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LA AVENTURA LITERARIA

o la psicosis inspirada

Colette Soler
C O L E T T E SO L E R

LA AVENTURA LITERARIA
o la psicosis inspirada

R O U S S E A U , JO Y C E , P E S S O A
Título original: L 'aventure littera ire ou la p sych ose inspirée.
Rousseau, J o y ce, Pessoa.
Editions du Chaxnp lacanien. París, Francia.

T raducción: Louise Boland. Medellín - Colombia


R evisión y corrección : Ricardo Rojas y Luis Fernando Palacio
D iagram ación y d iseñ o: Apotema Ltda.

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Segunda Edición Julio 2003


ISBN: 958-33-4442-7

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fuere. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.
IN T R O D U C C IÓ N
Durante todo un año, Lacan dictó su seminario bajo el título
de “Joyce el síntoma”. Eran los años 1975 y 1976. Escribió la palabra
“síntoma” con la ortografía del antiguo francés: “sinthom e”,
introduciendo así la referencia al equívoco translingüístico.
Reconocemos ahí los términos del inglés sin (el pecado) y hom e
( la casa); o también del francés sein t (forma antigua de “saint”, santo)
y hom m e, (hombre).
Este juego con la lengua materna da el tono. Podemos intentar
evaluar la importancia de los efectos posibles de este uso de la letra,
pero no se debe creer que se trate de una cuestión prioritariamente
literaria, a pesar de que se valga de Joyce. Se trata más bien de un
problema analítico, y eso en el fondo no constituye ninguna sorpresa,
ya que en 1956 Lacan publicó “La instancia de la letra en el incons­
ciente”.
Sin em bargo, surge una pregunta: ¿Qué autoriza el
psicoanálisis para hablar de una obra de arte, y más específicamente
de una obra literaria? En cuanto a Freud, él no habría dicho “Joyce,
el síntoma”, sino Goethe, o Jansen, o Dosto'íevski, el fantasma.
¿Representan estas fórmulas un desprecio hacia la obra de arte? En
los artistas, Freud reconoció a los precursores del psicoanálisis, y en
los textos literarios, una oportunidad de poner a prueba el método
analítico. De Sófocles a Goethe, pasando por Jansen y Dosto'íevski,
pensó que la ficción literaria era como una anticipación al
descubrimiento del inconsciente. Por eso, cuando cuenta su histo­
ria familiar, a la que titula precisamente “novela fam iliar”, el
neurótico es aquél que le parece copiar la fábula, para decir que el
fantasma está estructurado como una novela. Freud cayó en el
psicoanálisis aplicado. Conr'derando el saber-hacer del artista como
un equivalente de lo que él mismo llamó el “trabajo del incons-
cíente”, puso el trabajo artístico y literario en el mismo plano que la
serie de formaciones que su práctica interpretaba: el sueño, el lap­
sus, el acto fallido, el síntoma.

En este punto, Lacan invirtió la perspectiva freudiana: no es el


texto escrito el que debe ser psicoanalizado; sería más bien el
psicoanalista el que debería leer mejor. El psicoanálisis no se aplica a
la literatura. Todas las tentativas en este sentido se revelaron siempre
fútiles y totalmente incapaces de fundamentar cualquier juicio literario.
¿Por qué? Es que las obras de arte no son formaciones del incons­
ciente.
Trátese de novela o de poesía, podemos ciertamente interpretar
el texto, es decir, darle sentido, pero ese sentido no tendrá nada que
ver con la creación de la obra misma. Entre el sentido que se le puede
prestar a una obra y la existencia de ésta, no hay común medida; el
enigma queda del lado de esta existencia. Podría ser una posible
definición de la obra en relación con el sentido: la obra resiste a la
interpretación y al mismo tiempo conduce a ella. Si el psicoanálisis
no se aplica a la literatura puede, sin embargo, aprender algo de ella y
hacerle prestamos a su gran libro.
Con más precisión: Lacan se esforzó en mostrar que podemos
aprender tanto de la obra como del autor, de su persona o de su vida,
pero sin poder deducir lo uno de lo otro. La psico-biografía es posible,
pero no explica la obra, puesto que de ésta no se pueden nunca sacar
deducciones. Sin embargo, sigamos a Lacan en sus numerosas
referencias literarias. Podemos decir: Hamlet, el deseo; Antigona, la
belleza trágica; Gide, el fetiche; Sade y Kant, la voluntad de goce;
Edgar Alian Poe, la letra, etc., y al final, llegar a Joyce y su literatura-
síntoma.
En realidad, cuando echa mano de la literatura, Lacan toma
la misma actitud que la que tiene ante la lingüística. Se sabe muy
bien que las gentes de la IPA1 quisieron denunciar una tendencia al

International Psychoanaiitíc Asociación, de la cual, después de dos sesiones sucesivas, Lacan fue
defimtlvamence expulsado en 1963.
intelectualismo o al verbalismo, pero ese recurso era necesario, hasta
inevitable, por una razón muy simple: la lingüística trabaja sobre el
material mismo con que trabaja el análisis, más precisamente sobre el
aparato con el cual cada uno opera en el análisis, y es un hecho: trabaja
sólo con enunciados de lenguaje, sean éstos los que profiere el
analizante cuando hace asociaciones, o sean los que sirven de base a la
interpretación del analista. Sin embargo, la operación analítica no es
lingüística en sí, ella testimonia más bien la influencia del lenguaje
sobre el síntoma. Hablo aquí del síntoma en su sentido clínico, aquél
que se presenta al analista como lo que permanentemente se impone
a uno, en la forma de un “no poder dejar de pensar”..., o de “sentir en
su cuerpo”..., o de “ser invadido por sus afectos”..., todas estas cosas
que parecen muy ajenas al lenguaje, pero cuya experiencia muestra
que sólo por medio de la palabra se pueden cambiar esos pensamientos,
esas sensaciones y esos afectos.
Vuelvo a la literatura. En el psicoanálisis el lenguaje opera so­
bre el síntoma, y la cuestión consiste en saber en qué medida el uso
literario del lenguaje puede ser considerado como perteneciente al
síntoma. ¿Cómo la creación literaria, a menudo considerada como la
cúspide de las producciones de la civilización, se puede ubicar en el
mismo nivel que el del síntoma, que por definición se sitúa del lado
del fracaso, de lo que falla, de lo que va de un lado para otro:
En realidad, la respuesta a esta pregunta es más o menos la
siguiente: la creación literaria puede ser signo del síntoma en sí mismo,
porque éste, a pesar de ser a veces molesto, siempre es una creación.
En efecto, ¿qué es una creación sino el hecho de producir algo ahí
donde no había nada? Pero cuando digo “ahí donde no había nada”,
supongo que hay al menos un lugar marcado. Ahora bien, no hay
lugar sin orden simbólico y cada marca simbólica engendra el vacío
del lugar que ella crea.
Permítanme evocar, sin perder mucho tiempo, un recuerdo
personal de mis años de juventud, de la época de m i;educación
religiosa. Tenía algo como nueve o diez años cuando en ur> 'examen
de catecismo”, como se decía, un viejo canónigo me hizo una pr^'juni
muy sencilla, con cono de gran ceremonia: “¿Qué había antes de que
Dios creara la tierra?” No sé lo que responderían ustedes, pero por mi
parte, contesté con toda la confianza: “nada”. Observen que “nada”
no es nada sino lo que queda cuando tachan el significante Tierra.
Pero mi respuesta no era buena, para mi gran sorpresa, y fui castigada.
La respuesta esperada era: “la nada”. Esta diferencia produjo un gran
efecto sobre mí. Claro está pregunté en mi familia y sometí el problema
a su juicio. Pero el viejo canónigo tenía la razón: “la nada”, eso no es
nada. Esa palabra fue inventada para designar lo impensable de una
ausencia que precedería toda emergencia simbólica, y es cosa bien
diferente a “nada”, vacío resultante de la elisión de algo, aunque esto
no resuelva en nada las aporías de la creación divina.
Lo que no se puede poner en duda es que no hay creación
sin que se suponga que lo simbólico haya previamente introducido
un vacío en lo real donde, por definición, no falta nada. Puedo
entonces completar mi primera afirm ación: la creación hace
emerger algo ahí donde no había nada, nada sino un vacío... que
no es nada. Ese vacío se vuelve a encontrar en todos los niveles de
la experiencia analítica. Primero como falta en el sujeto, porque el
primer efecto de la palabra consiste en transformar el ser viviente
en sujeto de la falta en ser, que simbolizamos por el (•—<£) de la
castración. La volvemos a encontrar, y es la consecuencia de ese
primer nivel, como falta del objeto que podría rellenar esta falta
de dehiscencia originaria. Freud, también se aproximó a ese punto
con su teo ría del objeto siem pre su stitu to de un objeto
originariamente perdido. Con esta fórmula, comprendemos que la
falta del sujeto es precisamente lo que le da consistencia al objeto.
Lacan se apoderó de este tema y lo fundamentó en la lógica
del significante que culmina en la fórmula: “no hay relación sexual”.
¿Qué sig n ific a esto? C iertam en te, h ay cuerpos, cuerpos
biológicamente sexuados, y hay también significantes del sexo:
hombre, mujer, padre, madre, y todos los significantes que
instituyen los ideales del sexo> virgen, puta, esposa, etc. Ninguno
inscribe el objetó que anularía la falta sexual, y todos fracasan en
la compensación del vacío, puesto que cito “el parejo en el goce
está en la imposibilidad de aproximarse al lenguaje”. El resultado
es que cada uno lo busca. Es por eso también que cada uno habla
y, a partir del momento en que habla, existe al menos una
satisfacción de la palabra, que puede hasta servir de sustituto. Eso
es lo que hace el síntoma: tapa la hiancia del “no hay” de la no-
relación sexual, con la erección de un “hay”. El parejo del goce
falta, pero el síntoma instaura algo otro, un sustituto, un elemento
singular propio para encarnar el goce. Se impone una primera
consecuencia de esta estructura: no hay sujeto sin síntoma. A falta
de una relación estándar, sólo el síntoma puede fijar él modo de
goce privilegiado de cada sujeto. El síntoma, y sólo él, crea la
singularidad del sujeto, que por otra parte está sometido a la ;ran
ley de la falta en ser. El síntoma es una función —función lógica —
de excepción con relación al trabajo infinito del ciframiento in­
consciente. El primero ancla, fija el goce, el segundo desplaza sin
cesar el goce en la serie de sus signos.
Pero, ¿cómo llegamos a esas últimas fórmulas a partir de los
primeros descubrimientos de Freud? En los términos de Freud, el
cifrado del síntoma revela el fantasma y la satisfacción que éste en­
gendra. La noción freudiana de “formación de compromiso” implica
que el síntoma es un retorno disfrazado del goce reprimido. No es un
simple memorial de la experiencia pulsional, es goce actual, cuyo
núcleo es inamovible. Pero se puede descifrar, y en consecuencia
transformar; Freud lo demostró de entrada. De esto se deduce, para
quien se dice lacaniano. que su naturaleza es la del lenguaje —ie ahí la
tesis: “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”. Por otro
lado, su inercia contrasta con lo que es propio del lenguaje, a saber: la
siempre posible sus tución de los signos por la cual se engendra el
sentido. Lacan resolvió esta contradicción de la manera siguiente: en
el síntoma, el significante está casado - permítanme la expresión —
con algo otro, lo que lo transforma. Y ¿qué puede ser ese algo? Nada
otro que lo que se manifiesta en el sufrimiento y se aloja en el fan­
tasma, precisamente lo que llamamos el goce, para diferenciarlo del
simple placer. Invistiendo un término, un elemento, un significante
así sustraído a la cadena de las incesantes sustituciones del cifrado del
inconsciente, el goce transforma ese elemento en letra, letra fuera de
sentido, luego real, única susceptible de fijar siempre el mismo ser de
goce. Por eso Lacan puede decir que en la experiencia, el significante
vuelve en forma de letra.
Pero, y la literatura, ¿cómo puede ser síntoma? Evidentemente,
la literatura sirve de vehículo para el goce. Pero, ¿cuál goce? En la
mayoría de los casos, el goce de sentido, particularmente cuando se
trata de la novela que utiliza la ficción, mejor dicho el imaginario.
¿No hay aquí una contradicción?
Consideremos, sin embargo, lo que Lacan sitúa como
invención sintomática. No son solamente las últimas producciones
de Joyce, son también, por ejemplo, una mujer, o un escenario
masoquista, o su propia invención de lo real. Cuando un hombre es
dócil frente al modelo paterno, entonces para él, una mujer es un
invento sintomático, y eso necesariamente a partir del momento en
que La mujer no existe. Hagamos un paréntesis: esto quiere decir que
la supuesta normalidad sexual, la heterosexualidad, que Lacan describe
como “norma macho/normal” o “pére-versión”2 en sí misma es
síntoma, pero síntoma condicionado por todo el discurso, lo que
Freud intentó situar a partir de su Edipo. Así vemos que invención
no es obligatoriamente creación. El síntoma inventa, es decir que
escoge el término pareja, pero este último no es necesariamente origi­
nal. En ese sentido, la creación, la verdadera, la que produce algo
radicalmente nuevo, en el caso en que es síntoma, es un síntoma
especial que nos permite decir que el artista es siempre un “sin padre”.
Incluso si es datada, la obra no tiene filiación, y siempre es su autor
‘hijo de sus obras” como decía Cervantes. Precisamente por eso, es
siempre ilusorio buscar la clave de una obra en sus fuentes.
Volvamos al escenario masoquista en tanto que síntoma: es
otra cosa, evidentemente, pero ese caso es instructivo porque indica

a En francés: fonéticamente, la palabra “perversión” suena como “p^re-version” (padre-versión).


sin ambigüedad que un guión, es decir, algo imaginario puede ser la
variable de un síntoma. ¿Por qué no lo aplicaríamos al síntoma
novelesco? La experiencia clínica proporciona muchos ejemplos en­
tre los lectores, pero también entre los creadores. Leamos por ejemplo,
los textos de Jean-Jacques Rousseau que tratan de sus estados de tran­
ses cuando componía La nueva Eloísa, novela que hizo temblar la
Europa erudita. La novela cultiva el sentido, cierto; cuando en cambio,
decimos del síntoma que es real, fuera de sentido. Pero esto es una
paradoja en apariencia solamente, puesto que nada se opone a que la
unidad de sentido de una novela constituya el Uno del síntoma.
En ese contexto fue cuando Lacan evocó a Joyce, y utilizó
Finnegans ivake para ilustrar el mensaje de Edgar Alian Poe sobre la
carta-objeto, la carta desecho (lit t e r ). Al menos esta es la
interpretación que hace Lacan del mensaje de Poe cuando escribe
La carta robada: la carta es no solamente el vehículo de un mensaje,
sino también objeto fuera de sentido. Joyce empujando el equívoco,
instrumento por excelencia de la poesía, hasta un poder exponencial
que excluye la fijación de sentido y eleva ese poder al de lo
ininteligible. Podemos decir que antes de Joyce, los poetas
demuestran la eficacia de la letra en la génesis del sentido. El poeta
demuestra con cada una de sus producciones cómo la audacia de la
letra engendra algo nuevo en el campo del sentido, de lo inédito,
que subvierte el encierro del sentido común. Su operación prodúce,
sin duda alguna, un goce al cual las antinomias kantianas del juicio
no se oponen, puesto que ese goce no necesita ser universal para ser
atestiguado. Sin embargo, ese goce no es puro goce de la letra, es
más bien goce del decir. No es heterogéneo al que se encuentra en el
chiste, porque cuando juega con la literalidad, produce un efecto
de sentido en el no-sentido. Su goce emerge del punto en el qué el
sentido surge de lo literal, pero va mucho más allá de todas las
intenciones del sujeto porque produce un cortocircuito. Poesía y
salidas ingeniosas tienen en común el hecho de que utilizan un sabet-
hacer de la letra, capaz de conmover el inconsciente.
Joyce da un paso más con F innegans Wake. Logra udlizar
“lalengua”, lugar del saber inconsciente, sin poner este a vibrar. Por
eso, Lacan dice de él que está “desabonado del inconsciente”. Su
trabajo, liberado del yugo del sentido, lleva la marca de algo similar a
una elación, próximo a lo que la psiquiatría señala en la manía, y ese
trabajo pertenece a la órbita de la ciencia. Fascina, porque testimonia
un goce opaco que tiene más afinidad con el goce del matemático
cuando saca sentido de los signos, que con el goce ligado a las ficciones
de la novela clásica. Quizás firmaba de ese modo el fin del síntoma
literario. Observemos, sin embargo, que si se volvió maestro en el
arte de lo ininteligible, no se encerró en él; y esto constituye otro de
sus éxitos: haber llegado a imponer a sus comentadores, para siglos, la
carga del sentido que su escritura forcluye.
Pero, ¿por qué puede el síntoma de Joyce interesar al analista?
Y más precisamente ¿al saber-hacer de éste? Le interesa porque marca
el límite de la acción psicoanalítica. El síntoma de Joyce es un síntoma
inanalizable, envuelto en su goce opaco, cerrado a los efectos del
sentido, 'digamos fuera de transferencia. Ahora bien, el psicoanálisis
es precisamente una práctica que no va sin el sentido, sin un sujeto
sensible a sus promesas, que se deja seducir y cautivar por el sentido,
y que espera a éste como efecto de la articulación significante. Ese
límite que Joyce encarna y que explica sin duda que no haya sido
analizado, se le aparece a Lacan como el modelo de lo que se necesita
al final de un análisis: la extracción fuera de la pega del sentido. Joyce
se fue directo a lo mejor de lo que uno puede esperar del fin, según lo
cree Lacan. Porque hay un problema en el análisis, que consiste en
poner fin a una relación de transferencia que se utilizó y que constituye
ella misma un nuevo síntoma. Se trata, al final, dg que el analizante se
libere de la “jou i-sen s” (gozado-sentido) del sentido gozado del in­
consciente. En eso, Joyce es un ejemplo. Por lo menos es lo que Lacan
supo enseñarnos con Joyce. En cuanto a nosotros, tenemos la
oportunidad de verificar que cada cual aprende en la medí ia de su
propio saber, y que el saber de Lacan no es aún el nuestro.
ROUSSEAU, EL SÍM BO LO

“Jim es un personaje genial [...] Posee un ex


traordinario coraje moral —tan inmenso que
pude esperar que lleg aría un d ía a ser ei
Rousseau de Irlanda. Sin embargo, a Rousseau
se le podía acusar de querer desviar subrepti­
ciamente la ira de los lectores que no lo apro­
baban, por medio de sus confesiones. A Jim,
en ningún caso, se le puede inculpar de esto.
Su gran pasión, al contrario, es un violento
desprecio de lo que llam a la “chusmización” —
un odio salvaje, insaciable.”
Stanislaus J OYCE, Journal

“Joyce, el síntoma” dice Lacan en 1975. Es una tesis sobre


Joyce, y que implica otra tesis sobre el síntoma. La convierto en una
pregunta que hago a aquél que Lacan llamaba en 1932 un “paranoico
de genio”, es decir Jean-Jacques Rousseau.
En su tesis sobre la paranoia de auto-castigo, Lacan en efecto
apelaba a Rousseau, en un paralelo con su paciente Aimée, para
introducir la cuestión de las afinidades entre la psicosis y la creación
artística, más específicamente literaria. Hólderlin: Nerval, Van Gogh,
Rousseau, Joyce y tantos otros nombres figuran aquí para decir que
la psicosis no es un simple déficit o desorden. En cuanto a Michel
Foucault que concluía su H istoire d e la folie h l ’áge classique3 con la
tesis según la cual obra y locura se excluyen, descarta el problema
sin resolverlo.

3 Historia de la locura en la época clásica.


Por su parte, a la idea de que la psicosis es simple carencia,
Lacan, de entrada, opone la idea inversa de la psicosis eventualmente
generadora de lo que es fuera de lo común, de lo que engendra o
supone cualidades excepcionales que produjeron tanto la
personalidad como la obra de Jean-Jacques Rousseau. Pero era
necesario explicar la disparidad efectiva de los hechos psicológicos y
concebir cómo lo que se impone a menudo en los fenómenos de
anomalía o de deficiencia puede también poner de manifiesto efectos
de creación. Ahí es la función causal de la forclusión del Nombre-
del-padre, la que, una vez reconocida como base de la psicosis,
permite ordenar y unificar sus diversas manifestaciones.
En efecto, se puede concebir que el defecto de lo simbólico
que descubre la forclusión se traduzca, por un lado, en los efectos
desorganizadores que se designan con el término de “pérdida de la
realid ad ”, pero que por otro lado sirva para desencadenar
producciones inéditas. Estas no van siempre hasta el sumo grado
del arte, pero todas son la huella del hecho de que la forclusión
libera un e fe c t o que se puede muy bien designar como “empuje-
hacia-la-creación”. Lacan reconoce en Joyce el sujeto que llevó ese
efecto hasta su límite extremo, hasta la función del síntoma que
consiste en saltar de lo simbólico a lo real. Joyce artesano de sí mismo,
de su nombre como de su salüd, hace de sí mismo, con Finnegans
Wake, el dueño de la letra, digamos el demiurgo, de un lenguaje sin
Otro, de un arte enteramente neológico que brilla por un goce ajeno
y fuera de sentido. Sin duda, Rousseau ilustra otra vía, él que fue
causa de tanta pasión.

J o y ce y R ousseau

¿Existe algo más distinto que Joyce y Rousseau? Todo parece


oponerlos. Primero la emergencia del inconsciente freudiano, que
hace que si Joyce escribe sin el psicoanálisis, él no escribe sin Freud.
Es cierto, Joyce mismo presta una experiencia de “comprensión
instantánea” a su héroe Stephen, al que nombra “filósofo perverso”,
valga decir Jean-Jacques Rousseau. Según él, el mismo encuentro,
en otra oportunidad, le permite el “contacto con el espíritu de Ib-
sen” en una “simultaneidad de proyección”4. ¿Debemos ver ahí el
indicio del reconocimiento de una oscura afinidad? Y sin embargo
¡qué contraste!
El uno clama la verdad y quiere decir todo, hasta la
transparencia. El otro muestra los equívocos de la lengua con sus
misterios, y lleva aquellos hasta lo ininteligible. Juega con el
hermetismo que desconcierta, cuando el apóstol de la verdad,
condenado a la explicación repetida que debe perseguir el
malentendido, cautiva a sus lectores en un diálogo forzado. Para el
uno, las lentejuelas del enigma, para el otro el espejismo de la confesión
y de la evidencia: lo que se traduce para el lector en efectos bien
distintos: Joyce, cuando no cansa, fascina. Rousseau, cuando no aburre,
encanta. Cuestión de gustos.
Podríamos oponer tanto sus personas, y en particular lo que
fue el punto de partida de mi pregunta, la paliza erotizada de Jean-
Jacques y la golpiza indiferente del pequeño James. La primera, dice
Rousseau, “recibida a los ocho años de la mano de una muchacha de
treinta, decidió mis gustos, mis deseos, mis pasiones, por el resto de
mi vida.”5 La segunda desaparece sin emoción apenas terminados los
golpes, puesto que Stephen, dice Joyce, “había experimentado que
cierto poder lo liberaba de esta ira provocada de repente, tan fácilmente
como una fruta se despoja de su piel tierna y m adura,”6 K.s
precisamente en esta falta de desquite que Lacan vio el signo de un
“abandonar el propio cuerpo”, muy sospechoso de psicosis. De todas
maneras, lo cierto es que lo imaginario no juega el mismo papel en
los dos casos. A la falta del ego joyeiano que supone Lacan, se opone
en Rousseau una sensibilidad quisquillosa y siempre al acecho, en
una palabra este “hundimiento en lo imaginario” que es propio de la
paranoia.

4James Joyce, Stephen le héros, Oeuvres 1, editor Gallímard, bibliothéque de lt Pléiade, París, 1982» p. 354,
5Jean-Jacques Rousseau, Les confessions, obras completan, Gallímard, Bibliochique de la Pléiade, París, 1959,
tomo 1, p. 15.
6 Portrait de Vartiste en jeu n e homme, tomo 1, p. 6 1 1,
De ahí una pregunta analógica. Si el arte de Joyce constituye
un remedio para el desfallecimiento de su ego, ¿qué suplirá el arte de
Rousseau?

Una in spiración estru ctu ra da com o una réplica

Ya de entrada, por su aspecto, la palabra de Rousseau se opone


a la letra de Joyce, puesto que la escritura está evidentemente
sometida a la dialéctica de la relación con el Otro. En resumen, la
obra, tejido de interlocución, tuvo entre sus contemporáneos,
inmensos efectos de resonancia y un ascendiente sin precedentes
sobre el espíritu de la época. Ella conmueve, apasiona y, forzando el
consentimiento del lector, obliga a éste a la réplica, sea de adhesión
o de contestación. Así cada obra atrae su séquito de emulaciones
entusiastas o de polémicas indignadas. A pesar de que Rousseau
escribe: “El partido que tomé de escribir y esconderme, era el que
me convenía”, ese partido no es el del autismo y del silencio sino el
de la palabra escrita. Una palabra que se vuelve crítica y reformadora,
seductora y edificante, portadora del testimonio o de la confesión,
según si se quiere política, social, novelesca, pedagógica o
autobiográfica.
Con el famoso D iscours sur les Sciences et lesArts7 que lo lleva
de manera tan estruendosa a la fama, Rousseau entra en la carrera
de las letras de una manera ejemplar; evidentemente, aquí la
inspiración está estructurada como una réplica, Rousseau responde
al Otro. Y ¡qué Otro! —“una de las compañías más eruditas de
Europa” la “célebre” Academia de las Ciencias y Bellas Artes de Di-
jon, que pone a consideración en el premio de moral del año 1750,
nada menos que la siguiente pregunta: la de saber “si la restauración
de lás Cieñcias y Bellas Artes ha contribuido a la depuración de las
costumbres.” Que el Otro del saber le ponga precio a la verdad, y
además a la verdad ética, eso enardece la elocuencia de Rousseau,

7 Discuíso sobre las Ciencias v las Artes.


hasta el punto de arrancarlo de golpe de la “feliz oscuridad” para
volverlo el hombre más célebre de Europa. Por lo demás, él mismo
presentó siempre su vocación como llegada desde afuera.
Hizo varias descripciones de su primera inspiración, en las
Confesiones, en el segundo Discurso, en el tercer Paseo, pero, y sobre­
todo, en las Cartas a M alesherbes :
“Yo iba a visitar a Diderot, en ese entonces prisionero en Vin
cennes [...] Me topo con la propuesta de la Academia de Dijon [ |
Pasó algo que no puede ser nada otro que una inspiración repentina,
un movimiento que se hizo en mí al leer; de repente siento mi espíritu
deslumbrado por mil luces; un mar de ideas vivas surgen todas juntas
con una fuerza y una confusión que me precipitan en un desconcierto
inexpresable; sentí mi cabeza presa de un aturdimiento parecido a la
embriaguez. Una violenta palpitación me oprime, me infla el pecho;
al caminar no puedo respirar y me dejo caer debajo de un árbol en la
avenida, y me quedo media hora en una agitación de tales proporciones
que cuando me levanto, veo toda la parte delantera de mi chaqueta
mojada con mis lágrimas sin haber sentido que lloraba [...] Todo lo
que he podido recordar de esta multitud de grandes verdades que en
un cuarto de hora me iluminaron bajo ese árbol, ha sido muy
débilmente esparcido en los tres principales de mis escritos, a saber:
este primer discurso, el otro sobre la desigualdad y el tratado sobre
educación, tres obras inseparables que forman juntas un todo en sí”8.
Este escrito se revela como inspirado, y la inspiración se muestra
cautiva de la interlocución. Más todavía, el despliegue de la estructura
una tripartita el eje de la relación con el Otro personificado en la
Academia se cruza con el eje de la relación imaginaria con el semejante,
que Diderot, el amigo, representa.

Aparte de las Fantasías d el Paseador Solitario, toda la obra de


Rousseau está escrita para un Otro. La forma misma de la mayoría de
sus obras señala esta marca: los títulos y su sucesión indican claramente

8 Carcas a Malesherbes, opus cité, como 1>p>. 1135.


que la dimensión de esta dirección prevalece; estos son discursos y su
suplemento, cartas, luego confesiones, diálogos. De entrada se capta
el contraste con el puro relato joyciano. Desde Stephen el héroe hasta
Finnegans, el ivork in progress de Joyce, le conduce, del testimonio de
la autobiografía literaria al hermetismo de los juegos con la letra. Es
ciertamente difícil saber hasta qué punto ese juego fue calculado, pero
seguramente indica la autarquía de un goce que espera tan poquito
del Otro que se plantea el porqué de su publicación.
Aquí tenemos la famosa “suficiencia” con la cual Rousseau
siempre soñó y que nunca logró. Él escribe con tanto talento para el
Otro que cuanto más escribe, más se hace apremiante y torturadora
la cuestión de saber si la carta llegó a su destino. El destinatario labró
su desgracia; lo identificó mucho tiempo con su destino mismo y
tiene varios nombres: el siglo, los contemporáneos, la posteridad, hasta
Dios mismo; en fin, son múltiples los nombres de un Otro único.
Rousseau cree en la existencia de ese Otro, de todas las esperanzas y
de todas las amenazas que sustenta con su gran obra locuaz.

Im a gin a r la fic c ió n q u e co n vien e

Pero Rousseau, el mensajero, artesano de la escritura oratoria,


se volvió también maestro en el arte de tender trampas a la creencia.
Como persona, fue sometido al imaginario, pero como escritor, se
volvió maestro y también teórico de aquel imaginario.
Fue cautivo del imaginario, no hay duda. De ello testimonian
no solamente el delirio de interpretación que muestra en su edad
madura, sino también la pizca de mitomanía de sus años de juventud
(por ejemplo su inclinación a hacerse pasar por otro), cuando se dejaba
cautivar por identificaciones inmediatas, tanto lábiles como súbitas;
era siempre propenso al ensueño y a las fabulaciones que permiten,
dice él, “dedicarse a los seres quiméricos”. En este aspecto, los textos
son múltiples y concordantes.
Rousseau fue un asiduo de la imaginación, pero un asiduo
metódico, y además se hizo teórico de su experiencia. Dice:“peligrosa
imaginación” que expropia e irrealiza, puesto que “el mundo
imaginario es infinito” y “el objeto que parecía primero al alcance de
la mano huye antes de que uno lo pueda perseguir”9. Como vemos,
la imaginación lleva aquí el nombre de la falta que engendra el
significante y sobre la cual se sostiene la metonimia del objeto. Pero
añade: “bienaventurada imaginación”, puesto que ella es la que
acomoda el complemento que requiere esta falta. Ella pone a
disposición del sujeto “un objeto de perfección real o quimérico”Iü,
mejor dicho, ella adorna el objeto con sus encantos ideales. Aquí está
pues, susceptible de tener un uso positivo, que Rousseau con su
propensión al método controlado intenta definir.
Es lo que hace en cuanto a Emilio, cuando se trata, para su
mentor, de protegerlo de los peligros del sexo:
“Cuando le describa la amante que pienso destinarle, imagine
usted cuánto sabré hacerme escuchar de él; sabré volverle agradables
y queridas las cualidades que debe amar [...] Ahora bien, procurándole
el objeto imaginario, soy el dueño de las comparaciones e impido
fácilmente la ilusión de los objetos reales”11.
Confrontado con la imposible tarea de educar, enfrentado al
problema de todos los poderes, a saber: la dominación del fantasma,
Rousseau enuncia la solución ideal: inventar la ficción que conviene.
Aquí, la imaginación ya no es el nombre de los efectos de negativización
y de idealización del lenguaje, sino el nombre de sus recursos de mando
o de orientación.
Encontramos varias ficciones ideales de este tipo en la obra de
Rousseau. Se reparten de manera bastante simple. Primero, tenemos
la figuras de antes del desorden. Son el buen salvaje y Emilio, el hom­
bre de los orígenes míticos y el hijo de la naturaleza. Luego, habiendo
ocurrido la maldad de lo social, encontramos por mal que venga, a las
figuras de la virtud, Julie y Saint-Preux, Emilio adulto y su mentor.
Por el momento, dejo por fuera de serie al buen Jean-Jacques. Es
cierto: estos productos de su imaginación “visionaria” —es el término
que aplica a Emilio —están fuera de uso para nosotros; quiero decir
9 Émile, op. cit., Paris 1969> t. IV, p. 304.
!0 íbiA. p. 743.
n Ibtd. p. 656.
fuera de uso de goce. Julie nos parece más bien como una princesa de
Cléves fastidiosamente habladora, y el mentor como un Sócrates
pervertido adoctrinando a un inocente. Pero hubo un tiempo en que
sus retratos fueron capaces de cautivar la libido hasta producir el
entusiasmo. Con estas figuras, Rousseau se volvió un verdadero ídolo,
de ello testimonia su correspondencia. Tomemos, por ejemplo, después
de la aparición de la “Nueva Eloísa”, esta estupenda supreficción que
fue el intercambio epistolar entre Marie-Anne de la Tour, fingiendo
ser una Julie, y dirigiéndose a un Rousseau-Saint-Preux que no dudó
en entrar en el juego, y esto durante más de diez años...
A este Rousseau-la-ficción, totalmente opuesto a Joyc^-el-
síntoma, como son opuestas la palabra rousseau-ista y la letra joyciana,
le pregunto cómo son inventadas sus criaturas.

El m ito freu d ia n o in vertid o

Miremos a su buen salvaje, miremos a Emilio, y veremos que


en Rousseau inventar no es juguetear y que la ficción procede de la
lógica.
En sus orígenes, el mito rousseau-ista invierte trazo por trazo
el del padre primitivo que construye Freud en su Tótem y Tabú. Para
éste, el hecho inicial del cual hay que rendir cuentas, porque así lo
atesta la experiencia, es la existencia de una ley reguladora del goce.
Para Rousseau, la evidencia p iim aria, subjetiva y social, es
completamente opuesta. Se enuncia categóricamente: “Los hombres son
malos; una triste y continua experiencia nos exime comprobarlo [...]”12
Importa poco aquí cómo esa maldad se declina en las formas
particulares del trastorno social y doméstico. La convicción primera
es la del mal. Ahora bien, el mito sitúa en el origen lo negativo de los
datos inmediatos de la experiencia. De resultas, Freud situará allí,
lógicamente, el goce del ancestro primitivo, goce no reglamentado,

12Discours sur ¿origine et lesforulements de l’inégalité, (Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad),
op.cit.,Tomo III, Paris 1964, nota IX, p.202.
sin límite y sin repartición, y Rousseau, igualmente lógico, localizará
ahí la dulzura de una naturaleza que las necesidades ponen en
movimiento, pero que no conoce el artificio ni lo nocivo de las pasiones
humanas. Para el primero, el tiempo habrá generado, al menos
parcialmente, la pacificación de la horda salvaje y el pacto que vuelve
viable el lazo social. Para el otro, al contrario, la perversión de los
impulsos naturales confronta a cada uno en una guerra consigo mismo
y con el otro y hace del hombre civilizado una fiera “que terminará
degollando todo hasta que sea dueño del universo”.
Al contrario, “ El hombre salvaje, cuando ha comido, está en paz con
toda la Naturaleza y es amigo de todos sus semejantes. ¿Algunas veces,
trata de disputar su comida? Nunca recurre a los golpes sin antes
haber comparado la dificultad de vencer con la de encontrar en otra
parte su sustento; y ya que el orgullo no interviene en el combate, el
salvaje termina con algunos puños: el vencedor come, el vencido va a
buscar fortuna y todo queda en paz”13.
Dicho de otra manera, aún, “sus deseos no van más allá de sus
necesidades físicas”, y “como su imaginación no le describe nada [...]
su alma que nada excita se dedica al simple sentimiento de su existencia
actual”14. Vemos claramente aquí cómo se genera la imagen mítica.
Rousseau procede por medio de la sustracción. El encuentra al hombre
civil, con su falta, sus pasiones que se nutren de tal falta y sus placeres
artificiales. Le quita todos estos avatares del goce y obtiene al buen
salvaje - por cierto, menos perorador que el padre orangután de Freud
- o Emilio, el hijo de la naturaleza, su doblete y a quien se aplican
como en eco las mismas expresiones.

L a forclu sión m etód ica

Este procedimiento es el que llamo forclusión metódica, por


analogía con la duda metódica de Descartes. “La intención de rechazo”

13 Ibid., p. 203
H Ibid., p. 143-144
sirve ahí de instrumento del pensamiento. Encuentro su paradigma
en la relación con la muerte. Sobre Emilio, como sobre el hombre
primitivo, Rousseau no duda en decir:
“Ya que la cercanía de la muerte no es la muerte, apenas la
sentirá como tal; para decirlo de otro modo, no morirá: estará vivo o
muerto; nada más”15.
Ese es el milagro que realiza la sustracción de la imaginación
anticipadora. ¿Quiere decir esto que sólo sustrayendo el significante
de la muerte, sin el cual no se puede imaginar a ésta, se la arroja no
fuera de lo real, cierto, pero sí de la subjetividad?
Bajo este punto de vista, el Emilio es un texto único. Su
ambición consiste en traer al mundo un hombre según la naturaleza,
y Rousseau despliega allí una amplia y sistemática intervención sobre
los medios a utilizar para introducir en la acción educadora aquella
forclusión metódica. Entonces construye una ficción que despliega
con todo detalle la intención forclusiva. A eso sirve primero la
educación “negativa” que consiste, dice Rousseau, en “impedir que se
haga cualquier cosa”16.
La primera parte del texto, consagrada al período de la infancia,
precede la revelación del sexo y avanza paso a paso, metódicamente,
en la cuestión de saber lo que hay que sustraer de su mundo para que
Emilio conozca solamente las necesidades de la naturaleza.
Rousseau juega con los tres términos, deseo, demanda,
necesidad. Es notable el hecho de que Rousseau plantea que para
reducir las aspiraciones a la necesidad verdadera, haya que sustraer la
demanda y que para contener la del niño, primero se necesita suprimir,
al menos aparentemente, la demanda del maestro. Es el famoso
“gobernar sin preceptos”.
“No acceda nunca a sus deseos por el motivo de que se lo pida,
sino porque lo necesita[...] Apenas pueda pedir lo que desea por medio

15Émile, op. cit. , p. 378


16 IbúL, p. 251.
del habla, y si recurre al llanto para obtenerlo más rápidamente o
vencer una negativa, aquella demanda debe ser irrevocablmienu
negada. Si la necesidad lo hace hablar, usted debe hacerle caso y cjj utai
lo que pide”17. Pero también - "No dé a su alumno ningún tipo tic
lección verbal [...] No le pida nunca nada. No le deje incluso imagina!
que usted pretende tener una autoridad sobre él. "No debe percibí!
que el mundo físico" y solo "la experiencia y la impotencia deben
tener para él el lugar de la ley".
Lo vemos: se trata de concebir una coacción que excluiría los
problemas de legitimidad, una regulación tan indiscutible que estaría
al abrigo de los cuestionamientos de la rebelión, y no dejaría sitio a
los riesgos de un consentimiento subjetivo. Entonces, para Emilio,
existirá lo posible y lo imposible, lo agradable y lo penoso, pero no
conocerá el “capricho de los hombres” y creerá enfrentar sólo el silencio
del mundo físico. En consecuencia, será dócil, puesto que pertenece
a la naturaleza del hombre soportar pacientemente la necesidad de las
cosas, más no la mala voluntad ajena.”18 “Suprimiendo la demanda,
el mentor habrá logrado borrar la “dit-mension”19 del deseo del Otro.
A partir de allí, lo prohibido será forcluido y suplido por la
imposibilidad y la necesidad de las cosas.
Pero, ¿cómo lograrlo cuando aquel que habla ya salió de la
naturaleza? Rousseau está lejos de ignorarlo. Por eso, muy lógico,
concluye que sería necesario que Emilio no hablara. El mentor se
hará censor del vocabulario y apologista del silencio:
“El peor mal, en la precipitación con la cual se enseña a los
niños a hablar, no consiste en que los primeros discursos que se les
dirige y las primeras palabras que pronuncian no tengan sentido para
ellos, sino en que tengan otro sentido que el que le damos sin que
sepamos percibir esa diferencia. [...] Por lo común, es a tales equívocos
que se debe la sorpresa en que nos precipitan a veces sus palabras [...]

17 Ibid., p. 362.
18 Ibid}p. 312.
19 Nota del traductor: Palabra formada por dit (dicho) y dimensión (dimensión).
aquel descuido en el uso de la palabra influye sobre su mentalidad
para todo el resto de su vida [...] Entonces limiten lo más que sea
posible el vocabulario del niño”20.
Una vez pronunciadas, estas palabras son imposibles de dominar,
su polisemia engendra el equívoco indomable: de ahí la confusión de
Rousseau cuando se trate de las revelaciones del sexo. Manifiesta que
fracasó, a pesar de sus esfuerzos, en la construcción de un discurso de
iniciación ejemplar. Pretende que la lengua francesa, atiborrada de
“expresiones deshonestas”, no soporta la “ingenuidad de las primeras
instrucciones sobre ciertos temas”; en efecto, esas expresiones, “para
evitarlas, hay que pensar en ellas [...] El lector se escandaliza y se alarma
con todo, ya que para descubrir sentidos obscenos es siempre más hábil
que el autor en descartarlos”21.
Si se sigue la misma línea, y con toda lógica, se le debería negar a
Emilio tener semejantes. Rousseau no tiembla ante esta conclusión. Como
postulado, escogió a un mentor que esté a la altura de su tarea - no hablo
de sus cualidades, dice, supongo que las tiene —y un niño huérfano.
Emilio estará pues sustraído a cualquier otro lazo social, enteramente
ligado al mentor. Se le negará hasta retirarse en la intimidad. “No lo deje
ni de día ni de noche; al menos, duerma en su alcoba”¿2. dice el mentor
que cree así poder evitar los peligros del sexo, pero también la primitiva
simbolización de la ausencia que vuelve presente el deseo del Otro.
¿No será este un pensamiento loco y lleno de paradoja para un
escritor, lo de soñar solamente en vaciar el intervalo significante de sus
sobre-entendidos? Pero creo que si hay exceso aquí, es metódico y
exploratorio. Admiremos más bien el rigor de una gestión que descubre
que para sustraer lo prohibido, en el sentido de la limitación, se deberían
también evitar los “inter-dits” (entre-dichos)23 de la palabra, en los cuales,
precisamente, se insinúan los temas del sexo.

20/ W , p. 2 9 8 .
21 Ibúi. , p. 6 4 9 .
22 IbúL, p. 6 6 3 .
23 Nota del traductor: Colette Soler utiliza el término de “inter-dits” (entre-dichos) pero fonéticamente, esce
neologismo equivale a ia palabra “interdits” (prohibiciones).
Rousseau, el símbolo ?I

Así, la ficción pedagógica construye metódicamente lina nueva


criatura. Por sustracción de los diversos efectos de lenguaje, intenta
alcanzar un real que no habría sufrido de lo simbólico, nvemar un
humano que no sería un sujeto. Sin demanda, estaría sin deseo; sin
palabra, estaría en una pura presencia, y luego sin objeio, más
precisamente sin objeto sexual, puesto que esa es la mayor forclusión
en esta construcción: allí, el sexo no está representado.
Y ésta no es más que la mitad de la quimera. Lo habíamos
adivinado: se trata, a pesar de todo, de fe rmar un hombre que hable
y que sea sociable. Esto no va sin la revelación de los “peligrosos
misterios”. Emilio ignoraba la diferencia entre los sexos así como
ignoraba la ley: deberá aprender al mismo tiempo que hay mujeres y
que el trato con ellas no es libre, puesto que “el orden y la regla”
deben regir “la pasiones nacientes”.
En la siguiente etapa, Rousseau se empeña en la difícil y
apasionante tarea de asegurar una operación inversa a la de la forclusión
metódica, una suerte de retorno controlado de lo forcluido.

S edu cir la volu n ta d

Con el Otro sexo, el Otro del discurso hasta entonces disimulado,


ingresa en el escenario. A partir de entonces, el problema crucial viene
a ser el del sometimiento a la autoridad. Se trata de obtener que Emilio
grite :“Quiero obedecer a sus leyes, lo quiero siempre”24. Entonces el
mentor podrá decir: “Nunca fue más sometido, puesto que tiene la
voluntad de serlo”25. Si Emilio, cuando niño, por medio de la forclusión
metódica, conoció la libertad del ser no alienado al Otro, como
adolescente debe alzarse hacia la libertad de la alienación aceptada.
Primero fue dirigido a pesar suyo, sin el saber y sin normas. En adelante
son las directivas de la palabra las que deben orientarlo y para eso se
necesita su consentimiento. Entonces el problema pedagógico viene a
ser el siguiente: ¿cómo lograr seducir la voluntad misma?
24 IbuL, p. 651.
25 Ibid., p. 661 .
Rousseau se enfrenta aquí con el problema de los fundamentos
subjetivos del orden y se interroga sobre las condiciones del sometimiento
interior a la autoridad. De nuevo, quiere eliminar el capricho del Otro,
pero esta vez con medios diferentes a los del silencio y la disimulación.
Rousseau aísla dos motores del consentimiento, el uno pertenece a la
clase de las razones, el otro a la del sentimiento: son la legitimidad y el
amor. El mentor cuenta tanto con las evidencias del corazón como con
las luces del pensamiento, puesto que, dice, se necesita “envolver la
razón en unas formas que la hagan querer ”26. Por un lado, el mentor
intentará seducir. Para eso, apoyándose en la transitivismo del
sentimiento, mostrará lo que primero había escondido, a saber, su prop o
amor y su propia abnegación. Pero por otra parte, deberá justificar los
preceptos últimamente introducidos. Me parece que para eso sirve la
famosa “Profesión de f e d el Vicario de Saboya”.27
Lejos de ser un cuerpo agregado en el sistema pedagógico,
esta profesión de fé responde a la evidente necesidad de fundamentar
la palabra del mentor en el momento en que debe introducir las
normas restrictivas de la educación. En el dúo entre maestro y
alumno, entre las exigencias del deseo sexual del uno y los imperativos
del Otro que recurre a la virtud, se necesita un tercero. Será la voz
de la Naturaleza, de la cual el mentor es sólo el ejecutante. Como
enlace, la verdad escrita en el fondo de los corazones “en caracteres
indelebles ”28 es el garante de la exigencia pedagógica. Cumple la
función de Otro del Otro. Garantiza al mentor que no está fuera-
de-la-ley y lo absuelve de toda sospecha de arbitrariedad. El teórico
de la alienación, él mismo tan rebelde ante las coacciones y los lazos,
tan propenso siempre a confundir influencia y avasallamiento,
obligación y abuso, se esfuerza aquí en concebir una autoridad que
no equivaldría a tiranía y que, en consecuencia, podría seducir el
consentimiento del sujeto. No pone en duda alguna el hecho de
que éste se subordine a la legitimidad - cuando no al amor - de

2 6 651 .
27 Nota del traductor: “Profesión de fe de! vicario de Saboya”.
28 Ibíd., p. 594.
modo que el mentor debe ser lavado de toda sospecha de impostura
si quiere ser el verdadero padre de Emilio.
Porque el Emilio, de hecho, es un intento - fracasado de
acceso a la paternidad. Al menos, es lo que intenté establecer en
1976, en mi tesis “Rousseauy la P edagogía”. Rousseau busca la pista
de un discurso que se auto-fundamentara. La exigencia de eso
discurso inalcanzable obliga a recurrir a la forclusión - esta vez la
que opera para el sujeto Rousseau —, puesto que la llamada a la
legitimidad se hace tanto más apremiante cuanto más se impuso el
rechazo de excepción paterna.
Rousseau no se lanzó impunemente en esta tarea imposible.
En la realidad, la pagó con el precio de las persecuciones inauditas
de las que fue víctima. Pero los efectos subjetivos no fueron menores,
si uno piensa que la publicación del Emilio fue la causa de su primer
episodio delirante caracterizado. No por casualidad y en contra de
todo realismo, era por parte de los jesuitas que esperaba la
falsificación de su profesión de fe y el ultraje a su memoria: de los
jesuitas, “los más civilizados de entre los intérpretes exclusivos de
las escrituras. No solamente porque de los dos intérpretes y de los
dos textos - el de las escrituras y el de la naturaleza —haya uno de
sobra. En efecto, la naturaleza de la cual se autoriza el mentor tendría
una voz bien débil si Rousseau no le prestara la suya. Su buen vicario
maneja el vocabulario de la fe y dice “amén” a su creador, pero su
decir es apofántico. No es el discurso de un creyente, sino el de un
maestro de la fe. Quizá sea el caso en toda profesión de fe. Es menos
intérprete que autor del texto, menos profeta que oráculo, en una
palabra: menos feligrés que fundador de la religión.
Ciertamente, Rousseau no padeció de locura mesiánica,
pero la estructura está ahí, en un decir que intenta remediar la
inconsistencia del Otro y procede al relevo de la impostura del
padre.
¿Cuál es entonces su propia versión del orden subjetivo? Tiene
nombre: la virtud; un objetivo: regular la insaciabilidad del sexo y
de la voluntad de poder; de los medios: el miedo y la idealización,
ambos específicamente adecuados para “reprender los sentidos por
medio de la imaginación”.
Anti-Sade, el mentor hace vibrar la cuerda del pavor ante las
desgracias del vicio. Quisiera incluso, llevar a Emilio al hospital de
sifilíticos, para su edificación. Pero al mismo tiempo canta la virtud
idealizada de la mujer. Para crear al hijo de la naturaleza, Rousseau
recurrió a la sustracción del sexo. Para crear al hombre social, el discurso
tiene que dominarlo. Pero si falta el modelo paterno, ¿qué queda para
suplirlo sino los ideales del Otro: abstinencia, fidelidad, etc. cuya
exaltación así como la exigencia de legitimidad crecen en la misma
proporción que la falta de ley inconsciente? Esta suerte de virtud
paradójica situada dentro los límites de la sencilla razón que Rousseau
intenta definir, vuelve a veces a recobrar los recursos del amor cortés
que se abstiene de la cosa poniéndole obstáculos.
Es curioso: cuando la mujer entra en escena, Rousseau no es
ningún novato y el artesano del discurso de la naturaleza vuelve
aparentemente al atolladero de la tradición para exaltar la abstinencia
y la monogamia. Entonces recupera los acentos de una retórica
predicadora que juega con la intimidación y los modelos ideales. Estos
van de a dos, unen los sexos—Julie y Saint-Preux, Emilio y Sofía —,las
generaciones —Emilio y el preceptor —, y asintóticamente, Dios y las
criaturas. Entre estos dos parejos, cada uno devuelve al otro la imagen
amable que garantiza su excelencia; reconocemos sin esfuerzo la pareja
del ideal del yo y del yo ideal. Se les aplican a todos las mismas
expresiones como si fuera un leitmotiv: son “corazones cariñosos y
tiernos”, “almas sin amargura”, “trasparentes como el cristal”, animadas
tanto por “la ternura del amor” como por “la indignación de la virtud”.
Además, constatamos que esta serie lexical invierte de manera
maniquea y término por término, los atributos que se aplicarán a los
perseguidores de Jean-Jacques, a los “Noirs messieurs”, (los jesuítas)
amigos de las tinieblas. Con estas parejas de ensueño, caritas anticuadas
de novelas rosa que Rousseau erotizó hasta el entusiasmo, no hay
ninguna duda de que se trate de exorcizar la cosa.
Pero estas figuras no son figuras de la sola represión, ni
mucho menos. Con ellas, Rousseau logra una operación sobre el
pHe, no solamente da forma a éste —y forma implica límite - sino
que también lo convierte en un goce del ideal. Sabemos que para
Rousseau mismo, todas estas caritas angélicales no eran flores de
Hítórica, sino que, convocadas en el escenario de su fantasma
masoquista, sostenían su goce masturbatorio. Sabemos tambi én
que gracias a su arte, supo contagiar sus placeres y que sus ficciones
no solamente han seducido, sino que han orientado la sensibilidad
y los gustos de su tiempo. Sin embargu, esta operación de
regulación y conversión no tiene resultado total: cuando el ideal
sólo cubre la forclusión, cuando no se instaura sobre la represión
de un deseo, lo que excluye tiene que volver en lo real. Y es notorio,
pues el texto de Rousseau revela estos indicios. Rousseau escribe
Los Solitarios, inmediatamente después del E m ilio, en 1762, según
parece, justo antes de su crisis persecutoria. Presenta una
problemática contundente: si se supone que la virtud tomó el relevo
de la candidez infantil en el corazón de Emilio, queda de todos
modos a merced del otro y Rousseau lo somete a la prueba crucial
de la infidelidad de la mujer y a la voluntad de poder del hombre.
Emilio, salva entonces su felicidad y su virtud por medio de una
sustitución del ideal. Los ideales de la pareja —sexual y social -
han fracasado en la operación de encubrir o convertir el goce del
Otro: entonces Emilio prefiere la auto-suficiencia.
Cuando los ideales han demostrado su impotencia para
regular los lazos sociales, Emilio descubre los recursos del repliegue
lib''tmal sobre su propio cuerpo. Rousseau, como pedagogo, quiso
dar a luz al hombre —¡habló tan a menudo de Emulo como de un
hijo suyo! - y no habría logrado otra cosa que la de crear a un
solitario y no a un hombre social. El hecho de que la educación
ideal desemboque en tal fracaso —no el de Emilio, sino el de su
inserción en el discurso - indica bastante bien el fracaso de la
suplencia que se busca en ese texto. El hijo de sus obras termina
como él, solitario, perseguido por el destino, pero feliz y libre. Así
se anticipa en diez años a la problemática y las fórmulas de las
Reflexiones1^.
Ese rasgo es un indicio de lo que el visionario no ve hasta
cuando deduce las consecuencias posibles del rechazo primordial
siguiendo la línea fuera de tiempo de la estructura. Y si dije Rousseau-
la-ficción, hay que añadir que es la lógica de los efectos de la forclusión
la que gobierna aquí su imaginario.

La cu estión d el ser

A fin de cuentas, esta hipótesis aclara el lazo particularmente


íntimo entre la persona de Rousseau y su obra, lazo tan estrecho que
puede dar la impresión de que ésta no es nada más que un inmenso
book o fh im self La figura de Jean-Jacques, enredada en sus altercados
con sus semejantes, se perfila siempre detrás de la cara del Rousseau
filósofo, literato o pedagogo. El mismo no se equivoca cuando anota:
“ Muchos he conocido, que filosofaban mucho más doctamente que
yo, pero su filosofía les era, por decirlo así, extranjera30”.
Para él, en efecto, el campo de la verdad no se parcela. Su
biografía atestigua ampliamente el embrollo entre sus posiciones
subjetivas y sus producciones artísticas. En ellas vemos su pensamiento
surgir de la emoción y su obra recoger lo que se deposita en sus sucesivas
conversiones subjetivas. Sus dos grandes “revoluciones”, en ese sentido,
no son más que los episodios extremos de un proceso constante.
La primera revolución, lo sabemos bien, surge de la inspiración
de Vincennes. Da allí sale el primer Discurso sobre las ciencias y las
artes, así como el personaje del ciudadano.

N Les Revertes d'un promeneur solitaire (Las reflexiones de un paseante solitario).


30 Les reverles d'un promeneur solitaire, op.cit., t.I, p. 1012.
‘Al instante vi otro universo y me volví otro hombre [...] no fir ;ía
nada, me volví tal como aparentaba.31”
Luego, con su Segundo Discurso aparece la gran “reforma per
sonal” que modifica sin retorno el curso de la vida. El ciudadano que,
en su primera infancia, en el tiempo de las primeras lecturas, puso un
día la “mano sobre un fogón”, a la manera de uno de sus héroes
romanos y que fué durante unos cuatro años “embriagado de virtud’’,
“orgulloso”, “audaz”, “intrépido”, se aleja de los artificios de la ciudad,
“decidido a pasar en la independencia y la pobreza el poco de tiempo
que le queda por vivir”32. Desafiando las costumbres y el sentido
común, - lo que se dice en su lengua “romper los hierros de la opinión”
- Rousseau vende su reloj, se despoja de su hábito, renuncia a los
recursos que se le ofrecen y sale de la ciudad. Se vuelve paseante,
todavía no solitario del todo y poniéndose a soñar con el amor y con
una educación ideal, entrega a su siglo, La Nueva Eloísa y El Emilio.
Esas verdades sucesivas, Rousseau las transforma en emociones,
a veces hasta en éxtasis, las presenta como actos demostrativos y
espectaculares, exagera hasta convencerse que “viva persuasión” sin la
cual, él testimonia no poder escribir. ¿Qué está en juego en esas
invenciones sino el ser mismo? Cuando Rousseau sondea su desgracia,
reconoce en ella la naturaleza desfigurada; cuando moldea al hombre
salvaje y al niño a su imagen; o cuando canta sus “dulces goces” y cree
ver ahí la especie humana en su frescor, ¿será que se cree ser el Hombre?
Sin duda, pero si los mismos términos surgen en su mente para
designar al ancestro prehistórico, a Emilio y a sí mismo, ¿no será
porque la cuestión filosófica es estructurada como el problema íntimo,
alrededor del mismo hueco donde falta el significante?
Más que ningún otro, Rousseau supo decir ese defecto
interno, el “vacío inexplicable” de su corazón y su doble aspiración
a un “suplemento” que le haría olvidar la hiancia insaciable y a una
respuesta que le quitaría su opacidad. Dice: “ busqué todo el tiempo,

" Confessions, op. cit., 1.1, p. 416.


%t Ibid., p. 362.
con más interés y esmero que ningún otro hombre, conocer la
naturaleza y la destinación de mi ser.” Su pregunta es sencilla, es la
que abre Lasfantasías-, “Pero yo, apartado de ellos y de todos, ¿qué soy
yo mismo? ”33. ¿De dónde espera la respuesta, aquél que rechaza toda
huella del Otro?
Desde luego, estuvo lejos de ser insensible a la seducción de
los modelos, pero se niega a reconocerse en la efervescencia de sus
súbitas identificaciones y se extraña de esos “cortos momentos de [su]
vida cuando se volvía otro y dejaba de ser [él] mismo”. Sin embargo,
rechaza el mensaje del Otro. Cuando dice: “Amaría la sociedad como
lo hacen otros si no estuviera seguro de que allí me haría ver no sólo
en mi desventaja sino muy diferente de lo que soy” 34, ¿no es si no ese
mensaje el que rechaza? Ese “muy diferente de lo que soy” ¿no implica
la certidumbre fuera de transferencia? Y ¿quién sabe lo que el hombre
y Rousseau mismo son, a parte de Jean-Jacques interrogando el fondo
de su corazón?
“¿De dónde pueden haber sacado su modelo el pintor y el apologista
de la naturaleza hoy tan desfigurada y tan calumniada, sino de su
propio corazón? La describieron como la sintieron ellos mismos ”35.
Y cuando exclama: “¡Conciencia! ¡Conciencia, instinto
vino!”, lo divino no pesa mucho frente a lo que postula ese grito, a
saber: la relación inmediata de la criatura con la verdad. La jerarquía
no miente: reconoce la disidencia de una enunciación fundadora.

El am o d e la verd a d

Es que Rousseau no recibe su mensaje del Otro. Para aquél


que abrió su Segundo D iscurso 36 con el trueno de esta sentencia:
“El hombre nació libre y en todas partes está encarcelado”, para

33 Ver nota 31. Op. cit., 1.1, p. 995


54 Confissions, op. cit., t.I, p.l 16.
35 IbuLy p. 936 .
36 Segundo discurso : Ver nota 12.
aquél que le avisó solemnemente a Teresa que nunca se casaría con
día y que confiesa que todavía tiembla cuando piensa que ella podría
ser la madre de sus hijos, para aquél que está convencido de que es
diferente de lo que otros ven, la palabras paradigmáticas del mensaje
inverso, “ Tú eres m i amo, Tú eres m i m u jer” son palabras imposibles.
Esta imposibilidad misma funda su inmensa meditación sobre el lazo
social, sea a nivel del colectivo, de la pareja o de las generaciones.
A propósito, es sorprendente constatar que al final de El Emilio,
obra que debe hacer del mentor un verdadero padre —es decir, un
padre que se podría aceptar - éste consiente en obtener del alumno
este grito :“¡Oh! mi maestro!”. Ya que se niega a aceptar el Otro,
Rousseau debe eregirse en suplemento,para tomar un término tan
querido por él.
Desde luego, Rousseau dialoga, habla al Otro, como ya lo dije.
Pero no piensa con el Otro y cuando este último lo inspira, no es
porque lo impulsa la aceptación, sino al contrario, porque lo impulsa
el rechazo. Podríamos, sin forzar las cosas, esbozar un Rousseau aislado
en su siglo, hasta excluido de las Luces. Eso se ve desde el Prim er
Discurso. Se alza para “atreverse a reprobar las ciencias” y “alabar la
ignorancia” y “el desprecio por el estudio”. Aquí la verdad se vuelve
ofensiva y la inspiración vindicativa. No nos importa hoy si Diderot
dice la verdad cuando pretende que fue él quien le sugirió ese
atrevimiento, porque lo que siguió muestra muy bien que en Rousseau,
la contradicción es mucho más que un simple apoyo retórico del
pensamiento. Cuando denuncia, estigmatiza, alecciona; cuando
pretextando decir la verdad, dice sus cuatro verdades al mundo; o
cuando hace vibrar con su pastoral musical, romanesca o educadora,
en todo caso la intencionalidad pulsional está presente. La genialidad
de Rousseau, con su trabajo de escritor —ese trabajo que dice ser tan
laborioso una vez que ha pasado el soplo de la inspiración —consiste
precisamente en haber llevado el négativismo hacia la innovación con­
ceptual o poética que lo trasciende. El Otro, que para Jean-Jacques
va de 1os prejuicios de la sociedad hasta las escrituras santas,
pasando por la voz de los filósofos, es poco sujeto supuesto saber,
a tal punto que Rousseau debe volverse legislador, pedagogo,
predicador, novelista, en fin, analista de sí mismo.

Un Otro n ocivo

En la hiancia del Otro que no sabe, Rousseau ubicó su obra,


pero también sus postulados paranoicos. Él no cree en el saber de
ese Otro, pero cree en su voluntad... mala. De eso no se puede dudar
si se considera, en este orden, sus sufrimientos, sus malos encuentros
y sus sueños.
Rousseau está enferm o de su prójim o. D escribe
detenidamente el malestar, la tensión, el fastidio que resiente en
sociedad; su torpeza, sus lentitudes, su inhibición, su sentimiento
de ser el “juguete” de los que lo rodean y siempre a merced de la
más mínima mirada.
Con claridad, sufre de la intersubjetividad. Más exactamente,
sufre por ser visto desde un lugar que se le escapa. Ese hombre tiene
miedo, dicen Los Diálogos. Miedo en todo caso del juicio. Pero su
desconfianza supone sin duda una primordial repulsión, porque él
también es juez. Las Cartas a M asleberbes, inspiradoras ya de la
voluntad de confesión, manifiestan:
“Durante mucho tiempo, me engañé a mí mismo en cuanto
a la causa de este invencible asco que yo siempre sufrí en las relaciones
con los hombres. Lo atribuía a la tristeza que sentía por no tener el
espíritu suficientemente vivo como para mostrar en la conversación
el poco de agudeza que tengo, y, en consecuencia, no poder ocupar
en el mundo el sitio que creía merecer [...] Pero después de haber
escrito algunos garabatos [...] me vi buscado por todo el mundo
[...] y sin embargo, sentí el mismo asco, más aumentado que
disminuido, entonces concluí que la causa era otra”37.

37 Fragmento autobiographiqua, (fragmentos autobiográficos), op. cit., t. 1, p.l 132.


Entre este asco y la persecución, hay un trecho, sin chula
Ibdavía no se trata de la obsesión de los últimos años;i ni de la
inminencia de ver surgir súbitamente el kakon del Otro, como cn
instante cuando se rompe el velo de los fenómenos y le aparece
t'l gozo maligno en los ojos negros del amigo Hume; o como en
ii(|uellos otros momentos cuando, al cruzar Paris para volver ni
inmpo, no puede evitar la herida de una mirada mal intencionada
t|ue envenena su paseo. Pero, entre el asco y la persecución, hay un
eje que los une, puesto que ambos dan testimonio de una alteración
patente del lazo social; su unión introduce para nosotros la cuestión
de su fundamento libidinal. ¿Será que Rousseau odia a su prójimo
como se ama a sí mismo, él que dice: “Me quiero demasiado a mí
mismo como para poder odiar a cualquiera”38?
Los malos encuentros provienen siempre de alguien otro.
Esencialmente, son dos: la injusticia y el sexo. La primera, la más
decisiva, inolvidable, es la acusación injustificada que relata al
principio de las Confesiones.
Rousseau dejará acusar en su lugar a una sirvienta, pero esa
falta pesará poco frente al recuerdo fatídico de la peineta de la señorita
Lambercier. Varios decenios más tarde, el envejecido Rousseau escribe
las Confesiones y no puede evocar el evento sin pasión:
“Escribiendo esto, siento mi pulso acelerarse todavía; aquellos
momentos serán para siempre presentes en mí, viviera yo cien mil
años. Esta primera experiencia de la violencia y de la injusticia quedó
grabada en mi alma de manera tan profunda, que todas las ideas
que se relacionan con ella me devuelven mi primera emoción”39.
Se ve, lo que es "indestructible" aquí, no es el deseo reprimido
que Freud descubre en la raíz de la neurosis, sinó en la memoria de la
nosividad del otro.

n Rheries, op. cit., 1.1, p. 1056.


H Confañohs, op. cit., 1.1, p. 20.
El mal propiamente sexual también viene de afuera, es en un
comienzo el descubrimiento de la homoxesualidad. Joven adolescente,
Rousseau está en Italia para ser instruido allí por los católicos. En su
ingenuidad, él no vé nada en los acercamientos que le hacen, hasta
encontrar en su cama a un hombre en un estado que no dejaba dudas.
Descubrimiento inaudito que lo hacen denunciar el horror y la impureza,
produciendo un gran malestar en los buenos padres que le exigen no
hacer tanto ruido.
Mucho más ensordina, es otra efracción la que se presenta cuando
Mme de Warens, con mil precauciones oratorias y una semana de plazo,
le ofrece... su propia persona.
Rousseau jura que esta idea no se le “presentó sinó una sola vez en
su espirim” él se convence largamente que únicamente la devoción dicta
la conducta de Mme Warens y testimonia de su temor: “Yo no se cómo
describir el estado en que yo me encontraba pleno de un cierto horror
mezclado de impaciencia [...] ¿Cómo pude ver aproximarse la hora con
más pena que placer, cómo en lugar de las delicias que debían embriagarme
sentía casi repugnancia y temores?” No se debe dudar que si yo hubiera
podido escapar a mi bienestar de una manera elegante, yo lo hubiera
hecho con todo mi corazón.
Estos episodios tan diferentes se juntan, sin embargo, puesto que
todos evocan o hacen presente el goce del Otro. ¡Qué contraste cuando
Rousseau confiesa o sus propias faltas o sus “sentidos pervertidos” ! Frente
al horror indestructible que le inspira el Otro, no se encuentran en ningún
momento los tormentos de la vergüenza o de la culpabilidad. Trátese del
relato de sus primeras emociones masoquistas con Mademoiselle
Lambercier, de sus primeros amores con Mademoiselle Wotton, de sus
exhibiciones, o aun de la mentira que hace condenar a una sirvienta en su
lugar, o peor, del abandono de sus propios hijos, entonces la manera de
ver se vuelve comprensiva y el análisis, tan admirable de precisión, de
perspicacia, en una palabra, de encanto, se torna indulgente.
Para Rousseau, el kakon de la cosa aparece siempre del lado
del prójimo.
R etorno en lo rea l

¿Es posible interpretar esas emergencias de persecución? Lo


intentó Rene Laforgue en un estudio aparecido en 1927 en la revista
Revue frangaise de la psychanalyse 40, estudio retomado en 1944 en el
capítulo IX de su Psychopathologie de l ’é ch ec 41. Para él, la culpabilidad
y la necesidad de castigo, en una palabra la posición masoquista, son
la clave de la persecución de Rousseau. Algo hay de verosímil ya que
Jean-Jacques le costó la vida a su madre, ese primordial “tu o yo” de la
existencia, que se une a la palabra de su padre cuando éste dice, al
menos así lo cree: “Devuélvamela, déme consuelo por ella”: Así, le
parece ser como la causa traumática de una inextinguible culpabilidad,
de una conciencia original de la culpa de existir y que todas las
acusaciones que sufre o imagina no harían más que repercutir en mil
voces, que debe expiar en el dolor y la persecución. En esta perspectiva,
sería necesario pensar en la persecución como el retorno de una
represión, la de un primer juicio íntimo, de una B ehajung de la culpa
que le diría que es culpable de su vida y de su ser.
Esta hipótesis tropieza con una objeción. ¿Cómo hacer de la
falta en sentido oculto de la obra y clave de la vid? ie Rousseau,
cuando ella está en todas partes a flor de texto y de propósitos, explícita,
invasora y rasgo decisivo, enteramente localizada del lado del Otro?
Por cierto, Rousseau ha sido en efecto, “en su erección de lo viviente”,
causa de la muerte de su madre y por consiguiente del drama paterno:
eso parece haberlo predispuesto más bien a rechazar esta causa, quizá
demasiado objetiva como para ser fácilmente subjetivable.
Cuando clama solemnemente a la cara del mundo que en con­
tra de toda apariencia es inocente, cuando reta a cualquiera a declararse
mejor que él, cuando acusándose a sí mismo se absuelve, no son ni el
tono ni la forma de la denegación: que ella, Confesaría al negar. Son

40 Revista francesa del psicoanálisis.


Psico-patologfa del fracaso.
afirmaciones categóricas, fuera de la dialéctica. Para él, de manera
más general, hay un sí y un no, el todo o la nada, lo verdadero y lo
falso, el inocente y el culpable, que no pueden serpentear como la
línea de los Pirineos. Las nociones de “aunque”, “quizá”, “por una
parte”, “sí-y-no” le son insoportables, como le son insoportables
todas las formas del medio-decir de la verdad. Así le vemos - de
manera más bien trágico-cómica —ordenar a Saint-Lambert que
declare si son amigos o no, reivindicar ser todo para el otro, y si
no, concluir que no es nada, exigir que uno sea enteramente suyo
y que también se lo deje a él ser todo para sí mismo, en fin,
pretender que dice todo hasta la famosa “transparencia”. No acepta
una verdad mermada, entonces tiene que suponer que esa verdad
está escrita en el fondo de los corazones, a manera de un sello
imborrable, sustraído a la división significante.
Pero un corazón “transparente como el cristal” es un corazón
maniqueo sin ninguna represión, que vuelve absoluto el carácter
binario del significante, separa sin dialéctica el bien del mal y
expulsa este último en las afueras de la alteridad. Desde luego, es
evidente que esta partición de los contrarios, generadora de grandes
polaridades conceptuales, ha contribuido a la fuerza de su
pensamiento así como a la fuerza de su estilo, pero no tiene relación
con la denegación. No hay entonces represión de la culpabilidad,
sino un postulado, el de la inocencia de principio qüe —como
para Schreber —pone el justo derecho de su lado.
Pero hay más. No sólo es inocente, sino que le echa la culpa
al orden y a la norma de los vicios del otro. Sus inclinaciones y sus
ascos más particulares —su amor a la naturaleza y sus reparos en
contra de la sociedad —los eleva al único valor que tiene precio
para él: la conformidad a la naturaleza. De inocente, pasa a ser
acusador de los supuestos vicios del prójimo.
Ocurre, sin embargo, que los hechos de su conducta
contradigan el postulado. Esta situación permite demostrar el
carácter trans-experimental de éste. Abandona a sus hijos y los
■•turega a la asistencia pública, sin darles un nombre, ni siquiera
tina marca de reconocimiento, menos para el primero de ellos. En
un primer tiempo, eso no lo inquieta: lo dice, hasta lo confiesa sin
picocupación a su buen amigo Diderot. Pero cuando se vuelve
polemista de la virtud, mensajero de la educación ideal, ¿cómo se
las apaña para arreglar las cosas que no se componen tan fácilmente,
de pronto se lo harán saber?
Su actuar, que evoluciona con el curso del tiempo y de los
textos, es graciosísimo. Primero, sin duda, ha sido demasiado
despreocupado, cierto, pero con muy buenas razones, puesto que
la mera idea de no poder sustraer a los niños de la influencia de
Thérése y su familia lo estremece todavía. Claro es que escogió lo
peor, pero a pesar de todo: ¡fue un acto “de ciudadano y de pa­
dre”! Segundo: - y aquí la falta se hace más pesada —tuvo la culpa,
una culpa tan irreparable que detiene las gestiones comenzadas
por Madame de Luxembourg que intenta volver a encontrar a los
niños —pero esta culpa fue sólo un error de pensamiento, no una
falta de su buen corazón. Tercero, para terminar ¿no es eso indigno
que alguien se atreva todavía a reprochárselo, después de la
confesión que hizo?
La dimensión de la falta es inmensa en Rousseau, compa­
rable al inconsciente a cielo abierto que Freud percibe en Schreber.
La culpabilidad, lejos de ser reprimida, es forcluida: retorna en lo
real en forma de acusación delirante y a menudo indecible.
Tenemos que invertir la tesis de Laforgüe. No es porque se siente
inconscientemente culpable que lo acusan; lo acusan porque
postula que es inocente. No es culpable, pero siendo hablante,
está desconectado de una verdad de la cual lo disocia la forclusión.
Ante la falta de represión que situaría el hilo asociativo en lo
simbólico, la falta le retorna en lo real. La cosa sustraída de su
corazón la localiza entonces en el otro, lo que lo indigna y lo
aterroriza. Los hombres son malos: tal es en anverso de su
postulado.
Sin embargo, no se puede negar que Rousseau efectivamente
fue perseguido. No solamente fueron condenadas sus obras, sino
también su persona fue vilipendiada, hostigada, lapidada y hasta fue
quemada su efigie. De este modo, la realidad devuelve al “mejor de
los hombres” su imagen invertida, diabólica. Así se abre el discurso
pronunciado en la facultad de teología cuando la condena del Emilio.
“¿Habría entonces llegado esa última edad predicha por el autor
inspirado del Apocalipsis, cuando se levantarán hombres impíos, o
mejor, dicho monstruos que construirán trampas para la fe? [...] porque
he ahí, que aparece con audacia, la nueva producción de un autor
infortunado, así considerado por el bando de nuestros enemigos, esos
hombres bárbaros [...] que piensan sólo en saquear [...] para saciar su
maldad y satisfacer la inclinación natural que tienen de hacer daño.”
Sin embargo, esos retornos de la realidad, estructurados por la
simetría imaginaria, no deben ser confundidos con las respuestas de
lo real que recubren, o mejor dicho, ocultan. Eso se puede constatar
de manera paradigmática a propósito del Emilio precisamente. Cuando
tarda un poco la impresión del libro y Rousseau no entiende el porqué
de esa tardanza, entonces toma consistencia la amenaza, la conspiración
de los jesuitas aparece como segura, y Rousseau delira. Pero cuando
por fin aparece el libro y se hace inminente la condena, cuando el
Duque y la Duquesa de Luxembourg, así como todos sus amigos le
urgen pensar en su seguridad, entonces he aquí a Rousseau con una
despreocupación y una alegría bien extrañas.
En efecto, cuando se pronuncia la condena, Rousseau debe
huir precipitadamente en la noche, pero impávido y alegre a la vez se
entrega a una bucólica inspiración. En el carro que lo lleva escribe El
Levita de Efrain, cuyo tema es atroz, por cierto, pero en el cual el
autor tiene la satisfacción de hacer reinar colores de una gran frescura,
imágenes cándidas, dulzura de hábitos, en fin, un mundo de lo más
enternecedor! Por cierto, con el correr del tiempo, a medida que se
m u l t i p l i c a n las adversidades, ese tono de franco júbilo desaparece,
para ser remplazado por un desapego próximo a la indiferencia, muy
alejado de la postración. Cuando está en el apogeo del delirio, eso se
observa en los D iálogos, Rousseau, apenas alejado de sus enemigos,
los olvida: lo confirman sus cartas como sus ocupaciones. Pero lo que
no olvida son las verdaderas respuestas de lo real, cuyas persecuciones
lo hacen sufrir... apaciguándolo.
Esas persecuciones de lo real aparecen precisamente cuando calla
la realidad, cuando se rompe el tejido de las significaciones que la
constituyen. Si el semejante, en vez de abrir un alma fraternal, emprende
la lucha, entonces Rousseau vuelve en sí. ¿Pero si el semejante se abstiene
y calla, entonces surge la incertidumbre, se levanta la sombra del Otro.
Para Jean-Jacques, una buena persecución vale siempre más
que una mala sospecha. No le da importancia al mal que se le dice o
que se le hace; para él, el horror viene de la opacidad, de lo no-dicho,
de los sobrentendidos. Cuando denuncia de manera tan sufrida el
hiato entre el ser y el parecer, si detesta tanto la reserva y la discreción,
cuando persigue las ambigüedades, es porque su obsesión la constituye
el “misterio”. Lo dice y lo demuestra.
Por ejemplo, cuando termina la lectura de las Confesiones, la
asamblea, sin duda estupefacta, cae en el silencio y Rousseau se siente
perdido. Cuando calla el Otro, Rousseau interpreta y en la vacuola
enigmática, coloca el mal que el postulado de inocencia ha sacado de
su subjetividad. El Otro silencioso es otro malo que lo condena. Su
manía de la confesión se aclara desde ahí. A veces, el neurótico habla
para prevenir la interpretación. En cuanto a él, Rousseau confiesa
para prevenir la condena.
La confesión se impone proporcionalmente a la falta en saber,
porque a cada instante, la falta de mérito amenaza instalarse en el lugar
de la falta en saber. Lo más grave y Rousseau insiste, consistiría en no
decirlo todo. El vacío de su corazón, la opacidad de su ser serán tapados,
al menos, por la trama continua de sus recuerdos y de sus confesiones.
“En este proyecto que yo emprendí de mostrarme totalmente
al público, es necesario que nada de mí le quede oscuro o escondido
[...], que no me pierda de vista un solo instante por temor de que, si
llegara a encontrar en mi relato la mínima laguna, el menor vacío, se
preguntara por lo que hice durante ese tiempo y me acusara de no
haber querido decirlo todo”42.
La confesión auto-impuesta conjura y llena el lugar vacío de la
cosa. Por lo demás, apareció un vacío enigm ático en su
correspondencia, vacío al que se negó creer en un principio, pero que
era “muy real” y que Rousseau atribuyó primero a un robo y fjie a
propósito de ese vacío que se cristalizó para él la convicción definitiva
de la conspiración universal.
Su carta del 23 de septiembre de 1770 es muy precisa: evocando
a un prisionero, el vacío aparecido en las huellas de sí mismo que son
sus cartas, se encuentra de repente conectado por el delirio a un “ex­
ecrable atentado”. Y no un atentado ordinario: un regicidio. De ahí
se impone la convicción de la conspiración. Hojeando una colección
transcrita de sus cartas, Rousseau dice:
“Por casualidad me encontré con la laguna de la que hablé y que
me había parecido difícil de comprender. ¿Qué pasó conmigo cuando
observé que esa laguna correspondía precisamente al tiempo en que el
prisionero que acababa de pasar me había recordado y que yo nunca
habría recordado sin esa casualidad? Ese descubrimiento me
descompuso, ahí encontré la clave de todos los misterios que me
rodeaban. Entendí que ese robo de cartas estaba ciertamente ligado al
tiempo en que habían sido escritas y que, a pesar de la inocencia que las
caracterizaba, no era en vano que se habían adueñado de ellas. Concluí
que desde hacía seis años, mi pérdida había sido acordada [...]43”
Las ficciones de Rousseau están ligadas a la forclusión. Sus
criaturas - las de la naturaleza y las de la novela social —son engendradas

42 El Levita de Efraín.
43 Diálogos
por forclusión metódica: pero encuentran su lugar igualmente en el
vacío de la “ Verwerfung inaugural”. En ese mismo lugar se localiza el
registro de su ser: que son las Confesiones.
El analista de sí mismo es aquí frente a sí mismo su propia
ficción. Para nuestro placer. Pero para su desgracia, ya que esa ficción
fracasa y no logra contener la amenaza persecutoria. Sin embargo,
Rousseau tiene aún otro recurso: el del autismo culto.

La a u to su ficien cia

Bastarse a sí mismo fue uno de los grandes sueños de Rousseau.


Aspira a eso en la misma medida en que aspira inmensamente al amor.
El gran tema del “natural amante y tierno” cruza toda la obra biográfica
y gran parte de la correspondencia. No todo es alegato en su insistencia:
se trata de su experiencia misma.
“Me repito, eso se sabe; es necesario. La primera de mis
necesidades, la más grande, la más fuerte, la más inextinguible, estaba
toda entera en mi corazón: era la necesidad de una sociedad íntima,
pero lo más íntima posible: sobre todo era por eso que necesitaba de
una mujer más que de un hombre, de una amiga más que de un
amigo. Esta singular necesidad era tal que ni la estrecha unión de los
cuerpos la podía saciar: yo habría necesitado de dos almas en el mismo
cuerpo; sin eso, sentía en permanencia algo vacío”44.
En efecto, conocemos sus sucesivos entusiasmos, sus amistades
apasionadas, que siempre terminan en drama o en derrota: 1729, M.
Bale; 1730, Ven ture de Villeneuve; 1744, Manuel-Ignatio de Altuna;
luego Diderot, Grimm, George Keith, el duque de Luxembourg,
Hume ... extraña serie en la que el charlatán se junta con los talentos
y los grandes de ese siglo. En cuanto a las mujeres, la lista es más
corta, esboza toda una paleta de figuras, son Mme de Warens, el amor
materno, Mlle d’Houdetot, el verdadero amor imposible, Mme de

44 Confession, op. cit., t. I, p. 59.


Larnage, meteoro del deseo, Mme d’Epinay, la amiga protectora, Mme
de Luxembourg, la gran dama tutelaria y para terminar, Thérése... el
fiel animal doméstico, el único que cruza el tiempo.
Tantas amistades, tantos amores, tantos fracasos. Entonces,
Rousseau se empeña en atacar esas hemorragias del ser, fuera de los
límites del organismo que son los lazos sociales. Ya, para Emilio, para
que el alumno pueda gozar incondicionalmente y sin relaciones, para
que pueda volverse independiente de la mala suerte, la ficción había
utilizado todos los procedimientos de la desunión, en beneficio de i^n
acá y de un ahora sin horizonte, de un ser - ahí en la sola presencia.
Ahora bien: para Rousseau, será una ficción experimentada.
Como testimonio, tenemos el célebre texto de la Quinta fa n ­
tasía"‘Pero si existe un estado en el cual el alma encuentra un equilibrio
lo suficientemente firme como para descansar del todo, sin tener
necesidad de recordar el pasado ni franquear el porvenir; un estado
en el que el tiempo no sea nada para el alma, en el que el presente
dura siempre sin marcar su duración ni tener ningún rasgo de sucesión,
sin ningún otro sentimiento de privación ni de goce, ni de placer ni
de pena, ni de deseo ni de miedo, cón el sólo sentimiento de nuestra
existencia y que ese único sentimiento pueda llenar nuestra existencia
entera; mientras dure ese estado, aquél que lo conoce se puede
considerar como feliz [...], de una felicidad suficiente, perfecta y plena,
que no deja en el alma ningún vacío que necesitaría llenar. Tal es el
estado en el que me encontré a menudo en la isla de St-Pierre en mis
sueños solitarios”45.
Cuando habla de virtudes ideales, Rousseau en realidad no
trae nada nuevo, a lo sumo les da el brillo de su fantasma. Pero con el
paseante solitario, sin proyecto y sin esfuerzo, entregado al ocio y a
una voluptuosa ausencia por medio de la cual se comunica con el
gran todo de la naturaleza, inventa una nueva figura de la felicidad.
Cierto, tiene una consistencia a la medida de la amenaza persecutora

45 Corrcspondance complete, edición crítica de R. A. Leigh, England 1981, t. 38, p. 141.


y Rousseau a veces vuelve a encontrar a su propósito los acentos y la
técnica de la ataraxia estoica. Sin embargo, difiere mucho, puesto que
no dice: Que se haga Tu voluntad, sino Tu voluntad es nula. No
acepta ni se agota en la resistencia, se encierra en una goce autárquico.
En ese mismo sentido, la segunda fantasía aísla un instante “sin­
gular”. Rousseau, que ha sido atropellado por accidente, vuelve en sí:
“La noche se acercaba. Vi el cielo, algunas estrellas y un poco
de verdor. Esta primera sensación fue un momento delicioso. Yo me
sentía todavía solo en ella. En ese instante yo nacía a la vida; me
parecía que con mi ligera existencia llenaba todos los objetos que
percibía. Hundido en el momento presente, no me acordaba de nada;
no tenía otra noción distinta que la de mi individuo, ni la menor idea
de lo que acababa de pasarme, no sabía ni quién era, ni dónde estaba
[...] Veía correr m i sangre com o hubiera visto correr un arroyo, sin pensar
que esta sangre me pertenecía de alguna manera. Sentía en mi ser una
calma encantadora [...] necesité todo el trayecto hacia el bulevar para
acordarm e de m i morada y de m i nom bre”46.
Esa desaparición de coordenadas imaginarias y simbólicas, esa
subjetivización, accidental en este caso, fue seguida luego, según
Rousseau, con el anuncio de su muerte en un periódico: eso es
precisamente lo que cultiva el paseante solitario en el casco de su barca
de la isla Saint-Pierre. En este espacio no trágico del entre-dos-muertes
es donde se encuentra para Rousseau la respuesta última a la pregunta
por el ser y es una respuesta de separación del Otro. Cuando evoca “el
sentimiento de la existencia, despojado de todo otro afecto”, dice:
“¿De qué goza uno en tal situación? De nada externo a uno
mismo, de nada sino de uno mismo y de su propia existencia; mientras
dura este sentimiento, uno se basta a sí mismo como Dios”47, él
experimenta lo que Lacan enuncia en 1979: que el tener, el tener del
cuerpo, prima sobre el ser.

46 Confessions, op. cit., 1.1, p. 414.


4,7 (Quinto paseo)
Así, planteada, ya lo dije, desde la apertura de la Primera fa n ta ­
sía con un tono muy schreberiano de evocación del fin del mundo, la
cuestión del ser encuentra en la Quinta fantasía la respuesta del tener.
¿Es pura casualidad si se plantea desde el campo atrincherado de la isla
donde se “desterró” Rousseau después de la lapidación de Motiers? Poco
más tarde, cuando alucina la malignidad de Hume, Rousseau oirá un
“Te tengo cogido, Jean-Jacques Rousseau”; no su alma, cierto, ni
tampoco su memoria; sino su cuerpo. No podemos más que subrayar
que entonces, en la naturaleza, cuyos colores cambian para él según el
tema, eso ya lo sabemos, Rousseau ve sólo musas, pero se dedica a esa
suerte de anatomía que es la botánica, cuyo mérito esencial, dice él,
consiste en ocuparlo, impidiéndole o pensar o caer en el letargo.

L etrifiicación

No hay modo mejor de decir que la libido, liberada de la


cadena de las relaciones llamadas de objeto, devuelve el sujeto a una
satisfacción encerrada sobre sí misma. Aquí hay, sobre seguro, mucho
más de lo que la teoría freudiana introdujo bajo los términos de
fijación narcisista. Cierto, Rousseau sabía, sin Freud, que el amor
propio es la pasión primordial, eso lo dice de Jean-Jacques: “él se
ama y lo odian”48. Sin embargo, las prácticas de su soledad apuntan
a otra cosa. Desestiman explícitamente no solo la división subjetiva,
sino también la unidad imaginaria del yo y dejan de lado lo que la
lengua llama precisamente los placeres solitarios.
Evidentemente Rousseau fue un gran masturbador, pero aquí
es un Diógenes sin el órgano, quien, metódicamente, se separa del
campo del Otro. ¿Será la forclusión la que por falta de castración le
da acceso a un goce específico? Sin duda. En su barca, Rousseau se
identifica, no a “su ser como viviente”, o por lo menos a la sola
conciencia de su existencia, sino al ser-ahí del cuerpo animado de
sensaciones. Lo que emerge, en esos momentos, es la virtud

Deuxüme dialogue (segundo dialógo), op. cit., I , p. 860.


separadora de un goce de la existencia, fuera de lo simbólico y que
no sería ni la “goce sentido”49 del entre —dos —símbolos ni el goce
del uno fálico.
Así, las Reflexiones de un paseante solitario se aíslan en la obra
de Rousseau. Confesioness, Diálogos, eran títulos sugestivos del lazo
social. Reflexiones retiene del pensamiento sólo su aspecto de placer.
Parece que Rousseau nunca pensó realmente en publicar estas
Reflexiones. Pero espera de la letra que fije su ser de vida.
Desde el fondo de su certidumbre delirante, mientras acaba
de decir : “Todo lo que me es externo me es a partir de ahora
extraño... Ya no tengo en este mundo ni prójimo, ni semejante, ni
hermanos”, precisa:
“Hago la misma tentativa que Montaigne pero con una meta
totalmente contraria a la suya, puesto que él escribía sus Ensayos sólo
para los otros y yo escribo mis reflexiones sólo para mí [...] su lectura
me recordará la dulzura que siento escribiéndolas y [...] duplicará,
por así decirlo, mi existencia.”
El goce de la letra queda subordinado al del ser. Por cierto, en
sus últimos escritos, Rousseau es más poeta que pensador. Olvida la
argumentación, deja a veces el conocimiento paranoico en beneficio
de la letra poética, pero eso no quiere decir que se asemeja a Joyce.
Joyce, haciéndose representar para los siglos por su Finnegans Wake,
no se identifica a su ser de viviente; más bien con su ser de muerte, o
por lo menos a lo que se debería llamar su ser de letra, del cual se hace
un nombre sintomático.
Rousseau el autor, puede solamente dejar que su nombre sea
obra de su escritura, pero su letra queda embadurnada de imaginario.
Constituye menos un goce de la letra que letrificación de un goce
otro, entre imaginario y real, aquél que él llama de la pura existencia.

Nota de la traductora: esta palabra nueva suena en francés como ía “jouissance (el goce) pero para formarla,
U autora emplea dos palabras cuyo sentido en español sería: “gozo —sentido .
Pero, fuera de algunos momentos privilegiados que fija el verbo,
este Rousseau la existencia resulta menos realizado que llamado como
un querer, como una defensa frente a la posición de perseguido.
Rousseau fracasó ahí donde Joyce tuvo éxito. No elevó su
dominio de la lengua a la función de síntoma. Su arte es un arte de lo
simbólico y doblemente, porque procede por medio de lo simbólico,
y porque interroga lo simbólico. En el primer aspecto, juega con la
palabra y con los recursos de la ficción, utiliza el “goce-sentido”50
hasta producir efectos sobre la rectificación del gusto. En el segundo
aspecto, explora los efectos de lo simbólico, pero cuestionando lo
simbólico por medio de lo simbólico reproduce el rechazo forclusivo
sin adueñarse de los retornos en lo real y lejos de precaverse del
desencadenamiento, conduce a él. Eso es lo que ilustra El Emilio,
cuando pregunta: ¿Q ué es un padre? Aquí, la letra no se liberó de lo
simbólico, que por sí mismo pertenece a lo imaginario. He aquí un
último rasgo sintomático en el hecho de que Rousseau, habiendo
adquirido un nombre, reivindica inmediatamente la prelación para el
significante de su particularidad en el deseo del Otro, o sea su nom­
bre Jean-Jacques, del que hace el símbolo de su ego. Entonces, era
justo decir: Rousseau, el símbolo51.

50 (Ibid).
Este texto retoma un artículo de 1988, publicado en la revista Omicar?, n° 48.
II
D O S VO CACIO N ES, D O S ESCRITURAS 1

Escogí situarme en una comparación entre Joyce y Rousseau.


Este acercamiento se justifica por el hecho de que ambos, aunque
deparados por los siglos, nos plantean el mismo problema: el de com­
prender la compatibilidad, incluso las afinidades, entre la estructura
psicótica y la creación. He construido un Rousseau anti-Joyce y un
Joyce anti Rousseau. Al principio, fue el contraste entre sus dos pali ■
zas el que me sugirió ese acercamiento y siguiendo esta primera opo­
sición, me apareció una serie de otros acercamientos, que no voy a
¿itar aquí pero que me llevaron a la siguiente pregunta: ¿no será per­
tinente oponer a Joyce-el-síntoma un Rousseau-el-imaginario? Eso
iBría muy coherente con la definición que da Lacan, en 1975, de la
^dranoia como “enviscamiento imaginario”.
Tres puntos claves: el arranque de las dos vocaciones, la oposi-
blón entre los dos tipos de escritura y su función subjetivamente dife-
Híhcial.

Dos voca cion es

Yo sabía, desde hacía tiempo, cómo le había llegado la escritu-


iá a Rousseau, porque él mismo le dio su nombre: la “revelación de
Vincennes”. Más recientemente, descubrí el momento correspondiente
fen Joyce —al menos fiándome en su Stephen el héroe, ya que tengo
Algunas razones para hacerlo.

1febrero de 1988
Rousseau se volvió escritor en un movimiento de
interlocución, para contestar a un otro. El contexto es muy inte­
resante. Diderot está encarcelado en la Bastille. Rousseau —el -
tierno le hace la visita, caminando, naturalmente. Lleva bajo el
brazo el M ercure de France para leer si tiene necesidad de descan­
sar. Es en ese entonces cuando encuentra la famosa propuesta de
la Academia de las Ciencias y las Letras de Dijon. Ahí anuncian
que el premio de moral, para el año 1750, “será otorgado a aquél
que haya resuelto de la mejor manera el siguiente problema: si el
restablecimiento de las Ciencias y de las Artes ha contribuido a
depurar las conductas.”
La coyuntura objetiva es muy sencilla. Sobre el eje de lo
imaginario, los dos amigos, Jean-Jacques y Diderot la víctima. Entre
los dos, el gran Otro de la ley que ha encarcelado a Diderot.
Rousseau no lo dice en ese entonces pero sabemos por otra parte
que está muy emocionado, incluso agitado, por el golpe que hiere
a Diderot, su a lter ego. Ese Otro de la ley, implícitamente presen­
te, se desdobla repentinamente en Otro del saber, el cual se dirige
a los científicos para interrogar el valor de los conocimientos de la
época. En ese momento es cuando Rousseau está preso de esa con­
fusión indecible que describió en varias ocasiones, en particular
en las Cartas a M alesherbes, y que varios autores, Janet por ejem­
plo, han comparado a los trances de los místicos. A la pregunta
sobre el Otro del saber, el sujeto Rousseau contesta con la revela­
ción íntima, o sea la presencia de una verdad sólo parcialmente
expresada en palabras - Rousseau insiste - pero una verdad im­
pregnada de emoción, que vale como certeza del sujeto. Esta ver­
dad, naturalmente, es el rechazo al mensaje explícito del Otro,
enteramente contestataria. Rousseau se queda en el registro de las
significaciones con las cuales nos podemos identificar, pero para
denunciar y expresar un nuevo mensaje.
Otro de la ley
Otro del saber

Amistad
Jean Jacques Diderot

La verdad emocional
Certeza del sujeto

Las epifanías de Joyce son cosa muy diferente. Constituyen


un fenómeno extremadamente opaco en el cual nos es imposible en­
trar por medio de la comprensión. Ahora bien, estos pequeños textos
en prosa que Joyce ha escrito en los albores de su carrera, él mismo los
identifica con su vocación de escritor. Sabemos que los quería como
la niña de sus ojos, que muy temprano confió a su hermano la tarea
de salvarlos del desastre del olvido, en el caso de que él desapareciera,
Y sin embargo estos textos, escritos en pequeños pedazos de papel, no
tienen nada de inventivo. Propiamente dicho, no son creaciones. Son
migajas fuera de contexto, fragmentos de descripciones o conversa­
ciones cogidas al vuelo en los lugares públicos. Muestras sacadas de
discursos. Entonces, a la iluminación de Vincennes, opongo el “poeta
premeditado” de las Epifanías - así se expresa exactamente Joyce. El
primer paso de su héroe: consultar el diccionario etimológico de Skate:
“Encontraba palabras para su tesoro. Recogía también algunas, al azar,
en los almacenes, en los afiches, sobre los labios de las gentes que
deambulaban pesadamente. Las repetía para sí mismo, tanto y tanto
que a la final, perdían para él su significación inmediata y se transfor­
maban en palabras maravillosas. Estaba resuelto a prohibirse, con to­
das las energías de su alma y de su cuerpo, adherir a lo que conside­
raba ahora como el infierno de los infiernos, es decir, acercarse a la
región donde toda cosa aparece como evidente. [...] Ciertas expresio­
nes venían a él, pedían ser interpretadas. Se decía a sí mismo: debo
esperar que venga la Eucaristía hacia mí. Luego, se esforzaba en trans­
formar la expresión según el sentido común”.

Hay que subrayar la expresión “palabras para su tesoro” que


evoca evidentemente, o el tesoro de los significantes de Lacan, o la
lengua fundamental de Schreber. Aquí tenemos a un sujeto que va a
recoger residuos de discursos y que, sacándolos de su contexto, logra
denegar la significación puesto que ésta tiene valor precisamente sólo
a condición de que un significante se refiera a otros. Es de gran im­
portancia el hecho de que nos diga cuál es su meta: la evidencia, la de
las significaciones comunes. Las epifanías revelan el Otro del sentido
común, el Otro del discurso normal. En Rousseau, ese Otro no tiene
que ser destruido, hay que oponérsele y Rousseau se mantiene a su
nivel, el de la significación. La operación epifánica es mucho más
radical: fuera de polémica, quebranta el lenguaje mismo de ese Otro.

Me hice preguntas sobre el contexto de esta operación. Bus­


qué las huellas de la relación al semejante y al gran Otro. Descubrí
con sorpresa que Joyce se esforzaba cuidadosamente en precisar que
su héroe sufría de sus compañeros. En el eje imaginario, le son inso­
portables, incluso les tiene “asco”, como más tarde tendrá asco frente
a la paliza. Además, también hay otro de la disertación. Coincidencia
sorprendente. Joyce explica la aplicación de Stephen en redacción
inglesa: “Se distinguía por cierta originalidad un poco escueta, no se
tomaba mucho trabajo para desarrollar audacias expresadas o
sobrentendidas en sus escritos...” El Otro de la disertación encarnada
en el padre Butt, es el Otro de la tradición jesuita en la cual fue edu­
cado Joyce. Aquí encontramos una gran diferencia entre Rousseau y
Stephen. Es que Rousseau se vive a sí mismo como autodidacta. Cuan­
do empieza a escribir, no está al mismo nivel que los científicos y los
pensadores de la época. Stephen, en cuanto a él, es heredero de la
tradición, aun si es atípico por la posición de su familia. Como Des­
cartes, que ha sido nutrido en los mejores colegios y puede borrar
todos los saberes de su tiempo y producir su cogito, Joyce-Stephen,
experto en humanidades, fabrica unas Epiphanies subversivas de toda
significación.
Entonces, ¿qué busca? Lo dice él mismo: hacer surgir la cosa
misma. Más allá de las significaciones, hacer que aparezca lo que llama,
con un término prestado de Santo Tomás, algo como el ser de las
cosas.

Otro de la disertación

A íco
Stephen los compañeros

Revelación epifánica

Dos escrituras

La escritura de Joyce es destructora del lenguaje. Eso empieza


con las epifanías y termina con Finnegarís Wake, publicado primero
con el título Work in progress. Las Epiphanies destruyen el uno de
significación, ya que hay varios “unos”. El procedimiento es simple.
El uno de significación es producido por el punto de capitón, por el
binario de la cadena significante S1-S2. Joyce extrae una pieza de
recambio y de golpe, ésta se vuelve sin sentido. La Epifanía es un
trocito, fuera de sentido y por eso librada del peso del enigma. En
Finnegans Wake, esta destrucción del lenguaje va más allá. Joyce ataca
no solamente la sintaxis de su lengua, ataca también el uno de
significante. Atenta contra los elementos de la lengua, los que enumera
el diccionario. Los deshace, los combina, les inyecta lenguas extranjeras.
De allí un imposible de descifrar que lleva lo equívoco hasta lo
ininteligible. Es un saber-hacer con la lengua que llega a una forclusión
del sentido. Que Joyce sienta cierto goce en ese ejercicio es evidente;
Lacan lo notó y sus parientes dan testimonio de las carcajadas que
acompañaban sus eyaculaciones verbales.
La escritura de Rousseau es totalmente opuesta. Sin duda, es la
prosa más linda del siglo XVIII. Por cierto, Rousseau introduce algo
nuevo en el espíritu de la época, pero con una lengua común y corriente.
Utiliza la escritura, pero para hacerse reformador, censor, modelador de
ideas, artesano de una rectificación de los gustos y de las conciencias;
habría que hablar entonces de su notoriedad, de su influencia. Fue el
hombre más célebre, más amado y también más vilipendiado de su
época. ¿Dejó su marca en la lengua, como Joyce, quien según Lacan,
puso fin a la literatura? Lo podemos poner en duda. Existe ciertamente
un estilo Rousseau. Tiene su manera propia, pero queda en los límites
de la retórica, hasta de la rítmica. Joyce atropella la sintaxis: Rousseau la
acomoda al ritmo de su yo, la ajusta al flujo de sus pensamientos, de sus
estados, de sus emociones. Claro que Rousseau no respeta al Otro, m
siquiera el Otro de la filosofía de las Luces, pero respeta la lengua. Joyce
al contrario, no respeta ni el Otro, ni la lengua. Da un paso más. Y no
es por casualidad que Joyce puede decir que, por su significación trivial,
las palabras “le faltan al respeto”.

F unción d iferen cia l d e la escritura

Tenemos la tesis de Lacan: para Joyce, la escritura cumpie una


función de síntoma. Esto significa no solamente que Joyce goza con
la escritura, lo que sería verdad para todo escritor. Esto quiere decir
primero que alcanza un goce de la letra, fuera de sentido, desconectado
del Otro y sus efectos de comunicación. En lo que nos libra, ¿qué es
lo que pertenece al cálculo poético o a las palabras impuestas? Es
difícil decirlo. En todo caso, esto no explica el hecho de que publique.
El “sinthome” implica que publique, puesto que gracias a su síntoma
de la letra se hace un nombre, para los siglos de los siglos —así cree él
—corrigiendo así la debilidad del imaginario que lo afecta.

Rousseau no tiene una escritura-síntoma. Al contrario,


construye significaciones capaces de colonizar el hueco de la forclusión.
Al filo de sus obras, construye varias significaciones, pasando del
registro político al registro novelesco de La Nueva Eloísa, luego a la
meditación pedagógica con El Emilio, a propósito del cual tuvo su
primer episodio francamente delirante y, para terminar, a las obras
autobiográficas. Así vemos a Rousseau asumir ideales sucesivos, en
una estrategia que inscribe un simbólico nuevo ahí donde falta d
nombre del padre. Alrededor de ese hueco, acampan sucesivamente
Rousseau el legislador, el enderezador de sociedad corrupta, luego el
Rousseau novelista, moralista del amor; después el Rousseau educador,
visionario del Hombre verdadero, de manera más general y hasta el
final, Rousseau el inocente, ejemplo del bien natural.

el legislador

el inocente CZ Forclusión el moralista del amor

el educador

En este sentido, podemos decir que Rousseau intentó


fabricar suplencias simbólicas. Joyce puede a veces evocar la lengua
fundamental de Schreber, en cambio Rousseau evoca más bien el
trabajo del delirio. Pero fracasa ahí donde Joyce acierta. Lo que
Rousseau forcluye de su lado le está devuelto desde afuera: él se
“cree” todo bueno, pero termina perseguido por los malos que lo
acusan. Fracasó, no en hacer una obra, sino en curar su paranoia
por medio de su obra.
III
JOYCE, EL HIJO N E CE SARIO 1

No fue por motivos literarios que Lacan consagró su Semina­


rio de 1975-1976 a James Joyce: fue porque creyó reconocer en su
Work in Progress un ejemplo extremo y paradójico del síntoma, tal
como había vuelto a definir la estructura de éste en su Seminario
anterior: R.S.I.
La tesis de Lacan es que Joyce lleva el síntoma hasta hacer existir
el inconsciente fuera de sentido, es decir, lo lleva hasta su estado supre­
mo. Joyce ilustraría el puro goce de la letra fuera de sentido: así se
mantiene fuera del símbolo, siempre condensador de sentido2. ¿Qué
hay de raro en eso? Lo sorprendente no es el hecho de que Joyce goce de
la letra fuera de sentido, porque eso es precisamente lo que realiza todo
síntoma de manera salvaje, sino el hecho de que goce así en el campo de
la literatura. Tenemos aquí una paradoja extraordinaria.
La enseñanza de Lacan evoca otros ejemplos de puro goce de
la letra: la caligrafía particularmente, en la cual se trata de gozar al
dibujar el trazo único de un solo golpe, sin tachadura. Se puede con­
cebir que ese arte de la tachadura excluida sea un goce fuera de senti­
do, una tachadura que no es literaria. Y ¿cómo no entender la aso­
nancia entre literatura y tachadura y con la que Lacan supo jugar? No
es difícil comprender que la pasión de la caligrafía sea una localiza­
ción de goce que desvaloriza el campo del símbolo y que, por eso,
deja lo imaginario fuera de juego. Pero si, al contrario, es a través de la

1Una primera versión de este texto ha sido establecido en español por Carmen Gallano, a partir de las lecciones
del 25 de enero, 8 de febrero y Io de marzo del curso de Colecte Soler, año 1998-1999>”Los poderes de lo
simbólico”.
2 Por eso, marcando la oposición, escribí: “Rousseau, el símbolo”.
literatura que se logra desvalorizar el símbolo: aquí hay una paradoja.
En efecto, toda la literatura, incluyendo hasta la más pura poesía,,
trenza el goce de la letra con el del sentido. Todas las proporciones
son posibles, pero las dos componentes están siempre presentes.

El p o d er d el eq u ívoco

En Joyce, el Joyce de Finnegans Wake, Lacan diagnóstica una


literatura que pone el sentido fuera de circuito. Su hipótesis es que
ese cortocircuito pasa por un uso particular del equívoco. Evidente­
mente, este punto interesa a Lacan y a los psicoanalistas en general,
ya que el equívoco es nuestra arma en contra del síntoma, al menos si
seguimos la práctica del descifrado freudiano, su desmontaje de lo
que llamó condensación y desplazamiento, así como la teorización de
éstos que hizo Lacan en términos de lenguaje. Lo ha dicho a menudo
y vuelve otra vez en el Seminario sobre Joyce: el equívoco es todo lo
que está a disposición del analista para reducir el síntoma. La tesis se
afirmaba ya en El atolondradicho: la interpretación produce su efecto
vía el equívoco. Retoma esta tesis en R.S.I. y la confirma en Joyce, el
sínthoma. La paradoja reside en que Joyce hace síntoma del equívoco
mismo, dicho de otra manera, goce. Ahí donde el analista utiliza el
equívoco para deshacer una fijación sintomática de goce y para orien­
tarla hacia otros signos, Joyce opera a la inversa: fija el goce en la
pulverulencia del equívoco.
En el psicoanálisis, el uso del equívoco tiene una meta precisa:
cuando se finge equivocarse de significante, rivalizando de esta forma
con el lapsus, cuando se entiende “les non dupes e r r e n f en vez de 11les
n om sdupere^ J , “jeu n eh o m m e” en vez de “j e nom m e”A, “d ’eux” en vez
de “dew c”5, etc., cuando de ese modo se finge el error, es para hacer
aparecer detrás del término sintomático un término diferente que
conecta, el Uno del síntoma a una cadena en la cual el goce se pueda

3“Los no- engañados erran”, en vez de “los nombres del padre”.


4“Jovenato” en vez de “yo nombro”
Juego homofónico donde se dice los no engañados erran” en vez de “los nombres del padre”, “joven hombre”
y no “yo nombro” y “de ellos” en vez de “dos”.
metonimizar y tomar otro sentido. En cuanto a él, Joyce hace existir
el inconsciente. Hacer existir el inconsciente consiste en sustraer la
letra de la cadena del sentido y fijarla con un goce desconectado del
sentido. Por eso puede decir Lacan que Joyce destruye el sentido.
Con una restricción: que su manejo de la letra hace surgir el enigma
a cada paso, y que el enigma es el colmo del sentido.
Joyce acentúa un aspecto presente en todo síntoma, porque
no existe síntoma que no sea una ofensa al sentido... común. El sen­
tido común, el sentido que uno cree ser el buen sentido, gracias al
cual podemos más o menos entendernos con nuestro vecino, recono­
cernos en él y fuera del cual se mantiene el loco, ese sentido está
siempre regido por un discurso. El sentido común no tiene nada de
natural, es efecto del discurso, producido por la disposición de los
goces que todo discurso tiende a crear. Siempre hay que buscar el
secreto del sentido por los lados del goce: ese es el postulado del psi­
coanálisis; de ahí se deduce que donde hay sentido común, es decir,
prejuicios comunes, hay también común ajustamiento de las satisfac­
ciones libidinales.
En cambio, el síntoma se opone al sentido común. En el psi­
coanálisis, el sentido que se logra dar al síntoma neurótico o perverso
es siempre singular y nunca hace parte del sentido común, no hay
sentido Común del síntoma, por esto, el neurótico, que no es nada
loco, es sin embargo un desconectado del sentido común. Pero Joyce
va más allá. Lacan dice de él que es desconectado del inconsciente,
para subrayar que a diferencia del neurótico no recurre al sentido, se
muestra soberbiamente indiferente al “¿qué quiere decir eso?” que
mortifica al neurótico, y es, además, un desconectado voluntario,
metódico y conciente de serlo. En Stephen el héroe, Joyce hace decir al
joven Stephen lo que aborrece: “Estaba resuelto a prohibirse, con to­
das las energías del alma y del cuerpo, la menor adhesión posible a lo
que consideraba ahora como el infierno de los infiernos - en otros
términos, la región donde toda cosa aparece como evidente [...]“6.

james Joyce, Stephe le héros, cit. p. 345


Ese anti-cartesianismo metódico y calculado podría aplicarse
muy bien a Joyce mismo, puesto que la evidencia, consustancial al
sentido común, que permite a cada uno pensar como su vecino y
repetir siempre el mismo disco, ¿no es para Joyce la peor de todas las
cosas? Y cuando el joven Stephen decide lanzarse a la carrera de las
letras, seguro de su odio y su asco profundo para todo lo que sus
congéneres han aceptado como evidente, para todo consenso entre
ellos: ¿no será esto muy similar a lo que se sabe por otra parte de
James, hasta el punto de poder considerar a Stephen como su porta­
voz? Además, es interesante que esta afirmación aparezca en un frag­
mento en el cual Joyce evoca su “tesoro” de las palabras y del lenguaje,
él, gran lector de diccionarios: allí describe a su héroe hipnotizado
por las conversaciones más triviales que organiza en epifanías admira­
bles. Es una manera de decir que logra darles un valor muy ajeno al
sentido que reciben de su contexto común.
Luchar en contra de la evidencia, tal es su consigna de artista,
y se sitúa del mismo lado que las epifanías. Las epifanías, que han
dado mucho de qué hablar, se construyen en Joyce de una manera
muy sencilla7 : escoge un objeto, una escena, una frase, y los extrae de
su contexto; es decir, que los extrae del campo en el cual ese objeto,
esa escena, esa frase, toman su sentido banal. Se trata claramente de
una técnica de fragmentación de la cadena significante, que va del 2
hacia el 1: el 2 como escritura mínima para definir una cadena, es
decir, también un contexto, SI —S2, hacia un Uno completamente
aislado. Para construir una epifanía, Joyce rompe el contexto del sen­
tido y de allí, extrae algunos elementos erráticos como tantos S 1 fue­
ra de sentido. Luego, una vez eregido en su aislamiento, cada elemen­
to, objeto, escenario u frase, toma valor de enigma y luego de revela­
ción más o menos inefable. Ese deslizamiento del enigma hacia la
certeza de la revelación evoca ciertos fenómenos de la psicosis, clara­
mente descritos por Lacan desde los años cincuenta8, pero aquí se

^Ver sobre este punto, el artículo de Catherine Miilot, en Joyce avec Lacan» ed. Narvain, París, 1987.
Ver entre otros, De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”, Escritos, Ed. Sido XXI,
México. 1964. Pág. 513.
trata de técnica literaria, sin que se pueda dilucidar su carácter im­
puesto. El proceso se complementa además con una irónica opera­
ción de recomposición y sabemos que Joyce se divertía confundiendo
a los comentadores, reinsertando en otros extractos de sus textos, sus
fragmentos epifánicos vueltos incógnito, que había extraído antes. De
ese modo ataca la cadena del sentido, fabricando unos sin-sentidos
como colmo del sentido, a partir de las trivialidades evidentes, e in­
troduciendo estos sinsentidos en otros textos de su autoría.
Para resumir, Joyce hace un uso poco habitual de la lengua. Su
manera de jugar con las palabras y las letras lleva ciertamente a la
confusión con eso, con lo cual se opera en los mecanismos del in­
consciente, pero es sólo apariencia puesto que saca ese uso del domi­
nio de los chistes o del lapsus. El rasgo ingenioso o juego de palabras
también es un juego con la lengua, pero llega a su final cuando hace
surgir, para nuestro placer, un pequeño efecto de sentido. El lapsus,
por su parte, se equivoca de significante pero es interpretable sólo
porque no es abierto a todo sentido, su error está al servicio de una
satisfacción precisa, B efriedigung, dice Freud, siempre limitada y pro­
pia del sujeto. Joyce por su parte, lleva el juego hasta el límite donde,
si puedo decirlo, no es más que un juego, como dicen los niños. Su
escritura franquea una barrera mas allá de la cual ya no se trata más
que de la materia de una letra cuya manipulación ya no tiene los
límites de las finalidades de la “joui-sens”9 y que conserva del sentido
sólo una pulverulencia in-interpretable. Eso es lo que impactó a Jung
cuando leyó Ulises, e igualmente lo que interesa a Lacan: Joyce el in­
interpretable. Es que, al fin de cuentas, el goce de Joyce el artista es
más próximo al del matemático, o del calígrafo que al del novelista,
porque el matemático como el calígrafo hacen a su manera corto cir­
cuito al sentido. Por esta razón, Lacan puede decir de Joyce que
“corta la respiración del sueño”, que pone un punto final al sueño de
la literatura misma, llegada a su agotamiento, puesto que Finnegans
Wake nos despierta, dice él, del gran sueño del sentido.

’ Nota de la traductora: palabra creada por Lacan y que traducida literalmente seía: goce sentido
El malentendido entre el psicoanalista y el universitario crítico
de Joyce, se concentra en ese punto. Parece que el universitario a veces
ve sentido en todo, cuando el psicoanalista, al contrario, afirma que no
hay nada de sentido. Los dos tienen la razón, pero en perspectivas dia­
metralmente opuestas. Pues el sentido que interesa al psicoanalista no
es cualquier sentido: se trata del sentido que, siendo a la vez limitado e
impulsado por el goce del locutor o el autor, permite interpretar a este.
Al contrario, cuando el sentido chispea desde la letra-materia y sus
nudos innumerables, como en Finnegans Wake, es tan pulverulento, ya
lo dije, que está por entero a cargo del lector. Este se hace intérprete,
pero por su cuenta y riesgo, puesto que él es quien es interpretado por
su propia lectura, ya que el autor no da pie. Y Joyce se divierte además
con las necesarias contribuciones del lector y las de todos los locutores
anónimos de quienes ¡sacó migajas!
Subrayemos primero que el arte de Joyce tiene algo homogéneo
con los fenómenos elementales de la psicosis. Luego vemos, y este será
mi segundo desarrollo, que existe una correlación entre la naturaleza de
su arte y la relación particular con su cuerpo, lo que destacó Lacan.

Sin cu erp o

Nos podemos preguntar cómo Lacan tuvo la idea de que Joyce


podía ser psicótico. Cuando hablamos de Rousseau el paranoico, es
diferente: la cosa es ampliamente comprobada y todo el mundo lo ad­
mite. Lacan estaría bien solo en sostener su punto de vista si no estuvié­
ramos aquí para retomar su idea. Ciertamente, Jung parece no haberse
equivocado, pero no puso de verdad los puntos sobre las íes. El diag­
nóstico de Lacan se hace atando cabos entre dos consideraciones. La
primera concierne la escritura de Joyce que acabo de evocar, la segunda
se refiere a su relación con el cuerpo.
Esta escritura, como ya lo dije, expulsa el sentido específico que
surge del anudamiento entre lo imaginario y lo simbólico. Lo real del
goce se enlaza con los elementos de lo simbólico, o sea de la lengua, sin
pasar por la mediación imaginaria. Ahora bien, es precisamente así que
Lacan definió muy temprano los fenómenos de la psicosis, como una
intersección directa de lo real y lo simbólico. La alucinación verbal
“truie” 10 dada como ejemplo en “De una cuestión prelim inar ’, es un
significante que aparece en lo real - es decir, separado de la cadena
significante - y si quisiéramos ubicarlo en las elaboraciones posteriores
del nudo borromeo, deberíamos situarlo entre real y simbólico. De la
misma manera y más paradójicamente, en cuanto a la alucinación del
dedo cortado del Hombre de los lobos: se trata de una imagen visual
pero aislada de su contexto, no vale como imaginario, sino como
significante en lo real, intersección entonces de dos mismos registros de
lo simbólico y de lo real.
Tenemos entonces primero la escritura de Joyce, una manera de
tratar la lengua que realiza lo simbólico, en el sentido de que hace pasar
a lo real, exactamente como lo hace, mutatis mutandis, la alucinación
verbal. Si admitimos que la lengua pertenece al campo de lo simbólico,
podemos decir, retomando las palabras de Lacan sobre la sublimación,
que Joyce la eleva a la dignidad del síntoma, es decir, de lo real, según la
definición del síntoma en R.S.I. De allí, sin duda, la primera pregunta
de Lacan: ¿Se puede considerar que Joyce era psicótico? Esta pregunta,
la dirige a Jacques Aubert y la vemos extenderse en el tiempo para com­
prender, a todo lo largo del Seminario Joyce, el síntoma, antes de que se
imponga la respuesta, acompañada de un complemento en cuanto a la
función de suplencia que para Joyce ha cumplido su estatuto de artista.
¿De dónde le vino la certeza de la conclusión? El arte de la
escritura no habría sido suficiente, fue necesaria otra puerta de entrada
en el campo de la psicosis: la del cuerpo. Sabemos que Lacan se basa en
un pequeño fenómeno, un fenómeno aparentemente muy tenue pero
que no ve como secundario, que al contrario considera como muy ex­
traño, de todos modos excluido del campo de la neurosis. Se trata del
fenómeno de la paliza que Joyce le otorga al personaje del Portrait de
''artiste en jeu n e hom m e11. Es inútil aquí perderse en consideraciones
sobre la distinción entre el autor y su personaje, puesto que ¿de dón­
de lo sabría sino de sí mismo, este fenómeno que no es nada notorio

10 Cerda.
11 Retrato de un artista adolescente.
como rasgo de psicosis, antes de Lacan? El relato nos dice que el jo­
ven, azotado por sus compañeros, sintió su ira desaparecer en vez de
arder como habría sido normal para alguien que querría a su cuerpo
como a sí mismo. El narcisismo consiste en identificarse con su cuer­
po, con su imagen, suficientemente como para tratarlo como a uno
mismo. Joyce da prueba aquí, vía su personaje, de un defecto en la
identificación primaria con su propio cuerpo.
Lo afirma de muchas maneras y con gran precisión. Cuando
evoca su falta de vindicta después del episodio, dice (cito):
“Todas las descripciones de amor o de odio feroz que haj^ía
encontrado en los libros le parecían de hecho desprovistas de reali­
dad. Incluso esa noche, cuando volvía titubeante por la Jones s Road,
había sentido que un cierto poder lo libraba de esta ira súbitamente
tejida, con la misma facilidad con la cual un fruto se deshace de su
piel tierna y madura”12.
Otros fragmentos dan testimonio de ese mismo rasgo de eva-
nescencia de las pasiones narcisistas, indicio de cierta anomalía en la
relación con el cuerpo propio, núcleo del yo. Relatando algo total­
mente contrario a una derrota, su éxito en el teatro y encuentra los
mismos términos:
“Un poder, similar al que lo había tan a menudo despojado de
su ira o de sus resentimientos, frenó sus pasos”13.
Él mismo demuestra así una suerte de deficiencia del registro
pasional, de lo que Kant llamaría el registro de lo patológico. Es nece­
sario ser Lacan, por supuesto, para extraer éste rasgo por cierto muy
marcado, pero tan discretamente que en los fragmentos que se refie­
ren a esta deficiencia de los sentimientos no representan más que
veinte renglones en ese enorme volumen. Sin embargo, Lacan se basa
en ello resueltamente, puesto que, dice, el abandono del cuerpo pro­
pio es siempre sospechoso de psicosis.
Entonces hay dos vías de acceso al diagnóstico:
el síntoma literario y la floja relación al cuerpo propio y las

12James Joyce, op. cit., pae. 611.


13 Ibíd. pag. 615
pasiones yoicas. Pero tenemos que entender cual es la razón, la lógica
de ese acercamiento. ¿Cuál relación entre esta escritura y esta indife­
rencia? Las dos convergen por una razón muy sencilla: las dos con­
ciernen la función de lo imaginario y son índices de una falta de
anudamiento entre lo imaginario por un lado, lo simbólico y lo real
por el otro.

I = Imaginario
S = Simbólico
R = Real

I I d es a nu da do

No olvidemos que si el imaginario es el cuerpo, el sentido que


maltrata Joyce surge también del nudo entre imaginario y simbóbco
(figura n°l). El sentido generalmente ligado al imaginario del propio
cuerpo y la capacidad que dene Joyce, capacidad muy particular de
expulsar el sentido especificado, deja suponer que ese talento de ex­
cepción, esa libertad, podría decir, está condicionado por el
desanudamiento del imaginario. Podemos representarlo fácilmente
por el nudo borrómeo (figura n° 2). El sinsentido, lo ilegible de Joyce
viene del hecho de que la consistencia del imaginario, ya que es dis­
tinta de la del simbólico y de lo real, viene del propio cuerpo. Ahora
bien, para .él, parece realmente que el sentido clavado al propio cuer­
po falta, no está anudado en los símbolos de la lengua y de ahí pode­
mos concebir que resulta un acceso a un arte de escribir que juega
directamente entre lo simbólico y lo real. Obviamente, lo imaginario
del cuerpo evocado aquí no se reduce al estadio del espejo de los
primeros años de enseñanza de Lacan. El cuerpo que aquí se define lo
es en términos de superficie pero también de orificios. No es sola­
mente la forma global, sino la “bolsa” con orificios sobre los cuales los
objetos vienen a jugar su papel, eventualmente papel de tapón. Es
pues un cuerpo que tiene “consistencia corporal” por medio del obje­
to a.
Para concluir, vemos que si Lacan afirma la psicosis, es porque
diagnosticó el defecto del nudo. Pero ese nudo es el que, en esa época,
lleva a la nueva definición de la psicosis y es perfectamente coherente
con la nueva definición de la función paterna en términos de
anudamiento.
La singularidad de la literatura-síntoma de Joyce viene de que
no es síntoma de cuerpo: deja el cuerpo aparte, y por eso, a pesar de
preocupar a mucha gente, no consuena con el inconsciente de cada
cual. Por eso podemos entender por qué Lacan llega hasta decir que
Joyce no tiene cuerpo. E insiste, en su segunda conferencia “Joyce, el
síntoma”, sobre la idea de que el hombre no es su cuerpo, sino que lo
tiene, lo que quiere decir que lo puede usar, “hacer algo” con él. Pero,
para tenerlo, es necesaria una operación que se lo atribuya y es la
operación de anudamiento. Así, decir que el imaginario está libre en
un sujeto, o sea, desanudado de las otras dos consistencias, es decir,
que no tiene cuerpo.
Este punto es difícil puesto que ¿qué significa “tener un cuer­
po”? No podemos tomar esta expresión en un sentido de realismo
simplista, en el cual un cuerpo es lo que se puede fotografiar, por
ejemplo. Tenemos fotografías de Joyce, no era ni un fantasma ni un
puro espíritu, aun si su literatura es incorpórea. Lo incorpóreo de su
escritura viene del hecho de que entre real y simbólico, hay un goce
que no es del propio cuerpo sino de las múltiples letras de la lengua.
En este sentido se podría decir que Joyce no escribe con su cuerpo.
Reconozco que la expresión no es inmediatamente límpida y, sin
embargo, debe tener algo de fundamento, puesto que se habla co­
múnmente de aquéllos que, así se cree, escriben “con sus tripas”. No
es en absoluto el caso de Joyce, eso se nota.
Un cuerpo, insisto en este punto, debe ser atribuido al sujeto.
El término evoca, por el juego de las palabras, a la vez el a y el tributo.
El tributo que hay que pagar —y que se llama castración —para apro­
piarse del cuerpo, dicho de otra manera, para poder utilizar a éste
como instrumento en el lazo social. En todo caso, el síntoma Joyce
tiene la particularidad de no ser “un evento de cuerpo”. Así define
Lacan el síntoma en 1979. Definición válida para todos los síntomas
del común, pero no es válida para el síntoma muy especial de joyce.
Para que el síntoma sea un evento de cuerpo, se necesita el nudo de
las tres consistencias. Se necesita irremediablemente una intersección
entre lo simbólico y lo imaginario del cuerpo. Podemos hablar de
evento de cuerpo cuando lo simbólico ha dejado su marca en el cuer­
po, en ese sentido, le concierne también a la pulsión, puesto que la
pulsión es el resultado erógeno de la eficacia del lenguaje sobre lo
viviente.
Para precisar la singularidad de Joyce, Lacan se tomó el traba­
jo de ordenar diferentes síntomas eventos de cuerpo: el síntoma mu­
jer, el síntoma histérico, de los cuales se distingue Joyce. Entendamos
primero lo que necesita esta referencia a la mujer: el problema diag­
nóstico es latente puesto que desde tiempos atrás, Lacan ha reconoci­
do el efecto empuje-a-la-mujer producido por la forclusión del Nom­
bre del padre, ilustrado por el caso Schreber de Freud. Después de
haberse preguntado y haberlo preguntado a Jacques Aubert, a saber:
si Joyce creyó ser el redentor —otra solución de la psicosis —puede
cuestionar también una eventual feminización de Joyce. “Una mujer,
dice, es síntoma de otro cuerpo.” Pero hay que precisar lo que implica
ese una mujer: no es solamente el individuo sexuado, puesto que para
hacer un individuo se necesita más que un cuerpo - al contrario de lo
que creyó Aristóteles, se necesita el uno del significante. Una mujer
es pues una mujer particular, no cualquiera, que tiene nombre enton­
ces y que presta a otro cuerpo el cuerpo que tiene. Evidentemente no
es el caso de Joyce.
El síntoma histérico es otra cosa. Al alcance tanto del hombre
- que incluso en eso es superior , según Lacan—como de la mujer, es
el síntoma que consiste en interesarse en el síntoma del otro. Tai es la
definición que da Lacan en ese momento de su elaboración. El ejem­
plo aquí es Sócrates, perfecto histérico, fascinado por el síntoma del
otro y que muestra claramente que eso no exige el cuerpo a cuerpo.
Esta abstención es otra manera de despreciar su cuerpo, una manera
incluso según Lacan, de hacer la “huelga del cuerpo”. Muchos hechos
clínicos se aclaran a partir de allí y especialmente todos los ascetismos
histéricos. En cuanto al acontecimiento del cuerpo, el sujeto histérico
tiene la particularidad de delegarlo al otro.
Ni histérico ;ni mujer, Joyce - ya que es el caso que nos intere­
sa - hace más que sustraer su cuerpo, como lo hace el primero, él no
dispone de el. En cuanto a la mujer, tiene algo en común con ella:
como ella, se cumple como síntoma. Es más que tener un síntoma,
eso consiste en ser el síntoma; dicho de otra manera, ofrecerse al otro;
y habrá que decir cómo, ya que al contrario de la mujer, no es su
cuerpo lo que presta.
Va aún más allá: no solamente es síntoma, según Lacan, sino
que es sintomatología. Es decir que produce el aparato mismo del
síntoma que mantiene a su nivel de “consistencia lógica”. ¿Qué quie­
re decir esto? La expresión tiene todo su peso bajo la pluma de Lacan:
distinguió, en su Seminario sobre “La logique du fantasme”14 la con­
sistencia lógica y la consistencia corporal del objeto a. Su consistencia
lógica designa su lugar y su función en la topología del sujeto; en
cambio la consistencia corporal resulta del hecho de que se encarna
como trozo de cuerpo, pieza de repuesto separada por el efecto del
lenguaje y que se ubica en la estructura, ahí donde falta el significante.
En el síntoma acontecimiento de cuerpo, las dos consistencias de este
objeto entran siempre en juego, pero no es el caso para Joyce.
La definición general del síntoma producida en R.S.I. como
función de la letra, es decir de un término extraído del inconsciente,
extraído como un Uno idéntico a sí mismo y que hace fix ión15 de goce,
aquella definición no excluye la referencia mantenida al objeto a. In­
cluso, ella es la que permite a Lacan situar el compañero sexuado

u La lógica del fantasma


!5 Neologismo de Lacan a partir de "fixer” y "fonction” (función)
como síntoma. Pero en el síntoma de Joyce, libre de lo imaginario, la
compañera es la letra pura, sin cuerpo. Permítanme decir que Joyce
no es... somatología, si el es sintomatología. Esto quiere decir que sin
poner allí el cuerpo, revela, ilustra, en todos los sentidos del término,
la función misma del síntoma, su función borromea.

El tab u rete

La hazaña de Joyce, es que con su escritura autista, cerrada


sobre su goce opaco, logró imponerse como el Artista, uno de los
nombres de LOM16 que Lacan escribe con tres letras para evocar la
función de la letra y el tres que se necesita en el nudo para hacer el
Uno del nudo o de LOM. Para que Joyce se vuelva Joyce, fue necesa­
rio que algo fuera añadido a su goce de la letra pura, algo que le
permitiera empalmar su imaginario flotante y de paso insertarse en
un lazo social, puesto que sin anudamiento de las tres consistencias,
no hay lazo social que resista.
¿Dónde estuvo pues para Joyce la suplencia? No creo que sea,
como lo dicen a veces, en su escritura misma porque ésta es más bien
homologa al síntoma psicótico. Para Joyce, la suplencia no va sin la
publicación, es decir, sin el lazo establecido con la masa de potencia­
les lectores y comentadores. Por eso Lacan se interroga e insiste sobre
el hecho de la publicación. Se percibe muy bien que Joyce disfruta
con la letra, que se deleita con un goce exclusivo y no-contagioso. El
sentido sería mucho más contagioso que ese goce. Se necesita enton­
ces publicar para que se constituya lo que Lacan llama el “sinthome”
que tiene la misma función que el Nombre-del-padre. Cuando la
publicación se añade al síntoma de la letra gozada en la escritura,
entonces tenemos el “sinthome” que hará de Joyce un LOM.
LOM, suena exactamente como ‘Thomme” (el hombre), pero
eso hace aparecer, gracias a las letras, el tres que se necesita para
lograr la unidad del hombre, el tres que anuda imaginario, real y

16 En francés» suena como "el hombre”


simbólico. LOM, en efecto, no va sin Thessecabeau”, ya que así es­
cribe Lacan Tescabeau” (el taburete), o sea el pequeño instrumento
de la erección narcisista sobre el que cada cual quiere subir para ganar
estatura. L’hessecabeau es una versión un poco disminuida del pedes­
tal. Vemos aparecer en la escritura la h de ese hombre que se alza de
unas gradas, vemos allí también la “ese” del ser (en el espejo del públi­
co, al menos) y además, el “beau” (bello) que le permite “creerse”,
como se dice, guapo. “Hissecroibeau”17. escribe Lacan, remedando a
Joyce, pero de una manera muy orientada, para evocar la pregnancia
del imaginario en todo lo que constituye el hombre.
El taburete de Joyce es la promoción de su arte, que lo trans­
forma en un UNO excepcional, como la función Padre. SK beau18
escribe también Lacan, para marcar el corto-circuito de la obscenidad
imaginaria en beneficio de la lengua en el arte de Joyce. Gracias a su
genio de la letra, Joyce logra hacerse guapo, sin pasar por el imagina­
rio. Malabarismo. Pero para lograrlo, es necesario que la publicación
se añada a la escritura. Sólo con esta condición entra la obra cerrada
en correlación con los otros, con el público que vale como segundo
significante, de tal modo que se crea una cadena entre Joyce y sus
lectores, suficiente para que se produzca lo que llamaría con gusto la
levitación del nombre propio. Lo asombroso es que con una escritu­
ra cerrada sobre sí misma, haya logrado crear un efecto de comunica­
ción, un efecto de intercambio.
Así, se hace guapo, si me puedo expresar así, de una manera
poco usual. Hacerse guapo, es lo que se logra en general con el tabu­
rete, y la expresión ha sido escogida para marcar la implicación del
imaginario en la promoción de LOM. La vía habitual, la del narciso
ordinario, pasa de preferencia por el sentido e incluso, por lo general,
por la pequeña historia edípica. Joyce no recurre a ello, se hace guapo
por medio de la letra: es una manera de decir que la utiliza para ha­
cerse un “ego consolidado”, mejor dicho para reparar la falta del ima­

17Suena como "él se cree bello" (il se croit beau), pero la escritura indica otras alusiones: por ejemplo "hisse" es
"izar", subir.
18En francés, suena como "escabeau" (taburete).
ginario. Artista, es el nombre de este ^ 0-síntoma que suple al
desanudamiento primario, al abandono del cuerpo, sin pasar por la
vía de la histeria o de la feminización.
Uno se puede preguntar por los motivos que han conducido a
Lacan a hablar de ego en vez de yo. No creo que sea solamente porque
Joyce escribe en lengua inglesa, aunque este factor sea importante. Si
escoge ese término extranjero para el idioma francés, pienso que es
para darle una definición más amplia que la del yo, en la cual lo que
está en juego no es solamente la imagen sino el nombre mismo.
Joyce sustenta su ego con su arte, se hace “hijo de sus obras”,
Un hijo sin padre en cierta manera. El hecho de que este hijo necesa­
rio surja bajo la pluma de Joyce es un signo que indica, según Lacan,
que el Nombre-del-padre es un incondicionado en el síntoma, y cuan­
do falta, convoca sustitutos. Joyce nos muestra que hacerse guapo sin
pasar por la historieta edípica, conduce necesariamente a la proble­
mática del hijo. Se hace hijo, hijo sin genealogía, podríamos decir
hijo-padre, ya que él mismo pretende sostener “el espíritu increado
de su raza”. Lacan no lo formuló así pero yo iría hasta decir que Joyce
ilustra otra solución a la de Schreber, el caso de Freud. Schreber da
testimonio del empuje-a-la-mujer como efecto de la forclusión. Joyce
ilustra algo otro: un efecto de empuje-al-hijo. Es otra versión, otro
efecto de la forclusión.
En esa óptica, podemos poner en serie todos los casos de psi­
cosis en los que aparecen el tema del hijo redentor, los delirios crísticos
y todos los delirios de salvación del padre. Si hay hijos redentores, es
que hay padre que salvar. El efecto de empuje-al-hijo es para Joyce un
elemento de estabilización, o mejor, de suplencia, más aún de lo que
es el efecto de empuje-a-la-mujer para Schreber, ya que éste nunca
entró verdaderamente en el delirio. Su empuje-al-hijo tiene algo de
originalidad: se realiza sin pasar por el delirio de redención precisa­
mente. Un delirio del cual Lacan, cuando interrogó a Jacques Aubert,
estaba buscando las huellas y no por casualidad. La respuesta de Aubert
no fue categórica; parece que no hay delirio de redención, sino un
hijo que, por su arte, se hace realmente padre de su raza. El artista no
es redentor, juega demasiado “perso”19para eso, como dicen ahora; su
obra de salvación se limita a él mismo, como individual.
Lacan dice textualmente: “Es el hijo necesario, aquello que no
cesa de escribirse a partir de lo que se concibe [..,]”20. Casi lo entende­
mos como la creación continuada del hijo; es importante subrayar los
equívocos de la palabra “concebir”, que convoca tanto lo que concibe
el hijo como la concepción inmaculada o no del infante, ya que des­
pués de todo, Joyce se auto-engendra sin recurrir a la carne. Incluso
va más allá de la inmaculada concepción, que si lo hizo sin la carne,
no lo hizo sin el padre en forma de Espíritu Santo que fecunda la
Virgen. Joyce se engendra sin recurrir ni a la carne ni al padre.
¿Por qué entonces hablar del hijo necesario? Primero porque
Joyce lo promueve, pero sobre todo porque esta referencia al hijo, y
luego, en consecuencia, a la paternidad, indica que el “sinthome” es
una estructura que tiene la misma función que el Nombre del Padre.
¿Qué significa eso? ¿Qué de por sí, la función del padre es borromeana,
o dicho de otro modo, que generalmente ella es la que hace LOM? Lo
que muestra Joyce es que un anudamiento es posible sin padre: en­
gendra tanto al padre como al hijo, hijo de sí mismo, aquí hijo de sus
obras y por lo tanto vale como padre.
Así, es posible decir de Joyce “qu’hissecroiebeau mais pas de
rhistoriette”21. Creerse el guapo de la historieta, significa encontrar
su base narcisista en la relación con los deseos de los antecedentes, o
dicho de otra manera, en la genealogía. Otro hijo, Hamlet, tiene difi­
cultad con la transmisión: Lacan lo pone en contrapunto con Joyce.
Joyce, en cuanto a él, no cree en l a transmisión, se acomoda con esa
ausencia. Puede “creerse”, según l a expresión común que había utili­
zado-Lacar, desde sus “antecedentes” a propósito de la psicosis,
“hissecroit”22, no porque recibió las condiciones, sino porque se iza,
sOlitOi “art-gueilleusement.”23 El amor al cuerpo propio puede ser un

19Personal .
20 Jacques Lácan, "joyce, le symptome II”, Op. cit, p 34.
21 Se cree guapo pero no el guapo de la historieta.
22Ver notas 21 y 24
23Juego con las palabras "arte” y "orgullo"
defecto en él, pero el amor de sí mismo no hace falta, ego-tico, quisie­
ra decir. Pienso que aquí, tendríamos ventaja en interrogarnos sobre
sus períodos de dandi, porque el dandismo consiste en “hacerse gua­
po”, pero de otro modo: construyéndose un cuerpo a partir del vesti­
do, de la apariencia, de la imagen fabricada, de la piel artificiosa, para
retomar su expresión, que da forma referenciada al cuerpo, sea lo que
sea, Joyce no es un santo a pesar de lo que se entiende en el “sinthome”.
Así termina la serie de todos sus atributos negativos: m mujer,
ni histérico, ni redentor, ni santo. Eso nos interesa particularmente
porque Lacan reconoció en el psicoanálisis una función homologa a
lo que fue antes la función del santo. Para Joyce, no hay ninguna
castración del taburete —que sería lo necesario para hacer un santo —
se preocupa demasiado por lo que Lacan llama la “espátula publicita­
ria”, designando así la promoción de su ego. Cito: ‘Joyce no es un
santo. El goza demasiado del taburete para eso. Tiene el orgullo de su
arte, hasta morir”24. Eso es lo que quiere decir “Joyce, el síntoma”.
Designa un Joyce del goce; en cambio el santo es el deshecho del
goce, por lo menos si creemos la tesis de Televisión.
En cuanto a saber si, en el psicoanálisis actual, se llega a la
santidad, la pregunta queda abierta. No veo indicios concretos; sin
embargo, permanece un ideal, quizá un punto en el horizonte.

24Joyce n'est pas un saín. II Joyce trop de I’S.KL beau pou ea. I! a de san art, art-gueil jusquiá plus soif "cest ce
que veut dire "Joyce» le symptome".
RETRATO DEL ARTISTA CO M O ETERNO
DENIGRANTE25

“La im posibilidad comprobada del discurso pul -


verulento, es el caballo de Troya por donde vuelve
a entrar en la ciudad del discurso el amo quien
allí es el psicótico .”26
J. Lacan

Con apenas unos meses de diferencia, casi se cruzan en Roma


Sigmund Freud y Joyce a principios del siglo: Joyce sale de allí el 7 de
marzo de 1907, Freud llega en septiembre. Para “Jim”, era una huida,
después de ocho meses de tribulaciones en la ciudad odiada; Para
Sigmund, una semana de encantamiento, puesto que para él, Roma
siempre fue mágica.
Joyce tiene veinticuatro años cuando llega a Roma en julio de
1906, con Nora y su hijo Giorgio, de un año. Es una media-elección.
Dos años antes, el 8 de octubre de 1904, había huido de Irlanda con
Nora, vía Paris, luego Pola, había llegado a Trieste para enseñar en la
escuela Berlitz. Perdió su puesto, y se ofreció para un empleo de ofici­
na en un banco de Roma. Es por medio de sus cartas a su hermano
Stanislaus27 quien se había quedado en Trieste, que podemos seguir,
casi día a día, el desarrollo de su pasión negativa por Roma.

” Agosto 1993.
26J. Lacan, acta del Seminario "El acto psicoanalítico", Ornicar No. 29, ed. Navarrin, p. 22
17Todas las obras citadas provienen del volumen II de ías "Lettres'\ied. Gallimard, parís,. 1973.
joyce detestó Roma inmediatamente, violentamente. Osar no
amar Roma, cuando se ha sido nutrido de cultura clásica por los je­
suitas, y que el arte es su única pasión: ¡Qué insolencia! Este flechazo
al revés es un caso raro, quizá único en la literatura moderna, a excep­
ción de Julien Gracq y sus Siete colinas. Si Freud admite que su amor
por Roma debería ser interpretado, lo mismo debe hacerse con el
odio de Joyce.
Nada goza de su favor. Llega a Roma el 31 de julio de 1906.
Su reacción es inmediata. Su primer mensaje, seis renglones datados
ese día, termina así: “¡El Tíbet me da miedo” (demasiado ancho)! El 2
de agosto, algunos renglones solamente, pero lo suficiente para ano­
tar: “Los romanos son de una cortesía agobiante”. El 7 de agosto,
empieza el balance. Ha visto San Pedro, el Pincio, el Foro, el Coliseo,
(escribe Colissée). Bueno, “San Pedro no es mucho más grande que
San Pablo en Roma. Desde el interior, el domo no produce la misma
impresión de altura. [...] San Pedro está enterrado en el centro de la
basílica”. Esperaba “una música magnífica, pero no valió la pena”,
“los alrededores del Coliseo se parecen a un viejo cementerio [...], y
los vendedores, los guías, los jóvenes americanos importunan. Sin
embargo, reconoce que el Pincio es un magnífico jardín. Un poco
más tarde, el 25 de septiembre, escribe:
“Debo ser insensible. Ayer fui a ver el Foro (...) estaba tan
emocionado que me dormí (...) Roma evoca para mí un hombre que
se gana la vida mostrando a los turistas el cadáver de su abuela”!
Ese tono rechinante no cesará durante toda la estadía, vol­
viéndose sarcasmo, y a veces diatriba injuriosa cuando ya no se trateara
más de los “monumentos estúpidos” sino de los italianos mismos.
Una apreciación del 3 de diciembre:
“He visto ahora muchos romanos (...) según pude enterarme,
su principal preocupación en la vida es el estado (según sus propias
palabras) arruinado, inflado, etc, de sus coglioni y su pasatiempo y
diversión principales, los gases que largan por el trasero”.
Siguen los calificativos: obscenos, vulgares, de mal gusto, co­
munes, pueriles, sin delicadeza ni virilidad, etc. Entonces, se arre­
piente “por haber sido demasiado duro” con la pobre Irlanda, tan
cándida, tan hospitalaria, tan hermosa y piensa finalmente... “que los
Irlandeses ¡son los seres más civilizados de Europa”! El 7 de diciembre
escribe: “Me horrorizo al pensar que los italianos algún día hayan
hecho algo artístico”, y añade inmediatamente, en la margen: “¿Qué
han hecho, sino ilustrar una o dos páginas del Nuevo Testamento?” Si
comparamos con el entusiasmo de Freud: le parece todo maravilloso,
hasta el ruido, la agitación y también... la fealdad de las mujeres.
Puesto que, dice en una carta del 22 de septiembre a su familia: “cosa
extraña, incluso cuando son feas, pero eso ocurre poco, las mujeres
romanas tienen sin embargo belleza”. Joyce no tardó en sentirse fu­
rioso: “Estoy hasta la coronilla con Italia, el italiano y los italianos.
Ultrajantemente, ilógicamente hasta la coronilla.”
¿Ilógicamente? Quien sabe... Los afectos tienen su lógica.
De verdad, nada sale bien, en la vida de Joyce, en el momento
en que llega y permanece en Roma. Desde siempre y con una convic­
ción sin medida, cree en la singularidad de su vocación de artista y
admite como única obligación aquélla que cree deber a su naturaleza
de excepción, se burla de los que imaginan que “el deber de un hom­
bre consiste en pagar sus deudas” y proclama su odio a las virtudes
convencionales. Había advertido a Nora, desde el principio de sus
relaciones, que nunca la desposaría y que rechazaba con toda su alma
la idea de un hogar; entonces él, el artista de los siglos venideros, se
encuentra encargado de familia, como cagatinta en un banco, traba­
jando a veces hasta doce horas al día con clases particulares, y a pesar
de esto... siempre dramáticamente corto de dinero. Y al aburrimiento
y la rutina de la vida de funcionario se añaden los desaires de sus
editores, que no le dejan, en cuanto a vida de artista, nada otro que la
precariedad y la penuria.
No pasa una sola semana sin que acose a Stanislau para que le
envíe urgentemente algún dinero, indicándole además cómo pedirlo
prestado. Hace la cuenta de las liras que le quedan, del número de
días en que se podrán alimentar, de lo que han comido y de lo que
comerán, de los últimos y de los próximos gastos, el alquiler, los ves­
tidos, los remedios. Claro, hay un secreto a voces, nunca evocado en
esas cartas, pero que conoce Stanislau, agotado con este hostigamien-
to e instruido por la experiencia de Trieste: son las borracheras noctur­
nas y sin fin de Joyce las que cuestan tanta plata, tanto cansancio y...
tantas recriminaciones. Nada extraño a que deba soportar, para com­
pletar, las quejas de Nora, las protestas de los propietarios y a veces... su
despido. Lo que le da pie, después de pasar un domingo entero pasado
tocando en vano las puertas a fin de alojar su (santa) familia, para
compararse ¡al pobre José! Y, luego, Nora cae de nuevo encinta...
Esta vida de infierno, Joyce la expone, con un estilo preciso y
agrio, seudo-objetivo, que sorprende. Lo hace con una facilidad que
desarma; pide con naturalidad, con una notable conciencia de su buen
derecho. Escribe a Nora en agosto de 1904, antes de la salida a Irlan­
da: “Las dificultades actuales de mi existencia son increíbles, pero las
desprecio.” Después de eso, las cosas han empeorado, quiero decir,
las cosas importantes para él, a saber: el destino de su arte. Sus inten­
tos de publicar Dublineses han fracasado (el libro aparecerá sólo en
junio de 1914). Concibe la idea de Ulises pero no ha escrito el primer
renglón, y sus posibilidades de crear le parecen en peligro.
El año anterior, en septiembre de 1905, dos meses después del
nacimiento de Giorgio, cuando está todavía en Trieste, escribe a'
Stanislau:

“Mi naturaleza es la de un artista, me es imposible ser feliz


mientras la rechazo. [...] Estoy acostumbrado a actuar según mis con­
vicciones (y según parece eso me molesta). Si estoy convencido de
que este género de vida es un suicidio para mi alma, alejaré todo y a
todos de mi camino, como ya lo hice”.

En octubre de 1905, informa a su tía Josefina que piensa sepa­


rarse de Nora. El 18 de octubre de 1906, el cuestionamiento sigue:
“¿Es posible para mí aliar el ejercicio de mi arte con una vida modera­
damente feliz?” El 14 de febrero, de golpe y porrazo, anuncia a
Stanislau su súbita decisión de salir del banco, admite que hizo una
“coglioneria”, pero sin creerlo del todo porque añade: “Me temo que
mi barca espiritual haya encallado. Pero estoy seguro de que hay un
elemento de buen sentido en mi última loca iniciativa”.
De ahí se puede pensar que su rechazo a Roma es sólo un
sfecto de su mal humor, una especie de abreacción de sus contradic­
ciones internas, no habrá más que una. Richard Ellman, su principal
biógrafo, no está lejos de esta hipótesis, incluso se atreve a hablar de
“depresión!” y anota que durante estos meses, Joyce expresa una re­
pulsión casi sistemática para todo y especialmente para lo que por
casualidad lee en cuanto a literatura inglesa. Reconocemos que al fi­
nal de su estadía, Joyce está lastimado por los rechazos de sus editores,
trastornado por estar ausente de las polémicas teatrales de Dublín,
crispado por las recriminaciones de Nora, asustado por su nuevo
embarazo. Peio, en esas circunstancias, habría maldecido a Trieste
donde las condiciones objetivas de su suerte no fueron mejores —aparte
de las condiciones de trabajo. Roma, para él, es “más disipador que la
disipación misma” y afirma que a él eso no le interesa. Sin embargo,
es un hecho que su vituperación en contra de “la más idiota de la
puta ciudad dónde jamás le tocó vivir” no esperó las largas jornadas
de chupatintas, ni la acumulación de desilusiones. Tampoco es una
pose de autor. Joyce está realmente afectado por Roma, hasta la pesa­
dilla. Quince días después de su arribo, escribe: “Estoy atormentado
todas las noches por horribles y terroríficas pesadillas: muerte, cadá­
veres, asesinatos [...]” No es suficiente evocar la sombra de la muerte.
No, la contingencias de su vida pueden configurar el contexto, pero
no el fundamento del rechazo inmediato, ni, luego, su vituperación
contra Roma. Esa virulencia tiene algo más visceralmente íntimo. Es
debida al ser.
El amor de Freud a Roma es homogéneo con todo lo que
sabemos de él. No es ninguna sorpresa que el explorador del pasado
subjetivo, tan curioso de las civilizaciones de antaño, el coleccionista
de antigüedades, esté fascinado por la ciudad de los orígenes. Pero
entonces, ya que el aborrecimiento de Joyce es como la cara negativa
del entusiasmo exaltado de Freud, ¿no sería indicada una interpreta­
ción inversa?
En lo que concierne a Freud, la interpretación es... de Freud
mismo. A pesar de la discreción elíptica con la cual siempre descifró
su propio caso, de las pocas observaciones contenidas en su corres­
pondencia donde menciona el obstáculo interior que se oponía a su
viaje a Roma y del efecto subjetivo en lá resolución de este impedi­
mento, la euforia que siempre le inspiró esta ciudad y sobre todo la
referencia a Aníbal, dejan poca duda: entendemos que, mutatis
mutandis, su interpretación de “Un troublede m ém oiresu r 1‘A cropole”28
por el deseo de transgresión del hijo, se aplicaría también a Roma.
¿Debemos, una vez más, utilizar la interpretación ready m ade en rela­
ción con el padre?
No faltarían las justificaciones. Algunos meses antes, el 29 de
agosto de 1904, hizo su profesión de fe frente a Nora para hacerle co­
nocer sus posiciones. Hace seis años, le decía: “salí de la Iglesia católica
que odio desde el fondo de mi corazón. [...] Ahora le hago abiertamen­
te la guerra con mis escritos, mis palabras y mis actos ”
Entonces, ¿cómo habría podido amar la ciudad de nuestro
Santo Padre? Admite además que la Roma antigua debía ser hermosa.
Es la “Roma papal” que denigra, y la rebaja al rango de “cualquier
barrio poco importante de una linda metrópolis”. Por lo demás, piensa
mucho en el Papa: en una época en que no tiene tiempo para nada, el
13 de noviembre, en la Biblioteca Vittorio Emanuele, encuentra tiem­
po para leei... el informe sobre el Concilio dél Vaticano de 1870, que
proclamó la infalibilidad del Papa. He aquí el resumen suyo:
“El Papa preguntó: “¿Cómo están Señores?" “Todos dijeron
“Placet” pero dos exclamaron “non Placet”. Entonces, el Papa:
“¡Váyanse al diablo! ¡Besen mi culo! ¡Soy infalible!”.
No olvidemos tampoco hasta qué punto el Bloom de Ulises
encarna la irrisión del padre. En breve, sería una linda tesis la que diría
lo que Roma heredó de la relación del hijo con el Padre: para Freud, la
emulación respetuosa con la que el hijo se sobrepasa y para Joyce, el
rechazo insolente. El inconveniente de esta tesis, es que se debería tam­
bién añadir: insolencia con la cual también se sobrepasa el hijo. Con
una causa diferente, el efecto sería el mismo, pero no importa: ¡aquí
tiene la razón por la cual su hija está muda!

trastorno de memoria en la Acrópolis.


¿Cuestión de gustos entonces? Quizá, pero el gusto, como el
afecto, tiene su lógica. En el presente caso, es un gusto nutrido de
razones, casi polémico y es notorio que hay algo de sacrilegio provo­
cador en la reacción de Joyce. A Roma, a la bella intocable de la histo­
ria y del arte occidental, Joyce le opone ostensiblemente un despre­
cio... de lesa-majestad. A fin de cuentas, como se identifica al Artista
-artículo definido—y pretende que sus gustos tengan el peso contra la
tradición. En la carta que citaba más arriba, opone sin dudar a los
preceptos seculares de la Iglesia, “los impulsos de (su) naturaleza”.
¿Un Joyce contestatario? Sin duda, él mismo no habría dicho
que no cuando escribía a Nora:
“Mi espíritu rechaza todo el aparto social actual y el cristianis­
mo: hogar, virtudes reconocidas, clases sociales, doctrinas religiosas
U ”.
Pero no ataca simplemente el aparato de las instituciones de
su tiempo. Denuncia con la misma fuerza los sentimientos conven­
cionales, las significaciones compartidas; apenas llegado a Roma, se
burla de las emociones prescritas e ironiza sobre la pareja de jóvenes
“que con una mirada grave observa los alrededores, como por obliga­
ción”. Joyce, solo pretende hacer su revolución cultural, a pesar de
que sea por vías que hacen cortocircuito con Marx -parece que no
había leído el Capital más allá del primer renglón—. Su contestación
no es una banal protesta reformatoria, que sueña con un nuevo or­
den. Al principio, propone un supuesto socialismo. Y se queda allí un
tiempo, precisamente al principio de su estadía en Roma, pero esto
no fue nunca para él una opción política concreta y admite que se lo
considere como inconsistente, no por inconsistencia sino porque su
socialismo era de facto, el nombre provisional de su “huelga intelec­
tual” —la expresión la escribe en su carta del 6 de noviembre de 1906.
Inútil recurrir a su “mal humor” para comprender que su huelga se
dirige también a la literatura de sus contemporáneos. Se burla de sus
frases huecas, de sus personajes convencionales, de los pobres proce­
dimientos con los cuales “ellos andan continuamente por las ramas”,
en resumen, se burla de su impotencia para acercarse a lo real por
medio de la literatura. No puede, como lo dice al final, “ponerse la
etiqueta de socialista, de anarquista o de revolucionario”, puesto que
todas son prescripciones de discurso que le son insoportables.
Joyce no es un hijo pródigo; más bien un frágil David - habló
mucho de su fragilidad —solo frente al Goliat del edificio entero del
discurso. Para él, el Padre no es sino un fantoche entre otros. Critico
de la mentira de sus semejantes como tales —si se designa de esta
manera el edificio de las representaciones que, en cada cultura, lo
simbólico ofrece a la credulidad y la adoración de los hombres - él
pone en tela de juicio todas la obras de la civili zación que ordenan y
orientan la realidad subjetiva.
Hay que darle su sentido a los propósitos que presta a Stephen
el héroe, su portavoz en cuanto a su vocación literaria y de quien
Joyce explica cómo trataba las palabras.
“Se las repetía tantas y tantas veces que al final perdían para él
su significación inmediata y se transformaban en palabras admira­
bles. Estaba decidido a prohibirse, con toda la energía de su alma y
de su cuerpo, la menor adhesión posible a lo que consideraba enton­
ces como el infierno de los infiernos - en otros términos, la región
donde toda cosa aparece como evidente [..,]”29.
Acá tenemos la pesadilla de Joyce: el monumento de las signi­
ficaciones compartidas, la panza enorme del sentido común, con lo
cual se hará el sepulturero literario.
Sus declaraciones podrían después de todo ser simplemente la
expresión halagadora de un espíritu frondoso, pero su saber-hacer
artístico es lo que permite juzgar el asunto, y particularmente en sus
dos extremos, con las Epifanías de los años 1900-1904, estos trozos
de discursos fuera de contexto, subversivos de toda significación, y al
final, con el work inprogess de los neologismos calculados de Finnegans
wake. Su arte del sinsentido produce acá una literatura paradójica,
que separa la letra y del sentido, que juega con la primera, no para
mantener el segundo, o renovarlo, sino para destruirlo, dejando sub­

ajames Joyce, Stephen le héros, op. cíe., pag. 345.


sistir solamente el afecto de enigma. Pero es un enigma ininterpretable
como deseo inconsciente. Jung fue el primero en percibirlo. Más allá
de las ocurrencias, que al contrario producen un efecto de sentido en
el sinsentido, Joyce logra producir, o más que producir, hacer admitir
en lo que se llama “las letras” textos que están fuera de lo simbólico -
si lo simbólico es lo que genera la significación por la cadena de los
signos.
¿Anomalía, quizá? Se sabe que Jung lo sospechó, como Lacan.
En todo caso, no es la vena inspirada, estigmatizante y reformadora
de un Rousseau, sino el trabajo corrosivo de un negativismo decidi­
do. Precisamente, cuando estaba en Roma, Joyce recuerda que su
madre le decía “burlón”. Ella probablemente había percibido, sin sa­
berlo, las primeras manifestaciones de se loca ironía. Gracias a ésta, se
hizo maestro de la “ciudad del discurso”, lo suficiente como para lo­
grar doblegar ante sus deseos la más inexpugnable de las institucio­
nes, la del gusto de la época.
¿Cómo habría podido amar Roma, la ciudad de los semblan­
tes por excelencia? Decidió proferir su veredicto de la nueva era: “De­
jemos morir las ruinas”.
JOYCE, ¿M ARTIR DE LA LENGUA?30

El ilegib le

Con F innegans wake, Joyce se impone como maestro en


ilegibilidad, según Lacan. Las cartas de amor son encantadoras porque
ofrecen la significación del amor al goce del lector. Las cartas ilegibles
asombran, en el sentido fuerte que Descartes da a este término, ya
que él hace del asombro la primera de las pasiones, la que responde al
encuentro con un objeto nuevo.
Planteo primero que no es ilegible quien quiere serlo, para
hacer eco al “no es loco quien quiere serlo”, a menudo recordado por
Lacan. Y por otra parte, se puede siempre preguntar: ¿por cuánto
tiempo?. Es que no todos los ilegibles son equivalentes. Hay falsos
ilegibles. Así llamo yo a aquél que se alza al límite de lo ilegible sólo
porque es demasiado nuevo, demasiado precursor en la forma o en el
fondo. ¿No sería precisamente el caso de Lacan mismo, ya que con el
tiempo — un lapso de diez años, decía él en T elevisión —pasa
progresivamente a la inteligibilidad?
El verdadero ilegible, explicado, queda ilegible y rebelde a la
asimilación. Tomemos Henri Roussel, por ejemplo. Puede tomarse el
trabajo de revelar su FIow to do , sus secretos de fabricación, las reglas
siempre posibles de reproducir, y decirnos “como escribí...” el texto,
así elucidado, queda ilegible. El escrito, el verdadero, decía Lacan, no
es para leer. Es que la operación “lectura” no consiste en deletrear
letras sino dar sentido, siempre. Leer, en consecuencia, es una
operación borromea, que supone acolchar las cadenas significantes.
Se necesita el anudamiento entre lo imaginario y lo simbólico, de
donde surge el sentido, con lo real de la letra fuera de sentido.
Aparentemente, encontramos aquí una particularidad de Joyce:
una ilegibilidad progresiva. Pero ¿será ese el caso? Evidentemente,
Joyce no fue siempre legible, más bien él se volvió legible. Él se impuso
primero como legible, incluso escandaloso quizá, y aun todo es relativo,
pero legible. No se puede clasificar M usique d e chambre, Gens de
Dublin, Stephen le héros, Portrait d e Partiste en je u n e h om m ei!, como
ilegibles. Entonces, podemos creer con cierta verosimilitud que su
work inprogress presenta la metamorfosis de una escritura que se sustrae
progresivamente a la lectura, siendo Ulises el viraje mayor.
Creo sin embargo, mirando las cosas más de cerca, que lo que
se presenta como una evolución, estaba de hecho presente desde el
comienzo. Entre los poemas de juventud y las epifanías que les son
contemporáneas, existe la misma relación que entre el Retrato y
Finnegans wake: es la diferencia entre lo legible y el enigma. Ahora
bien, se sabe, entre otras cosas por su correspondencia con Stanislau,
el valor extremo que Joyce les daba a estos desechos de lenguaje que
son las epifanías y con qué certeza identificaba estas migajas sacadas
del discurso con su vocación y la, obra por venir.
Entre lo legible y lo ilegible, no hay entonces diacronía sino
sincronía: desde el comienzo, el procedimiento de epifanización de
lo entendido acomete el discurso. Es la primera manifestación de una
empresa metódica de disolución de lo simbólico y que culmina en
F in n ega n s w ak e y que define precisamente lo que llam o lo
verdaderamente ilegible: un texto que “ex-siste”32 a lo simbólico.
Finnegans wake es la masacre de la significancia, llamando
significancia un uso del verbo que conviene para representar al sujeto
<que uno quiere interpretar. No es que no sé pueda dar sentido al
texto sino que se le puede dar cualquier sentido, una infinidad de

Música de cámara, Gente de Dublín, Stephen el héroe, Retrato del artista adolescente.
Ex sister. juego de palabra de Lacan a partir del latín “sistere”, colocado fuera de.
sentidos, de los cuales ninguno representará con más probabilidad
que otro el sujeto del texto. Abierto a todos los sentidos, ese texto se
vuelve ininterpretable, puesto que la legibilidad, por no ser nunca
unívoca, siempre supone que el sentido sea limitado.
Aquí, todos las amarras de la legibilidad están rotos. Primero,
el vector narrativo propio de la novela. Cierto, ha y nombres,
personajes, figuras, todo un ‘‘caosmos” de presencias, como dice
Humberto Eco, e incluso un pseudo-tema, The fall, la caída, pero no
hay historia en el sentido propio, tampoco el tiempo de la narración,
sino el circuito cerrado de un relato cuyo fin en suspenso vuelve a
llevar al comienzo. Riverrun, la primera palabra, no recibe artículo
sino al final, con la última palabra: the, que lo vuelve a articular en
ronda, invirtiendo la linealidad irreversible del vector del relato.
El equívoco mismo, ya lo dije, pasa la barrera del malentendido
con el cual el psicoanálisis juega en su práctica. Aquí, la pulverulencia
de una polisignificancia que nada detiene, difracta infinitamente el
cristal lingüístico y el erudito podrá hacer lo que la da la gana sin
nunca lograr ni interpretar ni contradecir un texto situado más allá
del decir. Prueba por la negativa, si me puedo expresar así: Lacan,
haciendo un esfuerzo por imitar el estilo de Joyce al principio de su
conferencia, “Joyce le symptóme I” deja escapar esa poli-significancia.
Se entiende a partir de la escritura renovada de “sinthome”: La riqueza
del juego de escritura puede evocarse y el santo y el sin del pecado, y
el Sinn del sentido, en alemán y Santo Tomás, claro, el de la S om m e33
y por qué no: del som m e 34 del cual en principio debe despertarnos
Finnegans wake y hasta el Thoms directory , el directorio de Dublín
que Joyce utilizó tantas veces, según Aubert, para escribir Ulises-, en
resumen, el equívoco permanece cautivo de la tesis a demostrar. Y
pasa lo mismo en cada caso, por ejem plo, cuando escribe:
“Hessecabeau” o “hissecroibeau”. Se reconoce ahí la h de hombre,
las s del ser, el “cas beau”35 o el “cabot”36, que se iza (se hisse), o se

33 La suma
34 Eí sueño (en francés suena como la suma pero es de género masculino).
35 Hermoso caso
36 Perro chandoso, o suboficial de bajo rango: cabo.
cree guapo y se hace guapo, etc.; el sentido converge con la tesis y no
restringe en nada la libertad joyciana37. Además, esa libertad se
centuplica por la amalgama políglota de unas sesenta y cinco lenguas
con las cuales juega el translingüismo de Joyce para producir finalmente*
un texto que subvierte el léxico, la gramática, la sintaxis y la narrativa.
El resultado es que no operan ni la metáfora, ni la metonimia y que el
texto, que no lleva mensaje, forcluye la verdad de la misma manera
como lo hace la ciencia.
Esta escritura incluso invierte la preminencia de la palabra*
poética. La poesía puede ser “el decir menos bobo”, como lo anota
Lacan, el decir que menos cae en los surcos del discurso, en el disco -
por homofonía también discurso - común y corriente, la poesía queda
en el orden del decir, es pues legible. El poeta, como el profeta, por lo
demás, produce significantes nuevos que reordenan la forma en que
se disponen los significantes. Joyce no es ni lo uno ni lo otro. Por eso,
sin duda, desde el Uíises, da en el blanco de la antipatía estructural de
la paranoia contra la esquizofrenia, lo que conmovió tanto a Jung, al
pequeño dios que queriendo ser profeta de un discurso nuevo, se
moría de la rabia al ver echar a perder los acolchados del discurso.
Joyce franqueó “la imposibilidad del discurso pulverulento 38. “Se
hizo artesano de una lengua que no figura en ningún diccionario,
que toma de todos y no dice nada. El creador de un neo-mundo
hecho de fragmentos del mundo que no es neo, de sus figuras, nom­
bres, imágenes, etc. Pasó así, más allá de la poesía misma, allí donde
ya no hay nada que leer, porque ya no hay nada que decir. Accede a
un escrito sin palabra, donde queda solamente el manejo de la letra-
objeto: Joyce m uestra, se exhibe como el artesano de una
“moterialidad”39 prolífica que entrega a las elucubraciones de los
comentadores como un hueso para roer y para quienes todo el
problema consiste en saber cuál goce opaco causa al ingenioso
artificioso.

37 Ver el capítulo “Joyce, el hijo necesario”.


MJacques Lacan, Omicar.?N° 29, informe del Seminario “El acto psicoanalírico”, ed. Navarin, París, 1984, p. 22.
39 Neologismo: a partir de la palabra “mot” (palabra)
J o y ce legib le

A este propósito, examino al Joyce legible y especialmente al


del Portrait. No tomo en consideración la diferencia entre el
personaje y el autor, ni la cuestión del carácter más o menos
autobiográfico de la obra. Falsa cuestión si es que ella lo es. El
personaje bien puede llamarse Stephen; es imposible que el sujeto
supuesto al relato, a este i cinerario de un niño de Dublín (y también
del siglo) se llame de otro modo que James. O ¿será que James no es
Joyce? Quién sabe. ¿Tendría James varias facetas en su retrato? Seguro
que si, pero una de ellas es representada ahí. Podríamos afirmarlo,
aun si no dispusiésem os de ninguno de esos elem entos de
concordancia con la biografía, que son la correspondencia y los
testigos, puesto que a partir del momento en que un texto es legible,
y ése lo es, representa un sujeto, es decir un deseo.
El sujeto de estos textos me parecer ser determinado por la
conjunción de tres rasgos singulares: el negativismo frente al Otro,
poco visible, pienso yo; la pasión de lalengua , más sensible para cada
lector; y las deficiencias del imaginario, diagnosticadas hace tiempo
por Lacan.

El negativismo:
El término de negativismo, a pesar de su uso en psiquiatría, me
parece estigmatizar de manera justa la posición de Joyce en el discurso.
Evoqué más arriba su rechazo a las evidencias, “el infierno de los
infiernos”, su búsqueda de un más allá epifánico que lo ubica menos
del lado de la mística que del lado de un anti-cartesianismo muy
acorde con un siglo en que el desarrollo de la ciencia llevó a cabo la
ruptura entre los saberes y las evidencias intuitivas. Es una posición,
en el sentido fuerte de esta palabra. Describe, hablando de Stephen
naturalmente, un sujeto que se posiciona fuera de influencia y sin
estados de ánimo:
“Egoístamente, había decidido que nada material [...], ningunq
de los lazos creados por la afinidad, el sentimiento o la tradición, le
impediría descifrar el enigma de su propia posición”40.
Siguen precisiones sobre su padre, nefasto y su madre, inútil.
Nada que ver con una posición de neurótico para quien, a
pesar de sus protestas o sus rebeldías, el Otro (los amigos, el padre, la
madre, la tradición) siempre es supuesto saber y supuesto ocultar la
clave y la causa del enigma del sujeto. Aquí, se trata de un sujeto
emancipado, fuera del alcance de las exhortaciones del Otro, que
rechazá con violencia la voz que manda y la norma que orienta. Las
citaciones serían numerosas:
“Poco antes, [...] había oído alrededor suyo la voz de su padre, las
voces de sus maestros que lo conminaban a ser primero que todo un
gentlem an, o que lo forzaban a ser ante todo buen compañero. Ahora
esas voces sonaban a hueco. Durante la apertura del colegio, había
oído otra voz que lo obligaba a ser fuerte, viril, sano; cuando un
movimiento de renacimiento nacional se hizo presente en el colegio,
otra voz le ordenó ser fiel a su patria, contribuir a elevar su lenguaje y
sus tradiciones decaídas. En el mundo profano, preveía que una voz
secular le ordenaría restablecer con su trabajo la condición arruinada
de su padre; mientras tanto, la voz de sus compañeros le pedía ser una
buena persona [.,.]”41.
Esta sensibilidad a la heteronimia de las voces del Otro, ese
rechazo fundamental que invierte la sumisión del débil, llega hasta el
negativismo asumido del hombre libre, “cuyo destino consiste en eludir
las órdenes sociales y religiosas ”42. Pone estas palabras en la boca de
un compañero: “Aquí tenemos, pienso yo, el único hombre [...] que
tiene un espíritu individual43. Lacan enfatiza en ese punto. En efecto,
el joven se identifica con lo individual, se erige en la excepción que
dice no a todos los significados del Otro. Tenemos que leer, en el
Retrato la inapreciable conversación con el decano —además, evocada

James joyce, Stephen le héros, op. cit., París, 1982, p. 510.


P- 612. K
** James Joyce, portrait de Partiste en ieune homme, op. cit.. p. 690.
43 Ibid. p. 728. r r
más brevemente en Stephen el héroe—a. propósito de las palabras retener,
vertedor y embudo. Culmina con las siguientes observaciones:
“El lenguaje que hablamos le pertenece antes de pertenecerme. [. ]
Su idioma, tan familiar y tan extraño a la vez, será siempre para mí un
lenguaje adquirido. No he ni moldeado ni aceptado estas palabras.
Mi voz las tiene acorraladas. Mi alma se exaspera a la sombra de su
lenguaje”44.
Es verdad que una sola vez operó la sugestión, por un tiempo,
durante el retiro religioso, después del sermón sobre el infierno. La
clave de ese momento particular, de ese instante de fallo, de apertura
hacia el Otro divino, se revela sin duda en la idea de abandono del
alma a Dios. El término utilizado por Joyce para evocar la unión
entre el alma y su amo, surrender —que es más que el abandono, más
bien la rendición —en sus connotaciones a la vez militares y sexuales,
evoca un poco un esbozo efímero de la solución schreberiana por
medio del empuje-a-la-mujer. Pero este no era su camino, es evidente,
y para él, el misticismo no fue ni siquiera una veleidad. Si fue excepción,
no es por el consentimiento, sino por el rechazo sostenido, que
tampoco se confunde con la rebeldía crítica del adolescente,
tradicionalmente admitida como un paso obligado.
Negativismo no es rebeldía. Esta última rechaza la realidad de
los padres y en general de todos los antecesores, a nombre de los
ideales que han transmitido y que, precisamente, son siempre del Otro
—Lacan escribe eso: I (A), ideal del Otro. Al contrario, el joven “artista”
rechaza el discurso mismo, todos los valores que conlleva y que suenan
hueco a sus oídos. En cuanto a la literatura, al arte que exalta en
contra del Otro real, es sólo aún un arte por venir, el suyo, a pesar de
las diversas alusiones admirativas hacia Ibsen y Yeats. De hecho, es la
realidad entera la que se rechaza a nombre de lo que el sujeto cree que
debe explicar. Se podría ciertam ente denunciar un rasgo de
megalomanía —lo que hizo Yeats —pero ese negativismo .pasó al acto.

44 IbúL, p. 717.
Puesto que no debemos olvidar que el Retrato es la historia de una
extracción que, culminando en el exilio, inscribe la posición del sujeto
en lo real y en la lógica de su vida. Ahora bien, no se trata del exilio
transitorio de un hijo de ricos que se va con el tiquete de retorno en el
bolsillo, sino del exilio definitivo de un hijo “desposeído”, tanto
materialmente como simbólicamente.
Aquí tenemos que unir el personaje con el autor y subrayar
que, más allá de todo miedo, con la sola certeza de su destino, Joyce
mismo, por medio del exilio, dio prueba de la seriedad de su opción.
Yo podría hablar casi de un exilio inmotivado, haciendo eco a una
expresión más conocida y para subrayar que sus motivos, en la práctica,
no se fundaban en la coyuntura. Ni Dublín, ni su familia, ni sus
compañeros, rechazaban al joven. No vemos tampoco que el Arte,
incluso con mayúscula, haya exigido otro país. No es ni la necesidad,
ni la llamada de la lejanía, lo que lo llevó a decir “me voy”. Fue el
trabajo de la execración negativista que hizo pasar al acto su rechazo
de discurso. Así, Joyce se transformó en ese “desarraigado” tan
voluntario y siempre fuera de fronteras.

L a le n g u a -o b j e t o :
Ahora llego a esta pasión de lalengua, presente en todas par­
tes, en la obra de Joyce y explícitamente atribuida al joven Stephen.
El gusto por las palabras, los ritmos, la palpación de la materia
lingüística, son el testimonio de que lalengua es de entrada abordada
como un objeto. Un objeto separado del decir, separado de las
funciones de comunicación, y que afecta, independientemente de lo
que el discurso transmite en materia de significación. El número de
pasajes consagrados a ese objeto es en sí mismo diciente.
Aquí tenemos un sujeto cautivado por las palabras, que reúne
su “thesaurus”, su “tesoro” —tesoro es el término utilizado por Lacan
para designar el lugar del Otro —que “se abastece de palabras”, que
pretende “liberarlas de una vez por todas” y, sobre todo, que lee los
diccionarios. Con estas obras, que precisamente no están destinadas a
ser leídas, porque no dicen nada, el joven se deleita, absorto con el
censo de las interconexiones, las derivaciones, las difracciones infinitas
del sentido. De ese modo se vuelve “poeta con premeditación”, que
quiere “explorar el lenguaje por su propia cuenta”.
A esta extraña pretensión de ser el agente de su propia lengua se
añade otra predisposición: el joven Stephen se presenta como un “sujeto
... a la escucha, “hipnotizado por la conversación más banal”. A la
escucha, no de voces alucinadas, sino de voces oídas en la realidad, y
todas, próximas o alejadas, insignificantes o convencidas, suenan a sus
oídos como separadas de su sentido y dispuestas a significar
inefablemente. Puesto que ese susurro, apenas captado, se epifaniza, se
convierte en creación. Entonces, la banalidad vuelta de repente admi­
rable se metamorfosea y ¡“salva” las palabras que pedían “ser
interpretadas”! ¿No es bien singular este clamor de palabras tan vivas
por suspirar delante del intérprete?. En todo caso, la frontera con el
significante en lo real del automatismo mental es aquí muy tenue y se
relaciona solamente con la atribución subjetiva del personaje.
Estas “cualidades insólitas” —así las califica el autor mismo —
testimonian no solamente un cortocircuito de los significados del Otro,
como ya lo dije, sino también un sujeto afectado en el punto preciso
donde se anudan el significante y la significación. Aquél que escruta el
lenguaje, “no palabra por palabra, sino letra por letra”, que se repite las
expresiones hasta que pierdan su significación y se transformen para él
en “palabras admirables”, éste ¿no sería el paciente de un “desorden
provocado en la juntura del sentimiento más íntimo”45, no de la vida,
como lo dice Lacan de la psicosis, sino en la juntura del “asentimiento”
que provoca todo significante una vez percibido?46 Además, Joyce cita,
en las páginas evocadas, La gram ática d el asentimiento de Newman.
De ese modo, tanto sus pasiones como su interés, se dirigen a
las palabras más que a las personas y nada puede afectarlo más
violentamente que las palabras. “Desprecio devorante”, “cólera
inmoderada”, rabia, entusiasmo, toda esta efervescencia se dirige
curiosamente a la cosa verbal. En consecuencia, el mal uso de un término,

” Jacques Lacan, Ecrits, edition du Seuil, París, 1966, p. 558.


1111¡bul. p. 536. v
un empleo aproximativo, una ignorancia, valen como una falta capital,
y la "desenvoltura" en cuanto al valor de las palabras, a sus ojos, es una
verdadera “degradación de la vida”47.

Las deficiencias de lo imaginario:


Evidentemente, la hipertrofia de la cosa verbal, la exclusividad
reservada a lalengua debe ser comparada a la deficiencia de las pasiones
imaginarias. En el retrato de Stephen, se puede percibir la falla en la
identificación narcisica al cuerpo propio y Lacan fue quien lo ha puesto
en evidencia. La evanescencia de su rabia cuando recibió la paliza que
le dieron sus compañeros o también la inconsistencia de su vanidad
cuando su éxito teatral, testimonian ese defecto. Debe ser puesto en
relación con otros dos rasgos legibles de estos textos: la indiferencia
frente a sus semejantes y un “orgullo’’ bastante exagerado que evoca
un matiz de megalomanía. Estos dos detalles dan tesmonio de una
posición en lo imaginario fuera de lo común.
Por una parte, un desapego curioso, un “egoísmo indesarraigable
que calificaría más tarde de redentor”48, y que va hasta el odio a su entorno”.
Él mismo subraya lo extraño en eso cuando dice que su personaje está
separado por un “abismo” de los miembros de su propia familia.
“Ninguna vida, ninguna juventud se movía en él, como se había
movido en ellos. No había conocido ni los placeres del compañerismo,
ni el vigor de una ruda y viril salud, ni la piedad filial.”49
Nada extraño entonces si, en el momento de la gran despedida,
presta a su madre la siguiente interpretación:
“Ella reza ahora, me dice, para que aprenda por mi propia existencia,
lejos de mi familia y de mis amigos, lo que es el corazón y lo que éste
resiente” para concluir con una feroz ironía: “Amén. Así sea”.
Joyce nos habla aquí de un ser impermeable a la piedad, aunque
sea ésta la primera de las pasiones imaginarias, impermeable a la
simpatía o la compasión; un ser que ignora el contagio de los afectos

47James Joyce, Portrait tU Tartiste enjeune homme”op. cit. p. 341.


48 Ib 'uL p. 348
49 Ibid. p. 624.
del grupo y que, una sola vez, justo antes de la representación teatral,
tuvo “el espacio de un instante excepcional” “la impresión de cambiar
de naturaleza”, “la sensación de revestirse con los atributos de la
adolescencial”50. Este es el retrato de un espíritu alejado de toda
compenetración con sus semejantes y que “ilumina con una luz fría
todas sus justas, sus alegrías, sus penas, como la luna iluminaría una
tierra más joven”51. Un espíritu fuera del alcance de las pasiones
especulares y que, en total, fija sobre el mundo una mirada ... de
entomólogo. El defecto de la juntura entre el significante y la
significación, que hemos evocado antes, tiene por correlato la carencia
resentida a nivel del lazo social. Se verifica aquí claramente lo que ha
sido tan a menudo desconocido en la clínica: que los fenómenos de
lenguaje tienen siempre como garantes a los fenómenos libidinales.
Por otra parte, una certeza orgullosa e “impasible”, gracias a la
cual su exclusión del discurso se sublima en posición de excepción,
con el rasgo de megalomanía que ya cité. Esta certeza es la que siempre
lo “empujó a considerarse como un ser aparte, en cualquier orden
que fuera,”52 a ver “los actos y pensamientos de su microcosmos como
convergentes hacia su persona”, a hacerse el “anunciador de un orden
nuevo”53 donde alojar, sin duda, la virulencia de las pulsiones que la
frialdad de su espíritu no excluía. De allí que este incrédulo, que no
consiente al Otro, es propenso a manejar la altanería y la ironía, seguro
de que su destino excepcional le permite mirar con desprecio todo lo
que se deja conducir por la pasiones comunes, todo lo que se doblega
ante los semblantes de la familia, de la religión, de la política e incluso
de la pareja. Le quedaban pues “el silencio, el exilio, la artimaña”54
—la de su arte, supongo—. Ese es el modo como el Joyce legible me
parece explicar a Joyce el ilegible. Fue lo que bien podemos llamar ...
un martirio de la lengua.
El m á rtir d e laleiigua

Lacan dijo del psicótico que era un “mártir del inconsciente”.


Era reformular lo que había dicho Freud. Éste había insistido en el
hecho de que el inconsciente del neurótico es reprimido, a diferencia
del psicótico cuyo inconsciente está “en la superficie”. Lacan había
retraducido la expresión en términos de “retorno a lo real”. Mártir
del inconsciente-lenguaje es otra reformulación. No contradice la pri­
mera, la completa. De hecho, el sujeto psicótico sufre del significante
en lo real y a veces hasta la persecución, pero a la vez es también
testigo - es el segundo sentido de la palabra mártir - de la heteronimia
del lenguaje. Esta es normalmente desconocida, cada cual imagina
que el lenguaje que habla es su lenguaje, que dispone de él y del cual
él se sirve. Son los fenómenos de la psicosis los que revelan el hecho
de que este desconocimiento generalizado, es condicionado por algo
como un asentimiento originario al discurso del Otro, una “oscura
decisión del ser”, decía Lacan.
A Joyce le considero como mártir de la lengua, para marcar su
diferencia. Los fenómenos específicos que presta a Stephen se sitúan
electivamente en la juntura entre sonido y sentido, en la juntura en­
tre lo oído y lo que eso quiere decir. La sensibilidad precoz del niño
a esta dimensión es algo muy misterioso. La menor clínica de la vida
cotidiana permite, en todo caso, darse cuenta de que el niño distin­
gue muy temprano las palabras oídas de todos los otros ruidos que lo
rodean y que adquiere mucho antes de una pronunciación correcta,
un dominio del uso de las palabras que conoce. Sólo el niño autista es
excepción aquí: queda al margen de la cosa lenguajera y no eleva al
nivel de lo simbólico la relación al Otro primordial, la madre. Este no
es el caso de Joyce, evidentemente, pero él escoge lalengua contra el
lenguaje.
En esa juntura donde se sitúan todos los afectos singulares
que describe. Tuvo un sentimiento tan fuerte de lo facticio del lenguaje,
de su contingencia histórica, de su artificio, que fue impulsado a
recusarlo, como lo dije ya. Rechazando al Otro, negándose a recibir
su propio mensaje, se enfrenta directamente a la lengua en tanto que
lugar de los elementos pulverulentos, múltiples y multiplicados que
allí están depositados, porque son consecuencia de las experiencias
vividas de una comunidad. El enjambre de sus innumerables
elementos, en los que la unidad de cada uno es problemática, vacilando
entre la letra, el fonema, la palabra o la locución, en que la combinatoria
es sin límite. Ese fue su verdadero objeto, que emerge de debajo de las
significaciones impuestas por el Otro.
Lacan, al final de su enseñanza, fue llevado a reformular la
tesis princeps del psicoanálisis. Esta decía que al principio está el
traumatismo ... sexual. Lacan vuelve a plantearla para decir que lo
que traumatiza es lalengua. Esta fórmula, implicada en la última
definición del síntoma como goce de la letra, elemento del incons­
ciente, no tiene evidentemente, la misma evidencia clínica que la tesis
freudiana.
El neurótico en análisis reiterativamente se queja del peso del
discurso del Otro, de las palabras oídas como palabras esperadas en
vano, de las irrupciones de goce sexual siempre inesperadas y violentas,
se trate de aquellas que asaltan su cuerpo o aquellas que él sorprende en
otros, en instantes indelebles, inscritos para siempre. Sin embargo, la
lengua misma raras veces se vuelve objeto directo de su preocupación,
salvo en débiles esbozos. Para él, las cadenas del discurso, con todos sus
significados, hacen pantalla a la lengua y en su síntoma, no reconoce la
naturaleza de la letra encarnada. Joyce habrá sin duda contribuido a
orientar a Lacan en esa vía. Para él, no hay duda: lalengua está en la
superficie como objeto y pareja para gozar. Es a cambio, creo haberlo
mostrado, de una travesía de significados del Otro que deja su cuerpo
al margen del síntoma. Plagiando la fórmula del seminario Encoré, “el
inconsciente es lo real, lo real del cuerpo hablante”, podría decir de
Joyce que para él, el inconsciente, lejos de ser lo real del cuerpo es solo
lo real de lalengua, esa nebulosa sin cuerpo, sin cuerpo viviente en todo
caso.
Así, el “desabonado del inconsciente” encarnado se vuelve
conectado de lalengua fuera de cuerpo. Extrañamente, es con ese
síntoma “loco”, entre comillas, del cual es mártir, que el traumatizado
de lalengua logra, por falta de cuerpo, volverse a nombrar y hacerse
un ego de su fabricación. Pero esta es otra operación que lo hace “entrar
como amo en la ciudad del discurso”55.

N om inación

Cuando quiso nombrar a Joyce, Lacan no dijo Joyce, las lenguas,


o “l’élangues” '- neologismo lacaninano conjunción de langue=lengua
y elation= elación - como lo dice en su lección del 18 de noviembre
de 1975, para evocar la nota de elación maníaca que caracteriza el uso
joyciano y que Philippe Sollers había notado. Hubiera sido nombrarlo
por su síntoma, el síntoma que tenía, como uno dice “tener” un cuerpo.
La letra gozada del síntoma conlleva la mayor variedad en cuanto al
parejo que la soporta. “Varidad” decía Lacan, para condensar la verdad-
lenguaje con la variedad de modalidades del goce.
Finalmente, un sujeto no tiene otro nombre propio que su
nombre de síntoma. Todo sujeto tiene por lo menos dos nombres: su
patronímico y el nombre que lo renombra, sin llegar necesariamente
al renombre —equívoco valioso. Del nombre propio, se espera que
indexe una y sólo una existencia y que valga entonces como un
“enunciado singular de existencia”. Si se concibe según la línea de las
teorías descriptivas de Russel y Frege, como indisociable de una o
varias propiedades de su referente, o según Kripke, como un
“designador rígido”, desconectado entonces de toda propiedad que
diría “lo que hay, que es”, según la expresión de Willard Quine, en
todo caso, se espera del nombre propio que designe una existencia y
una sola. Entonces el nombre propio, no es un significajnte que
representa un sujeto calificable con el mismo número de atributos
como lo hay de significantes posibles: no hay sentido y tampoco
homónimos.

^acan*Actas: del seminario “L’acte psychanalystique”, op. cit. P. 22.


A este respecto, se ve que el patronímico, cuya práctica por
otra parte es relativamente reciente en la historia, tiene dificultades
para alzarse hacia el nombre propio: la impotencia de su poder discri­
minante hace de él, más bien, un nombre impropio. En efecto, ¿cómo
lograría designar unívocamente un individuo y uno sólo, cuando hay
tantos homónimos y cuando además, cambiar de patronímico no es
una práctica escasa, incluso es la regla en ciertos casos, para las esposas
por ejemplo? El sujeto le da importancia a su patronímico, es cierto.
Pero es porque le viene del Otro que se lo transmite y porque el sujeto
tiene tendencia a evocar su marca. Incluso completado por el nom­
bre, en el que se inscribe el deseo que ha presidido al nacimiento del
sujeto y que por consecuencia es un significado del Otro, el
patronímico, que es considerado como sin sentido, a diferencia del
significante, de hecho no tiene la capacidad de designar una existencia
única y de fijar una identidad.
El nombre propio, si designa una y sólo una existencia, no se
puede disociar de la identidad —que hay que distinguir de la
identificación. Lacan lo entendía así cuando remarcaba en “Subver­
sión du sujet et dialectique du désir”56, que con el nombre propio, el
enunciado se vuelve igual a la significación. Eso quiere decir que es
un nombre que designa lo “impensable” del sujeto, o sea, su ser fuera
de significante, su goce incalificable pero único. El nombre propio
no subsume los atributos significantes que designa, sino que es el
colofón de lo que es único e idéntico a sí mismo en ese referente. Debe
entonces tener éxito ahí donde fracasa el patronímico.
En la clínica se observa ese empuje hacia el nombre propio, lo
indican muchas prácticas. Por ejemplo, la práctica del sobrenombre
que busca el rasgo distintivo de unicidad, e incluso la práctica del
diminutivo que inscribe la familiaridad de una relación electiva. Son
intentos para alcanzar la singularidad especificada de un ser. La policía
también es testigo: precisamente, debe resolver problemas de identidad
para asignar un culpable como uno y sólo uno, busca el “signo

Subversión deí sujeto y dialéctica del deseo.


particular” complementario del patronímico, con la seguridad que
cada cual tiene un solo signo particular: huellas digitales o genéticas,
acento, grafía infalsificabie de la firma, etc. Porque si el nombre propio
es puro índice de una existencia, se debe poder identificar esta última,
es decir, reconocerla sin posible equívoco.
Entonces entendemos que el síntoma, en singular, pueda ser
el verdadero nombre del sujeto, porque indexa a éste en su goce sin
par, y fija su identidad verdadera. Las obras, que son la firma de un
sujeto, tienen la misma virtud. Por una obra de excepción, en un
ámbito cualquiera, sea del arte, la ciencia o la política, el sujeto se
renombra, eso lo sabemos. Es más interesante notar que un sujeto
accede al nombre no solamente con hazañas, lo logra también con
fechorías. Jack el destripador, M. el maldito, Zorro el justiciero, son
un todo: nombres de síntoma. Estamos a un paso de decir que un
análisis es el acceso al nombre de síntoma.

No es casualidad si en la enseñanza de Lacan, las fórmulas de


1975 sobre el síntoma como función de la letra y el Padre como
función del síntoma culminan en las elaboraciones sobre la función
de la nominación. Pasar del Nombre-del-Padre al Padre del nombre
no era para Lacan simple juego verbal. Ese deslizamiento obedece a
una lógica más profunda, lo prueba el hecho de que Lacan necesitó
veinte años para producirlo y ni siquiera es una “contrepéterie” - juego
humorístico popular en ciertos círculos intelectuales franceses en el
que invirtiendo mentalmente sílabas o letras, uno pronuncia una frase
pero "dice" otra lo que le da un sentido divertido o picaresco y a veces
grosero - al nivel de las asonancias...

Sintom ato logia

Esta lógica se produce en tres etapas: 1. El padre tiene una función de


anudamiento - la tesis está presente desde el comienzo, aun si no se for­
mula inmediatamente en términos de nudo borromeo. 2. El “sinthoma”
juega el mismo papel en materia de anudamiento —los Nombres-del-Padre
son plurales. 3. Nombrar, es anudar —y de ese modo se cierra la ronda.
Retomo el tema. La función Padre es una función borromea que
inserta el goce real del sexo y de la generación en un lazo social que
supone el anudamiento de lo imaginario con lo simbólico. Todo síntoma
que opera tal anudamiento —lo que Lacan llama para Joyce el “sinthoma”,
tiene el mismo efecto que el Nombre-del-Padre, porque suple por sus
propias vías a la función anudamiento. Joyce, el artista, que ocupa su
mundo, se promueve “hijo necesario” —en oposición a todo otro hijo,
siempre contingente —hijo necesario que no cesando de escribirse por
medio de su arte y forja “la conciencia increada de (su) raza” 57. “En ese
sentido, “hijo necesario” es realmente un nombre de síntoma.
Lacan enumeró varios de estos Nombres-del-Padre plurales:
la mujer, también el Hombre de la máscara de la obra de teatro de
Wedekind. Pero citaré el prefacio del Eveil du printem ps 58\
“El Padre tiene tantos y tantos que no hay ni Uno solo que le convenga,
sino el Nombre de Nombre de Nombre. No hay Nombre que sea su
Nombre propio, sino el Nombre como ex —sistencia”.
Esta letanía evoca “el nombre de la canción” de Lewis Carroll
y los comentarios de Deleuze en su Logique du sens59. Entendemos
en todo caso: Padre, es un Nombre; el Nombre-del-Padre entonces es
un nombre de Nombre; en consecuencia, Un Nombre-del-Padre, uno
de los cuales hay tantos —la mujer, el Hombre de la máscara —será un
Nombre de Nombre de Nombre. Decir que el Padre no tiene Nom­
bre propio quiere decir que no es un hablantaser, sino una función
de significante, un semblante entonces, y en efecto, el hombre de la
máscara de quien no se sabe lo que es en su goce, lo dice muy bien. El
hijo necesario puede también tomar su lugar en la serie.
Vemos ahora que la nominación misma no solamente se hace
siempre en un lazo social, sino que instaura algo de lazo social. En el
renombre el fenómeno es evidente, se muestra con brillo en el lazo
entre una celebridad y su público, pero vale de manera más general.
El hombre de las ratas por ejemplo o el Hombre de los lobos ¿Qué
hizo Freud? Nombrarlos por su síntoma, su síntoma de entrada en el
57James Joyce, op. cit., p. 781.
,B El despertar de la primavera
59 Lógica del sentido.
análisis. Con Joyce, Lacan va más allá: nombra un “sinthoma” que no
se impone a la superficie de los fenómenos, como en los dos prime­
ros, sino que tuvo que construirlo primero. Sospechemos entonces
que hay nominaciones y nominaciones, aparte del hecho de que hay
falsas nominaciones. Así llamo yo las que se hacen a partir de las
propiedades de lo nominable y que consisten en designar el ser no
impensable, como en los casos en que se nombra por ejemplo una
capacidad, puesto que así se apunta necesariamente a un rasgo de
conformidad y no a una singularidad incalificable. En cuanto a la
auto-nominación, queda excluida. El síntoma puede ser autista, ya lo
dije, cuando se encierra en el solo goce del cuerpo propio, lo que np
es nunca la nominación.
De hecho, en la experiencia, el poder de nombrar es relativamente
disperso, es función del lazo social. ¿Quién nombra? El amor, sí. El
analista, sin duda. El público, que con su veredicto decide el renombre.
Lo importante, en cada caso, no es tanto saber quién nombra, sino la
naturaleza del lazo que se instaura a la vez entre la nominación y quien
preside.
En el amor, el nombre se da. Desde Fonction et Champ de la
parole et du langage, 60 Lacan, cuando, hablaba de la palabra plena, la
que en el fondo nombra el síntoma, decía: si lo llamo con el nombre
que le doy, sea cual fuere, [...] me contestará. A eso había puesto en
paralelo la palabra de Ysée en L epartage de m idi 61 de Paul Claudel: si
me llamas con un nombre que sabes y que ignoro, [...] no podré resistir.
El amor otorga el nombre, pero no cualquier nombre: el nombre de lo
que soy para el Otro, o sea, el nombre del síntoma que soy ... para él.
Ya que la interpretación analítica no apunta hacia el ser
identificado sino, al contrario, hacia lo que Lacan llamó al principio el
“tu eres... extática”, es decir el ser de goce, podemos decir que esta
interpretación culmina con el nombre de síntoma. Eso es lo que hace
Lacan con Joyce, sin psicoanálisis, pero no sin el psicoanálisis. Después
de haber disociado el analista del padre, sea éste imaginario, simbólico

60 Función y campo de la palabra y del lenguaje


61 La partición del mediodía
o real, hace que se junten el analista y el padre del nombre. La fórmula
sin embargo, es engañosa, propicia a malentendidos por lo menos. Puesto
que el nombre interpretado, así lo llamo, no es el nombre del amor, el
nombre que da el Otro. Tampoco es un nombre inventado, un nombre
de capricho: la operación analítica pretende solamente renombrar la
fixion - neologismo lacaniano mezcla de fiction=ficcion y
fixation=fijación - de goce que es el síntoma, sancionándolo como el
nombre verdadero del sujeto.
Aunque fue con dificultad, Joyce en cuanto a él encontró su
audiencia: no fue adquirida por lo ilegible, sino que sobrevivió a lo
ilegible, algo trabajoso de antemano. Tuvo éxito para pasar del trauma­
tismo de lalengua al síntoma-nombre, que hizo de él un maestro del
discurso. Con “Joyce el síntoma”, Lacan lo nombra no por medio del
síntoma que tiene, lalengua, sino por el síntoma que es. Otra singulari­
dad de Joyce. En su carrera de artista, él “se cumple como síntoma”,
según eso que uno desea de una mujer, pero de otro modo. Está pues
ofrecido a la lectura imposible y a los comentarios que deseaba con
ardor.
¿Qué es él, entonces, para nosotros, supuestos lectores de estos
escritos sin palabra? Ya lo dije, uno lo lee sólo a partir del momento en
que uno se interesa en él: no es ni poema, ni poeta, sino ingenioso
artificioso; la perplejidad que suscita pide explicación —por medio de
las fuentes, los préstamos, las referencias, los posibles sentidos, recortes,
etc. De ese modo, reenvía sobre su público el traumatismo que sobre­
pasó: el mártir de lalengua acaba siendo maestro del discurso, ofrecien­
do al horror de sus lectores el real fuera de sentido de su síntoma.
Ya en 1967, Lacan había puesto a Joyce en la serie de los Profetas
de lo que llamaba la “Dio-logie”, entre Moisés y el Maestro Eckhart.
Era ya, formulada de otra manera, la tesis de los años 1975. Reconocía
en Joyce un especialista del Nombre-del-Padre-Dios. Faltaba poner la
equivalencia Nombre-del-Padre y síntoma, para decir de Joyce: él es
sintom atología, alguien que, lo dice así, logró “recorrer los
disentimientos”, es decir, explorar los grados y las funciones del síntoma.
Así nos permite distinguir su síntoma del sólo gozar y su síntoma de
hacer lazo, o sea, su gusto por la letra pura y su voluntad de renombre.
PESSOA, LA ESFINGE1

«S er h o m b re es no e sta r co n fo rm e»
Así hablaba un anti-revolucionario decidido:
Fernando Pessoa, uno de los más grandes poe­
tas de este siglo. Agrego un tercero a la pareja
Rousseau-Joyce en la que ya me he interesado.

El ego reven tad o

Los críticos de Fernando Pessoa evitan evocarlo como un caso,


pero si raramente lo hacen, entonces se apresuran a ponerle las comi­
llas, a falta de las cuales temerían parecer degradar al... Poeta. Porque
todavía, se creegeneralmente que ahí donde está la obra, ya no está el
síntoma. Enefecto, pura petición de principios. Jacques Lacan al
consagrar un año de su Seminario de psicoanalista a James Joyce, no se
dejó intimidar por esta clase de «no se meta con eso». No hizo esto para
hacer crítica literaria, tampoco en beneficio del psicoanálisis aplicado y
aun menos, aparte de algunas observaciones exactas., para hacer la
psicobiografía, sino que lo hizo para decir lo que para el sujeto Toycé
fue la función especifica de su obra v el modelo que ella constituye.

1 Lo esencial de los textos accesibles, excelentemente traducidos, están disponibles en los VIII tomos publicados
por Cbristian Buorgais. Las ediciones La D ifférencc han igualmente acometido la publicación de las CEuvres
completes de Pessoa en Francés cinco volúmenes: para los textos publicados en vida del autor y quince volúmenes
previstos para las obras póstumas. {en castellano no se ha emprendido este trabajo y las obras de Pessoa están
dispersas e incompletas] La correspondencia será citada según el volumen de cartas y documentos establecidos
por José Blanco y traducido al francés bajo el titulo Pessoa en personne, Ed. de La Différence, 1986. {Las anotacio­
nes del traductor serán indicadas por corchetes, no hay traducciones disponibles en castellano de algunos textos
y en otros fue difícil su localización]
Como poeta, si Pessoa no es un caso es al menos un fenóme­
no. ¿Quién, fuera de él como escritor habrá dado a luz varios autores,
cada uno con su obra bien diferenciada, con su inspiración propia y
también su retrato y su biografía singular, los famosos poetas
heterónimos, compañeros y parejas del diálogo del poeta.. .Fernando
Pessoa quién, él, es además otro?

Por otra parte, en lo que a él le concierne, no dudaba en ha­


blar de él mismo como de un caso. A decir verdad no sabía bien cuál,
pero eso no le impedía tener sus convicciones, plantear su diagnósti­
co en términos de psiquiatría, e incluso redactar en 1907 y a la edad
de 19 años2, la falsa carta de un supuesto psiquiatra interrogándose
en relación a este sujeto, pues se sentía, se sabía al borde de la locura,
atraído por el hospital psiquiátrico que evoca frecuentemente, pero
adonde sin embargo no llegó nunca. Sin embargo, también distin­
guía su caso del caso del poeta, pero sutilmente, pues la poesía misma
le parecía depender de algo así como de un diagnóstico. Un diagnós­
tico de otro género, por supuesto no aquel del psiquiatra, sino el del
poeta-crítico. Dio pruebas como ejemplo a este respecto, desarro­
llando lo que no seria excesivo llamar una especie de nosografía racio­
nal y racionalizante de la literatura universal, desde Homero — el
más grande de los grandes, según él — hasta los balbuceos de la poe­
sía futurista de comienzos de siglo. De un caso al otro, del caso del
escritor como persona a aquel de su escritura, tiende, sin embargo,
puentes cuando se trata de él mismo, enraizando el uno en el otro en
lo que llama la «despersonalización»/

Es ahí donde la aproximación entre Joyce y Pessoa se impone,


el ego desfalleciente de Joyce, encontrando de seguro su pareja en
Pessoa, en la llamada «despersonalización». Pero si [oyce-el-síntoma,

2 Blanco Pessoa enpmonne París, Ed de La Différence.. 1986. p.69 ¡Sobre este punco ver en castellano: Crespo
A Vida plural de Femando Pessoa. Ed. Seix Barra], p. 46-48)
3 Las referencias sobre este punto serian numerosas Ver principalmente la carta del 13 de Enero de 1935 a Adolfi
Cosáis Monteiro, sobre los heterónimos, op cit. p. 297 { Esta carra ha sido publicada en castellano en el texto.
Pessoa F., Sobre Literatura y Arte. Ed Alianza tres, p. 40-52 }
volviéndose el Único por su arte, se construye un ego de suplencia^
¿qué decir de la puesta en plural del yo en Pessoa? La colección de
personalidades que él invento_v a quienes trata como próximos, plan­
tean frecuentemente una cuestión apremiante tanto al lector como a
los críticos.
Ahora bien, en esta constelación, además del poeta y el crítico
literario, está el político. ¡Y qué político ¡apasionadam ente
antirrevolucionario, es enemigo declarado de todosToFvalores de la
democracia moderna y ... el místico obsoleto del alma perdida de
Portugal. Ahora bien, fenómeno curioso, nadie aparentemente pien­
sa hacer de Pessoa un paradigma del espíritu reaccionario. Rousseau»
la-convicción, el autor del Discurso y d el Contrato Social, permanece
en su siglo como el símbolo de los valores nuevos y el precursor del
mundo por venir. En cuanto a Joyce, a pesar de sus amores juveniles
por Irlanda, excluye todo pensamiento sobre la revolución y sus va­
lores, pues su tratamiento extrañamente asemántico de la letra, anula
incluso la di-mension 4 de la ideología. El caso de Pessoa es muy
diferente. Él se mete en política y sostiene tesis bastante ofensivas, de
las que nadie sin embargo le solicita explicación. No se puede simple­
mente creer que su faceta de poeta haga que se le perdone la de polí-
tico. Veo más bien u n efecto de perplejidad. Pues Pessoa, él también,
utiliza mal la semántica, aunque de una manera diferente a la de Joyce.
Ahí donde este último procede por una desecación de las significa-^
ciones, Pessoa las pulveriza. Agarrando cada una de estas facetas de la
verdad engañosa, él las anima y las exalta a su turno, pero las anula
todas yuxtaponiéndolas, Esta sincronía de aserciones diferentes, ema-
nando además de un enamorado de la lógica, a quien uno no podría
acusar de ninguna desenvoltura con respecto al razonamiento, pone
en tela de juicio la afirmación unaria de la obra y conduce inevitable­
mente a interrogarse sobre lo que podría ser en este contexto la pa­
sión política de Pessoa.

4 {Dit-mension- mansión o morada del dicho, como señaló Lacan dit=dicho y menson por homofonia maison}
La obra russelliana

Poeta múltiple, Pessoa no es simplemente un mitómano que


crea interlocutores imaginarios y tampoco solamente un dramatur­
go, aunque él reconozca su inspiración de dramaturgo: si inventa los
personajes, como bien lo señaló uno de sus contemporáneos y ami­
gos, produce sobretodo las obras originales, los estilos diferentes, del
que los autores toman cuerpo y presencia para él. El resultado es una
obra de estructura russelliana; el conjunto de las producciones c^e
Fernando Pessoa, comprendiendo a título de elementos los escritos
del mismo Fernando Pessoa.
A esto viene a agregarse la incertidumbre sobre el contorno
definitivo de esta obra plural, pues gran parte de ella permanece in­
édita. Y más aun: una de las producciones mayores, el gran, el único
texto narrativo del «semiheterónimo» Bernardo Soares, en el cual
Pessoa trabajó casi toda su vida y al que le fijó el titulo de Libro do
desassossego - traducido al francés como Livre de Vintranquilité 5 . Y
que no fue conocido en vida de él sino muy parcialmente, quedó en
estado de rompecabezas, tanto por el número y la fecha de los frag­
mentos como por su composición definitiva, no habiendo sido fija­
dos por Pessoa quien consideraba en 19326, tres años antes de su
muerte, que era necesario al menos un año de trabajo para dar al
Libro la configuración terminada, que él no le daría nunca. Para su
Fausto, otra obra que atraviesa su vida, esto es aun más neto. El traba­
ja desde 19 0 8 hasta el mismo año de su muerte, pero no lo publica
(sus proyectos de publicación entre 1932 y 1935 incluso no hacen
ahí alusión) ni tampoco los compone, dejando la mayor parte de los
fragmentos sin fecha, frecuentemente garabateados a mano y casi
ilegibles.

5 (En español; Libro dtl desasosiego, Ed. Seix Barral y Editorial El Acantilado; Barcelona 2002 en su primera
publicación completa de los fragmentos al castellano}
6 Carta ajoao Gaspar Simóes del 28 de Junio 1932 «Sucede, sin embargo, que en el Libro del Desasosiego hay. mucho
que equilibrar y revisar, y honradamente calculo que hacerlo me llevará por lo menos un año» p.286 { En Sobre
Literatura y Arte. Alianza Tres, p.39 donde la carta aparece fechada del 28 de julio de 1932}
Se comprende que el encarnizamiento exegético, despliegue al
máximo sus esfuerzos alrededor de ese texto en movimiento, casi tan­
to y más que alrededor de Joyce. Para el solo Libro d el desasosiego,
desde 1 9 8 2 , fecha de la primera edición, cuatro ediciones más en
portugués han aparecido, cada una proponiendo, según su interpre­
tación, un nuevo ordenamiento para los fragmentos, de los cuales la
mayor parte no fueron fechados por Pessoa. Sin contar las versiones
publicadas en español, francés, italiano, alemán y aquellas que ven­
drán. Lo mismo para Fausto, con toda probabilidad, las dos versiones
aparecidas hasta ahora, cada una con su orden, no serán las últimas y
que las interpretaciones se m ultip lic an, rivalizando con los
heterónimos.
Así Pessoa, después de probablemente haber, como Mallarmé,
soñado con el Libro, habría logrado dejar mas de un libro inacabado,
el libro infinitamente modificable, él mismp_ parte de una obra no
toda advenida, que deja para la posteridad la carga de continuar un
work in progress sin punto final. Como si «Fernando Pessoa» no fuera
nada más que el nombre de un conjunto sin contorno, donde los
nombres propios que engendran las obras terminadas, están cerca de
otras en una dolorosa búsqueda de bautizo, consagradas a los limbos
del inacabamiento, hasta que la posteridad tenga a bien apadrinarlas.

El b a ú l d e F em an do Pessoa

Esta parte de «no realizado», esta «zona larvaria»7, tesoro de


exegetas y objeto de meditaciones tanto como de codicias8 es el baúl,
famoso; baúl donde Fernando Pessoa depositaba sus manuscritos, que
lo contiene. «No evoluciono. VIAJO», escribe Fernando Pessoa el 2 0
de Enero de 19359 Precisa que las mayúsculas están ahí por un error

7 Lacan J., Seminario XI Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Ed. Paidos, p 31.
8 Cf con relación a este sujeto respecto ver el destacable articulo de Antonio Tabucci, intitulado "Une malleplein
de gens" Paris. Ed. Christian Bourgois, 1992 {Artículo de Antonio Tabucci “Un baúl lleno de gentes” En el libro
Un baúl Heno de gente. Escritos sobre Femando Pessoa Temas Grupo Editorial, Buenos Aires 1998> p 19-59}
9 {Carta a Adolfo Casais Monteiro. En: Sobre Literatura y Arte. Alianza Tres, Madrid, 1985 p-51}
de digitación pero que le parecen convenientes para que él así las
deje. En la realidad, Pessoa adulto no abandonará el centro de Lis­
boa. En su vida, no hizo sino una sola gran ida y vuelta al Africa del
Sur. Habiendo partido a los siete años por razones familiares, vuelve
a los diecisiete años con su gran baúl, — conservémoslo en singular
— para no moverse más, prestando a Bernardo Soares, el autor
semiheterónimo del Libro d el desasosiego, un horror a los viajes reales
que parece mas bien ser el suyo 10. Él escribe sin embargo a Armando
Córtes-Rodrigues, un profesor y poeta amigo, el 19 de enero de 1915:
«Anduve de viaje algunos años recogiendo maneras de sentir. Ahora,
habiéndolo visto todo y sentido todo, tengo el deber de encerrarme
en casa, en mi espíritu y trabajar cuanto pueden y en todo lo que
pueda, para el progreso de la civilización y el ensanchamiento de la
conciencia de la humanidad», etc.11. Que no se equivoquen sin em­
bargo ahí: es un «viaje inmóvil» de lo que se trata12, Ulises sedentario,
Pessoa es un nómada del sólo pensamiento, un itinerante de lo imagi­
nario, el visionario de un viaje a domicilio. Él le hace decir a Bernar­
do Soares: «mi ideal sería vivirlo todo en plan de novela»13, y no duda
que la imaginación palpa lo real y hasta mejor que la percepción: «Si
imagino, veo, ¿Qué más hago si viajo ?» 14 Es que la «mentalidad»
remplaza todos los continentes y los universos soñados le parecen
más reales que la realidad, para él siempre un poco fantasmática.
El baúl recogió los depósitos de esta travesía inmóvil y mental.
Pues Pessoa no tuvo aparentemente nunca la perseverancia para
publicar que animó a Joyce. En total, lo hizo bastante poco y fre­
cuentemente por solicitud. Desde el punto de vista cuantitativo, ciento
treinta textos en prosa, esencialmente de crítica y de teoría literaria,

10 Cfprincipalmente los fragmentos I l l a 116 del Livre de l'intrmquilitéVo\ 1, Ed. Christian Bourgois Paris,
1988. “Ah que viajen pues aquellos que no existen! Para quien no es nada com o un rio, e l correr debe ser vida. Pero a
los que piensan y sienten a los que están despiertos; la horrorosa histeria d e los trenes, d e los automóviles d e los navios, no
les íieja dormir ni despertar, "etc {Pessoa F. , Libro d el Desasosiego Ed Seix BarraJ, Fragmentos 343 a 352 Citación
p. 280. 281}.
11 {En Sobre Literatura y Arte, Alianza Tres, Madrid, 1985, p.26}
12 La expresión da su título a una pequeña recolección de fragmentos publicado en francés por las ediciones
Rivages.
,3 Ibid., p. 202. { Pessoa F., Libro d el Desasosiego, Ed: Seix BarraJ, Fragmentos 342 p. 278}
14 Ibid. p. 203 {Pessoa F., Libro d el Desasosiego, Ed Seix BarraJ, Fragmentos 347 p- 281}
de reflexiones políticas o comerciales (!), y algunos trescientos poe­
mas publicados en vida. No es nada, sin duda, pero no es más que
una cuarta parte de las Euvres com pletes previstas.
El no habría publicado realmente sinó un solo libro con su
nombre, M ensaje (M ensagem)15, aparecido en 1934 y que inspira un
extraño patriotismo místico. En una nota autobiográfica de Marzo
de 1935, entonces poco antes de su muerte, hace un balance. Ade­
más de este texto, «juzga válido» en sus diversas publicaciones ocasio­
nales solamente los sonetos y poemas aparecidos en inglés en 1918 y
192216. En cuanto a su «defensa en favor de la dictadura militar en
Portugal», Interregno, publicado en 1928, él dice entonces «no ocu­
rrió». Su correspondencia indica desde otro punto de vista, ai menos
para lo esencial, lo que se propone publicar. Las tres cartas del 28 de
Junio de 1932 y del 25 de Febrero de 1933 a Joao Gaspar Simóes y
del 13 de Enero de 1935 a Casais Monteiro, a pesar de sus variaciones
en cuanto al orden previsto para las publicaciones, da una exposición
sumaría suficiente de sus intenciones. Es cierto que él pensó poder
publicar el Libro do desassossego, además de las recolecciones de poe­
mas de él mismo y de sus tres heterónimos, Alberto Caeiro, Alvaro de
Campos y Ricardo Reis. Ahora bien, esos textos están hoy en día
disponibles17. En cuanto al resto, para los pequeños papeles del baúl,
¿se habría aplicado a él mismo un apólogo que él toma en ocasiones,
aquel de las tres cajas de Portia, de oro, de plata y de plomo, entre las
cuales la vida demandara el escoger y entonces concluye que el más
afortunado es aquel que no abre ninguna y que no se lleva «sino el
recuerdo de las cajas bien cerradas» 18 ?
Pero, ¿qué puede hacer la posteridad con un baúl, a partir del
momento que él tiene un nombre? Ella lo abre: no menos de 25426
documentos19, en esa caja de Pandora, hoy transferidas a la Biblioteca
15 {En Español Mensagem Poemas esótericos publicado por Editorial Fondo de Cultura Ecónomica y Mensaje
(Mensagem) publicado por Editorial Hiperion.)
16 {En español: Antinoo y Otros poemas ingleses publicado por Editorial cendymión; Madrid, 1995}
17Ver los tomos I a IV de las CEuvres de Fernando Pessoa publicados por Christian Bourgois {No ocurre lo mismo
en Castellano, ya que no todo ha sido traducido}
18 Ouvres comptHes Prose I, París, Ed. de la Différence 1988. p 263 {No hay traducción del texto al castellano}
19 Cifra dada por José Blanco en el prefacio del volumen de las CEuvres completes de Fernando Pessoa publicado
por las ediciones La Différence que reagrupa los textos en prosa aparecidos en vida de Pessoa
Nacional de Lisboa. Seguramente, los especialistas esperan, que al
ritmo de las publicaciones postumas de ese gran lote de fragmentos
inéditos, ellas permitirán animar una actualidad siempre renovada de
Pessoa. Pero hay ahí, me parece, alguna sobredeterminación.

No es solamente que la época terriblemente fisgona, haya ad­


quirido el hábito de buscar el secreto de las obras en los cajones de los
autores. Creo que otra necesidad viene a redoblar la agalma de la
ocultación que aureola este baúl: aquella de suplir a la enigmática
ausencia del Uno en la obra de Pessoa, como si el baúl diera su cuerpo
desasosegado pero espacial, al misterio de este autor múltiple y prolí-
fico — ese misterio que él llama el alma. La cuestión de la identidad,
que vuelve a venir como leitmotiv en la poesía y en la prosa de Pessoa
como también en su correspondencia, no es solamente un tema de
elucubraciones en él. Lo dije, la estructura de la misma obra porta el
sello de una inconsistencia que va más allá de lo inacabado. Octavio
Paz en un bello articulo dedicado a Pessoa, fechado de 1961 pero
publicado en 1984 en la recolección La Fleur saxifrage concluye con
esta expresión: «Pessoa, ou l’inminence de l’inconnu»20. En efecto,
Fernando Pessoa nos deja su nombre, pero hubiera pasado difi­
cultades para imaginar solamente algo así como «El retrato del
artista», con el artículo definido del único. En materia de retra­
tos, es toda una galería la que él presenta, una muchedumbre de
personas desplazadas, donde, además, queda todavía alguno que
otro por aparecer21 En cuanto a su intranquilo o desasosegado
Bernardo Soares, es el retrato de una inexistencia, disperso en la
vacuidad de sus sensaciones, quien deambula y cuenta sus horas.
En lo que lo concierne, lo que sin duda puede ahí decir es esa
afirmación frecuentemente repetida: Soy el intervalo — defini­
ción que igualmente atribuye a veces a Dios.

20 APessoa o la inminencia de lo desconocido») {Publicado en castellano con el nombre de El desconocido de si


mismo: Fernando Pessoa, En Cuadrivio. Ed. Joaquín Mortiz. p. 135-164 }
Cf. Carta del 28 de Junio de 1932 a Joao Gaspar Simóes ya citada {Pessoa F. Sobre Literatura y Arte. Ed. Alianza
Tres; Madrid, 1985 p. 39¡
De ahí, me parece el mérito secreto del baúl: la obra abierta, él
la contiene «toda» dando al menos un espacio a lo no-identificado,
especie de álef cero «realizado» por «the man ivho never ivas» según la
expresión de Jorge de Sena, otro poeta portugués que vivió en los
Estados Unidos.

El caso sirve a la obra.

El caso aquí pasó a la obra. Como Joyce, Pessoa puede muy


bien ser un caso e incluso en el sentido psiquiátrico, pero eso no sería
lo mismo si él no fuera Pessoa. Además, en lo que le concierne, no
dudó que ser un caso no hubiera sido provechoso para su memoria.
En efecto, Poeta y de los más grandes. Pessoa lo es, con toda seguri­
dad. Pero ¿sí él no tuviera el fascinante fenómeno de los heterónimos
se le haría tanto... caso? ¿Si las obras plurales no se generaran, po­
niéndose en perspectiva las unas con las otras, un curioso efecto de
sinsentido que irrealiza la óptica propia de cada una, relativizándola.
¿Nos complaceríamos todavía, a pesar de las fastuosidades de estilo,
con los discursos de los heterónimos que se volvieron bastante decré­
pitos, o con el supuesto paganismo de Alberto Caeiro, o con el
neoestoicismo pasado de moda de Ricardo Reis? ¿Cerraría uno tan
fácilmente los ojos sobre un gran número de textos políticos que se
volvieron tan chocantes para la ideología contemporánea? — al me­
nos parece así en una primera lectura, pero al observarlos más de
cerca me parecen depender de otra interpretación. No es solamente
que la obra política sea contraria a todos los ideales de la moderni­
dad, que la diatriba, el tono de provocación inaudito contra todo lo
que compete con los derechos del hombre, contra la democracia, y
por supuesto contra la revolución; el cual junto con los sofismas de la
argumentación demostrativa oscila entre lo cómico y lo intolerable.
Es que el mensaje mismo — las profecías político-mesiánicas de Pessoa,
que no parecen por lo demás haber ejercido una influencia histórica
determinante — es hoy en día caduco e ilegible para alguien que no
sea historiador de la literatura o exegeta.
Una recolección para la indignación seria fácil de constituir
con los textos políticos de Pessoa, el polemista a quien nada lo intimida,
el provocador de los consensos, el razonador negativista, que no deja
de encontrar la fórmula antagónica para ponerla al servicio de la ideo­
logía aristocrática y anti-igualitaria, que además comparte este punto
de vista con muchos de los escritores portugueses de su generación.
Así por ejemplo, escribe de buenas a primeras, que entre él
que es sin embargo «poca cosa en la escala de aquellos que piensan», y
«un campesino de alguna montaña perdida, hay indudablemente una
distancia más grande que entre ese mismo campesino y. . . un gato o
un perro», pues « un hombre superior difiere del hombre inferior y de
sus hermanos los animales, por ia simple cualidad de su ironía» 22 La
democracia, la denuncia, al termino de una deducción apretada, como
«antisocial antipopular y antipatriótica»23, el famoso trío «libertad,
igualdad, fraternidad», lo estigmatiza como una «santa trinidad para
el uso de aquellos que no tienen religión»24. La revolución siendo un
«acto de desnacionalización, una invasión espiritual extranjera»25 él
concluye: «Ser revolucionario, es servir al enemigo. Ser liberal es odiar
su patria. La democracia moderna es una orgía de traición, etc»26.
Tenemos ahí solamente una pequeña muestra, pero no hace
falta más para comprender el embarazo de los enamorados de Pessoa
el poeta.
Existen algunos estudios de los textos propiamente políticos
de Pessoa y de su contenido ideológico27, pero curiosamente, parece

22 Pessoa F., Le Livre de l'intranquilité, Vol. le op. cit., p 240 (Pessoa F., Libro del Desasosiego. Ed Síx Barra!,
Fragmento 436 p. 334}
23 Pessoa F., L ‘opinion publique CEuvres completes, op. cit., p209.{A falca de traducción al castellano de estos
textos de « La opinión pública » en castellano puede uno referirse a la parte del libro, con amplias citaciones,
intitulada Mesianismo Político, deJ libro de Joao Gaspar Simóes; Vida y Obra de Femando Pessoa Historia de una
generación, Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1987, p.441-479}
H ibid
25 IbicL, p, 219 {Ver nota 23 para texto en castellano}
* n>id. "í;
^if?fN 9tablemente p Jdéologies réactionnaires et réductionsfascistas dans lefuturismeportugais. En Cabiers^ae
avant-gardes, l*Age d’homme, Laussanne 1978, y del mismo autor Frontiéres et limites desfuturismes au Portugal et
au BrésiL Europe no 551, marzo 1975 {A este respecto en castellano, ver el excelente artículo de Javier Urdariibiá
Femando Pessoay la dictadura salazarista en Portugal. Publicado en la Revista Anthropos N°. 74-75 p. 62-71}
que para la crítica literaria corno tal, las paradojas y los excesos de
Pessoa serian espontáneamente separados por una especie de parti­
ción un poco amnésica. Como si Pessoa debiera quedar fuera del
alcance de la crítica, casi intocable, tai como el invitado venido de un
otro lugar, que él dice haber sido desde siempre, desde su infancia para
sus allegados. Se inciensa al poeta, ai Maestro de la lengua y de la
sensibilidad contemporánea, el crucificado que eleva a lo trágico la ex­
periencia del sujeto moderno, se le ve como el precursor, el «hombre
del futuro», se le coloca en compañía de los más grandes del comienzo
del siglo, Kafka, Joyce, Borges, Beckett, y aun muchos más, y él lo
merece, como lo percibieron muy rápidamente otros grandes, entre
ellos André Bretón y Octavio Paz. Pero en cuanto al resto, hacia sus
posiciones políticas y esotéricas, así como hacia la pregunta sobre su
sintomatología propia, se desvía la mirada. Se guarda silencio, no evo­
cando sino lateralmente, a veces un poco incómodamente, sus contra­
dicciones y sus exageraciones. Como si por ejemplo, su largo alegato
apasionado en pro de la dictadura militar de Portugal en 1928, O Inte­
rregno28, no se le atribuyeran mas consecuencias sino las de una niñe­
ría, una inadvertencia o una mistificación29, del género de aquella que
lo hizo participar en septiembre de 1930 en la desaparición organizada
de un llamado Aleister Crowley, alquimista y astrólogo inglés, que pre­
tendía no ser más sino la reencarnación de la bestia del Apocalipsis, el
6 6 6 , y entonces, en buena lógica irónica, se le pierde la traza en las
rocas de La Boca do Infierno, no lejos de Lisboa, Pessoa respondiendo,
perfectamente con imagen de persona graciosa que tiene el aire de se­
rio, a las preguntas de la prensa y de la policía inglesa !.
Ninguna interpretación de Pessoa puede dispensarse de opinar
sobre el estatuto de sus reflexiones políticas. Tanto mas que esos textos
son ortónimos - ellos fueron además conocidos en vida de Pessoa, antes
de lo esencial de su obra poética. No olvidemos tampoco que el único
libro que él habría publicado por su propia iniciativa y a cuenta del
autor es M essagem, poema político místico que anuncia de manera ve­

28 {El interregno. Defensa y justificación de la dictadura militar en Portugal}


29 Amonio Tabucci lo califica de «desafortunado».
lada el Quinto Imperio previsto en las predicciones que recibió el se­
gundo premio del Secretariado de Propaganda Nacional!
Se le absuelve a veces, suponiendo que la heteronimia pasó de
incógnita en la ortonimia. Es el caso por ejemplo de Eduardo Prado
Coelho que en un artículo, por lo demás notable, se autoriza de las
paradojas del escritor plural, para sostener que «Pessoa autor de]
Messagem no es sino un heterónimo más» 30. La heteronimia sirve
acá para quitarle a los textos su peso de aserción y para pensarlos
como los ejercicios de exploración de una de las facetas del discurso.
Al viajero del pensamiento, al agrimensor de los posibles, jamás iden­
tificado a ninguna de sus aserciones, todo le estaría permitido:
ultranzas, contradicciones, y también lo contrario, como tantos ins­
trumentos de un laboratorio de la exploración del ser. En efecto,
puesto que hable de una recolección para la indignación, como no
agregar sino recolecciones, se podrían agregar muy bien otras... inclu­
so edificantes. Se colocaría por ejemplo, comparativamente con su
alegato apasionado en pro de la dictadura militar en Portugal, esta
frase escrita el 30 de marzo de 1935, bajo el título «últimas considera­
ciones»: «Combatir siempre y por todas partes, (...) - La Ignorancia,
el Fanatismo y la Tiranía»31, e igualmente una pagina feroz sobre Salazar
y su decisión de no publicar más, después de un discurso de este
último sobre la cultura. Se recordará incluso en memoria, al lado de
las profesiones de fe reaccionarias, al «profesor de la indisciplina» que
él se dice ser, etc.
De hecho, si la obra de Pessoa estuviera escrita con una misma
pluma, ¿se soportarían tan fácilmente esos revuelos pacecitas a la gloria
del Portugal por venir, ese vocabulario caduco sobre «el alma nacional»,
todas las mayúsculas colocadas — tipográficamente hablando — en el
renacimiento de un SupraPortugal o del Suprapoeta, a la Hora o a la
bandera de la raza, etc...? Pues así hablaba a veces, en palabras que
ninguna poesía sabría rehabilitar si se tratara de un verdadero proyecto

30 Prado Coelho £ , «Pessoa ou le voyage h rebourse». Cancionero París, Ed. Christian Bourgois, 1988, p. 250.
il Pessoa E, «Nota autobiográfica Pessoa en pcrsonne, op cit., p. 68 (Ver Joao Gaspar Simóes; Vida y Obra de
Femando Pessoa Historia d e una generación., Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1987, p 457-458}
político, aquel que se decía también el ser «más inofensivo» del mun­
do. ¿Habría todavía un lector moderno para ese nacionalismo místico,
anunciando al futuro el retorno del pasado espiritual más lejano, y. . lo
mas dudoso, si no se presintiera que el heterónimo que cruza esta obra
cambia en algo el estatuto de la enunciación?
Todo ocurre como sí, en ese gran cuerpo fragmentado como
es el texto de Pessoa, donde la erogeneidad del verbo está por todas
partes, uno retrocediera para no sacrificar ningún fragmento, re­
nunciando mas bien a pedir las cuentas, ahí donde se percibe que
puede ser que hace defecto el rasgo que totaliza. Me parece que al
no poder atribuírselos en los textos, se traiciona a Pessoa, así como
uno hace a veces con una mujer, con una diva y a quien por ser
m ujer y diva, se le perdonan muchas cosas. En resumen, la
incompletud lógica se traduce a nivel de la crítica en efectos de casi
indulgencia, a menos que sea una inhibición del juicio - es al menos
la interpretación que hago del silencio critico del que se beneficia
Pessoa.

Los Pessoa

Uno no puede pronunciarse sobre Pessoa, el pensador, sin


hacer en primer lugar una doctrina del fenómeno de la heteronimia,
pues este cuestiona el decir. La pfuralización heteronímica hizo de
Pessoa una de las personalidades literarias de las más monstruosas
del siglo XX como se ha dicho, porque ella desmultiplica las voces,
engendra un curioso efecto de suspensión de la aserción. Hablar de
voz esta aquí justificado, pues los textos de Pessoa hablan. Ellos
hablan en una cacofonía de voces cruzadas, pero ellas hablan tanto
como aquellos de Rousseau que hace una sola gran voz. No se diría
lo mismo de la escritura de Joyce que más bien des-habla, sacrifi­
cando la palabra por la letra pura. Hay tantas voces en Pessoa que
uno ya no sabe más cuál es la suya. Si es justo decir, «el estilo es el
hombre», falto de un estilo, el Hombre-Pessoa no esta ahí. Eviden­
temente, es necesario tomar la medida de ese plural. Los comenta­
dores que lo afirman con fuerza y que hacen de ellos un enigma,
permanecen a veces dudosos y no es sino yendo a los mismos textos
que se lo verifica... ¡con incredulidad!
Ni la dimensión del fenómeno, ni su amplitud, ni su natura­
leza, habrían sido percibidas por sus amigos y contemporáneos. Se
conoce en vida de Pessoa los tres heterónimos consagrados, de los
cuales el hizo aparecer una cierta cantidad de textos: Alberto Caeiro,
Ricardo Reis y Alvaro de Campos, a los cuales se agregan Bernardo
Soares, el firm ante del L ibro d e l d esa sosiego y calificado de
semiheterónimo. No es sino después de la muerte de Pessoa que se
ha descubierto todo un montón en su baúl. ¡Estos llegaríaLn a la
cincuentena! De entre este estado civil proliferante, Antonio Tabucci
en un artículo intitulado « Une vie, plusieurs vies»31 retuvo las figuras
principales: un Frederico Reis, primo y critico de Ricardo; un
Alexander Search, que intercambia correspondencia - en inglés - con
Pessoa desde 1899, que firmó un pacto con Satán y de quién se espera
la aparición de varios textos como «La filosofía d el racionalism o»; Un
Barao de Teive, a quien está confiada «la especulación sobre la certeza
que los locos poseen más que nosotros»; Antonio Mora, el filósofo
loco, autor del «Regresso dos Deuses»33 Raphael Baldaya, quien firma
un «Tratado da negagao»iA y de los «Principios de M etafísica»; otros
muchos también, a los cuales se agregan el poeta llamado ortónimo,,
que es él mismo varios y cada cosa transitoriamente, por turnos eler
giaco; místico, esotérico y... mesiánico. ;
El problema de la heteronimia no puede resolverse en la alterr
nativa que dividió a la crítica. Consistió en concebirla, ya sea com<¡)
un fenómeno de superficie, pensado como simulación o mistificación3?
medio para escaparse o al contrario realizarse36, ya sea tan radical­

32 ^ Una vida, tantas vidas', En Un baúl lleno d e gente. Escritos sobre Femando Pessoa Temas Grupo Editorial,
Buenos Aires 1998, p.61-76}
33 {«Regreso de los Dioses» Editorial Seix Barra!};
34 {Tratado de la negación]
35 Ese fue ei caso por ejemplo de su amigo joáo Gaspar Simóes, quien se había sin duda aproximado bastante a l^s
farsas y mistificaciones de Pessoa para ver ahí otra cosa que una simulación lúdica {Joao Gaspar Simóes; Viday
Obra de Femando Pessoa Historia de una generación; Editorial Fondo de Cultura Economica, México, 1987} i?
36 Es lo Que sostiene ntincinalmenre Roherr Rrérhon. en su inrrodncrinn peñeraI al C.anc.inneirn
mente que el compromete toda ortonimia y volatiliza el decir al pun
to de no dejar subsistir bajo el nombre de Pessoa sino una dispersión
irremisible de posturas y de textos. No tendríamos que escoger entre
un Pessoa que seria alguien pero desmultiplicado y un Pessoa que no
sería nadie*persona37 a fuerza de serlo todo. Sin embargo, Pessoa
mismo nos invitaría con gusto a disolver su nombre propio en el
nombre de persona, pessoa, él, que después de haber durante mucho
tiempo firmado Pessoa, con un acento circunflejo, decide un buen
día, era en septiembre de 1 9 1 6 , suprimir el acento sobre la o de su
nombre38 lo que lo coloca a la par con el nombre común que en
portugués significa persona.
Cuando se explora la bibliografía de los estudios consagrados
a la obra de Pessoa, que hoy en día se volvió considerable, se puede
tener el sentimiento que los críticos están un poco exaltados con el
fenómeno de la heteronimia y que hay allí algo de exageración. Es
seguro, sin embargo, que no se trata de un simple artificio de escritor,
puramente formal, próxima de la práctica de los seudónimos, o in­
cluso de aquella de la máscara ¿habremos repetido bastante que Pessoa
quiere decir persona que según la etimología quiere decir máscara?
Gérard Labrunie, seudónimo, no difiere de Gérard de Nerval. Abel
Marín y Juan de Mairena, ellos no son idénticos a Antonio Machado,
pero son máscaras transparentes39. Los heterónimos de Pessoa tienen
otro estatuto, No son simples procedimientos: Pessoa no es un Fregoli
de la literatura, sino al contrario el paciente de un fraccionamiento
desencadenado.

«Las criaturas d e la p a la b ra »40

Para Pessoa, él lo dijo y lo volvió a decir, sus heterónimos exis­


ten. Ellos existen tanto y más que los conocidos con los que se cruza
37 {En francés personne significa canco nadie como persona}
38 Carta a Minando Cortes Rodrigues, del 4 de septiembre 1916, en op cic , p. 183. {Pessoa F , Sobre Literatura y
Arte, Ed. Alianza tres, Madrid, 1985, p. 39}
39Tomo esta anotación del ensayo de Octavio Paz ya citado p 147.
40 La expresión se encuentra en el texto de Jacques Lacan, Question préliminaire h touí traitementpossible de La
psychose Ed. de Seuil, 1966 {Cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis, Ed.gSiglo XXI p. 545.}
cotidianamente, y no solamente como sujetos supuestos al estilo pro­
pio de sus textos, sino como verdaderas personas. Más que una poé­
tica y un manejo de la lengua diferenciado, ellos tienen una imagen
— los veo, dice Pessoa, y en efecto nos los describe, — tienen una
historia, una biografía precisa, una visión del mundo, digamos una
ética y un modo de goce propios. Los principales entre ellos, verda­
deros nudos borromeos, disponen de eso de lo cual Pessoa parece
faltar: una consistencia unaria. Sin tener en cuenta que ellos entretie­
nen frecuentes relaciones los unos con los otros, así como con ... su
madre Pessoa — es así como él mismo se califica en una carta famo­
sa41 a Casais Montero, del 13 de enero de 1935, consagrada a los
heterónimos. Ellos se escriben, se juzgan, se admiran o se critican.
¿Se diría que es alucinatoriamente? Porque no, el término es por lo
demás empleado por el escritor italiano Andrea Zanzotto, en una
entrevista efectuada por Antonio Tabucci42. En cuanto a Eduardo
Prado Coelho, utiliza una comparación con el caso que evoca Ronald
Laing, aquel de un niño que jugaba con una media docena de sillas y
sobre cada una de las cuales él se volvía un otro.
Pessoa describió el trance inspirado durante el cual el trío de
los heterónimos consagrados comenzó a imponérsele, mientras que
él venia justamente de fracasar en una tentativa para inventar un poe­
ta bucólico, para «gastarle una broma» a su amigo Sá-Carneiro. El
dice: «Un día en el que finalmente desistí — fue el 8 de marzo de
1914 —r me acerqué a una cómoda alta y cogiendo un papel empecé
a escribir, de pie, como escribo siempre que puedo y escribí de corri­
do treinta y tantos poemas, en una especie de éxtasis cuya naturaleza
no conseguiré definir. Fue un día triunfal de mi vida y nunca podré
tener otro así. Abrí con un título. El guardador de rebaños. Y lo que
siguió fue la aparición de alguien en mí, a quien di al momento el
nombre de Alberto Caeiro. Discúlpeme lo absurdo de la frase; apare­

Pessoa F., leccre du 30 janvier 1935» op cic., p. 297 307. {Pessoa F >Carta a Adolfo Casais Afonteiro, En Sobrt
literatura y Arte, Ed. Alianza Tres, p 40—52}
{Entrevista a Andrea Zanzotto En Un baúl lleno d e gente. Escritos sobre Fernando Pessoa Temas Grupo Editorial,
Buenos Aires 1998, p. 159-170}
ció en mi, mi maestro. Fue esa la sensación inmediata que tuve, y
tanto fue así que, una vez escritos estos treinta y tantos poemas, in­
mediatamente cogí otro papel y escribí, también de corrido, los seis
poemas que constituyen Lluvia Oblicua de Fernando Pessoa. Inme­
diata y totalmente... » 43
Muchos escritores, entre otros Jean-Jacques Rousseau con su «ilu­
minación» de Vincennes, pudieron describir el fenómeno de la inspira­
ción creadora como un trance donde el sujeto, desasido, se encuentra
atravesado por un texto como venido de un otro lugar. Esta heterónimia
del verbo, próximo del fenómeno impuesto, manifiesta una propiedad
simbólica habitualmente enmascarada y revela según la expresión de Lacan,
un sujeto que es poema más que poeta. En la generalidad de los casos, sin
embargo, él no compromete «la atribución subjetiva» (31), y le inspira
signo. La particularidad de Pessoa reside ahí: el texto, o mas bien los
textos se le imponen con sus criaturas. En la carta citada escribe:

«Y así inventé y propagué varios amigos y conocidos que nunca


existieron, pero que todavía hoy, casi a 30 años de distancia, oigo, siento,
veo. Repito; oigo, siento, veo... . Y tengo saudades44 de ellos.» Incluso
más matizado: «No sé, bien entendido, si realmente existieron o si soy yo
el que no existió. En estas cosas como en todas, no debemos ser dogmá­
ticos»45.

Visionario de personalidades ficticias, Pessoa confiesa haberlo sido


desde la edad de seis años. Un cierto Chevalier de Pas, al cual él le escribe
el nombre en francés, fue su primer compañero heterónimo — apareci­
do extrañamente un año después de la muerte de su padre, cuando él
tenía cinco años, y el mismo año de la muerte de su hermanito. Pero esta
compañía mental no es hija del solo imaginario. Pessoa no es un mitómano:

43Ibfd. { Pessoa F , Carta a Adolfo Cosáis Afontei ro, En Sobre Literatura y Arte, Ed. Alianza Tres, madrid, 1985, p
40—52}
44 {saudade = término que perdería su peso al traducirlo pues es un sentimiento tan portugués que quiere decir la
añoranza del pasado de las cosas buenas que el tiempo ido trajo y dejó, la última traducción del Libro del
desasosiego al castellano decidió conservar esta palabra saudade considerando que su sentido ya es captado
corrientemente }.
45 Carta citada, p 301. {p. 44 en castellano}
él crea las obras para las cuales inventa enseguida las personas. Concluyo:
ellas son todas «criaturas de la palabra» siguiendo la expresión que Lacan
emplea a propósito del Presidente Schreber. No hay ni un solo de estos
hijos de la imaginación que no nazca de un texto aparecido antes. El
escrito genera su sujeto como si éste estuviese calculado por el texto. El
Chevalier de Pas, por ejemplo, aparecido tan tempranamente en la vida
del niño Pessoa, estaba representado ante aquel por las cartas escritas de la
pluma de su destinatario. Más impactante aun: Pessoa aísla una fase en la
generación de sus criaturas, sobrevenida entonces cuando él era mayor y
que es en general poco comentada. El dice:

«Se me ocurría un chiste absolutamente ajeno, por un motivo


u otro, a quien soy, o a quien supongo que soy. La decía inmediata­
mente, espontáneamente, como si fuera de cierto amigo mío, cuyo
nombre inventaba, cuya historia añadía y cuya figura - cara, estatura,
vestimenta y gesto -inmediatamente veía delante de mi»46

¿Se podría indicar más claramente un juicio de rechazo de la


atribución subjetiva, que se termina con la aparición casi alucinada
de nuevas criaturas encargadas de asumirla? El éxtasis inspirado cita­
do más arriba, de donde sale Alberto Caeiro, parece bastante diferen­
te a primera vista, pero se encuentra ahí sin embargo los dos mismos
elementos: no es el chiste sino la broma, inventar un poeta bucólico,
después el mismo rasgo de heteronimia del texto, confirmado ense­
guida por la necesidad, donde Pessoa dice haberse encontrado en el
deber de escribir inmediatamente un texto que él pueda firmar.
¿Patología que esos heterónimos imponen? No es eso lo que
haría retroceder a Pessoa: él comienza su carta evocando su tendencia
a la despersonalización... «histérica» y concluyó con una nota de hu­
mor, excusándose de haber hecho caer al interlocutor «en medio de
un manicomio»47. No se puede dudar ahí: de la desintegración

* Carta citada p. 301 (Ibíd.)


47 Ibíd. {Ibíd p. 47)
heteronímica. Pessoa siendo ahí el paciente, el testigo doloroso y
como mártir. Entre muchos otros, un fragmento no fechado, u i
contrado en su baúl, nos lleva muy bien más allá de la plasticidad
histérica:

«No sé quién soy, qué alma tengo (...) Cuando hablo con sin
ceridad, no sé con qué sinceridad hablo. Soy variadamente otro que
un yo que no sé si existe (si es esos otros). (...) Me siento múltiple,
Soy como un cuarto con innumerables espejos fantásticos que dislo
can reflejos falsos, una única anterior realidad que no está en ninguna
y está en todos. (...) Como el panteísta se siente árbol y hasta su flor,
yo me siento varios seres. Me siento vivir vidas ajenas, en mí,
incompletamente, como si mi ser participase de todos los hombres,
incompletamente en cada {uno}, mediante una suma de no-yos sin­
tetizados en un yo postizo»48.

El lector, se siente ahí inquieto, bastante para sentirse empu­


jado a la interpretación, inducido a buscar una unidad secreta.
La pregunta de la articulación entre heteronimia como he­
cho literario y la implosión del Uno como hecho subjetivo no pue­
de ser evitada, aunque en el conjunto, la crítica, desanimada o inco­
moda, haya buscado mas bien esquivarla. Cuando se trata de Jean-
Jacques Rousseau, se puede decir, si acaso, dejando de lado los Diá­
logos, que el escritor y el pensador eclipsan el caso. En cuanto a
Joyce, él es tan idéntico a su caso que éste desaparece bajo la obra.
En Pessoa, el caso guarda una prioridad. No porque él dé a la obra
lo esencial de su temática, no porque daría razón a calificarlo como
genio — esto permanece en todos los casos indeducible -— tampo­
co porque él eclipsa la obra, no es ese el caso, sino porque, condicio­
nando la rareza incluso de las formas bajo las cuales ella se realiza, él
eleva esta misma obra, al rango de caso. Lo que nadie pone en
duda.

48 Pessoa F , Una photobiographie. de Mario José Lancastre, Ed. Chrisriaa Bourgois, París, 1990. p. 112 {Pessoa
E, Sobre la heteronimia, En El Regreso de los Dioses, Ed. Seix Barra!, p. 183}
El n o-id en tifica d o

«Los poetas no tienen biografía», dice Octavio Paz. Si uno se


dirige sin embargo hacia la vida de Pessoa para encontrar ahí las tra­
zas de eso que él fue, se puede describirlo en calidad de jefe de filas
vanguardista y en crítico literaria: en el origen de algunos «ismos» —
paulismo, interseccionismo, sensacionismo —, él habría fundado dos
Revistas, Orpheu, en marzo de 1915, que hizo escándalo, y Athena en
octubre de 1924; como periodista aficionado: no le fue necesario sino
pocas crónicas para provocar una insurrección ... de los chóferes de la
ciudad de Lisboa y hacerse despedir; como polemista sardónico; como
teórico de la política y de la civilización; como un poco teósofo, como
médium, e incluso probablemente como iniciado de alguna orden
oculta: ahí, son las cartas las que testimonian. Además, todo eso no le
impide caer en problemas comerciales: intento inicialmente crear una
imprenta, Ibis. — la quiebra no se hizo esperar -— enseguida una
firma polivalente Olisipo, — editorial, librería, publicidad, creación
de nuevas industrias, etc. En 1926, creó una Revista de com ercio y
contabilidad y redacto un largo texto de orientaciones sobre los pro­
blemas comerciales. Pero Pessoa tiene más de veleidad que de genio
práctico. Es un organizador «en el papel». Planes, ideas, tuvo bastan­
tes, pero para él, aparentemente, nada dura y nada llega a un resulta­
do. En la realidad, el trayecto de sus días va de su pieza a la «rúa dos
Doudadores» donde está empleado y retornó vía... el café. Cuando
se le propuso un trabajo de traducción y edición que suponía despla­
zarse a Inglaterra, a pesar de su situación financiera siempre precaria,
lo rechaza. Como Rousseau copiando su música, como Joyce en el
Banco de Roma o en Berlitz, él fue toda su vida empleado para tradu­
cir al inglés correspondencia comercial. Por lo demás, viviendo de
escrituras y... del alcohol.
Una línea de demarcación transversal recorre el conjunto de la
obra. Ella escinde el registro del (o de los) pensador (es), el teórico en
materia de literatura, de filosofía, de política y de todas las obras del
poeta dramaturgo, sean ellas en verso o prosa. Por un lado razona-
m entó, aserción y certeza, por el otro resplandor de t-stilo'
desmultiplicación de figuras, cultura de los matices ínfimos, dilue irtn
de los contornos, «la indefinición de todo» 49 Pessoa nota por lo
demás una escisión homologa a nivel de la persona. En una carta di
1919 donde describe su «temperamento»., dirigida a un magnetiza
dor parisino del quien quería obtener clases, opone su poder de razo
namiento a la inestabilidad proteiforme de sus emociones y a la indi
cisión fundamental de su voluntad.
Hay, además, un fuerte contraste entre por un lado, todo eso
que dice de él mismo, y por el otro, eso que se percibe en sus produc
ciones de crítica literaria, política o filosófica. Distingo lo que llamo
textos de confidencias: son en primer lugar y ante todo sus cartas y
algunos textos autobiográficos, de los cuales se puede enseguida nte-
rrogar las convergencias con las obras ortónimas. Ahí es un hombre
enfermo que habla. Un solitario espantado por la locura, habii ado
por la depresión, que espera la «catástrofe nerviosa»50 que se dice
enteramente «hecho de vacilación, de duda»51 «desprovisto del po­
der de querer»52, petrificado de incertidumbre, de pasividad y de sue­
ño, que asegura vivir en la tortura y «el malestar psíquico», no siendo
sino «el atlas involuntario de un mundo de aburrición»53 , flotando
en la duda , cautivo del desespero y del horror. Desconcierto, desola­
ción, depresión, neurastenia, se convierten a todo lo largo, en el leit­
motiv. De esta insistencia brota la idea de una existencia a la vez
larvaria y torturada, sórdido y estridente, presa de la conciencia de la
nada de toda cosa. Pero quien lee sus estudios estéticos y políticos54

49 Pessoa R , Livre de l’intranquilité Vol II. op c it, p 64 {Pessoa F. , Libro del Desasosiego, No fue posible encontrar
el texto en castellano.}
50 Carta a Alvaro Pinto, del 30 de noviembre 1912, op cit., p 85 {La gran parte del genero epistolar de Pessoa y sus
Fragmentos autobiográficos no han sido traducidos al castellano}
5‘ Fragmentos autobiográficos, op cit,, p 78
52 Ibíd., p 76.
53 Carta áJaime Cortesáo del 22 de enero de, 1913, op. cit., p. 94.
54 Sobre este sujeto, uno se referirá útilmente al volume I de Les ceuvres completes. París., Ed. de La Différence,
1988 {A este respecto en castellano ver En Sobre Literatura y Arte, Ed. Alianza Tres, Madrid, 1985 y ver también
el A.péndice II Apuntes sobre el Sebastianismo y el Quinto Imperio, del «Regreso de los Dioses» Editorial Seix Barral,
Barcelona, 1986.}
descubre una cosa totalmente distinta de esas arenas movedizas. En
primer lugar un hombre de razonamiento, incluso él mismo lo dice,
un razonador, enamorado de la lógica y de la demostración, a veces
hasta el absurdo. Amigo de las pruebas y de los argumentos, escribe
esta frase donde él se reúne una vez más con Rousseau: « Se tiene la
costumbre de decir que contra los hechos no hay argumentosr Ahora
bien es justamente contra los hechos que hay razones para argumen­
tar»55 . Una cultura amplia, una visión sintética de la historia univer­
sal, un análisis minucioso del texto literario y sobretodo un tono ini­
mitable. En eso, ninguna duda, incluso ningún matiz sino la aser­
ción perentoria, frecuentemente oracular, la virulencia polémica, el
sarcasmo y el escalpelo de la ironía. Provocador — se ha dicho a
menudo —, este hombre no corre detrás de la verdad, él les dice sus
verdades, que es La verdad, a sus contemporáneos, a los escritores de
su tiempo, a los portugueses de hoy, que no lo son más, al Portugal de
siempre, que esta porvenir, a la Europa que no es sino el Portugal del
mañana, en resumen, al siglo y a los siglos. Panfletario inspirado y
racionalista decidido, Pessoa lo es con esmero, con aplicación, con
seriedad, estando presente siempre el sentimiento de lo que está puesto
en juego. El humor, el cual no le falta, por lo demás, siendo reserva­
do para sus tribulaciones privadas.
Un ejemplo. Aquel de sus críticas literarias — pues reservo
los análisis políticos. El término nosografía que emplee, se justifica
por el modo de descomposición analítica que caracteriza una inspira­
ción y por el esfuerzo para definir no simplemente los géneros litera­
rios, sino los tipos de estilos según la mezcla de los componentes. De
ahí, es conducido a una aproximación que por momentos es casi nor­
mativa. El vocabulario de Pessoa, a este respecto, puede parecer anti­
cuado y sistemático, pero su utilización se revela frecuentemente sutil
y compleja. Sensibilidad, inteligencia y construcción son a sus ojos
los tres ingredientes de todo arte, pues opera generalmente con
tripletas, subdividiéndose ellas mismas y frecuentemente en tres.

55 Ibfd. nota 24.


Perentoriamente, el critico Fernando Pessoa, cuando se ocupa solíti
tamente de un texto, descomponiendo su inspiración según su plan
tilla casi a priori, dice que encuentra ahí, lo que falta allí tanto como
lo que sobra y hace los pronósticos acerca de la evolución posible del
autor, como si detentara en secreto la idea platónica de la perfección
de cada género. Por añadidura, juzga que es su deber como hermano
de escritura, dar a conocer su análisis, se comprende que eso no com­
place siempre al destinatario, y que él deba muy frecuentemente juS'
tificar sus buenas intenciones.
Ese fue el caso particularmente con Miguel Torga, a quien
escribió el 6 de Junio de 193056, por la recepción de su libro Rampa,
El esta bastante «perplejo» al constatar que Torga fue «vejado a la
cuarta potencia»57. Como continuación de su correspondencia sus
justificaciones contra la imparcialidad con la cual él acompaña gene­
ralmente sus análisis críticos, se aprecia que no se trata ni siquiera de
desconocimiento, a pesar de la sintaxis frecuentemente denegativa.
Inconsciencia seria más justo en el sentido banal del término. Pessoa
apuntando a la perfección en la precisión analítica, puede hacer mu­
chos reproches con su escalpelo crítico — él se lo aplica, por otra
parte, también a él mismo —, pero no puede verse de otra manera
que como un crítico inocente, como si la consideración de la obra
anularía en toda su legitimidad la de la persona a quien se dirige. El
resultado es un estilo de crítica asertivo y denso, y que, cuando Pessoa
quiere manejar el panfleto, alcanza la ferocidad: solo cuenta el enun­
ciado justo que forcluyó aparentemente para él, toda cuestión sobre
la enunciación latente.
¿Quién reconocería en esta boca de verdad, el abúlico siempre
inseguro que describen sus cartas? Y además, si no hubiera sino esos
dos ahí, eso seria simple: se distinguiría Fernando y Pessoa, como es
el caso de Jean-Jacques y de Rousseau aquel del cual él se reconoce
hermano a titulo de «misantrophic lover of mankind»58. Pero el dos

56 Ibid. p 243 {Ver nota 23 para texto en castellano}


57 Ibid., p. 247. Carta ¿ül 28 ¿ü ju n io 1930 « Joáo Gaspar Simóes {No hay traducción del texto al castellano}
58 Ibid-, Fragments autobiographiques, p. 76 { No fue posible encontrar el texto en castellano}
no seria ahí suficiente, se lo habrá comprendido. La comparación con
Rousseau vuelve además la diferencia sensible. El también, Rousseau se
interroga sobre su identidad. Tengan en cuenta el famoso comienzo del
la primera Réverie: «Pero yo, desligado de ellos y de todo, ¿qué soy yo
mismo?»59. El también pudo situar los periodos de su vida en los que se
volvía un otro, describirse como un ser fluctuante, a menos que él no esté
inspirado y gemir repetitivamente sobre el «vacío de su corazón». Sin
embargo, el autor del Discurso sobre las ciencias y las artes, el pensador del
Contrato Social y del Emilio, el enamorado de la naturaleza y el novelista,
el paseante de Las Ensoñaciones, e incluso el razonador de los Didbgos, es
él mismo, el lector no puede dudarlo. La misma sensibilidad, la rrlisma
relación al otro, la misma fibra reformadora, la misma rítmica de la pro­
sa. En una palabra, consistencia de un gusto y de toda una relación al
mundo que Las confesiones no hacen sino confirmarlas. Nada de eso en
Pessoa. Él no es lo mismo en su prosa y en su poesía, no es el mismo al
interior de su prosa y tampoco en su poesía. Y sin embargo hay unidad en
Pessoa, pero no la de un yo. Esa es mi tesis.

La experiencia fu n d a m en ta l

« Tragedia Subjetiva»: tal era el subtítulo que Pessoa fijó para Faus­
to. Este Fausto, por supuesto, no es un diario íntimo, pero trata de lo
íntimo, tanto como el Libro d el desasosiego, como el Cancionero, o que los
Poemas paganos de los tres grandes heterónimos. « Tragedia Subjetiva», ese
podría ser el subtítulo de todo el conjunto de la obra poética que parece
brotar en efecto de una experiencia fundamental, reiterada, que la escri­
tura sublima en poesía, sin reducirla. Ella da a la obra su tema que más
que central, es único. Faz invertida del efecto de cristal desmultiplicador,
que es la heteronimia, ella se dice y se vuelve a decir hasta producir una
verdadera repetición sin cesar, que vuelve a traer de obra en obra las mis­
mas expresiones, las cuales son vueltas a contextualizar de una manera
diferente, lo que constituye sin duda la debilidad mayor del conjunto.

59 Rousseau J. Les Revenes du prom eneur solitaire En CEuvres completes, París, Ed. Gallimard, 1959, 995 {Lds
ensonaaones del paseante solitario. Ediciones Cátedra. Madrid, 1986. o. 43 K
Pessoa el poeta múltiple es el paciente de una experiencia fundamental: la
del dolor y del misterio de existir, sin el auxilio de un yo constituido. Ella
aflora en enunciados reiterativos tan numerosos que no podríamos evo­
carlos todos. Siempre ese «excluido de la vida» que lleva «hasta el calvario
esa cruz» que es «el simple hecho de existir»60, demanda: « ¿Quién enton­
ces me salvará de existir?»61, Pues su angustia llama a una segunda muer­
te: «no cesar de existir (...) sino una cosa más horrible y profunda: cesar
incluso de haber existido»62. Es de ahí que la obra centrífuga irradia,
como...«extractos de lo inexistente»63.
Este dolor de estar «solo frente al misterio de la existencia, librado al
desespero de sentirse vivir»64, nutre la obra. Esta no es 1a aserción primera
y tínica, sino la Experiencia primera, para tomar aquí de Pessoa su manía de
las mayúsculas. Ella es humus melancólico de la extraordinaria plasticidad
creadora que fue la suya y que le permitió justamente no ser un caso de
melancolía. «El sentimiento apocalíptico de la vida»65, todo el peso, todo el
dolor de este «universo real e imposible» están por todas partes en la poesía
de Pessoa. Hay el clamor en esta obra de la nausea antes de la hora, de la
derelicción heideggeriana antedatada y una angustia metafísica desbordan­
te. La opresión de existir, el sentimiento de irrealidad, de «no-ser», de caos
y de vacío se declinan ahí de modos variados, mientras que al primer atisbo
de la contingencia irreductible del sin-sentido y de la vacuidad, ensambla­
do como enigma, elevado al Misterio — una vez mas una mayúscula —
dan consistencia a una inquietante inminencia, como sí, siempre, «lo casi-
revelado dudará en i^acer su aparición»66.

F iccion es

De este dolor de existir, en Fausto lo trata literaria y filosófica­


mente. La referencia histórica del título lo indica: tiene sus lazos con el
60. Ibíd-, p 120. {No hay traducción del texto al castellano}
61 Ibíd. , vol 1 p 9 2 { Pessoa , F., Libro del Desasosiega, Ediciones El Acantilado, Barcelona, diciembre 20 0 2 ,
p.244/
62 Ibíd., vol 1 p 112 {No fue posible encontrar el texto en castellano}
65 Ibíd. , vol II, p 253 {No fue posible encontrar el texto en castellano}
64 Ibíd., p 119 { No fiie posible encontrar el texto en castellano}
65 Ibíd., p. 102 {No fue posible encontrar el texto en castellano}
66 Ibíd. p 6 4 {No fue posible encontrar el texto en castellano}
siglo, con el desespero de una época y una generación huérfana de toda
fé, tanto la religiosa como la científica; él hace vibrar un desespero y un
nihilismo metafísico que se podría decir precursor y muy moderno, no
siéndolo el tono y el vocabulario. Eso se desliza mucho en el género del
pathos metafísico: horror, fiebres, misterio, abismos, vértigos, tinieblas,
espanto, etc... Pero no es el objeto literario el que me interesa aquí, mas
bien esa voz fracasada, que no tiene otro destino sino la sin salida de la
experiencia existencia!, la tragedia de un sujeto excluido de bienaventu­
rada inconsciencia de lo que él llama «la vida evidente y unánime»67, y
que por todas partes ve surgir el misterio de lo existente. El libro ani­
ma, en forma teatral, el gran martilleo repetido sin cesar, de aquel que
escribe: « !Soy el Aparte, el Excluido, el Tenebroso (El Negro)!»68.
Es la misma «! Agonía y Angustia {Anhelo} de existir {exis­
tencia}!»69, que hace subir a la escena de la literatura uno de los
primeros antihéroes modernos, Beckett y algunos otros no están
tan lejos: Bernardo Soares, script insom ne de una vida minúscula,
que alberga su vida (es su expresión) en el marasmo subjetivo. Ber­
nardo Soares escribiendo El Libro d el desasosiego, no escribe el diario
de Fernando Pessoa, pero tampoco el de un otro, pues Bernardo
Soares no existe: menos aun un heterónimo, es una «personalidad
literaria», dice Pessoa. No busquemos ahí entonces el retrato de
aquel que lo fabricó. Sin embargo, su «letanía de la desesperanza»
pertenece por lo tanto a Fernando Pessoa, salvo que este es algo más
aun. El lo dijo, Bernardo Soares es un «trozo»: «soy yo menos el
razonamiento y la afectividad». Él entonces no lo inventó, sino que
lo forjó por sustracción. De otra parte Pessoa se reconoce en esta
«producción enfermiza»70, «complicada», «tortuosa» y en las expe­
riencias mentales de las cuales Soares es el analista aplicado. El 4 de
octubre de 1914, escribe:

67Ibíd. p 57 {No fue posible encontrar el texto en castellano}


^Pessoa F. Faust Ed.Christián Bourgois, París, 1990, p 47. {Fausto Tragedia Subjetiva Ed. Tecnos, Madrid, 1989
p. 61}
69 Ibid. p 53 {Ibid. p 66)
70 Carta a Armando Cortes Rodrigues, d el 2 d e Septiembre de op cit» p 119. {Pessoa, E, Carta a Armando
Corus-Rodrigues d el 2 de septiembre d e 1914, En Libro d el Desasosiego, Escritos d e Pessoá relativos a l “Libro del
desasosiego ” Ediciones El Acantilado, Barcelona, diciembre 2002, p.589}
«Mí estado de espíritu actual es una depresión profunda y tran
quila. Hace dias que estoy al nivel del Libro d el desasosiego»71.

Ahora bien, Bernardo Soares es el grafómano obstinado de expe


riencias ínfimas y cambiantes, el testigo metódico del instante, de las
sensaciones efímeras. De Lisboa incluso -— su solo amor — que vuelve
soberbiamente presente, no retiene sino los elementos los más inestables,
los más fugaces: colores, reflejos de luces, resonancias, nubes que se desli­
zan, el río que pasa, el desasosiego de visiones movedizas viniendo a con'
traposición de los estremecimientos de la interioridad y de sus sensacio­
nes las más tenues. «Transeúnte de todo», «centro abstracto de sensacio­
nes impersonales»72, desecho del lazo social, el vacío de todo sentido, los
puebla con esta crónica de una no-vida, que en los limbos de una inexis­
tencia insomne, escruta su ausencia del mundo, su nulidad, su desencan­
to, su angustia.
Los tres heterónimos mayores, Alberto Caeiro, Ricardo Reis y
Alvaro de Campos, ellos también divergen a partir de esta experiencia
fundamental, pero ellos no se contentan con declinarla, ellos la tratan
como otro mas de los yo ficticios. Si Fernando Pessoa los describe a la
ocasión como una Escuela73, es sin duda que son los mensajeros de una
vida posible, lo cual a primera vista parece haberle venido por la lectura
de Walt Whitman. Del trío, Caeiro es ahí el Maestro, los otros dos sus
discípulos.
Alberto Caeiro, es el supuesto pagano, el «único poeta de la natu­
raleza», «el argonauta de las sensaciones verdaderas»74, que es todo lo que
queda de la naturaleza cuando ella está vaciada de sentido. De ese buen
salvaje devenido poeta, Octavio Paz ve la única afirmación de toda la

71 Ibíd. p 128 {Ibíd.j


72Pessoa F., Livre de Vintranquilité Vo11, op. cit., p 125 {Pessoa, F., Libro del Desasosiego, Ediciones El Acantilado,
Barcelona, diciembre 2002, p.229/
73 Carca del 28 de Junio cíe 1932 a Joao Gaspar Simóes ya cicada. {Pessoa F , Sobre Literatura, y Arte Ed. Alianza
tres, Madrid, 1985, p 39.)
74 Pessoa F., Pohnespaiens. Ed. Christian Bourgois, Paris, 1989, p. 65 {Pessoa F. Poemas le Alberto Caeiro: Poemas
inconjuntos. Colección Visor de Poesía, Madrid, 1995, p. 147 y Poesías completas de Alberto Caeiro, Editorial Pre-
Textos, Madrid, 1997}
obra de Pessoa. Es que en efecto, él es negación encarnada de la expe­
riencia trágica. Post-simbolista, negador dichoso del misterio, enemi­
go de los lirismos y de las metáforas, no quiere conocer sino una natu­
raleza deshabitada, donde «una piedra es una piedra y nada más»75, «el
único sentido oculto de las cosas»76, es «que no tienen ningún sentido
oculto»77. Reposando enteramente en la certeza tranquila de la adecua­
ción a la naturaleza, exorciza el misterio, el sin-sentido y la muerte. El
es utopía viviente de una relación inmediata con el mundo que no sería
trabajado por la negatividad del lenguaje, el sueño de una mirada vir­
gen, antes «de las mentiras de los hombres». Para realizar esta paradoja
de una poesía que se quisiera prerreflexiva, como dé antes del lenguaje.
Pessoa vuelve a animar el genero bucólico e inventa un estilo antagóni­
co, que procede por la negación, la tautología, la «denotación pura»78,
para reunir en un decir sin ficción, la crónica edificante de una con­
templación de un mundo vacío, donde la visión no quiere «ver sino lo
visible» encantándose de ella misma en los únicos mojones del espacio
sensible. Es la imagen invertida del desasosiego o intranquilidad meta­
física de Pessoa.
Ricardo Reis es otra ventana hacia la vida y otra estética diferen­
te. Sus odas toman de aquellas de Horacio, su métrica, su ritmo, su
sintaxis, que Pessoa conocía bien. Pero es un Horacio «multiplicado
por el alma», lo que le hace decir a su amigo Mario de Sá-Carneiro:
«Usted ha triunfado al realizar una novedad clásica»79. Ese neoclasicismo
de Reis, a destiempo, a la vez arcaico y rígido, es armónico con la solu­
ción existencial que presentifica. Reis no intenta forcluir la dimensión
trágica de la existencia: se plega. Rechazando toda esperanza y toda
ambición, pretende liberarse de la angustia por medio de la aceptación
de la nada de toda cosa y no vive sino de cultivar a la vez el desprendí-

75 { Poesías completas de Alberto Caeiro, Editorial Pre-Textos p. 123}


76 {Poesías compUtas de Alberto Caeiro, Editorial Pre-Textos. p. 123}
77 Ibíd. p. 35 {Ibíd}
78 Ibíd. p 17 { No fue posible encontrar el texto en castellano}
79Citado por José Augusto Seabra, Ricardo Reis ou la doble fein ta /Ricardo Reis o el doble fragm ento! Pobnes paiéns
lPoemas paganos}, op. cit p 112
miento del sabio estoico 7 los placeres del hedonista epicúreo80, del cual
no se distingue sino por una interioridad post-romántica. Es la solu
ción por medio del consentimiento.
Alvaro de Campos, es el único moderno de esta trinidad
heteronómica. Futurista rivalizando con Marinetti y mas que él aun
heredero del sensacionismo, partidario de una estética no aristotélica,
excesivo gran hermano y precursor de Barnabooth de Valéry Larbaud,
él no cultiva ni la inocencia de los orígenes, ni el desapego filosófico: él
quiere vivirlo todo. El es quien que pone en acto el famoso «sentir todo
y de todas las maneras», que es una de las cantinelas de la obra, que se
encuentra tanto en el Libro del desasosiego como en el Cancionero, o en
las Odas de Alvaro de Campos. Este visionario de la nueva era, bulímico
de todas las experiencias, en sintonía con las estridencias del maqumismo
moderno, se consagra a un lirismo surrealista nutrido de sinrazón, de
exceso, de escatología y de ironía desesperada81. A través de él, Pessoa,
falto de ser uno, es imaginariamente todo.

MA título de ejemplo
«U )
Nada no es saber ! Todo esficción!
vive rodeado de rosas ama, bebe
Y cállate El resto no es nada (...)

Quién desee poco obtiene todo; quien no desea nada.


Es libre; Quien no posee nada no desea nada,
Hombre, es lo igual de los dioses. (...)
Tono intrínseco destinado involuntario, consumado
Con altura. Vuélvete tu propio hijo. »
81 A título de ejemplo.
“Me acosté con todos los sentimientos
Era elproxeneta de todas las emociones,
Todos los azares de las sensaciones me han ofrecido de beber
He mirado amorosamente con todas las razones para actuar.
Era. la mano en la mano con todas las veleidades de la partida
Fiebre inmensa de las horas!
Angustia de la herrería de las emociones
Rabia, espuma, inmensidad que no se sostiene en un pañuelo
La perra de la quinta que encanta mi insomnio
El bosquecillo donde nosotros nos paseábamos esta tarde, los cabellos al viento,
Mi rosa, la espuma, los pinos.
To¿ia la rabia de no contener todo eso, de no retener nada de eso
O hambre abstracta de las cosas, celo impotente de los instantes
Orgía la intelectualpor sentir la vida! »
Las obras de estas tres criaturas, Pessoa pensó colocarlas bajo el
titulo Ficciones de Interludio. Ahora bien, se puede leer en el Libro del
Desasosiego una breve nota que dice la función de ellas: «Ficciones de
interludio, cubriendo de color el marasmo y la desidia de nuestro íntimo
descreimiento»82. Hay ahí una clave. Ella no resuelve el misterio del
genio, pero ella revela la lógica de su polimorfismo: la profusión en Pessoa
se engendra a partir de un vació central, siempre al descubierto, que le da
su condición primera. El mismo lo ha dicho: «Puedo imaginarlo todo
porque no soy nada»83. Bernardo Soares, también dice: «Soy alguien
postizo»84. Se puede considerar que todo yo es sin duda, digámoslos, un
añadido y que cubre el vacío del sujeto, pero él no aparece postizo, inclu­
so inexistente en todo caso disperso, solo ahí donde falta el amarre en un
fantasma que clava el sujeto en un modo de goce fijo.
Es la realidad de una inconsistencia irremediable, tan incomoda
para el sujeto Pessoa, que dispone bien el espacio de un imaginario frag­
mentado, pero también el de una creación desmultiplicada. Ella es soli­
daria de eso que nombra su «incredulidad», pero esta también es sinóni­
mo de una libertad poco común en relación con las preficciones de la
cultura, pues los semblantes no tienen asidero en un tal sujeto. Que de
esta fórclusión, él la padece, es seguro. Que ella lo libra al dolor crudo de
solamente vivir, condenado a oscilar entre la nada y el todo, a sentir la
nada de su ser y a soñar con ser todo, que de su clamor haga como el
«bajo continuo» de toda su obra, él «Elegido del Dolor»85 no debe
enmáscararnos lo que su genio le debe. Como la tela que sale del vientre
de la araña, es de esta morada que irradia el polimorfismo de Pessoa: esta
extraña difracción de las imágenes y de los estilos, ese asombroso parto de
criaturas nuevas, poetas o no. Sin embargo, a las maravillas de lo múlti­
ple, es necesario agregar lo que depende de las ausencias, menos
espectaculares, pero no por ello menos significativas.

62 Pessoa E, Livre de Vintranquilité, Vol II. op cíe. p. 222 {Pessoa, F., Libro del Desasosiego, Ediciones El Acantilado,
Barcelona, diciembre 2002, p.34l/
83 Citado en Fragments dun voyage Inmobile {Fragmentos de un viaje inmóvil, p.9l. I Pessoa , F., Libro del
Desasosiego, Ediciones El Acantilado, Barcelona, diciembre 2002, p. 191/
84 Pessoa F., Livre de Vintranquilité Vol II op cit., p.125 {No fue posible encontrar el texto en castellano}
85 Ibíd. p 201 { Pessoa , F., Libro del Desasosiego, Ediciones El Acantilado, Barcelona, diciembre 2002, p.311/ ’
«La m entalidad»

¿Qué le faltó por decir a aquél que quería «Decir todo sobretodo,
sin falla, sin defecto o debilidad”86?. El no pudo decir eso de lo cual él fue
exilado, encerrado como estaba en la burbuja de la mentalidad profusa,
su único recurso contra la experiencia trágica. Así la obra proliferante en
figuras y en nombres falta singularmente de carne: nada de ninguna ilc
las pasiones humanas, ni el amor ni el erotismo, ni el calor de los afectos,
tampoco las luchas, las empresas y el sudor. En cuanto a la mujer de sus
sueños es ... una imagen en la taza de té. Desde que ella hace el paso al
salir de su interioridad, la imaginación en Pessoa permanece extraña­
mente cerebral: ella quiere llegar a todo pero nada es ahí de verdad, todo
es «como si», los objetos permanecen en estado de sombras. La naturale­
za incluso que describe no es aquella con la cual uno se topa. Ella es luz,
reflejos, imágenes que pasan y se pierden, perseguido a veces de vagas
reminiscencias. Así Bernardo Soares se mueve en un mundo fantasma­
górico de donde desprende unas bien extrañas fórmulas sobre el fin del
mundo. Ese desecho de toda intencionalidad vital, ese abandonado del
lazo social, exclama « ¿Dónde estarán los vivos?»87. «Estoy rodeado de
sombras vivientes»88 mientras que en un otro lugar él elucubra a propó­
sito de sus semejantes, «estas indiferencias encarnadas» para «compren­
der como otras gentes pueden existir»89 y concluye «No, los otros no
existen». La labor humana, las pasiones comunes, el fuego del erotismo
están totalmente ausentes de la obra de Pessoa y a veces mas que ausentes:
rechazados. Delante de una manifestación obrera, Soares exclama: «Tuve
súbitamente la nausea», «ellos serían reales luego increíbles”. Pues para
él un hombre siempre ha tenido « menos importancia que un árbol,
si ese árbol es bello»90 Caeiro «elguardador d e rebaños», el falso paga­

86 Carta a Jaime Cortesao, op. cit., p. 94 {No hay traducción del texto al castellano}
87 Pessoa F., Livre de l’intranquillitéVdi 1, op. cit., p. 57 {Pessoa , F., Libro del Desasosiego^ Ediciones El-Acantilado»
Barcelona, diciembre 2002, p.467/
88 Ibíd. , vol. II, p. 245. {No fue posible encontrar el texto en castellano}
89 Ibíd., vol. I., p. 69. {No fue posible encontrar el texto en castellano}.
90 Ibíd., p 121 {No fue posible encontrar el texto en castellano}
no que confiesa además no tener ningunas otras ovejas sino sus pensa­
mientos y que cultiva en él mismo «el egoísmo natural de las flores»,
diciendo entretanto de eso:

« ¿Qué me importan a mí los hombres


y todo lo que sufren o suponen que sufren?”91

El Libro del desasosiego desarrolla mas ampliamente esta moral del


alma discordante, inaccesible a eso que la piedad y la simpatía suponen
de identificación con el semejante:

«no hacer a nadie ni el bien ni el mal (...) Tener los unos hacia los
otros la amabilidad de los pasajeros embarcados en un mismo viaje (...)
Tengo con respecto a todo lo que existe una ternura visual, una caricia de
la inteligencia - nada en el corazón. No tengo fé en nada, esperanza en
nada, caridad por nada»92.

Así, no queda del espesor carnal de la presencia sino una superfi­


cie de dos dimensiones y el recorte de las siluetas eternizadas.

«El mundo es para mi una galería de cuadros sin fin», dice Soares,
«no me recuerdo de haber amado en alguien otra cosa que el “cua­
dro”»93 y « siempre experimenté vivamente los movimientos humanos
- las grandes tragedias colectivas de la historia (...)- como las bambalinas
coloreadas, desprovistas del alma de aquellos que las atraviesan »94. '■ >

Pessoa mismo defiende a veces la realidad superior del espacio


mental del sueño, con sus dos dimensiones. En septiembre de 1914 él
escribe, para el periódico O Rato, el primero y único artículo de una
rúbrica indtulada «Crónicas decorativas». Texto encantador, de un hu­

91 Pobnespai'ens {Poemaspaganos}, op. cit., p.56 {Pessoa F. Poemas le Alberto Caeiro: Poemas inconjuntos. Coíecdóií
Visor de Poesía, Madrid, 1995, p. 95}
92 Pessoa F., Livre ¿U l ’i n tra n q u illitévol I, p. 123. {No fue posible encontrar el texto en castellano}.
93 Ibid., p. 145. {No fue posible encontrar el texto en castellano}.
94 Ibid., p. 121. {No fue posible encontrar el texto en castellano}
mor... loco, y del cual uno no se puede imaginar sin reírse, el efecto
producido en un lector medio. Se trata de su encuentro con un Dr.
Boro, profesor en la universidad de Tokio quien tiene tres dimensiones r
incluso una sombra, encuentro inaudito para aquel que sabe bien que el
verdadero Japón, el Japón de porcelana tiene el tacto exquisito de no
haber nunca tenido sino dos dimensiones, aquel de las tazas de té, con sus
«figuras encantadoras, eternamente sentadas cerca de las casas a su medi­
da, al borde de estanques absurdos de un azul imposible... »95, etc.
Se cae de su peso que la mujer es aquí escollo. Es la gran ausente
en la vida de Fernando Pessoa — el famoso idilio con Ofelia Queiroz, tan
breve, epistolar y platónico, no le quita valor — pero se la adora, a ella
también en cuadro, quiere en ella « la lujuria japonesa de tener evidente­
mente sólo dos dimensiones”96, pues «la única cosa digna de una mujer
contemporánea es este ideal de ser estampa»97. Bernardo Soares quien
«perdió el mundo»98, que pregona su «desprecio por la carne», su «asco
por el amor» y su «Horror a las mujeres reales”99, quien escribe «Glorifi­
cación de las estériles»100, dice a la «Dama de los sueños»:

«Quedémonos así eternamente, como una figura de hombre


en una vidriera frente a una figura de mujer en otra vidriera (...). Los
siglos no interrumpirán nuestro silencio vitreo»101.

En cuanto a la Otra, la mujer de tres dimensiones:


«No la toques nunca», pues « Ver y oír son las únicas cosas no­
bles que la vida encierra. Los otros sentidos son plebeyos y carnales»102

95 Croniques décoratives / {Crónicas decorativas} CEuvres completes, op cit., p. 157. {No existe traducción del texto
al castellano}
96 Pessoa F., Livre de rintranquillité'Vo 1II. op cit., p. 175 {Pessoa , F., Libro del Desasosiego, Ediciones El Acantilado,
Barcelona, diciembre 2002, p.467/
97 Ibid., p 177. { Pessoa , F., Libro del Desasosiego, Ediciones Ei Acantilado, Barcelona, diciembre ,2002, p.37.8/
98 Ibíd., p. 188. {No pudo encontrarse el texto en castellano }
99 Ibíd., p. 138-139 { Pessoa , F., Libro del Desasosiego, Ediciones El Acantilado, Barcelona, diciembre 2002,
p.539-540/
11)0Ibíd., p. 166. {Pessoa , F., Libro del Desasosiego, Ediciones El Acantilado, Barcelona, diciembre 2002, p.357/
101 Ibíd., p. 156-157- { Pessoa , F., Libro del Desasosiego, Ediciones El Acantilado, Barcelona, diciembre 2002,
p.358/
102 Ibíd., p. 159. { Pessoa , F., Libro del Desasosiego, Ediciones El Acantilado, Barcelona, diciembre 2002, p.433-
434/
Como se ve, la irrealidad y la desvitalización del lazo social pro­
vienen del mismo punto que la profusión desenfrenada de lo imaginario,
no dejando subsistir nada aJhi del espesor de las cosas ni de los seres. Nada
más que una «mentalidad» 103 desarrumada de las pulsiones, un imagina­
rio sin yo, que las potencias de la vida han desertado y que abunda en
metamorfosis de formas innombrables. La letra los eterniza, sin duda,
pero sin llegar a suturar el vacío enigmático instalado en el corazón del
ser, ni estancar la conciencia dolorosa de la existencia... insensata.
Ahora bien, la reflexión política de Pessoa no es de ese registro, lo
dije. La obra del pensador y del crítico tiene otro acuño que el del poeta,
aunque la misma no sea homogénea, sino tendida entre los dos polos de
la ironía que destruye y del mesianismo que anuncia. La dimensión
lúdica o incluso simplemente exploratoria está ahí totalmente ausente y
la cuestión que se plantea es saber por medio de que lógica este pensa­
miento, que como se dice no es nunca por apariencias, se conecta al
«como si» del imaginario plural.

La iron ía.

Evoqué la virulencia de Pessoa, el pensador anturevolucionario,


enemigo de toda ideología ascendente de los derechos del hombre, de la
democracia, de los valores de solidaridad, etc. En efecto, será necesario
decirlo intransitivamente: Pessoa el pensador - anti. Lo que él vomita,
como Joyce, son las evidencias, el orden mismo del consenso y de todas
las regulaciones colectivizantes del presente despreciado. La ironía, él la
maneja como un ácido, para corroer lo que execra: los conformismos, las
influencias recibidas, las sugerencias consentidas, todo eso que fabrica la
identificación y de lo mismo. Crítico, él lo es hasta el negativismo. Des­
preciando los traidores, dirá que es un error de perspectiva; valorizando la
coherencia, la denigrará; denunciando una paradoja sostendrá que nin­
guna paradoja no es ninguna paradoja, etc. El aboga de tal forma en
todos los casos la antítesis de las ideas recibidas, que podría apostar que él

103 Cf nota N» 1.
ha sido el más demócrata en los tiempos más aristocráticos. Se verifica
por otra parte, que él quien abogó por una dictadura, además de un
género muy especial, no la quiera entonces más cuando ella esta ahí con
Salazar, sobre quien escribió una de sus páginas más feroces104. Es que el
nervio de sus polémicas está en un otro lugar: en la posición de no-
engañado del discurso, que rechazando los semblantes y las ficciones exis­
tentes, produce esa curiosa vecindad con las tesis las más reaccionarias y
con un toque incontestablemente subversivo, que va incluso bien más
allá de todo lo que pudo esperarse de la crítica social de un Jean-Jacques
Rousseau. Y si se cree que hay a veces en Pessoa la altanería aristocrática,
cosa que yo no pienso, es que él no puede reconocer sino una sola élite,
aquella de la «espiritualidad», lo que en él quiere decir aquel del espíritu
libre, que por devastadora que sea su libertad, afronta aun más el misterio
de la existencia, que él hace tabula rasa del discurso. Abogando por la
«desintegración espiritual» contra todas las credulidades, escribe:

«Las convicciones profundas, solo las tienen los seres superficia­


les. (...) son de una sola pieza y coherentes. Ellos son de la madera de la
que se sirven la política y la religión, es por lo que ellas se desenmascaran
tanto delante de la Verdad y la Vida»105.

Esta frase me hace evocar otra de Jacques Lacan hablando en


«Radiofonía», «carne de Partido, empleada como baby-sitter de la histo­
ria»106. ¿En el fondo de qué se trata, sino de un esfuerzo de irreverencia
para «dar el ejemplo del irrespeto» con vistas a socavar el «servilismo»107 ?
Es el espíritu negador que castiga con severidad aquí, utilizando la con­
tradicción casi metódica y la paradoja. Muy asegurado de que toda cohe­
sión social reposa sobre ficciones, es de la consistencia de las ficciones de
donde él se agarra, puesto que:

,M Pessoa F., Fragmento no fechado, en Pessoa, U nephotobiographie {Pessoa, Unafotobíografia), op. cit. p. 269 (No
existe traducción del texto al castellano}
105Crónica de la vida que pasa, 5 de Abril de 1915, CEuvres completes, op cit., p. 165. {No existe traducción del
texto al castellano}
106 Lacan J . , .Radiophonie, En Scilicet 2/3 Paris, Ed du Seuil, 1970, p. 67. {Radiofonía Ed. Anagrama, p.29 }
107 Carta a Francisco Fernández López, op. cit., .p 91 {No existe traducción del texto al castellano}
«; Qué es sin la locura el hombre
más que un animal sano,
cadáver aplazado que procrea ?108

El escalpelo crítico de Pessoa está evidentemente correlacionado


con su «incompetencia» para vivir el lazo social. Frecuentemente evocó
y de la manera mas graciosa, su perplejidad pasmada e incrédula delan­
te de las vidas anónimas y conformistas, instaladas en la familiaridad de
su mundo y que no frecuentan ninguna inquietud. Y de maravillarse
hasta la obsesión del aseguramiento tranquilo y despiadado con la que
el Patrón Vasques resolvía sus asuntos, así como la satisfacción de tal
cocinero, fiero de serlo después de treinta años y de nunca haber salido
de su cocina. Su fascinación por aquellos que él llama sus «queridos
vegetales», va de la mano con el sentimiento de una irremediable «in­
compatibilidad » que rebasa de lejos, según lo que dice ahí, la suerte de
la soledad corriente. Cuando la conciencia de su misión lo habita,
cuando la revelación le viene, él lleva ese asombro al veredicto. Él escri­
be en Messagem:

«¡Triste de quien vive en casa


tan contento con su lar
sin que un sueño, alzando el ala
logre enrojecer la brasa
del hogar a abandonar;

¡Triste de quien es feliz;


Pues dura la vida, él vive.
Nada en el alma le dice
más que la lección raigal:
la vida es sepultura.109

108 Pessoa E, Dom Sébastien, roi du Portugal, en Je ne suis pos personne, Antbologie, Ed. Christhian Bourgouis,
París, 1994, p. 129, {Pessoa F., D. Sebastián Rey de Portugal. En Poesía Completa Edición Bilingüe Tomo 1. Ed.
Libros Río Nuevo, p. 175}
109 {Pessoa, E, Mensaje (Mensagem) Hiperión, Madrid, 1997, p. 121.}
Están ahí las dos primeras estrofas del poema esotérico intitula
do El Quinto Imperio, las dos últimas estrofas basculando en otro re
gistro, después de una estrofa de transición, hela ahí:

Las eras a eras se suman


el tiempo que en eras viene
No estar conforme es ser hombre.
¡Dómense las fuerzas ciegas
por esa visión del alma!110

No, Fernando Pessoa no era un reaccionario. Esto incluso, a él


mismo además le hubiere demandado un otro asiento en la realidad. Pero
de su gran imprecación de anrirrevolucionario, él interpreta el deseo de la
revolución, haciendo aparecer ahí, lateralmente el gusto por el orden que lo
rodea. Sobre este punto por vías totalmente opuestas, él reúne el apolitismo
de Joyce: demasiado subversivo como para ser revolucionario. -
Queda por captar como aquel que reanuda como Amo irónico
en la ciudad del discurso puede desembocar en el impasse de un mesia-
nismo muy alejado de cualquier modernidad.

Entre en igm a y certeza

Anoto inicialmente que incluso es en la medida del rechazo de


los semblantes que surge, en los latidos del dolor, el sentimiento del
Misterio mayúsculo. De la irreal realidad vaciada de significación don­
de se mantiene Pessoa, surge el... sentido opaco. Entonces, cada cosa se
vuelve enigma: sobre lo insignificante pasa el soplo del misterio, el
mundo desierto se anima de una presencia oscura y de la inminencia de
una revelación retenida. Aquella está presente en la obra poética* sea
bajo una forma negada, como es el caso en Caeiro. Fausto exclama:

"° {ibíd.}
«Es abismadamente curioso
Y transcendentemente negro y hondo
Ver a los seres, los entes moviéndose
Riendo (...) hablando (...)
En la luz y el calor, y en todos ellos
Un misterio que torna todo negro
Y hace a la vida horror incomprendido» 111

Mientras que Bernardo Soares anota entre mil ejemplos:

« El mundo visible continua girando bajo los rayos del sol. Pero
lo completamente diferente nos acecha en la sombra» 112

Esta presencia de la sombra, la angustia constante de lo vislum­


brado, da a la poesía de Pessoa, una tonalidad única y hace de él como
uno de sus críticos lo notó, un hombre «ebrio de sentido», escrutando
la «esfinge » que es él para él mismo, así como el logogrifo que él ve en
cada cosa, siempre al acecho de la iluminación resolutiva.
Todo el aspecto esotérico del pensamiento de Pessoa, su interés
fascinado y asustadizo por la teosofía, su supuesta capacidad de mé­
dium, su mesianismo inspirado, se transplantan ahí entre enigma y
certeza, entre misterio y revelación, en el intervalo, él que dice no ser
sino un intervalo, sobre el fondo del rechazo previo de todas las «men­
tiras de los hombres». El mesianismo de Pessoa no se opone a su ironía.
Al contrario, él se conecta perfectamente, por un proceso que invierte
en certeza el enigma devastador del sin-sentido que el rechazo del dis­
curso deja al descubierto. Se puede reconocer ahí cómodamente la
naturaleza de los fenómenos llamados intuitivos donde «el grado de
certeza (...) toma un peso proporcional al vacío enigmático que se pre­
senta primeramente en el lugar de la significación misma»113.
Ese salto se repite vanas veces en la vida de Pessoa. Su corres­
pondencia lo testimonia de manera irrefutable. De esos cambios ra­
m Pessoa p#) Faust, Ed Chrisrian Bourgois, París 1990, p. 47. { Fausto: Tragedia Subjectiva, Ed Tecnos, p. 63 } -
1,2 Pessoa F., Livre de Vintranquillité Vo! I, op. cit., p .l74 {No se encontró el texto en castellano}
113 Lacan J., Dune question preliminaire h tout traitement possible de la psychose, op.cit., p. 102 (De una cuestión
preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis, Ed Siglo XXI, p. 520.}
dicales que lo hacían pasar de la nada a la exaltación salvadora y fecun
da, tenemos ya un ejemplo en 1912: un largo periodo de marasmo
confluyendo en una «crisis de superabundancia»114, anticipada por la
publicación de sus tres primeros textos consagrados a la poesía portu«
guesa115, en los cuales «el razonamiento sobrepasando el sueño» le per
mi tía anunciar después de una larga deducción y con un tono muy
exaltado, «la prodigiosa resurrección de Portugal», y la aparición atal
del Gran poeta que reemplazaría a Camóes y sería «el más grande poeta
de nuestra raza», «el más grande poeta de Europa de todos los tiem
pos». Se puede seguir incluso a lo largo del año 1914, la crónica de sus
catástrofes. En junio escribe a su madre:

«Podría ser que la gloria tenga un gusto de muerte y de


inutilidad y el triunfo un olor a podredumbre»116;

En septiembre, él se dice al mismo nivel de la desesperanza que


El libro d el desasosiego; finales de octubre, él habla de «su profunda y
calma depresión»; el 19 de noviembre, escribe además a Armando
Cortes-Rodrigues una carta patética:

«No soy más yo. Soy un fragmento de yo conservado en un


museo abandonado. (... ) Estoy sumergido en una desola­
ción infinita (...) un estado de “no- ser”»117

Pero dos días después, el 21 de noviembre, el marasmo se con­


vierte en convicción. Un fragmento autobiográfico lo testimonia:

«Hoy tomando la decisión de ser yo, de vivir a la altura de mi


tarea. (...) entre en plena posesión de mi genio y tengo la divina
conciencia de mi misión. (.. .) Un relámpago me he deslum­
brado de lucidez. Nací»118
U4Pessoa F., carta del 1 de Febrero de 1913. op. cit. p. 102 {No existe traducción del texto al castellano}
115 Ver CEuvres completes Prosa I op. cit. {No existe traducción del texto al castellano}
116 Pessoa F., Pessoa enpersonne, op.. cit, p. 115- {No hay traducción del texto al castellano}
117 Ibíd. p. 132.
518 Ibíd., p..135.
No es indiferente anotar que una carta del 14 de septiembre
nos informa que entre tanto él se dejó atraer por «el misterioso fenó­
meno nacional, seguram ente im portante, que se llam a
“Sebastianismo”»119. (Se trata de un mesianismo propio de Portugal,
fundado en la espera de la reaparición del rey Dom Sébastian, des­
aparecido en 1578 en la batalla de Alcázar - Quivir. en la que el cuer­
po, al igual que el falo perdido de Osiris embalsamado, no fue nunca
encontrado. Su retorno debe marcar el advenimiento del Quinto
imperio anunciado en las profecías). En las semanas que siguen, él
anuncia las explicaciones sobre su «curioso estado del alma» 120 y so­
bre la naturaleza de la «crisis psíquica» por la que atraviesa. Cuando
estas vienen, en la extensa y bella carta del 19 de enero de 1914,
explica que se trata de una crisis de incompatibilidad, debido a que
él, él solo, en medio de todos, nació con la conciencia de «la terrible y
religiosa misión que todo hombre de genio recibe de Dios». Ser artis­
ta le parece en lo sucesivo «la más terrible misión», para cumplir con
«los ojos fijos sobre el fin creador-de-la—civilización», con una no­
ción profunda de «la gravedad y del misterio de la Vida». El además
agrega: «la idea patriótica, siempre mas o menos presente en mis de­
signios, crece ahora en mi » y ruega a Armando Córtes-Rodrigues de
«no ver en esta carta la obra de un megalómano»121.
Un vuelco idéntico se observa en el curso del año 1916, año
terrible, durante el cual se inicia en la teosofía, se descubre como
médium y pierde su amigo Sá-Carneiro, que se suicida en Paris el 26
de abril. En diciembre de 1915 Pessoa le escribía: «Psíquicamente,
estoy acorralado. (...) Estoy en un estado de turbación y de angustia
intelectual que usted no se puede imaginar». Es que él se informó de
los misterios y ritos de los rosacruces y de la teosofía que le fascina.

«Es el horror y la atracción del abismo coexistiendo en un más


allá del alma»122. Usted comprenderá que esta tragedia irrepresentable

115 Ibíd., p. 122.


120 Ibíd., p. 136.
121 Ib/d„ p. 144-146.
122 Ibíd., p. 168-170.
es tan real, plena del aquí y del ahora y que mi alma está impregnada
ahí como el verde de las hojas»123

En junio, una larga carta a una de sus tías cuenta «el asunto
misterioso» de su muy nueva... capacidad como médium. Ella nos
permite tomar la medida de eso de lo cual Pessoa estaba asediado. No
es solamente que habiendo garabateado de manera automática la fir­
ma, que él conoce bien, de uno de sus tíos abuelos, reconoce ahí una
manifestación venida del más allá, es que da testimonio de fenóme­
nos, de otro modo característicos: el espejo no le devuelve más su
rostro sino una faz de hombre barbudo: de repente se siente «pertene­
ciendo a otra cosa»; su brazo se emancipa en movimientos que él no
quiso, etc., tantos signos, dice él, de que el «Maestro desconocido
quiere de esta manera iniciadme». Pero el 4 de septiembre de 1916
escribe: «Me reconstruyo» aunque «las únicas noticias que puedo dar­
le de mi, es que no, aunque mejor ahora. (La frase es esa incluso,
puesto que mi privilegio es de no expresarme)»124

M esianism o

Paralelamente, en la obra, al irónico «indisciplinador de al­


mas» que invitaba a «una anarquía portuguesa», siendo simultánea la
aparición anunciada del supra —C amo es, del superhombre del Ulti­
m átum futurista de Alvaro de Campos y finalmente del Rey Dom
Sébastien reencarnado. «¿Genio, locura, mistificación?» se pregunta
uno de sus críticos. Mistificación seguramente no, pues como él lo
dice «es “eso” que da su sentido a la vida - obra de Pessoa. Es “eso”
que lo orientó, permitiéndole existir»125. Vemos el tono de esta vena
profética. En 1923 en una entrevista en la que probablemente él
mismo redactó las preguntas y las respuestas, interrogado sobre el
porvenir de la raza portuguesa, responde:

m Ibíd., p. 172.
,2< Ibíd., p. 193.
125 Citado por José Blanco, op. cit. p. 511. {No existe traducción del texto al castellano}
«El Quinto Imperio. El porvenir de Portugal - que no ima­
gino pero que yo sé126 (109) — ya está escrito para quien
sabe leerlo, en las predicciones de Bandarra y también en
los cuartetos de Nostradamus. Nuestro porvenir es ser todo.
¿Quién siendo portugués pueda vivir con estrechez en una
sola personalidad, una sola nación, una sola fe? (...) ¡Absor­
bamos todos los dioses! Hemos conquistado la Mar, nos
queda por conquistar el Cielo, dejando laTierra a los Otros,
a los Otros de nacimiento, a los Europeos que no son Euro­
peos, porque ellos no son portugueses. Ser todo, de todas
las maneras, pues ¡la verdad no es si aun falta ahí alguna
cosa! Creemos así el Paganismo Superior, el Politeísmo Su­
premo! En la eterna mentira de todos los dioses, solo los
dioses todos juntos son la verdad»127.

Por otra parte, el mesianismo de los últimos años prolonga


además, en Pessoa, una indefectible y extraña pasión de juventud por
su Patria, que parece haber tomado en él, el lugar de los afectos por
los humanos más encarnados. A los veinte años, en el mismo texto
donde él se compara con Rousseau, escribe:

«La pena inmensa que experimento por mi patria, mi deseo


intenso de mejorar la condición de Portugal, me inspiran —
como decir con tanto ardor, con tanta intensidad, con tanta
sinceridad! — miles de planes que no podrían ser llevados a
cabo sino por un hombre dotado de una calidad de la cual yo
estoy completamente desprovisto — el poder de querer. Pero
sufro hasta el borde de la locura, lo juro. (...) El sufrimiento
es atroz. Me mantiene constantemente - digo yo s al borde
de la locura»128.

126 Es Colecte Soler la que subraya.


127 Ibíd., p 270-271.
128 Fragmentos dutobio<rrÁñcf><¡ on r ir . n 76 ÍNo rjrisrf* traducción del texto al castellano}
Uno se puede interrogar, uno se ha interrogado acerca del esta­
tuto de este mesianismo. ¿No sería sino una metáfora para llamar a un
sobresalto espiritual, mito concebido para insuflar el nuevo impulso en
el lugar dejado vacío por «la falta inmensa de un dios verdadero»? Ha­
bría sido pensable respecto de aquel quien afirma que el renacimiento
nacional no puede pasar sino por un gran mito nacional y quien dice
soñar él mismo de ser un creador del mito. Pero numerosos índices
indican que estamos bastante más allá de la metáfora.
Cuando él quiere evocar lo que se trama obscuramente entre pa­
sado, presente y porvenir, Pessoa habla casi siempre por alusiones casi
reticentes. En 1920 él escribe a Ofelia una carta de ruptura que dice:

«Mi destino depende de una Ley diferente, de la cual us­


ted ignora hasta la existencia y él está cada vez más some­
tido a los Amos que no consienten ni perdonan.
\ Usted no tiene necesidad de comprenderlo.»129

Del Orpheu número tres, cree que se le «impidió aparecer por


una voluntad venida de lo alto»130, y de M ensaje (Messagem), dice:

«Lo que hago por azar y que termino después de las


conversaciones, había sido dibujado muy exactamente
con escuadra y con compás por el Gran Arquitecto»131

En la introducción de su Interregno, anuncia una continui­


dad eventual, que él escribirá, «si la orden es dada y la hora se llega»132
(115) El texto se termina además en otra afirmación escondida di­
ciendo que después de 1578 hasta ese día en el que Pessoa toma la
palabra, ningún portugués se había dirigido a los portugueses. Al ser
1578 la fecha de la desaparición de Dom Sébastien, uno puede con­
cluir sin tomar muchos riesgos como lo hizo Joél Serráo, que él>esta

129 Carta del 21 de noviembre de 1920, op. cít, p 218. {No existe traducción del texto al castellano}
130 Carta del 2 6 de octubre de 1930 , op cit., p. 254. {No existe traducción del texto al castellano)
131 Carta del 13 de enero de 1935, op. cit p. 299 {No existe traducción del texto al castellano}
132 ¿.'interregno op cit., p 364 {No se encontró el texto en castellano}
finalmente de retorno y que él se nombra en el presente como Fernan­
do Pessoa. Tanto más cuanto que en 1934, a propósito del libro de su
amigo Augusto Ferrera Gomes, Quinto Imperio, para el que escribió el
prefacio, se dispone de uno de los fragmentos mas sugestivos citado por
José Blanco. Pessoa habiendo evocado una predicción que sitúa la fecha
de reaparición de Dom Sébastien entre 1878 y 1888, agrega:

«Entonces, en este último año (1888) se produjo en Por­


tugal el acontecimiento más importante en la vida nacio­
nal después de los descubrimientos; sin embargo, por su
misma naturaleza, el acontecimiento paso y debía pasar,
totalmente desapercibido. (...) No creo que antes de diez
años a partir de ahora, el pueblo portugués llegue a com­
prender de qué se trata y la importancia de éste asunto»133.

Para nosotros, es suficiente que nos acordemos que Pessoa nació


precisamente en 1888 para comprender de lo que se trata.

Mientras que Joyce, el «hijo necesario», es el fundador de sus


ancestros y que él sustenta solo, en una genealogía al revés, lo que
llama «el espíritu increado» de su raza, Pessoa reencarnación del rey
muerto, se inventa una linaje de suplencia tomado en préstamo a los
mitos de la Patria. Así la certeza viene a responder haciendo limite a
la deriva pluralizante de la heteronimia. Se capta ahí la función de
ese Quinto Imperio. ¿Por qué no decirlo .terapéutica del sin-sentido y
de la dispersión, a los cuales él aporta el Uno de una identidad
reencontrada y... heroica?
No preguntemos más dónde está, quién es Pessoa, pues pien­
so haberlo mostrado, la heteronimia, por ser el fenómeno más raro y
el más fascinante de su obra, no es lo único. Ella se incluye en el
triángulo de la ironía negativista, de la mentalidad liberada de sus
amarras y de la identidad mesiánica reencontrada, todas tres solida­
rias y surgidas del frente a frente con lo real de la existencia. Sin

133 Prose I, op cit, p. 525. {No existe traducción del texto al castellano}
embargo, rasgo impactante en Pessoa, ese trío de vaciamiento cit las
significaciones, de abundancia de las criaturas y del mesiar smo qui
devuelve el sin-sentido a plenitud de sentidos, no se ordena en fases
sucesivas, pero se plantea en una sincronía a-cronológica.
La verdadera pluralidad de Fernando Pessoa no es aquella d(
la heteronimia sino aquella que hace estar cerca sincrónicamente al
denigrador de la realidad, al poeta disperso en poetas y al poeta único
de la promesa esotérica, como otro tanto de eflorescencias de la per
plejidad primera, aquella que inspira el menos-uno de este trío: el
poeta de la nada y del misterio. Concluyo: la esfinge de la unidad
perdida, ella también, estando sujeta a la lógica.

Un solo p o eta

Queda, contingencia absoluta el genio de la lengua. Ella eclipsa


en última instancia la fragmentación del decir, pues el único amor de
Pessoa, es su lengua, su única voluptuosidad, aquella del discurso. En
él solo los poemas tienen un cuerpo, las frases de una personalidad
humana y los textos son más reales que la vida misma. El lo dijo:

«Las palabras son para mi cuerpos. tangibles, sirenas visi­


bles, sensualidades incorporadas. Tal vez porque la sensua­
lidad real carece para mí de cualquier interés — ni siquiera
mental, o de ensoñación, se me transmutó el deseo, se
transmutó en aquello que en mi crea ritmos verbales»134

El anota además cuanto lo puede hacer sufrir una falta de orto­


grafía, pues la palabra es también un rostro, en cuanto «un adjetivo tiene
mucho más valor para (él) que las lagrimas sinceras venidas ¡del cora­
zón»135. El se recuerda, él a.quien nada dé la vida no puede hacerlo llorar,
de sus lagrimas de niño y de su turbación con la lectura de un celebre
pasaje de Vieira: « Construyó Salomón un palacio... »
134 Pessoa F.>Livre de l ’irttrancfúiUité Vo11, op.. cit, p 101 {Pessoa , F-, Libro del Desasosiego* Ediciones EÜAcantilado»
Barcelona, diciembre 2002, p.278/
135 Ibíd.,. p. 124. {No se encontró el texto en castellano }
«Aquel movimiento hierático de nuestra clara majestuosa lengua,
aquel expresarse las ideas con las palabras inevitables (...) asombro vocálico
en los que los sonidos son colores ideales — todo eso me nublo
instintivamente como una gran emoción política»136.
El adjetivo hace sentir aquí su peso, pues la raza y la pasión pa­
triótica ellas mismas pasan, según Pessoa, por el amor de la lengua única
y primera, incluso se confunden con ella.
Al erotismo de la letra, se agrega en Pessoa una pasión por el
decir, imperiosa y secreta, sin duda su única verdadera pasión.
« Decir es sobrevivir. No hay nada real en la vida que no lo sea
por eso, solo porque se lo haya descrito bien »137
« Decir! Saber decir! Saber existir por la voz escrita y la imagen
mental! La vida no vale nada más: el resto, son los hombres y las
mujeres, los amores supuestos y las verdades ficticias, subterfugios de
la digestión y del olvido, seres agitándose en todos los sentidos —
como esos bichitos bajo una piedra cuando se la levanta — bajo la
vasta roca abstracta del cielo azul y desprovisto de sentido»138
Es Bernardo Soares que se expresa así, pero es a eso mismo a lo
que Fernando Pessoa consagró la consunción de sus días.
Si se cuestiona entonces acerca de lo que el lector actual puede
recibir aun de los mensajes de Fernando Pessoa, diría: todo, gracias al
arte poético. De hecho, son los productos de su ironía, sus profesio­
nes de fe, sus paradojas y sus diatribas para hacer dar vergüenza a los
valores del presente. Lo que son sin duda los mas ilegibles hoy en día.
Al contrario, en el punto mismo del esoterismo delirante d e Messagem,
aunque el nuevo evangelio de Dom Sébastien-el-retorno, no nos dice
nada, el poeta aun nos habla. La certeza está ahí, la cual se descifra y
se deduce, pero ella no aflora sino en alusiones tan discretas, tan poco
didácticas, que para el no «iniciado» no le queda sino una poesía de la
inquietud o desasosiego, de la espera y de la promesa indistinta. Poe­
sía del umbral, ella despierta las nostalgias frustradas de un otro lugar

136 Ibid., p. 102. { Pessoa , F., Libro del Desasosiego, Ediciones El Acantilado, Barcelona, diciembre 2002, p.279/
137 Ibid. , p. 261. {No se encontró el texto en castellano}
138 Ibid., p. 260 {No se encontró el texto en castellano}
y de la Otra cosa, mientras que de su llamado a un futuro sublime ella
sabe tocar el punto de dolor exquisito del sujeto moderno, exilado di
toda trascendencia. Atravesada por el soplo de una exigencia que no
se resigna, de un dolor que estimula, ella cumple así... la misión. Pero
una otra, aquella del artista, tal que Pessoa la metaforizaba en el im
portante poema inglés intitulado The m adfiddler, el músico loco, en
el que la magia, reavivando las «búsquedas olvidadas», deja los trau
seúntes «De repente forzados a vivir»139.

135 Pessoa F, Je ne suis pos personne, op cit p. 233 ¡No existe traducción del texto al castellano}
CONTENIDO
I

R ousseau, el sím bolo...................................................................................................... 19

Joyce y R o u sseau ....................................................................................................... 20


Una inspiración estructurada corno una ré p lic a ......................................... 22
Im aginar la ficción que co n v ien e....................................................................... 24
El m ito freudiano invertido................................................................................... 26
La forclusión m etódica............................................................................................ 27
Seducir la voluntad.................................................................................................... 31
La cuestión del ser...................................... ............................................................... 36
El amo de la verdad................................................................................................... 38
U n O tro nocivo...................................... .................................................................... 40
Retorno en lo r e a l................................... .................................................................. 43
El Otro del silencio................................................................................................... 46
La auto-suficiencia.................................................................................................... 49
Letrificación.................................................................................................................. 52

II

Dos vocaciones, dos escrituras.................................................................................... 57


Dos vocaciones............................................................................................................ 57
Dos escrituras............................................................................................................... 61
Función diferencial de la escritura....................................................................... 62

III

Joyce, el hijo necesario.................................................................................................... 67


El poder del equívoco................ .............................................................................. 68
Sin cuerpo...................................................................................................................... 72
El taburete...................................................................................................................... 79
Retrato del artista como eterno denigrante.......................................................... 85
Joyce, ¿M ártir de la len gua?......................................................................................... 95
El ile g ib le ....................................................................................................................... 95
Joyce le g ib le ................................................................................................................... 99
El m ártir de la le n g u a ................................................................................................ 106
N om inación................................................................................................................... 108
Sintomatología ............................................................................................................ 110

IV

Pessoa, la esfinge............................................................................................................... 117


El ego reventado......................................................................................................... ,117
La obra ru ssellian a.................................................................................................... 120
El baúl de Fernando Pessoa..................................................................................... 121
El caso sirve a la obra................................................................................................. 125
Los Pessoa....................................................................................................................... 129
“Las criaturas de la palabra ................................................................................... 131
El no-identificado........................................................................................................ 136
La experiencia fundam ental.................................................................................... 140
Ficciones......................................................................................................................... 141
“La m entalidad”........................................................................................................... 147
La ironía........................................................................................................................... 150
Entre enigma y certeza............................................................................................. 153
M esianism o.................................................................................................................... 157
Un solo poeta................................................................................................................ 161

Impreso en apotema Ltda.


Julio 2003 / Medeiíín - Colombia

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