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Por qué menciono a las mujeres*
Obreros, hermanos míos, trabajo para ustedes por amor porque us-
tedes representan la parte más vivaz, más numerosa y útil de la huma-
nidad, y porque desde ese punto de vista yo encuentro mi propia sa-
tisfacción en servir a su causa. Les ruego encarecidamente que lean
con la mayor atención este capítulo, porque tienen que ser conscien-
tes de que corresponde a sus intereses materiales comprender por qué
menciono siempre a las mujeres llamándolas: obreras o todas.
Para aquel cuya inteligencia está iluminada por los rayos del
amor divino, del amor a la humanidad, le es fácil captar el encade-
namiento lógico de las relaciones que existen entre las causas y los
efectos. Para aquel, toda la filosofía, toda la religión se resume en dos
preguntas: la primera, ¿cómo se puede y se debe amar a Dios y servirlo
con miras al bienestar universal de todos y de todas en la humanidad? La
segunda, ¿cómo se puede y se debe amar y tratar a la mujer con miras
al bienestar universal de todos y de todas en la humanidad? Estas dos
preguntas, así planteadas, constituyen en mi opinión la base sobre la
cual debe fundamentarse, con miras al orden natural, todo lo que se
produce en el mundo moral y material (el uno fluye del otro).
No creo que este sea el lugar para responder a ambas preguntas.
Más tarde, si los obreros me manifiestan su deseo, con mucho gusto
*
Extraído de Tristán, Flora (2011). III. Por qué menciono a las mujeres. En Flora
Tristán, La Unión Obrera. Lima: Centro de la Mujer Peruana Flora Tristán/Universidad
Nacional Mayor de San Marcos. [Primera edición en francés L’Union Ouvrière. París:
Imp. Lacour et Maistrasse fils, 1843. Tercera edición en francés L’Union Ouvrière.
París/Lyon: Imp. C. Rey e Cie., 1844].
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Flora Tristán
1
Aristóteles, menos delicado que Platón, planteaba esta pregunta sin resolverla:
¿Las mujeres tienen alma?, cuestión que el Concilio de Mâcon se dignó tranzar a su
favor por mayoría de tres votos (La Falange, 21 de agosto de 1842).
Así pues, con tres votos menos, la mujer hubiera sido reconocida como perteneciente
al reino de las bestias salvajes, y siendo así, el hombre –el amo y señor– ¡habría esta-
do obligado a cohabitar con la bestia salvaje! Este pensamiento nos hace estremecer y
paralizar de horror... Por lo demás, tal como están las cosas, debe ser un profundo
tema de dolor para los más sabios entre los sabios pensar que descienden de la raza
mujer. Porque si están realmente convencidos de que la mujer es tan estúpida como lo
pretenden, ¡qué vergüenza para ellos haber sido concebidos del seno de una criatura
semejante, haber mamado su leche y haber permanecido bajo su tutela gran parte de
su vida! ¡Oh! Es muy probable que, si esos sabios hubieran podido colocar a la mujer
fuera de la naturaleza, como la han puesto fuera de la Iglesia, fuera de la ley y fuera de
la sociedad, se habrían ahorrado la vergüenza de descender de una mujer. Pero, feliz-
mente, por encima de la sabiduría de los sabios, está la ley de Dios.
Todos los profetas, salvo Jesucristo, han tratado a la mujer con una iniquidad, un des-
precio y una dureza inexplicable. Moisés le hizo decir a su Dios: “Dios dijo también a
la mujer: ‘Te aquejarán diversos males durante tu embarazo, alumbrarás en el dolor;
estarás bajo el poder de tu marido, y él te dominará’” (Génesis, III, 16).
El autor del Eclesiastés ha llevado el orgullo de su sexo hasta llegar a decir “Más vale
un hombre vicioso que una mujer virtuosa”.
Mahoma dijo en nombre de su Dios: “Los hombres son superiores a las mujeres debi-
do a las cualidades que Dios les ha concedido por encima de ellas y porque los hom-
bres emplean sus bienes para dotar a las mujeres”. “Ustedes reprenderán a aquellas
de las que teman desobediencia; las relegarán a camas aparte, les pegarán; pero tan
pronto obedezcan no les buscarán más querella” (Corán, IV, 38).
Las leyes de Manú dicen: “Durante su infancia una mujer debe depender de su padre;
durante su juventud, depende de su marido; cuando muere su marido, de sus hijos;
si no tiene hijos, de los parientes cercanos de su marido, o en su defecto, de los de su
padre; si no tiene parientes paternos, del soberano; ¡una mujer no debe nunca gober-
narse a su manera!”.
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Por qué menciono a las mujeres
Y esto es lo más curioso: “Ella debe estar siempre de buen humor”. “215. La mujer no
puede iniciar acción judicial sin la autorización de su marido, aunque fuera vende-
dora pública, no casada bajo el régimen de sociedad conyugal, o separada de bienes.
“37. Los testigos que se presenten en actos de estado civil solo podrán ser del sexo mas-
culino” (Código civil). “El uno (el hombre) debe ser activo y fuerte, el otro (la mujer)
pasivo y débil” (J. J. Rousseau, El Emilio). Esta fórmula se encuentra reproducida en el
Código: “213. El marido debe protección a su mujer, la mujer obediencia a su marido”.
2
La mayoría de sabios, sean naturalistas, médicos o filósofos, han concluido más o
menos explícitamente en la inferioridad intelectual de la mujer.
3
La mujer ha sido hecha para el hombre (San Pablo).
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Flora Tristán
He aquí cómo los más sabios entre los sabios han juzgado a la
raza mujer, desde hace más de 6 mil años que el mundo existe.
Una condena tan terrible, y repetida durante 6 mil años, era ca-
paz de impresionar a la masa, porque la sanción del tiempo tiene
mucha autoridad sobre ella. Sin embargo, lo que nos da esperanzas
de que se podrá apelar ese juicio es que, de igual manera y durante 6
mil años, los más sabios entre los sabios han mantenido un juicio no
menos terrible sobre otra raza de la humanidad: los PROLETARIOS.
Antes de 1789, ¿qué era el proletario en la sociedad francesa? Un vi-
llano, un palurdo, una bestia de carga, sometida a la voluntad absoluta
del señor. Luego, llega la revolución del 89 y de repente los más sa-
bios entre los sabios proclaman que la plebe se llama pueblo, que los
villanos y los palurdos se denominan ciudadanos. En fin, proclaman
en plena asamblea nacional los derechos del hombre.4
El proletario, pobre obrero, visto hasta entonces como un ani-
mal, quedó muy sorprendido al enterarse de que eran el olvido y el
desprecio que habían hecho de sus derechos los que habían causado la
desgracia en el mundo. ¡Oh! Y estuvo muy sorprendido de enterarse
que iba a gozar de derechos civiles, políticos y sociales, y que por fin se
volvía igual a su antiguo amo y señor. Su sorpresa aumentó cuando
le informaron que poseía un cerebro de igual calidad que el prínci-
pe real heredero. ¡Qué cambio! Sin embargo, no tardaron en darse
4
El pueblo francés, convencido de que el olvido y el desprecio de los derechos naturales
del hombre son las únicas causas de desgracia en el mundo, ha resuelto exponer en una
declaración solemne estos derechos sagrados e inalienables, para que todos los ciudadanos
que puedan comparar continuamente los actos de gobierno con el objetivo de toda
institución social, no se dejen jamás oprimir ni envilecer por la tiranía; para que el
pueblo tenga siempre frente a sus ojos las bases de su libertad y de su felicidad; el ma-
gistrado la regla de sus deberes; el legislador el objeto de su misión. En consecuencia,
proclama, ante el Ser Supremo, la siguiente declaración de los derechos del hombre y
del ciudadano:
1. El objetivo de la sociedad es la felicidad común. El gobierno está instituido para
garantizar que el hombre disfrute de sus derechos naturales e imprescriptibles.
2. Estos derechos son la igualdad, la libertad, la seguridad, la propiedad.
3. Todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley.
4. La ley es la expresión libre y solemne de la voluntad general (Convención Nacional,
24 de junio de 1793).
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Por qué menciono a las mujeres
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Todos los famosos generales del Imperio provenían de la clase obrera. Antes de
1789 solo los nobles eran oficiales.
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Flora Tristán
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He aquí entre otras cosas, lo que dice Fourier: “En el curso de mis investigaciones
sobre el régimen societario he encontrado más raciocinio en las mujeres que en los
hombres; porque muchas veces ellas me han dado ideas nuevas que me han procura-
do soluciones a problemas sumamente imprevistos.
Muchas veces he debido a mujeres, de la denominada clase espontánea (espíritu que
capta rápidamente y expresa sus ideas con exactitud, sin intermediarios) soluciones
preciosas a problemas que me habían torturado la mente. Los hombres no me han
dado nunca ayuda de ese tipo.
¿Por qué no encontramos en ellos esta aptitud a las ideas nuevas, exentas de prejui-
cios? Es que tienen la mente esclavizada, encadenada por los prejuicios filosóficos de
los que se los ha imbuido en las escuelas. Salen con la cabeza atiborrada de principios
contrarios a la naturaleza y ya no pueden considerar con independencia una idea
nueva. Apenas hay algún desacuerdo con Platón o Séneca, se sublevan y lanzan anate-
mas contra el que ose contradecir al divino Platón, al divino Catón o al divino Ratón”
(La falsa industria, [1835], p. 326).
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Flora Tristán
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Supe por una persona que pasó los exámenes para hacerse cargo de un asilo, que,
por órdenes de arriba, los instructores de estas escuelas debían ocuparse de desarro-
llar la inteligencia de los chicos más que la de las chicas. Generalmente, todos los maes-
tros de escuela de pueblo actúan de la misma manera con los niños a los que ins-
truyen. Varios me han confesado que ellos recibían órdenes. Esto es, por lo tanto, la
consecuencia lógica de la posición desigual que ocupan el hombre y la mujer en la
sociedad. Hay, respecto de este tema, un dicho que es proverbial: “¡Oh!, para ser una
mujer sabe siempre suficiente”.
8
Las mujeres de pueblo se muestran muy tiernas con sus hijos pequeños hasta los
2 o 3 años. Su instinto de mujer les hace comprender que el niño, durante esos dos
primeros años, tiene necesidad de una atención continua. Pero pasada esta edad ellas
los maltratan (salvo excepciones).
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Por qué menciono a las mujeres
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Se debe destacar que, en todos los oficios ejercidos por los hombres y las mujeres,
el jornal que se le paga a la obrera es la mitad del que se le paga al obrero, o si trabaja
a destajo, su salario es menos de la mitad. Al no poder soportar una injusticia tan
flagrante, el primer pensamiento que se nos viene a la cabeza es este: Debido a su
fuerza física, el hombre hace sin duda el doble de trabajo que la mujer. ¡Pues bien!,
lector. Sucede exactamente lo contrario. En todos los oficios en los que se requiere la
habilidad y la agilidad de los dedos, las mujeres hacen casi el doble de trabajo que los
hombres. Por ejemplo, en la imprenta, para hacer la composición (en verdad, cometen
muchas faltas, pero eso tiene que ver con su falta de instrucción); en las fábricas de
hilado de algodón, hilo o seda, para unir los hilos; en una palabra, en todos los oficios
en los que se necesite cierta ligereza de manos, las mujeres sobresalen. Un impresor
me dijo un día con una ingenuidad muy característica: “Se les paga la mitad, es muy
justo porque ellas van más rápido que los hombres, ganarían mucho si se les pagara
el mismo precio”. Sí, se les paga, no teniendo en cuenta el trabajo que hacen, sino
los pocos gastos que hacen como consecuencia de las privaciones que se imponen.
Obreros, ustedes no han percibido las consecuencias desastrosas que tendría para
ustedes semejante injusticia, hecha en detrimento de sus madres, sus esposas y sus
hijas. ¿Qué ha sucedido? Que los industriales, al ver que las mujeres trabajan más rá-
pido y a mitad de precio, despiden a diario a los obreros de sus talleres y los reemplazan
por obreras. ¡Por lo tanto, el hombre se cruza de brazos y se muere de hambre en el
pavimento! Es así como han procedido los dueños de las manufacturas en Inglaterra.
Una vez adoptada esa vía, se despide a las mujeres para reemplazarlas por niños de 12
años. ¡Economía de la mitad del salario! Finalmente, solo se llega a emplear a niños de 7
u 8 años. Dejen pasar una injusticia y estén seguros de que engendrará otras miles.
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Flora Tristán
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¿Por qué los obreros van a la taberna? El egoísmo ha afectado a las clases altas.
aquellas que gobiernan, cegándolas completamente. No entienden que su fortuna,
su felicidad, su seguridad, dependen de la mejoría moral, intelectual y material de la
clase obrera. Ellas abandonan al obrero a la miseria, a la ignorancia, pensando según
la antigua máxima que cuanto más bruto es el pueblo, más fácil resulta amordazarlo.
Eso era cierto antes de la declaración de los derechos del hombre, pero desde entonces
es cometer un grosero anacronismo, una falta grave. Además, se debería al menos ser
consecuente: si se cree que es una buena y sabia política dejar a la clase obrera en el
estado animal, entonces, ¿por qué recriminar sin parar contra sus vicios? Los ricos
acusan a los obreros de ser perezosos, libertinos, borrachos; y para apoyar sus acusa-
ciones, exclaman: “Si los obreros son miserables, es únicamente por su culpa. Vayan
a las barras, entren en las tabernas, las encontrarán llenas de obreros que están ahí
para beber y perder su tiempo”. Yo creo que si los obreros en lugar de ir a la taberna se
reunieran siete (que es el número que las leyes de septiembre permiten) en una habita-
ción para instruirse juntos sobre sus derechos y reflexionar sobre las medidas a tomar para
hacerlos valer legalmente, los ricos estarían más descontentos que de ver las tabernas lle-
nas. En la situación actual, la taberna es el TEMPLO del obrero: es el único lugar al que
puede ir. En la Iglesia ya no cree; en el teatro no entiende nada. He aquí por qué las
tabernas están siempre llenas. En París, tres cuartos de los obreros no tienen siquiera
domicilio: comparten entre varios un cuarto amoblado; y aquellos que están casados se
alojan en buhardillas en donde falta aire y espacio; en consecuencia, se ven forzados a
salir si quieren ejercitar un poco sus miembros y reavivar sus pulmones. Ustedes no
quieren instruir al pueblo, ¡le prohíben reunirse por temor a que se instruya él mismo,
que hable de política o de doctrinas sociales; ¡no quieren que lea, que escriba, que pien-
se, por temor a que se rebele!... Pero ¿qué quieren entonces que haga? Si le prohíben
todo lo que es de competencia espiritual, está claro que solo le queda la taberna como
único recurso. ¡Pobres obreros! Agobiados por la miseria y por penas de todo tipo, sea
en el hogar, en la casa del patrón, o, por último, porque los trabajos repugnantes y
forzados a los que están condenados les irritan realmente el sistema nervioso, a veces
se ponen como locos; en este estado, para escapar de sus sufrimientos, no tienen otro
refugio que la taberna. Además, van ahí a beber vino azul, ¡esa medicina execrable!,
pero que tiene la virtud de aturdir.
Frente a esta situación, hay en el mundo gente llamada virtuosa, llamada religiosa,
la que confortablemente instalada en su casa bebe en cada comida y en abundancia
un buen vino de Burdeos, un viejo Chablis o un excelente Champagne –¡y esta gente
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oír estas palabras la mujer exclamó: “¡Yo, absuelta! Ah, Sr. juez, ¿qué se atreve a decir
usted?... Si se absolviera a una miserable como yo, no habría ninguna justicia en la
tierra”.
Se recurrió a todo tipo de raciocinios para hacerle comprender que ella no era una cri-
minal, dado que no había pensado en cometer el asesinato. “¿Y qué importa el pensa-
miento? –repelía–, si hay en mí una brutalidad que me lleva unas veces a maltratar a
uno de mis hijos y otras a matar a mi marido. ¿Acaso no soy un ser peligroso, incapaz
de vivir en el seno de la sociedad?” Por fin, cuando estuvo convencida de que sería ab-
suelta, esta mujer salvaje, sin un ápice de educación, tomó una resolución digna de los
hombres más fuertes de la república romana. Declaró que quería hacerse justicia ella
misma y que iba a dejarse morir de hambre... ¡Y con qué fuerza y qué dignidad ejecutó
esta terrible sentencia de muerte pronunciada por ella misma! Su madre, su familia,
sus siete hijos fueron a suplicarle con llantos que consintiera en vivir por ellos. Ella
entregó a su madre su niño de pecho diciéndole: “Enséñeles a mis hijos a alegrarse por
haber perdido a una madre semejante, porque en un momento de brutalidad podría
matarlos como maté a su padre”. Los jueces, los sacerdotes, las mujeres del mercado
y muchas personas de la ciudad acudieron ante ella para rogarle que desistiera. Fue
inquebrantable. Entonces, se intentó otro medio: se puso en su habitación pasteles,
frutas, productos lácteos, vinos, carnes; se llegó incluso a asar aves de corral que se le
traían bien calientes, para que el olor la incitara a comer. “Todo lo que ustedes hacen
es inútil –repetía ella con mucha sangre fría y dignidad–; una mujer que es lo suficien-
temente brutal para matar al padre de sus siete hijos debe morir, y moriré”. Sufrió
torturas horribles sin quejarse y, al séptimo día, expiró.
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Por qué menciono a las mujeres
poder amar a su madre? Si tiene pena, ¿sobre qué pecho irá a llorar?
Si por falta de reflexión o porque lo arrastraron comete alguna fal-
ta grave, ¿a quién podrá confiarse? Como permanecer cerca de su
madre no tiene ningún encanto, el niño buscará todos los pretextos
para alejarse de la casa materna. Las malas relaciones son fáciles de
hacer, tanto para las muchachas como para los muchachos. Del ca-
llejeo pasan al vagabundeo, y con frecuencia del vagabundeo al robo.
Entre las infelices que pueblan las casas de prostitución y los des-
dichados que gimen en el presidio cuántos se han encontrado que
puedan decir: “Si hubiéramos tenido una madre capaz de educarnos,
por supuesto, no estaríamos acá”.
Lo repito, la mujer lo es todo en la vida del obrero: como madre
tiene influencia sobre él durante su infancia; es de ella y únicamente
de ella que él extrae las primeras nociones de esta ciencia tan im-
portante de adquirir, la ciencia de la vida, la que nos enseña a vivir
convenientemente para nosotros y para los otros, de acuerdo con el
medio donde el azar nos colocó.12 Como amante, ella tiene influencia
12
He aquí cómo se expresa La Phalange del 11 de septiembre de 1842 a propósito de un
artículo muy destacado de La Presse: “La Presse ha tomado el sabio partido de dejar las
vanas querellas sobre la pequeña sesión, sobre el carácter de los votos de la encuesta
y de la ley de regencia, sobre la conversión del Sr. Thiers y se ha puesto a estudiar las
cuestiones que serán sometidas en los consejos generales... Hoy en día muchos niños
permanecen aún privados de instrucción y 4.196 comunas no tienen escuela. Para su-
primir cualquier pretexto de los padres, para triunfar sobre la indiferencia y la mala
voluntad de algunos concejos municipales, el publicista de La Presse propone suprimir
la retribución mensual pagada por los alumnos y pide que el establecimiento y el man-
tenimiento de todas las escuelas dejen de estar a cargo de los municipios y que, de ahora
en adelante, sean inscritos en el presupuesto del Estado. Hemos dicho siempre que la
sociedad debe dar educación a todos sus miembros, y es absolutamente deplorable que
el gobierno de un país ilustrado no se encargue personalmente y de por ley porque la
infancia esté rodeada de todos los cuidados necesarios para su desarrollo. Citamos el
final del artículo de La Presse; las reflexiones de ese periódico sobre la instrucción de las
mujeres son justas y lo honran. Nosotros hemos protestado, en cuanta ocasión se diera,
sobre el odioso y estúpido abandono de un sexo entero del que era culpable nuestra lla-
mada sociedad civilizada, pero realmente bárbara en muchos aspectos.
Al lado de esta reforma importante, hay otra quizá más urgente que los consejos ge-
nerales deben recomendar también a la administración y a las cámaras, queremos
referirnos a la organización de las escuelas primarias para niñas. ¿No es extraño que
un país como Francia, considerado a la cabeza de la civilización y que busca probarlo
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difundiendo en todas las clases de ciudadanos las luces de la instrucción, que abre
en todas partes escuelas para los niños y escuelas para sus maestros, que dicho país
descuide por completo la instrucción de las mujeres, las primeras institutrices de la
infancia? Este olvido no es solamente una injusticia, es una imprudencia, es una falta.
¿Cuál es el resultado, en efecto, de la ignorancia de la mayoría de las madres de fami-
lia? El que, cuando a la edad de 5 años sus hijos llegan a la escuela, ellos llevan consigo
una cantidad de malas disposiciones, de creencias absurdas, de ideas falsas que han
ido mamando con la leche materna; y el maestro tiene más dificultad en hacer que se
las olviden, en destruirlas en su mente, que en enseñarles a leer. Entonces, en definitiva,
cuesta más tiempo y dinero consumar una injusticia y tener malos alumnos que dar ins-
trucción a las mujeres y hacer de ellas al mismo tiempo obreras más hábiles, amas de casa
más útiles y profesoras particulares naturales y gratuitas de las lecciones de la escuela”.
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Lean la Gaceta de los Tribunales. Es ahí, frente a los hechos, que se debe estudiar el
estado de exasperación que manifiestan hoy en día las mujeres.
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la madre ver el amor recíproco entre el padre y los hijos! Está claro
que, haciendo esta suposición, la vida de la pareja, de la familia, sería
para el obrero lo más deseable. Al sentirse bien en su casa, feliz y sa-
tisfecho en compañía de su buena anciana madre, de su joven esposa
y de sus hijos, no se le ocurriría salir de su casa para ir a distraerse a
la taberna, lugar de perdición en el que el obrero pierde su tiempo,
su dinero, su salud y embrutece su inteligencia. Con la mitad de lo
que un borracho gasta en la taberna, toda una familia de obreros que
vivieran unidos podría ir a comer al campo en verano. La gente que
sabe vivir sobriamente necesita tan pocas cosas. Allá, los hijos respi-
rarán el aire puro, estarán felices de correr con el padre y la madre,
que se volverán unos niños para divertirlos; y en la noche, la familia,
con el corazón contento, los miembros un poco relajados del trabajo
de la semana, regresará a su vivienda muy satisfecha de la jornada.
En invierno, la familia irá a los espectáculos. Estas diversiones tie-
nen una doble ventaja: instruyen a los niños, divirtiéndolos. Con una
jornada pasada en el campo, una noche pasada en el teatro, ¡cuántos
temas de estudio una madre inteligente puede encontrar para ins-
truir a sus hijos!
En las condiciones que acabo de presentar, el hogar, en lugar de
ser una causa de ruina para el obrero, sería por el contrario una cau-
sa de bienestar. ¿Quién no sabe hasta qué punto el amor y la satisfac-
ción del corazón triplican, cuadriplican las fuerzas del hombre? Lo
hemos visto en algunos ejemplos raros. Ha ocurrido que un obrero
que adoraba a su familia y al que se le metió en la cabeza educar a sus
hijos, hiciera, para lograr ese noble objetivo, el trabajo que tres hom-
bres no casados no habrían podido hacer. Luego, el capítulo de las
privaciones. Los solteros gastan mucho, no se privan de nada. Qué
nos importa, dicen, después de todo, podemos beber y vivir alegre-
mente puesto que no tenemos que alimentar a nadie. Mientras que
el hombre casado, que ama a su familia, encuentra satisfacción en
sacrificarse por ella y vive con una frugalidad ejemplar.
Obreros, ese pequeño cuadro, apenas esbozado, de la posición
de la que gozaría la clase proletaria si la mujer fuera reconocida
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Acabo de demostrar que la ignorancia de las mujeres del pueblo tiene las conse-
cuencias más funestas. Sostengo que la emancipación de los obreros es imposible en
tanto las mujeres permanezcan en ese estado de embrutecimiento. Ellas detienen
todo progreso. A veces he sido testigo de escenas violentas entre el marido y la mujer.
Con frecuencia, yo he sido la víctima, recibiendo las injurias más groseras. Esas po-
bres criaturas, al no poder ver más lejos que la punta de su nariz, como se suele decir,
se enfurecían con el marido y conmigo, porque el obrero perdía algunas horas de su
tiempo ocupándose de ideas políticas o sociales. “¿Qué necesidad tienes de ocuparte de
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cosas que no te conciernen? –exclamaban–, piensa en ganar con qué comer y deja que el
mundo marche como quiera”.
Es cruel decir esto, pero conozco a obreros desdichados, hombres de corazón, de inte-
ligencia y de buena voluntad, que estarían totalmente de acuerdo en consagrar su do-
mingo y sus pequeños ahorros al servicio de la causa, pero que, para tener paz en casa,
esconden a su mujer y a su madre que vienen a verme y que me escriben. Esas mismas
mujeres me abominan, dicen horrores de mí y, si no temieran caer en prisión, quizá
llevarían el celo hasta a venir a injuriarme a mi casa y a golpearme, y todo esto porque
yo cometo el gran crimen, dicen ellas, de meter en la cabeza de sus hombres ideas que
los obligan a leer, a escribir, a hablar entre ellos, todas estas cosas inútiles que hacen
perder el tiempo. ¡Esto es deplorable! Sin embargo, he encontrado a algunas capaces de
comprender las cuestiones sociales y que se muestran abnegadas.
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3. Siendo para nosotros la mujer igual al hombre, queda claro que las
niñas recibirán, aunque diversa, una instrucción tan racional, tan
sólida y extensa en ciencia moral y profesional como la de los niños.
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Flora Tristán
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