atado y ya
prácticamente fuera. Se le ven las clavículas, ese desierto de seda que
queda en su pecho y medio pezón rosa. Arrodillado lo observa.
«¿De verdad vamos a hacerlo?» piensa cada uno.
Marc da un primer paso de prueba y en su rodilla deja un beso.
Nino la recoge por reflejo y luego consciente la regresa.
—¿No prefieres...? —vacila Marc—. ¿Salir a almorzar?
Nino se muerde el labio en una sonrisa. Le gusta mucho esta parte
de Marc. La que suelta las palabras chicas, pequeñitas, pero con su
voz ronca y regia. Su actitud no tiene nada que ver con su
complexión robusta, su altura o sus facciones.
—Hazme el amor —le apremia con los labios brillantes.
Se pregunta si Marc notará el cacao de melocotón... Le agarra de
las solapas y le atrae, le hace hincar la rodilla en el colchón y dar dos
gateos sobre él hasta la almohada.
De todas las posibles vidas que podría llevar ahora... De todas las
posibilidades que podría haberse imaginado para su futuro... Pasar el
tiempo enrollándose con su novio Nino en la cama como un maldito
adolescente estúpido y feliz, no estaba entre ellas.
—Marc... —exhala Nino a dos centímetros de su boca. Tumbado
de lateral, Marc le acaricia la barbilla y él recoge los pies descalzos.
—Me encanta eso que haces con los ojos —susurra.
—¿Qué hago?
—Miras hacia abajo, después hacia arriba, y entonces al frente.
Como si hubieses recolectado la energía que te faltaba del suelo o de
las nubes. Y entonces la vuelves a bajar.
—¿Eso hago...?
—Todos los días. —Lenta pero con trazo largo se le plasma una
sonrisa—. Varias veces.
—Será porque me pones nervioso.
—¿Yo te pongo nervioso?
—¡De toda la vida!
¿Se cree que es tímido o algo así? ¡No lo es, es por él!
—¡Hazme el amor! —exige; parece que Marc iba a darle un beso
pero le ha pillado desprevenido el grito.
Su tío le saca el albornoz, después, besa su párpado vacío. Ha
llegado a un punto en el que no hay regreso. Marc no puede, o no
quiere, pensar. El ojo ámbar, las manos en sus mejillas, las piernas
abiertas...; Nino le está llamando.
Y él quiere ir.
Le besa el pecho y saborea con cuidado su pezón, tal como sujetar
una perla entre los labios.
—¿Tienes frío?
—No...
—Yo también estoy nervioso.
«Vale, pues...». Marc se aparta para quitarse la hebilla del
cinturón, echar abajo los pantalones y dejar a la vista unas piernas
cubiertas de vello. El cuello de la camiseta se lo coge en pinza y estira
hacia arriba dejando a la vista sus pectorales y el reguero recto que
desciende hasta su ombligo.
Para la salud de Nino se deja los boxers puestos; ya la tiene dura.
El bajo del elástico se le ha subido y su pene forma un bache largo y
ancho que se aproxima peligrosamente al borde, pero no llega a
asomar. Juega a estar a punto de saltar de la tela en cualquier
momento.
Desprende un aura magna que le llama a querer rendirse a él,
como uno de sus muchos sueños en los que le daba a Marc el papel
de policía, de autoridad, de hombre experto y pasional que le guía sin
darle muchas explicaciones... Pero sus ojos azules susurran un
contrario: el tipo de sumisión de hincar la rodilla al suelo.
Marc se tumba a un lado, el brazo apoyado tras su cabeza, las
narices juntas; le acerca de los muslos en una caricia tierna.
Una caricia tierna, larga, y dulce... demasiado light. Nino le atrapa
una mano y se la desliza por la piel hasta una nalga, desafía con la
vista los ojos azules, aunque el suyo tiemble.
Así, obligado, Marc encuentra con el pulgar un asterisco de piel en
la completa estepa. No hay un sólo pelo que se haya librado de la
extinción.
Nino se estremece mientras él se cerciora de lo suave que está.
—¿Por qué te has depilado...? —susurra muy cerca.
—Es feo que haya pelo ahí detrás...
Guau. Le descoloca su afirmación absoluta.
—Tú no tienes nada feo. —Ni nadie tan bonito por dentro debería
sentirse mal por lo que tenga fuera. Además ahora lo tiene enrojecido
de habérselo quitado.
Le separa una nalga que queda pequeña entre su mano grande.
Perfectamente redondeada, firme, pero a poco que apriete se vuelve
blanda y se amolda. Bautiza con una fugaz pasada el punto donde va
a entrar en un momento y Nino suspira desconcertado agarrándose a
su hombro.
Eso echa para atrás al azabache.
—No quiero que creas que yo no quiero hacerlo, Nino —dice—.
Desde que estás aquí... Todos mis días son felices.
Nino le aparta un mechón del flequillo esperando a que siga.
—Y, yo también quiero hacerte así de feliz —prosigue—. ¿Pero
estás seguro de que quieres...?
—Sí —le regaña un tanto obtuso. Le están ardiendo las orejas.
—¿Seguro?
—Marc... —protesta.
—Vale...
Su tío se estira al bajo de la cama, saca un bote de lubricante que
había comprado contemplando esta posibilidad remota. La verdad es
que no está poniendo mucho de su parte para evitar esta situación.
Sigue acariciándole con el dedo, esta vez con un pequeño pegote de
lubricante. Como respuesta al líquido frío las rosadas rodillas se
juntan y se pliegan. El nudo del albornoz queda totalmente deshecho
y el pelirrosa bien expuesto a la vista.
«Autocontrol...».
Cuando Nino esté preparado harán el amor de una forma
diferente, rudo, escandaloso, con arañazos y dientes si es lo que le
gusta, pero ahora no. Ahora solo quiere asegurarse de que entienda
cuánto le quiere...
—Mételo ya —protesta Nino.
Marc contempla vencido el rebose involuntario de erotismo de
cada uno de sus gestos, de cada giro de muñeca y cada punto de sus
comisuras impacientes. Admira su cuerpo como el fiel que agradece a
la capilla en la que se confiesa.
Escuchando atentamente cada suave suspiro que se escapa de esa
pequeña boca, lo contempla absorto ignorando las unidades de
tiempo, porque no tiene un solo fallo. Ni por dentro, ni por fuera; es
todo luz y pureza. Debe serlo porque él no puede ver otra cosa.
—Marc... —Se revuelve.
Marc le está mirando como Kyle mira a papá.
—Voy a entrar —le avisa en voz baja, como si fuera necesario.
Como si fuera de porcelana.
Con el dedo le penetra lentamente: a Marc no le despistan la
atención ni sus pezones rosas, ni sus clavículas en relieve, ni sus
costillas. Ninguno de esos elementos le llega por la suela a sus ojos,
que se afilan con erotismo al sentirlo.
Mete más ese dedo pero muy despacio, y Nino jadea suave
sintiéndole entrar, boquea como un pececito.
Imita su boqueo de cerca en una burla cariñosa antes de darle un
beso en la mejilla.
—¿Te due...?
—No me duele nada, cuando lo hago yo pensado en ti meto dos y
hasta tres...
—Ahm.
Nino suelta una risita breve.
También le da un beso cálido e inesperado que obtiene respuesta:
le desconcierta la inmediatez con la que Marc le rodea los hombros
con su brazo libre y le aprieta en un beso cargado de repentina
desesperación, como si el mundo fuese a acabarse y el sabor de sus
labios fuese lo último que quiere probar.
Su dedo hace círculos con suavidad. No lo introduce más, no se
hunde; tan solo gira y lo acaricia con un gesto de «ven aquí». Sin
embargo le besa los labios con progresiva celeridad, para seguirle el
ritmo a Nino, y mete un segundo dedo: ambos se separan medio
segundo para soltar una bocanada de aire.
La verdad es que está mucho menos apretado de lo que creía.
¿Cuántas noches habrá usado ese aparatito? ¿Cuántas noches
habrá...? Pensando en él.
Traga saliva, busca relajarse. Pero Nino frunce el ceño. Le busca la
boca y el lado salvaje.
¡Marc no tiene que hacer despacito y con cariño cada cosa y a cada
momento del día! ¡Que le trate como un princeso fuera, pero en la
cama esto no es suficiente, esto es... un timo!
Flexiona las caderas y empieza a moverlas, cada vez con más
garbo, menos vergüenza.
Y debe ser por la práctica que ha cogido al bailar y contonearse o
que Marc ha ido perdiendo aguante con el paso de los años, porque
con esa simpleza le está aturdiendo. Nino le quita las riendas y a él se
le vuelve imposible recuperarlas.
«Joder...».
Baja la cabeza atrás y le deja al mando. Y lo que hace Nino es
besarle el mentón, y escalarle en un reguero de besos buscándole la
nuez. Se la muerde, como un gatito en celo. Un gatito con mucha
prisa por ser penetrado.
—No sabes lo que haces, Nino...
—Deja de controlarte —murmura con falsa pena, con vergüenza,
con las orejas en carne viva—. Tú también puedes hacer conmigo lo
que quieras —Le besa la mejilla con delicadeza.
Para Nino esto se ha vuelto un juego. Jugar con su tito, y marearle
los sentidos esperando con falsa inexperiencia a ver por dónde
explota debe resultarle divertido. Porque le presiona y le presiona
con sus caricias en el rostro, con sus gemiditos; hasta que Marc jadea
sonoramente y le mete los dedos hasta el fondo.
De un empujón con el pecho le pega la espalda a la cama, se le
pone medio encima y le folla con la mano.
Nino rompe a gemir escandalosamente.
—¿Te gusta así? —gruñe Marc—. ¿Esto es lo que quieres?
—¡...Me gusta! —Se le quiebra la voz—. ¡Me gusta mucho...!
Gime sin quitar la vista de los ojos azules.
Las descargas de energía que experimenta su organismo le
confirman que Marc está equivocado: el deseo de tocarse, de piel con
piel, no guarda solamente intención sexual. Son sus hormonas las
que le gritan que corra a él necesitando un vínculo.
Marc abre la boca como si lo estuviera sintiendo con la misma
intensidad.
Parece que se le va la pinza por completo porque acelera.
Anonadado presencia cómo Nino está aprendiendo a aullar y él ruge
poderosamente. De repente eso de hacerlo despacio, con
tranquilidad, un ratito corto antes de cocinar abrazados y con mucho
mimo..., queda en el olvido.
Tensa los tendones de la mano, mueve los dedos más deprisa.
—Uhm... ¡Ah...! —Nino gime y se retuerce; Marc le está
acariciando lo que debe ser el punto G, pero con una rectitud que
aún con prisa no lleva movimiento erróneo: flexiona sus gruesos
dedos dentro de él, alterna vibraciones rápidas con otras más cortas
y besos con lengua. No sabía que fuese posible sentirse así de bien, es
una sensación que se activa con un botón y Marc no para de pulsarlo
correctamente.
Cuando mete tres, le deshincha en un suspiro abrupto y sus
pezones apuntan a las estrellas, despega la espalda del colchón de
manera inconsciente en un estremecimiento.
¿Qué está pasando...? ¿Qué es...? Se agarra con las dos manos al
brazo tensado de Marc. ¿Esto sigue siendo la vida real? ¿La vida real
tenía esta posibilidad, este truco para sentirse bien y no se ha
enterado hasta ahora? ¡Con la de veces que viendo vídeos porno se
ha masturbado! ¿¡Qué magia es esta la del punto G!?
Se percata de que le está chorreando la baba tarde, ya ha dejado un
buen charco en la tela de la almohada. La aparta con vergüenza
esperando que Marc no se haya dado cuenta, pero parece ser que sí y
su acción sólo consigue que se le escapen unas carcajadas
aterciopeladas. ¡Se ríe de él!
—Deja de preocuparte —añade también, y su voz ronca le rompe
los enlaces. Le deshace, Nino siente que se desborda en el colchón
como una masa de chicle.
Gira la cara y para acallarse muerde el brazo tenso de Marc
apoyado al lado de su pelo rosa, el que sujeta todo su peso sobre él
mientras le masturba. Y le hinca los dedos y las uñas sin querer en el
otro brazo que le folla; nadando en el mareo que le sube a un cielo
que hasta ahora no conocía.
Esos dedos se hunden más profundo. No sabía que tenía tanto
espacio ahí abajo ni puede verlo, pero la sensación es la de albergar
por entero un puño.
Se miran, se codician; se devoran la boca.
Nino ya no es tímido ni inocente y Marc ya no se controla, tan solo
le ve gemir desde su posición donde lo observa todo. No sabía qué
tenía él que pudiese hacer feliz a Nino, pero esto se le da bien.
Aunque no alcance para pagarle todo su cariño puede hacer esto por
él, puede enseñarle a manejar su cuerpo y puede tocárselo para
hacerle derretirse en el placer.
—M-Marc... —Marc le mira, atento, dispuesto, preparado para
darle lo que añada a su nombre si es que es una petición. Pero no
sigue la frase. Balbucea algo, boquea, nada más.
Así que Marc aprovecha para arrancarle hasta el último de esos
hermosos gemidos: mete y saca los dedos visitando el puñado de
nervios que tiene dentro y lo golpea con precisión, esperando a que
Nino se derrita entre sus brazos que no están para más que para
acogerle.
—Marc... Quiero... Mete eso... —logra manifestar, entrecortado
como en una carretera llena de baches.
Pero él ni desacelera ni da pie a ello.
—No tengas prisa.
—Ah-ah-ah.... Pero voy a terminar...
—Termina las veces que quieras. —Le da un beso en el pelo, y
agrega susurrándole al oído que no se preocupe, que si ya lo siente, lo
deje salir. Nino responde echándole sus brazos delgados a los
hombros. Allí se sujeta con las uñas.
Mientras Marc hace un esfuerzo sobrehumano por concentrar la
determinación exclusivamente en la punta de sus tres dedos y no
meter el puño, Nino le analiza ensoñado «Es tan gentil...» piensa.
«Sigue controlándose por mí...». Porque Marc le contempla como un
ser mitológico que se ha posado con cuidado en el suelo, le besa con
efusividad toda parte de la piel que le queda al alcance, y le da uno de
sus apretujados abrazos que le suelta en la cama o en cualquier parte,
esta vez con una mano.
Marc le quiere tanto que él puede sentirlo.
Además, es como si su miembro fuese algo que está ahí, duro y
probablemente chorreando, pero al que no necesitan prestar
atención o siquiera desenvolver. Es como si Marc, con estos besos,
esta prohibición de llegar un poco más allá, le estuviese diciendo que
de ningún modo puede entrar en escena pues no es digno.
«¿O... es porque yo no le excito?».
«¡O peor, que me ve como a un niño!».
Sobre el bóxer Nino agarra esa viga mojada de acero, y Marc se
descordina y desorienta casi tanto como ya lo está él.
En lo que debería decirle que no, que pare y no haga eso; su tío le
besa la sien y lo disfruta con su permiso.
—Uh... —se sorprende Nino al liberarlo: el miembro erguido y
esclavo encuentra oxígeno y reposo entre las manos delgadas.
Con los testículos encerrados en la tela Marc suspira directo a su
oído: «Nino..., Nino...» llama, como si lo estuviera regañando.
Por eso aturdido y ofendido por tanta delicadeza, éste decide
presionarle más: arquea la espalda y ondula como una serpiente
entre los dedos de Marc y su boca.
Marc no sabe qué hacer con todo este ofrecimiento. Nino le aturde,
Nino le embriaga, Nino le ha enseñado que no tenía ni idea de lo que
era la vida. La vida... era esto.
Se pelean.
Se lanzan amor sin escrúpulo: Marc aprieta ese punto, Nino
aprieta la carne. El lubricante chapotea en el agujero y el glande
enrojecido del azabache surge y se esconde cada vez de un rojo más
intenso. El miembro más pequeño rebota haciendo círculos en el aire
a cada embestida, y Marc lo ve absolutamente todo... Joder, quiere
follarle.
Quiere metérsela en este culito pequeño pero firme que conforman
dos perfectas rocas de almohadón. Quiere meterla. Necesita ponerla
en Nino. Hundirla y hacerle chillar de placer; ¿cómo de calentito se
sentirá ese agujero disimulado? ¿Nino le dejará correrse y ver cómo
chorrea? Hace siglos que no se vacía ni en una persona ni
ocupándose de sí mismo.
Se enlazan, se besan y enloquecen..., y Nino pierde.
—¡Aaah...! —Su barbilla apunta hacia el cielo, y Marc se empapa
de sus gemidos que se convierten en chillidos, de cómo tiembla
apretando los dedos de los pies y las manos. Le contempla absorto
hasta que Nino le tapa los ojos con vergüenza y se lo prohíbe.
No saben a dónde va a parar el semen, pero al terminar Nino tose
una vez y cae exhausto. Relajado y desconcertado, le tiemblan los
muslos.
No sabría decir ni cómo se llama.
Marc sonríe con las manitas tapándole el rostro:
—Te quiero —le dice a Nino. No quiere cometer errores del
pasado, esta vez quiere asegurarse de que Nino es plenamente
consciente de lo que siente. En cuanto le deja ver, bromea—: Hola.
—Hola...
Está desfasado como para quejarse cuando Marc baja y le limpia el
vientre a besos, en su lugar siente chispas de luz como si su cuerpo se
hubiera dormido y él estuviera a punto. Siente esos labios por la
barriga, y en el pecho, que se le ha manchado un poco.
Al mismo tiempo Marc se reprime. Las ansias de sacarse el
pantalón han estado a punto de arrastrarle y eso significa que está
menos preparado de lo que creía. Ha jugado con fuego y le ha faltado
un hervor para prenderse, es un inconsciente, un irresponsable, una
mala influencia.
«¿Es que quieres repetir la escena con Anthony en casa de Ellen?».
Terminada la tarea le seca con la sábana y sube de vuelta. Sus ojos
enigmáticos le preguntan si lo ha hecho bien. Nino le abraza el
rostro.
—¿Qué tal?
—Es —Trata de respirar para poder hablar—. ¿Siempre así...?
Marc ladea la barbilla con el rostro enseriado.
—¿Eso es que te ha gustado?
Nino traga la saliva que se le acumula en la boca, y con las fuerzas
que le quedan en la punta de un dedo del pie afianza un verdadero
abrazo. Asiente contra su pecho frotando la nariz.
—¿Quieres dormir un rato?
—No. No quiero.
Incorporándose Marc agarra la sábana y cubre su cuerpo desnudo.
Nino la aparta de una patada tardía.
—Ahora entra tú...
—No.
—Sí... —Sus dedos ahora torpes se deslizan por las mejillas de
Marc cuando esté se aparta, quedan en el aire porque se tumba
dando la entrega de regalos por finalizada.
«¿Cómo? ¿...Y la segunda parte?».
—Pero yo no quiero tus dedos —Respira—. Te quiero a ti...
Jugando sucio Marc lo atrae a su pecho y busca la manta dispuesto
a dormir aunque todavía es pleno día. Este era su plan desde el
principio. Darle a Nino lo que quería, pero no hasta ese punto.
Simplemente cansarlo un poco de modo que no pudiese exigirle más.
Le recoloca correctamente el albornoz.
—¿Por qué no...? —susurra Nino en su pectoral.
—Nino. —Coge aire y lo suelta; trata de explicar de nuevo con
infinita dulzura—: No quiero que el sexo te...
Pero golpean la puerta de casa tres veces, de mala manera.
Es imposible que sean sus padres. Podría ser Kyle, claro, pero Nino
acaba de terminar de gemir muy fuerte y si fuese él la puerta ya
estaría en el suelo.
En lo que el vello de Nino tarda en rizarse Marc ya está de pie, en
bóxer y calcetines junto a la cocina. Y en lo que Nino pestañea,
escucha un crac.
No ve de dónde saca Marc la pistola que le aparece en la mano.
—¿Por qué tienes...?
Vuelven a pegar. Marc revisa el cartucho de la pistola mientras
Nino flota entre interrogaciones con el cuerpo entumecido; pero no
llega a usarla.
—¿Me vas a abrir? —protesta Bernadett.
28
As days go by

—¿No es ese tu sobrino? —ve de refilón al chico en la cama mientras


Marc se la lleva fuera; cierra la puerta detrás. Al menos ha tenido la
decencia de ponerse una camiseta y las botas, sin embargo... No
quiere saber qué estaba haciendo ahí dentro con su sobrino, pero la
tiene dura y se le marca en el bóxer.
No se ve mucho en el pasillo del edificio. La luz está rota de hace
siglos, nunca salta.
—Ya es mayor de edad.
—¿Cumplía hoy, no? —lo sabe de las un millón quinientas veces
que Marc le ha hablado de él—. Estabas esperando el descuento.
Se analizan el uno al otro en silencio. Lo triste es que en realidad,
Marc está acostumbrado a estas reapariciones de Berna. Desaparece
cuando le da la gana y aparece cuando le da la gana.
Su aspecto está igual, al menos: lleva unos shorts tan cortos que
parece menos bajita. Es como si le importase tan poco el mundo que
tampoco le afecta el frío. O será que ese pelo tan largo le sirve de
abrigo, como los Neandertales en el Pleistoceno.
Tiene tantas preguntas que no sabe por cuál empezar.
—Supongo que... Mi lámpara de T-Rex la tienes tú —es la que
formula. Y añade, con algo de pausa y desprendimiento—: No
encontré los pedazos.
Bé le mira con ojos inescrutables, y después de un largo momento
se vuelve repentinamente sonriente.
—Es que me gustó, me pareció chula. Y era una pena que se
rompiese con las demás cosas.
Y seguramente ahora estará rota de todas formas, pero en la parte
trasera de su camioneta atestada de basuras.
—No tenías que destrozarlo todo —se rasca Marc la ceja—, tarde
tres días en recoger y todavía me sigo encontrando trozos rotos de
figuras y cristales.
Bé se encoge de hombros.
—Me dijeron que te registrara y eso hice. —Se cruza de brazos con
cierto ademán de superioridad—. Además, que la mayoría las
rompió otro tipo yo sólo te robé algunas cosas.
—¿Otro tipo?
—Sí. Me han puesto... me pusieron de niñera a un crío, un novato
que no llegaba ni a los dieciocho para que le enseñara lo mío.
«¿Pusieron? ¿Por qué habla en pasado?». El rosto de Marc no
parece satisfecho.
Y Bernadett lo analiza: su evidente falta de seguridad cuando es
ella quien lo tiene delante, su altura exagerada y esa expresión seria
que en realidad esconde un overthinking que a ella le saca de quicio.
Es un llorica, seguro que le monta una escena en un momento al
despedirse.
No obstante, también le nota distinto. Marc está como... feliz.
—¿...Qué pasa, qué pasó? —pregunta éste echándole un vistazo a
la puerta de su casa, bajando el tono como si no quisiera que ese
chico de ahí dentro lo oiga—. Te llamaba a tu prepago y no me
contestabas, no podía pasarme por el Podio ni tenía a nadie a quién
preguntarle por ti, y Gamell... Gamell nos ha engañado desde el
principio, Berna —Frunce el ceño con vehemencia al recordarlo. Una
expresión helada sustituye el desconcierto de tenerla de vuelta—.
Está con ellos desde el primer día y nunca ha tenido la intención de
hacer la operación, él estuvo detrás de lo que le pasó a Dab, él
provocó el accidente de Dab para tener la excusa de retrasar la
operación; pero como no le creí me expulsó y...
—Es esta noche —le corta ella tanto dramatismo.
Parece necesitar un par de pestañeos.
—¿...Qué? —pregunta con un tono tan rígido como la expresión
de su cara.
—Que es esta noche, luego a la una, hoy —repite notablemente
fastidiada. Está un poco espeso, parece que se haya echado una siesta
de ocho horas, ¿qué le pasa? Ella no quiere pasar mucho tiempo
aquí. No quiere... tener que aguantar sentimentalismos, y esas...
mierdas.
«¿Entonces Gamell no está con ellos?» cae Marc. ¿Era verdad eso
de retrasarlo por seguridad? ¿O lo retrasó precisamente porque
Berna se lo pidió, y de ahí hasta ahora? Joder, Berna nunca le explica
nada de lo que hace. Ella lo sabe todo de él, pero ella no le cuenta ni
siquiera esto tan importante. ¿Qué creía que iba a pasar, que iba a
hacer por saberlo? Evidentemente se pondría furioso con otro
retraso, claro, pero... Un momento.
La operación es esta noche, pero Bé no es que haya venido a
avisarle; eso no iría con ella.
Ha venido a despedirse.
Reacciona enseguida:
—No tienes por qué irte —Da un paso agarrándola del brazo,
como si ella hubiese estado a punto de irse corriendo cuando ni se le
ha pasado por la cabeza—. Gamell prometió que te daría un sitio, no
eres como ellos.
Bé asiente sin intención de apartarse.
—Y ahora te fías de él.
—Te darán una identidad nueva, y aunque te manden a otro país
yo podría saberla y podría ir a verte. No tienes que huir para siempre
ni estar sola.
—No necesito que me protejan de La Familia. —Rechaza su
contacto. Sus dos pares de ojos azules resaltan en la oscuridad
clavados los de uno en el otro, con bastante distancia de altura—. Es
por los polis. No soy idiota. Saben lo que he estado haciendo, y si
hago lo que tú dices, sabrán dónde encontrarme. ¿De verdad te crees
que me van a dejar pasar, a mí, después de tantos asesinatos?
—Colaboraste con ellos.
—Y ya no les hago falta —resuelve con desgana.
Marc baja la cabeza. Él no puede pensar por Gamell, y no puede
pedirle que se quede porque no puede prometerle que no van a
arrestarla, es cierto.
Berna coge aire y levanta las cejas mirando al suelo.
—Sólo he pasado a despedirme. Me voy ya.
—Espera, espera. Sigo sin saber nada, ¿por qué me pediste que me
fuera? ¿Por qué te fuiste tú después? ¿Y Dab? ¿Está contigo? He
revisado su expediente y nada tenía sentido: la carretera recta, la
moto nueva, ninguna marca de pintura de otro vehículo...
La avasalla a preguntas.
—Intenté arreglar las cosas para Dab —responde a una sin
demasiadas ganas—. Pero cuando vi que me habían puesto micros
entendí que ya no se podía hacer nada más.
—¿Te pusieron micros? ¿A ti?
—En los enchufes.
La cosa debía estar realmente mal si sospechaban de Bé después
de tantos encargos. La tenía por una de las élite en el mundillo; no
por su sutileza, pero sí por rapidez y desencanto: mientras hubiese
dinero de por medio, estaba encantada de satisfacer cualquier
encargo con su pistola.
—¿Y cómo es que tú no has tenido ningún “accidente”? ¿Cómo es
que tú sigues aquí? No tiene sentido que hayan perseguido a Dab
pero tú, y yo sigamos aqu... —Hay en sus ojos un destello que se
apaga.
Berna calla. Y Marc también. Porque comprende.
—Berna... ¿Por qué me pediste que me fuera? —El pánico cruza
por su rostro, un cóctel de ansiedad, enfado, y condenada pena.
—No quería que estuvieses por aquí cuando me pidiesen que lo
matara.
Sus palabras frías cambian el aura ya de por sí lúgubre de la
apretada estancia. Marc, por su parte, aguarda un momento antes de
cuestionar lo siguiente. También lo hace despacio, tranquilo. Sin
emociones. Es algo muy simple que puede responderse con un
sencillo monosílabo:
—¿Tú mataste a Dab?
—Me lo propusieron —responde sin atisbo de apuro. Quizás por
eso para Marc el tiempo se estira hasta que agrega—: Por ti.
Y le vuelve los indicios de furia a confusión completa.
—Yo siempre tuve cuidado de que no nos vieran juntos —prosigue
ella—. Ni a mí contigo, ni a mí con Dab. Pero como habías estado
trabajando con él en el Trébol, trabajabas en la policía, y fui yo quien
te metió a ti en La Familia, me conectaron con él; me hicieron el
encargo para asegurarse de que no nos hubiésemos juntado los tres.
—Suspira con desprecio—. Y al mismo tiempo, yo era el encargo de
otro. De ahí los micros.
Le ve a él hacer una mueca extraña. Es cabreo, sí, pero también
tristeza, es... Sus cejas inclinadas transmiten una cosa y sus ojos otra.
—Yo lo hubiera impedido —dice. Su voz es fría, tosca. Por
supuesto que Marc lo habría impedido.
—O más bien lo habrías intentado. Probablemente yo habría
acabado contándotelo antes de decidirme a matarlo, y tú habrías
intentado impedírmelo. Entonces habríamos muerto los tres —
Sonríe sabiéndose con razón, apostaría todos sus billetes a esa línea
de sucesos alternativa. Aunque sería una estupidez, claro, apostar
que va a morir.
—Tenía que haber otra opción, Berna... —Marc no asimila nada.
Es como si del corazón de su amiga, su hermana, la única persona
con la que puede compararse, colgasen ahora témpanos de hielo.
«Matarlo», sin nombres propios. Está hablando de Dab, no de un
cualquiera. ¡Se suponía que a ella le importaba!
—Cuando me dan el encargo a mí, Marc, es que hay poco margen
de negociaciones. —Él está a punto de hablar cuando ella sigue—.
Teniéndolo como sospechoso y sin familia ni en teoría pareja,
aunque yo torpedease la investigación borrando las conexiones de
Dab contigo y conmigo, que lo hice; iba a pasar.
—La muerte de Dab fue un ¿por si acaso? —repite en voz baja. De
ninguna manera. ¿Qué coño está diciendo Berna? ¿Desde cuándo
lleva esta poca fuerza, este sinsangre de luchar por lo que ella quiere?
—. No. No, Berna, lo hicimos mal. Yo debería haberlo sabido. Los
dos podríamos haberlo evitado, ¡Berna, joder! ¡Claro que teníamos
opciones! ¿Por qué hablas así; cómo puedes haberte vuelto todavía
más fría? Podríamos haberle cogido y llevado fuera de la ciudad o del
país —Balbucea en la última parte y la repite; repite muchas
palabras—. Haberle avisado a él, haberle llevado lejos, Berna..., claro
que había opción —Se le han humedecido ligeramente los ojos, pero
la furia evita que caiga el líquido cuando se lleva las manos a la
cabeza. «Fue culpa mía que no lo vi».
«Fue culpa mía, que metí a Dab en esto».
Bernadett ladea la barbilla como recalcando lo evidente.
—Eso fue lo que hice contigo. Antes de que me pasaran también tu
foto te pedí que te largases. —Bueno, pedir lo que es pedir... más
bien se lo ordenó con pocas palabras—. Pero si le hubiera avisado a
él siendo yo la única que conocía el encargo, ¿qué crees que habría
pasado? —Forja una sonrisa extremadamente ancha y amarga.
Propia de la Berna que conoció en la adolescencia, en el orfanato,
entre devoluciones y «No pasa nada, es lo que suele pasar»; no es la
Berna de hace tres años que se dejaba abrazar—. Y si hubiese muerto
yo y salido en las noticias tirada en un río, tú habrías aparecido por
El Podio pegando tiros como un pollo sin cabeza y ya estaríamos los
tres finiquitados. Matar a Dab era la opción más óptima.
Marc contempla en sus ojos un océano de agua helada. Así que así
son las cosas. Las palabras son solo palabras. El pelirrojo que parecía
estar transformando poco a poco sus sonrisas falsas en verdaderas,
son hoy día tres letras sin significado.
Acaba por bajar la vista al suelo.
No tiene nada que objetar porque le ha predicho con sobresaliente:
claro que habría ido al Podio, porque hasta hace un escaso mes no
tenía nada que perder.
—Hice que las pistas les llevaran a Gamell, como si Dab hubiese
estado trabajado a solas con los GEO; y como Gamell es poli no se
atrevieron a tocarle. Quitaron a Dab y listo. Pensaron que sin
informador se acababa el problema, y se volvieron más cuidadosos.
Me subieron los encargos. Les entró la paranoia de que todos los
nuevos que venían eran polis en cubierto. Me compré un Maserati —
añade como si viniera a cuento—. Lo estrellé.
—¿Pero si Gamell no estaba con La Familia cómo supieron de la
operación?
—Por Dab. Hizo lo que dijo que iba a hacer.
Ah.
—¿Se lo contó a Ayo? —exhala Marc.
Berna sube los hombros como dándole el pésame. Marc se
enfurece, pero es una furia extraña: está enfadado con Dab; quiere ir
a buscarle y gritarle que es un gilipollas subnormal a la cara, pegarle
cuatro puñetazos que le dejen inconsciente y quietecito en su casa
para quitarle la tontería y decirle que se lo adivirtió.
Pero claro. Ya no puede.
—Y por eso —Se balancea Berna, sin mucho ánimo. No era su
intención venir a explicárselo. Más bien... es que no sabe cuál era su
intención al venir aquí. Simplemente siente que esta vez la despedida
es la definitiva. Desde luego, después de esta noche, a ella ya no le
queda nada que hacer en esta ciudad—, después de que Bill me
propusiera a mí el encargo, Ayo se ofreció como voluntario. También
había estado trabajando con vosotros; creo que sabía que también
desconfiaban de él. Como si hubiera colaborado con Dab, pero
después se hubiese rajado y chivado.
—Entonces Ayo mató a Dab —ruge frustrado con un punto
irónico. Dab tenía que ser el amigo estúpido que defiende a capa y
espada el concepto de la amistad irrompible, verdadera y absoluta
aún con el paso de los años, es un inconsciente, Dab es...
Dab era...
—No, Marc. Fui yo —responde Bernadett con serenidad.
Y ahí ya termina de enmarañarle la cabeza.
—La noche del accidente acababa de dejarle. No estoy segura —
De pronto revolotea una mano en un gesto propio de inseguridad.
Berna. Inseguridad—. Pero yo también he visto ese expediente y si
quieres mi conclusión... antes de que llegase al piso que le cedió La
Familia, y antes de que Ayo pudiera encargarse, se desvió de la
carretera.
—¿Con qué? Si has dicho que viste el expediente.
Berna levanta la mano para hablar, se la pone casi en la cara,
demasiado cerca porque está mirando al suelo y no se molesta en
calcularlo.
—Creo —dice muy despacio—, que iba llorando. Fue un accidente
de verdad.
Por parte de Marc, silencio.
—Le dije a La Familia que había sido yo, claro. Y meses después
dejaron de espiarme. Así que te llamé, para que volvieses con tu
familia feliz.
Todavía, silencio.
Hasta que lo sepulta por completo:
—¿Por qué no me lo dijiste? ¡Joder, Berna! ¡Yo me hubiese
quedado, hubiésemos hecho algo! —grita sin recordar que Nino
puede oírle, grita sin tener en cuenta que cualquiera podría
escucharle—. ¡Dab estaría vivo, ¿¡no podíamos intentarlo!? ¿¡Por
qué mierda no me lo dijiste!? ¡¡Era Dab!!
—¿Intentar qué, Marc? —grita ella también—. Tu hubieses
querido adelantar la operación y todo se habría ido a la mierda.
Habrías puesto en peligro a tu querida familia —esputa con
reproche.
De inmediato Marc se asusta. Es verdad, Nino, Anthony, Ellen,
Annie... hasta el capullo de Kyle le viene a la cabeza.
—¿Y no lo están ahora? —se apresura a preguntar.
—Cuando Dab habló con Ayo no lo hizo de nosotros, porque si no,
no me hubiesen mandado a mí registrar tu apartamento. Y Gamell
arregló tu expediente para apuntarte en operaciones en el extranjero
que en realidad no hacías —extiende los brazos—. La prueba es que
seguimos aquí.
—¿...Estás totalmente segura?
—Lo estoy bastante. Pero yo me largo; y tú... si quieres asegurarte
de que se quedan a salvo ya sabes las opciones que tienes.
La seriedad con la que completa el discurso le rompe el corazón a
Marc. Es como si exponiese en el pedestal de una clase, leyendo
cifras de un papel. Tampoco le importa largarse aunque eso esté
implicando no volver a verle... Con Dab parecía que poco a poco
estaba cambiando, pero ahora es la Berna que tomaba drogas y a la
que no importaba nada una mierda... Joder, ¿habrá vuelto a hacerlo?
No le ve titubear el cuerpo ni los ojos raros, es solo la exagerada
frialdad con la que se pronuncia...
Bé rueda los ojos ante tanto drama, porque puede leer la cara de
Marc, «Es facilísimo leerle»:
—No me tomes por una damisela en apuros.
—Siempre llegas, y luego desapareces.
—A veces estoy por aquí y a veces por allí —asiente.
—Y yo nunca tengo forma de encontrarte.
—No me va eso de los móviles.
—Haces conmigo lo que quieres —le echa en cara.
—Porque eres débil, Marc —responde ella, con verdadera lástima,
como si él no entendiera—. Perseguir el cariño te vuelve débil.
—¿Y qué sentido tiene ser fuerte si te pasas la vida sola?
Berna niega. Le devuelve un temple magnánimo y sin recursos:
—Si mi felicidad dependiese de otra persona, entonces empezarían
mis problemas.
—Yo antes pensaba así.
—Y yo antes pensaba como tú piensas ahora —imita su tono
paternal.
Berna acaba por apartarse cansada.
—Si tuvieras mi complexión te habrían comido las ovejas.
—Me han comido de todas formas —susurra.
El tiempo se araña un minuto más. Simplemente se miran, con la
misma inhumana impasibilidad. La relación entre ellos siempre ha
sido extraña. Efímera en momentos, con pocas palabras... Marc
siente que son iguales. Que no las necesitan para saber que se
entienden. Pero compartir miseria no crea lazos resistentes, Berna lo
sabe. Si quieres huir de la miseria es mala idea mirar atrás
constantemente y revolcarte en ella.
Berna da otro paso atrás y Marc le coge los dedos: tres, los que le
da tiempo porque ella aparta la mano.
Esta vez la pausa es corta y Marc lanza otro reproche:
—Tú lo sabes todo de mí —reclama reciprocidad. La exige. O
como mínimo, pide saber a qué punta del país o del mundo tendría
que ir para visitarla.
Se libra de la cuestión cuando la puerta de la buhardilla se abre y
asoma Nino. Tímidamente, no llega a despegarse del resquicio.
Marc estaba tardando mucho... y llevaba un rato que no oía nada
ni con la oreja pegada a la puerta; no sabía si estaban hablando bajito
o es que se habían ido, y se ha asustado.
—Marc...
—Nino —le nombra en un susurro cariñoso—. Vete dentro.
No le hace caso. Con la colcha entera abraza un lateral de Marc, y
ahí, agazapado la mira a ella.
Berna aprecia que el niño pelirrosa le llega a Marc exactamente por
donde le llega ella.
—¿Quién es...? —musita el chico, le permite escuchar su voz débil
pero dulce y adorable. No se le ve más allá de los hombros desnudos,
pero es evidente que debajo de esa colcha no lleva nada. Hasta va
descalzo.
Dios, sus pies son diminutos. Debe tener la misma maldición que
ella a la hora de encontrar zapatos. El protegido de Marc la recela
con miedo y desagrado en la mirada «¿Has venido a llevártelo? ¿Qué
quieres de él? ¿Quién eres?». Parece un diminuto dios griego con esa
colcha blanca encaramada por el cuerpo y tiene las mejillas rojas
como si las hubiese maquillado en un “look inocente”, pero no, es
que son así. La buena vida que le han debido dar los Summer le ha
permitido tener las uñas lacadas en un recatado brillo y estas formas
educadas de mantenerse expectante en lugar de exigir: quién cojones
es la persona que aparece por su casa sin venir a cuento.
Ni Marc responde la pregunta del chico ni Berna se espera a que lo
haga, levantando la barbilla cuestiona con cierta distancia:
—¿De verdad quieres saberlo todo, Marc? Hay cosas... que es
mejor no saber.
Marc no comprende qué quiere decir.
—Adiós.
—Berna —la llama. Para nada, porque ni ella se gira ya ni Nino se
le aparta—. ¿Plátano amarillo?
Nino contempla a su tío, que a su vez mira a esa mujer subirse al
ascensor. Ella no, ella mira a un lado con desinterés esquivándole de
forma evidente.
—No. Nada de plátanos esta vez.
—Esa es una vida triste —musita. Azules en azules.
Pero Bernadett sonríe y le sorprende. Es una sonrisa distinta a las
que le ha podido ver dirigidas con lascivia, entretenimiento o
desinhibición en cualquier otro momento.
Es como... una sonrisa llena de calma y paz.
Una sonrisa de verdad.
—Bromeas, ¿no? Marc Summer, yo ahora soy... —Le está diciendo
adiós. A su vida, a su pasado en La Familia, que incluye a Dab,
incluye a Marc, hasta a este chico presente en este momento de
punto y final. Mirarlos o seguir en contacto sólo le recordarían lo que
ya no quiere recordar. Por eso mientras las puertas del ascensor se
cierran, se despide y las deja atrás con el pensamiento de que, desde
ahora, y desde hoy en adelante, ella es—: libre.
Marc observa en silencio, un largo rato después, las puertas de
acero que se han llevado la melena rubia y la poca luz.
—¿Quién era...? ¿De qué hablaba, qué querías saber...?
Nino le tira de la camiseta para llamar su atención, porque no le
contesta. Está serio. Impasible.
Y luego parece enfadarse.
—Nino —Sus ojos se entrecierran, su ceño fruncido—. Tengo que
irme.


En la buhardilla, Nino ve a Marc sacar de la misma tabla de madera
que ha roto antes un arma más grande. Un rifle francotirador. Parece
que tiene varias armas en ese cajón escondido.
¿Lo ha tenido ahí todo este tiempo?
—Te llevo a tu casa.
—No. ¿Qué pasa? —Nino le sigue a pasos cortos envuelto en la
colcha mientras Marc coge un chaleco antibalas del armario. Su
nerviosismo aumenta—. ¡Díme! ¿Qué pasa?
Cero respuesta. Éste va montando un arsenal sobre la encimera, lo
guarda en una bolsa.
—Marc. ¡¡Marc!!
—Lo siento.
—¿Qué pasa?
Hasta que no le quita de la mano una pistola que iba a guardar, no
consigue su atención. Le desconcierta el tacto exageradamente frío
de la pipa de metal pero no destensa el ceño, porque lo necesita para
exiguirle una respuesta.
—Nino... ¿Seguirías dándome besos si supieras que soy un
asesino?
—¿De personas malas?
—¿Cómo? ¿Es es lo primero en lo que...? —Marc se lleva una
mano al pelo.
Un minuto después, en silencio acaba por sentarse en el filo de la
cama. Un segundo después Nino lo imita. Ve en él una severidad
aterradora que dista del hombre feliz de hace un rato.
—¿Qué pasa? —repite por millonésima vez.
—Nino, quiero... —Sube los hombros mirando la tabla que ha roto
—. Deberías saber qué clase de persona soy.
—¿Qué clase de persona eres?
—Estarías mejor con cualquiera que no sea yo.
¿A qué viene todo esto? ¿Quién era esa mujer?
Entre incógnitas Marc le atrapa una de sus delicadas manos, y
Nino calla cuando se la lleva a la boca y la besa: primero en los
dedos, con calma el reverso de la palma que se deja en los labios.
Lo observa entre su flequillo azabache.
Estas semanas con Nino han sido las mejores de su vida, y no
quiere que le odie. «Pero si lo hiciese Nino saldría ganando». Ha
estado bien jugar a ser feliz, pero desde el principio sabía que en
algún momento tendría que dejarlo libre para que encuentre a
alguien mejor. Así que si ese momento es ahora, y si esta noche le
pasa algo en el GEO, le ahorrará a Nino tiempo y dolor.
Como se le ve con poca predisposición a hablar Nino no espera a
que le explique nada: le empuja con cariño de vuelta al colchón.
—Vale, cuéntamelo si es lo que necesitas, pero no me hace falta
saberlo —asevera con la autoridad de cien jurados—. Yo solo quiero
que te quedes conmigo.
Y sonríe, débil, forzado, intenta ser reconfortante.
Acaba de decirle que es un asesino..., y Nino sonríe.
—Nino te digo que he matado a personas —También se lleva las
lágrimas de un Marc desorientado—, que ahora volveré a hacerlo...
—No vas a ir a ninguna parte. Supongo que yo también soy
horrible, te digo que me da igual, y te digo que me alegro muchísimo
de que hayan muerto ellas y no tú.
—Mi Rey...
—Y además eras policía —se impone—. Pues claro que habrás
tenido que disparar a alguien... Lo haces para protegerte a ti, a tus
compañeros, a las personas de la calle; arriesgas la vida para que
nosotros los civiles podamos vivir tranquilos y felices con nuestras
tonterías.
Marc aprieta los ojos mientras Nino le enumera cualidades. Pero a
los asesinatos después de todos estos años y después del GEO, ni
siquiera él les da importancia. Intentaba asustarle para que sepa que
aunque le vea acariciando a Pelusa o sonriendo, ha tenido las manos
manchadas de la sangre de otras personas.
Lo que le persigue es otra cosa.
—También le hice algo a tu padre. —Su seriedad frena el discurso
de Nino—. Y tampoco es lo que he hecho, es lo que yo soy. No
debería tener a nadie cerca; sobre todo a ti, Nino.
Las facciones de su policía se han vuelto gélidas, y a él un aura
helada le trepa la columna preguntándose qué demonios le ha dicho
esa mujer rubia que Marc se ha vuelto tan emo.
Durante una densa pausa tan solo se observan.
—Pues cuéntamelo todo —le ordena después de un instante—. Y
yo decidiré si quiero que te vayas.
El único ojo ámbar le mantiene la mirada muchísimo mejor de lo
que son capaces los azules en este momento.
—...Vale —susurran estos.
101
Hey!
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«¿...Será verdad?».
Marc está sentado tapándose la cara, con los codos clavados en las
rodillas flexionadas, las botas cruzadas sobre las sábanas.
El tráfico de niños. El asesinato del padre de Marc. El de ese tal
Alejandro. Que intentó violar a su padre a los dieciocho... ¿Será todo
verdad? ¿Y el rostro del padre de Marc, era tan parecido al del propio
Marc como dice él?
Tiene que ser imposible. No puede asociar su imagen al
maltratador del que le ha hablado.
—Si papá supiera por qué bebías —habla entre murmuros—,
entendería por qué se te fue la cabeza. No es que se justifique, claro,
pero...
Marc niega con la cara tapada en señal de no querer hablar; no se
lo ha contado para debatirlo. Se lo ha contado para que se marche
por su propio pie.
Nino le baja una mano con cuidado.
—Crees que no eres bueno para mí..., pero que me hayas contado
tu historia solo ha hecho que te quiera todavía más... —Se acerca,
despacio y de rodillas en la cama—. Creo que llevas años
martirizándote por cosas que pasaron hace décadas, y que hiciste
porque no tenías más remedio o porque tenías problemas y estabas
solo...
Marc se aleja para verle mejor.
—Pero ya lo has compensado —sigue Nino, alterna por turnos su
ojo en cada una de las esferas azules—. Hiciste lo que tenías que
hacer porque no te dejaron más opción, pero cuando has podido has
elegido jugarte la vida en la policía y en el GEO. No necesitas trabajar
esta noche. No tienes que compensar nada.
Marc le ha contado la historia de toda su vida pero por encima,
como si tuviera prisa por no aburrir o por no emplear demasiados
párrafos y acabar siendo expulsado a mitad de la narración. Sin
embargo también ha ido añadiendo frases largas de detalles que
realmente no importaban: como cuál era la marca de cereales que
comían; que algunas noches jugaban a las sombras chinescas...; a su
madre la ha mencionado con cariño, con tristeza. Ha dicho que tenía
la manía de girar tres veces la anilla del pan de molde y que cuando
iban juntos a tomar helado el de ella era siempre de menta.
—¿Y si vuelvo a hacerlo? —le murmura Marc a la única cosa
buena que ha hecho—. ¿Y si te hago daño? —se apaga.
Aunque, de hecho, ya le ha sacado de casa, peleado con sus padres
y distraído del instituto.
Su sobrino le toca el rostro y él lo inclina fiel a sus caricias.
Después, recibe un beso en la frente, porque Nino cree comprenderle
un poquito mejor: desde fuera a Marc se le ve un rostro agraciado
que a él le repulsa, y una expresión impasible y atrayente que no es
natural, sino el producto de estar permanentemente reprimiendo la
tristeza. Y desde dentro él se define exclusivamente por lo que hizo a
los dieciocho: Alejandro, papá.
—Me salvaste —le recuerda. Desliza el pulgar por sus labios, por
su barbilla y su nuez bajando en vertical.
—Y eso es lo único bueno que he hecho.
¿Cómo? ¿...Las misiones antiterroristas en el GEO no cuentan para
Marc?
¿Ni su intento de cerrar La Familia y proteger a los niños?
¿Qué han hecho el resto de personas de la calle que han subido
tantísimo el listón? Porque él lo más que ha hecho es donar ropa o
hacer algún voluntariado y ya lo llama ángel.
—¿Y te parece poco? —responde entre susurros.
—No es suficiente.
—¿Suficiente para qué?
Marc se limita a menear la cabeza otra vez.
—No le debes nada a nadie.
—Se lo debo a Dab. Se lo debo... a mi madre. —Oh... Es extraño
escuchar a Marc usar la palabra madre, y es todavía más extraño que
no la use para referirse a su abuela Ellen.
A Nino se le descordina la voz antes de decirlo:
—No hace falta que mueras tú también —le sale un gallo.
—Los GEO irán al Podio pero Ayo no va a estar allí. —Sus ojos
brillan recuperando cierta seguridad—. Y probablemente Bill
tampoco, ni White, ni cualquiera con un mínimo cargo. Igual que
Berna muchos asesinos a sueldo se librarán por no estar por allí y no
todos son como ella. Que la policía cierre unos locales y encarcele
algunas personas no va a cambiar nada. Se disolverán aquí, y se
expanderán de nuevo en otra parte. Como un virus.
—Pero tú no tienes la culpa de eso, no es tu responsabilidad. ¡Para
eso está la policía!
—Esta era mi parte. —Ah, es un monólogo consigo mismo—.
Berna y Dab sacaban nombres, sacaban datos, se jugaban la vida
cada día recolectando toda la información; y luego yo estaba en la
operación de cierre. Pero es esta noche y estoy aquí. Contigo.
Pues según lo que explica y cómo lo explica Marc, es muy fácil: si
tan seguro está de esa estúpida llamada del deber que coja la mochila
y salga por la puerta.
El problema es que, aunque esté diciendo todo esto y sea quien
crea un conflicto, no quiere irse. Antes no le importaba otra cosa y
vivía esperando a esto. Pero las cosas han cambiado mucho en poco
tiempo.
—Hasta ahora yo no he hecho absolutamente nada. Todo lo han
hecho ellos; no he sido mejor que un personaje de relleno. Y si el
GEO hace sus redadas y Ayo se escapa todos viviremos a partir de
hoy con miedo. —Para apuro de Nino, se levanta—. No voy a ver
cómo a tus padres, tu abuela o tu tía les pasa algo por mi culpa, otra
vez.
Vuelve a la encimera y a revisar esa maldita bolsa.
—Eso no es verdad, tú has hecho mucho. ¡Si no fuese por ti no
habría operación! —Horrorizado le ve sacar y revisar el cartucho
cargado de una pistola.
—Claro que sí. —Va planeando qué hacer: en el coche de camino a
la comisaría llamará a Gamell para decir que va para allá, que le
preparen un hueco en el escuadrón que sea en el edificio que sea. No
puede haber sido más vil de no mandarle siquiera el mensaje; si no
fuese por Berna seguiría tumbado en esa cama dándole besos a Nino
tan ricamente.
Eso sería deleznable.
A su vez, horrorizado Nino maldice su cabezonería y ese estúpido
pensamiento de militar de dar todo por nadie.
—¡Tú lo sacaste a la luz, tú le diste esperanzas a tus amigos...! ¡Eso
es igual de importante!
Marc tira una carcajada. «Amigos». Si lo único que ha sido para
ellos es un amuleto de la mala suerte.
Se pregunta qué habría pasado si Dab hubiera aguantado unos
meses más en el orfanato antes de fugarse y hubiese sido adoptado
por Ellen, porque entonces no le habría hecho nada a Anthony y no
estaría entorpeciendo una posible vida feliz de Nino, adoptado por
otra familia pero igualmente feliz, con cualquier otra persona que no
sea él. Y Dab seguiría vivo, claro.
Él le robó a Dab la posibilidad de una familia, y... él ha matado a
Dab proponiéndole cerrar la única que tenía. ¿Cómo va a quedarse
aquí compartiendo cama y recibiendo los cariños de Nino? ¡Dab está
en una tumba, Berna está huyendo por su vida! ¿Cómo de miserable
puede ser para quedarse aquí y tener el atrevimiento de ser feliz?
Empuja todo en la bolsa negra, y Nino las agarra y las saca de
vuelta. Forcejean absurdamente: uno sacando una caja de balas, otro
metiendo un cinturón con bolsillo.
—¡Tu madre ya estaría orgullosa de ti! —levanta Nino su voz
aguda.
—Esto es lo mejor para ti.
—¡Deja de meter cosas! ¡Marc!
—Incluso si me quitas eso en el GEO me darán más —dice
viéndole robar una caja de balas.
—¡Me dijiste que me querías! ¡Me lo has dicho muchas veces!
—Ahora te duele pero ya lo entenderás.
—¿¡Ahora soy estúpido y tú lo sabes todo!?
—Suelta el asa por favor.
—¡Lo único que te pasa es que sigues creyendo que soy un Santo
porque me has visto crecer! ¡Pues tuve sexo con mi exnovio cuando
no le quería! Nunca le quise, él a mí tampoco pero yo eso no lo sabía.
Así que no somos tan distintos, ¿ves? ¡Tú dices que eres mala
persona y yo te digo que también lo soy! ¡Así que puedes quedarte
aquí y somos horribles los dos juntos!
—Tú no lo entiendes Nino, todavía eres...
—No me hables como si no me hubieses encontrado cubierto de
sangre en una gasolinera.
—Iba a decir que todavía eres muy joven —habla prácticamente
para sí—. Y si me muero también podrás buscar a alguien mejor.
—¿¡Pero qué es lo que te pasa!? ¡¡Deja de hablar como un
octogenario!! —chilla, ¡está harto de oír esa tontería, de leérsela de
la cara! ¿Marc se cree que «no entiende», que es «muy joven» para
entender?
Bien, entiende absolutamente todo, conoce perfecta y totalmente
de dónde viene este torrente de imbecilidades que le ha dado por
decir, este estúpido intento de marcharse lejos con la mirada perdida
y a la contra del viento... ¡porque es muy sencillo!
¡¡Tan sencillo que cualquiera podría verlo!!

«...El problema soy yo, Nino, soy yo.


Es lo que siempre he llevado dentro...»

Esta baja autoestima y esto de querer ir a morirse nace de que a


Marc le preocupa no ser bueno para él y privarle de otra vida. A Marc
le preocupa no poder controlarse un día y hacerle lo que casi le hizo a
Anthony. Porque no importan ni van a importar los años que pasen
de ese incidente, no importa lo que haya hecho por el camino para
compensarlo. Ya que como un cáncer inevitable y corrosivo que lleva
arraigado al cuerpo...
Marc nunca ha dejado de luchar contra su herencia.

«...No es lo que he hecho, es lo que yo soy.


No debería tener a nadie cerca...».

—¡¡Tú no eres tu padre!! —le chilla el ángel a sus demonios.


En consecuencia, su tío deja por fin de llenar la bolsa.
Le ha mirado al instante.
Mientras Nino mantiene los puños cerrados y la espalda firme, los
ojos azules centellean una pregunta.
En cambio no la pronuncia, no pestañea en absoluto. Tan sólo
mira; como Pelusa cuando escucha un plástico pero no lo ve y no
llega a confirmar si es comida.
Hasta que los ojos se le inundan sin control y sin que él mismo
parezca entender por qué.
—¿...No lo soy?
De forma queda Nino niega y le coge la cara.
—No lo eres, nunca lo has sido, y nunca podrías serlo —le dice
cerca, despacio para que se entere bien. De puntillas mantiene sus
miradas enlazadas y se lleva las lágrimas de un Marc desorientado.
—...No —musita él. Parece repetirlo como si el monosílabo fuese
ahora una Biblia completa.
Es como si... Es como si, acabase de darse cuenta de que lo que es
una marabunta de metal oxidado recorriendo el espacio donde
deberían estar sus venas, puede explicarse con palabras.
—No —le inculca el pelirrosa, que une sus labios en un toque sutil
y breve, un simple manifiesto de cariño en el que Marc se disuelve y
pierde.
Con lo pequeño que es... ¿Cómo es posible que Nino consiga sacar
de él al chico asustado que no sobrevivió al orfanato? Apenas está
aprendiendo a entender de qué va realmente el mundo; pero Nino ya
ha visto el punto y final del universo.
—No hay nadie con quien me sienta más seguro —le aparta Nino
un mechón azabache—. Y no voy a dejarte solo con tus problemas —
susurra encarando los azules de uno en uno.
Marc ve a Nino lagrimear por lo que le acaricia la nariz. Con dos
dedos, con uno, su nariz pequeña y su carita entera, que parece una
pintura. Hasta que se dobla en un abrazo.
«No voy a dejarte solo con tus problemas».
«No voy a...».
Frota la frente sobre el hombro pequeño cogiendo aire.
¿No es un estorbo? No es un tóxico que merece reclusión y a quien
se le manda al abandono. Nino dice que es una persona, con simples
«problemas».
Y puestos en su boca parecen tener solución.
—Lo siento —murmura.
—Me gusta verte llorar porque así puedo consolarte.
Marc lo aprieta más fuerte.
—Te quiero, Nino. Te... te quiero —susurra con voz trémula.
En cambio, Nino no se lo devuelve esta vez.
En lugar de ello le sujeta la parte inferior de la camiseta de Marc, la
estira de puntillas hasta donde puede y los ojos azules desaparecen
un momento mientras la desecha.
El flequillo azabache cae despeinado. Marc, con los ojos mojados,
se encuentra a Nino ya fijo en otra cosa: le toca los pectorales y el
poco vello que le desciende por el abdomen; fino y ondulado pero no
fuerte, tosco ni rizado. Palpa todo el contorno y le sube las manos
hasta los hombros grabándose cada curvatura de la musculatura.
«No se va a ninguna parte».
Luego, pareciendo pensar, recorre el largo de los brazos que son
igual de claros que los suyos pero mucho más anchos, y acaba en el
punto final de sus dedos: sus caderas, donde en algún momento han
ido a parar las manos de Marc.
«Marc sólo necesita amor...».
Le empuja a la cama y él se deja, le empuja y le tumba la espalda
en el colchón, le empuja y le distrae con besos, le empuja con la boca
en su boca. A Marc no le ha dado tiempo a darse cuenta de que Nino
ha agarrado un metal hasta que escucha un clac.
Con las esposas de guardia le ha anclado al cabecero.
Marc tira de ellas de la impresión pero no consigue liberarse.
—Nino, ¿qué haces...? —Pues coger la apartada camiseta de Marc
y hacerle una venda.
A su tío le quedaría una mano para intentar impedir lo siguiente
pero no lo hace: Nino le saca los boxers; le deja únicamente los
calcetines negros y se asusta al conocerla como Dios manda por
primera vez y ya dura y erguida, como un monolito mojado.
Traga saliva.
Marc está equivocado en muchas cosas. La primera, verse a sí
mismo como un demonio o un pobre hombre salido del fango
manchando todo lo que pisa. La segunda, verle a él como un ángel
puro que no comete error ni sobrepasa jamás interés propio sobre
resto alguno.
Por ejemplo, si fuera un Santo, no tendría sueños húmedos con su
tío desde los once años, no se habría comprado un vibrador, y no
gemiría el nombre de él por las noches. Por ejemplo, si fuese la luz
que ven los ojos azules, no estaría pensando que no le importan ni
tres cuartos el resto de seres vivos si Marc tiene que jugarse la vida
por ellos.
Por ejemplo, si estuviese bendito, no le besaría el glande ni se lo
pondría en la boca: Marc jadea al notarse dentro, el metal suena
hueco del tirón y la piel de su muñeca queda marcada en rojo.
—¡Nino...! —jadea moviendo la cadera a un lado, como si no
pudiese hacer más que eso para apartarse. Como si de verdad
quisiera apartarse de los labios carnosos que le comen las fuerzas.
Es increíble, fascinante, nunca le había excitado tanto una persona
con tan poca cosa. Guarda un pedazo de la punta de su pene en la
boca y ya le vuelve un hombre vencido. Sus manos pequeñas le
acarician los abdominales mientras su cabeza sube y baja, siente el
leve roce de sus dientes superiores en las venas...
Su Rey es tan sensual sin pretenderlo...
O puede que sí. ¿Puede que lo pretenda?
Eso de ir siempre en pantalón cortito y que se le caigan veinte
cosas al suelo, eso de pedirle con una vocecita tímida compartir
bañera, eso de pegarle los pezones al pecho y frotarlos sutilmente en
todos y cada uno de los abrazos.
—Ya está, Nino... —pide, tampoco con férrea pasión—. Suelta
eso... —dice, como si hubiese cogido del suelo lo que no debiese.
Nino se aparta de verdad, de modo que con los ojos vendados él
vuelve a tirar de la esposa, le indica que la quite ya. Lo escucha
moverse y la cama se hunde en los puntos que marcan sus manos y
sus rodillas al acomodarse.
La caja de condones que compró junto al lubricante, sólo por si
acaso, resulta ser un gasto tonto. Nino no usa ninguno de los
cuadraditos. Derrama un espeso chorreón de líquido sobre su pene y
Marc pega un espasmo: metal, jadeos, su nombre pobremente dicho.
Nino se sienta sobre él.
—Nino... —Está a punto de estremecerse pero se contiene: si hace
un movimiento brusco podría terminar de encajarla y hacerle daño a
Nino—. Te quiero —jadea.
Va a quitarse la venda con la mano libre pero Nino la frena
enlazándola con la suya. Quedan ambas sobre el pecho ancho y cada
una más apretada a la otra.
Los otros cinco dedos y cinco uñas del pelirrosa se arrastran por su
pectoral mientras gime y se empala.
Desciende despacio.
—Nino —gime de una forma extraña, casi llorando. Cada vez que
llama su nombre da otro paso a la locura. Cada vez que da un paso a
la locura necesita llamar su nombre.
—Te quiero... —le responde agazapándose en su torso, los labios
pegados a su mentón. Se ha metido solo la mitad.
Sus bocas se entreabren pegadas, toman el oxígeno de la boca
contraria porque del mundo ya no les llega suficiente. Los de Nino
piden un beso y los de Marc enseguida le buscan y se lo dan. Chocan,
comparten saliva, se apartan para soltar briznas de aire.
El ojo ámbar se clava donde deberían estar los azules, tapados por
la tela. Le pide que le expliquen qué es esto que se siente; y en el
siguiente beso se apropia del labio inferior de Marc.
—Nino... —gruñe con el labio tensado, hasta que él lo suelta y le
busca de nuevo la boca.
Nino contonea las caderas y el pene toma forma acoplándose a su
vientre con facilidad, son una misma pieza dividida en dos partes que
ahora se reencuentran. En cada cadena de ondulaciones puede
introducirse un pedacito más; busca estar completo.
A medida que lo va consiguiendo ambos miran hacia abajo, incluso
Marc como si pudiese verlo: un simple pedazo de carne que recoge
otro. Un intercambio de fluidos, de temperaturas corporales, un
espacio vital que se mete en otro.
Pero con Leo esto no era así. Con Leo era una descripción
mecánica: introducir pieza A en pieza B; con Marc la misma teoría le
deja secos los pulmones y le tensa las uñas como un felino.
—Aah... —suspira extasiado cuando ya no tiene que seguir
luchando contra la gravedad; ha quedado completamente sentado en
Marc piel con piel sobre su abdomen. Así como está, su miembro
rosa queda encima del ombligo de Marc.
Y se frota sobre él cuando baila.
—Princesito —gime él. Después se corrige—. Mi Rey... —Le
acaricia con ternura una mejilla hasta que Nino atrapa su pulgar
entre los labios. Lo sujeta entre los dientes y lo chupa erguido y con
la barbilla alta sin parar de marear el miembro de Marc.
¡Adora cuando usa esos apelativos que parecen fugarse
directamente desde su corazón..., pero no ahora! No es delicado, no
es tímido... ¡No quiere serlo!
Empieza a moverse bruscamente.
El cabecero traquetea y golpea el cristal de la ventana, el colchón
blando bota cada vez que Nino intenta metérselo entero aunque no
es posible porque no tiene tanto sitio.
Marc se deshace al sentirle aun así intentarlo. No le importa cómo
sea su cuerpo, conocer si sus pezones están ahora levantados o
descubrir las maravillosas mamadas que le pueda hacer; porque esto
lo siente todas las veces que le da un simple beso. Nino bailando en
su polla es esa sensación elevada a muchos ceros.
Un billón y medio de sus minibesos dulces en la mejilla.
—Yo hacía esto pensando en ti —gime Nino cada vez más
acelerado—. Sujetaba mi vibrador en una almohada y me ponía
encima pensando en ti —confiesa con voz trémula.
—¿Qué...?
—Me imaginaba que me hacías el amor —jadea en su boca—. Me
imaginaba que un día me empujabas contra la pared y me hacías el
amor como tú querías.
—¿Yo...?
—Me imaginaba que me desnudaba para ti y tú me ponías unas
esposas y me regañabas por ser un pervertido...
—No eres un pervertido —jadea, porque en cada autopenetración
le roba el aire—. Yo soñé que tú me lo pedías.
—Entonces házmelo te lo estoy pidiendo...
—No puedo...
—Quiero que seas tú —Le besa, le caza con desesperación—.
Quiero hacer el amor con el Marc de verdad, no quiero que te
contengas... —pide, y se crece—. No soy delicado ni frágil. Te acabo
de hacer una mamada y te estoy pidiendo que me folles bien...
—Ah... —Suenan tan extrañas esas palabras puestas a conciencia
en su boquita... Le pide que le folle, cuando él todavía no ha catado lo
suficiente sus pezones, su ombligo, su cosita rosa ni apenas amasado
sus nalgas.
—Házmelo, Marc...
A trompicones, la mano de Marc sube por la pantorrilla de Nino a
su rodilla, de ahí marca un sendero que se recorre despacio, y el
hueso de su cadera le conduce a su nalga derecha.
—¿Tú no quieres...? —Entristece a Nino al no presionarla o
azotarla; tan solo se ha posado, con distendida liviandad—. De todas
formas no te voy a dejar ir... Te vas a quedar aquí y te voy a hacer el
amor hasta que tú también quieras hacerlo conmigo...
Marc no está muy seguro de que eso sea legal, pero es tan mono
que no asustaría a una paloma. Se cree que tiene el control y que él
no podría liberarse en cualquier momento si de verdad quisiese...
Qué adorable es...
—¿Me has secuestrado? —susurra esbozando, progresivamente,
una medio sonrisa.
—No... B-bueno —Se aclara la garganta—. Sí, te he secuestrado.
—Ah... —Sonríe enteramente y desconcierta a Nino al exteriorizar
en un tono alegre—: Qué suerte tengo...
A Nino se le sacude el miembro al oírle así, jovial, mimoso...
Se mueve más rápido.
—Me gustaba mucho tu uniforme de policía... Y me gusta mucho
tu calendario y ese mes que sales casi desnudo..., me imaginaba que
me empujabas contra el capó de ese coche... —confiesa un tanto
acelerado, con prisa, con esperanzas.
—¿...Eso quieres que te haga?
—Soñaba que usabas tu porra de policía para pegarme en...
—¿En el culito? —murmura tragando saliva.
—Si... —Desciende la boca hasta su oído—. Y después, me la
metías...
—Ah...
—Metías y sacabas ese plástico... yo te pedía que entraras tú...,
pero tú no querías...
—¿No...?
—No... Me follabas solo con la porra, un rato muy largo, la metías
casi entera, hasta que me hacías terminar y manchaba el capó... Pero
tú nada...
—Qué tonto soy...
—Eres tonto...
El cuerpo pequeño se frota contra el grande.
Nada de sutileza, sólo frote, sólo caricias que un cuerpo desnudo le
da a otro; sólo amor, besos, y mordiscos pequeñitos...
—Nino, para —pide entonces.
—No... —mantiene el tono sensual—. Te he dicho que estás...
—Voy a correrme Nino, quítate...
—¿C-cómo?
Al algodón de azúcar se le esfuma la confidencia en un segundo;
pero a pesar de que desacelera no se detiene.
No lo entiende. «¿Por qué jadea Marc tanto así de pronto...?» su
pecho palpita acelerado y se le entrecorta el aire. Verle tan
descolocado le hace sonrojarse y le excita, porque se supone que
Marc es el experto y él quien no tiene la menor idea de lo que está
haciendo, pero... «Es como estar perdiéndola juntos...».
Con las dos manos en sus pectorales, le besa la nuez.
—Córrete —le dice ondulando las caderas.
—¿Estás seguro...?
No responde; se limita a dejarle, pequeños y con poco sonido, un
sendero de besos edulcorados por el cuello y la mandíbula.
Ama a este hombre con todo su corazón...
—Quiero sentirlo —le confiesa entre las pestañas.
—¿Quieres sentirlo? —jadea en voz baja.
—Te quiero dentro...
—Ya estoy dentro —sonríe como un bobo.
Nino se retuerce y gime vaticinándolo.
—Por favor... —ronronea con falsa indefensión. No hace falta
animar mucho a Marc para que se corra dentro de él, se lo ve en su
pecho que antes no cogía aire así y en cómo se muerde el labio antes
de volver a sonreír.
Marc se la mete entera despegando las caderas de la cama,
levantándole unos centímetros, y como Nino no para de ondular le es
muy sencillo: gruñe varonil concediéndoselo.
Habría sido imposible aguantar más, está tan mareado, se siente
tan bien... Las paredes estrechas le exprimen hasta la última gota
mientras llena a su pequeño ángel, a su cuerpo menudo de hombros
y rodillas sonrosadas y sonrisa celestial, del esperma que ha
acumulado durante estos años de soledad y vacío.
Sorprendido, Nino le enmarca las mejillas, gime con él con la boca
bien abierta aunque es Marc quien se está corriendo y quién le está
llenando.
Y como aun así Nino no frena, el semen sale y chorrea hasta los
testículos de Marc, que empieza a creer que va a desmayarse; puede
oír el chapoteo, no ve el estropicio pero ni en sus mejores pajas ha
contado un orgasmo tan largo, al punto de que la tensión le da
calambres en la unión de la pierna.
Qué cara estúpida debe estar haciendo ahora mismo.
Al acabar, hincha el pecho entero y lo comprime. Y al destaparle la
venda, Nino encuentra una mirada tierna y plena, como un hombre
satisfecho que regresa a casa de hacer bien su trabajo: los pómulos
enrojecidos, los azules entrecerrados.
—¿Cómo ha salido tanto...? —musita Nino bajo la respiración
fuerte de Marc.
—Me dijiste que solo hiciese estas cositas contigo —contesta éste
como puede.
Nino guarda silencio mientras él jadea exhausto, porque además
su tío está llorando; sin temblar, ni sorberse ni nada. Simplemente el
agua sale de sus ojos azules, pero no intenta secarlos porque le ha
llevado treinta y cinco años conseguir tenerlas.
Se ríe con las cuencas inundadas, en cuanto cierra los párpados se
le desbordan.
—Te quiero —Respira. Tira de las esposas—. Quítamelas —
Quiere tocarle, quiere abrazarle, quiere ensamblarle a él. Respira.
—No. No te vas... —frunce el ceño, a juicio de Marc
adorablemente, ahora puede verlo.
Vuelve a moverse. Vuelve a bailar. Más lento, ahora sí avergonzado
por el sonido pegajoso de las carnes, porque ya no lo palian los
gemidos de Marc.
—...Vale. —Marc le agarra con cariño y de un giro deja a Nino
abajo y queda encima; apoyado en una flexión de una sola mano, los
glúteos endurecidos, la musculatura del brazo tensada. El acero de la
esposa se le hinca en la piel, es doloroso e incómodo porque tiene
que dejar ese brazo estirado. Pero así es como Nino se siente seguro.
Marc mantiene los ojos abiertos porque quiere seguir leyendo
cómo su mirada le declara que le ama y espera que la suya lo esté
haciendo del mismo modo. Acaba de entender qué es de verdad
hacer el amor; y esta noche lo está haciendo por primera vez.
Entra en él poco a poco. No con la desesperación de la lujuria, sino
con el privilegio de poseerle. De que Nino confíe tanto en él que se
permita volverse aturdido y confuso; y entumecidos jadean poco a
poco más alto. Entra y sale de él sin miramiento y cada vez más
rápido al haber comprobado ya que no siente dolor.
Incluso con su mano libre busca el cabecero y se apoya, cierra el
puño de la esposa y sus omoplatos sobresalen al inclinarse sobre
Nino para besarle. Puede ver sus lazos rojos por todas partes.
—Ya no te hace falta ese vibrador —protesta en su boca.
—¿Estás celos...?
—No. Yo puedo hacerlo mejor —Se queja, no con altivia sino
presentando una reclamación formal.
Nino suelta una risita. Marc gruñe:
—¿No?
—Si te digo que no te pondrás triste, y si te digo que sí no te
esforzaras más —juega con él e intenta sonreír, pero en la siguiente
embestida se le va y vuelve a abrirla en ópalo.
«Nino es tan hermoso, Nino es tan...».
Oh. ¿Cómo...? Vaya.
Acaba de percatarse de que cuando la mete le saca un bulto en la
barriga a su Rey. La piel se estira hacia arriba; se cerciora de que es
la punta de su pene en las siguientes penetraciones.
Va a preguntarle si le duele cuando éste le pone los tobillos en las
nalgas y le exige más movimiento, más velocidad.
—Más rápido... —le gime—. ¡Más rápido!
En respuesta inmediata Marc le muerde la garganta. Y él gime. Así
que le lame la nuez, y un segundo después está descendiendo por su
hombro para volver a clavarle los dientes.
Parece cambiar de mentalidad, pero no cíclicamente ni pasito a
paso. Más bien explota. Las partes que había encerrado por oscuras
se le desbordan de los dedos e inundan la cama pegando sus
cuerpos... Porque Nino le permite ser egoísta.
Porque esto es lo que Nino quiere.
Su glande se apretuja entre el espacio estrecho, puede tocar con la
punta la carne final de Nino. El principio de otro sistema.
—¡Marc...! —El corazón le late tan deprisa que ha dejado de
sentirse el pulso—. ¡Más...!
—Como mande mi Rey —le guarda fidelidad acelerando el ritmo,
hace una media sonrisa que ya no le abandona.
Más bruto. Más tosco. Más profundo.
¡Papá está equivocado, Marc no tiene nada de peligroso!; es un
hombre obediente. Un hombre que le llena que le besa que le adora;
que no frena ni cesa el movimiento con el miembro duro y resbaloso
de la crema; que le aparta el pelo y le susurra que le ama al oído, que
le deja un beso en la sien y le pide disculpas por quererle mientras le
folla rudamente.
—¡Entera...! —vuelve a gemir totalmente inestable.
—Entera —Empuja hasta el fondo, más si es que es posible. La
verdad es que Nino le exige tanto que por un momento le entra
complejo de pequeña; ¿cómo puede seguir clamando más si tiene lo
que mide de largo su bracito suave hundido entre las nalgas?
—¡Ghah..! —¡Siente que no está respirando pero que ya no le hace
falta!
Le tiemblan los dedos, los brazos, los muslos... ¡No puede respirar
pero no quiere parar! El riego sanguíneo se convierte en olas de mar
rompiendo contra las rocas de su cuerpo, se le tensan y tallan en
piedra las venas de las extremidades, siente la necesidad de apretar
las uñas en la espalda de Marc, de contonear la cadera y el cuerpo
completo.
—Eres maravilloso. —Desde su posición tranquila Marc observa
esa evolución que persigue una explosión interna; sus ojos se
mantienen fieles esperando la siguiente petición de Nino: más
rápido, más profundo, más como sea...
Él antes no era así de sumiso en el sexo.
Pero hoy embiste a Nino feliz de tener un dueño.
—Eres perfecto. —Le hace ponerle sus pies menudos sobre los
hombros, se inclina sobre él y Nino queda compactado.
Pero está tan confundido por la lava de su estómago que apenas le
perturba el cambio de postura, que permite a Marc llegar más hondo.
Lleva esperando este momento toda la vida. Hace poco más de dos
semanas lo veía como un sueño imposible, pero ahora están aquí, los
dos, tiene semen de Marc en el cuerpo y está a punto de terminar y
mancharle a él con el suyo.
Con su mano libre se atan de la mano, junto al rostro coloreado de
Nino las funden en una.
—Te quiero Nino —se le dobla ligeramente la voz al repetirlo. Se
le empaña la vista y aleja el agua con una fina sonrisa blanca.
—Me siento raro...
—¿Bien?
—Sí, raro —gime angustiado; no comprende qué le recorre.
Marc sonríe.
—Pues déjalo salir —susurra calmado.
Es perfectamente vaticinable: las uñas que le hacen sangre, los
gemiditos cada vez más irregulares, los chillidos a los siete mares y el
civismo que se va a tomar viento cuando clama su nombre para que
lo memoricen todos los vecinos. Nino se corre.
Sale escaso y mancha de manera irregular algunas partes de piel en
los alrededores de su vientre.
—¡M-Marc...! —su nombre nunca había sido pronunciado con
tanta dulzura. Suena distinto. Sabe distinto.
Nino le demanda con los pies que se le enredan en las caderas, con
las manos que le apresan los costados y le clavan las uñas; citando su
nombre con voz rota impactándole en cada reclamo.
Nunca se había sentido tan dichoso de estar en el mundo.
Y vacío y justo después de correrse, Nino..., se hace pis encima.
A ratos sí, a ratos no; sale débil y sale fuerte, Marc lo contempla
sorprendido. El líquido sale de su pene menudo y va a embotar su
ombligo pequeño. Forma ríos por sus costados en ambas direcciones
hasta las sábanas blancas. No huele. No tiene color. Sencillamente
chorrea por su abdomen y fluye a la sábana en una constante. Como
un segundo semen muy líquido.
—¡Lo siento...! —gime el pelirrosa sin poder pararlo, se tapa la
cara con una mano y tiembla, y sigue saliendo de vez en cuando.
No es constante, es sólo a ratos. Entre espasmos.
—No pasa nada —Se inclina Marc, que sigue moviéndose algo
más despacio. En procesión tranquila recorre su mandíbula y espera
paciente a que sus uñas le salgan de la piel.
—¡Lo siento! —gimotea Nino aun así apretándole los glúteos para
que no se aparte.
—No te preocupes, no pasa nada.
—No puedo —Tiembla piernas, tiembla labios—. Yo no lo
controlo —casi llora, o gime de placer; combina los polos
confundiendo bastante a Marc. Los dos están bastante confusos
ahora.
—No te preocupes —susurra en su frente; no obstante no deja de
penetrarle. Por eso Nino gime hacia atrás, coge aire y se le va, sigue
haciéndose pis con una erección... No entiende nada.
Para Marc, que se sienta tan cómodo como para gritar y
desgarrarse la garganta, que su cuerpo se encuentre tan en confianza
que pueda relajarse a sus instintos más primarios, de ningún modo
podría hacer otra cosa que maravillarle.
—Tito... —gime bajito el niño que pasaba las noches llorando,
durante tres años completos hasta volver a tenerle con él. El niño
llamando a su guardián que le dejó solo; para que le proteja, para
que le abrace y le explique qué pasa—. Tito... —le besa. Y Marc le
besa la frente, y el pelo.
—Estoy aquí —le consuela.
Y así, entre besos, Marc también visualiza la gloria; esta vez con
más calma: se derrite envuelto en el mismo éxtasis porque ha
encontrado en Nino su hogar. Eyacula en él con un gruñido
desesperado.
—Te quiero —Respira por la nariz, por la boca mientras lo hace
—. Te quiero, Nino. —Lo repite tantas veces que parece disculparse
por ensuciarle; todo queda dentro.
Al sacarla el semen queda enganchado al pene en varias trazas. Se
ha corrido tanto que hasta le ha hinchado la barriga...; por lo que se
la presiona con suavidad y el blanco se desborda de su culito abierto
como una lengua de lava.
Tiene un momento de lucidez que le baja a los infiernos:
Este es Nino.
Acaba de manchar a Nino, su sobrino, el hijo de su hermano y de
Kyle, el niño al que ha visto crecer; dos veces. Acaba de morder su
garganta y tiene su cuerpo desnudo bajo su cuerpo desnudo.
Y luego, al segundo siguiente, lo mismo que le ha pinchado el
estómago le fascina:
Este es Nino.
—Marc...
Es el niño al que encontró en la gasolinera, el tembloroso y
asustado que apenas hablaba, el pequeño ser de luz al que ayudó a
crecer...; y ahora, ya crecido, es él quien llega y quien le salva.
Ya es un verdadero Rey.
Apretándole la barriga sale una barbaridad. ¿Todo esto le cabía
dentro? Además ha venido limpito de la ducha, perfumado y
liviano..., y él lo ha puesto perdido. Se entretiene en meter el dedo y
seguir sacando. Mientras, Nino respira con la nuca hundida en la
almohada y deja que haga lo que quiera.
Lo que hace Marc es tirar de las esposas y agarrarse a la cuerda de
metal para echarse hacia atrás. Levantarle las caderas a Nino y
pegarlo a él, de modo que le deja en una postura extraña, con el torso
en vertical pero su trasero expuesto donde quiere tenerlo. Al alcance
de la boca.
Con la lengua limpia de blanco el agujerito que ha ensuciado.
—¡Gagh...! —exclama Nino—. ¡Eso no...! —completamente rojo
se tapa la cara para no verlo. ¡Ese sitio no es para hacer eso...!
Sin un pelo, la suavidad de sus nalgas le deja caricias a Marc en las
mejillas. Abre y cierra la boca llevándose la espesura con los labios en
besos, con la lengua en pasadas.
Nino se deja limpiar.
Cuando en la superficie ya no queda, aprieta un poco sus nalgas y
sale más, un puntito blanco y espeso, brillante que sabe entre dulce y
salado. Debe ser de toda la fruta, verdura, el pastel de postre, y la
dieta en general que Nino le ha hecho llevar desde que está aquí.
También lleva mucho tiempo sin agarrar un cigarrillo ni beber
alcohol.
Nino gime con la cara tapada y él le acaricia la barriga mientras
lame. Estaba equivocado. Fantaseaba imaginando si Marc sería del
dominante que toma con descaro o del gentil que ama entre caricias;
pero es los dos al mismo tiempo.
Sus nalgas son tan blanditas y tan tersas que no está seguro de
quién lo disfruta más, Nino que cita su nombre a trozos, o él que aún
al dejarle limpio no lo quiere soltar... porque desde arriba puede
verle entero: su barriga comprimida por el ángulo, el miembro
apuntándose a sí mismo, sus labios enrojecidos de ser apretados y las
rodillas flexionadas en el aire.
No para hasta que Nino le hace parar: le pone los pies en el pecho.
Los tiene algo fríos pero los deja poco rato, lo que hace es
arrodillarse en la cama y buscar los labios de Marc en un abrazo.
—¿Satisfecho? —susurra el mayor al separarse, esbozando una
sonrisa. Nino le pega la frente al hombro, le acaricia uno de sus
pectorales.
—No...
—¿No? —ronronea en su boca. Nino queda deslumbrado por el
cambio de sus ojos azules. Más abiertos, más dispuestos. Incluso su
forma de hablar, aunque tira al caramelo, es más confiada que la del
Marc con el que ha estado conviviendo.
Nino vuelve a negar. En lugar de eso se echa hacia atrás y,
encogiéndose, se hace un huequito entre las piernas de Marc, que lo
observa atento. Que sabe lo que va a hacer. Pero no se lo impide:
Nino hace exactamente lo mismo que ha hecho él.
Le lame el glande y se lo limpia.
—Uh... —Cierra Marc los ojos, en cambio muy pronto los abre
para verlo bien.
Con el culito en pompa apuntando a las cortinas y su pene entre las
dos manos, Nino pasea los labios carnosos por ese pedazo de piel tan
sensible; se le había bajado después de terminar la segunda vez pero
hasta Marc queda fascinado por la rapidez con la que consigue volver
a erguirla.
Limpiando la espesura que ha chorreado en un vuelo hasta sus
testículos se le engancha en la barbilla, pero él no parece darse
cuenta. Marc se la limpia con el pulgar en una caricia, y observa
fijamente su ámbar cuando le mira.
Nino es precioso.
Quiere correr a taparle con abrigos de cachemir, quiere auparle y
colmarle de masajes y piezas de oro que es imposible puedan
competir con su divinidad; pero tampoco quiere que aparte su
boquita de él. Encogido, en pompa, y enteramente desnudo a su
merced.
Terminada la limpieza Nino sube y le busca los labios a Marc, que
los atrapa y los separa, busca juntar las puntas de sus lenguas justo
antes de meter la suya entera.
Los pezones rosados se rozan en su pecho, sus pulmones
comparten el aliento cuando sus bocas se casan con la otra. Que a
Nino no le importe mancharse, que Nino quiera besarle después de
bajar a limpiarle y haberle limpiado él, le extasia como la más
poderosa de las drogas. Son igual de depravados.
Suspiran profundamente al distanciarse.
—¿Nos duchamos? —le pregunta Marc.
—No... Todavía no —musita; aunque lo cierto es que no quiere
liberarle. Él parece leerle el pensamiento:
—No voy a irme.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—De todas formas no voy a soltarte...
Marc deja caer una carcajada enamorada.
Despacio, le hace girar. Le acerca a la ventana, descorre las
cortinas y le hace pegar el moflete al cristal fresquito, lo cual Nino y
su fuego interno agradecen. Las rodillas con pelo se pegan a las lisas
y las separan. Se hacen hueco. Entonces le besa la espalda y le
presiona con el miembro rígido entre las nalgas para que comprenda
lo que es capaz de despertar en él.
Y como más cerca del cabecero tiene mayor movilidad, la utiliza
para separarle las nalgas al entrar. Sin prisa.
—¿Te gusta también así? —le susurra—. ¿O sólo si soy duro?
Nino necesita respirar, sentir cómo Marc termina de amoldarse en
él antes de contestar.
—Me gusta así...
—Bien...
Una vez dentro, las manos grandes se unen con las que están
posadas en el cristal que enmarca la ciudad.
Sus dedos se enlazan, y el aliento de Nino empaña el cristal con su
vaho entre suspiros. Marc le besa la coronilla. Y con los labios y con
los dientes, abarca cada uno de los lunares de sus hombros.
Cuando pasa una nube y el cielo se nubla ligeramente, en el reflejo
del cristal puede ver un momento a Marc: tiene los ojos
entrecerrados y perdidos, las cejas curvadas en algo que no es
preocupación, y los ojos apuntando en una dirección concreta: su
pelo rosa, su boca, sus ojos. Su rostro. Atento a cada una de sus
expresiones. A cada uno de sus gemidos que delatan las
penetraciones que a Nino le gustan. Marc está completamente
entregado a él.
Se miran a los ojos y el tiempo desacelera. Marc le visita despacio y
sin romper el contacto visual.
Se miran, y saben lo que están haciendo. Dejando de ser dos
personas individuales para transformarse en una sola.
Entre las sábanas, las horas pasan veloces.
Nino le pide que vuelva a meterla después de cada orgasmo, y él
obedece todas y cada una de las veces. Algunas más lentas, otras más
apresuradas; en todas se engancha uno al otro en un abrazo, cara a
cara o de espaldas. En algunas estocadas el azabache se hace daño en
la muñeca, se le raspa la piel y se le marca una herida al tirar del
metal, sosteniendo los arañazos de amor que Nino le echa a la
espalda.
Pero no se queja.
Con sus uñas, Nino le reescribe las cicatrices en cada orgasmo.
Le regala las cicatrices más bonitas que se pueden tener.


En calma, Marc le dibuja pequeñas formas en el hombro. Sus
cuerpos desnudos descansan juntos con el menudo aferrado al
grande, torso con torso. La noche ha caído y la habitación se ha
vuelto negra, huele a sexo y huele a melocotón.
Después de otras pocas rondas, su Rey por fin se ha saciado.
Descansa despierto pero tranquilo y le deja descansar a él.
Han cambiado las sábanas pero en estas nuevas ya hay miguitas de
lo que han almorzado y merendado: un par de bocadillos que Nino le
ha preparado sin desposarle, y sobre la mesita hay unos cuantos
envoltorios de magdalenas.
Contra el pelo rosa, Marc le canta unos versos de Killing me Softly
a su Rey: con tono profundo se pronuncia muy bajo en la oscuridad,
casi son más palabras que canción. Su voz raspada le da un aura
distinta a las frases. Más humilde y descalzo.
Nino se ha escondido en su cuello mientras recita para él. Le
gustaría besarlo, pero tampoco quiere dejar de oírlo. Es la primera
vez que lo escucha cantar...
—No quiero que acabe esta noche —musita muy bajito.
Marc le acaricia los mechones, se asegura de que la tela le cubra
bien los hombros.
—Tendremos muchas noches así. Todas las que quieras.
—¿No huyes de mí?
—No.
—¿Me lo prometes?
—¿Cuántas veces tengo que prometerlo? —susurra haciendo una
sonrisa.
—Hasta que se cumpla... —Parece a punto de dormirse.
Espera a que se duerma, y eventualmente, lo hace sin prisa.
Entonces tiene el privilegio de verlo dormido, exhausto y
manchado con el pelo despeinado y los labios medio abiertos. La
luna le incide en el moflete coloreado al máximo de rojo. La estampa
le hace morir de ganas de pedirle que se case con él.
No puede, claro; es ilegal en este país contraer matrimonio entre
familiares y ellos aparecen juntos en el árbol de los Summer.
De todos modos, quizá... Lo observa desde arriba y se lo pregunta:
¿Nino preferiría llamarle marido o esposo?
«Ser el marido de Nino». Cuán impensable.
Contempla con la luz que le concede la poca luna el rostro que le
ha sacado del abismo. Observa su melena entintada en rosa, y sus
mullidas mejillas que sobresalen brevemente a los lados de una nariz
pequeña y respingona. Estudia una a una la ristra de pecas que le
bordean el ojo izquierdo, el pequeño grano que le sobresale bajo el
derecho y otro un poco más grande en la mejilla; y de repente es muy
evidente.
No había más opción posible que Nino se enamorase de su héroe, y
su héroe, a su vez, de su salvador.
Y si todo esto tiene algo que ver con el destino, es Marc el creyente:
fue Marc quien le dio un sentido a su vida en esa gasolinera. Fue
Marc quien decidió que, todo lo que había sufrido hasta entonces,
tenía sentido porque le había puesto allí, en aquel momento exacto
para recogerle.
Le quita la hebilla del pelo. La mete en el agujero de las esposas y
en medio minuto las tiene deshechas.
Se le ha quedado una buena herida en la muñeca de tanto tirar...
Del baño trae una toalla húmeda y limpia el estómago, las nalgas y la
entrepierna de Nino, que está tan cansado que ni se queja ni parece
darse cuenta de que está usando las dos manos.
Luego se inclina para darle un beso y entonces, desde la cocina,
llama a Kyle. Mierda, cómo le escuece la espalda.
—¿Quién es? —Lo coge Kyle enseguida; aunque tiene pinta de que
esperaba escuchar la voz de otra persona.
—Me he acostado con Nino —le dice.
Tras el aparato no escucha nada.
Ni unos dientes. Ni un golpe.
A excepción del ruido del tráfico, apacado detrás de una ventana
mal insonorizada en el ambiente propio de un motel con pocas
estrellas, no escucha nada.
La voz de Kyle es pausada y comedida al hacerle una pregunta muy
sencilla:
—¿Quieres que te arranque la cabeza?
—Quiero que vengas a por él. —Se mete los pantalones. Las botas
en cada pie—. Quiero que lo alejes de mí. Está en mi buhardilla. —Y
agrega, detrás de una pausa—: Por favor ven por él.
Tira el teléfono colgado a la cama. Los hombros desnudos de su
Rey quedan descubiertos de la sábana, y sobre la encimera de la
cocina descansa la bolsa cargada con su sniper, las balas, y el chaleco
que ha preparado antes entre los tirones de Nino.
Se pasa una mano por el pelo, y exhala antes de cerrar la bolsa.
Quiere, y debe ser... el hombre bueno que Nino ve en él.
30
Sin gato, el ratón es libre

—El índice de criminalidad ha subido un siete por ciento desde que


gobierna su partido.
—Quizás se deba a las políticas que establecieron ustedes. ¿Cómo
espera que los ciudadanos lleguen a fin de mes si han dejado el
salario mínimo por debajo del coste medio de alquiler de una
vivienda?
Son las tres de la mañana y Anthony no está escuchando la tele.
Tiene insomnio y tampoco está intentando dormir, lleva un rato
mirando fijamente la pantalla del móvil en la oscuridad; le pican algo
los ojos, ha puesto pies sobre el sofá y tiene las rodillas encogidas. Le
alumbra la tele.
Pelusa está pegado a él, lame un pegote de helado de chocolate que
se le ha caído antes sobre un cojín. En la mesita descansan dos
tarrinas tamaño cubo de pintura, uno vacío, otro apenas empezado,
que chorrea agua de haberse descongelado. El charco ha cubierto la
mesita y está goteando al parqué, pero le da igual.
Él observa una de las fotos que sacó el fotógrafo de la boda. Se las
ha pasado esta tarde su madre, y simplemente no puede parar de
mirarlas; de reproducir en vídeo y en su cabeza lo que fue aquel día,
todos juntos, todos sonriendo: Ellen enganchada a su morenazo con
una pierna al aire imitando una princesa, Annie y su novia sien con
sien y un par de sonrisas gigantescas, Marc abrazando a Nino desde
atrás y con las manos en sus costados, y éste con una sonrisa muy
tímida que ahora comprende mejor. La hermana de Keilani, los
padres de Kyle... Su Kyle, abrazándole a él, que tiene las mejillas
rojas reflejando las copas de vino que se tomó antes siquiera de darle
tiempo al fotógrafo de ajustar la ISO.
No puede creer que este Kyle sea el mismo Kyle que ha visto en esa
otra foto en blanco y negro. No puede serlo.
Se cubre la cara con las manos y rompe a llorar, otra vez. La casa
está tan vacía, se han ido todos de repente y se ha quedado solo sin
tiempo para asimilarlo... «¿Ya va a ser así para siempre?».
Jadea y se aparta los mocos con el puño del pijama. Ha pasado ya
una semana y no ha vuelto a hablar con Kyle. Él sí le ha mandado
mensajes, pero como no sabe qué responder no los ha contestado.
Pelusa le da pequeños lametones en la mano y luego en los dedos. Y
cuando él lo aparta para limpiarse las lágrimas le maúlla y le frota su
cabeza peluda en el costado.
—Lo echo de menos —le confiesa a Pelusa—. Lo echo mucho de
menos... —le tiemblan los hombros.
La televisión corta el debate entre partidos con una musiquita
corta que sube el nivel del audio. Aparece el logo de las noticias y el
escenario ha cambiado a un presentador en su mesa.
—Interrumpimos la emisión con una noticia de última hora.
Anthony levanta ligeramente la cabeza con curiosidad. Sacan
imágenes de una calle oscura, con pocas farolas pero iluminada por
muchos coches de policía. Furgones negros se ven desde lejos, las
personas son pequeñas desde el ángulo picado que ha conseguido el
camarógrafo; probablemente desde otro de los edificios.
—Desarticulada una red de tráfico infantil que operaba en varias
ciudades de la provincia.
Muestran imágenes movidas, a ratos borrosas, a ratos con tanto
movimiento que no se comprenden: parecen el equipo policial
entrando a un edificio.
—El Grupo Especial de Operaciones de la Policía Nacional ha
intervenido esta madrugada en una operación que se ha saldado con
87 detenidos pertenecientes a una organización asentada en el
polígono de la ciudad. Al parecer la organización habría aprovechado
la falta de efectivos y control de los orfanatos de la zona para reclutar
a los huérfanos, que sometían a actividades desde venta de drogas
hasta prostitución. Por ahora no conocemos todos los detalles, pero
la investigación apunta a que también habrían tenido implicación
con el negocio de venta de órganos desarticulado en una funeraria
local hace unos años.
Entre las imágenes que van colocando aparece una foto del
orfanato de donde salieron Annie, Marc y Nino; Anthony da un
respingo en el sofá. Le han parado las lágrimas y ha dejado de
parpadear.
—Según ha declarado Edward Gamell, el comisario al cargo del
Grupo de Operaciones Especiales, esta desarticulación ha sido
posible después de casi diez años de investigación, debido al alto
número de implicados y su expansión por la provincia. Entre los
detenidos se han encontrado niños fugados de los centros de
menores que se habían dado por desaparecidos.
Muestran las fotos, muy antiguas, de los niños en cuestión, pero a
la edad a la que desaparecieron. Hay alguna que hasta está en blanco
y negro, debería de ser muy difícil reconocerlos. En cambio una nariz
aguileña se clava en su pupila: ¿no es ese chico que trabaja con Marc
en aquella discoteca? No recuerda el nombre del lugar ni el chico,
pero recuerda su cara... Recuerda su nariz y su gesto despectivo
tratándole con tono rudo y casi vomitivo en la puerta trasera del local
mientras él esperaba a Marc.
¿Cómo lo llamó él...? Jota. Eso es, Jota. Su cara está en la tele. De
los otros dos chicos, el pelirrojo y el moreno bajito que gritaban
como energúmenos bajo la ventana de su hermano, no sale nada.
Encoge los pies abriendo los oídos, busca el móvil con la mano sin
mirar, para llamar a Marc, pero tan lento y torpe que no llega.
—Esta banda conocida como “La Familia” también podría estar
asociada con los cadáveres encontrados junto al río en los últimos
meses. —Se nota que va contando la información según le aparece a
él en el teleprónter. Y debe ser la primera vez que la lee porque este
presentador tan serio y curtido también tiene ahora los ojos más
abiertos de lo usual—. Podemos estar ante la mayor operación de
tráfico de personas que ha visto nuestro país en los últimos años.
Llama al móvil de Marc mientras sigue escuchando.
Parece ser que tantas devoluciones de huérfanos se debía a las
extorsiones de La Familia a las familias en cuestión: sobornos,
muertes de animales; sacan un audio modificado de una pareja que
intentó adoptar hace mucho tiempo, pero que tuvieron que devolver
a la niña por miedo.
Preguntándose cómo es posible que este asunto no les haya tocado
a ellos, los Summer, habiendo salido tres de uno de esos centros que
han mencionado, Anthony espera a que Marc coja el móvil. Como
acaba por saltarle el buzón intenta llamar a la buhardilla. Allí
tampoco se lo coge nadie. El teléfono de Nino, directamente, salta
que está apagado o fuera de cobertura.
Cada vez más nervioso busca en los contactos el número de Kyle.
Está a punto de pulsar el botón de llamada cuando se pregunta si
está preparado para oír su voz después de una semana.
Lo último que le dijo Kyle fue con voz temblorosa, pero lo primero
que recuerda Anthony al irse a ese día, es Kyle gritándole a viva voz
que “sólo” se había follado a otro.
Al presentador le dejan un papel en la mesa y lo atisba un
momento antes de regresar a mirar a cámara.
—Nos informan de que el número de detenidos asciende a 107,
entre los que se encuentran huérfanos todavía menores; se conoce
que algunos trabajaban en restaurantes y bares de la zona propiedad
de La Familia. —Muestran imágenes, con los rostros difuminados,
de varios chicos que definitivamente quedan por debajo de los
catorce e incluso de los doce, arrestados en un furgón—. Les iremos
informando en cuanto conozcamos más datos.
Repiten las imágenes que ya han echado. Parece ser que como la
operación ha finalizado hace poco ellos tampoco tienen mucha idea
de lo que ha pasado.
Maldita sea, ¿por qué no se lo coge Marc y para qué le compra un
móvil carísimo a su hijo si luego no lo pone a cargar o lo apaga? ¿Y
qué hace? Siente que debería hacer algo pero no sabe qué hacer.
Annie desde Estados Unidos no estará viendo esto, allí no lo
emitirán, y su madre perdida en una isla tampoco va a tener la
menor idea hasta que él la llame y se lo cuente.
Con los ojos enrojecidos de horas llorando, el cuerpo débil de
haberse estado saltando las comidas y haberlas sustituido por helado
de chocolate, lo ve: aparece en pantalla una foto de su hermano.
Es una foto antigua, no tiene una arruga en su expresión helada de
toda la vida y se le ve el cuello y los hombros de lo que es su uniforme
de cadete, de cuando todavía no había trabajado ni en su primera
comisaría. Sale bien repeinado, con la corbata perfectamente
colocada por Ellen, porque se la hicieron el día de su graduación. Es
antiquísima.
La usan para decir que está muerto.
—...uno de los operarios del cuerpo especial... —El hombre habla.
Anthony lo escucha de fondo, detrás de un pitido.
Es él de verdad. Con su expresión seria, su chapita de policía en el
pectoral derecho, las enormes ojeras bajo sus ojos.
Es él.
Anthony se lleva la mano a la boca.
—...las peligrosas operaciones que los GEO...
No puede ser. Tiene, tiene que haber un error. Si Marc ya ni
siquiera estaba en el cuerpo. ¿No? Le habían despedido, ¿verdad?
Habló con él hace muy poco, lo ha visto en la buhardilla feliz al
lado de Nino hace nada y menos.
Tiene que ser mentira.
—...héroes nacionales...
Tiene que haber un error. ¿Qué ha hecho para que le maten?
¿Dónde se ha metido? Necesita a alguien que se lo narre.
Le aprieta el corazón, pero es como si éste no latiera. Las sombras
de la habitación giran en torno a él y un aura fría hace que se le
entumezcan las articulaciones. Queda paralizado. Perdiendo,
además, los sentidos del oído, olfato y tacto. Ni siquiera puede ver.
Dicen su nombre. El señor de la televisión lo lee de su papel y
además aparece en pantalla. Marc Summer.
Marc.
En ese momento las sombras le comen y le dejan sin energía, se le
hiela la sangre y solo puede escuchar el murmullo lejano del
televisor. También siente las venas frías; de pronto le ha invadido un
frío aterrador. Tiene muchísimo frío. Es como si su sangre...
Ah.
A esto es a lo que se refieren con esa expresión, de que cuando algo
malo sucede se te hiela la sangre... Vaya. Qué curioso.
Se aparta las lágrimas. Es...
¿Es real? La vida no puede ser así de cruel. En la vida real hay
finales que llegan por sorpresa, pero es que esto ni siquiera ha tenido
asomando una despedida... Esto es una bofetada con la mano
abierta.
Aunque lo intenta no consigue respirar correctamente. Sería una
tarea difícil por no admitir imposible: recuerda sus ojos azules como
si acabase de dar las buenas noches y se hubiera metido en el zulo
bajo la escalera que le endiñaron. Recuerda su mirada ya ni apagada
ni triste en la buhardilla, sentado al lado de Nino feliz y alegre
cuando ha ido a visitarlos, hace apenas unos días.
Recuerda su forma de moverse y de ser, su manera de estar en el
mundo girando pacifica y sosegadamente con el resto de cosas que ya
bien podrían estar furrullando en un huracán confuso, que su
hermano mayor siempre parecía mantener el control.
Sufre un infarto cuando escucha las llaves en la cerradura.
Ni reacciona ni pega un respingo, el susto se queda únicamente en
su pecho porque las extremidades no le responden.
La puerta se abre sola y choca contra el pequeño tope junto al
suelo. Conoce ese sonido del millón de veces que lo ha oído, es
alguien entrando en casa.
Titubeando da un paso para asomarse y, es Kyle.
Kyle mirando hacia atrás con su camisa remangada y
desabrochada en dos botones, Kyle con sus manos grandes sujetando
el pomo y la llave, Kyle con sus ojos color café que le miran con
arrepentimiento y vergüenza.
Anthony no deja que le explique por qué ha venido.
—¡Kyle...! —Se le tira a los brazos chillando su nombre, le deja
sordo. Le toca la cara sin cuidado, en las mejillas, en el mentón, casi
por dentro del ojo.
Le mira llorando asegurándose de que sigue aquí y de que él no se
ha esfumado a ninguna parte como Marc.
—Anthz... —suena muy ronco y raspado. Da la sensación de que
no se ha cambiado la ropa después de ponérsela esta mañana, o que
no se la cambia desde el último día que fue a trabajar.
Anthony no le deja explicar qué hace aquí.
—Quiero envejecer contigo. Quiero morirme de viejo contigo.
Kyle no entiende nada de nada.
Pero le aferra con fuerza y le contesta:
—Y yo contigo, mi vida.
Intenta encontrar su rostro apartándole las manos, pero solo
consigue dar con unos ojos rojos y unas mejillas que en silencio
chorrean lágrimas y enseguida se cubren de nuevo.
Anthony gime y solloza. Sus dedos pálidos y fríos se le enganchan
en los hombros, en los antebrazos doblándole la camisa de cuadros,
las solapas, el pecho. Le toca entero como si alguna parte estuviese
hecha de aire o todo él fuese en realidad etéreo.
Cierra los ojos pegados a su nuez. Llora y siente el alivio de rozar la
piel de Kyle de nuevo, de tener su cuerpo y su calor y su olor cerca y
de poder estrecharlo.
Y Kyle calla, y agradece al cielo volver a tener su pelo castaño cerca
y poder tenerlo entre sus brazos.
Ninguno se había quitado la alianza.
—Soy un animal y un idiota. Lo he hecho todo mal, pero te...
—Vuelve a casa —le interrumpe Anthony. Le da igual lo que
pueda decir. Le da exactamente igual lo que haya pasado, lo único
que quiere es tenerle aquí, cerca suya vigilándolo para que no se
desvanezca—. Sólo quiero que vuelvas a casa.
—Ya estoy aquí —susurra besándole el pelo.
Si Noah quería un experimento ya tiene el resultado.
Lo que dura su amor en superar los obstáculos, son siete días y
apenas unas horas.
Detrás de su padre, en el descansillo junto al ascensor sin saber si
callarse o manifestar que él también está aquí, espera Nino.
—Hola, papá —saluda cuando hacen contacto visual; pasa
despacio por al lado, entra en casa con su mochila y le recibe Pelusa
entre las piernas.
Con las lágrimas en pausa Anthony se aparta de Kyle despacio.
Contempla a su hijo como un fantasma que levita por el parqué.
—Hola —le dice Nino a Pelusa. Apagado, sin ánimo, acuclillado
acariciándole la cabeza y haciéndole ronronear. En la otra mano
sujeta el llavero de oveja que no ha soltado en todo el trayecto.
Anthony ve cómo en un momento dado el gato olisquea la mano de
Nino, se acerca y le huele también la manga, y la mochila. Luego
maúlla, pareciendo preguntar dónde está Marc porque huele a él por
todas partes, pero no le ve.
—¿Qué ha pasado? —susurra Anthony; sólo Kyle lo escucha.
—Creo que se han peleado. Cuando he llegado al piso estaba solo y
esperando con su maleta hecha. Le he preguntado, pero no ha
querido decirme adónde ha ido Marc. No ha querido decirme nada...,
acabo de escuchar su voz ahora mismo, hacia ti y Pelusa.
—La tele —musita su marido—. Las... noticias.
—¿Qué noticias? —Le frota el hombro con gesto atento.
—Nino... —le llama intentando que no le falle la voz por el pasillo.
Encuentra a su hijo frente al televisor, de pie con la mochila puesta.
Observando la tele sin hacer una sola expresión. Ni cuando vuelven a
dar la información sobre los huérfanos secuestrados, ni cuando sacan
otra vez las imágenes del GEO entrando en un edificio, ni cuando, en
la esquina, ponen de nuevo la foto de Marc.
La luz de la televisión le ilumina poco o mucho al cambiar de
imagen: amarillo, azul, blanco.
Su reacción es esa.
Exactamente ninguna.
Si vous n'êtes pas
Dos meses después
31
Pardon moi
I love you baby – Frankie Valli

—Meow —Pelusa cuela la pata entre los barrotes de la gatera, pero a


Nino no le quedan golosinas... Cuando aterricen comprará más.
Recostado con sus pies pequeños sobre el asiento, ve cómo
Anthony duerme en el hombro de Kyle hasta arriba de pastillas para
compensar su miedo a las alturas; su abuela y Annie están en los
asientos de atrás, leyendo revistas. Keilani y Malee no han venido
porque así él lo ha pedido. «Unas vacaciones en familia, como las de
antes...». Casi como las de antes.
Apoya la cabeza en la pared del avión y busca sacarle formas a las
nubes jugando con el llavero de oveja entre las manos.
Desde que se fue Marc..., los días han sido muy distintos.
Han recuperado los almuerzos de los domingos en familia y se han
extendido a la semana entera, como Anthony vendió Please están
siempre juntos y hacen muchas actividades: playa, piscina,
senderismo, algún masaje de spa; todos los días encuentran algo
nuevo y divertido para hacer. E incluso, a veces, se ríen.
Cada vez les cuesta un poco menos.
—Nino, hijo. —Kyle le ofrece una chocolatina pero no le apetece.
Se la termina comiendo Anthony, que debe oler el chocolate porque
se despierta.
A Anthony le ha dado por coleccionar periódicos. Guarda recortes
de todas las noticias donde se menciona a Marc, y, aunque el
psicólogo le ha dicho que no es muy sano, es difícil caminar por el
salón del dúplex desde el día del funeral porque ha traído todos los
dinosaurios de la buhardilla y ahora tienen una invasión de
monstruitos verdes y marrones con pinchos. A Pelusa le gusta
mordisquearlos y ya se ha comido unos cuantos de hecho.
Se pregunta qué diría Marc de ver el esperpento, ¡aunque
seguramente sólo subiría un pelín más de la cuenta las cejas y
después haría una sonrisa de medio lado con un «Qué bien» que
sería mentira! Se plantea confesarle a su padre que en realidad no le
gustaban tanto, pero, cree que no se lo va a decir.
—¿Tenemos agua? —escucha su voz adormilada.
—Ten, mi vida. Ya vamos a aterrizar.
Nino ve cómo su padre le aparta el flequillo a su otro padre, le deja
un beso en la frente y le pone una mano en el muslo, pero Anthony se
la coge para agarrarla entre las suyas en lo que el gigantesco pájaro
de metal los mata o no a todos.
—No pasa nada mi vida —le sonríe Kyle.
—Y si pasa no te lo podré echar en cara —murmura fastidiado.
El pelirrosa extiende una delgada sonrisa. El día del funeral..., fue
el peor de todos.
Acudieron policías, periodistas, y el Presidente del gobierno a
darles la mano y felicitarles por la labor de su hijo, hermano y tío. Al
salir por televisión el funeral se había convertido en un asunto de
índole pública. De los preparativos de la ceremonia se encargó Kyle,
porque los demás estaban llorando todo el tiempo; Anthony
explotaba cada poco, a la abuela se le había ido la felicidad de golpe,
y Annie ni siquiera podía mirar la caja de madera. Cuando su tía le
preguntó cómo había pasado esto al comisario Gamell, el hombre
encargado de la operación, éste le contó que Marc había actuado solo
y que ya no era GEO, que se había salido del protocolo. Luego añadió
que siempre sería muy recordado por todos... y hasta Nino, que se
había mantenido hasta entonces prestando atención en silencio, lloró
al ver sus caras largas, las coronas de flores, la delicada música
fúnebre y la muchedumbre al completo envuelta en un silencio
sepulcral...
Ah, la abuela dijo algo raro. De tantas entrevistas a los padres
adoptantes afectados empezó a recordar cosas del accidente que tuvo
hace años, pero con duda, preguntándose si esos mensajes
coercitivos, esas amenazas de las que hablan los entrevistados, le
sucedieron también a ella o las está imaginando ahora para llenar esa
laguna que nunca llegó a recuperar.
El aterrizaje es calmado. Al bajar del avión Kyle coge a Pelusa y
sujeta de la cintura a Anthony, que parece un famoso con gafas de sol
y resaca bajo el efecto de los calmantes; frota la frente en el hombro
de Kyle para despejarse. Sus padres están más unidos ahora, se
pasan el día pegados y es difícil verlos sin una parte del cuerpo
enganchada con otra: una mano, un abrazo, un beso. Kyle se cogió
una excedencia para estar en casa, y Nino achaca que todas las flores,
los bombones, los masajes que le da, las canciones que le canta con la
guitarra, son para que deje de estar triste por su hermano.
El aeropuerto es inmenso y los sonidos convergen en un ruido de
fondo que no molesta porque tira a los resquicios de un eco. Además
de la marabunta dispersa entre la que se mueven ellos con los
pasajeros que acaban de bajar de su mismo avión, el paisaje de
maletas y gentío se mueve todo el rato.
Por el megáfono una mujer dice en francés palabras extrañas que
de estar en español tampoco entendería, y huele a queso fundido de
un puestecillo de bocadillos.
—Nino, cielo no corras —le dice su abuela. Él no se había dado
cuenta de que está corriendo. Se obliga a aminorar y los espera.
Annie y Ellen van del brazo. Con mucha lentitud.
—Venga... —musita.
Ante las ganas de su hijo de empezar las vacaciones, Kyle hace una
sonrisa. Una de verdad, no de esas con una capa de blanco y tres de
pena... Nino espera que la mantenga.
¡Más le vale mantenerla!
—Hijo —le llama esta vez él, pero ya lo escucha de fondo y no sabe
qué dice después; ha empezado un sprint: Nino aprieta el llavero de
oveja y se separa de ellos.
Nota sus pies en zapatillas doblarse y pisar el suelo cada vez más
deprisa pero él no los está moviendo.
No se fija en las personas porque ya no desvía la vista, y empieza a
correr con ganas una distancia que de pronto es más que infinita. Las
personas con sus maletas tienen que esquivarle porque él ni siquiera
las ve.
Dos meses.
Sin verle, sin besarle, sin hablarle.
Dos meses y no sabe qué se ha echado en el pelo, pero bajo una
gorra muy cutre de béisbol ve asomar un flequillo que ya no es
azabache sino rubio y lleva un polito pijo de color celeste. Nino está a
punto de gritar su nombre cuando recuerda que no se lo sabe.
Así que se tira en sus brazos.
Brazos, piernas, no sabe qué pasa pero está muy lejos del suelo,
debe ser que él también le ha levantado en el salto; Nino le exprime y
no le importa lo más mínimo parecer pequeño o un koala agarrado a
su tronco exageradamente alto.
Ha echado de menos su olor.
Había echado tantísimo de menos su olor...
—Hola, mi Rey —le susurra él al oído. Su voz ronca en directo y
en estéreo le envuelve. Ambos se están apretando muy fuerte, tanto,
que Nino no sabe si está respirando.
—Eres rubio —es lo primero que se dicen en dos meses.
—¿Te gusta?
—¡Te queda fatal!
—Vaya por dios.
Nino se ríe con ganas, pero no es de él, es de sí mismo, es de esta
situación. No sabe si a Kyle se le han caído las maletas, si Anthony
cree que las pastillas le están causando alucinaciones, si su familia ya
le ha visto y les ha visto y les está viendo.
¡Entiende que tenía que ser creíble, pero debería sentirse
horriblemente mal por haber sido capaz de verles sufrir sin abrir la
boca para confesar...!; ¡Y la verdad es que lo único que siente ahora
son unas ganas tremendas de romper a reír!
Sale de su cuello para mirarle a los ojos y la energía se la absorben
los ojos azules.
—¿Cómo te llamas? —acaba musitando.
Marc sonríe igual que él: relajado, inmenso; Nino cree que no se
están besando sólo porque están sus padres detrás.
—Te lo digo si no te ríes.
—¡Dímelo!
—Ken. Ken Baker.
—¡No! —Nino estalla una carcajada y se vuelve a esconder. Su
mano grande le frota la espalda y sus hombros anchos le sujetan con
firmeza soltando unas carcajadas suaves.
Aquella noche antes de que Marc se fuese al programa de
protección de testigos, le dijo que estaría loco si seguía queriéndole
después del lío que se iba a montar, loco si de verdad era capaz de
mentirle a su familia y fingirlo todo... Nino afirmó que lo haría sin
problema antes de que terminara la frase.
Descolocado pero con una sonrisa, Marc le preguntó si de verdad
entendía que ya nunca podrá regresar a España, y Nino contestó con
otra sonrisa que siempre había querido vivir en Francia.
A carcajadas roncas Marc le preguntó si pensaba pelearse con Kyle
por él, ¡si quería pasarse la vida escuchando juicios cada vez que
pongan un pie en la calle! ¡Y próximo a su boca Nino le devolvió en el
mismo exacto tono a pleno pulmón que lo haría las veces que hiciera
falta y que esa gente podría meterse su opinión por donde le cupiese!
Hoy, encaramado a Ken en este inmenso aeropuerto mientras las
personas circulan prestándoles atención, enredando su dedo delgado
en el estropicio que se ha hecho en el pelo, Nino ríe pegado a su boca,
y le susurra, antes de unirse en un beso:
«Seamos locos juntos».
Epílog
Prólogo
Muchos corazones

El señor Nóvikov vuelve a casa después de otra noche de humo,


alcohol y fiesta en El Podio. Desgarbado y chupado de cara,
envejecido prematuramente por la adicción a los polvos blancos, el
soviético llega de madrugada pero con la luna todavía creciente y el
sol sin rastro. Se tambalea por las calles hacia un pequeño
apartamento destruido a desconchones y mugriento en los
baldosines.
Alguien ha dejado el portatil puesto a tope, y en un sucedáneo de la
MTV puesto a tope canta un señor ruso muy popular entre las
señoras: Олег Винник – Нино. Que en cristiano viene a ser “Nino”
de Oleg Vinnik, el Chayanne ruso. Es la canción favorita de su mujer,
tan repetitiva y festiva que convierte el zulo en una fiesta loca de
vacaciones de primera.
Suena en bucle, termina y empieza otra vez.
No engloba el apartamento más que un salón contraído con la
cocina en la esquina, unos armarios empotrados y la puerta cerrada
que da a la habitación.
En dialecto y con las sílabas tirantes llama a su mujer, a voces
busca despertarla si es que es capaz de dormir con este jaleo festivo;
busca la habitación a paso torpe, busca la cama. Al abrir la puerta
sucia la encuentra. Revolcada en su propio charco de sangre que
corre y hace líneas por los relieves de las maderas.
Deben haber pasado horas desde la última exhalación de la rusa de
cabello rubio y piel pálida, porque su cuerpo se ha vaciado de rojo y
todo lo inunda ahora su relleno: el rojo por el suelo, el olor
metalizado en el aire atiborrándole además las papilas.
—Оля! Что случилось, Оля? Оля!
Mientras de rodillas intenta comprender qué ha pasado la puerta
se le cierra a la espalda. Estaba de brazos cruzados pegada a la pared
esperando, pero Bernadett estira el brazo y el silenciador es el único
que evoca un comentario: de un disparo el hombre cae con todo su
largo sumándose a la otra carne inerte.
—Hijo de puta —susurra y bosteza estirazándose la veintiúnañera
de metro cincuenta. Lleva esperando a este payaso más de hora y
media, ¡se le han dormido las piernas y todavía tiene otro encargo
más esta noche! Encima el que le toca ahora es solo amenazar, que
siempre es un coñazo enorme. No es tan limpio ni tan sencillo como
este de disparar. Además, al ser un par de yonkis ocupas en este
pisito sucio en el barrio malo de la ciudad, ni siquiera tiene que
recoger los cuerpos. Es un chollo cuando le salen estos trabajos.
Pasea por la habitación haciendo lo que no ha podido hacer
mientras esperaba: rebuscar en cajones y armarios algo interesante.
Encuentra maquillajes caros que no le interesan —no piensa
reutilizar lo que ha usado la mujer esta, a saber la de enfermedades
que coleccionaba—. Encuentra un IPear que le hace levantar las
cejas, y bajarlas asqueada cuando ve la pantalla rota al darle la
vuelta.
Como ya gana el suficiente dinero para no tener que vivir de lo que
pesca, cotillea las habitaciones con más curiosidad que necesidad,
como una búsqueda de trofeos, pero sin encontrar nada que la
convenza.
Todo marcha bien, marcha correcto, decide irse. Hasta que una de
las baldosas de falso techo cae del cielo en un puf escandaloso. De
reojo y con unos reflejos que ya le han puesto la mano en la pistola
Bé tiene tiempo de ver, a través del espejo quebrado del tocador de
esta mujer, la cara redonda de un niño con un solo ojo abierto como
un plato y un pelo rubio que asoma por un solo segundo, entre las
puertas que ha dejado abiertas del armario.
Queda paralizada.
Pasa un segundo, pasan dos, tiene la sensación de que pasan
cuartos de hora completos sin que uno de los dos dé el primer paso
para conocer al otro. Súbitamente la sicaria ha cogido el mismo
miedo de su víctima.
Ah, pero... ese crío no estaba en la lista. Cuando White le hizo el
encargo, este «Mátalos, saca fotos y úsalos de ejemplo» mencionó a
dos yonkis que nadaban en drogas y deudas, nada de un crío.
Se mira a sí misma en el espejo y se descubre los ojos bien abiertos.
Está bastante segura de que el niño no le ha visto a ella, al menos no
la cara. No estaba a la vista cuando ha matado a su madre y cuando
se ha caído la baldosa lo ha visto mirar hacia abajo en un ademán de
volver a agarrarla, no hacia ella. Así que no tendría por qué matarlo.
Si White ni le ha mencionado, ¿es que White tampoco sabe que había
un niño?
Da varias zancadas hacia atrás que le sacan de la habitación. No
obstante desde el salón sigue contemplando el armario.
Puede irse y pretender que no ha visto nada.
Puede irse y dejar al niño a su suerte, que se busque la vida, que
sea la mala o la buena suerte la que decida el destino de ese niño
pequeño que no aparenta más de unos cuatro, pero que un palpito
que sabe a lava le grita a ella que la cifra exacta son los seis años.
Puede irse, y forzarse a creer que ese pelo rubio, esa cara pálida,
ese único e inconfundible ojo ámbar..., no han salido de ella ni de los
rasgos que por genética arrastra.
Da otro largo paso atrás, porque no es culpa suya.
Ella no lo quería.
Ella no lo quería, no es suyo y no es culpa suya.


Seis años y cinco meses antes.
Mes cuarto del embarazo.

—Burrgpg... —vomita dentro de la taza—. Joder...


Con la cabeza en el váter estira la mano y tira del lavabo al suelo
unas tijeras de bar. Las rebusca del suelo sin mirar sintiendo otra
arcada. De una sola tajada se lleva cincuenta centímetros de pelo, su
melena dorada entera.
Está harta de tener que sujetarla, está harta de tener que lavársela;
tenía que haberla cortado antes.
—Joder... —La cara roja, los ojos mojados, la barriga hinchada—.
Joder —gime en un sollozo.
La música de El Podio resuena con fuerza pareciendo querer
derrumbar la puerta y ella masculla lo mucho que desearía pegarle
puñetazos a su barriga, meterse las manos y sacarse el alien que le
roba la vitalidad y la energía. El frío y la época de sudaderas anchas
se marcha y a seis meses de embarazo la barriga le está a punto de
explotar y desbordarse de su cuerpo menudo.
Intentó abortar. Resultó que ya se había pasado de las catorce
semanas legales para deshacerse del cáncer. Ha estado drogándose
desde las quince semanas, antes de alcanzar las veintidós que
permite extirparlo si es perjudicial para su salud o la del feto; y
resulta que el pequeño hijo de la gran puta estaba y está más sano
que ella.
La solución llega a manos de Bill golpeando la puerta.
Él ya sabe lo que pasa, ella ya se lo ha contado: entre susurros Bé le
había preguntado si en La Familia practicaban abortos. Él le dijo que
por dinero cualquiera puede hacer cualquier cosa. No fue un
problema reunir la cantidad porque ya tenía ahorrado del Trébol,
pero cuando pisó el local le bastó ver el instrumental para salir
corriendo.
Ahora él viene a ella.
Con desinterés le cuenta que tiene algo que podría interesarle.
—¿Nadie te ha enseñado que antes de llover chispea, princesa? —
comenta de paso su aspecto lamentable. Como a Bé las arcadas le
impiden responder, Bill se cruza de brazos y cambia el tono de mofa
a negocios—. ¿Qué tienes pensado hacer con el bebé cuando nazca?
—Tirarlo a la basura.
—Te pagan seis mil por él. Yo me quedo una parte, por supuesto,
de intermediario.
Los ojos azules siguen el movimiento de sus manos, perdidos. Bill
dice que le pagarían una buena clínica privada, y el parto jamás
quedaría registrado. «Una vez que lo saques será como si nada
hubiera pasado y habrás ganado dinero». Dice que el comprador era
tipo ruso, que su mujer tiene «el coño reseco y no le da niños», dice
que necesita darle un hobbie a su mujer para que lo deje en paz.
Lo pinta sencillo, con trazos pastel dibujando el camino de la
salvación entre nubes rosas.


La música soviética horrenda suena y suena. Bernadett se ha puesto
un pasamontañas.
Lo ha sacado del armario, por algún motivo esta pareja de rusos
tenía ahí escondido un kit de robar bancos. También les ha cogido
prestada una sudadera negra, un pantalón de chándal que
sorpresivamente no le queda demasiado largo de piernas. Se
engurruña los puños y baja la cabeza con recelo, su melena rubia
queda escondida dentro de la espalda de la sudadera. Se sube en el
hueco del armario con fobia y asco, como quien busca la araña del
tamaño de un puño sin un solo centímetro de carne al descubierto;
no lo quiere tocar.
Debería gritar, debería llorar o revolverse... lo que hace el niño
cuando ella lo agarra de la pierna en la oscuridad del tejado falso, un
nido de pelusas con vida propia y probablemente alguna que otra
rata; es absolutamente nada. Debe estar en shock. O tan pequeño ha
aceptado ya que lo que le sigue es el mismo destino que a sus dos
“padres”. Es como si ya estuviera acostumbrado, o como si
directamente le diese igual.
—Hет —pide en un suspiro, sin mirarla—. Нет... —llora sin hacer
ruido. En realidad... no parece una petición con mucho énfasis de
dejarle ir.
Bernadett le suelta la pierna. Hace un intento de volver a agarrarla,
pero ella misma aparta la mano, aparta el cuerpo... se baja de la
balda del armario.
Vuelven a la misma situación de antes. Un silencio con música de
fondo, extremadamente confuso e incómodo. La envuelve el mismo
aura que consumió la primera habitación de motel donde tuvo su
primer asesinato: nada de vitoreos por el trabajo bien hecho, nada de
la oscuridad del universo consumiendo el mundo ante tal gravísimo
acto de frialdad y desprecio por la vida humana y blablablá... tan solo
el casi absoluto silencio congelándole las piernas.
El niño está ahí, ella está aquí.
Mierda.
Con lo fácil que es siempre, ¿por qué tenía que tocarle este encargo
precisamente a ella? De golpe y porrazo vuelve a ser la niñata
estúpida que lloraba en el baño del Podio. De un puñetazo se siente
sucia y pesada, se siente débil, siente que no puede mover el cuerpo y
la Bernadett de veintiuno le pregunta a gritos por dentro a la
Bernadett de los catorce, torpe, estúpida e indefensa; para qué coño
ha vuelto. No le hace falta este punto débil.
Se suponía que este tema ya lo había borrado. Se suponía que era
libre.
Es mejor... lo mejor es irse. Se va, se emborracha un poco y olvida
esta última parte de la noche. Va a dejarle un mensaje a White para
que le dé el otro trabajo que tenía esta noche a otro, y ella se coge lo
que queda de madrugada para cogerse un pedo que le de vuelta y
media al mundo y la deje tirada en su coche sin recordar qué ha
pasado.
No es como si dejándolo aquí solo fuese a llevar una vida peor que
la que ha tenido, ¿no? Le acaba de librar de unos “padres” que se
drogan y viven en este estercolero, ya ha hecho más que suficiente
por él para no ser su madre. Porque eso de ahí no es suyo. Ha salido
de ella pero no es suyo. No tiene más opciones. ¿Criarlo ella? La
mejor de las peores ideas. ¿Dejarlo aquí? Le da dos o tres días de
supervivencia sin comida, o hasta que salga a la calle y alguien se lo
lleve. ¿Dejarlo en la puerta de un orfanato? Bueno, eso es
exactamente lo mismo que dejarlo en la puerta de El Podio o dárselo
de comer a una jauría de perros.
Son dos crack, seguido de un plof escandaloso que llena de polvo
de escayola un trozo de madera y la pierna de la mujer muerta: el
niño debe haber intentado adentrarse en las profundidades del
agujero para esconderse mejor, pero su peso ha sido suficiente para
que caigan los dos: la baldosa, y él. Él solito se ha zambullido y
salpicado en el charco de sangre.
Bernadett ha levantado la pistola y lo apunta... pero tampoco le
hace falta esta vez. Se ha golpeado en alguna parte importante de la
cabeza porque al acercarse con cautela ve dos ojos cerrados y una
boca semiabierta.
Despacio... Bé le abre una cuenca y contiene el aliento cuando lo
encuentra: la nada. Carne haciendo de tope a una esfera de aire...
Después de todos estos años le transportan a la camilla fría de metal.
Recuerda al médico sin licencia diagnosticando al recién nacido
tuerto. La pregunta repetida un millar de veces: «¿Has estado
consumiendo drogas?», y a sí misma negándolo cada vez más
sonoramente hasta chillar: «¡No es culpa mía!», «¡Yo no lo quiero!»,
«¡Si así no lo compran tíralo a la basura porque yo tampoco lo
quiero...!» desde la camilla.
Ahora que lo tiene delante, aun con el pijama sucio, el porrazo en
el párpado que le ha abierto una herida por la que fluye sangre, y
todos los moratones verdes, amarillos y morados que indican un
historial de maltrato, este niño, es...
Bernadett se tapa la boca con el antebrazo. Es pequeño, es débil y
delicado, y es... Es adorable. Es imposible que eso haya salido de ella.
Es la primera vez que lo ve, y es... ¿es suyo? ¿Lo ha fabricado ella? Es
imposible.
Lo toca con el dedo. Lo pincha y se le hunde la punta del dígito en
la mullida piel de su mejilla barnizada en sangre y lágrimas que ya no
fluyen.
Cinco minutos después, lo está cargando hasta el coche.
En el trayecto empieza a chispear. Las gotas empapan la luna
delantera mientras ella echa vistazos de reojo atrás, al niño que le
mancha los asientos de rojo, y escribe un mensaje al imbécil de
Derek. A cambio de un futuro favor, el policía corrupto le da las
indicaciones por las que pregunta.


Seis años y cuatro meses antes.
Mes quinto del embarazo.
—Burgpg... —vomita junto a una farola encendida con el pelo rubio
en un look “cortado con tijeras de podar setos”. Escupe asqueada y
ligeramente borracha.
Y tira piedras contra una de las ventanas del elegante chalet
blanco.
Con las manos temblando por el frío invernal, saca los puños de la
sudadera ancha y los relía para calentarlos; espera a que el recién
adoptado hijo menor de esta familia deslice el cristal.
—¿Berna? —susurra Marc a un volumen prudente. El chico de
catorce le señala una tubería que da a otra habitación—. Sube.
—No. Ábreme la puerta.
Marc palpa la repisa blanca alternando mirarla a ella y mirar hacia
atrás, hacia la puerta del cuarto, considerando la propuesta.
—Bueno... Bajo.
Al abrir la elegante puerta lacada aparece un famoso de la MTV:
exhibe un pijama de dos piezas con un bordado de cocodrilo en el
pecho y un corte de pelo nuevo, sujetando el marco preparado para el
tour. No obstante se muestra descolocado de verla y no trata de
aparentar lo contrario; es la primera vez que Berna viene a visitarle a
una casa.
—Te has cortado el pelo.
—Sí.
Marc se mira el zapato.
—¿Cómo has... encontrado esto?
—Le pregunté al pelirrojo que entró a trabajar al Trébol. Me dijo
que te recogen en coche para ir a trabajar.
—Sí, pero hoy libro. Yo... le pregunté a Jota por qué estas dos
semanas no has venido a trabajar, pero me miró con su cara de
gilipollas y no me contestó. Siento no haber ido yo al orfanato, he
estado ocupado en casa... Mi nueva familia insiste en hacer
actividades o salir todas las tardes, y por las mañanas tengo escuela.
Berna le echa un vistazo escudriñador. Hasta las pantuflas cutres
que viste son de marca, y el pelo le huele desde aquí a rosas del
campo como si hubiera arrancado las que decoran la entrada y se las
hubiera frotado en la cabeza.
Marc intenta cortar el silencio. Quiere preguntarle qué pasa, que
por qué ha venido a verle, pero se preocupa por no parecer borde con
Berna, así que escoge otro tema que tampoco haga referencia al olor
a alcohol que desprende.
—Mira, me han regalado un móvil. Lo uso para hacer fotos. —Lo
saca y efectivamente se las muestra una a una—. Estos son mis
nuevos hermanos, tengo dos y son más mayores que yo; estas son
mis madres; estas son unas flores que hay en el patio de atrás; esto es
un pájaro que se paró en la ventana de mi cuarto. También tengo un
perro. Bueno, tenía. Se escapó ayer por la tarde y hemos tenido que
pegar carteles en los postes de teléfono.
Ella observa la pantalla sin expresión ni palabra.
—La Familia también me dio uno, así que tengo dos. ¿Quieres
uno? Así podríamos hablar.
—Va.
—Ven, te enseño mi cuarto —sugiere con repentina actividad.
Berna titubea porque no ha venido a coger ideas de decoración de
interiores, pero tampoco le sale cumplir la sencilla tarea que traía en
la mente.
Lo acompaña. Y la cantidad de cachivaches absurdos que
encuentra al subir por la escalera le despejan mejor que el viento
nocturno: Jarrones, plantas de plástico, cuadros aburridos. Qué
forma tan gilipollas de malgastar el dinero cuando puede gastarse en
drogas.
La habitación que le han asignado a Marc es grande. El armario
por ejemplo es larguísimo. En el orfanato tienen uno conjunto por
cada habitación y definitivamente es la mitad de este.
—Aquí hago los deberes, aquí me siento a leer porque da la luz de
la ventana por la tarde. Si quieres llevarte algo cógelo, no creo que se
vayan a enterar, tienen un montón de cosas. Eso de ahí es un
ordenador pero todavía no lo he encendido.
Berna lo mira todo. Habitación con cama doble, aunque ha dicho
que duerme solo. Las paredes son de un verde vivido y en el suelo
hay moqueta suave. No sabe si estaría así al principio o es Marc
quien lo ha decorado, pero por las paredes hay varios posters, de
paisajes más que nada, de prados verdes y ríos. Se acerca a la mesita
de noche y ojea el libro abierto.
—Ese lo estoy leyendo ahora —se explica Marc.
—Jane Austen —lee en el título.
—Ese no sé si te gustará. Pero tengo otros que puedes llevarte.
La ve observar todo con quietud.
—Todas estas cosas —cavila Bernadett después de un momento
—. ¿Te las vas a llevar cuando te devuelvan?
Marc calla. Su silencio consigue atrapar la atención de los otros
ojos azules.
—Berna, creo que no voy a volver al orfanato —empieza con pena,
como si verdaderamente se sintiera culpable; pero se le va creciendo
una sonrisa—. Sé que lo he dicho antes, pero, creo que esta vez es la
definitiva. Hasta les he escuchado hablar de una fiesta sorpresa que
quieren prepararme por mi próximo cumpleaños. ¿Tú qué crees? —
le pide su opinión irradiando la pureza de un grial—. He pasado el
día entero con mis hermanos jugando al baloncesto y creo que podría
ser así todos los días. ¿Tú qué crees?
Hay en sus ojos azules una verdadera expresión anhelante.
Y Bernadett la contempla.
Siente su desborde involuntario de felicidad que trepa por las
paredes, se extiende por el suelo y se le engancha a los zapatos. Se le
incrusta en el pecho la sonrisa blanca que no desaparece al
pestañear; los ojos azules que esperan impaciente su aprobación y
que esta noche, vulnerables a ella, enseñan la pizca de esperanza que
atesoraban escondida a conciencia.
—Sí —contesta Bernadett—. Sí, por qué no. Me voy.
—¿Ya? —La sigue por el pasillo en silencio porque ella arranca a
caminar, y lo hace muy deprisa—. Si no te he enseñado nada —
susurra persiguiéndola en la oscuridad; espera que su familia no le
oiga.
—Solo quería ver si podía pillar algo, pero no me interesan los
libros ni esas mierdas.
—Espera. Espera no te vayas, un momento. —Corriendo regresa a
la habitación, y sin tardarse para que no se le escape vuelve con una
sudadera ancha—. Esto te lo puedes llevar, me han comprado un
montón y creo que abriga más que esa que llevas puesta. ¿Quieres
llevarte también camisetas? Te van a quedar grandes pero las puedes
usar para dormir.
Casi a regañadientes Bernadett da un paso atrás.
—Va.
—Ven, y coges las que quieras.
Cruzándole por delante la rubia enreda uno de sus tirabuzones en
el dedo como pocas veces el azabache a atestiguado. ¿Es nerviosismo
o desgana de estar aquí? De todos los comportamientos escépticos
que cabría esperar de ella, ese no se lo esperaba.
Abre las múltiples puertas del armario y la espera mientras escoge.
Suponía sus pequeñas manos como un huracán que le dejase las
pertenencias hechas un revoltijo y arramplase con la mitad, pero ha
decidido analizarlas meticulosamente y si saca una de la percha es
tirando de ella con cuidado y delicadeza.
—Berna. Desde hace unas semanas estás... normal. —Expone con
notable preocupación—. Muy tranquila, muy... suave. —No está
seguro de escoger la palabra porque no sabe si va a enfadarse.
—¿Me estás llamando aburrida?
—No, aburrida no.
—Vengo a verte y me llamas aburrida.
—No es un insulto, es sólo que estás diferente.
—Pues no sé.
Marc recoge las manos, torciendo el cuello y pensando. También
desvía la mirada compungiendo las palabras al hablar.
—¿...Es porque te hice daño?
—No empieces otra vez.
Berna se acomoda el cabello hacia atrás. Cae totalmente
trasquilado por encima de sus hombros y selecciona del armario
varias prendas que desdobla al echarse en el brazo.
—¿Seguro que estás bien?
—Estoy bien.
—Pero...
—Follamos y ya está, deja de lloriquear como un llorica.
Queríamos perderla de una vez y bebimos y follamos entre amigos,
todo el mundo folla todo el tiempo, déjalo ya. —Se encoge de
hombros sin parar de rebuscar prendas—. Pesado.
Marc se pasa una mano por el pelo. Con Bernadett siempre tiene la
necesidad de aparentarse adulto, así que abandona el tema con un
fingidamente maduro:
—Ah. Vale.


La Bernadett del presente se moja el pelo y la ropa pero no tiene
intención de despegarse de la pared. Sentada, simplemente espera.
Desde detrás del muro que da a la gasolinera escucha el ruido del
coche de policía apartando los charcos. Escucha también el lamento
ínfimo del crío que ya sobre el confort de bolsas de basura ha
recuperado la consciencia. Sin embargo no levanta el decibelio del
llanto, no se mueve para pedir ayuda. Solo llora.
Bé pone la vista en el asfalto porque ella también es estúpida:
«¿Quién se queda embarazada en su primera vez?».
No lo ve, lo escucha: unas botas que se acercan despacio, unas
llaves que suenan tapadas por la lluvia, cada vez más furiosa.
—¿Y tus padres? —oye la voz del azabache al otro lado del muro.
Bernadett recoge las piernas al pecho.
—¿Dónde están tus padres?
¡Canciones!
¡Si tiene número se nombra en el capítulo!
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1 First date — Frad


2 September — Earth, Wind & Fire (Phats & Small remix)
2 Can't Help Falling in Love — Elvis Presley
6 Yoü And I — Lady Gaga
7 The end of the world — Skeeter Davis
10 Kill This Love — BlackPink
10 Swalla — Jason Derulo
Thoughts & Prayers — grandson
The Only Thing — Sufjan Stevens
13 The world is ugly — My Chemical Romance
18 Lucky one — Mich
21 The Reason — Hoobastank (rain version)
Sad Cops — Honey
23 In The Air Tonight — Phil Collins
23 On The Floor — Jennifer Lopez ft. Pitbull
Sweet Talk — Saint Motel
Dont know what to do — BlackPink
25 Boy With Luv — BTS ft. Halsey
Falling so in love with you — Rome Hero Foxes
Are you bored yet? — Wallows
28 As days go by — Jesse Frederick
29 Killing me softly — Perry Como
Forever Young — Alphaville
Pedal Pusher — Dark Stares
31 I love you baby — Frankie Valli
P Nino — Oleg Vinnik
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«Ojos verdes»
Extra de Kyle y Anthony

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