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Entre amigos

J uan Alberto hacía todo lo necesario para tener éxito, pero este, como bagre mojado, siempre
se le escapaba de las manos, dejándole solo ese espumarajo amargo que dejan los sueños
malogrados.
Desde hacía diez años trabajaba como vendedor en una multinacional.
La promesa de ascenso laboral con un mejor salario, siempre se diluía en el último
momento, pero él no renunciaba y continuaba esperando con la misma fe de un pica piedras que
acomete la roca, esperando que ese sea el día en el que pueda tener, finalmente, su alegre
encuentro con la gema.
—¿Supiste la última?
—¡No, tírala, de una! —contestó Libardo.
—A Beto le dijeron que lo del ascenso, nada, y lo peor es que le negaron la liquidación que
le deben.
—¡No puedo creerlo! Con todo lo que se mata trabajando —dijo Michelo—, ¡eso es
demasiado! Yo no me aguantaría esa vaina, compadre.
—Primo —replicó Libardo—, ¡diez años de trabajo y sin un peso de liquidación!
—¡Pobre Beto!, yo creo que deberíamos hacer algo…
—Pero, ¿qué?, nosotros tampoco es que ganemos mucho —se lamentó Libardo.
—Pues, sí, eso es verdá…debemos pensá en algo, no sé, ¡alguna salida!
—Ombe, pero, ¿y en qué?
—¡Pensemos!
—¿Pensemos? —replicó Libardo— si fuera así de fácil, ¿qué hacemos con pensá? Eso no
es de pensá —Libardo se tocó la sien con su dedo índice—, ¡eso es de monei, broder, de cash,
broder!
—Yo insisto en que debemos pensá en algo y, ¡urgente!
—Sí, pero, ¿y en qué?
Juan Alberto llegó arrastrando su cara por lo que Manuela supo que las cosas no iban bien
en el trabajo.
Le trajo las chanclas en silencio y después le dio su café de siempre.
Fue a la cocina a servirle la cena.
Beto tomó el control del televisor y pinchó el obturador, hizo un recorrido por los canales,
pero no encontró nada que le hiciera quedar; desistió del televisor y se hundió en su celular.
Después de la comida, Beto todavía manteniendo su voto de silencio, meditaba en su
suerte: ¿Qué era lo malo que había hecho para que las cosas le salieran al revés siempre?,
trabajaba con dedicación, daba resultados, tenía buenas relaciones con su jefe y demás personal
de la empresa, pero, ¿de qué le servía ser “buena gente” si esto no ser revertía en mayores
ingresos para mejorar las condiciones de vida de su familia?, ni siquiera le atinaba a la lotería, la
que compraba cada semana.
Comenzaba a creer que: ¡Ser honesto es una pendejada!
Manuela lograba mantener callados a Nicolás y Josefa y así evitaba más molestias para
Beto.
Se sentía orgullosa de que con apenas veinticinco años hubiera aprendido a manejar los
cincuenta y cinco del padrastro de sus hijos, al punto que despertara la admiración de su madre y
sus hermanas mayores.
Beto daba vueltas en la cama, pero con cada una de ellas, solo revolvía aún más su
desazón: «ojalá me durmiera y no despertara más nunca» —pensaba.
«Voy es a salí renunciando, y me largo de esta porquería», fue el último pensamiento de
Beto antes de diluirse en el sueño

*****
Como era ya costumbre, Beto consignaba ese día el dinero producido en el cobro de ese fin de
mes.
Iba con otro que manejaba la moto, también cobrador como él, su nuevo compañero del
trabajo.
Nunca había tenido problemas con eso, a pesar que llevaban el salario de ambos
multiplicado por veinte.
Era una ciudad, aunque mejor era decirle un pueblo tranquilo.
Sin cámaras en los negocios; pocos atracos y con un índice de violencia muy bajo, en
comparación con las otras ciudades más grandes.
En la empresa confiaban ciegamente en él y ni siquiera solicitaban el acompañamiento de
la policía.
Cuando llegaron a la esquina de Meche, la de la sastrería, tuvieron que detenerse porque
había un tronco en medio de la calle.
—¡Quietos, dijo uno de los encapuchados!
Beto pensó que era una broma, porque la voz le pareció familiar, pero cuando vio el cañón
apuntándole, y al otro atracador que le asestaba un cañonazo a su compañero, se dio cuenta que
el asunto era en serio.
—¡Tranquilos, tranquilos! —dijo Beto con las palmas de las manos al lado de sus
hombros.
Alcanzó a ver la sangre que manaba de la cien de su compañero, antes de recibir un
puñetazo en todo el ojo.
Beto sintió que una luz blancuzca con cientos de punticos de diversos colores le salpicaba
en la cabeza, se fue de bruces, la moto se fue de lado y se aceleró antes de apagarse: la moto se
sacudía como si experimentara una convulsión.
Al mirar de nuevo a su compañero, se percató que este comenzaba a recuperarse a gatas.
—¡La plata! ¡Entreguen la plata!
Beto no salía de su asombro, no podía creer que los estaban atracando, se puso de rodillas y
comenzó a sacarse el bolso de su espalda, donde llevaba el dinero.
El otro atracador, le repitió la dosis del revolver a su compañero, pero un poco más abajo,
en todo el pómulo izquierdo, un chorro de sangre salió a borbotones.
Beto vio cómo su compañero se fue de lado, todo indicaba que había perdido el sentido.
El bolso no quería salir, entonces el atracador que lo atendía le volvió a dar otro puñetazo,
esta vez en la boca: “lo siento”, dijo.
«Qué amable es este desgraciao» pensó Beto.
El ladrón amablemente le ayudó a zafarse del bolso con el dinero y se largó.
Los dos se fueron corriendo calle arriba.
Beto se acercó a su compañero que sangraba a chorros.
Lo tomó entre sus brazos y gritó pidiendo ayuda.

*****
—Aquí está el ascenso de Beto —dijo Libardo feliz.
—¡Lo logramos! —concluyó Michelo.
—Ey, se te pasó la mano con Beto —dijo Libardo.
—¿A mí se me pasó la mano? ¿Por qué no dices que casi matas al compañero?
—Era necesario —dijo Libardo—, era la única forma que no sospecharan que había sido
un atraco entre amigos.
Contaron el dinero: había el salario de veinte meses de trabajo, más lo correspondiente a
todas sus prestaciones sociales.
¡Por fin se haría justicia con Beto!
—Bueno compañero, el viejo Beto no lo puede saber.
—¡Ni por El Chiras!
Ahora solo era esperar el mes que habían acordado y entregarle todo el dinero a su amigo.
Ese tiempo, según ellos, sería suficiente para que las autoridades dieran por cerrado el caso
y el seguro de la empresa asumiera la pérdida.

*****
Faltando dos días para el plazo, el dinero estaba completico.
Los dos amigos habían sido fieles a su compromiso y ese dinero no les pertenecía.
El amigo de Beto estaba recuperado por completo, y él, que había renunciado a su trabajo
se marcharía del pueblo.
Ellos le darían a Beto el dinero que por su trabajo era más que merecido.
Decidieron ir a su casa para entregárselo, pues en la madrugada el carro de trasteos vendría
a buscarlo.
Cuando llegaron Beto estaba abrazando a su mujer y a los dos hijos de ella y lloraba como
si hubiera sucedido una desgracia.
—¿Qué pasó viejo Beto? —dijo Michelo, mientras le tocaba la cabeza a su amigo.
—Ombe, compadre —dijo Beto entre sollozos—, Dios es muy bueno y justo…
Libardo movió la cabeza hacia un lado, incrédulo.
—Dios vio la injusticia de esa empresa y me ha devuelto lo que ellos me quitaron.
—…
Los dos amigos se miraron sin entender nada.
—¡Me acabo de ganar la lotería!, compadritos, ¿cómo la ven?... Gracias Diosito… gracias
—decía Beto mojando el rostro de su mujer con sus gemidos.
Los dos amigos se miraron y abrieron los ojos como si experimentaran un orgasmo.
Abrazaron a Beto.
Fue poco lo que faltó para que se fueran en llanto.
Salieron a la terraza de la casa, se miraron uno al otro con los ojos explayados.
E l corazón humano es un caballo cerrero al que no se le pueden aflojar las riendas porque
se desboca.
Fue Libardo el que habló
—¡Ni una palabra de esto! —dijo, señalando el morral con el dinero.
—¡Ni media! —dijo Michelo—. ¡Ni media!
Y entraron de nuevo a la casa de Beto, a festejar entre amigos.

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