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El Corazón
UN ANÁLISIS DE LA AFECTIVIDAD
HUMANA Y DIVINA
Introducción:
ALICE VON HILDEBRAND
Traducción:
1
JUAN MANUEL BURGOS
CUARTA EDICIÓN
EDICIONES PALABRA
Madrid
Copuright.
© by Alice Von Hildebrand 1996
Título de la edición original: The Heart
© by Ediciones Palabra, s. a., 1996
Paseo de la Castellana, 210-28046 Madrid
Coordinador de la colección: Juan Manuel Burgos
Producción: Francisco Fernández
Diseño de portada: Carlos Bravo
Printed in Spain
ISBN: 84-8239-155-0
Depósito legal: M. 7.593-2001
Imprime: Gráficas Anzos, S.L. Fuenlabrada (Madrid)
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CONTRAPORTADA
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PRESENTACIÓN
DE LA NUEVA
BIBLIOTECA PALABRA
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accesibles y profundos, cualidades inestimables y no
particularmente corrientes. Mencionemos algunos de los más
clásicos: Romano Guardini, Jacques Maritain, Edith Stein,
Karol Wojtyla, Emmanuel Mounier... El objetivo que pretende
Biblioteca Palabra, y que esperamos conseguir con la
colaboración de todos los lecto- res, consiste precisamente en
llenar esta grave laguna presentando nuevos territorios
intelectuales que se puedan recorrer con gusto y con provecho.
.................................
5
podido contar con el buen hacer del moralista Aurelio Ansaldo, gran
conocedor de este autor, que es quien ha sugerido la publicación de
esta obra en cuya edición, además, ha colaborado de diversos
modos.
El corazón fue publicado originalmente en 1965 con el título
The Sacred Heart (El Sagrado Corazón). Se publicó una nueva
edición en 1977 por un acuerdo especial entre el autor y el editor
que incluía, junto con otras modificaciones, el título definitivo: The
Heart: An Analysis of Human and Divine Affectivity (El corazón. Un
análisis de la afectividad humana y divina). Existe una edición
española de la primera edición de 1965, actualmente fuera de
mercado, que publicó ediciones Fax en 1968 con el título La
afectividad cristiana. La traducción la realizó Martín Ezcurdia.
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PRÓLOGO
7
No hace mucho, la excelente revista Homiletic and Pas-
toral Review publicó un artículo titulado: «Los sentimientos y la
vida espiritual». El autor, un buen sacerdote católico, manifiesta
hacia los afectos el mismo recelo que han mostrado muchos
otros pensadores cristianos a lo largo de los siglos. Este recelo
hacia la esfera afectiva parece estar bien fundado, e incluso
parece correcto, ya que hay muchos sentimientos falsos,
ilegítimos y venenosos. En el libro que presentamos, el autor
reconoce este hecho y habla de hipertrofia del corazón y de
tiranía del corazón.
9
Los directores espirituales pueden acoger este libro como
una gran ayuda en la dirección de las almas que desean
acercarse a Dios a través del Corazón de Jesús. A cualquiera
que tenga serios deseos de una vida espiritual más profunda,
le diría simplemente las palabras que escuchó San Agustín y
que le llevaron a la conversión: «Toma y lee» (Tolle, lege).
ALICE VON HILDEBRAND
New Rochelle, enero de 1997
10
INTRODUCCIÓN
11
respuesta total a sus múltiples aspectos. Esto sólo será posible
en la eternidad.
La necesidad de acercarse a los diferentes aspectos del
mismo e idéntico misterio de manera alternada lo demuestra
también la variedad de devociones populares. Muchas de ellas
ponen de manifiesto uno u otro aspecto del misterio de la En-
carnación como la devoción al Niño Jesús introducida por San
Francisco de Asís, la devoción a la Pasión de nuestro Señor o
la devoción al Sagrado Corazón. Todas ellas se dirigen a
Cristo, el Hombre-Dios, a la luz de un aspecto determinado que
ilumina de un modo nuevo el misterio de la Encarnación. Así, la
figura de un niño expresa de manera elocuente las limitaciones
de la humanidad: el hombre nacido de mujer es un bebé
desvalido y debe desarrollarse desde su condición indigente
para lograr de manera progresiva el estado adulto. Por ello, en
la infancia divina, la tensión entre el carácter absoluto de Dios y
la limitación de la criatura finita brilla de un modo
particularmente claro. Y en el Niño Jesús, la infinita caridad de
Dios, puesta de manifiesto al asumir la carne humana, se
revela de un modo exquisitamente conmovedor.
Del mismo modo, al adorar a Cristo en su Pasión, la ten-
sión entre la persona y naturaleza divina, por un lado, y la na-
turaleza humana de Cristo por el otro, se manifiesta de un
modo particularmente abrumador. Es el Dios eterno, la Se-
gunda Persona de la Santa Trinidad, la Palabra, quien sufre en
su naturaleza humana. Y la realidad de esta naturaleza huma-
na se revela de modo impresionante puesto que estar sometido
al sufrimiento es una característica específica de la persona
humana. Y tal como ocurría en la devoción al Niño Jesús,
también en esta devoción se adora la infinita caridad de Dios.
Ciertamente que el misterio de la caridad ya está contenido en
12
la Encarnación, pero la Pasión de Cristo manifiesta de modo
abrumador el infinito amor de Cristo por nosotros.
Pero es quizá en la adoración al Sagrado Corazón donde
el misterio de la Encarnación y de la infinita caridad de Dios se
manifiesta de la manera más profunda. En la invocación:
«Corazón de Jesús en el que habita la plenitud de la divinidad»
(Cor Jesu, in quo habitat omnis plenitudo divinitatis)1 encon-
tramos la tensión inmanente al misterio de la Encarnación en
su gloria plena e inefable. Al decir Corazón de Jesús, estamos
tocando la fibra más digna y noble de la naturaleza humana.
Tener un corazón capaz de amar, un corazón que puede cono-
cer la ansiedad y el sufrimiento, que puede afligirse y conmo-
verse, es la característica más específica de la naturaleza hu-
mana. El corazón es la esfera más tierna, más interior, más
secreta de la persona, y es precisamente en el corazón de
Jesús donde habita la plenitud de la divinidad.
13
misterioso, y su inefable santidad, similar a la que brilla en el
Evangelio y en la Liturgia y se refleja en la vida de los santos.
Este gran secreto -el infinito amor de Dios por nosotros en
Cristo- que es la fuente de nuestra alegría, nuestro consuelo,
nuestra esperanza in statu viae y nuestra alegría permanente
en la eternidad, resplandece de manera particular en el Sa-
grado Corazón: «Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad»
(Cor Jesu, fomax ardens caritatis).
Uno de los principios que gobierna la vida de la Iglesia es
que la verdad revelada se diferencia cada vez más con el paso
del tiempo. El desarrollo en el campo del dogma (propi- ciado
muy a menudo por las herejías) testimonia claramente la
existencia de este proceso de formulación cada vez más
explícito.
El Magisterio infalible de la Iglesia, por lo tanto, no se
limita a proteger la verdad eterna, inmutable y sobrenatural,
sino que ofrece también a través de esta diferenciación un
antídoto a los errores específicos de una época determinada.
Del mismo modo que, en el Evangelio, nuestro Señor subraya
determinados aspectos de la verdad universal según la
persona a la que se dirige y el peligro especifico que le
preocupa, la Iglesia explicita diferentes aspectos de la verdad
inmutable para contrarrestar los peligros específicos de una
época.
Algo análogo se encuentra también en el desarrollo de
algunas devociones. También aquí asistimos a este proceso de
diferenciación, es decir, al hecho de que una devoción, cuyo
objeto había estado siempre implícito en una verdad revelada,
crece en importancia con el transcurso del tiempo. Esta
diferenciación es un proceso de crecimiento que tiene su
significa- do y su valor en sí mismo. Puede estar provocado por
los erro- res de una época o bien puede anticipar esos errores
14
de manera providencial. Una devoción nueva puede tener por
lo tanto una doble relación con los errores de una época: puede
ser un antídoto contra esos errores o bien una defensa
providencial contra futuros peligros.
La devoción al Sagrado Corazón tiene, primordialmente,
el carácter de una diferenciación interna; es el desarrollo
explícito de algo que siempre había estado implícito en la
adoración de la Sanísima Humanidad de Cristo. Pero es
también una respuesta providencial a las aberraciones de una
época y a las herejías de un ethos". 2 Cuando se introdujo esta
devoción en el siglo XVIII constituyó, aparte de su significado
intrínseco, tanto un antídoto contra el jansenismo como una
armadura providencial para el futuro. En la creciente insistencia
que se ha hecho sobre ella actualmente encontramos un
antídoto a errores como el antipersonalismo y el «neutralismo»
del cora- zón. En una época en que el odio se dirige contra la
personali- dad humana, cuando se está entablando una lucha
radical contra la dignidad del hombre y cuando un
indiferentismo im- personal amenaza al mundo, el Sagrado
Corazón irradia la luz del infinito amor divino: «Y la luz refulge
en las tinieblas» (Et lux in tenebris lucet). El Corazón indefenso
de Jesús, expuesto a todas las injurias y ofensas, a todas las
blasfemias y a todos los ataques, desconocido por muchos,
malinterpretado e igno- rado por otros, revela siempre de nuevo
que la última realidad es el amor: «Dios es amor» (Deus caritas
est).
A veces se ha dicho que nuestra religión debería ser más
teocéntrica que cristocéntrica. Se ha argumentado que ya que
el mismo Cristo se dirigía constantemente al Padre eterno, no-
2
* Por ethos debe entenderse, en sentido amplio, el conjunto de
doctrina moral y costumbres que inspiran una determinada conducta
(NT).
15
sotros deberíamos seguir su ejemplo. Y se ha añadido ulterior-
mente que El es el Mediador y que la Iglesia reza «por nuestro
Señor Jesucristo» (per Christum Dominum nostrum). Pero
como ya hemos afirmado en otro trabajo estas alternativas no
se aplican al ámbito sobrenatural.
16
introducimos en el misterio de la Santísima
Trinidad.
Aunque nuestra "comunión-entre-
nosotros" con Cristo, nuestra condición de
miembros de su Cuerpo Misti- co se constituye
ontológicamente de modo sobrenatural a través
del bautismo, permanecería muerta, sin
embargo, sin nuestra entrega a Cristo por la fe
y el amor. Así pues y de modo particular
nuestra plena transformación en Cristo no se
alcanzaría nunca sin la comunión "Yo-Ta" con
Él.
Encontramos una vez más en la liturgia
ambos aspectos Inter penetrados de modo
misterioso. En la Santa Misa nos ofrecemos en
sacrificio con Cristo, nuestra Cabe- za; El mira
hacia el Padre, pero no se aparta del Padre
cuan- do en la Santa Comunión su rostro se
vuelve hacia nosotros; ya través de esta
comunión de amor con El somos recibidos en
su Divinidad a través de su Santísima
Humanidad». 3
3
Liturgy and personality, pp. 126-127. A lo largo de la presente obra nos referirggos a algunos
de nuestros libros dando solamente el titulo como referenciafrecemos ahora la necesaria
referencia bibliográfica: Christian Ethics, David McKay, New York 1952: Graven Images, David
McKay, New York 1957; In Defense of Purity, Helicon Press, Baltimore 1962: Liturgy and
personality, Helicon Press, Baltimore 1960; Not as World Giveth, Franciscan Herald Press,
Chicago 1962; Transformation in Christ, Helicon Press, Balti- more 1960; True Morality and its
Cournterfaits, David McKay, New York 1955; What Is Philasophy?, Bruce, Milwaukee 1960. -
Como las obras publicadas en inglés por Dietrich von Hildebrand estaban agotadas, la editorial
17
Así pues, podemos decir que a mayor cristocentrismo
mayor teocentrismo.
19
Por este realismo entendemos el carácter concreto e in-
dividual de la revelación de Dios en Cristo que se opone a
cualquier tipo de abstracción que confunde la auténtica am-
plitud con la extensión lógica; se opone también a todo
espiritualismo orgulloso que desprecia la materia. La amplitud
de la realidad concreta individual empapa todo el Evangelio y la
Liturgia. La encontramos de nuevo en San Francisco de Asís y
en el movimiento franciscano. Y se encuentra también en un
específico modo de adoración del Sagrado Corazón. Aquí se
manifiesta un realismo concreto en el modo en el que se ex-
presa la devoción al Sagrado Cuerpo de Cristo. Que la devo-
ción se extienda a este corazón corpóreo que fue atravesado
por la lanza de un soldado y del que manó su Sangre Sagrada
confiere a toda esta devoción un realismo implacable. La mis-
teriosa interpenetración del corazón físico y del corazón como
centro espiritual de la afectividad nos sumerge en la concreta
realidad de este misterio gozoso. Nos enfrentamos con la mis-
ma cualidad inefable que nos conmueve al venerar su Sagrada
Sangre, con la misma sobriedad misteriosa, tan profunda e
inefablemente sublime: «¿Quién es el que viene de Edom, el
que viene de Bosra, el que viene con los vestidos teñidos de
rojo? (Is 63, 1)» (Quis est iste, qui venit de Edom, tinctis
vestibus de Bosra?).
Ya hemos mencionado antes que la Iglesia explícita en un
determinado momento lo que había estado siempre presente
de modo implícito. La Santísima Humanidad de Cristo irradia
continuamente el mensaje de su inconmensurable amor divino
a través de su Sagrado Corazón. Aunque la devoción al
Sagrado Corazón se ha introducido relativamente tarde y ha
crecido cada vez más en nuestra época, es verdad, sin
embargo, que el misterio del Sagrado Corazón refulge a través
de todos los siglos desde la venida de nuestro Señor. Los
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apóstoles fueron atraídos por los latidos de su Sagrado
Corazón. Las palabras «porque soy manso y humilde de
corazón» (Mí 11, 29) conmovieron las almas de todos sus
seguidores. En la liturgia oímos las palabras: «El oprobio me
destroza el corazón y desfallezco; esperé que alguien me
compadeciese, pero no encontré a nadie; esperé alguien que
me consolase, pero no lo hallé. Me dieron a comer veneno, y
en mi sed me dieron a beber vinagre» (Sal 69, 21-22). «Pueblo
mío, ¿qué te he hecho?, ¿en qué te he ofendido?
Respóndeme.» Nos enfrentamos aquí con el Sagrado Corazón
del Señor.
22
Las oraciones al pie del altar al comienzo de la Misa nos
revelan el misterio del corazón humano y nos conducen a sus
alturas y a sus abismos. Nos envuelve un ritmo variable de ale-
gría santa, de ansiedad «metafísica», de soledad, de confianza
en Dios y de esperanza. Oímos las palabras: «al Dios que ale-
gra mi juventud», y de pronto: « ¿por qué me abato en la triste-
za?»; de nuevo aparece la alegría: «al Dios que alegra mi ju-
ventud», y después del « ¿por qué estás triste, alma mía?», el
«espera en Dios» y otra vez «que alegra mi juventud»4.
4
Este salmo (el 42) recoge el lamento de un levita desterrado que añora volver al templo de
Jerusalén donde mora la «presencia» (shekinah) de Yahwéh y se consuela con la seguridad de que será
liberado y volverá a ser ministro del culto en el lugar sagrado. En la liturgia anterior al Concilio Vaticano II
(vigente cuando el autor escribió este libro), el sacerdote rezaba este salmo al pie del altar al inicio de la
celebración de la Santa Misa. Los textos latinos usados por el autor son los siguientes: Ad Deum qui
laetifwat juventutem meam; quare tristis es, anima mea; Spera in Deo (NT).
23
mente incapaz de hacer justicia a la realidad. Tenemos por un
lado el papel del corazón en la vida del hombre, en la liturgia y
en las Sagradas Escrituras y, por otro, el corazón y la esfera
afectiva en el ámbito de la teoría filosófica: ¡qué mundos tan
diferentes!
24
habita toda la plenitud de la divinidad» (Cor Jesu, in quo habitat
omnis plenitudo divinitatis).
5
Por pathos se entiende toda la amplia gama de registros de la esfera afectiva (NT).
25
Obviamente, nonos proponemos ofrecer un tratado
teológico del Sagrado Corazón. Hay teólogos competentes
preparados para esta tarea. La magnifica encíclica Haurietis
aquas de Pío XII, de feliz memoria, ofrece las bases teológicas
de esta devoción con la mayor autoridad posible. Lo que
pretendemos realizar en este libro, en primer lugar, es exponer
la naturaleza del corazón intentando hacer plena justicia a la
profundidad y plenitud espiritual de este centro del alma
humana. De este modo preparamos el camino para una pe-
netración más profunda en el misterio inefable del Sagrado
Corazón. Y es que sólo cuando comprendemos el papel que
juega el corazón en la persona humana estamos en
condiciones de percibir que el Sagrado Corazón nos presenta
un aspecto especialmente profundo y significativo de la
Encarnación.
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través de la contemplación y la adoración de su Sagrado
Corazón ven quien habita toda la ple- nitud de la divinidad- (in
quo habitat omnis plenitudo divinitatis).
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29
PRIMERA PARTE
Capítulo I: EL PAPEL DEL CORAZÓN
31
A pesar de esta contradicción evidente, el lugar secunda-
rio asignado a la esfera afectiva y al corazón ha permanecido,
paradójicamente, como una parte más o menos aceptada de
nuestra herencia filosófica. Toda la esfera afectiva fue asumida,
en su mayor parte, bajo el capítulo de las pasiones, y siempre
que se considera la afectividad en este capítulo específico, se
insiste en su carácter irracional y no espiritual.
Una de las grandes fuentes de error en la filosofía es la
simplificación excesiva o la incapacidad de distinguir cosas que
se deben distinguir a pesar de que se asemejen de modo
aparente o real. Este error resulta especialmente desastroso
cuando la falta de distinción conduce a identificar algo más
elevado con algo mucho más inferior. Una de las principales
razones para degradar la esfera afectiva, para negar el carácter
espiritual a los actos afectivos y para rehusar al corazón un
estatuto análogo al del entendimiento o la voluntad, es identi-
ficar de modo reductivo la afectividad con las experiencias
afectivas de tipo inferior. Toda el área de la afectividad, e in-
cluso el corazón, se ha visto a la luz de los sentimientos corpo-
rales6, los estados emocionales, o las pasiones en el estricto
sentido de la palabra. Y así, lo que se niega correctamente a
32
ferente, que van desde los sentimientos corporales a las más
altas experiencias de amor, alegría santa o contrición profunda.
La variedad de experiencias dentro de la esfera afectiva es tan
grande que sería desastroso tratarlas todas como algo ho-
mogéneo. Hay un gran abismo entre, por una parte, una res-
puesta afectiva al valor como la alegría santa del anciano Si-
meón al tener en sus brazos al Niño Jesús, la contrición de San
Pedro después de haber negado a Cristo o el amor de San
Francisco Javier por San Ignacio y, por otra, pasiones como los
celos, la ambición, la concupiscencia y similares. Un abismo
separa estas dos clases de experiencias, no sólo desde un
punto de vista moral, sino también estructural y ontológico.
En el ámbito del entendimiento encontramos ciertamente
tipos de experiencias muy diferentes, así como grandes
diferencias en el nivel de experiencia. En efecto, hay un abismo
entre un mero proceso de asociación y la profundización en
una verdad necesaria y altamente inteligible, y el mariposeo de
nuestra imaginación difiere de un silogismo filosófico no sólo en
valor intelectual sino también en cuanto a su estructura.
De igual modo, el ámbito de la afectividad, al abrazar toda
clase de «sentimientos» (el término «sentimiento» es todo
menos unívoco), tiene una amplitud mucho mayor e incluye
experiencias que difieren aún más unas de otras.
Pero incluso el papel importantísimo asignado al cora
33
Es verdad que hay una importante tradición en la corriente
de la filosofía cristiana en la que se hace justicia plena de modo
concreto a la esfera afectiva y al corazón. La obra de San
Agustín, desde Las Confesiones en adelante, está impregnada
de profundas y admirables reflexiones relativas al corazón y a
las actitudes afectivas del hombre. Su papel eminente, su
profundidad y su carácter espiritual, están presentes en sus
obras de alguna manera, y se manifiestan incluso en su estilo,
en el ritmo y desarrollo de su pensamiento y en su misma voz.
Pero cuando habla del reflejo de la Trinidad en el alma del
hombre, menciona la voluntad junto con el entendimiento y la
memoria, pero no el corazón, como cabría esperar. Y en nin-
gún sitio refuta explícitamente la noción heredada de la Anti-
güedad, ni siquiera en su admirable refutación del ideal estoico
de la indiferencia (apatheia).
Esta afirmación no debería, sin embargo, minimizar de
ningún modo la diferencia fundamental entre la posición griega
y la agustiniana sobre la esfera afectiva. Es cierto que Agustín
falla a la hora de dar a la esfera afectiva y al corazón un es-
tatuto análogo al de la razón y la voluntad -aunque subraya el
papel y el rango de la afectividad en problemas concretos-,
pero de ningún modo acepta la posición griega de negar la di-
mensión espiritual a la afectividad y al corazón. San Agustín no
coloca nunca al corazón y a la afectividad en la esfera irra
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herencia griega a propósito de la afectividad (a excepción de la
tradición agustiniana tal como fue formulada por Pascal).
Quizá la razón más contundente para el descrédito en que
ha caído toda la esfera afectiva se encuentra en la caricatura
de la afectividad que se produce al separar una experiencia
afectiva del objeto que la motiva y al que responde de modo
significativo. Si consideramos el entusiasmo, la alegría o la
pena aisladamente, como si tuvieran su sentido en sí mismos,
y los analizamos y determinamos su valor prescindiendo de su
objeto, falsificamos la verdadera naturaleza de tales sen-
timientos. Solamente cuando conocemos el objeto del entu-
siasmo de una persona se nos revela la naturaleza de ese
entusiasmo y especialmente «su razón de ser». Como dice San
Agustín: «Finalmente nuestra doctrina pregunta no tanto si uno
debe enfadarse, sino acerca de qué; por qué está triste y no si
lo está; y lo mismo acerca del temor» (La Ciudad de Dios, 9, 5).
Tan pronto como se despoja a la esfera afectiva del objeto
que la ha engendrado, del que procede su sentido y su justi-
ficación, y con el que guarda una posición de dependencia, la
respuesta afectiva se reduce a un mero estado sentimental
que, ontológicamente, es incluso inferior a estados como la fa-
tiga o la hilaridad alcohólica. Como las respuestas afectivas
reclaman legítimamente otro papel y otro nivel en la persona
o, más bien, puesto que son «intencionales» 7, la
separación de su objeto destruye su intrínseca substancialidad,
dignidad y seriedad. Así, lo que debería haber sido una
respuesta afectiva se convierte en algo vacío, sin significado
serio, en un sentimiento inestable, en una emoción irracional e
incontrolable. Y tan pronto como el entusiasmo, el amor o la
7
Usamos el término «intencional» en el sentido de una relación significativa consciente entre la persona y
un objeto. No significa «a propósito» como en el lenguaje corriente. Hemos analizado con detalle la
naturaleza de la intencionalidad en Christian Ethics, cap. 17.
35
alegría se presentan de esta manera, la tendencia natural es la
de escapar de este mundo de «sentimientos» insustancial e
irracional y la de trasladarse al mundo de la razón y de la
formulación intelectual clara. De igual modo, tan pronto como
se separa a las actitudes religiosas de su objeto, tan pronto
como alguien deja de lado la existencia de Dios y considera a
Dios un mero postulado para gozar de los sentimientos
religiosos o un mito indispensable para las necesidades
religiosas del hombre, las respuestas religiosas pierden su
significado real y quedan privadas de toda substancia. Las
grandes y nobles realidades de la adoración, la esperanza, el
temor y el amor de Dios, tan íntimamente ligadas a la
existencia de Dios, se degradan inmediatamente a un «mero»
sentimiento cuando consideramos estas respuestas, en sí
mismas, como la cuestión principal.
Tres perversiones principales están aquí al acecho. La
primera es el desplazamiento del tema desde el objeto a la res-
puesta afectiva la cual tiene, por su propia naturaleza, toda su
«razón de ser» en el objeto al que responde. La segunda per-
versión va aún mucho más allá, ya que la respuesta afectiva en
cuestión es separada de su objeto y considerada como absolu-
tamente independiente de él, como algo que existe sin el
objeto y que tiene su sentido en sí mima. Esto conduce a una
falsificación de su misma naturaleza. La tercera perversión
consiste en reducir a estado afectivo algo que no pertenece en
absoluto a esta esfera, o que por su propia naturaleza no pue-
de ser en absoluto un sentimiento, ni nada perteneciente a la
psique. Esto ocurre, por ejemplo, cuando la responsabilidad
que resulta de una promesa, que es una entidad jurídica obje-
tiva, pasa a ser un «mero» sentimiento de responsabilidad.
Esta confusión conduce naturalmente a un descrédito general
36
de todo «sentimiento», puesto que reducir un vínculo objetivo a
mero sentimiento es degradarlo y privarlo de su substancia.
En realidad, una verdadera respuesta afectiva como el
amor, el entusiasmo o la compasión no tiene por qué tener ne-
cesariamente un nivel ontológico menor que su objeto respec-
tivo. Así, una respuesta leal en cuanto tal no es menos subs-
tancial que el vínculo objetivo de responsabilidad al que
responde. Sin embargo, el modo de existencia que el vínculo
reclama es esencialmente diferente del que corresponde a la
respuesta afectiva. Y es que por su propia naturaleza, el víncu-
lo es algo impersonal y existe no como acto de una persona,
sino más bien como una entidad objetiva dentro de la esfera
interpersonal, e independientemente de si la persona en cues-
tión se siente vinculada o no. Reemplazar la propia responsa-
bilidad por un sentimiento de responsabilidad es, por tanto,
equivalente a disolver esa responsabilidad o a negar su exis-
tencia. Además, el mismo sentimiento de responsabilidad que-
da también privado de toda substancia a causa de esta reduc-
ción y pierde su significado intrínseco y su validez objetiva ya
39
clamación y en la gesticulación de respuestas afectivas, pero
disfruta del sentimiento en cuanto tal. El rasgo específico de
esta falta de autenticidad estriba en que, en lugar de centrarse
en el bien que nos afecta o que origina una respuesta afectiva,
la persona se centra en su propio sentimiento. El contenido de
la experiencia se desplaza de su objeto al sentimiento ocasio-
nado por el objeto. El objeto asume así el papel de un medio
cuya función es proporcionarnos un cierto tipo de sentimiento.
Un típico ejemplo de esa falta de autenticidad introvertida lo
constituye la persona sentimental que goza conmoviéndose
hasta las lágrimas como medio de procurarse un sentimiento
placentero. Mientras que «conmoverse», en su sentido genui-
no, implica «concentrarse» (being focused) en el objeto, en la
persona sentimental el objeto queda reducido a la función de
un puro medio que sirve para originar la propia emoción. Lo
que debería ser algo que nos afecta intencionalmente, queda
así degradado a un puro estado emocional originado o
activado por un objeto.
Pero la persona sentimental no afronta sus propios sen-
timientos en el pleno sentido de la palabra, como lo hace quien
se autoanaliza constantemente. Busca conmoverse sólo de
modo indirecto, pero incluso esta actitud es suficiente para
desenfocarlo por lo que se refiere al objeto. Y junto a esta per-
versión estructural se da la pobre cualidad de la «emoción»
experimentada y del objeto que la provoca.
Mientras que la falta de autenticidad retórica en todas sus
variadas formas es principalmente una consecuencia del
orgullo, el sentimentalismo proviene principalmente de la
concupiscencia.
Sería, no obstante, una hipersimplificación ridícula
considerar todas las ocasiones de conmoverse como ejemplos
de sentimentalismo. Conmoverse, en su sentido genuino, es
40
una de las experiencias afectivas más nobles: es el
reblandecimiento de la propia aridez o insipidez de corazón, es
una rendición ante las cosas grandes y nobles que provocan
lágrimas (sunt lacrimae rerum). Sólo una mirada distorsionada
por el culto a la virilidad podría confundir la noble experiencia
de conmoverse con el sentimentalismo: «la corrupción de lo
mejor es la peor» (corruptio optimi pessima). El hecho de que
la persona sentimental abuse de esta experiencia no debe ser
en absoluto una ocasión para desacreditarla. Todo sentimiento
se pervierte y corrompe al disfrutarlo de modo introvertido.
Conmoverse ante la belleza sublime de la naturaleza o del arte
o de alguna virtud moral como la humildad o la caridad es
permitir que penetre en nosotros la luz interior de tales valores
y abrirse a
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hiciste manar de la roca una fuente de agua viva; concédenos, te
pedimos, que de la dureza de nuestros corazones fluya el manantial
de la compunción, de tal modo que podamos llorar por nuestros
pecados y por tu bondad podamos merecer que nos sean
perdonados. Amén».
Y no podemos olvidar las palabras del obispo San Ambrosio
de Milán a Santa Mónica: «El hijo de tantas lágrimas no puede
perderse». Esta expresión del corazón, tan valiosa a los ojos de
Dios, ¿no será algo precioso y venerable?
Resulta evidente cuan equivocados estamos al confundir
el auténtico «conmoverse» con el sentimentalismo cuando
comprobamos que esta perversión no se limita sólo a este ám-
bito. En efecto, no sólo podemos deleitarnos en emociones
«suaves», sino también en el entusiasmo más encendido. Este
42
damental, pero sintiéndose mucho mejor por esa liberación
emocional de sus malas conciencias.
Debemos tener en cuenta que la introversión es más fatal
para algunas experiencias afectivas que para otras. Aunque
destruye la autenticidad de todo sentimiento, la perversión in-
trospectiva es especialmente nefasta en todas las respuestas
religiosas. Esto es así porque la degradación es mucho mayor
cuando afecta a nuestra relación con Dios o a algo sagrado.
Esta degradación se observa, por ejemplo, en esa forma tan fa-
miliar de piadosa autoindulgencia que casi convierte la oración
en un medio para provocar sentimientos piadosos. Algunas
personas, por ejemplo, utilizan sus visitas a la iglesia para
deleitarse en un sentimentalismo «piadoso». La iglesia, la casa
de Dios -de la cual dice la liturgia: «terrible es este lugar,
casa de Dios y puerta del cielo»-, se convierte en un lugar para
la autoindulgencia emocional.
Y también se aplica aquí lo que dijimos anteriormente
sobre el sentimentalismo. Cualquier disfrute introvertido causa
necesariamente una perversión cualitativa. Estos sentimientos
«piadosos» no son piadosos en absoluto. Toda auténtica ex-
periencia afectivo-religiosa lleva dentro de sí algo de la
«atmósfera de Dios», de la gloria misteriosa del mundo de Cris-
to. Además, implica esencialmente una profunda actitud de re-
verencia. Es imposible experimentar sentimientos religiosos de
calidad genuina si uno se acerca a Dios no con una actitud re-
verente, sino simplemente para saborear los propios senti-
mientos mientras se instrumentaliza la oración como medio
para tal satisfacción. Y cuando se nos conceden experiencias
afectivas genuinas, es igualmente imposible abusar de ellas de
este modo puesto que la misma estructura y cualidad de los
sentimientos genuinamente religiosos presuponen un estado
del alma para el cual un abuso de este tipo sería un horror.
43
Por ello, debemos subrayar desde el principio que la
perversión no se encuentra en el carácter afectivo del senti-
miento religioso, ni en el hecho de que este sentimiento nos
cause deleite, sino más bien en su disfrute introvertido que es
ya, por contenido y cualidad, la caricatura de un sentimiento
religioso genuino. Esta caricatura incluye también el deleite en
la propia piedad y la satisfacción del propio orgullo.
No pretendemos de ningún modo negar que determinadas
experiencias afectivas religiosas son una fuente legítima de
gran consuelo y deleite. Experimentar la felicidad mientras re-
zamos porque nuestro corazón está lleno de paz, sentirnos
con
solados porque un rayo de luz brilla en la oscuridad de
nuestras alma y encontramos cobijo en Dios, son experiencias que
hay que distinguir claramente del deleite en ciertos vagos senti-
mientos «piadosos» que en realidad son todo menos piadosos.
Esta indulgencia en sentimientos pseudo-religiosos al-
canza su cénit en la falsa contrición. Pertenece a la verdadera
naturaleza de la contrición un pesar profundo, y deleitarse en él
es matar su sinceridad de raíz, privarlo de su substancia y
profundidad. Además, la voluntad de cambiar y de no pecar
más pertenece esencialmente a la verdadera contrición. Hacer
de la contrición un estado meramente emocional e incluso
irracional, privado de una ardiente voluntad sobre nuestra fu-
tura conducta, convierte este sentimiento en una falsa contri-
ción. La verdadera contrición que alcanza una plena afectividad
implica la completa rendición a Dios, caer en sus brazos
amorosos como el hijo pródigo. Su tremenda y solemne serie-
dad excluye radicalmente toda autogratificación.
Podemos, entonces, ver claramente por qué este goce in-
trovertido resulta más perjudicial para la contrición que para
44
otras respuestas afectivas religiosas, por no mencionar los
campos afectivos no religiosos.
El tercer tipo de falso sentimiento, el tipo clásico por de-
cirlo de algún modo, es el histérico9. Nos referimos a aquellas
personas encerradas en un egocentrismo excitable. Pueden
ser muy trabajadoras y eficaces; pueden poseer una energía
indomable, una peculiar intensidad y vitalidad; pueden incluso
ser
45
falsedades. Como están tan aherrojados por esta necesidad y
viven en un mundo en el que los deseos y la realidad no están
claramente distinguidos, y cuyo clima es de «exaltación» y de
falsedad cualitativa, no son conscientes de mentir. Así pues, no
son responsables de esas mentiras como lo son las personas
no histéricas.
Aunque estas actitudes nos ayudan a caracterizar el tipo
histérico, queremos, sin embargo, subrayar ante todo la falta de
autenticidad de los sentimientos que se encuentran detrás
de todas estas manifestaciones. Lo que nos interesa aquí
es la intrínseca falsedad de los sentimientos de la persona
histérica se trate de alegría, pesar, entusiasmo, indignación,
contrición o compasión. Queremos hacer notar este tipo de
falta de autenticidad tal como se encuentra en estas personas
en comparación con el tipo retórico o sentimental.
El término «histérico» se aplica a veces a un estado
emotivo caracterizado por un cierto grado de confusión in-
controlable. Si, por ejemplo, a causa de la muerte de un ser
querido, una persona está fuera de sí por la pena y se compor-
ta de un modo extremadamente inconsistente, alternando el
llanto y la risa, decimos que «se ha puesto histérica». Si los es-
tados afectivos tales como el pesar, la desesperación, la agita-
ción o el temor degeneran en un estado de excitación que ya
no se corresponde con la respuesta afectiva en cuestión, la ca-
lificación de «histérico» tiene una cierta justificación.
Sin embargo, se debe subrayar con fuerza que hay una
diferencia fundamental entre el grado de intensidad de una
experiencia afectiva y el carácter irracional e inconsistente de
ciertos estados emocionales. La persona que se encuentra a
merced de estos estados manifiesta sus sentimientos no sólo
de un modo totalmente inadecuado, sino también con una
conducta que falsifica y contradice la verdadera naturaleza de
46
sus sentimientos. Debemos insistir en este punto porque a ve-
ces el término «histérico» se aplica a cualquier grado elevado
de intensidad en la esfera afectiva. Tan pronto como manifiesta
abiertamente una pena o preocupación profunda, es a veces
calificado de «histérico», incluso cuando su respuesta es total-
mente adecuada. La tristeza que un esposo amante manifiesta
sin ambages ante el lecho de muerte de su mujer, o la preocu
pación agobiante por una persona amada en peligro son
respuestas afectivas que obviamente no merecen en absoluto
una consideración peyorativa. No poseen el carácter irracional
e inconsistente de la respuesta neurótica, y menos aún tienen
nada que ver con la falta de autenticidad de la persona histéri-
ca en el sentido antes indicado.
Una teoría y una actitud completamente erróneas se es-
conden detrás de este uso impropio del término «histérico».
Muchos elementos y falsas tradiciones han concurrido a crear
una mentalidad que considera toda manifestación afectiva in-
tensa, y especialmente su manifestación abierta, como algo
despreciable y desagradable. Un estoicismo anglosajón y una
mojigatería puritana, así como la desafortunada identificación
de la objetividad con una actitud neutral, de exploración (lo cual
es legítimo en un laboratorio), son los responsables del
descrédito de la afectividad en cuanto tal. También ha
contribuido a ello algunas veces la intrusión de frases hechas
tomadas de manuales de psicología de escasa calidad. En
cualquier caso, esta actitud es síntoma de una superficialidad
deplorable.
La persona que dice de otra que «se está poniendo histé-
rica» cuando la ve con una pena profunda, o presa de la deses-
peración, o en otro estado emocional intenso, evidencia que es
víctima de una teoría peligrosamente errónea. Podemos com-
probar la verdad de esta afirmación si pensamos en uno de los
47
ejemplos más sublimes de verdadera sobreabundancia afecti-
va: las lágrimas de María Magdalena cuando se arrojó a los
pies de Nuestro Señor. Sólo quien se asusta ante una expan-
sión afectiva inesperada, o una persona desesperadamente
neutral que asume la posición de un mero espectador conside-
rarían como histeria la extraordinaria intensidad y dinamis-
mo de una profunda y genuina respuesta afectiva.
La verdadera antítesis a un sentimiento histérico no es la
fría indiferencia ni una actitud que puede ser adecuada para
llevar la contabilidad o hacer operaciones financieras, sino más
bien una respuesta afectiva profunda y genuina, un amor
verdaderamente luminoso o una alegría santa.
Ocurre algo análogo en el uso impropio del término sen-
timental. Como hemos visto, el sentimentalismo es un senti-
miento pervertido y mediocre. Calificar de sentimental una
afectividad intensa y profunda es absolutamente erróneo. La
verdadera antítesis al sentimentalismo no es ni la indiferencia
neutral que excluye todo sentimiento, ni la virilidad anquilosada
del hombre que considera todo sentimiento como una
concesión a la debilidad y al amaneramiento. La verdadera
antítesis al sentimentalismo es el sentimiento auténtico de un
corazón noble y profundo como la contrición de David, o el
profundo pesar que se perpetúa en la liturgia de los Santos
Inocentes: «Una voz se oye en Rama, lamentación y gemido
grande; es Raquel que llora a sus hijos y rehusa ser consolada,
porque ya no existen» (Mí 2, 18).
Así pues, debemos estar siempre vigilantes ante el uso fácil y
descuidado del término «histérico». Éste se utiliza de modo legítimo
y justificado sólo en aquellos casos en que una respuesta afectiva
originalmente profunda y genuina degenera en un desorden
enfermizo marcado por contradictorias explosiones emotivas.
Cuando se aplica a un estado de extraordinaria intensidad afectiva
48
o a su adecuada manifestación, aunque no sea moderada, el
término «histérico» está absolutamente fuera de lugar. Por el hecho
de que alguien solloce o se venga abajo
49
espíritu «la calle muerta de la vida» porque ha sido el espíritu, y
especialmente el entendimiento, el responsable de
10
Klages pertenece a la corriente de irracionalismo que surgió en la Alemania de la primera postguerra
(NT).
11
Schiller, Oda a la alegría. El texto alemán es el siguiente: «Ja wer auch nur eine Seele / Sein nennt auf
dem Erdenrund! / Und wer's nie gekonnt, der stehle / Weinend sich aus diesem Bund».
50
bras: «El encanto ejercido por el amor humano ha sido
durante siglos el argumento que ha inspirado obras admirables
de la literatura, la música y las artes plásticas; un argumento
siempre viejo y siempre nuevo, en torno al cual el paso del
tiempo ha tejido, sin jamás agotarlas, las variaciones más
poéticas y elevadas». ¿Y no afirma la misma Sagrada Escritura
en el Cantar de los Cantares: «¿Si un hombre pretendiese
conseguir el amor dando a cambio todo lo que posee,
significaría que lo aprecia poco»?
Pero incluso aunque uno fuese ciego ante el papel del
amor en la vida humana y considerase que la fuente principal
de la felicidad en la tierra es la belleza, el conocimiento o el
trabajo creativo, sigue siendo verdad, sin embargo, que la ex-
periencia de la felicidad es algo afectivo, porque es el corazón
quien la experimenta, y no el entendimiento ni la voluntad.
Con todo, el papel de la esfera afectiva y del corazón se
revela con una profundidad y categoría incomparables cuando
contemplamos las vidas de los santos. Cuando leemos los
escritos de San Francisco de Asís o estudiamos el papel que
juega en su vida la contrición, la santa alegría, la conmoción
hasta el estrato más profundo de su alma por la magnificencia
de Dios y por la pasión de Cristo, el ardiente amor a Cristo y al
prójimo que se extiende incluso a los animales, no podemos
dejar de captar la ternura de su amor.
Tampoco es posible ignorar la profundidad, la espiritua-
lidad y la gloria, que pertenecen sólo al corazón, cuando lee-
mos las cartas de San Ignacio de Antioquía, o mientras nos
movemos en el clima espiritual de Las Confesiones de San
51
Agustín y leemos estas palabras: «¡Tarde te amé, oh Belleza
tan antigua y tan nueva! ¡Tarde te amé!». O cuando leemos la
oración de San Buenaventura: «¡Oh, dulcísimo Señor
Jesucristo, te lo ruego, ¡traspasa la médula de mi alma!».
No se debería objetar que en las vidas de los santos la
contrición, el amor o la alegría ya no pertenecen a la esfera
afectiva puesto que tales respuestas son sobrenaturales y no
sólo no tienen nada que ver con la afectividad natural, sino que
incluso presuponen su silencio (por lo menos a nivel místico).
Aun concediendo que la afectividad sobrenatural difiere de la
natural y la sobrepasa, que tiene una incomparable pureza de
intención y que una parte de la afectividad natural tiene que ser
silenciada a fin de dejar sitio para la afectividad sobrenatural,
resulta imposible negar el carácter afectivo de estas respuestas
sobrenaturales. La diferencia en cuestión es análoga a la que
hay entre la ciencia infusa y la sabiduría natural. Por mucho
que uno insista en la diferencia entre ellas, sería absurdo decir
que la sabiduría sobrenatural ya no es sabiduría, y que en lugar
de pertenecer al ámbito del conocimiento y del saber en su
sentido más amplio es algo afectivo o que depende de la
voluntad. Pues lo mismo se aplica a la alegría santa, a la beati-
tud y al amor sobrenatural. Por mucho que uno quiera subrayar
su diferencia y superioridad frente a la alegría y el amor natural,
siguen perteneciendo al ámbito de las experiencias afectivas, y
no por el hecho de ser transfiguradas en Cristo pasan de
repente a pertenecer a la esfera volitiva o cognitiva. La
diferencia entre lo natural y lo sobrenatural afecta a las tres es-
feras: cognitiva, volitiva y afectiva. Y por mucho que lo sobre-
natural actúe en cada una de ellas y las eleve, ninguna pierde
su carácter específico. La diferencia entre cada uno de estos
52
tres ámbitos tiene un carácter completamente distinto del que
existe entre lo natural y lo sobrenatural. ¿Quién negará que la
revelación cristiana ha conferido al amor un papel central
y supremo y que ha expuesto detalladamente la naturaleza del
amor en su plenitud afectiva y como la voz del corazón? Las
palabras de San Pablo: «Alegraos siempre en el Señor; de
nuevo os lo digo: alegraos» {Flp 4, 4), se refieren a una
respuesta del corazón y no del entendimiento ni de la voluntad.
Y el papel conferido al corazón es evidente en innumerables
lugares de las Sagradas Escrituras, como por ejemplo en las
repetidas alusiones de Cristo a la alegría: «Y nadie os quitará
vuestro gozo», o «entra en el gozo de tu Señor». Los pastores
se alegran al oír la buena nueva; los Magos se alegran al ver la
estrella que les conduce al Niño Jesús; la Bienaventurada
Virgen canta un canto de exultación y alegría en el Magníficat;
Simeón se llena de santa alegría al tener al Niño Jesús en sus
brazos.
¿Y el papel del dolor? ¿Se puede acaso separar la doctri-
na de la Cruz de la noción del corazón, es decir, del sufrimien-
to, que es obviamente una experiencia eminentemente afecti-
va? ¿Se puede acaso contemplar el mar infinito del sufrimiento
en Getsemaní y en toda la pasión de nuestro Señor y no
admitir la profundidad, la espiritualidad y la centralidad del
papel del corazón12. Si intentáramos concebir al hombre como
compuesto solamente de entendimiento y voluntad (¡una
noción contradictoria!), innumerables pasajes de las Escrituras
y de la liturgia quedarían vacíos de significado.
12
En Christian Ethics, cap. 17, hemos advertido del peligro que plantea un uso muy amplio del término
«querer» (will). Hemos mostrado que tal uso no es bueno ni para una clara comprensión de la verdadera
naturaleza del querer, ni para una comprensión de la verdadera naturaleza de las respuestas afectivas.
Es indispensable hacer una clara distinción entre las respuestas volitivas y las afectivas.
53
En lugar de intentar reconciliar desesperadamente el
papel glorioso y manifiesto conferido a la esfera afectiva y al
corazón en la revelación cristiana con el ostracismo hacia esa
esfera afectiva de la filosofía griega, en lugar de quedarnos sin
saber qué decir cuando tratamos de la naturaleza del amor, y
en lugar de enfrentarnos a innumerables problemas artificiales
e innecesarios, rechacemos el descrédito de la esfera afectiva
y del corazón. Expongamos las ambigüedades del término
«sentimiento» y clarifiquemos la diferencia de niveles en esta
esfera. Admitamos que en el hombre existe una tríada de cen-
tros espirituales: entendimiento, voluntad y corazón que están
destinados a cooperar entre sí y fecundarse mutuamente: «Co-
razón de Jesús, en el que residen todos los tesoros de la sabi-
duría y de la ciencia, ten piedad de nosotros» (CorJesu, in quo
sunt omnes thesauri sapientiae et scientiae, miserere nobis).
54
Capítulo II: AFECTIVIDAD NO-ESPIRITUAL Y ESPIRITUAL
55
interesante, lo que pretendemos ahora es explorar la
naturaleza del corazón centrándonos en los datos que nos
ofrece la vida y no llevar a cabo un examen histórico de los
diversos significados del término. Como en Christian Ethics
queremos comenzar desde lo «dado de modo inmediato».
No puede existir ninguna duda sobre el hecho que la
afectividad es una realidad importante en la vida de la persona
y que no puede ser subsumida en el intelecto o en la voluntad.
En la literatura y en el lenguaje ordinario el término «corazón»
se refiere al centro de esta afectividad. Y es este centro de la
afectividad el que exige imperiosamente ser investigado.
Pero incluso cuando el «corazón» se entiende como si-
nónimo (representative) de la afectividad, posee dos significa-
dos que hay que distinguir cuidadosamente. Nos podemos re-
ferir en primer lugar al corazón como raíz de la afectividad. Así,
del mismo modo que el intelecto es la raíz de todos los actos
de conocimiento, el corazón es el órgano de toda la afectividad:
todos los deseos y anhelos, todo «conmoverse», todos los
tipos de felicidad y dolor están enraizados en el corazón en su
sentido más amplio. Pero en un sentido más preciso, podemos
usar el término «corazón» para referirnos sólo al centro de la
afectividad, al verdadero núcleo de esta esfera15. En este
56
golpeó el corazón de un hombre» deseamos indicar cuan
profundamente le afectó este suceso; queremos expresar no
sólo que un determinado suceso le ha preocupado o enfadado
sino que le hirió en el verdadero núcleo de su ser afectivo. Este
es el sentido de «corazón» que encontramos en las palabras
de nuestro Señor: «donde está tu tesoro, allí estará tu corazón»
(Mf 6, 21). En este contexto, «corazón» significa el punto focal
de la esfera afectiva, el punto de esta esfera que resulta
afectado de modo más crucial. Mientras que el corazón como
raíz de la afectividad no implica una profundidad específica, es
decir, no se opone a niveles de afectividad más periféricos, el
corazón en este sentido típico tiene la connotación de ser el
verdadero centro de gravedad de toda la afectividad.
***
58
Incluso prescindiendo del conocimiento que se deriva de
experiencias previas y de la información que nos da la ciencia,
estos sentimientos muestran claramente la característica propia
de las experiencias corporales. Si comparamos un dolor de
cabeza con la tristeza por un suceso trágico es imposible no
darse cuenta de la diferencia fundamental que existe entre
estos dos «sentimientos». Uno de los rasgos más caracte-
rísticos de esta diferencia está precisamente en el carácter cor-
poral del dolor, que lo distingue de la tristeza. Este carácter
corporal lo descubrimos tanto en la cualidad de estos senti-
mientos como en la estructura y naturaleza de su ser experi-
mentados. Este tipo de sentimientos y de instintos corporales
son el único tipo de sentimientos que tienen una relación
fenomenológica con el cuerpo. Son, de algún modo, la «voz»
de nuestro cuerpo17. Forman el centro de nuestra experiencia
corpórea, la que nos afecta de manera más aguda y la más
17
Existe, de todos modos, otro tipo de experiencia corporal, además de los sentimientos corporales:
caminar, masticar, nadar, saltar, tragar, calentar nuestros músculos apretando las manos, levantando
algún objeto pesado, estrujando u oprimiendo algo. Todas estas actividades están más o menos
acompañadas de sentimientos, pero la experiencia o movimiento de estas actividades como tales difiere
del sentimiento en el sentido real del término. Por eso prescindimos de ellas en este contexto.
59
Esto supone que existe un puente infranqueable entre los
sentimientos corporales humanos y los sentimientos corporales
animales. Aun concediendo que algunos procesos fisiológicos
son homólogos, en la vida consciente de un ser humano todo
es radicalmente distinto al estar insertado en el mundo
misteriosamente profundo de la persona y al ser vivido y
experimentado por un «yo».
En un trabajo previo, In Defense of Purity, hemos consi-
derado la «profundidad» de los sentimientos corporales en la
esfera sexual y cómo están destinados a ser modelados por el
amor conyugal. Aislar estos sentimientos corporales de la reali-
dad total de la persona humana significaría no comprenderlos,
y no sólo desde el punto de vista moral, sino también desde el
punto de vista de su verdadero significado y de su carácter in-
18
Para un análisis detallado de la naturaleza de la «intencionalidad» vid. Christian Ethics, cap. 17.
63
claramente no-espirituales. La falta de intencionalidad les
separa claramente de la esfera de la espiritualidad.
En segundo lugar, los estados psíquicos están «causa-
dos» por procesos corpóreos o psíquicos mientras que las res-
puestas afectivas están «motivadas». Una respuesta afectiva
nunca puede surgir por una simple causación, sino por una
motivación. La verdadera alegría implica necesariamente no
sólo la conciencia de un objeto sobre el que nos alegramos,
sino también la conciencia de que este objeto es la razón de la
alegría. Al alegrarnos por la recuperación de un amigo sabe-
mos que es este suceso el que engendra y motiva nuestra ale-
gría. La recuperación de nuestro amigo está conectada por lo
tanto con nuestra alegría a través de una relación significativa e
inteligible. Esta experiencia difiere esencialmente del estado
66
objetiva, lo que los hace ilegítimos y los convierte en pesadas
cargas de nuestra vida espiritual.
No basta emancipar nuestro intelecto y nuestra voluntad
de la esclavitud de estos humores irracionales: nuestro corazón
también debe librarse de esta tiranía. Cuando superamos el
despotismo de estos sentimientos psíquicos, hacemos espacio
para los sentimientos espirituales. Nuestro corazón se puede
llenar entonces con respuestas afectivas significativas.
Podemos alegrarnos con la existencia de bienes grandes y per-
manentes que merecen ser el objeto de nuestra alegría. Pode
mos amar lo que se merece ser amado, nos podemos
arrepen-tir de nuestros pecados, podemos experimentar la paz
y la luz que el simple hecho de la existencia de Dios y de
nuestra redención debería arrojar sobre nuestra alma.
En este contexto, debemos mencionar dos formas de
dependencia de nuestro cuerpo, una consciente y la otra in-
consciente. La primera se refiere a nuestra capacidad de
emanciparnos de nuestros sentimientos corporales. Algunas
personas se abaten completamente ante el dolor corporal o se
ensimisman ante las molestias físicas o las incomodidades.
Para algunas personas, cualquier dolor físico, por pequeño que
sea, es un drama. Otros se ensimisman completamente
cuando tienen que realizar un esfuerzo corporal como, por
ejemplo, permanecer de pie durante mucho tiempo, o estar
sentados de manera poco confortable; consiguientemente son
incapaces de concentrarse en otras cosas, como disfrutar de
una buena música o conversar con un amigo. Otras personas,
por el contrario, muestran una gran independencia respecto de
su cuerpo. Su alma permanece libre aunque su cuerpo esté
sometido a dolores (no estamos hablando de dolores
particularmente violentos); pueden disfrutar de realidades
67
espirituales a pesar de padecer dolores corporales, tensiones y
molestias.
En segundo lugar, hay una forma inconsciente de depen-
dencia, es decir, una dependencia de estados de ánimo psíqui-
cos que en realidad están causados por nuestro cuerpo. Una
persona puede ver todo oscuro simplemente porque ha dormi-
do demasiado poco, o puede estar irritado o de mal humor a
causa de algunos procesos fisiológicos que están teniendo lu-
gar en su cuerpo. En este caso, la influencia del cuerpo en
nuestro estado de ánimo no se experimenta de manera
consciente. Al dejarnos invadir por estos sentimientos (que no
tienen bases racionales y se perciben erróneamente como una
situación real de nuestra alma) concedemos a nuestro cuerpo
un dominio sobre nosotros mayor que si estuviéramos com-
pletamente afectados por sentimientos corporales reales, por lo
que esta influencia camuflada resulta aún más honda y peli-
grosa. En los sentimientos corporales el cuerpo nos habla, sa-
bemos que se trata de su voz; pero aquí, los sentimientos, aun-
que están causados en realidad por procesos meramente
fisiológicos, se presentan como si fueran psíquicos y como si
constituyeran estados reales de nuestra alma. Al tomarlos en
serio y rendirnos a ellos (aunque deberíamos saber que no hay
una razón válida para ello, que no ha sucedido nada que de-
biera justificar nuestro cambio de humor), nos hacemos escla-
vos de nuestros cuerpos en un grado mayor que en el caso
precedente. El mismo hecho de que esta depresión o estado
de ánimo no tenga ninguna justificación objetiva, que incluso
contradice lo que deberíamos sentir como respuesta verdadera
a la situación en la que nos encontramos, debería hacernos
sospechar de estos sentimientos y hacernos ver que estos
estados de ánimo son el resultado de meros procesos
corporales o de alguna depresión. Y esta idea repercutirá
68
notablemente sobre nuestro mal humor. Nos proporciona una
distancia espiritual de ese estado, lo invalida, y nos libera de él
en buena medida. Mientras que los sentimientos corporales no
cambian por el hecho de que modifiquemos nuestra actitud
frente a ellos, la depresión o el mal humor, una vez que nos
hemos dado cuenta de que son el resultado de procesos
corporales, pierden buena parte de su fuerza.
De todos modos, debemos subrayar que sería completa-
mente erróneo negar que los estados de depresión con origen
corpóreo son una fuente de sufrimiento terrible y una tortura
para la persona que los padece. En general, evidentemente,
estos estados pierden mucha parte de su poder sobre nosotros
cuando nos damos cuenta de su origen, cuando, por así decir,
los desenmascaramos. En cuanto nos damos cuenta de que el
mundo no ha cambiado, que no ha sucedido nada que justifi-
que nuestra depresión, que es sólo el resultado de una condi-
ción corporal, ya no nos influye del mismo modo ni nos apri-
siona; nos hemos logrado distanciar de ella. De todos modos,
existen situaciones como la menopausia para algunas mujeres
o algunos disturbios neuróticos, en los que el peso del estado
depresivo no disminuye en nada a pesar de que el afectado
conozca perfectamente su causa. Esta persona hará bien en
buscar la ayuda del médico para alejar o mitigar su sufrimiento.
Debemos distinguir las pasiones de estos estados psíqui-
cos no-intencionales. Se ha identificado a menudo el término
«pasión» con el entero ámbito de los sentimientos psíquicos y
espirituales en cuanto opuestos a la razón y a la voluntad. La
filosofía tradicional, al igual que la filosofía de Descartes, usa el
término passiones en este sentido. Pero utilizar el término
«pasiones» para todo el ámbito de los sentimientos psíquicos
puede dar lugar a muchos equívocos. Incluso si uno lo usa en
un sentido meramente análogo, persiste el peligro de pasar por
69
alto las radicales diferencias que existen en el campo de la
afectividad. Nosotros restringiremos el término «pasiones» a
determinados tipos de experiencias afectivas que corresponden
exclusivamente al significado primario del término.
70
El modo inferior de «estar fuera de sí» (que hemos men-
cionado anteriormente como uno de los significados de pasión
o de apasionado) se caracteriza por la irracionalidad. Implica
un ofuscamiento de nuestra razón que impide hasta su
71
El éxtasis, además, lejos de incluir las tendencias que
desean destronar nuestro centro libre espiritual, lejos de in-
72
paralizado como un cuerpo transfigurado son insensibles al
dolor, pero por razones opuestas ya que estos dos tipos de
73
sí» típico de la ira asume una tonalidad diferente según el tipo
de ira de que se trate. Esto es obvio, ya que la cualidad y natu-
raleza de la condición «apasionada» depende de si la ira está
causada por el orgullo o por la concupiscencia, o si se trata de
una ira «justa», es decir, de la ira causada por un mal moral.
Del mismo modo, el «estar fuera de sí» tiene un carácter
completamente diferente en el caso de un hombre que experi-
menta dolores físicos insoportables, que se está muriendo de
hambre o de sed, o en el caso de un drogadicto. Y más lejos
aún de todas estas formas de «estar fuera de sí» es la
situación del hombre que, a causa de una tristeza profunda,
sufre un ataque de desesperación y se arranca los cabellos o
se da de cabezazos contra la pared.
Sin embargo, al hablar de las pasiones, no nos referimos
únicamente a la situación de intensidad y violencia en la que
nuestra razón se ofusca y nuestra voluntad queda dominada
por un sentimiento intenso; nos referimos también a la escla-
vitud habitual ante ciertos deseos cuando, por ejemplo, a un
individuo le devora su ambición o su resentimiento o su avari-
cia. En estos casos, no nos referimos a una situación pasajera
de apasionamiento sino a un dominio habitual por parte de
ciertas tendencias. Encontramos en la naturaleza específica de
este dominio una analogía con el estado apasionado. Este
dominio tiene un carácter irracional y oscuro, como una especie
de avasallamiento habitual de nuestra libertad. Sin embargo
también difiere, en muchos aspectos, del estado apasionado
que hemos discutido previamente. El dominio que estamos
considerando aquí no implica un ofuscamiento de nuestra ra-
zón. El uso técnico de la razón -esto es, la capacidad de razo-
nar y calcular de modo claro- no se paraliza de ningún modo. El
hombre devorado por la ambición o por el deseo de poder -por
ejemplo, un Ricardo III según Shakespeare- tiene una re-
74
finada capacidad para calcular con frialdad todos los medios
necesarios para la realización de sus ambiciosos planes crimi-
nales. Posee incluso una gran capacidad técnica de autocon-
trol. No se trata por tanto de un ofuscamiento de la razón como
cuando uno hace cosas sin darse cuenta claramente de lo que
hace. Y tampoco su libertad está destronada o sojuzgada como
en el caso del hombre al que la rabia hace «perder la cabeza».
Su responsabilidad no está disminuida de ningún modo; él
planea de modo claro y premeditado sus decisiones y éstas
revelan el uso de su voluntad libre.
Pero, a pesar de todo esto, la razón y la voluntad también
están en este caso esclavizadas por la pasión habitual, sólo
que el dominio de la pasión sobre la razón y la voluntad libre se
manifiesta aquí en un sentido más profundo de esclavitud y en
un estrato más profundo de la persona. La razón se ha
convertido en la sierva de la pasión; su función es absorbida
por la búsqueda eficiente y «razonable» de los fines propuestos
por la pasión. El fin último y verdadero de la razón, que
consiste en reconocer la verdad y en determinar lo que de-
bemos hacer, lo que es moralmente recto, se frustra por el do-
minio de la pasión.
Del mismo modo, el sentido último de la voluntad libre,
conformarse a los valores moralmente relevantes y a su llama-
da, se paraliza. La libertad ontológica de la voluntad, por su-
puesto, ni se frustra ni disminuye, de modo que la responsabi-
lidad subsiste. El uso técnico de la libertad en las decisiones
concretas está también completamente presente: el hombre
devorado por la pasión puede, como hemos dicho antes, pre-
meditar y ordenar conscientemente sus acciones con su volun-
tad. Pero su libertad moral queda frustrada. El verdadero uso
de su libertad, el «sí» a la llamada encerrada en los bienes mo-
ralmente relevantes y el «no» a los males moralmente relevan-
75
tes, el «sí» a la llamada de Dios y el «no» a la tentación del or-
gullo y de la concupiscencia queda silenciado por la esclavitud
impuesta por las pasiones.
El examen del estado apasionado nos ha mostrado ya que
sólo determinados sentimientos, al alcanzar un alto grado de
intensidad, conducen a la forma inferior de «estar fuera de sí».
Hemos visto además que, incluso en el nivel de los sentimientos
que pueden degenerar en la condición apasionada, la naturaleza
específica de los mismos tiene una influencia determinante sobre el
«estar fuera de sí». Igualmente, al examinar la esclavitud habitual
de la persona, hemos visto que sólo ciertos deseos, tendencias o
sentimientos son capaces de producirla.
El sentido más auténtico de pasión se refiere, de todos
modos, a sentimientos como la ambición, codicia, lascivia,
avaricia, odio o envidia, que tienen un carácter oscuro, violento
y antirracional, incluso aunque no alcancen el estado apa-
sionado o no hayan logrado todavía un dominio habitual sobre
la persona. Merecen el nombre de pasiones independiente-
mente de su intensidad. De todos modos, cuando alcanzan un
alto grado de intensidad o absorben a una persona, asumen el
rasgo más típico del estado apasionado o de la esclavitud habi-
tual de la persona. Pero lo que importa aquí es entender que
no sólo tienden a desplegar este dinamismo perverso, sino que
presentan en su misma naturaleza una enemistad intrínseca
con la razón y con la libertad moral. Al mismo tiempo, debemos
decir que, mientras que sólo las manifestaciones de orgullo y
de concupiscencia pueden tener este carácter oscuro y
violentamente antirracional, no toda manifestación de orgullo
76
otro. Pero las pasiones en sentido estricto implican no sólo una
antítesis al centro libre que responde al valor sino que poseen
también el carácter de un dinamismo salvaje y antirracional de
una profundidad abismal (para un tratamiento completo de esta
distinción ver nuestra obra Christian Ethics).
En resumen, podemos decir que hay cuatro tipos de ex-
periencias afectivas que tienen un dinamismo antirracional,
cada una a su modo y que por lo tanto se pueden denominar
pasiones en un sentido amplio. En primer lugar, tenemos las
pasiones en el sentido más estricto del término como la ambi-
ción, el deseo de poder, la codicia, la avaricia o la lascivia; to-
das ellas tienen un carácter oscuro y antirracional.
En segundo lugar, están las actitudes que poseen un carácter
explosivo como la ira. No estamos pensando en este momento en la
ira causada por ambición, venganza, odio o codicia, ya que la ira
que surge de estas pasiones no constituye un nuevo tipo.
Pensamos más bien en la ira motivada por un daño objetivo infligido
a un hombre y que nos parece «razonable». Pensamos en la ira
que responde al mal moral objetivo, por ejemplo, la ira que surge en
nosotros cuando somos testigos de una injusticia. Aunque esta ira
qua ira posee un carácter explosivo, incontrolable e impredecible,
no tiene el carácter oscuro, antirracional y demoníaco típico de la ira
causada por la ambición o por la codicia. Podríamos compararla
más bien con un rifle cargado. Esta condición explosiva e incontro-
lable es la que da a la ira, en cuanto tal, el carácter de pasión.
En tercer lugar, hay impulsos que son pasiones a causa
77
oscura de las pasiones en sentido estricto sino un
espeluznante dinamismo irracional e ininteligible.
En cuarto lugar están las respuestas afectivas que a pe-
sar de tratarse de respuestas al valor, pueden escapar a nues-
tro control. Éste es el tipo específico del amor entre el hombre y
la mujer, por ejemplo, el amor de Chevalier des Grieux por
Manon o el de don José por Carmen. Cuando este tipo de amor
alcanza una gran intensidad se convierte en un flujo tumultuoso
que echa por tierra todos los bastiones morales y arrastra a la
persona. En estos casos, también el amor asume el carácter de
pasión al «encadenar» al amado. Hay que subrayar, de todos
modos, que los responsables de esta degeneración son tanto
el nivel moral de la persona como el hecho de que este amor
contiene elementos que le son ajenos. Mientras que los tres
tipos anteriores de pasión llevan el veneno en sí mismos, en el
cuarto, la causa de que este tipo de amor pueda ejercer una
tiranía peligrosa depende sólo de elementos ajenos.
Esta breve ojeada a las experiencias afectivas que, de di-
versos modos, se pueden llamar pasiones20 debería bastar en
este contexto. La cuestión realmente importante es la diferen-
cia radical entre las pasiones y las experiencias afectivas moti-
vadas por bienes dotados de valores. Resulta imprescindible
aclarar del todo esta diferencia decisiva si queremos levantar
78
respuesta al valor (al igual que todo ser afectado por el valor)
difiere radicalmente de las pasiones. ¿No existe un abismo
infranqueable entre una pasión y las lágrimas que suscitan las
palabras de Santa María Goretti al perdonar a su asesino? Y
tampoco es difícil darse cuenta de que los rasgos que
caracterizan a la pasión no se encuentran en experiencias
afectivas como la alegría por el amor de otra persona, sentirse
herido por su odio o en cualquier otra respuesta al valor, se
trate de amor, esperanza, veneración, entusiasmo o alegría.
Hay que decir, de todos modos, que a pesar de la dife-
rencia radical entre la respuesta a un valor (como el amor, la
admiración o el entusiasmo) y los diferentes tipos de pasión,
encontramos en la naturaleza del hombre caído la posibilidad
de una transición repentina de las respuestas al valor a deter-
minadas pasiones o, en cualquier caso, a determinados senti-
mientos irracionales. Éste es uno de los trágicos misterios de la
naturaleza del hombre caído: el hecho de que hasta las res-
puestas afectivas más nobles y espirituales pueden suscitar re-
pentinamente actitudes de una naturaleza completamente di-
ferente. La admiración y el entusiasmo pueden conducir a una
explosión de ira en aquellas situaciones en las que o bien no se
aprecia el objeto admirado o encuentra alguna oposición. El
afán de justicia puede degenerar de pronto en fanatismo y las
llamaradas de los celos pueden surgir en un amante, como en
el caso de Ótelo. De todos modos, la posibilidad de esta
misteriosa transición no anula de ningún modo la esencial
diferencia entre las respuestas al valor y las pasiones en el
sentido estricto del término.
Esta posibilidad de una transición repentina puede ex-
plicar en parte el recelo con el que se mira tradicionalmente la
esfera afectiva. Se teme cualquier intensidad afectiva, aunque
sea noble, porque constituye una aventura. Más adelante,
79
cuando consideremos la transformación de nuestro corazón por
Cristo, veremos que, incluso los dinamismos más nobles, sólo
en Cristo y a través de Cristo quedan protegidos del peligro de
desviación.
Sería un grave error, sin embargo, creer que este peligro
de una transición o perversión repentina de algo noble está
confinado al área afectiva. No hay nada en el hombre que no
se pueda pervertir. ¿No existen peligros análogos en el ámbito
de la inteligencia? En este campo existe no sólo la posibilidad
del error, sino la del orgullo intelectual y la del racionalismo,
esa impertinencia del intelecto que no admite que existan rea-
lidades que no pueda penetrar. «Seréis como dioses, conoce-
dores del bien y del mal» (Gn 3, 5). ¿No es el pensamiento es-
peculativo una aventura arriesgada? La historia de la filosofía
parece probarlo de modo bastante claro.
Si queremos evitar el riesgo tendríamos que dejar de vivir,
porque vivir significa arriesgarse. El simple hecho de que Dios
nos haya dado la libertad implica el mayor de los riesgos. ¡Si
quisiéramos evitar todos los riesgos tendríamos que esfor-
zarnos por alcanzar un estado en el que nuestra vida se detu-
viera!
Pero volvamos a nuestra breve discusión de la diferencia
esencial entre la experiencias afectivas motivadas por
valores por un lado y las pasiones por el otro, una diferencia
que, como ya hemos mencionado, no queda afectada de
ningún modo por la posibilidad de una transición repentina de
un tipo de experiencia al otro.
Queremos subrayar ahora especialmente la espiritualidad
de las experiencias afectivas motivadas por los valores. Esta
espiritualidad distingue a estas experiencias afectivas no sólo
de las pasiones en sentido estricto, sino también de los estados
no-intencionales y de los deseos e impulsos. Las distingue
80
también de un tipo de experiencia que, aun siendo intencional,
no está generado por bienes que poseen un valor.
La espiritualidad de una respuesta afectiva no queda ga-
rantizada por una «intencionalidad» formal; requiere además la
trascendencia característica de una respuesta al valor. En la
respuesta al valor, lo único que genera nuestra respuesta y
nuestro interés es la intrínseca importancia del bien; nos con-
formamos al valor, a lo que es importante en sí mismo. Nuestra
respuesta es tan trascendente -es decir, tan libre de necesi-
dades y apetitos puramente subjetivos y de un movimiento
meramente entelequial como lo es nuestro conocimiento
cuando capta la verdad y se somete a ella. Es más, la trascen-
dencia propia de la respuesta al valor es mayor incluso que la
del conocimiento. El hecho de que nuestro corazón se confor-
me al valor, que lo que es importante en sí mismo sea capaz
de movernos, produce una unión con el objeto mayor que la del
conocimiento. Y es que en el amor, la unión que establece toda
la persona con el objeto es mayor que en el conocimiento. De
todos modos, no debemos olvidar que el tipo de unión caracte-
rístico del conocimiento se encuentra necesariamente incor-
porado en el amor. Las respuestas afectivas espirituales
incluyen siempre una cooperación del intelecto con el corazón.
El intelecto coopera en la medida en que se trata de un acto
cognitivo en el que captamos el objeto de nuestra alegría,
pena, admiración o amor. Y también es un acto cognitivo aquél
en el que captamos el valor del objeto.
Una vez concedido que la respuesta afectiva al valor pre-
supone la cooperación del intelecto, hay que añadir que tam-
bién se requiere la cooperación del libre centro espiritual 21. La
21
Las respuestas motivadas por valores moralmente relevantes exigen una sanción en el sentido estricto
del término. Pero todas las respuestas a valores exigen una sanción en un sentido más amplio (cfr
Graven Images, cap. 11).
81
respuesta afectiva al valor constituye por tanto la antítesis más
radical a cualquier desarrollo meramente inmanente de nuestra
naturaleza como el que se despliega en todos nuestros
impulsos y apetitos. Y junto a esta trascendencia se da una ex-
traordinaria inteligibilidad. La relación causal entre la quema-
dura y el dolor se debe aprender de modo experimental: al mi-
rar el fuego no podemos intuir que nos hará daño si nos
acercamos; y tampoco podemos saber sin un conocimiento ex-
perimental que mucho vino puede emborracharnos. Pero esto
no es lo que sucede en la conexión que se establece entre la
respuesta afectiva al valor y el objeto que la motiva. No necesi-
tamos observar experimentalmente el hecho que alguien se
llene de entusiasmo al ver un paisaje precioso o al escuchar el
relato de una acción noble; la relación interna y significativa
entre el valor estético o moral y la respuesta de entusiasmo se
puede intuir inmediatamente tan pronto como nos concentra-
mos en la naturaleza del valor y de esta respuesta.
85
86
Capítulo III: AFECTIVIDAD TIERNA
87
que había que rechazar en nombre de una sólida sobriedad y
del espíritu de objetividad.
Esta tendencia permanece viva todavía y se manifiesta de
muchas maneras. Por ejemplo, la tendencia a acelerar el
tiempo musical, a reemplazar siempre que sea posible el legato
por el staccato, a interpretar la música llena de profunda y
gloriosa afectividad (como la de Beethoven o Mozart) de una
manera no afectiva y simplemente temperamental, son otros
tantos síntomas de la batalla en acto contra la afectividad en
sentido propio.
Resulta significativo que esta tendencia antiafectiva se
dirija sólo contra un determinado tipo de afectividad a la que
podríamos denominar como “tierna”. Los campeones del
funcionalismo y de la objetividad sobria no rehúyen el
dinamismo afectivo o lo que podemos llamar “afectividad
enérgica”23 o temperamental. No es el fuego de una ambición
devoradora o el dinamismo de la ira y de la furia lo que
desprecian como “subjetivo” o “romántico”. Este tipo oscuro y
dinámico de afectividad enérgica se acepta como algo simple y
genuino.
El tipo de afectividad al que se opone la “nueva
objetividad” o funcionalismo es la afectividad de carácter
específicamente
88
como elementos legítimos de la vida y del arte. No
pretendemos criticar aquí la utilización de estas pasiones por el
arte, en el que siempre desempeñan un papel legítimo e
importante. Lo que criticamos es el hecho de que la “afectividad
tierna” esté excluida del arte por los campeones de la “nueva
subjetividad”.
Nadie se atrevería a llamar “sentimentales” a sentimientos
como la ambición, el deseo de poder, la codicia o la lascivia.
Por muy censurables que se consideren estos sentimientos
desde un punto de vista moral, como son los proclives al
sentimentalismo, se consideran algo grande, poderoso y viril.
Esa es la actitud de los anti-afectivos que ven estos
sentimientos como algo estéticamente impresionante y no
como algo ridículo y desagraciado.
Lo mismo pude decirse de todas las experiencias
afectivas localizadas en la esfera vital. Una vez más, no hay
ningún peligro de “oler” algo de sentimentalismo en el placer
que se experimenta al nadar, montar a caballo o bailar.
La gente que está siempre al acecho de manifestaciones
de sentimentalismo y emotividad, dirige sus sospechas contra
el reino más específico de la afectividad, la voz del corazón. Y
aunque su lucha contra el sentimentalismo es legítima, estas
personas, desgraciadamente, condenan a toda esfera de la
afectividad tierna por ser subjetiva, blanda y ridícula.
La afectividad tierna se manifiesta en e amor en todas sus
formas: amor paternal y filial, amistad, amor fraterno,
conyugal y amor del prójimo. Se muestra al
«conmoverse», en el entusiasmo, en la tristeza profunda y
auténtica, en la gratitud, en las lágrimas de grata alegría o en la
contrición. Es el tipo de afectividad que incluye la capacidad
para una noble rendición y en la que está implicado el corazón.
89
El Ricardo III de Shakespeare o Yago pueden experi-
mentar el tipo de afectividad meramente dinámico e «inhuma-
no», pero no saben nada de la afectividad en sentido propio.
En el amor de José hacia Carmen, en la ópera de Bizet, encon-
tramos elementos de la afectividad tierna a pesar de la presen-
cia de elementos pasionales, pero en Carmen sólo encontra-
mos una afectividad enérgica y sin corazón. Si comparamos el
ethos del aria de don Ottavio con el treibt der Champagner de
la ópera de Mozart, encontramos en el primero la afectividad
específica y en el segundo la afectividad meramente tempera-
mental y sin corazón.
La distinción entre estos dos tipos de afectividad es de la
mayor importancia puesto que difieren de tal modo que una
noción de afectividad que abrazara ambas constituiría forzo-
samente un equívoco. El ethos es radicalmente diferente en
cada caso.
Al distinguir entre estos dos tipos de afectividad no nos
estamos refiriendo a una distinción moral y ni siquiera a una
diferencia de valor ya que en ambos reinos de la afectividad
existen actitudes legítimas, deformaciones y aberraciones mo-
rales. La afectividad enérgica propia del reino de la vitalidad
está muy lejos de encarnar un valor negativo. Es evidente que
el placer que se experimenta en los deportes o en una vitalidad
sobreabundante es, en sí mismo, algo bueno. La diversión que
se experimenta en una relación social entretenida es en sí mis
ma algo positivo. Y lo mismo se puede decir de otros tipos
de afectividad enérgica aparte de las pasiones en sentido
estricto. La satisfacción al mostrar los dones y talentos
personales es ciertamente algo positivo. Por otra parte, en el
ámbito de la afectividad tierna existe la posibilidad de una
perversión como el sentimentalismo que no existe en el área de
la afectividad enérgica. Esta diferencia entre las dos
90
afectividades es decisiva y determina dos ámbitos diferentes de
afectividad. En ambos encontramos diferencias de nivel
aunque, ciertamente, los niveles más elevados sólo se pueden
encontrar en la afectividad tierna que lo sea realmente.
Existe una cierta dimensión del sentimiento que implica la
tematicidad del corazón y que sólo se actualiza en la afecti-
vidad tomada en sentido propio. Aunque todos los tipos de
amor incluyen esta afectividad hay enormes diferencias de
grado según la naturaleza del amante y de su amor. En Tristán
e Isolda de Wagner encontramos un máximo de afectividad.
También encontramos el mayor grado de afectividad tierna
(aunque de cualidad diferente) en el amor de Leonor por
Floristán en el Fidelio de Beethoven y en el dueto amoroso
Namenlose Freude. Lo mismo sucede en el Cantar de los
Cantares. Las palabras «reanimadme con manzanas porque
desfallezco de amor» constituyen la auténtica expresión de
esta afectividad. Comparémosla con la afectividad meramente
enérgica de Carmen que se expresa tan adecuadamente en su
canción: «L'amour est enfant de Bohéme» (el amor es un ave
errática). Cuanto más desea permanecer el amante en su
amor, cuanto más aspira a la experiencia de la plena
profundidad de su amor, cuanto más desea recogerse y
permitir a su amor que se desarrolle en un profundo ritmo
contemplativo, cuanto más
desea la interpenetración de su alma con el alma de su
amado -un anhelo expresado en las palabras cor ad cor
loquitur (el corazón habla al corazón)- más poseerá esta
verdadera afectividad. Pero en la medida en que su amor tiene
un carácter meramente dinámico y rehuye un desarrollo
plenamente contemplativo, posee sólo una afectividad
energética o temperamental.
91
Algunas personas son incapaces de mostrar sus
sentimientos o les avergüenza hacerlo, por lo que los esconden
bajo una aparente indiferencia. Lo que buscan esconder es la
afectividad tierna. No procuran esconder su ira o su rabia, su
irritación o su mal humor; no se avergüenzan de mostrar anti-
patía, desprecio, excitación en sus negocios o diversión ante
algo cómico. Algunas veces, incluso llegan a mostrar su rabia e
irritación sin ningún rubor. No estamos pensando evidente-
mente en el tipo estoico cuyo ideal es la ataraxia (indiferencia)
y que suprimiría cualquier manifestación de afectividad tanto
tierna como enérgica. Estamos pensando más bien en ese tipo
familiar de persona que se avergüenza de admitir que algo le
conmueve, de expresar su amor o de revelar su arrepentimien-
to. De todos modos, mientras que algunas personas son inca-
paces de mostrar sus sentimientos o se avergüenzan de hacer-
lo, existen otras que en ocasiones los esconden, pero no por
estas razones sino a causa de la verdadera naturaleza de la
afectividad. Pertenece, en efecto, a la naturaleza de la
verdadera afectividad que algunos sentimientos profundos sólo
se comprendan en un ambiente de intimidad. Pero la razón que
está en juego aquí es la opuesta a la de la persona antiafectiva.
En este caso, se esconden los sentimientos profundos porque
no se desea profanarlos, porque son demasiado íntimos. Su
valor, su carácter íntimo y su profundidad exigen que no
se muestren delante de espectadores. En el otro caso, por el
contrario, la persona se avergüenza de tener estos
sentimientos, se desea esconderlos porque se les considera
embarazosos.
Ciertamente, la afectividad tierna también puede desple-
gar un gran dinamismo. Pero este dinamismo difiere comple-
tamente del dinamismo meramente energético, ya que es el re-
sultado del ardor o de la plenitud interior. En cada una de sus
92
fases es la voz del corazón; nunca pierde su intrínseca dulzura
y ternura, y despliega simultáneamente su poder irresistible y
glorioso. Comparado con el dinamismo de la afectividad ver-
dadera, cualquier dinamismo meramente enérgico presenta el
carácter de una mera llamarada.
Es verdad, de todos modos, como ya hemos dicho, que
esta elevada afectividad se puede pervertir. El sentimentalismo
y un egocentrismo mezquino y fofo sólo se pueden dar en este
tipo de afectividad; una afectividad meramente temperamental
o la esfera de las pasiones no conducen a este tipo específico
de desviación. Pero ver la afectividad tierna a la luz de su
posible perversión no constituye sólo un imperdonable error
intelectual sino la expresión de un ethos antipersonal peligroso.
Se trata de una perspectiva que se encuentra fácilmente en la
historia de la humanidad, por ejemplo, en la lucha contra la
religión, la Iglesia o el «espíritu». Aunque estas luchas se
dirigen en principio contra algunos abusos, de hecho, no se
trata de meras reacciones contra estos abusos sino de
manifestaciones de una perversa rebelión contra valores eleva-
dos. Y esto sigue siendo verdad incluso si los líderes de tales
luchas creen que están reaccionando simplemente contra un
abuso.
Considerar toda la afectividad tierna a la luz de su posible
perversión es, en realidad, una manifestación de cierto an-
tipersonalismo para el que todo lo personal es necesariamente
«subjetivo» en el sentido peyorativo de este término. Para es-
tos antipersonalistas, la mera noción de persona conlleva el
carácter de una subjetividad negativa, egocéntrica y separada
de lo que es «objetivo» y válido. Según ellos, cuanto más per-
sonal, consciente y comprometido con un ethos personal,
cuánto más afectivo es algo, más limitado e insubstancial re-
sulta. Y contra el reino de lo personal alzan las fuerzas de los
93
instintos o de los asuntos económicos y políticos porque se re-
fieren a comunidades en vez de a la persona individual.
Cometeríamos un gran error, de todos modos, si pensá-
ramos que la oposición a la afectividad tierna se limita al
«funcionalismo» o consiste exclusivamente en una reacción
contra el ethos específico del siglo XIX. Es una mentalidad que
se puede encontrar en individuos de cualquier época y que se
pone de manifiesto en una gran variedad de campos y tenden-
cias culturales.
El antipersonalismo que encierra la tendencia antiafectiva
se manifiesta también en una antipatía contra la «conciencia»
(consciousness). Y no estamos pensando en la lucha contra la
conciencia que prevalece entre los seguidores del ídolo de la
vitalidad biológica. Los seguidores de este ídolo consideran
que las tendencias biológicas como los instintos son algo más
«orgánico» y genuino que cualquier acto espiritual consciente,
se trate de un acto de voluntad, conocimiento o cualquier tipo
de respuesta afectiva. La frase de Ludwig Klages, «el espíritu
es la calle muerta de la vida» resulta característica de esta
mentalidad. Pensamos más bien en aquellos
98
excluye por lo tanto de la parte más seria e importante del alma
del hombre.
Este enfoque se puede comprender desde el punto de
vista psicológico ya que las actitudes afectivas, a diferencia de
los actos de la voluntad, no se pueden producir libremente. Una
característica de la esfera afectiva (que la distingue de la esfera
volitiva) es que no es directamente accesible a nuestro centro
espiritual libre. La alegría o la tristeza no se pueden engendrar
libremente del modo que engendramos un acto de voluntad o
una promesa y tampoco se pueden gobernar como
gobernamos los movimientos de nuestros brazos. Podemos in
fluir en la alegría o en la tristeza sólo de modo indirecto pre-
parándoles el terreno en nuestra alma o aprobando o desapro-
bando las respuestas afectivas que han surgido espontánea-
mente en nuestra alma (ver Christian Ethics, cap. 25).
Como el hombre está moralmente obligado a amar a Dios
y al prójimo y a arrepentirse de sus pecados, el predicador o el
director espiritual siente la tentación de negar la importancia de
las respuestas afectivas y reemplazarlas por un acto de
voluntad. Pero esto se hace por motivos pedagógicos. En
primer lugar, existe el comprensible deseo de facilitar el camino
a la conciencia de un penitente que podría preocuparse porque
no «siente» contrición o amor del prójimo. Y su conciencia
queda pacificada al asegurarle que si realiza un acto de
voluntad y condena sus pecados apartándose de ellos y
decidiéndose a no pecar más puede recibir el sacramento de la
penitencia, aunque no «sienta» dolor.
En segundo lugar, existe la necesidad de apartar al pe-
nitente de la idea de que está verdaderamente contrito cuando
se limita a sentir dolor por sus pecados, pero sin la firme inten-
ción de no pecar más en el futuro. Hemos mencionado ya el
tipo de contrición «no auténtico» y muchas de sus respuestas
99
afectivas. El deseo legítimo de prevenir a los fieles para que no
caigan en la trampa de la falsa contrición o del falso amor del
prójimo permite comprender que se subraye el papel de la vo-
luntad y se devalúe el del corazón.
Pero incluso cuando las respuestas afectivas parecen
genuinas el director espiritual puede recelar de la respuesta
afectiva -por ejemplo, el amor del prójimo o la contrición- hasta
que no haya sido suficientemente probada. Cuando alguno se
compadece al ver sufrir al prójimo, pero no le ayuda con la li-
mosna o de algún otro modo si la situación lo requiere,
consideramos que a esta compasión le falta sinceridad o que,
por lo menos, es poco seria y profunda. Pero, en realidad, esta
compasión no tiene por qué ser poco auténtica, aunque
ciertamente le falta seriedad y profundidad si no se manifiesta
en acciones tan pronto como la situación lo requiera. Es una
compasión auténtica, pero insuficiente. Y como reacción ante
esta insuficiencia, el director espiritual puede insistir en el
querer y el actuar hasta tal punto que acaba por negar la im-
portancia y el valor de la compasión en cuanto respuesta afec-
tiva «sentida».
Ahora bien, por muy comprensible que pueda ser el temor
de que un penitente considere su sentimiento de compasión
una respuesta suficiente y descuide la llamada moral a la
acción, sigue siendo verdad que la compasión se debe sentir
ya que un acto de compasión puede dar algo que no se puede
reemplazar por ninguna acción.
Si un hombre deseara ayudar a las personas que sufren
con todo tipo de acciones eficientes movido por un ideal kan-
tiano del deber, pero lo hiciera con un corazón frío e indiferente
y sin sentir la más pequeña compasión, estaría dejando fuera
de su acción sin ninguna duda un importante elemento moral y
humano. Puede incluso suceder que el don que se ofrece a
100
una persona que sufre a través de una compasión sincera y
verdadera y del calor del amor no se pueda reemplazar por
ninguna otra acción si está realizada sin amor. Esta compasión
y este amor, ciertamente, tienen que ser sinceros y estar tan
profundamente enraizados en la persona que contengan la
plena potencialidad de todas las acciones. Pero es fácil darse
cuenta cuan errónea resulta desacreditar el acto de com-
pasión sentida o de amor, y reemplazarlo por actos de la vo-
luntad, sólo porque en algunos casos la compasión o el amor
son insinceros o insuficientes. Ciertamente, la voluntad y las
acciones constituyen un test para la profundidad y la sinceridad
de las respuestas afectivas en todos los casos en los que se
requiere una acción. Pero esto no significa que una respuesta
afectiva de compasión sincera y genuina no tenga valor. Al
contrario, esta respuesta posee y da un valor tan propio que
nunca puede ser sustituido por acciones que no fluyan de estas
respuestas afectivas.
Sería ciertamente erróneo desacreditar la voluntad y las
acciones porque son imperfectas sin la contribución del cora-
zón, pero es igualmente incorrecto desacreditar las respuestas
afectivas en cuanto tales simplemente por la imperfección de
una respuesta afectiva a la que le falta potencialidad para ex-
presarse en acciones.
El recelo frente a la afectividad y los consejos que se
oponen al corazón por razones pedagógicas pueden tener
también otro origen: el hecho de que el corazón usurpa a me-
nudo el papel del intelecto o de la voluntad. En verdad, el inte-
lecto, la voluntad y el corazón deberían cooperar entre sí, pero
respetando el papel y el área específica de cada uno. El inte-
lecto o la voluntad no deberían intentar proporcionar lo que sólo
puede dar el corazón. Y éste no debería arrogarse el papel del
intelecto o de la voluntad. Cuando el corazón va más allá de su
101
dominio y usurpa papeles que no le competen, desacredita a la
afectividad y causa una general desconfianza sobre sí mismo
incluso en su terreno propio. Si, por ejemplo, un hombre que
quiere comprobar un hecho no consulta a su intelecto sino que
se limita a afirmar que su corazón le dice lo que ha
ocurrido, abre la puerta a todo tipo de ilusiones; ha obligado a
su corazón a realizar un servicio que nunca puede prestar y ha
permitido que su uso inadecuado sofoque al intelecto. Consi-
deremos también el caso de un hombre que quiere saber si
algo es moralmente reprobable. Si no consulta a su intelecto
sino que se fía completamente de su corazón puede o bien
«sentirse culpable» cuando en realidad no lo es (es el caso del
hombre escrupuloso) o se puede sentir puro y sin pecado rea-
lizando acciones incorrectas. En estos casos, en vez de permi-
tir a su intelecto que decida si una determinada acción es mo-
ralmente incorrecta, se remite a su mero sentimiento de
«sentirse culpable» o de «sentirse inocente», suponiendo que
esta experiencia afectiva sentimental es un criterio unívoco
para determinar un hecho objetivo. Pero semejante suposición
es claramente errónea.
Al afirmar esto no pretendemos contradecir la profunda
afirmación de Pascal: «El corazón tiene sus razones que la ra-
zón no conoce» (Le coeur a ses raisons que la raison ne
connait pas). Pascal entiende por corazón una forma especial
de conocimiento intuitivo que se opone al razonamiento
estrictamente lógico. Hay, en efecto, situaciones en las que
podemos decir: «siento que esto no es correcto», aunque
somos incapaces de demostrarlo lógicamente. Podemos
darnos cuenta, por ejemplo, de que hemos actuado con poco
tacto aunque no podamos razonar en qué ha consistido esa
falta.
102
Cuando afirmamos que el corazón no debería usurpar el
papel del intelecto, estamos pensando en otra noción de cora-
zón y nos referimos a situaciones completamente distintas.
Una vez fui testigo de un típico caso de apoyo ilegítimo en
los sentimientos. Estaba en Roma con un ruso converso.
Cuando le pregunté si había ido a Misa el domingo me
contestó: «No, hice algo mucho mejor. Visité la antigua basílica
de Santa Constanza y al entrar en esta iglesia, que se parece
al Grial, me sentí inmediatamente purificado». Para él no conta-
ban ni la inefable glorificación de Dios a través del Sacrificio de
Cristo, ni las gracias que se nos conceden al asistir a la santa
Misa, ni el mandamiento de la Iglesia de ir a Misa el domingo.
Un «sentimiento piadoso», el sentimiento de «purificación», era
más importante que estos tres hechos objetivos.
Otro modo de caer víctima de la ilusión es confundir el
entusiasmo por una virtud con la posesión de la virtud en
cuestión. Por ejemplo, un hombre puede experimentar un en-
tusiasmo intenso y auténtico por la virtud de la obediencia o de
la humildad y por este motivo, creerse obediente o humilde. Da
por supuesto que su entusiasmo por la obediencia es una
garantía de su capacidad para practicarla. Este engaño es
distinto del anterior, que es más primitivo y cuyo origen reside
principalmente en una experiencia afectiva ambigua, ya que
cuando un hombre confunde su «sentirse purificado» con una
purificación real, su sentimiento de purificación es de dudosa
autenticidad. En este caso, sin embargo, el entusiasmo puede
ser auténtico hasta el punto de constituir el estado previo que
puede conducir a la obediencia real, la base para la adquisición
de la virtud. El engaño consiste en interpretar la intensidad del
entusiasmo como una señal de que se posee la virtud que nos
entusiasma. Como falta sobriedad espiritual no se logra
distinguir dos estratos de la personalidad real: el entusiasmo
103
por una actitud o virtud y la posesión real de esta virtud. Aun
concediendo que este entusiasmo sea una realidad válida por
derecho propio, en cuanto se confunde con la posesión
real de la virtud se cae presa de una peligrosa ilusión. En
último análisis, el culpable del engaño es el intelecto, pero el
corazón está implicado de tal manera que el intelecto se
muestra vacilante en materias que realmente le conciernen y
permite a la afectividad del corazón confundir el problema real.
Un hombre cegado por este engaño respondería así a quien
expresara dudas acerca de su real capacidad de obedecer:
«No, no. Estoy seguro de que puedo obedecer a un superior
sin dificultad porque siento claramente que soy obediente».
Digamos una vez más que la posibilidad de este engaño
no desacredita de ningún modo al entusiasmo o a cualquier
otra respuesta afectiva, del mismo modo que la voluntad no se
desacredita por el hecho de que algunas veces se confunda la
voluntad de ser entusiasta con el verdadero entusiasmo. Una
cierta analogía con este engaño se encuentra en la tendencia
general de la naturaleza humana a alimentar la ilusión de que
lo que se experimenta de manera convincente en nuestra alma
no puede cambiar y que se revelará capaz de superar cualquier
prueba. Pero esta ilusión no está restringida a la esfera
afectiva, es un peligro general que puede darse en cualquier
lugar. Esta posibilidad, sin embargo, no implica la más pequeña
falsedad por parte de la experiencia en cuestión.
Cuando tomamos una decisión firme y libre, podemos
estar convencidos de que nada será capaz de modificarla, pero
más adelante la podemos cancelar o modificar por temor o por
la presión de otras personas. De igual modo, un hombre puede
declarar que posee una fe que nada podrá resquebrajar pero,
al llegar la hora de la prueba, puede perder su fe. Análo-
104
gamente, el amante jura que su amor nunca disminuirá, pero
pasa el tiempo y disminuye o incluso desaparece.
Ésta es la tragedia humana, esta distancia ininteligible
entre lo que experimentamos de modo muy profundo y quere-
mos con gran intensidad, y la realidad de la vida. Es la tragedia
de la falta de perseverancia e implica el hecho desolador de
que, aunque las cosas se presentan en nuestra alma de un
modo muy convincente, pueden desaparecer. Es la tragedia de
San Pedro cuando dice a Cristo: «Aunque tenga que morir
contigo, no te negaré» (Mc 14, 31). Mantener que la esfera
afectiva es la responsable de esta general debilidad de la natu-
raleza del hombre sería ciertamente erróneo.
Pertenece incluso a la verdadera naturaleza y sentido de
todas estas experiencias la plena convicción de que nada pue-
de modificarlas. Un hombre cuya fe, voluntad o amor no se
presenta como inconmovible, no creería realmente, ni querría,
ni amaría. Una vivencia auténtica de estas actitudes implica
necesariamente la sensación de que nada puede destruirlas.
Un amante que dice: «Te amo ahora, pero no me atrevo a decir
por cuanto tiempo», no ama, porque pertenece a la esencia de
la fe, a la esencia de una decisión solemne y profunda, a la ver-
dadera esencia del amor, decir: «Nada puede cambiarlo ni mo-
dificarlo».
Pero, a pesar de que esta convicción de permanencia es
un elemento necesario de la fe, de la decisión solemne y del
amor, el cristiano real se da cuenta al mismo tiempo de su de-
bilidad y de su fragilidad, de su inestabilidad y de su falta de
perseverancia. Sabe que sólo con la ayuda de Dios puede
cumplir lo que promete la voz interior de su experiencia: «Creo,
pero ayuda mi incredulidad». Las palabras del Oficio Divino que
se recitan al comienzo de cada hora están continuamente en
su boca: «¡Oh, Dios, ven a socorrerme!».
105
Estos dos casos bastan para mostrar el desorden que
puede producir una hipertrofia del corazón, es decir, un uso
excesivo de la afectividad que en realidad es un uso incorrecto.
El desorden se produce porque el corazón, en vez de cooperar
con el intelecto y con la voluntad, o bien intenta realizar lo que
sólo el intelecto puede llevar a cabo correctamente, o bien se
niega a conceder a la voluntad su misión específica. De todos
modos, debemos subrayar con fuerza que esta hipertrofia del
corazón o de la afectividad no se debe equiparar de ningún
modo a una afectividad demasiado intensa. El verdadero
responsable de estas perversiones no es el grado de afectivi-
dad, sino el desordenado estado de nuestra alma. Mientras
respete la cooperación querida por Dios entre el corazón, el
intelecto y la voluntad, la afectividad nunca puede ser dema-
siado intensa. Y en un hombre cuyo centro de respuesta al va-
lor y al amor ha superado victoriosamente el orgullo y la con-
cupiscencia, la afectividad nunca puede ser demasiado grande.
Cuanto más grande y profunda sea la capacidad afectiva del
hombre, mejor. No hay un grado en la capacidad de amar que
pueda constituir un peligro o, más bien, lo constituye en la
misma medida que una gran fuerza de voluntad o una elevada
capacidad intelectual. Cuanto más grande es el hombre, más
profundo es su amor, como dijo Leonardo da Vinci.
Lejos, pues de constituir un peligro, una profunda capa-
cidad de amar es algo precioso y magnífico. Por otra parte, el
desarrollo completo de esta capacidad no puede tener lugar de
modo integral y completo a menos que se despliegue en Cristo
y a través de Cristo. Pero esta necesidad de transformación no
es algo peculiar de la afectividad. También el intelecto y la vo-
107
La fundamental importancia de la afectividad y su valor se
manifiesta de la manera más vivida cuando consideramos el
peligro de la atrofia afectiva. Existen diversos tipos de hombres
en los que la afectividad está mermada o frustrada. Uno de los
tipos de afectividad mutilada se debe a la hipertrofia del
intelecto que es como un quedar enjaulado por un hechizo de
la investigación. Estamos pensando en las personas que con-
vierten todas las experiencias y las situaciones en objeto de co-
nocimiento temático. Son incapaces de desprenderse de la ac-
titud de análisis intelectual y por lo tanto no pueden ser
afectadas por nada ni pueden responder a nada con una res-
puesta afectiva de alegría, tristeza, amor o entusiasmo. En esta
gente el espíritu observador domina hasta tal punto que todo se
convierte inmediatamente en un objeto de conocimiento por lo
que acaban siendo siempre, de algún modo, espectadores.
Cuando ven a un hombre gravemente herido en un accidente,
en lugar de sentir compasión o de intentar ayudarle, la cuestión
que más les preocupa es estudiar su expresión y su
comportamiento, les domina la actitud de «observación», y el
acontecimiento es una ocasión nueva e interesante de saber
más.
En la medida en que esta actitud prevalece y se impone
en la vida de un hombre, su corazón queda reducido al si-
lencio.
Este «intelectualista», que convierte todo en tema de una
observación curiosa y no comprometida, sólo experimenta
afectividad en el deleite que se deriva de la satisfacción de su
curiosidad intelectual: un género de afectividad realmente
pobre. Y mientras que un hombre de este tipo puede caer en
108
las redes de pasiones como el orgullo y la ambición, queda pri-
vado de todo tipo de afectividad «tierna». Quienes están afligi-
dos por este tipo de hipertrofia intelectual caen en una actitud
en la que cualquier objeto se convierte inmediatamente en un
tema de investigación ya sea de carácter científico o aficiona-
do; son incapaces de comprender que en muchas situaciones
lo que el objeto solicita de ellos es una respuesta afectiva o una
intervención activa.
No resulta difícil ver que esta actitud resulta fatal no sólo
para la esfera afectiva sino también para la esfera de la acción.
Más aún, la misma esfera cognoscitiva resulta mutilada por
esta actitud ya que la hipertrofia del conocimiento impide a
quien la padece el desarrollo de un interés auténtico por el
objeto. En lugar del objeto real, para estas personas sólo
resulta temático el proceso de búsqueda y de investigación; su
única preocupación consiste en satisfacer su curiosidad y
aumentar su conocimiento. Ahora bien, esta actitud daña al
conocimiento de los objetos que están dotados de valores
puesto que el tema ya no es el objeto sino sólo su conocimien-
to. Se frustra de manera especial la posibilidad de una con-
templación auténtica, una actitud que implica una plena te-
maticidad del objeto (véase What is Philosophy?).
Podemos ver con facilidad el lamentable proceso de
neutralización y mutilación de la personalidad que
conlleva la atrofia afectiva. En efecto, no se puede decir que
viven realmente quienes no pueden amar ni experimentar una
alegría real, no tienen lágrimas para las cosas que requieren
lágrimas y no saben qué auténtico resulta anhelar; hasta el
punto de que, incluso su conocimiento, carece de profundidad y
de contacto real con el objeto. Son incapaces de contemplar y
están separados de la vida real y de todos los misterios del
cosmos.
109
Un segundo tipo de afectividad mutilada se encuentra en
el hombre que sufre hipertrofia de eficiencia pragmática. Por su
actitud básicamente utilitarista considera que toda experiencia
afectiva es superflua y constituye una pérdida de tiempo. Se
mofa de cualquier gesto de compasión por la persona que sufre
y declara: «la compasión no ayuda. Haz algo si puedes y si no,
no pierdas el tiempo con sentimentalismos». Sólo lo útil le
atrae. En esta persona, que sólo conoce la afectividad enérgica
como la ambición o la rabia, toda la afectividad tierna se
encuentra frustrada. La contemplación le parece el colmo de la
inutilidad y el máximo de la pérdida de tiempo.
Un tipo completamente diferente de afectividad mutilada,
pero que también deriva de una mentalidad utilitarista, se
encuentra en el hombre que podemos denominar «burócrata
metafísico» (cfr True Morality and its Counterfaits). Para este
funcionario «fosilizado» sólo cuentan las cosas que tienen rea-
lidad jurídica. Su afectividad se reduce a la satisfacción que
siente al cumplir a la letra las prescripciones legales.
No es necesario insistir en la insulsez e insipidez de los
diversos tipos existentes de eunucos afectivos. ¿Qué podrían
hacer ellos con la tristeza de David por la muerte de Absalón?
¿Y qué significado pueden encontrar a las palabras del salmis-
ta: «Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y
llorábamos acordándonos de Sión» (Sal 136)? Para entender el
horror de la atrofia afectiva sólo necesitamos comparar el mun-
do en el que se mueve el utilitarista afectivamente tullido con el
que nos envuelve al leer las palabras de Kent sobre las lágri-
mas de Cordelia, o las del moribundo Enobardo en Antonio y
Cleopatra, o la oración de Gretchen en el Fausto de Goethe
(¡oh, inclínate a dolores fecundos!). No tenemos más que su-
mergirnos en cualquiera de las páginas de las Confesiones de
San Agustín, escuchar las lamentaciones de Jeremías en la li-
110
turgia de la Semana Santa o las palabras de Nuestro Señor y
luego volver al mundo en el que vive el utilitarista tullido para
darnos cuenta de que se le pueden aplicar las palabras del sal-
mista: «Tienen oídos y no oyen; tienen narices y no huelen; tie-
nen manos y no palpan; tienen pies y no caminan ni saldrá grito
alguno de su garganta» (Sal 115).
Un tercer tipo de atrofia afectiva se debe a una hipertrofia
de la voluntad. En este caso, el empequeñecimiento de la
esfera afectiva es generalmente algo deliberado. Lo encontra-
mos en los hombres penetrados del ideal moral kantiano que
miran con recelo a cualquier respuesta afectiva como si perju-
dicara a la integridad de la moral o, por lo menos, como algo
innecesario. La voluntad, a propósito, reduce toda la afectividad
y silencia el corazón. Lo encontramos también en el estoico
que lucha por conseguir la aphatia (indiferencia) y coloca la
meta del hombre sabio en la supresión completa de la afec-
tividad. Y también está presente en el hombre que cierra su
corazón -lo sella- por temor a la afectividad. A causa de un
ideal religioso mal entendido, o bien considera todo tipo de
afectividad como una pasión o bien teme el riesgo que implica
todo sentimiento o todo «quedar cautivado». Y así, lucha por
silenciar y endurecer su corazón. Aunque este silenciamiento
del corazón causado por el temor y basado en un ideal religio-
so equivocado es sin ninguna duda una grave automutilación,
desgraciadamente se puede encontrar a menudo entre muchas
personas piadosas con excelentes intenciones.
Cuando comprendemos el horror de la impotencia afectiva
y nos damos cuenta de la gran importancia de la afectividad y
de su centro, el corazón, podemos ver que la riqueza y la
plenitud de un hombre depende en gran medida de su capaci-
dad afectiva y, sobre todo, de la cualidad de su vida afectiva.
En Liturgy and Personality subrayamos la tremenda importan-
111
cia de la percepción del valor para la grandeza y riqueza de la
personalidad. Desde luego, este factor no se puede menospre-
ciar. El mundo en el que vive un hombre depende de la ampli-
tud, profundidad y diferenciación de su percepción del valor. Un
hombre debe en primer lugar ver el esplendor y la gloria del
cosmos, sus misterios y sus rasgos trágicos, su carácter de
valle de lágrimas. La percepción del valor es el presupuesto in-
dispensable para que el rayo de los valores penetre en el alma
del hombre y fecunde su mente. Al subrayar aquí el papel del
corazón y de la vida afectiva no queremos negar el papel bási-
co del conocimiento, al que pertenece, en cuanto acto
cognitivo, la percepción del valor. Pero la percepción del valor
presupone ya la existencia de un corazón grande y profundo.
Es más, si un hombre ha de participar como personalidad en la
plenitud y gloria del mundo que se le abre a través de la per-
cepción del valor, resulta imprescindible que quede «afectado»
y que responda con respuestas afectivas. Una persona puede
incrementar y desarrollar toda la riqueza espiritual a la que
está llamada sólo si se imbuye de los valores que percibe
y si su corazón se conmueve ante estos valores y se enciende
en respuestas de alegría, entusiasmo y amor.
Es en la esfera afectiva, en el corazón, donde se almace-
nan los tesoros de la vida más individual de la persona; es en
el corazón donde encontramos el secreto de una persona y es
aquí donde se pronuncia su palabra más íntima.
112
113
Capítulo VI: LA FALTA DE CORAZÓN
114
Por lo tanto, cuando consideramos el corazón acallado y
helado del hombre al que le falta corazón, no tenemos que vér-
noslas con un centro moral -como el centro de respuesta al
valor, que es antitético al orgullo y a la concupiscencia- sino
con el corazón como centro de la verdadera afectividad.
El corazón, en su sentido más estricto, es el núcleo más
personal e íntimo de la «afectividad tierna». Evidentemente, el
hombre sin corazón posee este centro, sólo que lo tiene silen-
ciado o paralizado. Por tanto, resulta de la mayor importancia
comprender la relación entre la esfera moral y el corazón en su
sentido más estricto. Y debemos ver los diversos modos en los
que los desórdenes morales pueden cerrar el corazón.
En primer lugar, el corazón se halla necesariamente re-
ducido al silencio en cualquier hombre que esté tan dominado
por el orgullo y la concupiscencia que la moralidad no juegue
ningún papel en su vida. De él podríamos decir con verdad que
«no tiene corazón», se trate de Caín, de Yago, de Ricardo III,
don Juan, o don Rodrigo en Los novios de Manzoni. Estos
hombres no tienen corazón. Son ejemplos clásicos de
personas cuya actitud ante la vida está dictada exclusivamente
por el orgullo y la concupiscencia; personas a las que sólo im-
porta una cosa: la gratificación de su orgullo y de su concupis-
cencia. En vano apelaríamos a sus corazones, intentaríamos
suscitar su compasión o conmoverlos. No se trata de hombres
afectivamente tullidos como el pragmatista utilitario, ni tampoco
son víctimas de una hipertrofia intelectual. Poseen una fuerte
afectividad oscura y salvaje, pero su corazón está muer
to. Son incapaces de amar incluso en el sentido del amor
que resulta válido en el reino de los valores vitales, como el
amor de don José por Carmen. Son incapaces del calor de la
intentio benevolentiae que todo amor supone. Pueden ser
apasionados desde un punto de vista sexual, pero el amor es
115
un mundo desconocido para ellos. (A este respecto es muy
ilustrativo que Al-berich, en el Rheingold de Wagner, sólo
puede alcanzar el oro que le dará todo lo que desea si renuncia
al amor, pero no se le pide que renuncie al placer sexual.)
Están excluidos del amor porque el amor siempre requiere la
donación del propio corazón, del corazón en su sentido más
estricto.
Estas personas son también incapaces de sentir auténtica
tristeza. Tienen, ciertamente, todo tipo de sentimientos ne-
gativos: se pueden consumir de rabia o de ira y se les puede
herir como a los animales salvajes; pueden estar destrozados
por la más horrible falta de armonía o torturados por el temor.
Pero no pueden sentir un verdadero pesar porque la auténtica
tristeza, el sufrimiento que hiere el corazón implica la desapa-
rición del orgullo y una entrega incompatible con su dureza de
fondo.
Pero no es sólo la inmoralidad total la que cierra y silencia
el corazón. Incluso en un hombre que no esté completamente
dominado por el orgullo y por la concupiscencia, ciertas
pasiones como la ambición, el deseo de poder, la codicia o la
avaricia, pueden silenciar y endurecer el corazón. Nos en-
frentamos aquí, por lo tanto, con una segunda posible influen-
cia de la esfera moral en la cerrazón del corazón, es decir, con
un silenciamiento que no se debe a una inmoralidad completa
sino a la influencia que producen ciertas pasiones tan pronto
como uno se abandona a ellas.
En general, es verdad que la perversa simiente del odio
endurece el corazón más que la concupiscencia. Pero ciertas
formas de concupiscencia (la envidia y la avaricia, como ya
hemos dicho) también silencian y sofocan el corazón. Parece,
por lo tanto, que algunas pasiones que tienen sus raíces en la
concupiscencia son más desastrosas para el corazón que
116
otras. La avaricia cierra el corazón más que la lascivia ya que
el vividor, aun siendo voraz e impuro, puede tener más corazón
que la persona avariciosa. El padre de Eugénie Grandet, en la
novela de Balzac del mismo nombre, es el típico hombre sin
corazón; por el contrario, Tom Jones, en la novela de Fiel-ding,
aunque indulgente con la lujuria, tiene un gran corazón.
Por ejemplo, un borracho que es víctima de su vicio y ni
siquiera intenta liberarse, puede sin embargo poseer un cora-
zón sensible. Puede sentir compasión, amor o tristeza. Su la-
mentable debilidad no cierra ni endurece necesariamente su
corazón como se puede ver claramente en Marmeladoff, uno
de los personajes de Crimen y castigo de Dostoievski.
Tampoco el irascible tiene por qué ser un hombre sin corazón
aunque su irascibilidad pueda provocar terribles explosiones de
ira que lo acallen momentáneamente.
No es extraño que, incluso gente con buen corazón, pue-
da tener un temperamento irascible. Pedro, el héroe de Guerra
y Paz, es un hombre de buen corazón, capaz de amar, sufrir y
compadecerse, aunque lo dominen accesos de ira. Alejandro
Magno mató a Cleito, su mejor amigo, en un acceso de ira,
pero no era un hombre despiadado. La «falta de corazón» en
cuanto tal es algo que marca de modo habitual el carácter de
un hombre. Por lo tanto, aunque los arrebatos de cólera aca-
117
Debemos indicar, de todos modos, que tan pronto como el
cinismo se introduce en un vicio, silenciará o endurecerá
inevitablemente el corazón. Mientras los vicios estén causados
por la debilidad no silencian o endurecen necesariamente el
corazón, pero el pecador que realiza sus vicios de modo cínico
nunca tiene corazón.
En resumen, el segundo tipo de «falta de corazón» puede
deberse a ciertas pasiones como la ambición o la avaricia que
sofocan el corazón del hombre o lo endurecen, o bien a
cualquiera de las demás pasiones siempre que se realicen con
cinismo. En cualquiera de los casos el efecto es el mismo, el
silenciamiento del corazón. De todos modos, el hecho de que
ciertos vicios no lo endurezcan necesariamente pone de mani-
fiesto con claridad que la falta de corazón no es sinónimo de
inmoralidad y que poseer un corazón sensible tampoco es
equivalente a un comportamiento correcto.
Un tercer tipo de falta de corazón se puede encontrar en
el esteta refinado. Nos referimos a aquellas personas cuya
exclusiva actitud ante el mundo es la del goce estético. No es
que su corazón esté endurecido, sino que está completamente
helado. En una persona de este tipo tocamos el hielo. Si ven un
incendio lo único que les interesa es su carácter estético. No
les importa que haya vidas humanas en peligro. Lo que desean
es
sumergirse en el gozo que produce la belleza de este elemento
desbocado en acción. Se comportan siempre como un espec-
tador. Su corazón es mudo y sordo, frío e insensible. También
de ellos podemos decir que «no tienen corazón».
Cierta moralidad puritana conduce frecuentemente a otro
tipo de falta de corazón, esta vez de carácter fanático. Estas
personas consideran la voz del corazón como una tentación a
la que se debe resistir; para ellos lo que constituye la ley moral
118
se debe llevar a cabo independientemente de los sufrimientos
que cause a los demás. A sus ojos, la compasión es una
debilidad abominable. Un tremendo ejemplo de esta terrible
falta de corazón lo encontramos en el abuelo de Chris, en la
novela de William Faulkner, Light in August. Y este tipo de
dureza de corazón se manifiesta de manera incluso más
patente en muchas formas de idealismo con un ideal no moral
como, por ejemplo, la deificación del Estado en Esparta. De
todos modos, el silenciamiento del corazón alcanza su cénit en
los estados totalitarios en los que sólo se permite la lealtad al
partido. Aquí, la caridad es alta traición y el corazón está
completamente silenciado.
Pero aún existe otro tipo de dureza de corazón, e incluso
más extendido: la del hombre amargado. El corazón de esta
persona no ha sido acallado y cerrado por sus pasiones sino
por un trauma mayor, por una herida en su corazón. Esta per-
sona tiene corazón, un corazón sensible, pero el trauma expe-
rimentado ha amargado su corazón y lo ha endurecido.
Podemos encontrar corazones amargados entre aquellos
que han sido traicionados por otra persona a la que amaban
ardientemente, y también entre quien ha tenido sed de amor
pero nunca ha encontrado el cariño que buscaba sino tan sólo
120
Capítulo VII: EL CORAZÓN TIRÁNICO
121
satisfacer todos sus deseos y pasan por encima del hecho de
que, en muchas ocasiones, un «no» puede ser una manifesta-
ción mucho más verdadera de amor que un «sí». No entienden
que, aunque el corazón se lamente por no haber podido decir
«sí» y por verse obligado a hacer sufrir a otra persona, su vo-
luntad, a pesar de todo, debe adecuarse al bien objetivo de esa
persona. Su debilidad se manifiesta como una caridad mal en-
cauzada, no sólo con respecto a la persona a la que se ama de
modo particular, sino en cualquier tipo de relación humana.
Esta debilidad que nace de un corazón «demasiado bue-
no» (como lo denomina una terminología que lleva a la confu-
sión) se debe distinguir con claridad de la debilidad general que
se manifiesta en la rendición ante cualquier influencia enérgica.
El hombre que es simplemente incapaz de resistir cualquier
deseo intenso de otra persona, que está acostumbrado a ceder
ante cualquier presión, no tiene por qué poseer una especial
benevolencia o un corazón delicado; esta debilidad global es
algo muy distinto de la condescendencia característica de la
compasión desordenada.
Una aberración del corazón más seria se manifiesta en un
tipo particular de injusticia. Una madre, por ejemplo, ama más a
un hijo que a los otros. En sí mismo no se trata de algo injusto,
pero lo puede llegar a ser si el resultado es que trata al hijo
favorecido de modo especial, concediéndole beneficios e
ignorando a los otros o, peor aún, responsabilizando a los otros
de todos los desaguisados para excusar a su «preferido».
Esta injusticia es el resultado de un amor desordenado o,
más bien, de una arbitrariedad del corazón. Hay algo que no va
en este amor. Tiene un elemento de egoísmo y le falta el
carácter de una autodonación que responde a un valor puro.
Puesto que ama más a ese hijo, le parece justificado que sólo
él disfrute de todos los beneficios. Y no sólo se deja llevar por
122
la tendencia de su corazón sin confrontarla con la razón y sin
corregirla con su voluntad libre, sino que su mismo amor no lo
es de modo pleno; existe un elemento que no es amoroso, una
especie de autoafirmación egocéntrica. Nos enfrentamos con
un corazón arbitrario infectado por el orgullo y la concu-
piscencia.
Un tipo de corrupción de la afectividad completamente
diferente lo constituye la mediocridad del corazón. Ya mencio-
namos esta forma de aberración cuando consideramos los
sentimientos falsos y, más en concreto, el sentimentalismo.
Ahora queremos tratar brevemente otras formas de mediocri-
dad del corazón.
Una de estas formas consiste en un egocentrismo mez-
quino que se toma muy en serio cualquier nimiedad que con-
cierne al propio yo. La gente que posee este tipo de corazón
mediocre se mueve en un mundo aburrido y pequeño como sus
deseos de felicidad; su corazón se preocupa por nimiedades
convencionales, su afectividad es superficial y no guarda
proporción con los bienes que le interesan ya que para su co-
razón son mucho más importantes algunas frivolidades que las
cosas profundas e importantes.
Esta deformación es una caricatura de la verdadera
afectividad y no se produce en el área de la «afectividad enér-
gica» sino en el de la «afectividad tierna». La gente así es pri-
sionera de sus corazones, que sólo responden a cosas peque-
ñas y triviales. Se trata de una perversión del corazón que priva
a la afectividad de toda grandeza, ardor y dinamismo. Su
corazón está separado del mundo de los valores objetivos, es
incapaz de entregarse, y sus respuestas no se adecúan a la je-
rarquía de los bienes.
A menudo se trata de personas con pocas luces, tontas y
de mente estrecha. Pero ni los dones intelectuales protegen
123
necesariamente al corazón de la mediocridad y de la insipidez
ni su ausencia implica que el corazón tenga que ser mediocre.
Algunas personas pueden poseer un corazón mediocre y «su-
perficial» y estar bien dotadas intelectualmente, incluso en
grado extraordinario, en un campo específico y, sin embargo,
estar preocupadas por nimiedades, buscar principalmente la
satisfacción de su pequeña vanidad y malgastar su tiempo
preocupándose de ofensas imaginarias. Por otro lado, las per-
sonas sencillas y con pocos talentos no tienen por qué tener un
corazón mediocre. En la medida en que compensan su escasa
inteligencia con una sencillez no presuntuosa y con una cierta
humildad, pueden librar su corazón de la insipidez e incluso
lograr una afectividad genuina y profunda. El poco brillante Mr.
Dick en David Copperfield no poseía ciertamente un corazón
mediocre.
Aún existe otro tipo de egocentrismo porque si es verdad
que el amor es la voz específica del corazón en sentido estric-
to, también es verdad que el deseo de ser amado es
igualmente una voz del corazón. El habitual peligro de
egocentrismo que acecha al hombre se puede manifestar tanto
en un amor sentimental y pervertido como en un desordenado
deseo de ser amado. Las personas que sufren este segundo
tipo de desor-
den suelen ser particularmente sensibles ante las ofensas. Se
sienten continuamente ignoradas, excluidas, rechazadas, ais-
ladas y malinterpretadas. Su reacción frente a estas ofensas
reales o imaginarias no es la respuesta dura e irascible del
hombre que está siempre en guardia para defender su honor,
sino la de encerrarse en sí mismos, alejándose de los demás y
autocompadeciéndose.
Generalmente, este tipo de personas no desean consultar
al intelecto para determinar si realmente han sido tratadas de
124
manera poco caritativa. El hecho de sentirse ofendidas les
parece razón suficiente. Este egocentrismo del corazón les
hace «poco objetivos». Tienen la tendencia a interpretar todo
de manera desfavorable, como si fuera contra ellos, y a consi-
derar maleducadas, ofensivas y desagradables muchas cosas
que no lo son de ningún modo.
125
126
Capítulo VIII: EL CORAZÓN COMO EL YO REAL
127
escapa, que su verdadero yo no es nuestro. En la medida en
que nos demos cuenta de que los favores que nos otorga, sus
atenciones y sacrificios, proceden exclusivamente de una
voluntad buena y generosa, sabemos que no poseemos
realmente al amado porque no poseemos su corazón.
Si, por el contrario, el corazón del amado rebosa de deseo
por nosotros, de alegría ante nuestra presencia, de deseo de
unión espiritual, entonces, el amante se siente satisfecho; se
da cuenta de que posee el corazón del amado. Pero sentirá
que no posee su alma cuando el amado sólo corresponda a su
amor con la voluntad y falten al mismo tiempo todas las mani-
festaciones del corazón.
El corazón constituye también el verdadero yo cuando
contestamos a la pregunta: ¿Es un hombre verdaderamente
feliz? Si un hombre sólo desea ser feliz, o si se limita a
constatar con su entendimiento que debería considerarse feliz,
en realidad no lo es todavía. Ya hemos dicho que la felicidad
sólo se puede experimentar con el corazón. Pero lo que
debemos ver ahora es que también aquí el corazón representa,
por encima de la inteligencia y de la voluntad, el verdadero
núcleo de la persona.
Realmente, resulta sorprendente que algo que surge en el
alma espontáneamente y como un regalo constituya una
manifestación más profunda del verdadero yo de una persona
que una manifestación de su libre centro espiritual. La situación
que encontramos en el ámbito de la moralidad parece
más inteligible. La palabra de la persona, la palabra última
y definitiva en la que vive su yo más que en cualquier otra
cosa, es el «sí» o el «no» de su voluntad. Su intención libre, lo
que decide con su centro espiritual libre, es lo que él realmente
es.
128
Cuando consideramos que la libertad es una de las ca-
racterísticas más profundas de la persona, una propiedad en la
que se pone de manifiesto que el hombre está hecho a imagen
de Dios, y que es aquí donde la peculiaridad de la persona -la
autoposesión- se manifiesta de modo específico, concluimos
sin lugar a dudas que es la voluntad, más que cualquier otra
realidad, el verdadero yo de la persona.
Pero esto no debe impedirnos admitir que en las relacio-
nes humanas, en la respuesta a los acontecimientos alegres o
tristes, y en todas las situaciones en las que está en juego el
frui (el deleite), el verdadero yo es el corazón. No debemos
caer en la tentación de deducir de la verdadera naturaleza de la
libertad que lo que diga nuestra voluntad tiene que ser siempre
la última palabra de nuestro auténtico yo. Debemos aceptar,
por el contrario, un hecho que la realidad nos impone, que en
muchos ámbitos, el corazón es, por encima de la voluntad, lo
que constituye nuestro verdadero yo. Esto nos obliga, por lo
tanto, a ir más al fondo en nuestro análisis del hombre si
queremos comprender como es posible que, en muchas
situaciones, el corazón sea, por encima de la voluntad, el
núcleo de la persona.
Para empezar, debemos darnos cuenta de que el hecho
de que una experiencia esté o no dentro del ámbito de la vo-
luntad no se puede usar como medida para determinar el rango
de esta experiencia. La libertad es ciertamente un carácter
esencial de la persona en cuanto imagen de Dios. Pero hay
133
SEGUNDA PARTE: EL CORAZON DE JESÚS
134
135
136
Capitulo I: LA AFECTIVIDAD DEL DIOS - HOMBRE
137
Nuestro análisis de la naturaleza del corazón y de su pa
pel en la vida del hombre nos ayudará a descubrir las manifes-
taciones del Sagrado Corazón cuando contemplemos la Santa
Humanidad de Cristo. En trabajos anteriores hemos intentado
determinar las características de la «nueva criatura, la nueva
moralidad de los santos y los rasgos auténticos de la santidad
El nuevo mundo personal de la nueva criatura en Cristo fue el
tema de Transfornmation in Christ y el punto central de Chris-
tian Ethics, True Morality and its Counterfaits y Graven Images.
Pero toda esta sublime vida espiritual, toda esta riqueza de
santidad no es más que un reflejo de la propia humanidad de
Cristo. Y debemos damos cuenta también de que la afectivi-
dad santa que encontramos en la nueva criatura no es más que
un reflejo de la santísima afectividad del mismo Dios- Hombre.
Ahora debemos abrir bien los ojos de nuestra alma para
adivinar la inefable riqueza del Sagrado Corazón de Jesús, la
cualidad completamente nueva de la vida afectiva tal como se
encuentra en la Santa Humanidad de Cristo. Debemos
guardarnos de volver a nuestra familiar afectividad natural y de
interpretar la vida del Sagrado Corazón con categorías
meramente naturales o incluso triviales. Sólo elevando
nuestros corazones podemos esperar captar un destello de la
vida santa del Corazón del Dios-Hombre.
Intentaremos comprender mejor el modo de ser de su
Sagrado Corazón paso a paso, escuchando las palabras y las
parábolas en las que se manifiesta esta afectividad santa. Des-
pués, intentaremos penetrar más y más en el secreto del Sa-
139
Aquellos que tienen “oídos para oír” no pueden escuchar
estas palabras sin sentirse atraídos por el Sagrado Corón de
Jesús. Con su gloria sobrenatural estas palabras iluminan el
mundo como una luz divina. Son palabras muy suaves, pero
trastornan el mundo. No sólo abren el camino hacia la beatitud
eterna, sino que nos permiten respirar el olor del cielo y
saborear de antemano la felicidad”:
Aunque nuestro Señor no habla de sí mismo, sino de las
actitudes que agradan a Dios y a las que deberíamos aspirar,
estas palabras revelan la Santa Humanidad de Cristo de modo
especialísimo y, por medio de ella; el verdadero modo de ser
de su Corazón. «Corazón de Jesús, del hijo del eterno Padre,
ten misericordia de nosotros» (Cor-lesu, Filii Patris aeterni;
miserere nobis)24
……………………
141
Pero él, queriendo justificarse, le dijo a Jesús: "quién
es mi prójimo?".
Jesús entonces, tomando la palabra, dijo: "Un
hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de
unos ladrones que, después de despojarle y cubrirle de
heridas, se marcharon, dejándolo apenas con vida.
Bajaba por aquel camino un sacerdote que, viéndole,
pasó de largo. De igual modo, un levita que pasaba por
aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que
iba de camino llegó hasta él, y al verle se llenó de
compasión. Se acercó, vendó sus heridas, echando en
ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia
cabalgadura, lo condujo al mesón y cuidó de él. Al día
siguiente, tomando dos denarios, se los dio al mesonero y
le dijo: "Cuida de él y lo que gastes de más te lo pagaré a
la vuelta'.
¿Quién de los tres te parece que fue prójimo del que
cayó en manos de los ladrones?" Él le contestó: "El que
tuvo misericordia de él". Y Jesús le dijo: "Anda y haz tú lo
mismo. (Lc 10, 29-37).
La respuesta de Jesús a la pregunta: «¿Quién es mi
prójimo?», derriba los muros que aprisionan nuestro corazón.
De nuevo nos enfrentamos con una caridad sin límites, con una
caridad que no está limitada ni por los lazos de la sangre, ni por
ninguna comunidad natural, ni por una afinidad especifica con
otra persona.
Mi prójimo es aquel que ha sido puesto en contacto con
mi corazón por Dios a través de una situación especial y de su
tema, incluso aunque no exista un vínculo especial por razones
de amistad, familia o nación. Una persona se convierte en mi
prójimo porque Cristo me llama en él: «Estaba desnudo y me
142
vestisteis, era peregrino y me acogisteis. Cuantas veces
hicisteis esto a uno de mis hermanos pequeños; a mí me lo
hicisteis.
Esto se pone, de relieve en el contraste con las actitudes
del sacerdote y del levita. La caridad del samaritano no tropieza
con los obstáculos y las reservas que imitan al sacerdote y al
levita. En ellos, el amor so encuentra dominado por una
prudencia natural. Parecen pensar, ¿Acaso sé por qué ha sido
herido este hombre? ¿No me expongo a todo tipo de peligros si
me meto donde no me llaman?».
Estamos ante esa restricción del amor que consiste en re-
conocer sólo una obligación: la de preocuparnos
exclusivamente de aquellas personas que de un modo u otro
nos han sido confiadas. El sacerdote y el levita piensan al
pasar de largo junto al hombre herido: ni es mi hermano ni un
pariente mío; nadie me ha dado la misión de cuidarle es un
extranjero. Lamento que haya sufrido esta desgracia, pero no
es mi problema.
El samaritano no se detiene en estas consideraciones;
oye la voz de Dios en el prójimo que sufre; su caridad va más
allá de toda obligación formal. ¿Quién puede dejan de captar la
completa novedad que caracteriza a este amor sin límites?
¿Quién puede dejar de sentir en este amor la sensación de una
libertad victoriosa? ¿Quién no es capaz de saborear la cualidad
completamente nueva de la bondad definitiva, el glorioso ardor
en el amor del samaritano?
Y en esta caridad encontramos también una característica
especifica de lo sobrenatural, la coincidencia de los opuestos
(coincidentia oppositorum) en un nivel natural. Esta caridad se
dirige a una persona individual. A diferencia del amor
humanitario por el género humano, presenta el carácter de un
interés completo por esta persona individual, al que esta
143
situación ha convertido en mi hermano, Tiene el carácter
plenamente existencia y concreto del amor verdadero. Además,
no. tiene, la exclusividad que poseen en un grado u otro todas
las demás categorías del amor. Se extiende a todas aquellas
personas que, por una situación determinada, se convierten en
mi prójimo (proximus). De modo que en este amor del prójimo
encontramos una interpenetración del carácter plena- mente
individual y existencial del amor con una actitud abierta que lo
abraza todo.
Este amor difiere completamente del mero amor natural
de benevolencia del hombre que, por su “buen corazón” está
siempre dispuesto a ayudar a los otros y a consentir a sus
deseos. Por muy atractiva que pueda ser esta benevolencia,
está separada de la caridad por un abismo, La benevolencia
natural sólo ve en la otra persona a un ser humano. La caridad,
sin embargó percibe el valor incomparable de un ser personal
destinado a amar a Dios y a unirse a Él. Ve la imagen de Dios
en él, en esta persona individual a la que Cristo ha amado y por
la quo ha muerto en la Cruz. Este amor transciende por sus
cualidades el ámbito natural; en él, nos elevamos al mundo de
Cristo en-el que se nos concede ver al prójimo a la luz del
glorioso lumen Christi (la luz de Cristo).
“Corazón de Jesús, lleno de amor y de bondad, ten
misericordia de nosotros” (Cor lesu, bonitate et amore plenum,
miserere nobis).
………………..
Al tercer día se celebró una boda en Caná de Gali- lea y
estaba allí la madre de Jesús. Fueron invitados también
144
a la boda Jesús y sus discípulos, Y faltando el vino, la
madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”, Jesús le
respondió: “¿Qué nos va a ti y a mi mujer? Mi hora aún no
ha llegado”. La madre dijo a los sirvientes Haced lo que él
os, diga.
Había, allí seis tinajas de piedra paro las
purificaciones de los judíos, con una capacidad de dos o
tres metretas cada una. Jesús les dijo: "Llenad de agua
las tinajas". Y las llenaron hasta el borde, Les dijo
entonces: "Sacad ahora y, levad al maestresala". Así lo
hicieron. En cuanto el maestresala probó el agua
convertida en vino -no sabía de dónde era, aunque si lo
sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al
esposo y le dijo: "Todos sirven primero el vino bueno, y
cuando han bebido bastante, sacan el de peor calidad. Tú
has guardado el vino bueno hasta ahora". Así, en Caná de
Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros con el 'que
manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él”
(Jn 2, 1-11)
El primer milagro de nuestro Señor en las bodas de Caná
es uno de los tres misterios de la fiesta de Epifanía, El
Evangelio dice: «manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron
en él»; La Iglesia ve en este milagro la primera manifestación
de la divinidad de Cristo. No obstante, se trata también de una
revelación de la ilimitada sobreabundancia del amor divino, El
primer milagro de Cristo no, consistió ni en curar a un enfermo,
ni en la restitución de un bien natural -como la vista a un ciego-,
ni siquiera en un bien indispensable como la multiplicación de
los panes. La transformación del agua en vino tampoco era
indispensable ni para los novios ni para la boda en cuanto tal.
Sólo resultaba útil para 'aumentar la alegría de
145
la fiesta. Tampoco faltaba par completo, simplemente
habla una cantidad Insuficiente. Divina sobreabundancia ¡Cristo
nuestro Redentor, que nos exhorta continuamente a buscar lo
único que es necesario, manifestando un interés tan grande
para que la boda transcurra sin problemas, para que los novios
no sufran ninguna humillación ni molestia por la escasez de
vino!
Divina, ilimitada sobreabundancia de amor l Qué abismo
la separa del duro celo de muchas personas piadosas que sólo
se sienten motivadas cuando está en juego algo vital para el
desino eterno del prójimo o, por lo menos, ¡algún bien in-
dispensable! Para estas almas piadosas o la escasez de vino
en una boda constituye un asunto trivial que no merece
atención, olvidan que las sublimes palabras de San Luis: «Quid
ad aternitatem?» (¿Sirve para la eternidad?) sólo se deben
aplicar a nuestra propia persona, nunca a la del prójimo.
Ciertamente, la felicidad eterna de nuestro prójimo no sólo
debe ser nuestra primera preocupación, sino que debe estar
presente de tal modo en nuestros actos de caridad que no
concedamos a otra persona ningún bien que pueda poner en
peligro su salvación. Pero la cuestión de si algo sirve para su
felicidad eterna no debe limitar el flujo de nuestra caridad. Mu-
chas personas piadosas creen erróneamente que su piedad les
pide que limiten su interés a aquellos bienes pertinentes para la
felicidad eterna o a los bienes terrenos indispensables: Su
caridad es fría y calculada y se caracteriza por un utilitarismo
seco Entre su caridad puritana, parsimoniosa y moralista, y la
sobreabundancia de la caridad de Cristo tal como se nos
muestra en las bodas de Caná, media un abismo. Aquí nos
encontramos con una prodigalidad divina, con una caridad sin
límites.
146
que llega hasta el último detalle; es una ternura que no
excluye nada que pueda beneficiar a la persona, desde lo más
alto hasta aquellos bienes agradables que son simplemente
legítimos, Realmente, el milagro de Caná nos permite captar
algo de la ternura, diferenciación y sobreabundancia de la
caridad de Cristo; nuestro Señor se digna Intervenir con un
milagro para proporcionar a una boda el vino que faltaba. Esta
caridad, atenta a lo que parece algo trivial, no se contradice de
ningún modo con el reto para luchar ante todo por lo único
necesario (el unum necessarium). En Caná se. trataba de la
alegría En cualquier fiesta, y en-particular en una fiesta de
bodas, Jo principal es la alegría. El vino era un símbolo de esta
alegre celebración y, por lo tanto, que éste fuera suficiente,
aunque no era algo indispensable, asumía un carácter
temático. En otra situación distinta, nuestro Señor quizá
hubiera reprendido a los que se preocupaban por semejantes
fruslerías.
Al ahondar en la divina sobreabundancia de esta caridad
llena de la ternura más delicada, de Sagrado Corazón de Jesús
se nos abre cada vez más, «Corazón de Jesús, hormo ardiente
de caridad, ten misericordia de nosotros a (Cor lesu, formax ar-
dens caritatis, miserere nobis)
Nunca podremos aferrar realmente la naturaleza de la
caridad que mora en el corazón del. Dios-Hombre si no nos
sumergimos en primer lugar en el gran misterio de su
misericordia, cuyo hálito. abraza toda la revelación de Cristo y
cuya has disipa las sombras de la muerte.
Cada una de las palabras pronunciadas por Cristo trans-
mite esta atmósfera divina y sobrenatural. Siempre que una
mente humana intenta ascender a Dios y quiere evitar el
antropomorfismo está obligada a permanecer en el ámbito de
lo
147
abstracto: Sólo podemos acceder al mundo divino
concreto cuando Dios nos habla en la revelación. Cristo emplea
comida raciones humanas en las parábolas; se refiere a las
características típicas de nuestra vida terrena, pero estas
parábolas nos transmiten sin embargo una atmosfera divina y
gloriosa. Representan la antítesis más completa al
antropocentrismo. Los ejemplos humanos y naturales se
convierten, al ser utilizados por Cristo, en una vía hacia el
mundo superior. Experimentamos la atmósfera del mundo
sobrenatural con todo su carácter concreto, una luz de lo alto
brilla en nuestras mentes al ok sus palabras. Tenemos aquí
una analogía de la epifanía de Dios en la Santa Humanidad de
Cristo, un reflejo del misterio de la Encarnación. Cualquier
palabra de Cristo, cualquier parábola participa de algún modo
en el misterio del Verbo he cho carne, de cuyo ebrillo ha
surgido una nueva luz que ilumina los ojos de nuestra alma».
Se trata del proceso opuesto al antropocentrismo. En el
antropocentrismo reducimos a Dios a categorías humanas. El
intento de ascender a Dios de manera concreta no sólo acaba
con un retroceso a un reino terreno completamente finito, sino
a un reino terreno deformado en el que nos encontramos con
una finitud oprimente.
Lo finito en la medida en que lo aceptamos como tal está
lleno de riqueza y de deleite, Pero cuando uno proyecta
categorías finitas en algo que es absoluto o, al contrario, cuan-
do uno intenta comprimir lo absoluto en categorías finitas uno
se siente, por decirlo de algún modo, estrangulado, y
experimenta el carácter sofocante del antropomorfismo. En las
parábolas de Cristo, por el contrario, las situaciones humanas
que tan bien conocemos, se convierten en una
ventana abierta al verdadero mundo celestial que nos
permite Experimentar la misteriosa gloria de las cosas de
148
arribas, de las que San Pablo dice saboread las cosas que son
de arriba. Nos elevan y nos sumergen en la auténtica plenitud
de lo divino.
Y, como hemos mencionado anteriormente, en cada
palabra pronunciada por Cristo, en cada mandamiento y en
cada parábola, se manifiesta la Santa Humanidad de Cristo y, a
través de ella, la Palabra de Dios.
Y añadió: "Un hombre tenta dos hijos. El más joven
dijo a su padre; Padre, dame la parte de hacienda que me
corresponde. Y les repartió la hacienda. A los pocos días,
el hijo menar, reuniéndolo todo, se marchó a un país
lejano, donde malgastó su fortuna viviendo con
desenfreno. Cuando lo hubo gastado todo, se declaró un
hambre extrema en aquella región y comenzó a pasar
necesidad. Fue y se ajustó con un hombre de aquel país,
que le mandó a su hacienda a guardar cerdos. Deseaba
saciar su hambre con las algarrobas que comían los
cerdos, pero nadie se las daba. Recapacitó y se dijo:
"Cuantos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia,
mientras yo aquí me muero de hambre, Me levantaré, iré a mi
padre y le diré padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya
no soy digno de ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de
tus jornaleros. Se levantó y fue hacia su padre .
Cuando todavía estaba lejos, lo vio su padre y, lleno de
compasión, corrió a su encuentro, se le echó al cuello y lo
cubrió de besos. Le explicó el hijo padre, he pecado contra el
cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero
el padre dijo a sus criados: Sacad en seguida el mejor vestido
y ponédselo, ponedle un anillo en su
149
mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba. perdido y
ha sido ballado', Y comenzaron festejarlo.
El hijo mayor estaba en el campo; y al volver, cuan,
do se acercaba a la casa, oyó la música y los canticos, y
la- mando a uno de los criados, le preguntó qué pasaba,
Éste le dijo: Ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado
el ternero cebado por haberle recobrado sano', Se enfadó
y no quería entrar, pero su padre salió y trató de
convencerlo: Él contestó a su padre: Ya ves cuántos años
que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya' y nunca
me has dado un cabrito para festejarlo con mis amigos. Y
ahora que ha llegado ese hijo tuyo, que disipó tu fortuna
con malas mujeres, le matas el ternero cebado'. Pero él le
respondió: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío
es tuyo. Convenga festejarlo y alegrarse, porque ese
hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba
perdido, y ha sido hallado (Lc 15,11-32).
153
implacablemente la hipocresía de los fariseos, permite que una
pecadora arrepentida le sirva y bese sus pies. Y la despide,
devuelta a la pureza y llena de una nueva vida, con las
palabras: «Tu fe te ha salvado; vete en paz».
En las palabras' «porque ha amado mucho», el Dios
Hombre manifiesta de modo glorioso el papel y la dignidad del
corazón puesto que, ciertamente; todas las manifestaciones de
la amorosa contrición de María Magdalena y de su amor
arrepentido fueron efusiones de su corazón. Pero las palabras
de nuestro Señor, su dulzura, su clemencia, su misericordia
hacia María Magdalena, nos permiten dirigir una mirada al
misterio de su Sagrado Corazón y de su inefable Corazón de
Jesús, fuente dé vida y santidad, ten misericordia de nosotros»
(Cor lesu, fons vitäe et sanctitatis, miserere nobis).
155
cuando sentimos la tentación de juzgar a nuestro prójimo.
Jesús permanece silencioso mientras que los que deberían
juzgarla se van uno tras otro. Pero en esta confrontación
silenciosa hay un mundo de misericordia, de dulzura y de
caridad. Es el misterio de la iniquidad del hombre y de la
infinita' santidad de Dios, el drama del encuentro entre la
contrición del hombre y la misericordia de Dios que se
adelanta. Cristo no la mira directamente: escribe en la arena,
pero esto resulta suficiente para derretir el corazón de la
pecadora humillada y avergonzada. Al no dirigirse
inmediatamente a ella, al no mirarla ni siquiera, Cristo le
concede tiempo y permite que tenga lugar el proceso de la
«conversión» sin aumentar su húmillación. Lo primera que
hace después de este santo silencio es dirigirle una pregunta:
¿Ninguno te condenó?». Esta pregunta pone de manifiesto una
vez más la inagotable y delicada indulgencia de Jesús. El
perdón misericordioso del Señor, el juez eterno, el único que
puede condenar o absolver, está como escondido en la
pregunta. La cuestión de la condena sólo se trata'
indirectamente, cuando lo pregunta si los que tenían un
derecho meramente jurídico a condenarla lo han hecho
efectivamente. Y cuando ella contesta: «Ninguno, Señor»,
Jesús dice: «Tampoco yo te condeno», Hasta el mismo-perdón
se concede con una santa discreción. Tan sólo al final se
dirige. directamente a ella con una exhortación para el futuro, el
maravilloso: «Vete y no peques más, que se refiere a la nueva
vida del pecador convertido y del alma resucitada.
Realmente, ante esta misericordia abrumadora, ante. esta
delicada indulgencia, ante esta paciencia divina que mora en el
corazón de Jesús, caemos de rodillas y rezamos: «Corazón de
Jesús, paciente y de mucha misericordia, ten miseri-
156
Cordia de nosotros” (Cor Iesus patiens et multae
misericordiae misere nobis).
161
Estas palabras de Jesús transpiran una santidad reden
tora y entrañan la irrupción de la luz divina en este mundo. En
verdad, al oír estas palabras de Cristo, no presenciamos sólo
una phase Domini, sino la infusión de su sagrada verdad en
este mundo. Quien no se conmueva ante el misterio de la
humildad, quien no entienda que el mundo se transforma en un
mundo nuevo y diferente tras esta parábola de Cristo, no capta
realmente el lumen Christi. Quien no es capaz de darse cuenta
de la revolución espiritual que implican estas palabras, una
revolución que procede de lo alto a través de la revelación
divina, no ha entendido el mensaje divino, el evangelio. El
hombre al que estas palabras no le penetran en el alma como
una espada, cuya visión del hombre y de sí mismo no queda
trastocada, no ha entendido esta parábola.
Y, en esta parábola que nos revela ia anchura, la altura y
la profundidad de la humildad somos atraídos por el embrujo
del Sagrado Corazón de Jesús. Al sumergirnos con Jesús en el
misterio de la humildad, nos hacemos dignos de contemplar un
rayo de la infinita santidad que mora en el Sagrado Corazón del
Dios-Hombre que dice: Aprended de ni que soy manso y
humilde de corazón.
163
fundamental de la humildad, asumen aquí un contenido nuevo
al sacar a la luz una nueva dimensión de su naturaleza.
De nuevo somos llevados al «reino de santidad y de
gracia» y respiramos la atmósfera de la redención. Al captar la
nueva dimensión de la humildad, que es un reflejo del miste- rio
de la divina humildad de Jesús, nos acercamos cada vez más a
la riqueza santa que mora en el Sagrado Corazón de Jesús.
«Corazón de Jesús, salvación de todos los que esperan en ti,
ten misericordia de nosotros. (Cor lesu, salus in te speran-
tiumt, miserere nobis)
….*
Sin embargo, cuando Cristo dice que «el Hijo del hombre
no ha venido a ser servido, sino a servir (filius hominis non venit
ministrari sed ministrare), nos enfrentamos no sólo con la ley
del Nuevo Testamento, sino con el mismo misterio de la
Encamación. Es el Dios-Hombre, Cristo, el mismo Señor que
dice: «se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra,
quien pronuncia esas palabras. El misterio de la divina caridad
y el misterio, de la divina humildad iluminan nuestras mentes.
Servir es una manifestación de la caridad divina, de igual modo
que lo es la humildad. En las palabras el hijo del Hombre ha
venido... para dar su vida en rescate la caridad y la humildad
divina alcanzan su máxima expresión en cuanto encarnadas en
el misterio de la redención. Y mientras Cristo habla de sí
mismo, se nos concede una mirada más directa a su Sagrado
Corazón. por muchos»
La insondable caridad y la divina. humildad que moran en
su Sagrado Corazón mueven. El nuestro, y caemos de rodillas
y le adoramos: «Corazón de Jesús, en quien el Padre se ha
complacido, ten misericordia de nosotros» (Cor lesu, in quo
Pater sibi bene complacuit, miserere nobis). «De nuevo os
digo: más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja
que entre un rico en el reino de los
165
«De nuevo os digo: más fácil es que un camello
pase por el ojo de una aguja que entre un rico en el
reino de los cielos» (Mt 19, 24).
«En verdad os digo: los publícanos y las meretrices
os precederán en el reino de Dios» (Mí 21, 31).
«Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y
arrójalo de ti, porque más te vale perder uno de tus
miembros que dejar ir todo tu cuerpo al infierno» (Mt
5, 29).
«Pero yo os digo: no resistáis al malvado; por el con-
trario, a quien te hiera en la mejilla derecha,
preséntale también la otra» (Mt 5, 39).
«No penséis que he venido a traer paz a la tierra; no
vine a traer paz, sino espada. Pues he venido a
enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra
su madre, a la nuera contra su suegra; y los
enemigos del hombre serán los de su propia casa»
(Mt 10, 34-36).
La radicalidad de estas palabras es un reflejo de la infi-
nitud divina. Interpretar estas palabras como la típica expresión
natural de un rechazo apasionado constituiría una equivocación
radical. Este rechazo siempre tiene el carácter de una emoción
temporal y pasajera. Pero la terrible severidad y radicalidad de
estas palabras de Cristo no es la consecuencia
de una emoción momentánea, y tampoco tiene nada que ver
con los excesos meramente naturales.
De todos modos, lo que aquí interesa es captar el con-
traste entre la falta de límites de la divinidad y el exceso natural
adorado por los hombres de tipo prometeico que intentan ir
más allá de los límites de su condición de criaturas. Encon-
tramos con frecuencia este ethos en la literatura y en la vida.
Estos tipos prometeicos incluyen, en su aversión a cualquier
166
limitación, un desprecio por el gran valor de la medida ade-
cuada. Encuentran en toda medida algo farisaico; están ena-
morados de la falta de límites por ella misma. Elogian un acto
heroicamente mortal no por su bondad sino por su carácter
heroico.
Al contrario, la falta de límites que encontramos en estas
palabras de Cristo no se opone al verdadero valor de la me-
dida. Contiene per eminentiam todos los valores de la medida
adecuada, al mismo tiempo que los sobrepasa infinitamente.
Diversamente de la falta de límites natural, no está alimentada
por el fuego de un dinamismo dionisíaco o del exceso prome-
teico. No es una afectividad natural sobredimensionada. Ade-
más, esta falta de límites natural, es sólo aparente: consiste en
un dinamismo que escapa a cualquier medida y que en su in-
conmensurable abundancia tiene algo de indefinido. Pero este
dinamismo infinito está en realidad típicamente limitado; es un
intento de alcanzar la falta de límites a través de la mera
cantidad.
La ilimitada afectividad divina que se encuentra en las
palabras de Cristo, por el contrario, no es ni simplemente di-
námica ni indefinida. La terrible seriedad del pecado, de la
ofensa a Dios, de la vocación del hombre, de su santificación,
aparecen aquí en su verdadera dimensión; está en juego la ili-
mitada importancia de la obediencia a Dios, de la glorificación
de Dios, de la redención que Cristo nos ofrece.
El ethos que contienen estas palabras es ilimitado porque
las cosas de Dios no tienen límites: es parte de la infinidad de
Dios, de su amor infinito, de su misericordia infinita, de su
santidad infinita. Las dimensiones naturales quedan infinita-
mente superadas por la irrupción del fuego divino. Esta sobre-
abundancia heroica, que encontramos en las vidas de los san-
tos, sólo es posible a través de Cristo por Él, con Él y en Él:
167
{per ipsum, cum ipso et in ipso). Cualquier intento de alcanzar
la infinitud en el nivel natural -es decir, a través de nuestra
propia naturaleza- está condenado al fracaso.
La infinitud de la afectividad de Cristo, que es un escán-
dalo para los adoradores de la medida, constituye para nuestro
enfoque meramente natural una espada que divide el alma y el
espíritu. Pero precisamente este hecho revela la gloriosa
sobreabundancia que anula todas las categorías naturales y
embriaga nuestras almas con el hálito de lo infinito.
Toda esta embriagadora infinitud, esta falta de límites, se
entremezcla con la santa sobriedad. Es la ebrietas de la que
canta la liturgia: «bebamos alegres la sobria ebriedad del Espí-
ritu Santo».
Esta sobreabundante afectividad de Cristo, esta caridad sin
límites, esta humildad ilimitada, esta misericordia inagotable,
esta gloriosa majestad divina, revelan el palpitar del Sagrado
Corazón de Jesús: «Corazón de Jesús, abismo de todas las
virtudes, ten misericordia de nosotros». (Cor lesu, virtutum,
ómnium abyssus, misererre nobis):
168
Capítulo II: EL MISTERIO DEL SAGRADO CORAZÓN
169
Además, en este último capítulo, intentamos conocer la
santa afectividad que mora en el corazón de Jesús. Al concen-
trarnos en la epifanía de Dios a través de la humanidad de
Cristo, intentamos profundizar más y más en el misterio de su
corazón. Ahora bien, cuando nos centramos en aquellos pasa-
jes en los que Jesús nos concede contemplar la vida de su Sa-
grado Corazón, lo que aparece ante todo es la realidad de su
verdadera naturaleza humana, la realidad del «y se hizo hom-
bre». Y, sin embargo, todas estas manifestaciones de su cora-
zón están llenas al mismo tiempo de la santidad que las con-
vierte en una epifanía de Dios.
La inefable sublimidad cualitativa de estas efusiones y su
carácter verdaderamente humano dan testimonio del misterio
de la Encarnación. Es la misteriosa tensión de la Encarnación
la que da a cada uno de estos pasajes del Evangelio un
carácter dramático único.
De hecho, cuando el Señor revela el secreto de su Cora-
zón: su vulnerabilidad, su desamparo, su amor humano, no
podemos sino adorarlo, porque todas estas manifestaciones
humanas no son más que un fruto, un resultado, una expresión
de su infinito amor divino y de su humildad divinamente
condescendiente.
Por lo tanto, cuanto más se insiste en la humanidad
(siempre dentro del marco de una humanidad sagrada, inefable
y santa), más adorable resulta el misterio del infinito amor
divino.
Y precisamente en estos momentos en los que el misterio
de la «encarnación» resplandece con más fuerza, es cuan-
do nos sentimos obligados a caer de rodillas y adorarle
diciendo con el apóstol Santo Tomás: «Señor mío y Dios mío».
170
«"El Hijo del hombre ha de ser entregado en manos de los
hombres, que le darán muerte, pero al tercer día resucitará". Y
se entristecieron mucho» (Mí 17, 22-23).
En todas las predicciones de la pasión, resuena una tris-
teza profunda: Jesús descubre su corazón amoroso y vulnera-
ble. Es verdad que cada vez que se predice la pasión también
se menciona la gloriosa resurrección. Pero en el momento de la
predicción prevalece una nota trágica y un pesar sublime,
porque antes de la gloria de la resurrección se encuentran los
insondables sufrimientos de Getsemaní y de la muerte en la
cruz, y el tono de la voz de su Corazón delata cuál es la parte
que prevalece.
En el reproche, sorprendentemente fuerte, que hace a
San Pedro después de la primera predicción, aparece esta nota
trágica. «Tomándolo aparte, Pedro se puso a reprenderle, di-
ciendo: "¡Lejos de ti, Señor! ¡No sucederá eso!" Pero él, vol-
viéndose, dijo a Pedro: "¡Apártate de mí, Satanás!, pues eres
para mí escándalo, porque no gustas las cosas de Dios, sino
las de los hombres"» (Mí 16, 22-23).
Las palabras de San Pedro eran palabras de amor, llenas
de la convicción y de la esperanza que esta predicción nunca
se realizaría. Pero detrás de este reproche del Señor aparece
también el deseo de evitar el escándalo. Las palabras de Pedro
manifiestan que todavía no ha entendido el misterio de la re-
dención. Y el reproche tan fuerte del Señor indica que lo que
prevalece en este momento es la pasión inminente. Escucha-
mos así la voz de su corazón desvalido que se ofrece a Dios
171
"Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella,
¡diciendo “Si supieras también-tú en este día lo que
te lieva a la paz” (Lc 19,41-42).
173
***
Pero el pasaje que narra la resurrección de Lázaro nos permite
dirigir una mirada todavía más profunda a los movimientos
personales y secretos de su Sagrado Corazón.
175
vosotros, pero a mí no siempre me tenéis"» (Jn 12,
3-8).
que Jesús había dicho: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edi-
ficaré mi iglesia».
En sí misma, la traición de Judas era ciertamente una
ofensa a Dios incomparablemente más grande que la negación
de Pedro. También era mucho mayor el daño que causaba a
Judas que el que producía a Pedro. Pero la herida infligida en
el Corazón de Jesús por la negación de aquel al que había ele-
gido como príncipe de los apóstoles y al que había amado ar-
dientemente resultaba más personal y más íntima.
Nos enfrentamos con los dos aspectos del mysterium ini-
quitatis (el misterio del pecado): la apostasía del malvado y el
178
fracaso del que ama a Dios, del que está seguro de que nunca
será infiel.
La sublime cualidad del sufrimiento de Jesús que aquí se
revela difiere radicalmente del sufrimiento del ser humano más
noble. La voz que oímos es la del corazón del Hijo del Hombre
y también la del corazón del Dios-Hombre. «Corazón de Jesús,
saturado de oprobios, ten misericordia de nosotros» (Cor Iesu,
saturatum opprobriis, miserere nobis).
--------------------
___________________
180
A diferencia de todas las enseñanzas del Señor, a dife-
rencia de la revelación de su misión, el tema de las palabras en
la cruz no es ni la revelación de la verdad divina ni la autorre-
velación. Tampoco constituyen estas palabras una manifesta-
ción explícita del corazón de Jesús como cuando afirma: «ar-
dientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros».
Aquí, el tema es la pasión redentora, de modo que muchas de
las palabras de Cristo se dirigen a su Padre celestial. Se nos
permite presenciar este acontecimiento sublime, esta acción
divina particularmente íntima en la que el tema exclusivo es la
pasión redentora. Pero es precisamente aquí donde el misterio
del sufrimiento, de la humillación y de la obediencia hasta la
muerte revela, en cierto modo, más sobre su Sagrado Corazón
que cualquiera de las palabras que Cristo ha dirigido explícita-
mente a la humanidad. Precisamente en el momento en el que
el tema exclusivo lo constituye la acción redentora es cuando,
en cierto sentido, se nos concede la revelación más íntima del
Sagrado Corazón.
En la veneración del Sagrado Corazón de Jesús, la pa-
sión de nuestro Señor desempeña un papel central. Existe,
ciertamente, una relación profunda y esencial entre el corazón
y la capacidad de sufrir, y toda la pasión es un desvelamiento
de los secretos de este corazón.
«Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Le
23, 34). En este momento supremo, Cristo habla como el Hijo
del Hombre, en contraste con todas las ocasiones en las que,
hablando como el Hijo de Dios, él mismo ha perdonado a los
pecadores.
De todos modos, al pedir a Dios perdón para sus enemi-
gos, Cristo perdona implícitamente el daño que le han causado.
Es un perdón humano, el mismo perdón que Cristo nos manda
que vivamos. Pero, sobre todo, nos enfrentamos a su acto de
181
caridad último y definitivo. Cristo no sólo pide a Dios el perdón
para sus asesinos, sino que les disculpa por su ignorancia. El
hijo del Hombre, por decirlo de algún modo, coloca sus brazos
protectores delante de sus asesinos.
Nos ha sido dado contemplar en el Sagrado Corazón la
gloria de la caridad misericordiosa y del sublime perdón. «Co-
razón de Jesús, fuente de toda consolación, ten misericordia de
nosotros» (Cor lesu, fons totius consolationis, miserere nobis).
____________________
+++++++++++++++
183
«Después de esto, sabiendo Jesús que todo se
había consumado, para que se cumpliera la
Escritura, dijo: "Tengo sed"» (Jn 19, 28).
++++++++++++++++++
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188
su identidad como Cristo resucitado por el sonido de su voz y al
llamarla por su nombre, Cristo desvela su Sagrado Corazón.
pp. 200-208.
189
«Simón, ¿me amas más que éstos?» Estas palabras, que
el Señor resucitado repite tres veces, son pronunciadas por el
Dios-Hombre Cristo, el Redentor, aquel que vendrá a «juzgar a
los vivos y a los muertos».
190
TERCERA PARTE
191
lleve la divina cualidad del Sagrado. Corazón mediante la
contemplación de algunos pasajes del Evangelio. Si queremos
darnos cuenta de la naturaleza y profundidad de esta devoción
y de su carácter litúrgico clásico resulta necesario captar al
Sagrado Corazón en su verdadera gloria. Y lo mismo vale si
queremos desenmascarar las deformaciones y faltas de
autenticidad características de muchas formas populares de
esta devoción que encuentran expresión en ciertos himnos,
formas artísticas e incluso oraciones.
Pero nuestro intento de comprender el Sagrado Corazón
posee más importancia y un carácter más positivo que la mera
corrección de deformaciones. Aumentar nuestro conocimiento,
alcanzar un conocimiento más intimo del Sagrado Corazón es
algo muy valioso en sí mismo. Considerar al Sagrado Corazón
en si gloria inefable y adorarlo es en sí mismo, de la mayor
importancia.
También resulta indispensable para comprender todas las
implicaciones que se contienen en la oración: “Haz nuestro
corazón a la medida del tuyo”. Si queremos comprender la
transformación en Cristo a la que nuestros corazones están
llamados, nuestros ojos deben ver al sagrado corazón en su
cualidad transfigurada, como la epifanía de Dios.
La transformación de nuestro ethos depende de nuestra
posesión de una verdadera imagen de Cristo y de su Sagrado
Corazón. En la medida en que proyectemos nuestra propia
mediocridad y pequeñez en el Sagrado Corazón y nos
alimentemos con esta imagen, permaneceremos aprisionados
en esta mediocridad, en vez de elevarnos y transformarnos.
Aquí, como en muchos otros lugares, nos enfrentamos con el
gran
192
peligro de adaptar la revelación a nuestro estrecho horizonte, y
deformarla de tal modo que desaparezca la necesidad de
transformarnos. En vez de captar el verdadero rostro de Cristo
y la llamada a transformarnos, en vez de dejarnos elevar por el
amor del auténtico Dios-Hombre, perdemos la posibilidad de
confrontarnos con la epifanía de Dios.
Aquí no se trata de desobediencia o rebelión contra Dios,
sino más bien de la calidad del ethos de un hombre y del
peligro de que Cristo no influya en la calidad de este ethos; el
peligro de que, incluso con buenas intenciones, no se alcance
nunca el ethos transfigurado que los santos encarnan y
reflejan.
Sólo ahora, por lo tanto, habiendo contemplado al Sa-
grado Corazón, podemos hacer una breve alusión a la natura-
leza de la transformación de nuestros corazones.
De todos modos, debemos insistir desde el principio en el
sentido auténtico de la oración que hemos mencionado. El
secundum (según, a la medida) significa que nuestro corazón
se debe llenar de la santa afectividad a la que hicimos alusión
al citar las palabras, parábolas y hechos de Cristo; se debería
llenar con el ethos santo que encontramos en todos los santos,
con la caridad victoriosa, la dulzura, la misericordia y la hu-
mildad de Cristo. Pero esta imitación de Cristo no significa
nunca una semejanza con el corazón del Dios-Hombre, cuyo
velo hemos intentado alzar. El misterio del Sagrado Corazón,
que implica que esté «unido substancialmente al Verbo de
Dios» es algo que no se puede repetir en ningún santo; está in-
disolublemente ligado a la Encarnación.
A la oración «haz nuestro corazón a la medida del tuyo»
se aplica todo lo que sabemos sobre el sentido de la imitación
de Cristo. La transformación en Cristo que implica esta imita
193
ción consiste en hacemos santos, en alcanzar una
plenitud de la vida divina que recibimos en el bautismo al
convertirnos en miembros del Cuerpo místico de Cristo.
Algunas veces se puede escuchar o leer: «actúa en cada
situación del mismo modo que habría actuado Cristo». Pero
ésta es una formulación errónea de la imitación de Cristo.
Porque el Dios-Hombre Jesús que dijo: «se me ha dado todo
poder en el cielo y en la tierra», actuó y actuaría en muchas
ocasiones de un modo tal que si lo imitáramos estaríamos
exaltándonos de modo blasfemo, en el sentido que se da a la
palabra exaltación en el Evangelio. La imitación de Cristo se
debería expresar más bien con las palabras: «Actúa de modo
que pueda resistir la prueba de una comparación con Cristo,
que resulte agradable a Cristo, en plena armonía con Cristo», o
en las palabras: «actúa siempre según el espíritu de Cristo». La
«semejanza con Dios» que constituye el «fin primario último»
del hombre es un sinónimo de «santificación» de la que dice
San Pablo: «ésta es la voluntad de Dios». Pero la «semejanza
con Dios» no altera de ningún modo nuestra condición de
criaturas ni elimina de ningún modo la diferencia infinita entre
Dios y el hombre.
A nosotros nos interesan los frutos de la gracia en la
nueva criatura y no el misterio de la participación en Cristo que
se constituye por el hecho de recibir la gracia santificante. No
nos ocupamos del misterio que se expresa en las palabras:
«Yo soy la vid, vosotros los sarmientos». Pero incluso conside-
rando este misterio podemos aplicar lo que afirmábamos antes
con respecto a la santificación: nosotros somos los sarmientos,
pero nunca podemos llegar a ser la vid.
Del mismo modo debemos entender el sentido de la
transformación de nuestros corazones según el Sagrado
Corazón. Esta expresión significa que alcanzamos la santa
194
afectividad que habita en el corazón de Jesús, el verdadero
ethos cristiano, pero no se refiere al misterio único del Sagrado
Corazón que no se puede separar de la Encarnación.
Debemos repetir una vez más que el corazón tiene una
función diversa de la voluntad y que Dios ha confiado al cora-
zón que «pronuncie» una palabra irreemplazable, una palabra
que a veces difiere de la que compete a la voluntad. Sería un
error desastroso no tener en cuenta este hecho y pensar que el
corazón y la voluntad siempre deben pronunciar la misma pa-
labra. Negar que Dios ha confiado al corazón que pronuncie
palabras propias lleva a la convicción de que silenciar el cora-
zón es un ideal religioso.
La llamada que Dios dirige a nuestra voluntad se debe
obedecer, independientemente de lo que nuestro corazón sien-
ta o pueda objetar. Pero esto no implica en absoluto que nues-
tro corazón deba conformarse a la voluntad en el sentido de
que debe pronunciar la misma palabra que ésta pronuncia.
Abraham, al escuchar que Dios le mandaba sacrificar a su
hijo Isaac, tuvo que responder «sí» con su voluntad. Pero su
corazón tenía que sangrar y responder con la tristeza más
grande. Su obediencia al precepto no habría sido más perfecta
si su corazón hubiera reaccionado con alegría. Al contrario, se
hubiera tratado de una actitud monstruosa. Según la voluntad
de Dios, el sacrificio de su hijo requería una respuesta del co-
razón de Abraham: la del dolor más profundo. Pero a pesar de
la profunda reluctancia de su corazón, Abraham estaba obli-
gado a aceptar esta terrible cruz y a conformar su voluntad al
precepto de Dios.
25
Aquí, el amor del prójimo se entiende en sentido genérico, es decir, como un amor que se dirige a los
hombres en general, o bien a un hombre concreto pero en cuanto es «el prójimo», no una persona
determinada (NT).
199
Las tendencias estoicas que acabamos de considerar re-
sultan claramente perjudiciales para la genuina afectividad. Nos
gustaría subrayar, en contra de ellas, que ningún amor es-
pecífico ya sea paterno, filial, de amigo o de esposo, es incom-
patible con la entrega completa y plena a Cristo con tal de que
estos amores se incorporen en nuestro amor de Cristo y estén
impregnados por el espíritu de Cristo. Esta transformación en
Cristo no priva de ningún modo a estos diversos amores de su
pleno carácter afectivo. Además, es un error pretender que se-
ría más perfecto y un signo de una imitación de Cristo más
completa, no conocer otro amor que el amor de Dios y el del
prójimo. Como ya hemos visto, el mismo Cristo amó a Lázaro,
Marta y María con un amor que no se puede considerar amor
del prójimo. Y del mismo modo se menciona a Juan el Evan-
gelista como el discípulo al que amaba el Señor.
De todos modos, alguno podría objetar que también se
encuentran en el Evangelio las siguientes palabras: «Si alguno
viene a mí, y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a
sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun a su propia
vida, no puede ser mi discípulo» (Le 14, 26). ¿Implican estas
palabras que los vínculos del amor natural son una remora
para la imitación plena de Cristo? ¿No nos permiten deducir
201
***
202
Hemos analizado en otro libro el significado específico del
término terrena.
«Obviamente, el término "terreno" (terrena) no se
refiere a las cosas malas y pecaminosas. Lo terreno no es
la antítesis de lo moralmente bueno. "Las cosas terrenas"
se refieren más bien a las que no son pecaminosas en sí
mismas pero que se oponen en cuanto "terrenas" a las
"cosas celestiales". Sería, sin embargo, una burda
equivocación identificar "terreno" con natural. El hecho
que esta oración sugiera que debemos despreciar las
cosas "terrestres" indica que debemos distinguir todavía
entre los bienes terrenos y los naturales.
«Hay muchos bienes naturales que nunca debemos
despreciar, como la belleza en la naturaleza o en el arte,
la verdad en la filosofía y la ciencia y, por encima de todo,
la amistad y el matrimonio. Resulta por tanto de la mayor
importancia precisar el significado de "terreno" en este
contexto.
«Debemos excluir desde el principio cualquier bien
ilegítimo o cualquier cosa que nos satisface subjetivamen-
te sólo porque apela a nuestro orgullo o a nuestra concu-
piscencia. Pero entre los legítimos bienes objetivos de la
persona, debemos distinguir entre los que son bienes objetivos
para nosotros por su valor y los que lo son simplemente porque
resultan agradables. Al primer tipo de bienes objetivos
pertenecen la belleza en el arte y en la naturaleza, la verdad en
la filosofía, la amistad, el matrimonio, todo don artístico y todo
noble talento que se nos concede. Por el contrario, la buena
comida, la riqueza, una posición influyente, la fama o el honor,
nos alegran no por su valor, sino porque resultan agradables.
«Todos los bienes que portan valores reflejan en ese valor
a Dios, su Infinita Bondad, Belleza y Santidad. Son,
203
ciertamente, bienes naturales, pero no son bienes "mundanos".
Aun admitiendo que se puede abusar de cualquier bien
humano, que podemos adoptar una actitud ante cualquier bien
creado que lo convierta en un peligro, existe a pesar de todo
una diferencia entre los bienes que poseen por sí mismos un
carácter "mundano" y aquellos que no lo poseen de ningún
modo sino que más bien apuntan a un «mundo superior» y a
una realidad más allá de este mundo. Estos bienes nos dicen
algo de Dios y del cielo. Aunque son terrenos en el sentido de
que su forma actual pertenece a nuestra existencia terrena,
resplandecen con un valor portador de un mensaje de lo alto; si
comprendemos correctamente su significado, aumenta la
profundidad de nuestra alma y nuestra sed por los bienes
celestiales.
«Si insistimos en esta distinción entre los bienes
mundanos y los terrenos dentro de los bienes naturales, no es
ciertamente porque deseemos minimizar la diferencia que
existe entre los bienes terrenos más elevados y los celestiales.
Nunca podríamos insistir lo suficiente en el carácter
completamente nuevo y único del mundo sobrenatural y de la
cualidad de la santidad en comparación con
los más elevados valores naturales. San Pablo pone de re-
lieve esta diferencia cuando afirma: "buscad las cosas que
son de arriba, no las terrenas". De todos modos, la distin-
ción entre "mundano" y "terreno" dentro de los bienes na-
turales es de importancia fundamental para la vida cristiana.
La actitud del verdadero cristiano hacia los bienes naturales
"mundanos" y no-mundanos que, sin embargo, son
terrestres y no celestiales debe ser diferente. El cristiano no
debe buscar los bienes mundanos y, cuando se le conceden
sin haber luchado por conseguirlos, debería usarlos, siendo
consciente del peligro que conllevan y de que tan pronto
204
como empecemos a disfrutar de ellos por sí mismos, nos
conducirán a la pérdida de nuestra plena concentración en
Cristo. Como en la misma naturaleza de estos bienes se
encuentra una antítesis al mundo sobrenatural, su carácter
"mundano" imposibilita que los añoremos sin alejarnos
simultáneamente de Cristo.
Los bienes naturales que están dotados de un valor
elevado solicitan, por el contrario, una respuesta distinta. Su
valor, cuando se entiende rectamente, tiene el carácter de
un mensaje de Dios, es como un reflejo de su bondad
infinita. Por lo tanto, disfrutar de ellos por sí mismos, pedir
que se nos concedan, no tiene por qué ser incompatible con
un deseo pleno de los bienes celestiales» (Not as the World
Giveth, pp. 70-72).
Parece, por lo tanto, que dentro del ámbito de los bienes
naturales hay que hacer una importante distinción, de modo
que el desprecio de los bienes terrenos se entienda de tal
modo que se refiera sólo a los bienes naturales «mundanos» y
no a aquellos bienes naturales dotados con un valor elevado.
Además, debemos comprender la gran diferencia que
existe entre el deseo de un bien y la aceptación
agradecida del mismo cuando Dios nos lo concede. El deseo
de ser ricos, por ejemplo, es, desde un punto de vista religioso,
muy diferente de la aceptación agradecida ante la riqueza que
se nos concede a través de una herencia, de un regalo o de
cualquier otra fuente. La aceptación agradecida implica, de
todos modos, que no somos completamente indiferentes al
bien en cuestión. Naturalmente, puede suceder que tengamos
una vocación específica para la pobreza, en cuyo caso
debemos dar al pobre todo lo que se nos ha concedido. Pero si
no existe esta vocación, entonces todos aquellos bienes que
poseen auténtico valor y para cuyo disfrute la riqueza
205
constituye un medio, justifican nuestra alegría agradecida al
recibir el don. De todos modos, entre esta alegría agradecida y
el deseo de riqueza existe, evidentemente, un abismo enorme.
Pero despreciar lo terreno requiere algo más que la mera
ausencia de deseo de bienes como la riqueza. Requiere, en
primer lugar, que la riqueza no se considere un bien en sí
mismo. No hace falta decir que hay muchos que adoptan la
postura contraria y consideran que la riqueza es un bien en sí
mismo. La posición social que proporciona, la seguridad y la
liberación de las preocupaciones, el Lebensgefuehl (bienestar
mundano) que nos ofrece la riqueza son, ciertamente,
elementos que hacen de la riqueza un bien en sí mismo, si
evitamos todo tipo de satisfacciones ilegítimas como el
sentimiento y el ejercicio del poder. La riqueza en cuanto tal
puede por lo tanto ser muy atractiva, pero la transformación de
nuestro corazón exige que ya no lo sea para nosotros.
Podemos considerar, de todos modos, la riqueza como un don,
porque es un medio para conseguir muchos bienes dotados de
un valor elevado, ya que nos propor
ciona la posibilidad de ayudar a nuestro prójimo, conceder re-
galos a los que amamos o apoyar proyectos auténticamente
valiosos; y también hace posible muchos bienes para nosotros
mismos como que visitemos países maravillosos, poseamos
una casa muy bien decorada, etc.
Pero incluso esta actitud de considerar la riqueza como un
medio para lograr valores elevados no es suficiente. La
transformación de nuestro corazón en Cristo requiere que, por
encima de todo esto, al recibir bienes «terrenos» como la
riqueza, reconozcamos toda la responsabilidad que su pose-
sión lleva consigo y que, en concreto, el Lebensgefuehl de la ri-
queza, la seguridad y la posición social, se sustituyan por un
corazón alerta. El sentimiento de dominio debe dar paso a la
206
actitud del que sirve. Esto se aplica también a otros bienes
mundanos, como poseer un alto cargo o fama.
Nuestro corazón debe mantener una distancia interior de
todos estos bienes «terrenos»; debe poseerlos según el espí-
ritu de San Pablo: «como sin tener nada, pero poseyendo
cosas».
***
208
Analizamos en la primera parte de este libro el elevado
valor de las respuestas afectivas al valor y el hecho de ser cau-
tivados por una afectividad noble y grande. Vimos también el
peligro inherente a la naturaleza del hombre caído que consiste
en pasar de las intensas respuestas afectivas al valor a un
torbellino de pasión. Ahora debemos subrayar que sólo en
Cristo y a través de Cristo se puede superar este peligro. Uno
de los resultados característicos de la transformación de
nuestro corazón en Cristo es, precisamente, nuestra capacidad
de quedar verdaderamente extasiados por algo mayor que
nosotros, al tiempo que nos protegemos de un enfrenta-miento
con la religió. Sólo cuando toda nuestra vida afectiva está
enraizada en Cristo e impregnada por el amor de Cristo, sólo
cuando nuestro corazón está herido por una adoración
amorosa de su Sagrado Corazón, el quedar extasiados por
parte de una criatura libre puede estar libre del peligro de pasar
de la «locura santa» al estado apasionado de estar fuera de sí.
Dijimos antes que la afectividad en cuanto tal nunca puede ser
demasiado intensa, demasiado fuerte. Debemos añadir ahora:
esto es verdad en Cristo, es verdad para el hombre cuyo
corazón ha sido transformado por Cristo. Éste es el hombre a
quien se pueden aplicar plenamente las palabras de San
Agustín: «Ama y haz lo que quieras» {dilige, et fac quod vis).
La transformación en Cristo nos proporciona una nueva
libertad. Quien acepta el yugo de Cristo, que es suave, será
también liberado puesto que ya no necesita temer que la pleni-
tud de la afectividad le pueda llevar al peligro de descarriarse.
Quien se ha transformado en un cautivo de Cristo, en un es-
clavo del amor de Cristo, conquista la libertad de no verse ya
en lo sucesivo embarazado o impedido en la corriente de un
amor legítimo por una criatura. Está libre del temor de dejarse
209
arrebatar, de la necesidad de moderar la esplendorosa plenitud
de su amor.
+++++++++++++++++++
210
gloriosos cuando un nuevo aspecto de la Santa Humanidad de
Cristo -que siempre se contiene en la revelación de modo
implícito- es explicitado por la Iglesia. Y esto es un gran don.,
En el Sagrado Corazón nos enfrentamos con el verdadero
núcleo de la Santísima Humanidad de Cristo y, a través de ella,
con el auténtico secreto del misterio de la Encarnación, de la
unión de la naturaleza divina y la humana en el Dios- Hombre.
Contemplando el Sagrado Corazón de Jesús, una gratitud que
nunca se acaba llena nuestros corazones y no podemos sino
unirnos a la voz de la Iglesia en el prefacio de la fiesta del
Sagrado Corazón.
27
Hemos sustituido el prefacio del texto original (anterior al Concilio Vaticano II)
por el actual. El que cita von Hikdebrand dice ast «porque quisisteis que
vuestro Hijo Unigénito, pendiente de la cruz, fuese traspasado con la lanza del
soldado, para que su corazón así abierto derramase sobre nosotros, como
tesoro de la bondad divina, torrentes de misericordia y de gracia; y que su
corazón siempre abrasado de amor por nosotros, fuese lu- gar de descanso
para las almas piadosas y refugio seguro para los que se arrepienten (NT).
211
ÍNDICE
PRESENTACIÓN DE LA NUEVA BIBLIOTECA PALABRA 5
PRÓLOGO 9
INTRODUCCIÓN 13
PRIMERA PARTE
EL CORAZÓN HUMANO
Capítulo I
EL PAPEL DEL CORAZÓN 31
Capítulo II
AFECTIVIDAD NO-ESPIRITUAL Y ESPIRITUAL 57
Capítulo III
AFECTIVIDAD TIERNA 91
Capítulo IV
LA HIPERTROFIA DEL CORAZÓN 103
Capítulo V
LA ATROFIA AFECTIVA 113
Capítulo VI
LA FALTA DE CORAZÓN 119
Capítulo VII
EL CORAZÓN TIRÁNICO 127
Capítulo VIII
EL CORAZÓN COMO EL YO REAL 133
SEGUNDA PARTE
212
EL CORAZÓN DE JESÚS
Capítulo I
LA AFECTIVIDAD DEL DIOS-HOMBRE 143
Capítulo II
EL MISTERIO DEL SAGRADO CORAZÓN 175
TERCERA PARTE
LA TRANSFORMACIÓN DEL CORAZÓN HUMANO
Capítulo I
EL CORAZÓN DEL VERDADERO CRISTIANO 199
Capítulo II
AMARE IN DEO 209
213