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CORONA DE ESPINAS

Quítame del corazón esta corona de espinas.


(De un bolero popular)

En la penumbra de un antiguo y decadente bar —situado entre las avenidas


México y Aviación— iluminado apenas por el brillo mortecino de un tubo fluorescente,
el Achiote, choro avezado, tomaba unas cervezas con el Búho, un hombre mucho más
joven: ojos abotagados, cabellera hirsuta y cuerpo robusto. Vestía jean azul y una
camiseta de Alianza Lima. Ambos estaban sentados en una esquina, frente a frente,
oyendo los boleros de Lucho Barrios.

—¿Y qué pasó con la Vicky? —preguntaba el Achiote, mientras encendía un


cigarrillo protegiendo la llama del fósforo con la cuenca de sus manos. Sus ojos,
exhaustos y enrojecidos, ocultaban un oscuro sentimiento de rabia— ¿Es verdad lo que
me han dateado?

El Búho volvió a reparar en el nombre de la Vicky tatuado en el antebrazo del


Achiote; luego dirigió su mirada hacia un ángulo agrietado de la cantina; tragó su saliva
con dificultad antes de responder.

—La gente habla tonterías, causa. No debes creer en esos chismes —Su voz se
escuchaba apática y temblorosa. Su rostro se mostraba desencajado.

—No, Búho, no puedes negarte —el Achiote comenzó a acariciar la gruesa


cadena de oro que colgaba de su cuello—. El dato me llegó cuando todavía estaba
guardado en el penal. ¿Sabías que allí nos llegan las noticias antes de que empiecen a
correr por las calles? Eres un imbécil. No te niegues. Además, ella regresará de visitar
a sus viejos esta madrugada. Y tú sabes que tampoco podrá negarse. ¡Mozo, dos
cervezas más! —solicitó en voz alta el Achiote— A este muchacho no le gusta
conversar sin trago.

El mozo colocó las dos botellas destapadas sobre la mesa. El Achiote llenó ambos
vasos hasta hacerlos rebalsar. La espuma mojó el mantel remendado y lleno de
manchas. Bebieron despacio y arrojaron el pucho sobre el piso. Quedaron en silencio
durante algunos minutos mirando la pintura desconchada de las paredes. Una niña
morena ingresó ofreciendo caramelos. Dos tipos ebrios abandonaron la cantina, dando
tumbos, abrazados. Lucho Barrios interpretaba la canción Amor gitano.

¿Por qué te burlas de mí, amorcito mío?


¿Por qué después que te he querido
me das tan mal pago?
Toma este puñal, ábreme las venas.
Yo quiero desangrarme hasta que me muera…

—No fue nada, causita —dijo de pronto el Búho—. Te lo puedo jurar. No significó
nada. Ya ni me acuerdo cómo pasaron las cosas. Todo se dio sin querer. ¡Yo estaba
bien borracho! ¡Todo fue culpa del trago, Achiote!

—Ya me contaron todito, huevón, y con muchos detalles —El Achiote dio una
honda calada a su cigarrillo y la brasa iluminó por un instante la cicatriz de su pómulo
derecho—. Solo que ahora quiero escucharlo de tu boca. Toma tu vaso y habla, Búho.
No hagas que me ralle contigo.

Desde la enorme y transitada avenida México, les llegó el ladrido de unos perros.
El viento, frío y arrasador, se filtraba por la puerta entreabierta y por todos los
resquicios y rendijas del bar para luego recorrer el claroscuro del recinto como si fuera
un velo sinuoso y traslúcido.

—Sí, Achiote. Es como dicen, pues. Pero en verdad ya ni me acuerdo cómo se dio
la cosa. Fue en la pollada de la negra Clarivet. Yo estaba recontra borracho y no me
daba cuenta de nada. ¡La Vicky y las alcahuetas de sus amigas tuvieron la culpa,
causita! ¡Te lo puedo jurar! Yo estaba borrachazo. Sé que me porté mal, pero…
¡Perdóname, Achiote! ¡Tú sabes que siempre te he tenido ley! ¡Tú has sido como un
viejo para mí!

El Achiote sonrió con afectación echando una rápida mirada al bar. Una sombra
de tristeza se había instalado en su rostro. De pronto, sintió que la sangre se le
alborotaba: la cobardía del muchacho avivaba su ira. Apretó fuerte la botella de vidrio
como si se tratara del cuello del Búho. Su mano nervuda dio una palmada sobre la
mesa, y bebió esta vez de un largo sorbo todo su vaso. Sintió el sabor de la cerveza,
bien helada, como un gustoso lenitivo para su alma. Luego hizo recorrer su lengua por
su dentadura llena de engastes de oro, y lanzó un escupitajo sobre el piso cubierto de
aserrín húmedo.

—Lo único que me jode es que en el barrio todos se deben estar riendo de mí —
mintió el Achiote. Los dedos de su mano derecha acariciaban el dije que pendía de la
cadena de oro—. Me deben creer un cojudo, un verdadero gilazo. Tú sabes que debo
hacer algo, ¿no?

—¡No, hermanito! ¡No hay necesidad de que hagas nada! Ya nadie se acuerda de
eso. Han pasado varios meses. ¡No te preocupes, Achiote! ¡Te puedo jurar por la Sarita
que en el barrio ya nadie se acuerda!

Las risas y voces de un grupo de muchachos que circulaba por la acera hirieron el
silencio que se había impuesto por un momento en la cantina. El Achiote volvió a
encender otro cigarrillo y permaneció en silencio escuchando el bolero Rondando tu
esquina. Nuevamente, los recuerdos de sus años felices al lado de la Vicky irrumpieron
en su cabeza y lo colmaron de nostalgia. La voz de Lucho Barrios era una lanza de
fuego que le entraba por el pecho y le quemaba el corazón. Sin embargo, al momento
volvió a hablar con aspereza:

—Pero tú has seguido viéndote con ella de vez en cuando, huevón. ¿Crees que
no lo sé? Los dos me han jugado chueco, a pesar de todo lo que he hecho por ustedes.
Estás jodido, Búho. Eres una rata asquerosa. Y tú sabes bien cómo terminan las ratas,
¿no?
—¡No, comparito… cómo vas a creer eso! —El rostro del Búho se encendió
intensamente y sus manos comenzaron a humedecerse. Sus gestos se tornaron
rápidos y torpes. No pudo evitar que sus ojos, negros y saltones, miraran con ansiedad
la vieja puerta del bar— Las cosas fueron diferentes, Achiote. Es cierto que salimos,
pero solo un par de veces, en plan de amigos, nomás. Fuimos a hacer compras al jirón
Gamarra. ¡Déjame que te explique todo! Ella me dijo que necesitaba que la ayudaran a
cargar sus paquetes, y yo la acompañé solo un par de veces como amigo, causita. ¡Te
lo puedo jurar! ¡No te malees conmigo por las puras, Achiote! ¿Qué vas a hacer? ¡No
saques tu fierro, hermano…te estoy diciendo la verdad, la purita verdad…por la Sarita
que no te miento!... ¡No me cagues, barrio!

—Cálmate, huevón, te pones peor que jerma —ahora el Achiote hablaba en voz
baja—. Mira cómo te chequean esos tres borrachos de la otra mesa. ¿No te da
vergüenza? No va a pasar nada. Solo me estoy acomodando el tubo que me está
hincando la pierna. Tú sabes que siempre te he querido como a un hermano menor. Te
he cuidado y te he sacado de misio desde que eras cachorro, ¿sí o no? Además,
tenemos un negocio por realizar juntos en estos días; tengo una visión bien bacán. Por
culpa de una tramposa no se va a ir todo al carajo, ¿no crees? Yo sé que la Vicky se te
regaló. No te preocupes. Ella sí está bien jodida conmigo. Toma tu vaso y cálmate.
Eres aliancista, pero pareces gallina, huevón. Te estás meando de miedo. No va a
pasar nada.

—Gracias, Achiote, tú sabes que yo siempre te he respetado bastante. Cuenta


conmigo para cualquier cosa. ¡Yo te tengo ley, causita! ¡Lo otro pasó de borracho!...
Ah, y es verdad lo que dices, pues, ella se me regaló. Tú sabes que de sano nunca te
hubiera hecho eso con tu mujer, tú lo sabes, Achiotito. ¡Tú sabes que yo te estimo
como mierda!

—¡Esa loca ya no es mi mujer, huevón! ¡Y no te pongas así! Ya te dije que no va a


pasar nada. Ahora mejor acaba tu vaso y vámonos. Dentro de un rato tengo que ir al
terminal de Yerbateros para esperar a la Vicky. Le voy a dar la sorpresa de mi salida
del penal como te la he dado a ti. Aunque con ella tal vez las cosas sean muy
diferentes.
Minutos después, mientras Lucho Barrios interpretaba Marabú, los dos hombres
salieron del bar. El viento afilado de la madrugada limeña laceró sus rostros. A esa
hora la avenida México era un tipo solitario, viejo y desaliñado, que se había dormido
en el corazón de una ciudad inmensa. Caminaron juntos un par de cuadras con las
manos en los bolsillos: una densa niebla había disuelto el contorno de los edificios
cercanos y les erizaba la piel.

—Vete a tu casa, Búho. Te miro desde aquí, no te preocupes. Yo primero me daré


una vuelta por Renovación para comprar merca. Te busco mañana para hablar de
negocios.

—Chau, causita —dijo el Búho, aliviado, despidiéndose del Achiote con un abrazo
efusivo. Su cuerpo había recuperado, al fin, la prestancia del hombre indolente y
resuelto de todos los días. Enfiló por una callejuela pestilente y estrecha, llena de
cartones y basura, rumbo a la avenida San Pablo.

El Achiote lo siguió con la mirada. Al instante, cinco disparos tasajearon el tiznado


rostro de la madrugada.

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