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DIETRICH VON HILDEBRAND

El Corazón
UN ANÁLISIS DE LA AFECTIVIDAD
HUMANA Y DIVINA
Introducción:
ALICE VON HILDEBRAND

Traducción:
1
JUAN MANUEL BURGOS
CUARTA EDICIÓN

EDICIONES PALABRA
Madrid

4ª Edición, marzo de 2001


Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento
informático, ni la transmisión de ninguna forma por fotocopia, por registro u
otros métodos, sin el previo permiso y por escrito de los titulares del

Copuright.
© by Alice Von Hildebrand 1996
Título de la edición original: The Heart
© by Ediciones Palabra, s. a., 1996
Paseo de la Castellana, 210-28046 Madrid
Coordinador de la colección: Juan Manuel Burgos
Producción: Francisco Fernández
Diseño de portada: Carlos Bravo
Printed in Spain
ISBN: 84-8239-155-0
Depósito legal: M. 7.593-2001
Imprime: Gráficas Anzos, S.L. Fuenlabrada (Madrid)

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CONTRAPORTADA

Dietrich von Hildebrand (1889 - 1977) nació en Florencia,


pasó su juventud entre Italia y Alemania y emigró
posteriormente a Estados Unidos para escapar a la
persecución nazi. Fue discípulo de Husserl y amigo de von
Reinach y Scheler. Su pensamiento, fresco y sugerente, se
enmarca en el contexto de una fenomenología decididamente
realista con un fuerte componente cristiano (se convirtió al
catolicismo en 1914).
El corazón es, fundamentalmente, una reivindicación de
los sentimientos. Frente a algunas posturas filosóficas que
infravaloran la afectividad, von Hildebrand demuestra, mediante
ricos y penetrantes análisis psicológicos, la debilidad de esta
posición y la importancia vital y filosófica del corazón. En la
segunda y tercera parte de la obra, el autor aplica estas
nociones a la comprensión de la devoción cristiana al Sagrado
Corazón y a la transformación del corazón del cristiano.
El corazón es una lectura atractiva, sugerente y necesaria
para todos los interesados en conocer mejor la riqueza y
profundidad de los sentimientos porque, como ha escrito Alice
von Hildebrand, su esposa, en el prólogo de esta edición, "el
gran mérito del libro estriba en su brillante y original análisis de
la esfera afectiva". Sin embargo, este hecho ha sido con
frecuencia puesto en duda, e incluso negado, por eminentes
pensadores cristianos que concuerdan con Aristóteles en que
el hombre difiere de los animales por su entendimiento y su
voluntad, y en que todos sus «sentimientos son realidades que
comparte con los animales.

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PRESENTACIÓN
DE LA NUEVA
BIBLIOTECA PALABRA

Con esta obra de Dietrich von Hildebrand, Ediciones Pa


labra inicia una nueva singladura editorial: el lanzamiento de
una colección de libros de pensamiento retomando y
renovando un nombre de gran arraigo y solera: Biblioteca
Palabra. Con esta colección deseamos realizar una propuesta
cultural de envergadura poniendo al alcance de nuestros
lectores un amplio abanico de reflexiones sobre los temas más
actuales: cuestiones de ética y antropología, la mujer,
problemas sociológicos, la crisis del Estado del bienestar, las
relaciones entre capitalismo y cristianismo, etc. Y todo esto con
un objetivo claro: contribuir a una mayor comprensión teórica y
práctica de nuestro tiempo y facilitar la elaboración de una
respuesta inteligente a los problemas con que nos
enfrentamos.
Para lograrlo, hemos apostado fuerte: por los grandes
autores de pensamiento; pero nos ha parecido que se trataba
de una elección necesaria. Sólo las grandes inteligencias
pueden aportar grandes soluciones. Por otra parte, dentro de
ese amplio grupo de personalidades hemos dado prioridad a
aquellos autores insuficientemente conocidos en España.
Existen, en efecto, numerosos pensadores contemporáneos re
levantes, muchos de ellos cristianos o de inspiración cristiana,
que no han encontrado la acogida que se merece en el
mercado editorial y en los círculos intelectuales de lengua
española. Buena parte de estos autores -aunque no todos-se
pueden en- cuadrar en un área amplia que va de la
fenomenología al personalismo. Son autores frescos,

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accesibles y profundos, cualidades inestimables y no
particularmente corrientes. Mencionemos algunos de los más
clásicos: Romano Guardini, Jacques Maritain, Edith Stein,
Karol Wojtyla, Emmanuel Mounier... El objetivo que pretende
Biblioteca Palabra, y que esperamos conseguir con la
colaboración de todos los lecto- res, consiste precisamente en
llenar esta grave laguna presentando nuevos territorios
intelectuales que se puedan recorrer con gusto y con provecho.

.................................

Dietrich von Hildebrand es, precisamente, uno de esos


autores. Nació en Florencia en 1889. Pasó su juventud entre Italia y
Francia. Estudió con Lipps, Husserl y Reinach, y fue amigo de
Scheler. Se convirtió al catolicismo en 1914. Dio clases en
Alemania, pero tuvo que huir de los nazis y, después de recorrer
varios países, acabó recalando en Estados Unidos donde escribió
en inglés algunas de sus obras más importan- tes. Murió en 1977.
Fresco y sugerente, se encuadra en el con- texto de una
fenomenología personalista con un fuerte componente cristiano. Sin
embargo, a pesar de ser un brillante intelectual de reconocido
prestigio internacional y con numerosas obras publicadas, hoy en
día sólo puede ser leído en España con gran dificultad. Algunos de
sus libros no se han traducido y muchos otros están agotados, por
lo que su pensamiento se presenta actualmente como un tesoro
escondido que debe ser redescubierto.

Con el primer volumen de esta colección hemos querido


contribuir a este redescubrimiento publicando un trabajo que nos
parece de particular actualidad: El corazón (The Heart), en el que
von Hildebrand analiza con atención los sentimientos reivindicando
para algunos de ellos su carácter espiritual. Para ello hemos
contado con la inestimable colaboración de Alice von Hildebrand, su
esposa, que ha escrito el prólogo a la presente edición, por lo que
no abundaremos más en el contenido del libro. También hemos

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podido contar con el buen hacer del moralista Aurelio Ansaldo, gran
conocedor de este autor, que es quien ha sugerido la publicación de
esta obra en cuya edición, además, ha colaborado de diversos
modos.
El corazón fue publicado originalmente en 1965 con el título
The Sacred Heart (El Sagrado Corazón). Se publicó una nueva
edición en 1977 por un acuerdo especial entre el autor y el editor
que incluía, junto con otras modificaciones, el título definitivo: The
Heart: An Analysis of Human and Divine Affectivity (El corazón. Un
análisis de la afectividad humana y divina). Existe una edición
española de la primera edición de 1965, actualmente fuera de
mercado, que publicó ediciones Fax en 1968 con el título La
afectividad cristiana. La traducción la realizó Martín Ezcurdia.

La traducción de esta obra la he realizado a partir de la


edición reelaborada de 1977, que incluye una Introducción ausente
en la edición española y que, por lo tanto, es inédita en castellano.
Además de las notas a pie de página del texto original he incluido
alguna otra (señaladas como NT: nota del traductor) para facilitar al
público no especializado la comprensión del texto, pero sin
pretender en ningún momento la elaboración de un estudio erudito
ni de una edición crítica.
Sólo me queda esperar una acogida amable por parte de
nuestros lectores para este proyecto que tengo el placer de dirigir y
que ya tiene en cartera obras de Guardini, Edith Stein y Alfonso
López Quintás, de modo que pueda arraigar y lograr sus objetivos
en beneficio de todos.

JUAN MANUEL BURGOS

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PRÓLOGO

¿Tiene el cristianismo algo que ver con el corazón


humano?, ¿con el amor humano o divino? La respuesta parece
tan claramente afirmativa que el lector se podría asombrar de
que nos hayamos planteado la pregunta. Conocemos muy bien
importantes textos bíblicos que sitúan la caridad -el amor- en el
centro mismo del Nuevo Testamento. Así, San Pablo escribe:
«Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles,
si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que
retine. Y si tuviera el don de profecía, y conociera todos los
misterios y toda la ciencia, y aunque tuviera tanta fe como para
trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Y si
repartiera todos mis bienes en alimentos, y si entregara mi
cuerpo para alcanzar gloria, si no tengo caridad, de nada me
sirve» (I Co 13, 1-4).
San Juan afirma por su parte que «Dios es amor (Deus
caritas est). Y el mismo Jesús nos dice a todos estas palabras
maravillosas: «Si alguno me ama, guardara mi Palabra, y mi
Padre le amara, y vendremos a él, y haremos morada en ele
Un 14, 23).
Todo lo anterior es una prueba irrefutable de que el
cristianismo esta estrechamente relacionado con el amor y, por
consiguiente, con el corazón, con el mismo centro de nuestra
afectividad. Sin embargo, este hecho ha sido con frecuencia
puesto en duda, e incluso negado, por eminentes pensadores
cristianos que concuerdan con Aristóteles en que el hombre
difiere de los animales por su entendimiento y su voluntad, y en
que todos sus «sentimientos son realidades que comparte con
los animales.

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No hace mucho, la excelente revista Homiletic and Pas-
toral Review publicó un artículo titulado: «Los sentimientos y la
vida espiritual». El autor, un buen sacerdote católico, manifiesta
hacia los afectos el mismo recelo que han mostrado muchos
otros pensadores cristianos a lo largo de los siglos. Este recelo
hacia la esfera afectiva parece estar bien fundado, e incluso
parece correcto, ya que hay muchos sentimientos falsos,
ilegítimos y venenosos. En el libro que presentamos, el autor
reconoce este hecho y habla de hipertrofia del corazón y de
tiranía del corazón.

Pero si leemos las obras de Sta. Teresa de Ávila y Sta.


Teresa de Lisieux nos sorprende la frecuencia con que usan la
palabra «sentimiento». ¿Están equivocadas? ¿Exageran el
papel del corazón? ¿Harían mejor en hablar sólo de
entendimiento y voluntad?
El gran mérito del libro de Dietrich von Hildebrand, El
corazón (The Heart), estriba en su brillante y original análisis de
la esfera afectiva. Desenmascara la notable ambigüedad que
existe en el uso de la palabra sentimientos. Muestra que,
ciertamente, hay sentimientos como los sentimientos
corporales -el dolor, la sed- que los hombres comparten con los
animales. Y lo mismo sucede con ciertos sentimientos
«psíquicos». Pero la vida afectiva de la persona no se puede
limitar de ningún modo a estas experiencias. El hombre es
capaz de «sentimientos espirituales como el amor, la alegría, la
contrición, la compasión y muchos otros que no son causa- dos
por la acción de un agente sobre el cuerpo o dentro del cuerpo
sino que requieren la aprehensión intelectual previa de un
«objeto motivante» (motivating object), alguna realidad en la
parte del objeto que solicite amor, alegría, pena, contrición o
compasión. Estos afectos son sentimientos genuinos, pero son
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espirituales, y von Hildebrand los denomina «experiencias
intencionales»: alertan nuestro corazón, nos encienden en
amor, nuestro corazón puede saltar de alegría o «estar
apesadumbrado por la pena».

A continuación, el autor muestra que tales experiencias


afectivas, cuando son auténticas, deben ser «sancionadas» por
la voluntad a fin de poseer plena validez, y del mismo modo los
sentimientos ilegítimos deben ser «desaprobados».

No es necesario, por tanto, negar la importancia de los


sentimientos en la vida del hombre, ni reducirlos a un acto
formal de la voluntad, a algo «frio y seco», La respuesta
afectiva del amor tiene tanto derecho a que se la denomine
espiritual como un acto de conocimiento; de hecho, el amor
presupone, antes incluso de que pueda existir, cierto
conocimiento de la persona amada. En consecuencia, una
respuesta afectiva «sancionada posee tanto la plenitud
afectiva, que es una prerrogativa del corazón, como la solidez
garantizada por un acto de la voluntad. De este modo, incluso
las emociones más profundas de la persona, las obras y las
palabras de su corazón, están sujetas a la aprobación o
rechazo de su libre centro espiritual: la voluntad.

La segunda parte de este libro se vuelve hacia el Sagrado


Corazón de Jesús y nos ofrece una meditación sobre «la
afectividad del Dios-hombre». La tercera parte trata de la
sublimidad e importancia de la vida afectiva de la persona para
su santificación; más aún, de la necesaria transformación de su
corazón a través de la vida sobrenatural de la gracia.

9
Los directores espirituales pueden acoger este libro como
una gran ayuda en la dirección de las almas que desean
acercarse a Dios a través del Corazón de Jesús. A cualquiera
que tenga serios deseos de una vida espiritual más profunda,
le diría simplemente las palabras que escuchó San Agustín y
que le llevaron a la conversión: «Toma y lee» (Tolle, lege).
ALICE VON HILDEBRAND
New Rochelle, enero de 1997

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INTRODUCCIÓN

Inspirada por nuestro Señor en una visión, la hermana


Droste-Vishering solicitó al papa León XIII que consagrara el
mundo entero al Sagrado Corazón de Jesús. Su solicitud fue
acogida con la reserva que la Iglesia mantiene frente a las re-
velaciones privadas. La hermana Droste-Vishering continuó
rezando y mortificándose por su gran misión. Durante tres años
estuvo postrada en la cama sufriendo terriblemente. Después
de largas deliberaciones a cargo de teólogos altamente
competentes, el Santo Padre decidió finalmente acceder a su
petición. El mismo día en que las campanas de todas las igle-
sias católicas repicaban proclamando el solemne acto de con-
sagración del mundo al Sagrado Corazón de Jesús, la hermana
Droste-Vishering murió. Había cumplido su sagrada e
importante misión.
Todos los años la Iglesia revive en su liturgia la historia de
la redención del hombre. En esta manifestación de su vida
íntima y sagrada encontramos un ritmo alternado. Cada época
litúrgica pone de relieve un suceso distinto de la historia de la
redención del hombre y, por esta razón, en cada época litúrgica
se pone de manifiesto un aspecto diverso del misterio de la
Encarnación y de nuestra redención. Este ritmo alternado de la
liturgia se debe al hecho de que la liturgia conmemora y
representa la historia de la salvación tal como se ha desarro-
llado en el tiempo. Pero la alternativa insistencia en los diver-
sos aspectos de la única e idéntica realidad divina la impone
también la naturaleza del hombre in statu viae. No es posible
para el hombre en esta vida terrena comprender de una vez y
con plenitud todo el conjunto de la verdad revelada ni dar una

11
respuesta total a sus múltiples aspectos. Esto sólo será posible
en la eternidad.
La necesidad de acercarse a los diferentes aspectos del
mismo e idéntico misterio de manera alternada lo demuestra
también la variedad de devociones populares. Muchas de ellas
ponen de manifiesto uno u otro aspecto del misterio de la En-
carnación como la devoción al Niño Jesús introducida por San
Francisco de Asís, la devoción a la Pasión de nuestro Señor o
la devoción al Sagrado Corazón. Todas ellas se dirigen a
Cristo, el Hombre-Dios, a la luz de un aspecto determinado que
ilumina de un modo nuevo el misterio de la Encarnación. Así, la
figura de un niño expresa de manera elocuente las limitaciones
de la humanidad: el hombre nacido de mujer es un bebé
desvalido y debe desarrollarse desde su condición indigente
para lograr de manera progresiva el estado adulto. Por ello, en
la infancia divina, la tensión entre el carácter absoluto de Dios y
la limitación de la criatura finita brilla de un modo
particularmente claro. Y en el Niño Jesús, la infinita caridad de
Dios, puesta de manifiesto al asumir la carne humana, se
revela de un modo exquisitamente conmovedor.
Del mismo modo, al adorar a Cristo en su Pasión, la ten-
sión entre la persona y naturaleza divina, por un lado, y la na-
turaleza humana de Cristo por el otro, se manifiesta de un
modo particularmente abrumador. Es el Dios eterno, la Se-
gunda Persona de la Santa Trinidad, la Palabra, quien sufre en
su naturaleza humana. Y la realidad de esta naturaleza huma-
na se revela de modo impresionante puesto que estar sometido
al sufrimiento es una característica específica de la persona
humana. Y tal como ocurría en la devoción al Niño Jesús,
también en esta devoción se adora la infinita caridad de Dios.
Ciertamente que el misterio de la caridad ya está contenido en

12
la Encarnación, pero la Pasión de Cristo manifiesta de modo
abrumador el infinito amor de Cristo por nosotros.
Pero es quizá en la adoración al Sagrado Corazón donde
el misterio de la Encarnación y de la infinita caridad de Dios se
manifiesta de la manera más profunda. En la invocación:
«Corazón de Jesús en el que habita la plenitud de la divinidad»
(Cor Jesu, in quo habitat omnis plenitudo divinitatis)1 encon-
tramos la tensión inmanente al misterio de la Encarnación en
su gloria plena e inefable. Al decir Corazón de Jesús, estamos
tocando la fibra más digna y noble de la naturaleza humana.
Tener un corazón capaz de amar, un corazón que puede cono-
cer la ansiedad y el sufrimiento, que puede afligirse y conmo-
verse, es la característica más específica de la naturaleza hu-
mana. El corazón es la esfera más tierna, más interior, más
secreta de la persona, y es precisamente en el corazón de
Jesús donde habita la plenitud de la divinidad.

¡Qué manifestación más extraordinaria del infinito amor de


Cristo encontramos en el Sagrado Corazón, en este misterio
que es la fuente más profunda de nuestra alegría! Que Cristo
nos ama es el gran secreto, el secreto más íntimo de cada
alma. Es la realidad más inconcebible; es una realidad que
cambiaría completamente la vida de cualquiera que se diera
cuenta de ello plenamente. Pero para darse cuenta de ello no
basta un mero conocimiento teórico, sino una vivencia de este
amor similar a la que se tiene del amor de la persona amada. E
implica también la conciencia del carácter incomparable y único
de este amor divino, su modo de ser absolutamente nuevo y
1
A lo largo de la introducción, el autor va intercalando en latín las distintas invocaciones de la Letanía al
Sagrado Corazón colocando después entre paréntesis la traducción. Para facilitar la lectura seguiremos el
procedimiento inverso. Por la misma razón, y como criterio general de edición, hemos reducido al mínimo
los textos latinos que se encuentran en la versión original. Sólo hemos dejado aquellos que nos parecen
indispensables por su fuerza expresiva o por otros motivos (NT).

13
misterioso, y su inefable santidad, similar a la que brilla en el
Evangelio y en la Liturgia y se refleja en la vida de los santos.
Este gran secreto -el infinito amor de Dios por nosotros en
Cristo- que es la fuente de nuestra alegría, nuestro consuelo,
nuestra esperanza in statu viae y nuestra alegría permanente
en la eternidad, resplandece de manera particular en el Sa-
grado Corazón: «Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad»
(Cor Jesu, fomax ardens caritatis).
Uno de los principios que gobierna la vida de la Iglesia es
que la verdad revelada se diferencia cada vez más con el paso
del tiempo. El desarrollo en el campo del dogma (propi- ciado
muy a menudo por las herejías) testimonia claramente la
existencia de este proceso de formulación cada vez más
explícito.
El Magisterio infalible de la Iglesia, por lo tanto, no se
limita a proteger la verdad eterna, inmutable y sobrenatural,
sino que ofrece también a través de esta diferenciación un
antídoto a los errores específicos de una época determinada.
Del mismo modo que, en el Evangelio, nuestro Señor subraya
determinados aspectos de la verdad universal según la
persona a la que se dirige y el peligro especifico que le
preocupa, la Iglesia explicita diferentes aspectos de la verdad
inmutable para contrarrestar los peligros específicos de una
época.
Algo análogo se encuentra también en el desarrollo de
algunas devociones. También aquí asistimos a este proceso de
diferenciación, es decir, al hecho de que una devoción, cuyo
objeto había estado siempre implícito en una verdad revelada,
crece en importancia con el transcurso del tiempo. Esta
diferenciación es un proceso de crecimiento que tiene su
significa- do y su valor en sí mismo. Puede estar provocado por
los erro- res de una época o bien puede anticipar esos errores
14
de manera providencial. Una devoción nueva puede tener por
lo tanto una doble relación con los errores de una época: puede
ser un antídoto contra esos errores o bien una defensa
providencial contra futuros peligros.
La devoción al Sagrado Corazón tiene, primordialmente,
el carácter de una diferenciación interna; es el desarrollo
explícito de algo que siempre había estado implícito en la
adoración de la Sanísima Humanidad de Cristo. Pero es
también una respuesta providencial a las aberraciones de una
época y a las herejías de un ethos". 2 Cuando se introdujo esta
devoción en el siglo XVIII constituyó, aparte de su significado
intrínseco, tanto un antídoto contra el jansenismo como una
armadura providencial para el futuro. En la creciente insistencia
que se ha hecho sobre ella actualmente encontramos un
antídoto a errores como el antipersonalismo y el «neutralismo»
del cora- zón. En una época en que el odio se dirige contra la
personali- dad humana, cuando se está entablando una lucha
radical contra la dignidad del hombre y cuando un
indiferentismo im- personal amenaza al mundo, el Sagrado
Corazón irradia la luz del infinito amor divino: «Y la luz refulge
en las tinieblas» (Et lux in tenebris lucet). El Corazón indefenso
de Jesús, expuesto a todas las injurias y ofensas, a todas las
blasfemias y a todos los ataques, desconocido por muchos,
malinterpretado e igno- rado por otros, revela siempre de nuevo
que la última realidad es el amor: «Dios es amor» (Deus caritas
est).
A veces se ha dicho que nuestra religión debería ser más
teocéntrica que cristocéntrica. Se ha argumentado que ya que
el mismo Cristo se dirigía constantemente al Padre eterno, no-
2
* Por ethos debe entenderse, en sentido amplio, el conjunto de
doctrina moral y costumbres que inspiran una determinada conducta
(NT).
15
sotros deberíamos seguir su ejemplo. Y se ha añadido ulterior-
mente que El es el Mediador y que la Iglesia reza «por nuestro
Señor Jesucristo» (per Christum Dominum nostrum). Pero
como ya hemos afirmado en otro trabajo estas alternativas no
se aplican al ámbito sobrenatural.

En realidad, es un error oponer estos dos


modos de relación con Cristo. Cristo es al
mismo tiempo la Palabra eterna del Padre
dirigida a nosotros, la epifania de Dios, y el
mediadog"htre nosotros y Dios, nuestra
Cabeza; sola- mente a través suyo podemos
adorar a Dios de modo ade- cuado. Cristo
dirige eternamente su rostro tanto hacia el
Padre como hacia nosotros. No sólo nos lleva
hacia Dios como Moisés; no sólo permanece al
lado de la humanidad mirando hacia Dios
juntamente con la humanidad y llevándola a
Dios, sino que también está delante de
nosotros, como la autorrevelación de Dios,
como Aquel que dice a Felipe: "Felipe, quien
me ve a mi, ve también al Padre", y de quien
San Juan dice: Y hemos visto su gloria, gloria
como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y
de verdad".
»Nuestro vínculo de unión con Cristo no
es sola- mente una "comunión-entre-nosotros",
en la que el Tú exclusivo es Dios Padre,
nuestro vínculo de unión con Cristo es también
una "comunión yo-Tú". Al entregarnos por amor
a Cristo, al llegar a ser uno con El, somos

16
introducimos en el misterio de la Santísima
Trinidad.
Aunque nuestra "comunión-entre-
nosotros" con Cristo, nuestra condición de
miembros de su Cuerpo Misti- co se constituye
ontológicamente de modo sobrenatural a través
del bautismo, permanecería muerta, sin
embargo, sin nuestra entrega a Cristo por la fe
y el amor. Así pues y de modo particular
nuestra plena transformación en Cristo no se
alcanzaría nunca sin la comunión "Yo-Ta" con
Él.
Encontramos una vez más en la liturgia
ambos aspectos Inter penetrados de modo
misterioso. En la Santa Misa nos ofrecemos en
sacrificio con Cristo, nuestra Cabe- za; El mira
hacia el Padre, pero no se aparta del Padre
cuan- do en la Santa Comunión su rostro se
vuelve hacia nosotros; ya través de esta
comunión de amor con El somos recibidos en
su Divinidad a través de su Santísima
Humanidad». 3

3
Liturgy and personality, pp. 126-127. A lo largo de la presente obra nos referirggos a algunos
de nuestros libros dando solamente el titulo como referenciafrecemos ahora la necesaria
referencia bibliográfica: Christian Ethics, David McKay, New York 1952: Graven Images, David
McKay, New York 1957; In Defense of Purity, Helicon Press, Baltimore 1962: Liturgy and
personality, Helicon Press, Baltimore 1960; Not as World Giveth, Franciscan Herald Press,
Chicago 1962; Transformation in Christ, Helicon Press, Balti- more 1960; True Morality and its
Cournterfaits, David McKay, New York 1955; What Is Philasophy?, Bruce, Milwaukee 1960. -
Como las obras publicadas en inglés por Dietrich von Hildebrand estaban agotadas, la editorial

17
Así pues, podemos decir que a mayor cristocentrismo
mayor teocentrismo.

El centro de la revelación cristiana es la autorrevelación


de Dios en Cristo. La cima de toda la revelación cristiana es la
epifanía de Dios en la Santísima Humanidad de Cristo. Como
dice el prefacio I de Navidad: «(...) porque en el misterio de la
Palabra hecha carne la luz de tu gloria ha iluminado de nuevo
nuestro entendimiento, para que al reconocer a Dios de modo
visible, seamos atraídos al amor de lo invisible».
Pero se oye todavía una objeción: ¿por qué el corazón
debe ser objeto de una devoción especial? Lo que se ha dicho
de la devoción del Sagrado Corazón, ¿no se contiene en la
adoración de Cristo, el Hombre-Dios, ¿en su Humanidad
Santísima? ¿Qué añade esta devoción relativamente nueva?

Ya hemos mencionado que la insistencia en un determi-


nado aspecto del misterio de la Encarnación, lejos de apartar-
nos de la entera personalidad de Cristo nos ayuda a sumergir-
nos en Él, es decir, a contemplarlo de un modo más consciente
y a adorarlo de un modo más íntimo. Resulta significativo, de
todos modos, que la objeción que se ha hecho contra la devo-
ción al Sagrado Corazón no se ha utilizado contra la devoción a
la Pasión de nuestro Señor. El mismo hecho de realizar una
objeción significa no haber comprendido bien el específico as-
pecto del misterio divino que desvela la devoción al Sagrado
Corazón.

En otros trabajos hemos puesto de relieve, como una


característica principal de la moralidad cristiana, el papel total-
mente nuevo y central que se atribuye a la caridad. Mientras
que la rectitud y la justicia constituyen el núcleo de la moralidad
18
natural, el centro específico de la moralidad cristiana es la
bondad de la caridad. Esta luminosa bondad nos envuelve con
su efluvio de misericordia cuando oímos la parábola del hijo
pródigo: «Mientras que estaba todavía lejos, su padre lo vio y
se movió a compasión, y corrió hacia él, se le echó al cuello y
lo llenó de besos» (Lc 15, 20-21). Sentimos de nuevo el impac-
to de esta bondad de caridad sobreabundante al leer la pará-
bola del buen samaritano. Esta cualidad juega un papel in-
comparable en la moralidad cristiana.

En esta bondad luminosa y victoriosa, la voz del corazón


juega un papel predominante. Si comparamos el relato del
glorioso martirio de San Esteban en los Hechos de los
Apóstoles con la descripción de la noble muerte de Sócrates en
el Fedón, advertimos necesariamente el papel completamente
nuevo que juega el corazón en los seguidores de Cristo. En el
martirio de San Esteban hay una noble espiritualidad que su-
pone la sobreabundancia del corazón.
Realmente, la moralidad cristiana está permeada por una
afectividad transfigurada que difiere fundamentalmente de
cualquier afectividad natural. Pero esta diferencia no consiste
en un menor ardor, ternura o afectividad. Se trata, por el
contrario, de una afectividad sin límites, que desvela dimen-
siones del corazón nuevas y desconocidas: «Fuego he venido
a traer a la tierra, y ¿qué he de querer, sino que arda?» {Le
12,49).

La devoción al Sagrado Corazón pone de manifiesto el


misterio de la santa afectividad de la Santísima Humanidad de
Cristo; y lo hace con el realismo tan característico de la re-
velación de Cristo.

19
Por este realismo entendemos el carácter concreto e in-
dividual de la revelación de Dios en Cristo que se opone a
cualquier tipo de abstracción que confunde la auténtica am-
plitud con la extensión lógica; se opone también a todo
espiritualismo orgulloso que desprecia la materia. La amplitud
de la realidad concreta individual empapa todo el Evangelio y la
Liturgia. La encontramos de nuevo en San Francisco de Asís y
en el movimiento franciscano. Y se encuentra también en un
específico modo de adoración del Sagrado Corazón. Aquí se
manifiesta un realismo concreto en el modo en el que se ex-
presa la devoción al Sagrado Cuerpo de Cristo. Que la devo-
ción se extienda a este corazón corpóreo que fue atravesado
por la lanza de un soldado y del que manó su Sangre Sagrada
confiere a toda esta devoción un realismo implacable. La mis-
teriosa interpenetración del corazón físico y del corazón como
centro espiritual de la afectividad nos sumerge en la concreta
realidad de este misterio gozoso. Nos enfrentamos con la mis-
ma cualidad inefable que nos conmueve al venerar su Sagrada
Sangre, con la misma sobriedad misteriosa, tan profunda e
inefablemente sublime: «¿Quién es el que viene de Edom, el
que viene de Bosra, el que viene con los vestidos teñidos de
rojo? (Is 63, 1)» (Quis est iste, qui venit de Edom, tinctis
vestibus de Bosra?).
Ya hemos mencionado antes que la Iglesia explícita en un
determinado momento lo que había estado siempre presente
de modo implícito. La Santísima Humanidad de Cristo irradia
continuamente el mensaje de su inconmensurable amor divino
a través de su Sagrado Corazón. Aunque la devoción al
Sagrado Corazón se ha introducido relativamente tarde y ha
crecido cada vez más en nuestra época, es verdad, sin
embargo, que el misterio del Sagrado Corazón refulge a través
de todos los siglos desde la venida de nuestro Señor. Los
20
apóstoles fueron atraídos por los latidos de su Sagrado
Corazón. Las palabras «porque soy manso y humilde de
corazón» (Mí 11, 29) conmovieron las almas de todos sus
seguidores. En la liturgia oímos las palabras: «El oprobio me
destroza el corazón y desfallezco; esperé que alguien me
compadeciese, pero no encontré a nadie; esperé alguien que
me consolase, pero no lo hallé. Me dieron a comer veneno, y
en mi sed me dieron a beber vinagre» (Sal 69, 21-22). «Pueblo
mío, ¿qué te he hecho?, ¿en qué te he ofendido?
Respóndeme.» Nos enfrentamos aquí con el Sagrado Corazón
del Señor.

A lo largo de la era cristiana, el Sagrado Corazón ha sido


siempre la delicia de todos los santos (deliciae sanctorum om-
nium). La devoción al Sagrado Corazón no hace más que ex-
plicitar una realidad que estuvo siempre presente en la vida
sagrada de la Iglesia. Lejos de ver la devoción al Sagrado
Corazón como un culto moderno particular ajeno al espíritu de
la Liturgia, deberíamos entender que brota orgánicamente de la
adoración a la Santísima Humanidad de Cristo.

En la presencia de este misterio tan íntimo y tierno todas


las desviaciones de una afectividad humana meramente natural
como la mediocridad y el egoísmo quedan al descubierto. La
confrontación con el Sagrado Corazón, fuente de vida y
santidad (fons vitae et sanctitatis), pone al descubierto también
la superficialidad de todo neutralismo afectivo, de toda falsa
«sobriedad», y de todos los ídolos de una razonable falta de
afectividad, de la hipertrofia de la voluntad y de la pseudo-
objetividad. El Sagrado Corazón de Jesús, «de cuya plenitud
todos participamos» (de cuius plenitudine omnes nos
accepimus), elimina todos los intentos de reducir el amor a
21
obediencia, la plenitud del corazón a razón y voluntad, al igual
que todos los intentos de eliminar el ardor más personal, la
verdadera «subjetividad», del ethos cristiano.

Pero para profundizar más en el misterio del Sagrado


Corazón y ver su gloria con la luz adecuada, para captar el as-
pecto de la Encarnación que brilla de manera particular en el
Sagrado Corazón, debemos descubrir en primer lugar cuál es
la verdadera naturaleza del corazón. Si queremos entender la
transformación a la que nuestros corazones están llamados, si
queremos captar todo el contenido de la oración «haz nuestros
corazones a la medida del tuyo» (fac cor nostrum secun-dum
cor tuum), debemos descubrir en primer lugar el significado y el
papel del corazón en el hombre. No podemos, en definitiva,
entender el verdadero significado de la devoción al Sagrado
Corazón, o su específica misión de conmover nuestros
corazones, a menos que descubramos en primer lugar la
naturaleza del corazón y la grandeza y la gloria de la verdadera
afectividad.

El papel que la Iglesia asigna a la devoción al Sagrado


Corazón, y la creciente insistencia en este misterio de la En-
carnación, implica el gran desafío de profundizar en nuestra
comprensión del corazón como uno de los centros fundamen-
tales del alma humana. Lo que adivinamos al contemplar al
Sagrado Corazón -la gloria del misterio del Sagrado Corazón
de Jesús que emana y refulge en la letanía del Sagrado Cora-
zón; sus invocaciones, así como la amplitud, la anchura, el
peso y la profundidad del amor de Cristo que permea la liturgia
del Sagrado Corazón-, todo esto reclama imperiosamente una
exploración de la naturaleza del «corazón».

22
Las oraciones al pie del altar al comienzo de la Misa nos
revelan el misterio del corazón humano y nos conducen a sus
alturas y a sus abismos. Nos envuelve un ritmo variable de ale-
gría santa, de ansiedad «metafísica», de soledad, de confianza
en Dios y de esperanza. Oímos las palabras: «al Dios que ale-
gra mi juventud», y de pronto: « ¿por qué me abato en la triste-
za?»; de nuevo aparece la alegría: «al Dios que alegra mi ju-
ventud», y después del « ¿por qué estás triste, alma mía?», el
«espera en Dios» y otra vez «que alegra mi juventud»4.

Al mismo tiempo que nos damos cuenta del papel central


del corazón en toda su profundidad nos hacemos también
conscientes del misterio de su ritmo alternado en el hombre. En
todo el Salterio está presente la centralidad del corazón. Y
cualquiera que tenga oídos para oír no puede menos de perci-
bir la grandiosa y gloriosa voz del corazón en los Profetas y en
las palabras de nuestro Señor.

Pero cuando leemos algún escrito filosófico sobre el co-


razón y la esfera afectiva nos encontramos con un panorama
completamente distinto. Se nos presenta a este centro del
hombre como algo menos serio, profundo e importante que el
intelecto o la voluntad. Nos enfrentamos aquí con un ejemplo
drástico de los peligros del abstraccionismo, es decir, del peli-
gro de construir teorías sobre la realidad sin consultar a la
realidad. Se trata de un planteamiento filosófico inevitable-

4
Este salmo (el 42) recoge el lamento de un levita desterrado que añora volver al templo de
Jerusalén donde mora la «presencia» (shekinah) de Yahwéh y se consuela con la seguridad de que será
liberado y volverá a ser ministro del culto en el lugar sagrado. En la liturgia anterior al Concilio Vaticano II
(vigente cuando el autor escribió este libro), el sacerdote rezaba este salmo al pie del altar al inicio de la
celebración de la Santa Misa. Los textos latinos usados por el autor son los siguientes: Ad Deum qui
laetifwat juventutem meam; quare tristis es, anima mea; Spera in Deo (NT).

23
mente incapaz de hacer justicia a la realidad. Tenemos por un
lado el papel del corazón en la vida del hombre, en la liturgia y
en las Sagradas Escrituras y, por otro, el corazón y la esfera
afectiva en el ámbito de la teoría filosófica: ¡qué mundos tan
diferentes!

El corazón, de hecho, no ha tenido un lugar propio en la


filosofía. Mientras que el entendimiento y la voluntad han sido
objeto de análisis e investigación, el fenómeno del corazón ha
sido repetidamente postergado. Y siempre que se le ha anali-
zado nunca se le ha considerado al mismo nivel que el intelecto
o la voluntad. Este nivel haría justicia a la importancia genuina
y al rango de este centro del alma humana, pero
invariablemente se ha colocado a la inteligencia y a la voluntad
en un lugar mucho más alto que el corazón.

El hecho de que sea precisamente el corazón de Jesús y


no su entendimiento ni su voluntad el objeto de una devoción
específica, ¿no debería llevarnos a una comprensión más pro-
funda de la naturaleza del corazón y, por consiguiente, a una
revisión de la actitud hacia la esfera afectiva?

Esta investigación, de todos modos, es de gran impor-


tancia independientemente del reto que supone explorar la na-
turaleza de algo que ha sido elegido por la Iglesia y por la Pro-
videncia divina para ser objeto de una devoción específica; y
también es importante sin considerar que el conocimiento de la
naturaleza del corazón es indispensable para una mejor
comprensión del gran misterio que la Letanía del Sagrado Co-
razón expresa con las palabras «Corazón de Jesús, en quien

24
habita toda la plenitud de la divinidad» (Cor Jesu, in quo habitat
omnis plenitudo divinitatis).

La devoción al Sagrado Corazón se encuentra más ex-


puesta a distorsiones y malentendidos que cualquier otra de-
voción. Como dijo el Cardenal Newman, toda religión popular
está desvirtuada de algún modo, y sus palabras se pueden
aplicar especialmente a esta devoción sublime. Muchas
imágenes devotas del Sagrado Corazón, y especialmente
muchos himnos, tanto en la letra como en la melodía, hacen
alarde de un sentimentalismo depauperado y presentan al
Sagrado Corazón no sólo privado del misterio sobrenatural sino
insípido y mediocre desde el punto de vista natural.
Desafortunadamente, para contrarrestar esta peligrosa
concepción «blanda» del corazón se ofrece una concepción del
corazón en términos de energía meramente natural teñida
además de pseudo-virilidad. Insistir, por lo tanto, en que se
debe mirar al Sagrado Corazón sin considerarlo suave y
afeminado sino en su fuerza «viril» es simplemente ir de Escila
a Caribdis. Un pathos5 viril superficial es tan mediocre como un
sentimentalismo afectado. Ambos son distorsiones y
falsificaciones de la verdadera naturaleza del corazón incluso
limitándonos al nivel natural. Y, no hace falta decirlo, estas
aberraciones falsifican también nuestra concepción del
Sagrado Corazón.

Estos errores reclaman claramente, por lo tanto, un


estudio de la verdadera naturaleza del corazón.

5
Por pathos se entiende toda la amplia gama de registros de la esfera afectiva (NT).

25
Obviamente, nonos proponemos ofrecer un tratado
teológico del Sagrado Corazón. Hay teólogos competentes
preparados para esta tarea. La magnifica encíclica Haurietis
aquas de Pío XII, de feliz memoria, ofrece las bases teológicas
de esta devoción con la mayor autoridad posible. Lo que
pretendemos realizar en este libro, en primer lugar, es exponer
la naturaleza del corazón intentando hacer plena justicia a la
profundidad y plenitud espiritual de este centro del alma
humana. De este modo preparamos el camino para una pe-
netración más profunda en el misterio inefable del Sagrado
Corazón. Y es que sólo cuando comprendemos el papel que
juega el corazón en la persona humana estamos en
condiciones de percibir que el Sagrado Corazón nos presenta
un aspecto especialmente profundo y significativo de la
Encarnación.

En la segunda parte de este trabajo trataremos de ilustrar


algunos aspectos del misterio del Sagrado Corazón con el fin
de que nuestros ojos puedan contemplar sus inagotables
riquezas y su gloriosa belleza.

La parte final está dedicada a la transformación a la que


está llamado nuestro corazón. No sólo nuestro entendimiento
deberia ser iluminado por Cristo, no sólo nuestra voluntad se
debería dirigir a Dios en Cristo y a través de Cristo, sino que
también nuestros corazones, que tienen una misión
insustituible en la vida humana, se deben transformar en Cristo:
«Haz nuestros corazones a la medida del tuyo» (Fac cor
nostrum secundum cor tuum). Que la infinita magnificencia de
Dios nos conceda que nuestros esfuerzos puedan incrementar
nuestra comprensión de Jesucristo y nuestro amor por El a

26
través de la contemplación y la adoración de su Sagrado
Corazón ven quien habita toda la ple- nitud de la divinidad- (in
quo habitat omnis plenitudo divinitatis).

27
28
29
PRIMERA PARTE
Capítulo I: EL PAPEL DEL CORAZÓN

La esfera afectiva, y el corazón como su centro, han es-


tado más o menos bajo una nube a lo largo de la historia de la
filosofía. Han jugado un papel importante en la poesía, en la
literatura, en las oraciones privadas de grandes almas y, sobre
todo, en el Antiguo Testamento, en el Evangelio y en la liturgia,
pero no en el ámbito de la filosofía propiamente dicha. Ésta lo
ha tratado como a un hijastro. Esta condición de hijastro se
refiere no sólo al hecho de que no se ha concedido ningún
espacio a la exploración del corazón, sino que se aplica
también a la interpretación que se ha dado al corazón cada vez
que se ha tratado de él.
La esfera afectiva, y con ella el corazón, ha sido excluida
del ámbito espiritual. Es verdad que encontramos en el Fedro
de Platón las palabras: «La locura del amor es la más grande
de las bendiciones del cielo». Pero cuando realiza una clasifi-
cación sistemática de las capacidades del hombre (como en La
República), Platón no concede al corazón un rango comparable
al del entendimiento.
Sobre todo, es el papel que se asigna a la esfera afectiva
y al corazón en la filosofía de Aristóteles lo que pone de mani-
fiesto los prejuicios sobre el corazón. Hay que decir, de todos
modos, que Aristóteles no se aferra de modo permanente a
esta posición negativa sobre la afectividad. Así, por
ejemplo, encontramos en la Ética a Nicómaco que «el hombre
30
bueno no sólo quiere el bien, sino que también se alegra al
hacer el bien». Pero, a pesar de que se conceda semejante
papel a la alegría (que es obviamente una experiencia
afectiva); a pesar, por tanto, de que la realidad forzó a
Aristóteles a una contradicción entre sus planteamientos
generales y el análisis de los problemas concretos, la tesis
abstracta y sistemática que tradicionalmente ha sido
considerada como la postura aristotélica sobre la esfera
afectiva da testimonio inequívoco del menosprecio del corazón.
Según Aristóteles, el entendimiento y la voluntad pertenecen a
la parte racional del hombre, mientras que la esfera afectiva, y
con ella el corazón, pertenecen a la parte irracional del hombre,
esto es, al área de la experiencia que el hombre comparte
supuestamente con los animales.
Este lugar inferior reservado a la afectividad en la filosofía
de Aristóteles es particularmente sorprendente ya que él mismo
declara que la felicidad es el bien supremo que da razón de
todos los demás bienes. Ahora bien, la felicidad tiene su lugar
en la esfera afectiva, sea cual sea su fuente y su naturaleza
específica, puesto que el único modo de experimentar la
felicidad es sentirla. Esto es verdad incluso en el caso de que
Aristóteles tuviese razón al sostener que la felicidad consiste
en la actualización de lo que considera la actividad más
excelente del hombre: el conocimiento. El conocimiento sólo
podría ser la fuente de la felicidad, pero la felicidad misma, por
su propia naturaleza, tiene que darse en una experiencia
afectiva. Una felicidad solamente «pensada» o «querida» no es
felicidad; se convierte en una palabra sin significado si la se-

paramos del sentimiento, la única forma de experiencia en


la que puede ser vivida de modo consciente.

31
A pesar de esta contradicción evidente, el lugar secunda-
rio asignado a la esfera afectiva y al corazón ha permanecido,
paradójicamente, como una parte más o menos aceptada de
nuestra herencia filosófica. Toda la esfera afectiva fue asumida,
en su mayor parte, bajo el capítulo de las pasiones, y siempre
que se considera la afectividad en este capítulo específico, se
insiste en su carácter irracional y no espiritual.
Una de las grandes fuentes de error en la filosofía es la
simplificación excesiva o la incapacidad de distinguir cosas que
se deben distinguir a pesar de que se asemejen de modo
aparente o real. Este error resulta especialmente desastroso
cuando la falta de distinción conduce a identificar algo más
elevado con algo mucho más inferior. Una de las principales
razones para degradar la esfera afectiva, para negar el carácter
espiritual a los actos afectivos y para rehusar al corazón un
estatuto análogo al del entendimiento o la voluntad, es identi-
ficar de modo reductivo la afectividad con las experiencias
afectivas de tipo inferior. Toda el área de la afectividad, e in-
cluso el corazón, se ha visto a la luz de los sentimientos corpo-
rales6, los estados emocionales, o las pasiones en el estricto
sentido de la palabra. Y así, lo que se niega correctamente a

estos tipos de «sentimientos», se niega injusta y


erróneamente a experiencias afectivas como la alegre
respuesta a un valor, el amor profundo o el entusiasmo noble.
Esta falsa interpretación se debe, en parte, al hecho de
que la esfera afectiva comprende experiencias de nivel muy di-
6
(Nota a la 2a edición). En la primera edición traduje la expresión bo-dily feelings por «sensaciones
corporales». Ahora la traduzco por «sentimientos corporales» porque, aunque resulte algo más forzada en
castellano, es más fiel al pensamiento de von Hildebrand. Éste, en efecto, como se verá más adelante,
está hablando de vivencias no-intencionales y no-cognoscitivas, mientras que, para el autor, las
sensaciones son intencionales y cognoscitivas. (Agradezco esta sugerencia al prof. Juan Miguel
Palacios).

32
ferente, que van desde los sentimientos corporales a las más
altas experiencias de amor, alegría santa o contrición profunda.
La variedad de experiencias dentro de la esfera afectiva es tan
grande que sería desastroso tratarlas todas como algo ho-
mogéneo. Hay un gran abismo entre, por una parte, una res-
puesta afectiva al valor como la alegría santa del anciano Si-
meón al tener en sus brazos al Niño Jesús, la contrición de San
Pedro después de haber negado a Cristo o el amor de San
Francisco Javier por San Ignacio y, por otra, pasiones como los
celos, la ambición, la concupiscencia y similares. Un abismo
separa estas dos clases de experiencias, no sólo desde un
punto de vista moral, sino también estructural y ontológico.
En el ámbito del entendimiento encontramos ciertamente
tipos de experiencias muy diferentes, así como grandes
diferencias en el nivel de experiencia. En efecto, hay un abismo
entre un mero proceso de asociación y la profundización en
una verdad necesaria y altamente inteligible, y el mariposeo de
nuestra imaginación difiere de un silogismo filosófico no sólo en
valor intelectual sino también en cuanto a su estructura.
De igual modo, el ámbito de la afectividad, al abrazar toda
clase de «sentimientos» (el término «sentimiento» es todo
menos unívoco), tiene una amplitud mucho mayor e incluye
experiencias que difieren aún más unas de otras.
Pero incluso el papel importantísimo asignado al cora

zón y a la esfera afectiva en la revelación cristiana,


especialmente con las nociones de caridad, amor, alegría
santa, contrición, perdón, beatitud, no ha servido de
despertador a la filosofía para que se diera cuenta de la
necesidad de revisar el concepto de afectividad tal como había
sido heredado de la Antigüedad.

33
Es verdad que hay una importante tradición en la corriente
de la filosofía cristiana en la que se hace justicia plena de modo
concreto a la esfera afectiva y al corazón. La obra de San
Agustín, desde Las Confesiones en adelante, está impregnada
de profundas y admirables reflexiones relativas al corazón y a
las actitudes afectivas del hombre. Su papel eminente, su
profundidad y su carácter espiritual, están presentes en sus
obras de alguna manera, y se manifiestan incluso en su estilo,
en el ritmo y desarrollo de su pensamiento y en su misma voz.
Pero cuando habla del reflejo de la Trinidad en el alma del
hombre, menciona la voluntad junto con el entendimiento y la
memoria, pero no el corazón, como cabría esperar. Y en nin-
gún sitio refuta explícitamente la noción heredada de la Anti-
güedad, ni siquiera en su admirable refutación del ideal estoico
de la indiferencia (apatheia).
Esta afirmación no debería, sin embargo, minimizar de
ningún modo la diferencia fundamental entre la posición griega
y la agustiniana sobre la esfera afectiva. Es cierto que Agustín
falla a la hora de dar a la esfera afectiva y al corazón un es-
tatuto análogo al de la razón y la voluntad -aunque subraya el
papel y el rango de la afectividad en problemas concretos-,
pero de ningún modo acepta la posición griega de negar la di-
mensión espiritual a la afectividad y al corazón. San Agustín no
coloca nunca al corazón y a la afectividad en la esfera irra

cional y biológica que el hombre comparte con los


animales. Igualmente, en la tradición que se inicia con San
Agustín se hace justicia al corazón y a la esfera afectiva, pero
sólo en algunas afirmaciones aisladas y en el planteamiento
general, como sucede, por ejemplo, con San Buenaventura y
otros. Pero también falta una refutación clara y tajante de la

34
herencia griega a propósito de la afectividad (a excepción de la
tradición agustiniana tal como fue formulada por Pascal).
Quizá la razón más contundente para el descrédito en que
ha caído toda la esfera afectiva se encuentra en la caricatura
de la afectividad que se produce al separar una experiencia
afectiva del objeto que la motiva y al que responde de modo
significativo. Si consideramos el entusiasmo, la alegría o la
pena aisladamente, como si tuvieran su sentido en sí mismos,
y los analizamos y determinamos su valor prescindiendo de su
objeto, falsificamos la verdadera naturaleza de tales sen-
timientos. Solamente cuando conocemos el objeto del entu-
siasmo de una persona se nos revela la naturaleza de ese
entusiasmo y especialmente «su razón de ser». Como dice San
Agustín: «Finalmente nuestra doctrina pregunta no tanto si uno
debe enfadarse, sino acerca de qué; por qué está triste y no si
lo está; y lo mismo acerca del temor» (La Ciudad de Dios, 9, 5).
Tan pronto como se despoja a la esfera afectiva del objeto
que la ha engendrado, del que procede su sentido y su justi-
ficación, y con el que guarda una posición de dependencia, la
respuesta afectiva se reduce a un mero estado sentimental
que, ontológicamente, es incluso inferior a estados como la fa-
tiga o la hilaridad alcohólica. Como las respuestas afectivas
reclaman legítimamente otro papel y otro nivel en la persona
o, más bien, puesto que son «intencionales» 7, la
separación de su objeto destruye su intrínseca substancialidad,
dignidad y seriedad. Así, lo que debería haber sido una
respuesta afectiva se convierte en algo vacío, sin significado
serio, en un sentimiento inestable, en una emoción irracional e
incontrolable. Y tan pronto como el entusiasmo, el amor o la
7
Usamos el término «intencional» en el sentido de una relación significativa consciente entre la persona y
un objeto. No significa «a propósito» como en el lenguaje corriente. Hemos analizado con detalle la
naturaleza de la intencionalidad en Christian Ethics, cap. 17.

35
alegría se presentan de esta manera, la tendencia natural es la
de escapar de este mundo de «sentimientos» insustancial e
irracional y la de trasladarse al mundo de la razón y de la
formulación intelectual clara. De igual modo, tan pronto como
se separa a las actitudes religiosas de su objeto, tan pronto
como alguien deja de lado la existencia de Dios y considera a
Dios un mero postulado para gozar de los sentimientos
religiosos o un mito indispensable para las necesidades
religiosas del hombre, las respuestas religiosas pierden su
significado real y quedan privadas de toda substancia. Las
grandes y nobles realidades de la adoración, la esperanza, el
temor y el amor de Dios, tan íntimamente ligadas a la
existencia de Dios, se degradan inmediatamente a un «mero»
sentimiento cuando consideramos estas respuestas, en sí
mismas, como la cuestión principal.
Tres perversiones principales están aquí al acecho. La
primera es el desplazamiento del tema desde el objeto a la res-
puesta afectiva la cual tiene, por su propia naturaleza, toda su
«razón de ser» en el objeto al que responde. La segunda per-
versión va aún mucho más allá, ya que la respuesta afectiva en
cuestión es separada de su objeto y considerada como absolu-
tamente independiente de él, como algo que existe sin el
objeto y que tiene su sentido en sí mima. Esto conduce a una
falsificación de su misma naturaleza. La tercera perversión
consiste en reducir a estado afectivo algo que no pertenece en
absoluto a esta esfera, o que por su propia naturaleza no pue-
de ser en absoluto un sentimiento, ni nada perteneciente a la
psique. Esto ocurre, por ejemplo, cuando la responsabilidad
que resulta de una promesa, que es una entidad jurídica obje-
tiva, pasa a ser un «mero» sentimiento de responsabilidad.
Esta confusión conduce naturalmente a un descrédito general

36
de todo «sentimiento», puesto que reducir un vínculo objetivo a
mero sentimiento es degradarlo y privarlo de su substancia.
En realidad, una verdadera respuesta afectiva como el
amor, el entusiasmo o la compasión no tiene por qué tener ne-
cesariamente un nivel ontológico menor que su objeto respec-
tivo. Así, una respuesta leal en cuanto tal no es menos subs-
tancial que el vínculo objetivo de responsabilidad al que
responde. Sin embargo, el modo de existencia que el vínculo
reclama es esencialmente diferente del que corresponde a la
respuesta afectiva. Y es que por su propia naturaleza, el víncu-
lo es algo impersonal y existe no como acto de una persona,
sino más bien como una entidad objetiva dentro de la esfera
interpersonal, e independientemente de si la persona en cues-
tión se siente vinculada o no. Reemplazar la propia responsa-
bilidad por un sentimiento de responsabilidad es, por tanto,
equivalente a disolver esa responsabilidad o a negar su exis-
tencia. Además, el mismo sentimiento de responsabilidad que-
da también privado de toda substancia a causa de esta reduc-
ción y pierde su significado intrínseco y su validez objetiva ya

que éstas dependen precisamente de un vínculo que


existe en la esfera interpersonal.
Así pues, esta reducción desacredita la esfera afectiva de
una doble manera: primero, porque reemplaza con una expe-
riencia personal algo que por su propia naturaleza es imperso-
nal y reclama una existencia independiente de nuestras men-
tes; y, en segundo lugar, porque precisamente a través de esta
reducción se priva a la experiencia personal de su propio sig-
nificado y «razón de ser».
Cuando ciertos pensadores reemplazan el mundo de los
valores moralmente relevantes y la ley moral objetiva por meros
sentimientos de simpatía, nos encontramos de nuevo en la
37
misma situación. A las cosas que, por su propia naturaleza,
existen independientemente de nuestra razón, como los valo-
res moralmente relevantes y la ley moral, se les niega su
verdadera existencia si se las reemplaza por sentimientos. Y
junto con esta substitución se produce también una
desnaturalización del sentimiento moral. Al separarlas de sus
objetos, al no tener en cuenta su carácter de respuesta, ya no
estamos frente a aquellas realidades afectivas que juegan
realmente un papel importante y decisivo en la esfera de la
moralidad como la contrición, el amor y el perdón, sino que nos
encontramos más bien con meros «sentimientos» privados de
todo significado, como una especie de gesticulación en el
vacío.
Pero, ¿por qué deberíamos caer en la trampa de desacre-
ditar la esfera afectiva y el corazón?, ¿sólo por el hecho de que
han sido degradados de modo erróneo?, ¿es correcto
condenar al ostracismo a la esfera afectiva simplemente
porque todo intento de interpretar como sentimiento cuanto no
lo es en absoluto conduce a una desnaturalización y a un
descrédito de
esta esfera? Esto es tan equivocado como desacreditar el
entendimiento porque el idealismo subjetivo considera el mun-
do, que conocemos por la experiencia, como un mero producto
de nuestro intelecto. Si siguiéramos un procedimiento tan
ilógico tendríamos que desacreditar también el mismo enten-
dimiento a causa de un racionalismo que pretende reducir la
religión a la esfera de la denominada «pura razón», como en el
deísmo. ¿No deberíamos, más bien, rechazar las interpretacio-
nes erróneas de la esfera afectiva y oponerles la verdadera na-
turaleza del corazón y su significado real?
La esfera afectiva y el corazón no sólo han perdido crédito
a causa de teorías equivocadas, sino porque en este ámbito
38
nos enfrentamos a un peligro de falta de autenticidad que no
tiene paralelo en los ámbitos del entendimiento y de la vo-
luntad. Un breve repaso de los principales tipos de «falta de
autenticidad» que se pueden encontrar en la esfera afectiva
ilustrará la tercera fuente de su desprestigio 8.
En primer lugar, está la falta de autenticidad retórica re-
presentada por el hombre que ostenta un falso pathos y se re-
crea en su indignación o en su entusiasmo hinchándolos retó-
ricamente. Este hombre tiene una cierta afinidad con el
fanfarrón. Y aunque puede que él no fanfarronee al hablar de
sus propios asuntos ni al dramatizar los sucesos, su falso
pathos es, en sí mismo, una continua fanfarronada emotiva.
Este tipo de hombre posee verborrea, facilidad de expre-
sión, predilección por lo ampuloso. Al imaginárnoslo, senti-

mos la tentación de pensar en un masón barbudo y decimonó-


nico, cuya voz suena profunda y sonora cuando declama frases
cargadas con un falso pathos. Este tipo retórico triunfa al
producir un cierto «contenido» emocional en su propia alma;
puede incluso experimentar de hecho una respuesta afectiva,
pero la adorna y la infla retóricamente. Al deleitarse en sus
profusos e hinchados sentimientos se descentra en cuanto se
enfrenta con un objeto real y con su tema. Y junto a este deleite
en el propio dinamismo emotivo encontramos también un
exhibicionismo característico de quien disfruta desplegando
este pathos ante una audiencia.
Otro tipo de falta de autenticidad afectiva está causado
por una profunda inmersión en uno mismo. Este tipo no es re-
tórico, no es dado a frases ampulosas y no se deleita en la de-
8
Esta «tercera» fuente constituye en realidad la que ha denominado previamente como segunda posible
perversión: considerar los sentimientos como algo que tiene sentido en sí mismo (NT).

39
clamación y en la gesticulación de respuestas afectivas, pero
disfruta del sentimiento en cuanto tal. El rasgo específico de
esta falta de autenticidad estriba en que, en lugar de centrarse
en el bien que nos afecta o que origina una respuesta afectiva,
la persona se centra en su propio sentimiento. El contenido de
la experiencia se desplaza de su objeto al sentimiento ocasio-
nado por el objeto. El objeto asume así el papel de un medio
cuya función es proporcionarnos un cierto tipo de sentimiento.
Un típico ejemplo de esa falta de autenticidad introvertida lo
constituye la persona sentimental que goza conmoviéndose
hasta las lágrimas como medio de procurarse un sentimiento
placentero. Mientras que «conmoverse», en su sentido genui-
no, implica «concentrarse» (being focused) en el objeto, en la
persona sentimental el objeto queda reducido a la función de
un puro medio que sirve para originar la propia emoción. Lo
que debería ser algo que nos afecta intencionalmente, queda
así degradado a un puro estado emocional originado o
activado por un objeto.
Pero la persona sentimental no afronta sus propios sen-
timientos en el pleno sentido de la palabra, como lo hace quien
se autoanaliza constantemente. Busca conmoverse sólo de
modo indirecto, pero incluso esta actitud es suficiente para
desenfocarlo por lo que se refiere al objeto. Y junto a esta per-
versión estructural se da la pobre cualidad de la «emoción»
experimentada y del objeto que la provoca.
Mientras que la falta de autenticidad retórica en todas sus
variadas formas es principalmente una consecuencia del
orgullo, el sentimentalismo proviene principalmente de la
concupiscencia.
Sería, no obstante, una hipersimplificación ridícula
considerar todas las ocasiones de conmoverse como ejemplos
de sentimentalismo. Conmoverse, en su sentido genuino, es
40
una de las experiencias afectivas más nobles: es el
reblandecimiento de la propia aridez o insipidez de corazón, es
una rendición ante las cosas grandes y nobles que provocan
lágrimas (sunt lacrimae rerum). Sólo una mirada distorsionada
por el culto a la virilidad podría confundir la noble experiencia
de conmoverse con el sentimentalismo: «la corrupción de lo
mejor es la peor» (corruptio optimi pessima). El hecho de que
la persona sentimental abuse de esta experiencia no debe ser
en absoluto una ocasión para desacreditarla. Todo sentimiento
se pervierte y corrompe al disfrutarlo de modo introvertido.
Conmoverse ante la belleza sublime de la naturaleza o del arte
o de alguna virtud moral como la humildad o la caridad es
permitir que penetre en nosotros la luz interior de tales valores
y abrirse a

su mensaje de lo alto. Es una rendición que implica reverencia,


humildad y ternura.
La disponibilidad para dejarnos «conmover» está, de he-
cho, indisolublemente ligada a una percepción plena y profunda
de ciertos valores. No hay duda de que la misma sensibilidad y
apertura de corazón que nos permiten conmovernos son tam-
bién indispensables para una percepción plena y profunda de
valores morales como la pureza, la generosidad, la humildad y
la caridad. ¿Quién negará que la infinita caridad de nuestro
Señor, manifestada en su pasión, se revela de un modo más
profundo a la persona «cuyo corazón se conmueve» al
contemplarla?
Una y otra vez la Iglesia pide en su liturgia que Dios nos
conceda conmovernos profundamente por el infinito amor de Cristo
manifestado en su pasión y muerte en la cruz. En una oración
especialmente bella, se pide el don de las lágrimas: «Dios
todopoderoso y sumamente afable, que ante la sed de tu pueblo

41
hiciste manar de la roca una fuente de agua viva; concédenos, te
pedimos, que de la dureza de nuestros corazones fluya el manantial
de la compunción, de tal modo que podamos llorar por nuestros
pecados y por tu bondad podamos merecer que nos sean
perdonados. Amén».
Y no podemos olvidar las palabras del obispo San Ambrosio
de Milán a Santa Mónica: «El hijo de tantas lágrimas no puede
perderse». Esta expresión del corazón, tan valiosa a los ojos de
Dios, ¿no será algo precioso y venerable?
Resulta evidente cuan equivocados estamos al confundir
el auténtico «conmoverse» con el sentimentalismo cuando
comprobamos que esta perversión no se limita sólo a este ám-
bito. En efecto, no sólo podemos deleitarnos en emociones
«suaves», sino también en el entusiasmo más encendido. Este

disfrute introvertido se puede extender incluso a la ira y a


la indignación. No hace falta decir que deleitarse en el propio
encendimiento afectivo es negativo para la autenticidad de los
propios sentimientos, se trate de entusiasmo, indignación o lo
que sea. La indignación experimentada por un hombre que se
recrea en su propia capacidad emotiva ya no es una indigna-
ción genuina, llena de sincero interés por el mal contra el cual
se supone que está dirigida la indignación. Se hace inauténtica
al replegarse sobre sí misma. El tema está desplazado del
objeto a la respuesta y este desplazamiento es un golpe mortal
para cualquier respuesta afectiva.
Una típica forma de sentimiento inauténtico a causa del
deleite introvertido es la orgía de «contrición» de algunas sec-
tas religiosas. Quienes la practican se entregan a una especie
de frenesí de remordimiento público revolcándose por el suelo
y lanzando gritos salvajes. Después de esta exhibición de arre-
pentimiento, vuelven a la vida normal, sin ningún cambio fun-

42
damental, pero sintiéndose mucho mejor por esa liberación
emocional de sus malas conciencias.
Debemos tener en cuenta que la introversión es más fatal
para algunas experiencias afectivas que para otras. Aunque
destruye la autenticidad de todo sentimiento, la perversión in-
trospectiva es especialmente nefasta en todas las respuestas
religiosas. Esto es así porque la degradación es mucho mayor
cuando afecta a nuestra relación con Dios o a algo sagrado.
Esta degradación se observa, por ejemplo, en esa forma tan fa-
miliar de piadosa autoindulgencia que casi convierte la oración
en un medio para provocar sentimientos piadosos. Algunas
personas, por ejemplo, utilizan sus visitas a la iglesia para
deleitarse en un sentimentalismo «piadoso». La iglesia, la casa
de Dios -de la cual dice la liturgia: «terrible es este lugar,
casa de Dios y puerta del cielo»-, se convierte en un lugar para
la autoindulgencia emocional.
Y también se aplica aquí lo que dijimos anteriormente
sobre el sentimentalismo. Cualquier disfrute introvertido causa
necesariamente una perversión cualitativa. Estos sentimientos
«piadosos» no son piadosos en absoluto. Toda auténtica ex-
periencia afectivo-religiosa lleva dentro de sí algo de la
«atmósfera de Dios», de la gloria misteriosa del mundo de Cris-
to. Además, implica esencialmente una profunda actitud de re-
verencia. Es imposible experimentar sentimientos religiosos de
calidad genuina si uno se acerca a Dios no con una actitud re-
verente, sino simplemente para saborear los propios senti-
mientos mientras se instrumentaliza la oración como medio
para tal satisfacción. Y cuando se nos conceden experiencias
afectivas genuinas, es igualmente imposible abusar de ellas de
este modo puesto que la misma estructura y cualidad de los
sentimientos genuinamente religiosos presuponen un estado
del alma para el cual un abuso de este tipo sería un horror.
43
Por ello, debemos subrayar desde el principio que la
perversión no se encuentra en el carácter afectivo del senti-
miento religioso, ni en el hecho de que este sentimiento nos
cause deleite, sino más bien en su disfrute introvertido que es
ya, por contenido y cualidad, la caricatura de un sentimiento
religioso genuino. Esta caricatura incluye también el deleite en
la propia piedad y la satisfacción del propio orgullo.
No pretendemos de ningún modo negar que determinadas
experiencias afectivas religiosas son una fuente legítima de
gran consuelo y deleite. Experimentar la felicidad mientras re-
zamos porque nuestro corazón está lleno de paz, sentirnos
con
solados porque un rayo de luz brilla en la oscuridad de
nuestras alma y encontramos cobijo en Dios, son experiencias que
hay que distinguir claramente del deleite en ciertos vagos senti-
mientos «piadosos» que en realidad son todo menos piadosos.
Esta indulgencia en sentimientos pseudo-religiosos al-
canza su cénit en la falsa contrición. Pertenece a la verdadera
naturaleza de la contrición un pesar profundo, y deleitarse en él
es matar su sinceridad de raíz, privarlo de su substancia y
profundidad. Además, la voluntad de cambiar y de no pecar
más pertenece esencialmente a la verdadera contrición. Hacer
de la contrición un estado meramente emocional e incluso
irracional, privado de una ardiente voluntad sobre nuestra fu-
tura conducta, convierte este sentimiento en una falsa contri-
ción. La verdadera contrición que alcanza una plena afectividad
implica la completa rendición a Dios, caer en sus brazos
amorosos como el hijo pródigo. Su tremenda y solemne serie-
dad excluye radicalmente toda autogratificación.
Podemos, entonces, ver claramente por qué este goce in-
trovertido resulta más perjudicial para la contrición que para

44
otras respuestas afectivas religiosas, por no mencionar los
campos afectivos no religiosos.
El tercer tipo de falso sentimiento, el tipo clásico por de-
cirlo de algún modo, es el histérico9. Nos referimos a aquellas
personas encerradas en un egocentrismo excitable. Pueden
ser muy trabajadoras y eficaces; pueden poseer una energía
indomable, una peculiar intensidad y vitalidad; pueden incluso
ser

refinados; pero todo lo que sienten, hacen o dicen, está inficio-


nado por la falsedad y la inautenticidad. No se trata sólo de que se
embellezcan y aumenten artificialmente ni de que estén corroídas
por la autoindulgencia afectiva, sino que están viciadas por un
espíritu de falsedad que, aun en el caso de no ser consciente ni
buscado, degrada la verdadera cualidad de todos sus sentimientos
Tanto el orgullo como la concupiscencia están en la base
de esta perversión. Estas personas están siempre dándose
vueltas a sí mismas, preocupadas constantemente por
satisfacer su deseo peculiar e incansable de estar en primera
línea, de desempeñar un papel, de hacerse las interesantes no
sólo para los demás, sino también para sí mismas. Pueden
incluso mentir cuando hablan de sus experiencias y logros. No
mienten de modo consciente, no se dan cuenta de su falsedad,
pero toda su existencia está construida sobre un fundamento
falso, y todos sus sentimientos y su voluntad, toda su actuación
y su conducta, están empapados de falta de autenticidad
cualitativa, la cual se manifiesta en una volubilidad que
entremezcla verdad y mentira. El ardiente deseo de ocupar el
centro del escenario, de impresionar, de atraer la atención y,
sobre todo, el interés de los demás, les empuja a decir muchas
9
Queremos subrayar con fuerza que el término «histérico» tal como aquí se utiliza no es equivalente al
que se usa con frecuencia en medicina y psiquiatría. Nos referimos a un tipo psicológico específico, una
clara perversión que se manifiesta en la propia vida.

45
falsedades. Como están tan aherrojados por esta necesidad y
viven en un mundo en el que los deseos y la realidad no están
claramente distinguidos, y cuyo clima es de «exaltación» y de
falsedad cualitativa, no son conscientes de mentir. Así pues, no
son responsables de esas mentiras como lo son las personas
no histéricas.
Aunque estas actitudes nos ayudan a caracterizar el tipo
histérico, queremos, sin embargo, subrayar ante todo la falta de
autenticidad de los sentimientos que se encuentran detrás
de todas estas manifestaciones. Lo que nos interesa aquí
es la intrínseca falsedad de los sentimientos de la persona
histérica se trate de alegría, pesar, entusiasmo, indignación,
contrición o compasión. Queremos hacer notar este tipo de
falta de autenticidad tal como se encuentra en estas personas
en comparación con el tipo retórico o sentimental.
El término «histérico» se aplica a veces a un estado
emotivo caracterizado por un cierto grado de confusión in-
controlable. Si, por ejemplo, a causa de la muerte de un ser
querido, una persona está fuera de sí por la pena y se compor-
ta de un modo extremadamente inconsistente, alternando el
llanto y la risa, decimos que «se ha puesto histérica». Si los es-
tados afectivos tales como el pesar, la desesperación, la agita-
ción o el temor degeneran en un estado de excitación que ya
no se corresponde con la respuesta afectiva en cuestión, la ca-
lificación de «histérico» tiene una cierta justificación.
Sin embargo, se debe subrayar con fuerza que hay una
diferencia fundamental entre el grado de intensidad de una
experiencia afectiva y el carácter irracional e inconsistente de
ciertos estados emocionales. La persona que se encuentra a
merced de estos estados manifiesta sus sentimientos no sólo
de un modo totalmente inadecuado, sino también con una
conducta que falsifica y contradice la verdadera naturaleza de
46
sus sentimientos. Debemos insistir en este punto porque a ve-
ces el término «histérico» se aplica a cualquier grado elevado
de intensidad en la esfera afectiva. Tan pronto como manifiesta
abiertamente una pena o preocupación profunda, es a veces
calificado de «histérico», incluso cuando su respuesta es total-
mente adecuada. La tristeza que un esposo amante manifiesta
sin ambages ante el lecho de muerte de su mujer, o la preocu
pación agobiante por una persona amada en peligro son
respuestas afectivas que obviamente no merecen en absoluto
una consideración peyorativa. No poseen el carácter irracional
e inconsistente de la respuesta neurótica, y menos aún tienen
nada que ver con la falta de autenticidad de la persona histéri-
ca en el sentido antes indicado.
Una teoría y una actitud completamente erróneas se es-
conden detrás de este uso impropio del término «histérico».
Muchos elementos y falsas tradiciones han concurrido a crear
una mentalidad que considera toda manifestación afectiva in-
tensa, y especialmente su manifestación abierta, como algo
despreciable y desagradable. Un estoicismo anglosajón y una
mojigatería puritana, así como la desafortunada identificación
de la objetividad con una actitud neutral, de exploración (lo cual
es legítimo en un laboratorio), son los responsables del
descrédito de la afectividad en cuanto tal. También ha
contribuido a ello algunas veces la intrusión de frases hechas
tomadas de manuales de psicología de escasa calidad. En
cualquier caso, esta actitud es síntoma de una superficialidad
deplorable.
La persona que dice de otra que «se está poniendo histé-
rica» cuando la ve con una pena profunda, o presa de la deses-
peración, o en otro estado emocional intenso, evidencia que es
víctima de una teoría peligrosamente errónea. Podemos com-
probar la verdad de esta afirmación si pensamos en uno de los
47
ejemplos más sublimes de verdadera sobreabundancia afecti-
va: las lágrimas de María Magdalena cuando se arrojó a los
pies de Nuestro Señor. Sólo quien se asusta ante una expan-
sión afectiva inesperada, o una persona desesperadamente
neutral que asume la posición de un mero espectador conside-
rarían como histeria la extraordinaria intensidad y dinamis-
mo de una profunda y genuina respuesta afectiva.
La verdadera antítesis a un sentimiento histérico no es la
fría indiferencia ni una actitud que puede ser adecuada para
llevar la contabilidad o hacer operaciones financieras, sino más
bien una respuesta afectiva profunda y genuina, un amor
verdaderamente luminoso o una alegría santa.
Ocurre algo análogo en el uso impropio del término sen-
timental. Como hemos visto, el sentimentalismo es un senti-
miento pervertido y mediocre. Calificar de sentimental una
afectividad intensa y profunda es absolutamente erróneo. La
verdadera antítesis al sentimentalismo no es ni la indiferencia
neutral que excluye todo sentimiento, ni la virilidad anquilosada
del hombre que considera todo sentimiento como una
concesión a la debilidad y al amaneramiento. La verdadera
antítesis al sentimentalismo es el sentimiento auténtico de un
corazón noble y profundo como la contrición de David, o el
profundo pesar que se perpetúa en la liturgia de los Santos
Inocentes: «Una voz se oye en Rama, lamentación y gemido
grande; es Raquel que llora a sus hijos y rehusa ser consolada,
porque ya no existen» (Mí 2, 18).
Así pues, debemos estar siempre vigilantes ante el uso fácil y
descuidado del término «histérico». Éste se utiliza de modo legítimo
y justificado sólo en aquellos casos en que una respuesta afectiva
originalmente profunda y genuina degenera en un desorden
enfermizo marcado por contradictorias explosiones emotivas.
Cuando se aplica a un estado de extraordinaria intensidad afectiva

48
o a su adecuada manifestación, aunque no sea moderada, el
término «histérico» está absolutamente fuera de lugar. Por el hecho
de que alguien solloce o se venga abajo

como resultado de un profundo pesar, no es por ello más


«histérico» que la persona inveteradamente seca y neutral que ve
todo desde fuera y es tan rápida con sus juicios superficiales.
Si resulta comprensible que miremos la esfera afectiva
con un cierto recelo porque se pueden encontrar allí muchas
formas de falta de autenticidad, no es difícil ver que este recelo
da lugar a un típico prejuicio. Ahora bien, aunque los prejuicios
son a menudo comprensibles desde un punto de vista
psicológico, no son por ello menos injustificables.
Nuestro breve análisis de los diferentes tipos de falta de
autenticidad nos ha hecho ver la gran equivocación que supone
juzgar algo a la luz de su posible deformación. No hay nada hu-
mano que no pueda ser pervertido ni falsificado y realmente,
cuanto más elevado es algo, tanto peor es su perversión y
falsificación: Corruptio optimi pessima. El demonio imita a Dios.
Desde un punto de vista filosófico, no se puede justificar
el descrédito de la esfera afectiva y del corazón simplemente
porque están expuestos a tantas perversiones y desviaciones.
Y aunque es verdad que en la esfera del entendimiento y de la
voluntad la falta de autenticidad no juega un papel análogo, de
todos modos el daño causado por teorías erróneas o falsas es
incluso más siniestro y desastroso que la falta de autenticidad
de los sentimientos. ¿Deberíamos acaso mirar con des-
confianza al entendimiento sólo por las innumerables absur-
didades que ha concebido y porque la gente no intelectual, que
nunca ha sido afectada por esas absurdidades, se ha man-
tenido más sana que los infelices que han sufrido su influencia?
¿Tiene razón el filósofo alemán Ludwig Klages cuando llama al

49
espíritu «la calle muerta de la vida» porque ha sido el espíritu, y
especialmente el entendimiento, el responsable de

toda suerte de distorsiones artificiales y de la pérdida de


autenticidad en muchos sectores de la vida?10.
En absoluto. Hace ya tiempo que se ha levantado la con-
dena a la esfera afectiva y se ha descubierto su papel espiri-
tual. Debemos reconocer el lugar que el corazón ocupa en la
persona humana, un lugar de igual categoría que el de la vo-
luntad y el entendimiento. Para ver el papel y el rango del co-
razón y de la esfera afectiva en sus más altas manifestaciones
debemos atender a la vida de las personas, a su búsqueda de
la felicidad en la tierra, a su vida religiosa, a las vidas de los
santos, al Evangelio y a la liturgia.
¿Puede dudar alguien que la fuente más profunda de fe-
licidad en la tierra es el auténtico y profundo amor mutuo entre
las personas, tanto si se trata de la amistad como del amor
conyugal? En la Novena Sinfonía de Beethoven oímos:
¡Que sólo se una a nosotros
quien consiga que sea suyo
al menos un corazón! Y quede llorando,
desconocido, aislado, el que no11.
¿Podemos ignorar el papel de la más afectiva de todas
las respuestas afectivas: el amor, que empapa toda la poesía,
la literatura y la música? El amor del cual dijo Leonardo da
Vinci: «Cuanto más grande es el hombre, más profundo es su
amor». El amor ensalzado por Pío XII con las siguientes pala

10
Klages pertenece a la corriente de irracionalismo que surgió en la Alemania de la primera postguerra
(NT).
11
Schiller, Oda a la alegría. El texto alemán es el siguiente: «Ja wer auch nur eine Seele / Sein nennt auf
dem Erdenrund! / Und wer's nie gekonnt, der stehle / Weinend sich aus diesem Bund».

50
bras: «El encanto ejercido por el amor humano ha sido
durante siglos el argumento que ha inspirado obras admirables
de la literatura, la música y las artes plásticas; un argumento
siempre viejo y siempre nuevo, en torno al cual el paso del
tiempo ha tejido, sin jamás agotarlas, las variaciones más
poéticas y elevadas». ¿Y no afirma la misma Sagrada Escritura
en el Cantar de los Cantares: «¿Si un hombre pretendiese
conseguir el amor dando a cambio todo lo que posee,
significaría que lo aprecia poco»?
Pero incluso aunque uno fuese ciego ante el papel del
amor en la vida humana y considerase que la fuente principal
de la felicidad en la tierra es la belleza, el conocimiento o el
trabajo creativo, sigue siendo verdad, sin embargo, que la ex-
periencia de la felicidad es algo afectivo, porque es el corazón
quien la experimenta, y no el entendimiento ni la voluntad.
Con todo, el papel de la esfera afectiva y del corazón se
revela con una profundidad y categoría incomparables cuando
contemplamos las vidas de los santos. Cuando leemos los
escritos de San Francisco de Asís o estudiamos el papel que
juega en su vida la contrición, la santa alegría, la conmoción
hasta el estrato más profundo de su alma por la magnificencia
de Dios y por la pasión de Cristo, el ardiente amor a Cristo y al
prójimo que se extiende incluso a los animales, no podemos
dejar de captar la ternura de su amor.
Tampoco es posible ignorar la profundidad, la espiritua-
lidad y la gloria, que pertenecen sólo al corazón, cuando lee-
mos las cartas de San Ignacio de Antioquía, o mientras nos
movemos en el clima espiritual de Las Confesiones de San

51
Agustín y leemos estas palabras: «¡Tarde te amé, oh Belleza
tan antigua y tan nueva! ¡Tarde te amé!». O cuando leemos la
oración de San Buenaventura: «¡Oh, dulcísimo Señor
Jesucristo, te lo ruego, ¡traspasa la médula de mi alma!».
No se debería objetar que en las vidas de los santos la
contrición, el amor o la alegría ya no pertenecen a la esfera
afectiva puesto que tales respuestas son sobrenaturales y no
sólo no tienen nada que ver con la afectividad natural, sino que
incluso presuponen su silencio (por lo menos a nivel místico).
Aun concediendo que la afectividad sobrenatural difiere de la
natural y la sobrepasa, que tiene una incomparable pureza de
intención y que una parte de la afectividad natural tiene que ser
silenciada a fin de dejar sitio para la afectividad sobrenatural,
resulta imposible negar el carácter afectivo de estas respuestas
sobrenaturales. La diferencia en cuestión es análoga a la que
hay entre la ciencia infusa y la sabiduría natural. Por mucho
que uno insista en la diferencia entre ellas, sería absurdo decir
que la sabiduría sobrenatural ya no es sabiduría, y que en lugar
de pertenecer al ámbito del conocimiento y del saber en su
sentido más amplio es algo afectivo o que depende de la
voluntad. Pues lo mismo se aplica a la alegría santa, a la beati-
tud y al amor sobrenatural. Por mucho que uno quiera subrayar
su diferencia y superioridad frente a la alegría y el amor natural,
siguen perteneciendo al ámbito de las experiencias afectivas, y
no por el hecho de ser transfiguradas en Cristo pasan de
repente a pertenecer a la esfera volitiva o cognitiva. La
diferencia entre lo natural y lo sobrenatural afecta a las tres es-
feras: cognitiva, volitiva y afectiva. Y por mucho que lo sobre-
natural actúe en cada una de ellas y las eleve, ninguna pierde
su carácter específico. La diferencia entre cada uno de estos

52
tres ámbitos tiene un carácter completamente distinto del que
existe entre lo natural y lo sobrenatural. ¿Quién negará que la
revelación cristiana ha conferido al amor un papel central
y supremo y que ha expuesto detalladamente la naturaleza del
amor en su plenitud afectiva y como la voz del corazón? Las
palabras de San Pablo: «Alegraos siempre en el Señor; de
nuevo os lo digo: alegraos» {Flp 4, 4), se refieren a una
respuesta del corazón y no del entendimiento ni de la voluntad.
Y el papel conferido al corazón es evidente en innumerables
lugares de las Sagradas Escrituras, como por ejemplo en las
repetidas alusiones de Cristo a la alegría: «Y nadie os quitará
vuestro gozo», o «entra en el gozo de tu Señor». Los pastores
se alegran al oír la buena nueva; los Magos se alegran al ver la
estrella que les conduce al Niño Jesús; la Bienaventurada
Virgen canta un canto de exultación y alegría en el Magníficat;
Simeón se llena de santa alegría al tener al Niño Jesús en sus
brazos.
¿Y el papel del dolor? ¿Se puede acaso separar la doctri-
na de la Cruz de la noción del corazón, es decir, del sufrimien-
to, que es obviamente una experiencia eminentemente afecti-
va? ¿Se puede acaso contemplar el mar infinito del sufrimiento
en Getsemaní y en toda la pasión de nuestro Señor y no
admitir la profundidad, la espiritualidad y la centralidad del
papel del corazón12. Si intentáramos concebir al hombre como
compuesto solamente de entendimiento y voluntad (¡una
noción contradictoria!), innumerables pasajes de las Escrituras
y de la liturgia quedarían vacíos de significado.

12
En Christian Ethics, cap. 17, hemos advertido del peligro que plantea un uso muy amplio del término
«querer» (will). Hemos mostrado que tal uso no es bueno ni para una clara comprensión de la verdadera
naturaleza del querer, ni para una comprensión de la verdadera naturaleza de las respuestas afectivas.
Es indispensable hacer una clara distinción entre las respuestas volitivas y las afectivas.

53
En lugar de intentar reconciliar desesperadamente el
papel glorioso y manifiesto conferido a la esfera afectiva y al
corazón en la revelación cristiana con el ostracismo hacia esa
esfera afectiva de la filosofía griega, en lugar de quedarnos sin
saber qué decir cuando tratamos de la naturaleza del amor, y
en lugar de enfrentarnos a innumerables problemas artificiales
e innecesarios, rechacemos el descrédito de la esfera afectiva
y del corazón. Expongamos las ambigüedades del término
«sentimiento» y clarifiquemos la diferencia de niveles en esta
esfera. Admitamos que en el hombre existe una tríada de cen-
tros espirituales: entendimiento, voluntad y corazón que están
destinados a cooperar entre sí y fecundarse mutuamente: «Co-
razón de Jesús, en el que residen todos los tesoros de la sabi-
duría y de la ciencia, ten piedad de nosotros» (CorJesu, in quo
sunt omnes thesauri sapientiae et scientiae, miserere nobis).

54
Capítulo II: AFECTIVIDAD NO-ESPIRITUAL Y ESPIRITUAL

En nuestro análisis de la naturaleza del corazón, tenemos


que darnos cuenta desde el mismo punto de partida que el
término «corazón» se usa a menudo para designar la vida
interior del hombre en cuanto tal. En estos casos, «corazón» es
más o menos un sinónimo de «alma» 13. Así, nuestro Señor
dice: «...del corazón del hombre salen los malos pensamientos,
los adulterios, los crímenes, los latrocinios, la avaricia, la
iniquidad, el engaño, la desvergüenza...».
Aquí no sólo se contrapone el corazón a la voluntad y al
intelecto, sino al cuerpo y especialmente a las actividades cor-
póreas. De todos modos, resulta significativo que se elija al co-
razón como elemento representativo de la vida interior del
hombre, y que sea el corazón, en vez de la inteligencia o de la
voluntad, el que se identifique con el alma en cuanto tal.
El término «corazón» ha tenido diferentes significados en
la Antigüedad, al igual que en las culturas islámica e hindú.

De todos modos, aquí no nos interesan estos


significados14. Aun tratándose de un asunto importante e
13
Esto vale especialmente para el Antiguo Testamento. De todos modos, el hecho de que el término
«corazón» sea casi equivalente a la totalidad del alma, arroja igualmente luz sobre el carácter del corazón
en su sentido más específico. No es una casualidad que el Antiguo Testamento escoja al corazón, y no al
intelecto o a la voluntad, como elemento representativo de toda la interioridad del hombre.
14
Para un estudio de los significados del término «corazón» tanto en la Antigüedad como en las culturas islámica e
hindú se puede consultar el excelente trabajo sobre esta materia, «Le coeur», publicado en Études Car-mélitaines, por
Desclée de Brouwer en 1950, y en particular las pp. 41-102.

55
interesante, lo que pretendemos ahora es explorar la
naturaleza del corazón centrándonos en los datos que nos
ofrece la vida y no llevar a cabo un examen histórico de los
diversos significados del término. Como en Christian Ethics
queremos comenzar desde lo «dado de modo inmediato».
No puede existir ninguna duda sobre el hecho que la
afectividad es una realidad importante en la vida de la persona
y que no puede ser subsumida en el intelecto o en la voluntad.
En la literatura y en el lenguaje ordinario el término «corazón»
se refiere al centro de esta afectividad. Y es este centro de la
afectividad el que exige imperiosamente ser investigado.
Pero incluso cuando el «corazón» se entiende como si-
nónimo (representative) de la afectividad, posee dos significa-
dos que hay que distinguir cuidadosamente. Nos podemos re-
ferir en primer lugar al corazón como raíz de la afectividad. Así,
del mismo modo que el intelecto es la raíz de todos los actos
de conocimiento, el corazón es el órgano de toda la afectividad:
todos los deseos y anhelos, todo «conmoverse», todos los
tipos de felicidad y dolor están enraizados en el corazón en su
sentido más amplio. Pero en un sentido más preciso, podemos
usar el término «corazón» para referirnos sólo al centro de la
afectividad, al verdadero núcleo de esta esfera15. En este

sentido decimos de un hombre que tal o cual suceso ha


golpeado verdaderamente su corazón. Al hablar así,
contraponemos el corazón no al intelecto y a la voluntad sino a
estratos menos centrales de la afectividad. Al decir que «algo
15
Cuando nos referimos al entendimiento, la voluntad y el corazón como tres potencias fundamentales o raíces en el
hombre, cada una de las cuales gobierna su propio campo de experiencia, no pretendemos decir que cualquier
vivencia, actividad o aventura del hombre se puede clasificar en uno u otro de estos ámbitos. La misteriosa riqueza del
ser humano tiene tantos aspectos que el intento de clasificar toda la experiencia humana en alguno de esos tres reinos
implicaría necesariamente el peligro de hacer violencia a la realidad. Lejos de nosotros sucumbir a esta tendencia que,
en lugar de abrir la mente a la naturaleza específica de cada experiencia, fijaría a priori el reino en el que debe ser
colocada. Con todo, sea cual fuere la naturaleza de muchas otras experiencias, estos tres reinos desempeñan un papel
preponderante y tenemos toda la razón al hablar de tres centros fundamentales en el hombre.

56
golpeó el corazón de un hombre» deseamos indicar cuan
profundamente le afectó este suceso; queremos expresar no
sólo que un determinado suceso le ha preocupado o enfadado
sino que le hirió en el verdadero núcleo de su ser afectivo. Este
es el sentido de «corazón» que encontramos en las palabras
de nuestro Señor: «donde está tu tesoro, allí estará tu corazón»
(Mf 6, 21). En este contexto, «corazón» significa el punto focal
de la esfera afectiva, el punto de esta esfera que resulta
afectado de modo más crucial. Mientras que el corazón como
raíz de la afectividad no implica una profundidad específica, es
decir, no se opone a niveles de afectividad más periféricos, el
corazón en este sentido típico tiene la connotación de ser el
verdadero centro de gravedad de toda la afectividad.

***

Hemos mencionado ya que la esfera afectiva comprende


un conjunto de experiencias que difieren de manera notable en
estructura, cualidad y rango, y que van desde los estados no
espirituales hasta respuestas afectivas de alto nivel espiritual.
Enumeraremos ahora brevemente los principales tipos de ex-
periencias afectivas o «sentimientos» para mostrar cuan erró-
57
neo es tratar esta esfera como si fuera homogénea. Esta enu-
meración nos mostrará en sus alturas y en sus profundidades
el tremendo papel que juega la esfera afectiva y el lugar que
ocupa el corazón en la vida y en el alma del hombre.
La primera diferencia fundamental en el campo de la
afectividad es la que existe entre los sentimientos físicos y los
psíquicos. Consideremos, por ejemplo, un dolor de cabeza, el
placer que sentimos al tomar un baño caliente, la fatiga física,
la agradable experiencia de descansar cuando estamos cansa-
dos o la irritación de nuestros ojos cuando han estado expues-
tos a una luz demasiado intensa. En todos estos casos, el
sentimiento se caracteriza por ser una experiencia claramente
relacionada con nuestro cuerpo. Todos estos sentimientos son,
evidentemente, experiencias conscientes, y están separados
por un insalvable abismo de los procesos fisiológicos, aunque
guardan con ellos la más estrecha relación causal.
Es importante darse cuenta, sin embargo, que la relación
de estos sentimientos con el cuerpo no se limita a una
vinculación causal con los procesos fisiológicos, implica tam-
bién una relación consciente y experimental con el cuerpo.
Mientras sentimos estos dolores o placeres, los vivimos como
algo que tiene lugar en nuestro cuerpo. En algunos casos están
estrictamente localizados en una parte determinada de nuestro
cuerpo como, por ejemplo, el dolor en un pie o en un
diente. En otras ocasiones, como la fatiga, afectan a todo
el cuerpo. Algunas veces los vivimos como el efecto de algo en
nuestro cuerpo, por ejemplo, cuando la aguja del doctor nos
pincha; en otras, como «sucesos» que tienen lugar dentro del
mismo cuerpo16.
16
No resulta necesario mencionar los instintos o impulsos fisiológicos como un grupo distinto de
experiencias corporales. Es verdad que la sed, o cualquier otro instinto corporal, difiere bajo muchos
aspectos de los sentimientos típicamente corporales, como el dolor o el gusto. Pero también lo es que los
sentimos, de modo que pertenecen a la especie de los «sentimientos» corporales. La característica que
interesa en este contexto se aplica también a estos instintos por lo que podemos incluirlos en este ensayo

58
Incluso prescindiendo del conocimiento que se deriva de
experiencias previas y de la información que nos da la ciencia,
estos sentimientos muestran claramente la característica propia
de las experiencias corporales. Si comparamos un dolor de
cabeza con la tristeza por un suceso trágico es imposible no
darse cuenta de la diferencia fundamental que existe entre
estos dos «sentimientos». Uno de los rasgos más caracte-
rísticos de esta diferencia está precisamente en el carácter cor-
poral del dolor, que lo distingue de la tristeza. Este carácter
corporal lo descubrimos tanto en la cualidad de estos senti-
mientos como en la estructura y naturaleza de su ser experi-
mentados. Este tipo de sentimientos y de instintos corporales
son el único tipo de sentimientos que tienen una relación
fenomenológica con el cuerpo. Son, de algún modo, la «voz»
de nuestro cuerpo17. Forman el centro de nuestra experiencia
corpórea, la que nos afecta de manera más aguda y la más

alerta y consciente; son el núcleo más existencial de


nuestra experiencia corpórea.
Sería completamente erróneo pensar que los sentimientos
corpóreos de los hombres son los mismos que los de los
animales ya que el dolor corporal, el placer y los instintos que
experimenta una persona poseen un carácter radicalmente di-
ferente de los de un animal. Los sentimientos corporales y los
impulsos en el hombre no son ciertamente experiencias espiri-
tuales, pero son sin lugar a dudas experiencias personales.
bajo el concepto de «sentimientos corporales».

17
Existe, de todos modos, otro tipo de experiencia corporal, además de los sentimientos corporales:
caminar, masticar, nadar, saltar, tragar, calentar nuestros músculos apretando las manos, levantando
algún objeto pesado, estrujando u oprimiendo algo. Todas estas actividades están más o menos
acompañadas de sentimientos, pero la experiencia o movimiento de estas actividades como tales difiere
del sentimiento en el sentido real del término. Por eso prescindimos de ellas en este contexto.

59
Esto supone que existe un puente infranqueable entre los
sentimientos corporales humanos y los sentimientos corporales
animales. Aun concediendo que algunos procesos fisiológicos
son homólogos, en la vida consciente de un ser humano todo
es radicalmente distinto al estar insertado en el mundo
misteriosamente profundo de la persona y al ser vivido y
experimentado por un «yo».
En un trabajo previo, In Defense of Purity, hemos consi-
derado la «profundidad» de los sentimientos corporales en la
esfera sexual y cómo están destinados a ser modelados por el
amor conyugal. Aislar estos sentimientos corporales de la reali-
dad total de la persona humana significaría no comprenderlos,
y no sólo desde el punto de vista moral, sino también desde el
punto de vista de su verdadero significado y de su carácter in-

trínseco. Sólo cuando se ven a la luz de la específica


intentio unionis del amor conyugal y de la sanción de Dios en el
matrimonio, sólo cuando los consideramos en relación con el
amor, revelan su auténtico carácter y muestran su significado
real.
No es necesario indicar aquí hasta qué punto resulta
patente el carácter personal de esta experiencia corporal ni
discutir la inagotable diferenciación de su significado en cada
personalidad individual. Esta diferenciación nace de la actitud
de la persona hacia la experiencia corporal, que es determi-
nante, y del modo en que la vive, es decir, de la diferencia de
60
ethos por lo que se refiere a la pureza y a la integridad espiri-
tual. Surge también del simple hecho de que se trata de esta
persona, esta amada personalidad individual quien lo experi-
menta.
Cuando contemplamos a un hombre sufriendo a causa de
los dolores corporales que asaltan su cuerpo, este sufrimiento
pone de relieve la dignidad y la nobleza del cuerpo humano
que está misteriosamente unido a un alma inmortal. ¡Pensemos
por un instante en los terribles sufrimientos corporales
soportados por los mártires! El hecho de que estos dolores
fueran sentidos por personas que estaban dispuestas a sufrir
tormento y muerte antes que negar a Dios, y que los
soportaran en sus cuerpos, pone claramente de manifiesto el
carácter corporal de estas experiencias.
¿Y quién negaría la misteriosa profundidad de los sufri-
mientos corporales de nuestro Señor, los sufrimientos físicos
experimentados por el Dios-Hombre?
Consideremos ahora los sentimientos psíquicos. Nos en-
frentamos aquí con una variedad de tipos mucho más grande.
De hecho, es precisamente en este reino de los sentimientos
no-corpóreos donde encontramos las más desastrosas
equivocaciones sobre el término «sentimiento». Hay que
establecer muchas diferencias decisivas en este ámbito.
Un ejemplo de un tipo de sentimiento no-corporal onto-
lógicamente bajo es el buen humor que se experimenta fre-
cuentemente después de tomar bebidas alcohólicas. No nos
referimos a la embriaguez sino más bien a ese ligero «estar
alegres». Esta euforia o su estado opuesto de depresión (que
puede seguir a la embriaguez real) no es ciertamente un simple
sentimiento corporal al que se podría oponer, por ejemplo, un
sentimiento diverso como una cierta pesadez. Estas expe-
riencias difieren de los sentimientos corporales que hemos
61
considerado anteriormente como el dolor, el placer físico, la
fatiga o el sueño. Estos estados de «alegría» y depresión son
«humores» que no tienen la marca de las experiencias corpo-
rales. Porque, para empezar, estos estados psíquicos no tienen
por qué estar causados por procesos corporales. Una depre-
sión puede estar causada por una experiencia psíquica como,
por ejemplo, una gran tensión o una impresión no asimilada.
Además, se puede estar deprimido o de mal humor sin saber la
causa, que de hecho puede estar en una penosa discusión del
día anterior o en que se ha estado sometido a una situación de
gran tensión o sufrimiento.
Pero incluso en el caso de que estos humores estén cau-
sados por nuestro cuerpo, no se presentan como la «voz» de
nuestro cuerpo ni son estados de nuestro cuerpo. Son mucho
más «subjetivos», es decir, están más radicados en el sujeto
que los sentimientos corporales. Podemos estar alegres mien-
tras padecemos un dolor físico; y este estado de ánimo positivo
se manifiesta en el ámbito de nuestras experiencias psíqui-
cas: el mundo aparece de color de rosa, el mal humor
desaparece y la alegría inunda todo nuestro ser.
Naturalmente, no pretendemos negar que pueden existir
diferentes sentimientos corporales que acompañan a este esta-
do psíquico de buen humor. Pero que estos sentimientos psí-
quicos estén acompañados por sentimientos corporales y que
ambos coexistan en nosotros, no disminuye la diferencia entre
ellos. La diferencia esencial permanece incluso si se experi-
menta una conexión entre un sentimiento corporal y un estado
psíquico como, por ejemplo, cuando un sentimiento corporal de
salud y vitalidad coexiste con el sentimiento psíquico de alegría
o de buen humor. En este caso, las dos realidades no sólo
coexisten y se interpenetran mutuamente, sino que podemos
darnos cuenta en esta misma experiencia de la influencia que
62
nuestra vitalidad corporal tiene sobre nuestro estado psíquico
de alegría. Pero la experiencia de esta conexión no borra de
ningún modo la diferencia básica entre los sentimientos
corporales y el sentimiento o estado psíquico.
De todos modos, aunque estados como el buen humor o
la depresión no son sentimientos corporales, difieren incom-
parablemente más de sentimientos espirituales como la alegría
por la conversión de un pecador, la recuperación de un amigo
enfermo, la compasión o el amor. Precisamente ahora es
cuando podemos caer en una desastrosa equivocación al usar
el mismo término «sentimiento», como si fueran dos especies
del mismo género, tanto para los estados psíquicos como para
las respuestas espirituales afectivas.
Un estado de buen humor se diferencia claramente de la
alegría, sufrimiento, amor o compasión en la medida en que
falta, en el primer caso, el carácter de respuesta, es decir, una
relación consciente y significativa con un objeto. No se
trata de una experiencia «intencional» en el sentido que hemos
dado a este término en Christian Ethics 18. La intencionalidad,
en este sentido, es precisamente una marca esencial de la
espiritualidad. El carácter intencional está presente en cada
acto de conocimiento, en cada respuesta teórica (como la
convicción o la duda), en cada respuesta volitiva y en cada
respuesta afectiva. Está también presente en las diferentes
formas de «ser afectado» como conmoverse, llenarse de paz o
ser edificado. Aunque la intencionalidad no garantiza aún la
espiritualidad en su sentido pleno, sí implica la presencia de un
elemento racional, de una racionalidad estructural. Los
sentimientos psíquicos no-intencionales son por lo tanto

18
Para un análisis detallado de la naturaleza de la «intencionalidad» vid. Christian Ethics, cap. 17.

63
claramente no-espirituales. La falta de intencionalidad les
separa claramente de la esfera de la espiritualidad.
En segundo lugar, los estados psíquicos están «causa-
dos» por procesos corpóreos o psíquicos mientras que las res-
puestas afectivas están «motivadas». Una respuesta afectiva
nunca puede surgir por una simple causación, sino por una
motivación. La verdadera alegría implica necesariamente no
sólo la conciencia de un objeto sobre el que nos alegramos,
sino también la conciencia de que este objeto es la razón de la
alegría. Al alegrarnos por la recuperación de un amigo sabe-
mos que es este suceso el que engendra y motiva nuestra ale-
gría. La recuperación de nuestro amigo está conectada por lo
tanto con nuestra alegría a través de una relación significativa e
inteligible. Esta experiencia difiere esencialmente del estado

de buen humor causado, por ejemplo, por las bebidas


alcohólicas. Entre la bebida y la jovialidad sólo existe una
conexión de causalidad eficiente, una conexión que en cuanto
tal no es inteligible. Nos limitamos a saber, por experiencia, que
las bebidas alcohólicas tienen este efecto. En el caso de
alegría por la recuperación de un amigo, la conexión entre este
suceso y nuestra alegría es tan inteligible que la verdadera
naturaleza de este suceso y su valor reclama la alegría. Y esto
significa que nuestra alegría presupone el conocimiento de un
objeto y de su importancia, y que el proceso por el que el
objeto, al ser importante, engendra nuestra alegría es también
consciente y tiene lugar en el reino espiritual de la persona.
Más adelante volveremos sobre las características de la
intencionalidad y de la motivación.
Al poner de relieve el carácter espiritual de las respuestas
afectivas y su diferencia con respecto a los meros estados
psíquicos y aún más de los sentimientos corporales, no descui-
64
damos de ningún modo el hecho que estas respuestas afecti-
vas tienen repercusiones en el cuerpo. Estamos muy lejos de
esas posiciones que tienden a negar la íntima unión que existe
entre el alma y el cuerpo. Nuestro empeño por distinguir cla-
ramente entre las experiencias corporales y espirituales no im-
plica de ningún modo que caigamos en un falso espiritualismo.
Pertenece ciertamente a la naturaleza del hombre que estas
respuestas afectivas espirituales repercutan en el cuerpo. Pero
la gran proximidad entre estos dos tipos de experiencias no
disminuye en nada su radical diferencia. Es más, deberíamos
darnos cuenta de que, aunque las respuestas afectivas puedan
engendrar estas repercusiones corporales, la situación no es
reversible de ninguna manera: los procesos corporales
en cuanto tales nunca pueden engendrar estas
respuestas afectivas. Un determinado estado corporal de salud
y vitalidad puede ser un presupuesto necesario para estas
respuestas, pero su llegada a la existencia se debe siempre a
un motivo, es decir, al conocimiento de un suceso que reviste
cierta importancia.
En los estados psíquicos, la «informalidad», el carácter
transitorio y fugaz, que tan a menudo se atribuye injustamente
a los «sentimientos» en general, en cuanto opuestos a los
actos de conocimiento o de voluntad está realmente presente.
El mal humor, el optimismo, la depresión, la irritación, el ner-
viosismo, tienen un carácter irracional fluctuante. Son el precio
que el hombre paga por su debilidad, por su vulnerabilidad, por
su dependencia del cuerpo incluso hasta en sus estados de
ánimo y en sus escasas defensas frente a influencias
irracionales.
Una tarea importante de nuestra vida espiritual y religiosa
consiste en librarnos del ritmo de estos sentimientos psíquicos,
no sólo en nuestras acciones y decisiones, sino también en
65
nuestro corazón. Todos conocemos a gente que se deja
dominar por estos estados de ánimo en un grado excesivo. Son
personas imprevisibles. Les dejamos del mejor humor y pocas
horas más tarde, sin ninguna razón objetiva que lo justifique,
los encontramos deprimidos o con un humor horrible. Lo que
antes les encantaba, ahora les aburre o les irrita; el barómetro
de su alma fluctúa continuamente a causa de estos estados
irracionales. Se niegan a hacer lo que deberían a causa del
cambio de humor.
Esto no se aplica, de todos modos, a todos los estados
psíquicos no-intencionales. Más adelante, trataremos de los
legítimos sentimientos y humores psíquicos que son el
resultado de la resonancia de grandes experiencias
espirituales. De ninguna manera pretendemos decir, por
ejemplo, que la satisfacción que habita inconscientemente en
nuestra alma como resonancia de nuestra gran alegría por la
recuperación de un amigo querido es ilegítima. Lo que aquí nos
ocupa son los humores irracionales que no son la resonancia
legítima de una respuesta espiritual y que por lo tanto no están
«justificados» ni son «significativos», sino que son el efecto, o
bien de causas corporales o de experiencias que no justifican
de ninguna manera esos estados de ánimo. Estos estados de
ánimo o bien no guardan proporción con las experiencias
vividas o no están ligados racionalmente con ellas. El carácter
negativo con que un hombre ve todo porque duerme
demasiado poco, pretende pasar por un aspecto auténtico del
mundo en vez de presentarse como lo que realmente es: un
mero estado de cansancio, es decir, el simple resultado de
haber dormido poco. Es precisamente la inmanente pretensión
de estos estados de ánimo a lograr una justificación racional, el
hecho de presentarse como algo muy superior a su realidad

66
objetiva, lo que los hace ilegítimos y los convierte en pesadas
cargas de nuestra vida espiritual.
No basta emancipar nuestro intelecto y nuestra voluntad
de la esclavitud de estos humores irracionales: nuestro corazón
también debe librarse de esta tiranía. Cuando superamos el
despotismo de estos sentimientos psíquicos, hacemos espacio
para los sentimientos espirituales. Nuestro corazón se puede
llenar entonces con respuestas afectivas significativas.
Podemos alegrarnos con la existencia de bienes grandes y per-
manentes que merecen ser el objeto de nuestra alegría. Pode
mos amar lo que se merece ser amado, nos podemos
arrepen-tir de nuestros pecados, podemos experimentar la paz
y la luz que el simple hecho de la existencia de Dios y de
nuestra redención debería arrojar sobre nuestra alma.
En este contexto, debemos mencionar dos formas de
dependencia de nuestro cuerpo, una consciente y la otra in-
consciente. La primera se refiere a nuestra capacidad de
emanciparnos de nuestros sentimientos corporales. Algunas
personas se abaten completamente ante el dolor corporal o se
ensimisman ante las molestias físicas o las incomodidades.
Para algunas personas, cualquier dolor físico, por pequeño que
sea, es un drama. Otros se ensimisman completamente
cuando tienen que realizar un esfuerzo corporal como, por
ejemplo, permanecer de pie durante mucho tiempo, o estar
sentados de manera poco confortable; consiguientemente son
incapaces de concentrarse en otras cosas, como disfrutar de
una buena música o conversar con un amigo. Otras personas,
por el contrario, muestran una gran independencia respecto de
su cuerpo. Su alma permanece libre aunque su cuerpo esté
sometido a dolores (no estamos hablando de dolores
particularmente violentos); pueden disfrutar de realidades

67
espirituales a pesar de padecer dolores corporales, tensiones y
molestias.
En segundo lugar, hay una forma inconsciente de depen-
dencia, es decir, una dependencia de estados de ánimo psíqui-
cos que en realidad están causados por nuestro cuerpo. Una
persona puede ver todo oscuro simplemente porque ha dormi-
do demasiado poco, o puede estar irritado o de mal humor a
causa de algunos procesos fisiológicos que están teniendo lu-
gar en su cuerpo. En este caso, la influencia del cuerpo en
nuestro estado de ánimo no se experimenta de manera
consciente. Al dejarnos invadir por estos sentimientos (que no
tienen bases racionales y se perciben erróneamente como una
situación real de nuestra alma) concedemos a nuestro cuerpo
un dominio sobre nosotros mayor que si estuviéramos com-
pletamente afectados por sentimientos corporales reales, por lo
que esta influencia camuflada resulta aún más honda y peli-
grosa. En los sentimientos corporales el cuerpo nos habla, sa-
bemos que se trata de su voz; pero aquí, los sentimientos, aun-
que están causados en realidad por procesos meramente
fisiológicos, se presentan como si fueran psíquicos y como si
constituyeran estados reales de nuestra alma. Al tomarlos en
serio y rendirnos a ellos (aunque deberíamos saber que no hay
una razón válida para ello, que no ha sucedido nada que de-
biera justificar nuestro cambio de humor), nos hacemos escla-
vos de nuestros cuerpos en un grado mayor que en el caso
precedente. El mismo hecho de que esta depresión o estado
de ánimo no tenga ninguna justificación objetiva, que incluso
contradice lo que deberíamos sentir como respuesta verdadera
a la situación en la que nos encontramos, debería hacernos
sospechar de estos sentimientos y hacernos ver que estos
estados de ánimo son el resultado de meros procesos
corporales o de alguna depresión. Y esta idea repercutirá
68
notablemente sobre nuestro mal humor. Nos proporciona una
distancia espiritual de ese estado, lo invalida, y nos libera de él
en buena medida. Mientras que los sentimientos corporales no
cambian por el hecho de que modifiquemos nuestra actitud
frente a ellos, la depresión o el mal humor, una vez que nos
hemos dado cuenta de que son el resultado de procesos
corporales, pierden buena parte de su fuerza.
De todos modos, debemos subrayar que sería completa-
mente erróneo negar que los estados de depresión con origen
corpóreo son una fuente de sufrimiento terrible y una tortura
para la persona que los padece. En general, evidentemente,
estos estados pierden mucha parte de su poder sobre nosotros
cuando nos damos cuenta de su origen, cuando, por así decir,
los desenmascaramos. En cuanto nos damos cuenta de que el
mundo no ha cambiado, que no ha sucedido nada que justifi-
que nuestra depresión, que es sólo el resultado de una condi-
ción corporal, ya no nos influye del mismo modo ni nos apri-
siona; nos hemos logrado distanciar de ella. De todos modos,
existen situaciones como la menopausia para algunas mujeres
o algunos disturbios neuróticos, en los que el peso del estado
depresivo no disminuye en nada a pesar de que el afectado
conozca perfectamente su causa. Esta persona hará bien en
buscar la ayuda del médico para alejar o mitigar su sufrimiento.
Debemos distinguir las pasiones de estos estados psíqui-
cos no-intencionales. Se ha identificado a menudo el término
«pasión» con el entero ámbito de los sentimientos psíquicos y
espirituales en cuanto opuestos a la razón y a la voluntad. La
filosofía tradicional, al igual que la filosofía de Descartes, usa el
término passiones en este sentido. Pero utilizar el término
«pasiones» para todo el ámbito de los sentimientos psíquicos
puede dar lugar a muchos equívocos. Incluso si uno lo usa en
un sentido meramente análogo, persiste el peligro de pasar por
69
alto las radicales diferencias que existen en el campo de la
afectividad. Nosotros restringiremos el término «pasiones» a
determinados tipos de experiencias afectivas que corresponden
exclusivamente al significado primario del término.

Al hablar de pasiones, nos podemos referir en primer lu-


gar a un determinado grado de experiencia afectiva. Cuando
ciertos sentimientos alcanzan un alto grado de intensidad,
tienden a silenciar la razón y a dominar a la voluntad libre. La
ira puede privar a un hombre de razón en el sentido de que ya
no se dé cuenta de lo que está haciendo. «Pierde la cabeza» y,
quizá, por ejemplo, golpea furiosamente a otra persona sin que
desee conscientemente ir contra él ni contra ninguna otra cosa.
En esta situación también pierde su capacidad de decidir
libremente. Ciertamente, desde un punto de vista objetivo, no
se queda sin razón y es responsable por haberse dejado do-
minar por este estado. Pero, al mismo tiempo, es claro que es
menos responsable de las acciones que comete mientras está
furioso que si cometiera la misma acción cuando no está «fuera
de sí».
Para entender la naturaleza de esta situación debemos
hacer una distinción importante y hasta fundamental; es la
distinción que hace Platón entre dos tipos de «locuras». En el
capítulo 18 de Transformation in Christ hemos hecho una dis-
tinción análoga entre una «verdadera pérdida de uno mismo» y
una pérdida de control ilegítima. Mostramos que hay dos
modos de estar «fuera de sí» que se oponen radicalmente, lo
que no quita que también se opongan a la situación normal que
se caracteriza porque nos sentimos con los pies seguros en el
suelo, porque nuestra razón domina claramente la situación y
porque nuestra voluntad elige con facilidad.

70
El modo inferior de «estar fuera de sí» (que hemos men-
cionado anteriormente como uno de los significados de pasión
o de apasionado) se caracteriza por la irracionalidad. Implica
un ofuscamiento de nuestra razón que impide hasta su

uso más modesto. ¡No sólo nuestra razón está confundida


sino! que está estrangulada. El brutal dinamismo de este
estado engulle tanto a la razón como al centro espiritual libre
de la persona. Nuestro centro espiritual libre resulta superado y
la persona arrojada en un brutal dinamismo biológico. No es;
necesario decir que este dinamismo no es espiritual.
En el modo elevado de estar «fuera de sí», es decir, en la
situación de éxtasis o en todas las experiencias de ser
«poseído» por algo más grande que nosotros, encontramos la
situación opuesta a la del estado apasionado. Cuando alguno
se conmueve por un bien dotado de un valor importante hasta
el punto de que le eleva más allá del ritmo normal de su vida
también «pierde», por decirlo de algún modo, la tierra firme
bajo sus pies y abandona la confortable situación en la que la
razón controla todo con seguridad y en la que su voluntad
puede calcular fríamente lo que debe decidir.
Pero esto no está causado por un ofuscamiento de la ra-
zón sino, al contrario, por su extraordinaria elevación, por una
toma de conciencia intuitiva que, en vez de ser irracional, tiene
más bien un carácter suprarracional y luminoso 19. Este modo
elevado está tan lejos de ser antirracional que, en vez de
oscurecer nuestra razón, la llena de una gran luz. Y esto es vá-
lido aunque el mundo cotidiano quede en último plano y deje
todo el escenario para la experiencia inmediata.
19
Evidentemente, el término «suprarracional» no se refiere aquí a la luz sobrenatural; no indica el carácter
que atribuimos a la fe cuando la llamamos suprarracional en cuanto se opone a la irracionalidad de la
superstición.

71
El éxtasis, además, lejos de incluir las tendencias que
desean destronar nuestro centro libre espiritual, lejos de in-

tentar dominar por la fuerza a nuestra razón y a nuestra


voluntad, reclama la sanción de nuestro centro libre. Este
«éxtasis», entendido en el sentido más amplio de la palabra se
opone de modo radical a cualquier tipo de esclavitud, a
cualquier avasallamiento de nuestra voluntad. Es un regalo que
implica una elevación a un grado de libertad mayor, y en el que
nuestro corazón (y no sólo nuestra voluntad) responde del
modo adecuado. Es una liberación de las cadenas que nos
mantienen en la tierra.
Existen, por supuesto, muchos estados y grados en este
éxtasis afectivo, pero cualquiera de ellos es antitético al estado
en el que somos engullidos por las pasiones. En vez de tener la
razón estrangulada por las pasiones, experimentamos una lu-
minosa claridad intuitiva; en vez de ser brutalmente dominados
y destronados en nuestro libre centro espiritual, somos
raptados y arrebatados a una libertad superior. En un caso so-
mos arrastrados por fuerzas inferiores a las de la vida normal;
en el otro somos elevados por algo más grande y más alto que
nosotros mismos.
Debería estar ya suficientemente claro cuan antitéticas
son estas dos experiencias. Ambas están ciertamente lejos de
la vida normal, pero, y es lo que más importa ahora, están más
alejadas entre sí que de la situación normal. Este hecho, de to-
dos modos, no es algo excepcional puesto que en muchos ám-
bitos del ser encontramos la misma situación, es decir, que co-
sas aparentemente símiles en realidad difieren más entre sí
que de aquella de la que ambas se distinguen con claridad.
San Agustín menciona en De civitate Dei que tanto un miembro

72
paralizado como un cuerpo transfigurado son insensibles al
dolor, pero por razones opuestas ya que estos dos tipos de

insensibilidad difieren claramente entre ellos más que lo


que difiere cada uno con el cuerpo sano que puede sentir dolor.
El cuerpo paralizado está por debajo del sano; el transfigurado
está por encima de este nivel. Un animal no puede pecar al
igual que un santo en el cielo. Pero, ciertamente, esta incapa-
cidad de pecar es radicalmente diferente en cada caso. Una se
debe a la ausencia de perfección, la otra a una perfección emi-
nente. La indiferencia del estoico (apatheia y ataraxia) está
mucho más lejos de la serenitas animae del santo, es decir, del
confiado abandono en la voluntad de Dios que un alternarse
violento de alegría y de pena, de temor y esperanza, debido a
los cambios de la vida. Se podrían citar muchos otros casos en
los que se confirma esta misma verdad.
En nuestro contexto resulta de la mayor importancia
distinguir claramente entre los dos modos de estar «fuera de
sí». Y debemos tener siempre presente esta distinción si que-
remos clarificar la verdadera naturaleza de las pasiones y dis-
tinguirlas de las respuestas espirituales afectivas. En la noción
nietzscheana de dionisíaco, por ejemplo, encontramos una
confusión típica entre el éxtasis verdadero y el figurado.
Se debe subrayar, de todos modos, que en el ámbito del
modo inferior de «estar fuera de sí» se pueden encontrar nu-
merosos tipos diferentes. La cualidad específica del «estar fue-
ra de sí» inferior o negativo varía mucho según la naturaleza de
la experiencia afectiva que conduce al ofuscamiento de la
razón y al destronamiento de la libertad. El «estar fuera de sí»
posee una cualidad y un carácter muy diferente si está causado
por la ira, el temor o el deseo sexual. Incluso el «estar fuera de

73
sí» típico de la ira asume una tonalidad diferente según el tipo
de ira de que se trate. Esto es obvio, ya que la cualidad y natu-
raleza de la condición «apasionada» depende de si la ira está
causada por el orgullo o por la concupiscencia, o si se trata de
una ira «justa», es decir, de la ira causada por un mal moral.
Del mismo modo, el «estar fuera de sí» tiene un carácter
completamente diferente en el caso de un hombre que experi-
menta dolores físicos insoportables, que se está muriendo de
hambre o de sed, o en el caso de un drogadicto. Y más lejos
aún de todas estas formas de «estar fuera de sí» es la
situación del hombre que, a causa de una tristeza profunda,
sufre un ataque de desesperación y se arranca los cabellos o
se da de cabezazos contra la pared.
Sin embargo, al hablar de las pasiones, no nos referimos
únicamente a la situación de intensidad y violencia en la que
nuestra razón se ofusca y nuestra voluntad queda dominada
por un sentimiento intenso; nos referimos también a la escla-
vitud habitual ante ciertos deseos cuando, por ejemplo, a un
individuo le devora su ambición o su resentimiento o su avari-
cia. En estos casos, no nos referimos a una situación pasajera
de apasionamiento sino a un dominio habitual por parte de
ciertas tendencias. Encontramos en la naturaleza específica de
este dominio una analogía con el estado apasionado. Este
dominio tiene un carácter irracional y oscuro, como una especie
de avasallamiento habitual de nuestra libertad. Sin embargo
también difiere, en muchos aspectos, del estado apasionado
que hemos discutido previamente. El dominio que estamos
considerando aquí no implica un ofuscamiento de nuestra ra-
zón. El uso técnico de la razón -esto es, la capacidad de razo-
nar y calcular de modo claro- no se paraliza de ningún modo. El
hombre devorado por la ambición o por el deseo de poder -por
ejemplo, un Ricardo III según Shakespeare- tiene una re-
74
finada capacidad para calcular con frialdad todos los medios
necesarios para la realización de sus ambiciosos planes crimi-
nales. Posee incluso una gran capacidad técnica de autocon-
trol. No se trata por tanto de un ofuscamiento de la razón como
cuando uno hace cosas sin darse cuenta claramente de lo que
hace. Y tampoco su libertad está destronada o sojuzgada como
en el caso del hombre al que la rabia hace «perder la cabeza».
Su responsabilidad no está disminuida de ningún modo; él
planea de modo claro y premeditado sus decisiones y éstas
revelan el uso de su voluntad libre.
Pero, a pesar de todo esto, la razón y la voluntad también
están en este caso esclavizadas por la pasión habitual, sólo
que el dominio de la pasión sobre la razón y la voluntad libre se
manifiesta aquí en un sentido más profundo de esclavitud y en
un estrato más profundo de la persona. La razón se ha
convertido en la sierva de la pasión; su función es absorbida
por la búsqueda eficiente y «razonable» de los fines propuestos
por la pasión. El fin último y verdadero de la razón, que
consiste en reconocer la verdad y en determinar lo que de-
bemos hacer, lo que es moralmente recto, se frustra por el do-
minio de la pasión.
Del mismo modo, el sentido último de la voluntad libre,
conformarse a los valores moralmente relevantes y a su llama-
da, se paraliza. La libertad ontológica de la voluntad, por su-
puesto, ni se frustra ni disminuye, de modo que la responsabi-
lidad subsiste. El uso técnico de la libertad en las decisiones
concretas está también completamente presente: el hombre
devorado por la pasión puede, como hemos dicho antes, pre-
meditar y ordenar conscientemente sus acciones con su volun-
tad. Pero su libertad moral queda frustrada. El verdadero uso
de su libertad, el «sí» a la llamada encerrada en los bienes mo-
ralmente relevantes y el «no» a los males moralmente relevan-
75
tes, el «sí» a la llamada de Dios y el «no» a la tentación del or-
gullo y de la concupiscencia queda silenciado por la esclavitud
impuesta por las pasiones.
El examen del estado apasionado nos ha mostrado ya que
sólo determinados sentimientos, al alcanzar un alto grado de
intensidad, conducen a la forma inferior de «estar fuera de sí».
Hemos visto además que, incluso en el nivel de los sentimientos
que pueden degenerar en la condición apasionada, la naturaleza
específica de los mismos tiene una influencia determinante sobre el
«estar fuera de sí». Igualmente, al examinar la esclavitud habitual
de la persona, hemos visto que sólo ciertos deseos, tendencias o
sentimientos son capaces de producirla.
El sentido más auténtico de pasión se refiere, de todos
modos, a sentimientos como la ambición, codicia, lascivia,
avaricia, odio o envidia, que tienen un carácter oscuro, violento
y antirracional, incluso aunque no alcancen el estado apa-
sionado o no hayan logrado todavía un dominio habitual sobre
la persona. Merecen el nombre de pasiones independiente-
mente de su intensidad. De todos modos, cuando alcanzan un
alto grado de intensidad o absorben a una persona, asumen el
rasgo más típico del estado apasionado o de la esclavitud habi-
tual de la persona. Pero lo que importa aquí es entender que
no sólo tienden a desplegar este dinamismo perverso, sino que
presentan en su misma naturaleza una enemistad intrínseca
con la razón y con la libertad moral. Al mismo tiempo, debemos
decir que, mientras que sólo las manifestaciones de orgullo y
de concupiscencia pueden tener este carácter oscuro y
violentamente antirracional, no toda manifestación de orgullo

y concupiscencia constituye ya una pasión. Existe una


intrínseca incompatibilidad entre el orgullo y la concupiscencia
por un lado y un centro respetuoso que responde al valor por

76
otro. Pero las pasiones en sentido estricto implican no sólo una
antítesis al centro libre que responde al valor sino que poseen
también el carácter de un dinamismo salvaje y antirracional de
una profundidad abismal (para un tratamiento completo de esta
distinción ver nuestra obra Christian Ethics).
En resumen, podemos decir que hay cuatro tipos de ex-
periencias afectivas que tienen un dinamismo antirracional,
cada una a su modo y que por lo tanto se pueden denominar
pasiones en un sentido amplio. En primer lugar, tenemos las
pasiones en el sentido más estricto del término como la ambi-
ción, el deseo de poder, la codicia, la avaricia o la lascivia; to-
das ellas tienen un carácter oscuro y antirracional.
En segundo lugar, están las actitudes que poseen un carácter
explosivo como la ira. No estamos pensando en este momento en la
ira causada por ambición, venganza, odio o codicia, ya que la ira
que surge de estas pasiones no constituye un nuevo tipo.
Pensamos más bien en la ira motivada por un daño objetivo infligido
a un hombre y que nos parece «razonable». Pensamos en la ira
que responde al mal moral objetivo, por ejemplo, la ira que surge en
nosotros cuando somos testigos de una injusticia. Aunque esta ira
qua ira posee un carácter explosivo, incontrolable e impredecible,
no tiene el carácter oscuro, antirracional y demoníaco típico de la ira
causada por la ambición o por la codicia. Podríamos compararla
más bien con un rifle cargado. Esta condición explosiva e incontro-
lable es la que da a la ira, en cuanto tal, el carácter de pasión.
En tercer lugar, hay impulsos que son pasiones a causa

del dinamismo con el que esclavizan a la persona.


Estamos pensando en el borracho, el drogadicto o el jugador.
Estos impulsos son como una camisa de fuerza o los
tentáculos de un pulpo; tampoco tienen la nota demoníaca y

77
oscura de las pasiones en sentido estricto sino un
espeluznante dinamismo irracional e ininteligible.
En cuarto lugar están las respuestas afectivas que a pe-
sar de tratarse de respuestas al valor, pueden escapar a nues-
tro control. Éste es el tipo específico del amor entre el hombre y
la mujer, por ejemplo, el amor de Chevalier des Grieux por
Manon o el de don José por Carmen. Cuando este tipo de amor
alcanza una gran intensidad se convierte en un flujo tumultuoso
que echa por tierra todos los bastiones morales y arrastra a la
persona. En estos casos, también el amor asume el carácter de
pasión al «encadenar» al amado. Hay que subrayar, de todos
modos, que los responsables de esta degeneración son tanto
el nivel moral de la persona como el hecho de que este amor
contiene elementos que le son ajenos. Mientras que los tres
tipos anteriores de pasión llevan el veneno en sí mismos, en el
cuarto, la causa de que este tipo de amor pueda ejercer una
tiranía peligrosa depende sólo de elementos ajenos.
Esta breve ojeada a las experiencias afectivas que, de di-
versos modos, se pueden llamar pasiones20 debería bastar en
este contexto. La cuestión realmente importante es la diferen-
cia radical entre las pasiones y las experiencias afectivas moti-
vadas por bienes dotados de valores. Resulta imprescindible
aclarar del todo esta diferencia decisiva si queremos levantar

el destierro indiscriminado que se ha dictado contra toda


la esfera afectiva y contra el corazón. Mientras los patrones de
toda la esfera de la afectividad sigan siendo las pasiones,
mientras se siga considerando cualquier respuesta afectiva a la
luz de la pasión, estamos condenados a malinterpretar la parte
más importante y auténtica de nuestra afectividad. Cada
20
Nuestra investigación de la esfera afectiva no requiere que enumeremos todos los tipos importantes de
experiencias afectivas. Esperamos poder hacerlo en otro trabajo.

78
respuesta al valor (al igual que todo ser afectado por el valor)
difiere radicalmente de las pasiones. ¿No existe un abismo
infranqueable entre una pasión y las lágrimas que suscitan las
palabras de Santa María Goretti al perdonar a su asesino? Y
tampoco es difícil darse cuenta de que los rasgos que
caracterizan a la pasión no se encuentran en experiencias
afectivas como la alegría por el amor de otra persona, sentirse
herido por su odio o en cualquier otra respuesta al valor, se
trate de amor, esperanza, veneración, entusiasmo o alegría.
Hay que decir, de todos modos, que a pesar de la dife-
rencia radical entre la respuesta a un valor (como el amor, la
admiración o el entusiasmo) y los diferentes tipos de pasión,
encontramos en la naturaleza del hombre caído la posibilidad
de una transición repentina de las respuestas al valor a deter-
minadas pasiones o, en cualquier caso, a determinados senti-
mientos irracionales. Éste es uno de los trágicos misterios de la
naturaleza del hombre caído: el hecho de que hasta las res-
puestas afectivas más nobles y espirituales pueden suscitar re-
pentinamente actitudes de una naturaleza completamente di-
ferente. La admiración y el entusiasmo pueden conducir a una
explosión de ira en aquellas situaciones en las que o bien no se
aprecia el objeto admirado o encuentra alguna oposición. El
afán de justicia puede degenerar de pronto en fanatismo y las
llamaradas de los celos pueden surgir en un amante, como en
el caso de Ótelo. De todos modos, la posibilidad de esta
misteriosa transición no anula de ningún modo la esencial
diferencia entre las respuestas al valor y las pasiones en el
sentido estricto del término.
Esta posibilidad de una transición repentina puede ex-
plicar en parte el recelo con el que se mira tradicionalmente la
esfera afectiva. Se teme cualquier intensidad afectiva, aunque
sea noble, porque constituye una aventura. Más adelante,
79
cuando consideremos la transformación de nuestro corazón por
Cristo, veremos que, incluso los dinamismos más nobles, sólo
en Cristo y a través de Cristo quedan protegidos del peligro de
desviación.
Sería un grave error, sin embargo, creer que este peligro
de una transición o perversión repentina de algo noble está
confinado al área afectiva. No hay nada en el hombre que no
se pueda pervertir. ¿No existen peligros análogos en el ámbito
de la inteligencia? En este campo existe no sólo la posibilidad
del error, sino la del orgullo intelectual y la del racionalismo,
esa impertinencia del intelecto que no admite que existan rea-
lidades que no pueda penetrar. «Seréis como dioses, conoce-
dores del bien y del mal» (Gn 3, 5). ¿No es el pensamiento es-
peculativo una aventura arriesgada? La historia de la filosofía
parece probarlo de modo bastante claro.
Si queremos evitar el riesgo tendríamos que dejar de vivir,
porque vivir significa arriesgarse. El simple hecho de que Dios
nos haya dado la libertad implica el mayor de los riesgos. ¡Si
quisiéramos evitar todos los riesgos tendríamos que esfor-
zarnos por alcanzar un estado en el que nuestra vida se detu-
viera!
Pero volvamos a nuestra breve discusión de la diferencia
esencial entre la experiencias afectivas motivadas por
valores por un lado y las pasiones por el otro, una diferencia
que, como ya hemos mencionado, no queda afectada de
ningún modo por la posibilidad de una transición repentina de
un tipo de experiencia al otro.
Queremos subrayar ahora especialmente la espiritualidad
de las experiencias afectivas motivadas por los valores. Esta
espiritualidad distingue a estas experiencias afectivas no sólo
de las pasiones en sentido estricto, sino también de los estados
no-intencionales y de los deseos e impulsos. Las distingue
80
también de un tipo de experiencia que, aun siendo intencional,
no está generado por bienes que poseen un valor.
La espiritualidad de una respuesta afectiva no queda ga-
rantizada por una «intencionalidad» formal; requiere además la
trascendencia característica de una respuesta al valor. En la
respuesta al valor, lo único que genera nuestra respuesta y
nuestro interés es la intrínseca importancia del bien; nos con-
formamos al valor, a lo que es importante en sí mismo. Nuestra
respuesta es tan trascendente -es decir, tan libre de necesi-
dades y apetitos puramente subjetivos y de un movimiento
meramente entelequial como lo es nuestro conocimiento
cuando capta la verdad y se somete a ella. Es más, la trascen-
dencia propia de la respuesta al valor es mayor incluso que la
del conocimiento. El hecho de que nuestro corazón se confor-
me al valor, que lo que es importante en sí mismo sea capaz
de movernos, produce una unión con el objeto mayor que la del
conocimiento. Y es que en el amor, la unión que establece toda
la persona con el objeto es mayor que en el conocimiento. De
todos modos, no debemos olvidar que el tipo de unión caracte-
rístico del conocimiento se encuentra necesariamente incor-
porado en el amor. Las respuestas afectivas espirituales
incluyen siempre una cooperación del intelecto con el corazón.
El intelecto coopera en la medida en que se trata de un acto
cognitivo en el que captamos el objeto de nuestra alegría,
pena, admiración o amor. Y también es un acto cognitivo aquél
en el que captamos el valor del objeto.
Una vez concedido que la respuesta afectiva al valor pre-
supone la cooperación del intelecto, hay que añadir que tam-
bién se requiere la cooperación del libre centro espiritual 21. La
21
Las respuestas motivadas por valores moralmente relevantes exigen una sanción en el sentido estricto
del término. Pero todas las respuestas a valores exigen una sanción en un sentido más amplio (cfr
Graven Images, cap. 11).

81
respuesta afectiva al valor constituye por tanto la antítesis más
radical a cualquier desarrollo meramente inmanente de nuestra
naturaleza como el que se despliega en todos nuestros
impulsos y apetitos. Y junto a esta trascendencia se da una ex-
traordinaria inteligibilidad. La relación causal entre la quema-
dura y el dolor se debe aprender de modo experimental: al mi-
rar el fuego no podemos intuir que nos hará daño si nos
acercamos; y tampoco podemos saber sin un conocimiento ex-
perimental que mucho vino puede emborracharnos. Pero esto
no es lo que sucede en la conexión que se establece entre la
respuesta afectiva al valor y el objeto que la motiva. No necesi-
tamos observar experimentalmente el hecho que alguien se
llene de entusiasmo al ver un paisaje precioso o al escuchar el
relato de una acción noble; la relación interna y significativa
entre el valor estético o moral y la respuesta de entusiasmo se
puede intuir inmediatamente tan pronto como nos concentra-
mos en la naturaleza del valor y de esta respuesta.

Esta espiritualidad de la respuesta afectiva al valor au-


menta con el grado del valor del bien al que se responde. La
cima de la espiritualidad se alcanza en la alegría santa (por
ejemplo, la alegría experimentada por San Simeón cuando
sostenía al Niño Jesús entre sus brazos). En el amor o la ale-
gría santa se añade una espiritualidad cualitativa a la espiri-
tualidad formal propia de todas las respuestas al valor. Pero
aunque exista una amplia escala de espiritualidad entre las
respuestas al valor, todas ellas son decididamente espirituales.
Pero no sólo las respuestas al valor poseen esta espiri-
tualidad formal; también la comparte nuestro «ser afectado»
por cualquier bien que tiene un valor: por ejemplo, cuando nos
conmovemos ante un acto de generosidad o de humildad, o
cuando experimentamos que una profunda paz inunda nuestra
82
alma mientras consideramos las palabras de nuestro Señor.
Aquí aparecen los mismos rasgos de espiritualidad que en las
respuestas al valor: la trascendencia, al ser elevados por altos
valores a través de la cooperación del conocimiento y la
sanción de nuestro centro libre.
No podemos concluir nuestra investigación de la esfera
afectiva sin mencionar un representante típico de esta esfera,
al que podríamos denominar sentimientos poéticos.
Theodor Haecker compara el reino de los sentimientos
con el mar; y los sentimientos, ciertamente, se parecen al mar
en su inagotable diferenciación y en sus fluctuaciones, espe-
cialmente en el reino de lo psíquico y sin llegar a los senti-
mientos espirituales.
Hemos considerado ya los sentimientos no-intencionales
como el mal humor, la depresión o la irritación, que tienen el
carácter de un estado psíquico y que pueden ser causados
por procesos corporales o por causas psíquicas. Pero estos
sentimientos no agotan el reino de lo psíquico y de los senti-
mientos formalmente no-intencionales. Existe una inmensa
variedad de sentimientos que juegan un papel importante en la
poesía como la dulce melancolía, la suave tristeza o los vagos
anhelos. También existe el sentimiento de una expectación
indefinida pero feliz, toda clase de presentimientos y el senti-
miento de vivir la vida en plenitud. Existe también el senti-
miento de ansiedad, inquietud o angustia del corazón y otros
muchos.
Una característica de este variado surtido de sentimientos
es que no son formalmente intencionales. No responden a un
objeto ni son una palabra interna dirigida al mismo. De todos
modos, tienen una relación interna con el mundo objetivo y
están íntimamente vinculados con los sentimientos intencio-
nales, como su pared de resonancia. Tienen un contacto secre-
83
to y misterioso con el ritmo del universo, y a través de ellos el
alma humana se armoniza con ese ritmo.
Estos sentimientos son habitantes legítimos del corazón
del hombre. Son significativos y es injusto considerarlos como
algo poco serio o incluso despreciable o ridículo. Poseen una
función dada por Dios, forman una parte indispensable de la
vida del hombre in statu viae y reflejan los altos y bajos de la
existencia humana que es un rasgo característico de la situa-
ción metafísica del hombre sobre la tierra. A través de ellos se
pone de manifiesto la riqueza del corazón humano, poseen un
significado profundo y ofrecen una promesa de plenitud al co-
razón humano. Estos sentimientos no juegan un papel impor-
tante sólo en la poesía, sino que ellos mismos son, cuando son
genuinos y profundos, algo poético. Su unión significativa

aunque escondida con un mundo lleno de significado y de


valor -una conexión que elude una formulación racional y con-
creta- da a este ámbito un carácter análogo al que se puede
encontrar en la poesía.
Aunque formalmente no son intencionales, estos senti-
mientos pertenecen, por decirlo de algún modo, a la habitación
principal u hogar de las respuestas afectivas que, como hemos
visto, son específicamente intencionales. Pero aun así su rango
es inferior al de los sentimientos espirituales específicamente
intencionales.
Este breve repaso de la esfera afectiva puede bastar para
poner de manifiesto la enorme gama de tipos de experiencia
radicalmente diferentes que se pueden encontrar en esta área.
Hemos visto la riqueza interior y la plenitud de esta esfera y el
importante papel que juega en la vida humana, Pero hemos
visto sobre todo el carácter indudablemente espiritual del nivel
más alto de la afectividad.
84
El corazón, en el sentido más amplio del término, es el
centro de esta esfera. El papel determinante que desempeña
en la persona humana se nos revela más claramente después
de este breve análisis de la esfera afectiva. La afectividad (con
el corazón como su centro) juega un papel específico en la
constitución de la persona como un mundo misterioso y propio,
y está indisolublemente conectado con los movimientos más
existenciales de la persona y con el yo. Al contemplar el
sentido completamente nuevo que tiene la individualidad en la
persona si lo comparamos con un animal, una planta o una
substancia inanimada, resulta inevitable comprender el papel
específico y significativo que juega la afectividad.
Pero todavía debemos hacer otra distinción básica en el
reino de la afectividad. Además de los diversos niveles
que hemos examinado y de las diferencias estructurales que
conciernen al nivel ontológico de los sentimientos, la
«afectividad» puede tener diferentes significados. En el sentido
más amplio, la «afectividad» se refiere a toda la esfera de los
sentimientos y corresponde por lo tanto a la esfera que hemos
tratado en este análisis. En el sentido más estricto se refiere
sólo a un tipo particular de sentimientos que implica un ethos
específico. El estudio de esta afectividad en oposición a la
afectividad en sentido amplio constituirá nuestra tarea en el
capítulo siguiente.

85
86
Capítulo III: AFECTIVIDAD TIERNA

Después de la Primera Guerra Mundial, y como reacción


contra el ethos del siglo XIX, surgió una fuerte tendencia
antiafectiva. Esta actitud se manifestó especialmente en la
arquitectura y en la música bajo el nombre de Neue
Sachlichkeit (nueva objetividad) o “funcionalismo”. Se oponía
directamente a la arquitectura recargada de la época victoriana
pero desgraciadamente creyó que la verdadera antítesis a este
estilo “falso” y sobrecargado consistía en una insípida
satisfacción, meramente técnica, de las necesidades practicas.
En su oposición al siglo XIX, el funcionalismo invadió
también el campo de la música estigmatizado como “romántico”
o incluso como sentimental todo elemento afectivo. Recuerdo
haber oído a un famoso profesor de literatura alemana
proclamar que, comparado con los problemas políticos, el amor
era un argumento literario trivial.
Pero esta tendencia antiafectiva no se limitó al ámbito
artístico, sino que afectó también a la esfera de las devociones
religiosas. La reacción contra la devoción sentimentalista y
subjetiva era correcta (y lo podemos comprobar en muchas
imágenes devotas y cantos piadosos deleznables) pero
también aquí, desgraciadamente, no se buscó la solución en
una afectividad genuina sino en el rechazo de todo tipo de
afectivi-
dad.22 Cualquier mención al amor; al hecho de
“conmoverse” o a anhelar se consideraba un subjetivismo trivial
22
Al subrayar la existencia de esta tendencia en los años posteriores a la Primera guerra Mundial no
pretendemos decir que caracterice a toda la época.

87
que había que rechazar en nombre de una sólida sobriedad y
del espíritu de objetividad.
Esta tendencia permanece viva todavía y se manifiesta de
muchas maneras. Por ejemplo, la tendencia a acelerar el
tiempo musical, a reemplazar siempre que sea posible el legato
por el staccato, a interpretar la música llena de profunda y
gloriosa afectividad (como la de Beethoven o Mozart) de una
manera no afectiva y simplemente temperamental, son otros
tantos síntomas de la batalla en acto contra la afectividad en
sentido propio.
Resulta significativo que esta tendencia antiafectiva se
dirija sólo contra un determinado tipo de afectividad a la que
podríamos denominar como “tierna”. Los campeones del
funcionalismo y de la objetividad sobria no rehúyen el
dinamismo afectivo o lo que podemos llamar “afectividad
enérgica”23 o temperamental. No es el fuego de una ambición
devoradora o el dinamismo de la ira y de la furia lo que
desprecian como “subjetivo” o “romántico”. Este tipo oscuro y
dinámico de afectividad enérgica se acepta como algo simple y
genuino.
El tipo de afectividad al que se opone la “nueva
objetividad” o funcionalismo es la afectividad de carácter
específicamente

humano y personal. Una racionalidad fría y un


pragmatismo utilitarista se alzan contra lo que hemos llamado
“afectividad tierna”, y las manifestaciones de vigorosa vitalidad
como la vivacidad o el temperamento fuerte (o pasiones como
la ambición y la lasciva) no solo se toleran, sino que se aceptan
23
El autor utiliza los términos de afectividad tierna (tender) y enérgica (energized) en un sentido técnico
que irá precisando paulatinamente. Los términos españoles, en sí mismos no corresponden exactamente
a ese sentido (NT).

88
como elementos legítimos de la vida y del arte. No
pretendemos criticar aquí la utilización de estas pasiones por el
arte, en el que siempre desempeñan un papel legítimo e
importante. Lo que criticamos es el hecho de que la “afectividad
tierna” esté excluida del arte por los campeones de la “nueva
subjetividad”.
Nadie se atrevería a llamar “sentimentales” a sentimientos
como la ambición, el deseo de poder, la codicia o la lascivia.
Por muy censurables que se consideren estos sentimientos
desde un punto de vista moral, como son los proclives al
sentimentalismo, se consideran algo grande, poderoso y viril.
Esa es la actitud de los anti-afectivos que ven estos
sentimientos como algo estéticamente impresionante y no
como algo ridículo y desagraciado.
Lo mismo pude decirse de todas las experiencias
afectivas localizadas en la esfera vital. Una vez más, no hay
ningún peligro de “oler” algo de sentimentalismo en el placer
que se experimenta al nadar, montar a caballo o bailar.
La gente que está siempre al acecho de manifestaciones
de sentimentalismo y emotividad, dirige sus sospechas contra
el reino más específico de la afectividad, la voz del corazón. Y
aunque su lucha contra el sentimentalismo es legítima, estas
personas, desgraciadamente, condenan a toda esfera de la
afectividad tierna por ser subjetiva, blanda y ridícula.
La afectividad tierna se manifiesta en e amor en todas sus
formas: amor paternal y filial, amistad, amor fraterno,
conyugal y amor del prójimo. Se muestra al
«conmoverse», en el entusiasmo, en la tristeza profunda y
auténtica, en la gratitud, en las lágrimas de grata alegría o en la
contrición. Es el tipo de afectividad que incluye la capacidad
para una noble rendición y en la que está implicado el corazón.

89
El Ricardo III de Shakespeare o Yago pueden experi-
mentar el tipo de afectividad meramente dinámico e «inhuma-
no», pero no saben nada de la afectividad en sentido propio.
En el amor de José hacia Carmen, en la ópera de Bizet, encon-
tramos elementos de la afectividad tierna a pesar de la presen-
cia de elementos pasionales, pero en Carmen sólo encontra-
mos una afectividad enérgica y sin corazón. Si comparamos el
ethos del aria de don Ottavio con el treibt der Champagner de
la ópera de Mozart, encontramos en el primero la afectividad
específica y en el segundo la afectividad meramente tempera-
mental y sin corazón.
La distinción entre estos dos tipos de afectividad es de la
mayor importancia puesto que difieren de tal modo que una
noción de afectividad que abrazara ambas constituiría forzo-
samente un equívoco. El ethos es radicalmente diferente en
cada caso.
Al distinguir entre estos dos tipos de afectividad no nos
estamos refiriendo a una distinción moral y ni siquiera a una
diferencia de valor ya que en ambos reinos de la afectividad
existen actitudes legítimas, deformaciones y aberraciones mo-
rales. La afectividad enérgica propia del reino de la vitalidad
está muy lejos de encarnar un valor negativo. Es evidente que
el placer que se experimenta en los deportes o en una vitalidad
sobreabundante es, en sí mismo, algo bueno. La diversión que
se experimenta en una relación social entretenida es en sí mis
ma algo positivo. Y lo mismo se puede decir de otros tipos
de afectividad enérgica aparte de las pasiones en sentido
estricto. La satisfacción al mostrar los dones y talentos
personales es ciertamente algo positivo. Por otra parte, en el
ámbito de la afectividad tierna existe la posibilidad de una
perversión como el sentimentalismo que no existe en el área de
la afectividad enérgica. Esta diferencia entre las dos
90
afectividades es decisiva y determina dos ámbitos diferentes de
afectividad. En ambos encontramos diferencias de nivel
aunque, ciertamente, los niveles más elevados sólo se pueden
encontrar en la afectividad tierna que lo sea realmente.
Existe una cierta dimensión del sentimiento que implica la
tematicidad del corazón y que sólo se actualiza en la afecti-
vidad tomada en sentido propio. Aunque todos los tipos de
amor incluyen esta afectividad hay enormes diferencias de
grado según la naturaleza del amante y de su amor. En Tristán
e Isolda de Wagner encontramos un máximo de afectividad.
También encontramos el mayor grado de afectividad tierna
(aunque de cualidad diferente) en el amor de Leonor por
Floristán en el Fidelio de Beethoven y en el dueto amoroso
Namenlose Freude. Lo mismo sucede en el Cantar de los
Cantares. Las palabras «reanimadme con manzanas porque
desfallezco de amor» constituyen la auténtica expresión de
esta afectividad. Comparémosla con la afectividad meramente
enérgica de Carmen que se expresa tan adecuadamente en su
canción: «L'amour est enfant de Bohéme» (el amor es un ave
errática). Cuanto más desea permanecer el amante en su
amor, cuanto más aspira a la experiencia de la plena
profundidad de su amor, cuanto más desea recogerse y
permitir a su amor que se desarrolle en un profundo ritmo
contemplativo, cuanto más
desea la interpenetración de su alma con el alma de su
amado -un anhelo expresado en las palabras cor ad cor
loquitur (el corazón habla al corazón)- más poseerá esta
verdadera afectividad. Pero en la medida en que su amor tiene
un carácter meramente dinámico y rehuye un desarrollo
plenamente contemplativo, posee sólo una afectividad
energética o temperamental.

91
Algunas personas son incapaces de mostrar sus
sentimientos o les avergüenza hacerlo, por lo que los esconden
bajo una aparente indiferencia. Lo que buscan esconder es la
afectividad tierna. No procuran esconder su ira o su rabia, su
irritación o su mal humor; no se avergüenzan de mostrar anti-
patía, desprecio, excitación en sus negocios o diversión ante
algo cómico. Algunas veces, incluso llegan a mostrar su rabia e
irritación sin ningún rubor. No estamos pensando evidente-
mente en el tipo estoico cuyo ideal es la ataraxia (indiferencia)
y que suprimiría cualquier manifestación de afectividad tanto
tierna como enérgica. Estamos pensando más bien en ese tipo
familiar de persona que se avergüenza de admitir que algo le
conmueve, de expresar su amor o de revelar su arrepentimien-
to. De todos modos, mientras que algunas personas son inca-
paces de mostrar sus sentimientos o se avergüenzan de hacer-
lo, existen otras que en ocasiones los esconden, pero no por
estas razones sino a causa de la verdadera naturaleza de la
afectividad. Pertenece, en efecto, a la naturaleza de la
verdadera afectividad que algunos sentimientos profundos sólo
se comprendan en un ambiente de intimidad. Pero la razón que
está en juego aquí es la opuesta a la de la persona antiafectiva.
En este caso, se esconden los sentimientos profundos porque
no se desea profanarlos, porque son demasiado íntimos. Su
valor, su carácter íntimo y su profundidad exigen que no
se muestren delante de espectadores. En el otro caso, por el
contrario, la persona se avergüenza de tener estos
sentimientos, se desea esconderlos porque se les considera
embarazosos.
Ciertamente, la afectividad tierna también puede desple-
gar un gran dinamismo. Pero este dinamismo difiere comple-
tamente del dinamismo meramente energético, ya que es el re-
sultado del ardor o de la plenitud interior. En cada una de sus
92
fases es la voz del corazón; nunca pierde su intrínseca dulzura
y ternura, y despliega simultáneamente su poder irresistible y
glorioso. Comparado con el dinamismo de la afectividad ver-
dadera, cualquier dinamismo meramente enérgico presenta el
carácter de una mera llamarada.
Es verdad, de todos modos, como ya hemos dicho, que
esta elevada afectividad se puede pervertir. El sentimentalismo
y un egocentrismo mezquino y fofo sólo se pueden dar en este
tipo de afectividad; una afectividad meramente temperamental
o la esfera de las pasiones no conducen a este tipo específico
de desviación. Pero ver la afectividad tierna a la luz de su
posible perversión no constituye sólo un imperdonable error
intelectual sino la expresión de un ethos antipersonal peligroso.
Se trata de una perspectiva que se encuentra fácilmente en la
historia de la humanidad, por ejemplo, en la lucha contra la
religión, la Iglesia o el «espíritu». Aunque estas luchas se
dirigen en principio contra algunos abusos, de hecho, no se
trata de meras reacciones contra estos abusos sino de
manifestaciones de una perversa rebelión contra valores eleva-
dos. Y esto sigue siendo verdad incluso si los líderes de tales
luchas creen que están reaccionando simplemente contra un
abuso.
Considerar toda la afectividad tierna a la luz de su posible
perversión es, en realidad, una manifestación de cierto an-
tipersonalismo para el que todo lo personal es necesariamente
«subjetivo» en el sentido peyorativo de este término. Para es-
tos antipersonalistas, la mera noción de persona conlleva el
carácter de una subjetividad negativa, egocéntrica y separada
de lo que es «objetivo» y válido. Según ellos, cuanto más per-
sonal, consciente y comprometido con un ethos personal,
cuánto más afectivo es algo, más limitado e insubstancial re-
sulta. Y contra el reino de lo personal alzan las fuerzas de los
93
instintos o de los asuntos económicos y políticos porque se re-
fieren a comunidades en vez de a la persona individual.
Cometeríamos un gran error, de todos modos, si pensá-
ramos que la oposición a la afectividad tierna se limita al
«funcionalismo» o consiste exclusivamente en una reacción
contra el ethos específico del siglo XIX. Es una mentalidad que
se puede encontrar en individuos de cualquier época y que se
pone de manifiesto en una gran variedad de campos y tenden-
cias culturales.
El antipersonalismo que encierra la tendencia antiafectiva
se manifiesta también en una antipatía contra la «conciencia»
(consciousness). Y no estamos pensando en la lucha contra la
conciencia que prevalece entre los seguidores del ídolo de la
vitalidad biológica. Los seguidores de este ídolo consideran
que las tendencias biológicas como los instintos son algo más
«orgánico» y genuino que cualquier acto espiritual consciente,
se trate de un acto de voluntad, conocimiento o cualquier tipo
de respuesta afectiva. La frase de Ludwig Klages, «el espíritu
es la calle muerta de la vida» resulta característica de esta
mentalidad. Pensamos más bien en aquellos

que afirman que cualquier alegría o amor que se vive y


experimenta de modo pleno y consciente está contaminado por
la introversión y la falta de autenticidad. Hemos tratado este
error en otro trabajo (Transformation in Christ).
La verdadera conciencia no implica ningún tipo de in-
troversión sino más bien una experiencia más plena y despier-
ta. Cuanto más consciente es una alegría, tanto más se ve y se
comprende su objeto en su significado pleno; más despierta y
manifiesta es la respuesta y mayor es la alegría vivida. La afec-
tividad tierna reclama este tipo de conciencia de un modo es-
pecial. La afectividad meramente energética, por su parte, no la
94
requiere. El veneno antipersonalista de las tendencias anti-
afectivas se manifiesta también en una antipatía a la conciencia
que refleja una rebelión contra la «autoposesión», contra el
estar «despierto» y contra la «subjetividad» en el sentido de
Kierkegaard. Y es que cuanto menos consciente es una res-
puesta afectiva, menos se despliega su verdadero carácter
afectivo y menos «afectivamente» se experimenta.
Uno de los puntos más importantes en el estudio del pa-
pel del corazón y de la esfera de la afectividad tierna consiste
en exponer el error de considerarles meramente «subjetivos» o
en construir una oposición entre «objetividad» y «afectividad».
La verdadera afectividad implica, como hemos apuntado
en diversas obras, que una actitud se adecúa a la verdadera
naturaleza, tema y valor del objeto al que se refiere. Un acto de
conocimiento es objetivo cuando capta la verdadera naturaleza
del objeto. En este caso, objetividad equivale a adecuación,
validez y verdad. Igualmente, un juicio es objetivo cuando está
determinado por la materia o tema en cuestión y no

por prejuicios. Y una respuesta afectiva es objetiva


cuando corresponde al valor del objeto.
El hombre verdaderamente afectivo responde al bien que
es la fuente y la base de su experiencia afectiva. Al amar busca
al amado; en la felicidad dirige sus pensamientos a la razón por
la que es feliz; al entusiasmarse se centra en el valor del bien
al que se dirige su entusiasmo. La verdadera experiencia
afectiva implica el convencimiento de su valor objetivo. Una
experiencia afectiva que no está justificada por la realidad no
resulta válida para el verdadero hombre afectivo. Tan pronto
como el hombre se da cuenta de que su alegría, su felicidad,
su entusiasmo o su dolor se basa sólo en una ilusión, la
experiencia se desvanece. Por tanto, la pregunta fundamental
95
no es: « ¿Me siento feliz?» sino: « ¿La situación objetiva es tal
que resulta razonable ser feliz?».
El hombre verdaderamente afectivo, el hombre con un
corazón alerta es, precisamente, quien se da cuenta de que lo
que importa es la situación objetiva, es decir, si hay motivos
para alegrarse o sentirse feliz. Precisamente cuando se toma
en serio la situación objetiva, cuando se busca conocer si la si-
tuación objetiva reclama felicidad, alegría o dolor es cuando
tienen lugar las experiencias afectivas sobreabundantemente
espirituales.
Por el contrario, al «subjetivista» (en el sentido negativo
de la palabra) sólo le preocupan sus propios sentimientos y re-
acciones. No le interesa la situación objetiva en cuanto tal ni su
petición de respuesta. Un hombre de estas características,
evidentemente, nunca será capaz de desarrollar una afectivi-
dad profunda, honda y genuina.
Aunque hay sin lugar a dudas, como ya hemos visto,
subjetivismo en sentido negativo, sigue siendo verdad que
uno debería desear una respuesta afectiva plena de acuerdo
con la situación objetiva. La capacidad para responder de este
modo es un don que, además, se experimenta como una
bendición, como ocurre, por ejemplo, cuando experimentamos
de modo pleno la felicidad o el amor. Por lo tanto, la
experiencia subjetiva es un tema legítimo, pero un tema que
nunca se puede disociar del objeto que constituye su auténtica
razón de ser sin desvirtuar su carácter genuino.
Es propio de la verdadera naturaleza de las experiencias
afectivas que una profunda alegría o amor, aunque cada una
posee un tema propio, está penetrada por la conciencia de que
nuestra alegría o nuestro amor está objetivamente justificado y
es objetivamente válido. Es, por tanto, un error deplorable ver
la esfera espiritual y afectiva a la luz del subjetivismo, o creer
96
que el comportamiento frío y «razonable» o el tipo de
afectividad meramente enérgica, en el que el corazón juega un
papel menor, es más objetiva. Sucede más bien lo contrario, el
«tullido» afectivamente hablando, al igual que el hombre que
carece completamente de una verdadera afectividad, nunca es,
en el fondo, verdaderamente objetivo. Al no responder con su
corazón a la situación objetiva en aquellos casos en los que
están en juego valores que requieren una respuesta afectiva,
no es en absoluto objetivo.
Ya es hora de liberarnos de la desastrosa equiparación
entre objetividad y neutralidad. Debemos liberarnos de la ilu-
sión de que la objetividad implica una actitud de mera obser-
vación e indagación. No. La objetividad sólo se puede encon-
trar en aquella actitud que responde adecuadamente al objeto,
a su sentido y a su atmósfera. Permanecer neutral o no com-
prometerse cuando el objeto y su valor solicitan una
respuesta afectiva o la intervención de nuestra voluntad supone
adoptar una posición particularmente no-objetiva. Cualquier
tendencia antiafectiva, por lo tanto, es en realidad un
subjetivismo patente porque su respuesta al mundo es
incorrecta ya que es incapaz de adecuarse a las verdaderas
características y significado del mundo, a la belleza y
profundidad del mundo creado y a sus misterios naturales. Es
subjetivista, sobre todo, al no conformarse a la existencia de
Dios que es infinita santidad, belleza y bondad.
Se debe subrayar que la afectividad que requiere la ver-
dadera naturaleza del mundo es la afectividad tierna y no la
afectividad enérgica. Las pasiones, en el sentido en que em-
pleamos este término, siempre son subjetivas. Y para el resto
de tendencias y sentimientos de la esfera temperamental como
el placer que se experimenta al hacer deporte, la cuestión de la
objetividad ni siquiera se plantea. El mundo requiere la
97
afectividad tierna del amor verdadero, de las lágrimas de
alegría y gratitud, de sufrimiento, esperanza o «conmoción».
Requiere, en una palabra, la voz del corazón.
La distinción entre los dos tipos de afectividad nos permite
«descubrir» que la naturaleza más íntima del corazón es la de
centro y órgano de la afectividad tierna. El estudio de esta
última nos ha mostrado que la noción del corazón como centro
de toda la afectividad, tal como lo definimos en el capítulo II, es
todavía demasiado amplia. Debemos sustituirlo por una noción
más restringida y auténtica, la del corazón como centro de la
afectividad tierna.

Capítulo IV: LA HIPERTROFIA DELL CORAZÓN

A menudo oímos en los sermones que no importa lo que


sentimos. Al hablar de contrición o del amor de Dios y del amor
del prójimo, un predicador diría: «No necesitáis sentir contrición
o amor, porque la verdadera contrición y el verdadero amor de
Dios y del prójimo son actos de la voluntad». Y en este
contexto, se puede incluso oír hablar del corazón, de su voz y
de todas las respuestas afectivas como de algo poco
importante e incluso despreciable. Se ha hecho común afirmar:
«los sentimientos no importan, y el amor y la contrición no se
deberían interpretar de modo sentimental». Se clasifica a los
sentimientos y al corazón como «sentimentales» y se les

98
excluye por lo tanto de la parte más seria e importante del alma
del hombre.
Este enfoque se puede comprender desde el punto de
vista psicológico ya que las actitudes afectivas, a diferencia de
los actos de la voluntad, no se pueden producir libremente. Una
característica de la esfera afectiva (que la distingue de la esfera
volitiva) es que no es directamente accesible a nuestro centro
espiritual libre. La alegría o la tristeza no se pueden engendrar
libremente del modo que engendramos un acto de voluntad o
una promesa y tampoco se pueden gobernar como
gobernamos los movimientos de nuestros brazos. Podemos in
fluir en la alegría o en la tristeza sólo de modo indirecto pre-
parándoles el terreno en nuestra alma o aprobando o desapro-
bando las respuestas afectivas que han surgido espontánea-
mente en nuestra alma (ver Christian Ethics, cap. 25).
Como el hombre está moralmente obligado a amar a Dios
y al prójimo y a arrepentirse de sus pecados, el predicador o el
director espiritual siente la tentación de negar la importancia de
las respuestas afectivas y reemplazarlas por un acto de
voluntad. Pero esto se hace por motivos pedagógicos. En
primer lugar, existe el comprensible deseo de facilitar el camino
a la conciencia de un penitente que podría preocuparse porque
no «siente» contrición o amor del prójimo. Y su conciencia
queda pacificada al asegurarle que si realiza un acto de
voluntad y condena sus pecados apartándose de ellos y
decidiéndose a no pecar más puede recibir el sacramento de la
penitencia, aunque no «sienta» dolor.
En segundo lugar, existe la necesidad de apartar al pe-
nitente de la idea de que está verdaderamente contrito cuando
se limita a sentir dolor por sus pecados, pero sin la firme inten-
ción de no pecar más en el futuro. Hemos mencionado ya el
tipo de contrición «no auténtico» y muchas de sus respuestas
99
afectivas. El deseo legítimo de prevenir a los fieles para que no
caigan en la trampa de la falsa contrición o del falso amor del
prójimo permite comprender que se subraye el papel de la vo-
luntad y se devalúe el del corazón.
Pero incluso cuando las respuestas afectivas parecen
genuinas el director espiritual puede recelar de la respuesta
afectiva -por ejemplo, el amor del prójimo o la contrición- hasta
que no haya sido suficientemente probada. Cuando alguno se
compadece al ver sufrir al prójimo, pero no le ayuda con la li-
mosna o de algún otro modo si la situación lo requiere,
consideramos que a esta compasión le falta sinceridad o que,
por lo menos, es poco seria y profunda. Pero, en realidad, esta
compasión no tiene por qué ser poco auténtica, aunque
ciertamente le falta seriedad y profundidad si no se manifiesta
en acciones tan pronto como la situación lo requiera. Es una
compasión auténtica, pero insuficiente. Y como reacción ante
esta insuficiencia, el director espiritual puede insistir en el
querer y el actuar hasta tal punto que acaba por negar la im-
portancia y el valor de la compasión en cuanto respuesta afec-
tiva «sentida».
Ahora bien, por muy comprensible que pueda ser el temor
de que un penitente considere su sentimiento de compasión
una respuesta suficiente y descuide la llamada moral a la
acción, sigue siendo verdad que la compasión se debe sentir
ya que un acto de compasión puede dar algo que no se puede
reemplazar por ninguna acción.
Si un hombre deseara ayudar a las personas que sufren
con todo tipo de acciones eficientes movido por un ideal kan-
tiano del deber, pero lo hiciera con un corazón frío e indiferente
y sin sentir la más pequeña compasión, estaría dejando fuera
de su acción sin ninguna duda un importante elemento moral y
humano. Puede incluso suceder que el don que se ofrece a
100
una persona que sufre a través de una compasión sincera y
verdadera y del calor del amor no se pueda reemplazar por
ninguna otra acción si está realizada sin amor. Esta compasión
y este amor, ciertamente, tienen que ser sinceros y estar tan
profundamente enraizados en la persona que contengan la
plena potencialidad de todas las acciones. Pero es fácil darse
cuenta cuan errónea resulta desacreditar el acto de com-
pasión sentida o de amor, y reemplazarlo por actos de la vo-
luntad, sólo porque en algunos casos la compasión o el amor
son insinceros o insuficientes. Ciertamente, la voluntad y las
acciones constituyen un test para la profundidad y la sinceridad
de las respuestas afectivas en todos los casos en los que se
requiere una acción. Pero esto no significa que una respuesta
afectiva de compasión sincera y genuina no tenga valor. Al
contrario, esta respuesta posee y da un valor tan propio que
nunca puede ser sustituido por acciones que no fluyan de estas
respuestas afectivas.
Sería ciertamente erróneo desacreditar la voluntad y las
acciones porque son imperfectas sin la contribución del cora-
zón, pero es igualmente incorrecto desacreditar las respuestas
afectivas en cuanto tales simplemente por la imperfección de
una respuesta afectiva a la que le falta potencialidad para ex-
presarse en acciones.
El recelo frente a la afectividad y los consejos que se
oponen al corazón por razones pedagógicas pueden tener
también otro origen: el hecho de que el corazón usurpa a me-
nudo el papel del intelecto o de la voluntad. En verdad, el inte-
lecto, la voluntad y el corazón deberían cooperar entre sí, pero
respetando el papel y el área específica de cada uno. El inte-
lecto o la voluntad no deberían intentar proporcionar lo que sólo
puede dar el corazón. Y éste no debería arrogarse el papel del
intelecto o de la voluntad. Cuando el corazón va más allá de su
101
dominio y usurpa papeles que no le competen, desacredita a la
afectividad y causa una general desconfianza sobre sí mismo
incluso en su terreno propio. Si, por ejemplo, un hombre que
quiere comprobar un hecho no consulta a su intelecto sino que
se limita a afirmar que su corazón le dice lo que ha
ocurrido, abre la puerta a todo tipo de ilusiones; ha obligado a
su corazón a realizar un servicio que nunca puede prestar y ha
permitido que su uso inadecuado sofoque al intelecto. Consi-
deremos también el caso de un hombre que quiere saber si
algo es moralmente reprobable. Si no consulta a su intelecto
sino que se fía completamente de su corazón puede o bien
«sentirse culpable» cuando en realidad no lo es (es el caso del
hombre escrupuloso) o se puede sentir puro y sin pecado rea-
lizando acciones incorrectas. En estos casos, en vez de permi-
tir a su intelecto que decida si una determinada acción es mo-
ralmente incorrecta, se remite a su mero sentimiento de
«sentirse culpable» o de «sentirse inocente», suponiendo que
esta experiencia afectiva sentimental es un criterio unívoco
para determinar un hecho objetivo. Pero semejante suposición
es claramente errónea.
Al afirmar esto no pretendemos contradecir la profunda
afirmación de Pascal: «El corazón tiene sus razones que la ra-
zón no conoce» (Le coeur a ses raisons que la raison ne
connait pas). Pascal entiende por corazón una forma especial
de conocimiento intuitivo que se opone al razonamiento
estrictamente lógico. Hay, en efecto, situaciones en las que
podemos decir: «siento que esto no es correcto», aunque
somos incapaces de demostrarlo lógicamente. Podemos
darnos cuenta, por ejemplo, de que hemos actuado con poco
tacto aunque no podamos razonar en qué ha consistido esa
falta.

102
Cuando afirmamos que el corazón no debería usurpar el
papel del intelecto, estamos pensando en otra noción de cora-
zón y nos referimos a situaciones completamente distintas.
Una vez fui testigo de un típico caso de apoyo ilegítimo en
los sentimientos. Estaba en Roma con un ruso converso.
Cuando le pregunté si había ido a Misa el domingo me
contestó: «No, hice algo mucho mejor. Visité la antigua basílica
de Santa Constanza y al entrar en esta iglesia, que se parece
al Grial, me sentí inmediatamente purificado». Para él no conta-
ban ni la inefable glorificación de Dios a través del Sacrificio de
Cristo, ni las gracias que se nos conceden al asistir a la santa
Misa, ni el mandamiento de la Iglesia de ir a Misa el domingo.
Un «sentimiento piadoso», el sentimiento de «purificación», era
más importante que estos tres hechos objetivos.
Otro modo de caer víctima de la ilusión es confundir el
entusiasmo por una virtud con la posesión de la virtud en
cuestión. Por ejemplo, un hombre puede experimentar un en-
tusiasmo intenso y auténtico por la virtud de la obediencia o de
la humildad y por este motivo, creerse obediente o humilde. Da
por supuesto que su entusiasmo por la obediencia es una
garantía de su capacidad para practicarla. Este engaño es
distinto del anterior, que es más primitivo y cuyo origen reside
principalmente en una experiencia afectiva ambigua, ya que
cuando un hombre confunde su «sentirse purificado» con una
purificación real, su sentimiento de purificación es de dudosa
autenticidad. En este caso, sin embargo, el entusiasmo puede
ser auténtico hasta el punto de constituir el estado previo que
puede conducir a la obediencia real, la base para la adquisición
de la virtud. El engaño consiste en interpretar la intensidad del
entusiasmo como una señal de que se posee la virtud que nos
entusiasma. Como falta sobriedad espiritual no se logra
distinguir dos estratos de la personalidad real: el entusiasmo
103
por una actitud o virtud y la posesión real de esta virtud. Aun
concediendo que este entusiasmo sea una realidad válida por
derecho propio, en cuanto se confunde con la posesión
real de la virtud se cae presa de una peligrosa ilusión. En
último análisis, el culpable del engaño es el intelecto, pero el
corazón está implicado de tal manera que el intelecto se
muestra vacilante en materias que realmente le conciernen y
permite a la afectividad del corazón confundir el problema real.
Un hombre cegado por este engaño respondería así a quien
expresara dudas acerca de su real capacidad de obedecer:
«No, no. Estoy seguro de que puedo obedecer a un superior
sin dificultad porque siento claramente que soy obediente».
Digamos una vez más que la posibilidad de este engaño
no desacredita de ningún modo al entusiasmo o a cualquier
otra respuesta afectiva, del mismo modo que la voluntad no se
desacredita por el hecho de que algunas veces se confunda la
voluntad de ser entusiasta con el verdadero entusiasmo. Una
cierta analogía con este engaño se encuentra en la tendencia
general de la naturaleza humana a alimentar la ilusión de que
lo que se experimenta de manera convincente en nuestra alma
no puede cambiar y que se revelará capaz de superar cualquier
prueba. Pero esta ilusión no está restringida a la esfera
afectiva, es un peligro general que puede darse en cualquier
lugar. Esta posibilidad, sin embargo, no implica la más pequeña
falsedad por parte de la experiencia en cuestión.
Cuando tomamos una decisión firme y libre, podemos
estar convencidos de que nada será capaz de modificarla, pero
más adelante la podemos cancelar o modificar por temor o por
la presión de otras personas. De igual modo, un hombre puede
declarar que posee una fe que nada podrá resquebrajar pero,
al llegar la hora de la prueba, puede perder su fe. Análo-

104
gamente, el amante jura que su amor nunca disminuirá, pero
pasa el tiempo y disminuye o incluso desaparece.
Ésta es la tragedia humana, esta distancia ininteligible
entre lo que experimentamos de modo muy profundo y quere-
mos con gran intensidad, y la realidad de la vida. Es la tragedia
de la falta de perseverancia e implica el hecho desolador de
que, aunque las cosas se presentan en nuestra alma de un
modo muy convincente, pueden desaparecer. Es la tragedia de
San Pedro cuando dice a Cristo: «Aunque tenga que morir
contigo, no te negaré» (Mc 14, 31). Mantener que la esfera
afectiva es la responsable de esta general debilidad de la natu-
raleza del hombre sería ciertamente erróneo.
Pertenece incluso a la verdadera naturaleza y sentido de
todas estas experiencias la plena convicción de que nada pue-
de modificarlas. Un hombre cuya fe, voluntad o amor no se
presenta como inconmovible, no creería realmente, ni querría,
ni amaría. Una vivencia auténtica de estas actitudes implica
necesariamente la sensación de que nada puede destruirlas.
Un amante que dice: «Te amo ahora, pero no me atrevo a decir
por cuanto tiempo», no ama, porque pertenece a la esencia de
la fe, a la esencia de una decisión solemne y profunda, a la ver-
dadera esencia del amor, decir: «Nada puede cambiarlo ni mo-
dificarlo».
Pero, a pesar de que esta convicción de permanencia es
un elemento necesario de la fe, de la decisión solemne y del
amor, el cristiano real se da cuenta al mismo tiempo de su de-
bilidad y de su fragilidad, de su inestabilidad y de su falta de
perseverancia. Sabe que sólo con la ayuda de Dios puede
cumplir lo que promete la voz interior de su experiencia: «Creo,
pero ayuda mi incredulidad». Las palabras del Oficio Divino que
se recitan al comienzo de cada hora están continuamente en
su boca: «¡Oh, Dios, ven a socorrerme!».
105
Estos dos casos bastan para mostrar el desorden que
puede producir una hipertrofia del corazón, es decir, un uso
excesivo de la afectividad que en realidad es un uso incorrecto.
El desorden se produce porque el corazón, en vez de cooperar
con el intelecto y con la voluntad, o bien intenta realizar lo que
sólo el intelecto puede llevar a cabo correctamente, o bien se
niega a conceder a la voluntad su misión específica. De todos
modos, debemos subrayar con fuerza que esta hipertrofia del
corazón o de la afectividad no se debe equiparar de ningún
modo a una afectividad demasiado intensa. El verdadero
responsable de estas perversiones no es el grado de afectivi-
dad, sino el desordenado estado de nuestra alma. Mientras
respete la cooperación querida por Dios entre el corazón, el
intelecto y la voluntad, la afectividad nunca puede ser dema-
siado intensa. Y en un hombre cuyo centro de respuesta al va-
lor y al amor ha superado victoriosamente el orgullo y la con-
cupiscencia, la afectividad nunca puede ser demasiado grande.
Cuanto más grande y profunda sea la capacidad afectiva del
hombre, mejor. No hay un grado en la capacidad de amar que
pueda constituir un peligro o, más bien, lo constituye en la
misma medida que una gran fuerza de voluntad o una elevada
capacidad intelectual. Cuanto más grande es el hombre, más
profundo es su amor, como dijo Leonardo da Vinci.
Lejos, pues de constituir un peligro, una profunda capa-
cidad de amar es algo precioso y magnífico. Por otra parte, el
desarrollo completo de esta capacidad no puede tener lugar de
modo integral y completo a menos que se despliegue en Cristo
y a través de Cristo. Pero esta necesidad de transformación no
es algo peculiar de la afectividad. También el intelecto y la vo-

luntad deben ser «bautizados» ya que, de otro modo, ofrecen


al hombre una ocasión para que se haga esclavo de su orgullo
106
En definitiva, si la hipertrofia del corazón constituye un peligro,
lo mismo sucede con una hipertrofia del intelecto y de la
voluntad por lo que la cooperación del intelecto, de la voluntad
y del corazón es de la mayor importancia para todos y cada
uno de ellos.

Capítulo V: LA ATROFIA AFECTIVA

107
La fundamental importancia de la afectividad y su valor se
manifiesta de la manera más vivida cuando consideramos el
peligro de la atrofia afectiva. Existen diversos tipos de hombres
en los que la afectividad está mermada o frustrada. Uno de los
tipos de afectividad mutilada se debe a la hipertrofia del
intelecto que es como un quedar enjaulado por un hechizo de
la investigación. Estamos pensando en las personas que con-
vierten todas las experiencias y las situaciones en objeto de co-
nocimiento temático. Son incapaces de desprenderse de la ac-
titud de análisis intelectual y por lo tanto no pueden ser
afectadas por nada ni pueden responder a nada con una res-
puesta afectiva de alegría, tristeza, amor o entusiasmo. En esta
gente el espíritu observador domina hasta tal punto que todo se
convierte inmediatamente en un objeto de conocimiento por lo
que acaban siendo siempre, de algún modo, espectadores.
Cuando ven a un hombre gravemente herido en un accidente,
en lugar de sentir compasión o de intentar ayudarle, la cuestión
que más les preocupa es estudiar su expresión y su
comportamiento, les domina la actitud de «observación», y el
acontecimiento es una ocasión nueva e interesante de saber
más.
En la medida en que esta actitud prevalece y se impone
en la vida de un hombre, su corazón queda reducido al si-
lencio.
Este «intelectualista», que convierte todo en tema de una
observación curiosa y no comprometida, sólo experimenta
afectividad en el deleite que se deriva de la satisfacción de su
curiosidad intelectual: un género de afectividad realmente
pobre. Y mientras que un hombre de este tipo puede caer en
108
las redes de pasiones como el orgullo y la ambición, queda pri-
vado de todo tipo de afectividad «tierna». Quienes están afligi-
dos por este tipo de hipertrofia intelectual caen en una actitud
en la que cualquier objeto se convierte inmediatamente en un
tema de investigación ya sea de carácter científico o aficiona-
do; son incapaces de comprender que en muchas situaciones
lo que el objeto solicita de ellos es una respuesta afectiva o una
intervención activa.
No resulta difícil ver que esta actitud resulta fatal no sólo
para la esfera afectiva sino también para la esfera de la acción.
Más aún, la misma esfera cognoscitiva resulta mutilada por
esta actitud ya que la hipertrofia del conocimiento impide a
quien la padece el desarrollo de un interés auténtico por el
objeto. En lugar del objeto real, para estas personas sólo
resulta temático el proceso de búsqueda y de investigación; su
única preocupación consiste en satisfacer su curiosidad y
aumentar su conocimiento. Ahora bien, esta actitud daña al
conocimiento de los objetos que están dotados de valores
puesto que el tema ya no es el objeto sino sólo su conocimien-
to. Se frustra de manera especial la posibilidad de una con-
templación auténtica, una actitud que implica una plena te-
maticidad del objeto (véase What is Philosophy?).
Podemos ver con facilidad el lamentable proceso de
neutralización y mutilación de la personalidad que
conlleva la atrofia afectiva. En efecto, no se puede decir que
viven realmente quienes no pueden amar ni experimentar una
alegría real, no tienen lágrimas para las cosas que requieren
lágrimas y no saben qué auténtico resulta anhelar; hasta el
punto de que, incluso su conocimiento, carece de profundidad y
de contacto real con el objeto. Son incapaces de contemplar y
están separados de la vida real y de todos los misterios del
cosmos.
109
Un segundo tipo de afectividad mutilada se encuentra en
el hombre que sufre hipertrofia de eficiencia pragmática. Por su
actitud básicamente utilitarista considera que toda experiencia
afectiva es superflua y constituye una pérdida de tiempo. Se
mofa de cualquier gesto de compasión por la persona que sufre
y declara: «la compasión no ayuda. Haz algo si puedes y si no,
no pierdas el tiempo con sentimentalismos». Sólo lo útil le
atrae. En esta persona, que sólo conoce la afectividad enérgica
como la ambición o la rabia, toda la afectividad tierna se
encuentra frustrada. La contemplación le parece el colmo de la
inutilidad y el máximo de la pérdida de tiempo.
Un tipo completamente diferente de afectividad mutilada,
pero que también deriva de una mentalidad utilitarista, se
encuentra en el hombre que podemos denominar «burócrata
metafísico» (cfr True Morality and its Counterfaits). Para este
funcionario «fosilizado» sólo cuentan las cosas que tienen rea-
lidad jurídica. Su afectividad se reduce a la satisfacción que
siente al cumplir a la letra las prescripciones legales.
No es necesario insistir en la insulsez e insipidez de los
diversos tipos existentes de eunucos afectivos. ¿Qué podrían
hacer ellos con la tristeza de David por la muerte de Absalón?
¿Y qué significado pueden encontrar a las palabras del salmis-
ta: «Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y
llorábamos acordándonos de Sión» (Sal 136)? Para entender el
horror de la atrofia afectiva sólo necesitamos comparar el mun-
do en el que se mueve el utilitarista afectivamente tullido con el
que nos envuelve al leer las palabras de Kent sobre las lágri-
mas de Cordelia, o las del moribundo Enobardo en Antonio y
Cleopatra, o la oración de Gretchen en el Fausto de Goethe
(¡oh, inclínate a dolores fecundos!). No tenemos más que su-
mergirnos en cualquiera de las páginas de las Confesiones de
San Agustín, escuchar las lamentaciones de Jeremías en la li-
110
turgia de la Semana Santa o las palabras de Nuestro Señor y
luego volver al mundo en el que vive el utilitarista tullido para
darnos cuenta de que se le pueden aplicar las palabras del sal-
mista: «Tienen oídos y no oyen; tienen narices y no huelen; tie-
nen manos y no palpan; tienen pies y no caminan ni saldrá grito
alguno de su garganta» (Sal 115).
Un tercer tipo de atrofia afectiva se debe a una hipertrofia
de la voluntad. En este caso, el empequeñecimiento de la
esfera afectiva es generalmente algo deliberado. Lo encontra-
mos en los hombres penetrados del ideal moral kantiano que
miran con recelo a cualquier respuesta afectiva como si perju-
dicara a la integridad de la moral o, por lo menos, como algo
innecesario. La voluntad, a propósito, reduce toda la afectividad
y silencia el corazón. Lo encontramos también en el estoico
que lucha por conseguir la aphatia (indiferencia) y coloca la
meta del hombre sabio en la supresión completa de la afec-
tividad. Y también está presente en el hombre que cierra su
corazón -lo sella- por temor a la afectividad. A causa de un
ideal religioso mal entendido, o bien considera todo tipo de
afectividad como una pasión o bien teme el riesgo que implica
todo sentimiento o todo «quedar cautivado». Y así, lucha por
silenciar y endurecer su corazón. Aunque este silenciamiento
del corazón causado por el temor y basado en un ideal religio-
so equivocado es sin ninguna duda una grave automutilación,
desgraciadamente se puede encontrar a menudo entre muchas
personas piadosas con excelentes intenciones.
Cuando comprendemos el horror de la impotencia afectiva
y nos damos cuenta de la gran importancia de la afectividad y
de su centro, el corazón, podemos ver que la riqueza y la
plenitud de un hombre depende en gran medida de su capaci-
dad afectiva y, sobre todo, de la cualidad de su vida afectiva.
En Liturgy and Personality subrayamos la tremenda importan-
111
cia de la percepción del valor para la grandeza y riqueza de la
personalidad. Desde luego, este factor no se puede menospre-
ciar. El mundo en el que vive un hombre depende de la ampli-
tud, profundidad y diferenciación de su percepción del valor. Un
hombre debe en primer lugar ver el esplendor y la gloria del
cosmos, sus misterios y sus rasgos trágicos, su carácter de
valle de lágrimas. La percepción del valor es el presupuesto in-
dispensable para que el rayo de los valores penetre en el alma
del hombre y fecunde su mente. Al subrayar aquí el papel del
corazón y de la vida afectiva no queremos negar el papel bási-
co del conocimiento, al que pertenece, en cuanto acto
cognitivo, la percepción del valor. Pero la percepción del valor
presupone ya la existencia de un corazón grande y profundo.
Es más, si un hombre ha de participar como personalidad en la
plenitud y gloria del mundo que se le abre a través de la per-
cepción del valor, resulta imprescindible que quede «afectado»
y que responda con respuestas afectivas. Una persona puede
incrementar y desarrollar toda la riqueza espiritual a la que
está llamada sólo si se imbuye de los valores que percibe
y si su corazón se conmueve ante estos valores y se enciende
en respuestas de alegría, entusiasmo y amor.
Es en la esfera afectiva, en el corazón, donde se almace-
nan los tesoros de la vida más individual de la persona; es en
el corazón donde encontramos el secreto de una persona y es
aquí donde se pronuncia su palabra más íntima.

112
113
Capítulo VI: LA FALTA DE CORAZÓN

Hay que distinguir la «falta de corazón» (heartlessness)


en sentido específico de la impotencia afectiva o de la afectivi-
dad tullida. La noción de «falta de corazón» tiene una conno-
tación moral mayor que la de afectividad tullida. De todos mo-
dos, puesto que no es una noción puramente moral, el análisis
de los diferentes tipos de falta de corazón nos ayudará a pro-
fundizar en la verdadera naturaleza del corazón en el sentido
más específico de este término.
La falta de corazón se refiere a la mutilación de un centro
en el alma del hombre. Tanto el centro como su mutilación
poseen ciertamente una relación con la esfera moral puesto
que muchos de los actos de mayor valor moral sólo pueden
surgir de este centro. El hombre despiadado o duro de corazón
es incapaz de amar realmente, de sentir auténtica compasión o
plena contrición mientras su corazón no resucite. Así que, por
un lado, el silenciamiento del corazón que implica la noción de
falta de corazón supone el defecto moral más decisivo e
implica también una voluntad inmoral; pero, por el otro, el
hecho de que no se haya silenciado o endurecido el corazón no
garantiza un nivel moral elevado puesto que existen muchos
males morales que pueden coexistir con un corazón cálido y
muchas actitudes moralmente erróneas que pueden
fluir indirectamente de él; existen hasta corrupciones
específicas del corazón «cálido» que trataremos en el capítulo
siguiente.

114
Por lo tanto, cuando consideramos el corazón acallado y
helado del hombre al que le falta corazón, no tenemos que vér-
noslas con un centro moral -como el centro de respuesta al
valor, que es antitético al orgullo y a la concupiscencia- sino
con el corazón como centro de la verdadera afectividad.
El corazón, en su sentido más estricto, es el núcleo más
personal e íntimo de la «afectividad tierna». Evidentemente, el
hombre sin corazón posee este centro, sólo que lo tiene silen-
ciado o paralizado. Por tanto, resulta de la mayor importancia
comprender la relación entre la esfera moral y el corazón en su
sentido más estricto. Y debemos ver los diversos modos en los
que los desórdenes morales pueden cerrar el corazón.
En primer lugar, el corazón se halla necesariamente re-
ducido al silencio en cualquier hombre que esté tan dominado
por el orgullo y la concupiscencia que la moralidad no juegue
ningún papel en su vida. De él podríamos decir con verdad que
«no tiene corazón», se trate de Caín, de Yago, de Ricardo III,
don Juan, o don Rodrigo en Los novios de Manzoni. Estos
hombres no tienen corazón. Son ejemplos clásicos de
personas cuya actitud ante la vida está dictada exclusivamente
por el orgullo y la concupiscencia; personas a las que sólo im-
porta una cosa: la gratificación de su orgullo y de su concupis-
cencia. En vano apelaríamos a sus corazones, intentaríamos
suscitar su compasión o conmoverlos. No se trata de hombres
afectivamente tullidos como el pragmatista utilitario, ni tampoco
son víctimas de una hipertrofia intelectual. Poseen una fuerte
afectividad oscura y salvaje, pero su corazón está muer
to. Son incapaces de amar incluso en el sentido del amor
que resulta válido en el reino de los valores vitales, como el
amor de don José por Carmen. Son incapaces del calor de la
intentio benevolentiae que todo amor supone. Pueden ser
apasionados desde un punto de vista sexual, pero el amor es
115
un mundo desconocido para ellos. (A este respecto es muy
ilustrativo que Al-berich, en el Rheingold de Wagner, sólo
puede alcanzar el oro que le dará todo lo que desea si renuncia
al amor, pero no se le pide que renuncie al placer sexual.)
Están excluidos del amor porque el amor siempre requiere la
donación del propio corazón, del corazón en su sentido más
estricto.
Estas personas son también incapaces de sentir auténtica
tristeza. Tienen, ciertamente, todo tipo de sentimientos ne-
gativos: se pueden consumir de rabia o de ira y se les puede
herir como a los animales salvajes; pueden estar destrozados
por la más horrible falta de armonía o torturados por el temor.
Pero no pueden sentir un verdadero pesar porque la auténtica
tristeza, el sufrimiento que hiere el corazón implica la desapa-
rición del orgullo y una entrega incompatible con su dureza de
fondo.
Pero no es sólo la inmoralidad total la que cierra y silencia
el corazón. Incluso en un hombre que no esté completamente
dominado por el orgullo y por la concupiscencia, ciertas
pasiones como la ambición, el deseo de poder, la codicia o la
avaricia, pueden silenciar y endurecer el corazón. Nos en-
frentamos aquí, por lo tanto, con una segunda posible influen-
cia de la esfera moral en la cerrazón del corazón, es decir, con
un silenciamiento que no se debe a una inmoralidad completa
sino a la influencia que producen ciertas pasiones tan pronto
como uno se abandona a ellas.
En general, es verdad que la perversa simiente del odio
endurece el corazón más que la concupiscencia. Pero ciertas
formas de concupiscencia (la envidia y la avaricia, como ya
hemos dicho) también silencian y sofocan el corazón. Parece,
por lo tanto, que algunas pasiones que tienen sus raíces en la
concupiscencia son más desastrosas para el corazón que
116
otras. La avaricia cierra el corazón más que la lascivia ya que
el vividor, aun siendo voraz e impuro, puede tener más corazón
que la persona avariciosa. El padre de Eugénie Grandet, en la
novela de Balzac del mismo nombre, es el típico hombre sin
corazón; por el contrario, Tom Jones, en la novela de Fiel-ding,
aunque indulgente con la lujuria, tiene un gran corazón.
Por ejemplo, un borracho que es víctima de su vicio y ni
siquiera intenta liberarse, puede sin embargo poseer un cora-
zón sensible. Puede sentir compasión, amor o tristeza. Su la-
mentable debilidad no cierra ni endurece necesariamente su
corazón como se puede ver claramente en Marmeladoff, uno
de los personajes de Crimen y castigo de Dostoievski.
Tampoco el irascible tiene por qué ser un hombre sin corazón
aunque su irascibilidad pueda provocar terribles explosiones de
ira que lo acallen momentáneamente.
No es extraño que, incluso gente con buen corazón, pue-
da tener un temperamento irascible. Pedro, el héroe de Guerra
y Paz, es un hombre de buen corazón, capaz de amar, sufrir y
compadecerse, aunque lo dominen accesos de ira. Alejandro
Magno mató a Cleito, su mejor amigo, en un acceso de ira,
pero no era un hombre despiadado. La «falta de corazón» en
cuanto tal es algo que marca de modo habitual el carácter de
un hombre. Por lo tanto, aunque los arrebatos de cólera aca-

lien momentáneamente el corazón e incluso lo endurezcan, el


hombre irascible no tiene por qué carecer del mismo.
Lo mismo ocurre con el ladrón. La falta de honradez y de
habilidad, siempre que la causa sea la debilidad, no cierra
necesariamente el corazón. Todos estos vicios, mientras no
estén combinados con el cinismo, son compatibles con «poseer
un corazón».

117
Debemos indicar, de todos modos, que tan pronto como el
cinismo se introduce en un vicio, silenciará o endurecerá
inevitablemente el corazón. Mientras los vicios estén causados
por la debilidad no silencian o endurecen necesariamente el
corazón, pero el pecador que realiza sus vicios de modo cínico
nunca tiene corazón.
En resumen, el segundo tipo de «falta de corazón» puede
deberse a ciertas pasiones como la ambición o la avaricia que
sofocan el corazón del hombre o lo endurecen, o bien a
cualquiera de las demás pasiones siempre que se realicen con
cinismo. En cualquiera de los casos el efecto es el mismo, el
silenciamiento del corazón. De todos modos, el hecho de que
ciertos vicios no lo endurezcan necesariamente pone de mani-
fiesto con claridad que la falta de corazón no es sinónimo de
inmoralidad y que poseer un corazón sensible tampoco es
equivalente a un comportamiento correcto.
Un tercer tipo de falta de corazón se puede encontrar en
el esteta refinado. Nos referimos a aquellas personas cuya
exclusiva actitud ante el mundo es la del goce estético. No es
que su corazón esté endurecido, sino que está completamente
helado. En una persona de este tipo tocamos el hielo. Si ven un
incendio lo único que les interesa es su carácter estético. No
les importa que haya vidas humanas en peligro. Lo que desean
es
sumergirse en el gozo que produce la belleza de este elemento
desbocado en acción. Se comportan siempre como un espec-
tador. Su corazón es mudo y sordo, frío e insensible. También
de ellos podemos decir que «no tienen corazón».
Cierta moralidad puritana conduce frecuentemente a otro
tipo de falta de corazón, esta vez de carácter fanático. Estas
personas consideran la voz del corazón como una tentación a
la que se debe resistir; para ellos lo que constituye la ley moral
118
se debe llevar a cabo independientemente de los sufrimientos
que cause a los demás. A sus ojos, la compasión es una
debilidad abominable. Un tremendo ejemplo de esta terrible
falta de corazón lo encontramos en el abuelo de Chris, en la
novela de William Faulkner, Light in August. Y este tipo de
dureza de corazón se manifiesta de manera incluso más
patente en muchas formas de idealismo con un ideal no moral
como, por ejemplo, la deificación del Estado en Esparta. De
todos modos, el silenciamiento del corazón alcanza su cénit en
los estados totalitarios en los que sólo se permite la lealtad al
partido. Aquí, la caridad es alta traición y el corazón está
completamente silenciado.
Pero aún existe otro tipo de dureza de corazón, e incluso
más extendido: la del hombre amargado. El corazón de esta
persona no ha sido acallado y cerrado por sus pasiones sino
por un trauma mayor, por una herida en su corazón. Esta per-
sona tiene corazón, un corazón sensible, pero el trauma expe-
rimentado ha amargado su corazón y lo ha endurecido.
Podemos encontrar corazones amargados entre aquellos
que han sido traicionados por otra persona a la que amaban
ardientemente, y también entre quien ha tenido sed de amor
pero nunca ha encontrado el cariño que buscaba sino tan sólo

una indiferencia humillante. En vez de ser tratado como una


persona, se le ha tratado como a una simple herramienta. Las
pruebas que han amargado su corazón pueden haber sido in-
numerables; quizá una serie ininterrumpida de desgracias o
una situación muy difícil y larga como estar incapacitado por
una enfermedad. Sea cual sea la razón, se trata de un tipo di-
ferente de dureza de corazón, que posee un carácter trágico.
Se trata de un corazón «endurecido» por las cicatrices de las
heridas, no de un corazón duro. Y resulta más fácil atravesar
119
las defensas alzadas por este corazón que las erigidas por las
pasiones que lo sofocan.

120
Capítulo VII: EL CORAZÓN TIRÁNICO

Ya hemos mencionado la aberración que produce el co-


razón cuando domina al intelecto y a la voluntad (capítulo IV).
Este corazón tiránico aparece siempre que el corazón se niega
a permitir que el intelecto decida lo que sólo puede decidir el
intelecto, o cuando se opone a que el centro libre y espiritual de
la persona intervenga con un acto voluntario en el área re-
servada a la voluntad. Ahora debemos darnos cuenta de que
este desorden, que ya ha sido examinado considerando el
corazón en sentido amplio, también se puede dar en el corazón
entendido en su sentido más estricto. En este caso, lo que
sucede es que, en lugar de examinar la situación con nuestro
intelecto para conocer los hechos y captar los valores
moralmente relevantes que están en juego, en lugar de
sentirnos ansiosos por conocer lo que debemos hacer, cómo
debemos reaccionar y si debemos seguir la tendencia de
nuestro corazón, optamos por el corazón como la única guía
verdadera y fiable; nos dejamos arrastrar por los impulsos de
nuestro corazón en vez de obedecer a Dios y de adecuarnos
con nuestra voluntad a los valores moralmente relevantes que
están en juego.
El corazón tiránico se manifiesta también en algunas
debilidades que resultan de una benevolencia desordenada.
Nos referimos a las personas incapaces de rechazar cualquier
petición a menos que se trate de algo estrictamente pecamino-
so. Cuando, por ejemplo, un borracho les pide otra botella, son
incapaces de decir «no». Ignoran que el verdadero amor nos
obliga a pensar en el bien objetivo de nuestro prójimo y no a

121
satisfacer todos sus deseos y pasan por encima del hecho de
que, en muchas ocasiones, un «no» puede ser una manifesta-
ción mucho más verdadera de amor que un «sí». No entienden
que, aunque el corazón se lamente por no haber podido decir
«sí» y por verse obligado a hacer sufrir a otra persona, su vo-
luntad, a pesar de todo, debe adecuarse al bien objetivo de esa
persona. Su debilidad se manifiesta como una caridad mal en-
cauzada, no sólo con respecto a la persona a la que se ama de
modo particular, sino en cualquier tipo de relación humana.
Esta debilidad que nace de un corazón «demasiado bue-
no» (como lo denomina una terminología que lleva a la confu-
sión) se debe distinguir con claridad de la debilidad general que
se manifiesta en la rendición ante cualquier influencia enérgica.
El hombre que es simplemente incapaz de resistir cualquier
deseo intenso de otra persona, que está acostumbrado a ceder
ante cualquier presión, no tiene por qué poseer una especial
benevolencia o un corazón delicado; esta debilidad global es
algo muy distinto de la condescendencia característica de la
compasión desordenada.
Una aberración del corazón más seria se manifiesta en un
tipo particular de injusticia. Una madre, por ejemplo, ama más a
un hijo que a los otros. En sí mismo no se trata de algo injusto,
pero lo puede llegar a ser si el resultado es que trata al hijo
favorecido de modo especial, concediéndole beneficios e
ignorando a los otros o, peor aún, responsabilizando a los otros
de todos los desaguisados para excusar a su «preferido».
Esta injusticia es el resultado de un amor desordenado o,
más bien, de una arbitrariedad del corazón. Hay algo que no va
en este amor. Tiene un elemento de egoísmo y le falta el
carácter de una autodonación que responde a un valor puro.
Puesto que ama más a ese hijo, le parece justificado que sólo
él disfrute de todos los beneficios. Y no sólo se deja llevar por
122
la tendencia de su corazón sin confrontarla con la razón y sin
corregirla con su voluntad libre, sino que su mismo amor no lo
es de modo pleno; existe un elemento que no es amoroso, una
especie de autoafirmación egocéntrica. Nos enfrentamos con
un corazón arbitrario infectado por el orgullo y la concu-
piscencia.
Un tipo de corrupción de la afectividad completamente
diferente lo constituye la mediocridad del corazón. Ya mencio-
namos esta forma de aberración cuando consideramos los
sentimientos falsos y, más en concreto, el sentimentalismo.
Ahora queremos tratar brevemente otras formas de mediocri-
dad del corazón.
Una de estas formas consiste en un egocentrismo mez-
quino que se toma muy en serio cualquier nimiedad que con-
cierne al propio yo. La gente que posee este tipo de corazón
mediocre se mueve en un mundo aburrido y pequeño como sus
deseos de felicidad; su corazón se preocupa por nimiedades
convencionales, su afectividad es superficial y no guarda
proporción con los bienes que le interesan ya que para su co-
razón son mucho más importantes algunas frivolidades que las
cosas profundas e importantes.
Esta deformación es una caricatura de la verdadera
afectividad y no se produce en el área de la «afectividad enér-
gica» sino en el de la «afectividad tierna». La gente así es pri-
sionera de sus corazones, que sólo responden a cosas peque-
ñas y triviales. Se trata de una perversión del corazón que priva
a la afectividad de toda grandeza, ardor y dinamismo. Su
corazón está separado del mundo de los valores objetivos, es
incapaz de entregarse, y sus respuestas no se adecúan a la je-
rarquía de los bienes.
A menudo se trata de personas con pocas luces, tontas y
de mente estrecha. Pero ni los dones intelectuales protegen
123
necesariamente al corazón de la mediocridad y de la insipidez
ni su ausencia implica que el corazón tenga que ser mediocre.
Algunas personas pueden poseer un corazón mediocre y «su-
perficial» y estar bien dotadas intelectualmente, incluso en
grado extraordinario, en un campo específico y, sin embargo,
estar preocupadas por nimiedades, buscar principalmente la
satisfacción de su pequeña vanidad y malgastar su tiempo
preocupándose de ofensas imaginarias. Por otro lado, las per-
sonas sencillas y con pocos talentos no tienen por qué tener un
corazón mediocre. En la medida en que compensan su escasa
inteligencia con una sencillez no presuntuosa y con una cierta
humildad, pueden librar su corazón de la insipidez e incluso
lograr una afectividad genuina y profunda. El poco brillante Mr.
Dick en David Copperfield no poseía ciertamente un corazón
mediocre.
Aún existe otro tipo de egocentrismo porque si es verdad
que el amor es la voz específica del corazón en sentido estric-
to, también es verdad que el deseo de ser amado es
igualmente una voz del corazón. El habitual peligro de
egocentrismo que acecha al hombre se puede manifestar tanto
en un amor sentimental y pervertido como en un desordenado
deseo de ser amado. Las personas que sufren este segundo
tipo de desor-
den suelen ser particularmente sensibles ante las ofensas. Se
sienten continuamente ignoradas, excluidas, rechazadas, ais-
ladas y malinterpretadas. Su reacción frente a estas ofensas
reales o imaginarias no es la respuesta dura e irascible del
hombre que está siempre en guardia para defender su honor,
sino la de encerrarse en sí mismos, alejándose de los demás y
autocompadeciéndose.
Generalmente, este tipo de personas no desean consultar
al intelecto para determinar si realmente han sido tratadas de
124
manera poco caritativa. El hecho de sentirse ofendidas les
parece razón suficiente. Este egocentrismo del corazón les
hace «poco objetivos». Tienen la tendencia a interpretar todo
de manera desfavorable, como si fuera contra ellos, y a consi-
derar maleducadas, ofensivas y desagradables muchas cosas
que no lo son de ningún modo.

125
126
Capítulo VIII: EL CORAZÓN COMO EL YO REAL

Para comprender la naturaleza del corazón, debemos


darnos cuenta de que, en muchos aspectos, el corazón cons-
tituye el yo real de la persona más que su intelecto o su vo-
luntad.
En la esfera moral, es la voluntad quien posee la última
palabra; aquí, lo que cuenta por encima de todo, es nuestro
centro espiritual libre. El verdadero yo lo encontramos prima-
riamente en la voluntad. Sin embargo, en muchos otros terre-
nos, es el corazón, más que la voluntad o el intelecto, el que
constituye la parte más íntima de la persona, su núcleo, el yo
real. Esto sucede así en el ámbito del amor humano: el amor
conyugal, la amistad, el amor filial y paterno. Aquí, el corazón
es el verdadero yo no sólo porque el amor es esencialmente
una voz del corazón; lo es también en la medida en que el
amor apunta de un modo específico al corazón del amado. El
amante quiere verter su amor en el corazón del amado, quiere
tocar su corazón y llenarlo de felicidad. Sólo entonces sentirá
que ha logrado llegar al verdadero yo de su amado.
Además, cuando amamos a una persona y deseamos que
nos corresponda, lo que queremos es que sea su corazón el
que nos llame. En la medida en que sólo «decide» querernos y
conformar su voluntad a nuestros deseos, nunca creeríamos
que poseemos su verdadero yo. La conformidad de su
voluntad con nuestros deseos, sus miradas amables y las
delicadezas dictadas por su voluntad nos pueden conmover
desde un punto de vista moral, pero sentiremos que él se nos

127
escapa, que su verdadero yo no es nuestro. En la medida en
que nos demos cuenta de que los favores que nos otorga, sus
atenciones y sacrificios, proceden exclusivamente de una
voluntad buena y generosa, sabemos que no poseemos
realmente al amado porque no poseemos su corazón.
Si, por el contrario, el corazón del amado rebosa de deseo
por nosotros, de alegría ante nuestra presencia, de deseo de
unión espiritual, entonces, el amante se siente satisfecho; se
da cuenta de que posee el corazón del amado. Pero sentirá
que no posee su alma cuando el amado sólo corresponda a su
amor con la voluntad y falten al mismo tiempo todas las mani-
festaciones del corazón.
El corazón constituye también el verdadero yo cuando
contestamos a la pregunta: ¿Es un hombre verdaderamente
feliz? Si un hombre sólo desea ser feliz, o si se limita a
constatar con su entendimiento que debería considerarse feliz,
en realidad no lo es todavía. Ya hemos dicho que la felicidad
sólo se puede experimentar con el corazón. Pero lo que
debemos ver ahora es que también aquí el corazón representa,
por encima de la inteligencia y de la voluntad, el verdadero
núcleo de la persona.
Realmente, resulta sorprendente que algo que surge en el
alma espontáneamente y como un regalo constituya una
manifestación más profunda del verdadero yo de una persona
que una manifestación de su libre centro espiritual. La situación
que encontramos en el ámbito de la moralidad parece
más inteligible. La palabra de la persona, la palabra última
y definitiva en la que vive su yo más que en cualquier otra
cosa, es el «sí» o el «no» de su voluntad. Su intención libre, lo
que decide con su centro espiritual libre, es lo que él realmente
es.

128
Cuando consideramos que la libertad es una de las ca-
racterísticas más profundas de la persona, una propiedad en la
que se pone de manifiesto que el hombre está hecho a imagen
de Dios, y que es aquí donde la peculiaridad de la persona -la
autoposesión- se manifiesta de modo específico, concluimos
sin lugar a dudas que es la voluntad, más que cualquier otra
realidad, el verdadero yo de la persona.
Pero esto no debe impedirnos admitir que en las relacio-
nes humanas, en la respuesta a los acontecimientos alegres o
tristes, y en todas las situaciones en las que está en juego el
frui (el deleite), el verdadero yo es el corazón. No debemos
caer en la tentación de deducir de la verdadera naturaleza de la
libertad que lo que diga nuestra voluntad tiene que ser siempre
la última palabra de nuestro auténtico yo. Debemos aceptar,
por el contrario, un hecho que la realidad nos impone, que en
muchos ámbitos, el corazón es, por encima de la voluntad, lo
que constituye nuestro verdadero yo. Esto nos obliga, por lo
tanto, a ir más al fondo en nuestro análisis del hombre si
queremos comprender como es posible que, en muchas
situaciones, el corazón sea, por encima de la voluntad, el
núcleo de la persona.
Para empezar, debemos darnos cuenta de que el hecho
de que una experiencia esté o no dentro del ámbito de la vo-
luntad no se puede usar como medida para determinar el rango
de esta experiencia. La libertad es ciertamente un carácter
esencial de la persona en cuanto imagen de Dios. Pero hay

algo que también puede determinar el elevado rango de


una realidad, que se nos conceda sólo como regalo.
Esto se aplica por supuesto a la esfera sobrenatural en la
que la gracia es un don absolutamente inmerecido y completa-
mente inaccesible a nuestra libertad. Pero éste no es el único
129
caso. También en el ámbito natural hay muchas realidades con
un rango elevado que tienen el carácter de un regalo de Dios,
un rango superior a las cosas que nos podemos dar a nosotros
mismos. Un talento artístico genial es un don de este tipo. Es
cierto que, para que un genio cree una obra maestra, resulta
imprescindible una dedicación constante e incansable; pero
que una persona sea un genio no es otra cosa que un don. Por
mucho que se empeñe, nadie puede llegar a ser un Miguel
Ángel, un Shakespeare o un Beethoven, sólo con su esfuerzo.
Y lo mismo sucede con el talento intelectual; nadie puede llegar
a poseer el talento de un Platón o de un Agustín sólo con su
libre voluntad. Pero los dones que están más allá del poder del
hombre y que precisamente a través de su escasez manifiestan
sus limitaciones en cuanto criatura, no sólo comprenden los
talentos extraordinarios sino también una cosa que desean
todos los hombres: la felicidad. La felicidad es un regalo, un
puro regalo. Por mucho que podamos prepararle el terreno, la
auténtica felicidad constituye siempre un regalo que se
derrama sobre nuestro corazón y que brilla gratuitamente en
nuestra alma como un rayo de sol.
Lo mismo sucede con muchas experiencias afectivas
como la contrición profunda, el don de las lágrimas, un amor ar-
diente y profundo, la conmoción ante una pieza de música
sublime o al ser testigos de un acto de caridad
sobreabundante. Estas experiencias tienen lugar en la parte
más elevada y espiritual del
ámbito afectivo y son dones de lo alto, del mismo modo
que un acto de comprensión particularmente profundo es un
don.
Debemos comprender que en la esfera afectiva hay dos
niveles. Uno está habitado por sentimientos que se colocan por
debajo de los actos que pueden ser alcanzados inmedia-
130
tamente por nuestra libertad; es el nivel de los estados afecti-
vos simples ya sean corporales como el cansancio o psíquicos
como el buen humor o la depresión; es el nivel de todas las pa-
siones en sentido específico e incluso de muchas respuestas
que no están motivadas por valores (por ejemplo, la alegría por
un beneficio económico). Ontológicamente, estas experiencias
se sitúan por debajo de una promesa, de la realización de un
contrato, de una acción en sentido estricto, o de cualquier
trabajo o hecho.
Pero existe también un nivel más elevado en la esfera
afectiva. En determinados aspectos, este nivel está por encima
de los actos volitivos, aunque no de la voluntad en cuanto tal. Y
es esta parte de la esfera afectiva la que tiene el carácter de un
don de lo alto; esta parte, además, tiene la peculiar propiedad
de ser la «voz» del corazón en el sentido estricto del término.
Estas respuestas afectivas vienen de lo más profundo del alma
de la persona. Y no se trata de la «profundidad» del sub-
consciente; es una profundidad misteriosa y no la poseemos
del mismo modo que «poseemos» las acciones o los actos que
están bajo nuestro poder inmediato.
La existencia de una dimensión profunda del alma que no
cae bajo nuestro dominio, como sucede con los actos volitivos,
es algo característico del carácter creado del hombre. El
hombre es más grande y más profundo que las cosas que pue-
de controlar con su voluntad libre; su ser alcanza profundida
des misteriosas que van mucho más allá de lo que él puede en-
gendrar o crear. Probablemente, nada expresa mejor esta rea-
lidad que la verdad de que Dios está más cerca de nosotros
que nosotros mismos. Y esto se aplica no sólo al nivel sobrena-
tural sino también, de modo análogo, a la esfera natural.
Estos movimientos afectivos del nivel elevado son, por lo
tanto, auténticos dones; dones naturales de Dios que el
131
hombre no se puede dar a sí mismo. Procediendo como proce-
den de lo más profundo de su persona, son, de un modo par-
ticular, las voces de su verdadero yo, de la plenitud de su ser
personal.
Ya indicamos en Christian Ethics que la manifestación
más profunda de nuestra libertad se encuentra en la libertad
cooperativa. Pero a pesar de lo grande y admirable que es la
voluntad en cuanto dueña y señora de nuestras acciones, la
cooperación libre con los «dones» de lo alto a los que, en
cuanto tales, nuestra potencia libre sólo puede acceder de mo-
do indirecto, constituye su actualización más profunda, su vo-
cación y misión más elevadas.
Existen unas palabras preciosas en las que el significado
y la naturaleza de la libertad cooperativa se contienen del modo
más sublime: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra».
La manifestación más elevada de la libertad cooperativa
se encuentra en la aceptación (sanctioning), en el «sí» de
nuestro libre centro espiritual que se produce cuando nos
sentimos afectados por estos valores y, sobre todo, cuando
respondemos afectivamente a ellos. En su forma más estricta,
esto sólo es posible en las respuestas afectivas a Dios o a los
valores moralmente relevantes. Hemos tratado la naturaleza de
esta acepta
ción auténtica en Christian Ethics. Pero existen, de todos mo-
dos, muchas analogías con esta aceptación en sentido estricto;
por ejemplo, en el «sí» de nuestro centro espiritual en el amor
esponsal o en la amistad. Encontramos un asentimiento aná-
logo cuando nos conmovemos al contemplar las grandes obras
de arte.
Lo que interesa en nuestro contexto es comprender que
estas experiencias afectivas, que son dones de lo alto, se
132
hacen completamente «nuestras», es decir, se convierten en
expresiones completamente válidas de toda nuestra
personalidad sólo cuando son asumidas por nuestro libre
centro espiritual. Nuestro amor profundo por otra persona es un
don de lo alto, algo que no podemos darnos a nosotros
mismos; sin embargo, sólo cuando unimos este amor con un
«sí» de nuestro libre centro espiritual se alcanza el carácter de
una autodonación completa, ya que no sólo respaldamos este
amor, sino que, a través de este «sí» libremente pronunciado,
lo convertimos en la palabra expresa y plena de nuestro propio
yo. Este «sí» de nuestro centro libre sólo puede ser dicho si se
nos concede una experiencia afectiva elevada; presupone la
presencia de una voz de nuestro corazón que es un don de lo
alto.

133
SEGUNDA PARTE: EL CORAZON DE JESÚS

134
135
136
Capitulo I: LA AFECTIVIDAD DEL DIOS - HOMBRE

Hemos analizado la naturaleza del corazón humano y


hemos descubierto su papel central en la vida del hombre.
Ahora intentaremos penetrar en el misterio del Sagrado
Corazón pero tengamos en cuenta que sólo podremos oír la
voz del corazón de Jesús, percibir sus manifestaciones y captar
su inefable santidad, si nos acercamos a la Santa Humanidad
de Cristo con profunda reverencia y recogimiento.
La Persona de Cristo es el verdadero centro de la revela-
ción del Nuevo Testamento puesto que Cristo no es sólo el Re-
dentor, es también la epifanía de Dios que se autorrevela a tra-
vés de su Santa Humanidad: «porque gracias al misterio del
Verbo hecho carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos
con nuevo resplandor, para que, conociendo a Dios visible-
mente, seamos llevados al amor de lo invisible» (Prefacio de
Navidad). Cristo habla ante todo de los mandamientos de Dios,
de la verdad sobrenatural, de la redención y de la necesidad de
renacer. Habla de lo que es agradable a los ojos de Dios, de lo
que debemos hacer y de lo que nos debemos abste ner, de
nuestra vocación y de lo que podemos esperar si le se guimos.
Pero cada palabra suya, cada parábola, cada una de sus
acciones, revela su Santisima Humanidad y por medio de ella,
su divinidad. Del mismo modo, cuando Cristo habla de sí

mismo como el Hijo del Hombre, de su misión y de su


identidad con el Padre, todas estas palabras arrojan luz sobre
la personalidad de Cristo y sobre su Santa Humanidad

137
Nuestro análisis de la naturaleza del corazón y de su pa
pel en la vida del hombre nos ayudará a descubrir las manifes-
taciones del Sagrado Corazón cuando contemplemos la Santa
Humanidad de Cristo. En trabajos anteriores hemos intentado
determinar las características de la «nueva criatura, la nueva
moralidad de los santos y los rasgos auténticos de la santidad
El nuevo mundo personal de la nueva criatura en Cristo fue el
tema de Transfornmation in Christ y el punto central de Chris-
tian Ethics, True Morality and its Counterfaits y Graven Images.
Pero toda esta sublime vida espiritual, toda esta riqueza de
santidad no es más que un reflejo de la propia humanidad de
Cristo. Y debemos damos cuenta también de que la afectivi-
dad santa que encontramos en la nueva criatura no es más que
un reflejo de la santísima afectividad del mismo Dios- Hombre.
Ahora debemos abrir bien los ojos de nuestra alma para
adivinar la inefable riqueza del Sagrado Corazón de Jesús, la
cualidad completamente nueva de la vida afectiva tal como se
encuentra en la Santa Humanidad de Cristo. Debemos
guardarnos de volver a nuestra familiar afectividad natural y de
interpretar la vida del Sagrado Corazón con categorías
meramente naturales o incluso triviales. Sólo elevando
nuestros corazones podemos esperar captar un destello de la
vida santa del Corazón del Dios-Hombre.
Intentaremos comprender mejor el modo de ser de su
Sagrado Corazón paso a paso, escuchando las palabras y las
parábolas en las que se manifiesta esta afectividad santa. Des-
pués, intentaremos penetrar más y más en el secreto del Sa-

grado Corazón de Jesús contemplando las acciones y actitudes


de Cristo que revelan esta nueva afectividad santa. Es cierto
que cada palabra, cada parábola, cada acción de Cristo revela
su Santa Humanidad, pero existen ciertos mandamientos, he-
138
chos y parábolas que tienen un significado especial por lo que
se refiere al corazón de Jesús. Se trata de aquellos pasajes en
que se revela la divina afectividad sobrenatural y, a través de
ella, la cualidad de este Sagrado Corazón. Finalmente, con-
templaremos aquellos pasajes del Evangelio en los que nues-
tro Señor revela directamente su Sagrado Corazón. Porque Je-
sús, ciertamente, lo desvela algunas veces. Manifiesta la vida
de su corazón en su relación con su Padre celestial y en su re-
lación con nosotros. En estos pasajes, por decirlo de algún
modo, el velo del santo secreto se alza y se nos concede el pri-
vilegio de poder captar un destello de las manifestaciones más
íntimas del Sagrado Corazón.

Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de


ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán
consolados. Bienaventurados los mansos, porque ellos
heredarán la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de
justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos
alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque
ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque
ellos serán llamados hijos de Dios.

Bienaventurados los que padecen y


persecución por causa de la justicia, porque de
ellos es el reino de los cielos.
(Mt 5, 3-10)

139
Aquellos que tienen “oídos para oír” no pueden escuchar
estas palabras sin sentirse atraídos por el Sagrado Corón de
Jesús. Con su gloria sobrenatural estas palabras iluminan el
mundo como una luz divina. Son palabras muy suaves, pero
trastornan el mundo. No sólo abren el camino hacia la beatitud
eterna, sino que nos permiten respirar el olor del cielo y
saborear de antemano la felicidad”:
Aunque nuestro Señor no habla de sí mismo, sino de las
actitudes que agradan a Dios y a las que deberíamos aspirar,
estas palabras revelan la Santa Humanidad de Cristo de modo
especialísimo y, por medio de ella; el verdadero modo de ser
de su Corazón. «Corazón de Jesús, del hijo del eterno Padre,
ten misericordia de nosotros» (Cor-lesu, Filii Patris aeterni;
miserere nobis)24

……………………

«Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No


matarás”, pues quien mate será reo de juicio. Pero
yo os digo:
Todo el que se encolerice contra su hermano será
reo de juicio; y el que llame, “estúpido” a su hermano
será reo ante el Sanedrín, y el que lo llame “necio”
será reo del fuego del infierno» (Mt 5, 21:22)

Un nuevo mundo se abre ante nuestras mentes; escucha-

mos palabras con un sonido sobrenatural a medida que la


gloria de la divina caridad se despliega delante de nuestros
ojos. El carácter infinito de esta caridad nos deslumbra. Todos
los obstáculos y todos os límites del amor quedan superados,
Actitudes que en el nivel natural parecen justificadas son
incompatibles con el amor o incluso pecaminosas: El

De nuevo encontramos las jaculatorias de la Letanía al


24

Corazón de Jesús (NT).


140
mandamiento de la caridad alcanza profundidades
desconocidas: no sólo los hechos positivos que ofenden a
nuestro prójimo, sino incluso las palabras duras son
incompatibles con la caridad. Y no sólo nuestro prójimo,
también nuestro enemigo merece que se le trate con caridad.
El reino de la caridad ya no tiene ninguna restricción ni límite,
supera victoriosamente todos los limites naturales. Es un «reino
de amor, de justicia y de paz a como di- ce el prefacio de la
fiesta de Cristo Rey.
Al oír estas palabras nos sentimos necesariamente
abrumados por la cualidad completamente nueva del amor, que
su- pera infinitamente incluso el amor natural más noble. Frente
a esta caridad, su santidad inefable y su deslumbrante belleza,
todas las categorías naturales resultan ridículas. San Juan
dice: ésta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe», y
sentimos el impulso de añadir: esta caridad es la victoria sobre
el mundo.
Y lo que dimos es la voz del corazón de Jesús, la gloria
de su corazón. La cualidad y la 'naturaleza de su corazón se
hacen transparentes: un corazón tan suave; ardiente y glorioso
que está mucho más allá de cualquier ideal concebido por la
mente humana. Corazón de Jesús, de infinita majestad, ten
misericordia de nosotros (Cor lesu, maiestatis infinitae, ni-
serere nobis).

141
Pero él, queriendo justificarse, le dijo a Jesús: "quién
es mi prójimo?".
Jesús entonces, tomando la palabra, dijo: "Un
hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de
unos ladrones que, después de despojarle y cubrirle de
heridas, se marcharon, dejándolo apenas con vida.
Bajaba por aquel camino un sacerdote que, viéndole,
pasó de largo. De igual modo, un levita que pasaba por
aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que
iba de camino llegó hasta él, y al verle se llenó de
compasión. Se acercó, vendó sus heridas, echando en
ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia
cabalgadura, lo condujo al mesón y cuidó de él. Al día
siguiente, tomando dos denarios, se los dio al mesonero y
le dijo: "Cuida de él y lo que gastes de más te lo pagaré a
la vuelta'.
¿Quién de los tres te parece que fue prójimo del que
cayó en manos de los ladrones?" Él le contestó: "El que
tuvo misericordia de él". Y Jesús le dijo: "Anda y haz tú lo
mismo. (Lc 10, 29-37).
La respuesta de Jesús a la pregunta: «¿Quién es mi
prójimo?», derriba los muros que aprisionan nuestro corazón.
De nuevo nos enfrentamos con una caridad sin límites, con una
caridad que no está limitada ni por los lazos de la sangre, ni por
ninguna comunidad natural, ni por una afinidad especifica con
otra persona.
Mi prójimo es aquel que ha sido puesto en contacto con
mi corazón por Dios a través de una situación especial y de su
tema, incluso aunque no exista un vínculo especial por razones
de amistad, familia o nación. Una persona se convierte en mi
prójimo porque Cristo me llama en él: «Estaba desnudo y me

142
vestisteis, era peregrino y me acogisteis. Cuantas veces
hicisteis esto a uno de mis hermanos pequeños; a mí me lo
hicisteis.
Esto se pone, de relieve en el contraste con las actitudes
del sacerdote y del levita. La caridad del samaritano no tropieza
con los obstáculos y las reservas que imitan al sacerdote y al
levita. En ellos, el amor so encuentra dominado por una
prudencia natural. Parecen pensar, ¿Acaso sé por qué ha sido
herido este hombre? ¿No me expongo a todo tipo de peligros si
me meto donde no me llaman?».
Estamos ante esa restricción del amor que consiste en re-
conocer sólo una obligación: la de preocuparnos
exclusivamente de aquellas personas que de un modo u otro
nos han sido confiadas. El sacerdote y el levita piensan al
pasar de largo junto al hombre herido: ni es mi hermano ni un
pariente mío; nadie me ha dado la misión de cuidarle es un
extranjero. Lamento que haya sufrido esta desgracia, pero no
es mi problema.
El samaritano no se detiene en estas consideraciones;
oye la voz de Dios en el prójimo que sufre; su caridad va más
allá de toda obligación formal. ¿Quién puede dejan de captar la
completa novedad que caracteriza a este amor sin límites?
¿Quién puede dejar de sentir en este amor la sensación de una
libertad victoriosa? ¿Quién no es capaz de saborear la cualidad
completamente nueva de la bondad definitiva, el glorioso ardor
en el amor del samaritano?
Y en esta caridad encontramos también una característica
especifica de lo sobrenatural, la coincidencia de los opuestos
(coincidentia oppositorum) en un nivel natural. Esta caridad se
dirige a una persona individual. A diferencia del amor
humanitario por el género humano, presenta el carácter de un
interés completo por esta persona individual, al que esta
143
situación ha convertido en mi hermano, Tiene el carácter
plenamente existencia y concreto del amor verdadero. Además,
no. tiene, la exclusividad que poseen en un grado u otro todas
las demás categorías del amor. Se extiende a todas aquellas
personas que, por una situación determinada, se convierten en
mi prójimo (proximus). De modo que en este amor del prójimo
encontramos una interpenetración del carácter plena- mente
individual y existencial del amor con una actitud abierta que lo
abraza todo.
Este amor difiere completamente del mero amor natural
de benevolencia del hombre que, por su “buen corazón” está
siempre dispuesto a ayudar a los otros y a consentir a sus
deseos. Por muy atractiva que pueda ser esta benevolencia,
está separada de la caridad por un abismo, La benevolencia
natural sólo ve en la otra persona a un ser humano. La caridad,
sin embargó percibe el valor incomparable de un ser personal
destinado a amar a Dios y a unirse a Él. Ve la imagen de Dios
en él, en esta persona individual a la que Cristo ha amado y por
la quo ha muerto en la Cruz. Este amor transciende por sus
cualidades el ámbito natural; en él, nos elevamos al mundo de
Cristo en-el que se nos concede ver al prójimo a la luz del
glorioso lumen Christi (la luz de Cristo).
“Corazón de Jesús, lleno de amor y de bondad, ten
misericordia de nosotros” (Cor lesu, bonitate et amore plenum,
miserere nobis).

………………..
Al tercer día se celebró una boda en Caná de Gali- lea y
estaba allí la madre de Jesús. Fueron invitados también

144
a la boda Jesús y sus discípulos, Y faltando el vino, la
madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”, Jesús le
respondió: “¿Qué nos va a ti y a mi mujer? Mi hora aún no
ha llegado”. La madre dijo a los sirvientes Haced lo que él
os, diga.
Había, allí seis tinajas de piedra paro las
purificaciones de los judíos, con una capacidad de dos o
tres metretas cada una. Jesús les dijo: "Llenad de agua
las tinajas". Y las llenaron hasta el borde, Les dijo
entonces: "Sacad ahora y, levad al maestresala". Así lo
hicieron. En cuanto el maestresala probó el agua
convertida en vino -no sabía de dónde era, aunque si lo
sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al
esposo y le dijo: "Todos sirven primero el vino bueno, y
cuando han bebido bastante, sacan el de peor calidad. Tú
has guardado el vino bueno hasta ahora". Así, en Caná de
Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros con el 'que
manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él”
(Jn 2, 1-11)
El primer milagro de nuestro Señor en las bodas de Caná
es uno de los tres misterios de la fiesta de Epifanía, El
Evangelio dice: «manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron
en él»; La Iglesia ve en este milagro la primera manifestación
de la divinidad de Cristo. No obstante, se trata también de una
revelación de la ilimitada sobreabundancia del amor divino, El
primer milagro de Cristo no, consistió ni en curar a un enfermo,
ni en la restitución de un bien natural -como la vista a un ciego-,
ni siquiera en un bien indispensable como la multiplicación de
los panes. La transformación del agua en vino tampoco era
indispensable ni para los novios ni para la boda en cuanto tal.
Sólo resultaba útil para 'aumentar la alegría de

145
la fiesta. Tampoco faltaba par completo, simplemente
habla una cantidad Insuficiente. Divina sobreabundancia ¡Cristo
nuestro Redentor, que nos exhorta continuamente a buscar lo
único que es necesario, manifestando un interés tan grande
para que la boda transcurra sin problemas, para que los novios
no sufran ninguna humillación ni molestia por la escasez de
vino!
Divina, ilimitada sobreabundancia de amor l Qué abismo
la separa del duro celo de muchas personas piadosas que sólo
se sienten motivadas cuando está en juego algo vital para el
desino eterno del prójimo o, por lo menos, ¡algún bien in-
dispensable! Para estas almas piadosas o la escasez de vino
en una boda constituye un asunto trivial que no merece
atención, olvidan que las sublimes palabras de San Luis: «Quid
ad aternitatem?» (¿Sirve para la eternidad?) sólo se deben
aplicar a nuestra propia persona, nunca a la del prójimo.
Ciertamente, la felicidad eterna de nuestro prójimo no sólo
debe ser nuestra primera preocupación, sino que debe estar
presente de tal modo en nuestros actos de caridad que no
concedamos a otra persona ningún bien que pueda poner en
peligro su salvación. Pero la cuestión de si algo sirve para su
felicidad eterna no debe limitar el flujo de nuestra caridad. Mu-
chas personas piadosas creen erróneamente que su piedad les
pide que limiten su interés a aquellos bienes pertinentes para la
felicidad eterna o a los bienes terrenos indispensables: Su
caridad es fría y calculada y se caracteriza por un utilitarismo
seco Entre su caridad puritana, parsimoniosa y moralista, y la
sobreabundancia de la caridad de Cristo tal como se nos
muestra en las bodas de Caná, media un abismo. Aquí nos
encontramos con una prodigalidad divina, con una caridad sin
límites.

146
que llega hasta el último detalle; es una ternura que no
excluye nada que pueda beneficiar a la persona, desde lo más
alto hasta aquellos bienes agradables que son simplemente
legítimos, Realmente, el milagro de Caná nos permite captar
algo de la ternura, diferenciación y sobreabundancia de la
caridad de Cristo; nuestro Señor se digna Intervenir con un
milagro para proporcionar a una boda el vino que faltaba. Esta
caridad, atenta a lo que parece algo trivial, no se contradice de
ningún modo con el reto para luchar ante todo por lo único
necesario (el unum necessarium). En Caná se. trataba de la
alegría En cualquier fiesta, y en-particular en una fiesta de
bodas, Jo principal es la alegría. El vino era un símbolo de esta
alegre celebración y, por lo tanto, que éste fuera suficiente,
aunque no era algo indispensable, asumía un carácter
temático. En otra situación distinta, nuestro Señor quizá
hubiera reprendido a los que se preocupaban por semejantes
fruslerías.
Al ahondar en la divina sobreabundancia de esta caridad
llena de la ternura más delicada, de Sagrado Corazón de Jesús
se nos abre cada vez más, «Corazón de Jesús, hormo ardiente
de caridad, ten misericordia de nosotros a (Cor lesu, formax ar-
dens caritatis, miserere nobis)
Nunca podremos aferrar realmente la naturaleza de la
caridad que mora en el corazón del. Dios-Hombre si no nos
sumergimos en primer lugar en el gran misterio de su
misericordia, cuyo hálito. abraza toda la revelación de Cristo y
cuya has disipa las sombras de la muerte.
Cada una de las palabras pronunciadas por Cristo trans-
mite esta atmósfera divina y sobrenatural. Siempre que una
mente humana intenta ascender a Dios y quiere evitar el
antropomorfismo está obligada a permanecer en el ámbito de
lo
147
abstracto: Sólo podemos acceder al mundo divino
concreto cuando Dios nos habla en la revelación. Cristo emplea
comida raciones humanas en las parábolas; se refiere a las
características típicas de nuestra vida terrena, pero estas
parábolas nos transmiten sin embargo una atmosfera divina y
gloriosa. Representan la antítesis más completa al
antropocentrismo. Los ejemplos humanos y naturales se
convierten, al ser utilizados por Cristo, en una vía hacia el
mundo superior. Experimentamos la atmósfera del mundo
sobrenatural con todo su carácter concreto, una luz de lo alto
brilla en nuestras mentes al ok sus palabras. Tenemos aquí
una analogía de la epifanía de Dios en la Santa Humanidad de
Cristo, un reflejo del misterio de la Encarnación. Cualquier
palabra de Cristo, cualquier parábola participa de algún modo
en el misterio del Verbo he cho carne, de cuyo ebrillo ha
surgido una nueva luz que ilumina los ojos de nuestra alma».
Se trata del proceso opuesto al antropocentrismo. En el
antropocentrismo reducimos a Dios a categorías humanas. El
intento de ascender a Dios de manera concreta no sólo acaba
con un retroceso a un reino terreno completamente finito, sino
a un reino terreno deformado en el que nos encontramos con
una finitud oprimente.
Lo finito en la medida en que lo aceptamos como tal está
lleno de riqueza y de deleite, Pero cuando uno proyecta
categorías finitas en algo que es absoluto o, al contrario, cuan-
do uno intenta comprimir lo absoluto en categorías finitas uno
se siente, por decirlo de algún modo, estrangulado, y
experimenta el carácter sofocante del antropomorfismo. En las
parábolas de Cristo, por el contrario, las situaciones humanas
que tan bien conocemos, se convierten en una
ventana abierta al verdadero mundo celestial que nos
permite Experimentar la misteriosa gloria de las cosas de
148
arribas, de las que San Pablo dice saboread las cosas que son
de arriba. Nos elevan y nos sumergen en la auténtica plenitud
de lo divino.
Y, como hemos mencionado anteriormente, en cada
palabra pronunciada por Cristo, en cada mandamiento y en
cada parábola, se manifiesta la Santa Humanidad de Cristo y, a
través de ella, la Palabra de Dios.
Y añadió: "Un hombre tenta dos hijos. El más joven
dijo a su padre; Padre, dame la parte de hacienda que me
corresponde. Y les repartió la hacienda. A los pocos días,
el hijo menar, reuniéndolo todo, se marchó a un país
lejano, donde malgastó su fortuna viviendo con
desenfreno. Cuando lo hubo gastado todo, se declaró un
hambre extrema en aquella región y comenzó a pasar
necesidad. Fue y se ajustó con un hombre de aquel país,
que le mandó a su hacienda a guardar cerdos. Deseaba
saciar su hambre con las algarrobas que comían los
cerdos, pero nadie se las daba. Recapacitó y se dijo:
"Cuantos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia,
mientras yo aquí me muero de hambre, Me levantaré, iré a mi
padre y le diré padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya
no soy digno de ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de
tus jornaleros. Se levantó y fue hacia su padre .
Cuando todavía estaba lejos, lo vio su padre y, lleno de
compasión, corrió a su encuentro, se le echó al cuello y lo
cubrió de besos. Le explicó el hijo padre, he pecado contra el
cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero
el padre dijo a sus criados: Sacad en seguida el mejor vestido
y ponédselo, ponedle un anillo en su

manos y sandillas en los pies. Traed él ternero cebado y


matadlo; comamos y celebremos fiesta: porque este hijo

149
mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba. perdido y
ha sido ballado', Y comenzaron festejarlo.
El hijo mayor estaba en el campo; y al volver, cuan,
do se acercaba a la casa, oyó la música y los canticos, y
la- mando a uno de los criados, le preguntó qué pasaba,
Éste le dijo: Ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado
el ternero cebado por haberle recobrado sano', Se enfadó
y no quería entrar, pero su padre salió y trató de
convencerlo: Él contestó a su padre: Ya ves cuántos años
que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya' y nunca
me has dado un cabrito para festejarlo con mis amigos. Y
ahora que ha llegado ese hijo tuyo, que disipó tu fortuna
con malas mujeres, le matas el ternero cebado'. Pero él le
respondió: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío
es tuyo. Convenga festejarlo y alegrarse, porque ese
hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba
perdido, y ha sido hallado (Lc 15,11-32).

Al leer esta parábola del hijo pródigo nuestra alma se


siente tocadla por el hálito de la misericordia divina; captamos
el victorioso flujo redentor de la misericordia de Dios y el re-
verso de las categorías humanas de justicia. Esta parábola re-
vela también el carácter único e incomparable de la
constricción. En efecto, las palabras del padre, «porque mi hijo
estaba muerto y ha vuelto a la vida, expresan la resurrección
del alma que tiene lugar en la contrición. ¡La comparación entre
los dos hermanos! el pecador arrepentido y el «justo»- nos
muestra las misteriosas profundidades a las que conduce la
contrición, En uno encontramos el enfrentamiento con Dios
que tiene lugar en la contrición, su amplitud liberadora, su
modo único de destruir todas las barreras; en el otro, la
limitación y mezquindad del «justo que se. cree un siervo
150
bueno eficaz. Las palabras del hijo pródigo, ya no soy digno de
ser llamado hijo tuyo trátame como a uno de tus jornaleros,
revelan la humildad que implica la verdadera contrición. La
misericordia divina y la contrición del hombre están
misteriosamente unidas y se corresponden la una con la otra.
En la contrición verdadera se da un reflejo de la misericordia
divina y una afinidad cualitativa interna. Porque, si bien la
contrición es esencialmente el acto de una persona humana,
sólo es posible como una respuesta a Dios en el alma del
hombre que Él ha tocado. La verdadera contrición llama a la
misericordia de Dios. El pecador arrepentido se da cuenta de
que no merezco misericordia y de que debe humillarse, pero,
sin embargo; la pide: «Recapacitó y se dijo: "Cuántos
jornaleros de mi padre tiene pan en abundancia, mientras yo
aquí me muero de hambre. Me levantaré, iré a mí padre y le
diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti" Pero la
misericordia del padre se adelanta incluso a la manifestación
de la contrición del hijo pródigo, a su petición de perdón. AI
verle de lejos, él mismo salió a su encuentro para recibirle en
sus brazos amorosos. Y en vez de limitarse a cumplir sólo, lo
que su hijo le pide, le recibe amorosamente como un hijo y
mata el cordero cebado para celebrar la gran fiesta de la
conversión, Escuchemos su, respuesta al hijo mayor «Hijo, tú
estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Convenía
festejarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto
y ha vuelto a la vida, estaba perdido, y ha sido hallado. Nos
sentimos transportados a la gloria del Evangelio,

el evangelio, la abuena nuevas. La luz de la misericordia divina


eleva nuestras almas. La Inagotable riqueza de la parábola del
hijo pródigo nos sumerge en el misterio de la redención. Y
también esta parábola está impregnada por la nueva
151
afectividad transfigurada que mora en el Sagrado Corazón de
Jesús Corazón de Jesús, deseo de las colinas eternas, ten
misericordia de nosotros» (Cor lesu, desiderium collium
aeternorum, misere nobis)

Un fariseo le rogó que comiera con él; entró en PNA


casa del fariseo y se puso a la mesa. Había en la ciudad
una mujer pecadora, quien al enterarse de que estaba a la
mesa en casa del fariseo, tomó un vaso de alabastro con
perfume, y por detrás se puso a sus pies, llorando, y
comenzó a regar sus pies con sus lágrimas y a secarlos
con sus cabellos: y besaba sus pies y los ungía con el
perfume, Viendo esto el fariseo que le había invitado, se
decía para si: "Si, éste fuera profeta, sabría quién y qué
clase de mujer es la que le toca, pues es una pecadora".
Jesús le respondió: "Simón, tengo que decirte una cosa".
Y él contestó: "Maestro, di". "Una prestamista tenía dos
deudores, uno le debía quinientos denarios y el otro
cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, perdonó a los
dos. ¿Cuál de los dos le querrá más?" Simón le
respondió: "Pienso que aquella quien más perdonó: Él le
dijo: "Has juzgado bien". Y vuelto hacia la mujer, dijo a
Simón: "¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me
diste agua para los pies; ella en cambio ha bañado mis
pies con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos.
No me diste el ósculo; pero ella, desde que en-

tre, no ha cesado do besar mis pies, No ungiste mi


cabeza con aceite, ella en cambio ha ungido mis pies con
perfume. Por eso te digo que son perdonados sus muchos
pecados, porque amó mucho. A quien poco se le perdona,
poco amor muestra. Y le dijo a ella: 2tis pecados quedan
152
perdonados”. Y los invitados comenzaron a decir entre sí;
¿Quién es este que hasta perdona los pecados? Dijo
entonces a la mujer: "Ti fe te ha salvado. Vete en paz. (Lc
7, 36-50).

La misericordia de Dios es la fuente de toda nuestra


esperanza., Vivimos por la misericordia de Dios. Todo el
Antiguo Testamento, está lleno de apelaciones a la
misericordia de Dios, y de la fe en que Dios concederá su
misericordia al pecador arrepentido y, restaurará su alma:

«Ten piedad de mí, oh Dios, según tu gran misericordia.

Pero lo que vive como esperanza en la Antigua Alianza


encuentra su plenitud en Cristo, Cristo es la Misericordia
Encarnada, y en su actitud hacia María Magdalena se
encuentra la plenitud infinita de la gloria de Dios. El drama de la
caída del hombre y del Dios infinitamente santo se despliega
delante de nuestros ojos. La contrición de María Magdalena es
un epítome de toda contrición verdadera y ardiente. Y en
cualquiera de las manifestaciones de su contrición, tal como las
enumera nuestro Señor, se transparenta su ardiente amor por
él. Jesús las menciona como si expresaran el grado de su
amor. Escuchamos palabras de insondable profundidad en las
que resplandece la primacía del amor. «Sus pecados... le son
perdonados, porque ha amado mucho,» Es el gran banquete
de la
misericordia divina, la manifestación de su caridad divina-
mente condescendiente; Jesús, la santidad inefable, la pureza
encarnada, acepta amorosamente la tierna efusión del
pecador. Jesús, el mismo que con santa indignación arrojó a
los cambistas del templo, el mismo que desenmascaró

153
implacablemente la hipocresía de los fariseos, permite que una
pecadora arrepentida le sirva y bese sus pies. Y la despide,
devuelta a la pureza y llena de una nueva vida, con las
palabras: «Tu fe te ha salvado; vete en paz».
En las palabras' «porque ha amado mucho», el Dios
Hombre manifiesta de modo glorioso el papel y la dignidad del
corazón puesto que, ciertamente; todas las manifestaciones de
la amorosa contrición de María Magdalena y de su amor
arrepentido fueron efusiones de su corazón. Pero las palabras
de nuestro Señor, su dulzura, su clemencia, su misericordia
hacia María Magdalena, nos permiten dirigir una mirada al
misterio de su Sagrado Corazón y de su inefable Corazón de
Jesús, fuente dé vida y santidad, ten misericordia de nosotros»
(Cor lesu, fons vitäe et sanctitatis, miserere nobis).

Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer,


volvió de nuevo al Templo y todo el pueblo acudía a él; y
sentándose se puso a enseñarles. Los escribas ý los
fariseos le llevaron una mujer en adulterio y, poniéndola
en medio, le dijeron: "Maestro, esta mujer ha sido
sorprendida en fragrante adulterio, Moisés, en la Ley, nos
mandó lapidar a éstas. Tú, qué dices? Esto lo decían para
tentarle y tener

de qué acusarle. Pero Jesús, Inclinándose, se puso a


escribir con el dedo en la tierra, Pero como ellos insistían
en I preguntarle, se incorporó y les dijo. "Aquel de
vosotros que esté de pecado, arrójele la piedra el
primero". E inclinándose do nuevo, continuó escribiendo
en la tierra. Al oír estas palabras, se fueron marchando
154
uno tras otro, comenzando por los más ancianos, y se
quedó solo con la mujer, que estaba delante. Entonces
Jesús se incorporó y le dijo: "Mujer, ¿dónde están?
¿Ninguno te condeno? Ella contestó: "Ninguno, Señor".
Jesús le dijo: "Tampoco yo te condeno. Vete y no peques
más (Jn 8, 1-11).
De nuevo la misericordia divina ilumina nuestras mentes,
y nuestros corazones se sienten tocados por el hálito del
insondable misterio de misericordia que encontramos en la
actitud de Jesús hacia María Magdalena: Pero aquí aparece
una dimensión nueva. María Magdalena se acercó al Señor
llena de arrepentimiento y de adorable amor. Lavó sus pies con
sus lágrimas y los secó con sus cabellos. La mujer adúltera,
por el contrario, ha sido conducida delante de Cristo por la
fuerza y está frente a Cristo humillada y débil. El Evangelio no
dice nada sobre su contrición; la misericordia de Jesús se
adelanta. El corazón de la mujer adúltera, frente a frente con la
infinita pureza y con la impresionante santidad de Jesús, se
derrite ante su misericordia. La nueva vida nace en su alma
Contemplamos aquí la más extraordinaria confrontación
entre Cristo y el pecador. Cristo no se dirige a ella
inmediatamente, sino que primero desarma los prejuicios de los
fariseos: «El que esté sin pecado, que tire la primera piedra.
Son palabras que resuenan a través de los siglos y de los
eones hasta el fin del mundo alertando nuestra conciencia

155
cuando sentimos la tentación de juzgar a nuestro prójimo.
Jesús permanece silencioso mientras que los que deberían
juzgarla se van uno tras otro. Pero en esta confrontación
silenciosa hay un mundo de misericordia, de dulzura y de
caridad. Es el misterio de la iniquidad del hombre y de la
infinita' santidad de Dios, el drama del encuentro entre la
contrición del hombre y la misericordia de Dios que se
adelanta. Cristo no la mira directamente: escribe en la arena,
pero esto resulta suficiente para derretir el corazón de la
pecadora humillada y avergonzada. Al no dirigirse
inmediatamente a ella, al no mirarla ni siquiera, Cristo le
concede tiempo y permite que tenga lugar el proceso de la
«conversión» sin aumentar su húmillación. Lo primera que
hace después de este santo silencio es dirigirle una pregunta:
¿Ninguno te condenó?». Esta pregunta pone de manifiesto una
vez más la inagotable y delicada indulgencia de Jesús. El
perdón misericordioso del Señor, el juez eterno, el único que
puede condenar o absolver, está como escondido en la
pregunta. La cuestión de la condena sólo se trata'
indirectamente, cuando lo pregunta si los que tenían un
derecho meramente jurídico a condenarla lo han hecho
efectivamente. Y cuando ella contesta: «Ninguno, Señor»,
Jesús dice: «Tampoco yo te condeno», Hasta el mismo-perdón
se concede con una santa discreción. Tan sólo al final se
dirige. directamente a ella con una exhortación para el futuro, el
maravilloso: «Vete y no peques más, que se refiere a la nueva
vida del pecador convertido y del alma resucitada.
Realmente, ante esta misericordia abrumadora, ante. esta
delicada indulgencia, ante esta paciencia divina que mora en el
corazón de Jesús, caemos de rodillas y rezamos: «Corazón de
Jesús, paciente y de mucha misericordia, ten miseri-

156
Cordia de nosotros” (Cor Iesus patiens et multae
misericordiae misere nobis).

«Entonces, acercándose Pedro, le preguntó: "Señor,


¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano las ofensas
que me haga? ¿Hasta siete veces?" Jesús le dijo: "No te
digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete"»
(Mt 18, 21-22).

Estas palabras nos elevan otra vez al «nuevo mundo» de


Cristo. El espíritu de perdón se nos presenta con un carácter
tan absoluto que se opone a las tendencias del hombre caído.
El perdón tiene mucha afinidad con la misericordia, pero
es claramente diferente. La misericordia, en su sentido literal,
es ante toda una virtud divina. La misericordia del hombre sólo
guarda cierta analogía con la misericordia divina. Cristo, el Hijo
de Dios, es misericordioso en el auténtico sentido primario, que
para nosotros es imposible. En él convergen la misericordia y el
perdón. Su modo de perdonar a María Magdalena y a la mujer
adúltera son manifestaciones típicas de la misericordia divina.
A pesar de todo, el perdón divino y el humano difieren
todavía más que la misericordia. El perdón divino se refiere al
pecado, es decir, al mal moral intrínseco; el perdón humano
sólo se refiere al daño objetivo que se nos ha causado. Al per-
donar algo que nos han hecho, superamos el rencor hacia la
persona que nos ha ofendido y nos volvemos a él amorosa-
mente. Pero nos damos cuenta con claridad que nuestro per-
dón no se refiere de ningún modo al mal moral implicado en

la acción que nos ha dañado. Nuestro perdón no puede elimi-


nar la falta de armonía objetiva creada por el pecado. Esto sólo
157
lo puede realizar el perdón de Dios. Por esto preguntan los
fariseos: ¿Quién es éste que perdona los pecados?
Aunque el perdón y la misericordia tienen una gran afi-
nidad, en el hombre siempre constituyen dos actitudes dife-
rentes. En Cristo, por el contrario, el perdón y la misericordia
divina se encuentra entretejidos.
Con la misericordia renunciamos a un «derecho» que te-
nemos sobre otra persona. El siervo cruel, por ejemplo, no
quiere renunciar a su derecho sobre el otro siervo. El perdón,
por el contrario, se refiere a un daño que nos han hecho. Lo
opuesto al perdón es la venganza; lo opuesto a la misericordia
es la insistencia en nuestros derechos o pretensiones. Shylock
no quiere ser misericordioso. Con la misericordia perdonamos
la deuda de una persona y la liberamos amorosamente de su
obligación. También es la misericordia la que impulsa a una
persona a renunciar al castigo de un culpable, aunque tenga
autoridad para ello. Y es la misericordia, por último, la que hace
que un hombre que se encuentra en una posición de autoridad
moral frente a otro, no la aproveche para su beneficio.
El perdón, por el contrario, se refiere a nuestra posición
interior respecto del ofensor. Con él disolvemos cualquier ren-
cor, deseo de venganza, amargura, enemistad o malhumor.
Cancelamos en nuestra alma la «cuenta» en la que podemos
haber grabado cuidadosamente el mal que se nos ha hecho.
Vemos, por lo tanto, que, aun estando profundamente re-
lacionado con la misericordia, el perdón es un aspecto nuevo,
otra manifestación del único flujo infinito que constituye el au-
téntico núcleo de toda la moralidad sobrenatural: la caridad.

Somos testigos, una vez más, del contraste entre el hom-


bre y el Dios-Hombre, Cristo. Pedro acepta de modo reverente
y amoroso su precepto de perdonar. En su ardor y prontitud
158
para seguir al Maestro, en su deseo de saber el modo preciso
de cumplir este precepto, dice: «Señor, ¿cuántas veces he de
perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete
veces?».
A pesar de sus buenas disposiciones, de su deseo de
cumplir los preceptos de Cristo y de su devoción a Jesús, su
pregunta refleja la limitación humana. Es Pedro antes de
Pentecostés. Y contra el telón de fondo de este espíritu de
perdón todavía condicionado, limitado y restringido, la
respuesta de Cristo es esplendorosa: «No te digo hasta siete
veces, sino hasta setenta veces siete». Una vez más, podemos
ver cómo el fuego que Cristo ha venido a traer a la tierra
destruye todas las barreras y todas las limitaciones. Una vez
más somos testigos de la irrupción de la sobreabundancia
divina en las limitaciones del mundo. Es el hálito del Espíritu
Santo. Y una vez más la gloria de la Santa Humanidad de
Cristo se despliega ante nuestras mentes. «No siete, sino
setenta veces siete» son las palabras de nuestro Redentor, y
son palabras redentoras llenas del flujo de la caridad infinita. Es
la voz del Sagrado Corazón: «Corazón de Jesús, tabernáculo
del Altísimo, ten misericordia de nosotros» (Cor Iesu,
tabernaculum Altissimi, miserere nobis).

«Entonces se le acercó la madre de los hijos de


Zebedeo con sus hijos y se postró para pedirle algo. Él le
preguntó: "¿Qué quieres?" Díjole ella: "Di que estos dos
hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y otro
a tu iz-
quierda". Respondió Jesús: "No sabéis lo que pedís. ¿Po-
déis beber el cáliz que yo he de beber?" Le dijeron:
"Podemos": Les respondió: "Mi cáliz lo beberéis, pero el
sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me
159
corresponde concederlo, sino que es para quienes está
preparado por mi Padre» (Mt 20, 20-23).

La petición de la madre de Juan y de Santiago manifiesta


con claridad que su amor estaba entremezclado con la ambi-
ción por sus hijos. Observamos la efusión de un corazón man-
chada por un egoísmo ingenuo. Pero Jesús no la rechaza ni
tampoco la regaña. Se limita a contestar con una clemencia
inaudita: «No sabéis lo que pedís». Hasta los Apóstoles Juan y
Santiago proyectan de modo ingenuo las categorías humanas
en el Reino de Dios. Y, sin comprender plenamente el sentido
de la palabra «cáliz», con una mezcla de devoción y de pronti-
tud conmovedora, por un lado, con ambición y seguridad en sí
mismos por el otro, secundan la petición de la madre.
Pero tampoco Jesús les reprocha su actitud. Sólo pone de
manifiesto lo inadecuado de su petición. La petición de la ma-
dre y de los dos hijos provoca la rabia de los otros apóstoles.
Es comprensible que les escandalizara, pero en su rabia
también había ambición. No se escandalizan por lo inadecuado
de la petición, sino por la presunción que manifiestan los hijos
de Zebedeo, y en particular su madre, al pedir algo especial
para ellos. Su protesta revela que tampoco ellos han superado
completamente todavía las categorías de la gloria terrena.
Pero de nuevo, en vez de reprocharles su rabia, en vez de
humillarlos, Jesús les expone las nuevas reglas de la gloria so-
brenatural y la grandeza de la humildad. Esta divina clemencia
de Jesús, esta dulzura hacia sus discípulos, nos permite
echar ciertamente otra mirada a la santa afectividad que habita
en el Sagrado Corazón de Jesús. Caemos de rodillas y le
adoramos «Corazón dé Jesús, casa de Dios y puerta del Cielo,
ten misericordia: ¡de nosotros! (Cor Iesus domus Dei ét porta
caseli; miserere nobis). '
160
Dijo también a unos que confiaban en sí
mismos teniéndose por justos y despreciaban a los
demás esta parábola: Dos hombres subieron, al
Templo a orar uno era; fariseo, y el otro publicano. El
fariseo de pie, oraba diciendo en su interior; “Oh
Dios, te doy. gracias. porque no soy: como los
demás: hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni
tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por
semana, pago los diezmos, de todo lo que poseo.
Pero el publicano se quedó lejos y ni siquiera se
atrevía a levantar sus ojos al, cielo, sino que se
golpeaba el pecho, diciendo: ‘Oh Dios, ven junto a
mí a ayudarme, que soy un pecador Os digo que
este bajo a su casa justificado y el otro no. Porque
todo el que se exalta será humillado, quien se
humilla, será exaltado (Lc 18, 9-14)

Esta parábola arroja una luz, divina sobre nuestras


mentes y nos muestra una moralidad nueva. En esta parábola
Cristo revela el misterio de la humildad en toda su, belleza
victoriosa. El pecador que se humilla a si mismo vuelve a casa
justificado; el «justo» orgulloso que se exalta a sí mismo,
vuelve del templo sin haber sido justificado. Sin humildad, toda
su honradez y su cumplimiento puntilloso de nada aprovechan
al fariseo, pero el poder y el valor de la humildad es tal que por

sola basta para justificar al pecador Una vez más, esta


parábola lleva el sello inconfundible del mundo de arriba. Todas
las reglas, naturales se esfuman 'ante estas palabras eternas:
todo el que se exalta será humillado; y quien se humilla, será
exaltado.

161
Estas palabras de Jesús transpiran una santidad reden
tora y entrañan la irrupción de la luz divina en este mundo. En
verdad, al oír estas palabras de Cristo, no presenciamos sólo
una phase Domini, sino la infusión de su sagrada verdad en
este mundo. Quien no se conmueva ante el misterio de la
humildad, quien no entienda que el mundo se transforma en un
mundo nuevo y diferente tras esta parábola de Cristo, no capta
realmente el lumen Christi. Quien no es capaz de darse cuenta
de la revolución espiritual que implican estas palabras, una
revolución que procede de lo alto a través de la revelación
divina, no ha entendido el mensaje divino, el evangelio. El
hombre al que estas palabras no le penetran en el alma como
una espada, cuya visión del hombre y de sí mismo no queda
trastocada, no ha entendido esta parábola.
Y, en esta parábola que nos revela ia anchura, la altura y
la profundidad de la humildad somos atraídos por el embrujo
del Sagrado Corazón de Jesús. Al sumergirnos con Jesús en el
misterio de la humildad, nos hacemos dignos de contemplar un
rayo de la infinita santidad que mora en el Sagrado Corazón del
Dios-Hombre que dice: Aprended de ni que soy manso y
humilde de corazón.

Al observar cómo elegían los invitados los


primeros puestos, les propuso una parábola Cuando
seas invitado

por alguien a una boda, no te coloques en el primer


puesto, no sea que haya sido invitado por aquél otro
más distinguido que tú, y el que os invitó a ti y a , te
diga: Cede el sitio a éste', y entonces tengas que ir
lleno de vergüenza a ocupar el último lagar. Al
contrario, cuando seas invitado, ve a sentarte en el
162
legítimo lugar, para que cuando venga quien te,
invitó, te diga: 'Amigo, sube más, arriba'. Esto será
para ti un honor ante todos los comensales. Por- que
todo el que se exalta será humillado, y el que se
humilla será exaltado". (Lc 14,7-11).
El argumento de esta parábola es, una vez más el
glorioso misterio de la humildad. No se trata de la modestia de
quien no tiene un 'elevado concepto de sí mismo y por lo tanto
permanece en un segundo plano en actitud resignada. Por muy
atractiva que pueda ser, la modestia es una mera virtud natural.
Encontramos hombres modestos incluso entre los paganos. La
modestia es el resultado de una objetividad completa sobre uno
mismo que permite a una persona darse cuenta de sus límites
y de la superioridad de los otros. La modesta merece
ciertamente alabanza, pero no es a ella a la que Cristo promete
que será exaltada; es a la persona humilde, un rasgo especifico
de la mueva criatura en Cristo. Es esta gloriosa virtud la, que
impulsa al invitado a ocupar el último puesto.
Esta parábola nos descubre el aspecto misterioso de la
humildad que implica el gesto de colocarse por debajo del nivel
que a uno naturalmente le corresponde. Es la humildad lo que
lleva a San Francisco a convertirse en mendigo. Es en la
humildad donde encontramos una pálida analogía con la
misteriosa condescendencia del mismo Dios-Hombre, con su
divina
humildad. Escuchamos las maravillosas palabras, la amo- rosa
exaltación del Señor «Amigo, sube más arriba», en las que se
manifiesta la misericordia de Dios y su amor por la humildad.
En realidad, las mismas palabras, el que se exalta será
humillado» que manifiestan sin ambages la importancia

163
fundamental de la humildad, asumen aquí un contenido nuevo
al sacar a la luz una nueva dimensión de su naturaleza.
De nuevo somos llevados al «reino de santidad y de
gracia» y respiramos la atmósfera de la redención. Al captar la
nueva dimensión de la humildad, que es un reflejo del miste- rio
de la divina humildad de Jesús, nos acercamos cada vez más a
la riqueza santa que mora en el Sagrado Corazón de Jesús.
«Corazón de Jesús, salvación de todos los que esperan en ti,
ten misericordia de nosotros. (Cor lesu, salus in te speran-
tiumt, miserere nobis)
….*

Pero Jesús los llamó y dijo; "Sabéis que los que


gobiernan las naciones las subyugan y que los
grandes las avasallan. No ha de ser así entre
vosotros, sino que quien quiera ser grande entre
vosotros será vuestro servidor, y quien quiera ser el
primero entre vosotros, será vuestro siervo. Del
mismo modo que el Hijo del hombre no ha ve- nido a
ser servido, sino a servir y dar su vida en redención
por muchos". (Mi 20, 25-28).

Estas palabras dan al traste con, todas las categorías, de


gloria, fama y dominio. Mientras que las palabras ac) que se
humilla será exaltado», se aplican a todos los hombres, las, pa-
labras «quien quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro
Siervo se aplican a aquel que ha de ser él primero. Sin
embargo, servir no es un medio para alcanzar la posición de
do- minio que encontramos entre los gentiles se trata de una
concepción completamente nueva de dominio, cuyo verdadero
centro es el servicio. El que está llamado por Dios para dirigir,
para mandar, para ser el primero, debe ante todo servir a los
164
demás. Ésta es la ley del Nuevo Testamento y en ella se
manifiesta de modo claro la antítesis entre el «mundo» con sus
le- yes y el reino de los cielos. Es el abismo entre las dos
ciudades de San Agustín. Pero esta ley del Nuevo Testamento
no es sólo la antítesis al mundo en el sentido de la sagrada
Escritura, sino que echa por tierra también todas las categorías
válidas, pero meramente naturales, al sobrepasarlas de un
modo glorioso. La misteriosa amplitud liberadora de lo
sobrenatural nos acaricia cuando escuchamos estas palabras.

Sin embargo, cuando Cristo dice que «el Hijo del hombre
no ha venido a ser servido, sino a servir (filius hominis non venit
ministrari sed ministrare), nos enfrentamos no sólo con la ley
del Nuevo Testamento, sino con el mismo misterio de la
Encamación. Es el Dios-Hombre, Cristo, el mismo Señor que
dice: «se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra,
quien pronuncia esas palabras. El misterio de la divina caridad
y el misterio, de la divina humildad iluminan nuestras mentes.
Servir es una manifestación de la caridad divina, de igual modo
que lo es la humildad. En las palabras el hijo del Hombre ha
venido... para dar su vida en rescate la caridad y la humildad
divina alcanzan su máxima expresión en cuanto encarnadas en
el misterio de la redención. Y mientras Cristo habla de sí
mismo, se nos concede una mirada más directa a su Sagrado
Corazón. por muchos»
La insondable caridad y la divina. humildad que moran en
su Sagrado Corazón mueven. El nuestro, y caemos de rodillas
y le adoramos: «Corazón de Jesús, en quien el Padre se ha
complacido, ten misericordia de nosotros» (Cor lesu, in quo
Pater sibi bene complacuit, miserere nobis). «De nuevo os
digo: más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja
que entre un rico en el reino de los
165
«De nuevo os digo: más fácil es que un camello
pase por el ojo de una aguja que entre un rico en el
reino de los cielos» (Mt 19, 24).
«En verdad os digo: los publícanos y las meretrices
os precederán en el reino de Dios» (Mí 21, 31).
«Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y
arrójalo de ti, porque más te vale perder uno de tus
miembros que dejar ir todo tu cuerpo al infierno» (Mt
5, 29).
«Pero yo os digo: no resistáis al malvado; por el con-
trario, a quien te hiera en la mejilla derecha,
preséntale también la otra» (Mt 5, 39).
«No penséis que he venido a traer paz a la tierra; no
vine a traer paz, sino espada. Pues he venido a
enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra
su madre, a la nuera contra su suegra; y los
enemigos del hombre serán los de su propia casa»
(Mt 10, 34-36).
La radicalidad de estas palabras es un reflejo de la infi-
nitud divina. Interpretar estas palabras como la típica expresión
natural de un rechazo apasionado constituiría una equivocación
radical. Este rechazo siempre tiene el carácter de una emoción
temporal y pasajera. Pero la terrible severidad y radicalidad de
estas palabras de Cristo no es la consecuencia
de una emoción momentánea, y tampoco tiene nada que ver
con los excesos meramente naturales.
De todos modos, lo que aquí interesa es captar el con-
traste entre la falta de límites de la divinidad y el exceso natural
adorado por los hombres de tipo prometeico que intentan ir
más allá de los límites de su condición de criaturas. Encon-
tramos con frecuencia este ethos en la literatura y en la vida.
Estos tipos prometeicos incluyen, en su aversión a cualquier
166
limitación, un desprecio por el gran valor de la medida ade-
cuada. Encuentran en toda medida algo farisaico; están ena-
morados de la falta de límites por ella misma. Elogian un acto
heroicamente mortal no por su bondad sino por su carácter
heroico.
Al contrario, la falta de límites que encontramos en estas
palabras de Cristo no se opone al verdadero valor de la me-
dida. Contiene per eminentiam todos los valores de la medida
adecuada, al mismo tiempo que los sobrepasa infinitamente.
Diversamente de la falta de límites natural, no está alimentada
por el fuego de un dinamismo dionisíaco o del exceso prome-
teico. No es una afectividad natural sobredimensionada. Ade-
más, esta falta de límites natural, es sólo aparente: consiste en
un dinamismo que escapa a cualquier medida y que en su in-
conmensurable abundancia tiene algo de indefinido. Pero este
dinamismo infinito está en realidad típicamente limitado; es un
intento de alcanzar la falta de límites a través de la mera
cantidad.
La ilimitada afectividad divina que se encuentra en las
palabras de Cristo, por el contrario, no es ni simplemente di-
námica ni indefinida. La terrible seriedad del pecado, de la
ofensa a Dios, de la vocación del hombre, de su santificación,
aparecen aquí en su verdadera dimensión; está en juego la ili-
mitada importancia de la obediencia a Dios, de la glorificación
de Dios, de la redención que Cristo nos ofrece.
El ethos que contienen estas palabras es ilimitado porque
las cosas de Dios no tienen límites: es parte de la infinidad de
Dios, de su amor infinito, de su misericordia infinita, de su
santidad infinita. Las dimensiones naturales quedan infinita-
mente superadas por la irrupción del fuego divino. Esta sobre-
abundancia heroica, que encontramos en las vidas de los san-
tos, sólo es posible a través de Cristo por Él, con Él y en Él:
167
{per ipsum, cum ipso et in ipso). Cualquier intento de alcanzar
la infinitud en el nivel natural -es decir, a través de nuestra
propia naturaleza- está condenado al fracaso.
La infinitud de la afectividad de Cristo, que es un escán-
dalo para los adoradores de la medida, constituye para nuestro
enfoque meramente natural una espada que divide el alma y el
espíritu. Pero precisamente este hecho revela la gloriosa
sobreabundancia que anula todas las categorías naturales y
embriaga nuestras almas con el hálito de lo infinito.
Toda esta embriagadora infinitud, esta falta de límites, se
entremezcla con la santa sobriedad. Es la ebrietas de la que
canta la liturgia: «bebamos alegres la sobria ebriedad del Espí-
ritu Santo».
Esta sobreabundante afectividad de Cristo, esta caridad sin
límites, esta humildad ilimitada, esta misericordia inagotable,
esta gloriosa majestad divina, revelan el palpitar del Sagrado
Corazón de Jesús: «Corazón de Jesús, abismo de todas las
virtudes, ten misericordia de nosotros». (Cor lesu, virtutum,
ómnium abyssus, misererre nobis):

168
Capítulo II: EL MISTERIO DEL SAGRADO CORAZÓN

Al sumergirnos en diversos pasajes del Evangelio, inten-


tábamos descubrir la riqueza del Sagrado Corazón de Jesús y
captar un destello de su Sagrado Corazón y de su afectividad.
Ahora queremos profundizar en aquellos pasajes del Evangelio
en los que nuestro Señor manifiesta de modo directo la vida de
su Sagrado Corazón. Son pasajes sublimes en los que nos
concede penetrar en el secreto más santo e íntimo: se nos
permite contemplar un destello de las heridas infligidas a su
Corazón por la infidelidad de sus discípulos o por la indiferencia
de Jerusalén y del pueblo elegido; tenemos el privilegio de
contemplar su tierno amor por sus discípulos, su continuo mirar
a su supremo sacrificio, su ansiedad, su soledad.
Incluso se nos concede una mirada al secreto incompa-
rablemente más sublime de su Sagrado Corazón: las mociones
dirigidas a su Padre celestial, su abandono en Dios, su supre-
mo sacrificio, su amor infinito. En estas revelaciones íntimas de
su Corazón, se manifiesta ciertamente la naturaleza humana
de Cristo de una manera específica. Pero, a pesar de todo, nos
enfrentamos con el gran misterio que consiste precisamente en
que, en esas manifestaciones de su humanidad, se revela de
un modo particularmente íntimo su divinidad. Se

presenta ante nosotros el misterio de la unión substancial de su


corazón con la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

169
Además, en este último capítulo, intentamos conocer la
santa afectividad que mora en el corazón de Jesús. Al concen-
trarnos en la epifanía de Dios a través de la humanidad de
Cristo, intentamos profundizar más y más en el misterio de su
corazón. Ahora bien, cuando nos centramos en aquellos pasa-
jes en los que Jesús nos concede contemplar la vida de su Sa-
grado Corazón, lo que aparece ante todo es la realidad de su
verdadera naturaleza humana, la realidad del «y se hizo hom-
bre». Y, sin embargo, todas estas manifestaciones de su cora-
zón están llenas al mismo tiempo de la santidad que las con-
vierte en una epifanía de Dios.
La inefable sublimidad cualitativa de estas efusiones y su
carácter verdaderamente humano dan testimonio del misterio
de la Encarnación. Es la misteriosa tensión de la Encarnación
la que da a cada uno de estos pasajes del Evangelio un
carácter dramático único.
De hecho, cuando el Señor revela el secreto de su Cora-
zón: su vulnerabilidad, su desamparo, su amor humano, no
podemos sino adorarlo, porque todas estas manifestaciones
humanas no son más que un fruto, un resultado, una expresión
de su infinito amor divino y de su humildad divinamente
condescendiente.
Por lo tanto, cuanto más se insiste en la humanidad
(siempre dentro del marco de una humanidad sagrada, inefable
y santa), más adorable resulta el misterio del infinito amor
divino.
Y precisamente en estos momentos en los que el misterio
de la «encarnación» resplandece con más fuerza, es cuan-
do nos sentimos obligados a caer de rodillas y adorarle
diciendo con el apóstol Santo Tomás: «Señor mío y Dios mío».

170
«"El Hijo del hombre ha de ser entregado en manos de los
hombres, que le darán muerte, pero al tercer día resucitará". Y
se entristecieron mucho» (Mí 17, 22-23).
En todas las predicciones de la pasión, resuena una tris-
teza profunda: Jesús descubre su corazón amoroso y vulnera-
ble. Es verdad que cada vez que se predice la pasión también
se menciona la gloriosa resurrección. Pero en el momento de la
predicción prevalece una nota trágica y un pesar sublime,
porque antes de la gloria de la resurrección se encuentran los
insondables sufrimientos de Getsemaní y de la muerte en la
cruz, y el tono de la voz de su Corazón delata cuál es la parte
que prevalece.
En el reproche, sorprendentemente fuerte, que hace a
San Pedro después de la primera predicción, aparece esta nota
trágica. «Tomándolo aparte, Pedro se puso a reprenderle, di-
ciendo: "¡Lejos de ti, Señor! ¡No sucederá eso!" Pero él, vol-
viéndose, dijo a Pedro: "¡Apártate de mí, Satanás!, pues eres
para mí escándalo, porque no gustas las cosas de Dios, sino
las de los hombres"» (Mí 16, 22-23).
Las palabras de San Pedro eran palabras de amor, llenas
de la convicción y de la esperanza que esta predicción nunca
se realizaría. Pero detrás de este reproche del Señor aparece
también el deseo de evitar el escándalo. Las palabras de Pedro
manifiestan que todavía no ha entendido el misterio de la re-
dención. Y el reproche tan fuerte del Señor indica que lo que
prevalece en este momento es la pasión inminente. Escucha-
mos así la voz de su corazón desvalido que se ofrece a Dios

por la redención del hombre: «Corazón de Jesús, propiciación


por nuestros pecados, ten misericordia de nosotros» (Cor Iesu,
propitiatio pro peccatis nostris, miserere nobis).

171
"Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella,
¡diciendo “Si supieras también-tú en este día lo que
te lieva a la paz” (Lc 19,41-42).

Al llorar sobre Jerusalén, Jesús nos abre de nuevo su co-


razón. Las lágrimas, especialmente las lágrimas de tristeza,
son una efusión del corazón y una efusión particularmente in-
tima. Las lágrimas del Hijo de Dios deben conmovernos hasta
la médula. La misma persona de la que el Credo dice: «Dios de
Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero», ¡llora! El
misterio de la Encarnación, de la unión substancial de la
naturaleza humana con el Verbo, está presente en estas
santas lágrimas, en esta efusión personal e íntima del corazón
de Jesús, «Corazón de Jesús, digno de toda alabanza, ten
misericordia de nosotros» (Cor lesu, omni laude dignissimum,
miserere nobis).

Pero Jesús nos permite una mirada en su Sagrado Cora-


zón todavía mucho más íntima en la resurrección de Lázaro.

«Enviaron entonces las hermanas a decirle:


"Señor, el que tú amas está enfermo". Al oírlo
Jesús, dijo: "Esta enfermedad no es para muerte,
sino para gloria de Dios, a fin

de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios". Jesús


amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Jn 11, 3-5).

Ya las palabras, «el que tú amas está enfermo», y,


«Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro», son una
172
apertura única del Sagrado Corazón. Las palabras, «Jesús
amaba», no se refieren a la caridad con la que Jesús abraza a
todo hombre, sino a un amor especial por Lázaro y sus
hermanas. Efectivamente, incluso en la caridad divina hay
diferencias de grado. Dios no ama a cada uno igual, aunque
ama infinitamente a todos. Dios ama a la Virgen más que a
cualquier santo. Pero aquí, el amor de Jesús por Lázaro, Marta
y María no sólo se distingue en cuanto al grado del que tiene
hacia todo pecador; en este amor hay un toque de especial
ternura, una efusión íntima de su corazón. San Juan nos
informa, por lo tanto, de algo íntimo y personal, de algo que no
está incluido en la manifestación de la infinita caridad de Cristo.
Si no fuera así, San Juan no lo mencionaría expresamente
como una característica de la relación que Jesús tenía con
ellos. Es una indicación similar a la que afecta al mismo San
Juan cuando se le llama «el discípulo a quien el Señor
amaba».
Acogemos este mensaje con corazón tembloroso y con la
mayor reverencia, y llegamos a conocer así este aspecto ínti-
mo, humano y personal del Sagrado Corazón en el que habita
toda la plenitud de la divinidad. Pero sólo podemos captar o
adivinar la sublimidad y el valor insondable de este amor hu-
mano de Jesús si tenemos continuamente presente que se tra-
ta del Hijo de Dios, del Verbo, al que está substancialmente
unida esta naturaleza humana. Sólo sobre este telón de fondo
puede revelarse la dulzura abrumadora y el íntimo esplendor
De este amor humano que habta en el Sagrado Corazón:
“Corazón de Jesús, Rey y centro de todos los corazones, ten
misericordia de nosotros”.

173
***
Pero el pasaje que narra la resurrección de Lázaro nos permite
dirigir una mirada todavía más profunda a los movimientos
personales y secretos de su Sagrado Corazón.

“Cuando María llegó a donde estaba Jesús, al verle se postro a


sus pies y le dijo: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría
muerto mi hermano”. Jesús, cuando la vio llorar, y que los
judíos que la acompañaban lloraban también, se estremeció en
su espíritu, se conmovió y dijo: “¿Dónde lo han puesto?” Le
dijeron: “Señor, ven y lo verás”. Jesús comenzó a llorar. Decían
entonces lo judíos: “¡Mirad como le amaba!”.” (Jn 11, 32-36)

Jesús se estremeció en su espíritu y se conmovió al ver llorar a


María y ser testigo de su dolor ante la terrible realidad de la
muerte. El, sabía que iba a resucitar a Lázaro y a devolverlo a
sus hermanas, “se estremeció en su espíritu y se conmovió”.
La plenitud de su corazón, la respuesta plena al aspecto
humano de la muerte, el tierno amor personal por María y por
Lázaro, revelan la perfecta humanidad de Cristo, su igualdad
con todo hombre menos en el pecado.
Y Jesús lloró. Estas lágrimas son una efusión más íntima de su
Sagrado Corazón que las lágrimas derramadas por el destino
de Jerusalén. Son la expresión de un amor más íntimo y
personal.
En verdad, en la resurrección de Lázaro, el corazón del
Dios-Hombre se presenta ante nosotros de un modo misterio-
so. En primer lugar, presenciamos la expresión de su amor hu-
mano por María, Marta y Lázaro, de su dolor, de su compasión
ante su dolor, de la plena vivencia del aspecto humano de la
muerte con todo su horror. Después, escuchamos las palabras
de Jesús que revelan la gratitud de su corazón al Padre
174
celestial: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo
sabía que siempre me escuchas» (Jn 11, 41-42).
Y al resucitar a Lázaro, la divinidad de Cristo se impone
otra vez de modo abrumador.
¡Inconcebible misterio de la Encarnación e inefable su-
blimidad y santidad del Sagrado Corazón del Dios-Hombre! El
mismo que devolvió la vida a Lázaro con su palabra, se «estre-
meció en su espíritu» y lloró al ver llorar a María. ¡Qué inson-
dable santidad la de este Corazón, el núcleo más íntimo de su
Sagrada Humanidad, en su plenitud y vulnerabilidad humana y,
a pesar de todo, unido substancialmente al Verbo! ¡Profunda
expresión del misterio de la Encarnación, de la tensión entre lo
humano y lo divino en Cristo! Tanto en su humanidad como en
su santidad transfigurada es una epifanía de Dios. «Corazón de
Jesús, en el que habita toda la plenitud de la divinidad, ten
misericordia de nosotros» (Cor Iesu, in quo habitat omnis
plenitudo divinitatis, miserere nobis).

«María, tomando una libra de perfume de


nardo puro de gran valor, ungió los pies de
Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se
llenó del olor del perfume. Dijo en

tonces Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que


iba a entregarle: "¿Por qué no se ha vendido este
perfume en trescientos denarios y se ha dado a los
pobres?" Dijo esto no porque él se preocupará de los
pobres, sino porque era ladrón y, como tenía la
bolsa, hurtaba de lo que echaban en ella. Pero
Jesús dijo: "Déjala que lo guarde para el día de mi
sepultura. Pues a los pobres los tenéis siempre con

175
vosotros, pero a mí no siempre me tenéis"» (Jn 12,
3-8).

En las palabras, «pues a los pobres los tenéis siempre


con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis», percibimos un
amor impregnado de tristeza. No queremos centrarnos ahora
en el aspecto fundamental de estas palabras, que sugieren la
primacía del amor de Cristo sobre el amor del prójimo. Lo que
nos importa es escuchar la voz del corazón de Jesús en estas
palabras que poseen un tono personal, un desvelarse de su co-
razón que se muestra desvalido y expuesto a toda la enemistad
y el odio del mundo, con una ilimitada capacidad de sufrir y un
amor infinito. En estas palabras encontramos el amor por sus
discípulos y el dolor por la partida inminente. «Déjala que lo
guarde para el día de mi sepultura».
La nota de dolor que encontrábamos en las predicciones
de la pasión se hace aquí más fuerte. Y cuanto más nos acer-
camos a la pasión y a la muerte de nuestro Señor, más se des-
vela el Sagrado Corazón, más nos exponemos a las irradiacio-
nes del corazón de Jesús. «Corazón de Jesús, santo templo de
Dios, ten misericordia de nosotros» (Cor Iesu, templum Dei
sanctum, miserere nobis).

Y les dijo: "Vivamente he deseado comer esta


Pascua con nosotros antes de padecer. Porque os digo
que ya no la comeré hasta que se cumpla en el reino de
Dios", (Le 22, 14-16).

En general, el Señor se dirigía a sus discípulos


revelándoles la verdad divina que deban transmitir al mundo,
Les ha- bla en parábolas, les da consejos y preceptos. Les da
el poder de abrir y de cerrar, y les constituye como apóstoles.
176
En muchas ocasiones, ciertamente, el amor por sus discípulos
se expresa de modo indirecto. Pero estas palabras constituyen
una manifestación única de su Sagrado Corazón; en ellas vive
un amor tierno y personal entremezclado con la tristeza por su
partida inminente. El mismo Cristo que, cuando habla de si
mismo, lo hace principalmente en términos de su misión, ahora,
en este momento solemne, revela algo que sucede en su
Sagrado Corazón, un deseo personal fruto del tierno amor por
sus discípulos. «Corazón de Jesús, de cuya plenitud recibimos
todo, ten misericordia de nosotros (Cor lesu, de cuius
plenitudine omne nos accepimus, miserere nobis).

«Al atardecer, estaba a la mesa con los Doce.


Y, mientras comían, dijo: "Os lo aseguro: uno de
vosotros me entregará". Muy entristecidos,
comenzaron a preguntarle, uno por uno: "¿Acá soy
yo, Señor?" Pero él respondió: "El que mete conmigo
la mano en el plato, ése me entregará. Ciertamente,
el Hijo del hombre se va, según está escrito de él,
pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es
entregado! Más le valía a ese hombre no haber
nacido". Entonces habló Judas, el que le entregó, y
dijo: "Rabbí, ¿acaso soy yo?" Le respondió: "Tú lo
has dicho"» (Mí 26, 20-25).

Oímos la voz del corazón de Jesús en las palabras: «Os


lo aseguro: uno de vosotros me entregará». Transmiten su pe-
sar por la ofensa a Dios; su dolor por Judas Iscariote a quien
amaba; la herida de su corazón por la ingratitud, la infidelidad y
la hostilidad de Judas a quien había elegido como uno de los
177
apóstoles. El mismo hecho de «estar herido» es ya una mani-
festación de su Sagrado Corazón, de este secreto importante y
personal del Dios-Hombre.
Pero el corazón herido de Jesús se nos revela aún más
en la predicción de la negación de Pedro: «Todos vosotros os
escandalizaréis esta noche por mi causa... Pedro le respondió:
"Aunque todos se escandalicen por tu causa, yo nunca me es-
candalizaré"» (Mí 26, 31-32).
Ante el amor ardiente y la fidelidad de Pedro, ante su in-
trépida afirmación de que nada le podrá separar de Cristo, la
respuesta del Señor manifiesta el profundo sufrimiento, el de-
samparo de un corazón expuesto a la infidelidad, a la falta de
perseverancia, a la fragilidad, incluso por parte del apóstol mas
amante, fiel y devoto. «Te lo aseguro: esta misma noche, antes
que el gallo cante, me negarás tres veces» (Mí 26, 34).
Es como si paso a paso se nos revelara un estrato más
profundo del Corazón del Dios-Hombre: primero, la herida in-
fligida por la traición de Judas; después, la causada por la ne-
gación del príncipe de los apóstoles, precisamente aquel del

que Jesús había dicho: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edi-
ficaré mi iglesia».
En sí misma, la traición de Judas era ciertamente una
ofensa a Dios incomparablemente más grande que la negación
de Pedro. También era mucho mayor el daño que causaba a
Judas que el que producía a Pedro. Pero la herida infligida en
el Corazón de Jesús por la negación de aquel al que había ele-
gido como príncipe de los apóstoles y al que había amado ar-
dientemente resultaba más personal y más íntima.
Nos enfrentamos con los dos aspectos del mysterium ini-
quitatis (el misterio del pecado): la apostasía del malvado y el
178
fracaso del que ama a Dios, del que está seguro de que nunca
será infiel.
La sublime cualidad del sufrimiento de Jesús que aquí se
revela difiere radicalmente del sufrimiento del ser humano más
noble. La voz que oímos es la del corazón del Hijo del Hombre
y también la del corazón del Dios-Hombre. «Corazón de Jesús,
saturado de oprobios, ten misericordia de nosotros» (Cor Iesu,
saturatum opprobriis, miserere nobis).

--------------------

Una nueva dimensión del corazón de Jesús se nos revela


en Getsemaní: «Y tomando a Pedro y a los dos hijos de
Zebedeo, empezó a entristecerse y a sentir angustia. Entonces
les dijo: "Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y
velad conmigo". Y adelantándose un poco, cayó rostro en
tierra, mientras oraba diciendo: "Padre mío, si es posible, pase
de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como
quieres Tú"» (Mí 26, 37-39).
En las palabras “Mi alma está triste hasta la muerte” no
encontramos un tono de voz en el que vibra una profunda
tristeza, no se trata sólo de un hecho mencionado por Jesús
que revela implícitamente la herida de su corazón. Jesús habla
de sí mismo, del estado de su alma. Alza el velo del secreto
más íntimo y personal de su corazón.
Nos enfrentamos con la “coincidencia de los opuestos”
que entraña el misterio de la Encarnación. Por un lado la
tristeza hasta la muerte es una manifestación fundamental de
la naturaleza humana de Cristo; nos revela a Jesús como el
Hijo del Hombre. Por el otro, la cualidad de esa tristeza, su
misteriosa sublimidad, su poder expiatorio, su íntima conexión
179
con el amor divino e infinito de Cristo, es parte de la epifanía de
Dios en la Sagrada Humanidad de Cristo. Una vez más, el
carácter ilimitado del sufrimiento de Jesús en Jerusalén solo
puede tener lugar en el Dios-hombre porque este sufrimiento
contiene el mar de las lagrimas nobles de todos los hombres
que han vivido y vivirán hasta el fin del mundo; refleja todo el
desorden producido por la caída del hombre. La dimensión de
este sufrimiento supera todas las categorías humanas, aunque
el sufrimiento, en sí mismo, solo lo puede padecer el hombre.
Ahora bien, si en las palabras “mi alma está triste hasta la
muerte”, Jesús desvela su corazón del modo más directo, nos
concede una revelación todavía más íntima de su Sagrado
Corazón en las palabras: “Abba Padre, todo te es posible:
aparta de mi este cáliz” (Mc 14, 36). Es la cuerda más profunda
y secreta de su corazón, la voz de su corazón llamando a Dios
Padre.
Sin embargo, solo la luz del abandono total en Dios que

se encuentra en las últimas palabras, «pero no sea lo que yo


quiero, sino lo que quieres tú», la petición anterior logra toda su
fuerza; y sólo a causa de la primera petición las últimas pala-
bras alcanzan su realidad plena y genuina y su gloriosa verdad.
La secuencia de estas dos frases significa para nosotros una
abrumadora revelación del Sagrado Corazón. «Corazón de Je-
sús, herido por nuestros pecados, ten misericordia de
nosotros» (Cor Iesu, attritum propter scelera riostra, miserere
nobis).

___________________

180
A diferencia de todas las enseñanzas del Señor, a dife-
rencia de la revelación de su misión, el tema de las palabras en
la cruz no es ni la revelación de la verdad divina ni la autorre-
velación. Tampoco constituyen estas palabras una manifesta-
ción explícita del corazón de Jesús como cuando afirma: «ar-
dientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros».
Aquí, el tema es la pasión redentora, de modo que muchas de
las palabras de Cristo se dirigen a su Padre celestial. Se nos
permite presenciar este acontecimiento sublime, esta acción
divina particularmente íntima en la que el tema exclusivo es la
pasión redentora. Pero es precisamente aquí donde el misterio
del sufrimiento, de la humillación y de la obediencia hasta la
muerte revela, en cierto modo, más sobre su Sagrado Corazón
que cualquiera de las palabras que Cristo ha dirigido explícita-
mente a la humanidad. Precisamente en el momento en el que
el tema exclusivo lo constituye la acción redentora es cuando,
en cierto sentido, se nos concede la revelación más íntima del
Sagrado Corazón.
En la veneración del Sagrado Corazón de Jesús, la pa-
sión de nuestro Señor desempeña un papel central. Existe,
ciertamente, una relación profunda y esencial entre el corazón
y la capacidad de sufrir, y toda la pasión es un desvelamiento
de los secretos de este corazón.
«Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Le
23, 34). En este momento supremo, Cristo habla como el Hijo
del Hombre, en contraste con todas las ocasiones en las que,
hablando como el Hijo de Dios, él mismo ha perdonado a los
pecadores.
De todos modos, al pedir a Dios perdón para sus enemi-
gos, Cristo perdona implícitamente el daño que le han causado.
Es un perdón humano, el mismo perdón que Cristo nos manda
que vivamos. Pero, sobre todo, nos enfrentamos a su acto de
181
caridad último y definitivo. Cristo no sólo pide a Dios el perdón
para sus asesinos, sino que les disculpa por su ignorancia. El
hijo del Hombre, por decirlo de algún modo, coloca sus brazos
protectores delante de sus asesinos.
Nos ha sido dado contemplar en el Sagrado Corazón la
gloria de la caridad misericordiosa y del sublime perdón. «Co-
razón de Jesús, fuente de toda consolación, ten misericordia de
nosotros» (Cor lesu, fons totius consolationis, miserere nobis).

____________________

«Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el


Paraíso» (Le 23, 43)

En estas palabras, Jesús habla ante todo como Dios,


como Aquel que puede perdonar el pecado y prometer el para-
íso al buen ladrón. Pero también podemos oír la voz de su co

razón. Hay un tono de santa alegría en estas palabras. La


abrumadora respuesta a la única petición del ladrón convertido
no consiste sólo en el perdón sino en la garantía de la in-
mediata felicidad. En este aspecto va más allá de las palabras
dirigidas a María Magdalena o a la adúltera. Son, ciertamente,
palabras que se dirigen a un hombre crucificado, a un hombre
que se enfrenta con una muerte inmediata, mientras que María
Magdalena y la mujer adúltera todavía tenían una vida por
delante y podían volver a descarriarse.
De todos modos, la respuesta sobreabundante de nuestro
Señor al buen ladrón no es sólo una manifestación de la ilimita-
da misericordia de Dios; revela también la alegría de su
corazón ante el hombre que ha reconocido la divinidad del
Señor crucificado en el preciso momento en el que los
182
apóstoles creen que toda su esperanza se ha desvanecido.
«Corazón de Jesús, rico para todos los que te invocan, ten
misericordia de nosotros» (Cor lesu, dives in omnes qui
invocant te, miserere nobis).
______________

«Estaba de ple junto a la cruz de Jesús su madre y


la hermana de su madre, María de Cleofás, y María
Magdalena, Viendo Jesús a su madre y junto a ella al
discípulo a quien amaba, dijo a su madre: "Mujer, ahí
tienes a tú hijo". Luego dijo al discípulo: "Ahí tienes a tu
madre", Y desde aquella hora cl discípulo la tomó consigo
(Jn 19, 25-27.)
También aquí, Cristo habla de nuevo primariamente como
Hijo del Hombre y no como Señor y Redentor. Estas palabras
entrañan una manifestación de su corazón, de su amor por la
Santa Virgen y por San- Juan, y de. su tristeza por tener
que dejarlos: Confía su madre a Juan. Ciertamente, estas
palabras implican también la institución solemne de la Virgen
como Madre de todos los hombres, y por este motivo se
pronuncian con la santa autoridad del Redentor e Hijo de Dios.
* El carácter de la voluntad última y sublime del Hijo de Dios, el
amor que transpiran por su madre y por San Juan, da a estas
palabras una intimidad especial, Corazón de Jesús, formado
por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre, ten
misericordia de nosotros» (Cor lesu, in sinu Virginis Matris &
Spiritu Sancto formatim, miserere nobiš).

+++++++++++++++

183
«Después de esto, sabiendo Jesús que todo se
había consumado, para que se cumpliera la
Escritura, dijo: "Tengo sed"» (Jn 19, 28).

Nuevamente, aquí la cuestión no es la revelación sino la


pasión. La agonía de su Sagrado Cuerpo encuentra expresión
en una frase que encierra una petición dirigida a los hombres, a
sus verdugos, para que le den de beber. Si el «Eli, Elí, lema
sabachtaní» constituye el descenso más profundo en el inson-
dable abismo del sufrimiento, el despojamiento del alma, el
«tengo sed» constituye el descenso más profundo en otra di-
mensión, la de la fragilidad humana, la de la dependencia del
hombre respecto de su cuerpo. Es una expresión inefable de la
humildad divina por parte de aquel que «se anonadó a sí mis-
mo» tomando la forma de siervo.
Estamos acercándonos, al considerar el papel asumido
por el cuerpo en este momento supremo, a la culminación de

la tensión del misterio de la Encarnación. El Señor, que


nunca aparece manifestando molestia física alguna, manifiesta
su «sed» en este momento supremo. Su fatiga sólo es
mencionada por el evangelista en el pasaje de la mujer
samaritana, y su hambre en el episodio de las tentaciones.
Pero aquí, el descenso en el desvalimiento humano es tal, que
le lleva a recurrir a la «misericordia» de sus verdugos. ¡Misterio
de la humildad divina! El Señor que da siempre, que cambia el
agua en vino, que alimenta a 5.000 personas con cinco panes,
que da la vista al ciego, que despierta a Lázaro de la muerte;
este Señor, ahora, en el supremo momento de su sacrificio,
habla de su sed. En esta frase, el contenido revelado es inferior
al de cualquiera de las otras palabras pronunciadas en la cruz.
El hecho de que implique una petición a los hombres es la
184
verdadera antítesis de la revelación puesto que no es más que
una mera expresión de su sufrimiento. Sin embargo, revela un
profundo secreto de su pasión. Además, la petición no se dirige
a sus discípulos sino a los soldados inmisericordes. Esta
apelación a su misericordia hace de este grito la expresión más
dramática de su sufrimiento y de su humillación, de la privación
de todo su poder y su gloria divinos.

Las palabras «tengo sed» resuenan a lo largo de toda la


historia del género humano con su misteriosa sublimidad, pe-
netrando en nuestros corazones, despertándonos de nuestro
pecado y fundiendo nuestros corazones en el amor. «Corazón
de Jesús, unido substancialmente al Verbo de Dios, ten miseri-
cordia de nosotros» (Cor Iesu, Verbo Dei substantialiter uni-
tum, miserere nobis).

«Desde la hora sexta toda la tierra se oscureció


hasta la hora nona. Hacia la hora nona clamó Jesús
con fuerte voz: "Elí, Elí, lema sabacthaní?", esto es:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?"» (Mt 27, 45-46).

En este momento, el misterio de la Encarnación se ma-


nifiesta del modo más extraordinario. Aquel que perdona los
pecados, el Señor que se sienta «a la diestra del Padre», habla
aquí, en el momento de mayor soledad y privación, como si
estuviera desposeído de su divinidad. La tensión entre el Dios
verdadero y el hombre verdadero llega a tal punto que parece
que la naturaleza humana oscurece la divina; sin embargo,
este momento constituye una revelación inefable del misterio
de la encarnación y de la redención si lo consideramos a la luz
185
de la resurrección y en el conjunto de la entera epifanía de Dios
en Cristo.
Aquí Jesús revela su corazón más que en ningún otro sitio. Nos
permite presenciar su descenso al insondable abismo del
sufrimiento; la privación extrema de aquel de quien la Iglesia
canta: «Bendito el que viene en el nombre del Señor». El
sufrimiento que podemos adivinar aquí supera cualquier di-
mensión humana y, sin embargo, es esencialmente humano.
En él se contiene y se vence al mismo tiempo todo el sufri-
miento de la humanidad. Corazón de Jesús hecho obediente
hasta la muerte, ten misericordia de nosotros. (Cor lesu, us que
ad mortem obediens factum, miserere nobis).

«Cuando Jesús tomó el vinagre, dijo:


"Todo está consumando"» (Jn 19, 30).

En estas palabras ya no late la privación absoluta del «Elí,


Elí, lema sabacthaní», sino que respiran victoria y presagian el
misterio de la redención.
Las palabras «Elí, Elí, lema sabacthaní» encarnan el últi-
mo misterio de un sufrimiento al que pertenece que Cristo
pierda de vista su misión de redimir el mundo a través de la
cruz. El sentimiento de que su Padre celestial le ha abandona-
do implica que ya no ve la pasión, en su totalidad, como la mi-
sión del Hijo del Hombre. Estas palabras son, por decirlo de
algún modo, el aspecto interior de la pasión. Pero, en el «todo
está consumado», la pasión se vuelve a considerar en su
aspecto objetivo, en su totalidad, en su sentido tal como ha
sido querido por Dios. «Todo está consumando.»
Presenciamos la transición de la plenitud del sufrimiento a la
victoria, un momento que incluye el secreto del corazón de
Cristo y, al mismo tiempo, la culminación del acontecimiento de
186
los acontecimientos. «Corazón de Jesús, nuestra paz y nuestra
reconciliación, ten misericordia de nosotros» (Cor Iesu, pax et
reconciliatio nostra, miserere nobis)

++++++++++++++++++

«Y Jesús, clamando con una gran voz, dijo:


"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu"» (Le
23, 46).

Escuchamos las últimas palabras pronunciadas por Cristo


antes de su muerte, las palabras de las que dice San Lucas: «Y
habiendo dicho esto expiró». También aquí el tema no es la
revelación sino el acontecimiento de la muerte de nuestro
Señor. Es la suprema donación de su existencia humana al Pa
dre eterno, la expresión última de su entrega absoluta, de su
búsqueda de refugio y de paz divina. Estas palabras son, en
cierto sentido, las más íntimas, porque manifiestan el hecho de
que Cristo entrega su alma a Dios-Padre en un intenso diálogo
Yo-Tú. Pero esta sublime autodonación a Dios es también la
última efusión del Sagrado Corazón, que anuncia su gloria
venidera.
Si las palabras de la Virgen, «he aquí la esclava del Se-
ñor, hágase en mí según tu palabra», son las palabras centra-
les de nuestra existencia terrena, las palabras de Jesús, «Pa-
dre, en tus manos encomiendo mi espíritu», son las palabras
finales de la humanidad, las palabras conclusivas con las que
llega a su fin el status viaje. Es el modelo del gesto que el hom-
bre debería realizar en este momento supremo. Y, a pesar de
todo, Cristo no lo dirige a nosotros, sino que más bien testi-
moniamos este misterio de su corazón en las palabras que el
Hijo del Hombre dirige a su Padre celestial. Refleja la tensión
187
del misterio de la Encarnación: el Verbo, la segunda Persona
de la Santísima Trinidad, el Señor y Redentor, expresa como el
Hijo del Hombre las palabras que resumen del modo más pleno
su existencia humana. «Corazón de Jesús, esperanza de todos
los que mueren en ti, ten misericordia de nosotros» (Cor Iesu,
spes in te moñentium, miserere nobis).

--------------------------------------

En las apariciones del Señor resucitado encontramos una


nueva fase de la epifanía de Dios. La resurrección no sólo
manifiesta por sí misma la divinidad de Cristo, y no sólo es este
misterio la coronación y culminación de la epifanía, sino
que en el Cristo resucitado, la revelación de la cualidad divina
de Jesús alcanza otro nivel y su divinidad se hace incluso más
transparente. Cada palabra pronunciada por el Cristo resuci-
tado arrastra esta divinidad a una nueva epifanía.

La revelación de su Sagrado Corazón continúa después


de la resurrección. En la aparición a María Magdalena se nos
concede una mirada al Sagrado Corazón del Cristo gloriosa-
mente resucitado que se revela a María Magdalena con una
sola palabra: «María». La simple mención de su nombre cons-
tituye una nueva apertura de su corazón. Un amor tierno y una
alegría gloriosa están presentes en este darse a conocer como
Jesús. ¡Qué gloria e intimidad inefable la de esta situación! Por
un lado, la ansiedad de María Magdalena, su desesperación
por la muerte del Señor, su amoroso deseo de encontrar por lo
menos su cuerpo; por el otro, la respuesta de Jesús al
revelarse a ella antes incluso que a los apóstoles. Al desvelar

188
su identidad como Cristo resucitado por el sonido de su voz y al
llamarla por su nombre, Cristo desvela su Sagrado Corazón.

En las misteriosas palabras, «no me toques», se revela la


forma de existencia completamente nueva de Cristo resucitado.
A la misma María Magdalena a la que se había permitido lavar
sus pies con sus lágrimas y besarlos, no se le permitió tocar al
Señor resucitado. Y, de nuevo, en las palabras, «voy a mi
Padre y a vuestro Padre», se pone de manifiesto la alegría san-
ta que habita en su corazón. «Corazón de Jesús; nuestra vida y
nuestra resurrección, ten misericordia de nosotros» (Cor lesu,
vita et resurrectio nostra, miserere nobis).

pp. 200-208.

189
«Simón, ¿me amas más que éstos?» Estas palabras, que
el Señor resucitado repite tres veces, son pronunciadas por el
Dios-Hombre Cristo, el Redentor, aquel que vendrá a «juzgar a
los vivos y a los muertos».

La búsqueda del amor de Pedro nos revela el insondable


misterio de que Cristo busca nuestro amor, que no sólo quiere
ser obedecido sino también amado. Nos revela esta, ternura
sublime, una revelación que adquiere una importancia
especifica por el hecho de que se repite tres veces y es una de
las últimas palabras de Cristo. Se relata al final del Evangelio
de San Juan después de todas las apariciones del Señor
resucitado. Si las palabras, «se me ha dado todo poder en el
cielo y en la tierra», pronunciadas inmediatamente antes de la
ascensión, son la revelación definitiva de la divinidad de Cristo,
la manifestación de su Señorío absoluto, estas palabras son la
última efusión de su Sagrado Corazón. Transparentan una
dulzura inefable y un amor tiernamente glorioso. 'Ý en el divino
«apacienta mis ovejas», hay uh temblor de amor por todos
aquellos que le han seguido y le seguirán a lo largo de los
siglos.

«Si me amas, apacienta mis ovejas,» En estas palabras,


por decirlo de algún modo, se nos ofrece una última revelación
de la personalidad de Cristo. Y en esta revelación total de su
Santa Humanidad, el centro lo ocupa al Sagrado Corazón:
«Corazón de Jesús, delicia de todos los santos, ten
misericordia de nosotros. (Cor lesu, delicia sanctonum omnium,
miserere nobis).

190
TERCERA PARTE

LA TRANSFORMACION DEL CORAZON HUMANO

Capítulo I. EL CORAZÓN DEL VERDAVERO CRISTIANO

Hemos sido introducidos gradualmente en el misterio del


Sagrado Corazón de Jesús; y hemos intentado captar tanto su
cualidad divina como el reflejo del misterio de la Encarnación.
Frente a la verdadera gloria del Sagrado Corazón «en el que
brillan todos los tesoros de conocimiento y sabiduría», la
deformación de muchos himnos resulta patente. Pero el texto y
la melodía de estas canciones no sólo son incapaces de
reflejar el carácter divino y transfigurado del Sagrado Corazón
«en el que habita toda la plenitud de la divinidad», sino que
incluso presentan al Sagrado Corazón como un corazón
mediocre y sentimental desde el punto de vista humano: Esta
deformación ha suscitado en muchas personas un rechazo
comprensible pero exagerado ya que identifican la deformación
con la devoción al Sagrado Corazón. En vez de reconocer la
verdadera naturaleza del Sagrado Corazón, tal como se
presenta en su admirable Letanía o en la Misa de la Fiesta, hay
quien considera que el simple hecho de la existencia de la
devoción al Sa- grado Corazón produce automáticamente estas
'deforma- Para rechazar esta posición que confunde la
deformación con la devoción auténtica hemos intentando poner
de re

191
lleve la divina cualidad del Sagrado. Corazón mediante la
contemplación de algunos pasajes del Evangelio. Si queremos
darnos cuenta de la naturaleza y profundidad de esta devoción
y de su carácter litúrgico clásico resulta necesario captar al
Sagrado Corazón en su verdadera gloria. Y lo mismo vale si
queremos desenmascarar las deformaciones y faltas de
autenticidad características de muchas formas populares de
esta devoción que encuentran expresión en ciertos himnos,
formas artísticas e incluso oraciones.
Pero nuestro intento de comprender el Sagrado Corazón
posee más importancia y un carácter más positivo que la mera
corrección de deformaciones. Aumentar nuestro conocimiento,
alcanzar un conocimiento más intimo del Sagrado Corazón es
algo muy valioso en sí mismo. Considerar al Sagrado Corazón
en si gloria inefable y adorarlo es en sí mismo, de la mayor
importancia.
También resulta indispensable para comprender todas las
implicaciones que se contienen en la oración: “Haz nuestro
corazón a la medida del tuyo”. Si queremos comprender la
transformación en Cristo a la que nuestros corazones están
llamados, nuestros ojos deben ver al sagrado corazón en su
cualidad transfigurada, como la epifanía de Dios.
La transformación de nuestro ethos depende de nuestra
posesión de una verdadera imagen de Cristo y de su Sagrado
Corazón. En la medida en que proyectemos nuestra propia
mediocridad y pequeñez en el Sagrado Corazón y nos
alimentemos con esta imagen, permaneceremos aprisionados
en esta mediocridad, en vez de elevarnos y transformarnos.
Aquí, como en muchos otros lugares, nos enfrentamos con el
gran

192
peligro de adaptar la revelación a nuestro estrecho horizonte, y
deformarla de tal modo que desaparezca la necesidad de
transformarnos. En vez de captar el verdadero rostro de Cristo
y la llamada a transformarnos, en vez de dejarnos elevar por el
amor del auténtico Dios-Hombre, perdemos la posibilidad de
confrontarnos con la epifanía de Dios.
Aquí no se trata de desobediencia o rebelión contra Dios,
sino más bien de la calidad del ethos de un hombre y del
peligro de que Cristo no influya en la calidad de este ethos; el
peligro de que, incluso con buenas intenciones, no se alcance
nunca el ethos transfigurado que los santos encarnan y
reflejan.
Sólo ahora, por lo tanto, habiendo contemplado al Sa-
grado Corazón, podemos hacer una breve alusión a la natura-
leza de la transformación de nuestros corazones.
De todos modos, debemos insistir desde el principio en el
sentido auténtico de la oración que hemos mencionado. El
secundum (según, a la medida) significa que nuestro corazón
se debe llenar de la santa afectividad a la que hicimos alusión
al citar las palabras, parábolas y hechos de Cristo; se debería
llenar con el ethos santo que encontramos en todos los santos,
con la caridad victoriosa, la dulzura, la misericordia y la hu-
mildad de Cristo. Pero esta imitación de Cristo no significa
nunca una semejanza con el corazón del Dios-Hombre, cuyo
velo hemos intentado alzar. El misterio del Sagrado Corazón,
que implica que esté «unido substancialmente al Verbo de
Dios» es algo que no se puede repetir en ningún santo; está in-
disolublemente ligado a la Encarnación.
A la oración «haz nuestro corazón a la medida del tuyo»
se aplica todo lo que sabemos sobre el sentido de la imitación
de Cristo. La transformación en Cristo que implica esta imita

193
ción consiste en hacemos santos, en alcanzar una
plenitud de la vida divina que recibimos en el bautismo al
convertirnos en miembros del Cuerpo místico de Cristo.
Algunas veces se puede escuchar o leer: «actúa en cada
situación del mismo modo que habría actuado Cristo». Pero
ésta es una formulación errónea de la imitación de Cristo.
Porque el Dios-Hombre Jesús que dijo: «se me ha dado todo
poder en el cielo y en la tierra», actuó y actuaría en muchas
ocasiones de un modo tal que si lo imitáramos estaríamos
exaltándonos de modo blasfemo, en el sentido que se da a la
palabra exaltación en el Evangelio. La imitación de Cristo se
debería expresar más bien con las palabras: «Actúa de modo
que pueda resistir la prueba de una comparación con Cristo,
que resulte agradable a Cristo, en plena armonía con Cristo», o
en las palabras: «actúa siempre según el espíritu de Cristo». La
«semejanza con Dios» que constituye el «fin primario último»
del hombre es un sinónimo de «santificación» de la que dice
San Pablo: «ésta es la voluntad de Dios». Pero la «semejanza
con Dios» no altera de ningún modo nuestra condición de
criaturas ni elimina de ningún modo la diferencia infinita entre
Dios y el hombre.
A nosotros nos interesan los frutos de la gracia en la
nueva criatura y no el misterio de la participación en Cristo que
se constituye por el hecho de recibir la gracia santificante. No
nos ocupamos del misterio que se expresa en las palabras:
«Yo soy la vid, vosotros los sarmientos». Pero incluso conside-
rando este misterio podemos aplicar lo que afirmábamos antes
con respecto a la santificación: nosotros somos los sarmientos,
pero nunca podemos llegar a ser la vid.
Del mismo modo debemos entender el sentido de la
transformación de nuestros corazones según el Sagrado
Corazón. Esta expresión significa que alcanzamos la santa
194
afectividad que habita en el corazón de Jesús, el verdadero
ethos cristiano, pero no se refiere al misterio único del Sagrado
Corazón que no se puede separar de la Encarnación.
Debemos repetir una vez más que el corazón tiene una
función diversa de la voluntad y que Dios ha confiado al cora-
zón que «pronuncie» una palabra irreemplazable, una palabra
que a veces difiere de la que compete a la voluntad. Sería un
error desastroso no tener en cuenta este hecho y pensar que el
corazón y la voluntad siempre deben pronunciar la misma pa-
labra. Negar que Dios ha confiado al corazón que pronuncie
palabras propias lleva a la convicción de que silenciar el cora-
zón es un ideal religioso.
La llamada que Dios dirige a nuestra voluntad se debe
obedecer, independientemente de lo que nuestro corazón sien-
ta o pueda objetar. Pero esto no implica en absoluto que nues-
tro corazón deba conformarse a la voluntad en el sentido de
que debe pronunciar la misma palabra que ésta pronuncia.
Abraham, al escuchar que Dios le mandaba sacrificar a su
hijo Isaac, tuvo que responder «sí» con su voluntad. Pero su
corazón tenía que sangrar y responder con la tristeza más
grande. Su obediencia al precepto no habría sido más perfecta
si su corazón hubiera reaccionado con alegría. Al contrario, se
hubiera tratado de una actitud monstruosa. Según la voluntad
de Dios, el sacrificio de su hijo requería una respuesta del co-
razón de Abraham: la del dolor más profundo. Pero a pesar de
la profunda reluctancia de su corazón, Abraham estaba obli-
gado a aceptar esta terrible cruz y a conformar su voluntad al
precepto de Dios.

La disparidad querida por Dios entre el corazón y la vo-


luntad, que encontramos en algunos casos, no se debe inter-
pretar como si apoyara la noción kantiana de que una tensión
195
entre la voluntad y el corazón incrementa el valor moral de la
voluntad. En todas las situaciones de conflicto entre la dos ca-
tegorías de motivación que hemos calificado como la satisfac-
ción meramente subjetiva y el valor, resulta moralmente prefe-
rible que no sólo la voluntad sino también el corazón
reaccionen con una respuesta positiva al valor. Desde el punto
de vista moral, es incomparablemente mejor que, por ejemplo,
nos alegremos cuando ayudamos a otra persona, que si lo ha-
cemos sólo con nuestra voluntad (á contre coeur). Es mucho
mejor que nuestro corazón rebose de amor por el prójimo que
si nos limitamos a hacer el bien con un corazón indiferente.
Pero la cuestión que ahora nos interesa no es la de aque-
llos casos en los que debemos responder a un valor moral rele-
vante. Estamos pensando más bien en aquellos casos especia-
les en los que un bien dotado con valores elevados tiene que
ser sacrificado. Si nos preguntamos, por ejemplo, cuál es la
actitud que agrada a Dios cuando muere una persona amada,
nuestra respuesta es que nuestro libre centro espiritual debe
pronunciar un fiat: debemos aceptar la terrible cruz que se nos
impone. Esta aceptación es un acto de la voluntad, pero Dios la
quiere como una cruz y esto implica que nuestro corazón
sangre. La cruz no debería existir en nuestra vida si nuestro
corazón se conformase con la voluntad de Dios en el sentido
de que todo lo permitido por Dios sólo podría alegrar nuestro
corazón. La profunda y gran misión de la cruz se vería
frustrada si la santidad implicara que, en cuanto sucede algo
desagradable, y que por lo tanto está al menos permitido por
Dios, el corazón ya no se debería preocupar por ello. Y no
sólo se frustraría el papel de la cruz, lo mismo sucedería con el
carácter completamente personal del hombre. El hombre no es
un mero instrumento, es una persona a la que el mismo Dios
se dirige, a la que Dios trata como persona, ya que depende de
196
su libre voluntad, de su libre decisión, si alcanzará o no su
eterna bienaventuranza. También Dios desea que el hombre
tenga su propia vida individual, que tome posiciones con su
corazón, que se dirija a Él pidiéndole bienes legítimos y eleva-
dos para su vida. «Dios quiere ser rogado.» Y también reza-
mos: «Danos hoy nuestro pan de cada día».
La Iglesia no pide sólo por la eterna bienaventuranza del
hombre, sino también por la posesión de auténticos bienes te-
rrenos, al igual que implora no ser víctima de grandes males:
«Del hambre, la peste y la guerra, líbranos Señor». El hombre
sería una simple máscara, no tendría su específica vida indivi-
dual, todos los dones que Dios le concede durante su vida no
le afectarían realmente, no tendría una historia real ni poseería
una historia única e irrepetible si, ante los bienes reales, su
corazón no respondiera con gratitud, deseo, esperanza y amor.
El hombre no podría vivir una vida plenamente humana si
su corazón pronunciara el mismo fiat que la voluntad en todos
aquellos casos en los que el peligro de perder un bien dotado
de un valor elevado, o la pérdida efectiva del mismo, solicita
una respuesta específica de nuestro corazón. Insistimos aquí
en la identidad del fíat, porque nuestro corazón también
pronuncia un cierto fiat en la medida en que rechaza toda
murmuración. También el corazón se somete a la voluntad de
Dios al arrojarse en sus brazos amorosos, pero no por esto

deja de sufrir. Basta pensar en las palabras de nuestro


Señor en Getsemaní: «Padre mío, si es posible, pase de mí
este cáliz».
Después de haber puesto de relieve la misión específica
del corazón, debemos darnos cuenta de que la transformación
197
de nuestro corazón no implica de ningún modo una proscrip-
ción de la afectividad que equivaldría a un silenciamiento del
corazón. Por el contrario, la transformación en Cristo implica
que el corazón se hace incomparablemente más sensitivo y ar-
diente, y queda dotado con una afectividad inaudita. Al mismo
tiempo está purificado de toda afectividad ilegítima, de toda
respuesta afectiva no motivada por el valor o por un elevado
bien objetivo para una persona. Está dotado, además, con una
afectividad transfigurada, esto es, con una afectividad que no
sólo es legítima desde un punto de vista moral, sino que está
sellada con el espíritu de Cristo y posee simultáneamente una
nueva sublimidad y un ardor incomparablemente más grande y
profundo.
No importa insistir mucho en este punto ya que ciertas
influencias estoicas y orientales llegan a tener peso en algunas
corrientes católicas nuevas y antiguas, y sustentan la creencia
de que la imitación de Cristo implica que se debe silenciar
nuestro corazón y que sólo la razón y el intelecto deben sub-
sistir.
Se deben distinguir tres niveles en esta tendencia oriental
y algunas veces hasta estoica. En su forma primera y más
radical se desea proscribir toda afectividad y reemplazarla por
la razón y la voluntad. Esta tendencia subraya el papel del co

nocimiento y de la volición y no concede el mínimo


espacio al corazón. Las efusiones del corazón se ven como
algo inferior al ideal, como algo con un nivel de perfección bajo
que debe ser superado.

En la segunda forma se admite un papel para el corazón,


pero el ideal en este caso es que nuestras respuestas afec-
tivas, y especialmente el amor, se dirijan exclusivamente a
198
Dios. Ninguna criatura debería constituir el objeto de nuestro
amor o de nuestra alegría. Se puede encontrar una cierta ten-
dencia en esta dirección en los primeros escritos de San Agus-
tín -tesis que posteriormente modificó considerablemente- en
los que clama que ninguna criatura debería ser nunca objeto
del/raí (gozo) sino sólo del uti (uso).

La tercera forma permite que la afectividad de la nueva


criatura en Cristo se extienda al amor del prójimo. En el hombre
cuyo corazón ha sido transformado por Cristo no sólo están
permitidas las respuestas afectivas a Dios, sino también el
amor del prójimo y la compasión, alegría y esperanza que flu-
yen de él. Pero incluso en este caso la afectividad de la criatura
se encuentra restringida al amor del prójimo 25. Se considera
más perfecta si nuestro corazón no conoce otras respuestas
afectivas que el amor del prójimo. Tener un amor específico por
un hijo, por una madre, por una hermana, por un hermano, por
un amigo o por una esposa se considera algo que, aun no
siendo ilegítimo, es menos perfecto que no tener otro afecto a
las criaturas que el mero amor del prójimo. Estas perso-
nas no negarán, ciertamente, que se deben cumplir todos
los deberes que surgen de las relaciones sociales, pero el amor
específico, la respuesta plenamente afectiva, el deleite en el
amado, todas estas cosas se consideran más o menos
incompatibles con una entrega plena y completa a Cristo.

Capítulo II: AMARE IN DEO

25
Aquí, el amor del prójimo se entiende en sentido genérico, es decir, como un amor que se dirige a los
hombres en general, o bien a un hombre concreto pero en cuanto es «el prójimo», no una persona
determinada (NT).

199
Las tendencias estoicas que acabamos de considerar re-
sultan claramente perjudiciales para la genuina afectividad. Nos
gustaría subrayar, en contra de ellas, que ningún amor es-
pecífico ya sea paterno, filial, de amigo o de esposo, es incom-
patible con la entrega completa y plena a Cristo con tal de que
estos amores se incorporen en nuestro amor de Cristo y estén
impregnados por el espíritu de Cristo. Esta transformación en
Cristo no priva de ningún modo a estos diversos amores de su
pleno carácter afectivo. Además, es un error pretender que se-
ría más perfecto y un signo de una imitación de Cristo más
completa, no conocer otro amor que el amor de Dios y el del
prójimo. Como ya hemos visto, el mismo Cristo amó a Lázaro,
Marta y María con un amor que no se puede considerar amor
del prójimo. Y del mismo modo se menciona a Juan el Evan-
gelista como el discípulo al que amaba el Señor.
De todos modos, alguno podría objetar que también se
encuentran en el Evangelio las siguientes palabras: «Si alguno
viene a mí, y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a
sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun a su propia
vida, no puede ser mi discípulo» (Le 14, 26). ¿Implican estas
palabras que los vínculos del amor natural son una remora
para la imitación plena de Cristo? ¿No nos permiten deducir

estas palabras que somos más perfectos si no poseemos otro


amor que el de Dios y el del prójimo?
En realidad, estas palabras de nuestro Señor no justifican
de ningún modo esta conclusión. Apuntan a la primacía
absoluta del amor de Dios, una primacía que requiere nuestra
prontitud para sacrificar un elevado bien objetivo, como el gozo
que resulta de las relaciones personales, si Dios nos impone
200
este sacrificio. Nos recuerdan que ningún vínculo humano debe
ser una remora para nuestra entrega incondicional a Dios, pero
esto no significa que nieguen la bondad, validez y
compatibilidad del amor humano con el amor de Dios. San
Agustín lo expresa de esta manera: «No os digo que no debéis
amar a vuestra mujer, sino que debéis amar más a Cristo» 26.
La primacía del amor de Dios se aplica no sólo a nuestras
relaciones con otras personas, sino a todo trabajo creativo,
científico, artístico o poético. Estas actividades nunca deberían
convertirse en el tema principal y último de la vida del hombre.
La Regla de San Benito que dice «...no prefiramos nada a
Cristo...» (cap. 27) reconoce la necesidad de estar prontos para
abandonar cualquier cosa siempre que Dios nos lo pida. Pero
ciertamente nadie defendería que este interés por el trabajo
artístico, científico o filosófico es, en sí mismo, un obstáculo
para nuestra transformación en Cristo o para nuestra plena
pertenencia a Cristo. ¿Habrían sido más perfectos Santo
Tomás o Fra Angélico si se hubieran abstenido de su trabajo
filosófico o artístico?
Y cuando leemos que deberíamos «aborrecer» a las
criaturas, debemos darnos cuenta que estas palabras no se

deben entender nunca como si se nos mandara odiar a la ma-


dre, al padre o a la mujer. Al contrario, todo el Evangelio está
lleno del precepto de no odiar a nadie. Es claro que la palabra
«aborrecimiento» en este contexto significa simplemente la
prontitud para romper cualquier vínculo que nos impida seguir a
Cristo, especialmente cuando la alternativa se establece entre
seguir a Cristo o negarse a seguirlo a causa de algún vínculo
humano.
26
Sermo 349, VII, 7, c. 1532, P.L.

201
***

El primer paso en la transformación de nuestros corazo-


nes es la superación de la dureza de corazón. La mínima hue-
lla de esa dureza, proceda de donde proceda, debe desapare-
cer bajo el encanto del Sagrado Corazón. La indiferencia de
nuestro corazón hacia los valores verdaderos, hacia el bienes-
tar de nuestro prójimo, hacia las ofensas contra Dios o la glo-
rificación de Dios, esta indiferencia que constituye la tragedia
de numerosas vidas, este embotamiento e insipidez del cora-
zón, se debe disipar bajo el impacto del infinito amor de Cristo.
«Hoy, si escucháis su voz, no endurezcáis vuestro corazón».
El segundo paso es la purificación de nuestro corazón de
todas las corrupciones que lo esclavizan y lo debilitan. De-
bemos luchar por la liberación de nuestro corazón de las garras
del orgullo y de la concupiscencia. En Jesús y a través de
Jesús debemos superar todo egocentrismo, al igual que lo que
hemos llamado «la tiranía del corazón».
La transformación de nuestro corazón, de todos modos,
debe ir más allá de una purificación de todos los ele

mentos negativos. En diversas oraciones del año litúrgico se


nos dice «que aprendamos a despreciar las cosas terrenas y
amar las celestiales» (terrena despicere et caelestia
desiderare). Esta oración indica claramente no sólo la dirección
correcta para nuestra voluntad sino las respuestas que debe
dar nuestro corazón. De todos modos, para comprender la
transformación del corazón que la Iglesia solicita aquí, resulta
necesario clarificar a qué bienes se aplica el término «terrenas»
(terrena).

202
Hemos analizado en otro libro el significado específico del
término terrena.
«Obviamente, el término "terreno" (terrena) no se
refiere a las cosas malas y pecaminosas. Lo terreno no es
la antítesis de lo moralmente bueno. "Las cosas terrenas"
se refieren más bien a las que no son pecaminosas en sí
mismas pero que se oponen en cuanto "terrenas" a las
"cosas celestiales". Sería, sin embargo, una burda
equivocación identificar "terreno" con natural. El hecho
que esta oración sugiera que debemos despreciar las
cosas "terrestres" indica que debemos distinguir todavía
entre los bienes terrenos y los naturales.
«Hay muchos bienes naturales que nunca debemos
despreciar, como la belleza en la naturaleza o en el arte,
la verdad en la filosofía y la ciencia y, por encima de todo,
la amistad y el matrimonio. Resulta por tanto de la mayor
importancia precisar el significado de "terreno" en este
contexto.
«Debemos excluir desde el principio cualquier bien
ilegítimo o cualquier cosa que nos satisface subjetivamen-
te sólo porque apela a nuestro orgullo o a nuestra concu-
piscencia. Pero entre los legítimos bienes objetivos de la
persona, debemos distinguir entre los que son bienes objetivos
para nosotros por su valor y los que lo son simplemente porque
resultan agradables. Al primer tipo de bienes objetivos
pertenecen la belleza en el arte y en la naturaleza, la verdad en
la filosofía, la amistad, el matrimonio, todo don artístico y todo
noble talento que se nos concede. Por el contrario, la buena
comida, la riqueza, una posición influyente, la fama o el honor,
nos alegran no por su valor, sino porque resultan agradables.
«Todos los bienes que portan valores reflejan en ese valor
a Dios, su Infinita Bondad, Belleza y Santidad. Son,
203
ciertamente, bienes naturales, pero no son bienes "mundanos".
Aun admitiendo que se puede abusar de cualquier bien
humano, que podemos adoptar una actitud ante cualquier bien
creado que lo convierta en un peligro, existe a pesar de todo
una diferencia entre los bienes que poseen por sí mismos un
carácter "mundano" y aquellos que no lo poseen de ningún
modo sino que más bien apuntan a un «mundo superior» y a
una realidad más allá de este mundo. Estos bienes nos dicen
algo de Dios y del cielo. Aunque son terrenos en el sentido de
que su forma actual pertenece a nuestra existencia terrena,
resplandecen con un valor portador de un mensaje de lo alto; si
comprendemos correctamente su significado, aumenta la
profundidad de nuestra alma y nuestra sed por los bienes
celestiales.
«Si insistimos en esta distinción entre los bienes
mundanos y los terrenos dentro de los bienes naturales, no es
ciertamente porque deseemos minimizar la diferencia que
existe entre los bienes terrenos más elevados y los celestiales.
Nunca podríamos insistir lo suficiente en el carácter
completamente nuevo y único del mundo sobrenatural y de la
cualidad de la santidad en comparación con
los más elevados valores naturales. San Pablo pone de re-
lieve esta diferencia cuando afirma: "buscad las cosas que
son de arriba, no las terrenas". De todos modos, la distin-
ción entre "mundano" y "terreno" dentro de los bienes na-
turales es de importancia fundamental para la vida cristiana.
La actitud del verdadero cristiano hacia los bienes naturales
"mundanos" y no-mundanos que, sin embargo, son
terrestres y no celestiales debe ser diferente. El cristiano no
debe buscar los bienes mundanos y, cuando se le conceden
sin haber luchado por conseguirlos, debería usarlos, siendo
consciente del peligro que conllevan y de que tan pronto
204
como empecemos a disfrutar de ellos por sí mismos, nos
conducirán a la pérdida de nuestra plena concentración en
Cristo. Como en la misma naturaleza de estos bienes se
encuentra una antítesis al mundo sobrenatural, su carácter
"mundano" imposibilita que los añoremos sin alejarnos
simultáneamente de Cristo.
Los bienes naturales que están dotados de un valor
elevado solicitan, por el contrario, una respuesta distinta. Su
valor, cuando se entiende rectamente, tiene el carácter de
un mensaje de Dios, es como un reflejo de su bondad
infinita. Por lo tanto, disfrutar de ellos por sí mismos, pedir
que se nos concedan, no tiene por qué ser incompatible con
un deseo pleno de los bienes celestiales» (Not as the World
Giveth, pp. 70-72).
Parece, por lo tanto, que dentro del ámbito de los bienes
naturales hay que hacer una importante distinción, de modo
que el desprecio de los bienes terrenos se entienda de tal
modo que se refiera sólo a los bienes naturales «mundanos» y
no a aquellos bienes naturales dotados con un valor elevado.
Además, debemos comprender la gran diferencia que
existe entre el deseo de un bien y la aceptación
agradecida del mismo cuando Dios nos lo concede. El deseo
de ser ricos, por ejemplo, es, desde un punto de vista religioso,
muy diferente de la aceptación agradecida ante la riqueza que
se nos concede a través de una herencia, de un regalo o de
cualquier otra fuente. La aceptación agradecida implica, de
todos modos, que no somos completamente indiferentes al
bien en cuestión. Naturalmente, puede suceder que tengamos
una vocación específica para la pobreza, en cuyo caso
debemos dar al pobre todo lo que se nos ha concedido. Pero si
no existe esta vocación, entonces todos aquellos bienes que
poseen auténtico valor y para cuyo disfrute la riqueza
205
constituye un medio, justifican nuestra alegría agradecida al
recibir el don. De todos modos, entre esta alegría agradecida y
el deseo de riqueza existe, evidentemente, un abismo enorme.
Pero despreciar lo terreno requiere algo más que la mera
ausencia de deseo de bienes como la riqueza. Requiere, en
primer lugar, que la riqueza no se considere un bien en sí
mismo. No hace falta decir que hay muchos que adoptan la
postura contraria y consideran que la riqueza es un bien en sí
mismo. La posición social que proporciona, la seguridad y la
liberación de las preocupaciones, el Lebensgefuehl (bienestar
mundano) que nos ofrece la riqueza son, ciertamente,
elementos que hacen de la riqueza un bien en sí mismo, si
evitamos todo tipo de satisfacciones ilegítimas como el
sentimiento y el ejercicio del poder. La riqueza en cuanto tal
puede por lo tanto ser muy atractiva, pero la transformación de
nuestro corazón exige que ya no lo sea para nosotros.
Podemos considerar, de todos modos, la riqueza como un don,
porque es un medio para conseguir muchos bienes dotados de
un valor elevado, ya que nos propor
ciona la posibilidad de ayudar a nuestro prójimo, conceder re-
galos a los que amamos o apoyar proyectos auténticamente
valiosos; y también hace posible muchos bienes para nosotros
mismos como que visitemos países maravillosos, poseamos
una casa muy bien decorada, etc.
Pero incluso esta actitud de considerar la riqueza como un
medio para lograr valores elevados no es suficiente. La
transformación de nuestro corazón en Cristo requiere que, por
encima de todo esto, al recibir bienes «terrenos» como la
riqueza, reconozcamos toda la responsabilidad que su pose-
sión lleva consigo y que, en concreto, el Lebensgefuehl de la ri-
queza, la seguridad y la posición social, se sustituyan por un
corazón alerta. El sentimiento de dominio debe dar paso a la
206
actitud del que sirve. Esto se aplica también a otros bienes
mundanos, como poseer un alto cargo o fama.
Nuestro corazón debe mantener una distancia interior de
todos estos bienes «terrenos»; debe poseerlos según el espí-
ritu de San Pablo: «como sin tener nada, pero poseyendo
cosas».

Respecto a todos aquellos bienes que, aunque son natu-


rales, no tienen un carácter «mundano» -los bienes dotados de
valores y que llevan por lo tanto un mensaje cualitativo de lo
alto- la transformación de nuestro corazón requiere una actitud
distinta. Aquí ya no se trata de «despreciarlos», sino que lo que
caracteriza la transformación de nuestro corazón es el amare in
Deo, «amar todas las cosas en Dios». Esta actitud no sólo
implica que amemos a Cristo por encima de todo sino que
nuestro amor de todas las otras cosas esté incorporado en
Cristo. Así, por ejemplo, la belleza en la naturaleza y en el arte

se debería disfrutar en Cristo. Esto no significa que debemos


considerar la belleza en cuestión como un mero punto inicial
para meditar sobre Cristo. Significa más bien que esa plena
apreciación de la belleza nos conduce a la presencia de Dios
(in conspectu Dei), que encontramos en su propia cualidad un
rayo de la infinita belleza de Dios y que escuchamos en ella la
voz de Cristo. Lo mismo se aplica al conocimiento de la verdad
natural. La deberíamos ver en Dios (in Deo) y disfrutar su
posesión en Dios (in Deo).
La actitud que requieren estos dos casos difiere también
de la que hay que adoptar ante los bienes mundanos, ya que
aquí, el deseo y la búsqueda de esos bienes no contradice de
ningún modo la transformación de nuestro corazón en Cristo.
Ciertamente, esta búsqueda se debe incorporar a nuestra rela-
207
ción global con Dios. El orden del amor, «ordo amoris», requie-
re que el deseo, el anhelo y la búsqueda sea conforme con la
jerarquía objetiva de los bienes. Pero este deseo no sólo es
legítimo, sino que la petición para lograr el disfrute de estos
bienes no se opone de ningún modo a la plena entrega a
Cristo.
De todos modos, el deseo de estos nobles bienes tiene
que tener siempre el sello del abandono en la voluntad de Dios.
Además, es esencial que cuando anhelamos disfrutar de estos
bienes, los consideremos como reflejos de la infinita belleza de
Dios para que nos eleven sobre los bienes «mundanos» y nos
acerquen a Dios. Al fin y al cabo existe una revelación indirecta
de Dios en el mundo creado, como atestigua la liturgia: «los
cielos y la tierra están llenos de su gloria». Estos bienes
creados de valor sublime no se deben considerar como una
mera ocasión de mortificación; tienen un papel positivo

para el hombre. Pero nunca deben ser idolatrados y


nunca se les debe separar de Dios ni se debe cortar el vínculo
interno que tienen con Dios. Nunca debemos ignorar su
carácter de mensajeros de Dios.
Una actitud similar debe caracterizar nuestra posición
ante los bienes creados más elevados, es decir, ante el amor
de comunión con otras personas, como la relación entre padres
e hijos, entre amigos o, sobre todo, entre el marido y la mujer.
Tampoco aquí tiene cabida el desprecio de bienes tan nobles y
elevados y la actitud querida por Dios es la de amare in Deo,
tomando la palabra amar (amare) en su sentido más literal.

***

208
Analizamos en la primera parte de este libro el elevado
valor de las respuestas afectivas al valor y el hecho de ser cau-
tivados por una afectividad noble y grande. Vimos también el
peligro inherente a la naturaleza del hombre caído que consiste
en pasar de las intensas respuestas afectivas al valor a un
torbellino de pasión. Ahora debemos subrayar que sólo en
Cristo y a través de Cristo se puede superar este peligro. Uno
de los resultados característicos de la transformación de
nuestro corazón en Cristo es, precisamente, nuestra capacidad
de quedar verdaderamente extasiados por algo mayor que
nosotros, al tiempo que nos protegemos de un enfrenta-miento
con la religió. Sólo cuando toda nuestra vida afectiva está
enraizada en Cristo e impregnada por el amor de Cristo, sólo
cuando nuestro corazón está herido por una adoración
amorosa de su Sagrado Corazón, el quedar extasiados por
parte de una criatura libre puede estar libre del peligro de pasar
de la «locura santa» al estado apasionado de estar fuera de sí.
Dijimos antes que la afectividad en cuanto tal nunca puede ser
demasiado intensa, demasiado fuerte. Debemos añadir ahora:
esto es verdad en Cristo, es verdad para el hombre cuyo
corazón ha sido transformado por Cristo. Éste es el hombre a
quien se pueden aplicar plenamente las palabras de San
Agustín: «Ama y haz lo que quieras» {dilige, et fac quod vis).
La transformación en Cristo nos proporciona una nueva
libertad. Quien acepta el yugo de Cristo, que es suave, será
también liberado puesto que ya no necesita temer que la pleni-
tud de la afectividad le pueda llevar al peligro de descarriarse.
Quien se ha transformado en un cautivo de Cristo, en un es-
clavo del amor de Cristo, conquista la libertad de no verse ya
en lo sucesivo embarazado o impedido en la corriente de un
amor legítimo por una criatura. Está libre del temor de dejarse
209
arrebatar, de la necesidad de moderar la esplendorosa plenitud
de su amor.

Esto, de todos modos, no se debe entender en el sentido


de que a través de un acto de abandono en Cristo lleguemos a
una situación en la que podríamos simplemente seguir la lógica
inmanente del amor por una criatura. No; debemos renovar
continuamente la unión con Cristo. Pero nuestra permanencia
en la religio no queda garantizada por el intento de canalizar
nuestro amor desde fuera, construyendo diques con nuestra
razón, ya que todo esto impide que seamos arrebatados por el
amor de una criatura. Al contrario, es la confrontación conti-
nuamente renovada con Cristo, en la que nuestros corazones
se impregnan cada vez más de su espíritu y de los rayos de su
Sagrado Corazón, la que nos garantiza la maravilla de poder
extasiarnos sin salirnos de la religión.

+++++++++++++++++++

Memos aludidos a la naturaleza de la transformación de


muestro corazón a través de Cristo y de la contemplación de su
Sagrado Corazón. Pero en este libro, el misterio del Sagrado
Corazón en cuanto tal ha sido la cuestión principal. Deseamos
concluir, por lo tanto, repitiendo de nuevo aquello en lo que
insistimos en la introducción: la adoración del Sagrado Corazón
no se puede separar de la adoración de la Santa Humanidad
de Cristo. Debemos darnos cuenta de que la vida y hasta el,
mundo entero se hacen más significativos, más hermosos, más

210
gloriosos cuando un nuevo aspecto de la Santa Humanidad de
Cristo -que siempre se contiene en la revelación de modo
implícito- es explicitado por la Iglesia. Y esto es un gran don.,
En el Sagrado Corazón nos enfrentamos con el verdadero
núcleo de la Santísima Humanidad de Cristo y, a través de ella,
con el auténtico secreto del misterio de la Encarnación, de la
unión de la naturaleza divina y la humana en el Dios- Hombre.
Contemplando el Sagrado Corazón de Jesús, una gratitud que
nunca se acaba llena nuestros corazones y no podemos sino
unirnos a la voz de la Iglesia en el prefacio de la fiesta del
Sagrado Corazón.

«En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y


salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre
Santo, Dios todopoderoso y eterno. Porque Cristo, Señor
nuestro, con amor sincero se entregó por nosotros, y elevado
sobre la cruz hizo que de su corazón traspasado brotaran, con
el agua y la sangre, los sacramentos de la Iglesia; para que así,
acercándose al corazón abierto del Salvador, todos puedan
beber con gozo de la fuente de la salvación» *.27

27
Hemos sustituido el prefacio del texto original (anterior al Concilio Vaticano II)
por el actual. El que cita von Hikdebrand dice ast «porque quisisteis que
vuestro Hijo Unigénito, pendiente de la cruz, fuese traspasado con la lanza del
soldado, para que su corazón así abierto derramase sobre nosotros, como
tesoro de la bondad divina, torrentes de misericordia y de gracia; y que su
corazón siempre abrasado de amor por nosotros, fuese lu- gar de descanso
para las almas piadosas y refugio seguro para los que se arrepienten (NT).

211
ÍNDICE
PRESENTACIÓN DE LA NUEVA BIBLIOTECA PALABRA 5
PRÓLOGO 9
INTRODUCCIÓN 13

PRIMERA PARTE
EL CORAZÓN HUMANO

Capítulo I
EL PAPEL DEL CORAZÓN 31
Capítulo II
AFECTIVIDAD NO-ESPIRITUAL Y ESPIRITUAL 57
Capítulo III
AFECTIVIDAD TIERNA 91
Capítulo IV
LA HIPERTROFIA DEL CORAZÓN 103
Capítulo V
LA ATROFIA AFECTIVA 113
Capítulo VI
LA FALTA DE CORAZÓN 119
Capítulo VII
EL CORAZÓN TIRÁNICO 127
Capítulo VIII
EL CORAZÓN COMO EL YO REAL 133

SEGUNDA PARTE

212
EL CORAZÓN DE JESÚS

Capítulo I
LA AFECTIVIDAD DEL DIOS-HOMBRE 143
Capítulo II
EL MISTERIO DEL SAGRADO CORAZÓN 175

TERCERA PARTE
LA TRANSFORMACIÓN DEL CORAZÓN HUMANO

Capítulo I
EL CORAZÓN DEL VERDADERO CRISTIANO 199
Capítulo II
AMARE IN DEO 209

213

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